Genealogía del fanatismo
E.M Ciorán
En sí misma,
toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella
sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el
tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha
consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por
instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de
nuestros intereses. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece
sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después
febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia
y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el
que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de
exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o
proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo.
Que pierda el
hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que
transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más
que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la
diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de
la Inquisición o la reforma.
Las épocas de
fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de
ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos.
En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos
del éxtasis... Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la
sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para
siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su
verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el
concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se
divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen
una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el
fiel y el cismático.
... De
ello resulta el fanatismo tara capital
que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror, lepra
lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta... No
escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no
proponen nada, porque verdaderos
bienhechores de la humanidad destruyen
los prejuicios y analizan el delirio.
Me
siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de
que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada.
En un
espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos
demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre
del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra
soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos;
quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un
ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un
fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida
irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican;
cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como
los templos; la administración, con sus reglamentos ‑metafísica para uso de
monos...‑ Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello
hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los
hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos
actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La
sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna
era un indiferente...
Me basta
escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía,
escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar a los
«otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él
un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de
gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto
que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones,
de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes
convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones,
ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra
desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos
de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los
fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan.
Sin doctrinas, no tienen más
que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que
el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de
una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería profundizar
en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción...
El fanático
es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por
ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más
peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores
se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza.
Lejos de
disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu
se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y
nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto
de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a
escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda
se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...
Fragmento tomado de: E. M.
Ciorán. Breviario de podredumbre.
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