El Misterio
de las Catedrales
Fulcanelli
Prólogo
de la Primera Edición
Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la
presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me
propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza
formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy humildemente, mi
incapacidad y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que
vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente
expuesta por uno de los suyos. El tiempo
y la verdad harán todo lo demás.
Hace ya mucho tiempo
que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo
persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen
del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que
desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que
esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.
¿Podía él llegado a la
cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra, este viejo
adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la chispa de
la revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos
de esta llama divina, el hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia,
patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se
deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva
renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi Maestro lo sabía.
Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la Señal ¿Y quién se
atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación
dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el
feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.
Fulcanelli ya no
existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente
y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un santuario.
Gracias a él la
catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con sorpresa y
emoción de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera piedra de sus
cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual
edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Religión
descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción,
se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos
cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite lograrlo!
Pero esto importa
poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media contienen la
misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas,
las basílicas bizantinas.
Tal es el alcance
general del libro de Fulcanelli.
Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre-
descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz,
ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edificio,
despréndase el Espíritu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el
primer esfuerzo, a los hermetistas corresponde hacer el último. El camino que
falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin
saber adónde uno va.
¿Queréis que os diga
algo más?
Sé, no por haberlo
descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace más de diez años,
que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción, por una de
las figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave consiste sencillamente
en un color, manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo,
que yo sepa, descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo,
cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
Y ahora, séame
permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y en el mío propio, dar
calurosamente las gracias al artista a quien mi maestro confió la ilustración
de su obra. Efectivamente, gracias al talento sincero y minucioso del pintor
Julien Champagne, ha podido El misterio de las catedrales envolver su
esoterismo austero en un soberbio manto de láminas originales.
E. Canseliet
F. C. H. Octubre 1925
Prólogo de la Segunda Edición
Cuando escribió El
misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don de
Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema que juzgó necesario
esperar y conservar el anonimato, el cual por lo demás, había observado
constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer
rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este hombre de
otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus
ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los
desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de
suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.
Así desde la compilación
de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su voluntad absoluta y
sin apelación de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que
desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el seudónimo
impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre
célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones
futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por
cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.
Sin embargo, no
debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la abandonase,
inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente
meditadas.
Éstas, en un plano muy
distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar admiración,
cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre
sensibles al oropel de la obra impresa.
Cierto que, en el reino de las
letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro,
porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el
nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época
determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino
infinito. Filiación sin tacha,
prodigiosamente perpetuada, a fin de que se re-afine sin cesar, en su doble
manifestación espiritual y científica la Verdad eterna universal e indivisible.
A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las
ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino
más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la
aristocracia suprema.
Quienes posean algún conocimiento
sobre los libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro
a discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de
aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos
nosotros después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que
Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso
de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.
En nuestra Introducción a Las doce llaves de la
Filosofía, insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro,
y lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del
vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de exactitud-, con el adjetivo
numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las
Moradas filosofales.
En aquella época,
ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que
debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que
inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de la firma, como se
borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue indudablemente el
maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora
cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber
pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla
el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad.
El autor de El Misterio
de las catedrales conservó, pues, durante muchos años, como un talismán la
prueba escrita del triunfo de su verdadero iniciador, que nada nos impide que
publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea elocuente y justa del
terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No creemos que nadie
nos reproche la longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería
lamentable suprimir una sola palabra:
Mi viejo amigo,
Esta vez, ha recibido usted verdaderamente
el don de Dios, es una Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza
de este favor. Considero, en efecto,
que, en su abismo insondable de sencillez, el arcano es imposible de encontrar
por la sola fuerza de la razón, por muy sutil que ésta sea y por mucho que se
haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos gracias a
la Divina Luz por haberle hecho partícipe de él. Por lo demás, lo tiene
justamente merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en
el esfuerzo, por su perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos,
por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me
anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en mí
de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez
con un terrible mañana. Pero, por muy
breve que sea mi información sobre la cosa, creí comprender, y esto en mi
certeza, que el fuego sólo se apaga cuando la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso, que, de
decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se vuelve
luminoso como el sol.
