El estoicismo está por doquier. Pero para el latinista
Charles Senard el camino a la felicidad es el epicureísmo. Publicamos el
prólogo de su libro 'Ser estoico no basta' (Rosamerón)
Por Charles Senard
¿Cómo ser feliz? Es esta una pregunta propia de la infancia, una inquietud filosófica cuya urgencia parece desvanecerse con el tiempo, a medida que nuevas revelaciones, nuevos desengaños, se suceden en nuestras vidas. Ante los embates de la existencia, uno tendería a creer que el estoicismo, encarnado en particular en el pensamiento de Séneca, Epicteto o Marco Aurelio, fuera la filosofía más pertinente, la más dotada para brindarnos hoy -aunque tan distinto del nuestro sea el contexto político, social y cultural en el que germinó- la munición intelectual que precisamos para ser felices. El estoicismo y su hincapié en el control de uno mismo parecerían ser la fuente de inspiración más indicada para vivir mejor, para volver la mirada hacia nosotros mismos y hacia los demás. Y sin embargo, en cierto momento advertí que no basta con la disciplina promovida por los grandes estoicos para soportar las dificultades; es igualmente preciso conservar la capacidad de disfrutar plenamente de la vida y de los placeres que esta ofrece. Placeres simples, como por ejemplo el que nos proporciona el primer sorbo de un buen vino por la noche tras una larga jornada.
Existe otra escuela de pensamiento,
antigua como el estoicismo que, de forma más matizada, más refinada quizá,
intenta conciliar esfuerzo y disciplina con placer, sin oponerlos de manera
estricta como tan a menudo hacemos. Una filosofía que promete alcanzar la
felicidad apelando a una forma de ascetismo que no es obstáculo para dejar
aflorar, al mismo tiempo, cierta sensualidad. A esa corriente la llamamos
epicureísmo. Hacia el 306 a. C., un ciudadano de treinta y cuatro años
procedente de la isla de Samos llamado Epicuro fundó en Atenas una nueva
escuela filosófica. Se trataba de una comunidad vagamente jerárquica, unida en
torno al maestro y sostenida merced a las donaciones de sus discípulos. Como
sede de la escuela, Epicuro eligió un jardín en las afueras de la ciudad -"el
Jardín" sería el nombre por el que familiarmente se la conocería desde
entonces-, no muy lejos de la Academia Platónica, y una casa, en el demo de
Melite, que años más tarde Epicuro legaría a sus discípulos en su testamento.
El Jardín pronto alcanzaría la fama como una de las mejores escuelas
filosóficas de toda Atenas. Epicuro fue considerado ateo cuando jamás negó la
existencia de los dioses, y los padres de la Iglesia lo condenarían como hereje
A diferencia de otros filósofos (platónicos, aristotélicos, estoicos…), Epicuro
se preocupó desde un principio por exponer su doctrina de un modo que resultara
claro y accesible a todos, cercano al lenguaje hablado y alejado de la jerga
filosófica. Condenó la paideia -la cultura escolar de su tiempo- basada en el
estudio de los textos literarios, y en particular poéticos, a los que acusaba
de ser incapaces de ofrecer respuesta para las preguntas más fundamentales.
Para Epicuro, todo aquello no era sino un conjunto de quimeras de las que era
absolutamente necesario desprenderse si uno deseaba llegar a la verdadera
filosofía: "La ciencia de la naturaleza no hace hombres forjadores de
jactancia ni de palabrería ni ostentadores de esa cultura propugnada por el
vulgo, sino activos, satisfechos consigo mismos y muy orgullosos de los bienes
de la persona y no de los que nos procuran las cosas". Los principales
escritos de Epicuro que han llegado hasta nuestros días lo han hecho gracias al
décimo volumen de una obra titulada Vidas y opiniones de los filósofos ilustres
, escrita por Diógenes Laercio, un historiador del siglo III del que apenas
nada sabemos. Tales obras son, en esencia, tres cartas que Epicuro habría
dirigido a tres de sus discípulos. La primera, la Carta a Heródoto, está
dedicada a cuestiones de física, es decir, del conocimiento de la naturaleza,
la cual, como veremos, juega un papel primordial en la doctrina epicúrea
—sabemos que la principal obra de Epicuro, de la que apenas conservamos unos
pocos fragmentos, llevaba justamente por título De la naturaleza—. Otra de las
cartas, dirigida a Pítocles, se ocupa de los fenómenos celestes, mientras que
la última, la Carta a Meneceo, tiene la ética como protagonista. A estas tres
epístolas se suma una colección de cuarenta Máximas capitales, dichos breves
tomados sin duda de obras hoy perdidas del propio Epicuro y de sus primeros
discípulos.
