José López Jara
En el año 1348 empezó una epidemia de
peste en Europa que se cobró una tercera parte de la población total de
entonces. Aunque el número de víctimas varió desde un quinto de la población en
algunos lugares hasta la casi total exterminación en otros, los investigadores
modernos han llegado a aceptar como estimación más aproximada la cifra que nos
da Froissart en su crónica, es decir, un tercio de la población,
aproximadamente, desde la India hasta Islandia. En realidad Froissart tomó esta
cifra del Apocalipsis de San Juan, la lectura preferida en aquellos duros
tiempos.
Un tercio de la población de Europa en
aquella época equivaldría a unos veinte millones de personas. En realidad es
imposible saber el número de víctimas con exactitud, porque en este tema los
cronistas de la época no son de fiar y hay que recurrir a otras fuentes, como
recaudaciones de impuestos, censos o los escasos documentos que se conservan de
las iglesias en los que se recogen nacimientos y defunciones.
En el año 1346 llegaron a Europa rumores de una terrible
epidemia, supuestamente surgida en China, que a través del Asia Central se
había extendido a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto y Asia Menor. Se
habla de regiones enteras que habían quedado despobladas, de forma que hasta el
Papa Clemente VI en Avignon se muestra interesado por el tema, y reuniendo los
informes que van llegando, calcula que el número de victimas de be ascender a
casi veinticuatro millones de personas. Sin embargo, como en aquel entonces se
desconocía el concepto de contagio, no hubo ninguna alarma en Europa hasta que
la peste fue introducida en Italia por los barcos genoveses y venecianos que
venían del mar Negro; La peste aparece en Italia en octubre de 1347, Y para
enero del año siguiente ya ha penetrado en Francia, vía Marsella, y ha llegado
hasta el Norte de Africa. La rata negra, buena pasajera de los barcos, la va
extendiendo a lo largo de las costas y ríos navegables. Al mismo tiempo que
penetra en España, en Italia alcanza Roma y Florencia, y llega a Paris en junio
de 1348, pasando poco más tarde a Inglaterra a través del Canal de la Mancha.
Ese mismo verano llega a Suiza y por el Este se extiende hasta Hungría.
En 1349 la peste reaparece en Paris, se extiende por Picardia,
Flandes y los Países Bajos; de Inglaterra pisa a Escocia e Irlanda, asi como
Noruega donde, procedente de Inglaterra, llega un barco fantasma con un
cargamento de lana y toda la tripulación muerta, que embarranca cerca de
Bergen. Desde Noruega se extiende la epidemia a Suecia, Dinamarca, Prusia e
Islandia, llegando incluso hasta Groenlandia. Deja una extraña bolsa de
inmunidad en Bohemia y alcanza Rusia en 1351, aunque el primer brote ya había
remitido en casi toda Europa a mediados de 1350.
La gran
mortandad
Aunque el
número de víctimas varió desde un quinto de la población en algunos lugares
hasta la casi total exterminación en otros, los investigadores modernos han
llegado a aceptar como estimación más aproximada la cifra que nos da Froissart
en su crónica, es decir, un tercio de la población, aproximadamente, desde la
India hasta Islandia. En realidad Froissart tomó esta cifra del Apocalipsis de
San Juan, la lectura preferida en aquellos duros tiempos.
Un tercio de la población de Europa en aquella época equivaldría
a unos veinte millones de personas. En realidad es imposible saber el número de
víctimas con exactitud, porque en este tema los cronistas de la época no son de
fiar y hay que recurrir a otras fuentes, como recaudaciones de impuestos,
censos o los escasos documentos que se conservan de las iglesias en los que se
recogen nacimientos y defunciones. Tomemos como ejemplo Avignon, sede de la
corte papal; se calcula que morían diariamente unas cuatrocientas personas y
que unas síete mil casas quedaron deshabitadas. Los cronistas, impresionados
sin duda por la acumulación de cadáveres, dan cifras exorbitantes al elevar el
número total de muertos a sesenta y dos mil o incluso a ciento veinte mil,
cuando la población total de la ciudad no pasaba seguramente de cincuenta mil
habitantes.
Conviene recordar que las mayores ciudades de Europa, con una
población de unos cien mil habitantes, eran París, Florencia, Venecia y Génova.
Después venían Gante, Brujas, Milán, Palermo, Bolonia, Roma. Nápoles y Colonia,
con más de cincuenta mil. Londres se acercaba a esta cifra junto con Burdeos,
Tolousse, Montpellier, Lyon, Barcelona, Sevilla, Toledo, Siena y Pisa. Por
todas estas ciudades la peste pasó matando de un tercio a dos tercios de los
habitantes.
Italia,
con una población de diez u once millones de personas, fue la que padeció más
duramente sus efectos. En Florencia podemos decir que «llovía sobre mojado»;
como consecuencia del inicio de lo que sería la Guerra de los Cien Años, las
principales casas bancarias florentinas, los Bardi y Peruzzi, fueron a la
bancarrota cuando Eduardo III de Inglaterra no pudo devolver los empréstitos
que le habían concedido para la primera campaña (años 1343-44). Siguieron años
de malas cosechas y con ellos apareció el hambre y se produjeron revueltas de
campesinos y trabajadores; después la peste mató de tres a cuatro quintos de la
población de esta ciudad, una de las más importantes de Italia. Venecia perdió
dos tercios de sus habitantes y en Pisa morían quinientas personas al día.
Además, la primera aparición de la peste coincidió con un
terrible terremoto que asoló Italia desde Nápoles a Venecia, dejando un rastro
de destrucción que colaboró a aumentar la psicosis de fin del mundo.
En general la mortandad fue enorme en toda Europa; las ciudades
estaban más expuestas a la epidemia, por ser centros de comunicación y dado el
hacinamiento en que se vivía, sobre todo en los barrios pobres. París, por
ejemplo, perdió a la mitad de sus habitantes.
De todas maneras, se ha comprobado que el índice de mortandad en
las aldeas, una vez que aparecía en ellas la peste, era igualmente alto.
