La peste o la muerte negra
José López Jara
En el
año 1348 empezó una epidemia de peste en Europa que se cobró una tercera parte
de la población total de entonces. Aunque el número de víctimas varió desde un
quinto de la población en algunos lugares hasta la casi total exterminación en
otros, los investigadores modernos han llegado a aceptar como estimación más
aproximada la cifra que nos da Froissart en su crónica, es decir, un tercio de
la población, aproximadamente, desde la India hasta Islandia. En realidad
Froissart tomó esta cifra del Apocalipsis de San Juan, la lectura preferida en
aquellos duros tiempos.
Un
tercio de la población de Europa en aquella época equivaldría a unos veinte
millones de personas. En realidad es imposible saber el número de víctimas con exactitud, porque en este tema los
cronistas de la época no son de fiar y hay que recurrir a otras fuentes, como
recaudaciones de impuestos, censos o los escasos documentos que se conservan de
las iglesias en los que se recogen nacimientos y defunciones.
En el año 1346 llegaron a Europa
rumores de una terrible epidemia, supuestamente surgida en China, que a través
del Asia Central se había extendido a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto
y Asia Menor. Se habla de regiones enteras que habían quedado despobladas, de
forma que hasta el Papa Clemente VI en Avignon se muestra interesado por el
tema, y reuniendo los informes que van llegando, calcula que el número de víctimas
debe ascender a casi veinticuatro millones de personas. Sin embargo,
como en aquel entonces se desconocía el concepto de contagio, no hubo ninguna
alarma en Europa hasta que la peste fue introducida en Italia por los barcos
genoveses y venecianos que venían del mar Negro; La peste aparece en Italia en
octubre de 1347, Y para enero del año siguiente ya ha penetrado en Francia, vía
Marsella, y ha llegado hasta el Norte de África. La rata negra, buena pasajera
de los barcos, la va extendiendo a lo largo de las costas y ríos navegables. Al
mismo tiempo que penetra en España, en Italia alcanza Roma y Florencia, y llega
a Paris en junio de 1348, pasando poco más tarde a Inglaterra a través del
Canal de la Mancha. Ese mismo verano llega a Suiza y por el Este se extiende
hasta Hungría.
En 1349 la peste reaparece en
Paris, se extiende por Picardia, Flandes y los Países Bajos; de Inglaterra pisa
a Escocia e Irlanda, así como Noruega donde, procedente de Inglaterra,
llega un barco fantasma con un cargamento de lana y toda la tripulación muerta,
que embarranca cerca de Bergen. Desde Noruega se extiende la epidemia a Suecia,
Dinamarca, Prusia e Islandia, llegando incluso hasta Groenlandia. Deja una
extraña bolsa de inmunidad en Bohemia y alcanza Rusia en 1351, aunque el primer
brote ya había remitido en casi toda Europa a mediados de 1350.
La gran mortandad
En Avignon, sede de la corte
papal; se calcula que morían diariamente unas cuatrocientas personas y que unas
siete mil casas quedaron deshabitadas. Los cronistas, impresionados sin duda
por la acumulación de cadáveres, dan cifras exorbitantes al elevar el número
total de muertos a sesenta y dos mil o incluso a ciento veinte mil, cuando la
población total de la ciudad no pasaba seguramente de cincuenta mil habitantes.
Conviene recordar que las mayores
ciudades de Europa, con una población de unos cien mil habitantes, eran París,
Florencia, Venecia y Génova. Después venían Gante, Brujas, Milán, Palermo,
Bolonia, Roma. Nápoles y Colonia, con más de cincuenta mil. Londres se acercaba
a esta cifra junto con Burdeos, Tolousse, Montpellier, Lyon, Barcelona,
Sevilla, Toledo, Siena y Pisa. Por todas estas ciudades la peste pasó matando
de un tercio a dos tercios de los habitantes.
Italia,
con una población de diez u once millones de personas, fue la que padeció más
duramente sus efectos. En Florencia podemos decir que «llovía sobre mojado»;
como consecuencia del inicio de lo que sería la Guerra de los Cien Años, las
principales casas bancarias florentinas, los Bardi y Peruzzi, fueron a la bancarrota
cuando Eduardo III de Inglaterra no pudo devolver los empréstitos que le habían
concedido para la primera campaña (años 1343 - 44). Siguieron años de malas
cosechas y con ellos apareció el hambre y se produjeron
revueltas de campesinos y trabajadores; después la peste mató de tres a cuatro
quintos de la población de esta ciudad, una de las más importantes de Italia.
Venecia perdió dos tercios de sus habitantes y en Pisa morían quinientas
personas al día.
Además, la primera aparición de
la peste coincidió con un terrible terremoto que asoló Italia desde Nápoles a
Venecia, dejando un rastro de destrucción que colaboró a aumentar la psicosis
de fin del mundo.
En general la mortandad fue
enorme en toda Europa; las ciudades estaban más expuestas a la epidemia, por
ser centros de comunicación y dado el hacinamiento en que se vivía, sobre todo
en los barrios pobres. París, por ejemplo, perdió a la mitad de sus habitantes.
De todas maneras, se ha
comprobado que el índice de mortandad en las aldeas, una vez que aparecía en
ellas la peste, era igualmente alto.
En los sitios cerrados, tales
como los monasterios o las prisiones, la infección de una persona normalmente
significaba la de todos, como ocurrió en los conventos franciscanos de
Carcasona y Marsella, en los cuales toda la comunidad murió. De los
140 frailes dominicos que había en Montpellier sólo sobrevivieron siete. El
hermano de Petrarca, Gerardo, miembro de un monasterio de cartujos, enterró a
su prior y a treinta y cuatro compañeros, uno por uno, hasta que se quedó solo
con su perro y huyó a buscar refugio en otra parte. En Kilkenny, Irlanda, el
hermano John Clyn de los frailes Menores también se encontró solo, rodeado de
compañeros muertos, pero escribió una crónica de lo que había sucedido para que
no ocurriera que «...las cosas que deben ser recordadas parezcan con el tiempo
y sean borradas del recuerdo de quienes vendrán tras nosotros». Creía que el
mundo entero estaba en poder del demonio y, esperando morir a su vez, escribió:
«Dejo pergamino para continuar este trabajo, por si alguien sobrevive y
cualquiera de la raza de Adán escapa a la peste y continúa la labor que yo he
comenzado». El hermano John, tal como escribió otra mano, murió de la peste,
pero escapó al olvido.
