Por María Teresa Ronderos
Cuatro madres perdieron a
sus hijos sin saber bien quién se los llevó. María Teresa Ronderos les siguió
la pista desde 2005, cuando publicó por primera vez su historia en la revista
argentina Surcos y aún los buscaban. Ahora, cuatro años más tarde, cuenta cómo
se han ido enterando del paradero de sus desaparecidos.
La familia de María Elena
Toro tenía una ladrillera en Frontino, ella relata cómo ha sido la búsqueda de
sus familiares desaparecidos y asesinados por paramilitares para apoderarse del
negocio familiar.
“¡Los queremos vivos, libres y en paz!,” gritan
María Elena Toro y las demás madres mientras caminan en círculos frente a la Iglesia
de la Candelaria en el bullicioso centro de Medellín, la segunda ciudad de
Colombia con más de dos millones de habitantes. Como todos los miércoles al
mediodía, protestan por sus hijos desaparecidos, de los miles y miles que hay
en Colombia, donde la sucesión de guerras civiles ha tornado a la gente
temerosa y a las víctimas invisibles.
“¡Basta ya de secuestros y desapariciones! ¡Ven,
haz algo, di algo, para que no te toque a ti!”, repiten las madres a coro. Con
sus camisetas blancas y sus consignas sentimentales, ellas se han hecho oír:
“¡Nos duele la maldad de los malos, pero más nos duele la indiferencia de los
buenos!”.
Las primeras madres que salieron
a marchar, hacia fines de 1998, fueron las de soldados y policías secuestrados por las
Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). Luego se les unieron algunas madres de desaparecidos secuestrados por los
paramilitares. Al principio, salían de noche vestidas de negro y caminaban
alrededor de un gran edificio del centro de Medellín. Al poco tiempo les sonó
la idea de seguir el ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo, y escogieron el
atrio de la Iglesia de la Candelaria, una joya arquitectónica -había sido
originalmente la catedral de la ciudad-, para hacer sus marchas. Entonces
salieron a pedir para que les devolvieran a sus secuestrados y a sus
desaparecidos, al igual que las madres argentinas, a mediodía, todos los
miércoles. Así, el 17 de marzo de 1999, nacieron las Madres de la Candelaria.
Son madres de víctimas de todos los actores armados
colombianos. De las guerrillas de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional. De los paramilitares, agrupados desde 1997 como Autodefensas Unidas de
Colombia (AUC), y de la Fuerza Pública. Para ellas no hay diferencias.
María Elena Toro descubrió a las Madres de la
Candelaria casi desde un principio. No ha fallado un solo miércoles en estos
ocho años. Ni tampoco su papá, Francisco Antonio Toro, hoy con 88 años, una
hija, un yerno y dos nietos desaparecidos.
-Me voy a Frontino a ver si el alcalde nos presta
la plata para pagar las deudas de la ladrillera -le dijo María Elena Toro a su
hijo el 21 de febrero de 1997.
La pequeña planta de fabricación de ladrillos era
el negocio de su familia. Había que salvarla como fuera.
-Me avisa cuando llegue, mamá -respondió cariñoso
Franklyn, su hijo menor de 22 años. Fue la última vez que se vieron. Franklyn
acababa de terminar el tercer año de ingeniería civil.
Ese día, María Elena no intuyó nada raro. Sentía
sólo el mismo miedo que se le había quedado puesto desde que empezaron a
suceder las tragedias. Subió al bus. Le esperaban cuatro horas de carretera
desde Medellín hacia el occidente para llegar a Frontino, aquel pueblo rudo de
mineros de oro, y luego otra media hora hasta la ladrillera. Cuando llegó allá,
ya les habían cortado la luz, pues debían 600 mil pesos. Sin electricidad, el
secado de los ladrillos se demoraba. El negocio peligraba.
Al otro día, Franklyn partió al rescate en moto,
con su amigo Guillermo y la plata para la cuenta de luz en el bolsillo. A las
cuatro de la tarde, cuando pusieron pie en Frontino, telefonearon a una tía
para avisarle que iban para la ladrillera. Nunca llegaron.
Mientras María Elena estuvo en la ladrillera, nadie
le contó de la desaparición de su hijo. Los hermanos de Franklyn temían la
reacción de su madre. “Creyeron que yo le metía candela a todo”, dice ella hoy.
Cuando regresó a Medellín, veinte días después, ya no pudieron ocultárselo más.