En los sitios cerrados, tales como los monasterios o las
prisiones, la infección de una persona normalmente significaba la de todos,
como ocurrió en los conventos franciscanos de Carcasona y Marsella, en los
cuales toda la comunidad murió. De los 140 frailes dominicos que había en
Montpellier sólo sobrevivieron siete. El hermano de Petrarca, Gerardo, miembro
de un monasterio de cartujos, enterró a su prior y a treinta y cuatro compañeros,
uno por uno, hasta que se quedó solo con su perro y huyó a buscar refugio en
otra parte. En Kilkenny, Irlanda, el hermano John Clyn de los frailes Menores
también se encontró solo, rodeado de compañeros muertos, pero escribió una
crónica de lo que había sucedido para que no ocurriera que «...las cosas que
deben ser recordadas parezcan con el tiempo y sean borradas del recuerdo de
quienes vendrán tras nosotros». Creía que el mundo entero estaba en poder del
demonio y, esperando morir a su vez, escribió: «Dejo pergamino para continuar
este trabajo, por si alguien sobrevive y cualquiera de la raza de Adán escapa a
la peste y continúa la labor que yo he comenzado». El hermano John, tal como
escribió otra mano, murió de la peste, pero escapó al olvido.
La peste
y la escala social
En todas
partes se observó que la peste afectaba más a los pobres que a los ricos. El
cronista escocés John de Fordun afirma llanamente que la peste «atacaba
especialmente a las clases humildes y raramente a los magnates». La misma
observación hace Simón de Covino en Montpellier. Este aumento de la mortandad
se debia, además de la penuria de medios de subsistencia, al hacinamiento y a
la completa ausencia de medidas sanitarias en las viviendas de las clases más
humildes.
Aunque la tasa de mortandad fuese mayor entre los pobres, los
grandes también sufrieron el azote de la peste. El rey Alfonso XI de Castilla,
el vencedor de Salado, fue el único monarca reinante que murió de la peste,
pero su vecino Pedro de Aragón perdió a su mujer Leonora, a su hija y a una
sobrina, en el espacio de seis meses. El emperador de Bizancio, Juan
Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Francia murieron la reina coja Juana y su
nuera, la esposa del Delfin, ambas en 1349.
También murió la reina de Navarra. La segunda hija de Eduardo
III de Inglaterra, que iba a casarse con el heredero de Castilla -el futuro
Pedro el Cruel-, murió en Burdeos cuando se dirigía hacia su boda. Las mujeres
parecen haber sido más vulnerables que los hombres, quizá porque al estar más
recluidas en el hogar estaban más expuestas a las pulgas. Así murió la amante
de Boccaccio, hija ilegítima del rey de Nápoles; y también Laura, la amada real
o imaginaria de Petrarca.
En Florencia, el gran historiador Giovanni Villani murió a los
sesenta y ocho años en medio de una frase inacabada mientras escribía: « ... en
el curso de esta peste fallecieron ... » También desaparecen de las crónicas, a
partir de 1348, Ambrosio y Pietro Lorenzetti, maestros pintores de Siena, así,
como Andrea Pisano, arquitecto y escultor de Florencia, por lo que es de
suponer que también ellos fueron víctimas de la peste.
Entre los médicos la mortaridad fue naturalmente más alta: de
veinticuatro médicos que había en Venecia, veinte fueron víctImas de la
epidemia, aunque las malas lenguas murmuraron que algunos de estos supuestos
mártires de su deber habían huido de la ciudad o se habían escondido en sus
casas. En Montpellier, sede de la principal escuela médica de la época, Simón
de Cavino testifica que a pesar del gran número de médicos y estudiantes que
allí había, muy pocos sobrevivieron al azote de la peste.
En cuanto al clero, la mortandad varió según el rango. La única
excepción a esta regla fue la muerte de un tercio de los cardenales, pero ello
se debió más bien a que se encontraban concentrados en la corte papal en
Avignon. Entre los obispos se calcula que murió uno de cada veinte; en cambio
los sacerdotes sufrieron igual que el pueblo llano, aunque en muchos lugares
abandonaron sus deberes y huyeron por miedo al contagio. Por una extraña y
siniestra coincidencia, en Inglaterra murieron sucesivamente el arzobispo de
Canterbury, en agosto de 1348, su sucesor en mayo de 1349, y el siguiente
candidato tres meses más tarde. Suponemos que pocos estarían dispuestos a
ocupar el más alto cargo eclesiástico de Inglaterra después de esta cadena de
muertes.
Los funcionarios públicos y las personas con cargos en el gobierno
tampoco se vieron perdonados por la peste y su pérdida contribuyó a generalizar
el caos. En Siena murieron cuatro de los nueve miembros de la oligarquía
gobernante. En Francia murieron un tercio de los notarios reales y como
resultado la recogida de impuestos se vio afectada de tal manera que Felipe VI
sólo pudo recaudar una parte del subsidio que le habían concedido los Estados
Generales en el invierno de 1347-48.
Los campesinos caían muertos en los campos, en los caminos o en
sus casas, y los que sobrevivían se hallaban presos de una apatía total,
dejando el trigo maduro sin segar y el ganado desatendido. Esto ponía en
peligro la economia del siglo, que dependía de la cosecha de cada año para
comer y para hacer la siembra del año siguiente. La disminución alarmante de la
mano de obra bien pronto se hizo patente y acarrearía graves problemas que
examinaremos más adelante. «Quedaron tan pocos siervos y trabajadores que nadie
sabía a quien pedir ayuda» escribió Knigbton. La idea de un futuro sin futuro
-valga la redun- redun- dancia- creó un sentimiento de demencia y
desesperación. Un cronista bávaro cuenta que «los hombres y las mujeres
deambulaban como si estuvie-sen locos y dejaban que su ganado se perdiese
porque ya nadie quería preocuparse por el futuro».
En cierto modo la respuesta emocional de la gente se vio
embotada ante tanto horror y, tal como escribió otro testigo de la catástrofe:
«En aquellos días había entierros sin pena y matrimonios sin amor».
