viernes, marzo 18, 2016

 El  cumpleaños de China      

                                    Ian  Buruma         Revista el malpensante.com

Casi  sesenta años después del nacimiento de la República Popular, la imagen de China ante el mundo ha cambiado sustancialmente. Pero, ¿qué esconde bajo la alfombra el rutilante esplendor de la nueva superpotencia?

El hecho de que el actual gobernante de la República Popular China, Hu Jintao, sea un pelmazo será, sin duda, un alivio para la mayoría de la gente, entre otros para los mil trescientos millones de chinos. Su tan anunciado discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el cual prometió reducir las emisiones de dióxido de carbono “por un importante margen”, puede haber sido lastimosamente vago, pero su insípida declaración de las intenciones de China de portarse como un buen ciudadano del mundo fue mucho más tranquilizadora que las extravagantes diatribas de otros líderes autoritarios presentes en la Asamblea.

La majadería de Hu es notoria si tenemos en cuenta la intensidad de la transformación de China, que pasó, en años más bien recientes, de ser un país pobre y ensangrentado por el totalitarismo a ser una superpotencia rica (por sectores) que aspira a quitarle el liderazgo a Estados Unidos en un futuro no muy lejano. Pero tal vez su falta de carisma sea parte del juego. La República Popular acaba de cumplir sesenta años. Los primeros veintisiete años, bajo el presidente Mao, cuando murieron millones de chinos durante las múltiples purgas y los disturbios casi constantes, y decenas de millones más murieron de hambre debido a extraños experimentos económicos, fueron tan horribles que la mayoría de los chinos está bastante harta de los líderes carismáticos.

Es cierto que incluso hoy día, en la era posterior a los Olímpicos, al “hacerse rico es glorioso” de Deng Xiaoping, y a la instalación de boutiques de Prada y barras de sushi, en China todavía se ven imágenes del difunto presidente Mao colgando de los espejos retrovisores de algunos taxis en Beijing. Cada vez que las veo, le pregunto al conductor qué opina de Mao. Por lo general, la respuesta es un gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba y un par de lugares comunes sobre “un gran hombre que unificó nuestro país”. Sí, cometió algunos errores, añaden con frecuencia los conductores, siguiendo la línea del partido, pero “fue 30% malo y 70% bueno”.

Sin embargo, la mayoría de los chinos que he conocido prefieren no recordar los primeros años de vida de la República Popular China, en especial ese 30% malo. Es demasiado doloroso y todavía está sembrado de peligros. Hay varios temas tabú en la historia reciente, como el que tiene que ver con la responsabilidad personal de Mao en la muerte de millones de chinos durante la Revolución Cultural. Denunciar a Mao abiertamente es implicar al Partido Comunista mismo, el cual todavía monopoliza el poder.

La segunda mitad de la historia de la República Popular también tiene sus tabús, desde luego. La rebelión pacífica, y la posterior represión violenta, que tuvieron lugar en la Plaza Tiananmen y en muchos otros lugares de China no se pueden mencionar en público. Y ésa es la razón por la cual la mayor parte de la gente joven tiene un conocimiento tan difuso acerca de lo que ocurrió en 1989, para no hablar de lo que sucedió en los cincuenta o sesenta. Cuando fui a visitar a algunos de los padres de los estudiantes que fueron asesinados en la masacre de Tiananmen, todos me dijeron lo mismo: “La gente no puede hablar con sus hijos al respecto pues, si lo hacen, pueden meterse en serios líos en el colegio. Además, los jóvenes quieren divertirse. No quieren saber nada de esas historias tristes”.

No, es mucho más fácil regodearse en la grandeza de la China próspera, en las ciudades completamente nuevas, con sus rascacielos deslumbrantes, más altos que los de cualquier lugar del mundo; en la creciente riqueza de la clase media urbana, en la cantidad de medallas de oro que obtuvo el país en los Juegos Olímpicos y en el éxito del arte moderno chino, que ha alcanzado precios astronómicos no solo en Hong Kong o Shangái sino en Londres y Nueva York. China es la única civilización antigua en la historia de la humanidad que ha resurgido como potencia mundial. Y los chinos están en todo su derecho de sentirse orgullosos. Entonces, ¿para qué buscarle cinco patas al gato? Es mejor ser gobernado por hombres opacos, sin carisma, que mantienen las cosas tranquilas y en orden.