La peste y la escala social
En todas partes se observó que la
peste afectaba más a los pobres que a los ricos. El cronista escocés John de
Fordun afirma llanamente que la peste «atacaba especialmente a las clases
humildes y raramente a los magnates». La misma observación hace Simón de Covino
en Montpellier. Este aumento de la mortandad se debía, además de la penuria de
medios de subsistencia, al hacinamiento y a la completa ausencia de medidas
sanitarias en las viviendas de las clases más humildes.
Aunque la tasa de mortandad fuese
mayor entre los pobres, los grandes también sufrieron el azote de la peste. El
rey Alfonso XI de Castilla, el vencedor de Salado, fue el único monarca
reinante que murió de la peste, pero su vecino Pedro de Aragón perdió a su
mujer Leonora, a su hija y a una sobrina, en el espacio de seis meses. El
emperador de Bizancio, Juan Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Francia murieron
la reina coja Juana y su nuera, la esposa del Delfín, ambas en 1349.
También murió la reina de
Navarra. La segunda hija de Eduardo III de Inglaterra, que iba a casarse con el
heredero de Castilla -el futuro Pedro el Cruel-, murió en Burdeos cuando se
dirigía hacia su boda. Las mujeres parecen haber sido más vulnerables que los
hombres, quizá porque al estar más recluidas en el hogar estaban más expuestas
a las pulgas. Así murió la amante de Boccaccio, hija ilegítima del rey de
Nápoles; y también Laura, la amada real o imaginaria de Petrarca.
En Florencia, el gran historiador
Giovanni Villani murió a los sesenta y ocho años en medio
de una frase inacabada mientras escribía: «... en el curso de esta peste
fallecieron ... » También desaparecen de las crónicas, a partir de 1348,
Ambrosio y Pietro Lorenzetti, maestros pintores de Siena, así, como Andrea
Pisano, arquitecto y escultor de Florencia, por lo que es de suponer que
también ellos fueron víctimas de la peste.
Entre los médicos la mortalidad
fue naturalmente más alta: de veinticuatro médicos que había en Venecia, veinte
fueron víctimas de la epidemia, aunque las malas lenguas murmuraron que algunos
de estos supuestos mártires de su deber habían huido de la ciudad o se habían
escondido en sus casas. En Montpellier, sede de la principal escuela médica de
la época, Simón de Cavino testifica que a pesar del gran número de médicos y estudiantes
que allí había, muy pocos sobrevivieron al azote de la peste.
En cuanto al clero, la mortandad
varió según el rango. La única excepción a esta regla fue la muerte de un
tercio de los cardenales, pero ello se debió más bien a que se encontraban concentrados
en la corte papal en Avignon. Entre los obispos se calcula que murió uno de
cada veinte; en cambio los sacerdotes sufrieron igual que el pueblo llano,
aunque en muchos lugares abandonaron sus deberes y huyeron por miedo al
contagio. Por una extraña y siniestra coincidencia, en Inglaterra murieron
sucesivamente el arzobispo de Canterbury, en agosto de 1348, su sucesor en mayo
de 1349, y el siguiente candidato tres meses más tarde.
Los funcionarios públicos y las
personas con cargos en el gobierno tampoco se vieron perdonados por la peste y
su pérdida contribuyó a generalizar el caos. En Siena murieron cuatro de los
nueve miembros de la oligarquía gobernante. En Francia murieron un tercio de
los notarios reales y como resultado la recogida de impuestos se vio afectada
de tal manera que Felipe VI sólo pudo recaudar una parte del subsidio que le
habían concedido los Estados Generales en el invierno de 1347-48.
Los campesinos caían muertos en
los campos, en los caminos o en sus casas, y los que sobrevivían se hallaban
presos de una apatía total, dejando el trigo maduro sin segar y el ganado
desatendido. Esto ponía en peligro la economía del siglo, que dependía de la
cosecha de cada año para comer y para hacer la siembra del año siguiente. La
disminución alarmante de la mano de obra bien pronto se hizo patente y
acarrearía graves problemas. «Quedaron tan pocos siervos y trabajadores que
nadie sabía a quien pedir ayuda» escribió Knigbton. La idea de un futuro sin
futuro -valga la redundancia- creó un sentimiento de demencia y desesperación.
Un cronista bávaro cuenta que «los hombres y las mujeres deambulaban como si
estuviesen locos y dejaban que su ganado se perdiese porque ya nadie quería
preocuparse por el futuro».
En cierto modo la respuesta
emocional de la gente se vio embotada ante tanto horror y, tal como escribió
otro testigo de la catástrofe: «En aquellos días había entierros sin pena y
matrimonios sin amor».
Intentos de explicación de la
peste
Se desconoce qué fue lo que causó
esta epidemia, la más terrible de la historia, pero ahora se cree que su origen
geográfico no estuvo en China, sino en algún lugar de Asia Central y que desde
allí se extendió por la ruta de las caravanas hasta llegar al mar Negro y luego
a Europa. El origen chino fue una noción equivocada del siglo XIV, basada en
informes verdaderos pero retrasados que se referían a las grandes calamidades
ocurridas en China -peste, hambre e inundaciones- a principios de la década de
1330, demasiado pronto por tanto para estar relacionadas con la peste que
aparece en la India en 1346. El enemigo fantasma no tenía nombre y sólo empezó
a conocérsele como la peste negra en citas posteriores. Durante la primera
eclosión de la epidemia se le nombra como la gran mortandad o la peste a secas.
