En Buenos Aires el
Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas
rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso.
(En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la
mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio
que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia
1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón
de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de
uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un
pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada,
llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado
recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió
Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas;
esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las
efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina
Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y
los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee
que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con
una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa,
debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz.
Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar.
Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable
corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque
las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de
París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la
hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano,
los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían
(en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto,
como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin
embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas
metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de
su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez,
el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le
dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un
extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su
buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló
que esos adefesios nunca se habían
llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y
desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo
que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas
y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen
ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar.
Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro
departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina
Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que,
movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba
enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo
haya sospechado el lector.
En los velorios, el
progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En
alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la
que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la
soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la
falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé:
ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta;
conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores
la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana
cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso
habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra
y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por
las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel
almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se
llama oximoron, se aplica a una
palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz
oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina
Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería
y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes
aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el
Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de
fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin
resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el
óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de
la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de
Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran
círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta
mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a
un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el
mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie
delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el
pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció
de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad,
las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una
sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de
la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén
donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura
me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano
tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos
material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos,
digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es
abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las
afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede
ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro;
es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible,
tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas
niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro
libre albedrío. (No sospechaba yo que esos "pensamientos" eran un
artificio contra el Zahir y una primera forma de un demoníaco influjo.) Dormí
tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba
un grifo.
Al otro día resolví que
yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me
inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla
en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor,
pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa
mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución
a San Juan y Boedo. Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al
sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que
me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la
pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados;
logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé
una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me
distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres
perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre
pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está
escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato
de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese
lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel;
ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa.
Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era
un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro
infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión
a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá
demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se
ha forjado la espada que la tronchará para siempre (Gram es el nombre de esa
espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la
flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en
otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al
final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace,
el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la
ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún
verso de la Fáfnismál) me permitió
olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que
voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles
principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable
disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano,
iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar
en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado,
con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de
julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y
otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa
lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De
nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea
fija.
El mes de agosto, opté
por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije
que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía
perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después,
exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage
(Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba
declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso "reunir en un solo
volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la
superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht
y el manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor". La
creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach
impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es
uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo
dice de "los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser
inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente". El primer
testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntales
páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un
colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, "construido de tal suerte
que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo
arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del
universo". Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al
nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de
Bhuj la desacostumbrada locución "Haber visto al Tigre" (Verily he has looked on the Tiger) para
significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre
mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos
continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de
esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la
figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la
de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en
cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el
tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre
estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres,
estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían
otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda;
venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un
mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor
narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no
había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer (1), pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un
tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un
Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y
después un profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una
máscara de oro (2). También dijo que Dios es
inescrutable.
Muchas veces leí la
monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo
la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio
de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron
aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un
tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la
inquietud singular con que leí este párrafo: "Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al
Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de cosas que se
ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del
Velo".
La noche que velaron a
Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su
hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había
puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras
que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa
los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después
el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de
cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como
si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el
Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el
dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor
sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay
hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita
concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se
da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según
Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el
hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según
Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el
destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no
sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de
terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias
obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un
anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré
el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son
rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy
complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir.
Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál
será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas
de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un
banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es
la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta
noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los
noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo
anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de
pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.
A Wally Zenner
Jorge Luis Borges
El Aleph
(1) Así escribe Taylor esa palabra.
(2) Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXI, 23) y que el profeta es
AlMoqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de
Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.
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