Revista El malpensante N° 64
En la actualidad, el autoritarismo está cambiando de piel. Quizás no sea ya posible un dictador por el estilo de Stalin, Mao o Hitler. Pero no por eso deja de existir la tentación del poder sin límites. Sobra decir que, por lo visto en tiempos recientes, la cordillera de los Andes no está exenta de semejante tentación.
El ataque militar a Iraq no fue quizá la más sabia de las decisiones. Pero muy pocas personas, incluso aquellas que de manera más resuelta se opusieron a los designios de la administración Bush, pudieron sentir algo distinto a la alegría al ver a Saddam Hussein sacado a rastras de su sórdida guarida bajo tierra. Es dulce ver a un tirano que recibe su merecido, sobre todo porque no ocurre con frecuencia. Muchos tiranos han vivido hasta avanzada edad; otros más siguen viviendo y exhiben, en calidad de momias, sus cadáveres de cera ante el público. Pero antes que detenerme sobre la que bien pudo ser una victoria pírrica en Iraq, quisiera formular una pregunta distinta: ¿fue Saddam el último de su especie?, ¿los grandes dictadores por fin cayeron en desuso?
Quizá, de nuevo, ésta pueda parecer una pregunta absurda, porque son muchos los que todavía merodean por ahí: Robert Mugabe continúa bastante ocupado en acabar con su país; el bien amado Kim Jong II preside el suyo como si se tratara de un campo de concentración a escala nacional; a Uzbeskistán lo gobierna Islam Karimov, un déspota asesino que, dicho sea de paso, es aliado de Estados Unidos. Se habla de la popularidad de Fidel Castro, pero él jamás ha permitido realizar elección alguna, y su policía no deja de arrestar disidentes. Con todo, el péndulo de la historia últimamente se ha inclinado en contra de los Grandes Líderes. Si pensamos por ahí en los últimos treinta años, muy particularmente en ese annus mirabilis que fue 1989, la lista de los dictadores derrocados es más larga que la de los nuevos: Nicolae Ceauçescu, Teodor Zhivkov, Gustav Husák, Ferdinand Marcos, “Baby” Doc Duvalier, Idi Amín, Mariam Mengistu, el sha de Irán y el emperador Bokassa, por sólo nombrar unos pocos. Y, aunque ciertamente espantosos, la verdad es que éstos eran apenas tiranuelos parroquiales, peces de poca monta en el océano de asesinos en masa. En lo que a los postreros líderes comunistas concierne, no se puede decir que fueran grandes dictadores; más bien se trató de burócratas autocráticos. Ya no queda ninguno de la talla de Hitler, Stalin o Mao. Ni siquiera Saddam les llega remotamente a los tobillos. Sólo por eso, bien vale la pena celebrar.
Ahora bien, con ello no quiero decir, al modo del neoconservador Pollyanna, que la democracia va a arrasar en el mundo detrás de la estela de los ejércitos libertadores de EU. Puede incluso ocurrir que algunos estados democráticos se tornen más y más autoritarios.
Vladimir Putin, aunque no todavía un dictador a ultranza, ya da señales de intolerancia respecto de cualquier oposición. Sin embargo, los Reyes-Dioses, los Führers, los Grandes Timoneles, los Todopoderosos Padrecitos, los Grandes Hermanos y Caudillos están despareciendo. Tal vez algún día regresen a guisa de una reencarnación distinta, y yo sospecho que lo harán. Pero igual, los dictadores no pueden gobernar a punta exclusiva de terror. Cierto, el terror hace parte de su monopolio del poder, pero por sí mismo no basta.
Los dictadores sólo desaparecerán para siempre si la gente está dispuesta a renunciar a la disposición, cuando no al deseo, de ser gobernada por ellos. Pero, ¡oh infortunio!, el hombre es débil, de manera muy particular cuando surge una crisis, y entonces sus ansias son fáciles de manipular.
Antes de especular sobre las formas futuras que podrían adoptar las dictaduras, quisiera volver sobre el pasado, no sólo para reflexionar sobre la naturaleza de los grandes dictadores sino sobre algo que a mí en principio me parece más interesante: la fatal admiración que ejercen sobre nosotros. ¿Qué es lo que tienen que encontramos tan seductor y que les permite destruir la vida de millones de seres humanos? ¿Por qué, para ser más específicos, fueron tantos los polacos que lloraban en las calles la muerte de Stalin a pesar de que éste no le había hecho a Polonia más que daño? ¿Por qué hay todavía taxistas chinos que cuelgan imágenes del camarada Mao en sus autos a pesar de que éste asesinó a decenas de millones? Si sólo supiéramos eso, tal vez mejorarían nuestras posibilidades de entrever lo que aún nos puede deparar el futuro, antes de que sea demasiado tarde.
