Archipiélago
Gulag
Alexander Solzhenitsyn
fragmento
[…] (1918-1956)
Introducción
A todos los
que no vivieron lo bastante para contar estas cosas. Y que me perdonen si no
supe verlo todo, ni recordarlo todo, ni capaz de intuirlo todo
En el año
de mil novecientos cuarenta y nueve, unos amigos y yo dimos con una nota
curiosa en la revista Priroda de la Academia de Ciencias. Decía en letra menuda
que durante unas excavaciones en el río Kolymá se había descubierto, no se sabe
cómo, una capa de hielo subterránea. Esa capa había conservado congelados desde
hacía decenas de miles de años especímenes de la misma fauna cuyos restos se
habían encontrado en la excavación.
Fueran
peces o tritones, lo cierto es que se conservaban tan frescos - atestiguaba el
reportero científico - que, tras desprenderles el hielo, los integrantes de la
expedición se los habían comido ahí mismo con sumo placer.
Podría
parecer que la revista pretendía impresionar a sus pocos lectores con la alta
capacidad del hielo para conservar el pescado. No obstante, pocos supieron
captar el otro sentido, más verdadero y épico, que tenía la imprudente nota.
En cambio, mis amigos y yo lo
comprendimos enseguida. Pudimos imaginarnos nítidamente la escena hasta en el
menor detalle: los integrantes de la expedición quebrando el hielo ávidos y
presurosos, y cómo, pasando por alto los excelsos intereses de los ictiólogos,
luchaban a codazos por hacerse con un trozo de pescado milenario, derretirlo al
fuego y saciar su hambre.
Lo
comprendimos porque nosotros mismos fuimos en su día integrantes forzosos de
este tipo de expediciones, habíamos pertenecido a la poderosa y singular
estirpe de los zeks la única del mundo
capaz de comerse un tritón con sumo placer.
Kolymá era
la mayor y más conocida isla, el polo de la crueldad del GULAG, un sorprendente
país de geografía dispersa como la de un archipiélago y, al mismo tiempo, con
una presencia en las mentes tan compacta como la de un continente, un país casi
invisible, casi impalpable, poblado por la estirpe de los zeks.
Un
archipiélago de cotos cerrados, incrustado como una tabla polícroma dentro de
otro país, impregnando sus ciudades, flotando sobre sus calles. A pesar de
ello, quienes no formaban parte de él no podían advertir su presencia. Y si
bien eran bastantes los que tenían de él aunque fuera una vaga referencia, sólo
lo conocían bien quienes lo habían visitado.
No
obstante, cual si hubieran perdido el habla en las islas del Archipiélago,
éstos guardaban silencio.
Gracias a
un inesperado giro de nuestra historia, afloró a la luz una parte de este
Archipiélago, una porción insignificantemente pequeña. (T1) Los mismos puños
que nos habían puesto los grilletes ahora buscaban la reconciliación abriendo
las palmas: «¡No conviene recordar! ¡No hay que revolver el pasado! ¡A quien
recuerde lo pasado que le arranquen un ojo!». Pero el proverbio termina
diciendo: «¡Y al que lo olvide que le arranquen los dos!». (T2) Pasan las
décadas, y las llagas y las cicatrices del pasado van borrándose
irreparablemente.
En este
tiempo, el resto de islas se quebró y se dispersó, quedaron cubiertas por las
olas del gélido mar del olvido. Y llegará el día, en el próximo siglo, en que
este Archipiélago, su aire, y los huesos de sus habitantes, congelados en un
témpano de hielo, aparecerán como un inverosímil tritón.
No osaré
escribir una historia del Archipiélago: no me ha sido dado leer la
documentación pertinente.
¿Tendrá
alguien acceso a ella algún día? Los que no desean recordar han tenido tiempo
suficiente (y el que tendrán todavía) para destruir todos los documentos hasta
no dejar rastro.
Lejos de
tomar los once años que pasé allí como una deshonra o una pesadilla maldita,
casi llegué a sentir afecto por aquel mundo monstruoso y, convertido ahora por
feliz circunstancia en depositario de relatos y cartas tardíos, tal vez logre
exhumar algunos de aquellos huesos y de aquella carne. Una carne, por cierto,
viva aún, y un tritón que todavía sigue con vida.
En este
libro no hay personajes ficticios ni sucesos imaginarios. Las personas y los
lugares llevan sus propios nombres y si sólo se indican con iniciales es por
consideraciones personales. En aquellos casos en que no se citan nombres, se
debe únicamente a que la memoria humana no los retuvo.
Todo
ocurrió como se relata. Escribir este libro habría sido una tarea superior a
las fuerzas de un solo hombre. Pero además de lo que saqué personalmente del
Archipiélago -en mi piel, mi memoria, mi vista y mis oídos-, pude contar como
material para este libro con los relatos, memorias y cartas que me ofrecieron:
[sigue una
lista con 227 nombres].
No voy a
expresarles aquí mi reconocimiento individual: que sea éste nuestro monumento
común y fraterno a todos quienes sufrieron el martirio y fueron asesinados.
Quisiera
destacar de esta lista a los que pusieron gran empeño en ayudarme a conseguir
que esta obra dispusiera de puntos de apoyo bibliográficos sacados de los
actuales fondos de las bibliotecas, o de otros libros confiscados tiempo ha o
destruidos, pues requiere gran tenacidad encontrar un ejemplar que se haya
conservado; y quisiera destacar más aún a aquellos que me ayudaron a esconder
este manuscrito en los momentos difíciles y a reproducirlo después.
Sin
embargo, todavía no ha llegado la hora en que pueda atreverme a dar sus
nombres.
Un viejo
recluso de Solovleí, Dmitri Petróvich Vitkovski, debiera haber sido quien
redactase este libro. Sin embargo, la mitad de su vida pasada allí (sus
memorias del campo de reclusión se llaman precisamente Media vida) le acarreó
una parálisis prematura. Cuando ya había perdido el habla, pudo leer únicamente
unos pocos capítulos terminados de mi libro y convencerse de que se diría todo.
Si la
libertad tarda aún muchos años en llegar a nuestro país, la mera lectura y difusión
de este libro entrañarán un gran peligro, de modo que también debo inclinarme
agradecido ante los lectores futuros, en nombre de quienes dieron sus vidas.
En 1958,
cuando empecé este libro, no tenía conocimiento de memorias ni de obra
literaria alguna sobre los campos de reclusión. A lo largo de los años que
trabajé en este libro, hasta 1967, fui conociendo gradualmente los Relatos de
Kolymá, de Varlam Shalámov, y las memorias de D. Vitkovski, E. Guinzburg, O. Adamova-Sliosberg, a quienes cito en el curso de mi exposición como si
fueran obras conocidas por todos (algún día acabarán siéndolo).