Para empeorar las cosas llegaban a los oídos de los atemorizados europeos
relatos desde Oriente en los que se hablaba de furiosas tempestades de fuego
que arrasaban todo lo que encontraban a su paso, y se decía que los vientos
provocados por estas lluvias de fuego eran los que habían traído la peste a
Europa. También se culpó al terremoto antes mencionado de liberar gases pestilentes y sulfurosos del interior de la
tierra; o bien se decía que la epidemia era la evidencia de una lucha titánica
entre los planetas y los océanos, cuyo resultado había sido la evaporación de
grandes masas de agua, lo que había hecho morir millones de peces que con su olor
putrefacto habían corrompido el aire. Como se ve, todas estas explicaciones tenían en común el factor del aire
envenenado, de las espesas nieblas y de las malignas influencias de los
planetas.
El misterio del contagio era el
más temible de los terrores. La gente se dio cuenta rápidamente de que la
enfermedad se propagaba por el contacto con los enfermos, con sus ropas o sus
cadáveres y también con sus casas. ¿Cómo? y ¿por qué? eran preguntas claves que nadie acertaba a
responder.
Gentile da Foligno, doctor en
Medicina por la Universidades de Bolonia y Padua, se aproximó al concepto de
infección respiratoria cuando afirmó que mediante la respiración se introducía
materia venenosa en la persona. Pero al desconocer la existencia de los
microbios, dedujo que el aire estaba envenenado por influencias planetarias. La
desesperada búsqueda de explicaciones dio lugar a teorías tan peregrinas como
la del contagio por la vista; pero tampoco debemos reír demasiado si pensamos
solamente en los intentos que recientemente se han llevado a cabo para explicar
el envenenamiento del aceite de colza. Los médicos medievales, luchando con la
evidencia, no podían desdeñar los términos y límites de la astrología, a la que
creían estaba sujeto todo ser humano. La medicina era quizás el único aspecto
de la vida medieval que escapaba al dominio de la doctrina cristiana, en parte
debido a la gran influencia a que sobre ella tenía el mundo árabe. Guy de
Chauliac, que fue médico de tres papas, practicaba de acuerdo con el Zodíaco.
En octubre de 1348, Felipe VI
pidió a la Facultad de Medicina de París que se definiese sobre las causas que
habían provocado la temible epidemia de la peste, que parecía amenazar con el
exterminio de la humanidad. Con cuidadosas tesis, antítesis y pruebas, los
doctores dictaminaron que su origen se debía a una triple conjunción de
Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de
marzo de 1345. Este veredicto se convirtió en la versión oficial y fue
reproducido y traducido a diversos idiomas, llegando a ser aceptado incluso por
los médicos árabes de Córdoba y Granada.
Naturalmente se intentaron llevar
a cabo algunas medidas destinadas a la curación de los enfermos, pero casi
todas ellas iban muy mal encaminadas.
Los médicos
efectuaban tratamientos destinados a sacar veneno e infección del cuerpo,
sangrando, purgando con lavativas, cortando o cauterizando los bubones o
aplicando compresas calientes. Se recetaban también pócimas que contenían
especias raras y polvo de esmeraldas o perlas, siguiendo la teoría, no
desconocida en la medicina moderna, de que la sensación de curación de un paciente es directamente
proporcional al coste del tratamiento. El único caso de medicina preventiva lo
tenemos en la manera en que Guy de Chauliac, médico de Clemente VI, aisló al
supremo pontífice en sus apartamentos del palacio papal de Avignon, prohibiéndole
terminantemente que recibiera visitas y haciéndole sentar en medio de dos
grandes fuegos durante todo el caluroso verano provenzal. El aislamiento y el
calor infernal que reinaba en las habitaciones papales contribuyeron sin duda a
espantar las pulgas.
A nivel popular se aconsejaba a
diestro y siniestro, desde lavarse la boca y nariz con vinagre y agua de rosas,
hasta frecuentar las letrinas, siguiendo la teoría de que los malos olores eran
eficaces contra la peste.
En una aldea se podía ver a sus
habitantes danzando y cantando continuamente al son de flautas y tambores. Si
se les preguntaba que por qué lo hacían, respondían que confiaban en mantenerse
inmunes a la peste mediante la alegría que demostraban con el baile. No sabemos
si realmente lo consiguieron.
La psicosis del «Castigo de Dios»
y sus consecuencias
Para la gente en general sólo
podía haber una explicación para la peste: la ira de Dios. Los planetas podían
satisfacer a los doctores cultos, pero Dios estaba más cerca de la mente del
hombre normal. Marco Villani comparó la peste con el Diluvio, y en realidad
estaba convencido de que se trataba del fin del mundo. El mismo Papa contribuyó
a fomentar esta creencia del castigo divino cuando en una bula de septiembre
habló de la «Pestilencia con la que Dios está castigando a sus gentes». Era
lógico que la ausencia aparente de una causa material diese a la epidemia una
cualidad siniestra y sobrenatural, de modo que por toda Europa surgieron
leyendas que simbolizaban a la peste en la forma de una doncella que entraba en
las casas para llevarse a sus habitantes.
Por otro lado, la aceptación
general de que se trataba de un castigo divino creó un extenso sentido de
culpabilidad, porque para recibir tamaño castigo se tenía que haber
cometido un crimen horrible. ¿Qué pecados había en la conciencia del hombre del
siglo XIV? En realidad, todos: codicia, avaricia, usura, materialismo, adulterio, blasfemia, falsedad, lujuria, etc.- porque
cuando más se acercaba el final de la Edad Media, anunciándose el hombre moderno, más se alejaban
las personas de las doctrinas cristianas.
Los esfuerzos para apaciguar la
ira divina tomaron muchas formas, como cuando la ciudad de Ruan decidió
prohibir todo aquello que pudiese ofender al Señor, como el juego, la bebida y
las blasfemias. En todas partes se organizaron procesiones de penitencia, algunas de las cuales reunían a miles
de personas y duraban hasta tres días. Estas procesiones acompañaron el avance
de la peste, al tiempo que servían para aumentar el contagio. Cuando se hizo
evidente esto último, fueron prohibidas por el Papa.
