Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Rio Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora
cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de
sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado
que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la
inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da
una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la
travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de
Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo
Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un
altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué
lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la
baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le
tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser
Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere
debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la
injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado
cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el
tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro
bigote cerdoso.
Proyección o error del
alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora
bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en
la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra,
los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa
noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta
algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la
oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira.
(Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto
y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir
bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de
escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas
laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer
de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite
que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás
a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a
Tacuarembó.
Empieza entonces para
Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que
tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya
está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y
presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos
símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora
se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se
hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a
manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño,
las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo
una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo
tiene muy presente, porque ser hombre de
Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada,
los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació
del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo,
oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y
casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de
Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser
un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los
compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de
caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la
ambición y también una oscura fidelidad. Que
el hombre (piensa) acabe por entender
que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que
Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le
parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados
en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con
temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y
con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente
vagamente humillado pero satisfecho también.
El dormitorio es
desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa
con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas
de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada.
Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo
define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota
las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los
esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En
eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a
medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se
incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus
dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para
irse.
Días después, les llega
la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en
cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran,
el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda,
que es guampuda y menesterosa. El Suspiro
se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de
peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo.
Pregunta por qué;
alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar
demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya
sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los
jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas
largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer;
llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un
jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo
Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si
atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que
para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el
destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo
Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese
caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia
el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de
pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o
adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se
complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación
progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente,
combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la
dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira.
Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan;
Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que
sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en
invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos.
Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense;
Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el
hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre
manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente.
Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en
un solo día.
Bandeira, sin embargo,
siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín
Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la
historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los
hombres del Suspiro comen cordero
recién carneado y beben un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea
una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige
exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un
símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan,
deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se
levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a
la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado.
Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el
jefe le ordena:
—Ya que vos y el
porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una
circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado
del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el
pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de
morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte,
que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por
muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con
desdén, hace fuego.
Los teólogos
Arrasado el jardín,
profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la
biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y
los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra
su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero
en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro
duodécimo de la Civitas Dei, que
narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas
recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de
nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una
veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia
dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor
confutarla. Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a
orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también anulares)
profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no
será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz.
Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia,
que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios, iba
a impugnar tan abominable herejía.
Aureliano deploró esas
nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no hay novedad sin
riesgo; luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado
disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías que
debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Más le dolió la
intervención —la intrusión— de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había
usurpado con su verboso De septima
affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de
Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a
rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la
Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo
diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo
veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo
de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo
le pareció un pronóstico favorable; resolvió adelantarse a Juan de Panonia y
refutar a los heréticos de la Rueda.
Hay quien busca el amor de
una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella; Aureliano,
parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste
le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la
fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam,
pudo olvidar ese rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos,
estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del
desdén. De la cacofonía hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los
anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el
escarnio. Agustín había escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del
laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial,
los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo, con Sísifo, con aquel rey de
Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos,
con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas
perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una biblioteca,
Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le
permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así
pudo engastar un pasaje de la obra De
principiis de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá a vender
al Señor, y Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban, y otro de
los Academica priora de Cicerón, en
el que éste se burla de quienes sueñan que mientras él conversa con Lúculo,
otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo
mismo, en infinitos mundos iguales. Además, esgrimió contra los monótonos el
texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más
el lumen naturae que a ellos la
palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le fue remitido un
traslado de la refutación de Juan de Panonia.
Era casi irrisoriamente
breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La primera parte glosaba
los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos,
donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del
mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba
el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y
aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado
universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay
dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió
Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nueve cielos
concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una aparatosa
frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la
gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no parecía
redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por
todos los hombres.
Aureliano sintió una
humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo, luego,
con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después,
cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los
errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y
mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la
hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a
ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis
una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las
hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles.
Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.
Cayó la Rueda ante la Cruz
(1), pero Aureliano y Juan prosiguieron su
batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo
galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una
palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue
invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el
nombre del otro en los muchos
volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de
Juan, sólo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas
del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos,
que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de
la Topographia christiana de Cosmas,
que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo.
Desgraciadamente,
por los cuatro ángulos de
la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia
(porque los testimonios difieren y Bossuet no quiere admitir las razones de
Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia,
en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la
diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen
del Señor, en Cesarea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran
emblemas de los nuevos cismáticos.
La historia los conoce por
muchos nombres (especulares, abismales,
cainitas), pero de todos el más
recibido es histriones, que Aureliano
les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan
Damasceno los llamó formas; justo es
advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que
con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones profesaron
el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en
las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) "pacían como los bueyes y su pelo
crecía como de águila". De la mortificación y el rigor pasaban, muchas
veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio;
otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo
maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio
panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploran los doctos. Sir
Thomas
Browne, hacia 1658, escribió "El tiempo ha aniquilado
los ambiciosos Evangelios Histriónicos,
no las Injurias con que se fustigó su Impiedad": Erfjord ha sugerido que
esas "injurias" (que preserva un códice griego) son los evangelios
perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.
En los libros herméticos
está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay
arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo
del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa
idea. Invocaron a Mateo 6:12 ("perdónanos nuestras deudas, como nosotros
perdonamos a nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece
fuerza") para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios
13:12 ("vemos ahora por espejo, en oscuridad") para demostrar que
todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron
que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el
cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de
suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si
robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún
eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el
mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no
puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames,
para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino
de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la
historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras,
deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos,
los proteicos, "en el término de una sola vida son leones, son dragones,
son jabalíes, son agua y son un árbol". Demóstenes refiere la purificación
por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los
proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron,
como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo
(Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo:
"Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan en
abundancia" (Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una
soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones;
unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusión.
Teopompo, histrión de
Berenice, negó todas las fábulas; dijo que cada hombre es un órgano que
proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la diócesis
de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no tolera repeticiones, no
de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia
era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencionó. El
prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba
que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología
especulativa. Su secretario —antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora
enemistado con él— gozaba del renombre de puntualísimo inquisidor de
heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal
como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos
párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes
iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las admoniciones
de la nueva doctrina ("¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la
luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro.
¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo
que Dios está por crear el mundo") eran harto afectadas y metafóricas para
la transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su
espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha
de que era ajena. Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos
años en el Adversus annulares que
compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incertidumbre lo
atormentó. Variar o suprimir esas palabras, era debilitar la expresión;
dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía; indicar la fuente, era
denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el principio del segundo
crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución intermedia. Aureliano
conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en
este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió
lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era
ese varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.
Cuatro meses después, un
herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los histriones, cargó sobre
los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara.
El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable
severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse; repitió que negar su
proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos. No
entendió (no quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de lo ya
olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los periodos más brillantes de
sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los arrebató alguna
vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de histrionismo,
se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era rigurosamente
ortodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió
la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El veintiséis de
octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo
sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano presenció la
ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del suplicio era
una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente en el
suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del
tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el
polvo, lanzando bestiales aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos lo
arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le
pusieron una corona de paja untada de azufre; al lado, un ejemplar del
pestilente Adversus annulares. Había
llovido la noche antes y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y
luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano
se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio
por primera y última vez el rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero
no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron; después gritó y
fue como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que
Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la de Juan, pero
sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya
fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en Macedonia, dejó que sobre
él pasaran los años. Buscó los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas
y los contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su
destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la
compleja acusación contra Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el
dictamen. Más le costó justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el
anacrónico sermón Luz de las luces
encendida en la carne de un réprobo. En Hibernia, en una de las chozas de
un monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el
rumor de la lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido,
también, ese minucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y
Aureliano pudo morir como había muerto Juan.