Ha llevado usted su
generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto conocimiento que
le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal. Mejor que nadie, comprendemos todo su precio,
y, también mejor que nadie, somos capaces de guardarle por ello eterno
reconocimiento. Sabe usted que las más bellas
frases y las más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez emocionada
de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha colocado
Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza.
Él sabe qué hará usted
un uso digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo.
Nosotros le conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus amigos en
desgracia; pero el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo
el azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar
mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus
amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted
posee, a partir de hoy, la varita mágica que hace todos los milagros.
Mi mujer, con la
inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un sueño
verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los colores
del prisma, elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar.
¡Qué maravilla! ¡Qué
bella y victoriosa respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y
-teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo Verdadero, de lo Real ¡Ah!
Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para
siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz
y es precipitado en el abismo... A menos que, como a usted, no venga un gran
golpe de suerte a arrancarle del borde del precipicio.
Ardo en deseos de
verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas horas de angustia y de
triunfo. Pero, créalo, jamás podré
traducir en palabras la gran alegría que experimentamos y toda la gratitud que
sentimos hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le
felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la
Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es decir,
ha recibido la luz y realizado el Magisterio.
Tal vez un pasaje
habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y ya familiarizado
con los principales datos del problema hermético. Es cuando el íntimo y sabio
correspondiente exclama: «¡Ay! Casi
puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre
el uso de la voz y de la razón pues queda fascinado por su falsa luz y es
precipitado en el abismo.»
¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de
veinte años en un estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la
estrella es el gran signo de la Obra, -que sella la materia filosofal- que le
dice al alquimista que no ha encontrado la luz de los locos, sino la de los
sabios, que consagra la sabiduría y que la llamamos estrella de la mañana?
Pero, ¿se ha señalado que concretábamos brevemente que el astro hermético es
ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser descubierto
en el cielo químico, donde alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos
hubiéramos preocupado más del deber de la caridad que de la observancia del
secreto, y aun a costa de pasar por fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces en el
maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un
viejísimo carnet, después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli
que, acompañadas de café
azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y
estudioso, ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su
huella real de su imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz
del día que en las tinieblas de la noche.
Declaración que corrobora y completa la de
Basilio Valentín (Doce llaves), no menos categórica y solemne: «Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría, obsérvalas, ¡oh,
hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran una de las
pequeñas pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de
la inscripción latina que expresa la virtud salvadora inherente al resplandor
nocturno y estelar. «Cum luce saluten; con la luz la salvación»?
En todo caso, por poco
sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se tome en meditar las
anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la
cual abre Cyliani la cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que
relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún
otro libro podría darle con tanta precisión.
Hay, pues, dos
estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en realidad
una sola La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar
hermético- anuncia la concepción y no es más que el reflejo de 1a otra, que
precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es
todavía llamada estela matutina, estrella de la mañana; si es posible contemplar
en ella el esplendor de una señal divino; si el descubrimiento de esta fuente
de gracias pone gozo en el corazón del artista, no es, empero, más que una
simple imagen reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su
importancia y del lugar que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero
inalcanzable, da testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño
divino en el momento de nacer. El signo que condujo a los Magos a la cueva de
Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de desaparecer, sobre la
cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.
Insistimos en ello,
porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán: se trata
verdaderamente de un astro nocturno cuya claridad resplandece sin gran fuerza
en el polo del cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar
por las apariencias, sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius
de Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo que
es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por el cual el Cielo
químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los campos de
luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol.»
Es indispensable
meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos cósmico
original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo
en calidad, en cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte
y estéril no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al
artista, imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar en su
pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu universal las partes
cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras?
No, por lo tanto, debe realizarse esta separación que consiste en extraer la
luz de las tinieblas y en efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos saber lo que
es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.
Philaléthe, que, en su
Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió sobre la
práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la conclusión de la
magia cósmica de su aparición:
«Es el milagro del
mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores; por esto el
Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios la vieron en Oriente, se
llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había
nacido en el mundo.
«Tú, cuando hayas
visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso Niño.»
