El cumpleaños de China
Ian Buruma Revista el malpensante.com
Casi sesenta años después del nacimiento de la República Popular, la imagen de China
ante el mundo ha cambiado sustancialmente. Pero, ¿qué esconde bajo la alfombra
el rutilante esplendor de la nueva superpotencia?
El hecho
de que el actual gobernante de la República Popular China, Hu Jintao, sea un
pelmazo será, sin duda, un alivio para la mayoría de la gente, entre otros para
los mil trescientos millones de chinos. Su tan anunciado discurso ante la
Asamblea General de las Naciones Unidas, en el cual prometió reducir las
emisiones de dióxido de carbono “por un importante margen”, puede haber sido
lastimosamente vago, pero su insípida declaración de las intenciones de China
de portarse como un buen ciudadano del mundo fue mucho más tranquilizadora que
las extravagantes diatribas de otros líderes autoritarios presentes en la
Asamblea.
La
majadería de Hu es notoria si tenemos en cuenta la intensidad de la
transformación de China, que pasó, en años más bien recientes, de ser un país
pobre y ensangrentado por el totalitarismo a ser una superpotencia rica (por
sectores) que aspira a quitarle el liderazgo a Estados Unidos en un futuro no
muy lejano. Pero tal vez su falta de carisma sea parte del juego. La República Popular
acaba de cumplir sesenta años. Los primeros veintisiete años, bajo el
presidente Mao, cuando murieron millones de chinos durante las múltiples purgas
y los disturbios casi constantes, y decenas de millones más murieron de hambre
debido a extraños experimentos económicos, fueron tan horribles que la mayoría
de los chinos está bastante harta de los líderes carismáticos.
Es cierto
que incluso hoy día, en la era posterior a los Olímpicos, al “hacerse rico es
glorioso” de Deng Xiaoping, y a la instalación de boutiques de Prada y barras
de sushi, en China todavía se ven imágenes del difunto presidente Mao colgando
de los espejos retrovisores de algunos taxis en Beijing. Cada vez que las veo,
le pregunto al conductor qué opina de Mao. Por lo general, la respuesta es un
gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba y un par de lugares comunes
sobre “un gran hombre que unificó nuestro país”. Sí, cometió algunos errores,
añaden con frecuencia los conductores, siguiendo la línea del partido, pero
“fue 30% malo y 70% bueno”.
Sin
embargo, la mayoría de los chinos que he conocido prefieren no recordar los
primeros años de vida de la República Popular China, en especial ese 30% malo.
Es demasiado doloroso y todavía está sembrado de peligros. Hay varios temas
tabú en la historia reciente, como el que tiene que ver con la responsabilidad
personal de Mao en la muerte de millones de chinos durante la Revolución
Cultural. Denunciar a Mao abiertamente es implicar al Partido Comunista mismo,
el cual todavía monopoliza el poder.
La
segunda mitad de la historia de la República Popular también tiene sus tabús,
desde luego. La rebelión pacífica, y la posterior represión violenta, que
tuvieron lugar en la Plaza Tiananmen y en muchos otros lugares de China no se
pueden mencionar en público. Y ésa es la razón por la cual la mayor parte de la
gente joven tiene un conocimiento tan difuso acerca de lo que ocurrió en 1989,
para no hablar de lo que sucedió en los cincuenta o sesenta. Cuando fui a visitar
a algunos de los padres de los estudiantes que fueron asesinados en la masacre
de Tiananmen, todos me dijeron lo mismo: “La gente no puede hablar con sus
hijos al respecto pues, si lo hacen, pueden meterse en serios líos en el
colegio. Además, los jóvenes quieren divertirse. No quieren saber nada de esas
historias tristes”.
No, es
mucho más fácil regodearse en la grandeza de la China próspera, en las ciudades completamente
nuevas, con sus rascacielos deslumbrantes, más altos que los de cualquier lugar
del mundo; en la creciente riqueza de la clase media urbana, en la cantidad de
medallas de oro que obtuvo el país en los Juegos Olímpicos y en el éxito del
arte moderno chino, que ha alcanzado precios astronómicos no solo en Hong Kong
o Shangái sino en Londres y Nueva York. China es la única civilización antigua
en la historia de la humanidad que ha resurgido como potencia mundial. Y los
chinos están en todo su derecho de sentirse orgullosos. Entonces, ¿para qué
buscarle cinco patas al gato? Es mejor ser gobernado por hombres opacos, sin
carisma, que mantienen las cosas tranquilas y en orden.