Jacques Vergès, el radical abogado francés que alguna vez defendió a
Klaus Barbie y que ahora espera defender a Saddam Hussein, expuso sus razones
en muy pocas palabras. Dicho señor admiraba a Stalin y a Mao porque, según su
parecer, tenían “grandeza”, a diferencia de los políticos democráticos que por
naturaleza le parecían mediocres.
Los grandes dictadores, observó, otorgan a los pueblos un destino, mientras que los demócratas apenas si les pueden prometer felicidad. Los dictadores emprenden grandes misiones, al tiempo que los planes de los políticos convencionales se ven inexorablemente mutilados por mezquinas concesiones. Éste es un punto de vista que han compartido muchos intelectuales en el pasado, seducidos por el embrujo del poder absoluto. Se trata de un romanticismo fatídico que justifica asesinatos sin límites.
No sé quién pueda calificar como el primer gran dictador en la historia de la humanidad, pero el emperador Qin, que unificó China en 221 a. C., ciertamente fue un hombre predestinado y de inconfundible grandeza. Un mero rey cuando conquistó los estados de otros reyes, con el tiempo se convirtió en el primer emperador chino y se hizo conocer como Qin Shi Huang Di, un título de connotaciones divinas. A pesar de que su nombre ha producido escalofríos entre los chinos durante más de dos mil años, el ascendente de su reino sigue siendo profundo. Qin fue el arquetipo del déspota, y sorprende lo poco que dicho arquetipo ha cambiado. El emperador Qin era un guerrero incansable, un gran unificador, un constructor de proyectos grandiosos, un censor del pensamiento y un paranoico obseso con su propia mortalidad.
Fue precisamente el emperador Qin quien unificó la escritura china, estableció un código legal estándar, un sistema común de pesos y medidas y una burocracia centralizada. Su más célebre proyecto grandioso fue la Gran Muralla, levantada para separar a China de los bárbaros. Como la tal invasión bárbara nunca se dio, uno sospecha que la intención era más que todo simbólica. La muralla otorgó al pueblo chino una sensación de unidad al definir un enemigo común, un enemigo al que se debía temer en todo momento. En vez de mantener a los bárbaros afuera, cercó a los chinos por dentro.
La razón por la cual la reputación del emperador Qin como brutal tirano no descansa de manera exclusiva en la enorme cuota de muertes entre los esclavos que levantaron su Gran Muralla, ni en la naturaleza draconiana de su código legal, se debe sobre todo a la manera como monopolizó la verdad. Igual que todos los tiranos, quería controlar no sólo el presente sino el pasado; la historia le pertenecía. Fue el primer gran incinerador de libros. La tarea tradicional de eruditos y estudiosos había consistido en ponderar la virtud de los reyes, cotejándolos contra los clásicos confucianos y criticando a los gobernantes si no daban la talla. Un pasado idealizado de gobernantes virtuosos se utilizaba como rasero para juzgar a los presentes. Pero el emperador Qin no quería ser juzgado ni criticado; su mandato era el comienzo de todas las cosas, y la historia no era más que una babosada. De manera que las obras clásicas se echaron a la pira y los estudiosos fueron enterrados vivos.
Y no sólo los seres humanos tuvieron que ajustarse a la peculiar visión que el tirano tenía de la realidad, los objetos inanimados también. Enfurecido con una tormenta pertinaz que le impedía avanzar mientras ascendía a una montaña, Qin mandó esclavos a talar todos los árboles que allí crecían y luego a pintar la cumbre de rojo, el mismo color que se asignaba a los criminales condenados. Cuando se llegó a pensar que la caída de un meteorito auguraba la muerte del Emperador, ordenó que la pobre piedra infractora fuera fundida y luego ejecutó a quienes vivían en el vecindario donde cayó. Apenas pensar en la posibilidad de su deceso le resultaba tan intolerable, que cualquier persona o cosa que le recordara su mortalidad tenía que ser erradicada.
