viernes, marzo 25, 2016

El  Misterio de las Catedrales

Fulcanelli

Prólogo de la Primera Edición

Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy humildemente, mi incapacidad y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los suyos.  El tiempo y la verdad harán todo lo demás.

Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.

¿Podía él llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino?  Nadie es profeta en su tierra, este viejo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la chispa de la revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición filosófica.

Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.

Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un santuario.

Gracias a él la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera piedra de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Religión descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción, se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite lograrlo!

Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas bizantinas.

Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.

Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre- descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz, ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edificio, despréndase el Espíritu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde uno va.

¿Queréis que os diga algo más?

Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace más de diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción, por una de las figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave consiste sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.

Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y en el mío propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien mi maestro confió la ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento sincero y minucioso del pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las catedrales envolver su esoterismo austero en un soberbio manto de láminas originales.
E. Canseliet
F. C. H. Octubre 1925
Prólogo de la Segunda Edición

Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema que juzgó necesario esperar y conservar el anonimato, el cual por lo demás, había observado constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.

Así desde la compilación de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su voluntad absoluta y sin apelación de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.

Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente meditadas.

Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa.

Cierto que, en el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro, porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino infinito.  Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se re-afine sin cesar, en su doble manifestación espiritual y científica la Verdad eterna universal e indivisible. A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la aristocracia suprema.

Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.

En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía, insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las Moradas filosofales.

En aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad.

El autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante muchos años, como un talismán la prueba escrita del triunfo de su verdadero iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No creemos que nadie nos reproche la longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería lamentable suprimir una sola palabra:

Mi viejo amigo,

Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don de Dios, es una Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de este favor.  Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de sencillez, el arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de la razón, por muy sutil que ésta sea y por mucho que se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos gracias a la Divina Luz por haberle hecho partícipe de él. Por lo demás, lo tiene justamente merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos, por sus buenas obras.

Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en mí de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez con un terrible mañana.  Pero, por muy breve que sea mi información sobre la cosa, creí comprender, y esto en mi certeza, que el fuego sólo se apaga cuando la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso, que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se vuelve luminoso como el sol.

Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto conocimiento que le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal.  Mejor que nadie, comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos capaces de guardarle por ello eterno reconocimiento. Sabe usted que las más bellas frases y las más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez emocionada de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza.

Él sabe qué hará usted un uso digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo. Nosotros le conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted posee, a partir de hoy, la varita mágica que hace todos los milagros.

Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un sueño verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los colores del prisma, elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar.

¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y -teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo Verdadero, de lo Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo... A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a arrancarle del borde del precipicio.

Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas horas de angustia y de triunfo.  Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría que experimentamos y toda la gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!

Le abrazo y le felicito,

Su viejo...

El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.

Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y ya familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es cuando el íntimo y sabio correspondiente exclama: «¡Ay!  Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la voz y de la razón pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo.»

¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de veinte años en un estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la estrella es el gran signo de la Obra, -que sella la materia filosofal- que le dice al alquimista que no ha encontrado la luz de los locos, sino la de los sabios, que consagra la sabiduría y que la llamamos estrella de la mañana? Pero, ¿se ha señalado que concretábamos brevemente que el astro hermético es ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser descubierto en el cielo químico, donde alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos preocupado más del deber de la caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de pasar por fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces en el maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un viejísimo carnet, después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli que, acompañadas de café azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y estudioso, ávido de un saber inapreciable: Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella real de su imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.

Declaración que corrobora y completa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no menos  categórica  y  solemne:  «Los dioses  han  otorgado  al  hombre  dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría, obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran una de las pequeñas pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de la inscripción latina que expresa la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y estelar. «Cum luce saluten; con la luz la salvación»?

En todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se tome en meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la cual abre Cyliani la cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún otro libro podría darle con tanta precisión.

Hay, pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en realidad una sola La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar hermético- anuncia la concepción y no es más que el reflejo de 1a otra, que precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es todavía llamada estela matutina, estrella de la mañana; si es posible contemplar en ella el esplendor de una señal divino; si el descubrimiento de esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del artista, no es, empero, más que una simple imagen reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño divino en el momento de nacer. El signo que condujo a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.

Insistimos en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán: se trata verdaderamente de un astro nocturno cuya claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias, sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:

«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por el cual el Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los campos de luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol.»

Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos cósmico original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo en calidad, en cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista, imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar en su pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu universal las partes cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras? No, por lo tanto, debe realizarse esta separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos saber lo que es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.

Philaléthe, que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió sobre la práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la conclusión de la magia cósmica de su aparición:

«Es el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores; por esto el Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios la vieron en Oriente, se llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había nacido en el mundo.

«Tú, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso Niño.»

«Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero mágico, y nueve partes de nuestro Imán mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en forma de agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal cosa que se hará fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »

Por último, añade Philaléthe. «Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la adorne con él particulannente.»

