Bioy Casares trajo de Londres un curioso puñal de hoja
triangular y empuñadura en forma de H; nuestro amigo Christopher Dewey, del
Consejo Británico, dijo que tales armas eran de uso común en el Indostán. Ese
dictamen lo alentó a mencionar que había trabajado en aquel país, entre las dos
guerras. (Ultra Auroram et Gangen,
recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de Juvenal.) De las historias
que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel:
líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de
agravar, con interpolaciones de Kipling, el cariz exótico del relato. Éste, por
lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso
el de las Mil y una noches.
"La exacta geografía de los hechos que voy a referir
importa muy poco. Además, ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de
Amritsar o de Udh? Básteme, pues, decir que en aquellos años hubo disturbios en
una ciudad musulmana y que el gobierno central envió a un hombre fuerte para
imponer el orden. Ese hombre era escocés, de un ilustre clan de guerreros, y en
la sangre llevaba una tradición de violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos,
pero no olvidaré el cabello muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y
la boca, los anchos hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander
Glencairn se llamará esta noche en mi historia; los dos nombres convienen,
porque fueron de reyes que gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander
Glencairn (me tendré que habituar a llamarlo así) era, lo sospecho, un hombre
temido; el mero anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello
no impidió que decretara diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La
ciudad y el distrito estaban en paz: sikhs
y musulmanes habían depuesto las antiguas discordias y de pronto Glencairn
desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores de que lo habían secuestrado o
matado.
»Estas cosas las supe por mi jefe, porque la censura era
rígida y los diarios no comentaron (ni siquiera registraron, que yo recuerde)
la desaparición de Glencairn. Un refrán dice que la India es más grande que el
mundo; Glencairn, tal vez omnipotente en la ciudad que una firma al pie de un
decreto le destinó, era una mera cifra en los engranajes de la administración
del Imperio. Las pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe
pensó que un particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor éxito.
Tres o cuatro días después (las distancias en la India son generosas) yo
fatigaba sin mayor esperanza las calles de la opaca ciudad que había
escamoteado a un hombre.
»Sentí, casi inmediatamente, la infinita presencia de una
conjuración para ocultar la suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar) que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más,
interrogados, profesaban una ilimitada ignorancia; no sabían quién era
Glencairn, no lo habían visto nunca, jamás oyeron hablar de él. Otros, en
cambio, lo habían divisado hace un cuarto de hora hablando con Fulano de Tal, y
hasta me acompañaban a la casa en que entraron los dos, y en la que nada sabían
de ellos, o que acababan de dejar en ese momento. A alguno de esos mentirosos
precisos le di con el puño en la cara. Los testigos aprobaron mi desahogo, y
fabricaron otras mentiras. No las creí, pero no me atreví a desoírlas. Una
tarde me dejaron un sobre con una tira de papel en la que había unas señas...
»El sol había declinado cuando llegué. El barrio era
popular y humilde; la casa era muy baja; desde la acera entreví una sucesión de
patios de tierra y hacia el fondo una claridad. En el último patio se celebraba
no sé qué fiesta musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.
»A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el
umbral un hombre muy viejo.
Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los
muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las
generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así
me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el
crepúsculo alzó hacia mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin
preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de David Alexander
Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de explicar que era un juez
y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras, lo irrisorio de interrogar
a aquel hombre antiguo, para quien el presente era apenas un indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o de Akbar podría dar
este hombre (pensé) pero no de
Glencairn. Lo que me dijo confirmó esta sospecha.
