martes, diciembre 28, 2021

El mito de Sísifo







                                 

A modo de introducción

Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. 

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. 

Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Zeus. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.

Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Hades no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Hades el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.

Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Hermes bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada.

Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.

Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento, pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. 

Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia.

¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.


Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.


Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.

Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien».

El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha.

«¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables.

Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo.

Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.

En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días.


En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.


Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso. 

http://www.correocpc.cl/sitio/doc/el_mito_de_sisifo.pdf



El mito de Sísifo

                                      

Albert Camus

 

A Pascal Pía

Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible.” Píndaro. III Pítica.

Las siguientes páginas tratan de una sensibilidad absurda que puede encontrarse dispersa en el siglo, y no de una filosofía absurda que nuestra época, hablando con propiedad, no ha conocido. Una honradez elemental exige, por lo tanto, que señalemos, desde el principio, lo que estas páginas deben a ciertos autores contemporáneos. Tengo tan poca intención de ocultarlo que se los verá citados y comentados a lo largo de la obra.

Pero es útil advertir, al mismo tiempo, que lo absurdo, tomado hasta ahora como conclusión, es considerado en este ensayo como un punto de partida. En tal sentido se puede decir que hay algo provisional en mi comentario: la posición que toma no se deja prejuzgar. Aquí sólo se encontrará la descripción, en estado puro, de un mal espiritual. Ninguna metafísica, ninguna creencia interviene en ello por el momento. Tales son los límites y la única postura previa de este libro.

Un Razonamiento Absurdo 

Lo absurdo y el suicidio

 No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente, hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el espíritu.

Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue.

Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir).

Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante.

¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de perogrullo y el de Don Quijote.

El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la claridad. Se concibe que, en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.

Siempre se ha tratado del suicidio como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había "minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos.

El gusano se halla en el corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.

Muchas son las causas para un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de "enfermedad incurable". Son explicaciones válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso.

Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Sin embargo, no vayamos demasiado lejos en esas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia, por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.

¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario a la vida?

Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.

El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima la que lleva a preguntarse, claramente y sin falso patetismo, si una conclusión de este orden exige que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible. Me refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo. Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble.

Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e invirtiendo los términos del problema, así como uno se mata o no se mata, parece que no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil. Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una conclusión. A ese respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el criterio nietzscheano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas como con respecto a ese punto en el que la lógica, por el contrario, parece tan deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de quienes las profesan. Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda, y Jules Lequier, que nos remite a la hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar la vida. Se cita con frecuencia, para reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista. No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomarse en serio lo trágico no es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta.

Ante estas contradicciones y estas oscuridades, ¿hay que creer, por lo tanto, que no existe relación alguna entre la opinión que se pueda tener de la vida y el acto que se realiza para abandonarla? No exageremos en este sentido. En el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar. En la carrera que nos precipita cada día un poco más hacia la muerte, el cuerpo conserva una delantera irreparable. Finalmente, lo esencial de esta contradicción reside en lo que yo llamaría la evasión, porque es a la vez menos y más que la diversión en el sentido pascaliano. El juego constante consiste en eludir. La evasión típica, la evasión mortal que constituye el tercer tema de este ensayo, es la esperanza: esperanza de otra vida que hay que "merecer", o engaño de quienes viven no para la vida misma, sino para alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona.

Todo contribuye así a enredar las cosas. No en vano se ha jugado hasta ahora con las palabras y se ha fingido creer que negar un sentido a la vida lleva forzosamente a declarar que no vale la pena de vivirla. En verdad, no hay equivalencia forzosa alguna entre ambos juicios. Lo único que hay que hacer es no dejarse desviar por las confusiones, los divorcios y las inconsecuencias que venimos señalando. Hay que apartarlo todo e ir directamente al verdadero problema. El que se mata considera que la vida no vale la pena de vivirla: he aquí una verdad indudable, pero infecunda, porque es una perogrullada. ¿Pero es que este insulto a la existencia, este mentís en que se la hunde, procede de que no tiene sentido? ¿Es que su absurdidad exige la evasión mediante la esperanza o el suicidio? Esto es lo que se debe poner en claro, averiguar e ilustrar, dejando de lado todo lo demás. ¿Lo Absurdo impone la muerte? Este es el problema al que hay que dar prioridad sobre los demás, al margen de todos los métodos de pensamiento y de los juegos del espíritu desinteresado. Los matices, las contradicciones, la psicología que un espíritu "objetivo" sabe introducir siempre en todos los problemas, no tienen cabida en el análisis de esta pasión. Lo único que hace falta es el pensamiento injusto, es decir lógico. Esto no es fácil. Es fácil siempre ser lógico. Pero es casi imposible ser lógico hasta el fin. Los hombres que se matan siguen así hasta el final la pendiente de su sentimiento. La reflexión sobre el suicidio me proporciona, por lo tanto, la ocasión para plantear el único problema que me interesa: ¿hay una lógica hasta la muerte? No puedo saberlo sino siguiendo, sin apasionamiento desordenado, a la sola luz de la evidencia, el razonamiento cuyo origen indico. Es lo que llamo un razonamiento absurdo. Muchos lo han comenzado, pero no sé todavía si se han atenido a él.

Cuando Karl Jaspers, revelando la imposibilidad de constituir al mundo en unidad, exclama: "Esta limitación me lleva a mí mismo, allá donde ya no me retiro detrás de un punto de vista objetivo que no hago sino representar, allá donde ni yo mismo ni la existencia ajena puede ya convertirse en objeto para mí", evoca, después de otros muchos, esos lugares desiertos y sin agua en los cuales el pensamiento llega a sus confines. Después de otros muchos, sí, sin duda, ¡pero cuán impacientes por escapar! A esta última vuelta en la que el pensamiento vacila han llegado muchos hombres, y de los más humildes. Estos renunciaban entonces a lo más querido que poseían y que era su vida. Otros, príncipes del espíritu, han renunciado también, pero a lo que llegaron en su rebelión más pura fue al suicidio de su pensamiento. El verdadero esfuerzo consiste, por el contrario, en atenerse a él tanto como sea posible y en examinar de cerca la vegetación barroca de esas alejadas regiones. La tenacidad y la clarividencia son espectadores privilegiados de ese juego inhumano en el que lo absurdo, la esperanza y la muerte intercambian sus réplicas. El espíritu puede entonces analizar las figuras de esta danza, a la vez elemental y sutil, antes de ilustrarlas y revivirlas él mismo.

Los muros absurdos

Como las grandes obras, los sentimientos profundos declaran siempre más de lo que dicen conscientemente. La constancia de un movimiento o de una repulsión en un alma se vuelve a encontrar en los hábitos de hacer o de pensar y tiene consecuencias que el alma misma ignora. Los grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o miserable. Iluminan con su pasión un mundo exclusivo en el que vuelven a encontrar su clima. Hay un universo de la envidia, de la ambición, del egoísmo o de la generosidad. Un universo, es decir, una metafísica y una actitud espiritual. Lo que es cierto de los sentimientos ya especializados lo será todavía más de las emociones tan indeterminadas en su base, a la vez tan confusas y tan "ciertas", tan lejanas y tan "presentes" como pueden ser las que nos produce lo bello o suscita lo absurdo.

La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede sentirla cualquier hombre. Como tal, en su desnudez desoladora, en su luz sin brillo, es inasible. Pero esta dificultad merece una reflexión. Es probablemente cierto que un hombre nos sea desconocido para siempre y que haya siempre en él algo irreductible que nos escape. Pero prácticamente, conozco a los hombres y los reconozco por su conducta, por el conjunto de sus actos, por las consecuencias que su paso suscita en la vida. Del mismo modo, puedo definir prácticamente, apreciar prácticamente todos esos sentimientos irracionales que no podría captar el análisis; puedo reunir la suma de sus consecuencias en el orden de la inteligencia, aprehender y anotar todos sus aspectos, recordar su universo.

Es cierto que en apariencia no conoceré mejor a un actor personalmente por haberlo visto cien veces. Sin embargo, si sumo los héroes que ha encarnado y si digo que le conozco un poco más al tener en cuenta el centésimo personaje, se tendrá la sensación de que hay en ello una parte de verdad. Pues esta paradoja aparente es también un apólogo. Tiene una moraleja. Enseña que un hombre se define tanto por sus comedias como por sus impulsos sinceros. Existe en ello un tono más bajo de los sentimientos, inaccesibles en el corazón, pero que revelan parcialmente los actos que animan y las actitudes espirituales que suponen. Puede advertirse que así defino un método. Pero se advierte también que este método es de análisis y no de conocimiento. Pues los métodos implican metafísicas, revelan sin saberlo conclusiones que a veces pretenden no conocer todavía. Así, las últimas páginas de un libro están ya en las primeras. Este nudo es inevitable. El método aquí definido confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Sólo pueden enumerarse las consecuencias y sólo el clima puede hacerse sentir.

Quizá podamos alcanzar el inaprehensible sentimiento de lo absurdo en los mundos diferentes pero fraternos de la inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está al comienzo. El final es el universo absurdo y la actitud espiritual que ilumina al mundo con una luz que le es propia, con el fin de hacer resplandecer ese rostro privilegiado e implacable que ella sabe reconocerle.

Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio. Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puerta giratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo absurdo más que cualquier otro extrae su nobleza de ese nacimiento miserable. En ciertas situaciones responder "nada" a una pregunta sobre la naturaleza de sus pensamientos puede ser una finta en un hombre. Los amantes lo saben muy bien. Pero si esa respuesta es sincera, si traduce ese singular estado del alma en el cual el vacío se hace elocuente, en el que la cadena de los gestos cotidianos se rompe, en el cual el corazón busca en vano el eslabón que la reanuda, entonces es el primer signo de la absurdidad.

Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el "por qué" y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro.

"Comienza": esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo.

Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento. En sí misma la lasitud tiene algo de repugnante. Debo concluir que es buena, pues todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella. Estas observaciones no tienen nada de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple "inquietud" está en el origen de todo.

Asimismo, y durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir:

"mañana", "más tarde", "cuando tengas una posición", "con los años comprenderás. Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo absurdo.

Un peldaño más abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante un segundo no lo comprendemos, porque durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son.

Se alejan de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a desear hasta lo que nos deja de pronto tan solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo.

También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido, vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta "náusea", como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo. El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el hermano familiar y, sin embargo, inquietante que volvemos a encontrar en nuestras propias fotografías, son también lo absurdo.

Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo patético. Sin embargo, nunca se asombrará demasiado ante el hecho de que todo el mundo viva como si nadie "lo supiese'. Es que, en realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la experiencia de la muerte ajena. Es un sucedáneo, una opinión que nunca nos convence del todo. Este convencionalismo melancólico no puede ser persuasivo. El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento. Si el tiempo nos espanta es porque da la demostración; la solución viene luego. Todos los grandes discursos sobre el alma van a recibir aquí, por lo menos durante un tiempo, la prueba del nueve de su contrario. De cuerpo inerte en el que ya no deja huella una bofetada, ha desaparecido el alma. Ese lado elemental y definitivo de la aventura constituye el contenido de la sensación absurda. Bajo la iluminación mortal de ese destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición.

Repito que todo esto ha sido dicho y redicho. Me limito aquí a hacer una clasificación rápida y a indicar estos temas evidentes. Circulan a través de todas las literaturas y todas las filosofías. La conversación cotidiana se nutre de ellos. No se trata de volver a inventarlos. Pero hay que asegurarse de estas evidencias para poder interrogarse luego sobre la cuestión primordial. Lo que me interesa, quiero repetirlo, no son tanto los descubrimientos absurdos como sus consecuencias. Si se está seguro de estos hechos, ¿Qué hay que deducir de ellos, hasta dónde hay que ir para no estudiar nada?

¿Habrá que morir voluntariamente o esperar a pesar de todo? Antes es necesario realizar el mismo recuento rápido en el plano de la inteligencia.

La primera operación de la mente consiste en distinguir lo que es cierto de lo que es falso. Sin embargo, en cuanto el pensamiento reflexiona sobre sí mismo lo primero que descubre es una contradicción. A este respecto es inútil esforzarse por ser convincente. Desde hace siglos nadie ha dado de este asunto una demostración más clara y elegante que Aristóteles: "La consecuencia, con frecuencia ridiculizada, de estas opiniones es que se destruyen a sí mismas. Pues al afirmar que todo es cierto afirmamos la verdad de la afirmación opuesta y, por consiguiente, la falsedad de nuestra propia tesis (pues la afirmación opuesta no admite que ella pueda ser cierta). Y si se dice que todo es falso esta afirmación resulta también falsa. Si se declara que sólo es falsa la afirmación opuesta a la nuestra, o bien que sólo la nuestra es falsa, se está, no obstante, obligado a admitir un número infinito de juicios verdaderos o falsos. Pues quien emite una afirmación cierta declara al mismo tiempo que es cierta, y así sucesivamente hasta el infinito".

Este círculo vicioso no es sino el primero de una serie en la cual la mente que se inclina sobre sí misma se pierde en un remolino vertiginoso. La simplicidad misma de estas paradojas hace que sean irreductibles. Cualesquiera que sean los juegos de palabras y las acrobacias de la lógica, comprender es, ante todo, unificar. El deseo profundo del espíritu mismo en sus operaciones más evolucionadas se une al sentimiento inconsciente del hombre ante su universo: es exigencia de familiaridad, apetito de claridad. Para un hombre, comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello.

El universo del gato no es el universo del oso hormiguero. La perogrullada "todo pensamiento es antropomórfico" no tiene otro sentido. Del mismo modo, el espíritu que trata de comprender la realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos de pensamiento. Si el hombre reconociese que también el universo puede amar y sufrir, se reconciliaría. Si el pensamiento descubriese en los espejos cambiantes de los fenómenos relaciones eternas que los pudiesen resumir a sí mismas en un principio único, se podría hablar de una dicha del espíritu de la que el mito de los bienaventurados no sería sino una imitación ridícula. Esta nostalgia de unidad, este apetito de absoluto ilustra el movimiento esencial del drama humano. Pero que esta nostalgia sea un hecho no implica que deba ser satisfecha inmediatamente. Pues si, salvando el abismo que separa el deseo de la conquista, afirmamos con Parménides la realidad del Uno (cualquiera que sea), caemos en la ridícula contradicción de un espíritu que afirma la unidad total y prueba con su afirmación misma su propia diferencia y la diversidad que pretendía resolver.

Este otro círculo vicioso basta para ahogar nuestras esperanzas.

Se trata también de evidencias. Vuelvo a repetir que no son interesantes en sí mismas, sino por las consecuencias que se puede sacar de ellas. Conozco otra evidencia: la que me dice que el hombre es mortal. Pueden contarse, no obstante, las personas que han sacado de ellas las conclusiones extremas. En este ensayo hay que considerar como una perpetua referencia el desnivel constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos realmente, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada hace que vivamos con ideas que, si las pusiéramos a prueba verdaderamente, deberían trastornar toda nuestra vida. Ante esta contradicción inextricable del espíritu captaremos plenamente el divorcio que nos separa de nuestras propias creaciones. Mientras el espíritu calla en el mundo inmóvil de sus esperanzas, todo se refleja y se ordena en la unidad de su nostalgia. Pero apenas hace su primer movimiento, ese mundo se agrieta y se derrumba: una infinidad de trozos que lo reflejan se ofrecen al conocimiento. Hay que desesperar de que podamos reconstruir alguna vez la superficie familiar y tranquila que nos daría la paz del corazón. Después de tantos siglos de investigaciones y de tantas abdicaciones de los pensadores, sabemos que esto es cierto para todo nuestro conocimiento. Con excepción de los racionalistas declarados, todos desesperan actualmente del verdadero conocimiento.

Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la de sus arrepentimientos sucesivos y fa de sus impotencias.

¿De quién y de qué puedo decir, en efecto: "¡Lo conozco!"? Puedo sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también que existe. Ahí termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos. Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se le han dado: esta educación, este origen, este ardor o estos silencios, esta grandeza o esta bajeza. Pero no se suman los rostros. Este mismo corazón mío me resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será colmado. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay verdades, pero no verdad. El "conócete a ti mismo" de Sócrates vale tanto como el "sé virtuoso" de nuestros confesonarios. Revelan una nostalgia al mismo tiempo que una ignorancia. Son juegos estériles sobre grandes temas. No son legítimos sino en la medida exacta en que son aproximativos.

He aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿Cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío. Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mi sed de saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta. En último término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se reduce al átomo y que el átomo mismo se reduce al electrón. Todo esto está bien y espero que continuéis. Pero me habláis de un invisible sistema planetario en el que los electrones gravitan alrededor de un núcleo. Me explicáis este mundo con una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré nunca. ¿Tengo tiempo para indignarme por ello? Ya habéis cambiado de teoría. Así, esta ciencia que debía enseñármelo todo termina en la hipótesis, esta lucidez naufraga en la metáfora, esta incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más. He vuelto a mi comienzo. Comprendo que, si bien puedo, por medio de la ciencia, captar los fenómenos y enumerarlos, no puedo aprehender el mundo. Cuando haya seguido con el dedo todo su relieve no sabré más que ahora. Y vosotros me dais a elegir entre una descripción que es cierta, pero que no me enseña nada, y unas hipótesis que pretenden enseñarme, pero que no son ciertas. Extraño a mí mismo y a este mundo, armado únicamente con un pensamiento que se niega a sí mismo en cuanto afirma, ¿qué condición es ésta en la que no puedo conseguir la paz sino negándome a saber y a vivir, en la que el deseo de conquista choca con muchos que desafían sus asaltos? Querer es suscitar las paradojas. Todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales.

También la inteligencia me dice, por lo tanto, a su manera, que este mundo es absurdo. Es inútil que su contraria, la razón ciega, pretenda que todo está claro; yo esperaba pruebas y deseaba que tuviese razón. Mas a pesar de tantos siglos presuntuosos y por encima de tantos hombres elocuentes y persuasivos, sé que eso es falso. En este plano, por lo menos, no hay felicidad si no puedo saber. Esta razón universal, práctica o moral, este determinismo, estas categorías que explican todo son como para hacer reír al hombre honrado. Nada tienen que ver con el espíritu. Niegan su verdad profunda: que está encadenado. En este universo indescifrable y limitado adquiere en adelante un sentido el destino del hombre. Una multitud de elementos irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último. En su clarividencia recobrada y ahora concertada se aclara y se precisa el sentimiento de lo absurdo. Yo decía que el mundo es absurdo y me adelantaba demasiado. Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable. Pero lo que resulta absurdo es la confrontación de ese irracional y ese deseo desenfrenado de claridad cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es por el momento su único lazo. Une el uno al otro como sólo el odio puede unir a los seres. Eso es todo lo que puedo discernir claramente en este universo sin medida donde tiene lugar mi aventura. Detengámonos aquí. Si tengo por cierto este absurdo que rige mis relaciones con la vida, si me empapo de este sentimiento que me embarga ante los espectáculos del mundo, de esta clarividencia que me impone la búsqueda de una ciencia, debo sacrificar todo a estas certidumbres y debo mirarlas de frente para poder mantenerlas. Sobre todo, debo ajustar a ellas mi conducta y seguirlas en todas sus consecuencias. Hablo aquí de honradez, pero quiero saber antes si el pensamiento puede vivir en estos desiertos.

Sé ya que el pensamiento ha entrado por lo menos en esos desiertos. Ha encontrado en ellos su pan. Ha comprendido en ellos que hasta ahora se alimentaba con fantasmas. Ha dado pretexto a algunos de los temas más apremiantes de la reflexión humana.

Desde el momento en que se le reconoce, el absurdo se convierte en una pasión, en la más desgarradora de todas. Pero toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda que es la de quemar el corazón que al mismo tiempo exaltan. No es, sin embargo, la cuestión que vamos a plantear ahora. Está en el centro de esta experiencia y ya tendremos tiempo de volver a ella. Examinemos más bien los temas y los impulsos nacidos del desierto. Bastará con enumerarlos. A éstos también los conocen todos en la actualidad. Siempre ha habido hombres que han defendido los derechos de lo irracional. La tradición de lo que se puede llamar el pensamiento humillado nunca ha dejado de estar viva. Se ha hecho tantas veces la crítica del racionalismo que parece innecesario volver a hacerla. Sin embargo, nuestra época ve el renacimiento de esos sistemas paradójicos que se ingenian para hacer que tropiece la razón como si verdaderamente ésta hubiese andado siempre con paso seguro. Pero esto no es tanto una prueba de la eficacia de la razón como de la vivacidad de sus esperanzas. En el plano de la historia, esta constancia de dos actitudes ilustra la pasión esencial del hombre, desgarrado entre su tendencia hacia la unidad y la visión clara que puede tener de los muros que lo encierran.

Pero quizá nunca haya sido más vivo que en nuestro tiempo el ataque contra la razón. Desde el gran grito de Zaratustra: '"Por casualidad, es la nobleza más vieja del mundo. Yo se la he devuelto a todas las cosas cuando he dicho que por encima de ellas ninguna voluntad eterna quería"; desde la enfermedad mortal de Kierkegaard, "este mal que conduce a la muerte sin nada después de ella", se han sucedido los temas significativos y torturantes del pensamiento absurdo. O, por lo menos, y este matiz es capital, los del pensamiento irracional y religioso. De Jaspers a Heidegger, de Kierkegaard a Chestov, de los fenomenólogos a Scheler, en el plano lógico y en el plano moral, toda una familia de espíritus emparentados por su nostalgia, opuestos por sus métodos o sus fines, se han dedicado con afán a cerrar la vía real de la razón y a volver a encontrar los rectos caminos de la verdad. Doy por supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos.  Cualesquiera que sean o que hayan sido sus ambiciones, todos han partido de este universo indecible en el que reinan la contradicción, la antinomia, la angustia o la impotencia. Y justamente los temas que hemos venido indicando es lo que tienen en común. También con respecto a ellos es necesario decir que lo que importa sobre todo son las conclusiones que hayan podido sacar de esos descubrimientos. Importa tanto que habrá que examinarlos por separado. Pero por el momento se trata solamente de sus descubrimientos y sus experiencias iniciales. Se trata únicamente de comprobar su concordancia. Si bien sería presuntuoso querer tratar de sus filosofías, es posible y suficiente, en todo caso, hacer sentir el clima que les es común.

Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta existencia está humillada. La única realidad es la "inquietud" en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y en sus diversiones, esa inquietud es un temor breve y fugitivo. Pero si ese temor adquiere conciencia de sí mismo se convierte en la angustia, clima perpetuo del hombre lúcido "en el que vuelve a encontrarse la existencia". Este profesor de filosofía escribe sin temblar y en el lenguaje más abstracto del mundo que "el carácter finito y limitado de la existencia humana es más primordial que el hombre mismo". Se interesa por Kant, pero es para reconocer el carácter limitado de su "Razón pura". Es para llegar, al término de sus análisis, a la conclusión de que "el mundo no puede ya ofrecer nada al hombre angustiado". La verdad de esta inquietud le parece de tal modo más importante que todas las categorías del razonamiento, que no piensa más que en ella y no habla sino de ella.

Enumera sus rostros: de fastidio cuando el hombre trivial trata de nivelarla en sí mismo y de aturdiría; de terror cuando el espíritu contempla la muerte. Tampoco él separa la conciencia de lo absurdo. La conciencia de la muerte es el llamamiento de la inquietud y la "existencia se dirige entonces un llamamiento a sí misma por medio de la conciencia". Es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a que "se recupere ella misma de su pérdida en el 'se' anónimo". También él opina que no hay que dormir y que es necesario velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y señala su carácter perecedero. Busca su camino en medio de estos escombros.

Jaspers desespera de toda ontología porque pretende que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventuras espirituales que nos ofrece la historia y descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de conocer, donde la nada parece la única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos.

Chestov, por su parte, a lo largo de una obra de admirable monotonía, orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras exasperadas del espíritu nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo irremediable. Niega sus razones a la razón y no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras.

Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive. El hombre que escribe: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma. Don Juan del conocimiento, multiplica los seudónimos y las contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario, y, con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha con una realidad que lo supera. Y la aventura espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera.

En un plano muy distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado. Paradójicamente todo está privilegiado. Lo que justifica el pensamiento es su extremada conciencia. Aunque sea más positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos cuya riqueza tiene algo de inhumano. Estos caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen.

¡Cómo no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean.

Todas estas experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto es lo que no hay que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.

El suicidio filosófico

El sentimiento de lo absurdo no es lo mismo que la noción de lo absurdo. La fundamenta y nada más. No se resume en ella sino durante el breve instante en que juzga al universo. Luego tiene que ir más lejos. Está vivo, lo que quiere decir que debe morir o resonar más adelante. Lo mismo sucede con los temas que hemos reunido. Pero lo que me interesa también a este respecto no son las obras o los pensadores, cuya crítica exigiría otra forma y otro lugar, sino el descubrimiento de lo que hay de común en sus conclusiones. Nunca ha habido, quizás, espíritus tan diferentes. No obstante, reconocemos como idénticos los paisajes espirituales en los que se mueven. Así también, a través de ciencias tan diferentes, el grito que termina su itinerario resuena de la misma manera. Se advierte que hay un clima común a los pensadores que se acaba de recordar. Decir que ese clima es mortífero es apenas jugar con las palabras. Vivir bajo este cielo asfixiante exige que se salga de él o que se permanezca en él. Se trata de saber cómo se sale de él en el primer caso y por qué se permanece en él, en el segundo. Yo defino así el problema del suicidio y el interés que se puede conceder a las conclusiones de la filosofía existencial.

Antes quiero desviarme un instante del camino recto. Hasta ahora hemos podido circunscribir lo absurdo por la parte exterior. Puede uno preguntarse, no obstante, qué es lo que contiene de claro esta noción y tratar de volver a encontrar, mediante el análisis directo, su significación, por una parte, y por la otra las consecuencias que implica.

Si acuso a un inocente de un crimen monstruoso, si le digo a un hombre virtuoso que ha codiciado a su propia hermana, me responderá que eso es absurdo. Esta indignación tiene su lado cómico, pero también su razón profunda. El hombre virtuoso ilustra con esa réplica la antinomia definitiva que existe entre el acto que yo le atribuyo y los principios de toda su vida. "Es absurdo" quiere decir 'es imposible", pero también "es contradictorio". Si veo a un hombre atacar con arma blanca a un grupo de ametralladoras, juzgaré que su acto es absurdo. Pero no lo es sino en virtud de la desproporción que existe entre su intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo advertir entre sus fuerzas reales y el fin que se propone. Del mismo modo, estimaremos que un veredicto es absurdo oponiéndolo al veredicto que, al parecer, imponían los hechos. Del mismo modo también una demostración por lo absurdo se efectúa comparando las consecuencias de este razonamiento con la realidad lógica que se quiere instaurar. En todos estos casos, desde el más sencillo hasta el más complejo, la absurdidad será tanto más grande cuanto mayor sea la diferencia entre los términos de mi comparación. Hay casamiento, desafíos, rencores, silencios, guerras y también paces absurdas. En cada uno de estos casos la absurdidad nace de una comparación. Por lo tanto, tengo razón al decir que la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de un hecho o de una impresión, sino que surge de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que la supera. Lo absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en uno ni en otro de los elementos comparados. Nace de su confrontación.

En el plano de la inteligencia puedo decir, por lo tanto, que lo absurdo no está en el hombre (si semejante metáfora pudiera tener un sentido), ni en el mundo, sino en su presencia común. Es por el momento el único lazo que los une. Si quiero limitarme a las evidencias, sé lo que quiere el hombre, sé lo que ofrece el mundo y ahora puedo decir que sé también lo que los une. No necesito ahondar más. Una sola certidumbre basta para quien busca. Se trata solamente de sacar de ella todas sus consecuencias.

La consecuencia inmediata es, al mismo tiempo, una regla de método. La singular trinidad que se pone así de manifiesto nada tiene de una América descubierta de pronto. Pero tiene en común con los datos de la experiencia que es a la vez infinitamente sencilla e infinitamente complicada. La primera de sus características a este respecto es que no puede dividirse. Destruir uno de sus términos es destruirla por completo. No puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. Así, lo absurdo termina, como todas las cosas, con la muerte. Pero tampoco puede haber absurdo fuera de este mundo. Y con este criterio elemental juzgo que la noción de lo absurdo es esencial y puede figurar como la primera de mis verdades. Aquí aparece la regla de método evocada anteriormente. Si juzgo que una cosa es cierta debo preservarla. Si me ocupo en hallar la solución de un problema, por lo menos no debo escamotear con esta solución misma uno de los términos del problema. El único dato es para mí lo absurdo. El problema consiste en saber cómo se puede salir de él y si el suicidio debe deducirse de ese absurdo. La primera y, en el fondo, la única condición de mis investigaciones es la de preservar aquello que me abruma, y respetar, en consecuencia, lo que juzgo esencial en él. Acabo de definirlo como una confrontación y una lucha sin tregua.

Y llevando hasta su término esta lógica absurda, debo reconocer que esta lucha supone la ausencia total de esperanza (que nada tiene que ver con la desesperación), el rechazo continuo (que no se debe confundir con la renunciación) y la insatisfacción consciente (que no se debería confundir tampoco con la inquietud juvenil). Todo lo que destruye, escamotea o sutiliza estas exigencias (y en primer lugar el consentimiento que destruye el divorcio) arruina lo absurdo y desvaloriza la actitud que se puede proponer entonces. Lo absurdo no tiene sentido sino en la medida en que no se lo consiente.

Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce, no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas. Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre. Un hombre sin esperanza y consciente de no tenerla no pertenece ya al porvenir. Esto es natural. Pero es natural también que haga esfuerzos por liberarse del universo que él mismo ha creado. Todo lo que precede no tiene sentido, precisamente, sino considerando esta paradoja. Nada puede ser más instructivo a este respecto que examinar ahora hasta dónde llevaron sus consecuencias los hombres que reconocieron el clima absurdo, partiendo de una crítica del racionalismo.

Ahora bien, para atenerme a las filosofías existenciales, veo que todas, sin excepción, me proponen la evasión. Mediante un razonamiento singular, partiendo de lo absurdo sobre los escombros de la razón, en un universo cerrado y limitado a lo humano, divinizan lo que los aplasta y encuentran una razón para esperar en lo que les desguarnece. Esta esperanza forzosa es, en todos, de esencia religiosa. Se merece que nos detengamos en ella.

Ahora analizaré únicamente y a título de ejemplo, algunos temas particulares de Chestov y Kierkegaard. Pero Jaspers va a proporcionarnos, llevado hasta la caricatura, un ejemplo típico de esta actitud. Lo demás se hará más claro. Lo vemos impotente para realizar lo trascendente, incapaz de sondear la profundidad de la experiencia y consciente de este universo trastornado por el fracaso. ¿Va a progresar o, por lo menos, a sacar las conclusiones de este fracaso? No aporta nada nuevo. En la experiencia no ha encontrado sino la confesión de su impotencia y ningún pretexto para deducir algún principio satisfactorio. No obstante, sin justificación, como él mismo dice, afirma de una vez lo trascendente, la existencia de la experiencia y el sentido sobrehumano de la vida, al escribir: “El fracaso no demuestra, más allá de toda aplicación y de toda interpretación posibles, la nada, sino la existencia de la trascendencia". A esta existencia que de pronto, y mediante un acto ciego de la confianza humana, lo explica todo, la define como "la unidad inconcebible de lo general y lo particular". Así lo absurdo se convierte en dios (en el sentido más amplio de esta palabra) y la impotencia para comprender en el ser que lo ilumina todo. Nada lleva lógicamente a este razonamiento. Puedo llamarlo un salto. Y paradójicamente se comprende la insistencia, la paciencia infinita de Jaspers en hacer irrealizable la experiencia de lo trascendente. Pues cuanto más fugaz es esta aproximación, tanto más vana prueba ser esta definición y tanto más real le es esta trascendencia, pues su apasionamiento al afirmarlo es justamente proporcional a la diferencia que existe entre su poder de explicación y la irracionalidad del mundo y de la experiencia. Parece, por lo tanto, que Jaspers se afana tanto más por destruir los prejuicios de la razón por cuanto con ello explicará de modo más radical el mundo. Este apóstol del pensamiento humillado va a encontrar en el extremo mismo de la humillación con qué regenerar al ser en toda su profundidad.

El pensamiento místico nos ha familiarizado con estos procedimientos. Son tan legítimos como cualquiera otra actitud del espíritu. Pero por el momento obro como si me tomara en serio cierto problema. Sin prejuzgar el valor general de esta actitud, ni su poder de enseñanza, quiero considerar únicamente si responde a las condiciones que me he puesto, si es digna del conflicto que me interesa. Vuelvo así a Chestov. Un comentarista cita una de sus frases que merece interés: "La única verdadera salida -dice- está precisamente allí donde no hay salida alguna para el juicio humano. Si no, ¿para qué necesitaríamos a Dios? No se vuelve uno hacia Dios sino para obtener lo imposible. Para lo posible, se bastan los hombres". Si hay una filosofía chestoviana, puedo decir que esta frase la resume por completo. Pues cuando, al término de sus análisis apasionados, Chestov descubre la absurdidad fundamental de toda existencia, no dice." "He aquí lo absurdo", sino: "He aquí a Dios; es a él a quien hay que remitirse, aunque no corresponda a ninguna de nuestras categorías racionales". Para que la confusión no sea posible, el filósofo ruso insinúa inclusive que ese Dios puede ser vengativo y odioso, incomprensible y contradictorio, pero cuanto más horrible es su rostro tanto más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su prueba es su inhumanidad. Hay que saltar a él y librarse con este salto de las ilusiones racionales. Por lo tanto, para Chestov la aceptación de lo absurdo es contemporánea de lo absurdo mismo. Comprobarlo es aceptarlo y todo el esfuerzo lógico de su pensamiento consiste en manifestarlo para hacer surgir al mismo tiempo la esperanza inmensa que implica. Una vez más, esta actitud es legítima. Pero yo me empeño aquí en considerar un solo problema y todas sus consecuencias. No tengo que examinar la emoción de un pensamiento o de un acto de fe. Tengo toda mi vida para hacerlo. Sé que el racionalista encuentra irritante la actitud chestoviana. Pero siento también que Chestov tiene razón contra el racionalista y quiero saber únicamente si permanece fiel a los mandamientos de lo absurdo. Ahora bien, si se admite que lo absurdo es lo contrario de la esperanza, se ve que para Chestov el pensamiento existencial presupone lo absurdo, pero no lo demuestra sino para disiparlo. Esta sutileza de pensamiento es una jugada patética de malabarista. Cuando, por otra parte, Chestov opone su absurdo a la moral corriente y a la razón, lo llama verdad y redención. Hay, por lo tanto, en la base y en esta definición de lo absurdo una aprobación que Chestov le aporta. Si se reconoce que toda la fuerza de esta noción reside en la manera de chocar con nuestras esperanzas elementales, si se tiene la sensación de que lo absurdo exige para seguir existiendo que no se consienta en él, se ve claramente que ha perdido su verdadero rostro, su carácter humano y relativo, para entrar en una eternidad a la vez incomprensible y satisfactoria. Si hay absurdo, lo hay en el universo del hombre. Desde el instante en que su noción se transforma en trampolín para la eternidad ya no está ligada a la lucidez humana. Lo absurdo no es ya esa evidencia que el hombre comprueba sin consentir en ella. Se elude la lucha. El hombre integra lo absurdo y en esta comunión hace desaparecer su característica esencial, que es oposición, desgarramiento y divorcio. Este salto es un escape. Chestov, quien cita tan de buena gana la frase de Hamlet "The time is out of joint", la escribe con una especie de esperanza feroz que se le puede atribuir muy particularmente. Porque no es así como la pronuncia Hamlet o como la escribe Shakespeare. La embriaguez de lo irracional y la vocación del éxtasis desvían de lo absurdo a un espíritu clarividente. Para Chestov la razón es vana, pero hay algo más allá de la razón. Para un espíritu absurdo la razón es vana y no hay nada más allá de la razón.

Este salto puede, por lo menos, aclararnos un poco más la naturaleza verdadera de lo absurdo. Sabemos que no vale sino en un equilibrio, que se halla, ante todo, en la comparación y no en los términos de esta comparación. Pero Chestov precisamente, hace recaer todo el peso sobre uno de los términos y destruye el equilibrio. Nuestro deseo de comprender, nuestra nostalgia de absoluto, no se explican sino en la medida en que, justamente, podemos comprender y explicar muchas cosas. Es inútil negar absolutamente la razón. Tiene su orden en el cual es eficaz. Ese orden es, precisamente, el de la experiencia humana. De ahí que queramos aclararlo todo. Si no podemos hacerlo, si lo absurdo nace en esa ocasión, es justamente, del choque de esta razón eficaz pero limitada y de lo irracional que renace siempre. Ahora bien, cuando Chestov se irrita contra una proposición hegeliana como "los movimientos del sistema solar se efectúan de acuerdo con leyes inmutables y estas leyes son su razón", cuando emplea todo su apasionamiento para dislocar el racionalismo spinoziano va a parar justamente a la vanidad de toda razón, y de ahí, mediante un rodeo natural e ilegítimo, a la preeminencia de lo irracional. Pero el paso no es evidente, pues pueden intervenir en ello las nociones de límite y de plan. Las leyes de la naturaleza pueden ser valederas hasta cierto límite, pasado el cual se vuelven contra sí mismas para dar nacimiento a lo absurdo. O también pueden justificarse en el plano de la descripción sin ser por ello ciertas en el de la explicación. Todo se sacrifica aquí a lo irracional y, como la exigencia de claridad es escamoteada, lo absurdo desaparece con uno de los términos de su comparación. El hombre absurdo, por el contrario, no realiza esa nivelación. Reconoce la lucha, no desprecia absolutamente la razón y admite lo irracional. Abarca así con la mirada todos los datos de la experiencia y está poco dispuesto a saltar antes de saber. Sabe solamente que en esta conciencia atenta no hay ya lugar para la esperanza.

Lo que es perceptible en León Chestov lo será todavía más, quizás, en Kierkegaard. Ciertamente, es difícil separar proposiciones claras en un autor tan inasible. Mas a pesar de los escritos aparentemente opuestos, por encima de los seudónimos, de los juegos y de las sonrisas, se siente que a lo largo de esta obra aparece como el presentimiento (al mismo tiempo que la aprensión) de una verdad que termina estallando en las últimas obras: también Kierkegaard da el salto. El cristianismo que le asustaba tanto en su infancia recobra finalmente su rostro más duro. Para él también, la antinomia y la paradoja se convierten en criterios de lo religioso. Así, aquello mismo que hacía desesperar del sentido y de la profundidad de esta vida le da ahora su verdad y su claridad. El cristianismo es el escándalo y lo que Kierkegaard reclama lisa y llanamente es el tercer sacrificio exigido por Ignacio de Loyola, el que más alegra a Dios: "El sacrificio del Intelecto". Este efecto del "salto" es extraño, pero no debe sorprendernos ya. Hace de lo absurdo el criterio del otro mundo, cuando es únicamente un residuo de la experiencia de este mundo. "En su fracaso -dice Kierkegaard- el creyente encuentra su triunfo."

No tengo por qué preguntarme con qué predicción conmovedora se relaciona esta actitud. Lo único que tengo que preguntarme es si el espectáculo de lo absurdo y su carácter propio lo legitiman. A este respecto sé que no es así. Si se considera de nuevo el contenido de lo absurdo, se comprende mejor el método que inspira a Kierkegaard. No mantiene el equilibrio entre lo irracional del mundo y la nostalgia rebelde de lo absurdo. No respeta la relación que constituye, propiamente hablando, el sentimiento de la absurdidad. Seguro de no poder eludir lo irracional, quiere, por lo menos, salvarse de esta nostalgia desesperada que le parece estéril y sin alcance. Pero si bien puede tener razón sobre este punto en su juicio, no puede tenerla igualmente en su negación. Si reemplaza su grito de rebelión por una adhesión frenética, se ve obligado a ignorar lo absurdo que le iluminaba hasta entonces y a divinizar la única certidumbre que tendrá en adelante: lo irracional. Lo importante, decía el abate Galiani a Madame d'Epinay, no es curarse, sino vivir con sus enfermedades. Kierkegaard quiere curarse. Curarse es su deseo frenético, el que circula por todo su Diario. Todo el esfuerzo de su inteligencia tiene por objeto eludir la antinomia de la condición humana. Es un esfuerzo tanto más desesperado cuanto que advierte de vez en cuando su inutilidad, por ejemplo, cuando habla de él, como si ni el temor de Dios ni la piedad fuesen capaces de darle la paz. Así, mediante un subterfugio torturado, da a lo irracional el rostro de lo absurdo y a su Dios los atributos: injusto, inconsecuente e incomprensible. Sólo la inteligencia trata de ahogar en él la reivindicación profunda del corazón humano. Puesto que nada está probado, todo puede ser probado.

Es el propio Kierkegaard quien nos revela el camino seguido. No quiero sugerir nada ahora, pero ¿cómo es posible no leer en sus obras los signos de una mutilación casi voluntaria del alma frente a la mutilación consentida sobre lo absurdo? Es el leitmotiv del Diario. "Lo que me ha faltado es la bestia, que también forma parte del destino humano... Pero dadme un cuerpo." Y más adelante: "¡Oh!, sobre todo en mi primera juventud, qué no hubiese dado por ser hombre, aunque hubiese sido durante seis meses... Lo que me falta, en el fondo, es un cuerpo y las condiciones físicas de la existencia". Sin embargo, el mismo hombre hace suyo en otra parte el gran grito de esperanza que ha atravesado tantos siglos y animado tantos corazones, salvo el del hombre absurdo. "Pero para el cristiano, la muerte no es en modo alguno el final de todo e implica infinitamente más esperanza que la vida, aunque sea ésta desbordante a salud y de fuerza". La reconciliación mediante el escándalo es también reconciliación. Permite, quizá, como se ve, extraer la esperanza de su contraria, que es la muerte. Pero, aunque la simpatía haga inclinarse hacia esta actitud, hay que decir, no obstante, que la desmesura no justifica nada. Sobrepasa, se dice, la medida humana y, en consecuencia, es necesario que sea sobrehumana. Pero este "en consecuencia' está de más. No hay en esto certidumbre lógica. Tampoco hay probabilidad experimental. Todo lo que puedo decir es que, en efecto, sobrepasa mi medida. Si no deduzco de ello una negación, por lo menos no quiero fundamentar nada en lo incomprensible. Quiero saber si puedo vivir con lo que sé y con eso solamente. Me dicen también que la inteligencia debe aquí sacrificar su orgullo y la razón debe inclinarse. Pero si reconozco los límites de la razón no la niego por ello, pues reconozco sus poderes relativos. Yo quiero solamente mantenerme en este camino medio, en el que la inteligencia puede seguir siendo clara. Si en esto consiste su orgullo, no veo motivo suficiente para renunciar a él. Nada más profundo, por ejemplo, que la opinión de Kierkegaard de que la desesperación no es un hecho, sino un estado: el estado mismo del pecado. Pues el pecado es lo que aleja de Dios. Lo absurdo, que es el estado metafísico del hombre consciente, no lleva a Dios. Quizá se aclare esta noción si aventuro esta enormidad: lo absurdo es el pecado sin Dios.

Se trata de vivir en ese estado de lo absurdo. Sé sobre qué están fundados este espíritu y este mundo apuntalados el uno en el otro sin poder abrazarse. Pido la regla de la vida de ese estado y lo que me proponen no tiene en cuenta el fundamento, niega uno de los términos de la oposición dolorosa, me impone una renuncia.

Pregunto qué trae aparejada la condición que reconozco como mía; sé que ésta implica la oscuridad y la ignorancia, y me aseguran que esta ignorancia lo explica todo y que esta oscuridad es mi luz. Pero no se contesta a mi intención y ese lirismo exaltante no puede ocultarme la paradoja. Por lo tanto, hay que desviarse.

