viernes, marzo 25, 2016

Los hijos de las ranas


                                                                       
Héctor  Darío Gómez Ahumada

La teoría muisca dice que somos descendientes de las ranas

Los bogotanos provenimos de la rana, así como el resto de los mortales descienden del mono. Eso  creían nuestros ancestros muiscas, cuya lírica genealógica, atribuía el origen de la especie humana a las lagunas de donde ellos veían emerger las ranas que se escabullían saltando entre los juncos. La ciencia vino a confirmar después su observación intuitiva y alucinada: la vida se gestó en el agua.

Me dirijo hacia el humedal1 de La Conejera, ubicado en la localidad de Suba, en busca de la humedad ancestral. El paisaje que encontró don Gonzalo Jiménez de Quesada a su llegada a Bogotá estaba cundido de lagunas. Fray Pedro Simón, decano de los cronistas de Indias, consignó en sus memorias que el general Quesada entró a la sabana por el pueblo muisca de Suba un “domingo de Cuasimodo” del año del señor de 1538, donde fue recibido por los naturales con hospitalidad inusitada. Si nos atenemos al santoral católico, eso vendría a ser el segundo domingo de Pascua, es decir, finalizando el mes de marzo.

El fundador de la capital permaneció allí con sus huestes durante ocho días, tiempo suficiente para catequizar al cacique del lugar, quien, abrazó la fe del Dios trinitario de los invasores, ganando así el dudoso mérito de ser el primer converso del Nuevo Reino de Granada.

Vale mencionar que a su salida de Suba, don Gonzalo tuvo que salvar, entre otras, la laguna de Tibabuyes y la quebrada de Juan Amarillo, crecidas por las lluvias del invierno que se inicia en “la menguante de marzo”, de modo que el agua se convirtió en el último reducto de la resistencia de nuestros aborígenes al invasor. Por cuenta de la sustancia vital, los españoles se demoraron varias semanas en llegar hasta el centro fundacional de Bogotá, distancia de quince kilómetros.

Inicio mi romería hacia el humedal de La Conejera, en busca del origen. Siguiendo las instrucciones de un amigo baquiano. Una vez coronado el cerro de Suba, nos perdemos hacia el occidente,  seguimos al norte, luego al occidente y vuelta al norte… Hace falta una brújula.

- ¡Ya  llegamos al humedal! -         

El pueblo de Suba se extiende hacia el poniente por las laderas de los cerros, como una cobija cuadriculada puesta a secar al sol. Suba fue un resguardo indígena. Según afirma el historiador Roberto Velandia, el pueblo fue erigido como municipio de Cundinamarca en 1875, y sólo tuvo tal condición en 1954, cuando fue anexado al Distrito Especial de Bogotá; eso, hasta 1977, año en que fue designado Alcaldía Menor. Desde 1991 es conocido como la localidad número once de la capital. Pero este pueblo, cuyo nombre proviene, a juicio de los investigadores del lenguaje chibcha -los muiscas pertenecen a la gran familia lingüística chibcha-, de los vocablos “Sua” (sol) y “Sia” (agua), siempre ha tenido vocación acuática. No en vano brotó en sus ejidos el lago de Tibabuyes, donde nuestros ancestros realizaban abluciones sagradas con ofrendas doradas a la diosa del agua, Sia (o Sie). En la actualidad se lo conoce como el humedal de Juan Amarillo. Los niños que hoy habitan las orillas de la laguna (y que soportan su olor ofensivo), nunca se imaginarían que alguna vez hubo allí un espejo de agua cristalino y mágico.

Paraísos perdidos en las guías turísticas.

El humedal queda cerca del sitio donde me dejó el colectivo, cruzando la vía peatonal. Nadie espera encontrarse un bosque que nace de manera abrupta. Además del humedal de La Conejera, la ciudad aloja doce humedales más.
Son en total trece ecosistemas intermedios entre el ambiente acuático y el terrestre, donde aun se crían diferentes especies de plantas, pequeños mamíferos, aves, reptiles y anfibios; donde todavía circulan los sueños sin restricción de placa. Estos humedales han sobrevivido al crecimiento desordenado de la ciudad, y subsisten con precariedad gracias al esfuerzo, en muchos casos heroico, de la sociedad civil organizada que, como es el caso de la Fundación Humedal La Conejera, recuperó en beneficio de la vida silvestre cerca de 65 hectáreas, incluidas 35 del cuerpo de agua.

Los humedales de Bogotá, como otros tesoros ocultos de la ciudad, no aparecen en las guías turísticas, se encuentran en otra dimensión, lejos de las tiendas de marca, del esnob y del esmog.

Regresemos, entonces, al periplo por La Conejera en busca de los lazos atávicos que nos unen al agua, y que compartimos en común y pro indiviso con las ranas bogotanas. “Hyla labialis es el nombre científico de la rana sabanera”, me dice el guía del humedal, perteneciente a la fundación que lo administra. Es de color verde y relativamente grande -de 4 a 7 centímetros de longitud- Pero ya no se dejan ver, “estos animalitos son vulnerables a los más sutiles cambios climáticos”, sentencia el guía. Aún así no pierdo la esperanza de encontrar una rana en el humedal. Continúo el recorrido por la orilla del cuerpo de agua y me siento en un tronco a contemplar el paisaje.

-“¿Habéis adorado en las lagunas?” Tal es la pregunta del catecismo para la confesión de indios chibchas que, según refiere el padre Fray Pedro Simón, hacían los curas doctrineros a los aborígenes que se bañaban en las lagunas del altiplano, para obligarlos al arrepentimiento por sus ofrendas impías a la diosa Sia.

Nuestra relación con el agua está signada por el utilitarismo brutal. Los muiscas que adoraban a esta diosa, matriz de la vida, no podrían comprender nuestros actos hostiles en su contra: ante sus ojos seríamos pecadores, habríamos cometido las faltas imperdonables de envilecer, contaminar, embotellar, comprar y vender la sustancia vital.

En la mitad del lago cundido de vegetación flotante, se oye un ruido como de piedra que cae al agua rasgando el velo vegetal: es una tingua (garza) de pico verde que arremete contra los buchones.

Después de dos horas de peregrinación por La Conejera, “parece que los cría la naturaleza para castigo y tormento de los hombres” -al decir de Fray Pedro Simón-, inicio el regreso.

Basta contemplar con capacidad de asombro la quietud del humedal para entender que, al igual que los muiscas, somos gente de agua. Que el agua es la fuente de la vida, y como tal, debemos defenderla. Quizá sólo así podamos recuperar algo del paraíso extraviado.

http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/memorias-del-agua/los-hijos-de-las-ranas


Análisis y Comprensión Lectora

. Destaque lo que usted cree más importante de esta narración.
2°. Literatura- historia y naturaleza
3°. Proponga alguna explicación sobre la intención del autor al escribir este texto.



1. Un humedal es una zona de tierras, generalmente planas, allí la superficie se inunda permanente o intermitentemente, y al cubrirse regularmente de agua, el suelo se satura, quedando desprovisto de oxígeno y dando lugar a un ecosistema híbrido entre los puramente acuáticos y los terrestres. La categoría biológica de humedal comprende zonas geológicas diversas: ciénagasmarismas, pantanos, turberas, así como las zonas de costa marítima que presentan anegación periódica por el régimen de mareas (manglares).



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