El final de la historia
sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no
hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se
interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia.
Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es
decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y
Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el
acusador y la víctima) formaban una sola persona.
(1) En las cruces rúnicas
los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.
Historia del guerrero y de la cautiva
En la página 278 del libro La poesia (Bari, 1942), Croce,
abreviando un texto latino del historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y
cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron singularmente, luego
entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena
abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los
raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que
manifestaron su gratitud ("contempsit
caros, dum nos amat ille, parentes") y el peculiar contraste que se
advertía entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu facies mente benignus,
Longaque robusto pectores barba fuit! (1).
Tal es la historia del destino de
Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su
historia que pudo rescatar Pablo el Diácono. Ni siquiera sé en qué tiempo
ocurrió: si al promediar el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las
llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos
(éste no es un trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft,
que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo
genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra
del olvido y de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de
ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y
del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba
contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la
gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es
imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en
cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno,
que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de
monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era
blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al
universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o
que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un
conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de
estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de
capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé)
lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria
compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una
inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible
inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa
revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no
empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus
dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft
abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban
palabras que él no hubiera entendido:
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes, Hanc patriam reputans
esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no
suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de
unas cuantas generaciones los longobardos que culparon al tránsfuga procedieron
como él; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre —Aldíger—
pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe
aplicar al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es verdadera
como hecho, lo será como símbolo.
Cuando leí en el libro de Croce la
historia del guerrero, ésta me conmovió de manera insólita y tuve la impresión
de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío. Fugazmente pensé en
los jinetes mogoles que querían hacer de la China un infinito campo de pastoreo
y luego envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir; no era ésa
la memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí alguna
vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de
las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia
estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de
los fortines; más allá, lo que se denominaba entonces la Pampa y también Tierra
Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino
de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le
señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la
plaza. Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un
soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió;
entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara,
pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los
ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes
y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro, y todo parecía quedarle
chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante
se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país.
Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad,
buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor.
Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo.
Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los
había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era
mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente.
Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y
detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de
caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de
vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el
alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes
desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había
rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la
exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le
contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges
moriría poco después en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo
percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este
continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...
Todos los años, la india rubia solía
llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas
y "vicios"; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin
embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho,
cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la
india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo
porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos años y el mar median
entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son
igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena,
la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer
antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu
más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido
justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El
anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann
(1) También Gibbon (Decline and Fall, XLV) transcribe estos
versos.
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)
I'm
looking for the face I had Before the world was made.
YEATS, The Winding Stair
El seis de febrero de 1829, los
montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para
incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo
nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de
los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso
grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al
otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de
Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y
el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras
del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo
recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su
historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del
resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La
aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede
ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables
repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la
historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su
formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas
riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de
barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto
jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849,
fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier
Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz,
receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí
muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba
y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del
entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso,
junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no
había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada.
Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un
chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una
mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió
pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano
izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió
entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la
pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una
función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como
soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su
provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las
Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del
sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa
acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia
abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o
amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue
nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel
tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo
esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que
por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien
entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche,
un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino,
por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre
quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro
en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A
Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en
un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron
así:
En los últimos días del mes de junio
de 1870 recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la
justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el
coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un
lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que
procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse
congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y
a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la
Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el
desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo
por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el
nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El
criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas
y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se
había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los
suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula
acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la
impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para
pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris
parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme
recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Éste,
mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la
oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que
otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las
jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo,
no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada
llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el
delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados,
junto al desertor Martín Fierro.
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma
Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre
había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar
la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis
de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un
compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Rio
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera
impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega
culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la
muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró
hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días
felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay,
recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les
remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de
prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre "el desfalco
del cajero", recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última
noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella
sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la
primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan.
Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había
en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres,
que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su
nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la
revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie
esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres
le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de
tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la
despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en
aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas
horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el
Nordstjärnan,
de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal,
insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la
huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el
temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa
mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los
pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló,
cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería
menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria
y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la
cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la
antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer
y la rompió.
Referir con alguna realidad los
hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente.
Un atributo de lo infernal es la
irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal
vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la
ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz
repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que
esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada
en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más
razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente
recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras
mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá
más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada.
El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una
escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con
losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después
a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque
en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en
aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba
el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró
su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho
a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil
asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés,
no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él,
pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió
en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el
hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper
dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo.
Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su
cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente
se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el
último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la
esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el
asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó
verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había
contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y
olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a
concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un
hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la
fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en
el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio,
nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada
muerte de su mujer —¡una Gauss, que le trajo una buena dote!—, pero el dinero
era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo
que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones.
Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de
pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había
entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo
cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien
reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría
antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había
previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas
veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la
justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo
balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la
urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido
por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía
tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal,
invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos
nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró
que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de
tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado
del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable
cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso
de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la
injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que
hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una
efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la
ropa. Emma inició la acusación que tenía preparada ("He vengado a mi padre
y no me podrán castigar..."), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal
ya había muerto. No supo nunca ni alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron
que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del
cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego
tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras
palabras: Ha ocurrido una cosa que es
increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga...
Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto,
pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el
tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era
el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y
uno o dos nombres propios.
La casa de Asterión
Y la reina dio a luz un hijo que se
llamó Asterión.
APOLODORO, Biblioteca, III, 1
Sé que me acusan de soberbia, y tal
vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a
su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero
también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) (1)
están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el
que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los
palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay
otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una
parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo,
Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré
que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si
antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de
la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había
puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la
grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba;
unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban
piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi
madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me
interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo,
pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y
triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia
generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque
las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones.
Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta
rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de
un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer,
hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces
ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos
el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A
veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos;
también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas
veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos,
patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin
embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de
piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces,
catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez:
arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y
el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa
nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el
fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia
dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos.
Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las
otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos.
Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi
redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la
espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—.
El minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman
(1) El original dice catorce, pero sobran motivos para
inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.
La otra muerte
Un par de años hará (he perdido la
carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión,
acaso la primera española, del poema The
Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que don Pedro
Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de
una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en
su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible
y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había
seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una
estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era
entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan
ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última;
repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo
sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto
muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él
una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre
taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su
historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe
que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual
que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de
singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y
a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no
la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en
Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron
un relato fantástico sobre la derrota de Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a
quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares,
que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un
sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que
fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de
hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que
pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, "porque el gaucho le
teme a la ciudad", de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra
civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un
matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan
cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido
esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran
recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el
coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos.
—Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz
incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra
servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar
en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un
valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se
anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en
Masoller. En algún tiroteo con los zumacos
se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron
y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían
coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que
de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la versión de Tabares
me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el
viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin
proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba.
Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había
dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado
por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre
meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord
Jim y que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín
Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que Tabares dijo y no dijo
percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal
vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y,
por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada
efusión.
En el invierno, la falta de una o dos
circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar
con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con
otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había
militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller.
Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está
pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos
incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la
víspera de la acción, y un mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que
flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban
perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al
fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las
cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la
infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta,
gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. Se paró en los estribos,
concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos.
