El taller de Gay Talese
Robert S. Boynton
Revista el malpensante
Un fantasma prestigioso
Pese a su renombre internacional, Gay Talese es hoy por hoy un
fantasma para nosotros, un fantasma prestigioso. Sus libros hace mucho que no
se editan en ninguna de las perezosas y predecibles capitales del mundo
editorial en español, y algunos de ellos, como Unto the Sons (1992), el último que publicó en
inglés, nunca se tradujeron a nuestra lengua. Aquí sí cabe eso de que todo
tiempo pasado fue mejor, pues los libros de Talese hacían parte del catálogo de
Grijalbo en los años setenta, si bien parece que al ser devorada por el grupo
italiano Mondadori, que a su vez sirvió de comida para el gran tiburón alemán
Bertelsmann, la vieja editorial española se vio obligada a “depurar” su
catálogo de cosas buenas para publicar maravillas como La dieta South Beach o Descubre tu destino con el monje que
vendió su Ferrari.
Gay Talese,
sin embargo, es una figura emblemática de las más altas esferas del periodismo
escrito, llámense éstas periodismo literario, Nuevo Periodismo o literatura de
no ficción. Mucho se ha hablado de la fructífera y hasta mágica relación entre
la literatura y el periodismo, pero lo cierto es que en el pasado esta conexión
apenas dependía de que hubiera escritores que a veces ejercían el periodismo, y
periodistas que a veces se sentaban a escribir cuentos, ensayos o novelas. El
eslabón verdadero como tal, el texto que a su vez fuese alto periodismo y buena
literatura, era muy raro. A estas alturas, en cambio, en las buenas revistas
uno puede encontrar con alguna frecuencia esos cuentos anclados en la realidad
que se llaman crónicas o reportajes y que ya no tratan en exclusiva de las
celebridades y de los grandes protagonistas del acontecer noticioso, sino que
se meten con personajes mucho más diversos.
Talese nació
en Ocean City, New Jersey, en 1932, hijo de la familia católica formada por un
sastre italiano recién emigrado a Estados Unidos. En su juventud hizo a fondo
el aprendizaje de las redacciones aceleradas e inmediatistas, en particular de
la del New York Times,
pero pronto entendió que lo suyo era el periodismo en profundidad y se dedicó a
escribir grandes reportajes para la revista Esquire. Éstos a su vez lo llevaron
a publicar libros completos en una tradición que recibió sus primeros grandes
impulsos de Hiroshima
de John Hersey y A sangre fría
de Truman Capote, ambos publicados in extenso por The New Yorker.
El mundo
narrativo de Talese muestra ciertas predilecciones: le interesan los
perdedores, algo poco explorado por el periodismo hasta la llegada de cronistas
como él, y son justamente famosos los perfiles que involucran a campeones
negros de boxeo, típicos ganadores de breve relumbrón que luego pasan el resto
de sus vidas saltando matones cuesta abajo. También puede decirse, pues Talese
a veces ha sido criticado por ello, que sus textos privilegian el mundo de los
italoamericanos, en particular el de la mafia, y el mundo masculino en general.
En la
presente entrevista, Talese habla de los pormenores del métier de cronista y
reportero. A través de detalles a veces increíbles se nos revela como un
obsesivo y un perfeccionista, algo que se puede ver con facilidad en su prosa
que nadie llamaría espontánea o difusa.
Vale la pena
seguirlo en sus pesquisas para entender por qué él sí llega al fondo de unas
cuantas cosas, mientras tantos otros redactores apurados se quedan en los
extramuros o en la superficie de la gran variedad.
(A.H.).
Se
considera parte de alguna tradición periodística, digamos, del periodismo
literario, del Nuevo Periodismo o de “la literatura de la realidad”?
No, todo eso
es pura mierda. Tom Wolfe, a modo de cumplido, me incluyó en el Nuevo
Periodismo, denominación que nunca me gustó. El problema es que cuando escribes
no ficción tienes que entrar en alguna categoría o de lo contrario las
librerías no saben dónde poner tu libro.
De ahí todos
esos nombres, como “biografías recientes” y tal. Yo no quepo en ninguna de esas
categorías. Sólo quiero escribir sobre la gente algo que parezca un cuento,
pero con nombres reales.