En realidad no sabemos a ciencia cierta en qué opinión lo tenían sus súbditos mientras vivió. Pero como dice genialmente Kafka en su relato La Gran Muralla china, entre más lejos de la muralla habitara la gente, más lejos estaba del centro del poder. De hecho, apenas si tenemos un escaso conocimiento del hombre mismo. Su notoriedad se debe en buena parte a la mala prensa de posteriores escribas confucianos cuya buena fortuna revivió bajo sus sucesores al trono del dragón. El hecho es que, durante siglos, la Gran Muralla del emperador Qin se asoció con tiranía y derramamiento de sangre. Sin embargo, en tiempos modernos ocurrió algo muy interesante. El símbolo de la opresión se transformó en símbolo del nacionalismo moderno, universalmente admirado por su grandiosidad. Incluso la reputación del mismísimo emperador Qin fue rehabilitada a comienzos de la década del setenta por Mao Tse-tung, quien se consideró su legítimo heredero contemporáneo. La violencia del reino del Emperador se elogió por su espíritu revolucionario. Y la quema de libros y eso de enterrar estudiosos vivos se vio bajo una luz en extremo favorable, como un caso en el que se “enfatiza el presente al tiempo que se rechaza el pasado”. Éste es un rasgo común de todos los dictadores radicales: intentan crear una tábula rasa que no puede ser puesta en entredicho por curas o académicos entrometidos.
El pasado inmediato es, por definición, inferior, incluso maligno. Aun hoy escuchamos personas que responden a cualquier crítica que se haga de la China de Mao alegando que la China bajo Chang Kai-shek era infinitamente peor. Del mismo modo, la píldora de la tiranía leninista-stalinista algunas veces se dora señalando los horrores cometidos bajo los zares. En la propaganda de los dictadores postcoloniales, los males del colonialismo justifican la violencia de los regímenes.
Las matanzas indiscriminadas limpian, purifican, dejan como nueva la pizarra. Aquellos que hacen énfasis en el pasado para advertir de los peligros del presente son conservadores, y los tiranos revolucionarios nunca lo son.
El rompimiento violento con la historia y la ilusión de una tábula rasa3 son asuntos que un cierto tipo de idealismo juvenil encuentra seductores. Hay belleza en la destrucción. Piénsese en la fruición con la que miles de estudiantes chinos se hicieron de mazos y hachas para emprenderla contra los tesoros invaluables de templos budistas y confucianos. La idea de que se puede fraguar una sociedad completamente nueva gracias a la mera volición humana resulta muy atractiva a quienes cobijan sueños de grandeza. Durante la Revolución Cultural, hordas de Guardias Rojos estaban convencidos de que ejercían su propia voluntad. De hecho, lo que hacían era encarnar y representar la voluntad de su opresor. Lograr que un número suficiente de gente crea que el gran líder representa la voluntad colectiva de su pueblo es una habilidad indispensable para cualquier tirano.
Claro, también existen déspotas conservadores, como Felipe II de España, quien recurrió al uso de instituciones tradicionales para justificar la opresión. Este tipo de tirano ha sido un rasgo común en el mundo católico hispanoparlante. Y el principal instrumento de represión de Felipe II era la Inquisición. El general Franco, quien gobernó España cuatrocientos años después, fue heredero de esa tradición, lo mismo que el portugués Antonio Salazar. Pero no Mussolini, que era un radical. Las remilgadas democracias liberales, se jactaba el Duce, serían aplastadas porque estaban embrolladas en el pasado, mientras que él, el nuevo emperador romano, tenía los ojos puestos en el glorioso futuro. Sus frecuentes alusiones al Imperio romano parecerían contradecir esta aseveración, pero recordemos que las contradicciones nunca han obstaculizado el camino hacia el poder absoluto.
Las dictaduras conservadoras pueden ser brutales y tan funestas para el espíritu humano como las dictaduras revolucionarias, pero por lo general son menos destructivas. Bajo un dictador conservador el pasado se congela; bajo uno revolucionario, arde en llamas. En ambos casos la libertad se ve aplastada y por tanto también la capacidad, en palabras de Václav Havel, “para vivir en la verdad”. Si bien ajustarse a una tradición osificada es paralizante, la compulsión por ajustarse a una fantasía utópica casi siempre resulta mortífera. Hitler tenía los valores y gustos acartonados y retrógrados de un pequeñoburgués decimonónico, pero su instinto radical y la pureza de sus fantasías asesinas estaban en línea con las inclinaciones de los dictadores revolucionarios, es decir, más con el emperador Qin que con Felipe II.
