miércoles, abril 19, 2023

El virulento poder de lo global





  Por Byung Chul Han




"El dinero es un mal transmisor de identidad. Sin embargo, puede reemplazarla, pues el dinero proporciona a quien lo posee al menos una sensación de seguridad y de tranquilidad. Por el contrario, quien ni siquiera tiene un poco de dinero no tiene nada: ni identidad ni seguridad."                            

 

A la globalización le es inherente una violencia que hace que todo resulte intercambiable, comparable y, por ende, igual. La comparación igualatoria total conduce, en último término, a una pérdida de sentido. El sentido es algo incomparable. Lo monetario no otorga por sí mismo sentido ni identidad. La violencia de lo global como violencia de lo igual destruye esa negatividad de lo distinto, de lo singular, de lo incomparable que dificulta la circulación de información, comunicación y capital. Donde dicha circulación alcanza su velocidad máxima es precisamente donde lo igual topa con lo igual.

Ese violento poder de lo global que todo lo nivela reduciéndolo a lo igual y que erige un infierno de lo igual, genera una contrafuerza destructiva. Jean Baudrillard señaló que la vesania de la globalización engendra terroristas a modo de dementes. Según eso, el penal de Guantánamo sería el equivalente a los manicomios y las cárceles de aquella sociedad disciplinaria y represiva que, por su parte, engendra delincuentes y psicópatas.

Con el terrorismo ha sucedido algo que, yendo más allá de la intención inmediata de los actores, apunta a unas convulsiones sistemáticas. Lo que mueve a los hombres al terrorismo no es lo religioso en sí, sino más bien la resistencia del singular frente al violento poder de lo global. Por eso, esa lucha contra el terrorismo que se centra en determinadas regiones y en determinados grupos de personas es una desesperada acción sustitutiva. Incluso la expulsión del enemigo encubre el verdadero problema, que tiene una causa sistemática. Lo que engendra el terrorismo es el terror de lo global mismo.

El violento poder de lo global barre todas las singularidades que no se someten al intercambio general. El terrorismo es el terror del singular enfrentándose al terror de lo global. La muerte, que no se somete a ningún intercambio, es lo singular por antonomasia. Con el terrorismo, la muerte irrumpe brutalmente en el sistema, en el cual la vida se totaliza como producción y rendimiento. La muerte es el final de la producción. La glorificación de la muerte por parte de los terroristas y esa actual histeria con la salud que trata de prolongar la vida como mera vida a cualquier precio se suscitan mutuamente. Sobre esta conexión sistemática repara la sentencia de AlQaeda: «Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte».

Baudrillard señala la peculiaridad arquitectónica de las Torres Gemelas, que ya en 1993 fueron el objetivo de atentados terroristas islámicos. Mientras que los rascacielos del Rockefeller Center reflejan la ciudad y el cielo sobre sus fachadas de vidrio y acero, las Torres Gemelas no implicaban ninguna referencia externa, ninguna relación con lo otro. Los dos edificios gemelos, iguales entre sí y que se reflejan mutuamente, constituyen un sistema cerrado en sí mismo. Imponen lo igual, excluyendo por completo lo distinto. El atentado terrorista abrió brechas en este sistema global de lo igual.

El nacionalismo que hoy vuelve a despertar, la nueva derecha o el movimiento identitario son asimismo reacciones reflejas al dominio de lo global. Por eso no es casualidad que los seguidores de la nueva derecha no solo sean xenófobos, sino también críticos del capitalismo. Tanto esa alabanza nacionalista y romántica de la frontera como el terrorismo islámico obedecen al mismo esquema de reacción en vista de lo global.

El neoliberalismo engendra una injusticia masiva de orden global. La explotación y la exclusión son constitutivas de él. Construye un «apóptico», una construcción basada en una «óptica excluyente» que identifica como indeseadas y excluye por tales a las personas enemigas del sistema o no aptas para él. El panóptico sirve para el disciplinamiento, mientras que el apóptico se encarga de la seguridad. Incluso dentro de la zona de bienestar occidental el neoliberalismo recrudece la desigualdad social. En último término, elimina la economía de mercado social.

Alexander Rüstow, quien acuñó el concepto de «neoliberalismo», constató que si la sociedad se encomienda únicamente a la ley mercantil neoliberal se deshumaniza cada vez más y genera convulsiones sociales. Por eso señala que hay que completar el neoliberalismo con una «política vital» que siembre solidaridad y civismo. Sin esta rectificación del neoliberalismo a cargo de la «política vital» surgen unas masas inseguras, que actúan movidas por el miedo y que se dejan captar fácilmente por fuerzas nacionalistas étnicas.

El miedo por el futuro propio se trueca aquí en xenofobia. El miedo por sí mismo no solo se manifiesta como xenofobia, sino también como odio a sí mismo. La sociedad del miedo y la sociedad del odio se promueven mutuamente.