Intentos
de explicación de la peste
Se desconoce
qué fue lo que causó esta epidemia, la más terrible de la historia, pero ahora
se cree que su origen geográfico no estuvo en China, sino en algún lugar de
Asia Central y que desde allí se extendió por la ruta de las caravanas hasta
llegar al mar Negro y luego a Europa. El origen chino fue una noción equivocada
del siglo XIV, basada en informes verdaderos pero retrasados que se referían a
las grandes calamidades ocurridas en China -peste, hambre e inundaciones- a
principios de la década de 1330, demasiado pronto por tanto para estar
relacionadas con la peste que aparece en la India en 1346. El enemigo fantasma
no tenía nombre y sólo empezó a conocérsele como la peste negra en citas
posteriores. Durante la primera eclosión de la epidemia se le nombra como la
gran mortandad o la peste a secas. Para empeorar las cosas llegaban a los oídos
de los atemorizados europeos relatos desde Oriente en los que se hablaba de
furiosas tempestades de fuego que arrasaban todo lo que encontraban a su paso,
y se decía que los vientos provocados por estas lluvias de fuego eran los que
habían traído la peste a Europa. También se culpó al terremoto antes mencionado
de liberar gases pestilentes y sulfurosos del interior de la tierra; o bien se
decía que la epidemia era la evidencia de una lucha titánica entre los planetas
y los océanos, cuyo resultado había sido la evaporación de grandes masas de
agua, lo que había hecho morir millones de peces que con su olor putrefacto
habían corrompido el aire. Como se ve, todas estas explicaciones tenían en
común el factor del aire envenenado, de las espesas nieblas y de las malignas
influencias de los planetas.
El misterio del contagio era el más temible de los terrores. La
gente se dio cuenta rápidamente de que la enfermedad se propagaba por el
contacto con los enfermos, con sus ropas o sus cadáveres y también con sus
casas. ¿Cómo? y ¿por qué? eran las preguntas claves que nadie acertaba a
responder.
Gentile da Foligno, doctor en Medicina por la Universidades de
Bolonia y Padua, se aproximó al concepto de infección respiratoria cuando
afirmó que mediante la respiración se introducía materia venenosa en la
persona. Pero al desconocer la existencia de los microbios, dedujo que el aire
estaba envenenado por influencias planetarias. La desesperada búsqueda de
explicaciones dio lugar a teorías tan peregrinas como la del contagio por la
vista; pero tampoco debemos reír demasiado si pensamos solamente en los
intentos que recientemente se han llevado a cabo para explicar el envenena-
miento del aceite de colza. Los médicos medievales, luchando con la evidencia,
no podían desdeñar los términos y límites de la astrología, a la que creían
estaba sujeto todo ser humano. La medicina era quizás el único aspecto de la
vida medieval que escapaba al dominio de la doctrina cristiana, en parte debido
a la gran influencia a que sobre ella tenía el mundo árabe. Guy de Chauliac,
que fue médico de tres papas, practicaba de acuerdo con el Zodíaco.
En octubre de 1348, Felipe VI pidió a la Facultad de Medicina de
París que se definiese sobre las causas que habían provocado la temible
epidemia de la peste, que parecía amenazar con el exterminio de la Humanidad.
Con cuidadosas tesis, antítesis y pruebas, los doctores dictaminaron que su
origen se debía a una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado
cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345. Este veredicto se
convirtió en la versión oficial y fue reproducido y traducido a diversos
idiomas, llegando a ser aceptado incluso por los médicos árabes de Córdoba y
Granada.
Naturalmente se intentaron llevar a cabo algunas medidas
destinadas a la curación de los enfermos, pero casi todas ellas iban muy mal
encaminadas. Los médicos efectuaban tratamientos destinados a sacar veneno e
infección del cuerpo, sangrando, purgando con lavativas, cortando o
cauterizando los bubones o aplicando compresas calientes. Se recetaban también
pócimas que contenían especias raras y polvo de esmeraldas o perlas, siguiendo
la teoría, no desconocida en la medicina moderna, de que la sensación de
curación de un paciente es directamente proporcional al coste del tratamiento.
El único caso de medicina preventiva lo tenemos en la manera en que Guy de
Chauliac, médico de Clemente VI, aisló al supremo pontifice en sus apartamentos
del palacio papal de Avignon, prohibiéndole terminantemente que recibiera
visitas y haciéndole sentar en medio de dos grandes fuegos durante' todo el
caluroso verano provenzal. El aislamiento y el calor infernal que reinaba en
las habitaciones papales contribuyeron sin duda a. espantar las pulgas.
A nivel popular se aconsejaba a diestro y siniestro, desde
lavarse la boca y nariz con vinagre y agua de rosas, hasta frecuentar las
letrinas, siguiendo la teoría de que los malos olores eran eficaces contra la
peste. En una aldea se podia ver a sus habitantes danzando y cantando
continuamente al son de flautas y tambores. Si se les preguntaba que por qué lo
hacían, respondían que confiaban en mantenerse inmunes a la peste mediante la
alegría que demostraban con el baile. No sabemos si realmente lo consiguieron.
La psicosis del «Castigo de Dios» y sus consecuencias
Para la gente en general sólo podía haber una explicación para
la peste: la ira de Dios. Los planetas podían satisfacer a los doctores cultos,
pero Dios estaba más cerca de la mente del hombre normal. Marco Villani comparó
la peste con el Diluvio, y en realidad estaba convencido de que se trataba del
fin del mundo. El mismo Papa contribuyó a fomentar esta creencia del castigo
divino cuando en una bula de septiembre habló de la «Pestilencia con la que
Dios está castigando a sus gentes». Era lógico que la ausencia aparente de una
causa material diese a la epidemia una cualidad siniestra y sobrenatural, de
modo que por toda Europa surgieron leyendas que simbolizaban a la peste en la
forma de una doncella que entraba en las casas para llevarse a sus habitantes.
Por otro lado, la aceptación general de que se trataba de un
castigo divino creó un extenso sentido de culpabilidad, porque para recibir
tamaño castigo se tenía que haber cometido un crimen horrible. ¿Qué pecados
había en la conciencia del hombre del siglo XIV? En realidad, todos -codicia,
avaricia, usura, materialismo, adulterio, blasfemia, falsedad, lujuria, etc.-
porque cuando más se acercaba el final de la Edad Media, anunciándose el hombre
moderno, más se alejaban las personas de las doctrinas cristianas.