Por supuesto que ningún dictador es ciento por ciento lo uno o lo otro. De hecho, no existe la tal pizarra virgen. Incluso los dictadores más revolucionarios utilizan el pasado, generalmente un pasado remoto y mítico, como mascarada para legitimar sus propósitos destructivos. Del mismo modo que a Mao lo obsesionaba Qin, a Stalin le gustaba compararse con Iván el Terrible. Pol Pot peroraba acerca de revivir la antigua gloria de Ankor. Saddam Hussein, un aplicado pupilo de Stalin, anhelaba ser comparado con Saladino, quien en el siglo XII reconquistó Jerusalén de manos de los infieles.
Aunque obsesionado con su imagen a ojos de Occidente, el sha Mohammad Reza Pahlavi gobernó Irán en calidad de heredero de Ciro el Grande. La célebre Gran Civilización del Sha fue una mezcla de una rápida y con frecuencia fallida modernización con la fantasía de un pasado preislámico. En 1971, las ruinas de la antigua capital de Ciro, Persépolis, sirvieron de escenario para la coronación del Sha. Las celebraciones se prolongaron durante varios días. Cientos de chefs franceses fueron traídos. La Reina de Inglaterra fue obsequiada con unos singulares caballos del Caspio. Se irguió una ciudadela entera de carpas y tiendas palatinas. Los monarcas y dignatarios del mundo entero invitados a esta magnificente recepción consumieron una tonelada de caviar. Cientos de miles de hombres del ejército marcharon disfrazados de soldados de Ciro y Darío, al tiempo que el Sha era coronado como hijo de Arios, el rey de reyes de Irán.
Toda esta farsa pseudohistórica, todas estas costumbres prestadas pretendían transmitir una sensación de grandiosidad, de grandeza. Pero no le funcionó muy bien al Sha, cuyo derroche enfureció a muchos de sus súbditos. Quizá su error consistió en dirigir sus grandiosos espectáculos antes a dignatarios extranjeros que a su propio pueblo. Otros dictadores han hecho este tipo de montajes y arreglos de mejor manera. A pesar de todas las maldades que Nerón haya podido cometer, sus juegos eran popularísimos en Roma. Y Joachim Fest, uno de los más conocidos biógrafos de Hitler, atribuye buena parte del éxito de Hitler al amor de los alemanes por el espectáculo operístico: el Tercer Reich a modo de Gesamtkunstwerk asesino. Un amor colectivo por el espectáculo puede parecer una rara excusa, si es que de una excusa se trata, pero no podemos subestimar el aspecto estético de las dictaduras, donde el circo sustituye a la política.
Uno de los más grandes directores de escena de la política moderna fue
Napoleón. Su imperio, a semejanza del Reich de Hitler, se montó como un gran
espectáculo, tomando prestada buena parte de su pompa de un pasado mítico.
Al igual que el abogado Jacques Vergès, Napoleón encontraba deplorable lo que a sus ojos era la mediocridad de la política burguesa y anhelaba grandeza: “He llegado demasiado tarde”, le suspiraba a su secretario el día siguiente a su coronación, “los hombres de hoy son demasiado ilustrados; no quedan cosas grandes por hacer”1. Así y todo, le daba un toque de grandiosidad a todo lo que hacía. Se autocoronó en Notre-Dame, cubierto de armiño y de diamantes, mitad Julio César y mitad Francisco I. Beethoven, tras un arrebato inicial de entusiasmo, encontró vulgar la coronación, lo mismo que Stendhal. Pero la mayoría de los franceses se regocijaron con el esplendor imperial de Napoleón, y los parisinos bailaron toda la noche.
A semejanza del primer emperador chino, Napoleón fue un destructor, un unificador, un estandarizador y un constructor de grandes proyectos. No sólo levantó un imperio en Europa, unificado bajo una única administración y ley francesas, sino que quiso reconstruir París de manera que fuera la ciudad más bella jamás habida. Dijo: “Si los cielos me hubieran concedido otros veinte años y algo más de tiempo para el ocio, en vano habríais buscado al viejo París porque no habríais encontrado ni rastros de él...”2.
