jueves, marzo 24, 2016

Rimbaud, ladrón de fuego

Sami Nair.   Revista El Correo de la UNESCO

La búsqueda rimbaldiana, esa "ópera fabulosa", radicaliza y transforma a la vez la gran angustia modernista que nació con Baudelaire.

Rimbaud y Baudelaire aparecen como los representantes más ilustres de la modernidad pero también como sus críticos más acerbos. Gracias a un afán sistemático de superación de sí mismos, uno y otro experimentan la sensación de la novedad fundamental del tiempo, de su aceleración infinita y de las heridas que provoca, y con el éxito resonante de su testimonio, muestran también la ambigüedad de éste.

¿Qué tienen en común? Ambos sintieron  -sólo el poeta puede llegar al fondo de esta evidencia y expresarla en su fugacidad- que la era moderna desplazaba masivamente los límites de lo sagrado. Baudelaire: lo que lamenta es la pérdida del aura -esa especie de espiritualidad que nimbaba seres y objetos- bajo el peso de la cosificación de las relaciones humanas, de su deshumanización, del cálculo y de la horripilante metafísica de lo positivo.
El talón de acero posado en el frágil cuerpo de los hombres. Rimbaud: joven aun, sueña con escapar del tedio - el anonimato y el tedio de esta edad ya cuantificada-. Huir de Charleville a París, de París hacia el Oriente, del Oriente hacia la Nada. Cuando recién inicia su búsqueda, incita a la rebelión en nombre del arte y define la creación como una profanación de todo lo que la edad moderna considera sagrado. "Hay que ser absolutamente moderno", escribe en Una temporada en el infierno.

¡Absolutamente moderno! ¿Qué quiere decir? No solamente -es el poeta el que lanza este grito, no lo olvidemos- desacralizar los saberes, los poderes, las creencias. Sino también y sobre todo la vida:

          Ya he visto lo suficiente. La visión se ha encontrado por todos los aires.
          Ya he poseído lo suficiente. Rumores de ciudades (...)
          Ya he conocido lo suficiente. Las paradas de la vida. (...)

                                                                                    ("Partida", Iluminaciones)

He ahí de manifiesto el problema de la modernidad: la comodidad la paraliza. En Rimbaud -se nos recuerda con demasiada frecuencia como si sus arrebatos juveniles no hubieran sido más que una forma de inconsecuencia- se expresa terriblemente ese maléfico genio del tiempo. Pero su fuga, su renuncia al arte ¿no fueron acaso una escapatoria demasiado humana ante el abismo que su visión acababa de abrir?
          Pues, adolescente aun, pero ya "rechazando cualquier fuerza moral", había captado con una lucidez desconcertante la revolución poética que llevaba en sí.

En su célebre carta a Paul Demeny, de mayo de 1871, en la que reitera ideas expresadas al mismo tiempo a Georges Izambard, escribe:

Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos, todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura (...). Inefable tortura (...), por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, -¡y el supremo Sabio!- ¡Porque alcanza lo desconocido! (...) y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables (...).

Desarreglo de los sentidos -Rimbaud no evoca ni la decadencia del comportamiento, ni la degeneración de los valores; quiere más: romper las normas y las convenciones para captar lo desconocido. Tener acceso a lo desconocido es convertirse en Sabio, descubrir la dualidad del Ser, principio del Bien y del Mal. De su feliz e infinita mezcla. Este paso del otro lado de lo existente, reverso de la modernidad satisfecha de sí misma, se hace a costa de una verdadera experiencia catártica en la que reinan locura y enfermedad, profanación y maldición. El poeta ve lo inaudito de la imaginación común: "Si, escribe Rimbaud, lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es informe." Es el lado "ladrón de fuego" del poeta y a la vez artesano de una nueva "lengua". El arte debe transformar y superar el límite de lo sabido, de lo conocido, de lo visto -del haber y del poder. "Si el poeta, añade Rimbaud, definiera qué cantidad de lo desconocido se despierta, en su época, en el alma universal (...)" El poeta está, por ende, del otro lado del Tiempo. No está dentro de éste, se ha adelantado al Tiempo. Ser absolutamente moderno es eso: ver el tiempo del mundo desde adelante.

