El coche lo dejó en el
cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la
mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de
tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua,
los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de
hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos
invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en
cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si
Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la
farmacia se leía en letras de loza: Breslauer; los judíos estaban desplazando a
los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre
prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a
bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta.
Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental
que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le
entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de
obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado
una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación."
Precedido por la mujer,
atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba,
felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado
en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto
ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos
sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un
botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un
crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales
repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario
variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el
inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como
un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía,
sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No
lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del
enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al
principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un
rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres
cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes
del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda,
incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su
vida anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia entre
el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las
cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia
de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del
arte.
No le llegó jamás una
carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las
secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y
mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la
inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la
memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o
de hospital, que no traiga sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la
tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta,
porque no tenía término —salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de
la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida
era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se
parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En
días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos
irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad
poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer, ya
no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la
yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando
el patio.
Había en la casa un
perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en
italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su
niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni
previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente
creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por
ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció
a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó
asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese
horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba.
Villari, al día
siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del
barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más
cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver
del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con
secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el
otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo
oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se
repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que
saliera a la calle.
Entre los libros del
estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos
urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la
lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden
riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y
no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de
Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del
papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor
Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros
vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias
variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo
agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el
desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y
parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la
inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo
descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero
siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía
que volver a matarlos.
Una turbia mañana del
mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta
cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente
simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más
claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de
las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían
alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra
la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de
quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso
que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para
que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el
mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba
cuando lo borró la descarga.
Jorge Luis Borges
Tomado de El Aleph
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