Pero eso no es lo que dirían los desempleados que viven en las viejas áreas industrializadas de la zona nororiental de China, ni los granjeros rebeldes de la provincia de Guangdong, que han sido expulsados de sus tierras por codiciosos urbanizadores que trabajan en coordinación con funcionarios corruptos del partido. Y tampoco es necesariamente la visión de los valientes abogados que están dispuestos a denunciar a algunos de esos funcionarios corruptos, ni de los intelectuales disidentes que todavía son arrestados por afirmar que los chinos deberían tener derecho a disfrutar de algunas libertades democráticas básicas.

Pero es la opinión que comparte la gente que más se beneficia de la actual corriente de diversión, moda y prosperidad, la nueva élite urbana, algunos de cuyos miembros son, coincidencialmente, hijos mimados de los jefes del Partido Comunista. Ninguno sigue la ideología comunista. Todos ellos, ahora en sus cuarenta, han tomado muy en serio el eslogan del difunto líder Deng Xiaoping de “hacerse rico es glorioso”. Y no pocos hicieron parte de los manifestantes de 1989, que exigieron libertades democráticas y el fin de la corrupción.

Si uno decide explorar esa contradicción, debe hacerlo bajo su cuenta y riesgo, en especial si es extranjero. Una prominente figura de la nueva élite de Beijing, una mujer muy sofisticada que encarna las glorias de hacerse rico en la China de hoy, también es hija de la aristocracia comunista. Su nombre es Hong Huang, una gurú de los medios, de cara redonda y ropa costosa, que dirige una serie de revistas de moda, entre ellas Time Out Beijing y Seventeen. Su madre era la profesora de inglés del presidente Mao. Su padrastro, el ministro de asuntos exteriores de Mao. Hong se educó en Nueva York y uno de sus maridos fue el director de cine Chen Kaige, otro miembro de la era dorada de Beijing. Al igual que la mayor parte de su generación, Hong apoyó a los estudiantes en 1989.

Hace unos años tuve la oportunidad de visitar la hermosa casa de campo de estilo chino de Hong, en las montañas próximas a la Gran Muralla, no muy lejos de Beijing. Nos habíamos conocido a través de un amigo mutuo, el poeta vanguardista Yang Lian, quien vive en Londres con su esposa, Yo Yo, una escritora. Ni Yang Lian ni Yo Yo son disidentes políticos en el sentido estricto. No escriben mucho sobre política, pero son personas dueñas de un espíritu libre que eligieron no transar con las restricciones de una sociedad autoritaria.
                                                                                                                                   La velada comenzó de manera amistosa, con algunos chismes sobre varios conocidos pertenecientes a la sociedad de Beijing. Luego Hong comenzó a aconsejar a Yang. ¿Por qué seguía viviendo en el exterior? ¿Por qué no regresaba a casa? Las cosas en China estaban muy bien ahora. Había mucho dinero por hacer. Yang debería adaptarse a la situación y seguir el ejemplo de otros. Toda esa poesía modernista podía engañar a los extranjeros, pero la vida había evolucionado en Beijing. Debería incursionar en la publicidad, o tal vez en la lírica popular. No había necesidad de preocuparse por la censura y todo eso, si uno sabía cómo seguir las reglas del juego.

Una cierta tensión pareció deslizarse en medio del vigorizante aire de las montañas. Yang se sentía presionado. Los consejos de Hong comenzaron a sonar más agresivos. No se había mencionado la palabra Tiananmen, pero era como si un elefante blanco hubiese entrado al comedor. Esa era una de las razones por las cuales Yang y Yo Yo habían decidido vivir en el exterior. De repente Hong la trajo a colación y esta vez también se dirigió a mí. “Tiananmen, Tiananmen”, dijo Hong, “los periodistas extranjeros siempre están hablando de Tiananmen. Creo que es hora de olvidarnos de todo eso. Tenemos que seguir adelante y sentirnos orgullosos de nuestro país. Los extranjeros se aprovechan del episodio para hablar mal de China”.

Sentí que tenía que decir algo, pero no tenía ganas de empezar una discusión pues, después de todo, era un invitado en la casa de Hong, al pie de la Gran Muralla.

Así que le mencioné que los chinos todavía insistían en recordar la masacre de Nanking de 1937, cuando las tropas japonesas organizaron una orgía de violaciones, saqueos y asesinatos en la capital china de ese momento.