Algunos cronistas de la época se
vieron desilusionados, pues creían que con el castigo divino de la peste
mejoraría el comportamiento moral de las gentes. En general ocurrió todo lo
contrario. Tal y como había ocurrido en la epidemia que asoló Atenas en el 430
a. C., según la narración de Tucídides, la gente se volvió más amoral como consecuencia del sufrimiento, y
el comportamiento más licencioso. La anécdota de los fabricantes de dados para
el juego, que a raíz de la peste se dedicaron a fabricar cuentas para rosarios,
fue sólo eso, una anécdota.
El miedo al contagio
Existen cierto tipo de
calamidades -terremotos, incendios- que parecen sacar a flor de piel los
mejores sentimientos de las personas hacia sus semejantes. No es éste el caso
de una enfermedad contagiosa como la peste, que no favorece en modo alguno la
solidaridad. La gente tendía a evitar el contacto con sus semejantes.
Agnolo di Tura, un cronista de
Siena, recoge magistralmente este miedo que se apoderó de todos anulando
cualquier otro instinto; «El padre abandona al hijo» -nos cuenta-, «la mujer al
marido, un hermano a otro, porque esta plaga parecía comunicarse con el aliento
y la vista. Y así morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase a los
muertos ni por amistad ni por dinero. Y yo, Agnolo di Tura, llamado el Gordo,
enterré a mis cinco hijos con mis propias manos, como tuvieron que hacer muchos
otros al igual que yo».
Citemos también el testimonio de
un monje franciscano en Sicilia quien dice: «Los magistrados y notarios se
niegan a venir a hacer el testamento de los agonizantes, y ni siquiera los
sacerdotes quieren acudir a escuchar confesión», También encontramos parecidos
testimonios en Inglaterra, donde para aliviar las perspectivas de una muerte
sin los últimos ritos -no sólo por causa de negligencia del sacerdote, sino
porque muchas muertes eran repentinas- un obispo dio permiso a los laicos para
que se confesasen entre si, «como hacían los apóstoles», y si ningún hombre
estaba presente, incluso podía efectuar la confesión una mujer, y si no
encontraba a ningún sacerdote para administrar la Extremaunción, «entonces la
fe debe bastar», El mismo Papa Clemente VI se vio obligado a garantizar el
perdón de los pecados a los que morían de peste, dado que tantos fueron
desatendidos por los sacerdotes, «Y no doblaban las campanas» cuenta un
cronista de Siena, «y nadie lloraba, no importa cuán grande su perdida, pues
todos esperaban la muerte». Guy de Chauliac, observador serio y meticuloso, nos
confirma la misma opinión: «El padre no visitaba al hijo, ni el hijo al padre.
La caridad había muerto».
Pero también hubo excepciones. En
Paris, según Jean de Venette, las monjas del Hotel Dieu, «no teniendo miedo a
la muerte, atendían a los enfermos con toda dulzura y humildad». Las que morían
eran sustituidas por otras, hasta que la mayoría «descansaron en paz con
Cristo».
Las manifestaciones de
insolidaridad se produjeron no solamente entre las personas sino entre regiones
y países. Así cuando la plaga entró en el norte de Francia, asentándose en
Normandía, y, frenada por el invierno, concedió una falsa tregua a Picardía. Un
monje de la abadía de Fourcament cuenta que «entonces la mortandad era tan
grande entre las gentes de Normandía que los de Picardía se burlaban de ellos».
Fue por poco tiempo, desde luego. La misma reacción la encontramos en los
escoceses, que también gracias al invierno gozaban de una tregua frente a la
peste que provenía de Inglaterra. Encantados de saber que una enfermedad
misteriosa estaba diezmando a las gentes del sur, reunieron un ejército para
invadirles. Pero antes de que se pusiesen en movimiento la peste cayó sobre
ellos, matando a la mayoría mientras que los supervivientes huían del pánico, diseminando
la enfermedad por toda Escocia.
En muchas ciudades se ordenaron
estrictas medidas de cuarentena para evitar el contagio. Tan pronto como Pisa y
Lucca fueron infectadas, la vecina ciudad de Pistoia prohibió que ninguno de
sus ciudadanos que estuviese de viaje en las ciudades afectadas volviese a
casa, y asimismo prohibió la importación de lino y de lana. El Dux y el consejo
de Venecia ordenaron que se enterrase a los muertos en las islas y a una
profundidad mínima de cinco pies, y organizaron un servicio de barcazas para transportar los cadáveres. Polonia
estableció la cuarentena en sus fronteras, lo que proporcionó una relativa
inmunidad. En Milán el arzobispo Giovanni Visconti tomó medidas draconianas de
acuerdo con el estilo de su familia; ordenó que las tres primeras casas en las
que apareció la peste fueran tapiadas con sus ocupantes dentro, quedando sanos,
enfermos y muertos encerrados en una misma tumba común. No se sabe si por la
prontitud de sus medidas o por fortuna, Milán escapó con pocas muertes a la
plaga.
Por otra parte se tuvieron que
tomar medidas para paliar en lo posible la desmoralización de la
gente, de manera que muchas ciudades prohibieron que tocasen las campanas en
señal de duelo o que se pregonasen los fallecimientos como era costumbre. La
ciudad de Siena impuso multas a todo aquel que llevase luto, con la única
excepción de las viudas.
La persecución de los judíos
Es una gran verdad en la Historia
que las desgracias nunca vienen solas. Bien pronto la hostilidad del hombre presionado
por la peste se volvió contra los judíos.
Los primeros linchamientos
comenzaron en la primavera de 1348, justo después de las primeras muertes
producidas por la peste. El cargo contra ellos era que estaban envenenando los
pozos. Estos ataques tuvieron lugar en Narbona y Carcasona, donde los judíos
fueron sacados de sus hogares y arrojados a enormes hogueras. El judío como
eterno extranjero era el blanco más obvio.
