Rimbaud, ladrón de fuego
Sami Nair. Revista El Correo de la UNESCO
La búsqueda rimbaldiana, esa "ópera
fabulosa", radicaliza y transforma a la vez la gran angustia modernista que nació con Baudelaire.
Rimbaud y Baudelaire aparecen como los representantes
más ilustres de la modernidad pero también como sus críticos más acerbos.
Gracias a un afán sistemático de superación de sí mismos, uno y otro
experimentan la sensación de la novedad fundamental del tiempo, de su
aceleración infinita y de las heridas que provoca, y con el éxito resonante de
su testimonio, muestran también la ambigüedad de éste.
¿Qué tienen en común? Ambos sintieron -sólo el poeta puede llegar al fondo de esta
evidencia y expresarla en su fugacidad- que la era moderna desplazaba
masivamente los límites de lo sagrado. Baudelaire: lo que lamenta es la pérdida del aura -esa especie de espiritualidad que nimbaba seres y objetos- bajo
el peso de la cosificación de las relaciones humanas, de su deshumanización,
del cálculo y de la horripilante metafísica de lo positivo.
El talón de acero posado en el frágil cuerpo
de los hombres. Rimbaud: joven aun,
sueña con escapar del tedio - el anonimato y el tedio de esta edad ya
cuantificada-. Huir de Charleville a París, de París hacia el Oriente, del
Oriente hacia la Nada. Cuando recién inicia su búsqueda, incita a la rebelión
en nombre del arte y define la creación como una profanación de todo lo que la
edad moderna considera sagrado. "Hay que ser absolutamente moderno", escribe en Una temporada en el infierno.
¡Absolutamente moderno! ¿Qué quiere decir? No
solamente -es el poeta el que lanza este grito, no lo olvidemos- desacralizar
los saberes, los poderes, las creencias. Sino también y sobre todo la vida:
Ya
he visto lo suficiente. La visión se ha encontrado por todos los aires.
Ya
he poseído lo suficiente. Rumores de ciudades (...)
Ya
he conocido lo suficiente. Las paradas de la vida. (...)
("Partida",
Iluminaciones)
He ahí de manifiesto el problema de la
modernidad: la comodidad la
paraliza. En
Rimbaud -se nos recuerda con
demasiada frecuencia como si sus arrebatos juveniles no hubieran sido más que
una forma de inconsecuencia- se expresa terriblemente ese maléfico genio del
tiempo. Pero su fuga, su renuncia al arte ¿no fueron acaso una escapatoria
demasiado humana ante el abismo que su visión acababa de abrir?
Pues,
adolescente aun, pero ya "rechazando cualquier fuerza moral", había
captado con una lucidez desconcertante la revolución poética que llevaba en sí.
En su célebre carta a Paul Demeny, de mayo de
1871, en la que reitera ideas expresadas al mismo tiempo a Georges Izambard,
escribe:
Digo
que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por medio de
un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos, todas las formas
de amor, de sufrimiento, de locura (...). Inefable tortura (...), por la que se
convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, -¡y
el supremo Sabio!- ¡Porque alcanza lo desconocido! (...) y, aunque,
enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de
haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables
(...).
Desarreglo de los sentidos -Rimbaud no evoca ni la decadencia del comportamiento, ni la
degeneración de los valores; quiere más:
romper las normas y las convenciones para captar lo desconocido. Tener acceso a
lo desconocido es convertirse en Sabio, descubrir la dualidad del Ser,
principio del Bien y del Mal. De su feliz e infinita mezcla. Este paso del otro
lado de lo existente, reverso de la modernidad satisfecha de sí misma, se hace
a costa de una verdadera experiencia catártica en la que reinan locura y
enfermedad, profanación y maldición. El poeta ve lo inaudito de la imaginación
común: "Si, escribe Rimbaud, lo que
trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es
informe." Es el lado "ladrón de fuego" del poeta y a la vez
artesano de una nueva "lengua". El arte debe transformar y superar el
límite de lo sabido, de lo conocido, de lo visto -del haber y del poder. "Si el poeta, añade Rimbaud, definiera
qué cantidad de lo desconocido se despierta, en su época, en el alma universal
(...)"