En efecto, ese terrible evento es parte central de lo que ahora se llama “educación patriótica”. Por otra parte, los nacionalistas japoneses quieren que los jóvenes olviden el episodio porque sienten que forma parte de seguir adelante y que los jóvenes japoneses deben sentirse orgullosos de su país.

Desde luego, con eso inicié una discusión. Y nunca olvidaré la manera en que esa mujer encantadora, cosmopolita y educada en Nueva York, se transformó de repente en un vociferante miembro de la Guardia Roja que me gritaba insultos, a mí y a los extranjeros en general, y a Yang Lian y Yo Yo por defenderme. Era evidente que había tocado una fibra muy sensible.

Desde entonces he pensado mucho al respecto. La fibra sensible puede haber sido esta: lo que Hong dijo era cierto. A mucha gente, en especial a la población educada, aquellos que tienen un cierto estilo cosmopolita, le estaba yendo bien en la China posterior a 1989. Había dinero por hacer, mucho dinero. La moda estaba en pleno florecimiento, al igual que otras cosas. Pero eso tenía un precio. Y ese precio es a lo que Hong se refería con “seguir las reglas del juego”, saber qué temas había que evitar, cómo acomodar las opiniones al entorno, cómo permanecer al margen de la política y dejar que los opacos tecnócratas siguieran gobernando a China con un guante de terciopelo y un puño de acero para quienes se negaran a seguir las reglas.

La decisión de elegir esa alternativa es absolutamente comprensible. El exilio es difícil. Y ¿quién quiere ir a parar a la cárcel? Además, a diferencia de lo que ocurre en la antigua Unión Soviética, la vida realmente es buena para aquellos que han hecho suficiente dinero y los compromisos necesarios. De todas maneras se trata de acuerdos que comprometen la integridad. Y siempre resulta doloroso que nos recuerden esas verdades.

Como la mayoría de los periodistas, hombres de negocios, diplomáticos y académicos extranjeros tienden a tener contacto con chinos educados y privilegiados, como Hong Huang, la mayor parte de los informes sobre China reflejan esa visión según la cual el autoritarismo blando es bueno para China, el pueblo chino no está listo para la democracia y el hecho de darles el derecho al voto solo produciría caos. Pero el principal argumento para la defensa de la tecnocracia, que he oído esgrimir no solo por parte de las élites chinas sino, cada vez con más frecuencia, en los países occidentales, es que es más eficiente. Se logran hacer cosas. Una vez los dirigentes se proponen algo -los Juegos Olímpicos, el control de la natalidad, una reforma económica, tal vez, incluso, el control de la polución-, nada se interpone en su camino hacia el éxito; ni grupos que representen intereses especiales, ni ningún tipo de cabildeo, ni los sindicatos, ni los grupos preocupados por la preservación de las ciudades, ni los abogados, nadie.

Con frecuencia, gente que suele tener tendencias de izquierda y a la que le gusta la idea de un gobierno central fuerte y el cambio de arriba hacia abajo, en otras palabras, gente que prefiere lo que Isaiah Berlin llamó libertades positivas frente a las libertades negativas de la independencia individual, se siente atraída hacia el modelo chino. Y lo mismo les sucede a los hombres de negocios, que prefieren mil veces tratar con funcionarios del partido autoritarios a tratar con sindicatos independientes. China suele compararse de manera favorable con la India, caracterizada por sus terribles ineficiencias, su pobreza extrema y los enormes problemas con el analfabetismo, la corrupción y el crimen organizado. Pareciera como si la democracia caótica estuviera retrasando a la India, mientras que China progresa con estadísticas cada vez más impresionantes.

Hay algo de cierto en esta visión. Aunque parte del progreso de China comenzó realmente bajo la administración de Mao, en especial en lo que tiene que ver con el alfabetismo masivo, las tecnocracias autoritarias por lo general son buenas para llevar a cabo grandes empresas. Una de las definiciones de Berlin de la libertad positiva es la noción de que las sociedades pueden mejorar si siguen un gran objetivo, una idea importante, en cuyo logro coincidirán naturalmente todos los valores. Los críticos de la idea pueden ser descalificados acusándolos bien sea de locos o de estar actuando de mala fe. Lo cual no deja mucho espacio para los conflictos de intereses legítimos, pero es maravilloso para construir grandes ciudades con grandes estadios.
                                                                                                                                                                  La primera vez que vi Shenzhen, en los años setenta, era una aldea diminuta situada al otro lado de la frontera con Hong Kong. Pero desde que Deng Xiaoping declaró en 1982 que allí debería surgir una nueva zona económica, su deseo se convirtió pronto en realidad. Hoy es una metrópolis industrial con una población aproximada de diez millones de personas.