Kierkegaard puede gritar y advertir: "Si el hombre no tuviese una conciencia eterna; si, en el fondo de todas las cosas, no hubiese sino un poder salvaje e hirviente que produce todas las cosas, lo grande y lo fútil, en el torbellino de oscuras pasiones; si el vacío sin fondo que nada puede llenar se ocultase bajo las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?" Este grito no puede detener al hombre absurdo. Buscar lo que es verdadero no es buscar lo que es deseable. Si para escapar a la pregunta angustiada: "¿Qué sería la vida?" hay que alimentarse, como el asno, de las rosas de la ilusión, más bien que resignarse a la mentira, el espíritu absurdo prefiere adoptar sin temblar la respuesta de Kierkegaard: "la desesperación". Considerándolo bien todo, un alma decidida saldrá siempre del paso.

Me tomo la libertad de llamar aquí suicidio filosófico a la actitud existencial. Pero esto no implica un juicio. Es una manera cómoda de designar el movimiento por el cual un pensamiento se niega a sí mismo y tiende a superarse a sí mismo en lo que constituye su negación. La negación es el Dios de los existencialistas. Exactamente, ese dios sólo se sostiene gracias a la negación de la razón humana. Pero lo mismo que los suicidios, los dioses cambian con los hombres. Hay muchas maneras de saltar, pero lo esencial es saltar. Estas negaciones redentoras, estas contradicciones finales que niegan el obstáculo que no se ha saltado todavía, pueden nacer tanto (tal es la paradoja a que tiende este razonamiento) de cierta inspiración religiosa como del orden racional. Aspiran siempre a lo eterno, y en eso solamente es en lo que dan el salto.

Hay que decir también que el razonamiento que sigue este ensayo deja enteramente a un lado la actitud espiritual más difundida en nuestro siglo ilustrado: la que se apoya en el principio de que todo es razón y aspira a dar una explicación del mundo. Es natural que se dé una explicación clara de él cuando se admite que debe ser claro. Esto es hasta legítimo, pero no interesa al razonamiento que seguimos ahora.

En efecto, su finalidad es aclarar la manera de proceder del espíritu cuando, habiendo partido de una filosofía de la no-significación del mundo, termina encontrándole un sentido y una profundidad. La más patética de esas maneras de proceder es de esencia religiosa; se ilustra en el tema de lo irracional. Pero la más paradójica y significativa es, desde luego, la que da sus razones razonadoras a un mundo que imaginaba al comienzo sin principio rector. En todo caso, no se podría llegar a las consecuencias que nos interesan sin haber dado una idea de esta nueva adquisición del espíritu de nostalgia.

Examinaré solamente el tema de "la intención", puesto de moda por Husserl y los fenomenólogos. Ya se ha aludido a él. Primitivamente, el método husserliano niega la manera de proceder clásica de la razón. Repitámoslo. Pensar no es unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, dirigir la propia conciencia, hacer de cada imagen un lugar privilegiado. Dicho de otro modo, la fenomenología se niega a explicar el mundo, quiere ser solamente una descripción de lo vivido. Coincide con el pensamiento absurdo de su afirmación inicial de que no hay verdad, sino solamente verdades. Desde el viento de la tarde hasta esta mano que se apoya en mi hombro, cada cosa tiene su verdad. Es la conciencia la que la aclara con la atención que le presta. La conciencia no forma el objeto de su conocimiento; no hace sino fijar, es el acto de atención y, para decirlo con una imagen bergsoniana, se parece al aparato de proyección que se fija de golpe sobre una imagen.

La diferencia consiste en que no hay guión, sino una ilustración sucesiva e inconsecuente. En esta linterna mágica todas las imágenes son privilegiadas. La conciencia pone en suspenso en la apariencia los objetos de su atención. Con su milagro los aísla. Están desde entonces fuera de todos los juicios. Esta ‘intención’ es la que caracteriza a la conciencia. Pero la palabra no implica idea alguna de finalidad: está tomada en su sentido de "dirección", sólo tiene un valor topográfico.

A primera vista parece que nada contradice al espíritu absurdo. Esta aparente modestia del pensamiento que se limita a describir lo que se niega a explicar, esta disciplina voluntaria de la que procede paradójicamente el enriquecimiento profundo de la experiencia y el renacimiento del mundo en su prolijidad, son maneras de proceder absurdas. Por lo menos a primera vista. Pues los métodos de pensamiento, en este caso como en otros, revisten siempre dos aspectos, uno psicológico y el otro metafísico. Con ellos ocultan dos verdades. Si el tema de la intencionalidad no pretende ilustrar sino una actitud psicológica con la cual lo real sería agotado en vez de ser explicado, nada lo separa, en efecto, del espíritu absurdo. Aspira a enumerar lo que no puede trascender. Afirma solamente que en ausencia de todo principio de unidad el pensamiento puede satisfacerse en la descripción y comprensión de cada rostro de la experiencia. La verdad de que se trata entonces para cada uno de estos rostros es de orden psicológico. Testimonia solamente el "interés" que puede presentar la realidad. Es una manera de despertar a un mundo soñoliento y de hacerlo viviente para el espíritu. Pero si se quiere extender y fundamentar racionalmente esta noción de verdad, si se pretende descubrir así la "esencia" de cada objeto del conocimiento, se restituye su profundidad a la experiencia. Para un espíritu absurdo esto es incomprensible. Ahora bien, esta fluctuación entre la modestia y la seguridad es lo que se advierte en la actitud intencional, y este reflejo del pensamiento fenomenológico ilustrará mejor que cualquier otra cosa el razonamiento absurdo.

Pues Husserl habla también de ‘esencias extra temporales’ que la intención pone así de manifiesto, y se cree oír a Platón. No se explican todas las cosas por una sola, sino por todas. No veo en ello diferencia. Ciertamente no se quiere que estas ideas o estas esencias que la conciencia “efectúa" al término de cada descripción sean modelos perfectos, pero se afirma que están directamente presentes en todo dato de percepción. No hay ya una sola idea que lo explique todo, sino una infinidad de esencias que dan un sentido a una infinidad de objetos. El mundo se inmoviliza, pero se aclara.

El realismo platónico se hace intuitivo, pero sigue siendo realismo. Kierkegaard se abismaba en su Dios, Parménides precipitaba al pensamiento en lo Uno, pero aquí el pensamiento se arroja a un politeísmo abstracto. Más aún, las alucinaciones y las ficciones forman parte también de las "esencias extratemporales". En el nuevo mundo de las ideas, la categoría de centauro colabora con la más modesta, de metropolitano.

Para el hombre absurdo había una verdad, al mismo tiempo que una amargura, en esta opinión puramente psicológica de que todos los rostros del mundo son privilegiados. Que todo sea privilegiado equivale a decir que todo es equivalente. Pero el aspecto metafísico de esta verdad lo lleva tan lejos que, en virtud de una reacción elemental, se siente, quizá, más cerca de Platón. Se le enseña, en efecto, que toda imagen supone una esencia igualmente privilegiada. En este mundo ideal sin jerarquía el ejército formal se compone solamente de generales. Sin duda, había sido eliminada la trascendencia, pero un giro brusco del pensamiento vuelve a introducir en el mundo una especie de inmanencia fragmentaria que restituye su profundidad al universo.

¿Debo temer que haya llevado demasiado lejos un tema manejado con más prudencia por sus creadores? Me limito a leer estas afirmaciones de Husserl, de apariencia paradójica, pero cuya lógica rigurosa se advierte si se admite lo que precede: "Lo que es verdad es verdad absolutamente, en sí; la verdad es una, idéntica a sí misma, cualesquiera que sean los seres que la perciban, hombres, monstruos, ángeles o dioses". No puedo negar que la Razón triunfa y toca el clarín por esta voz. ¿Qué puede significar su afirmación en el mundo absurdo? La percepción de un ángel o de un dios no tiene sentido para mí. Este lugar geométrico donde la razón divina ratifica la mía me es para siempre incomprensible. También en ello descubro un salto, y aunque sea dado en lo abstracto, no deja de significar para mí el olvido de lo que, precisamente, no quiero olvidar. Cuando más adelante exclama Husserl: "Si todas las masas sometidas a la atracción desapareciesen, la ley de la atracción no se vería destruida, pero quedaría simplemente sin aplicación posible ', sé que me encuentro ante una metafísica de consuelo. Y si quiero descubrir el recodo en que el pensamiento abandona el camino de la evidencia, no tengo más que releer el razonamiento paralelo que emplea Husserl a propósito del espíritu: "Si pudiéramos contemplar claramente las leyes exactas de los procesos psíquicos, se mostrarían igualmente eternas e invariables, como las leyes fundamentales de las ciencias naturales teóricas. Por lo tanto, serían válidas, aunque no hubiese proceso psíquico alguno". ¡Aunque no existiese el espíritu existirían sus leyes!

Comprendo entonces que de una verdad psicológica Husserl pretende nacer una regla racional: después de haber negado el poder integrante de la razón humana, salta mediante ese sesgo a la Razón eterna.

El tema husserliano del "universo concreto" no puede, por lo tanto, sorprenderme. Decirme, que todas las esencias no son formales, sino que también las hay materiales, que las primeras son el objeto de la lógica y las segundas de las ciencias, no es sino una cuestión de definición. Se me asegura que lo abstracto no designa sino una parte no consistente por sí misma de un universal concreto. Pero la fluctuación ya revelada me permite aclarar la confusión de estos términos. Pues eso puede querer decir que el objeto concreto de mi atención, ese cielo, el reflejo de esa agua sobre el faldón de este abrigo conservan, por sí solos, el prestigio de lo real que mi interés aísla en el mundo. Y no lo negaré. Pero eso puede querer decir también que ese mismo abrigo es universal, tiene su esencia particular y suficiente, pertenece al mundo de las formas. Comprendo entonces que sólo se ha cambiado el orden de la procesión.

Este mundo no se refleja ya en un universo superior; el cielo de las formas se representa en la multitud de las imágenes de esta tierra. Esto no cambia nada para mí. Lo que encuentro aquí no es la afición a lo concreto, el sentido de la condición humana, sino un intelectualismo lo bastante desenfrenado como para generalizar a lo concreto mismo.

Sería inútil asombrarse de la paradoja aparente que lleva al pensamiento a su propia negación por los caminos opuestos de la razón humillada y de la razón triunfante. Del dios abstracto de Husserl al dios fulgurante de Kierkegaard no hay mucha distancia. La razón y lo irracional llevan, a la misma predicación. Es que, en verdad, el camino importa poco y la voluntad de llegar basta para todo. El filósofo abstracto y el filósofo religioso parten del mismo desorden y se apoyan en la misma angustia. Pero lo esencial es explicar. A este respecto la nostalgia es más fuerte que la ciencia. Es significativo que el pensamiento de la época sea a la vez uno de los más empapados en una filosofía de la no-significación del mundo y uno de los más desgarrados en sus conclusiones. No cesa de oscilar entre la extrema racionalización de lo real que lleva a fragmentarla en razones-tipos y su extrema irracionalización que lleva a divinizarlo.

Pero este divorcio sólo es aparente. Se trata de reconciliarse y, en ambos casos, el salto basta para ello. Se cree siempre, equivocadamente, que la idea de razón tiene un sentido único. En realidad, por riguroso que sea en su ambición, este concepto no deja de ser tan móvil como otros. La razón tiene un rostro enteramente humano, pero sabe también volverse hacia lo divino. Desde Plotino, el primero que supo conciliarla con el clima eterno, ha aprendido a desviarse del más caro de sus principios, que es la contradicción, para integrar el más extraño, el completamente mágico de la participación. Es un instrumento de pensamiento y no el pensamiento mismo. El pensamiento de un hombre es, ante todo, su nostalgia.

Así como la razón supo aplacar la melancolía plotiniana, así también da a la angustia moderna los medios de calmarse en los decorados familiares de lo eterno. El espíritu absurdo tiene menos suerte. Para él el mundo no es tan racional ni tan irracional. Es irrazonable y nada más que eso. En Husserl la razón termina no teniendo límites. El hombre absurdo fija, por el contrario, sus límites, puesto que es impotente para calmar su angustia. Kierkegaard afirma, por otro lado, que un solo límite basta para negarla. Pero el hombre de lo absurdo no va tan lejos. Para él este límite apunta solamente a las ambiciones de la razón. El tema de lo irracional, tal como lo conciben los existencialistas, es la razón que se embrolla y se desembrolla negándose. El nombre absurdo es la razón lúcida que comprueba sus límites.

El hombre absurdo reconoce sus verdaderas razones al término de ese camino difícil. Al comparar su exigencia profunda con lo que se le propone entonces, siente de pronto que se va a desviar. En el universo de Husserl el mundo se aclara y ese deseo de familiaridad que existe en el corazón del hombre se hace inútil. En el apocalipsis de Kierkegaard ese deseo de claridad tiene que negarse si quiere ser satisfecho. El pecado no consiste tanto en saber (a este respecto todo el mundo es inocente) como en desear saber. Justamente, es el único pecado del cual el hombre absurdo puede sentirse culpable e inocente. Se le propone una solución en la que todas las contradicciones pasadas no son ya sino juegos polémicos. Pero no las ha sentido así. Hay que conservar su verdad, que consiste en que no quedan satisfechas.

No quiere predicación

Mi razonamiento quiere ser fiel a la evidencia que lo ha estimulado. Esta evidencia es lo absurdo. Es ese divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena. Kierkegaard suprime mi nostalgia y Husserl reúne este universo. No es eso lo que yo esperaba. Se trataba de vivir y de pensar con esos desgarramientos, de saber si había que aceptar o rechazar. No puede tratarse de disfrazar la evidencia, de suprimir lo absurdo negando uno de los términos de su ecuación. Hay que saber si se puede vivir de él o si la lógica ordena que se muera de él. No me interesa el suicidio filosófico, sino el suicidio a secas. Quiero solamente purgarlo de su contenido de emociones y conocer su lógica y su honestidad. Toda otra posición supone para el espíritu absurdo el escamoteo y el retroceso del espíritu ante lo que pone de manifiesto el espíritu. Husserl dice que obedece al deseo de escapar "al hábito inveterado de vivir y de pensar en ciertas condiciones de existencia ya muy conocidas y cómodas", pero el salto final nos restituye en él lo eterno y su comodidad. El salto no implica un peligro extremo, como querría Kierkegaard. El peligro está, por el contrario, en el instante sutil que precede al salto. La honestidad consiste en saber mantenerse en ese borde vertiginoso, y lo demás es subterfugio. Sé también que nunca la impotencia ha inspirado acordes tan conmovedores como los de Kierkegaard. Pero si la impotencia tiene un lugar en los paisajes indiferentes de la historia, no podría encontrarlo en un razonamiento cuya exigencia se conoce ahora. 

La libertad absurda.

Lo principal está ya hecho. Tengo algunas evidencias de las que no puedo apartarme. Lo que sé, lo que es seguro, lo que no puedo negar, lo que no puedo rechazar, eso es lo que cuenta. Puedo negar todo de esta parte de mí mismo que vive de nostalgias inciertas, salvo ese deseo de unidad, esa apetencia de solución, esa exigencia de claridad y cohesión. Puedo refutar todo en este mundo que me rodea, me hiere o me transporta, salvo ese caos, ese azar rey y esa divina equivalencia que nace de la anarquía. No sé si este mundo tiene un sentido que lo supera, pero sé que no conozco ese sentido y que por el momento me es imposible conocerlo.

¿Qué significa para mí un significado fuera de mi condición?

No puedo comprender sino en términos humanos. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo. Y sé también que no puedo conciliar estas dos certidumbres: mi apetencia de absoluto y de unidad y la irreductibilidad de este mundo a un principio racional y razonable. ¿Qué otra verdad puedo reconocer sin mentir, sin hacer que intervenga una esperanza que no tengo y que no significa nada dentro de los límites de mi condición?

Si yo fuese un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría un sentido o, más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo, al que me opongo ahora con toda mi conciencia y con toda mi exigencia de familiaridad. Esta razón tan irrisoria es la que me opone a toda la creación. No puedo negarla de un plumazo. Por lo tanto, debo mantener lo que creo cierto. Debo sostener lo que me parece tan evidente, inclusive contra mí mismo. ¿Y qué es lo que constituye el fondo de este conflicto, de esta fractura entre el mundo y mi espíritu, sino la conciencia que tengo de él? Por lo tanto, si quiero mantenerlo, es mediante una conciencia perpetua, constantemente renovada, constantemente tensa. Esto es lo que debo retener por el momento. En este momento lo absurdo, a la vez tan evidente y tan difícil de conquistar, entra en la vida de un hombre y encuentra su patria. También en este momento el espíritu puede abandonar la vía árida y reseca del esfuerzo lúcido. Ahora desemboca en la vida cotidiana. Vuelve a encontrar el mundo del "se" anónimo, pero el hombre entra en él en adelante con su rebelión y su clarividencia. Ha desaprendido a esperar. Este infierno del presente es por fin su reino. Todos los problemas recuperan su filo. La evidencia abstracta se retira ante el lirismo de las formas y los colores. Los conflictos espirituales se encarnan y vuelven a encontrar el refugio miserable y magnífico del corazón del hombre. Ninguno está resuelto, pero todos se han transfigurado. ¿Se va a morir, a escapar mediante el salto, a reconstruir una casa de ideas y formas a la medida propia? ¿Se va, por el contrario, a mantener la apuesta desgarradora y maravillosa de lo absurdo? Hagamos a este respecto un último esfuerzo y saquemos todas nuestras consecuencias.

El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana, volverán entonces a ocupar su lugar en este mundo insensato. El hombre volverá a encontrar en él finalmente el vino de lo absurdo y el pan de la indiferencia con que se nutre su grandeza.

Insistimos todavía en el método: se trata de obstinarse. En cierto punto de su camino, el hombre absurdo es solicitado. La historia no carece de religiones ni de profetas, inclusive sin dioses. Se le pide que salte. Todo lo que puede responder es que no comprende bien, que eso no es evidente. No quiere hacer, precisamente, sino lo que comprende bien. Le aseguran que eso es pecado de orgullo, pero no entiende la noción de pecado; que quizás el infierno está al final, pero no tiene bastante imaginación para representarse ese extraño porvenir; que pierde la vida inmortal, pero eso le parece fútil. Quisieran hacerle reconocer su culpabilidad. El se siente inocente. Para decir la verdad, sólo siente eso, su inocencia irreparable. Ella es la que le permite todo. Así, lo que se exige a sí mismo es vivir solamente con lo que sabe, arreglárselas con lo que es y no hacer que intervenga nada que no sea cierto. Le responden que nada lo es. Pero eso, por lo menos, es una certidumbre. Con ella es con la que tiene que ver: quiere saber si es posible vivir sin apelación.

Ahora puedo abordar la noción de suicidio. Se ha advertido ya qué solución es posible darle. En este punto se invierte el problema. Anteriormente se trataba de saber si la vida debía tener un sentido para vivirla. Ahora parece, por el contrario, que se la vivirá tanto mejor si no tiene sentido. Vivir una experiencia, un destino, es aceptarlo plenamente. Ahora bien, no se vivirá ese destino, sabiendo que es absurdo, si no se hace todo para mantener ante uno mismo ese absurdo puesto de manifiesto por la conciencia. Negar uno de los términos de la oposición de que vive es eludirlo.

Abolir la rebelión consciente es eludir el problema. El rema de la revolución permanente se ha trasladado así a la experiencia individual. Vivir es hacer que viva lo absurdo. Hacerlo vivir es, ante todo, contemplarlo. Al contrario de Eurídice, lo absurdo no muere sino cuando se le da la espalda. Una de las únicas posiciones filosóficas coherentes es, por lo tanto, la rebelión.

Es una confrontación perpetua del hombre con su propia oscuridad. Es exigencia de una transparencia imposible. Vuelve a poner al mundo en duda en cada uno de sus segundos. Así como el peligro proporciona al hombre la irremplazable ocasión de asirlo, también la rebelión metafísica extiende la conciencia a lo largo de la experiencia. Es esa presencia constante del hombre ante sí mismo. No es aspiración, pues carece de esperanza. Esta rebelión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que debería acompañarla.

Aquí se ve hasta qué punto la experiencia absurda se aleja del suicidio. Se puede creer que el suicidio sigue a la rebelión, pero es un error, pues no simboliza su resultado lógico. Es exactamente su contrario, por el consentimiento que supone. El suicidio, como el salto, es la aceptación en su límite. Todo está consumado y el hombre vuelve a entrar en su historia esencial. Discierne su porvenir, su único y terrible porvenir, y se precipita en él. A su manera, el suicidio resuelve lo absurdo. Lo arrastra a la misma muerte. Pero yo sé que, para mantenerse, lo absurdo no puede resolverse. Escapa al suicidio en la medida en que es al mismo tiempo conciencia y rechazo de la muerte. Es, en la punta extrema del último pensamiento del condenado a muerte, ese cordón de zapato que a pesar de todo, divisa a algunos metros, al borde mismo de su caída vertiginosa. Lo contrario del suicida, precisamente, es el condenado a muerte.

Esta rebelión da su precio a la vida. Extendida a lo largo de toda una existencia, le restituye su grandeza. Para un hombre sin anteojeras no hay espectáculo más bello que el de la inteligencia en lucha con una realidad que la supera. El espectáculo del orgullo humano es inigualable. Las depreciaciones no servirán de nada. Esta disciplina que el espíritu se dicta a sí mismo, esta voluntad bien armada, este frente a frente tienen algo de poderoso y de singular. Empobrecer esta realidad cuya inhumanidad hace la grandeza del hombre, supone empobrecerle a él al mismo tiempo. Comprendo por qué las doctrinas que me explican todo me debilitan al mismo tiempo. Me libran del peso de mi propia vida y, sin embargo, es necesario que lo lleve yo solo. En esta situación no puedo concebir que una metafísica escéptica pueda aliarse con una moral del renunciamiento.

Estos rechazos, conciencia y rebelión, son lo contrario del renunciamiento. Contrariamente a su vida, todo lo irreductible y apasionado que hay en un corazón humano los anima. Se trata de morir irreconciliado y no de buena gana. El suicidio es un desconocimiento. El hombre absurdo no puede sino agotarlo todo y agotarse. Lo absurdo es su tensión más extrema, la que mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que con esa conciencia y esa rebelión al día testimonia su única verdad, que es el desafío. Esta es una primera consecuencia.