Pero eso
no es lo que dirían los desempleados que viven en las viejas áreas
industrializadas de la zona nororiental de China, ni los granjeros rebeldes de
la provincia de Guangdong, que han sido expulsados de sus tierras por
codiciosos urbanizadores que trabajan en coordinación con funcionarios
corruptos del partido. Y tampoco es necesariamente la visión de los valientes
abogados que están dispuestos a denunciar a algunos de esos funcionarios
corruptos, ni de los intelectuales disidentes que todavía son arrestados por
afirmar que los chinos deberían tener derecho a disfrutar de algunas libertades
democráticas básicas.
Pero es
la opinión que comparte la gente que más se beneficia de la actual corriente de
diversión, moda y prosperidad, la nueva élite urbana, algunos de cuyos miembros
son, coincidencialmente, hijos mimados de los jefes del Partido Comunista.
Ninguno sigue la ideología comunista. Todos ellos, ahora en sus cuarenta, han
tomado muy en serio el eslogan del difunto líder Deng Xiaoping de “hacerse rico
es glorioso”. Y no pocos hicieron parte de los manifestantes de 1989, que
exigieron libertades democráticas y el fin de la corrupción.
Si uno
decide explorar esa contradicción, debe hacerlo bajo su cuenta y riesgo, en
especial si es extranjero. Una prominente figura de la nueva élite de Beijing,
una mujer muy sofisticada que encarna las glorias de hacerse rico en la China
de hoy, también es hija de la aristocracia comunista. Su nombre es Hong Huang,
una gurú de los medios, de cara redonda y ropa costosa, que dirige una serie de
revistas de moda, entre ellas Time
Out Beijing y Seventeen.
Su madre era la profesora de inglés del presidente Mao. Su padrastro, el ministro
de asuntos exteriores de Mao. Hong se educó en Nueva York y uno de sus maridos
fue el director de cine Chen Kaige, otro miembro de la era dorada de Beijing.
Al igual que la mayor parte de su generación, Hong apoyó a los estudiantes en
1989.
Hace unos
años tuve la oportunidad de visitar la hermosa casa de campo de estilo chino de
Hong, en las montañas próximas a la Gran Muralla, no muy lejos de Beijing. Nos
habíamos conocido a través de un amigo mutuo, el poeta vanguardista Yang Lian,
quien vive en Londres con su esposa, Yo Yo, una escritora. Ni Yang Lian ni Yo
Yo son disidentes políticos en el sentido estricto. No escriben mucho sobre
política, pero son personas dueñas de un espíritu libre que eligieron no
transar con las restricciones de una sociedad autoritaria.
La velada comenzó de manera amistosa, con algunos chismes sobre varios
conocidos pertenecientes a la sociedad de Beijing. Luego Hong comenzó a
aconsejar a Yang. ¿Por qué seguía viviendo en el exterior? ¿Por qué no
regresaba a casa? Las cosas en China estaban muy bien ahora. Había mucho dinero
por hacer. Yang debería adaptarse a la situación y seguir el ejemplo de otros.
Toda esa poesía modernista podía engañar a los extranjeros, pero la vida había
evolucionado en Beijing. Debería incursionar en la publicidad, o tal vez en la
lírica popular. No había necesidad de preocuparse por la censura y todo eso, si
uno sabía cómo seguir las reglas del juego.
Una
cierta tensión pareció deslizarse en medio del vigorizante aire de las montañas.
Yang se sentía presionado. Los consejos de Hong comenzaron a sonar más
agresivos. No se había mencionado la palabra Tiananmen, pero era como si un
elefante blanco hubiese entrado al comedor. Esa era una de las razones por las
cuales Yang y Yo Yo habían decidido vivir en el exterior. De repente Hong la
trajo a colación y esta vez también se dirigió a mí. “Tiananmen, Tiananmen”,
dijo Hong, “los periodistas extranjeros siempre están hablando de Tiananmen.
Creo que es hora de olvidarnos de todo eso. Tenemos que seguir adelante y
sentirnos orgullosos de nuestro país. Los extranjeros se aprovechan del
episodio para hablar mal de China”.
Sentí que
tenía que decir algo, pero no tenía ganas de empezar una discusión pues,
después de todo, era un invitado en la casa de Hong, al pie de la Gran Muralla.
Así que
le mencioné que los chinos todavía insistían en recordar la masacre de Nanking
de 1937, cuando las tropas japonesas organizaron una orgía de violaciones,
saqueos y asesinatos en la capital china de ese momento.
En
efecto, ese terrible evento es parte central de lo que ahora se llama
“educación patriótica”. Por otra parte, los nacionalistas japoneses quieren que
los jóvenes olviden el episodio porque sienten que forma parte de seguir
adelante y que los jóvenes japoneses deben sentirse orgullosos de su país.