A las viejas sociedades confucianas, entre ellas el Japón democrático, les gusta perseguir metas colectivas que se pueden resumir en eslóganes que se difunden ampliamente en los países mediante campañas masivas: los más grandes y mejores Olímpicos; Dupliquemos nuestros ingresos; El mundo bajo un solo techo (el techo del Japón imperial en 1940); Objetivos altos, órdenes ciegas y actitud jactanciosa (El Gran Salto Adelante de China, 1959). Se supone que los intereses colectivos triunfan sobre los intereses individuales en la política confuciana, la cual hace énfasis en la armonía y aborrece el conflicto. Tal vez los tecnócratas que gobiernan China, y los poderosos burócratas de Japón, son un poco como los viejos funcionarios académicos que manejaban los gobiernos chinos en tiempos imperiales. Sin embargo, reafirmar los precedentes históricos no necesariamente es bueno.

La naturaleza de la experiencia de los tecnócratas cambia con las distintas épocas, sin duda. Los mandarines tradicionales tenían que aprenderse los textos confucianos clásicos de memoria.

Los tecnócratas educados en la época de la China maoísta, como Hu Jintao, o su predecesor, Jiang Zemin, son ingenieros. Son producto de la generación, muy influenciada por la Unión Soviética, que veía el progreso en términos de los enormes proyectos de construcción de represas. (Nehru afirmó que las represas eran “los templos de la India moderna”.) De igual manera, lo más probable es que los tecnócratas de hoy se hayan graduado de las escuelas de negocios norteamericanas o australianas.

Pero la tecnocracia tiene grandes fallas, así como tiene grandes ventajas. Los tecnócratas autoritarios no son muy buenos para atender emergencias. Cuando ocurrió el devastador terremoto que afectó la provincia de Sichuan en el año 2008, que mató a cerca de 70.000 personas y dejó sin techo a diez millones más, China fue muy elogiada por la velocidad y la solidaridad de su respuesta. Lo que no se ha difundido tanto es que un desproporcionado número de niños fueron víctimas del terremoto pues muchas escuelas se derrumbaron, a pesar de que las construcciones vecinas quedaron intactas. Los urbanizadores habían empleado materiales de muy mala calidad para la construcción de las escuelas y les habían pagado a los funcionarios encargados para que se hicieran los de la vista gorda. Tal vez no se pueda culpar a los tecnócratas de Beijing por eso y también es cierto que las historias que comenzaron a circular acerca de Nueva Orleáns después del huracán Katrina eran igual de edificantes.

Pero la verdad es que el gobierno central tampoco debe recibir muchos elogios. Gran parte de la ayuda que llegó primero provenía de ciudadanos chinos del común, que corrieron al lugar del terremoto y cuya labor, de hecho, fue obstaculizada al comienzo por los funcionarios gubernamentales. Por primera vez en la historia de la República Popular se vieron en Sichuan pequeños brotes de una sociedad civil y el primer impulso de la tecnocracia china fue aplastarlos, por miedo a que los ciudadanos obtuvieran demasiado control. Más tarde, cuando algunos ciudadanos individuales, ayudados por abogados, trataron de investigar las prácticas corruptas que habían producido esa catastrófica cantidad de niños muertos, las autoridades entorpecieron sus búsquedas y en algunos casos los enviaron a la cárcel.

Cuando me hicieron un recorrido por algunos de los pueblos que se vieron más afectados por el terremoto a comienzos de este año, vi a muchos refugiados todavía en carpas, y aunque Beijing había sido más o menos transformada para los Olímpicos, las áreas en ruinas de Sichuan todavía se veían como si acabaran de sufrir un bombardeo.

La otra cosa para la que son particularmente malos los gobiernos dirigidos por expertos empeñados en realizar grandes proyectos tiene que ver, de hecho, con la esencia de la política: solucionar los conflictos de intereses. La armonía, el ideal clave del confucianismo, considera que la sociedad perfecta es aquella donde esos conflictos no existen. Tal vez ahí es donde confluyen el marxismo chino y el confucianismo. Pero en realidad eso no es cierto para la China posterior a Mao, donde las libertades individuales han aumentado, sin que vayan de la mano con los beneficios de las libertades políticas. El Estado ya no va a decidir con quién se puede casar una persona, dónde puede vivir o qué clase de trabajo buscar. Pero cualquier esfuerzo para fomentar los objetivos colectivos de una manera organizada e independiente del Estado será cruelmente aplastado.