Si me mantengo en esta posición concertada que consiste en sacar todas las consecuencias (y sólo ellas) que contiene una noción descubierta, me encuentro frente a una segunda paradoja. Para permanecer fiel a este método, no tengo que entendérmelas con el problema de la libertad metafísica. No me interesa saber si el hombre es libre. No puedo experimentar sino mi propia libertad. Sobre ella no puedo tener nociones generales, sino algunas apreciaciones claras. El problema de la "libertad en sí" no tiene sentido, pues está ligado de una manera muy distinta al de Dios. Saber si él hombre es libre exige que se sepa si puede tener un amo. La absurdidad particular de este problema viene del hecho de que la noción misma que hace posible el problema de la libertad le quita al mismo tiempo todo su sentido. Pues ante Dios, más que el problema de la libertad, hay el problema del mal. Se conoce la alternativa; o bien no somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja.

Por eso no puedo perderme en la exaltación o la simple definición de una noción que me escapa y pierde su sentido desde el momento que sobrepasa el marco de mi experiencia individual. No puedo comprender lo que sería una libertad que me fuera dada por un ser superior. He perdido el sentido de la jerarquía. No puedo tener de la libertad sino el concepto del prisionero o del individuo moderno en el seno del Estado. La única que conozco es la libertad de espíritu y de acción. Ahora bien, si lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad eterna, me devuelve y exalta, por el contrario, mi libertad de acción. Esta privación de esperanza y de porvenir significa un acrecentamiento en la disponibilidad del hombre.

Antes de encontrar lo absurdo, el hombre cotidiano vive con finalidades, con un afán de porvenir o de justificación (no importa con respecto a quién o qué). Evalúa sus probabilidades, cuenta con el porvenir, con el retiro o el trabajo de sus hijos. Cree todavía que se puede dirigir algo en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir esa libertad. Pero después de lo absurdo todo se desquicia. La idea de que "existo", mi manera de obrar como si todo tuviera un sentido (incluso si, llegado el caso, dijese que nada lo tiene), todo esto se halla desmentido de una manera vertiginosa por la absurdidad de una muerte posible. Pensar en el mañana, fijarse una finalidad, tener preferencias, todo ello supone la creencia en la libertad, aunque a veces se asegure que no se la siente. Pero en ese momento sé muy bien que no existe esa libertad superior, esa libertad de ser que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte aparece como la única realidad. Después de ella ya no hay nada que hacer. Ya no tengo la libertad de perpetuarme, sino que soy esclavo, y, sobre todo, esclavo sin esperanza de revolución eterna, sin que pueda recurrir al desprecio.

¿Y quién puede seguir siendo esclavo sin revolución y sin desprecio?

¿Qué libertad en su pleno sentido puede existir sin seguridad de eternidad?

Pero al mismo tiempo el hombre absurdo comprende que hasta entonces estaba ligado a ese postulado de libertad, con cuya ilusión vivía. En cierto sentido, eso lo trababa. En la medida en que imaginaba una finalidad en su vida, se supeditaba a las exigencias de un propósito que había de alcanzar y se convertía en esclavo de su libertad. Así, ya no podré obrar sino como el padre de familia (o el ingeniero, o el conductor de pueblos, o el supernumerario de correos) que me dispongo a ser. Creo que puedo elegir ser esto en vez de otra cosa. Lo creo inconscientemente, es cierto.

Pero sostengo, al mismo tiempo que mi postulado, las creencias de quienes me rodean, los prejuicios de mi medio humano (¡los otros están tan seguros de ser libres y este buen humor es tan contagioso!). Por muy apartado que uno se pueda mantener de todo prejuicio, moral o social, se sufren en parte y hasta uno ajusta la vida a los mejores de ellos (pues hay prejuicios buenos y malos). Así el hombre absurdo comprende que no era. realmente libre. Para hablar claramente, en la medida en que espero o me preocupa una verdad que me sea propia, una manera de ser o de crear, en la medida, en fin, en que ordeno mi vida y pruebo con ello que admito que tiene un sentido, me creo unas barreras entre las que encierro mi vida. Hago como tantos funcionarios del espíritu y del corazón que sólo me inspiran aversión y que no hacen otra cosa, lo veo bien ahora, que tomarse en serio la libertad del hombre.

Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Esta es en adelante la razón de mi libertad profunda. Haré a este respecto dos comparaciones. Ante todo, están los místicos, quienes encuentran una libertad que darse.

Al abismarse en su dios, al aceptar sus reglas se hacen secretamente libres a su vez. En la esclavitud espontáneamente consentida vuelven a encontrar una independencia profunda. ¿Pero qué significa esa libertad? Puede decirse, sobre todo, que se sienten libres frente a sí mismos y menos libres que liberados. Del mismo modo, completamente vuelto hacia la muerte (tomada aquí como la absurdidad más evidente), el hombre absurdo se siente desligado de todo lo que no es esa atención apasionada que cristaliza en él. Disfruta de una libertad con respecto a las reglas comunes. Se ve en esto que los temas de partida de la filosofía existencialista conservan todo su valor. La vuelta a la conciencia, la evasión del sueño cotidiano son los primeros pasos de la libertad absurda. Pero a lo que se tiende es a la predicación existencial y con ella a ese salto espiritual que en el fondo escapa a la conciencia. De la misma manera (esta es mi segunda comparación) los esclavos de la antigüedad no se pertenecían. Pero conocían esa libertad que consiste en no sentirse responsable. También la muerte tiene manos patricias que aplastan, pero liberan.

Abismarse en esta certidumbre sin fondo, sentirse en adelante lo bastante extraño a la propia vida para aumentarla y recorrerla sin la miopía del amante es el principio de una liberación. Esta independencia nueva tiene un plazo, como toda libertad de acción. No extiende un cheque sobre la eternidad. Pero reemplaza a las ilusiones de la libertad, todas las cuales terminaban con la muerte. La divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada, ese increíble desinterés por todo, salvo por la llama pura de la vida, ponen de manifiesto que la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un corazón humano puede sentir y vivir. Esta es una segunda consecuencia. El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual sólo están el hundimiento y la nada. Entonces puede decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo.

¿Pero qué significa la vida en semejante universo? Por el momento nada más que la indiferencia por el porvenir y el ansia de agotar todo lo dado. La creencia en el sentido de la vida supone siempre una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en lo absurdo, según nuestras definiciones, enseña lo contrario. Pero merece la pena que nos detengamos en esto.

Saber si se puede vivir sin apelación es todo lo que me interesa. No quiero salir de este terreno. Se me ha dado este rostro de la vida; ¿puedo acomodarme a él? Ahora bien, frente a esta preocupación particular, la creencia en lo absurdo equivale a reemplazar la calidad de las experiencias por la cantidad. Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio se debe a la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que forcejeo, si admito que mi libertad no tiene sentido sino con relación a su destino limitado, entonces debo decir que lo que cuenta no es vivir lo mejor posible, sino vivir lo más posible. No tengo por qué preguntarme si esto es vulgar o repugnante, elegante o lamentable. De una vez por todas, los juicios de valor quedan descartados aquí en beneficio de los juicios de hecho. Sólo tengo que sacar las conclusiones de lo que puedo ver y no aventurar nada que sea una hipótesis. Si supusiera que vivir así no sería honesto, la verdadera honestidad me ordenaría que fuese deshonesto.

Vivir lo más posible, en su sentido amplio, es una regla de vida que nada significa. Hay que precisarla. Parece, ante todo, que no se ha ahondado suficientemente esta noción de cantidad, pues puede dar cuenta de una gran parte de la experiencia humana. La moral de un nombre, su escala de valores no tienen sentido sino por la cantidad y variedad de experiencias que ha podido acumular. Ahora bien, las condiciones de la vida moderna imponen a la mayoría de los hombres la misma cantidad de experiencias y, por lo tanto, la misma experiencia profunda.

Ciertamente, hay que tener en cuenta también la aportación espontánea del individuo, lo que en él está "dado". Pero no puedo juzgar esto y una vez más mi regla consiste en arreglarme con la evidencia inmediata. Veo entonces que la característica propia de una moral común reside menos en la importancia ideal de los principios que la animan que en la norma de una experiencia que es posible calibrar. Forzando un poco las cosas, los griegos tenían la moral de sus ocios como nosotros tenemos la de nuestras jornadas de ocho horas. Pero ya muchos hombres, y entre ellos los más trágicos, nos hacen presentir que una experiencia más larga cambia este cuadro de valores. Nos hacen imaginar a ese aventurero de lo cotidiano que mediante la simple cantidad de las experiencias batiese todos los récords (empleo a propósito esta expresión deportiva) y ganara así su propia moral. Alejémonos, no obstante, del romanticismo y preguntémonos solamente qué puede significar esta actitud para un hombre decidido a mantener su apuesta y a observar estrictamente lo que él cree que es la regla del juego.           

Batir todos los récords es, ante todo y únicamente, estar frente al mundo con la mayor frecuencia posible.

¿Cómo se puede hacer esto sin contradicciones y sin juegos de palabras?

Pues, por una parte, lo absurdo enseña que todas las experiencias son indiferentes y, por la otra, impulsa a la mayor cantidad de experiencias.

¿Cómo no hacer entonces lo que han hecho tantos de esos hombres de los que hablaba más arriba: elegir la forma de vida que nos aporte la mayor cantidad posible de esa materia humana, introducir con ello una escala de valores que por otro lado se pretende rechazar?

Pero sigue siendo lo absurdo y su vida contradictoria lo que nos enseña. Pues el error consiste en pensar que esta cantidad de experiencias depende de las circunstancias de nuestra vida, cuando sólo depende de nosotros. A este respecto hay que ser simplista. A dos hombres que viven el mismo número de años, el mundo les proporciona siempre la misma cantidad de experiencias. A nosotros nos corresponde tener conciencia de ellas. Sentir la propia vida, su rebelión, su libertad, y lo más posible, es vivir lo más posible. Donde reina la lucidez se hace inútil la escala de valores. Seamos todavía más simplistas. Digamos que el único obstáculo, la única pérdida "por falta de ganancia" lo constituye la muerte prematura.

El universo aquí sugerido no vive sino por oposición a esa excepción constante que es la muerte. Por eso ninguna profundidad, ninguna emoción, ninguna pasión ni ningún sacrificio podrían hacer iguales a los ojos del nombre absurdo (aunque lo desease) una vida consciente de cuarenta años y una lucidez que abarca sesenta años. La locura y la muerte son sus elementos irremediables. El hombre no elige. Lo absurdo y el aumento de vida que implica no dependen, por lo tanto, de la voluntad del hombre, sino de su contrario, que es la muerte. Si se pesan bien las palabras, se trata únicamente de una cuestión de suerte. Hay que saber consentir en ella. Veinte años de vida y de experiencias no se reemplazarán ya nunca.

Por una extraña inconsecuencia, en una raza tan avisada, los griegos pretendían que los hombres que morían jóvenes fueran amados por los dioses. Y esto no es cierto, salvo si se quiere creer que entrar en el mundo irrisorio de los dioses es perder para siempre el más puro de los goces, que es el de sentir, y sentir en esta tierra. El presente y la sucesión de los presentes ante un alma sin cesar consciente, tal es el ideal del hombre absurdo. Pero aquí la palabra ideal tiene un sonido falso. No es ni siquiera su vocación, sino sólo la tercera consecuencia de su razonamiento. Habiendo partido de una conciencia angustiada de lo inhumano, la meditación sobre lo absurdo vuelve al final de su itinerario al seno mismo de las llamas apasionadas de la rebelión humana.

Así saco de lo absurdo tres consecuencias, que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión. Con el solo juego de la conciencia transformo en regla de vida lo que era invitación a la muerte, y rechazo el suicidio. Conozco, sin duda, la sorda resonancia que corre a lo largo de estas jornadas. Pero sólo tengo que decir que es' necesaria. Cuando Nietzsche escribe: "Parece claramente que lo principal en el cielo y en la tierra es obedecer largo tiempo y en una misma dirección: a la larga resulta de ello algo por lo que vale la pena vivir en esta tierra, como por ejemplo la virtud, el arte, la música, la danza, la razón, el espíritu, algo que transfigura, algo refinado, loco o divino", ilustra la regla de una moral de gran porte. Pero muestra también el camino del hombre absurdo. Obedecer a la llama es a la vez lo más fácil y más difícil. Es bueno, sin embargo, que el hombre, al medirse con la dificultad, se juzgue de vez en cuando. Es el único que puede hacerlo.

"La plegaria -dice Alain- se hace cuando la noche desciende sobre el pensamiento". "Pero es necesario que el espíritu se encuentre con la noche", contestan los místicos y los existencialistas. Ciertamente, pero no esa noche que nace bajo los ojos cerrados y por la sola voluntad del hombre, noche sombría y cerrada que el espíritu suscita para perderse en ella. Si debe encontrarse con una noche, ésta debe ser más bien la de la desesperación, que sigue siendo lúcida, noche polar, vigilia del espíritu, de la que surgirá, quizás, esa claridad blanca e intacta que dibuja cada objeto en la luz de la inteligencia. A esta altura, la equivalencia coincide con la comprensión apasionada. Entonces ni siquiera se trata de juzgar el salto existencial. Vuelve a ocupar su fila en medio del fresco secular de las actitudes humanas. Para el espectador, si es consciente, ese salto sigue siendo absurdo. En la medida en que cree resolver la paradoja, la restituye por completo. A este título, es conmovedor. A este título, todo vuelve a ocupar su lugar y el mundo absurdo renace con su esplendor y su diversidad.

Pero es malo detenerse, difícil contentarse con una sola manera de ver, privarse de la contradicción, la más sutil, quizá, de todas las formas espirituales. Lo que precede define solamente una manera de pensar. Ahora se trata de vivir. 

EL HOMBRE ABSURDO 

“Si Stavroguin cree, no cree que crea. Si no cree, no cree que no crea.” 

Dostoievski: Los poseídos.

"Mi campo -dice Goethe- es el tiempo." He aquí la palabra absurda.

¿Qué es, en efecto, el hombre absurdo?

El que, sin negarlo, no hace nada por lo eterno. No es que le sea extraña la nostalgia, sino que prefiere a ella su valor y su razonamiento. El primero le enseña a vivir sin apelación y a contentarse con lo que tiene; el segundo, le enseña sus límites. Seguro de su libertad a plazo, de su rebelión sin porvenir y de su conciencia perecedera, prosigue su aventura en el tiempo de su vida. En él está su campo, en él está su acción, que sustrae a todo juicio excepto el suyo. Una vida más grande no puede significar para él otra vida. Eso sería deshonesto. Tampoco me refiero aquí a esa eternidad irrisoria que se llama posteridad. Madame Roland se remitía a ella. Esta imprudencia ha recibido su lección. La posteridad cita de buena gana esa frase, pero se olvida de juzgarla. Madame Roland es indiferente para la posteridad.

No se puede disertar sobre la moral. He visto a personas obrar mal con mucha moral y compruebo todos los días que la honradez no necesita reglas. El hombre absurdo no puede admitir sino una moral, la que no se separa de Dios, la que se dicta. Pero vive justamente fuera de ese Dios. En cuanto a las otras (e incluyo también al inmoralismo), el hombre absurdo no ve en ellas sino justificaciones, y no tiene nada que justificar. Parto aquí del principio de su inocencia.

Esta inocencia es temible. "Todo está permitido", exclama Iván Karamazov. También esto parece absurdo, pero con la condición de no entenderlo en el sentido vulgar. No sé si se ha advertido bien: no se trata de un grito de liberación y de alegría, sino de una comprobación amarga. La certidumbre de un Dios que diera su sentido a la vida supera mucho en atractivo al poder impune de hacer el mal. La elección no sería difícil. Pero no hay elección y entonces comienza la amargura. Lo absurdo no libera, ata. No autoriza todos los actos. Todo está permitido, no significa que nada esté prohibido. Lo absurdo da solamente su equivalencia a las consecuencias de esos actos. No recomienda el crimen, eso sería pueril, pero restituye al remordimiento su inutilidad. Del mismo modo, si todas las experiencias son indiferentes, la del deber es tan legítima como cualquier otra. Se puede ser virtuoso por capricho.

Todas las morales se fundan en la idea de que un acto tiene consecuencias que lo justifican o lo borran. Un espíritu empapado de absurdo juzga solamente que esas consecuencias deben ser consideradas con serenidad. Está dispuesto a pagar. Dicho de otro modo, si bien para él puede haber responsables, no hay culpables. Todo lo más consentirá en utilizar la experiencia pasada para fundamentar sus actos futuros. El tiempo hará vivir al tiempo y la vida servirá a la vida.

En este campo a la vez limitado y atestado de posibilidades, todo le parece imprevisible en sí mismo y fuera de su lucidez.

¿Qué regla podría deducirse, por lo tanto, de este orden irrazonable?

La única verdad que puede parecerle instructiva no es formal: se anima y se desarrolla en los hombres. No son, por consiguiente, reglas éticas las que el espíritu absurdo puede buscar al final de su razonamiento, sino ilustraciones y el soplo de las vidas humanas. Las imágenes que damos a continuación son de esa clase. Siguen el razonamiento absurdo dándole su actitud y su calor.

¿Necesito desarrollar la idea de que un ejemplo no es forzosamente un ejemplo que hay que seguir (menos todavía, si es posible en el mundo absurdo), y que estas ilustraciones no son, por lo tanto, modelos?

Además de que es necesaria la vocación, resulta ridículo, salvadas las distancias, deducir de Rousseau que hay que caminar a cuatro patas y de Nietzsche que conviene maltratar a la propia madre. "Hay que ser absurdo -escribe un autor moderno-; no hay que ser iluso." Las actitudes de que se va a tratar no pueden adquirir todo su sentido si no se tienen en cuenta sus contrarias. Un supernumerario de correos es igual a un conquistador si la conciencia les es común. Todas las experiencias son indiferentes a este respecto. Pueden servir o perjudicar al hombre. Le sirven si es consciente. Si no lo es, ello no tiene importancia: las derrotas de un hombre no juzgan a las circunstancias, sino a él mismo.

Elijo únicamente a hombres que sólo aspiran a agotarse, o que tengo conciencia por ellos de que se agotan. La cosa no pasa de ahí. Por el momento no quiero hablar sino de un mundo en el que los pensamientos, lo mismo que las vidas, carecen de porvenir. Todo lo que hace trabajar y agitarse al nombre utiliza la esperanza. El único pensamiento que no es mentiroso es, por lo tanto, un pensamiento estéril. En el mundo absurdo, el valor de una noción o de una vida se mide por su infecundidad.

El donjuanismo

Si bastase con amar, las cosas serían demasiado sencillas. Cuanto más se ama tanto más se consolida lo absurdo. No es por falta de amor por lo que Don Juan va de mujer en mujer. Es ridículo presentarlo como un iluminado en busca del amor total. Pero tiene que repetir ese don y ese ahondamiento porque ama a todas con el mismo ardor y cada vez con todo su ser. De ahí que cada una espere darle lo que nadie le ha dado nunca. Ellas se engañan profundamente cada vez y sólo consiguen hacerle sentir la necesidad de esa repetición. 'Por fin -exclama una de ellas- te he dado el amor." ¿Sorprenderá que Don Juan se ría de ella? "¿Por fin? -dice-; no, sino una vez más." ¿Por qué habría de ser necesario amar raras veces para amar mucho?

¿Don Juan es triste? No es verosímil. Apenas apelaré a la crónica. Esa risa, la insolencia victoriosa, esos saltos y la afición a lo teatral son claros y alegres. Todo ser sano tiende a multiplicarse. Así le sucede a Don Juan.

Pero, además, los tristes tienen dos motivos para estarlo: ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera. Hace pensar en esos artistas que conocen sus límites, no los pasan nunca, y en ese intervalo precario en que se instala su espíritu poseen la facilidad maravillosa de los maestros. Eso es, sin duda, el genio: la inteligencia que conoce sus fronteras. Hasta la frontera de la muerte física, Don Juan ignora la tristeza. Desde el momento que sabe, su risa estalla y hace que se perdone todo. Era triste en la época en que esperaba. Ahora vuelve a encontrar en la boca de esa mujer el gusto amargo y reconfortante de la ciencia única. ¿Amargo? ¡Es apenas esa imperfección necesaria que hace sensible la dicha!

Es un gran error tratar de ver en Don Juan a un hombre que se alimenta con el Eclesiastés. Pues nada para él es vanidad sino la esperanza en otra vida. Lo prueba, puesto que se la juega contra el cielo mismo. No le pertenece el pesar por el deseo perdido en el goce, ese lugar común de la impotencia. Eso está ¡bien en el Fausto, quien cree en Dios lo bastante como para venderse al diablo. Para Don Juan la cosa es más sencilla. El "Burlador" de Tirso de Molina responde siempre a las amenazas del infierno: "¡Tan largo me lo fiais!" Lo que viene después de la muerte es fútil, ¡y qué larga serie de días para quien sabe estar vivo!

Fausto reclamaba los bienes de este mundo: el desdichado sólo tenía que tender la mano. Ya era vender su alma no saber gozar de ella. Por el contrario, Don Juan busca la saciedad. Si abandona a una mujer bella no es, en modo alguno, porque ya no la desee. Una mujer bella es siempre deseable. Pero es que desea a otra, y eso no es lo mismo.

Esta vida le colma y nada es peor que perderla. Este loco es un gran sabio. Pero los hombres que viven de la esperanza se avienen mal a este universo en el que la bondad cede el lugar a la generosidad, la ternura al silencio viril, la comunión al valor solitario. Y todos dicen: "Era un débil, un idealista o un santo". Hay que rebajar la grandeza que ofende.

Causan bastante indignación (o esa risa cómplice que degrada lo que admira) los discursos de Don Juan y esa misma frase que sirve para todas las mujeres. Pero para quien busca la cantidad de los goces sólo cuenta la eficacia. ¿Para qué complicar las contraseñas que han dado ya sus pruebas? Nadie, ni la mujer ni el hombre, las escucha, sino más bien la voz que las pronuncia. Son una regla, la convención y la cortesía. Se dicen, después de lo cual queda por hacer lo más importante. Don Juan se prepara ya para ello. ¿Por qué se ha de plantear un problema de moral? No es como el Mañara de Milosz, que se condena por el deseo de ser un santo. El infierno es para él algo que se desafía. No tiene sino una respuesta para la cólera divina, y es el honor humano: "Tengo honor -dice al Comendador- y cumplo mi promesa porque soy un caballero". Pero sería un error igualmente grande considerarlo un inmoralista.