Era el fuera de la ley que se
había separado voluntariamente del mundo cristiano, y a quien durante siglos se
había hecho objeto de odio. En cuanto a la acusación de envenenamiento de los
pozos, también era antigua; aparece en la plaga de Atenas, mencionada más
arriba, cuando se dijo que el envenenamiento
era obra de los espartanos. También se contaba con el ejemplo más reciente de
la plaga de 1320-21, en la que se culpó a los leprosos, creyéndose que actuaban
instigados por los judíos y el Rey de Granada en una gran conspiración para
destruir a los cristianos. Cientos de leprosos fueron atrapados y quemados en
Francia durante 1322, y los judíos fueron también duramente multados.
De manera que con la Peste Negra,
los judíos fueron de nuevo la cabeza de turco. En 1348 el Papa, viendo el sesgo
que tomaba la situación, publicó una bula prohibiendo la matanza, el saqueo o
la conversión forzosa de los judíos sin juicio previo, lo cual frenó los
ataques en Avignon y en los estados papales, pero no en el norte. Las
autoridades, en la mayoría de los casos, intentaron proteger a los judíos al principio,
pero acabaron sucumbiendo a la presión popular.
En Saboya, donde se celebraron los primeros juicios
formales en septiembre de 1348, se confiscó la propiedad de los judíos mientras estos permanecían en prisión
esperando que se probasen las acusaciones que contra ellos se levantaron. Naturalmente las acusaciones fueron comprobadas
con el método medieval a base de confesiones obtenidas mediante tortura.
Existía una
conspiración judía internacional con base en Toledo, de donde partían emisarios
que llevaban el veneno escondido en pequeñas bolsas, así como instrucciones
rabínicas sobre la forma de envenenar pozos y manantiales. Los judíos fueron
encontrados culpables; once de ellos fueron quemados vivos y el resto de la
comunidad judía tuvo que pagar un impuesto de ciento sesenta florines al mes
durante seis años para seguir residiendo en la ciudad.
Las confesiones obtenidas en
Saboya, distribuidas por carta de ciudad en ciudad, formaron la base para una
serie de ataques a lo largo y ancho de Suiza, Alsacia y Alemania. De nuevo el
Papa intentó frenar la histeria con otra bula en la que decía que aquellos
cristianos que inculpaban a los judíos de la peste habían sido seducidos y
engañados por el diablo.
Señalaba que la peste afectaba
por igual a todo el mundo, incluidos los judíos, y que lugares donde no vivía
ninguna comunidad judía la plaga era tan terrible como en el resto del mundo.
Animó además al clero a acoger a los judíos bajo su protección, pero
desgraciadamente su voz no fue oída. En Balisea, el nueve de enero de 1349,
toda la comunidad judía, de varios cientos de personas, fue quemada en una casa
de madera construida especialmente al efecto en una isla del Rin, y se emitió
un decreto por el cual ningún judío podía volver a la ciudad en doscientos
años. En Estrasburgo, el consejo municipal, que se oponía a la persecución, fue depuesto por el voto de los
gremios y se eligió otro dispuesto a cumplir la voluntad popular. En febrero de
1349, antes de, que la peste alcanzase la ciudad, los judíos de Estrasburgo, en
número de dos mil, fueron conducidos a un camposanto donde todos aquellos que
no aceptaron la conversión fueron quemados en hogueras.
Las sectas flagelantes
Para entonces otra voz se
estaba alzando contra los judíos. Los flagelantes habían hecho acto de
aparición. Como súplica desesperada a la piedad de Dios, su movimiento surgió
en un espasmo repentino que recorrió Europa con la misma rapidez que la peste.
La autoflagelación pretendía
expresar remordimiento y expiar los pecados de la comunidad. Como forma de
penitencia era muy anterior a la peste, pero nunca había tenido el auge que
consiguió gracias a la plaga.
Organizados en grupos de
doscientos o trescientos y a veces más -los cronistas mencionan hasta mil- iban
de ciudad en ciudad, desnudos hasta la cintura, azotándose con látigos de cuero
que acababan en púas de hierro. Mientras gritaban pidiendo perdón a Dios y
piedad a Cristo y a la Virgen, las gentes de la ciudad en cuestión lloraban y
se lamentaban con ellos. Estas bandas hacían funciones regulares tres veces al
día, dos en público en la plaza de la iglesia y otra en privado. Organizados
bajo el mando de un maestro laico durante un período de tiempo prefijado, que
normalmente era de 33 días y medio para representar los años de Cristo en la
Tierra, a los participantes se les exigía obediencia al maestro y mantenerse a
sí mismos mediante el pago de una cantidad de dinero fijada de antemano.
Tenían prohibido bañarse,
afeitarse, cambiarse de ropa, dormir en camas y hablar o tener relaciones sexuales con
mujeres sin el permiso del maestro. Evidentemente esto último no se cumplía ya
que los flagelantes fueron acusados más tarde de celebrar orgías en las que se
mezclaban los azotes con el sexo; un buen caldo de cultivo para sadomasoquistas.
Las mujeres acompañaban a los grupos en secciones separadas, a la retaguardia. Si una mujer o un sacerdote entraban en el círculo
donde se estaba celebrando la ceremonia de la flagelación, el acto de
penitencia se consideraba nulo y debía comenzar de nuevo.
El movimiento
era básicamente anticlerical, porque los flagelantes estaban usurpando el papel
de los sacerdotes como intermediarios ante la justicia divina. Extendiéndose a
través de los estados alemanes, esta nueva plaga avanzó hacia Flandes, los Países
Bajos y Picardía, llegando hasta Reims.