«Tómese cuatro partes
de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero mágico, y nueve
partes de nuestro Imán mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en forma de
agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la
costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal cosa
que se hará fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »
Por último, añade
Philaléthe. «Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la
adorne con él particulannente.»
La estrella a decir
verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra. Podemos
encontrarla en multitud de combinaciones alquímicas, de procedimientos particulares y de operaciones espagíricas de menor importancia; sin
embargo, ofrece siempre el mismo valor indicativo de transformación parcial o
total de los cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos
dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus
Aureus) que traducimos a continuación:
«Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est
Grillus), discípulo muy ejercitado en alquimia, pero hombre muy pobre según la
naturaleza de esta ciencia pidió hace algunos años (2) a mi mejor amigo, es
decir, a Juan Gaspar Knbtter, tintorera, espíritu de sal preparado de manera no
vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal especial sería o no
utilizado para los metales, Gril respondió que para los metales, seguidamente
vertió este espíritu de sal sobre plomo que había colocado en un recipiente de
vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues bien, al cabo de dos
semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente Estrella
plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil Por lo que
Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella
visible de los Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en
Basilio (Valentín).
Yo y otros muchos hombres honorables contemplamos con suma
admiración esta estrella flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el
fondo, permanecía el plomo de color de ceniza e hinchado a la manera de una
esponja. Sin embargo, en un intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad
del espíritu de sal absorbida por el grandísimo calor del aire del mes de
julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo esponjoso
y terroso. Fue un resultado digno de
admiración y no para un reducido número de testigos. Por último, Gril copeló en
una vasta la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la estrella
y obtuvo, de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además,
de estas doce onzas, dos onzas de oro excelente.»
Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la
presencia del signo estrellado en todas las modificaciones internas de cuerpos
tratados filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos
infructuosos o engañadores que sin duda emprendan algunos lectores entusiastas,
fundándose en la reputación de Helvetius, en la probidad de los testigos
oculares y, tal vez también en nuestro constante afán de sinceridad Por esto
queremos observar, a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta
narración dos datos esenciales: la composición química exacta del ácido
clorhídrico y las operaciones efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico
será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo ordinario, sea cual
fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra pómez sometiéndolo en frío, a la
acción del ácido muriático. Varios preparativos son, pues, necesarios para
provocar la dilatación del metal separar de él las impurezas más groseras y los
elementos inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la
hinchazón que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que
manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades
específicas.
Blaise de Vignére y
Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la conveniencia de una
prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo común está muerto
-porque ha sufrido la reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-, no es
menos verdad que el mismo metal pacientemente alimentado con sustancia ígnea,
se reanimará, reanudará poco a poco
su actividad abolida y, de masa química inerte se convertirá en cuerpo filosóficamente
vivo.
Tal vez alguien se
asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo punto de la Doctrina hasta
dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en consecuencia, nos hace temer que
hayamos rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este
género. Se advertirá, no obstante, que
era lógico que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano
podríamos decir, en el texto de Fulcanelli.
Efectivamente, ya en
su umbral se entretiene largamente nuestro Maestro en el papel capital de la
Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la elucidación
tangible del gran secreto enterrado en los edificios religiosos. El misterio de
las catedrales: así se titula precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos
-después de la tirada de 1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares-
la segunda edición aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias
notas originales de Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el
más pequeño cambio. Estas se refieren a
una cuestión muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la
que diremos unas palabras a propósito de las Moradas filosofales.
Por lo demás, si
hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales, bastaría
señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética cuyos
principios y su aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de
esta enseñanza detallada y precisas tras las breves consideraciones apocadas
por nosotros con ocasión del centauro, del hombre-caballo del Plessis-Bourré,
de dos mansiones alquímicas, será ya imposible confundir la lengua matriz, el
enérgico idioma fácilmente comprendido aunque jamás hablado y, siempre según de
Cyrano Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las
transposiciones, los trastrocamientos, las sustituciones y los cálculos no
menos abstrusos que arbitrarios de la kábala judía. Por eso importa distinguir
los dos vocablos, cábala y kábala, a fin de utilizarlos como se debe: el primero,
como derivado del Latín caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que
significa tradición.
En fin, no se podrá
ya, a pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de corrillo,
manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función que sólo él es capaz de
desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente, al encontrar la llave
perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las
mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y
practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.