Es a ese respecto "como todo el mundo": tiene la moral de su simpatía o su antipatía. No se comprende bien a Don Juan sino refiriéndose siempre a lo que simboliza vulgarmente: el seductor corriente y el mujeriego. Es un seductor ordinario, con la diferencia de que es consciente y por ello absurdo. Un seductor que se hace lúcido no cambiará por ello. Seducir es su estado. Sólo en las novelas se cambia de estado o se vuelve uno mejor. Pero se puede decir que a la vez nada cambia y todo se transforma. Lo que Don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad, al contrario del santo, que tiende a la calidad. No creer en el sentido profundo de las cosas es lo propio del hombre absurdo. Recorre, estruja y quema esos rostros ardientes o maravillados. El tiempo marcha con él.

El hombre absurdo es el que no se separa del tiempo. Don Juan no piensa en "coleccionar" mujeres. Agota su número y con ellas sus probabilidades de vida. Coleccionar es ser capaz de vivir del pasado propio. Pero él rechaza la añoranza, esa otra forma de la esperanza. No sabe contemplar los retratos.

¿Es, por lo tanto, egoísta? A su manera, sin duda. Pero también a este respecto hay que entenderse. Existen los que han nacido para vivir y los que han nacido para amar. Por lo menos, Don Juan lo diría de buena gana. Pero podría elegir mediante una abreviación, pues el amor de que se habla aquí está adornado con las ilusiones de lo eterno. Todos los especialistas de la pasión nos lo dicen: no hay amor eterno si no es contrariado. No hay pasión sin lucha. Semejante amor no termina sino en la última contradicción, que es la muerte. Hay que ser Werther o nada. Hay también en esto muchas maneras de suicidarse, una de las cuales es el don total y el olvido de la propia persona. Don Juan, tanto como cualquier otro, sabe que eso puede ser conmovedor. Pero es uno de los pocos enterados de que lo importante no es eso. Sabe también que aquellos a quienes un gran amor aparta de toda vida personal se enriquecen, quizá, pero empobrecen seguramente a los elegidos por su amor. Una madre, una mujer apasionada tiene necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo.

Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que conmueve a Don Juan, y éste es liberador. Trae consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento se debe a que se sabe perecedero. Don Juan ha elegido no ser nada. Para él se trata de ver claro. No llamamos amor a lo que nos liga a ciertos seres sino por referencia a una manera de ver colectiva y de la que son responsables los libros y las leyendas. Pero yo no conozco del amor sino esa mezcla de deseo, ternura e inteligencia que me une a tal ser. Este compuesto no es el mismo para tal otro. No tengo derecho a dar el mismo nombre a todas esas experiencias. Ello dispensa de realizarlas con los mismos gestos. El hombre absurdo multiplica también a este respecto lo que no puede unificar. Así descubre una nueva manera de ser que le libera por lo menos tanto como libera a quienes se le acercan. No hay más amor generoso que el que se sabe al mismo tiempo pasajero y singular. Todas estas muertes y todos estos renacimientos constituyen para Don Juan la gavilla de su vida. Es la manera que tiene de dar y de hacer vivir. Dejo que se juzgue si se puede hablar de egoísmo.

Pienso ahora en todos los que quieren absolutamente que Don Juan sea castigado, no sólo en otra vida, sino también en ésta. Pienso en todos esos cuentos, esas leyendas y esas risas sobre Don Juan envejecido. Pero Don Juan está ya preparado para ello. Para un hombre consciente no constituyen una sorpresa la vejez y lo que ella presagia. Precisamente, no es consciente sino en la medida en que no se oculta el horror. Había en Atenas un templo consagrado a la vejez. Llevaban a él a los niños. En cuanto a Don Juan, cuanto más se ríe de él tanto más se acusa su figura. Rechaza con ello la que le prestaron los románticos. Nadie quiere reírse de ese Don Juan torturado y lastimoso. Se le compadece. ¿Le redimirá el cielo? Pero no se trata de eso. En el universo que entrevé Don Juan, está comprendido también el ridículo. El consideraría normal que se le castigase. Es la regla del juego. Y su generosidad consiste, justamente, en que ha aceptado toda la regla del juego. Pero sabe que tiene razón y que no puede tratarse de castigo. Un destino no es una sanción.

Ese es su crimen, y se comprende que los hombres de lo eterno deseen que se le castigue. Ha adquirido una ciencia sin ilusiones que niega todo lo que ellos profesan. Amar y poseer, conquistar y agotar es su manera de conocer. (Tiene sentido en esa palabra favorita de la Santa Escritura que llama 'conocer" el acto sexual.) Es el peor enemigo de ellos en la medida en que los ignora. Un cronista informa que el verdadero "Burlador" murió asesinado por franciscanos que quisieron "poner fin a los excesos y las impiedades de Don Juan, a quien su nacimiento aseguraba la impunidad". Declararon luego que el cielo lo había fulminado. Nadie ha demostrado ese extraño fin, ni nadie ha demostrado lo contrario. Pero sin preguntarme si eso es verosímil, puedo decir que es lógico. Sólo quiero referirme aquí a la palabra "nacimiento" y jugar con las palabras: su vida era la que aseguraba su inocencia, y sólo la muerte le dio una culpabilidad ahora legendaria.

¿Qué otra cosa significa ese Comendador de piedra, esa fría estatua que se anima para castigar a la sangre y al coraje que se han atrevido a pensar? Todos los poderes de la Razón eterna, del orden, de la moral universal, toda la grandeza extraña de un Dios accesible a la cólera, se resumen en él. Esa piedra gigantesca y sin alma simboliza solamente las potencias que Don Juan ha negado para siempre. Pero en eso termina la misión del Comendador. El rayo y el trueno pueden volver al cielo ficticio del que bajaron. La verdadera tragedia se representa al margen de ellos.

No, Don Juan no muere bajo una mano de piedra. Creo de buena gana en la bravata legendaria, en esa risa insensata del hombre sano que desafía a un dios que no existe. Pero creo, sobre todo, que esa noche en que Don Juan esperaba en casa de Doña Ana no se presentó el Comendador y el impío debió sentir, pasada la medianoche, la terrible amargura de quienes han tenido razón. Acepto más de buena gana todavía el relato de su vida que, para terminar, le hace sepultarse en un convento. No es que el aspecto edificante de la historia pueda ser considerado verosímil.

¿Qué refugio podía pedir a Dios? Pero eso simboliza más bien la terminación lógica de una vida completamente empapada de absurdo, el feroz desenlace de una existencia vuelta hacia goces sin mañana. El goce termina aquí en ascetismo. Hay que comprender que pueden ser como los dos rostros de una misma carencia. ¿Qué imagen más espantosa se puede desear que la de un hombre a quien traiciona, su cuerpo y que, por no haber muerto a tiempo, consuma la comedia esperando el fin cara a cara con ese dios al que no adora, sirviéndole como ha servido a la vida, arrodillado ante el vacío, con los brazos tendidos hacia un cielo sin elocuencia y que, según él sabe, tampoco tiene profundidad? Veo a Don Juan en una celda de esos monasterios españoles perdidos en una colina. Y si mira algo, no es a los fantasmas de los amores huidos, sino, quizá, por una aspillera ardiente, a alguna llanura silenciosa de España, tierra magnífica y sin alma en la que se reconoce. Sí, hay que detenerse en esta imagen melancólica y resplandeciente. El fin último esperado pero nunca deseado, es despreciable.

La comedia

"El espectáculo -dice Hamlet- es la trampa donde atraparé la conciencia del rey." Atrapar está bien dicho, pues la conciencia va rápidamente o se repliega. Hay que cazarla al vuelo, en ese momento inapreciable en el que echa sobre sí misma una mirada fugitiva. Al nombre cotidiano no le gusta detenerse en ella. Todo le apremia, por el contrario. Pero, al mismo tiempo, nada le interesa más que él mismo, sobre todo lo que podría ser.

 

De ahí su afición al teatro, al espectáculo, donde se le proponen tantos destinos cuya poesía recibe sin sufrir su amargura. En eso, por lo menos, se reconoce al hombre inconsciente, que continúa apresurándose hacia no se sabe qué esperanza. El hombre absurdo comienza donde aquél termina, donde, dejando de admirar el juego, el espíritu quiere intervenir en él. Penetrar en todas esas vidas, experimentarlas en su diversidad es propiamente representarlas. No digo que los actores en general obedezcan a ese llamamiento, que sean nombres absurdos, sino que su destino es un destino absurdo que podría seducir y atraer a un corazón clarividente. Es necesario sentar esto para que se entienda sin contrasentido lo que va a seguir.

El actor reina en lo perecedero. Entre todas las glorias, la suya es, como se sabe, la más efímera. Así se dice, por lo menos, en la conversación. Pero todas las glorias son efímeras. Desde el punto de vista de Sirio, las obras de Goethe se habrán convertido en polvo y su nombre se habrá olvidado dentro de diez mil años. Algunos arqueólogos buscarán, quizá, testimonios de nuestra época. Esta idea ha sido siempre docente. Bien meditada, reduce nuestras agitaciones a la nobleza profunda que se encuentra en la indiferencia. Sobre todo, dirige nuestras preocupaciones hacia lo más seguro, es decir, hacia lo inmediato. De todas las glorias, la menos engañosa es la que se vive.

El actor ha elegido, por lo tanto, la gloria innumerable, la que se consagra y se experimenta. Él es quien saca la mejor conclusión del hecho de que todo debe morir un día. Un actor triunfa o no triunfa. Un escritor conserva una esperanza, aunque sea desconocido. Supone que sus obras atestiguarán lo que fue. El actor nos dejará todo lo más una fotografía, y nada de lo que era él, sus gestos y sus silencios, su corto resuello o su respiración amorosa, llegará hasta nosotros. Para él no ser conocido es no representar, y no representar es morir cien veces con todos los seres que habría animado o resucitado.

¿Puede sorprender encontrar una gloria perecedera edificada sobre las creaciones más efímeras? El actor tiene tres horas para ser Yago o Alcestes, Fedra o Glocester. En ese breve tiempo los hace nacer y morir sobre cincuenta metros cuadrados de tablas. Nunca ha sido ilustrado lo absurdo tan bien ni tan largo tiempo. Esas vidas maravillosas, esos destinos únicos y completos que se desarrollan y terminan entre paredes, ¿pueden resumirse de una manera más reveladora? Una vez que deja el tablado, Segismundo ya no es nada. Dos horas después se le ve comiendo fuera de casa. Quizá sea entonces cuando la vida es un sueño. Pero después de Segismundo viene otro. El personaje que sufre de incertidumbre reemplaza al hombre que ruge después de vengarse. Recorriendo así los siglos y los espíritus, imitando al hombre tal como puede ser y tal como es, el actor se asemeja a ese otro personaje absurdo que es el viajero. Como él, agota algo y recorre sin descanso. Es el viajero del tiempo y, en lo que respecta a los mejores, el viajero acosado por las almas. Si la moral de la cantidad pudiera encontrar alguna vez un alimento, lo encontraría seguramente en esta escena singular. Es difícil decir en qué medida el actor se beneficia con sus personajes. Pero lo importante no es eso. Se trata de saber, únicamente, hasta qué punto se identifica con esas vidas irremplazables. Sucede, en efecto, que las transporta consigo, que desbordan ligeramente el tiempo y el espacio en que han nacido. Acompañan al actor, y éste no se separa ya muy fácilmente de lo que él ha sido. Sucede que para tomar su vaso reencuentra el ademán de Hamlet al levantar la copa. No, no es tan grande la distancia que le separa de los seres que hace vivir. Ilustra entonces abundantemente todos los meses o todos los días esa verdad tan fecunda de que no hay frontera entre lo que un hombre quiere ser y lo que es. Lo que demuestra es hasta qué punto el parecer hace al ser, pues se ocupa constantemente en representar mejor. Pues su arte consiste en fingir absolutamente, en penetrar lo más posible en vidas que no son la suya. Al término de su esfuerzo se aclara su vocación: dedicarse con todo su corazón a no ser nada o a ser muchos. Cuanto más estrecho es el límite que se le da para crear su personaje tanto más necesario es su talento. Va a morir dentro de tres horas con el rostro que tiene hoy. Es necesario que en tres horas experimente y exprese todo un destino excepcional. Eso se llama perderse para volverse a encontrar. En esas tres horas va hasta el final del camino sin salida que el hombre de la sala tarda toda su vida en recorrer.

El actor, mimo de lo perecedero, no se ejercita ni se perfecciona sino en la apariencia. Lo convencional del teatro consiste en que el corazón no se expresa ni se hace entender sino mediante los gestos y el cuerpo, o mediante la voz, que pertenece tanto al alma como al cuerpo. La ley de este arte quiere que todo tome cuerpo y se traduzca en carne. Si en el escenario hubiera que amar corno se ama, emplear esa irremplazable voz del corazón, mirar cómo se mira, nuestro lenguaje sería cifrado. En él los silencios deben hacerse oír. El amor alza el tono y la inmovilidad misma se hace espectacular. El cuerpo es rey. No es "teatral" el que quiere serlo y esta palabra desacreditada erróneamente abarca toda una estética y toda una moral. La mitad de una vida humana transcurre sobrentendiendo, volviendo la cabeza y callándose. El actor es aquí el intruso. Levanta el sortilegio de esta alma encadenada y las pasiones se precipitan finalmente a su escenario. Hablan en todos los gestos, no viven sino dando gritos. Así, el actor compone sus personajes para ostentarlos. Los dibuja o los esculpe, se introduce en su forma imaginaria y da a sus fantasmas su sangre. No es necesario decir que me refiero al gran teatro, al que da al actor la ocasión de cumplir su destino enteramente físico. Véase a Shakespeare. En este teatro del primer movimiento son los furores del cuerpo los que dirigen la danza. Lo explican todo. Sin ellos todo se derrumbaría. El rey Lear no iría nunca a la cita que le da la locura sin el gesto brutal que destierra a Cordelia y condena a Edgar. Por lo tanto, es justo que esta tragedia se desarrolle bajo el signo de la demencia. Las almas se entregan a los demonios y a su zarabanda. No hay menos de cuatro locos, uno por oficio, otro por voluntad y los dos últimos por tormento: cuatro cuerpos desordenados, cuatro rostros indecibles de una misma condición.

La escala misma del cuerpo humano es insuficiente. Con la máscara y los coturnos, el maquillaje que reduce y acusa el rostro en sus elementos esenciales, el vestido que exagera y simplifica, este universo lo sacrifica todo a la apariencia y no está hecho sino para el ojo. En virtud de un milagro absurdo, es el cuerpo el que sigue proporcionando el conocimiento. Nunca comprendería yo bien a Yago si no lo representase.

Por mucho que le oiga, no lo capto sino en el momento en que lo veo. Por consiguiente, el actor tiene la monotonía, la silueta única, obsesionante, a la vez extraña y familiar del personaje absurdo que pasea a través de todos sus protagonistas. También en eso la gran obra teatral sirve a esa unidad de tono. En eso es en lo que el actor se contradice: es él mismo y, no obstante, tan diverso, tantas almas resumidas por un solo cuerpo. Pero es la contradicción absurda misma este individuo que quiere alcanzarlo todo y vivirlo todo, esta inútil tentativa, esta obstinación sin alcance. Lo que se contradice siempre se une, no obstante, en él. Se halla en ese lugar en que el cuerpo y el espíritu se unen y se aprietan, en que el segundo, cansado de sus fracasos, se vuelve hacia su aliado más fiel. "Y benditos sean aquellos -dice Hamlet- cuya sangre y cuyo juicio se mezclan tan curiosamente que no son una flauta en la que el dedo de la fortuna hace sonar el agujero que le place".

¿Cómo no iba a condenar la Iglesia semejante ejercicio en el actor?

Repudiaba ella en este arte la multiplicación herética de las almas, la orgía de emociones, la pretensión escandalosa de un espíritu que se niega a no vivir más que un destino y se precipita en todas las intemperancias. Ella proscribía en ellos esa afición al presente y ese triunfo de Proteo que son la negación de todo lo que ella enseña. La eternidad no es un juego. Un espíritu lo bastante insensato como para preferir una comedia ya no puede salvarse. No hay compromiso entre el "en todas partes" y el "siempre". De ahí que ese oficio tan despreciado pueda dar lugar a un conflicto espiritual desmesurado. "Lo que importa -dice Nietzsche- no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad." Todo el drama está, en efecto, en esta elección.

Adriana Lecouvreur, en su lecho de muerte, quería confesarse y comulgar, pero se negó a renunciar a su profesión. Perdió con ello el beneficio de la confesión. ¿Qué era eso, en efecto, sino ponerse contra Dios en defensa de su propia pasión profunda? Y esa mujer agonizante, al negarse con lágrimas en los ojos a renegar del que llamaba su arte, dio pruebas de una grandeza, que jamás alcanzó en la escena. Fue su papel más hermoso y el más difícil de representar. Elegir entre el cielo y una fidelidad irrisoria, preferirse a la eternidad o abismarse en Dios es la tragedia secular en la que hay que estar en su sitio.

Los comediantes de la época sabían que estaban excomulgados. Ingresar en la profesión era elegir el Infierno. Y la Iglesia los consideraba como sus peores enemigos. Algunos literatos se indignan: "¡Cómo negar a Moliere los últimos sacramentos!" Pero eso era justo y, sobre todo, para él, que murió en escena y termina bajo el disfraz una vida enteramente dedicada a la dispersión. A propósito de él se invoca al genio que lo excusa todo. Pero el genio no excusa nada, justamente porque se niega a hacerlo.

El actor sabía, por lo tanto, el castigo que se le prometía. ¿Pero qué sentido podían tener tan vagas amenazas en comparación con el último castigo que le reservaba la vida misma? Era éste el que sentía de antemano y aceptaba completamente. Para el actor, lo mismo que para el hombre absurdo, una muerte prematura es irreparable. Nada puede compensar la suma de los rostros y los siglos que de no ser por ella habría recorrido. Pero, de todos modos, se trata de morir. Pues el actor está, sin duda, en todas partes, pero el tiempo lo arrastra también y ejerce efecto en él.

Basta un poco de imaginación para sentir lo que significa un destino de actor. Este compone y enumera sus personajes en el tiempo. También aprende a dominarlos en el tiempo. Cuantas más vidas diferentes ha vivido tanto más se separa de ellas. Llega un tiempo en que hay que morir en la escena y en el mundo. Lo que ha vivido está frente a él. Lo ve claramente.

Siente lo que tiene esa aventura, desgarrador e irremplazable. Sabe, y ahora puede morir. Hay asilos para los comediantes viejos.

La conquista "No -dice el conquistador-, no creáis que para amar la acción haya tenido que 'desaprender' a pensar. Por el contrario, puedo definir perfectamente lo que creo, pues lo creo con fuerza y lo veo con una visión cierta y clara." Desconfiad de quienes dicen: "Conozco esto demasiado bien para que pueda expresarlo." Pues si no pueden es porque no lo saben o porque por pereza se han limitado a la corteza.

Yo no tengo muchas opiniones. Al final de una vida, el hombre se da cuenta de que ha pasado años tratando de confirmarse una sola verdad. Pero una sola, si es evidente, basta para orientar una existencia. En lo que a mí respecta, tengo decididamente algo que decir sobre el individuo. Se debe hablar de él con rudeza y, si es necesario, con el desprecio conveniente.

Un hombre lo es más por las cosas que calla que por las que dice. Son muchas las que yo voy a callar. Pero creo firmemente que todos los que han juzgado al individuo lo han hecho con mucha menos experiencia que nosotros para fundamentar su juicio. La inteligencia, la conmovedora inteligencia ha presentido, quizá, lo que había que comprobar. Pero la época, sus ruinas y su sangre nos llenan de evidencias. A los pueblos antiguos, y también a los más recientes hasta nuestra era maquinal, les era posible parangonar las virtudes de la sociedad y del individuo, averiguar cuál de ellos debía servir al otro. Eso era posible, ante todo, en virtud de esa aberración tenaz del corazón del hombre según la cual los seres fueron puestos en el mundo para servir o para ser servidos. Eso era aún posible porque ni la sociedad ni el individuo habían mostrado toda su habilidad.

He visto a personas agudas maravillarse ante las obras de arte de los pintores holandeses nacidos durante las sangrientas guerras de Flandes, conmoverse ante las oraciones de los místicos silesianos formados en la guerra espantosa de los Treinta Años. Los valores eternos sobrenadan, ante sus ojos asombrados, por encima de los tumultos seculares. Pero el tiempo ha corrido desde entonces. Los pintores actuales carecen de esa serenidad. Aunque en el fondo tengan el corazón que necesita el creador, quiero decir un corazón seco, no les sirve de nada, pues todo el mundo, y el santo mismo, está movilizado. Esto es, quizá, lo que he sentido más profundamente. Con cada forma abortada en las trincheras, con cada rasgo, metáfora o plegaria triturados por la metralla, lo eterno pierde una partida. Consciente de que no puedo separarme de mi época, he decidido formar cuerpo con ella. Por eso si hago tanto caso del individuo es porque me parece irrisorio y humillado. Porque sé que no hay causas victoriosas me gustan las causas perdidas: éstas exigen un alma entera, igual en su derrota como en sus victorias pasajeras. Para quien se siente solidario con el destino de este mundo, el choque de las civilizaciones tiene algo de angustioso. Yo he hecho mía esa angustia al mismo tiempo que he querido jugar en ella mi partida.

Entre la historia y lo eterno he elegido la historia, porque me gustan las certidumbres. De ella por lo menos estoy seguro, ¿y cómo negar esta fuerza que me aplasta?