Estaba muerto y la última carga de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y
no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro
Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí.
—Malas palabras —dijo el coronel—,
que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también
gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el
coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino
en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría
que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me
produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras
de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una
tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura
española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le recordé que me
había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de
Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de
terror advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión
literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y
sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En
abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y
ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de
Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En
julio pasé por Gualeguaychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie
se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste
había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de
Damián; meses después, hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío
que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel
de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más
fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde
que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904.
Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes
de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la
imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una
conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la
conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kühlmann. Pedro Damián, decía
Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo
hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa
gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían
visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del
pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra
del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición
de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo
poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; "murió",
y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea,
pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que
a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el
tratado De Omnipotentia, de Pier
Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un
problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani
sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede
efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones
teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así. Damián se portó como
un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa
flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de
valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y
la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó
con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla.
Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se
la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los
griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su
batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo
acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián
murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera
de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios
pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada
concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no
cabría anular un solo hecho remoto,
por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no
es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser
infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En
la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda,
en Masoller, en 1904. Ésta es la que vivimos ahora, pero la supresión de
aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el
coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio
recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego,
recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero
Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro
Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un
peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los
hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias
mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito
siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que
Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo
ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los
argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en
el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951
creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real;
también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento
de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a
los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero
consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no
hay mayores felicidades.
Deutsches Requiem
Aunque él me
quitare la vida, en él confiaré.
Job 13:15
Mi
nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la
carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno,
Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores
franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre,
se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la
travesía del Danubio (1). En cuanto a mí, seré fusilado por
torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el
principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión
dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis
mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.
Durante el juicio (que
afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera
entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han
cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No
pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido.
Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia
del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán
muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones
del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos
pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con
felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar
a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el
de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres
quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la
teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana)
me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y
Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene
maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra
de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida
Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere
deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que
presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más
inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama
de Goethe (2) sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero,
a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en
el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje.
Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de
valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que
estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas
iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos.
Individualmente, mis camaradas me
eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba,
no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la
atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe,
ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede
ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin
justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la
guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un
soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de
Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir:
el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los
diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me
atravesaron la pierna, que fue necesario amputar (3). Días después, entraban en Bohemia
nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el
sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer.
Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y
fofo.
En el primer volumen de Parerga und Paralipomena releí que todos
los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento
hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es
deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia,
todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo
más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa
teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos
confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese
atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía;
algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple
que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro
(miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un
acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de
Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado
subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue
grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las
espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del
dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del
viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa
mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un
torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No
en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último
pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de
Breslau al insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años.
Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado
su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con
Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo
previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con
minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir
muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que
está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco
olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla
con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente
trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta
justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha
visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de
memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el
prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos
Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni
su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo
que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un
aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra
olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de
Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra
casa y (4)... A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de
marzo de 1943, logró darse muerte (5).
Ignoro si Jerusalem comprendió que si
yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni
siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de
mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con
él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre
nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el
aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el
mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en
aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui
plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.)
No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias
de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna
parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque
primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi
hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales
egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal; otro,
a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el
Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él.
Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de
apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado,
el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas
explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me
satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme
el castigo. Pensé: Me satisface la
derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido,
porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que
serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo.
Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres
nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de
carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y
Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos,
las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos
registra una continuidad secreta. Arminio, cuando degolló en una ciénaga las
legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor
de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para
siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758,
preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por
aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su
sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del
judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de
la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un
laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David
que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay
que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una
de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de
nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que
nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una
época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué
importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es
que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y
la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras
naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber
quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente
con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.
(1) Es significativa la omisión del
antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel
(1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión
literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y
la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota
del editor.)
(2) Otras naciones viven con inocencia,
en sí y para sí como los minerales o los meteoros; Alemania es el espejo
universal que a todas recibe, la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión
ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de
Spengler.
(3) Se murmura que las consecuencias de
esa herida fueron muy graves. (Nota del
editor.)
(4) Ha sido inevitable, aquí, omitir unas
líneas. (Nota del editor.)
(5) Ni en los archivos ni en la obra de
Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la
literatura alemana. No creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso.
Por orden de Otto Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos
intelectuales judíos, entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. "David
Jerusalem" es tal vez un símbolo
de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el
primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor.)
La busca de Averroes
S'imaginant que la tragédie n'est
autre chose que l'art de louer...
ERNEST RENAN,
Averroès, 48 (1861)
Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad
ibn-Muhámmad ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a
Averroes, pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad y Filius
Rosadis) redactaba el undécimo capítulo de la obra Tahafut-ulTahafut (Destrucción de la Destrucción), en el que se
mantiene, contra el asceta persa Ghazali, autor del Tahafut-ul-falasifa (Destrucción de filósofos), que la divinidad
sólo conoce las leyes generales del universo, lo concerniente a las especies,
no al individuo. Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el
ejercicio de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía
sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba. En el fondo
de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de algún patio invisible se
elevaba el rumor de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados
procedían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo
estaban los jardines, la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la
querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un
complejo y delicado instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también)
se dilataba hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas,
pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.
La pluma corría sobre la hoja, los
argumentos se enlazaban, irrefutables, pero una leve preocupación empañó la
felicidad de Averroes. No la causaba el Tahafut,
trabajo fortuito, sino un problema de índole filológica vinculado a la obra
monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles.
Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres
para enseñarles todo lo que se puede saber; interpretar sus libros como los
ulemas interpretan el Alcorán era el arduo propósito de Averroes. Pocas cosas
más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un
médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce
siglos; a las dificultades intrínsecas debemos añadir que Averroes, ignorante
del siríaco y del griego, trabajaba sobre la traducción de una traducción. La
víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética.
Esas palabras eran tragedia y comedia. Las había encontrado años
atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito del Islam,
barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de
Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del nestoriano
Hunáin ibn-Ishaq y de Abu-Bashar Mata. Esas dos palabras arcanas pululaban en
el texto de la Poética; imposible eludirlas.
Averroes dejó la pluma. Se dijo (sin
demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos, guardó el manuscrito
del Tahafut y se dirigió al anaquel
donde se alineaban, copiados por calígrafos persas, los muchos volúmenes del Mohkam del ciego Abensida. Era irrisorio
imaginar que no los había consultado, pero lo tentó el ocioso placer de volver
sus páginas. De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía.
Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban
unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía
notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiaba No hay otro dios que el Dios. El que lo
sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado,
de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el
almuédano, nadie la congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en
dialecto grosero, vale decir en el
incipiente español de la plebe musulmana de la Península. Abrió el Quitah ul ain de Jalil y pensó con
orgullo que en toda Córdoba (acaso en todo Al-Andalus) no había otra copia de
la obra perfecta que esta que el emir Yacub Almansur le había remitido de
Tánger. El nombre de ese puerto le recordó que el viajero Abulcásim Al-Asharí,
que había regresado de Marruecos, cenaría con él esa noche en casa del
alcoranista Farach. Abulcásim decía haber alcanzado los reinos del imperio de
Sin (de la China); sus detractores, con esa lógica peculiar que da el odio,
juraban que nunca había pisado la China y que en los templos de ese país había
blasfemado de Alá. Inevitablemente, la reunión duraría unas horas; Averroes,
presuroso, retomó la escritura del Tahafut.
Trabajó hasta el crepúsculo de la noche.