Esto lleva a lo que los marxistas anticuados llaman contradicciones. Porque en China los intereses sí entran en conflicto, al igual que sucede en cualquier otra sociedad compleja. Lo que resulta favorable para la élite de financistas de Shangái puede no ser favorable para los campesinos de Sichuan. Los intereses de los trabajadores de aquellas enormes industrias estatales del noreste, que a menudo son terriblemente ineficientes, no son los mismos de los empresarios altamente tecnificados de Guangzhou. Esos conflictos no se pueden enmascarar con campañas masivas y eslóganes del partido.

Para justificar su monopolio del poder, la tecnocracia china se apoya en dos cosas: la promesa de mantener el orden y el crecimiento económico constante y la reivindicación del patriotismo. Apoyar al gobierno es patriótico y las críticas son antipatrióticas o, si provienen de un extranjero, “anti-chinas”. Como el crecimiento económico, que beneficia a la clase media urbana, todavía se podrá mantener por algún tiempo, el gobierno no está a punto de colapsar. En Japón, una figura similar ayudó a mantener el Estado unipartidista de facto durante los últimos cincuenta años. Pero hay que observar lo que ocurrió cuando el crecimiento redujo su ritmo y ya no quedaron más objetivos patrióticos con los cuales obligar a la gente a obedecer. El Estado unipartidista se desmoronó. Sin embargo, fue un proceso pacífico, incluso ordenado, porque los japoneses fueron capaces de sacar a los pillos mediante el ejercicio del voto.

Los chinos no pueden hacer lo mismo. Sus pesados tecnócratas se perpetúan para siempre en el poder. Y ésa, al final, es la mayor falla del sistema. Los gobernantes no pueden ser castigados por los gobernados por su incompetencia. Errores garrafales quedan impunes. Los conflictos de intereses se agravan o terminan en violencia. Es posible que la tecnocracia china parezca estable y exitosa durante algún tiempo más, pero es poco probable que perdure si no se hace una reforma política básica. Algunos piensan que la nueva ola de tecnócratas, aquellos que fueron a Harvard o Yale, podrán llevarla a cabo. Nunca se sabe. Pero en la medida en que todavía no lo han hecho, yo seguiré apostándole a las democracias caóticas. 


El cumpleaños de China

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1. ¿Qué destacarías de lo planteado en el artículo por Ian Buruma?

2. ¿Cómo lograr entender a la luz del enfoque teórico marxista en cuanto la concentración de la riqueza y la propiedad privada, el sistema económico mixto que implantó el Partido Comunista en China?

3. ¿Por qué crees que los chinos de hoy, como lo plantea Buruma, los tecnócratas, ejecutivos y empresarios exitosos, prefieran no discutir sobre la epata oscura de la revolución cultural de Mao Tse Tung?


4. Si en la China se presentan casos de corrupción como ocurre en países occidentales y cuáles son las medidas y castigos que reciben por estos actos corruptos.


5. ¿Qué pasó en la Plaza de Tiananmen en 1989?


6. ¿Qué es la carta O8?


7. ¿Por qué fue condenado Liu Xiaobo a 11 años de
 cárcel en China?



Pregunta de Selección Múltiple con Única Respuesta

En China hay varios temas tabú en la historia reciente, como el que tiene que ver con la responsabilidad personal de Mao en la muerte de millones de chinos durante la Revolución Cultural, o lo ocurrido en la Plaza de Tiananmen, pues cuestionar sobre esto es implicar abiertamente al Partido Comunista, el cual hoy monopoliza el poder. Lo mismo sucede con expresiones y solicitudes de garantía de derechos civiles y políticos, como sucedió con el intelectual y activista en pro de los Derechos Humanos y las reformas en China, Liu Xiaobo, procesado y condenado a 11 años de cárcel por incitar a la subversión contra el poder del Estado. De lo anterior se puede inferir que

A. como Estado comunista actúa dentro de su ámbito conforme a su ideología
B. para que un país pueda lograr el desarrollo económico es necesario olvidar todo lo ocurrido en el pasado
C. el sistema dominante no garantiza los Derechos Humanos pero es tolerante con sus críticos y disidentes
D. la subversión contra el poder del Estado es un delito imperdonable, por lo tanto debe ser castigado ejemplarmente en cualquier país del mundo











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