Los esfuerzos para apaciguar la ira divina tomaron muchas
formas, como cuando la ciudad de Ruan decidió prohibir todo aquello que pudiese
ofender al Señor, como el juego, la bebida y las blasfemias. En todas partes se
organizaron procesiones de penitencia, algunas de las cuales reunían a miles de
personas y duraban hasta tres días. Estas procesiones acompañaron el avance de
la peste, al tiempo que servían para aumentar el contagio. Cuando se hizo
evidente esto último, fueron prohibidas por el Papa.
Algunos cronistas de la época se vieron desilusionados, pues
creían que con el castigo divino de la peste mejoraría el comportamiento moral
de las gentes. En general ocurrió todo lo contrario. Tal y como había ocurrido
en la epidemia que asoló Atenas en el 430 a. C., según la narración de
Tucídides, la gente se volvió más amoral como consecuencia del sufrimiento, y
el comportamiento más licencioso. La anécdota de los fabricantes de dados para
el juego, que a raíz de la peste se dedicaron a fabricar cuentas para rosarios,
fue sólo eso, una anécdota.
El miedo al contagio
Existen cierto tipo de calamidades -terremotos, incendios- que
parecen sacar a flor de piel los mejores sentimientos de las personas hacia sus
semejantes. No es éste el caso de una enfermedad contagiosa como la peste, que
no favorece en modo alguno la solidaridad. La gente tendía a evitar el contacto
con sus semejantes.
Agnolo di Tura, un cronista de Siena, recoge magistralmente este
miedo que se apoderó de todos anulando cualquier otro instinto; «El padre
abandona al hijo» -nos cuenta-, «la mujer al marido, un hermano a otro, porque
esta plaga parecía comunicarse con el aliento y la vista. Y así morían. Y no se
podía encontrar a nadie que enterrase a los muertos ni por amistad ni por
dinero ... Y yo, Agnolo di Tura, llamado el Gordo, enterré a mis cinco hijos
con mis propias manos, como tuvieron que hacer muchos otros al igual que yo».
Citemos también el testimonio de un monje franciscano en Sicilia
quien dice: «Los magistrados y notarios se niegan a venir a hacer el testamento
de los agonizantes, y ni siquiera los sacerdotes quieren acudir a escuchar
confesión», También encontramos parecidos testimonios en Inglaterra, donde para
aliviar las perspectivas de una muerte sin los últimos ritos -no sólo por causa
de negligencia del sacerdote, sino porque muchas muertes eran repentinas- un
obispo dio permiso a los laicos para que se confesasen entre si, «como hacían
los apóstoles», y si ningún hombre estaba presente, incluso podía efectuar la
confesión una mujer, y si no encontraba a ningún sacerdote para administrar la
Extremaunción, «entonces la fe debe bastar», El mismo Papa Clemente VI se vio
obligado a garantizar el perdón de los pecados a los que morían de peste, dado
que tantos fueron desatendidos por los sacerdotes, «Y no doblaban las campanas»
cuenta un cronista de Siena, «y nadie lloraba, no importa cuán grande su
perdida, pues todos esperaban la muerte». Guy de Chauliac, observador serio y
meticuloso, nos confirma la misma opinión: «El padre no visitaba al hijo, ni el
hijo al padre. La caridad había muerto».
Pero también hubo excepciones. En Paris, según Jean de Venette,
las monjas del Hotel Dieu, «no teniendo miedo a la muerte, atendían a los
enfermos con toda dulzura y humildad». Las que morían eran sustituidas por
otras, hasta que la mayoría «descansaron en paz con Cristo».
Las manifestaciones de insolidaridad se produjeron no solamente
entre las personas sino entre regiones y países. Así cuando la plaga entró en
el norte de Francia, asentándose en Normandía, y, frenada por el invierno,
concedió una falsa tregua a Picardía. Un monje de la abadía de Fourcament
cuenta que «entonces la mortandad era tan grande entre las gentes de Normandía
que los de Picardía se burlaban de ellos». Fue por poco tiempo, desde luego. La
misma reacción la encontramos en los escoceses, que también gracias al invierno
gozaban de una tregua frente a la peste que provenía de Inglaterra. Encantados
de saber que una enfermedad misteriosa estaba diezmando a las gentes del sur,
reunieron un ejército para invadirles. Pero antes de que se pusiesen en
movimiento la peste cayó sobre ellos, matando a la mayoría mientras que los
supervivientes huían del pánico, diseminando la enfermedad por toda Escocia.
En muchas ciudades se ordenaron estrictas medidas de cuarentena
para evitar el contagio. Tan pronto como Pisa y Lucca fueron infectadas, la
vecina ciudad de Pistoia prohibió que ninguno de sus ciudadanos que estuviese
de viaje en las ciudades afectadas volviese a casa, y asimismo prohibió la
importación de lino y de lana. El Dux y el consejo de Venecia ordenaron que se
enterrase a los muertos en las islas y a una profundidad mínima de cinco pies,
y organizaron un servicio de barcazas para transportar los cadáveres. Polonia
estableció la cuarentena en sus fronteras, lo que proporcionó una relativa
inmunidad. En Milán el arzobispo Giovanni Visconti tomó medidas draconianas de
acuerdo con el estilo de su familia; ordenó que las tres primeras casas en las
que apareció la peste fueran tapiadas con sus ocupantes dentro, quedando sanos,
enfermos y muertos encerrados en una misma tumba común. No se sabe si por la
prontitud de sus medidas o por fortuna, Milán escapó con pocas muertes a la
plaga.
Por otra parte se tuvieron que tomar medidas para paliar en lo
posible la desmoralización de la gente, de manera que muchas ciudades
prohibieron que tocasen las campanas en señal de duelo o que se pregonasen los
fallecimientos como era costumbre. La ciudad de Siena impuso multas a todo
aquel que llevase luto, con la única excepción de las viudas.