El cuádruple remedio
Las cuatro primeras de esas máximas, que
los epicúreos bautizaron con el nombre de "el cuádruple remedio"
(tetrapharmakos), sintetizan lo que constituye el auténtico corazón de la
filosofía epicúrea: liberar al hombre de las preocupaciones, ayudarle a vencer el
miedo a morir, enseñarle en qué consiste realmente el placer y permitirle
derrotar a la muerte. El objeto final de tales enseñanzas es aniquilar la
turbación del alma (ataraxia) y el dolor del cuerpo (aponía), condición
ineludible para todo aquel que desee obtener la felicidad. Epicuro murió a edad
muy avanzada, en el 271 a. C., dejando como legado una escuela que alcanzaría
enorme popularidad en Roma y que perduraría como institución durante quinientos
años, hasta el siglo III de nuestra era. Sin embargo, el epicureísmo fue
también desde sus comienzos objeto de burla y de críticas feroces por parte de
las escuelas filosóficas rivales y, más adelante, por los apologistas y
teólogos cristianos. Poco hay en común entre la caricatura que se trazó de
Epicuro y su auténtico pensamiento: se le tachó de hedonista, libertino y
amante del placer, cuando la realidad es que siempre abogó por un ascetismo
riguroso; se le acusó de inmoral, aunque jamás dejó de prescribir la práctica
de virtudes morales como la justicia, el coraje o la amistad; fue considerado
ateo cuando jamás negó la existencia de los dioses, y los padres de la Iglesia
lo condenarían como hereje a pesar de haber vivido cuatro siglos antes del
nacimiento de Cristo.
placeholderEl ensayista y novelista francés
Charles Senard, doctor en estudios latinos y autor de 'Ser estoico no basta'.
El ensayista y novelista francés Charles
Senard, doctor en estudios latinos y autor de 'Ser estoico no basta'.
Yo soy un joven padre latinista y amante
de la poesía —en particular la amorosa—, no un viejo filósofo aficionado a la
abstracción. En mi libro dirijo una mirada principalmente hacia el epicureísmo
romano, cuyos máximos representantes coinciden en haber sido también poetas,
grandes poetas. De estos, el primero que vino a mi mente fue Horacio, Quintus
Horatius Flaccus (65-8 a. C.), autor de la célebre fórmula carpe diem. Cierto
es que la cuestión de la obediencia filosófica de Horacio ha sido objeto de
debate durante más de un siglo -en un pasaje de una de sus epístolas se
enorgullece de obrar "sin jurar lealtad a maestro ninguno", nullius
addictus iurare in uerba magistri-, pero existe cierto consenso en la
actualidad a la hora de señalar en sus poemas la presencia, entre otros, de
motivos epicúreos. Mucho es cuanto sabemos de Horacio y de su vida: de todos
los poetas latinos, es sin duda el que más veces habla de sí mismo. Sabemos,
por ejemplo, que era natural de Puglia (entonces Apulia), que fue nieto de una
esclava e hijo de liberto, que era bajo, corpulento, de cabellos prematuramente
canos y ojos delicados. Tras una estancia por estudios en Atenas, donde centró
especialmente su aprendizaje en la filosofía moral, se unió con poco más de
veinte años al bando de Bruto, quien había alzado un ejército contra Octavio, el
futuro emperador. Convertido en tribuno militar, comandó una legión durante la
batalla decisiva en Filipos, de la que no obstante terminaría huyendo para
salvar la vida. Amnistiado, obtuvo un puesto como escribano, oficio que le
concedió largos ratos para el ocio. Cercano al epicúreo Mecenas y más tarde al
propio emperador Augusto, Horacio dedicará el resto de su vida a la poesía.
Escribió sus primeras piezas líricas con veintitrés años, y compuso sus últimas
odas cuando contaba más de cincuenta. Sus Odas son, sin duda, su obra maestra:
en ellas logró adaptar al latín el lirismo que, seis siglos antes, sus
predecesores lesbios Alceo (620-580 a. C.) y Safo (612-557 a. C.) habían
plasmado en el idioma griego.