»—¡Un juez! —articuló con débil asombro—. Un juez que se ha
perdido y lo buscan. El hecho aconteció cuando yo era niño. No sé de fechas,
pero no había muerto aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El
tiempo que se fue queda en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que
entonces pasó. Dios había permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera;
llenas de maldición estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin embargo, no
todos eran perversos, y cuando se pregonó que la reina iba a mandar un hombre
que ejecutaría en este país la ley de Inglaterra, los menos malos se alegraron,
porque sintieron que la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no
tardó en prevaricar y oprimir, en paliar delitos abominables y en vender
decisiones. No lo culpamos, al principio; la justicia inglesa que administraba
no era conocida de nadie y los aparentes atropellos del nuevo juez
correspondían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su
afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin
hubimos de admitir que era simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y la
pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza que alguna vez pusieron en
él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no
basta; de los designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de
los muy simples o los muy jóvenes, creyó que ese propósito temerario podría
llevarse a cabo, pero miles de sikhs
y de musulmanes cumplieron su palabra y un día ejecutaron, incrédulos, lo que a
cada uno de ellos había parecido imposible. Secuestraron al juez y le dieron
por cárcel una alquería en un apartado arrabal. Después, apalabraron a los
sujetos agraviados por él o (en algún caso) a los huérfanos y a las viudas,
porque la espada del verdugo no había descansado en aquellos años. Por fin
—esto fue quizá lo más arduo— buscaron y nombraron un juez para juzgar al juez.
»Aquí lo interrumpieron unas mujeres que entraban en la
casa.
»Luego prosiguió, lentamente.
»—Es fama que no hay generación que no incluya cuatro
hombres rectos que secretamente apuntalan el universo y lo justifican ante el
Señor: uno de esos varones hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde
encontrarlos, si andan perdidos por el mundo y anónimos y no se reconocen
cuando se ven y ni ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen? Alguien
entonces discurrió que si el destino nos vedaba los sabios, había que buscar a
los insensatos. Esta opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la ley, sikhs que llevan el nombre de leones y
que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de dioses, monjes de
Mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un hombre con las
piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros, integraron el tribunal,
pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.
»Aquí lo interrumpieron unas personas que se iban de la
fiesta.
»—De un loco —repitió— para que la sabiduría de Dios hablara
por su boca y avergonzara las soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o
nunca se supo, pero andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos,
contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles.
»Mi buen sentido se rebeló. Dije que entregar a un loco la
decisión era invalidar el proceso.
»—El acusado aceptó al juez —fue la contestación—. Acaso
comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en
libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte. He oído que se
rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y noches duró el proceso,
por lo crecido del número de testigos.
»Se calló. Una preocupación lo trabajaba. Por decir algo
pregunté cuántos días.
»—Por lo menos, diecinueve —replicó. Gente que se iba de la
fiesta lo volvió a interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las
caras y las voces parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.
»—Diecinueve días, precisamente —rectificó—. El perro
infiel oyó la sentencia, y el cuchillo se cebó en su garganta.
»Hablaba con alegre ferocidad. Con otra voz dio fin a la
historia:
»—Murió sin miedo; en los más viles hay alguna virtud.
»—¿Dónde ocurrió lo que has contado? —le pregunté—. ¿En una
alquería?
»Por primera vez me miró en los ojos. Luego aclaró con
lentitud, midiendo las palabras:
»—Dije que en una alquería le dieron cárcel, no que lo
juzgaron ahí. En esta ciudad lo juzgaron: en una casa como todas, como ésta.
Una casa no puede diferir de otra: lo que importa es saber si está edificada en
el infierno o en el cielo.
»Le pregunté por el destino de los conjurados.
»—No sé —me dijo con paciencia—. Estas cosas ocurrieron y
se olvidaron hace ya muchos años. Quizá los condenaron los hombres, pero no
Dios.
»Dicho lo cual, se levantó. Sentí que sus palabras me
despedían y que yo había cesado para él, desde aquel momento. Una turba hecha
de hombres y mujeres de todas las naciones del Punjab se desbordó, rezando y
cantando, sobre nosotros y casi nos barrió: me azoró que de patios tan
angostos, que eran poco más que largos zaguanes, pudiera salir tanta gente.
Otros salían de las casas del vecindario; sin duda habían saltado las tapias...
A fuerza de empujones e imprecaciones me abrí camino. En el último patio me
crucé con un hombre desnudo, coronado de flores amarillas, a quien todos
besaban y agasajaban, y con una espada en la mano. La espada estaba sucia,
porque había dado muerte a Glencairn, cuyo cadáver mutilado encontré en las
caballerizas del fondo."
Jorge Luis Borges
El Aleph
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