Fedón dice que sí. Él mismo estuvo presente en la cárcel el día en que Sócrates bebió la cicuta.
Ha pasado tiempo ya. Fue un día memorable. Los amigos se reunieron más temprano que de costumbre en las inmediaciones de la cárcel de Atenas. Era el alba del último día. El portero los invitó a pasar. Jantipa, la esposa de Sócrates, se encontraba a su lado sosteniendo al hijo de ambos en los brazos.
Fedón cuenta que Jantipa profirió entonces uno de esos gritos típicamente femeninos, un alarido de pena, y dijo unas pocas palabras verdaderas: “Por última vez ahora te hablarán tus amigos, Sócrates, y tú les hablarás a ellos”.
La forma del Fedón
Algunos diálogos de Platón
recurren a la técnica literaria de las enmarcaciones o las “muñecas dentro de
muñecas”: el diálogo no ocurre de manera directa, sino que se llega hasta él
mediante la narración de uno de los personajes. A veces el narrador participó
en el diálogo y cuenta su recuerdo. Otras veces no estuvo presente y se basa en
el relato de alguien que sí lo estuvo.
Lejos de ser gratuita, esta técnica tiene un significado filosófico esencial para comprender el proyecto de escritura que son los diálogos de Platón.
En el caso del Fedón, el cuerpo del diálogo lo constituye el relato de Fedón acerca del último día de la vida de Sócrates. Es un diálogo indirecto, pues los discursos de Sócrates y sus amigos aparecen enmarcados en la conversación que Fedón sostiene con Equécrates, el interlocutor no informado que pregunta “qué dijo el varón frente a la muerte y cómo acabó” (el griego comprende el morir como acabar y terminar).
No solo el marco es parte
esencial de la forma del diálogo, sino que el desdoblamiento de niveles permite
efectos que no podrían darse de otro modo. Fundamentalmente, la observación
desde fuera y el examen crítico, que resultan de la réplica interna de la
relación externa entre el libro y sus receptores: la atención de los lectores
es al diálogo Fedón lo que la atención de Equécrates es a la narración del
propio Fedón.
El grito de pena de Jantipa debe escucharse: es la música fúnebre, peculiar de este diálogo, contra la que medir el peso y calibrar el mérito de lo que viene a continuación.
Ni Sócrates ni sus amigos
se abandonarán a las lágrimas, esas grandes enemigas del discurso que ciegan la
visión y bloquean las palabras. Jantipa es despedida. Durante el último día en
la cárcel, con la cicuta en la mesa, no reinará el silencio sino los decires
(lógoi). Sócrates y sus amigos hablarán de en qué consiste estar muerto. Son
las hazañas de la filosofía: domesticar la muerte no subyugando al monstruo que
guarda el Hades, como hizo Heracles, sino diciéndola.
Lo cual en este caso es
tanto más significativo porque ahí está la cicuta, ahí está el sol, declinando
en el cielo, y se hace más evidente que nunca la importancia de discernir lo
valioso de lo superfluo y elegir siempre lo primero, nunca lo segundo.
Si al comienzo del
recuerdo de Fedón el grito de Jantipa debía oírse para silenciarlo, al final el
ruego iluso de Critón es lo que, por contraste, permite percibir cuán difícil
es asumir eso que Sócrates está asumiendo.
Critón dice: “Espera,
Sócrates, todavía queda tiempo. No bebas el veneno todavía. Mira el cielo, el
sol aún no se ha puesto”.
Es la actitud de la
mayoría, aplazar la confrontación con la muerte.
Sócrates contesta:
“Querido Critón, sentiría vergüenza ante mí mismo si demostrase ahora el apego
al vivir contra el que he hablado siempre. Sería mezquino apurar el trago
cuando ya no queda nada. No hay que engañarse. El sol ya se está poniendo. Es
preciso pagar la deuda y morir con integridad”.
¿Qué es el “alma”?
Mientras vivimos, todo en
nosotros y a nuestro alrededor (el color del cielo, el calor del aire, las
sensaciones y los sentimientos) cambia sin cesar. Lo que le falta a la vida es
la unidad, la congruencia, la estabilidad, el sentido. Preocuparse por la
muerte es preocuparse por ese sentido. Sin esta inquietud, la vida no sería más
que una secuencia disparatada de episodios incoherentes.
A la unidad de sentido de
la vida un griego puede llamarla “alma” (psykhé). Quien filosofa se ocupa no de
la vida y el “cuerpo” (lo que cambia, confunde y zarandea), sino de la muerte y
el “alma”, nombre de la separación y el desprendimiento frente a lo primero. La
filosofía, como el arte, se aparta de la vida para comprehenderla.
Fedón recuerda que en
mitad de aquellos discursos tan valientes se hizo un largo silencio. Los
cisnes, dijo Sócrates, cantan sus cantos más bellos en la antesala de la
muerte. Y no son cantos de tristeza, como cree la mayoría, sino de gozo.
Fedón confiesa que nunca
la admiración por Sócrates le sobrecogió tanto como en aquel momento. Los
animaba a no desfallecer y mantener viva la llama de las conversaciones
mientras acariciaba su cabeza y jugaba con su pelo: “Mañana, Fedón, te cortarás
quizá esta bella melena. O tal vez no, si me haces caso”.
Es entonces cuando los
discursos se hacen más que nunca ensalmos, hechizos, encantamientos; historias
y cuentos capaces de consolar al niño lloroso que en nosotros sigue temiendo la
muerte.
Un hombre bebe de un vaso
mientras otros hombres alrededor lo miran aterrorizados.
Decir lo indecible
Es habitual que en Platón el mito substituya al argumento cuando se ha alcanzado un límite de comprensibilidad y expresabilidad. No hay conocimiento ni discurso sobre la muerte. Para lidiar con esta situación, el diálogo introduce historias que son deliberadamente disparatadas, inadecuadas, locas; precisamente por eso no pueden fracasar, porque ya han fracasado de antemano.
El Fedón, el Gorgias y la República son diálogos que incluyen ciertos mitos llamados “escatológicos”, relatos fantásticos sobre la frontera más allá de la cual no hay nada.
Solo un decir inadecuado
resulta adecuado cuando se trata de hablar del estado de no ser, no vivir, no
ver, no saber que, sin embargo, es lo único imborrable e inmortal: qué he hecho
en total, quién he sido en definitiva.
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