La estrella a decir verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra. Podemos encontrarla en multitud de combinaciones alquímicas, de procedimientos particulares y de operaciones espagíricas de menor importancia; sin embargo, ofrece siempre el mismo valor indicativo de transformación parcial o total de los cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que traducimos a continuación:

«Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en alquimia, pero hombre muy pobre según la naturaleza de esta ciencia pidió hace algunos años (2) a mi mejor amigo, es decir, a Juan Gaspar Knbtter, tintorera, espíritu de sal preparado de manera no vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal especial sería o no utilizado para los metales, Gril respondió que para los metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que había colocado en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente Estrella plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil Por lo que Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella visible de los Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en Basilio (Valentín).

Yo y otros muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta estrella flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo de color de ceniza e hinchado a la manera de una esponja. Sin embargo, en un intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad del espíritu de sal absorbida por el grandísimo calor del aire del mes de julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo esponjoso y terroso.  Fue un resultado digno de admiración y no para un reducido número de testigos. Por último, Gril copeló en una vasta la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la estrella y obtuvo, de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de estas doce onzas, dos onzas de oro excelente.»

Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo estrellado en todas las modificaciones internas de cuerpos tratados filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos o engañadores que sin duda emprendan algunos lectores entusiastas, fundándose en la reputación de Helvetius, en la probidad de los testigos oculares y, tal vez también en nuestro constante afán de sinceridad Por esto queremos observar, a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos datos esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y las operaciones efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra pómez sometiéndolo en frío, a la acción del ácido muriático. Varios preparativos son, pues, necesarios para provocar la dilatación del metal separar de él las impurezas más groseras y los elementos inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la hinchazón que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades específicas.

Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la conveniencia de una prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo común está muerto -porque ha sufrido la reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-, no es menos verdad que el mismo metal pacientemente alimentado con sustancia ígnea, se reanimará, reanudará poco a poco su actividad abolida y, de masa química inerte se convertirá en cuerpo filosóficamente vivo.

Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo punto de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en consecuencia, nos hace temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este género. Se advertirá, no obstante, que era lógico que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos decir, en el texto de Fulcanelli.

Efectivamente, ya en su umbral se entretiene largamente nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado en los edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se titula precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos -después de la tirada de 1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares- la segunda edición aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias notas originales de Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el más pequeño cambio.  Estas se refieren a una cuestión muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la que diremos unas palabras a propósito de las Moradas filosofales.

Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales, bastaría señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética cuyos principios y su aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de esta enseñanza detallada y precisas tras las breves consideraciones apocadas por nosotros con ocasión del centauro, del hombre-caballo del Plessis-Bourré, de dos mansiones alquímicas, será ya imposible confundir la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido aunque jamás hablado y, siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las transposiciones, los trastrocamientos, las sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios de la kábala judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a fin de utilizarlos como se debe: el primero, como derivado del Latín caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que significa tradición.

En fin, no se podrá ya, a pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de corrillo, manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función que sólo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente, al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.

Savignies, agosto de 1957


Prólogo de la Tercera Edición

«Vale más vivir con grandes agobios pobre, que haber sido señor y pudrirse en una rica tumba.
Francois Villon. El testamento, XXXVI y  XXVH.

Era necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental de salubridad filosófica, que El misterio de las catedrales reapareciese lo antes posible.

Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos tiene acostumbrados y que, para mayor bien de los estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de venta al lector. Dos condiciones, extrínsecas y capitales, muy convenientes a la vigente Verdad, a la cual por añadidura, ha querido acercarse todavía más' Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro con la fotografía perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne.

De este modo, la infabilidad de la placa sensible, en la confrontación de la plástica original viene a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en 1915, diez años antes de que gozásemos nosotros del mismo inestimable privilegio y, sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.

¿Qué es la alquimia para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos de cierto estado de alma derivado de la gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la perfección última.

Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo apotegma tan preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula; disuelve y coagula. Es una técnica sencilla y lineal que requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes. Raros son los que se aplican a la idea viva, a 1a imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración filosofal o de toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.

Muchos alquimistas, y la Turba* en particular, han dicho, por boca de Baleus, que «la madre se apiada de su hijo mientras que éste es muy duro con ella». El drama familiar se desarrolla, de manera positiva, en el seno del macrocosmos alquímico-físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre y su Humanidad, que la Naturaleza acabe perdonando a los hombres y conformándose, de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.

Ved ahora lo más grave: mientras la francmasonería busca continuamente la palabra perdida (verbum dimissum), la Iglesia universal, que posee este Verbo, está en camino de abandonarlo en el ecumenismo del diablo.

Nada favorece tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo ignorante, al falaz impulso, que se dice progresivo, de fuerzas ocultas que sólo se proponen destruir la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina profundamente trastornado, ha perdido su valor y, actualmente, marcha de acuerdo con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el disfraz, en prometedora etapa hacia la abolición del celibato filosófico...

