En la página 278 del libro La poesia (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del
historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft;
éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un
guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió
defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron
sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su
gratitud ("contempsit caros, dum nos
amat ille, parentes") y el peculiar contraste que se advertía entre la
figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu
facies mente benignus,
Longaque robusto
pectores barba fuit! (1).
Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que
murió defendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo
rescatar Pablo el Diácono. Ni siquiera sé en qué tiempo ocurrió: si al
promediar el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia;
si en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es un
trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub
specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda
fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que
de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y
de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las
guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal
vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre
romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es
reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la
Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un carro tirado
por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras
de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de
las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente,
cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a
Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve
el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden;
ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de
habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y
abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan
como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en
cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo
arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente
lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un
perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también
que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de
Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la
sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:
Contempsit caros,
dum nos amat ille, parentes, Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar
epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas
generaciones los longobardos que culparon al tránsfuga procedieron como él; se
hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre —Aldíger— pudo
engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe aplicar
al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es verdadera como
hecho, lo será como símbolo.
Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero,
ésta me conmovió de manera insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo
forma diversa, algo que había sido mío. Fugazmente pensé en los jinetes mogoles
que querían hacer de la China un infinito campo de pastoreo y luego
envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir; no era ésa la
memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí alguna vez
a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y
Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más
allá, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá,
lo que se denominaba entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez,
entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada
a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses
después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos
mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo
que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró en la
comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de
colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman
gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas.
Venía del desierto, de Tierra Adentro, y todo parecía quedarle chico: las
puertas, las paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron
hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela
enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las
palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años
que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de
Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un
malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo,
a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en
un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se
vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de
estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas
marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra,
el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la
hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por
la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla,
juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa
noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después en la revolución del
74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también
arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso
de su destino...
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías
de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y "vicios";
no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra
vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un
hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró
al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar
de otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la
cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente
irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura
de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin
embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la
razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso
las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de
esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann
Jorge Luis
Borges
El Aleph
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