A despecho
de sus intenciones, y en contra de su voluntad, el chekista M.Y.
Sudrabs-Latsis; N.V. Krylenko, fiscal general del Estado durante muchos años;
su sucesor A.Y. Vyshinski y sus letrados cómplices, entre los que no sería
posible dejar de destacar a I.L.Averbaj, proporcionaron un material inestimable
para este libro, conservando muchos datos e incluso cifras importantes, así
como el ambiente mismo que respirábamos.
También
proporcionaron material para este libro treinta y seis escritores soviéticos,
encabezados por Maxim Gorki, autores de un vergonzoso libro sobre el Canal del
mar Blanco, en el que por primera vez en la historia de la literatura rusa se ensalzaba
el trabajo de los esclavos.
Primera parte
La industria penitenciaria
1. El arresto
En una
época de dictadura, de enemigos por todas partes, a veces dimos muestra de una
delicadeza y compasión innecesarias. (Krylenko, discurso en el proceso contra
el Partido Industrial).
¿Cómo
se llega a ese misterioso Archipiélago? Hora tras
hora vuelan aviones, navegan barcos y retumban trenes en esa dirección, pero no
llevan un solo letrero que indique el lugar de destino. Tanto las taquilleras
como los agentes de Sovturist y de
Inturist se quedarían atónitos si les pidieran un billete para semejante
lugar. No saben nada ni han oído nada del Archipiélago en su conjunto, y
tampoco de ninguno de sus innumerables islotes.
Los que van
a ocupar puestos de mando en el Archipiélago proceden de la Academia del MVD.
Los que van de vigilantes al Archipiélago son convocados a través de la
Comandancia Militar. Y los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido
lector, deben pasar forzosa y exclusivamente por el arresto.
¡El
arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?, ¿que se abate sobre
nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos
son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura?
El universo
tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un
centro del universo. Y el cosmos se desmorona cuando le dicen a uno entre
dientes: «¡Queda usted detenido!».
Si alguien
como usted está detenido, ¿no será que ha habido un cataclismo?, ¿habrá quedado
algo en pie? Con el cerebro en blanco, incapaces de abarcar tales evoluciones
del cosmos, a todos, del más simple al más despierto, no se nos ocurre en ese
instante, pese a nuestra experiencia de la vida, más que balbucear: -¿Yo?
¿Por qué?
Pregunta repetida millones y millones de veces antes de que la hagamos
nosotros, y que nunca ha obtenido respuesta.
Una
detención es un tránsito impresionante, un cambio que nos transpone de un
estado a otro.
La larga y
sinuosa calle de la vida nos llevaba, a veces con paso alegre y otras veces en
un sombrío vagar, a lo largo de unas vallas, vallas y más vallas, cercas de
hierro, tapias de cemento, de ladrillo, de adobes o de madera podrida. No nos
parábamos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentábamos elevar la
mirada ni el pensamiento hacia el otro lado. Pero allí, precisamente, justo a
nuestro lado, a dos metros comenzaba el país del GULAG.
Tampoco
observábamos en aquellas tapias el incontable número de puertas y portillos
perfectamente ajustados y muy bien disimulados. ¡Todos estos portillos, todos,
estaban esperándonos! Y de pronto se abría rápidamente la puerta fatal, y
cuatro manos blancas masculinas, no acostumbradas al trabajo pero robustas, nos
agarraban por el brazo, por la pierna, por la solapa, por la gorra, por la
oreja, nos arrastraban como un saco, y cerraban para siempre el portillo a
nuestras espaldas, la puerta de nuestra vida pasada.
¡Se acabó! ¡Queda usted detenido! Y no atinas a dar ninguna respuesta, ninguna, como no sea el balido de
corderito:
- ¿Yo-o?
¿Por qué?...
El arresto
es un fogonazo
cegador, un golpe
que desplaza el
presente convirtiéndolo en
pasado, que convierte lo
imposible en un presente con todas las de la ley.
Y no hay
más. Esto es todo lo que somos capaces de asimilar, no ya en la primera hora,
sino incluso en los primeros días.
Centellea
todavía en nuestra desesperación una luna de papel, un decorado de circo: «¡Es
un error! ¡Lo aclararán!».
Y todo lo
demás, que actualmente conocemos por la imagen tradicional e incluso literaria
de una detención, ya no puede almacenarse ni organizarse en nuestra turbada
mente, sino en la memoria de nuestra familia y de los vecinos con quienes
compartimos piso.
Es un
estridente timbrazo nocturno o un golpe brutal en la puerta. Es la arrogancia
de unos agentes que irrumpen en casa sin limpiarse las botas. Es el asustado y
anonadado testigo que permanece a sus espaldas. (¿Para qué traen siempre a un
testigo? Las víctimas no se atreven a preguntar y los agentes ni le prestan
atención, pero lo dispone la normativa, y deberá pasarse toda la noche en vela
y firmar al amanecer. También para el testigo, arrancado de la cama, es un
suplicio: noche tras noche de arriba abajo, colaborando en el arresto de
vecinos y conocidos.)
El arresto
tradicional son también las manos temblorosas que preparan las cosas del
detenido: las mudas de ropa interior, el pedazo de jabón, algo de comida. Y
nadie sabe qué es preciso llevarse, qué está permitido y qué ropa es la más
conveniente, y los agentes meten prisa e interrumpen: «No necesita nada. Allí
le darán de comer. Allí no hace frío». (Mentira. Con las prisas quieren meter más
miedo.)
El arresto
tradicional son también -después, cuando ya se han llevado al pobre detenido-
las muchas horas que va a ocupar nuestra vivienda una fuerza intrusa, dura e
implacable. Romper, desgarrar, sacar y arrancar de la pared, arrojar al suelo desde
los armarios y las mesas, sacudir, desparramar, despedazar, montones de
desechos en el suelo, crujidos bajo las botas. ¡Durante un registro no hay nada
sagrado! Cuando arrestaron al maquinista de tren Inoshin, había en la
habitación el pequeño féretro de su hijo, un niño que acababa de morir. Los
juristas arrojaron al niño del ataúd y revolvieron también allí. Y sacan
violentamente a los enfermos de sus camas, y desenrollan los vendajes.