Llega siempre un tiempo en que hay que elegir entre la contemplación y la acción. Eso se llama hacerse un hombre. Esos desgarramientos son espantosos, pero para un corazón orgulloso no puede haber término medio. Existe Dios o el tiempo, esta cruz o esta espada. Este mundo tiene un sentido más alto que supera a sus agitaciones o nada es cierto sino esas agitaciones. Hay que vivir con el tiempo y morir con él o sustraerse a él para una vida más grande. Sé que se puede transigir y que se puede vivir en el siglo y creer en lo eterno. Eso se llama aceptar. Pero me opongo a este término y quiero todo o nada. Si elijo la acción, no se crea que la contemplación es para mí una tierra desconocida. Pero no puede dármelo todo y, privado de lo eterno, quiero aliarme con el tiempo. No quiero tener en cuenta la nostalgia ni la amargura y lo único que quiero es ver con claridad. Te lo digo: mañana te movilizarán. Para ti y para mí eso es una liberación. El individuo no puede nada y, sin embargo, lo puede todo. En esta maravillosa disponibilidad se comprenderá por qué lo ensalzo y lo aplasto a la vez. El mundo es quien lo tritura y yo soy quien lo libera. Yo le proporciono todos sus derechos.

Los conquistadores saben que la acción es en sí misma inútil. Sólo hay una acción útil, la que reharía al hombre y a la tierra. Yo no reharé nunca a los hombres. Pero hay que hacer "como si", pues el camino de la lucha me hace volver a encontrar la carne. Aunque humillada, la carne es mi única certidumbre. Solo puedo vivir de ella. La criatura es mi patria. Por eso he elegido este esfuerzo absurdo y sin alcance. Por eso estoy del lado de la lucha. La época se presta para ello, como he dicho. Hasta ahora la grandeza de un conquistador era geográfica. Se medía por la extensión de los territorios vencidos. Por algo ha cambiado de sentido la palabra y ya no designa al general vencedor. La grandeza ha cambiado de campo. Está en la protesta y en el sacrificio sin porvenir. Pero no es por complacencia en la derrota. La victoria sería deseable. Pero sólo hay una victoria y es eterna. Es la que no conseguiré nunca. Con eso es con lo que tropiezo y me atasco. Una revolución se realiza siempre contra los dioses, comenzando por la de Prometeo, el primero de los conquistadores modernos. Es una reivindicación del hombre contra su destino: la reivindicación del pobre no es sino un pretexto. Pero no puedo captar este espíritu sino en su acto histórico y ahí es donde me reúno con él. No se crea, sin embargo, que me complazco en ello: frente a la contradicción esencial defiendo mi contradicción humana. Instalo mi lucidez en medio de lo que la niega. Exalto al hombre ante lo que lo aplasta y mi libertad, mi rebelión y mi pasión se unen en esa tensión, esa clarividencia y esa repetición desmesurada.

Sí, el hombre es su propio fin. Y es su único fin. Si quiere ser algo, tiene que serlo en esta vida. Ahora lo sé de sobra. Los conquistadores hablan a veces de vencer y superar. Pero siempre quieren decir "superarse". Sabéis muy bien lo que eso significa. Todo hombre se ha sentido igual a un dios en ciertos momentos. Por lo

menos, así se dice. Pero eso se debe a que, en un relámpago, ha sentido la asombrosa grandeza del espíritu humano. Los conquistadores son solamente aquellos hombres que se sienten con fuerzas suficientes como para estar seguros de vivir constantemente a esas alturas y con la plena conciencia de esa grandeza. Es una cuestión de aritmética, de más o de menos. Los conquistadores pueden con lo más, pero no pueden más que el hombre mismo cuando lo quiere. Por eso no abandonan nunca el crisol humano y se hunden en lo más ardiente del alma de las revoluciones.

Encuentran allí a la criatura mutilada, pero encuentran también los únicos valores que aman y admiran: el hombre y su silencio. Esa es a la vez su miseria y su riqueza. Sólo hay un lujo para ellos y es el de las relaciones humanas.

¿Cómo no se ha de comprender que en este universo vulnerable todo lo que es humano y no es más que eso adquiere un sentido más ardiente?

Los rostros tensos, la fraternidad amenazada, la amistad tan fuerte y tan púdica de los hombres entre sí son las verdaderas riquezas, puesto que son perecederas. Entre ellas es donde el espíritu siente más sus poderes y sus límites. Es decir, su eficacia. Algunos han hablado de genio, pero al genio, lo digo en seguida, prefiero la inteligencia. Se debe decir que ésta puede ser entonces magnífica. Ilumina este desierto y lo domina. Conoce sus servidumbres y las ilustra. Morirá al mismo tiempo que este cuerpo. Pero su libertad consiste en saberlo.

No lo ignoramos, todas las Iglesias están contra nosotros. Un corazón tan tenso se sustrae a lo eterno y todas las Iglesias, divinas o políticas, aspiran a lo eterno. La felicidad y el valor, el salario y la justicia son para ellas fines secundarios. Proporcionan una doctrina y hay que consentir en ella. Pero yo nada tengo que ver con las ideas o lo eterno. Puedo tocar con la mano las verdades a mi medida. No puedo separarme de ellas. Por eso no se puede fundar nada sobre mí: nada del conquistador perdura, ni siquiera sus doctrinas.

Al final de todo eso, a pesar de todo, está la muerte. Lo sabemos, y sabemos también que lo termina todo. Por eso son horribles esos cementerios que cubren a Europa y que atormentan a algunos de nosotros. No se embellece sino lo que se ama y la muerte nos repugna y nos cansa. También a ella hay que conquistarla. El último Carrara, prisionero en la Padua vaciada por la peste y asediada por los venecianos, recorría gritando las salas de su palacio desierto; llamaba al diablo y le pedía la muerte. Era una manera de superarla. Y es también una señal de valor propia del Occidente haber hecho tan espantosos los lugares donde la muerte se cree honrada.

En el universo del rebelde la muerte exalta a la injusticia. Es el abuso supremo.

Otros, también sin transigir, han elegido lo eterno y denunciado la ilusión de este mundo. Sus cementerios sonríen entre una multitud de flores y pájaros. Eso conviene al conquistador y le da la imagen clara de lo que él ha rechazado. Ha elegido, por el contrario, la cerca de palastro o la fosa anónima. Los mejores entre los hombres de lo eterno se sienten a veces presa de un espanto lleno de consideración y de piedad ante espíritus que pueden vivir con semejante imagen de su muerte. Sin embargo, esos hombres sacan de ella su fuerza y su justificación. Nuestro destino está frente a nosotros y lo desafiamos, menos por orgullo que por la conciencia que tenemos de nuestra condición intrascendente. También nosotros nos compadecemos a veces de nosotros mismos. Es la única compasión que nos parece aceptable: un sentimiento que quizá no comprendáis y que os parece poco viril. Sin embargo, lo experimentan los más audaces de entre nosotros. Pero nosotros llamamos viriles a los lúcidos y no queremos una fuerza que se separe de la clarividencia.

Diremos una vez más que estas imágenes no proponen moralejas ni implican juicios: son diseños. Simbolizan únicamente un estilo de vida. El amante, el comediante o el aventurero encarnan lo absurdo. Pero también, si lo quieren, el casto, el funcionario o el presidente de la república. Basta con saber y no ocultar nada. En los museos italianos se encuentran a veces pequeñas pantallas pintadas que el sacerdote mantenía ante la vista de los condenados para ocultarles el cadalso. El salto en todas sus formas, la precipitación a lo divino o a lo eterno, el abandono a las ilusiones de lo cotidiano o de la idea son otras tantas pantallas que ocultan lo absurdo. Pero hay funcionarios sin pantalla y quiero hablar de ellos.

He elegido a los más extremados. En esa situación lo absurdo les da un poder real. Es cierto que esos príncipes no tienen reino, pero tienen sobre los otros la segura ventaja de saber que todos los reinos son ilusorios. Saben, eso constituye toda su grandeza, y es inútil que se quiera hablar a su respecto de desdicha oculta o de las cenizas de la desilusión. Estar privado de esperanza no es desesperar. Las llamas de la tierra valen tanto como los perfumes celestes. Ni yo ni nadie podemos juzgarlos aquí. No tratan de ser mejores, sino de ser consecuentes. Si la palabra sabio se aplica al hombre que vive de lo que tiene, sin especular sobre lo que no tiene, esos son hombres sabios. Uno de ellos, conquistador, pero del espíritu; Don Juan, pero del conocimiento; comediante, pero de la inteligencia, lo sabe mejor que nadie: No se merece en modo alguno un privilegio en la tierra y en el cielo cuando se ha llevado la querida y pequeña mansedumbre de carnero hasta la perfección: no por ello se deja de seguir siendo, en el mejor caso, un querido carnerito ridículo con cuernos y nada más, aun admitiendo que no se reviente de vanidad y que no se provoque el escándalo con sus actitudes de juez".

En todo caso, era necesario restituir al razonamiento absurdo rostros más ardientes. La imaginación puede añadirle otros muchos, fijados en el tiempo y el destierro, que saben también vivir de acuerdo con un universo sin porvenir y sin debilidad. Este mundo absurdo y sin dios se puebla entonces con hombres que piensan con claridad y ya no esperan. Y todavía no he hablado del más absurdo de los personajes, que es el creador.

LA CREACIÓN ABSURDA 

Filosofía y novela 

Todas estas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin algún pensamiento profundo y constante que las anime con su fuerza. También en esto sólo puede tratarse de un singular sentimiento de fidelidad. Se ha visto a hombres conscientes cumplir su tarea en medio de las guerras más estúpidas sin creerse en contradicción. Es que se trataba de no eludir nada. Hay una felicidad metafísica en la defensa de la absurdidad del mundo. La conquista o el juego, el amor innumerable, la rebelión absurda son homenajes que el hombre tributa a su dignidad en una campaña en la que está vencido de antemano.

Se trata solamente de ser fiel a la regla del combate. Este pensamiento puede bastar para alimentar a un hombre: ha sostenido y sostiene a civilizaciones enteras. No se niega la guerra. Hay que morir o vivir de ella. Lo mismo sucede con lo absurdo: se trata de respirar con él, de reconocer sus lecciones y de volver a encontrar su carne. A este respecto, el goce absurdo por excelencia es la creación. "El arte y nada más que el arte -dice Nietzsche-. Tenemos el arte para no morir de la verdad."

En la experiencia que trato de describir y hacer sentir de muchos modos surge ciertamente un tormento allí donde muere otro. La búsqueda pueril del olvido, el llamamiento de la satisfacción, no hallan ahora eco. Pero la tensión constante que mantiene el hombre frente al mundo, el delirio ordenado que le impulsa a acoger todo le dejan otra fiebre. En este universo es la obra la única probabilidad de mantener la propia conciencia y de fijar en ella las aventuras. Crear es vivir dos veces. La búsqueda titubeante y ansiosa de un Proust, su meticulosa colección de flores, de tapices y de angustias no significan otra cosa. Al mismo tiempo, no tiene más alcance que la creación continua e inapreciable a la que se entregan durante todos los días de su vida el comediante, el conquistador y todos los hombres absurdos. Todos tratan de imitar, repetir y recrear su propia realidad. Terminamos siempre por tener el rostro de nuestras verdades. Para un hombre apartado de lo eterno la existencia entera no es sino una imitación desmesurada bajo la máscara de lo absurdo. La creación es la gran imitación.

Estos hombres saben, ante todo, y luego todo su esfuerzo consiste en recorrer, agrandar y enriquecer la isla sin porvenir a la que acaban de llegar. Pero es necesario saber, ante todo, pues el descubrimiento absurdo coincide con un tiempo de descanso en el que se elaboran y justifican las pasiones futuras. Hasta los hombres sin evangelio tienen su Monte de los Olivos. Y tampoco en el suyo hay que dormirse. Para el hombre absurdo no se trata ya de explicar y de resolver, sino de sentir y describir. Todo comienza con la indiferencia clarividente.

Describir, tal es la última ambición de un pensamiento absurdo. También la ciencia, al llegar al término de sus paradojas, deja de proponer y se detiene para contemplar y dibujar el paisaje siempre virgen de los fenómenos. El corazón aprende así que esa emoción que nos transporta ante los rostros del mundo no procede de su profundidad, sino de su diversidad. La explicación es inútil, pero la sensación subsiste y con ella los llamamientos incesantes de un universo inagotable en cantidad. Ahora se comprende el lugar que ocupa la obra de arte.

Señala a la vez la muerte de una esperanza y su multiplicación. Es como una repetición monótona y apasionada de los temas ya orquestados por el mundo: el cuerpo, inagotable imagen en el frontón de los templos; las formas o los colores, el número o la angustia. Por lo tanto, no es indiferente, para terminar, encontrar nuevamente los principales temas de este ensayo en el universo magnífico y pueril del creador. Sería un error ver en ello un símbolo y creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo el pensamiento de un hombre. Pero, por primera vez, hace que el espíritu salga de sí mismo y lo coloca frente a otro, no para que se pierda en él, sino para mostrarle con un dedo preciso el camino sin salida en que se han metido todos. En el tiempo del razonamiento absurdo, la creación sigue a la indiferencia y al descubrimiento. Señala el punto desde el que se lanzan las pasiones absurdas y en el que se detiene el razonamiento. Así se justifica su lugar en este ensayo.

Bastará con poner de manifiesto algunos temas comunes al creador y al pensador para que volvamos a encontrar en la obra de arte todas las contradicciones del pensamiento metido en lo absurdo. Son menos, en efecto, las conclusiones idénticas que sacan las inteligencias semejantes que las contradicciones que les son comunes. Lo mismo puede decirse del pensamiento y la creación. Apenas necesito decir que es un mismo tormento el que lleva al hombre a esas actitudes. En él coinciden al partir. Pero entre todos los pensamientos que parten de lo absurdo he visto que muy pocos se mantenían en él. Y por sus desvíos o sus infidelidades he podido medir mejor lo que no pertenecía sino a lo absurdo.

Paralelamente, debo preguntarme: ¿es posible una obra absurda?

No se insistirá nunca demasiado en lo arbitrario de la antigua oposición entre arte y filosofía. Si se la quiere entender en un sentido demasiado preciso, es seguramente falsa. Si se quiere decir solamente que cada una de esas dos disciplinas tiene su clima particular, eso es, sin duda, cierto, pero vago. La única argumentación aceptable residía en la contradicción promovida entre el filósofo encerrado en medio de su sistema y el artista colocado ante su obra. Pero esto valía para cierta forma de arte y de filosofía a la que nosotros consideramos aquí secundaria. La idea de un arte separado de su creador no está solamente anticuada, sino que también es falsa. Por oposición al artista se señala que ningún filósofo ha creado nunca varios sistemas. Pero esto es cierto en la medida misma en que ningún artista ha expresado nunca más de una sola cosa bajo aspectos diferentes.

La perfección instantánea del arte, las necesidades de su renovación no son ciertas sino por prejuicio. Pues la obra de arte también es una construcción y todos saben cuán monótonos pueden ser los grandes creadores. El artista, lo mismo que el pensador, se empeña y se hace en su obra. Esta ósmosis plantea el más importante de los problemas estéticos. Además, nada más inútil que estas distinciones según los métodos y los objetos para quien se convence de la unidad de propósito del espíritu. No hay fronteras entre las disciplinas que el hombre se propone para comprender y amar. Se interpenetran y la misma angustia las confunde.

Es necesario decir esto desde el principio. Para que sea posible una obra absurda es necesario que se mezcle con ella el pensamiento bajo su forma más lúcida. Pero es necesario, al mismo tiempo, que no aparezca en ella sino como la inteligencia que ordena. Esta paradoja se explica con arreglo a lo absurdo. La obra de arte nace del renunciamiento de la inteligencia a razonar lo concreto. Señala el triunfo de lo carnal. Es el pensamiento lúcido el que la provoca, pero en ese acto mismo se niega. No cederá a la tentación de agregar a lo descrito un sentido más profundo que sabe ilegítimo. La obra de arte encarna un drama de la inteligencia, pero no lo demuestra sino indirectamente. La obra absurda exige un artista consciente de estos límites y un arte en el que lo concreto sólo se describa a sí mismo. No puede ser el fin, el sentido y el consuelo de una vida. Crear o no crear no cambia nada. El creador absurdo no se atiene a su obra. Podría renunciar a ella.

Renuncia a ella algunas veces. Le basta con una Abisinia.

Se puede ver en ello, al mismo tiempo, una regla de estética. La verdadera obra de arte está hecha siempre a la medida del hombre. Es esencialmente la que dice "menos". Hay cierta relación entre la experiencia global de un artista y la obra que la refleja, entre Wilhelm Meister y la madurez de Goethe. Esa relación es mala cuando la obra pretende dar toda la experiencia en el papel de encaje de una literatura de explicación. Esa relación es buena cuando la obra no es sino un trozo tallado en la experiencia, una faceta del diamante en que el brillo interior se resume sin limitarse. En el primer caso hay exceso de carga y pretensión a lo eterno. En el segundo, obra fecunda a causa de todo un supuesto de experiencia cuya riqueza se adivina. Para el artista absurdo el problema consiste en adquirir esa mundología que supera a la desenvoltura. Y al final el gran artista, bajo este clima, es ante todo un gran viviente si se entiende que vivir es tanto sentir como reflexionar. La obra encarna, por lo tanto, un drama intelectual. La obra absurda ilustra la renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya más que la inteligencia que hace funcionar las apariencias y que cubre con imágenes lo que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte.

No hablo ahora de las artes de la forma o del color, en las que sólo reina la descripción en su espléndida modestia. La expresión comienza donde termina el pensamiento. Esos adolescentes de ojos vacíos que pueblan los templos y los museos tienen su filosofía traducida a gestos. A un hombre absurdo le enseña más que todas las bibliotecas. Bajo otro aspecto, sucede lo mismo con la música. Si hay un arte privado de enseñanza, es precisamente ése. Está demasiado próximo a las matemáticas para no haber tomado de ellas su carácter gratuito. Ese juego del espíritu consigo mismo según leyes convenidas y medidas se desarrolla en el espacio sonoro que es el nuestro y más allá del cual las vibraciones vuelven a encontrarse, no obstante, en un universo inhumano. No existe sensación más pura. Estos ejemplos son demasiado fáciles. El hombre absurdo reconoce como suyas esas armonías y esas formas.

Pero yo querría hablar aquí de una obra en la que la tentación de explicar sigue siendo la mayor, en la que la ilusión se ofrece por sí misma, en a que la conclusión es casi inevitable. Me refiero a la creación novelesca. Me preguntaré si lo absurdo puede mantenerse en ella.

Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio, lo que equivale a lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de armonía conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado por analogías que permitan resolver el divorcio insoportable

El filósofo, aunque sea Kant, es creador. Tiene sus personajes, sus símbolos y su acción secreta. Tiene sus desenlaces. A la inversa, la preeminencia lograda por la novela con respecto a la poesía y el ensayo representa únicamente, y a pesar de las apariencias, una mayor intelectualización del arte. Entendámonos: se trata sobre todo de las más grandes. La fecundidad y la grandeza de un género se miden con frecuencia por sus desperdicios. El número de malas novelas no debe hacer olvidar la grandeza de las mejores. Estas, justamente, llevan consigo su universo. La novela tiene su lógica, sus razonamientos, su intuición y sus postulados.

Tiene también sus exigencias de claridad.

La oposición clásica de que hablaba más arriba se justifica menos todavía en este caso particular. Valía en la época en que era fácil separar a la filosofía de su autor.

En la actualidad, cuando el pensamiento no aspira ya a lo universal, cuando su mejor historia sería la de sus arrepentimientos, sabemos que el sistema, cuando es válido, no se separa de su autor. La Ética misma, en uno de sus aspectos, no es sino una larga y rigurosa confidencia. El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal. Y del mismo modo, los juegos novelescos del cuerpo y de las pasiones se ordenan un poco más con arreglo a las exigencias de una visión del mundo.

Ya no se cuentan "historias"; se crea el universo propio. Los grandes novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievski, Proust, Malraux, Kafka, por no citar más que algunos.

Pero, justamente, el hecho de que hayan preferido escribir con imágenes más bien que con razonamientos revela cierta idea, que les es común, de la inutilidad de todo principio de explicación y convencida del mensaje de enseñanza de la apariencia sensible. Consideran que la obra es al mismo tiempo un fin y un principio. Es el resultado de una filosofía con frecuencia inexpresada, su ilustración y su coronamiento. Pero no es completa sino por los subentendidos de esa filosofía. Justifica, en fin, esta variante de un tema antiguo: que un poco de pensamiento aleja de la vida, pero mucho lleva a ella. Como es incapaz de sublimar lo real, el pensamiento se limita a imitarlo. La novela de que tratamos es el instrumento de este conocimiento a la vez relativo e inagotable, tan parecido al del amor. La creación novelesca tiene del amor el asombro inicial y la rumia fecunda.

Tales son, por lo menos, los prestigios que le reconozco al comienzo. Pero también se los reconocía a esos príncipes del pensamiento humillado cuyos suicidios pude contemplar luego. Lo que me interesa, justamente, es conocer y describir la fuerza que les hace volver al camino común de la ilusión. El mismo método me servirá ahora, por lo tanto. Haberlo empleado ya me servirá para abreviar mi razonamiento y resumirlo en seguida con un ejemplo concreto. Quiero saber si, una vez que se acepta vivir sin apelación, se puede consentir también en trabajar y crear sin apelación, y cuál es la ruta que lleva a esas libertades. Quiero librar a mi universo de sus fantasmas y poblarlo solamente con las verdades carnales cuya presencia no puedo negar. Puedo hacer una obra absurda, elegir la actitud creadora a otra cualquiera. Pero para que una actitud absurda siga siéndolo debe permanecer consciente de su gratuidad. Lo mismo sucede con la obra. Si en ella no se respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita. Ya no puedo separarme de ella. Mi vida puede encontrar en ella un sentido, y eso es irrisorio. No es ya ese ejercicio de desapego y de pasión que consume el esplendor y la inutilidad de una vida de hombre.