La persecución de los judíos
Es una gran verdad en la Historia que las desgracias nunca
vienen solas. Bien pronto la hostilidad del hombre presionado por la peste se
volvió contra los judíos.
Los primeros linchamientos comenzaron en la prima vera de 1348,
justo después de las primeras muertes producidas por la peste. El cargo contra
ellos era que estaban envenenando los pozos. Estos ataques tuvieron lugar en
Narbona y Carcasona, donde los judíos fueron sacados de sus hogares y arrojados
a enormes hogueras. El judío como eterno extranjero era el blanco más obvio.
Era el fuera de la ley que se había separado voluntariamente del
mundo cristiano, y a quien durante siglos se había hecho objeto de odio. . En
cuanto a la acusación de envenenamiento de los pozos, también era antigua;
aparece en la plaga de Atenas, mencionada más arriba, cuando se dijo que el envenenamiento era obra
de los espartanos. También se contaba con el ejemplo más reciente de la plaga
de 1320-21, en la que se culpó a los leprosos, creyéndose que actuaban
instigados por los judíos y el Rey de Granada en una gran conspiración para
destruir a los cristianos. Cientos de leprosos fueron atrapados y quemados en
Francia durante 1322, y los judíos fueron también duramente multados.
De manera que con la Peste Negra, los judíos fueron de nuevo la
cabeza de turco. En 1348 el Papa, viendo el sesgo que tomaba la situación,
publicó una bula prohibiendo la matanza, el saqueo o la conversión forzosa de
los judíos sin juicio previo, lo cual frenó los ataques en Avignon y en los
estados papales, pero no en el norte. Las autoridades, en la mayoría de los
casos, intentaron proteger a los judíos al principio, pero acabaron sucumbiendo
a la presión popular.
En Saboya, donde se celebraron los primeros juicios formales en
septiembre de 1348, se confiscó la propiedad de los judíos mientras estos
permanecían en prisión esperando que se probasen las acusaciones que contra
ellos se levantaron. Naturalmente las acusaciones fueron comprobadas mediante
el método medieval a base de confesiones obtenidas mediante tortura. Existía
una conspiración judía internacional con base en Toledo, de donde partían
emisarios que llevaban el veneno escondido en pequeñas bolsas, así como instrucciones
rabínicas sobre la forma de envenenar pozos y manantiales. Los judíos fueron
encontrados culpables; once de ellos fueron quemados vivos y el resto de la
comunidad judía tuvo que pagar un impuesto de ciento sesenta florines al mes
durante seis años para seguir residiendo en la ciudad.
Las confesiones obtenidas en Saboya, distribuidas por carta de
ciudad en ciudad, formaron la base para una serie de ataques a lo largo y ancho
de Suiza, Alsacia y Alemania. De nuevo el Papa intentó frenar la histeria con
otra bula en la que decía que aquellos cristianos que inculpaban a los judíos
de la peste habían sido seducidos y engañados por el diablo. Señalaba que la
peste afectaba por igual a todo el mundo, incluidos los judíos, y que lugares
donde no vivía ninguna comunidad judía la plaga era tan terrible como en el
resto del mundo. Animó además al clero a acoger a los judíos bajo su
protección, pero desgraciadamente su voz no fue oída. En Balisea, el nueve de
enero de 1349, toda la comunidad judía, de varios cientos de personas, fue
quemada en una casa de madera construida especialmente al efecto en una isla
del Rin, y se emitió un decreto por el cual ningún judío podía volver a la
ciudad en doscientos años. En Estrasburgo, el consejo municipal, que se oponía a
la persecución, fue depuesto por el voto de los gremios y se eligió otro
dispuesto a cumplir la voluntad popular. En febrero de 1349, antes de, que la
peste alcanzase la ciudad, los judíos de Estrasburgo, en número de dos mil,
fueron conducidos a un camposanto donde todos aquellos que no aceptaron la
conversión fueron quemados en hogueras.
Las sectas flagelantes
Para entonces otra voz se estaba alzando contra los judíos. Los
flagelantes habían hecho acto de aparición. Como súplica desesperada a la piedad
de Dios, su movimiento surgió en un espasmo repentino que recorrió Europa con
la misma rapidez que la peste.
La autoflagelación pretendía expresar remordimiento y expiar los
pecados de la comunidad. Como forma de penitencia era muy anterior a la peste, pero
nunca había tenido el auge que consiguió gracias a la plaga.
Organizados en grupos de doscientos o trescientos y a veces más
-los cronistas mencionan hasta mil- iban de ciudad en ciudad, desnudos hasta la
cintura, azotándose con látigos de cuero que acababan en púas de hierro.
Mientras gritaban pidiendo perdón a Dios y piedad a Cristo y a la Virgen, las
gentes de la ciudad en cuestión lloraban y se lamentaban con ellos. Estas
bandas hacían funciones regulares tres veces al día, dos en público en la plaza
de la iglesia y otra en privado. Organizados bajo el mando de un maestro laico
durante un período de tiempo prefijado, que normalmente era de 33 días y medio
para representar los años de Cristo en la Tierra, a los participantes se les
exigía obediencia al maestro y mantenerse a sí mismos mediante el pago de una
cantidad de dinero fijada de antemano.
Tenían prohibido bañarse, afeitarse, cambiarse de ropa, dormir
en camas y hablar o tener relaciones sexuales con mujeres sin el permiso del
maestro. Evidentemente esto último no se cumplía ya que los flagelantes fueron
acusados más tarde de celebrar orgías en las que se mezclaban los azotes con el
sexo; un buen caldo de cultivo para sadomasoquistas. Las mujeres acompañaban a
los grupos en secciones separadas, a la retaguardia. Si una mujer o un
sacerdote entraban en el círculo donde se estaba celebrando la ceremonia de la
flagelación, el acto de penitencia se consideraba nulo y debía comenzar de
nuevo.