El diálogo, en la casa de Farach,
pasó de las incomparables virtudes del gobernador a las de su hermano el emir;
después, en el jardín, hablaron de rosas. Abulcásim, que no las había mirado,
juró que no había rosas como las rosas que decoran los cármenes andaluces.
Farach no se dejó sobornar; observó que el docto Ibn Qutaiba describe una
excelente variedad de la rosa perpetua, que se da en los jardines del Indostán
y cuyos pétalos, de un rojo encarnado, presentan caracteres que dicen: No hay otro dios que el Dios, Muhámmad es el
Apóstol de Dios. Agregó que Abulcásim, seguramente, conocería esas rosas.
Abulcásim lo miró con alarma. Si respondía que sí, todos lo juzgarían, con
razón, el más disponible y casual de los impostores; si respondía que no, lo
juzgarían un infiel. Optó por musitar que con el Señor están las llaves de las
cosas ocultas y que no hay en la tierra una cosa verde o una cosa marchita que
no esté registrada en Su Libro. Esas palabras pertenecen a una de las primeras
azoras; las acogió un murmullo reverencial. Envanecido por esa victoria
dialéctica, Abulcásim iba a pronunciar que el Señor es perfecto en sus obras e
inescrutable. Entonces Averroes declaró, prefigurando las remotas razones de un
todavía problemático Hume:
—Me cuesta menos admitir un error en
el docto Ibn Qutaiba, o en los copistas, que admitir que la tierra da rosas con
la profesión de la fe.
—Así es. Grandes y verdaderas
palabras —dijo Abulcásim.
—Algún viajero —recordó el poeta
Abdalmálik— habla de un árbol cuyo fruto son verdes pájaros. Menos me duele
creer en él que en rosas con letras.
—El color de los pájaros —dijo
Averroes— parece facilitar el portento. Además, los frutos y los pájaros
pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un arte. Pasar de hojas a
pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Otro huésped negó con indignación que
la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán —la madre del Libro— es anterior a la Creación y se guarda en el
cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una sustancia
que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que parece
convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso largamente la
doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de Dios, como Su
piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el
corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los hombres, pero
el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado la República,
pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo platónico,
pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a Abulcásim.
Otros, que también lo advirtieron,
instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo
era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que
se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas
cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es
acaso incomunicable: la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero
se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló:
—Quien recorre los climas y las
ciudades —proclamó con unción— ve muchas cosas que son dignas de crédito. Ésta,
digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin
Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.
Farach preguntó si la ciudad quedaba
a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de
Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.
—Desiertos la separan —dijo
Abulcásim, con involuntaria soberbia—. Cuarenta días tardaría una cáfila
(caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarlas. En
Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la
vio.
El temor de lo crasamente infinito,
del mero espacio, de la mera materia, tocó por un instante a Averroes. Miró el
simétrico jardín; se supo envejecido, inútil, irreal. Decía Abulcásim:
—Una tarde, los mercaderes musulmanes
de Sin Kalán me condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían
muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo
cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras. En esas
cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en
una terraza. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo
unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y
dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se
percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después
estaban de pie. —Los actos de los locos —dijo Farach— exceden las previsiones del
hombre cuerdo.
—No estaban locos —tuvo que explicar
Abulcásim—. Estaban figurando, me dijo un mercader, una historia.
Nadie comprendió, nadie pareció
querer comprender. Abulcásim, confuso, pasó de la escuchada narración a las
desairadas razones. Dijo, ayudándose con las manos:
—Imaginemos que alguien muestra una
historia en vez de referirla. Sea esa historia la de los durmientes de Éfeso.
Los vemos retirarse a la caverna, los vemos orar y dormir, los vemos dormir con
los ojos abiertos, los vemos crecer mientras duermen, los vemos despertar a la
vuelta de trescientos nueve años, los vemos entregar al vendedor una antigua
moneda, los vemos despertar en el paraíso, los vemos despertar con el perro.
Algo así nos mostraron aquella tarde las personas de la terraza.
—¿Hablaban esas personas? —interrogó
Farach.
—Por supuesto que hablaban —dijo
Abulcásim, convertido en apologista de una función que apenas recordaba y que
lo había fastidiado bastante—. ¡Hablaban y cantaban y peroraban!
—En tal caso —dijo Farach— no se
requerían veinte personas. Un solo
hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se
encarecieron las virtudes del árabe, que es el idioma que usa Dios para dirigir
a los ángeles; luego, de la poesía de los árabes. Abdalmálik, después de
ponderarla debidamente, motejó de anticuados a los poetas que en Damasco o en
Córdoba se aferraban a imágenes pastoriles y a un vocabulario beduino. Dijo que
era absurdo que un hombre ante cuyos ojos se dilataba el Guadalquivir celebrara
el agua de un pozo. Urgió la conveniencia de renovar las antiguas metáforas;
dijo que cuando Zuhair comparó al destino con un camello ciego, esa figura pudo
suspender a la gente, pero que cinco siglos de admiración la habían gastado. Todos
aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas.
Averroes callaba. Al fin habló, menos para los otros que para él mismo.
—Con menos elocuencia —dijo Averroes—
pero con argumentos congéneres, he defendido alguna vez la proposición que
mantiene Abdalmálik. En Alejandría se ha dicho que sólo es incapaz de una culpa
quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error,
agreguemos, conviene haberlo profesado. Zuhair, en su mohalaca, dice que en el
decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino
atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende
que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas
cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se
mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La
segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor. Para alabar a
Ibn-Sháraf de Berja, se ha repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas
en el alba caen lentamente como las hojas de los árboles; ello, si fuera
cierto, evidenciaría que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre
puede formar es la que no toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra;
cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es
menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no
sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es
también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero
que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí
se dijo. Además (y esto es acaso lo esencial de mis reflexiones), el tiempo,
que despoja los alcázares, enriquece los versos. El de Zuhair, cuando éste lo
compuso en Arabia, sirvió para confrontar dos imágenes, la del viejo camello y
la del destino; repetido ahora, sirve para memoria de Zuhair y para confundir
nuestros pesares con los de aquel árabe muerto. Dos términos tenía la figura y
hoy tiene cuatro. El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que
a la par de la música, son todo para todos los hombres. Así, atormentado hace
años en Marrakesh por memorias de Córdoba, me complacía en repetir el apóstrofe
que Abdurrahmán dirigió en los jardines de Ruzafa a una palma africana:
Tú también eres, ¡oh palma! En este suelo extranjera...
»Singular beneficio de la poesía;
palabras redactadas por un rey que anhelaba el Oriente me sirvieron a mí,
desterrado en África, para mi nostalgia de España.
Averroes, después, habló de los
primeros poetas, de aquellos que en el Tiempo de la Ignorancia, antes del
Islam, ya dijeron todas las cosas, en el infinito lenguaje de los desiertos.
Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de Ibn- Sháraf, dijo que en los
antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y condenó por analfabeta y
por vana la ambición de innovar. Los demás lo escucharon con placer, porque
vindicaba lo antiguo.
Los muecines llamaban a la oración de
la primera luz cuando Averroes volvió a entrar en la biblioteca. (En el harén,
las esclavas de pelo negro habían torturado a una esclava de pelo rojo, pero él
no lo sabría sino a la tarde.) Algo le había revelado el sentido de las dos
palabras oscuras. Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al
manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y
comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en
las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.
Sintió sueño, sintió un poco de frío.
Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus
ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que
desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él
desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y
las palomas y las muchas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo
rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Guadalquivir.