En la creación la tentación de explicar es más fuerte, ¿se puede superar esa tentación? En el mundo ficticio, en el que la conciencia del mundo real es más fuerte, ¿puedo permanecer fiel a lo absurdo sin consagrarme al deseo de concluir? Son otras tantas preguntas que deben encararse en un último esfuerzo. Se ha comprendido ya lo que significaban. Son los últimos escrúpulos de una conciencia que teme abandonar su primera y difícil enseñanza al precio de una última ilusión. Lo que vale para la creación, considerada como una de las actitudes posibles para el hombre consciente de lo absurdo, vale para todos los estilos de vida que se le ofrecen. El conquistador o el actor, el creador o Don Juan pueden olvidar que su ejercicio de vivir no se podría realizar sin la conciencia de su carácter insensato. Se acostumbra uno muy pronto. Se quiere ganar dinero para vivir feliz y todo el esfuerzo y lo mejor de una vida se concentran en ganar ese dinero. Se olvida la felicidad; se toma el medio por el fin. Asimismo, todo el esfuerzo del conquistador deriva hacia la ambición que no era sino un camino hacia una vida más grande. Don Juan, por su parte, va a aceptar también su destino, a satisfacerse con esa existencia cuya grandeza no vale sino por la rebelión. Para el uno es la conciencia; para el otro, la rebelión; en ambos casos ha desaparecido lo absurdo. Tan tenaz es la esperanza en el corazón humano. Los hombres más despojados terminan a veces aceptando la ilusión. Esta aprobación dictada por la necesidad de paz es la hermana interior del consentimiento existencial. Hay, por lo tanto, dioses de luz e ídolos de barro. Pero es el camino medio que lleva a los rostros del hombre lo que se trata de encontrar.

Hasta aquí son los fracasos de la exigencia absurda los que nos han informado mejor sobre lo que ella es. De la misma manera, nos bastará para estar prevenidos con advertir que la creación novelesca puede ofrecer la misma ambigüedad que ciertas filosofías. Por lo tanto, puedo elegir como ejemplo una obra en la que se reúna todo lo que indica la conciencia de lo absurdo, cuyo comienzo sea claro y el clima lúcido. Sus consecuencias nos instruirán. Si lo absurdo no es respetado en ella, sabremos a través de qué sesgo se ha introducido la ilusión. Un ejemplo concreto, un tema, una fidelidad de creador bastarán entonces. Se trata del mismo análisis que ya ha sido hecho más largamente.

Examinaré un tema favorito de Dostoievski. Hubiera podido estudiar igualmente otras obras, pero en ésta se trata el problema directamente, en el sentido de la grandeza y la emoción, como sucede con los pensamientos existencialistas de que ya se ha hablado. Este paralelismo sirve para mi propósito.

Kirilov.

Todos los personajes de Dostoievski se interrogan sobre el sentido de la vida. Son modernos en eso: no temen al ridículo. Lo que distingue a la sensibilidad moderna de la sensibilidad clásica es que ésta se nutre de problemas morales y aquélla e problemas metafísicos. En las novelas de Dostoievski se plantea la cuestión con tal intensidad que no puede traer aparejadas sino soluciones extremas. La existencia es engañosa o es eterna. Si Dostoievski se contentase con este examen sería filósofo. Pero ilustra las consecuencias que pueden tener esos juegos del espíritu en una vida de hombre, y en eso es artista. Entre esas consecuencias, la que le interesa es la última, a la que en el Diario de un escritor llama él mismo suicidio lógico. En efecto, en las entregas de diciembre de 1876 imagina el razonamiento del "suicida lógico". Convencido de que la existencia humana es una perfecta absurdidad para quien no tiene fe en la inmortalidad, el desesperado llega a las siguientes conclusiones:

"Puesto que a mis preguntas con respecto a la dicha se me ha respondido, por medio de mi conciencia, que no puedo ser dichoso sino en armonía con el gran todo, que no concibo ni podré concebir nunca, es evidente...

"... Puesto que, en fin, en este orden de cosas, asumo a la vez el papel del demandante y del demandado, del acusado y del juez, y puesto que encuentro enteramente estúpida esta comedia por parte de la naturaleza, y hasta considero humillante por mi parte que acepte representarla...

"En mi calidad indiscutible de demandante y demandado, de juez y de acusado, condeno a esta naturaleza que, con una desenvoltura tan imprudente, me ha hecho nacer para sufrir: la condeno a que sea aniquilada conmigo."

Hay todavía un poco de humorismo en esta posición. Este suicida se mata porque se le ha vejado en el plano metafísico. En cierto sentido, se venga. Es la manera que tiene de demostrar que "no podrán con él". Se sabe, sin embargo, que el mismo tema se encarna, pero con la amplitud más admirable, en Kirilov, personaje de Los poseídos partidario también del suicidio lógico. El ingeniero Kirilov declara en alguna parte que quiere quitarse la vida porque ésa "es su idea”. Se comprende bien que hay que tomar la palabra en su sentido propio. Él se dispone a morir por una idea, por un pensamiento. Es el suicidio superior. Progresivamente, a lo largo de escenas en que la máscara de Kirilov se va aclarando poco a poco, se nos revela el pensamiento mortal que lo anima. En efecto, el ingeniero repite los razonamientos del Diario. Siente que Dios es necesario y tiene que existir, pero sabe que no existe y que no puede existir. ¿Cómo no comprendes -exclama- que ésa es una razón suficiente para matarse?" Esta actitud trae aparejadas igualmente en él algunas de las consecuencias absurdas. Acepta por indiferencia que se utilice su suicidio en provecho de una causa a la que desprecia. "He decidido esta noche que eso no me importa." Prepara, finalmente, su gesto con un sentimiento en el que se mezclan la rebelión y la libertad. "Me mataré para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad." No se trata ya de venganza, sino de rebelión. Kirilov es, por lo tanto, un personaje absurdo, con esta reserva esencial, sin embargo: que se mata. Pero él mismo explica esa contradicción, y de tal modo que revela al mismo tiempo el secreto absurdo en toda su pureza. Agrega, en efecto, a su lógica mortal una ambición extraordinaria que da al personaje toda su perspectiva: quiere matarse para hacerse dios.

El razonamiento es de una claridad clásica. Si Dios no existe, Kirilov es dios. Si Dios no existe, Kirilov debe matarse. Por lo tanto, Kirilov debe matarse para ser dios. Esta lógica es absurda, pero es lo que debe ser. Sin embargo, lo que interesa es dar un sentido a esta divinidad traída de nuevo a la tierra. Eso equivale a aclarar la premisa, "Si Dios no existe, yo soy dios", que sigue siendo bastante oscura. Es importante hacer notar, ante todo, que el hombre que pregona esta pretensión insensata es muy de este mundo. Hace gimnasia todas las mañanas para conservar la salud. Se conmueve con la alegría de Chatov al volver a encontrar a su esposa. En un papel que se encontrará después de su muerte quiere dibujar una figura que "les" saque la lengua. Es pueril e iracundo, apasionado, metódico y sensible. Del superhombre no tiene sino la lógica y la idea fija, pero en cambio tiene todo el registro del hombre. Sin embargo, es él quien habla tranquilamente de su divinidad. No está loco, pues en ese caso lo estaría Dostoievski. Lo que le agita no es una ilusión de megalómano. Y esta vez sería ridículo tomar las palabras en su sentido propio.

Kirilov mismo nos ayuda a comprender mejor. En respuesta a una pregunta de Stavroguin, precisa que no habla de un dios-hombre. Se podría pensar que es porque cuida de distinguirse de Cristo, pero se trata, en realidad, de anexar a éste. En efecto, Kirilov se imagina durante un momento que Jesús, al morir, no ha vuelto a encontrarse en el Paraíso. Entonces se da cuenta de que su tortura ha sido inútil. "Las leyes de la naturaleza -dice el ingeniero- han hecho vivir a Cristo en medio de la mentira y morir por una mentira". En este sentido solamente, Jesús encarna todo el drama humano. Es el hombre perfecto, pues es quien ha realizado la condición más absurda. No es el Dios-hombre, sino el hombre-dios. Y, como él, cada uno de nosotros puede ser crucificado y, engañado, y lo es en cierta medida.

La divinidad de que se trata es, por lo tanto, enteramente terrenal. "He buscado durante tres años -dice Kirilov- el atributo de mi divinidad y lo he encontrado. El atributo de mi divinidad es la independencia". Ahora se advierte el sentido de la premisa kiriloviana: "Si Dios no existe, yo soy dios". Hacerse dios es solamente ser libre en esta tierra, no servir a un ser inmortal. Es, sobre todo, por supuesto, sacar todas las consecuencias de esa independencia dolorosa. Si Dios existe, todo depende de Él y nosotros nada podemos contra su voluntad. Si no existe, todo depende de nosotros. Para Kirilov, lo mismo que para Nietzsche, matar a Dios es hacerse dios uno mismo, es realizar en esta tierra la vida eterna de que habla el Evangelio.

Pero si este crimen metafísico basta para la realización del hombre, ¿por qué añadirle el suicidio? ¿Por qué matarse, abandonar este mundo después de haber conquistado la libertad? Esto es contradictorio. Kirilov lo sabe, y añade: "Si sientes eso, eres un zar, y lejos de matarte, vivirás en el colmo de la gloria '. Pero los hombres no lo saben. No sienten "eso". Como en tiempos de Prometeo, mantienen en ellos mismos las esperanzas ciegas. Necesitan que se les muestre el camino y no pueden prescindir de la predicación. Por lo tanto, Kirilov debe matarse por amor a la humanidad. Debe mostrar a sus hermanos una vía real y difícil que será el primero en recorrer. Es un suicidio pedagógico. Por lo tanto, Kirilov se sacrifica, pero, aunque se le crucifica, no se le engaña. Sigue siendo hombre-dios, convencido de que la suya es una muerte sin porvenir, empapado en la melancolía evangélica. "Yo soy desdichado -dice- porque me veo obligado a afirmar mi libertad." Pero muerto él e ilustrados los hombres, esta tierra se poblará de zares y se iluminará con la gloria humana. El pistoletazo de Kirilov será la señal de la última revolución. Por lo tanto, no es la desesperación lo que le impulsa a la muerte, sino su amor al prójimo. Antes de terminar con sangre una indecible aventura espiritual, Kirilov pronuncia una frase tan vieja como el sufrimiento de los hombres: "Todo está bien".

Este tema del suicidio en Dostoievski es, por lo tanto, un tema absurdo. Anotemos solamente, antes de seguir adelante, que Kirilov rebota en otros personajes que también plantean nuevos temas absurdos. Stavroguin e Iván Karamazov ejercitan en la vida práctica verdades absurdas. A ellos es a quienes libera la muerte de Kirilov. Tratan de ser zares. Stavroguin lleva una vida "irónica", ya se sabe cuál. Despierta el odio a su alrededor. Y, sin embargo, la palabra-clave de este personaje se encuentra en su carta de despedida. "No he podido detestar nada." Es zar en la indiferencia. Iván lo es también al negarse a abdicar los poderes regios del espíritu. A quienes, como su hermano, prueban con su vida que hay que humillarse para creer, podría responder que la condición es indigna. Su frase-clave es el "todo está permitido", con el matiz de tristeza que conviene. Claro está que, como Nietzsche, el más célebre de los asesinos de Dios, termina en la locura. Pero es un riesgo que hay que correr y ante esos fines trágicos el movimiento esencial del espíritu absurdo consiste en preguntar: “¿Qué demuestra eso?"

Así las novelas, al igual que el Diario, plantean la cuestión absurda. Instauran la lógica hasta la muerte, la exaltación, la libertad "terrible", la gloria de los zares hecha humana, Todo está bien, todo está permitido y nada es detestable, son juicios absurdos, ¡Pero qué prodigiosa creación ésta en la que nos parecen tan familiares estos seres de fuego y de hielo! El mundo apasionado de la indiferencia que gruñe en su corazón no nos parece monstruoso. Volvemos a encontrar en él nuestras angustias cotidianas. Y sin duda, nadie como Dostoievski ha sabido dar al mundo absurdo prestigios tan próximos y tan torturantes.

Sin embargo, ¿cuál es su conclusión? Dos citas mostrarán la inversión metafísica completa que lleva al escritor a otras revelaciones. Como el razonamiento del suicida lógico ha provocado algunas protestas de los críticos, Dostoievski desarrolla su posición en las siguientes entregas del Diario y concluye así: "Si la fe en la inmortalidad le es tan necesaria al ser humano (que sin ella llega a matarse) es porque se trata del estado normal de la humanidad. Siendo así, la inmortalidad del alma humana existe sin duda alguna". Por otra parte, en las últimas páginas de su última novela, al término de ese gigantesco combate con Dios, unos niños preguntan a Aliocha: "Karamazov: ¿es cierto lo que dice la religión, que nosotros resucitaremos de entre los muertos, que volveremos a vernos los unos a los otros?". Y Aliocha responde: "Ciertamente, volveremos a vernos, nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido". Así son vencidos Kirilov, Stavroguin e Iván. Los Karamazov responden a los Poseídos. Y se trata seguramente de una conclusión. El caso de Aliocha no es ambiguo como el del príncipe Mishkin (Muichkin). Este último está enfermo y vive en un perpetuo presente, matizado con sonrisas e indiferencia, y ese estado bienaventurado podría ser la vida eterna de que habla el príncipe. Por el contrario, Aliocha le dice: "Volveremos a encontrarnos". Ya no se trata de suicidio y de locura. ¿Para qué si se está seguro de la inmortalidad y de sus goces? El hombre cambia su divinidad por la felicidad. "Nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido". Así el pistoletazo de Kirilov ha resonado en alguna parte de Rusia, pero el mundo ha seguido manteniendo sus esperanzas ciegas. Los hombres no han comprendido "eso".

Quien nos habla no es un novelista absurdo, sino un novelista existencial.

También en este caso al salto es conmovedor, da su grandeza al arte que lo inspira.

Es una adhesión enternecedora llena de dudas, incierta y ardiente. Hablando de los Karamazov, Dostoievski dice: "La cuestión principal que se tratará en todas las partes de este libro es la misma que me ha hecho sufrir consciente o

inconscientemente durante toda mi vida: la existencia de Dios". Es difícil creer que una novela haya bastado para transformar en certidumbre gozosa el sufrimiento de toda una vida. Un comentarista lo advierte con razón: Dostoievski va unido a Iván; y los capítulos afirmativos de los Karamazov le han exigido tres meses de esfuerzos, en tanto que lo que él llamaba "las blasfemias" fueron compuestas en tres semanas de exaltación. No hay un solo personaje suyo que no lleve esa espina en la carne, que no le irrite o que no busque un remedio en la sensación o en la inmoralidad. En todo caso, quedémonos en la duda. He aquí una obra en la que en un claroscuro más vivo que la luz del día podemos discernir la lucha del hombre contra sus esperanzas. Al llegar al final, el creador elige contra sus personajes. Esta contradicción nos permite introducir un matiz. Aquí no se trata de una obra absurda, sino de una obra que plantea el problema absurdo.

La respuesta de Dostoievski es la humillación; la "vergüenza", según Stavroguin. Una obra absurda, por el contrario, no proporciona respuesta alguna, y ésta es la diferencia. Advirtámoslo bien para terminar: lo que contradice a lo absurdo en esta obra no es su carácter cristiano, sino el anuncio que hace de la vida futura. Se puede ser cristiano y absurdo. Hay ejemplos de cristianos que no creen en la vida futura. A propósito de la obra de arte sería posible, por lo tanto, precisar una de las direcciones del análisis absurdo que se ha podido presentir en las páginas precedentes. Lleva a plantear "la absurdidad del Evangelio". Aclara la idea, fecunda en consecuencias, de que las convicciones no impiden la incredulidad. Bien se ve, por el contrario, que el autor de Los poseídos, familiarizado con estos caminos, ha tomado al final una vía completamente distinta. La sorprendente respuesta del creador a sus personajes, de Dostoievski a Kirilov, puede resumirse así, en efecto: La existencia es engañosa y eterna.

La creación sin mañana

Advierto ahora, por lo tanto, que la esperanza no puede ser eludida para siempre y que puede asaltar a aquellos mismos que se creían liberados de ella. Por eso me interesan las obras que he mencionado hasta ahora. Yo podría, por lo menos en el orden de la creación, citar algunas obras verdaderamente absurdas. Pero todo tiene un comienzo. El objeto de esta búsqueda es una cierta fidelidad. Si la Iglesia ha sido tan dura con los herejes es porque consideraba que no hay peor enemigo que un hijo descarriado. Pero la historia de las audacias gnósticas y la persistencia de las corrientes maniqueas han contribuido más a la construcción del dogma ortodoxo que todas las plegarias. Guardadas todas las proporciones, lo mismo sucede con lo absurdo. Se reconoce su camino al descubrir los caminos que se alejan de él. Al término mismo del razonamiento absurdo, en una de las actitudes dictadas por su lógica, no es indiferente volver a encontrar a la esperanza introducida de nuevo bajo uno de sus aspectos más patéticos. Esto muestra la dificultad de la ascesis absurda. Esto muestra, sobre todo, la necesidad de una conciencia mantenida sin cesar, y se incorpora al marco general de este ensayo.

Pero si bien no se trata todavía de enumerar las obras absurdas, por lo menos se pueden sacar conclusiones sobre la actitud creadora, una de las que pueden completar la existencia absurda. El arte no puede ser servido por nada tan bien como por un pensamiento negativo. Sus maneras de proceder oscuras y humilladas son tan necesarias para la inteligencia de una gran obra como lo es el negro para el blanco. Trabajar y crear “para nada”, esculpir en la arcilla, saber que la propia creación no tiene porvenir, ver la propia obra destruida en un día teniendo conciencia de que, profundamente, eso no tiene más importancia que construir para los siglos, es la sabiduría difícil que autoriza el pensamiento absurdo. Realizar simultáneamente estas dos tareas, negar por un lado y exaltar por el otro, es el camino que se abre al creador absurdo. Debe dar al vacío sus colores.

Esto lleva a una concepción particular de la obra de arte. Se considera con demasiada frecuencia que la obra de un creador es una serie de testimonios aislados. Se confunde entonces al artista con el literato. Un pensamiento profundo está en devenir continuo, abraza la experiencia de una vida y se amolda a ella. Del mismo modo, la creación única de un hombre se fortifica en sus aspectos sucesivos y múltiples que son las obras. Las unas completan a las otras, las corrigen o las repiten, y también las contradicen. Si hay algo que termine la creación no es el grito victorioso e ilusorio del artista cegado: "Lo he dicho todo", sino la muerte del creador, que cierra su experiencia y el libro de su genio.

Este esfuerzo, esta conciencia sobrehumana no son forzosamente visibles para el lector. No hay misterio en la creación humana. La voluntad hace este milagro. Pero por lo menos, no hay verdadera creación sin secreto. Sin duda, una serie de obras puede no ser sino una serie de aproximaciones del mismo pensamiento. Pero se puede concebir otra especie de creadores que procederían por yuxtaposición. Puede parecer que sus obras no tienen relación entre sí. En cierta medida, son contradictorias. Pero si se las vuelve a poner en su conjunto, recuperan su ordenamiento. Por lo tanto, es de la muerte de quien reciben su sentido definitivo. Aceptan lo más claro de su luz de la vida misma de su autor. En este momento la serie de sus obras no es sino una colección de fracasos. Pero si todos esos fracasos conservan la misma resonancia, el creador ha sabido repetir la imagen de su propia condición, hacer que resuene el secreto estéril que detenta.

El esfuerzo de dominación es aquí considerable. Pero la inteligencia humana puede bastar para mucho más. Demostrará solamente el aspecto voluntario de la creación. He destacado en otra parte que la voluntad humana no tenía más finalidad que la de mantener la conciencia. Pero eso no se podría hacer sin disciplina. La creación es la más eficaz de todas las escuelas de la paciencia y de la lucidez. Es también" él testimonio trastornador de la única dignidad del hombre: la rebelión tenaz contra su condición, la perseverancia en un esfuerzo considerado estéril. Exige un esfuerzo cotidiano, el dominio de sí mismo, la apreciación exacta de los límites de lo verdadero, la mesura y la fuerza. Constituye una ascesis. Todo eso "para nada", para repetir y patalear. Pero quizá, la gran obra de arte tiene menos importancia en sí misma que en la prueba que exige a un hombre y la ocasión que le proporciona de vencer a sus fantasmas y de acercarse un poco más a su realidad desnuda.

Pero no nos confundamos de estética. Lo que invoco aquí no es la información paciente, la incesante y estéril ilustración de una tesis. Al contrario, si es que me he explicado claramente. La novela de tesis, la obra que prueba, la más odiosa de todas, es la que se inspira con más frecuencia en un pensamiento satisfecho. Se demuestra la verdad que se cree detentar. Pero se trata de ideas que se ponen en marcha y las ideas son lo contrario del pensamiento. Estos creadores son filósofos vergonzantes. Aquellos de quienes hablo o que me imagino son, por el contrario, pensadores lucidos. En cierto punto en que el pensamiento vuelve sobre sí mismo erigen las imágenes de sus obras como los símbolos evidentes de un pensamiento limitado, mortal y rebelde.

Esas obras prueban, quizás, algo, pero más que proporcionarlas los novelistas se dan esas pruebas. Lo esencial es que triunfan en lo concreto y que ésa es su grandeza. Este triunfo enteramente carnal les ha sido preparado por un pensamiento en el que han sido humilladas las facultades abstractas. Cuando lo son del todo, la carne hace que resplandezca la creación con todo su brillo absurdo. Los filósofos irónicos son los que hacen las obras apasionadas.

Todo pensamiento que renuncia a la unidad exalta la diversidad. Y la diversidad es el lugar del arte. El único pensamiento que libera al espíritu es el que lo deja solo, seguro de sus límites y de su fin próximo. Ninguna doctrina lo solicita. Espera a que maduren la obra y la vida. Separada de él, la primera hará oír una vez más la voz apenas amortiguada de un alma liberada para siempre de la esperanza. O no hará oír nada si el creador, cansado de su juego, pretende desviarse. Eso es equivalente.

Por lo tanto, yo exijo a la creación absurda lo que exigía al pensamiento: la rebelión, la libertad y la diversidad. Luego manifestará ella su profunda inutilidad. En este esfuerzo cotidiano en el que la inteligencia v la pasión se mezclan y se transportan, el hombre absurdo descubre una disciplina que constituirá lo esencial de sus fuerzas. La aplicación que se necesita para ello, la obstinación y la clarividencia coinciden así con la actitud conquistadora. Crear es también dar una forma al destino propio. Su obra define a todos estos personajes por lo menos tanto como la definen ellos. El comediante nos lo ha enseñado: no hay frontera entre el parecer y el ser.