Centenares de bandas vagaban por
estas tierras, entrando en otras ciudades cada semana. Los
habitantes les recibían con reverencia, doblando las campanas de las iglesias y
les ofrecían alojamiento en sus casas. Les llevaban a los niños enfermos para
que los curasen y empapaban paños en la sangre de los flagelantes que después
se aplicaban en los ojos y que conservaban como reliquias. Muy pronto los
flagelantes marcharon tras magníficas enseñas bordadas en terciopelo y oro por
mujeres entusiastas.
Creciendo en arrogancia, se
mostraron en abierto antagonismo con la Iglesia. Los maestros asumieron el
derecho de oír confesión y a conceder la absolución e imponer penitencia, lo
cual amenazaba la autoridad eclesiástica. Los sacerdotes que intervenían
oponiéndose a ellos eran lapidados y se incitaba al populacho a que tomase
parte en estas lapidaciones. Empezaron a ser temidos como una fuente de
fermento revolucionario y una amenaza a la clase propietaria, tanto laica como
religiosa.
El emperador Carlos IV pidió al
Papa que suprimiese a los flagelantes y a ello se sumó la petición de la
Universidad de París. Sin embargo, incluso en Avignon, varios cardenales se
oponían a que se tomasen medidas contra ellos, quizá porque no estaban
completamente seguros de si el movimiento recién surgido tenía el respaldo
divino o no. Mientras tanto los flagelantes habían encontrado una nueva
víctima. En cada ciudad donde entraban se dirigían al barrio judío seguidos por
el populacho, aullando venganza contra los «envenenadores
de pozos». En Friburgo, Augsburgo, Nüremberg, Munich, Könisberg, en otros centros los judíos fueron masacrados
con una meticulosidad que parecía buscar el total exterminio de la raza. En
Worms, en marzo de 1349, la comunidad judía, compuesta por unas cuatrocientas personas, volvió a una antigua
tradición quemándose dentro de sus hogares, antes que ser muertos por sus
enemigos. La comunidad más numerosa de Frankfurt siguió el mismo ejemplo, propagándose el
incendio a gran parte de la ciudad. En Colonia, el consejo de la ciudad repitió
el argumento del Papa de que los judíos eran víctimas de la peste como todo el
mundo, pero los flagelantes reunieron una muchedumbre «de esos que no tienen nada que
perder» y se entregaron a su labor de matanzas y saqueos. En Mainz, que contaba
con la comunidad judía más importante de Europa, sus miembros se decidieron por fin a defenderse. Con armas recogidas de antemano mataron a
doscientas personas del populacho, un acto que sólo sirvió para aumentar la
matanza por parte de los ciudadanos, enfurecidos por la muerte de cristianos.
Los judíos lucharon hasta que se vieron perdidos. Entonces se encerraron en sus
casas y les prendieron fuego. Se dijo que seis mil perecieron en Mainz aquel 24
de agosto de 1349. Pero el exterminio total es raro en la Historia. Algunos
grupos se salvaron mediante la conversión y el príncipe Ruperto del Palatinado,
junto con otros príncipes, protegió a grupos de refugiados. El duque Alberto II
de Austria fue uno de los pocos gobernantes que tomó medidas eficaces para
proteger a los judíos en su territorio. Los últimos progroms tuvieron lugar en
Antwerp y en Bruselas, donde toda la comunidad judía fue exterminada en
diciembre de 1349. Cuando acabó la peste quedaban muy pocos judíos en Alemania
y los Países Bajos.
Por esas fechas la Iglesia ya
estaba decidida a asumir el riesgo de actuar contra los flagelantes. Los
magistrados ordenaron que se les cerrasen las puertas de las ciudades. Clemente
VI, en una bula de octubre de 1349, pedía que se les dispersase o detuviese; la
Universidad de París negó su pretensión de inspiración divina y
Felipe VI rápidamente prohibió la flagelación en público bajo pena de muerte.
Las autoridades locales persiguieron a los «maestros del error» atrapándolos,
colgándolos y decapitándolos. Los flagelantes se desbandaron y huyeron «desapareciendo
tan rápidamente como habían surgido», escribió Enrique de Hereford, «como
fantasmas nocturnos o espíritus burlones». En algunas partes quedaron algunas
bandas, no siendo suprimidas totalmente hasta 1357.
Como espíritus sin hogar los
judíos fueron regresando lentamente desde el Este de Europa donde se habían
refugiado, volvieron en peores condiciones y más segregados que antes.
El mito del envenenamiento y sus
masacres habían convertido la imagen del judío malvado en un estereotipo. El
período de florecimiento medieval de los judíos había acabado y las murallas
del «ghetto» aunque no físicas, ya se habían levantado.
Repercusiones sociales y
económicas de la peste
¿Cuál era la condición humana
después de la peste? Simón de Covino creía que la peste había tenido un efecto
lamentable sobre la moral, «disminuyendo la virtud en
todo el mundo». Gilles li Muisis por el contrario, pensaba que se había mejorado
la moral pública porque muchas parejas que antes vivían en concubinato ahora
estaban casadas, aunque esto se debió en realidad a las nuevas ordenanzas
municipales. La tasa de matrimonios creció, aunque no por amor. Muchos
aventureros se aprovecharon de las huérfanas para ganar inmensas fortunas en
forma de dotes, de tal manera que la oligarquía de Siena prohibió el matrimonio
de las huérfanas sin el consentimiento de la familia. En Inglaterra Piers
Plowman se lamentaba de la gran cantidad de parejas que se habían casado desde
la peste «por ansias de riquezas y contra los sentimientos naturales» uno de
cuyos resultados, según él, fue el gran número de matrimonios estériles. Quizá
esta conclusión de Plowman es la moraleja de un moralista más que la realidad,
puesto que otro cronista, Jean de Venette, afirma exactamente lo contrario, que
los matrimonios que siguieron a la plaga tuvieron descendencia muy numerosa.
Esto también puede ser un intento de buscar un alivio a la merma de población
tras la peste.