Desde
luego, con eso inicié una discusión. Y nunca olvidaré la manera en que esa
mujer encantadora, cosmopolita y educada en Nueva York, se transformó de
repente en un vociferante miembro de la Guardia Roja que me gritaba insultos, a
mí y a los extranjeros en general, y a Yang Lian y Yo Yo por defenderme. Era
evidente que había tocado una fibra muy sensible.
Desde
entonces he pensado mucho al respecto. La fibra sensible puede haber sido esta:
lo que Hong dijo era cierto. A mucha gente, en especial a la población educada,
aquellos que tienen un cierto estilo cosmopolita, le estaba yendo bien en la
China posterior a 1989. Había dinero por hacer, mucho dinero. La moda estaba en
pleno florecimiento, al igual que otras cosas. Pero eso tenía un precio. Y ese
precio es a lo que Hong se refería con “seguir las reglas del juego”, saber qué
temas había que evitar, cómo acomodar las opiniones al entorno, cómo permanecer
al margen de la política y dejar que los opacos tecnócratas siguieran
gobernando a China con un guante de terciopelo y un puño de acero para quienes
se negaran a seguir las reglas.
La
decisión de elegir esa alternativa es absolutamente comprensible. El exilio es
difícil. Y ¿quién quiere ir a parar a la cárcel? Además, a diferencia de lo que
ocurre en la antigua Unión Soviética, la vida realmente es buena para aquellos que han hecho suficiente dinero y
los compromisos necesarios. De todas maneras se trata de acuerdos que
comprometen la integridad. Y siempre resulta doloroso que nos recuerden esas
verdades.
Como la
mayoría de los periodistas, hombres de negocios, diplomáticos y académicos
extranjeros tienden a tener contacto con chinos educados y privilegiados, como
Hong Huang, la mayor parte de los informes sobre China reflejan esa visión
según la cual el autoritarismo blando es bueno para China, el pueblo chino no
está listo para la democracia y el hecho de darles el derecho al voto solo
produciría caos. Pero el principal argumento para la defensa de la tecnocracia,
que he oído esgrimir no solo por parte de las élites chinas sino, cada vez con
más frecuencia, en los países occidentales, es que es más eficiente. Se logran
hacer cosas. Una vez los dirigentes se proponen algo -los Juegos Olímpicos, el
control de la natalidad, una reforma económica, tal vez, incluso, el control de
la polución-, nada se interpone en su camino hacia el éxito; ni grupos que
representen intereses especiales, ni ningún tipo de cabildeo, ni los
sindicatos, ni los grupos preocupados por la preservación de las ciudades, ni
los abogados, nadie.
Con
frecuencia, gente que suele tener tendencias de izquierda y a la que le gusta
la idea de un gobierno central fuerte y el cambio de arriba hacia abajo, en
otras palabras, gente que prefiere lo que Isaiah Berlin llamó libertades
positivas frente a las libertades negativas de la independencia individual, se
siente atraída hacia el modelo chino. Y lo mismo les sucede a los hombres de
negocios, que prefieren mil veces tratar con funcionarios del partido
autoritarios a tratar con sindicatos independientes. China suele compararse de
manera favorable con la India, caracterizada por sus terribles ineficiencias,
su pobreza extrema y los enormes problemas con el analfabetismo, la corrupción
y el crimen organizado. Pareciera como si la democracia caótica estuviera
retrasando a la India, mientras que China progresa con estadísticas cada vez
más impresionantes.
Hay algo
de cierto en esta visión. Aunque parte del progreso de China comenzó realmente
bajo la administración de Mao, en especial en lo que tiene que ver con el
alfabetismo masivo, las tecnocracias autoritarias por lo general son buenas
para llevar a cabo grandes empresas. Una de las definiciones de Berlin de la
libertad positiva es la noción de que las sociedades pueden mejorar si siguen
un gran objetivo, una idea importante, en cuyo logro coincidirán naturalmente
todos los valores. Los críticos de la idea pueden ser descalificados
acusándolos bien sea de locos o de estar actuando de mala fe. Lo cual no deja
mucho espacio para los conflictos de intereses legítimos, pero es maravilloso
para construir grandes ciudades con grandes estadios.
La
primera vez que vi Shenzhen, en los años setenta, era una aldea diminuta
situada al otro lado de la frontera con Hong Kong. Pero desde que Deng Xiaoping
declaró en 1982 que allí debería surgir una nueva zona económica, su deseo se
convirtió pronto en realidad. Hoy es una metrópolis industrial con una
población aproximada de diez millones de personas.