En la historia anterior quise narrar
el proceso de una derrota. Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que
se propuso demostrar que hay un Dios; luego, en los alquimistas que buscaron la
piedra filosofal; luego, en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores
del círculo. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que
se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a
Averroes, que encerrado en el ámbito del Islam, nunca pudo saber el significado
de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a medida que
adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se
propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí.
Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado
lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes,
sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí,
en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui,
mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel
hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así
hasta lo infinito.
(En el instante en que yo dejo de
creer en él, "Averroes" desaparece.)
El Zahir
En Buenos Aires el Zahir es una
moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las
letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En
Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la
mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio
que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia
1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón
de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de
uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un
pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada,
llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado
recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina
Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora
acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies
apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se
preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos
codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que,
iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una
aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa,
debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz.
Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar.
Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable
corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque
las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de
París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la
hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano,
los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían
(en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto,
como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin
embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas
metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de
su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez,
el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le
dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un
extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su
buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló
que esos adefesios nunca se habían
llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y
desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo
que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas
y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen
ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar.
Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro
departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina
Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que,
movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba
enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo
haya sospechado el lector.
En los velorios, el progreso de la
corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de
la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace
veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero,
la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación,
las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara
que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última,
ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su
desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las
previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire
abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las
simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la
esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi
desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un
epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los
alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y
tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su
facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes
aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el
Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de
fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin
resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el
óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de
la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de
Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran
círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta
mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a
un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el
mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie
delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el
pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció
de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad,
las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una
sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de
la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén
donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó,
desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un
taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que
el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es,
en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el
dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música
de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las
palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más
versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de
Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que
haya en el mundo un solo hecho posible, id
est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre
albedrío. (No sospechaba yo que esos "pensamientos" eran un artificio
contra el Zahir y una primera forma de un demoníaco influjo.) Dormí tras de
tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había
estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La
miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o
esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería
alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al
cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y
Boedo. Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé,
con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció
igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el
Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los
números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de
veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la
tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis
enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está
escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato
de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese
lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un
ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de
culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que
éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un
tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la
misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá
demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se
ha forjado la espada que la tronchará para siempre (Gram es el nombre de esa
espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la
flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en
otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al
final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace,
el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa
fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la
moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que
voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles
principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable
disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano,
iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar
en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado,
con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de
julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y
otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa
lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De
nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea
fija.
El mes de agosto, opté por consultar
a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el
insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía
perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después,
exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage
(Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi
mal. Según el prólogo, el autor se propuso "reunir en un solo volumen en
manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición
del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el
manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor". La creencia en
el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los
pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir,
en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa
y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de "los
seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen
acaba por enloquecer a la gente". El primer testimonio incontrovertido es
el del persa Lutf Alí Azur. En las puntales páginas de la enciclopedia
biográfica titulada Templo del Fuego,
ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un
astrolabio de cobre, "construido de tal suerte que quien lo miraba una vez
no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo
del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo". Más dilatado
es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la
famosa novela Confessions of a Thug.
Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución
"Haber visto al Tigre" (Verily
he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le
dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de
cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él,
hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había
huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años
después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador
le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir
musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar,
afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos
tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres,
incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor
había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de
Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito
quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad
Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que
no propendiera a Zaheer (1), pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas
lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que
siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se
llamó Yaúq y después un profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de
piedras o una máscara de oro (2). También dijo que Dios es
inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de
Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la
desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de
saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos
hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué
empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud
singular con que leí este párrafo: "Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa
y alega un verso interpolado en el Asrar
Nama (Libro de cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la
Rosa y la rasgadura del Velo".
La noche que velaron a Teodelina, me
sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor.
En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto
rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le
dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos,
agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso;
ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el
Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la
visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir
me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor
físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos
quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por
humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita
concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se
da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según
Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el
hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según
Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me
habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de
mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una
falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría
mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo.
Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista,
los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de
miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy
simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los
hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y
cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche
aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la
plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es
la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta
noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los
noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo
anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo
y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.
A Wally Zenner
(1) Así escribe Taylor esa palabra.
(2) Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXI, 23) y que el profeta es
AlMoqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de
Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.
La escritura del dios
La cárcel es profunda y de piedra; su
forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de
piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los
sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste,
aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo,
Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del
otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio
del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro
central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y
un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y
nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz
entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que
yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta
prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que
me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho
de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la
Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales
ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante
de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve
silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y
luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer
algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo
que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas
sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años,
así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me
acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una
agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de
las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos
ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación
una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que
llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe
en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura,
secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en
el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría
acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una
cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la
inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me
infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas,
formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo
buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la
configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se
allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones
y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La
montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más
tenaz, más vulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los
pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la
magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando
recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad.
Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a
la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en
cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran.
Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los
prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un
jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto
favor.
Dediqué largos años a aprender el
orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un
instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el
pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en
la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un
mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más
de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto.
Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el
enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia
(me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes
humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo
engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron
los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la
tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa
infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino
explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción
de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné,
sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz
articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del
tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto
puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y
mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un
grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había
dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres.
Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese
hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me
desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me
dijo: No has despertado a la vigilia,
sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo
infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de
desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía
la boca, pero grité: Ni una arena soñada
puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me
despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las
manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente,
con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más
que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un
encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la
dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz,
bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo
olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé
si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha
visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los
círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis
ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda
estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde)
infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que
fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que
me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba
ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que
la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo.
Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del
agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra
los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara
que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola
felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del
tigre.
Es una fórmula de catorce palabras
casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser
todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que
el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el
tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles,
para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas,
catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero
yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que
está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha
entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre,
en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le
importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él,
ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden
los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero
Abenjacán el Bojarí, muerto en su
laberinto
... son comparables a la araña, que
edifica una casa.
Alcorán, XXIX, 40
—Ésta —dijo Dunraven, con un vasto
ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo,
el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida
a menos— es la tierra de mis mayores.
Unwin, su compañero, se sacó la pipa
de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la primera tarde del
verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del peligro, los amigos
apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven fomentaba una barba
oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi
no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había
publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una
página de Diofanto. Ambos —¿será preciso que lo diga?— eran jóvenes, distraídos
y apasionados.
—Hará un cuarto de siglo —dijo
Dunraven— que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica,
murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los
años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
—Por diversas razones —fue la
respuesta—. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la
vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro
secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió.
En quinto lugar...
Unwin, cansado, lo detuvo.
—No multipliques los
misterios —le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe,
recuerda el cuarto cerrado de Zangwill. —O complejos —replicó Dunraven—.
Recuerda el universo.
Repechando colinas arenosas, habían
llegado al laberinto. Éste, de cerca, les pareció una derecha y casi
interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre.
Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área
que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien
toda línea recta es el arco de un círculo infinito... Hacia la medianoche
descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán.
Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero
que, doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al
centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de
piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer
ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la
complicada tiniebla. Unwin iba adelante. Entorpecido de asperezas y de ángulos,
fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó
de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
—Acaso el más antiguo de mis
recuerdos —contó Dunraven— es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de
Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el
primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura. Entonces
yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche
me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de
piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos
labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En
casa dije: "Ha venido un rey en un buque". Después, cuando trabajaron
los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.
»La noticia de que el forastero se
fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su
casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa
constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. "Entre
los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos", decía la
gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la
historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto
y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las
circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún
sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles. Años
después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las autoridades la
substancia del diálogo.