Las inseguridades sociales, unidas a la desesperación y a un futuro sin perspectivas, constituyen el caldo de cultivo para las fuerzas terroristas. El sistema neoliberal cultiva directamente estos elementos destructivos, que solo a primera vista parecen opuestos a él. En realidad, el terrorista islámico y el nacionalista étnico no son enemigos, están hermanados, pues comparten una genealogía común.

El dinero es un mal transmisor de identidad. Sin embargo, puede reemplazarla, pues el dinero proporciona a quien lo posee al menos una sensación de seguridad y de tranquilidad. Por el contrario, quien ni siquiera tiene un poco de dinero no tiene nada: ni identidad ni seguridad. Así, forzosamente se evade a lo imaginario, por ejemplo a la idiosincrasia de un pueblo, la cual pone rápidamente a disposición una identidad. Al mismo tiempo se inventa un enemigo, por ejemplo el islam. Es decir, a través de unos canales imaginarios levanta unas inmunidades para alcanzar una identidad que otorga sentido. El miedo por sí mismo hace que inconscientemente se provoque la nostalgia de un enemigo. El enemigo es, aunque de forma imaginaria, un proveedor de identidad: El enemigo es nuestra propia pregunta como figura. Por este motivo tengo que confrontarme con él combatiendo, para así obtener mi medida propia, mi frontera propia, mi figura propia.

Lo imaginario compensa una carencia en la realidad. También los terroristas habitan lo imaginario. Lo global hace que surjan unos espacios imaginarios que promueven una violencia real.

El violento poder de lo global debilita al mismo tiempo las defensas inmunitarias, pues estas estorban la circulación global acelerada de información y de capital. Precisamente ahí donde los umbrales inmunitarios son muy bajos el capital fluye mucho más rápido.

Dentro de ese orden de lo global que hoy es hegemónico y que totaliza lo igual en realidad solo existen más iguales u otros que son iguales. No es en esas vallas fronterizas que se han levantado recientemente donde se despierta la imaginación creadora de fantasías referidas a otros. Ante tales vallas, la imaginación se queda estupefacta y sin habla.

En realidad, los inmigrantes y los refugiados no nos resultan distintos, no nos resultan ajenos, no son unos extraños a causa de los cuales se sienta una amenaza real, un verdadero miedo. Ese miedo solo existe en la imaginación. Los inmigrantes y los refugiados se perciben más bien como una carga. Lo que se siente hacia ellos cuando se los considera como posibles vecinos es resentimiento y envidia, unos sentimientos que, a diferencia del temor, el miedo y el asco no son una auténtica reacción inmunológica. Las masas xenófobas están contra los norteafricanos, pero luego pasan las vacaciones con todos los gastos pagados en sus países.

Para Baudrillard, la violencia de lo global es carcinomatosa. Se propaga como «células cancerígenas […] a través de una proliferación inacabable de pólipos y de metástasis». Baudrillard explica lo global con ayuda del modelo inmunológico: «No es casualidad que hoy se hable tanto de inmunidad, de anticuerpos, de trasplante y de rechazo». El virulento poder de lo global es una «violencia viral, la violencia de las redes y de lo virtual». La virtualidad es viral. Resulta problemática esta descripción inmunológica de la interconexión. Las inmunidades ocluyen la circulación de información y comunicación. El «me gusta» no es una reacción inmunológica. El virulento poder de lo global, en cuanto violencia de la positividad, es posinmunológico. Baudrillard no se da cuenta de este cambio de paradigma constitutivo del orden digital y neoliberal. Las inmunidades forman parte del orden terrenal. La sentencia de Jenny Holzer «protegedme de aquello que quiero» hace ver justamente el carácter posinmunológico de la violencia de la positividad.

El «contagio», la «implantación», la «expectoración» y los «anticuerpos» no explican el exceso actual de la hipercomunicación y de información. La demasía de lo igual puede provocar vómitos, pero la regurgitación no proviene de una sensación de asco que se refiera al distinto, al extraño. El asco es un «estado de excepción, una crisis aguda de autoafirmación frente a una alteridad inasimilable».

Es precisamente la falta de negatividad de lo distinto lo que provoca síntomas como la bulimia, los «atracones de series» o la «sobreingesta compulsiva». No son virales. Más bien se explican en función de esa violencia de la positividad que es inasequible a toda defensa inmunitaria.

El neoliberalismo es cualquier cosa menos el punto final de la Ilustración. No lo guía la razón. Precisamente su vesania provoca unas tensiones destructivas que se descargan en forma de terrorismo y nacionalismo. La libertad de la que hace gala el neoliberalismo es propaganda. Lo global acapara hoy para sí incluso valores universales. Así, incluso se explota la libertad. Uno se explota voluntariamente a sí mismo figurándose que se está realizando. Lo que maximiza la productividad y la eficiencia no es la opresión de la libertad, sino su explotación. Esa es la pérfida lógica fundamental del neoliberalismo.