¿Qué temas le atraen?
Los temas
que me involucran son, literalmente, aquellos que me involucran. Escribo historias
que están conectadas con mi vida. Aunque a primera vista los míos pueden
parecer textos de no ficción sobre las experiencias de otros, si me atraen es
en primer lugar porque me veo en ellas.
Siempre he
trabajado así. Mi primer libro, A Serendipiter’s Journey [Los paseos de un
afortunado], provino de las observaciones que hice mientras caminaba por la
ciudad de Nueva York. The Overreachers [Los exagerados] salió de mi
curiosidad por los personajes raros que construyen puentes. El reino y el
poder trata de la gente rara que trabaja en el New York Times. Honrarás
a tu padre es sobre un hijo de la mafia italiana con un pasado bastante
parecido al mío. La mujer de tu prójimo provino de mi rígida formación
católica. Unto the Sons [A los hijos] es un libro sobre la familia de mi
padre. Y el libro en el que actualmente trabajo trata de las dificultades que
he experimentado para escribir en los últimos diez años.
¿Sobre qué tipo de personas le
gusta escribir?
Sobre gente
con la que pueda relacionarme emocional-mente. Pasamos tanto tiempo juntos que
tenemos una suerte de affaire en el proceso. Me les acerco tanto que puedo
escribir sobre ellos como si escribiera sobre mi esposa o sobre una amante
perdida hace tiempo.
Siento
curiosidad sobre la manera en que la gente común enfrenta épocas tumultuosas y
sobre el conflicto entre la tradición y el cambio, ya sea en una revolución
sexual o en una revolución de valores culturales. Quiero explorar esos cambios
a través de personajes que no tengan nombres reconocidos, que no sean famosos.
¿Es
por esto que -aparte de Sinatra, DiMaggio, Peter O’Toole, Floyd Patterson y Joe
Louis- usted ha escrito tan poco sobre celebridades?
Sí. No
escribo sobre celebridades a menos que el hecho de la celebridad sea secundario
para la historia. Por ejemplo, aunque Sinatra era la celebridad de las
celebridades cuando yo escribí sobre él, yo me refería a que cumplía 50 años, a
que la voz le fallaba y se sentía solo. El tema era más la crisis del mediodía
que su celebridad.
El problema
a la hora de escribir sobre celebridades es que la pertinencia de tu texto
dependerá de que ellos sigan siendo célebres. Los escritos sobre celebridades
envejecen muy rápido. Por eso nunca escribí sobre política. Una figura política
sí que pasa rápido. Ya sea que se trate de George McGovern, de Jimmy Carter o
de Bill Clinton, esas historias no envejecen bien. Siento más curiosidad por
aquello que no es “noticia”.
¿Y cómo encuentra esas
historias que “no son noticia”?
Observando.
Una de las principales historias de mi libro actual me llegó cuando asistía a
un partido de fútbol femenino en julio de 1999 entre Estados Unidos y China en
el Rose Bowl. Hacia el final del segundo tiempo, una jugadora china falló un
pénalti y China perdió el partido. Pensé: “Mira qué interesante”. Aquí está Lu
Ying, una chica de 25 años a la que están mirando millones en el mundo. Por mis
lecturas sobre la Revolución Cultural yo sabía, además, que era poco probable
que su madre hubiera sido una atleta o algo parecido a las madres activistas
que tenemos aquí. Semejante chica de seguro no puede estar acostumbrada a tener
una audiencia internacional de ese tamaño. Después de fallar el cobro crucial,
Lu Ying se montó en un avión en Los Ángeles y viajó a China. El viaje es muy
largo para pasarlo pensando en tu fracaso. La vi del mismo modo en que vi a
Floyd Patterson [un boxeador de peso pesado, dos veces noqueado por Sonny
Liston en peleas por el título de los pesados]. Como alguien que se sobrepuso a
la derrota y a la humillación. Caen y se paran de nuevo. Lu Ying se vuelve la
mediocampista que falla un cobro y pierde el partido para China, pero que luego
sigue con su vida. Ésa es una gran historia.
¿Cómo decide que una idea no
noticiosa como ésa puede convertirse en un buen reportaje?