»Abenjacán le dijo, de pie, estas o
parecidas palabras: "Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas
que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el último
Nombre de Dios, ello no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos; las
culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello
no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra
alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus
del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con
asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran.
Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro
recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al
pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del
desierto; Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una
red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el
roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que
Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no
era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con
empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía
balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo
temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una
roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban
buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí
buscar otras tierras. La primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid.
Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado
frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su
fantasma se pierda."
»Dicho lo cual, se fue. Allaby trató
de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y
un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía
con el extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica
impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes
en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como los
dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura... Allaby, en
Londres, revisó números atrasados del Times;
comprobó la verdad de la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de
su visir, que tenía fama de cobarde.
»Aquél, apenas concluyeron los
albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron más en el
pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y aniquilado. En
las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas del redil se
apretaban con un antiguo miedo.
»Solían anclar en la pequeña bahía,
rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El esclavo descendía
del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí)
y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los
hombres el fantasma del visir. Era fama que tales embarcaciones traían
contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de
sombras de muertos?
»A los tres años de erigida la casa,
ancló al pie de los cerros el Rose of
Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que
tengo de él, influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero
entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero,
sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la
realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban
árabes y malayos.
»Ancló en el alba de uno de los días
de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo
dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya había entrado
en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó
si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue,
como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por
segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese
temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una
batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el
velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su
deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al laberinto. El
jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las
galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo,
que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían
destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar;
alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
Los períodos finales, agravados de
pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que Dunraven los había
emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó,
para simular interés:
—¿Cómo murieron el león y el esclavo?
La incorregible voz contestó con
sombría satisfacción:
—También les había destrozado la
cara.
Al ruido de los pasos se agregó el
ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el laberinto, en la
cámara central del relato, y que en el recuerdo esa larga incomodidad sería una
aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como
quien no perdona una deuda:
—¿No es inexplicable esta historia?
Unwin le respondió, como si pensara
en voz alta:
—No sé si es explicable o
inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en malas palabras
e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby, parece, había muerto)
y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se
disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber
extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior
les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron
a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del tenor del malhadado
rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y en el suelo una
trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La habitación, aunque
espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.
Menos instados por la lluvia que por
el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos hicieron noche
en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así el poeta,
acosado por versos que su razón juzgaba detestables:
Faceless the sultry and overpowering
lion,
Faceless the stricken slave, faceless
the king.
Unwin creía que no le había
interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la
convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño,
ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a Dunraven
en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:
—En Cornwall dije que era mentira la
historia que te oí. Los hechos eran
ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo
manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto
increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto
sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos
los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es.
Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un
mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión
que ahora te someto me fue deparada antenoche, mientras oíamos llover sobre el
laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por
ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.
—En la teoría de los conjuntos,
digamos, o en una cuarta dimensión del espacio — observó Dunraven.
—No —dijo Unwin con seriedad—. Pensé
en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de
toro.
Dunraven, versado en obras
policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio.
El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del
juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:
—Cabeza de toro tiene en medallas y
esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y cabeza de
hombre.
—También esa versión me conviene
—Unwin asintió—. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con
el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del
laberinto. Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la
imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el
problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí
que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me
suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.
—¿La telaraña? —repitió, perplejo,
Dunraven.
—Sí. Nada me asombraría que la
telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de
Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen.
Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes y que al
despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño. Volvamos a
esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el visir y el
esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme
el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien
sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el visir,
lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches después.
Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera.
Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es
distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo
persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su
rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al
esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a
Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo
construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las
naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo
y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su
laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo
despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día
codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del
laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los
primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la
trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid
deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con
la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el
negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos
postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con
Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de
Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo, o incrédulo,
siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de cerveza antes de
opinar.
—Acepto —dijo— que mi Abenjacán sea
Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del género, son
verdaderas convenciones cuya
observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que
una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de
los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que
demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no
quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del
oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán
atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
—Dilapidado, no —dijo Unwin—.
Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo
destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es correcta,
procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó el tesoro
y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo esencial era
que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán.
—Sí —confirmó Dunraven—. Fue un
vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o
haber fingido ser un rey, algún día.
Los dos reyes y los dos laberintos (1)
Cuentan los hombres dignos de fe
(pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de
Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un
laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la
confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de
Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar
en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la
tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no
profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia
tenía otro laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer
algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó
los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos,
rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello
veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey
del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en
un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso
ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni
puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden
el paso".
Luego le desató las ligaduras y lo
abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea
con Aquel que no muere.
(1) Ésta es la historia que el rector
divulgó desde el púlpito. Véase "Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto".
La espera
El coche lo dejó en el cuatro mil
cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el
hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie
de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los
desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de
hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos
invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en
cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si
Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la
farmacia se leía en letras de loza: Breslauer; los judíos estaban desplazando a
los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre
prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl;
una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el
pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que
estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó
cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de
manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda
de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación."
Precedido por la mujer, atravesó el
zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al
segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas
fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de
pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas
desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón
de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo
adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales
repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario
variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el
inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como
un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía,
sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No
lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del
enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no
dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al
oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras.
No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de
la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían
errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida
anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia entre el
arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las
cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia
de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del
arte.
No le llegó jamás una carta, ni
siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del
diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con
seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de
altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden
a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que
no traiga sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar
los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término
—salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de Alejandro
Villari. También era posible que Villari ya
hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo
inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la
desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos
por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado
muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido
el odio de los hombres y el amor de alguna mujer, ya no quería cosas
particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor
del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio.
Había en la casa un perro lobo, ya
viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las
pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari
trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los
primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el
pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se
vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en
momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y
temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible
milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba.
Villari, al día siguiente, mandó
buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí
le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo
que otras personas.
Otra noche, al volver del
cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto
alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro,
atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo
acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los
conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había
una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la
curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa
obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las
notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que
Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de Ugolino roen
sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí
parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no
soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros vivos. En
los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables.
Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al
salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo
había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo.
Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz
(y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los
hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en
otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio,
la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron)
lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la
penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más claros), vigilantes,
inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los
encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con
una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si
retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo
mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que
imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que
los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo
lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró
la descarga.
El hombre en el umbral
Bioy Casares trajo de Londres un
curioso puñal de hoja triangular y empuñadura en forma de H; nuestro amigo
Christopher Dewey, del Consejo Británico, dijo que tales armas eran de uso
común en el Indostán. Ese dictamen lo alentó a mencionar que había trabajado en
aquel país, entre las dos guerras. (Ultra
Auroram et Gangen, recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de
Juvenal.) De las historias que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que
sigue. Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos
circunstanciales o de agravar, con interpolaciones de Kipling, el cariz exótico
del relato. Éste, por lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una
lástima perder, acaso el de las Mil y una noches.
"La exacta geografía de los
hechos que voy a referir importa muy poco. Además, ¿qué precisión guardan en
Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh? Básteme, pues, decir que en
aquellos años hubo disturbios en una ciudad musulmana y que el gobierno central
envió a un hombre fuerte para imponer el orden. Ese hombre era escocés, de un
ilustre clan de guerreros, y en la sangre llevaba una tradición de violencia.
Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no olvidaré el cabello muy negro, los
pómulos salientes, la ávida nariz y la boca, los anchos hombros, la fuerte
osatura de viking. David Alexander Glencairn se llamará esta noche en mi
historia; los dos nombres convienen, porque fueron de reyes que gobernaron con
un cetro de hierro. David Alexander Glencairn (me tendré que habituar a
llamarlo así) era, lo sospecho, un hombre temido; el mero anuncio de su
advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello no impidió que decretara
diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La ciudad y el distrito estaban
en paz: sikhs y musulmanes habían
depuesto las antiguas discordias y de pronto Glencairn desapareció.
Naturalmente, no faltaron rumores de que lo habían secuestrado o matado.
»Estas cosas las supe por mi jefe,
porque la censura era rígida y los diarios no comentaron (ni siquiera
registraron, que yo recuerde) la desaparición de Glencairn. Un refrán dice que
la India es más grande que el mundo; Glencairn, tal vez omnipotente en la
ciudad que una firma al pie de un decreto le destinó, era una mera cifra en los
engranajes de la administración del Imperio. Las pesquisas de la policía local
fueron del todo vanas; mi jefe pensó que un particular podría infundir menos
recelo y alcanzar mejor éxito. Tres o cuatro días después (las distancias en la
India son generosas) yo fatigaba sin mayor esperanza las calles de la opaca
ciudad que había escamoteado a un hombre.
»Sentí, casi inmediatamente, la
infinita presencia de una conjuración para ocultar la suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude
sospechar) que no sepa el secreto y que
no haya jurado guardarlo. Los más, interrogados, profesaban una ilimitada
ignorancia; no sabían quién era Glencairn, no lo habían visto nunca, jamás
oyeron hablar de él. Otros, en cambio, lo habían divisado hace un cuarto de
hora hablando con Fulano de Tal, y hasta me acompañaban a la casa en que
entraron los dos, y en la que nada sabían de ellos, o que acababan de dejar en
ese momento. A alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en la cara.
Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras. No las creí, pero
no me atreví a desoírlas. Una tarde me dejaron un sobre con una tira de papel
en la que había unas señas...
»El sol había declinado cuando
llegué. El barrio era popular y humilde; la casa era muy baja; desde la acera
entreví una sucesión de patios de tierra y hacia el fondo una claridad. En el
último patio se celebraba no sé qué fiesta musulmana; un ciego entró con un
laúd de madera rojiza.
»A mis pies, inmóvil como una cosa,
se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo.
Diré cómo era, porque es parte
esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las
aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos
harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza
era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia mí una cara oscura y una barba
muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de
David Alexander Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de
explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras,
lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien el presente era
apenas un indefinido rumor. Nuevas de la
Rebelión o de Akbar podría dar este hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo confirmó esta sospecha.
»—¡Un juez! —articuló con débil
asombro—. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho aconteció cuando yo
era niño. No sé de fechas, pero no había muerto aún Nikal Seyn (Nicholson) ante
la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda en la memoria; sin duda soy
capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había permitido, en su cólera,
que la gente se corrompiera; llenas de maldición estaban las bocas y de engaños
y fraude. Sin embargo, no todos eran perversos, y cuando se pregonó que la
reina iba a mandar un hombre que ejecutaría en este país la ley de Inglaterra,
los menos malos se alegraron, porque sintieron que la ley es mejor que el
desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y oprimir, en paliar
delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos, al principio; la
justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y los aparentes
atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro,
queríamos pensar, pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo era
demasiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era simplemente un malvado.
Llegó a ser un tirano y la pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza
que alguna vez pusieron en él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y
someterlo a juicio. Hablar no basta; de los designios tuvieron que pasar a las
obras. Nadie, quizá, fuera de los muy simples o los muy jóvenes, creyó que ese
propósito temerario podría llevarse a cabo, pero miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su palabra y un día ejecutaron,
incrédulos, lo que a cada uno de ellos había parecido imposible. Secuestraron
al juez y le dieron por cárcel una alquería en un apartado arrabal. Después,
apalabraron a los sujetos agraviados por él o (en algún caso) a los huérfanos y
a las viudas, porque la espada del verdugo no había descansado en aquellos
años. Por fin —esto fue quizá lo más arduo— buscaron y nombraron un juez para
juzgar al juez.
»Aquí lo interrumpieron unas mujeres
que entraban en la casa.
»Luego prosiguió, lentamente.
»—Es fama que no hay generación que
no incluya cuatro hombres rectos que secretamente apuntalan el universo y lo
justifican ante el Señor: uno de esos varones hubiera sido el juez más cabal.
¿Pero dónde encontrarlos, si andan perdidos por el mundo y anónimos y no se
reconocen cuando se ven y ni ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen?
Alguien entonces discurrió que si el destino nos vedaba los sabios, había que
buscar a los insensatos. Esta opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la
ley, sikhs que llevan el nombre de
leones y que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de dioses,
monjes de Mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un hombre con
las piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros, integraron el
tribunal, pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.
»Aquí lo interrumpieron unas personas
que se iban de la fiesta.
»—De un loco —repitió— para que la
sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias humanas. Su
nombre se ha perdido o nunca se supo, pero andaba desnudo por estas calles, o
cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los
árboles.
»Mi buen sentido se rebeló. Dije que
entregar a un loco la decisión era invalidar el proceso.
»—El acusado aceptó al juez —fue la
contestación—. Acaso comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían
si lo dejaban en libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de
muerte. He oído que se rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y
noches duró el proceso, por lo crecido del número de testigos.
»Se calló. Una preocupación lo
trabajaba. Por decir algo pregunté cuántos días.
»—Por lo menos, diecinueve —replicó.
Gente que se iba de la fiesta lo volvió a interrumpir; el vino está vedado a
los musulmanes, pero las caras y las voces parecían de borrachos. Uno le gritó
algo, al pasar.
»—Diecinueve días, precisamente
—rectificó—. El perro infiel oyó la sentencia, y el cuchillo se cebó en su
garganta.
»Hablaba con alegre ferocidad. Con
otra voz dio fin a la historia:
»—Murió sin miedo; en los más viles
hay alguna virtud.
»—¿Dónde ocurrió lo que has contado?
—le pregunté—. ¿En una alquería?
»Por primera vez me miró en los ojos.
Luego aclaró con lentitud, midiendo las palabras:
»—Dije que en una alquería le dieron
cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta ciudad lo juzgaron: en una casa como
todas, como ésta. Una casa no puede diferir de otra: lo que importa es saber si
está edificada en el infierno o en el cielo.
»Le pregunté por el destino de los
conjurados.
»—No sé —me dijo con paciencia—.
Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya muchos años. Quizá los condenaron
los hombres, pero no Dios.
»Dicho lo cual, se levantó. Sentí que
sus palabras me despedían y que yo había cesado para él, desde aquel momento.
Una turba hecha de hombres y mujeres de todas las naciones del Punjab se
desbordó, rezando y cantando, sobre nosotros y casi nos barrió: me azoró que de
patios tan angostos, que eran poco más que largos zaguanes, pudiera salir tanta
gente. Otros salían de las casas del vecindario; sin duda habían saltado las
tapias... A fuerza de empujones e imprecaciones me abrí camino. En el último
patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de flores amarillas, a quien
todos besaban y agasajaban, y con una espada en la mano. La espada estaba
sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo cadáver mutilado encontré en
las caballerizas del fondo."
El
Aleph
O
God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite
space.
Hamlet,
II, 2
But
they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nuncstans (ast the Schools call it);
which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que
Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro
de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios;
el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se
apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo
sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su
memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta
de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para
saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto
cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo
de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos
retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los
carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda
con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del
Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos
Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de
frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría
obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de
libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar,
meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde
entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía
llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año
aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia
torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como
es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un
alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en
aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales
confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy
ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como
graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado,
considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una
biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es
ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no
salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa
gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías
y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos
hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus
baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los
poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de 1941 me
permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo
probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación
del hombre moderno.