En vista del virulento poder de lo global se trata de proteger lo universal para que no quede acaparado por lo global. Por eso es necesario hallar un orden universal que también se abra a lo singular. Aquello singular que irrumpe con violencia en el sistema de lo global no es el otro distinto, el cual permitiría un diálogo. En esa imposibilidad de dialogar que constituye el terrorismo radica su carácter diabólico. Lo singular renunciaría a su carácter diabólico únicamente en un estado reconciliado en el que lo lejano y distinto se quedara en una cercanía otorgada.

La «paz perpetua» de la que habla Kant no es otra cosa que un estado de reconciliación. Se basa en valores universales que la razón se asigna a sí misma. Según Kant, se puede forzar a instaurar la paz también mediante aquel «espíritu comercial» que «es incompatible con la guerra y que, más tarde o más temprano, se acaba apoderando de todo pueblo. Pero tiene un plazo fijado y no es eterno. Lo único que por sí mismo puede forzar a instaurar la paz es el «poder del dinero». Pero el comercio global es una guerra con otros medios. Ya en el Fausto de Goethe se dice: «Preciso fuera que nada supiese yo de navegación: / guerra, comercio y piratería son tres cosas en una, / imposibles de separar».

El virulento poder de lo global provoca que haya muertos y refugiados como si fuera una auténtica guerra mundial. Esa paz que el espíritu comercial fuerza a instaurar no solo tiene fijado un plazo, también está delimitada espacialmente. La zona de bienestar, es más, la isla de bienestar, siendo un apóptico o una construcción basada en una óptica excluyente, está rodeada de vallas fronterizas, de campos de refugiados y de escenarios bélicos. Kant no se dio cuenta del carácter diabólico, de la irracionalidad del espíritu comercial. Su enjuiciamiento resultó tenue. Suponía que dicho espíritu comercial instauraría una paz «prolongada». Pero esta paz no es más que una apariencia. El espíritu comercial solo está dotado de un entendimiento calculador. Carece de toda razón. Por eso es irracional aquel sistema al que solo domina el espíritu comercial y el poder del dinero.

Precisamente la actual crisis de los refugiados revela que la Unión Europea no es más que una unión económica comercial que busca el provecho propio. La Unión Europea como zona europea de libre comercio, como comunidad contractual entre los gobiernos con sus respectivos intereses estatales y nacionales, no sería para Kant una construcción racional, una «alianza de los pueblos» guiada por la razón que se comprometiera a defender valores universales como la dignidad humana.

La idea kantiana de una paz perpetua fundada por la razón alcanza su punto culminante con la exigencia de una «hospitalidad» sin condiciones. Con arreglo a eso, todo extranjero tiene derecho de estancia en otro país. Puede pasar un tiempo ahí sin sufrir reacciones xenófobas «mientras se comporte pacíficamente en su sitio». Según Kant, nadie tiene «más derecho que otro a estar en un lugar de la Tierra». La hospitalidad no es una noción utópica, sino una idea vinculante de la razón: Como en los artículos anteriores, aquí no se está hablando de filantropía, sino de derecho, y entonces hospitalidad (ser acogedor) significa el derecho que un extranjero tiene a que los demás no lo traten xenófobamente por el hecho de haber llegado a sus tierras. La hospitalidad no es una manera fantasiosa ni exagerada de imaginarse el derecho, sino una aportación necesaria que viene del código no escrito para completar tanto el derecho estatal como el derecho internacional convirtiéndolos en derecho humano público, para de este modo instaurar la paz perpetua, y solo bajo esta condición uno puede gloriarse de hallarse en una continua aproximación a ella.

La hospitalidad es la máxima expresión de una razón universal que ha tomado conciencia de sí misma. La razón no ejerce un poder homogeneizador. Gracias a su amabilidad está en condiciones de reconocer al otro en su alteridad y de darle la bienvenida. Amabilidad significa libertad.

La idea de hospitalidad ostenta también algo universal más allá de la razón. Para Nietzsche es expresión del alma «sobreabundante». Está en condiciones de albergar en sí todas las singularidades: ¡Y que aquí me sea bienvenido todo lo que está en devenir, lo que anda errante, lo que va buscando, lo que es fugaz! De ahora en adelante la hospitalidad será mi única amistad.

La hospitalidad promete reconciliación. Estéticamente, se manifiesta como belleza: Siempre acabaremos siendo recompensados por nuestra buena voluntad, por nuestra paciencia, por nuestra equidad, por nuestra ternura hacia lo extraño, despojándose lo extraño lentamente de su velo y presentándose como una nueva belleza indecible: ese es su agradecimiento por nuestra hospitalida.

La política de lo bello es la política de la hospitalidad. La xenofobia es odio y es fea. Es expresión de la falta de razón universal, un indicio de que la sociedad todavía se encuentra en un estado irreconciliado. El grado civilizatorio de una sociedad se puede medir justamente en función de su hospitalidad, es más, en función de su amabilidad. Reconciliación significa amabilidad.

https://www.bloghemia.com/2023/04/el-virulento-poder-de-lo-global-por.html

 

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