Yo escribo
por escenas, de modo que busco escenas prometedoras. Cuando escribí “El
puente”, traté de visualizar el puente Verrazano [puente neoyorquino que une a
Staten Island con Brooklyn, inaugurado en 1964] y los hombres que cuelgan del
cielo, a manera de imagen. La escena que abre El reino y el poder es la
de un subdirector en su oficina. La que abre Honrarás a tu padre es la
de un portero que ve, pero en realidad no mira, una demostración callejera. La
mujer de tu prójimo comienza con un niño que ve a una mujer desnuda en un
quiosco de revistas en Chicago. En Unto the Sons abro con una escena mía
en la playa. Todas las escenas anteriores podrían estar en películas. Supongo
que esencialmente trato de escribir una película.
Una vez
estuve en la casa de Francis Ford Coppola en Napa mientras él filmaba Tucker,
su película sobre el constructor de automóviles. Allí me mostró una serie de
tarjetas de 12 x 8 con las escenas que tenía planeadas. Yo siempre he
organizado mis libros y artículos de la misma manera. Si te fijas en “Frank
Sinatra está resfriado” [Esquire, abril de 1966], es escena, escena,
escena. La primera es en un bar, la segunda en un nightclub, la tercera en los
estudios de la NBC. Como en una película.
No muchos
italoamericanos de mi generación se hicieron escritores, pero muchos sí
utilizaron sus habilidades visuales para hacer películas: Coppola, Scorsese,
etc. Son directores comerciales, no Fellinis. El artista italoamericano es un
empresario y por lo tanto enfatiza el aspecto más comercial de su experiencia
pasada: la mafia. Aunque ellos no hayan tenido experiencias directas con la
mafia, es lo que vende, ya sea con Los Soprano o con El padrino.
¿Cómo decide a quién entrevistar?
No suelo
estar seguro al principio. Simplemente voy adonde creo que hay una historia. Si
la historia es la construcción del puente Verrazano, nada está construido
cuando comienzo. De modo que empiezo por el ingeniero, que ha concebido el
puente en su mente. Él está tomando en cuenta cualquier cantidad de fuerzas
físicas, incluyendo la curvatura de la Tierra. Está creando un teatro, una obra
de arte con un arco como proscenio, que abarca el tiempo, un escenario para
miles de actores. Cuando escribí sobre el New York Times, el edificio en
sí era el teatro. No sé quiénes son los actores al principio, no conozco la
trama, pero conozco el escenario y el teatro. Encuentro los personajes
simplemente yendo al “teatro”. A medida que paso más tiempo allí, emergen. Es
casi como si yo los imaginara y, de repente, ellos aparecieran misteriosamente.
¿Tiene alguna rutina para las
entrevistas?
Aunque no
puedo comenzar el proceso como compañero de alguien, convertirme en eso es mi
propósito último. Necesito pasar con alguien el tiempo suficiente como para
observar cambios significativos en su vida. Quiero viajar con la gente en el
tiempo, ponerme en situación de ver lo que ven. Luego quiero llegar hasta el
mero frente de batalla.
¿Cómo convence a la gente de que
hable con usted?
A veces es
un proceso largo. Tengo que venderme. Si algún talento tengo, es saber meter el
pie por la rendija de la puerta. Esto proviene de tener un interés auténtico en
la gente y de tratarlos con respeto. No soy abusivo. No hay una sola persona -haya
yo escrito sobre ella de forma favorable o desfavorable- a quien no pudiera
volver a ver.
Por
ejemplo, fui a China después de ver a Lu Ying jugar fútbol en la televisión.
Sabía que si convencía a la gente de Nike o de Adidas, quizá podría
encontrarla, pues esas compañías abastecían al equipo.
Por fin pude
hablar con Patrick Wong, el director local de Nike, y lo llevé a almorzar. Él
se convirtió en mi contacto más importante en China. Resultó que tenía un
hermano en Brooklyn y desarrollamos un vínculo. Se volvió mi hombre, mi hermano
chino. Uno necesita a alguien así para cualquier historia. Le vendí mi imagen y
le vendí mi historia. Claro, yo estaba en Beijing, pero él fue quien de veras
me introdujo en China.