El poeta está, por ende, del otro lado del Tiempo. No está dentro de éste, se
ha adelantado al Tiempo. Ser absolutamente moderno es eso: ver el tiempo del mundo desde adelante.
Los poetas son ciudadanos de este tiempo
nuevo; lo habitan en lo más profundo de sí mismos pues son portadores de fuego -el
fuego que consume lo que es. No para aniquilar, sino para llegar a ese "no demasiado descontento ciudadano de
una metrópoli considerada moderna, porque todo gusto conocido se ha evitado
(...)" ("Ciudad", Iluminaciones).
La verdad es que si Baudelaire parte de la
angustiare sus contemporáneos para encerrarse mejor en ella, Rimbaud ataca el
hartazgo que rezuma la sociedad por todos los poros. Quiere la "filosofía feroz" que clama "que reviente el mundo que sigue".
¿Qué tiene de extraño que los surrealistas lo hayan considerado un hermano? ¿Y
si la modernidad fuera también eso -la revolución de lo moderno? El rechazo de
lo existente. ¿Si ser moderno es convertir el No, como el Dolor entre los
estoicos, en una virtud? Proyectarse hacia lo desconocido, lanzarse por fin del
otro lado del precipicio:
Soy un
inventor con méritos muy distintos de los de todos aquellos que me precedieron
(...) estoy consagrado a una zozobra nueva, lo que espero es convertirme en un
loco muy malo. ("Vidas", Iluminaciones).
Esto suena pretencioso. ¿Pero qué esperar del
poeta? ¿Qué recite para glorificar la letanía de su mediocridad? ¿Que aparte su
mirada del presente hacia el pasado? Es la tesis de Heidegger: el poeta, descubridor del ser, y por
ende del Origen mismo, interroga desde lo más profundo de la lengua. Por eso su
mirada está arraigada en el pasado.
Esto es probablemente cierto en el caso de
los poetas románticos alemanes, como Hölderlin. Y quizás incluso tratándose de
los románticos franceses del siglo XIX, que hacían del regreso al origen -el
viaje de Oriente- una vía iniciá- tica para la conquista de lo Verdadero y de
lo Bello. Pero no ocurre lo mismo con Rimbaud. Su modernidad revolucionaria
está enteramente volcada hacia el futuro:
rechaza el romanticismo en nombre de un libertarismo radicalmente
individualista. Esta modernidad rimbaldiana, más que un asentimiento frente a
la vía abierta por la ciencia y las técnicas, es sobre todo una calidad de
alma, un estado de subjetividad, una espiritualidad, Stimmung, dicen los
alemanes. Aún más: apertura hacia lo diferente, lo otro. El "paso ganado" sobre lo
sagrado, el soplo del genio acogido: "Sepamos
(...) darle una voz y verlo, (...) seguir sus visiones, sus alientos, su
cuerpo, su día." ("Genio", Iluminaciones).
Esta experiencia de la Acogida, tal vez
seamos incapaces de realizarla; tal vez seamos demasiado prudentes para
comprender el fuego del poeta. El artista, por su parte, en sus momentos de
felicidad, es decir en esos instantes de goce absoluto que acompañan la
creación verdadera, se abre a esta Acogida de lo Desconocido y nos la transmite
como ofrenda. El rostro juvenil de Rimbaud es emblemático de esta experiencia.
Y por eso es inolvidable y descaradamente bello.
Sami Nair.
Filósofo
francés, profesor de ciencias políticas en la U. de Lausana (Suiza). Ha
publicado varias obras, entre las que cabe mencionar Le regard des vainqueurs
(La mirada de los vencedores, 1 992) y Le différend méditerranéen (El litigio
mediterráneo, 1992).
http://unesdoc.unesco.org/images/0018/001840/184071so.pdf#94906
Revista
El Correo de la UNESCO. Número Doble
Julio - Agosto 1993. Págs. 68 - 70. Año XLVI Revista mensual
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