Savignies, agosto de
1957
Prólogo de la Tercera Edición
«Vale más vivir con
grandes agobios pobre, que haber sido señor y pudrirse en una rica tumba.
Francois Villon. El testamento, XXXVI y XXVH.
Era necesario y, sobre
todo, cuestión la más elemental de salubridad filosófica, que El misterio de las catedrales reapareciese
lo antes posible.
Gracias a Jean-Jacques
Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos tiene acostumbrados y
que, para mayor bien de los estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación
de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el
precio de venta al lector. Dos condiciones, extrínsecas y capitales, muy
convenientes a la vigente Verdad, a la cual por añadidura, ha querido acercarse
todavía más' Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro
con la fotografía perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne.
De este modo, la
infabilidad de la placa sensible, en la confrontación de la plástica original viene
a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en 1915,
diez años antes de que gozásemos nosotros del mismo inestimable privilegio y,
sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
¿Qué es la alquimia
para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos de cierto estado de alma
derivado de la gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida
secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las
cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el espíritu, existe un
progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la
perfección última.
Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo
apotegma tan preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula; disuelve y
coagula. Es una técnica sencilla y
lineal que requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa
imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación
agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes. Raros son los
que se aplican a la idea viva, a 1a imagen fructífera, al símbolo siempre
inseparable de toda elaboración filosofal o de toda aventura poética, y que se
abre poco a poco, en lenta progresión a una mayor cantidad de luz y de
conocimiento.
Muchos alquimistas, y
la Turba* en particular, han dicho, por
boca de Baleus, que «la madre se apiada de su hijo mientras que éste es muy
duro con ella». El drama familiar se desarrolla, de manera positiva, en el seno
del macrocosmos alquímico-físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre
y su Humanidad, que la Naturaleza acabe perdonando a los hombres y
conformándose, de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen
perpetuamente.
Ved ahora lo más
grave: mientras la francmasonería busca continuamente la palabra perdida
(verbum dimissum), la Iglesia universal, que posee este Verbo, está en camino
de abandonarlo en el ecumenismo del diablo.
Nada favorece tanto a esta falta
imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo ignorante, al
falaz impulso, que se dice progresivo, de fuerzas ocultas que sólo se proponen destruir
la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina profundamente trastornado,
ha perdido su valor y, actualmente, marcha de acuerdo con el sombrero flexible
y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el disfraz, en
prometedora etapa hacia la abolición del celibato filosófico...
A favor de esta
política de constante abandono, instalase la herejía funesta, en la razonadora
vanidad y en el desprecio profundo de 1as leyes misteriosas. Entre éstas, la
necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual
fuere, a fin de que prosiga en ella la vida bajo 1a engañosa apariencia de la
nada y de la muerte. Ante 1a fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a
la alquimia operante sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible que la
Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que antaño prohibía absolutamente?
Inmenso es el
horizonte que ahora os descubre la parábola del grano que cae al suelo,
relatada por san Juan: «En verdad, en verdad os digo, que, si el
grano de trigo que cae a tierra no muere, permanece solo, pero, si muere,
llevará mucho fruto.» (XII, 24.)
También el discípulo
amado nos transmite otra enseñanza preciosa de su Maestro, a propósito de
Lázaro, de que la Putrefacción del cuerpo no puede significar la abolición
total de la vida: «Dijo Jesús.- Quitad la piedra. María, hermana del muerto,
le dijo: Señor, ya hiede, pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo.- ¿No te he dicho que, si crees, verás la
gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)
En su olvido de la
Verdad hermética que aseguró sus cimientos, la Iglesia, ante la cuestión de la
incineración de los cadáveres adopta, sin ningún esfuerzo, las malas razones de
la ciencia del bien y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en
cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de infección. Y de
epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los rodea.
Especioso argumento que, al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo que
fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el
mezquino positivismo de los Comte y los Littré.
Enternecedora
solicitud en fin, que no se ejercitó en nuestros benditos tiempos, cuando las
dos hecatombes, grandiosas por su duración y por su multitud de muertos, en
superficies más bien reducidas, donde la inhumación se hacía esperar a menudo
mucho más y se efectuaba a menor profundidad de lo que permitían los
reglamentos.