—Lo evoco —dijo con una animación
algo inexplicable— en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre
albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos,
de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de
glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así
facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la
fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el
moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas,
tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la
literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que
ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el
Canto Augural, Canto Prologal o simplemente CantoPrólogo de un poema en el que
trabajaba hacía muchos años, sin réclame,
sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman
el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego,
hacía uso de la lima. El poema se titulaba La
Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban,
por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje,
aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas
de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y
leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres, los trabajos, los
días de varia luz, el hambre; no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
—Estrofa a todas luces interesante
—dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico,
del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de
la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en
el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin
remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración,
congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo; culto depurado
y fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto,
francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu
sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni
de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos
tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la
primera a la Odisea, la segunda a los
Trabajos y días, la tercera a la
bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...
Comprendo una vez más que el arte
moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo.
¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que
también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había
en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura
habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que
Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no
estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera
admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero
no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica
le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema(1).
Una sola vez en mi vida he tenido
ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar
y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero
limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino.
Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había
despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del
curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de
comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de
Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de
baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos
laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes
alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste) se aburre una osamenta
—¿Color? Blanquiceleste— que da al corral de ovejas catadura de osario.
—Dos audacias —gritó con exultación—,
rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito. Una, el
epíteto rutinario, que certeramente
denuncia, en passant, el inevitable
tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas
ni nuestro ya laureado Don Segundo se
atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el
melindroso querrá excomulgar con horror pero que apreciará más que su vida el
crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos
quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector; se
adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la
satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje
australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más
íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó
por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos
reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo
salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi
casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te importará
conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas
un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz
(que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
—Mal de tu grado habrás de reconocer
que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco
páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de
ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y
hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en
la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura
a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no
disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y
ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo
mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios".
Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo
vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que
pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la
singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su
pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con
admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido
el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de
letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar
el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos
méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque
ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo
detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se
había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré,
para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves:
en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No
hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves,
hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba
de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de
abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos
despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad
los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo
hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla)
había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las
posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora,
empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún
día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de
las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri.
Felizmente, nada ocurrió —salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel
hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero
a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no
identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya
ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería,
iban a demoler su casa.
—¡La casa de mis padres, mi casa, la
vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá olvidando su pesar en
la melodía.
No me resultó muy difícil compartir
su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo
detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí,
aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi
interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito
absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil
nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su
bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste
se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde.
Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar
algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa,
pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos.
—Está en el sótano del comedor
—explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es mío, es mío: yo lo descubrí
en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis
tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en
el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un
mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos,
vi el Aleph.
—¿El Aleph? —repetí.
—Sí, el lugar donde están, sin
confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A
nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le
fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me
despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni
probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
—La verdad no penetra en un
entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí
estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
—Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir
una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una
serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber
comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos
Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una
niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una
explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna
felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me
dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el
sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano
inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en
torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me
aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz
Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy
Borges.
Carlos entró poco después. Habló con
sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición
del Aleph.
—Una copita del seudo coñac —ordenó—
y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable.
También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te
acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la
pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te
mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de
alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
—Claro está que si no lo ves, tu
incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un
diálogo con todas las imágenes de
Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus
palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía
mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me
habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo.
Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
—La almohada es humildosa —explicó—,
pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas
corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve
escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos;
al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija
que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro:
me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de
Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos,
para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir
a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí.
Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de
mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un
alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores
comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa
memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas:
para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es
todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas
partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras
que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en
vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el
Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente,
pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo
demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de
un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos
fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo,
sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón,
hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable
fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era
una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El
diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico
estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos)
era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del
universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un
laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en
mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi
en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi
en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de
metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus
granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta
cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a
un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las
letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la
noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que
parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie,
vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo
multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar
Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes
de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una
baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un
invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las
hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del
escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas,
que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la
Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz
Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la
modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph
la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara
y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían
visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que
ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita
lástima.
—Tarumba habrás quedado de tanto
curiosear donde no te llaman —dijo una voz aborrecida y jovial—. Aunque te
devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio
formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino
ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a
balbucear:
—Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó.
Ansioso, Carlos Argentino insistía:
—¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza.
Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos
Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la
demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie
¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el
Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son
dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de
Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí
que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara
jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio,
me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la
calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del
considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos
argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió
el Segundo Premio Nacional de Literatura(2). El primero fue otorgado al doctor
Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo
voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho
tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado
a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar:
una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es
sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su
aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra
significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene
la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el
mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los
números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes.
Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos
los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le
reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo
creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el
capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de
1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de
Santos un manuscrito suyo que versaba
sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro
Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton
menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo
que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001
Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon
de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y
hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)—, y añade estas curiosas palabras:
"Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros
instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el
Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las
columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede
verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco
tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas
proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito
Abenjaldún: En las repúblicas fundadas
por nómadas es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea
albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una
piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente
es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica
erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto
(1)
Recuerdo,
sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con rigor a los malos
poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudicción; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de crearse un ejército
de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo
el poema.
(2)
"Recibí
tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi lamentable amigo,
de envidia, pero confesarás —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi
bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes."
Epílogo
Fuera de Emma Zunz (cuyo
argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa, me fue dado por
Cecilia Ingenieros) y de la Historia del guerrero y de la cautiva que se propone interpretar dos hechos
fidedignos, las piezas de este libro corresponden al género fantástico. De
todas ellas, la primera es la más trabajada; su tema es el efecto que la
inmortalidad causaría en los hombres. A ese bosquejo de una ética para
inmortales, lo sigue El muerto: Azevedo
Bandeira, en ese relato, es un hombre de Rivera o de Cerro Largo y es también
una tosca divinidad, una versión mulata y cimarrona del incomparable Sunday de
Chesterton. (El capítulo XXIX del Decline and Fall of the Roman Empire narra un destino parecido al de Otálora,
pero harto más grandioso y más increíble.) De Los teólogos basta escribir que son un sueño, un sueño
más bien melancólico, sobre la identidad personal; de la Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz, que es una glosa al Martín
Fierro. A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista. La
otra muerte es una fantasía sobre el
tiempo, que urdía la luz de unas razones de Pier Damiani. En la última guerra
nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie pudo sentir
más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches Requiem quiere entender ese destino, que no supieron
llorar, ni siquiera sospechar, nuestros "germanófilos", que nada
saben de Alemania. La escritura del dios ha sido generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de
un "mago de la pirámide de Qaholon", argumentos de cabalista o de
teólogo. En El Zahir y El Aleph creo notar algún influjo del cuento The
Crystal Egg (1899) de Wells.
J.L.B.
Buenos Aires,
3 de mayo de 1949
Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta reedición. Abenjacán el Bojarí,
muerto en su laberinto no es (me
aseguran) memorable a pesar de su título tremebundo. Podemos considerarlo una
variación de Los dos reyes y los dos laberintos que los copistas intercalaron en las 1001 Noches y que omitió el
prudente Galland. De La espera diré
que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó, hará diez años,
mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto Bibliográfico de
Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le corresponde la
cifra
231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice
italiano para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida visión de un
hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me
deparó lo historia que se titula El hombre en el umbral; la
situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable.
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