En
Cómo ser un estoico, el italiano Massimo Pigliucci recurre a una vieja
tradición para contrarrestar estos tiempos de angustia
Nicolás
Mavrakis
Para La
Nación
¿Saben los idiotas que son idiotas? ¿Y saben los que hacen el mal que hacen el mal? Quienes ignoren la aplicación práctica de estas preguntas serán los mejores candidatos a la sabiduría estoica. Al menos, es la invitación que el filósofo italiano Massimo Pigliucci (Roma, 1964) propone en Cómo ser un estoico a quienes estén dispuestos a “utilizar la filosofía antigua para vivir una vida moderna”, siempre y cuando acepten que las premisas para lograrlo no surgieron en un aséptico laboratorio social dirigido por tecnócratas contemporáneos, sino en la Grecia del 300 a. C. Fue entonces cuando Zenón, un fenicio nacido en lo que hoy es Chipre, abandonó su vida como mercader para convertirse en Atenas en discípulo del filósofo cínico Crates.
Zenón llegaría a convertirse en el maestro de su propia filosofía y “aunque inicialmente sus seguidores recibieron el nombre, muy previsible, de zenonianos”, relata Pigliucci, “al final se los empezó a llamar estoicos porque se reunían bajo la Stoa Poikilé, o pórtico pintado, un lugar público en el centro de la ciudad”. Lo importante es que, a partir de la clasificación de Sócrates de los cuatro aspectos de la virtud, la filosofía estoica, que tendría entre romanos como Cayo Musonio Rufo, Epicteto, Séneca y Marco Aurelio a sus máximos difusores, basó su comprensión de la existencia en la sabiduría, el valor, la templanza y la justicia.
Estas virtudes no pueden practicarse de manera independiente, y es por eso por lo que el estoicismo requiere una exigencia intelectual y física que nada tiene que ver con la parca resignación a la que suele asociarse habitualmente. “Una de las primeras lecciones de los estoicos consiste en concentrar nuestra atención y nuestros esfuerzos en lo que tenemos mayor poder y después dejar que el universo siga su propio camino respecto a aquellas cosas que no podemos controlar”, explica Pigliucci. Y tratándose de una filosofía practicada en la Antigüedad por políticos, militares y emperadores, la aclaración es importante: el estoicismo no arrastra ningún letargo fatalista, sino que demanda una alta dosis de fortaleza racional para aceptar la distinción entre los objetivos que uno se plantea y los resultados concretos que logra. Quizá sea por esto por lo que el “estoicismo moderno” adquiere entre sus grandes atractivos la posibilidad de contrarrestar, mediante una lúcida disciplina del deseo y la acción, el angustiante caos subjetivo provocado por la liberalización absoluta de todos los parámetros de lo que es o no es adecuado desear.
Llevado al territorio de lo cotidiano, por otro lado, el estoicismo demuestra su pertinencia ante preguntas como las iniciales: ¿saben los idiotas que son idiotas? ¿Y saben los que hacen el mal que hacen el mal? Esta diferencia es vital, ya que marca el abismo entre el conocimiento y el desconocimiento de lo que la idiotez o la maldad son y provocan. Dicha “falta de sabiduría”, como se traduce la palabra griega amathia, instituye para el estoico una barrera fundamental entre la incapacidad del individuo para saber lo que hace (lo cual rectificará como lástima lo que, de manera irreflexiva, al inicio podría provocar ira en quien atestigua la idiotez o la maldad) y la negativa a saber, que involucra una deficiencia de carácter provocada por una mala combinación de instintos, influencias ambientales y razonamiento pobre (lo cual no solo requerirá paciencia o castigo, sino que será un recordatorio de la importancia de la razón en la mejora de la vida social).
De esta manera, la disposición a no malgastar el espíritu en lo que, al fin y al cabo, no vale la pena puede leerse como una suerte de fuerza inagotable anclada en lo verdaderamente sencillo. ¿Y no es aquello que, por el contrario, se esconde bajo la falsa máscara de lo sencillo lo que más rápido devela la tendencia ociosa a malgastar nuestro espíritu en lo que vale poco y nada? En este punto, los escépticos no deberían buscar indicios de falsedad en la vieja Roma o Grecia, sino en las pantallas digitales que nos rodean. Sólo hace falta pensar en el cúmulo absurdo tanto de odio como de amor inútil y en el frenetismo disparatado (lo que el filósofo Byung-Chul Han llama “indignación”) en circulación constante en las redes sociales.
Serán las palabras del propio Séneca, seleccionadas hoy en “manuales” como El arte de mantener la calma, las que, en este sentido, nos recuerden que “el iracundo se parece a un edificio que, al derrumbarse, se hace pedazos sobre aquello mismo que sepulta”. Condenado al suicidio por su discípulo Nerón en el 65 d. C., Séneca avanza contra la ira como mera “locura breve” y en una época como la presente, teñida de exigencias públicas y privadas permanentes, su noción de la “demora” como remedio contra la ira cobra especial vigencia. Escribe Séneca: “Los primeros impulsos de la ira son muy intensos, pero si la haces esperar, lo más seguro es que se calme. Y no trates de deshacerte de ella de un tirón. Atácala por partes y la derrotarás”.
Si la ira es aliada de la inmediatez automática y el engreimiento narcisista, el estoico no la reprime ni la silencia, sino que la desarma con tiempo y racionalidad. De esta manera, como contracara de la actual libertad irrestricta para elegir o hacer al instante, el estoico se demora en entender y asumir lo que elige o hace. En el también recientemente editado El arte de ser libre es también Epicteto quien apunta a esta esencia de la vida estoica: “Al igual que al pasear tienes cuidado de no pisar un clavo, pon también cuidado en no dañar tu principio rector. Si cuidas de él en cada acción, la emprenderás con mayor seguridad”.
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