Repitámoslo. Nada de todo esto tiene sentido real. En el camino de esta libertad hay que hacer todavía un progreso. El último esfuerzo de estos hombres emparentados, creador o conquistador, consiste en saber liberarse también de sus empresas: en llegar a admitir que la obra misma, bien sea conquista, amor o creación, puede no ser; en consumar así la profunda inutilidad de toda vida individual. Eso mismo les da más facilidad para la realización de esa obra, así como el hecho de que advirtieran lo absurdo de la vida les autorizaba a hundirse en ella con todos los excesos.

Lo que queda es un destino cuya única salida es fatal. Fuera de esa única fatalidad de la muerte, todo lo demás, goce o dicha, es libertad. Queda un mundo cuyo único amo es el hombre. Lo que le ligaba era la ilusión de otro mundo. El sino de su pensamiento no es ya negarse a sí mismo, sino repercutir en imágenes. Se representa en mitos, sin duda, pero en mitos sin otra profundidad que la del dolor humano e inagotables como él. No es la fábula divina que divierte y ciega, sino el rostro, el gesto y el drama terrestres en los que se resumen una difícil sabiduría y una pasión sin mañana.

EL MITO DE SÍSIFO

Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Zeus. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Hornero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Hades no pudo soportar el espectáculo de su; imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Hades el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses.

Hermes bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento, pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: "A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. "¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka 

Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer. Sus desenlaces, o la ausencia de desenlaces, sugieren explicaciones, pero que no se revelan claramente y que exigen, para que parezcan fundadas, una nueva lectura del relato desde otro ángulo. A veces hay una doble posibilidad de interpretación, de donde surge la necesidad de dos lecturas. Eso es lo que buscaba el autor. Pero sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka. Un símbolo está siempre en lo general, y, por precisa que sea su traducción, un artista no puede restituirle sino el movimiento: no hay traducción literal. Por lo demás, nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar. A este respecto, el medio más seguro de captarlo consiste en no provocarlo, en leer la obra con un espíritu no prevenido y en no buscar sus corrientes secretas. En cuanto a Kafka en particular, está bien consentir en su juego, y acercarse al drama por la apariencia y a la novela por la forma.

A primera vista, y para un lector desapegado, se trata de aventuras inquietantes que arrastran a personajes temblorosos y obstinados en la persecución de problemas que no formulan nunca. En El proceso es acusado José K... Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: "Como un perro".

Es difícil, como se ve, hablar de símbolo en un relato en el que la calidad más sensible es, precisamente, lo natural. Pero lo natural es una categoría difícil de comprender. Hay obras en las cuales el acontecimiento parece natural al lector. Pero hay otras (más raras, es cierto) en las que es el personaje quien encuentra natural lo que le sucede. En virtud de una paradoja singular pero evidente, cuanto más extraordinarias sean las aventuras del personaje tanto más sensible se hará la naturalidad del relato; está en proporción con la diferencia que se puede sentir entre la rareza de una vida de hombre y la sencillez con que ese hombre la acepta. Parece que Kafka tiene esa naturalidad. Y, justamente, se advierte bien lo que quiere decir El proceso. Se ha hablado de una imagen de la condición humana. Sin duda. Pero se trata de algo a la vez más sencillo y más complicado. Quiero decir que el sentido de la novela es más particular y más personal de Kafka. En cierta medida, es él quien habla, si bien nos confiesa a nosotros. Vive y le condenan. Se entera de ello en las primeras páginas de la novela que él vive en este mundo, y aunque trata de remediarlo, lo hace, no obstante, sin sorpresa. Nunca se asombrará bastante de esa falta de asombro. En estas contradicciones se reconocen los primeros signos de la obra absurda. El espíritu proyecta en lo concreto su tragedia espiritual. Y no puede hacerlo sino mediante una paradoja perpetua que da a los colores el poder de expresar el vacío y a los gestos cotidianos la fuerza para traducir las ambiciones eternas.

Del mismo modo, El castillo es, quizás, una teología en acción, pero también y ante todo la aventura individual de un alma en busca de su gracia, de un hombre que reclama a los objetos de este mundo su secreto real y a las mujeres los signos del dios que duerme en ellas. La Metamorfosis, a su vez, simboliza ciertamente la horrible imaginería de una ética de la lucidez. Pero es también el producto de ese incalculable asombro que experimenta el hombre al sentir la bestia en la que se convierte sin esfuerzo. El secreto de Kafka reside en esta ambigüedad fundamental. Estas oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, el individuo y lo universal, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico, vuelven a encontrarse en toda su obra y le dan a su vez su resonancia y su significación. Hay que enumerar estas paradojas y reforzar estas contradicciones para comprender la obra absurda.

En efecto, un símbolo supone dos planos, dos mundos de ideas y de sensaciones, y un diccionario de correspondencia entre uno y otro. Ese léxico es el más difícil de establecer. Pero tomar conciencia de los dos mundos puestos en presencia es ponerse en el camino de sus relaciones secretas. En Kafka esos dos mundos son el de la vida cotidiana, por una parte, y el de la inquietud sobrenatural, por la otra. Se asiste aquí, al parecer, a una interminable explotación de la frase de Nietzsche: "Los grandes problemas están en la calle".

Hay en la condición humana, y éste es el lugar común de todas las literaturas, una absurdidad fundamental al mismo tiempo que una grandeza implacable. Las dos coinciden, como es natural. Ambas se configuran, repitámoslo, en el divorcio ridículo que separa a nuestras intemperancias de alma de los goces perecederos del cuerpo. Lo absurdo es que sea el alma de ese cuerpo quien le sobrepase tan desmesuradamente. Quien quiera simbolizar esa absurdidad tendrá que darle vida mediante un juego de contrastes paralelos. Por eso Kafka expresa la tragedia mediante lo cotidiano y lo absurdo mediante lo lógico.

Un actor da más fuerza a un personaje trágico si se abstiene de exagerarlo. Si es mesurado, el horror que él cause será desmesurado. La tragedia griega abunda en enseñanzas a este respecto. En una obra trágica el destino se hace siempre sentir mejor bajo los rostros de la lógica y de lo natural. El destino de Edipo es anunciado de antemano. Se ha decidido sobrenaturalmente que cometa el asesinato y el incesto.

Todo el esfuerzo del drama consiste en mostrar el sistema lógico que, de deducción en deducción, va a consumar la desgracia del protagonista. El anuncio de ese destino inusitado apenas es horrible por sí solo, porque es inverosímil. Pero si se nos demuestra su necesidad en el marco de la vida cotidiana, la sociedad, el Estado, la emoción familiar, entonces el horror se consagra. En esta rebelión que sacude al hombre y le hace decir: "Eso no es posible", hay ya la certidumbre desesperada de que "eso" es posible.

Tal es todo el secreto de la tragedia griega o, por lo menos, uno de sus aspectos. Pues hay otro que, mediante un método inverso, nos permitiría comprender mejor a Kafka. El corazón humano tiene una fastidiosa tendencia a llamar destino solamente a lo que lo aplasta. Pero también la felicidad, a su manera, carece de razón, pues es inevitable. Sin embargo, el hombre moderno se atribuye su mérito, cuando no la desconoce. Habría mucho que decir, por el contrario, sobre los destinos privilegiados de la tragedia griega y los favoritos de la leyenda que, como Ulises, en medio de las peores aventuras, se encuentran salvados de ellos mismos.

Lo que se debe retener, en todo caso, es esta complicidad secreta que a lo trágico une lo lógico y lo cotidiano. Por eso Samsa, el protagonista de La metamorfosis, es un viajante de comercio. Por eso lo único que le preocupa en la singular aventura que lo convierte en una araña es que a su patrón le causará descontento su ausencia. Le crecen patas y antenas, su espinazo se arquea, su vientre se llena de puntos blancos, y no diré que eso no le asombre, pues fallaría el efecto, pero sólo le causa un "ligero fastidio". Todo el arte de Kafka está en este matiz. En su obra central, El castillo, son los detalles de la vida cotidiana los que vuelven a ganar terreno y, no obstante, en esta extraña novela en la que nada termina y todo recomienza, se simboliza la aventura esencial de un alma en busca de su gracia. Esta traducción del problema en el acto, esta coincidencia de lo general y lo particular, se manifiesta también en los pequeños artificios propios de todo gran creador. En El proceso, el protagonista se habría podido llamar Schmidt o Franz Kafka. Pero se llama José K... No es Kafka y es, no obstante, él. Es un europeo medio. Es como todo el mundo. Pero es también la entidad K. que plantea la x de esta ecuación carnal.

Del mismo modo, si Kafka quiere expresar lo absurdo, se sirve de la coherencia. Es conocido el chiste del loco que pescaba en una bañera; un médico que tenía cierta idea de los tratamientos psiquiátricos, le preguntó: "¿Y si mordiesen?”, y el loco le respondió con rigor: "Pero, imbécil, ¿no ves que es una bañera?”. Este chiste es del género barroco. Pero se advierte en él de una manera sensible cuán ligado está el efecto absurdo a un exceso de lógica. El mundo de Kafka es, en verdad, un universo inefable en el que el hombre se permite el lujo torturante de pescar en una bañera sabiendo que no saldrá nada de ella.

Reconozco, por lo tanto, en esto una obra absurda en sus principios. En cuanto a El proceso, por ejemplo, puedo decir que el logro es total. La carne triunfa. Nada falta en él, ni la rebelión inexpresada (precisamente es ella la que escribe), ni la desesperación lúcida y muda (es ella la que crea), ni esa sorprendente libertad de proceder que los personajes de la novela respiran hasta la muerte final.

Sin embargo, este mundo no es tan cerrado como parece. En este universo sin progreso va a introducir Kafka la esperanza bajo una forma singular. A este respecto, El proceso y El castillo no marchan en el mismo sentido. Se completan. El insensible progreso que se puede advertir del uno al otro simboliza una conquista desmesurada en el orden de la evasión. El proceso plantea un problema que resuelve El castillo en cierta medida. El primero describe, de acuerdo con un método casi científico y sin conclusión. El segundo, en cierta medida, explica. El proceso diagnostica y El castillo imagina un tratamiento. Pero el remedio que se propone en él no cura. Lo único que hace es que la enfermedad entre en la vida normal. Ayuda a aceptarla. En cierto sentido (pensemos en Kierkegaard) la hace querer. El agrimensor K... no puede imaginar otra preocupación que la que lo roe. Aquellos mismos que le rodean se apasionan por ese vacío y ese dolor que no tiene nombre, como si el sufrimiento adquiriese en este caso un rostro privilegiado. "Cómo te necesito -le dice Frieda a K...-, cuán abandonada me siento, desde que te conozco, cuando no estás a mi lado." Este remedio sutil que nos hace amar lo que nos aplasta y que hace que nazca la esperanza en un mundo sin salida, este "salto" brusco mediante el cual todo cambia, es el secreto de la revolución existencial y de El castillo mismo.

Pocas obras son más rigurosas en su desarrollo que El castillo. A K... le nombran agrimensor del castillo y llega a la aldea. Pero desde la aldea es imposible comunicarse con el castillo. Durante centenares de páginas se obstinará K... en encontrar su camino, hará todas las diligencias posibles, empleará astucias, andará con rodeos, no se enfadará nunca y, con una fe desconcertante, se empeñará en ejercer la función que se le ha confiado. Cada capítulo es un fracaso. Y también una reanudación. No es lógica, sino perseverancia. La amplitud de esta obstinación constituye lo trágico de la obra. Cuando K... telefonea al castillo oye voces confusas y mezcladas, risas vagas, llamamientos lejanos. Eso basta para alimentar su esperanza, como esos signos que aparecen en los cielos de estío, o esas promesas del anochecer que constituyen nuestra razón de vivir. Aquí se encuentra el secreto de la melancolía particular de Kafka. Es la misma, en verdad, que se respira en la obra de Proust o en el paisaje plotiniano: la nostalgia de los paraísos perdidos. "Me pongo muy triste -dice Olga- cuando Barnabé me dice por la mañana que va al castillo: ese trayecto probablemente inútil, ese día probablemente perdido, esa esperanza probablemente vana." Este "probablemente" es el matiz sobre el cual Kafka hace girar toda su obra. Mas a pesar de todo, la búsqueda de lo eterno es en ella meticulosa. Y esos autómatas inspirados que son los personajes de Kafka nos dan la imagen de lo que seríamos nosotros privados de nuestras diversiones y entregados por completo a las humillaciones de lo divino.

En El castillo se convierte en una ética esta sumisión a lo cotidiano. La gran esperanza de K... es conseguir que el castillo le adopte. Como no puede conseguirlo solo, se esfuerza por merecer esa gracia haciéndose habitante de la aldea y perdiendo esa cualidad de forastero que todos le hacen sentir. Lo que quiere es un oficio, un hogar, una vida de hombre normal y sano. Ya no puede soportar más su locura. Quiere ser razonable. Desea librarse de la maldición particular que le hace extraño a la aldea. El episodio de Frieda a este respecto es significativo. Si esta mujer que ha conocido a uno de los funcionarios del castillo se hace su querida es a causa de su pasado. Toma de ella algo que le supera, al mismo tiempo que tiene conciencia de lo que le hace para siempre indigna del castillo. Uno recuerda a este respecto el amor singular de Kierkegaard por Regina Olsen. En ciertos hombres, el fuego de eternidad que los devora es lo bastante grande como para que quemen en él el corazón mismo de quienes los rodean. El funesto error que consiste en dar a Dios lo que no es de Dios es también el tema de este episodio de El castillo. Pero parecería que para Kafka no fuera un error. Es una doctrina y un "salto". No hay nada que no sea de Dios.

Más significativo aún es el hecho de que el agrimensor se separe de Frieda para acercarse a las hermanas Barnabé. Pues la familia Barnabé es la única de la aldea que está completamente abandonada por el castillo y por la aldea misma. Amalia, la hermana mayor, ha rechazado las proposiciones vergonzosas de uno de los funcionarios del castillo. La maldición inmoral que ha seguido la ha apartado para siempre del amor de Dios. Ser incapaz de perder el honor por Dios es hacerse indigna de su gracia. Se reconoce un tema familiar de la filosofía existencial: la verdad contraría a la moral. Aquí las cosas van lejos, pues el camino que recorre el protagonista de Kafka, el que va de Frieda a las hermanas Barnabé, es el mismo que va del amor confiado a la deificación de lo absurdo. También en esto el pensamiento de Kafka coincide con el de Kierkegaard. No es sorprendente que "el relato Barnabé" se sitúe al final del libro. La última tentativa del agrimensor consiste en volver a encontrar a Dios a través de lo que lo niega, en reconocerlo, no de acuerdo con nuestras categorías de bondad y belleza, sino detrás de los rostros vacíos y horribles de su indiferencia, de su injusticia y de su odio. Ese forastero que pide al castillo que le adopte, se encuentra al final de su viaje un poco más desterrado, pues esta vez es infiel a sí mismo y abandona la moral, la lógica y las verdades del espíritu para tratar de entrar, con la única riqueza de su esperanza insensata, en el desierto de la gracia divina.

La palabra esperanza no es ridícula en este caso. Por el contrario, cuanto más trágica es la situación de que informa Kafka tanto más rígida y provocativa se hace esa esperanza. Cuanto más verdaderamente absurdo es El proceso tanto más conmovedor e ilegítimo parece el "salto" exaltado de El castillo. Pero aquí volvemos a encontrar en estado puro la paradoja del pensamiento existencial tal como lo expresa, por ejemplo, Kierkegaard: "Se debe herir mortalmente a la esperanza terrestre, pues solamente entonces nos salva la esperanza verdadera y que se puede traducir así: “Hay que haber escrito El proceso para escribir El castillo”.

La mayoría de quienes han hablado de Kafka han definido, en efecto, su obra como un grito desesperanzador en el que no se deja al hombre recurso alguno. Pero esto exige una revisión. Hay esperanzas y esperanzas. La obra optimista del señor Henri Bordeaux me parece singularmente desalentadora. Es que en ella nada se permite a los corazones un poco difíciles. El pensamiento de Malraux, por el contrario, es siempre tonificador. Pero en ambos casos no se trata de la misma esperanza ni de la misma desesperación. Veo solamente que la obra absurda misma puede conducir a la infidelidad que quiero evitar. La obra que no era más que una

repetición sin alcance de una condición estéril, una exaltación clarividente de lo perecedero, se convierte aquí en una cuna de ilusiones. Explica y da una forma a la esperanza. El creador ya no puede separarse de ella. No es el juego trágico que debía ser. Da un sentido a la vida del autor.

Es singular, en todo caso, que obras de inspiración próxima como las de Kafka, Kierkegaard o Chestov, las de, para decirlo en pocas palabras, los novelistas y filósofos existenciales, completamente orientados hacia lo Absurdo y sus consecuencias, desemboquen, a fin de cuentas, en ese inmenso grito de esperanza.

Abrazan al Dios que las devora. La esperanza se introduce por medio de la humildad. Pues lo absurdo de esta existencia les asegura un poco más de la realidad sobrenatural. Si el camino de esta vida va a parar a Dios, hay, pues, una salida. Y la perseverancia, la obstinación con que Kierkegaard, Chestov y los protagonistas de Kafka repiten sus itinerarios constituyen una garantía singular del poder exaltante de esta certidumbre.

Kafka niega a su dios la grandeza moral, la evidencia, la bondad, la coherencia, pero es para arrojarse mejor a sus brazos. Lo Absurdo es reconocido, aceptado, el hombre se resigna a él y desde ese instante sabemos que no es ya lo absurdo. En los límites de la condición humana, ¿qué mayor esperanza que la que permite escapar a esa condición? Veo una vez más que el pensamiento existencial a este respecto, contra la opinión corriente, está lleno de una esperanza desmesurada, la misma que, con el cristianismo primitivo y el anuncio de la buena nueva, sublevó al mundo antiguo. Pero en ese salto que caracteriza a todo el pensamiento existencial, en esa obstinación, en esa agrimensura de una divinidad sin superficie, ¿cómo no ver la señal de una lucidez que se niega? Se quiere solamente que se trate de un orgullo que abdica para salvarse. Ese renunciamiento sería fecundo. Pero lo uno nada tiene que ver con lo otro. En mi opinión, no se disminuye el valor moral de la lucidez diciendo que es estéril como todo orgullo. Pues también una verdad, por su definición misma, es estéril. Todas las evidencias lo son. En un mundo donde todo está dado y nada es explicado, la fecundidad de un valor o de una metafísica es una noción carente de sentido.

En esto se ve, en todo caso, en qué tradición de pensamiento se inscribe la obra de Kafka. En efecto, no sería inteligente considerar como rigurosa la manera de proceder que lleva de El proceso a El castillo. José K... y el agrimensor K..., son solamente los dos polos que atraen a Kafka . Yo hablaré como él y diré que su obra no es probablemente absurda. Pero que eso no nos prive de ver su grandeza y su universalidad. Estas proceden de que ha sabido simbolizar con tanta amplitud el paso cotidiano de la esperanza a la angustia y de la sensatez desesperada a la obcecación voluntaria. Su obra es universal (una obra verdaderamente absurda no es universal) en la medida en que en ella se simboliza el rostro conmovedor del nombre que huye de la humanidad, que saca de sus contradicciones razones para creer, razones para esperar en sus desesperaciones fecundas, y que llama vida a su aterrador aprendizaje de la muerte. Es universal porque tiene una inspiración religiosa. Como en todas las religiones, el hombre se libera en ella del peso de su propia vida. Pero si bien sé esto, si bien puedo también admirarla, sé, asimismo, que no busco lo universal, sino lo verdadero. Ambos pueden no coincidir.

Se entenderá mejor esta manera de ver si digo que el pensamiento verdaderamente desesperante se define precisamente por los criterios opuestos y que la obra trágica podría ser la que, una vez desterrada toda esperanza futura, describiera la vida de un hombre dichoso. Cuando más exaltante es la vida, tanto más absurda es la idea de perderla. Este es, quizás, el secreto de esa aridez soberbia que se respira en la obra de Nietzsche. En este orden de ideas, Nietzsche parece ser el único artista que haya sacado las consecuencias extremas de una estética de lo Absurdo, pues su último mensaje reside en una lucidez estéril y conquistadora y en una negación obstinada de todo consuelo sobrenatural.

Lo que precede habrá bastado, sin embargo, para poner de manifiesto la importancia capital de la obra de Kafka en el marco de este ensayo. Ella nos transporta a los confines del pensamiento humano. Si se da a la palabra su sentido pleno, puede decirse que todo es esencial en esta obra. En todo caso, plantea enteramente el problema de lo absurdo. Por lo tanto, si se quiere comparar estas conclusiones con nuestras observaciones iniciales, el fondo con la forma, el sentido secreto de El castillo con el arte natural por el que discurre, la búsqueda apasionada y orgullosa de K... con la apariencia cotidiana por la que camina, se comprenderá lo que puede ser su grandeza. Pues si la nostalgia es la marca de lo humano, nadie ha dado, quizá, tanta carne y tanto relieve a esos fantasmas de la añoranza. Pero se advertirá, al mismo tiempo, cuál es la singular grandeza que exige la obra absurda y que ésta no tiene acaso. Si lo propio del arte es ligar lo general con lo particular, la eternidad perecedera de una gota de agua con los juegos de sus luces, es más natural todavía valorar la grandeza del escritor absurdo por la diferencia que sabe introducir entre esos dos mundos. Su secreto consiste en saber encontrar el punto exacto en que se unen, en su mayor desproporción.

Y para decir verdad, los corazones puros saben ver en todas partes ese lugar geométrico del hombre y de lo inhumano. Si Fausto y Don Quijote son creaciones eminentes del arte, es a causa de las grandezas sin medida que nos muestran con sus manos terrenales. Sin embargo, siempre llega un momento en que el espíritu niega las verdades que pueden tocar sus manos. Llega un momento en que la creación no es tomada ya por lo trágico: sólo es tomada en serio. Entonces el hombre se preocupa por la esperanza. Pero ése no es asunto suyo. Lo que debe hacer es apartarse del subterfugio. Ahora bien, es éste con el que vuelvo a encontrarme al término del vehemente proceso al que Kafka trata de someter al universo entero. Su veredicto increíble absuelve, al fin, a este mundo horrible y trastornado en el que hasta los mismos topos se empeñan en esperar.