Le dije que
quería averiguar lo que significaba para alguien como Lu Ying pasar por ese
tipo de derrota. Le expliqué que yo creía que ella era uno poco como la propia
China, que se sobreponía a la adversidad y a la desilusión. Todos sabemos qué
es la desilusión. Uno no puede ganar siempre la carrera. Hasta Michael Jordan
falla más tiros de los que convierte. Es un tema universal. Y Wong empezó a
captar mi idea.
¿Establece reglas básicas para
distinguir lo que es confidencial y lo que no antes de empezar?
Yo no
empiezo así porque las entrevistas que hago no son polvos de una noche. La persona
que entrevisto tiene que entender que nos estamos embarcando en una relación de
largo plazo, donde nada tendrá que ser confidencial. Claro, acepto ciertas
condiciones y las cumplo. Pero si me dicen que algo es confidencial,
simplemente no hablo con ellos. Insisto en que todas las citas deben asignarse
a nombres reales.
Cuando
escribía La mujer de tu prójimo, había un personaje llamado John Bolero,
que al comienzo me confió ciertas revelaciones y luego pretendió que fueran
confidenciales. Al oír esto, de inmediato viajé a Los Ángeles para hablar con
él y con su mujer.
Les dije:
“Ustedes no pueden hacer esto. El punto es que ustedes al aparecer declaran su
individualidad, y sin nombre ustedes ya no son ustedes. ¡Son alguien
diferente!”. Finalmente logré que él levantara la restricción. Tuve que hacerle
entender que lo que estábamos haciendo, como socios, era tan importante que
debía honrar nuestro acuerdo previo.
¿Qué política tiene sobre
el cambio de nombres?
Aparte de
que me consterna, no me interesa nadie que cambia los nombres al escribir no
ficción. No me importa sobre quién está escribiendo. Si estoy leyendo una
revista y veo un nombre cambiado, la dejo.
¿Cómo hace para convencer
a la gente de darle tanto acceso?
Lo primero
que hago es explicar por qué la persona es tan importante para mí. Les digo que
hay algo importante en ellos, algo que todavía no sé y que no ha sido
explorado. Tengo que convencerlos de que lo que hago vale la pena.
De acuerdo, con eso puede que le
den una tarde. ¿Cómo los convence de que le den días, semanas, meses?
Voy a
contarle cómo fue en China. Tras varias comidas con el señor Wong de Nike,
obtuve permiso para ir al lugar en que el equipo chino entrenaba para los
Juegos Olímpicos de Sydney. Las vi jugar, les di la mano y me hice tomar fotos
con ellas. Entonces un burócrata del Ministerio de los Deportes dijo: “Gracias,
señor Talese. Logró lo que quería. Hasta luego”. Yo contesté: “¿Qué? ¡No obtuve
nada! Quiero volver a verla”. Me dijo que la chica estaba demasiado ocupada, y
yo regresé a mi hotel muy frustrado.
El día
siguiente le dije a Patrick Wong: “Sabe, acabo de caer en cuenta de que Lu Ying
no es el centro de mi historia. ¡Su madre es la historia! Verá, en Estados
Unidos tenemos unas madres activistas, mujeres privilegiadas que llevan a sus
hijas a jugar fútbol en grandes camionetas. Pero en China las madres de estas
futbolistas no tienen carro ni ninguno de esos privilegios. Vienen de familias
muy pobres”. Le expliqué que las heroínas no eran las jugadoras que son vistas
por millones en la televisión. No, las verdaderas heroínas anónimas ¡eran las
madres de estas chicas!
Mi
estrategia fue evitar los lugares de entrenamiento —que eran oficiales— y
obtener la historia por intermedio de las madres. Enfocándome en las madres de
las futbolistas, esperaba que la presión cedería y así podría obtener la
historia que realmente quería.
Por fin pude
echarle mi cuento a la madre de Lu Ying en el lobby de mi hotel. Le dije que
pensaba que su vida había influido en la de su hija, que ella me parecía una
típica madre china del presente, de esas que habían salido de la pobreza, de la
Revolución Cultural y que, sin embargo, habían logrado que sus hijas tuvieran
la libertad de jugar al fútbol. Ella pareció interesada, de modo que hicimos
otra cita para encontrarnos en el mismo lobby cuatro días después. Esta vez
hablamos con más libertad y le pregunté si podía visitarla en su casa. Estuvo
de acuerdo y una semana más tarde mi intérprete y yo fuimos hasta el hutan
en el que vive. Era una edificación en la que habitaban 25 personas, toda una
familia en un lugar muy estrecho. Vi dónde dormía Lu Ying; encima de la cama
tenía una foto de Michael Jordan. Sus pequeños pares de guayos estaban
alineados contra la pared. ¡Era maravilloso!