La destrucción de vida y propiedad humanas ejecutada por Napoleón fue comparativamente menor que las de Hitler, Stalin o Mao, pero su búsqueda de la gloire igual dejó un sinnúmero de víctimas arrumadas en los campos de batalla de Europa. Con todo, su aura jamás se desvaneció por completo. Los románticos siempre lo han admirado. Aun aquellos con disposición más moderada pueden ser presa de la fascinación por su aire de grandeza. El liberal ruso Alexander Herzen no era precisamente un adorador de Napoleón, pero cuando vio una pintura de la victoria de Wellington en Waterloo no pudo menos que escalofriarse ante aquella “pausada figura inglesa, que no promete nada brillante”.
Pocos dictadores posteriores a Napoleón han escapado de su influencia. El pintor de su corte, Jacques-Louis David, impuso el tono para las imágenes de grandiosidad, tanto en las cortes comunistas como fascistas. La estética del imperio de Stalin en muchos aspectos no era más que una burda copia del clasicismo napoleónico: toda aquella fruslería decimonónica, pero a escala monumental. Los planes de Hitler para convertir a Berlín en una monstruosa capital imperial le debían mucho al orgullo desmedido de la arquitectura napoleónica. Fue Napoleón también el primer dictador que estableció una autoridad absoluta en nombre de la democracia. Después de él, hasta los más avezados asesinos entre los déspotas con frecuencia se ven en la necesidad de decir que prestan sus servicios a la libertad, la igualdad y la fraternidad, aunque sea de dientes para afuera.
De hecho, es sobre la faz del mundo postcolonial donde la historia ha proyectado sus más extrañas sombras. La mayoría de los dictadores postcoloniales han reclamado su legitimidad como parte integral de su lucha contra un imperialismo extranjero. Para purificar el aire de la opresión foránea, todo vestigio del pasado colonial -nombres de calles y lugares, estatuas y tumbas, el idioma de los antiguos gobernantes- debía desaparecer. Una identidad nativa sería impresa sobre la tábula rasa a través de la voluntad del gran líder. Sin embargo, a pesar de los sombreros de piel de leopardo, los bastones de mando de los caciques y las coronas engastadas con piedras preciosas, es curioso ver con cuánta frecuencia estos déspotas postcoloniales se parecen a sus antiguos amos. Robert Mugabe remeda las actitudes racistas, los trajes almidonados y el moralismo de los hombres blancos a los que reemplazó. Lee Kuan Yew y Mohammed Mahathir, no obstante toda su verborrea sobre los valores asiáticos, de manera consciente adoptaron los relamidos lugares comunes autoritarios (e instituciones) de los forjadores del Imperio británico, bajo cuya tutela se criaron.
Algunas veces la parodia es una suerte de sátira: Idi Amín haciendo de último Rey de Escocia, medio esperando que alguien se lo tomara en serio. El más peculiar, horripilante y patético de los casos ciertamente fue el del emperador Bokassa, o Papá Bok, quien se jactaba de devorar a sus víctimas. Quizá también esto fuera una parodia, un remedo de los prejuicios europeos sobre África. Pero su coronación como soberano de la República de África Central fue tan solemne como la del Sha. Allí estaba él, Jean-Bedel Bokassa, el antiguo sargento del ejército colonial francés, vestido de terciopelo y armiños, poniéndose él mismo la corona. Y allí permaneció una eternidad torturando y asesinando a sus súbditos, sentado sobre su trono de oro mandado a hacer en Francia, copia exacta del de Napoleón Bonaparte.
Al preguntársele sobre la falta de grandes líderes en nuestro necio mundo, Gore Vidal comentó que los grandes líderes hacen grandes guerras. Shakespeare escribió bastante sobre tales hombres: Coriolano, por ejemplo, el niño de mamá escondido tras una armadura reluciente. En palabras de su amigo Menenio, sus “heridas le van de maravilla”. Hacer la guerra es su manera de gobernar.
La belleza del retrato que Shakespeare hace del déspota, en tanto guerrerista a ultranza, reside en la combinación de la psicología personal y la política. Coriolano tiene que ser un héroe de la guerra porque su mama así se lo exige: “A una cruel guerra lo envié, de donde regresó, sus sienes ceñidas en roble”. Pero la política es igualmente interesante. La guerra no es más que la distracción para eludir otros problemas, que bien pueden desatar una rebelión.