¡Durante un
registro no hay nada que esté fuera de lugar! A Chetverujin, un aficionado a
las antigüedades, le incautaron ukases zaristas («ukases.., tantas hojas»),
entre ellas, el ukase del fin de la guerra contra Napoleón, el de la formación
de la Santa Alianza, y plegarias contra el cólera de 1830. A Vóstrikov, nuestro
mejor especialista en el Tíbet, le confiscaron valiosos códices antiguos
tibetanos (¡los discípulos del difunto a duras penas consiguieron rescatarlos
del KGB al cabo de treinta años!).
Cuando
arrestaron al orientalista Nevski se llevaron manuscritos tangutos (veinticinco
años después le fue concedido el Premio Lenin a título postumo por haberlos
descifrado). A Karguer lo despojaron del archivo sobre los ostiales del
Yeniséi, le prohibieron el alfabeto y la escritura que había inventado, y ese
pueblo se quedó sin escritura. Sería muy largo describir todo esto en lenguaje
académico, pero el pueblo habla de los registros de la siguiente manera: buscan
lo que no hay.
Todo lo que
les quitaban quedaba requisado y a veces obligaban al propio detenido a que lo
llevara a cuestas -como Nina Aleksándrovna Palchinskaya, que cargó sobre sus
espaldas un saco con documentos y cartas de su difunto marido, hombre muy
laborioso, un gran ingeniero ruso- hasta sus fauces, para siempre, sin regreso.
Tras el
arresto, los que quedan se enfrentan a una interminable vida, vacía y revuelta.
Y el intento de hacerle llegar paquetes al detenido. Pero en todas las
ventanillas les ladran: «Este no figura aquí», «¡No existe!».
En los
peores días de Leningrado había que pasarse cinco días apretujado en la cola
para llegar a la ventanilla. Y sólo quizás, al cabo de medio año, o de un año, el propio detenido dejaba oír su voz. O bien te espetaban: «Sin derecho a correspondencia». Y esto quería decir para siempre.
«Sin derecho a correspondencia» significaba casi con toda
seguridad que lo habían fusilado.
En una
palabra, «vivimos en unas condiciones tan atroces que un hombre desaparece sin
dejar rastro, y sus personas más allegadas, su madre, su esposa..., pasan años
sin saber qué ha sido de él». Una verdad como un templo, ¿no? Pues lo escribió
Lenin en 1910, en una nota necrológica acerca de Bábushkin. Pero dejemos clara
una cosa: Bábushkin llevaba un convoy de armas para una insurrección y con
ellas lo fusilaron. Sabía a lo que se exponía. Más éste no es el caso de los
simples borregos, de nosotros.
Así nos
imaginamos nosotros el arresto.
Ciertamente,
en nuestro país preferían el arresto nocturno, como el que acabamos de
describir, porque ofrecía considerables ventajas. Todos los ocupantes del piso
estaban dominados por el horror desde el primer golpe en la puerta. El detenido
era arrancado de la tibia cama, por lo que se encontraba enteramente en la
indefensión del sueño y su razón aún estaba enturbiada. En un arresto nocturno,
los agentes disponían de superioridad de fuerzas: llegaban varios hombres,
armados, contra uno solo con los pantalones a medio abrochar; durante los
preparativos y el registro se tenía la seguridad de que en el portal no se
congregaría una muchedumbre de posibles partidarios de la víctima. La lenta y
gradual visita a una vivienda, luego a otra, mañana a una tercera y a una
cuarta, ofrecía la posibilidad de utilizar de forma racional al personal
operativo y de meter en la cárcel a una cantidad de ciudadanos varias veces
superior al número de agentes que componían la plantilla.
Otra de las
ventajas de los arrestos nocturnos era que ni los vecinos de la casa, ni las
calles de la ciudad, podían ver a cuántos se habían llevado durante la noche.
Aunque asustaban a los vecinos más cercanos, no eran ningún acontecimiento para
los que vivían más lejos. Como si no existieran. Por aquel mismo asfalto que de
noche recorrían los «cuervos» pasaba de día la juventud con banderas y flores
cantando alegres canciones.
Sin
embargo, los que recolectaban, aquellos cuya tarea consistía sólo en arrestar,
aquellos para quienes los horrores de los detenidos eran una tediosa rutina,
entendían la operación de detener de un modo mucho más amplio. Tenían una gran
teoría; no vayan a creer, ingenuamente, que no la tenían. La ciencia de la
detención es un párrafo importante del curso general de penitenciaría y se
sustenta en una teoría social fundamental.
Los
arrestos se clasificaban según las modalidades: nocturnos y diurnos; en el
domicilio, en el lugar de trabajo y en viaje; por primera vez o por segunda
vez; individuales o en grupo. Los arrestos se distinguían por el grado de
sorpresa requerido, por el nivel de resistencia que cabía esperar (aunque en
decenas de millones de casos no se esperaba ninguna resistencia, porque no se
daba). Las detenciones se diferenciaban también por la escrupulosidad del
registro; por la necesidad o no de levantar inventario y confiscarlo todo; por
el sellado de las habitaciones o viviendas; por la necesidad de detener a la
esposa después que al marido, de enviar a los niños a un orfanato, o bien al
resto de la familia al destierro, o también a los ancianos a un campo
penitenciario.
Por otra parte, existe toda una Ciencia del Registro (en Almá-Atá tuve
ocasión de leer un folleto para quienes estudiaban Derecho por
correspondencia). El folleto se deshacía en elogios hacia los juristas a
quienes durante un registro no se les caen los anillos por revolver dos
toneladas de estiércol, seis metros cúbicos de leña, dos carretas llenas de
heno, limpiar de nieve toda la zona aneja a la finca, arrancar los ladrillos de
las estufas, vaciar los pozos negros, comprobar las tazas de los retretes,
buscar en las casetas de los perros, en los gallineros, en los nidos de
estorninos, agujerear los colchones, arrancar cataplasmas e incluso dientes
metálicos para buscar
un microfilme. Se
recomendaba muy encarecidamente a los
estudiantes que empezaran por cachear al detenido y que al terminar procedieran
a un segundo cacheo (por si el detenido se había guardado algo que buscaban); y
también que volvieran de nuevo al mismo lugar, pero a otra hora del día, para
practicar un nuevo registro.