El movimiento era básicamente anticlerical, porque los
flagelantes estaban usurpando el papel de los sacerdotes como intermediarios
ante la justicia divina. Extendiéndose a través de los estados alemanes, esta
nueva plaga avanzó hacia Flandes, los Países Bajos y Picardía, llegando hasta
Reims. Centenares de bandas vagaban por estas tierras, entrando en nuevas
ciudades cada semana. Los habitantes les recibían con reverencia, doblando las
campanas de las iglesias y les ofrecían alojamiento en sus casas. Les llevaban
a los niños enfermos para que los curasen y empapaban paños en la sangre de los
flagelantes que después se aplicaban en los ojos y que conservaban como
reliquias. Muy pronto los flagelantes marcharon tras magníficas enseñas
bordadas en terciopelo y oro por mujeres entusiastas.
Creciendo en arrogancia, se mostraron en abierto antagonismo con
la Iglesia. Los maestros asumieron el derecho de oír confesión y a conceder la
absolución e imponer penitencia, lo cual amenazaba la autoridad eclesiástica.
Los sacerdotes que intervenían oponiéndose a ellos eran lapidados y se incitaba
al populacho a que tomase parte en estas lapidaciones. Empezaron a ser temidos
como una fuente de fermento revolucionario y una amenaza a la clase
propietaria, tanto laica como religiosa.
El emperador Carlos IV pidió al Papa que suprimiese a los
flagelantes y a ello se sumó la petición de la Universidad de París. Sin
embargo, incluso en Avignon, varios cardenales se oponían a que se tomasen
medidas contra ellos, quizá porque no estaban completamente seguros de si el
movimiento recién surgido tenía el respaldo divino o no. Mientras tanto los
flagelantes habían encontrado una nueva víctima. En cada ciudad donde entraban
se dirigían al barrio judío seguidos por el populacho, aullando venganza contra
los «envenenadores de pozos». En Friburgo, Augsburgo, Nüremberg, Munich,
Könisberg, en otros centros los judíos fueron masacrados con una meticulosidad
que parecía buscar el total exterminio de la raza. En Worms, en marzo de 1349,
la comunidad judía, compuesta por unas cuatrocientas personas, volvió a una
antigua tradición quemándose dentro de sus hogares, antes que ser muertos por
sus enemigos. La comunidad más numerosa de Frankfurt am Maine siguió el mismo
ejemplo, propagándose el incendio a gran parte de la ciudad. En Colonia, el
consejo de la ciudad repitió el argumento del Papa de que los judíos eran
víctimas de la peste como todo el mundo, pero los flagelantes reunieron una
muchedumbre «de esos que no tienen nada que perder» y se entregaron a su labor
de matanzas y saqueos. En Maínz, que contaba con la comunidad judía más
importante de Europa, sus miembros se decidieron por fin a defenderse. Con
armas recogidas de antemano mataron a doscientas personas del populacho, un
acto que sólo sirvió para aumentar la matanza por parte de los ciudadanos,
enfurecidos por la muerte de cristianos. Los judíos lucharon hasta que se
vieron perdidos. Entonces se encerraron en sus casas y les prendieron fuego. Se
dijo que seis mil perecieron en Mainz aquel 24 de agosto de 1349. Pero el
exterminio total es raro en la Historia. Algunos grupos se salvaron mediante la
conversión y el principe Ruperto del Palatinado, junto con otros príncipes,
protegió a grupos de refugiados. El duque Alberto II de Austria fue uno de los
pocos gobernantes que tomó medidas eficaces para proteger a los judíos en su
territorio. Los últimos progroms tuvieron lugar en Antwerp y en Bruselas, donde
toda la comunidad judía fue exterminada en diciembre de 1349. Cuando acabó la
peste quedaban muy pocos judíos en Alemania y los Países Bajos.
Por esas fechas la Iglesia ya estaba decidida a asumir el riesgo
de actuar contra los flagelantes. Los magistrados ordenaron que se les cerrasen
las puertas de las ciudades. Clemente VI, en una bula de octubre de 1349, pedía
que se les dispersase o detuviese; la Universidad de París negó su pretensión
de inspiración divina y Felipe VI rápidamente prohibió la flagelación en
público bajo pena de muerte. Las autoridades locales persiguieron a los
«maestros del error» atrapándolos, colgándolos y decapitándolos .. Los
flagelantes se desbandaron y huyeron «desapareciendo tan rápidamente como
habían surgido», escribió Enrique de Hereford, «como fantasmas nocturnos o
espíritus burlones». En algunas partes quedaron algunas bandas, no siendo
suprimidas totalmente hasta 1357.
Como espíritus sin hogar los judíos fueron regresando lentamente
desde el Este de Europa donde se habían refugiado, volvieron en peores
condiciones y más segregados que antes.
El mito del envenenamiento y sus masacres habían convertido la
imagen del judío malvado en un estereotipo. El período de florecimiento
medieval de los judíos había acabado y las murallas del «ghetto» aunque no
físicas, ya se habían levantado.
Repercusiones sociales y económicas de la peste
¿Cuál era la condición humana después de la peste? Simón de
Covino creía que la peste había tenido un efecto lamentable sobre la moral,
«disminuyendo la virtud en todo el mundo». Gilles li Muisis por el contrario,
pensaba que se había mejorado la moral pública porque muchas parejas que antes
vivían en concubinato ahora estaban casadas, aunque esto se debió en realidad a
las nuevas ordenanzas municipales. La tasa de matrimonios creció
indudablemente, aunque no por amor. Muchos aventureros se aprovecharon de las
huérfanas para ganar inmensas fortunas en forma de dotes, de tal manera que la
oligarquía de Siena prohibió el matrimonio de las huérfanas sin el
consentimiento de la familia. En Inglaterra Piers Plowman se lamentaba de la
gran cantidad de parejas que se habían casado desde la peste «por ansias de
riquezas y contra los sentimientos naturales» uno de cuyos resultados, según
él, fue el gran número de matrimonios estériles. Quizá esta conclusión de
Plowman es la moraleja de un moralista más que la realidad, puesto que otro
cronista, Jean de Venette, afirma exactamente lo contrario, que los matrimonios
que siguieron a la plaga tuvieron descendencia muy numerosa. Esto también puede
ser un intento de buscar un alivio a la merma de población tras la peste.