La gente no mejoró a consecuencia
de la epidemia. Tal como hubiese esperado Matteo Villani, quien decía que la
ira de Dios debía convertirles en «mejores hombres, humildes, virtuosos y
católicos». En lugar de ello «olvidaron el pasado como si nunca hubiese existido
y se entregaron a una vida más desvergonzada y desordenada que la que llevaban
antes».
Debido a la abundancia de bienes
y alimentos y a la escasez de consumidores los precios se hundieron y los
supervivientes de la peste se entregaron a una orgía salvaje de despilfarro.
Los pobres se mudaron a casas abandonadas, dormían en camas y comían en
servicio de plata; los campesinos se apoderaban de las tierras que nadie
reclamaba, así como del ganado, incluso de lagares, forjas o molinos que habían
quedado sin dueño y de muchas otras cosas que nunca antes habían poseído. El
comercio se había reducido pero había aumentado el nivel de líquido dado que
había menos personas para repartirlo.
El comportamiento de las personas
se volvió más despiadado y cruel, como ocurre a menudo tras un período de
violencia y sufrimiento. Se culpó de ello a los advenedizos y nuevos ricos que
presionaban desde abajo. Siena renovó sus leyes suntuarias en 1349 porque muchas personas aparentaban mayor
rango del que les correspondía por nacimiento u ocupación. Un estudio de las
recaudaciones de impuestos después de la peste nos indica que aunque la población estaba
diezmada, las proporciones sociales seguían siendo las mismas.
Debido a los intestatos, las
propiedades sin herederos, y las disputas en torno a tierras y edificios, se
levantó una furiosa tormenta de litigios, agravada por la escasez de notarios.
Los colonos o la Iglesia se apoderaron de los terrenos y propiedades
abandonadas. El fraude y la extorsión practicada por los tutores sobre los
huérfanos se convirtieron en un escándalo generalizado.
El resultado más obvio e
inmediato de la peste negra fue naturalmente la disminución de la población,
que debido a las guerras, el bandolerismo y nuevos brotes de la plaga, declinó
todavía más hacia finales del siglo XIV.
La peste en sí fue una maldición
para el siglo, que bajo la forma de su bacilo almacenado en los transmisores
-ratas y pulgas- surgió seis veces más en los siguientes sesenta años. Después
de matar a los más susceptibles de contagio, con un considerable aumento de la
mortandad infantil en las últimas fases, remitió por fin, dejando a Europa con
una población reducida en casi un cincuenta por ciento para finales del siglo.
Baste decir, como ejemplo, que la ciudad de Beziers, en el sur de Francia,
contaba con catorce mil habitantes en 1304 mientras que un siglo más tarde sólo
tenía cuatro mil. Las florecientes ciudades de Carcasona y Montpellier quedaron
reducidas a sombras de su prosperidad pasada, al igual que Ruan, Arrás, Laon y
Reims en el norte. Al disminuir el número de personas que podían pagar
impuestos, los gobernantes aumentaron su cuantía, lo que provocó el resentimiento
popular, que iba a estallar repetidas veces en las décadas posteriores a la
peste.
Los valores relativos
de tierra y trabajo se vieron completamente alterados. Los terratenientes, en
un intento desesperado de mantener sus tierras cultivadas, reducían las rentas
que debían pagar los campesinos o incluso llegaban a anularlas totalmente. Más
valía no tener beneficios que no ceder de nuevo los terrenos a la Naturaleza.
Pero a pesar de todo, dada la gran mortandad, las tierras cultivadas disminuyeron
forzosamente, y los terratenientes empobrecidos desaparecieron abandonando sus
mansiones y castillos para unirse a las bandas de mercenarios que iban a ser la
maldición de los años siguientes.
Cuando debido a
la disminución en la población activa, disminuyó también la producción, los
bienes y alimentos de todo tipo comenzaron a escasear y los precios se dispararon.
En Francia se cuadruplicó el precio del trigo en 1350. Al mismo tiempo, con la
escasez de la mano de obra vino el mayor malestar social bajo la forma de
demandas concertadas de aumentos salariales. Tanto los campesinos como los
obreros, artesanos, escribas y sacerdotes descubrieron el valor de ser pocos.
En el curso del año que siguió al primer gran brote de la peste, los
trabajadores textiles de St. Omer habían conseguido tres aumentos de sueldo
seguidos, y los alfareros de Amiens reclamaban subidas por el estilo. En muchos
gremios los artesanos se declararon en huelga pidiendo más
dinero y menos horas de trabajo.
Un estatuto francés de 1351, más
realista, y aplicado a la región de Paris, permitía una subida de los salarios
que no excediese en más de un tercio al nivel anterior;
se fijaron además los precios y se regularon los beneficios de los
intermediarios, y para aumentar la producción se ordenó que los gremios no
fuesen tan estrictos en las restricciones acerca del número de aprendices y que
se acortase el período de tiempo necesario para llegar a ser maestro artesano. Pero aun así, los conflictos laborales habían comenzado y los viejos lazos de unión medievales
entre señor y campesino, noble y artesano, se empezaban a aflojar y se irían
repitiendo las luchas a lo largo de lo que quedaba del malhadado siglo XIV. Por
un lado la educación sufrió seriamente debido a las pérdidas que la peste
produjo en el clero, que como se recordará, constituía la casi totalidad de la
clase docente en la Edad Media.
En Francia, de acuerdo con Jean
de Venette, «pocos se encontraban en las casas, villas o castillos que pudiesen
enseñar gramática a los niños». Para ocupar los puestos vacantes la Iglesia
ordenaba sacerdotes a mansalva; muchos de ellos, hombres que habían perdido a
sus familias en la epidemia y que buscaban en los hábitos un refugio y que
apenas sabían leer y escribir.
Por un impulso contrario, se
estimuló la creación de universidades como medio para conservar los conocimientos y la cultura, gravemente amenazados
por la peste.