A favor de esta política de constante abandono, instalase la herejía funesta, en la razonadora vanidad y en el desprecio profundo de 1as leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere, a fin de que prosiga en ella la vida bajo 1a engañosa apariencia de la nada y de la muerte. Ante 1a fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia operante sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que antaño prohibía absolutamente?

Inmenso es el horizonte que ahora os descubre la parábola del grano que cae al suelo, relatada por san Juan: «En verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trigo que cae a tierra no muere, permanece solo, pero, si muere, llevará mucho fruto.» (XII, 24.)

También el discípulo amado nos transmite otra enseñanza preciosa de su Maestro, a propósito de Lázaro, de que la Putrefacción del cuerpo no puede significar la abolición total de la vida: «Dijo Jesús.- Quitad la piedra. María, hermana del muerto, le dijo: Señor, ya hiede, pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo.- ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)

En su olvido de la Verdad hermética que aseguró sus cimientos, la Iglesia, ante la cuestión de la incineración de los cadáveres adopta, sin ningún esfuerzo, las malas razones de la ciencia del bien y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de infección. Y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los rodea. Especioso argumento que, al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo que fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el mezquino positivismo de los Comte y los Littré.

Enternecedora solicitud en fin, que no se ejercitó en nuestros benditos tiempos, cuando las dos hecatombes, grandiosas por su duración y por su multitud de muertos, en superficies más bien reducidas, donde la inhumación se hacía esperar a menudo mucho más y se efectuaba a menor profundidad de lo que permitían los reglamentos.

En contraste con esto, cabe recordar aquí los experimentos, macabros y singulares, a que se dedicaron a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos por añadidura, Mateo José Orfila y Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición del cuerpo humano.  He aquí el resultado del experimento realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:

«El olor disminuye gradualmente; por fin llega una época en que todas las partes blandas extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso, negruzco y de un olor que tiene algo de aromático.»

En cuanto a la transformación del hedor en perfume, hay que observar su impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la Gran Obra física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo Lulio, al precisar que al olor infecto de la disolución oscura sucede el perfume más suave, porque es propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et caloris).

Después de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si pueden desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio dudoso y la argumentación especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente muestran la envidia y la mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos imponemos hoy el deber de destruir.

Decimos esto, a propósito de una muy objetiva rectificación de nuestro maestro Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, 1a estatua de Marcelo, obispo de París, que se hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de santa Ana, antes de que los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una aceptable copia El Adepto de El misterio de las catedrales se vio de este modo impulsado a reparar las faltas cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:

«Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y quieren enterarse de lo que representa. Si descubrís y adivináis lo que represento con este jeroglífico, ¡callaos! ¡No digáis nada!-» (Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en diecinueve lecciones.  París, Lacour et Maistrasse, 1843.)

Estas líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel de un torpe diseño que les dio origen o que fue inspirado por ellas. Como a Fulcanelli nos cuesta imaginar que dos observadores, a saber, el escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas separadamente, de 1a misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada con cuatro pequeñas cruces. Y sostiene, con la mano izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón, con la expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.

«La comprobación es fácil -concluye Fulcanelli-, puesto que poseemos la obra original y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro santo, de acuerdo con la costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno,- el báculo, que sostiene con la mano izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los Personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desatada imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e índice. »


Quedaba según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto de todo el párrafo VII del capítulo PARIS de la presente obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente establecida la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry, unos tres años más tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame, escribió en su Museo de los brujos las líneas que siguen:

«La estatua de san Marcelo, que se encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-Dame, es una reproducción moderna que no tiene valor arqueológico; forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo XIV, se encuentra actualmente confinada en un rincón de la gran sala de las Termas del Museo de Cluny, donde la hemos hecho fotografiar (fig. 342). 

Se observará que el báculo del obispo se hunde en la boca del dragón, condición esencial para que sea legible el jeroglífico, e indicación de que es necesario un rayo celeste para encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en una época que podemos situar a mediados del siglo XVI, esta antigua estatua fue quitada del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había sido deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del dragón. Puede verse esta diferencia en nuestra figura 344, donde aparece la antigua estatua, tal como era antes de 1860. Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por una copia bastante exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su verdadera significación alquímica.»

¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según el cual se habría introducido, en suma, en el siglo xvi, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada en Cluny y la copia moderna, visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien años! De esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija deliberadamente fecha y la hace un daguerrotipo.


(1) Alchimie, pág. 137.  J.-J. Pauvert, editor.
(2) Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de encontrar en Vitulus Aureus.

*Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos y a filósofos alquimistas propiamente dichos.  Escrita en latín, pero traducida del árabe, gozó de gran crédito entre los alquimistas de la Edad Media. (N. del T)


fin del fragmento




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