La promesa de Napoleón de que “sorprenderé al mundo con la grandeza y rapidez de mis golpes” se basaba en el mismo principio. La economía francesa aún sufría los saqueos y devastaciones de la revolución, pero el descontento popular fue desviado gracias a las victorias de la Grande Armée. Cierto, se restringieron las libertades civiles, pero la gloria, el pan y el circo se encargaron de paliar las privaciones. La gente se vio embelesada por el patriotismo y por las diversiones que prodigaba la nueva realeza. El problema reside en que una vez el dictador ha escogido su plan de ruta, tiene que, como dicen, aguantar la caña hasta el final.
Vale la pena señalar también que estas guerras arrogantes con frecuencia se las empacan al público como guerras de liberación. Si bien se mira, la declaración de guerra contra Estados Unidos por parte de Mussolini era una locura. Pero dicha guerra para liberar los civilizados valores europeos de un americanismo desarraigado duraría muy poco, ya que -como el Duce había prometido- bastaba un único bombardeo sobre la ciudad de Nueva York para rendir a los americanos.
Sin embargo, una sola victoria jamás es suficiente. Igual que el jugador
empedernido, el guerrero compulsivo necesita ir subiendo el monto de la
apuesta. Wellington alguna vez comparó a Napoleón con una bala de cañón: tenía
que seguir en movimiento, so riesgo de perder el impulso. Hitler operaba bajo
el mismo criterio, haciendo apuestas cada vez más altas. Para cuando sus tropas
empezaron a ser diezmadas en las heladas estepas rusas, ya era demasiado tarde.
Los alemanes empezaban a perder sus ilusiones. Con todo, las órdenes del
mismísimo Führer seguían siendo acatadas. Su poder se impuso hasta el último
momento. Aun en medio de las ruinas, pareciera que a la gente le cuesta trabajo
dejar de creer en un líder que alguna vez veneró.
1. Alistair Horne, The Age of Napoleon (Modern Library, 2004), p. 40.
2. Ibid., p.62.
3. Tabula rasa. Borrón y cuenta nueva. Viene del latín: tabla borrada o alisada, este tipo de tablas existían en el imperio romano, su función era estar alisada con el lado romo de un cuchillo para borrar lo escrito.
Anexo como complemento analítico y de profundización
No incluido en el artículo de la revista
Algunos dictadores
Robert
Gabriel Mugabe.
Político y militar que ejerció como presidente de Zimbabue entre 1980 a 2017. La legitimidad de su gobierno ha sido objeto de discusión, muchos sectores lo consideran una dictadura. Se le acusa de mantenerse en el poder recurriendo con frecuencia al fraude electoral y ejerciendo una violenta represión contra sus opositores y de haber instigado la masacre étnica que tuvo lugar entre 1980 y 1987, conocida como Gukurahundi, la cual dejó un saldo de más de 20.000 ciudadanos de la etnia Ndebele o Matabele asesinados.
Kim
Jong II.
Presidente de la República Popular Democrática de Corea del Norte desde 1994 hasta 2011. A la muerte de su progenitor asumió la presidencia de Corea del Norte, Kim Il - Sung, que gobernó el país desde 1948.
Islam
Karímov.
Presidente de Uzbekistán de 1990 a 2016. En 1983 alcanza la posición de Ministro de Finanzas, en 1986 es nombrado Vicepresidente del Consejo de Ministros y Diputado General de Gobierno, se convierte en líder indiscutido de la república, logrando ser nombrado Primer Secretario del Partido Comunista local para 1989. El 24 de marzo de 1990 se convierte en Presidente de la RSS de Uzbekistán.
Nicolae
Ceauçescu.
Presidente de Rumania de 1965 hasta su ejecución en 1989. Ejerció una dictadura implacable que fue una de las más crueles de todo el eje soviético. Mantuvo un Estado policial de corte estalinista (basado en una eficaz policía política, la Securitate), al que añadió un toque autóctono de corrupción y nepotismo. El clan de los Ceaucescu monopolizó los más importantes cargos del país y acumuló una enorme fortuna. No tenían ningún reparo en vivir en la más absoluta opulencia mientras todo el país se moría literalmente de hambre.
