Del frente a los campos de concentración nazis y al gulag: la guerra de Lev Netto
Soldado
soviético en la
Segunda Guerra
Mundial,
recuerda
a sus
90
años cómo Stalin lo envió a un campo de trabajo en Siberia
Cuando la Segunda
Guerra Mundial llegó a su fin el 9 de mayo de 1945, el soldado
soviético Lev Netto pensó que habían
terminado los combates, los sufrimientos, los campos de prisioneros. Pero la
URSS de Stalin decidió otra cosa. Y lo envió al gulag.
Hoy, con 90 años,
el veterano en cuyos ojos azules y sonrosadas mejillas se adivina el rostro del
chico que era, se confía a la agencia AFP en su apartamento repleto de libros y
de cuadros. Revive la película de una vida que se funde con
los sobresaltos de la «Gran Guerra Patriótica», una guerra que para él continuó
mucho después de 1945.
El 22 de junio de 1941, un altavoz daba la noticia
en su pequeño pueblo, cerca de Moscú: las tropas alemanas han invadido la URSS,
rompiendo el pacto de no agresión firmado entre Hitler y Stalin. «Estaba
loco de alegría. Íbamos a tener por fin una verdadera guerra», recuerda Lev
Netto, que tenía entonces 16 años.
«Pensábamos que nuestro comandante supremo sabía lo que hacía», rememora
Pero cuando los
habitantes del pueblo vieron a las fuerzas soviéticas abrir fuego contra
posiciones nazis situadas a apenas 50 kilómetros de Moscú, el pánico se
instaló: los vecinos asaltaron tiendas y fábricas, robaron alimentos y enseres.
Con 18 años, en
1943, Lev decidió alistarse en una unidad de estonios, puesto que sus padres
procedían del pequeño país báltico anexionado en 1940 por la URSS. Su primera
misión fue arriesgada: saltar en paracaídas en Estonia,
ocupada por los alemanes, y llevar víveres a la resistencia local.
Él y sus camaradas
cantaban y bebían hasta emborracharse mientras su avión sobrevolaba la línea
del frente. Pero cuando su paracaídas se abrió en la noche negra, Lev Netto
volvió a estar sobrio en segundos. «Recuerdo muy bien haber sentido el aire
fresco en mi cara, el buen humor disiparse y el efecto del alcohol desaparecer
inmediatamente».
La misión fue un fracaso. Los aviones no entregaron los víveres ni las municiones prometidas. Y no había ningún rastro de la resistencia
estonia.
Tras algunas
semanas escondidos en el bosque, Lev y sus camaradas oyeron a soldados hablar
ruso. «Juraban como no estaba permitido», precisa. Pero a medida que se aproximaron, Lev
observó que llevaban uniformes nazis. Era un batallón disciplinario constituido
por soviéticos hechos prisioneros por los alemanes.
El lugarteniente
de Lev se levantó, lanzó una granada y gritó: «Por la madre patria, por
Stal...», pero no acabó su frase. Su cabeza estalló por el impacto de una bala
alemana.
Tendido en el
suelo, Lev fue capturado. Arrastrado de un campo de
concentración a otro, fue testigo de las ruinas causadas por los bombardeos
aliados. Hasta su liberación por soldados americanos.
Un día de alegría que firmó su perdición a ojos del régimen soviético, que veía
con malos ojos a los que habían encontrado a los «capitalistas» o habían vivido
en el extranjero.
Enviado a Siberia
De vuelta a la URSS, Lev debía reengancharse, su
desmovilización no estaba prevista hasta 1948. Pero el Gulag le esperaba: condenado a 25 años en
el campo de trabajo por «actividad
contrarrevolucionaria», fue enviado
a Norilsk,
en el límite con el círculo polar.
«Cuando los
oficiales y los soldados vencieron en otros países, sobre todo en Europa del
Este, comenzaron a ver la diferencia que existía entre nuestros dos sistemas»,
confiesa.
En el campo, la amistad le salvó. «Pronto comprendí que para
sobrevivir había que trabajar, más y más, porque cuando uno trabaja está con
sus amigos».
«Si tu piel se
vuelve blanca porque hace menos de 50 grados fuera, tus amigos van a frotarla
con nieve. Teníamos que ayudarnos unos a otros, es lo que me salvó», continúa.
Será finalmente liberado en 1956, como parte de la
desestalinización comenzada tres años después de la muerte del «padrecito de
los pueblos».
El suyo murió en
1956, poco después de su liberación. «Pude enterrarlo. Era como si me hubiera
ofrecido ese regalo», relata el anciano, cuya memoria vacila a veces.
Para reavivarla, su hija Lioudmila le tiende una bolsa llena de medallas. Sobre la mesa del salón, deja una carta que conmemora el Día de la Victoria, festejada el 9 de mayo en Rusia.
«Para mí el 9 de
mayo es un día de alegría, pero con lágrimas en los ojos. Me acuerdo siempre de
todos los que murieron ante mis ojos».
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