Su hijo Francisco, amoroso, le ofreció “un tintico” y, apenas ella se sentó a
tomarse el café, su hermana le soltó la noticia. Al recordarlo, a María Elena
se le quiebra la voz, a pesar de las muchas veces que lo ha contado. “Me fui
donde el sacerdote que siempre nos consoló”, me dice. “Me quedé unos días en
Medellín, porque me rogaron que no fuera por allá. Ya iban cinco desaparecidos
y nadie quería otro”.
Una de mis conversaciones con María Elena fue en el
departamento de sus papás, en el centro de Bello. Amplio, lleno de luz, con una
gran terraza. Su padre, Francisco, subió con nosotras los cuatro pisos de
escaleras sin detenerse, a pesar de que está medio ciego. La mamá, María
Mercedes, de 83 años, altiva, silenciosa, nos esperaba. Su marido la miró con
ternura y, con palabras de trovador, dijo: “Esta niña ha soportado esas
pesadillas. Debería haberse muerto, pero aquí está, haciendo el caldito”.
Alguien se ha ensañado con la familia Toro.
Mercedes, una hermana menor de María Elena, emprendedora y con gran olfato para
los negocios, había iniciado con su hija Claudia la construcción de este edificio
donde ahora habitan los viejos. También echó a andar el negocio de la
ladrillera, cerca de Frontino. Viajaba constantemente allá, a pesar de los
peligros en la carretera. Quiso desarrollar una producción artesanal de
cerámica, aprovechando las vetas blanquísimas de arcilla de los cerros de la
finca que habían comprado.
Quiso ver terminado su edificio,
blanco también. Quiso y no pudo. Desapareció con su marido cuando iba camino a
Medellín, el 26 de agosto de 1996, seis meses antes de la desaparición de Franklyn.
Los secuestradores le pidieron rescate a su hija Claudia. Cuando fue a pagarlo,
el 4 de septiembre, se la llevaron también a ella, con todo y el dinero.
Después de la desaparición de Mercedes, la familia Toro decidió seguir adelante con la ladrillera.
-Dijimos ¡adelante! y seguimos con el negocio -dice
Francisco.
-¿Quiénes se llevaron a Mercedes y a los otros? -le
pregunto.
-Eran las
autodefensas del pueblo, políticos, capataces. Tiraron al aire todo ese
esfuerzo… -responde. Y María Elena complementa:
-Después de que desapareció mi hijo Franklyn, yo le
pregunté a mi hermano Luis quién mandaba a los paras en el pueblo. Él me dijo
que un tal Conrado, al que apodaban “el Tuerto”.
-¿Y nunca pudo ubicar al Tuerto para preguntarle
por su hijo o su hermana? -le dije a María Elena.
-Una vez, en la carnicería, vi a un hombre
corpulento con mala cara. Yo me quité las gafas y me le quedé viendo -dice
María Elena mientras imita cómo hizo-. Cuando salía, me miró a los ojos y se
turbó. Bajó la cabeza y salió deprisa. El carnicero me dijo que ése era el
Tuerto. Yo ya lo sabía.
Otro domingo en que María Elena fue al pueblo, vio
pasar a los paras, que siempre salían en un Toyota pintado de negro a
brochazos. Detrás iba una camioneta con seis o siete muchachos. Uno iba
agarrado de la varilla trasera de la camioneta, de espaldas.
-Yo vi a mi Franklyn. Tenía su físico -exclama con
los ojos aguados-. Salí corriendo detrás del carro andando. Paró en una bodega
de materiales. El muchacho se dio vuelta. No era Franklyn. Yo sentí que me
dolía todo.
Desesperada, la madre entró a la bodega, miró de reojo al Tuerto y,
de nuevo, éste le evitó la mirada.
-¿Le cuento el milagro del Cura? -interrumpe don
Francisco, como queriendo romper la tensión. Se refería a un hermano de Maria
Elena, Luis, al que le decían “el Cura” porque de niño le gustaba jugar
disfrazado de sacerdote.
-Déle, papá -dice María Elena, con voz paciente.
-Voy a tratar de ser corto y preciso. Un atardecer,
entre las cinco y las seis, llegó un carro destartalado a la ladrillera. Traía
unos hombres, unos particulares que venían de civil, pero también tengo que
decir, porque así ocurrió, que venían unos soldados y policías. Nos llamaron al
Cura y a mí, que estábamos fuera del campamento. Al Cura lo encerraron en la
pieza con el capataz de esos hombres. Yo me quedé en mi silla. En mi
devocionario católico me encontré el Salmo 141 y me puse a rezar. Tenía miedo.