Tras las revueltas de diciembre de 1989 decidió organizar una manifestación multitudinaria de adhesión al régimen que habría de celebrarse en la Gran Plaza de Bucarest y que culminaría con un discurso público retransmitido en directo a todo el país. Los asistentes comenzaron a abuchearle de manera espontánea, lo que le obligó a detenerse y a retirarse del balcón del edificio del Comité Central. Desde allí trató de huir con su mujer, en helicóptero, pero fueron capturados. Ese mismo día fueron detenidos en Tirgoviste y tras un juicio de dos horas sin valor legal formado por un tribunal del nuevo gobierno fueron fusilados.
Teodor
Zhivkov.
Político búlgaro, fue escalando puestos dentro del Partido, ingresa en el Politburó en 1951, elegido Secretario General del PCB en 1954 convirtiéndose en el líder más joven de los países de Europa Oriental. En 1962 fue nombrado Presidente del Gobierno de Bulgaria y en 1971 pasó a ocupar la Jefatura del Estado. En 1965 resistió una intentona golpista perpetrada por oficiales del ejército y opositores de su gobierno de la cual salió victorioso; esto lo convirtió en el dirigente de los países de Europa Oriental que más años duró en su cargo. En noviembre 10 de 1989, en tiempos de agitación política en toda la Europa socialista tras un golpe de Estado, es destituido y expulsado del PCB. Al año siguiente es detenido y procesado por abuso de poder y malversación de fondos públicos, pero debido a la falta de contundencia de las pruebas en su contra el Tribunal Supremo lo absolvió de los cargos en febrero de 1996.
Gustáv
Husák.
Político
comunista checoslovaco, Secretario General del Partido Comunista de
Checoslovaquia (1969-1987) y Presidente de la República (1975-1989). Su etapa
de gobierno es conocida como la Normalización.
En 1950 cayó víctima de las purgas estalinistas dentro de la dirección del Partido, y fue sentenciado a cadena perpetua, ( preso entre 1954 y 1960). Convencido comunista, entendió su encarcelamiento como una gran equivocación que periódicamente enfatizaba en cartas de apelación al Comité Central del KSČ. Antonín Novotný, entonces Sec. Gral y Presidente de la Rep., declinó indultar a Husák asegurando a sus camaradas que no sabéis lo que es capaz de hacer si llega al poder. La razón, quizá fuera producto de su política nacionalista contra los eslovacos. Como resultado de la desestalinización, Husák fue indultado y rehabilitado en 1963.
En 1967 atacó a la dirección neoestalinista del KSČ, ascendiendo a Vice-Primer Ministro en 1968 tras el ascenso al poder de los reformistas encabezados por Alexander Dubček.. Mientras la URSS se alarmaba crecientemente por las reformas propuestas por Dubček durante la Primavera de Praga, Husák comenzó a pedir precaución. Tras la invasión del Pacto de Varsovia en agosto de 1968 participó en las negociaciones entre Dubček y el dirigente soviético Leonid Brézhnev en Moscú, encabezando la fracción del Partido que pedía la retirada de las reformas. Un ejemplo de su pragmatismo fue uno de sus discursos oficiales en Eslovaquia tras los acontecimientos de 1968, durante el cual planteó en forma de pregunta retórica si sus oponentes (los partidarios de la oposición contra la Unión Soviética) quería encontrar a aquellos aliados de Checoslovaquia (los países de Europa Occidental) que acudieran a apoyar al país (contra las tropas soviéticas).
Apoyado por Moscú, fue nombrado Secretario Gral. del PC de Eslovaquia (1968), sucedió a Dubček como Secretario General del KSČ. Suprimió las reformas de este y purgó el KSČ de sus partidarios entre ese año y 1971. En 1975 fue nombrado Presidente de la República. Durante las dos décadas de su mandato Checoslovaquia se convirtió en uno de los países del Pacto de Varsovia más leales hacia la URSS. En 1983 le fue otorgada la Estrella Dorada de Héroe de la Unión Soviética.
En los primeros años posteriores a la invasión, Husák consiguió encarrilar con éxito la Normalización elevando los niveles de vida y evitando cualquier espiral represiva similar a la de los años 50. Sin embargo, sí reprimió con dureza a través de la StB a los disidentes de Carta 77, entre otros. Husák cedió su puesto de Secretario General en 1987, cuando dirigentes más jóvenes del Partido Comunista que presionaban para participar en el poder.
El régimen colapsó frente a la Revolución de Terciopelo a finales de 1989, Husák dimitió como Presidente.
En
febrero de 1990 fue expulsado del KSČ. Falleció olvidado en 1991.
No hay comentarios:
Publicar un comentario