La gente no mejoró a consecuencia de la epidemia. tal como
hubiese esperado Matteo Villani, quien decía que la ira de Dios debía
convertirles en «mejores hombres, humildes, virtuosos y católicos». En lugar de
ello «olvidaron el pasado como si nunca hubiese existido y se entregaron a una
vida más desvergonzada y desordenada que la que llevaban antes».
Debido a la abundancia de bienes y alimentos y a la escasez de
consumidores los precios se hundieron y los supervivientes de la peste se entregaron
a una orgía salvaje de despilfarro. Los pobres se mudaron a casas abandonadas,
dormían en camas y comían en servicio de plata; los campesinos se apoderaban de
las tierras que nadie reclamaba, así como del ganado, incluso de lagares,
forjas o molinos que habían quedado sin dueño y de muchas otras cosas que nunca
antes habían poseído. El comercio se había reducido pero había aumentado el
nivel de líquido dado que había menos personas para repartirlo.
El comportamiento de las personas se volvió más despiadado y
cruel, como ocurre a menudo tras un período de violencia y sufrimiento. Se
culpó de ello a los advenedizos y nuevos ricos que presionaban desde abajo.
Siena renovó sus leyes suntuarias en 1349 porque muchas personas aparentaban
mayor rango del que les correspondía por nacimiento u ocupación. Un estudio de
las recaudaciones de impuestos después de la peste nos indica que aunque la
población estaba diezmada, las proporciones sociales seguían siendo las mismas.
Debido a los intestatos, las propiedades sin herederos, y las
disputas en torno a tierras y edificios, se levantó una furiosa tormenta de
litigios, agravada por la escasez de notarios.
Los colonos o la Iglesia se apoderaron de los terrenos y
propiedades abandonadas. El fraude y la extorsión practicada por los tutores
sobre los huérfanos se convirtió en un escándalo generalizado.
El resultado más obvio e inmediato de la peste negra fue
naturalmente la disminución de la población, que debido a las guerras, el
bandolerismo y nuevos brotes de la plaga, declinó todavía más hacia finales del
siglo XIV. La peste en sí fue una maldición para el siglo, que bajo la forma de
su bacilo almacenado en los transmisores -ratas y pulgas- surgió seis veces más
en los siguientes sesenta años. Después de matar a los más susceptibles de
contagio, con un considerable aumento de la mortandad infantil en las últimas
fases, remitió por fin, dejando a Europa con una población reducida en casi un
cincuenta por ciento para finales del siglo. Baste decir, como ejemplo, que la
ciudad de Beziers, en el sur de Francia, contaba con catorce mil habitantes en
1304 mientras que un siglo más tarde sólo tenía cuatro mil. Las florecientes
ciudades de Carcasona y Montpellier quedaron reducidas a sombras de su
prosperidad pasada, al igual que Ruan, Arrás, Laon y Reims en el norte. Al
disminuir el número de personas que podían pagar impuestos, los gobernantes
aumentaron su cuantía, lo que provocó el resentimento popular, que iba a
estallar repetidas veces en las décadas posteriores a la peste.
Los valores relativos de tierra y trabajo se vieron
completamente alterados. Los terratenientes, en un intento desesperado de
mantener sus tierras cultivadas, reducían las rentas que debían pagar los
campesinos o incluso llegaban a anularlas totalmente. Más valía no tener
beneficios que no ceder de nuevo los terrenos a la Naturaleza. Pero a pesar de
todo, dada la gran mortandad, las tierras cultivadas disminuyeron forzosamente,
y los terratenientes empobrecidos desaparecieron abandonando sus mansiones y
castillos para unirse a las bandas de mercenarios que iban a ser la maldición
de los años siguientes.
Cuando debido a la disminución en la población activa, disminuyó
también la producción, los bienes y alimentos de todo tipo comenzaron a
escasear y los precios se dispararon. En Francia se cuadruplicó el precio del
trigo en 1350. Al mismo tiempo, con la escasez de la mano de obra vino
el mayor malestar social bajo la forma de demandas concertadas de aumentos
salariales. Tanto los campesinos como los obreros, artesanos, escribas y
sacerdotes descubrieron el valor de ser pocos. En el curso del año que siguió
al primer gran brote de la peste, los trabajadores textiles de St. Omer habían
conseguido tres aumentos de sueldo seguidos, y los alfareros de Amiens
reclamaban subidas por el estilo. En muchos gremios los artesanos se declararon
en huelga pidiendo más dinero y menos horas de trabajo.
En una época en la que el orden social se consideraba
inamovible, acciones de ese tipo eran revolucionarias. La respuesta de los
gobernantes fue la represión instantánea. En un esfuerzo por mantener los
salarios al mismo nivel que antes de la peste, los ingleses promulgaron una ley
en 1349 ordenando a todo el mundo trabajar por los mismos salarios que regían
en 1347.
Un estatuto francés de 1351, más realista, y aplicado a
la región de Paris, permitía una subida de los salarios que no excediese en más
de un tercio al nivel anterior; se fijaron además los precios y se regularon
los beneficios de los intermediarios, y para aumentar la producción se ordenó
que los gremios no fuesen tan estrictos en las restricciones acerca del número
de aprendices y que se acortase el período de tiempo necesario para llegar a
ser maestro artesano. Pero aun así, los conflictos laborales habían comenzado y
los viejos lazos de unión medievales entre señor y campesino, noble. y
artesano, se empezaban a aflojar y se irían repitiendo las luchas a lo largo de
lo que quedaba del malhadado siglo XIV. Por un lado la educación sufrió
seriamente debido a las pérdidas que la peste produjo en el clero, que como se
recordará, constituía la casi totalidad de la clase docente en la Edad Media.
En Francia, de acuerdo con Jean de Venette, «pocos se encontraban en las casas,
villas o castillos que pudiesen enseñar gramática a los niños». Para ocupar los
puestos vacantes la Iglesia ordenaba sacerdotes a mansalva; muchos de ellos,
hombres que habían perdido a sus familias en la epidemia y que buscaban en los
hábitos un refugio y que apenas sabían leer y escribir.