Y mientras
hablábamos me presentaron a una viejita que era la madre de la madre: ¡la
abuela de Lu Ying! La abuela sufría de “pies vendados”1. Había
vivido en la China prerrevolucionaria. Pensé: “Un momento, ésta es una historia
generacional sobre una abuela, una madre y Lu Ying”. Y volvía y volvía a
visitarlas.
De modo que
para responder su pregunta sobre cómo obtengo todo el acceso que necesito, lo
obtengo un paso a la vez. Me vendo gradualmente en cada paso. Lo esencial es
estar allí y conocer a la gente.
¿Alguna vez hace entrevistas por
e-mail o por teléfono?
No tengo e-mail, ni lo uso. Utilizo el teléfono para hacer citas,
pero todas las entrevistas las hago en persona. Siempre voy personalmente a
todas partes. Quiero ver a la gente a la que entrevisto, y quiero que me vean.
Todo es visual.
¿Toma notas mientras conversa?
Siempre
estoy anotando cosas que me parecen interesantes. Pero soy discreto. No uso
libretas porque son demasiado voluminosas. En cambio, corto en tiras las
cartulinas que traen las camisas cuando llegan de la lavandería y anoto en
ellas. Siempre cargo un bolígrafo y algunas de éstas [Talese saca unas cuantas
tiras de cartulina del bolsillo de su chaqueta].
¿Cómo hace entrevistas en lugares como China donde no habla la
lengua?
La barrera
lingüística no es realmente un problema porque, dondequiera que uno esté, lo
que la gente dice no es en realidad tan interesante. De entrada, no dicen
necesariamente lo que creen. Y lo que te dicen hoy no es lo mismo que te dirán
después, cuando ya los conozcas bien. Las entrevistas del principio casi no
tienen sentido. Todo lo que quiero es ver a la gente en su hábitat.
El idioma ni
siquiera es importante cuando trabajo una historia en un país cuya lengua
conozco. No me interesaba entrevistar a Sinatra para escribir “Frank Sinatra
está resfriado”. Saqué más información de observarlo y de observar las
reacciones de quienes lo rodeaban, que la que habría obtenido si hubiéramos
conversado. Hace poco, cuando escribí para Esquire sobre el viaje de
Muhammad Alí a Cuba, no hablé con él porque ya no puede hacerlo con claridad.
Mi reportería es más visual que verbal. Mi reportería depende menos de hablar
con la gente que de lo que he llamado “el fino arte de frecuentar”.
¿Qué tanto le importa el lugar de
la entrevista?
Mucho. Me
gusta estar allí donde la persona trabaja. O entrevistar a la gente donde la
pueda ver interactuar con otros. No importa mucho quiénes: la mujer, la novia o
una corista con la que está involucrado. Me gusta que haya diálogo. De nuevo,
pienso en términos de cámara, que funcione visualmente. Quiero libertad para
moverme y dar al lector cosas diferentes que mirar. No quiero puros primeros
planos, como en un documental. Quiero interacción, conversación, conflicto.
En el libro que está
escribiendo ahora, hay una escena en una convención de urólogos en Las Vegas en
la que una uróloga y John Bobbit miran una película porno en su cuarto de hotel
para saber si a él el pene le funciona.
Sí, es una
escena estupenda en la que Suzanne Frye, una de las pocas urólogas de Estados
Unidos, sostiene el pene erecto de John y habla sobre su flujo sanguíneo.
¿Montó usted esa escena?
Sí, la monté
porque quería tener un personaje en la historia, fuera de John Bobbit y su
pene, que en realidad es un actor más. A veces encuentro una historia y
necesito un actor y una actriz para desempeñar los papeles de la historia. Yo
hago de director.
¿En qué lugares
específicos prefiere entrevistar a la gente?
