Solomon saith: There
is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance;
so Solomon given his sentence, that all
novelty is but oblivion.
Francis Bacon, Essays, LVIII
En Londres, a
principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de
Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor
(1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos,
cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de
ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con
fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés
al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de
portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el
mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el
último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está
redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es
literal.
I
Que yo recuerde, mis
trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era
emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo
era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar
Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban
magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes
ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses
plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César;
antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas
divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de
que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta
Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron,
he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba
combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos
dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y
ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una
tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los
muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó
tristemente, el río secreto que purifica
de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que
su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña
era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo,
llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen
ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros
y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su
río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la
relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la
tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde
nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con
filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su
agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la
Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla.
Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa.
También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que
fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores
han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas.
Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de
los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el
de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de
los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es
negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el
fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al
Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre
habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la
lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos,
pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció
inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió;
en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte.
Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para
reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente,
pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la
crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los
pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los
remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días
erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la
sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el
alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con
un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo
tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas
que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin
de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no
mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de
una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la
industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed.
Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un
arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen
resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los
Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una
meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban
la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos
mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba
negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de
los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas
etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed
me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me
tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la
cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes
de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí
unas palabras griegas: los ricos teucros
de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y
noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las
cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con
mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a
sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el
filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o
robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma—
mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los
Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si
penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio
inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como
podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más
pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres
emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en
voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con
palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí
a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros
de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí
rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por
la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche,
pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de
sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre
son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me
hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que
relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad
estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un
acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el
negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían
consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una
caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba
hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una
vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano;
ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la
novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a
la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad
las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había
en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no
descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada.
Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera
existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos
que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna
vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad
natal, entre los racimos.
En el fondo de un
corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí.
Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de
cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban
el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para
torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos,
frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así
me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a
la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de
plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma
irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las
diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento
increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a
los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de
algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales.
Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al
fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después
averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho
que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses,
pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto.
Noté sus peculiaridades y dije: Los
dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una
incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror
intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se
agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente
insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los
Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para
confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está
subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la
arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana
inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las
increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo.
Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar
a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las
cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que
durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual
rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis
noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y
perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y
el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en
el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de
palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan
monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden
(tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas
de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no
me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra
vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido,
ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión
fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado
olvidarlas.
III
Quienes hayan leído con
atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me
siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros.
Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba
tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que
eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se
juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi
que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la
escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o
alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las
miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con
la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan
grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di
en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la
caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando
emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era
ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el
propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El
perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el
ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento
de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria
del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro
moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de
enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la
obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía
percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como
si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge
de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día
hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito.
Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan
para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el
silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes.
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras
percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y
construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él,
sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un
mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que
ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables
epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo
parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto
pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia
(a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la
roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el
rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla.
Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo,
se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían
coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera,
gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe)
de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa
admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo,
Argos balbuceó estas palabras: Argos,
perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la
realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la
Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán
pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
Todo me fue dilucidado,
aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el
Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado
hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con
las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad
que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses
irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen
al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los
Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana,
determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la
fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no
percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las
refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer
viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los
hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan
lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la
derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es
fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y
los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí;
menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino,
lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las
religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo
prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número
infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de
ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin,
cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna
determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república
de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del
desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las
cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda
bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del
porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares
tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la
estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un
solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento
más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma
secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara
el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos
nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos
morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito,
con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera
una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los
hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio
y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo
como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales.
En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las
antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se
despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed;
antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el
propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada
mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de
carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el
pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos
restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental
de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de
perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro
anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de
la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy
poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo
X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la
inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El
número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo
acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese
río.
La muerte (o su
alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su
condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro
que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los
mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los
Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en
el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros
que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como
perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es
preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los
Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos
dijimos adiós.
V
Recorrí nuevos reinos,
nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no
recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las
de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o
un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq,
transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto
que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En
un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir
he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y
después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de
la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el
origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista;
sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo
que fondear en un puerto de la costa eritrea (1).
Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo
era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los
soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la
costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la
mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz,
contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy
mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí
hasta el amanecer.
... He revisado, al
cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en
los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir
algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales,
procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya
que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo,
sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa
que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se
mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere
saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que
antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el
Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace
mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca
de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo
segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en
griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso
catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una
reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a
Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras,
de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las
incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí,
en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la
Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter
alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia".
Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos
destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero
luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de
los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me
obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son,
dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste
copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra,
a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las
formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se
ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo
de las naves) de mostrar vocablos espléndidos (2).
Cuando se acerca el
fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño
que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que
fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido
Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.
Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la
publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se
titula A coat of many colours
(Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero.
Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la
baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de
Séneca, del Virgilius evangelizans de
Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de
"la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia,
en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8);
en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings,
III, 439); en el tercero, de una epístola de
Descartes al embajador
Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V).
Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la
conclusión es inadmisible. Cuando se
acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya
no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras
desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron
las horas y los siglos.
Jorge Luis Borges
El Aleph
A Cecilia Ingenieros
(1) Hay una tachadura en el manuscrito:
quizá el nombre del puerto ha sido borrado.
(2) Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.
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