Ya lo ven,
las detenciones varían en su forma. En cierta ocasión, Irma Mendel, una
húngara, consiguió del Komintern (1926) dos entradas de primera fila para el
teatro Bolshói, e invitó al juez Kleguel, que le hacía la corte. Estuvieron
haciendo manitas durante todo el espectáculo, y después el juez se la llevó...
directamente a la Lubianka. Y si un
florido día de junio de 1927, en Kuznetski Most, un joven petimetre hace subir
a un coche de punto a Anna Skrípnikova,
una beldad de trenza rubia y cara redonda que acababa de comprarse una pieza de
tela azul marino (el cochero ya comprende de qué se trata y frunce el ceño:
sabe que los Órganos nunca pagan los trayectos), sabed que no se trata de una
cita amorosa, sino que es también una detención, que torcerán inmediatamente
hacia la Lubianka y que se introducirán en las negras fauces del portal. Y si
(veintidós primaveras más tarde) el capitán de segundo rango Borís Burkovski,
con su guerrera blanca y su aroma de agua de colonia cara, compra una tarta
para una muchacha, no juréis que la tarta llegará a la moza, que no la
registrarán con cuchillos y que no será introducida por el propio capitán en su
primera celda. No, nunca se desdeñó en nuestro país ni la detención diurna, ni
la detención en viaje, ni la detención en medio de una bulliciosa multitud. Sin
embargo, se realizaba discretamente y, ¡es curioso!, las propias víctimas, de
acuerdo con los agentes, se comportaban del modo más digno posible para no permitir
que los vivos advirtieran la perdición del condenado.
No a todo
el mundo se le puede detener en su domicilio llamando a la puerta (pero si no
queda más remedio, dirán que es «el administrador», «el cartero»), ni tampoco
se puede detener a cualquiera en su puesto de trabajo. Si el detenido está mal
predispuesto, es más cómodo hacerlo fuera de su ambiente habitual, lejos de sus
familiares, de sus compañeros de trabajo, de sus correligionarios, de sus
escondrijos: no se le debe dar tiempo a destruir nada, a esconder cosas o
entregárselas a otros. A los altos cargos, militares o del partido, les daban a
veces un nuevo destino, ponían a su disposición un vagón de lujo y los detenían
por el camino. Y si se trata de un simple mortal al que aterrorizan las detenciones
en masa y que lleva ya una semana soportando las miradas ceñudas de sus jefes,
de pronto se le llama a la sección local del sindicato donde, radiantes, le
ofrecen una putiovka para el balneario de Sochi.
El borrego
se enternece: o sea, que sus temores eran infundados. Da las gracias y parte
exultante a casa para hacer las maletas. Faltan dos horas para la salida del
tren, y regaña a su esposa que tarda una eternidad. ¡Ya estamos en la estación!
Aún queda tiempo. En la sala de espera o en un tenderete donde venden cerveza
lo llama un joven simpatiquísimo: «¿No me conoce, Piotr Iványch?». Piotr
Iványch se siente confuso: «Creo que no, aunque...». El joven se prodiga en
atenciones, con la más benévola amistad: «Bueno, pero cómo, pues yo sí le recuerdo...».
Y se inclina con respeto ante la esposa de Piotr Iványch: «Perdone que le robe
a su esposo por un minuto...». La esposa consiente y el desconocido se lleva a
Piotr Iványch confiadamente del brazo... ¡para siempre o por diez años!
Y en la
estación todo es bullicio, nadie advierte nada... ¡Ciudadanos a quienes guste
viajar! No olvidéis que en todas las grandes estaciones hay una sección de la
GPU y también unas cuantas celdas.
La
insistencia de estos falsos conocidos es tan recia que un hombre que no esté
curtido como un lobo en el campo penitenciario no acierta a sacárselos de
encima. Y no creas que si eres funcionario de la embajada estadounidense y te
llamas, por ejemplo, Alexander Dolgun, no pueden arrestarte en pleno día, en la
calle Gorki, cerca de la Central de Telégrafos. Tu desconocido amigo se
precipitará hacia ti atravesando la masa de transeúntes, abriendo sus enormes
brazos: «¡Sa-sha!», sin disimular, a grito pelado. «¡Sinvergüenza!
¡Cuánto
tiempo sin vernos! Anda, apartémonos un poco, que estamos estorbando a la
gente.» Y en este lugar aparte, acaba de arrimarse al borde de la acera, en ese
preciso instante, un coche Pobeda... (Al
cabo de unos días, la agencia TASS comunicará irritada en todos los periódicos
que los círculos competentes nada saben de la desaparición de Alexander
Dolgun.) ¿Qué tiene de particular? Si nuestros bravos mozos han practicado
arrestos así, no ya en Moscú sino en Bruselas (de este modo cogieron a Zhora
Blednov).
Hay que
reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en
que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina
parecen producidos en serie, las detenciones en cambio pueden presentar
múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez te has
identificado con el pase, y ya estás; te sacan del hospital militar con fiebre
(Hans Bernstein) y el médico no protesta (¡que se le ocurra!); te sacan
directamente del quirófano, en plena operación de úlcera de estómago (N.M.
Vorobviov, inspector regional de enseñanza, 1936) y te meten en una celda medio
muerto y ensangrentado (como recuerda Karpúnich); consigues (Nadia Levítskaya)
a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero
resulta que el careo precede a la detención.
En el
supermercado Gastronom te invitan a pasar al departamento de pedidos y te
detienen allí mismo; te detiene un peregrino al que por caridad dejaste pasar
la noche en casa; te detiene el fontanero que vino a tomar la lectura del
contador; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor
del tren, el taxista, el empleado de la Caja de Ahorros, el gerente del cine,
cualquiera puede detenerte, y sólo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban
cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde.
A veces,
las detenciones llegaban a parecer un juego, tan fecunda inventiva y tanta
energía superflua se depositaba en ello, cuando en realidad la víctima no se
resistiría aunque no hubiera tamaño despliegue.
¿Pretendían
los agentes justificar así su servicio y su gran número? De hecho, parece que
hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y
ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un
hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para
ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (A los koljosianos
los cogían así. O es que iban a ir de noche hasta sus cabañas por caminos
intransitables? Los llamaban al consejo rural y allí los apresaban. A los obreros
no cualificados los ñamaban a la oficina.) Como es natural, toda máquina tiene
una capacidad de absorción determinada, y ésta, si se sobrepasa, deja de
funcionar. En los tensos y febriles años de 1945-1946, cuando llegaban de
Europa convoyes y más convoyes que había que engullir a la vez para enviarlos
al Gulag, ya no estaban para estos juegos, la teoría había quedado muy
deslucida y se habían perdido las plumas del ritual. La detención de decenas de
miles de hombres se resolvía como quien pasa lista: tenían todos los nombres,
llamaban a los de un convoy, los metían en otro, y se acabó.
Durante
varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron
precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada
y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado
una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada, por
cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) (T6) de que era imposible escapar
de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones,
cuando al salir a trabajar los hombres se despedían de sus familias cada día,
pues no podían estar seguros de volver por la tarde, incluso entonces apenas se
registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa
vive el lobo.
