O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of
infinite space.
Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nuncstans (ast the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV,
46
La candente mañana de
febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se
rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las
carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso
de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y
vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una
serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad;
alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de
la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo
hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo
aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las
circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores;
Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de
Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco
después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con
Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le
regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano
en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi
presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente,
aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió
en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su
casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos;
cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una
lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié,
como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con
un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en
aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales
confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta,
frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable)
una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado,
considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una
biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es
ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no
salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa
gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías
y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos
hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus
baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los
poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de
1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos
Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas,
una vindicación del hombre moderno.
—Lo evoco —dijo con una
animación algo inexplicable— en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la
torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de
fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas
mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un
hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había
transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora,
convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me
parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné
inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no
menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente
CantoPrólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora,
siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.
Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El
poema se titulaba La Tierra;
tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la
pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera
un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto
legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan
Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres, los
trabajos, los días de varia luz, el hambre; no corrijo los hechos, no falseo
los nombres, pero el voyage que narro, es...
autour de ma chambre.
—Estrofa a todas luces
interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático,
del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector
considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un
implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía
didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura,
la enumeración, congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo,
decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?— consta de dos
hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo
incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la
facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin
pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan
treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos
y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la
pluma del saboyano...
Comprendo una vez más
que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas
me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada
memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior.
En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las
virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del
poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la
poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra
para él, pero no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su
torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al
poema(1).
Una sola vez en mi vida
he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en
la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la
orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que
ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa
congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del
planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland,
más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las
principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de
Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un
establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me
leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos
e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio
una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste) se aburre una
osamenta —¿Color? Blanquiceleste— que da al corral de ovejas catadura de
osario.
—Dos audacias —gritó
con exultación—, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo
admito. Una, el epíteto rutinario,
que certeramente denuncia, en passant,
el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni
las geórgicas ni nuestro ya laureado Don
Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el
enérgico prosaísmo se aburre una
osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror pero que apreciará
más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de
muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el
lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la
satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje
australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más
íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me
despedí.
Dos domingos después,
Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me
propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en
el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los
propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue
difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era
apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el
excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por
Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la
instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta
severidad:
—Mal de tu grado habrás
de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro
o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de
ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y
hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en
la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura
a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no
disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y
ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo
mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios".
Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo
vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que
pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la
singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su
pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con
admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido
el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de
letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar
el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos
méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque
ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo
detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se
había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente
asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro,
sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de
Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen
lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los
diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y
sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de
la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda
imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle
que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría
nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las
posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a
primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese
instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera
rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese
engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió —salvo el rencor
inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada
gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus
terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba
agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira
balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su
desaforada confitería, iban a demoler su casa.
—¡La casa de mis
padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá
olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy
difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un
símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que,
para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo;
mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese
propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los
obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me
impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial.
Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría
esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir
para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era
indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que
un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
—Está en el sótano del
comedor —explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es mío, es mío: yo lo
descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es
empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había
un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí
que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al
abrir los ojos, vi el Aleph.
—¿El Aleph? —repetí.
—Sí, el lugar donde
están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los
ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía
comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el
poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el
doctor Zunni probará que es inajenable
mi Aleph.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy
oscuro el sótano?
—La verdad no penetra
en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el
Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros
de luz.
—Iré a verlo
inmediatamente.
Corté, antes de que
pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir
en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró
no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos
esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer,
una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una
explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna
felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la
sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como
siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en
el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de
Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de
ternura me aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz
Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre,
soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco
después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que
de la perdición del Aleph.
—Una copita del seudo
coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es
indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación
ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón
de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún
roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El
microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor,
agregó:
—Claro está que si no
lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás
entablar un diálogo con todas las
imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto
de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera,
tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos
Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían
un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
—La almohada es
humildosa —explicó—, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una
pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y
cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus
ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la
oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total.
Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego
de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de
que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber
que estaba loco, tenía que matarme.
Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la
operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al
inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo
lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los
interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que
mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan
los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de
algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro
está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de
cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad.
Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera
parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones
de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos
ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron
mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo
es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior
del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi
intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese
movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que
encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del
espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los
puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las
muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y
ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas
que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos,
nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que
no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el
pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol,
vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio,
la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo
solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y
perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un
poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi
mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre
dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en
una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a
los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un
escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos
en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y
ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas,
increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un
adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura
sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph,
desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el
Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí
vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el
inconcebible universo.
Sentí infinita
veneración, infinita lástima.
—Tarumba habrás quedado
de tanto curiosear donde no te llaman —dijo una voz aborrecida y jovial—.
Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué
observatorio formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos
Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a
levantarme y a balbucear:
—Formidable. Sí,
formidable.
La indiferencia de mi
voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
—¿Lo viste todo bien,
en colores?
En ese instante concebí
mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a
Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la
demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie
¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el
Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos
grandes médicos.
En la calle, en las
escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas
las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no
me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches
de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la
demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó
arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una
selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos
Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura(2). El
primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes del
tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la
envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen
que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el
Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones
quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre.
Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua
sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la
Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también
se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para
indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los
números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes.
Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos
los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le
reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo
creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia
1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en
julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de
Santos un manuscrito
suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú
al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el
universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa
de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que
Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro
del Satyricon de Capella atribuye a
Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un
mundo de vidrio" (The Faerie Queene,
III, 2, 19)—, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores
(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles
que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo
está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio
central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la
superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita
data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones
anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de
forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo
íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?
Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo,
bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto
Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con
rigor a los malos poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudicción; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de
crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo)
de publicar sin miedo el poema.
(1)
"Recibí tu apenada congratulación", me escribió.
"Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero confesarás —¡aunque te
ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi
turbante, con el más califa de los
rubíes."
Epílogo
Fuera de Emma Zunz (cuyo argumento espléndido, tan superior a
su ejecución temerosa, me fue dado por Cecilia Ingenieros) y de la Historia
del guerrero y de la cautiva que se
propone interpretar dos hechos fidedignos, las piezas de este libro
corresponden al género fantástico. De todas ellas, la primera es la más
trabajada; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres. A
ese bosquejo de una ética para inmortales, lo sigue El muerto: Azevedo Bandeira, en ese relato, es un
hombre de Rivera o de Cerro Largo y es también una tosca divinidad, una versión
mulata y cimarrona del incomparable Sunday de Chesterton. (El capítulo XXIX del
Decline and Fall of the Roman Empire narra
un destino parecido al de Otálora, pero harto más grandioso y más increíble.)
De Los teólogos basta escribir que
son un sueño, un sueño más bien melancólico, sobre la identidad personal; de la
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que es
una glosa al Martín Fierro. A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La
casa de Asterión y el carácter del pobre
protagonista. La otra muerte es una
fantasía sobre el tiempo, que urdía la luz de unas razones de Pier Damiani. En
la última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania;
nadie pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches
Requiem quiere entender ese destino, que
no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros "germanófilos",
que nada saben de Alemania. La escritura del dios ha sido generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de
un "mago de la pirámide de Qaholon", argumentos de cabalista o de
teólogo. En El Zahir y El Aleph creo notar algún influjo del cuento The
Crystal Egg (1899) de Wells.
J.L.B.
Buenos
Aires, 3 de mayo de 1949
Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta
reedición. Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto no es (me aseguran) memorable a pesar de su título tremebundo. Podemos
considerarlo una variación de Los dos reyes y los dos laberintos que los copistas intercalaron en las 1001
Noches y que omitió el prudente Galland. De La espera diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó,
hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto
Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le
corresponde la cifra
231. El sujeto de la crónica era turco;
lo hice italiano para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida
visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en
Buenos Aires, me deparó lo historia que se titula El hombre en el
umbral; la situé en la India para que su
inverosimilitud fuera tolerable.
Jorge Luis Borges
El Aleph
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