A las
viejas sociedades confucianas, entre ellas el Japón democrático, les gusta
perseguir metas colectivas que se pueden resumir en eslóganes que se difunden
ampliamente en los países mediante campañas masivas: los más grandes y mejores
Olímpicos; Dupliquemos nuestros ingresos; El mundo bajo un solo techo (el techo
del Japón imperial en 1940); Objetivos altos, órdenes ciegas y actitud
jactanciosa (El Gran Salto Adelante de China, 1959). Se supone que los
intereses colectivos triunfan sobre los intereses individuales en la política
confuciana, la cual hace énfasis en la armonía y aborrece el conflicto. Tal vez
los tecnócratas que gobiernan China, y los poderosos burócratas de Japón, son
un poco como los viejos funcionarios académicos que manejaban los gobiernos
chinos en tiempos imperiales. Sin embargo, reafirmar los precedentes históricos
no necesariamente es bueno.
La
naturaleza de la experiencia de los tecnócratas cambia con las distintas
épocas, sin duda. Los mandarines tradicionales tenían que aprenderse los textos
confucianos clásicos de memoria.
Los
tecnócratas educados en la época de la China maoísta, como Hu Jintao, o su
predecesor, Jiang Zemin, son ingenieros. Son producto de la generación, muy
influenciada por la Unión Soviética, que veía el progreso en términos de los
enormes proyectos de construcción de represas. (Nehru afirmó que las represas eran
“los templos de la India moderna”.) De igual manera, lo más probable es que los
tecnócratas de hoy se hayan graduado de las escuelas de negocios
norteamericanas o australianas.
Pero la
tecnocracia tiene grandes fallas, así como tiene grandes ventajas. Los
tecnócratas autoritarios no son muy buenos para atender emergencias. Cuando
ocurrió el devastador terremoto que afectó la provincia de Sichuan en el año
2008, que mató a cerca de 70.000 personas y dejó sin techo a diez millones más,
China fue muy elogiada por la velocidad y la solidaridad de su respuesta. Lo
que no se ha difundido tanto es que un desproporcionado número de niños fueron
víctimas del terremoto pues muchas escuelas se derrumbaron, a pesar de que las
construcciones vecinas quedaron intactas. Los urbanizadores habían empleado
materiales de muy mala calidad para la construcción de las escuelas y les
habían pagado a los funcionarios encargados para que se hicieran los de la
vista gorda. Tal vez no se pueda culpar a los tecnócratas de Beijing por eso y
también es cierto que las historias que comenzaron a circular acerca de Nueva
Orleáns después del huracán Katrina eran igual de edificantes.
Pero la
verdad es que el gobierno central tampoco debe recibir muchos elogios. Gran
parte de la ayuda que llegó primero provenía de ciudadanos chinos del común,
que corrieron al lugar del terremoto y cuya labor, de hecho, fue obstaculizada
al comienzo por los funcionarios gubernamentales. Por primera vez en la
historia de la República Popular se vieron en Sichuan pequeños brotes de una
sociedad civil y el primer impulso de la tecnocracia china fue aplastarlos, por
miedo a que los ciudadanos obtuvieran demasiado control. Más tarde, cuando
algunos ciudadanos individuales, ayudados por abogados, trataron de investigar
las prácticas corruptas que habían producido esa catastrófica cantidad de niños
muertos, las autoridades entorpecieron sus búsquedas y en algunos casos los
enviaron a la cárcel.
Cuando me
hicieron un recorrido por algunos de los pueblos que se vieron más afectados
por el terremoto a comienzos de este año, vi a muchos refugiados todavía en
carpas, y aunque Beijing había sido más o menos transformada para los
Olímpicos, las áreas en ruinas de Sichuan todavía se veían como si acabaran de
sufrir un bombardeo.
La otra
cosa para la que son particularmente malos los gobiernos dirigidos por expertos
empeñados en realizar grandes proyectos tiene que ver, de hecho, con la esencia
de la política: solucionar los conflictos de intereses. La armonía, el ideal clave
del confucianismo, considera que la sociedad perfecta es aquella donde esos
conflictos no existen. Tal vez ahí es donde confluyen el marxismo chino y el
confucianismo. Pero en realidad eso no es cierto para la China posterior a Mao,
donde las libertades individuales han aumentado, sin que vayan de la mano con
los beneficios de las libertades políticas. El Estado ya no va a decidir con
quién se puede casar una persona, dónde puede vivir o qué clase de trabajo
buscar. Pero cualquier esfuerzo para fomentar los objetivos colectivos de una
manera organizada e independiente del Estado será cruelmente aplastado.