Se debía
también a una falta de comprensión de la mecánica de la epidemia de
detenciones. A menudo, los órganos de la Seguridad del Estado no tenían grandes
fundamentos para elegir a quién había que detener y a quién dejar en paz. Se
orientaban únicamente por una cifra de detenciones prevista. Para alcanzar esa
cifra podía seguirse un procedimiento sistemático, pero también podían ponerse
en manos del azar. En 1937 una mujer fue a las oficinas de la NKVD de
Novo-cherkask para preguntar qué debía hacer con el niño de pecho de una vecina
suya detenida. «Siéntese», le dijeron, «y ya veremos.» Permaneció sentada un
par de horas y luego la sacaron de recepción y la metieron en una celda: debían
completar rápidamente la cifra y no tenían bastantes agentes para enviarlos por
la ciudad, ¡y a aquella mujer ya la tenían allí! Por el contrario, cuando el
NKVD de Orsha fue a arrestar al letón Andrei Pável, éste, sin abrir la puerta,
saltó por una ventana, logró escapar y se marchó directamente a Siberia. Y
aunque vivió allí con su propio apellido, y su documentación decía muy a las
claras que era de Orsha, nunca fue encarcelado ni citado por los órganos de
Seguridad del Estado, ni suscitó sospecha alguna.
En
realidad, existían tres grados de busca y captura: extensibles a toda la URSS,
de carácter republicano, y regional. Casi la mitad de los detenidos en esas
epidemias no fueron objeto de búsqueda más allá de su región. Cuando se iba a
detener a una persona por circunstancias fortuitas, como por ejemplo la
denuncia de un vecino, esa persona podía ser sustituida fácilmente por otro
inquilino. Y lo mismo que A. Pável, las personas que caían casualmente en una
redada, o en una vivienda rodeada por los agentes, y tenían la valentía de huir
en aquel mismo momento, antes del primer interrogatorio-, nunca eran capturadas
ni citadas a comparecencia. En cambio los que se quedaban a esperar justicia
recibían una condena. Y casi todos, la aplastante mayoría, se comportaban con
pusilanimidad, indefensión y resignación.
También es
cierto que cuando faltaba la persona buscada, el NKVD hacía que los parientes
se comprometieran, bajo firma, a no ausentarse, y, naturalmente, luego no les
costaba nada empapelar a los que se habían quedado en lugar del que había
huido.
El sentimiento
general de inocencia engendraba una parálisis también general. ¿Y si, a lo
mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A. I. Ladyzhenski era jefe de
estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se
acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: «¡Márchate, Alexandr
Iványch, estás en las listas!». Pero se quedó: «Soy yo el que lleva el peso de
la escuela y da clase a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme?». (Lo detuvieron al
cabo de unos días.)
No todo el
mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: «Toda persona
honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor,
también me encerrarán a mí». (Lo tuvieron en prisión veintitrés años.) La
mayoría se aferra a una fútil esperanza: Si no soy culpable, ¿a santo de qué
pueden detenerme? ¡Es un error! Y cuando te estén arrastrando por las solapas,
todavía exclamarás: «¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!». Y
aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre
podemos dudar ante cada caso individual: «¿Quién sabe si éste,
precisamente...?». ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía
crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico:
tan pronto como se aclare me soltarán.
Entonces,
¿para qué vas a huir?, ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar
tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo no te resistes, sino
que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se
enteren los vecinos.
Y luego en
los campos penitenciarios te reconcome una idea: ¿Qué hubiera pasado si cada
agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de
volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría
pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado,
cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población (T7), la gente
no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en
la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubiéramos comprendido que ya no había
nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el
vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que
hubiese a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con
gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación
recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche
o pincharle los neumáticos a ese «cuervo» que esperaba en la calle con sólo el
chófer dentro. A los órganos de la Seguridad del Estado pronto les habrían
faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría
detenido la maldita máquina.
Si se
hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra... Sencillamente, nos
hemos merecido todo lo que vino después.
Además,
¿resistir a qué? ¿A qué te confisquen el cinturón? ¿A qué te ordenen retirarte
a un rincón? ¿A qué te manden atravesar el umbral de tu casa? La detención
consta de pequeños preámbulos, de innumerables minucias, que, considerados por
separado, no parecen suficiente motivo para discutir (en unos momentos en que
el pensamiento del detenido se debate en torno a la gran cuestión: «¿Por
qué?»), aunque, en conjunto, son todos estos circunloquios los que desembocan
irremisiblemente en la detención.
¡Hay tantas
cosas que ocupan el alma del recién detenido! Tantas son que llenarían un
libro. Podemos descubrir sentimientos que ni siquiera sospechábamos. En 1921,
cuando arrestaron a Evguenia Dorayenko, de diecinueve años, y tres jóvenes
chekistas revolvieron su cama y hurgaron en la cómoda de la ropa interior, la
muchacha no perdió la calma: no había nada, no encontrarían nada. Pero de
pronto echaron mano a su diario íntimo, que ella no habría mostrado ni a su
propia madre, y la lectura de esas líneas por tres jóvenes extraños y hostiles
la impresionó más que toda la Lubianka, con sus rejas y sótanos. Para muchas
personas estos sentimientos y afectos personales, destrozados por la detención,
pueden tener más fuerza que las ideas políticas o el temor a la cárcel. La
persona que no está interiormente preparada para la violencia es siempre más
débil que el opresor.
Sólo unas
pocas personas, listas y valientes, reaccionan con reflejos. En 1948, cuando
fueron a detener a Grigóriev, director del Instituto Geológico de la Academia
de Ciencias, éste se encerró en un cuarto y estuvo dos horas quemando papeles.
A veces, se
siente sobre todo alivio, e incluso... alegría, especialmente durante las epidemias
de detenciones: cuando a tu alrededor no cesan de detener a gente como tú, pero
pasa el tiempo y no vienen por ti, van retrasándose. Es en verdad extenuante,
es un sufrimiento peor que el de la propia detención, y no sólo para aquellos
de ánimo débil. Vasili Vlásov, un intrépido comunista del que volveremos a
hablar más de una vez, después de renunciar a la fuga que le proponían sus
ayudantes, que no eran del partido, languidecía al ver que todos los cuadros de
mando del distrito de Kady habían sido detenidos (1937) e iba pasando el tiempo
y a él no lo detenían. Era de aquellos que ante el peligro ponen el pecho por
delante, y encajó el golpe y se quedó tranquilo, y durante los primeros días
que siguieron a la detención se sintió maravillosamente.