Mientras eso sucedía, sonó el teléfono. El capataz contestó: “¡A la orden!” Al
otro lado le preguntan: “¿El Cura está?” El hombre cambió de expresión y le
preguntó a mi hijo: “Oiga, ¿usted es cura?” “Sí”, contestó Luis, mirándolo a
los ojos, “yo soy el Cura.” Entonces el hombre salió y habló con los otros.
Cambiaron de actitud. Pensaron que el Cura era sacerdote. El capataz llamó por
celular y dijo: “No está el hombre que nos ordenaron buscar”. Se obró el
milagro del Salmo 141. Quedamos fresquitos. Ya había un Dios presente.
No ocurrieron tantos milagros en Frontino.
Campesinos, comerciantes, indígenas, líderes sindicales de la Frontino Gold
Company, fueron acribillados por esos meses, quizás los peores del municipio en
su historia reciente. Así quedó consignado en “Noche y Niebla”, un completo
banco de datos de víctimas elaborado por un centro de investigaciones de los
jesuitas.
Precisamente en 1997, el año en que María Elena se
mudó a la ladrillera, confluyeron en esa zona varios frentes de guerra. Las
FARC defendían su territorio de una ofensiva paramilitar que empezó a
disputarles el control. “Disputar el control”, en el conflicto colombiano,
quiere decir aterrorizar a la gente, forzarla a huir de sus tierras, a dejar
sus comercios. Quienes no cedan a la presión aparecen muertos o, directamente,
no aparecen. Justificaron los paramilitares esta macabra estrategia alegando
que así rompían los tejidos de la guerrilla con los pobladores, pero, por
debajo de la cuerda, se apropiaron convenientemente de tierras y negocios
ajenos.
Además, por esa región de Frontino vinieron a
parar, ese 1997, algunos hombres que habían sido miembros de otra guerrilla, el
Ejército Popular de Liberación, ya desmovilizada. Uno de ellos fue Conrado
Pérez, quien se volvió jefe paramilitar al mando de Frontino. Ése es el Tuerto
al que María Elena encaró, pero no se atrevió a preguntarle por sus
desaparecidos.
Tratando de salvar su negocio, María Elena fue a
hablar con el alcalde de Frontino, de apellido Oquendo, para que le prestara
los 600 mil pesos -unos 550 dólares de la época- para la empresa de
electricidad. Éste se negó y le dijo que, más bien, por qué no vendían sus
tierras. Ella se enojó y salió dando un portazo.
El 17 de septiembre unos tipos fueron a la
ladrillera en una camioneta y gritaron que los Toro tenían 24 horas para salir.
María Elena y el Cura empacaron a la carrera y abandonaron Frontino para
siempre. Al poco tiempo, le vendieron la ladrillera al alcalde por lo que éste
les quiso dar.
Pasaron casi diez años, hasta que María Elena Toro
pudo volver a mirar a los ojos a otro paramilitar, y tener la fuerza para preguntarle
qué había hecho con sus desaparecidos.
Nadie sabe exactamente cuántos desaparecidos hay en
Colombia. La organización que agrupa a sus familiares, Asfaddes, habla de 7.800
víctimas de este delito, aunque en realidad su dimensión puede ser aún más cruel.
Un estudio de la Fiscalía Nacional encontró que entre 1995 y 2006
desaparecieron 2.595 personas sólo en Antioquia, el departamento más poblado
del país y uno de los más golpeados por la violencia. Según el secretario de
gobierno de Antioquia, Jorge Mejía, hoy se ignora el paradero de 3.540 personas
en su departamento. La mayoría de los antioqueños no desapareció en el campo,
ni en los municipios remotos. En la propia Medellín, que en los noventa fue
cruento escenario de batallas entre narcotraficantes, paramilitares, milicianos
de las guerrillas y delincuencia común, se han registrado oficialmente 1.436
desaparecidos. Y hubo muchos más que nadie denunció.
Irene Valencia, otra madre de La Candelaria, fue
una de las que no se atrevieron a hablarle a la policía del secuestro de su
hijo. Le advirtieron que era peligroso. No es que ella fuera de temperamento
temeroso. Al contrario, la vida la había hecho recia. Abandonó la escuela en
quinto de primaria para vender bananos en la plaza de mercado. A los 16 años
tuvo su primer hijo, Carlos Mario, a los 19 su segundo, Oswar Alexis, y a los
24 tuvo a Sandra Milena.