En contraste con esto,
cabe recordar aquí los experimentos, macabros y singulares, a que se dedicaron
a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y determinación propias de otra
edad, los célebres médicos, toxicólogos por añadidura, Mateo José Orfila y
Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición del cuerpo
humano. He aquí el resultado del experimento
realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:
«El olor disminuye
gradualmente; por fin llega una época en que todas las partes blandas
extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso, negruzco y de un
olor que tiene algo de aromático.»
En cuanto a la
transformación del hedor en perfume, hay que observar su impresionante
semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la Gran Obra
física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo Lulio, al precisar que al
olor infecto de la disolución oscura sucede el perfume más suave, porque es
propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et caloris).
Después de lo que
acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si pueden desarrollarse a
nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio dudoso y la
argumentación especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente muestran la
envidia y la mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos imponemos
hoy el deber de destruir.
Decimos esto, a
propósito de una muy objetiva rectificación de nuestro maestro Fulcanelli al
estudiar, en el Museo de Cluny, 1a estatua de Marcelo, obispo de París, que se
hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de santa Ana, antes de que
los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850,
por una aceptable copia El Adepto de El misterio de las catedrales se vio de
este modo impulsado a reparar las faltas cometidas por Louis-Fraçois Cambriel,
quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que
ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo
el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:
«Este obispo se lleva
un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y quieren enterarse de lo que
representa. Si descubrís y adivináis lo que represento con este jeroglífico, ¡callaos!
¡No digáis nada!-» (Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en diecinueve
lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
Estas líneas van
acompañadas, en la obra de Cambriel de un torpe diseño que les dio origen o que
fue inspirado por ellas. Como a Fulcanelli nos cuesta imaginar que dos
observadores, a saber, el escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas separadamente,
de 1a misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en
evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada con
cuatro pequeñas cruces. Y sostiene, con la mano izquierda, un corto báculo que
apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del
mentón, con la expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.
«La comprobación es
fácil -concluye Fulcanelli-, puesto que poseemos la obra original y la
superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro santo, de
acuerdo con la costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy
sencilla, carece de todo adorno,- el báculo, que sostiene con la mano
izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En
cuanto al famoso ademán de los Personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es
enteramente fruto de la desatada imaginación de Cambriel. San Marcelo fue
representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza,
inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y
alzados los dedos medio e índice. »
Quedaba según se acaba
de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto de todo el párrafo VII
del capítulo PARIS de la presente obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse
a fondo. El engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente establecida
la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry, unos tres años más tarde, y con
referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame, escribió en su Museo
de los brujos las líneas que siguen:
«La estatua de san Marcelo, que se
encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-Dame, es una reproducción moderna que no tiene
valor arqueológico; forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y
Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo XIV, se encuentra actualmente
confinada en un rincón de la gran sala de las Termas del Museo de Cluny, donde
la hemos hecho fotografiar (fig. 342).
Se observará que el
báculo del obispo se hunde en la boca del dragón, condición esencial para que
sea legible el jeroglífico, e indicación de que es necesario un rayo celeste
para encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en una época que podemos
situar a mediados del siglo XVI, esta antigua estatua fue quitada
del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para
contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había sido
deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del dragón. Puede
verse esta diferencia en nuestra figura 344, donde aparece la antigua estatua,
tal como era antes de 1860. Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por
una copia bastante exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su verdadera
significación alquímica.»
¡Menudo embrollo éste,
por no decir algo peor, según el cual se habría introducido, en suma, en el
siglo xvi, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada en Cluny y la
copia moderna, visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien años!
De esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las
obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito
aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija deliberadamente fecha y la
hace un daguerrotipo.
(1) Alchimie, pág. 137. J.-J.
Pauvert, editor.
(2) Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de encontrar
en Vitulus Aureus.
*Compilación de citas
atribuidas a filósofos antiguos y a filósofos alquimistas propiamente
dichos. Escrita en latín, pero traducida
del árabe, gozó de gran crédito entre los alquimistas de la Edad Media. (N. del
T)
fin del fragmento
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