En 1934, un
sacerdote, el padre Irakli, viajó a Almá-Atá para visitar a unos creyentes
deportados. Mientras tanto, fueron por tres veces a su piso de Moscú para
detenerlo. A su regreso, las feligresas acudieron a la estación y no
consintieron que volviera a su casa: lo escondieron de casa en casa durante
ocho años. Sufrió tanto el sacerdote con esta vida de persecución, que cuando
al final lo detuvieron en 1942, cantó alegres alabanzas al Señor.
En este
capítulo hemos hablado siempre de la masa, de los borregos encarcelados no se
sabe por qué. Pero también tendremos que mencionar a aquellas personas que,
incluso en esta época nueva, continuaban siendo auténticamente políticos.
Cuando aún estaba en libertad, Vera Rybakov, estudiante socialdemócrata, soñaba
con el izoliator de Suzdal, pues sabía
que sólo ahí podría volver a ver a sus camaradas mayores (ya no quedaba ninguno
en libertad) y cultivarse ideológicamente. En 1924 la eserista Yekaterina Olítskaya se consideraba
incluso indigna de ser encerrada en la cárcel: en ella habían estado los
mejores hombres de Rusia. Aún era joven y todavía no había hecho nada por
Rusia. Pero la libertad estaba expulsándola ya de su seno. Y así ingresaron las
dos en prisión: con orgullo y alegría.
«¡Había que
resistir! ¿Dónde estuvo vuestra resistencia?», increpan ahora a las víctimas
los que se libraron del arresto.
Sí, la
resistencia debiera haber empezado en el momento del arresto. Pero no fue así.
Y al final,
te llevan. En la detención diurna siempre hay un breve e irrepetible momento en
el que, disimuladamente (si en tu cobardía has accedido a la discreción), o de
manera completamente pública, con las pistolas desenfundadas, te conducen a
través de la multitud de centenares de personas tan inocentes e indefensas como
tú. Y nadie te tapa la boca. ¡Puedes gritar , no debieras dejar escapar la
ocasión! ¡Gritar que se te llevan! ¡Que unos monstruos disfrazados andan a la
caza de la gente! ¡Que los cogen con falsas denuncias! ¡Que están acabando en
silencio con millones de seres! Y al oír muchas veces al día estos gritos, al
oírlos en todas las partes de la ciudad, quizás a nuestros conciudadanos se les
desgarraría el alma. Quizá las detenciones se harían más difíciles.
En 1927,
cuando la sumisión aún no había atrofiado tanto nuestros cerebros, dos
chekistas intentaron detener en pleno día a una mujer en la plaza de Sérpujov.
Ella se agarró a una farola y empezó a gritar y resistirse. Se congregó una
muchedumbre. (¡Se necesitaba para ello a una mujer como aquélla, pero se
necesitaba también a una multitud como aquélla! No todos los transeúntes
bajaron la vista, ni todos se apresuraron a escabullirse.) Y
aquellos diligentes muchachos se quedaron de inmediato desconcertados.
No pueden
trabajar a la luz de la sociedad. Subieron a su automóvil y huyeron. (¡La mujer
tendría que haberse ido rápidamente a la estación y abandonar Moscú! Pero pasó
la noche en su casa. Y esa noche se la llevaron a la Lubianka.) Pero de tus
labios resecos no escapa un solo sonido, y la multitud que pasa por vuestro
lado, con despreocupación, os toma, a ti y a tus verdugos, por unos amigos que
van de paseo.
Yo también
tuve más de una ocasión de gritar.
A los diez días de mi detención,
tres parásitos del SMERSH, que transportaban con más celo las tres maletas de
botín de guerra que a mi propia persona (después del largo camino hasta me
tomaron confianza), me desembarcaron en Moscú, en la estación de Bielorrusia.
Tenían el rango de escolta especial, pero en realidad sus metralletas eran más
que nada un estorbo para arrastrar las pesadísimas maletas: unos bienes que
habían saqueado en Alemania ellos mismos o sus jefes del contraespionaje
SMERSH del segundo Frente Bielorruso. Un botín que ahora, con la
excusa de escoltarme a mí, transportaban a la Patria, a sus familias. Yo
cargaba con la cuarta maleta, a regañadientes, pues contenía mis diarios y mis
obras, es decir, pruebas contra mí.
Ninguno de
aquellos tres conocía la ciudad, y fui yo quien tuvo que elegir el camino más
corto hasta la prisión, yo mismo hube de guiarlos hasta la Lubianka, en la que nunca habían estado (y que yo confundí
con el Ministerio de Asuntos Exteriores).
Después de
veinticuatro horas en el contraespionaje del Ejército, después de tres días en
el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda
ya me habían puesto al corriente de todo (de las argucias de los jueces de
instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te
sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba
milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre libre
entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja
podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apalizados y
privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había
conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrí los ojos a
la multitud aprovechando mi último minuto en público?
Guardé
silencio en la ciudad polaca de Brodnica, aunque, bien pensado, quizá no
entendieran el ruso. No grité ni palabra en las calles de Bielostok. ¿Quizá
porque lo mío nada tenía que ver con los polacos? No emití sonido alguno en la
estación de Wolkowysk. Estaba poco concurrida. Me paseé con esos bandidos como
si nada por los andenes de Minsk. Pero la estación estaba todavía en ruinas. Y
ahora conducía a los hombres de SMERSH al vestíbulo superior de la estación de
metro Bielorrússkaya, de la línea circular, una estación redonda, de blanca
cúpula, inundada de luz eléctrica, donde subía a nuestro encuentro una masa
compacta de moscovitas sobre dos escaleras mecánicas paralelas. ¡Parecía que
todos me miraban! Subían formando una cinta sin fin desde las profundidades del
desconocimiento, hacia la brillante cúpula, esperando de mí aunque sólo fuera
una palabra de verdad. ¿Por qué, entonces, me callé?
Cada uno
encontraba siempre una docena de razones plausibles para demostrar que tenía
razón al no sacrificarse.
Unos
seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito
(téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos
que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo
peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían
madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los
revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanzar a la multitud. ¿De
dónde habría de sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha
metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y al final, había
aquellas personas que tenían el alma demasiado llena, cuyos ojos habían visto
demasiado para poder verter todo este torrente en unos pocos gritos
incoherentes.
Pero yo, yo
me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los
peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí, muy pocos . Aquí mi
clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los
doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a
los doscientos millones...
Pero de
momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el
infierno. Y también me callaría en Ojótny Riad.