Epicureísmo romano
Los otros dos grandes nombres del
epicureísmo romano, ambos pertenecientes a la generación anterior a la de
Horacio y ambos también poetas, son Lucrecio (¿97?- 55 a. C.) y Filodemo de
Gádara (110-40 a. C.). La relevancia de este último se ha reevaluado considerablemente
en las últimas décadas, y hoy nadie duda de su importancia como eslabón entre
Horacio y el epicureísmo griego. Originario de un pequeño pueblo al sureste del
lago Tiberíades, en el norte de Jordania, Filodemo abrazó la doctrina epicúrea
a su llegada a Atenas, ciudad en la que viviría durante casi quince años. Allí
fue miembro de la escuela epicúrea (90-75 a. C.), entonces dirigida por Zenón
de Sidón. Partió luego hacia Roma, convertida en el nuevo centro de la
civilización, desde la que pronto se convirtió en portavoz de la doctrina
epicúrea en Italia. Entabló amistad con Lucio Calpurnio Pisón, suegro de César,
de quien se convirtió en cliente habitual y quien le protegería hasta su
muerte. Fijó su residencia en la Campania, en Nápoles y Herculano, al lado de
Pisón, quien le aseguró una tranquila existencia a cambio de compartir con él
charlas filosóficas. Compuso numerosas obras sobre temas históricos, éticos,
psicológicos, estéticos e incluso políticos. Fue también un buen poeta, autor
de epigramas a menudo eróticos, y merecedor incluso del elogio de Cicerón,
quien a pesar de su rechazo público al epicureísmo y su enemistad personal con
Calpurnio Pisón, alabó los versos de Filodemo "de giros tan finos, tan
elegantes, tangraciosos, que es imposible imaginar nada con mayor
encanto". De su contemporáneo Lucrecio (c.99-55 a. C.), en cambio, sabemos
muy poco. San Jerónimo afirmaba que se había suicidado a la edad de cuarenta y
cuatro años, víctima de una poción de amor, afirmación que no parece muy probable.
Los Lucrecios eran una antigua y bien conocida familia (gens) romana; sin
embargo, no hay evidencia de que Lucrecio tuviera orígenes aristocráticos, pues
no era en absoluto infrecuente que los esclavos, una vez liberados, tomaran el
nombre de la familia a la que habían pertenecido. Su obra maestra, el sublime
poema didáctico en seis cantos De la naturaleza de las cosas -a menudo más
conocido por su título en latín, De rerum natura-, trata sobre la física
epicúrea. En torno a Filodemo se reunía en Nápoles un grupo de amigos entre
quienes figuraba un joven y prometedor poeta, de enfermiza timidez, llamado
Publio Virgilio Marón (70-19 a. C.). También la obra poética de Virgilio, y en
particular su poema didáctico en cuatro cantos Geórgicas, escrito a lo largo de
siete años (del 37 al 30 a. C.), muestra por momentos innegables acentos
epicúreos. Estaremos atentos a ellos.
En una de sus epístolas, y con la figura
de Homero en mente, Horacio alaba a los poetas frente a los filósofos, pues los
primeros son capaces de decir "con más claridad y mejor" (plenius ac
melius) "lo que es decente y lo que es deshonroso, y lo que es útil y lo
que no lo es" (quid sit pulchrum, quid turpe, quid utile, quid non). Me
pareció interesante tomarle la palabra y escribir un libro en el que
reflexionar sobre el epicureísmo, ilustrándolo con los escritos del propio
Horacio -ante todo sus bellísimas odas, pero también sus epodos, sus sátiras y
sus epístolas-, y de Lucrecio. No he podido evitar arrogarme el placer de
pequeñas incursiones en la obra de otros autores, poetas, filósofos e incluso
novelistas occidentales, y me ha parecido especialmente interesante recuperar
la voz de humanistas del Renacimiento como Lorenzo Valla, Giovanni Pontano,
Erasmo de Róterdam o Montaigne; en particular, este último cita a Lucrecio
hasta 149 veces en sus Ensayos, y otras 148 a Horacio, auténticos
"fragmentos del epicureísmo […] brillan a menudo, por su belleza
intrínseca, en las páginas de Montaigne". No en vano, los humanistas
desempeñaron un papel fundamental en revivir el interés por el epicureísmo en
Occidente, prosiguiendo así con la labor de rehabilitación de la doctrina
iniciada en el siglo XII. A mi modo de ver, los autores que cito tienen todos
ellos mucho que decirnos sobre la esencia del epicureísmo, aunque no sean
filósofos epicúreos sensu stricto y aunque los suyos fueran tiempos y contextos
muy distintos al de Epicuro, quien, descalzo y vestido con una simple túnica de
lana, procuró vivir de la manera más simple, rodeado por un grupo de discípulos
en una pequeña comunidad que ocupaba un jardín y una pequeña casa ateniense, en
pleno inicio del período helenístico y bajo el gobierno de los reyes macedonios
que sucedieron a Alejandro. He procurado escribir un ensayo más poético que
filosófico. No es un tratado sistemático de presentación del epicureísmo, pues
he dejado siempre a mis gustos servirme de guía -después de todo, tratándose de
epicureísmo, ¿no debería resultar un placer escribirlo?- y, sobre todo, he
optado por centrarme en aquellos aspectos de la ética epicúrea que considero
que conservan hoy toda su actualidad.
https://www.elconfidencial.com/cultura/2023-03-24/estoico-epicureo-filosofia-feliz_3599158/
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