Esto
lleva a lo que los marxistas anticuados llaman contradicciones. Porque en China
los intereses sí entran en conflicto, al igual que sucede en cualquier otra
sociedad compleja. Lo que resulta favorable para la élite de financistas de
Shangái puede no ser favorable para los campesinos de Sichuan. Los intereses de
los trabajadores de aquellas enormes industrias estatales del noreste, que a
menudo son terriblemente ineficientes, no son los mismos de los empresarios
altamente tecnificados de Guangzhou. Esos conflictos no se pueden enmascarar
con campañas masivas y eslóganes del partido.
Para
justificar su monopolio del poder, la tecnocracia china se apoya en dos cosas:
la promesa de mantener el orden y el crecimiento económico constante y la
reivindicación del patriotismo. Apoyar al gobierno es patriótico y las críticas
son antipatrióticas o, si provienen de un extranjero, “anti-chinas”. Como el
crecimiento económico, que beneficia a la clase media urbana, todavía se podrá
mantener por algún tiempo, el gobierno no está a punto de colapsar. En Japón,
una figura similar ayudó a mantener el Estado unipartidista de facto durante
los últimos cincuenta años. Pero hay que observar lo que ocurrió cuando el
crecimiento redujo su ritmo y ya no quedaron más objetivos patrióticos con los
cuales obligar a la gente a obedecer. El Estado unipartidista se desmoronó. Sin
embargo, fue un proceso pacífico, incluso ordenado, porque los japoneses fueron
capaces de sacar a los pillos mediante el ejercicio del voto.
Los
chinos no pueden hacer lo mismo. Sus pesados tecnócratas se perpetúan para
siempre en el poder. Y ésa, al final, es la mayor falla del sistema. Los
gobernantes no pueden ser castigados por los gobernados por su incompetencia.
Errores garrafales quedan impunes. Los conflictos de intereses se agravan o
terminan en violencia. Es posible que la tecnocracia china parezca estable y
exitosa durante algún tiempo más, pero es poco probable que perdure si no se
hace una reforma política básica. Algunos piensan que la nueva ola de
tecnócratas, aquellos que fueron a Harvard o Yale, podrán llevarla a cabo.
Nunca se sabe. Pero en la medida en que todavía no lo han hecho, yo seguiré
apostándole a las democracias caóticas.
El cumpleaños de China
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1. ¿Qué
destacarías de lo planteado en el artículo por Ian Buruma?
2. ¿Cómo lograr entender a la
luz del enfoque teórico marxista en cuanto la concentración de la riqueza y la propiedad
privada, el sistema económico mixto que implantó el Partido Comunista en China?
3. ¿Por qué
crees que los chinos de hoy, como lo plantea Buruma, los tecnócratas,
ejecutivos y empresarios exitosos, prefieran no discutir sobre la epata oscura
de la revolución cultural de Mao Tse Tung?
4. Si en la
China se presentan casos de corrupción como ocurre en países occidentales y
cuáles son las medidas y castigos que reciben por estos actos corruptos.
5. ¿Qué pasó en la Plaza de
Tiananmen en 1989?
6. ¿Qué es la carta O8?
7. ¿Por qué fue condenado Liu
Xiaobo a 11 años de
cárcel en China?
Pregunta de
Selección Múltiple con Única Respuesta
En China hay varios temas tabú en la
historia reciente, como el que tiene que ver con la responsabilidad personal de
Mao en la muerte de millones de chinos durante la Revolución Cultural, o lo
ocurrido en la Plaza de Tiananmen, pues cuestionar sobre esto es implicar
abiertamente al Partido Comunista, el cual hoy monopoliza el poder. Lo mismo
sucede con expresiones y solicitudes de garantía de derechos civiles y
políticos, como sucedió con el intelectual y activista en pro de los Derechos
Humanos y las reformas en China, Liu Xiaobo, procesado y condenado a 11 años de
cárcel por incitar a la subversión contra el poder del Estado. De lo anterior
se puede inferir que
A. como Estado comunista actúa
dentro de su ámbito conforme a su ideología
B. para que un país pueda
lograr el desarrollo económico es necesario olvidar todo lo ocurrido en el
pasado
C. el sistema dominante no
garantiza los Derechos Humanos pero es tolerante con sus críticos y disidentes
D. la subversión contra el
poder del Estado es un delito imperdonable, por lo tanto debe ser castigado
ejemplarmente en cualquier país del mundo
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