Especialmente el emperador Carlos
IV, un intelectual, se preocupó de la posible desaparición del saber debido a
la «loca rabia de la muerte pestilente» -según sus palabras- que había asolado
al mundo. Fundó la Universidad de Praga en el año 1348, el mismo de la peste, y
en los cinco años siguientes dio el respaldo imperial a las universidades de
Orange, Perugia, Siena, Pavía y Lucca. En estos mismos años tres nuevos
colegios universitarios fueron creados en Cambridge -Gonville Hall, Trinity
Hall y Corpus Christi- aunque la causa de estas fundaciones no siempre fuese el
amor a la cultura. El Corpus Christi fue creado en 1352 porque las tarifas de
las misas de difuntos habían subido de tal modo después de la peste que dos
gremios de Cambridge decidieron establecer un colegio universitario cuyos
doctores se encargasen, en su calidad de sacerdotes, de orar por los difuntos
de ambas corporaciones.
De todas maneras, las
universidades también sufrieron el peso de la epidemia y en Oxford se
escuchaban lamentaciones en los sermones por la falta de alumnos, mientras que
en Bolonia, veinte años después de la plaga, el gran Petrarca se dolía en una
serie de cartas tituladas «Sobre cosas viejas»: donde antes no había «nada más
alegre en el mundo ni más libre», ahora casi ninguno de los antiguos grandes maestros
quedaba con vida, y en lugar de tan grandes genios «una ignorancia universal se
había apoderado de la ciudad». Aunque hay que reconocer que de esto no sólo era
culpable la peste, sino también la guerra y otros problemas.
El jubileo de 1350 y la Iglesia
tras la peste
El sentimiento de pecado
producido por la peste encontró alivio en la indulgencia plenaria ofrecida en
el año del Jubileo de 1350 para todos aquellos que emprendiesen la peregrinación
a Roma. El Jubileo, establecido por Bonifacio VIII en 1300, en principio estaba
destinado a tener lugar cada cien años, pero el primero constituyó un éxito. Tan grande
-visitaron, según las crónicas, dos millones de peregrinos la Ciudad Santa- que
Roma, empobrecida por la marcha de la corte papal a Avignon, rogó a Clemente VI
que acortase el intervalo a cincuenta años.
El Papa era de la opinión de que
«un pontífice debe hacer feliz a sus súbditos» y les concedió lo que pedían.
Así en 1350 los peregrinos se agolparon en los caminos que llevaban a Roma y se
dijo que cada día entraron o salieron de la ciudad cinco mil personas. En
cuanto a la Iglesia, emergió de la peste más rica y más impopular que antes.
Cuando todos estaban amenazados por la muerte repentina y con la perspectiva de
irse al otro mundo en estado de pecado, el resultado fue un flujo de donaciones
a instituciones religiosas tal y como no se había conocido hasta entonces. El
convento de St. Germain L'Auxerrois, por ejemplo, recibió cuarenta y nueve
herencias en seis meses, comparadas con las setenta y ocho de los ocho años anteriores. En Florencia
la Compagnia de San Michele recibió trescientos cincuenta mil florines en
concepto de limosnas para los pobres, aunque en este caso se acusó a los
dirigentes de la compañía de usar el dinero para sus propios fines, a lo que
ellos alegaron que los pobres y necesitados ya no necesitaban el dinero porque
estaban muertos.
Enriquecidas por los donativos,
las órdenes religiosas levantaron más animadversión de la que ya había contra
ellas. Cuando Knighton se hace eco del fallecimiento de ciento cincuenta
franciscanos, víctimas de la peste, en Marsella, añade «bene quidem» (buena
cosa); y de los siete frailes que sobrevivieron de ciento sesenta que había en
Maguelonne escribió «y con esos hubo bastante». Las órdenes mendicantes no
podían ser perdonadas por abrazar el culto al dinero. Así la peste aceleró el
descontento con la Iglesia, en el momento en que la gente necesitaba más apoyo
espiritual.
Clemente VI, al que no
podemos llamar un hombre espiritual, se impresionó lo bastante con el mal
comportamiento del clero durante la peste como para estallar furioso contra sus prelados, que le pedían
en 1351 que aboliese las órdenes mendicantes. «Si lo hiciese» -replicó el Papa-, «¿Qué podríais
predicar a la gente? Si es sobre humildad, vosotros sois los más orgullosos
del mundo, creídos y pomposos. Si es sobre pobreza, sois tan codiciosos que
todos los beneficios os parecen poco. Si es sobre la castidad -pero no
hablaremos de esto, porque Dios sabe lo que hace cada hombre y cómo algunos de
vosotros satisfacéis vuestros deseos.»
Con esta triste opinión de sus
clérigos falleció el Papa un año después. «Cuando
los que tienen el título de pastores hacen el papel de lobos, la herejía crece
en el jardín de la Iglesia», escribió Lothar de Sajonia.
Tras la peste
Los supervivientes de la peste
negra se encontraron con que no habían sido exterminados, pero tampoco habían
mejorado, y por ello no podían encontrar un propósito divino en
todo lo que habían sufrido. Si un desastre de esa magnitud era un pacto
caprichoso de Dios o sencillamente no era obra divina, entonces todos los
valores absolutos del hombre medieval se tambaleaban.
Las mentes que se atrevían a
hacerse estas reflexiones no podían volver atrás. El giro hacia la conciencia
individual quedaba en el horizonte. En este punto la
peste puede haber sido uno de los precipitantes del nacimiento del hombre
moderno. Pero entonces sólo dejó miedo, tensión y tristeza. Aceleró la
conmutación de los servicios laborales en las tierras y profundizó el
antagonismo entre ricos y pobres. Aumentó la hostilidad humana.
El estado de la Europa medieval
después de la peste queda reflejado en el caso particular de Siena, que perdió la
mitad de su población y donde se abandonaron las obras de la Gran Catedral -que
iba a ser la mayor del mundo- para no
reanudarse nunca más debido a la falta de mano de obra, de maestros masones y
a la melancolía y pena de los sobrevivientes.
http://www.vallenajerilla.com/berceo/lopezjara/muertenegra.htm
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