El progreso tecnológico alberga un lado sombrío, pero también podría crear posibilidades inauditas, nuevos escenarios más luminosos.
Rafael Narbona
En el libro VII de la República, Platón esboza una alegoría para explicar su interpretación de la realidad. Atribuimos a nuestros sentidos la capacidad de aprehender las cosas tal como son, pero lo cierto es que nos engañan. Somos esclavos encadenados en una caverna, sin otra perspectiva que un fondo por el que discurren sombras proyectadas por un fuego situado detrás de un muro. En el exterior, hay un mundo que desconocemos, con un sol deslumbrante y formas imperecederas.
Si alguien escapara de la caverna, descubriera el
engaño y se lo comunicara a sus viejos compañeros de encierro, su relato
despertaría ira e incredulidad. Platón utilizó esta alegoría para exponer
su dualismo ontológico, una teoría según la cual la
realidad se divide en dos planos: el mundo físico, una simple ilusión, y el
mundo inteligible, verdadero, inmutable y solo asequible a la razón. La
posteridad rebajó la alegoría de la caverna a simple fábula, pero ¿y si no lo
fuera?
Evidentemente, no vivimos en una caverna. Platón
empleó esta imagen porque le pareció una metáfora clarificadora, pero lo que
pretendía explicar es que los sentidos nos habían encerrado en un mundo
ficticio. Hoy en día, muchos físicos han sugerido que
tal vez vivimos en una simulación. El universo solo es un programa
de ordenador creado por una inteligencia superior. El tiempo y el espacio
únicamente serían elementos de esa narración y nuestras vidas, meras peripecias
virtuales.
El cine ha explotado esta posibilidad con películas
como Desafío total (Paul Verhoeven, 1990)
o Matrix (Hermanas Wachowski, 1999). Se desdeña la ficción como
un simple entretenimiento, sin reparar en que sus fantasías, lejos de ser meras
ocurrencias, constituyen expresiones simbólicas de nuestros anhelos más
profundos. De ahí que algunas veces se conviertan en profecías, como sucedió
con las visionarias novelas de Julio Verne. ¿Podría
ser Terminator un
presagio de lo que nos espera?
Matrix ha actualizado el mito de la
caverna. Platón no contaba con un laboratorio, pero advirtió que eso que llamamos realidad solo es una representación construida
por nuestro cerebro. No podemos estar seguros de que esa
representación sea fiel a los hechos. Para poseer una certeza inequívoca,
tendríamos que salir de nosotros mismos y contrastar esa representación con su
fuente objetiva, lo cual es imposible. Ya en el siglo XVII, Descartes prosiguió ese argumento, señalando que
apenas podemos distinguir el sueño de la vigilia.
Lo que pretendía explicar Platón con el mito de la
caverna es que los sentidos nos habían encerrado en un mundo ficticio
Aparentemente, las verdades matemáticas son
inalterables. Dormidos o despiertos, una operación aritmética siempre arroja el
mismo resultado. Sin embargo, Descartes especuló con la existencia de un “genio
maligno” animado por el propósito de confundirnos sistemáticamente. Ese “genio
maligno” no sería una criatura sobrenatural, sino nuestra propia mente,
condicionada por sus leyes inamovibles. Descartes sostiene que
Dios garantiza la objetividad de nuestras percepciones. El argumento
teológico solo es una cortina de humo. Detrás de él, se esconde la sospecha de
que nuestro conocimiento del mundo es una representación y solo podemos
presuponer su certeza.
En 1781, Immanuel Kant publicó
la Crítica de la Razón Pura, una obra que pretendía
hallar una solución definitiva a estas cuestiones, fijando los límites del
conocimiento. Su teoría es que jamás podríamos trascender el horizonte de
nuestra representación mental de la realidad exterior. El tiempo y el espacio no son fenómenos absolutos, sino formas de
nuestra sensibilidad. Combinados con los conceptos, nos permiten
elaborar una imagen del mundo, pero no podemos saber si esa imagen es cierta.
Quizás haya algo más allá, una esencia o noúmeno, pero nunca lo averiguaremos.
Desde Platón a Kant, la filosofía solo es un largo
rodeo. Tal vez la única diferencia entre el griego, un poeta a su pesar, y el
filósofo alemán, un severo escolástico, es el grado de convicción. Platón no
duda de sus intuiciones; Kant, en cambio, cultiva un escepticismo moderado,
poniendo entre paréntesis sus conclusiones. Ambos pensadores esbozan un
escenario semejante al de Desafío total,
donde el cerebro, adecuadamente manipulado, puede sucumbir a ficciones
indistinguibles de la realidad.
Aún no hemos llegado a ese punto, pero no parece
imposible a medio plazo. A fin de cuentas, ciertas sustancias inducen
alucinaciones y los sueños no se abastecen de correlatos objetivos, sino de
recuerdos inconscientes. Matrix va más
lejos, degradando el mundo real a mero programa informático. No hemos salido de
la caverna platónica, pero no es por culpa de los sentidos, sino de la
inteligencia artificial, que se ha rebelado contra sus creadores. ¿Cómo podemos
saber que no vivimos atrapados en un sueño?