Los poetas son ciudadanos de este tiempo nuevo; lo habitan en lo más profundo de sí mismos pues son portadores de fuego -el fuego que consume lo que es. No para aniquilar, sino para llegar a ese "no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli considerada moderna, porque todo gusto conocido se ha evitado (...)" ("Ciudad", Iluminaciones).

La verdad es que si Baudelaire parte de la angustiare sus contemporáneos para encerrarse mejor en ella, Rimbaud ataca el hartazgo que rezuma la sociedad por todos los poros. Quiere la "filosofía feroz" que clama "que reviente el mundo que sigue". ¿Qué tiene de extraño que los surrealistas lo hayan considerado un hermano? ¿Y si la modernidad fuera también eso -la revolución de lo moderno? El rechazo de lo existente. ¿Si ser moderno es convertir el No, como el Dolor entre los estoicos, en una virtud? Proyectarse hacia lo desconocido, lanzarse por fin del otro lado del precipicio:
Soy un inventor con méritos muy distintos de los de todos aquellos que me precedieron (...) estoy consagrado a una zozobra nueva, lo que espero es convertirme en un loco muy malo. ("Vidas", Iluminaciones).

Esto suena pretencioso. ¿Pero qué esperar del poeta? ¿Qué recite para glorificar la letanía de su mediocridad? ¿Que aparte su mirada del presente hacia el pasado? Es la tesis de Heidegger: el poeta, descubridor del ser, y por ende del Origen mismo, interroga desde lo más profundo de la lengua. Por eso su mirada está arraigada en el pasado.

Esto es probablemente cierto en el caso de los poetas románticos alemanes, como Hölderlin. Y quizás incluso tratándose de los románticos franceses del siglo XIX, que hacían del regreso al origen -el viaje de Oriente- una vía iniciá- tica para la conquista de lo Verdadero y de lo Bello. Pero no ocurre lo mismo con Rimbaud. Su modernidad revolucionaria está enteramente volcada hacia el futuro: rechaza el romanticismo en nombre de un libertarismo radicalmente individualista. Esta modernidad rimbaldiana, más que un asentimiento frente a la vía abierta por la ciencia y las técnicas, es sobre todo una calidad de alma, un estado de subjetividad, una espiritualidad, Stimmung, dicen los alemanes. Aún más: apertura hacia lo diferente, lo otro. El "paso ganado" sobre lo sagrado, el soplo del genio acogido: "Sepamos (...) darle una voz y verlo, (...) seguir sus visiones, sus alientos, su cuerpo, su día." ("Genio", Iluminaciones).

Esta experiencia de la Acogida, tal vez seamos incapaces de realizarla; tal vez seamos demasiado prudentes para comprender el fuego del poeta. El artista, por su parte, en sus momentos de felicidad, es decir en esos instantes de goce absoluto que acompañan la creación verdadera, se abre a esta Acogida de lo Desconocido y nos la transmite como ofrenda. El rostro juvenil de Rimbaud es emblemático de esta experiencia. Y por eso es inolvidable y descaradamente bello.


Sami Nair. Filósofo francés, profesor de ciencias políticas en la U. de Lausana (Suiza). Ha publicado varias obras, entre las que cabe mencionar Le regard des vainqueurs (La mirada de los vencedores, 1 992) y Le différend méditerranéen (El litigio mediterráneo, 1992).


http://unesdoc.unesco.org/images/0018/001840/184071so.pdf#94906

Revista El Correo de la UNESCO. Número Doble Julio - Agosto 1993. Págs. 68 - 70. Año XLVI Revista mensual


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