Por allá en los ochenta, Moravia, el miserable
barrio de Medellín donde vivía, se incendió. El narcotraficante Pablo Escobar
construyó un barrio de unas 400 casas para los damnificados. En 1984, Irene se
mudó a una de esas casas con su familia. Allí crió a los hijos. Carlos se metió
a soldado profesional, y Oswar, que trabajaba en una empresa, se casó jovencito
y tenía sus chicos.
A fines de 1999, Irene recibió el primer golpe. Su
hijo Carlos vino a visitarla. Caminaba vestido de civil, a una cuadra de la
casa, cuando lo mataron. Según le dijeron después, lo asesinaron milicianos
porque era del Ejército. Irene no sabe de qué grupo. Otros del barrio sospechan
que eran del ELN.
El 28 de marzo de 2000, su hijo Oswar, que tenía 22
años, salió a jugar fútbol con amigos del barrio. Con Alberto Guisado, de 33
años, también padre de dos hijos y empleado de una empresa de aseo, hijo de
Aura. Y con Álvaro de Jesús Gómez, de 32, vendedor ambulante soltero, que
sostenía a su madre María Lilia. Eran amigos desde niños, pues se habían criado
en el Escobar. No regresaron.
Ya de noche, Irene salió a buscar a Oswar. Le
contaron que un señor en una camioneta blanca había venido y se había llevado a
los diez jóvenes que jugaban fútbol. Uno de ellos, César, volvió después al
barrio. Contó que se escapó y que ese Samuel que conducía la camioneta les dijo
que los llevaría a hacer un trabajo corto de dos meses con los paramilitares, y
que los llevaron hacia Caucasia, por el río Cauca, y luego hacia la selva.
Irene trató de hablar con César personalmente, pero no alcanzó. Lo mataron
antes.
El taxi en el que íbamos el fotógrafo Luis
Benavides y yo trepó uno de los cerros por donde ascienden, como en pesebre,
los barrios de Medellín. Se detuvo en una plazoleta de asfalto, a la entrada
del barrio Pablo Escobar. Detrás, la panorámica del imponente Valle de Aburrá
con las espigadas torres del centro de la ciudad, en medio de las montañas
tapizadas de casas de ladrillo. Allí nos esperaban Irene, María Lilia y Aura.
Nos guiaron por un sendero de piedra que conducía hasta la modesta casa de
Irene. En su pequeño y pulcro comedor, nos sentamos a conversar.
Lilia Alzate, de 69 años, una mujer alta que debió
ser bella de joven, parece envejecida prematuramente. Aura, de 65, más parca,
acuna un nieto en su regazo. Ella e Irene, que hoy tiene 49 años, han criado a
los nietos, hijos de sus desaparecidos. Al lado nuestro juega Mario Andrés, de
siete años, el hijo menor de Oswar.
-Era un bebé de días cuando se llevaron a su papá
-cuenta Irene-. Dice que se va a ir pal’ monte donde está su papá.
Cuando le pregunto por el año en que nació Oswar
Alexis, Irene saca de un sobre la cédula de Oswar, la libreta militar de
Carlos…
-Es lo único que me quedó de mis hijos -susurra, y su sonrisa ancha se apaga.
-Al otro día que se los llevaron, Álvaro me llamó
porque era mi cumpleaños y me dijo que estaba en Caucasia -cuenta Lilia-. Yo no
sospeché, porque él vendía su mercancía por los pueblos. Pero después no supe
más de él. Creo que me hubiera llamado otra vez si estuviera vivo.
-Yo me sueño con Oswar vivo -dice Irene-. No se me
pasa por la cabeza que esté muerto.
-Yo no creo que Alberto esté vivo -se lamenta
Aura-. Se hubiera comunicado conmigo. ¿Cómo se iba a desprender de los hijos,
que los quería tanto, y no volver a preguntar por ellos- . La región adonde se llevaron a sus hijos, a unos
240 kilómetros al norte de Medellín, fue otra zona de arremetida paramilitar.
En el 2000, cuando los secuestraron, comandaba esos territorios del Bajo Río
Cauca un grupo paramilitar llamado Bloque Mineros, al mando de Cuco Vanoy. Este
frente desalojó al ELN, que lucraba con la extorsión a los mineros que
explotaban los yacimientos de oro en el río.
Por unas amigas, Irene y María Lilia se enteraron
de que las Madres de la Candelaria les ayudarían a buscar a sus hijos. Se
fueron a la iglesia y se metieron en el movimiento. Irene trata de no faltar a
las marchas de los miércoles. Y si va Irene, va María Lilia. Aura, atormentada
por la artritis, casi nunca puede ir.
-Un día que no tenía para pagar el pasaje del bus,
me bajé caminando desde esta loma hasta la iglesia, en el centro -confiesa
Irene, como si se tratara de una travesura.
El esfuerzo ha valido la pena. Gracias a las madres, pudo al menos preguntarles, por fin, en persona, a los
paramilitares por su hijo Oswar.
En el atrio de La Candelaria no marchan todas las
madres juntas. En el frente se congrega el grupo de María Elena Toro y de la
otra fundadora del movimiento, Amparo Mejía, una morena exuberante y acelerada
de 34 años. Un amigo de infancia de amapro era uno de los soldados
secuestrados. En junio de 2001, el gobierno de Andrés Pastrana autorizó que
salieran de las cárceles 15 guerrilleros, a cambio de 42 policías y soldados
que tenían secuestrados, entre ellos el amigo de Amparo Mejía. No obstante,
ella ya no se pudo desprender de las madres que continuaron sus marchas.
A un costado de este grupo de madres fundadoras, separadas por una pancarta, está otro
grupo de madres que lidera Teresita Gaviria. Detrás de la división hay una
historia.
Las Madres habían crecido con el respaldo del
gobernador Guillermo Gaviria (luego secuestrado y asesinado por las FARC), y de
la organización no gubernamental Red de Iniciativas por la Paz (Redepaz), que
les dio espacio en su oficina. Teresita Gaviria, quien había participado en las
marchas de Redepaz de fines de los noventa, con su propia tragedia encima,
había llegado también a las Madres de la Candelaria. Su hijo Cristián Camilo,
de apenas 15 años, había sido secuestrado por paramilitares en 1998, cuando iba
rumbo a Bogotá de vacaciones.
Los liderazgos de Amparo y María Elena, por un
lado, y de Teresita, por el otro, se hicieron fuertes, y el movimiento se
rompió. Las madres originales se llamaron Movimiento Corporación Madres de la
Candelaria, Línea Fundadora, y en su presidencia se han alternado María Elena y
Amparo. Un tiempo después, las segundas fundaron la Asociación Caminos de
Esperanza, Madres de la Candelaria, bajo la conducción de Teresita. Unas 400
familias que buscan a sus desaparecidos se reparten por mitades entre los dos
grupos.
A pesar de lo polémico, el proceso de paz con los
paramilitares que inició el gobierno de Álvaro Uribe en 2002 despertó cierta
ilusión en las víctimas, especialmente en las familias de los desaparecidos.
Según la Ley de Justicia y Paz, que estableció las reglas de juego de la
desmovilización paramilitar, aquellos miembros de estas organizaciones
procesados por delitos de lesa humanidad que confiesen sus crímenes, que ayuden
a esclarecer la verdad para ubicar a los desaparecidos, y que entreguen sus
bienes para reparar a las víctimas, pueden beneficiarse con condenas de un
máximo de ocho años de prisión. De los 30 mil paramilitares que dejaron sus
armas y anunciaron su reincorporación a la vida civil, unos dos mil tienen
procesos con la justicia por delitos gravísimos. Entre ellos está el medio
centenar de temibles jefes paramilitares, hoy recluidos en la cárcel de Itagüí,
vecina a Medellín. Los demás quedaron en libertad.
Buscando rebaja de penas, muchos de los
desmovilizados han contribuido a informar sobre las fosas comunes donde pueden
estar enterrados los desparecidos. La justicia ya sabe dónde están unas 2.500
fosas clandestinas. Solamente en Antioquia ya se conoce la existencia de 131
fosas, y se han identificado 1.219 tumbas recientes de NN en casi todos los
municipios del departamento. Muchas de ellas pueden corresponder a hijos desaparecidos
de las Madres de la Candelaria.
La Ley, además, creó la Comisión Nacional de
Reparación y Conciliación, integrada por líderes sociales y académicos. Entre
sus tareas está reconstruir la verdad y velar por los derechos de las víctimas.
Envalentonadas por este proceso, miles de víctimas que no se habían atrevido a
hablar hasta ahora, están contando sus historias. En Medellín, sólo en los dos
días de febrero en que la Comisión habilitó un espacio, 1.600 víctimas que
nunca se habían acercado a la justicia vinieron a relatar lo sufrido.
De acuerdo a la ley, las organizaciones de víctimas
han presenciado las confesiones de los comandantes de las AUC ante la justicia.
El jefe paramilitar Salvatore Macuso ha comenzado su confesión ante la Fiscalía
de Medellín, y en cada sesión las Madres de Caminos de la Esperanza, junto con
muchas otras víctimas que van a las audiencias, se plantan para demandar la
verdad al frente del edificio de la Justicia, en una plazoleta que han
bautizado “De la Dignidad”.
Las Madres de la Línea Fundadora han buscado otra
manera de conseguir la verdad sobre sus desaparecidos, María Elena Toro se armó de valor y le envió una
carta pública a Don Berna, el jefe paramilitar que rigió el bajo mundo de Medellín hasta su desmovilización
en 2005. Le pidió que le dijera dónde estaban sus cinco desaparecidos de
Frontino.
A los pocos meses, la otra dirigente de la Línea
Fundadora, Amparo Mejía, fue a una reunión organizada por la Gobernación de
Antioquia, en su campaña para librar de minas antipersonales el territorio del
Departamento. Allí se encontró con Don Berna, entre otros jefes paramilitares y
guerrilleros. Cuando la vio, el jefe paramilitar la abordó:
-Necesito contestarle la carta que me envió María
Elena Toro -le dijo Don Berna, al reconocerla-. Venga a verme con ella y
conversamos.
-No nos vamos a reunir a solas con usted, después
dirán que somos de su base socia -le reviró Amparo-. Más bien le propongo que
hagamos un encuentro por la verdad con las Madres de la Candelaria, al estilo
de los de Sudáfrica.
Amparo conoció esa experiencia cuando hizo un curso
de Negociadora en No-Violencia, que le dictaron maestros de la Universidad de
Rhode Island, por un convenio con la Gobernación.
-Hagámosle
-dijo don Berna, como sorprendido por la audacia de su interlocutora.
Amparo consiguió el permiso de la dirección de
cárceles y el 23 de enero pasado entró con familiares de 40 desaparecidos a la
prisión de Itagüí. Ensayaron cómo se presentarían allí, y se repitieron una y
otra vez que no podían llorar ni mostrarse débiles. La misma María Elena Toro,
que tenía que preguntar por sus cinco desparecidos, no sabía cómo iba a
reaccionar en el encuentro. Por eso decidió entrar última y situarse lo más
lejos posible de los jefes paras.
Cuando las madres llegaron, les dijeron que en el patio principal las esperaban los jefes
paramilitares. Con las piernas temblando, Amparo les dijo a las madres:
-Llevan años esperando encontrar a estos tipos en
una carretera para que les digan dónde están sus hijos. Ahora que los tendrán
enfrente, no pueden echarse atrás.
Cuando las madres entraron, los toscos hombres de
las AUC se pusieron de pie. Uno de ellos, a nombre de todos, les pidió perdón
por el sufrimiento causado. Luego rezaron el Padrenuestro. El jefe paramilitar
Mancuso les preguntó:
-¿Dónde está la lista de sus desaparecidos?
-¿Acaso usted cree que venimos a mercar? -le
respondió Amparo Mejía, con su forma criolla de decir que sus desaparecidos no
eran una lista de compras-. Ésta es una reunión para construir una verdad
histórica. Y ustedes van a escuchar a cada madre preguntarles por sus hijos.
-Yo soy Francisco Antonio Toro -dijo el bello
viejo, padre de María Elena, que de tanto acompañarlas ya se ha convertido en
otra madre de la Candelaria más.
Una por una, las mamás les mostraron sus fotos y
pidieron por sus familiares. María Elena Toro fue la última en hablar. Se
acercó a Don Berna y firme, sosteniéndole la mirada, como jugando sus restos en
un póquer, le puso las fotos de sus familiares encima de la mesa:
-Ésta es mi familia -le dijo-. Necesito saber de
ella.
Sin responder, Don Berna metió las fotos en un
cuaderno y salió de la reunión. Los otros jefes paras también abandonaron el
patio. Todos, menos el Alemán, un hombre fornido y rubio que había aterrorizado
el noroccidente colombiano. Él se quedó a almorzar con los familiares de los
desaparecidos.
-Me alegra haberlo conocido -le dijo el Alemán a
Francisco Toro, mientras le extendía la mano.
El viejo Francisco le estrechó la mano y, en su modo
poético, expresó la ironía del momento:
-Mi muchacho, el león comiendo con el cordero.
-Gracias por lo de muchacho -dijo el Alemán,
intentando sonreír.
Irene Valencia y María Lilia Alzate, las madres de
los jóvenes secuestrados mientras jugaban fútbol en la cancha de su barrio, no
fueron a esa primera reunión. Pero sí a la segunda, porque les dijeron que a
ésa iría Ramón Isaza, otro jefe paramilitar, fundador de las primeras
autodefensas colombianas de los ochenta. A ellas les habían dicho que a sus hijos
se los habían llevado a territorios de Isaza, por Caucasia, al norte de
Antioquia. Cuando lo tuvieron enfrente le mostraron las fotos. No dijo mucho.
Otra mamá insistió en que le informara dónde podría estar el cuerpo de su
muchacho. Isaza respondió, brutal:
-A la gente que capturé y di de baja no la enterré.
Los tiré al río.
Irene no se dio por vencida.
-Usted con su mirada me dice que sabe de mi hijo.
Isaza se quedó observando la foto, como si
reconociera, y le dijo:
-No. No tenía hombres por Caucasia -la cortó en
seco-. Ésos eran terrenos de Cuco Vanoy.
Al rato se acercaron a Irene y a María Lilia dos
hombres -quizás del otro jefe para, Vanoy- que les preguntaron los nombres y
las cédulas de los hijos. Dijeron que iban a averiguar. Ese día Irene sintió
rabia.
-¡Sin saber qué pasó con ellos! -exclamó después,
descorazonada.
El proceso con los paramilitares ha sido tortuoso. Muchos nuevos paramilitares han empezado a delinquir,
y no se sabe hasta qué punto los jefes presos en Itagüí están comprometidos con
estos nuevos grupos. Quienes se animan a hablar, a exigir verdades, a
preguntar, no están libres de riesgo.
Las madres no han podido regresar a la cárcel. El
gobierno les prohibió la entrada, por seguridad, después del asesinato de
Yolanda Izquierdo, una líder social vinculada a las madres que luchaba para que
los paramilitares devolvieran las tierras que les habían arrebatado a los
campesinos de Córdoba, un departamento en el Caribe colombiano.
Ahora sólo les queda a las Madres de la Candelaria
seguir marchando todos los miércoles. Mostrar sus pancartas, con la esperanza
de que alguien les dé información. Quizás sus hijos sigan vivos, como aún
espera Irene. Quizás algún día, por lo menos, les puedan dar cristiana
sepultura. Pero no guardarán sus fotos ni sus pancartas mientras no aparezcan.
Ellas saben, como dijo el poeta antioqueño Manuel Mejía Vallejo, que “uno se
muere cuando lo olvidan”.
La familia Toro siguió buscando a sus muertos.
Insistió, fue a las audiencias del proceso de justicia y paz, donde los
paramilitares desmovilizados debían contar la verdad de sus atrocidades, a ver
si alguno les daba pistas de su paradero.
Esta historia fue publicada originariamente en la revista Surcos
Epílogo
de 2009: Cómo supieron estas madres de lo que fue de sus hijos…
Al parecer fue ‘Don Berna’, quien después de averiguar con sus hombres, dijo
que quizás estaban enterrados en una finca a más de 100 kilómetros de dónde los
habían desaparecido. El 3 de agosto de 2007 encontraron los cuerpos de Mercedes
Toro, la hermana de María Elena y de ‘El Cura’, la hija de don Francisco.
También el de su hija Claudia Orrego. Un mes después, el 13 de septiembre,
encontraron, como a cinco metros, al del esposo de Mercedes y padrastro de
Claudia. Quedó comprobado que alguien conspiró contra esa familia. ¿Si no, cómo
se explica que habiendo desaparecido con años de diferencia aparecieran
enterrados en un mismo lugar?
Jacqueline, la hija de Mercedes, la hermana de
Claudia fue a la exhumación. “A mi mamá la reconocí por los tenis que llevaba
puestos porque eran míos y por la marquilla de su camisa, pero sobre todo
porque le encontraron un cuarzo en los interiores y ella pegaba cuarzos por
todos lados para la buena suerte”. En su casa larga de baldosas grandes,
Jaqueline especula que quizás llevaba la piedra en el bolso y cuando la
secuestraron se la guardó.
En el caso de Mercedes, la Fiscalía se movió rápido
y al poco tiempo las pruebas de ADN confirmaron lo que Jaqueline ya sabía, que
era su mamá. Para confirmar que el otro cuerpo hallado era el de su hermana, el
trámite fue más lento y engorroso. El número de desaparecidos que fueron
apareciendo por las confesiones de los paramilitares sobrepasó las cuentas más
optimistas (si a eso se le puede llamar optimismo). Más de 1752 cadáveres
encontrados en dos años y medio desde que comenzaron las exhumaciones en marzo
de 2006. No había suficiente personal idóneo, ni equipos, ni protocolos para
verificar la identidad de las personas por la prueba irrefutable del ADN.
Cuando hablé con Jaqueline en su casa, nadie le
daba respuesta de los huesos de su hermana. Primero que se habían refundido,
luego que no había reactivo, y después, que identificación estaba complicada
porque los cuerpos estaban muy deteriorados. Después me llamó a darme la buena
noticia: confirmado, era su hermana.
¿Por qué los desaparecieron? Nadie sabe aún a
ciencia cierta. Conrado ‘El Tuerto’ no sobrevivió el odio que sembró en
Frontino. En un descuido, la guerrilla lo capturó y lo asesinó. Dicen que lo
echaron en una paila de melaza hirviendo. Decían que eran porque Juan Carlos,
el esposo de Mercedes había sido de las guerrillas del EPL. Es una excusa
pobre. Quienes persiguieron a la familia querían la mina con sus ricas calizas.
La única pista que tienen es que los cadáveres aparecieron en la finca ‘La
Gavina’ de Guillermo Gaviria, el propietario del segundo periódico de Medellín
y el papá de dos ex gobernadores, unos de los cuales murió en cautiverio,
secuestrado por las Farc. Él dijo a los medios que nada sabía del caso. No
contó que sí conocía a los Toro pues eran del mismo pueblo, ni tampoco que
alguna vez le ofreció a Mercedes, con vehemencia, hacerse socio de la mina. Por
ahora el fiscal que investiga trasladó el caso a la fiscalía local. Es probable
que allí muera.
Al hijo de María Elena Toro y a su amigo, aún no lo
encuentran. Por indicaciones de ‘Don Berna’ que dio en una audiencia de
confesión el 20 de febrero de 2008, se hizo una exhumación de un cadáver que se
sospechaba podrían ser de Franklin en la finca Lago grande del ex senador César
Pérez, vecina de La Gavina. El 6 de marzo se hizo una y poco después se hizo
otra cerca. Y después de otros tres. María Elena no reconoció a ninguno, pero
aun así espera las pruebas de ADN. ‘Don Berna’ ya no va a dar más pistas. El 13
de mayo de 2008 fue extraditado a Estados Unidos con cargos de narcotráfico, y
su colaboración con la justicia y la verdad será ya mucho más difícil.
En su casa larga Jaqueline llora a mares. Tiene dos
hijas pequeñas y mucho miedo. Intentó recuperar unos lotes que le dejó su mamá,
pero un paramilitar los tiene y ya la amenazó. La última vez que hablé con ella
estaba intentando que le dieran refugio en Canadá.
Cuando
esta historia fue publicada en Surcos, yo le llevé una copia a la fiscal que
llevaba el caso de Cuco Vanoy, el paramilitar que Irene, María Lilia y Aura
creían que había desaparecido a sus hijos. Ella no conocía su historia y se
interesó mucho. En la siguiente oportunidad que tuvo, durante una audiencia de
confesión de Vanoy, le preguntó. Él dijo no saber nada, pero que averiguaría
con sus hombres, pero a la siguiente audiencia insistió en que nada tenía que
ver.
Después supe por la fiscal y por otro temible
paramilitar a quién entrevisté en la cárcel, apodado ‘HH’ que en un receso de esa segunda audiencia, Vanoy se vio
con él y le comentó de estas madres que insistían en que sus hombres se habían
llevado a sus hijos de una cancha de fútbol del barrio Pablo Escobar de
Medellín.
“Le dije a Vanoy, que ese había sido yo”, me dijo
HH. Explicó que fue una orden del propio jefe de las
Auc, Carlos Castaño. Que esos jóvenes estaban secuestrando gente en
Medellín sin darle tajada a las Auc, y eso no era tolerable para el máximo jefe
paramilitar. El mismo Castaño los mandó a recoger- como se dice en la jerga del
hampa- y después de asesinarlos echaron al río Cauca, para no dejar rastro de
ellos.
Las madres no pueden constatar la historia de HH,
ni siquiera para reivindicar a sus hijos, que según ellas, no eran delincuentes. Pero esta es la única versión que
tienen para saber por fin qué les pasó a sus muchachos.
Esta historia fue publicada originariamente en
la revista Surcos
https://surcos.wordpress.com/2007/07/31/uno-se-muere-cuando-lo-olvidan/
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