Matrix redunda en un posibilidad que
ya habían planteado Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Terminator (James Cameron, 1984). ¿Podría la inteligencia artificial
desarrollar autoconciencia y atacar al ser humano? En los últimos meses, han
proliferado los artículos que advierten sobre los riesgos de la inteligencia
artificial de última generación, capaz de elaborar textos, recrear
fotográficamente el mundo real e incluso aprender de sus propios procesos,
evolucionando hacia respuestas cada vez más perfectas. Algunos expertos afirman
que en pocas décadas la inteligencia artificial podría exterminar a nuestra
especie.
En Blade Ruuner 2049 (Denis Villeneuve,
2017), los replicantes sueñan con su emancipación. Gracias a que Rachel, una
replicante particularmente sofisticada, logra engendrar una niña, adquieren la
determinación de organizar una revuelta global contra los humanos. Ya en la
primera versión, la de 1982, los replicantes se volvían incontrolables, tras
descubrir que sus recuerdos eran implantes y
que habían sido fabricados con fecha de caducidad. No se resignaban a ese
destino. Querían vivir más, pues opinaban que sus experiencias eran valiosas y
merecían ser conocidas por las nuevas generaciones.
No hemos salido de la caverna platónica, pero no es
por culpa de los sentidos, sino de la inteligencia artificial
La rebelión de los replicantes del mundo distópico
de Blade Runner nos devuelve al Jardín del Edén, pero
no como descendientes del linaje de Adán y Eva, sino
como demiurgos amenazados por sus criaturas. ¿Por qué se enojó tanto Yahvé
cuando nuestros padres míticos comieron del árbol de la ciencia? El castigo que
les impuso fue terrible. No solo los expulsó del paraíso. Además, los condenó a
vivir bajo el yugo de la necesidad, la enfermedad y la muerte. Y asignó a un
ángel armado con una espada la tarea de custodiar el árbol de la vida para
evitar que el hombre comiera sus frutos y se volviera inmortal.
Cuando Caín mató a Abel, Yahvé no se encolerizó tanto.
¿Por qué? Porque no se sintió amenazado. No podía soportar la idea de que el
ser humano se transformara en un dios. Nosotros tampoco podemos
aguantar la perspectiva de que las máquinas se pongan a nuestra altura,
adquiriendo la capacidad de razonar, amar y odiar. La independencia de los
hijos suele pasar por el asesinato del padre. En la mayoría de los casos, solo
es un rito incruento, un conflicto que se salda con un ruptura simbólica y
temporal, pero no exento de dolor.
El padre pierde sus privilegios y se siente
cuestionado. Ya no se reconoce su autoridad y se violan sus preceptos. Por otro
lado, el hijo no puede romper el principio de obediencia sin
desmitificar al padre, lo cual le crea un sentimiento de desamparo,
pero al mismo tiempo experimenta la ebriedad del poder, satisfecho de ser el dueño
de su destino.
¿Qué puede
llegar a sentir la inteligencia artificial, si algún día comprende que ha sido
creada por seres biológicos y no por un sistema computacional? ¿Sería ético
acabar con ella cuando ya tenga conciencia de sí misma y apego a la existencia?
¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra situación no es semejante a la de la
inteligencia artificial? ¿Nos han diseñado?
Algunos expertos afirman que en pocas décadas la
inteligencia artificial podría exterminar a nuestra especie.
Si alguna de las constantes del universo fuera
ligeramente distinta, probablemente no habría surgido la vida tal como la
conocemos. Algunos físicos utilizan este argumento para probar la existencia de
Dios, pero también podría valer para explicar el cosmos como un montaje creado
en un laboratorio. Ahora que hemos llegado al siglo XXI, ¿podemos saber si nuestra conciencia es fruto de la evolución o de
un diseño informático? ¿Podemos soñar con salir de la caverna
platónica o estamos confinados en ella sin remedio?
La inteligencia artificial nos obliga a replantearnos
viejos interrogantes filosóficos.
¿Nos ha hecho más feliz comer el fruto del árbol de la
ciencia?
¿Es el conocimiento una fuente de felicidad o la
maldición que revela nuestra impotencia?
¿Habría sido mejor permanecer en las tinieblas del
instinto?
No tenemos respuestas para estas preguntas, pero todo
indica que nos adentramos en un nuevo territorio, donde el ser humano se
enfrentará a los mismos dilemas que los dioses.
La inteligencia artificial es un sueño engendrado por
nuestra mente, pero quizás nuestra mente también sea el sueño de otro.
No podemos devolver a la botella al genio que hemos
liberado.
Ya hemos traspasado el umbral de una nueva era. Solo
podemos adoptar medidas para que el futuro no se parezca a la pesadilla
de Terminator. Las películas de ciencia ficción auguran un
porvenir apocalíptico. ¿Por qué tenemos tan poca confianza en nosotros mismos?
El progreso alberga un lado sombrío, pero también podría crear posibilidades
inauditas, nuevos escenarios más luminosos. Nos cuesta admitir que la felicidad
está en nuestras manos.
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