Por un impulso contrario, se estimuló la creación de
universidades como medio para conservar los conocimientos y la cultura,
gravemente amenazados por la peste. Especialmente el emperador Carlos IV, un
intelectual, se preocupó de la posible desaparición .del saber debido a la
«loca rabia de la muerte pestilente» -según sus palabras- que había asolado al
mundo. Fundó la Universidad de Praga en el año 1348, el mismo de la peste, y en
los cinco años siguientes dio el respaldo imperial a las universidades de Orange,
Perugia, Siena, Pavía y Lucca. En estos mismos años tres nuevos colegios
universitarios fueron creados en Cambridge -Gonville Hall, Trinity Hall y
Corpus Christi- aunque la causa de estas fundaciones no siempre fuese el amor a
la cultura. El Corpus Christi fue creado en 1352 porque las tarifas de las
misas de difuntos habían subido de tal modo después de la peste que dos gremios
de Cambridge decidieron establecer un colegio universitario cuyos doctores se
encargasen, en su calidad de sacerdotes, de orar por los difuntos de ambas
corporaciones.
De todas maneras, las universidades también sufrieron el peso de
la epidemia y en Oxford se escuchaban lamentaciones en los sermones por la
falta de alumnos, mientras que en Bolonia, veinte años después de la plaga, el
gran Petrarca se dolía en una serie de cartas tituladas «Sobre cosas viejas»:
donde antes no había «nada más alegre en el mundo ni más libre», ahora casi
ninguno de los antiguos grandes maestros quedaba con vida, y en lugar de tan
grandes genios «una ignorancia universal se había apoderado de la ciudad».
Aunque hay que reconocer que de esto no sólo era culpable la peste, sino
también la guerra y otros problemas.
El jubileo de 1350 y la Iglesia tras la peste
El sentimiento de pecado producido por la peste encontró alivio
en la indulgencia plenaria ofrecida en el año del Jubileo de 1350 para todos
aquellos que emprendiesen la peregrinación a Roma. El Jubileo, establecido por
Bonifacio VIII en 1300, en principio estaba destinado a tener lugar cada cien
años, pero el primero constituyó un éxito. Tan grande -visitaron, según las
crónicas, dos millones de peregrinos la Ciudad Santa- que Roma, empobrecida por
la marcha de la corte papal a Avignon, rogó a Clemente VI que acortase el
intervalo a cincuenta años. El Papa era de la opinión de que «un pontífice debe
hacer feliz a sus súbditos» y les concedió lo que pedían. Así en 1350 los
peregrinos se agolparon en los caminos que llevaban a Roma y se dijo que cada
día entraron o salieron de la ciudad cinco mil personas. En cuanto a la
Iglesia, emergió de la peste más rica y mas impopular que antes. Cuando todos
estaban amenazados por la muerte repentina y con la perspectiva de irse al otro
mundo en estado de pecado, el resultado fue un flujo de donaciones a
instituciones religiosas tal y como no se había conocido hasta entonces. El
convento de St. Germain L'Auxerrois, por ejemplo, recibió cuarenta y nueve
herencias en seis meses, comparadas con las setenta y ocho de los ocho años
anteriores. En Florencia la Compagnia de San Michele recibió trescientos
cincuenta mil florines en concepto de limosnas para los pobres, aunque en este
caso se acusó a los dirigentes de la compañía de usar el dinero para sus
propios fines, a lo que ellos alegaron que los pobres y necesitados ya no
necesitaban el dinero porque estaban muertos.
Enriquecidas por los donativos, las órdenes religiosas
levantaron más animadversión de la que ya había contra ellas. Cuando Knighton
se hace eco del fallecimiento de ciento cincuenta franciscanos, víctimas de la
peste, en Marsella, añade «bene quidem» (buena cosa); y de los siete frailes
que sobrevivieron de ciento sesenta que había en Maguelonne escribió «y con
esos hubo bastante». Las órdenes mendicantes no podían ser perdonadas por
abrazar el culto al dinero. Así la peste aceleró el descontento con la Iglesia,
en el momento en que la gente necesitaba más apoyo espiritual. Clemente VI, al
que no podemos llamar un hombre espiritual, se impresionó lo bastante con el
mal comportamiento del clero durante la peste como para estallar furioso contra
sus prelados. que le pedían en 1351 que aboliese las órdenes mendicantes. «Si
lo hiciese» -replicó el Papa- «¿Qué podríais predicar a la gente? Si es sobre
humildad, vosotros sois los más orgullosos del mundo, creídos y pomposos. Si es
sobre pobreza, sois tan codiciosos que todos los beneficios os parecen poco. Si
es sobre la castidad -pero no hablaremos de esto, porque Dios sabe lo que hace
cada hombre y cómo algunos de vosotros satisfacéis vuestros deseos.» Con esta
triste opinión de sus clérigos falleció el Papa un año después. «Cuando los que
tienen el título de pastores hacen el papel de lobos, la herejía crece en el
jardín de la Iglesia», escribió Lothar de Sajonia.
Tras la peste
Los supervivientes de la peste negra se encontraron con que no
habían sido exterminados, pero tampoco habían mejorado, y por ello no podían
encontrar un propósito divino en todo lo que habían sufrido. Si un desastre de
esa magnitud era un pacto caprichoso de Dios o sencillamente no era obra
divina, entonces todos los valores absolutos del hombre medieval se
tambaleaban. Las mentes que se atrevían a hacerse estas reflexiones no podían
volver atrás. El giro hacia la conciencia individual. Quedaba en el horizonte.
En este punto la peste puede haber sido uno de los precipitantes del nacimiento
del hombre moderno.
Pero entonces sólo dejó miedo, tensión y tristeza. Aceleró la
conmutación de los servicios laborales en las tierras y profundizó el antagonismo
entre ricos y pobres. Aumentó la hostilidad humana.
El estado de la Europa medieval después de la peste queda
reflejado en el caso particular de Siena, que perdió la mitad de su población y
donde se abandonaron las obras de la Gran Catedral -que iba a ser la mayor del
mundo- para no reanudarse nunca más debido a la falta de mano de obra, de
maestros masones y a la melancolía y pena de los supervivientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario