viernes, marzo 25, 2016

Fascismo y Estado totalitario


En 1925, Mussolini y Giovanni Gentile, filósofo, académico e importante teórico  del fascismo, empezaron a usar el término totalitario para aludir a la estructura y objetivos del nuevo Estado. A la unidad orgánica de la sociedad italiana, la actividad económica y el gobierno, debía lograr la representación total de la nación, pero también ejercería la orientación total de los objetivos nacionales.

Analistas del gobierno totalitario reconocen hoy día que la Italia fascista nunca llegó a ser totalitaria. En la década siguiente al establecimiento del sistema de Mussolini, la dictadura leninista en la Unión Soviética se vio transformada implacablemente por Stalin en un sistema completo de socialismo de estado con un control dictatorial de facto casi total de la economía y de todas las instituciones oficiales. Años después, la dinámica ambición de poder del régimen de Hitler en Alemania, con su eficacia policíaca, su poderío militarista, su sistema de campos de concentración y, con el tiempo, sus políticas de exterminio en los territorios conquistados, pareció crear un equivalente nacionalsocialista no comunista del sistema estalinista de control. Estos dos han aportado los modelos dominantes de lo que los analistas políticos, tendían a calificar como totalitarismo. La Italia de Mussolini se parecía muy poco a estos dos.

Es importante comprender, lo que se implicaba verdaderamente con el concepto de Estado Totalitario utilizado por Mussolini, Gentile y Rocco. Esta terminología se derivaba en parte de la teoría del “Estado ético” elaborada por Gentile, y también por el ideólogo nacional sindicalista Panunzio.

Ninguno de estos teóricos propuso el pleno control estatal de todas las instituciones italianas en la práctica. Rocco (ministro de Justicia), sí que habló de la autoridad suprema del nuevo estado sobre otras instituciones, pero parecía aludir sobre todo a esferas conflictivas, y no a una estructura burocrática práctica para aplicar la intervención gubernamental a todas las vías de la vida italiana a escala cotidiana. En la práctica, el “totalitarismo” del Partido Fascista se refería a la autoridad preeminente del Estado en las esferas conflictivas, y no a un control institucional total y cotidiano, y en la mayoría de los casos ni siquiera a algo aproximado a eso. Sin embargo, aunque no cabe mucha duda de que éste era el carácter verdadero del estado mussoliniano, también es cierto que la teoría “totalitaria” del estado preeminente y sus exigencias “éticas” brindaban efectivamente un concepto de un poder estatal más general y que podía ampliarse enormemente en la práctica.

Siempre persistió la posibilidad hipotética - que preocupaba por igual a los izquierdistas y los conservadores- de que la dictadura de Mussolini pudiera, con el tiempo, hacerse más radical y más expansiva.

En la práctica, cabría calificarla de dictadura primordialmente política que dominaba un sistema institucional pluralista o semipluralista. Víctor Manuel III, y no el Duce, siguió siendo el jefe constitucional del Estado. El mismo PNF se había convertido casi concretamente en una burocracia, sometida al propio Estado. Aunque los intereses de los trabajadores estaban eficazmente regimentados, la gran empresa, la industria y las finanzas, mantuvieron una gran autonomía, sobre todo en los primeros años. Las fuerzas armadas gozaron de una autonomía por lo menos igual, y en gran parte, aunque no del todo, se las dejó que hicieran lo que quisieran. Se situó a la milicia del Partido Fascista bajo el control general del ejército, aunque a su vez gozó de una existencia semi-autónoma cuando pasó a ser parte de las instituciones militares regulares.

El sistema judicial premussoliniano quedó en gran parte intacto, y además con una autonomía parcial. La policía siguió estando dirigida por funcionarios del estado, y no se hicieron con ella los jefes del partido, como en la Alemania nazi, ni se creó una importante élite policíaca, como ocurrió en Alemania y en la Rusia Soviética. Aunque en 1932, se formó una nueva policía política (la OVRA), en la Italia de Mussolini los presos políticos se contaban por centenares -nunca llegaron a ser más de unos miles-, y no por decenas ni centenares de miles, como en la Alemania nazi, o por millones, como en la Rusia de Stalin. El Tratado de Letrán de 1929 estableció un modus vivendi con la Iglesia Católica que siguió vigente pese a los conflictos entre la Iglesia y el Estado de los primeros del decenio de 1930. Nunca se trató de imponer a la Iglesia la sumisión total al régimen, como en Alemania, ni mucho menos el control casi total que ha solido darse en Rusia. Dentro de lo que han sido las dictaduras del siglo XX, el régimen de Mussolini no fue sanguinario ni particularmente represivo.

El fascismo llegó al poder en virtud de una especia de transacción tácita con las instituciones establecidas, y Mussolini nunca llegó a escapar del todo a las limitaciones de aquella transacción. El “totalitarismo” se quedó en  amenaza posible para el futuro, en todo el régimen fascista fue una mera palabra.

Si el régimen de Mussolini logró alcanzar importancia histórica a cierto nivel, fue por ser el primer régimen autoritario efectivamente institucionalizado no marxista que alcanzó suficiente coherencia estructural, cualesquiera fuesen sus limitaciones, para durar toda una generación a algo más. En la década de 1930, se había convertido en una especie de modelo de un nuevo tipo de dictadura sincrética, semipluralista, basada, teóricamente, en un partido estatal único, el primero de más de una veintena de regímenes de ese tipo que se establecieron sobre una base segura.
Para el momento en que llegó la Depresión de 1929, el régimen estaba firmemente establecido y hasta cierto punto había logrado incluso codificar una ideología fascista formal. Pero persistía un malestar subyacente, y sobre todo los fascistas jóvenes lamentaban las limitaciones de la “revolución fascista” y el que no se hubiera logrado una nueva cultura fascista.

Estas quejas persistentes se debían al contraste entre las doctrinas oficiales de vitalismo, jefatura de la élite y corporativismo orgánico oficial y a la no realización por el régimen de una transformación a fondo de la vida italiana ni de nada parecido a una revolución total de las instituciones.

El dilema era igual de grave para el propio Mussolini, dado que éste carecía tanto de una política clara como de la autoconfianza política necesaria para hacer nada parecido a una “revolución fascista”. El debilitamiento del partido en Italia fue consecuencia directa de su propia política. Entre 1929 y 1933, Mussolini cesó a la mayor parte de sus ministros más capaces y a algunos de los mejores administradores del Partido Fascista.

El segundo factor nuevo, fue la perturbación del equilibrio del poder en Europa por la aparición del régimen de Hitler en Alemania. Pese al aplauso inicial de Mussolini a la victoria del “fascismo alemán”, llegó a advertirse que el régimen nacional socialista era un nuevo rival, peligroso y quizá fatal, para la política de la Europa nacionalista/imperialista. En los primeros años del gobierno de Hitler, las relaciones se enfriaron considerablemente, y a mediados de 1934, con el asesinato por los nazis del Primer Ministro de Austria y la aparente amenaza de expansión alemana hacia el sur, se llegó a un punto de gran tensión y de intercambio de insultos. Parece que los fascistas pasaron al ataque con especial frecuencia y vigor.

Se formularon denuncias diversas y simultáneas del Nacionalsocialismo por racista, militarista, imperialista, pagano, implacablemente autoritario, anticristiano, antieuropeo y opuesto al espíritu individual y a la cultura occidental. Entre los epítetos utilizados por los liberales occidentales contra los nazis, hubo pocos que no les aplicaran también los fascistas, quienes acuñaron, además, insultos especiales propios, pues por ejemplo denunciaron a los nazis como “movimiento político de pederastas”. Por el contrario, los fascistas distinguían su sistema y su doctrina de los planteamientos de los nazis al señalar su carencia de racismo y de antisemitismo, su (supuesta) reconciliación de lo individual y lo colectivo, su relación intima con la cultura europea, y su simbiosis con el catolicismo.      

El fascismo. Payne, Stanley G. Alianza Editorial, 2001.


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