No gritaría
al pasar por delante del hotel Metropol.
Ni agitaría
los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Tuve,
seguramente, el tipo de arresto más fácil que cabe imaginar. La detención no me
arrancó de los brazos de mis familiares, ni me separó de la entrañable vida
doméstica rusa. En un lánguido día de febrero europeo me sacó de la estrecha
punta de lanza que se adentra hacia el mar Báltico, donde no sé si habíamos
cercado a los alemanes o ellos a nosotros. Tan sólo me separó de mi división, y
también del espectáculo de los tres últimos meses de guerra.
El jefe de
brigada me llamó al puesto de mando, solicitó mi pistola sin decir por qué, y
yo se la entregué sin sospechar añagaza alguna. De pronto, del tenso e inmóvil
grupo de oficiales que había en un rincón, se adelantaron hacia mí rápidamente
dos agentes del servicio de contraespionaje, atravesaron la estancia en un par
de zancadas, y agarraron simultáneamente, a cuatro manos, la estrella de mi
gorra, los galones, el cinturón y el macuto de campaña, mientras gritaban de
forma histriónica:
-¡Queda
usted detenido!
Aturdido,
acribillado de la cabeza a la planta de los pies, no encontré nada más
inteligente que decir que:
-¿Yo? ¿Por
qué?
Esta
pregunta no suele tener respuesta, pero, cosa sorprendente: ¡Yo sí la recibí!
Vale la pena que lo explique porque es muy impropio de nuestras costumbres.
Apenas los agentes terminaron de despojarme, de quitarme el macuto con las
reflexiones políticas que yo iba anotando, de zarandearme lo más rápido posible
hacia la salida, apurados por las detonaciones de los alemanes que hacían
retumbar los cristales, sonó de pronto una voz firme que me llamaba. ¡Sí! Por
encima del sordo abismo entre los que se quedaban y yo, del abismo abierto al
caer pesadamente la palabra «arrestado», por encima de esa línea que ya me
separaba como un apestado, y no se atrevería a pasar a través de la cual ni el
sonido, pasaron sin embargo las inesperadas y mágicas palabras del jefe de
brigada:
-Solzhenitsyn.
Vuélvase.
Yo, girando en redondo, me zafé de los agentes del SMERSH y di unos pasos
hacia el jefe de brigada.
Lo conocía
poco, nunca había tenido la condescendencia de entablar conversaciones
intrascendentes conmigo. Para mí, la expresión de su rostro significaba siempre
una orden, una disposición, un reproche airado. Y ahora en cambio brillaba
meditabundo. ¿Sería por vergüenza de haber participado involuntariamente en un
asunto sucio? ¿O por sacudirse de encima la mísera sumisión de toda la vida?
Diez días atrás yo había sacado casi íntegra mi batería de exploración del
cerco en que había caído su división de artillería, doce cañones pesados. ¿Y
ahora debería renegar de mí por culpa de un pedazo de papel con un sello?
-¿Tiene
usted... -preguntó muy serio- un amigo en el Primer Frente de Ucrania?
-¡No puede
hacer eso! ¡No está usted autorizado! -le gritaron al coronel el capitán y el
comandante del servicio de contraespionaje. El
grupo de oficiales
de estado mayor
se encogió asustado
en su rincón temiendo verse identificados con la
inconcebible imprudencia del jefe de brigada (y los de la sección política se
preparaban ya para suministrar material contra el coronel). Pero con eso me
había bastado para comprender, inmediatamente, que me arrestaban por la
correspondencia sostenida con mi amigo del colegio, y comprendí también por qué
lado debía esperar el peligro.
¡Zajar Gueórguievich
Travkin podía, pues,
haberse detenido en
este punto! ¡Pero
no! Continuó purificándose e
irguiéndose ante sí mismo, se levantó de la mesa (¡nunca antes se había
levantado para acudir a mi encuentro!), me tendió la mano por encima de la
línea de los apestados (¡cuando yo era libre, nunca me la había tendido!) y
mientras estrechaba la mía, ante el mudo horror de los oficiales, dulcificó su
rostro siempre severo y dijo sin miedo y bien claro:
-¡Le deseo
a usted suerte, capitán! Yo, no sólo no era ya capitán, sino que era además un
enemigo del pueblo desenmascarado (ya que en nuestro país
todo detenido queda
completamente desenmascarado desde
el momento mismo
de su detención). ¿Deseaba buena
suerte a un enemigo?
Temblaban
los cristales. Las explosiones enemigas martilleaban la tierra a unos
doscientos metros recordándonos que aquello no habría podido suceder allí, en
las profundidades de nuestra patria, en el contexto de una vida normal, sino
sólo aquí, bajo el hálito de una muerte próxima e igual para todos.
Este libro
no va a ser un relato de mis recuerdos, de mi propia vida. Por eso no voy a
contar los sabrosísimos detalles de mi singular arresto. Aquella noche, los
agentes del SMERSH ya habían desistido de entender el mapa (nunca lo habían
sabido interpretar) y me lo endosaron muy amablemente y rogaron que le indicara
al chófer cómo se iba a la sección de contra- espionaje del Ejército. Los
conduje a ellos y a mí mismo a esa cárcel, y como agradecimiento no se
contentaron con meterme acto seguido en una simple celda, sino en un calabozo.
Pero de lo que no puedo dejar de hablar es de lo que pasó en la pequeña
despensa de una casa de campesinos alemana que utilizaban como calabozo
provisional.
Tenía la
longitud de lo que medía un hombre, y una anchura en la que se podían tender a duras penas tres personas y, bien
apretujadas, hasta cuatro. Yo era precisamente el cuarto, embutido allí después
de medianoche. Los tres que estaban acostados me miraron con mala cara cuando
les dio la luz de la lamparilla de petróleo, y se movieron un poco ofreciéndome
el espacio necesario para pender de costado y, gradualmente, por la fuerza de
la gravedad, encajarme entre ellos. De este modo, sobre la paja triturada
éramos ya ocho botas de cara a la puerta y cuatro capotes. Ellos dormían, pero
a mí me ardía el alma. Cuanto mayor había sido mi empaque de capitán hacía
media jornada, tanto más doloroso era ahora apretujarme en el fondo de aquel
cuchitril. Los muchachos rebulleron un par de veces al entumecérseles los
costados y nos dimos la vuelta al unísono.
Al amanecer ya habían saciado su sueño, bostezaron,
carraspearon, encogieron las piernas y se metieron en los diferentes rincones.
Empezaron las presentaciones.
-¿Y a ti
por qué?
Pero yo ya
había respirado la turbia brisa de la precaución bajo el techo ponzoñoso del
SMERSH, y fingí un cándido asombro:
-No tengo
la menor idea. ¿Desde cuándo te dicen algo estos canallas?
En cambio,
mis compañeros de celda - tanquistas tocados de negros cascos de cuero - no lo
ocultaban. Eran tres honrados corazones de soldado, tres sencillotes corazones,
un género de personas al que había tomado afecto en los años de la guerra quizá
por ser yo más complejo y peor que ellos. Los tres eran oficiales. Sus galones
también les habían sido arrancados con rabia, en alguna parte se veían aún las hilachas. En sus grasientos uniformes,
unas manchas claras mostraban las huellas de las condecoraciones desprendidas; las cicatrices rojas
y oscuras de sus rostros y sus manos eran el recuerdo de heridas y quemaduras.
Por desgracia, su división necesitaba hacer reparaciones y para ello se habían
detenido en la misma aldea donde
se estacionaba el contraespionaje SMERSH del cuadragésimo octavo Ejército.
La víspera habían bebido para remojar el combate que había tenido lugar
dos días antes, y en las afueras del pueblo se colaron en una caseta de baño
donde habían visto entrar a dos atractivas mozas medio desnudas. Las muchachas
habían conseguido huir de los borrachos a quienes apenas obedecían las piernas.
Pero una de ellas era nada menos que amiguita del jefe del contraespionaje del
ejército.
¡Sí!
Llevábamos tres semanas de guerra en Alemania y todos sabíamos muy bien que, de
haber sido alemanas, podrían haberlas violado tranquilamente y fusilarlas
después, y que casi se lo hubieran tenido en cuenta como un mérito de guerra;
de haber sido polacas, o rusas deportadas, a lo sumo podrían haberlas
perseguido en cueros por el huerto y darles unas palmadas en las nalgas, una
broma ocurrente, pero no más. Pero se habían metido con la «esposa de campaña»
del jefe del contraespionaje. Eso era suficiente para que un sargentucho
cualquiera de retaguardia pudiera arrancar con saña los galones a tres
oficiales distinguidos en combate, unos galones refrendados por una orden del
Frente, era suficiente para quitarles unas condecoraciones concedidas por el
Presidium del Soviet Supremo. Ahora, a estos valientes que habían pasado toda
la guerra y que seguramente habían aplastado a más de una línea de trincheras
enemigas les aguardaba la ley marcial, iban a vérselas con un tribunal que no
estaría en esa aldea si antes no hubieran llegado ellos con sus tanques.
Apagamos la
lamparilla, aunque, de todos modos, ya había consumido cuanto aire quedaba para
respirar. En la puerta se había practicado una mirilla del tamaño de una
postal, y por ella penetraba la luz indirecta del pasillo. Como si temieran que
de día fuéramos a estar demasiado anchos en el calabozo, nos echaron a un
quinto detenido. Llevaba un capote nuevecito y la gorra también era nueva. Cuando
estuvo frente a la mirilla, pudimos ver su cara chata y fresca, con un
sonrosado que abarcaba toda la mejilla.
- ¿De dónde
vienes, amigo? ¿Quién eres?
- Del otro
lado - respondió sin vacilar -. Soy un espía.
-¿Estás de
broma? - nos quedamos pasmados. (¡Ni Sheinin ni los hermanos Tur habían escrito
nunca sobre espías que pudieran confesar estas cosas!)
- ¿Quién va
a andarse con bromas en tiempo de guerra? - preguntó el chaval con un suspiro
de profunda reflexión -. ¿Y cómo tiene que apañárselas un prisionero para que
le dejen volver a casa? A ver si me lo explicáis.
Empezó a
contarnos que dos días antes los alemanes le habían hecho cruzar la línea del
frente para que espiara y volara puentes, pero que él había ido derecho a
entregarse en el batallón más próximo, y que el jefe del batallón, insomne y
agotado, no quería creer de ninguna manera que fuera un espía y lo había
enviado a la enfermería para que le dieran unas pastillas.
Pero de
pronto nuevas impresiones se abatieron sobre nosotros:
- ¡A sus
necesidades! ¡Las manos atrás! - se oyó por detrás de la puerta, que estaba
abriéndose, a un fornido brigada que, él solito, habría sido perfectamente
capaz de poner en movimiento la cureña de un cañón del 122.
Por todo el
patio de la casa se había distribuido ya una hilera de soldados con metralletas
que vigilaba el sendero por el que debíamos rodear el cobertizo. Me indignaba
sobremanera ver que un brigada cateto cualquiera pudiera dar órdenes a unos
oficiales: «Manos atrás», pero los tanquistas pusieron las manos a la espalda y
yo les seguí.
Detrás del
cobertizo había un pequeño cercado cuadrado cubierto de nieve pisoteada que
todavía no se había derretido. Todo él estaba sembrado de montones de
excrementos humanos, tan juntos y abundantes, que no era tarea fácil encontrar
dónde poner los dos pies y agacharse. De todos modos, lo conseguimos y nos
agachamos los cinco en diferentes lugares. Dos de los soldados, ceñudos,
apuntaron las metralletas hacia nosotros, que estábamos agachados, y el brigada
nos apremió antes de que hubiera transcurrido un minuto:
-¡A ver si
termináis ya! ¡Aquí se despacha deprisa!
Cerca de mí
estaba uno de los tanquistas, un teniente primero alto y sombrío, natural de
Rostov. Tenía por toda la cara una capa de polvo metálico o de humo, pero se
advertía perfectamente una gran cicatriz roja que le cruzaba la mejilla.
-¿Qué
quiere decir «aquí»? -preguntó en voz baja, sin mostrar prisa por volver a un
calabozo que olía a queroseno.
- ¡Aquí, en
el SMERSH! -espetó el brigada con orgullo y con mayor estruendo del que en
realidad hacía falta. (A los agentes del contraespionaje les gustaba mucho
aquella palabra chapuceramente compuesta de
«muerte» y
«espías». Les parecía aterradora.)
- Pues allí
de dónde venimos se despacha despacio - respondió meditabundo el teniente
primero. Su casco se había inclinado hacia atrás descubriendo una cabeza aún no
rapada. Su trasero, curtido en el frente, estaba encarado al agradable y frío
vientecillo.
-¿Y dónde es
«allí»? -vociferó el brigada, otra vez con más fuerza de la necesaria.
-En el
Ejército Rojo -respondió con mucha calma el teniente desde su posición en
cuclillas, midiendo con la mirada al que podría haber sido artillero.
Éstas
fueron mis primeras bocanadas de aire carcelario.
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