... son comparables a
la araña, que edifica una casa.
Alcorán, XXIX, 40
-Ésta -dijo Dunraven,
con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el
negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una
caballeriza venida a menos- es la tierra de mis mayores.
Unwin, su compañero, se
sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la
primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del
peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven
fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus
contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado;
Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al
margen de una página de Diofanto. Ambos -¿será preciso que lo diga?- eran
jóvenes, distraídos y apasionados.
-Hará un cuarto de
siglo -dijo Dunraven- que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué
tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo
Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué,
dócilmente.
-Por diversas razones -fue
la respuesta-. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la
vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro
secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió.
En quinto lugar...
Unwin, cansado, lo
detuvo.
-No
multipliques los misterios -le dijo-. Éstos deben ser simples. Recuerda la
carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill. -O complejos -replicó
Dunraven-. Recuerda el universo.
Repechando colinas
arenosas, habían llegado al laberinto. Éste, de cerca, les pareció una derecha
y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un
hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era
su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para
quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito... Hacia la medianoche
descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán.
Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero
que, doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al
centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de
piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer
ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la
complicada tiniebla. Unwin iba adelante. Entorpecido de asperezas y de ángulos,
fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó
de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
-Acaso el más antiguo
de mis recuerdos -contó Dunraven- es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de
Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el
primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura.
Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de
la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un
hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de
carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y
silencioso. En casa dije: "Ha venido un rey en un buque". Después,
cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.
»La noticia de que el
forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la
forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una
casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores.
"Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos",
decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura,
exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un
laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la
rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces,
pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar
albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las
autoridades la substancia del diálogo.
»Abenjacán le dijo, de
pie, estas o parecidas palabras: "Ya nadie puede censurar lo que yo hago.
Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el
último Nombre de Dios, ello no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos;
las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos,
ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra
alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus
del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con
asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran.
Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro
recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al
pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del
desierto; Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una
red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el
roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que
Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no
era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con
empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía
balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo
temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una
roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban
buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí
buscar otras tierras. La primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid.
Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado
frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su
fantasma se pierda."
»Dicho lo cual, se fue.
Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era
un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa
explicación condecía con el extravagante edificio y con el extravagante relato,
no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales
historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas
correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una
cultura... Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la rebelión
y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama de
cobarde.
»Aquél, apenas
concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron
más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y
aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas
del redil se apretaban con un antiguo miedo.
»Solían anclar en la
pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El
esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino
de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía
buscar entre los hombres el fantasma del visir. Era fama que tales
embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por
qué no, también, de sombras de muertos?
»A los tres años de
erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose of Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la
imagen que tengo de él, influyen olvidadas litografías de Aboukir o de
Trafalgar, pero entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen
obra de naviero, sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era
(si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo
tripulaban árabes y malayos.
»Ancló en el alba de
uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de
Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya
había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido.
Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby
respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído
a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con
estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía
qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya
había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después).
Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al
laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un
recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con
el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le
habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de
nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
Los períodos finales,
agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que
Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica
ineficacia. Preguntó, para simular interés:
-¿Cómo murieron el león
y el esclavo?
La incorregible voz
contestó con sombría satisfacción:
-También les había
destrozado la cara.
Al ruido de los pasos
se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el
laberinto, en la cámara central del relato, y que en el recuerdo esa larga
incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y
le preguntó, como quien no perdona una deuda:
-¿No es inexplicable
esta historia?
Unwin le respondió,
como si pensara en voz alta:
-No sé si es explicable
o inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en
malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby,
parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que
Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los
dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue
claridad superior les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera.
Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del
tenor del malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar
y en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La
habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.
Menos instados por la
lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos
hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así
el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba detestables:
Faceless the sultry and
overpowering lion,
Faceless the stricken
slave, faceless the king.
Unwin creía que no le
había interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la
convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño,
ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a
Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:
-En Cornwall dije que
era mentira la historia que te oí. Los hechos
eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un
modo manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el
laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un
laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan
desde lejos los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo
ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor
laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio.
La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada antenoche, mientras
oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara;
amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en
algo sensato.
-En la teoría de los
conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio - observó Dunraven.
-No -dijo Unwin con
seriedad-. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un
hombre con cabeza de toro.
Dunraven, versado en
obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al
misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la
solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:
-Cabeza de toro tiene
en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y
cabeza de hombre.
-También esa versión me
conviene -Unwin asintió-. Lo que importa es la correspondencia de la casa
monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la
existencia del laberinto. Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un
sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay
un laberinto), el problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo,
confieso que no entendí que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario
que tu relato me suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.
-¿La telaraña? -repitió,
perplejo, Dunraven.
-Sí. Nada me asombraría
que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la
telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su
crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes
y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño.
Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el
visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una
tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey,
de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el
visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches
después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra
manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir
es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo
persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey.
Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al
esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a
Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo
construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las
naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo
y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su
laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo
despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día
codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del
laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los
primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la
trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid
deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con
la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el
negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos
postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con
Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de
Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo,
o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de
cerveza antes de opinar.
-Acepto -dijo- que mi
Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del
género, son verdaderas convenciones
cuya observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura
de que una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del
rey y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro
que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no
quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del
oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán
atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
-Dilapidado, no -dijo
Unwin-. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de
ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es
correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó
el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo
esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y
finalmente fue Abenjacán.
-Sí -confirmó Dunraven-.
Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un
rey o haber fingido ser un rey, algún día.
Jorge Luis Borges
El Aleph
No hay comentarios:
Publicar un comentario