Me encanta
entrevistar a la gente en restaurantes, porque allí se relajan. Y, además, uno
puede fisgonear un poco a los vecinos. Los aviones también son magníficos para
una entrevista. Una vez volé con Joe DiMaggio desde San Francisco hasta el
campo de entrenamiento primaveral en Fort Lauderdale. Estuvimos sentados juntos
seis horas y hablamos de Truman Capote. Uno está ahí al lado. Hay gente
alrededor. Sirven tragos y comida. Todo conduce a la conversación.
¿Le cuesta más trabajo
escribir que reportear?
A mí me
cuesta mucho trabajo escribir. Me encanta la reportería y creo que soy un
reportero natural. Pero al escribir nada me satisface. Estoy lleno de ese
sentido católico del fracaso, de la ineptitud, de la falta de merecimiento. No
soy lo suficientemente bueno, podría ser mejor: ése es el mantra que me repito
a cada rato.
Cuéntenos un poco cómo es su
agenda diaria.
Me levanto a
más tardar a las ocho. Duermo en el mismo cuarto con mi mujer pero no le hablo
en la mañana. Nuestra alcoba matrimonial no contiene nada mío: ni mi ropa, ni
mi cepillo de dientes, nada. En realidad es la alcoba de mi mujer, con su
clóset, su escritorio, sus manuscritos, su ropa. Le pertenece a ella. Yo sólo
duermo allí.
Dejo la
alcoba conyugal y subo al cuarto piso, que es donde tengo mi ropa. Me ducho y
me pongo chaqueta y corbata. Salgo a la esquina a comprar el New York Times,
aunque no lo leo en ese momento. Pero si no lo compro por la mañana, se agota y
odio eso. Luego bajo a mi oficina, que tiene una entrada del todo independiente
de la de la casa.
Me hago el
desayuno en la cocinita que hay, usualmente café y un muffin integral, y lo
llevo hasta mi escritorio. En ese momento ya son tal vez las ocho y media. No
tengo teléfono ni e-mail en mi oficina, de modo que nada me perturba. A las
doce y media me hago un pequeño sándwich. Como comer arruina mi concentración,
a la una y media voy al gimnasio. En el gimnasio pedaleo en una estática
mientras leo el periódico y luego hago otros ejercicios. Eso mata un par de
horas. Hacia las tres regreso y a las cuatro subo a la casa por primera vez
desde que bajé a las ocho de la mañana. Trabajo en mi escritorio del cuarto
piso, contesto llamadas, miro el correo y pago cuentas. Vuelvo a bajar a la
oficina a las cinco y miro lo que he escrito en el día. Trato de continuar escribiendo
hasta las ocho de la noche.
Luego salgo.
Me gusta salir. Todas las noches. Adoro los restaurantes. No necesariamente los
sofisticados, sino cualquier restaurante. Trato de regresar a casa hacia la
medianoche o un poco antes. Alcanzo a ver el fin de The Charlie Rose Show.
En los fines
de semana voy a mi casa en Ocean City, donde vive mi madre de 95 años. Allá
tengo una oficina idéntica a la de la ciudad, me levanto por la mañana y repito
el proceso. O sea que no cambia nada en los siete días de la semana.
Y la propia rutina de escribir,
¿cómo es?
Comienzo con
una libreta amarilla a rayas y un lápiz. Lo primero que hago es que intento
imprimir una oración. Ojo que digo intento imprimir una oración, e imprimir,
no escribir. Uso grandes letras mayúsculas. En seguida le echo un vistazo, la
cambio, la reescribo, y trato de lograr otra. A veces me toma un par de días
tener cinco o seis oraciones en grandes mayúsculas. Éste es el inicio de una
pieza.
Cuando tengo
por ahí cuatro o cinco páginas en mayúsculas, las paso a máquina a triple
espacio en una máquina eléctrica. Luego edito y reescribo esas oraciones una y
otra vez hasta que tengo una única página a máquina que me satisface.
Después tomo
esa página y la pego a la pared con un alfiler. Tengo paneles de icopor para el
efecto. Luego repito todo el proceso otra vez, escribo otra página y la pego a
la pared al lado de la anterior. Son como piezas de ropa en un tendedero. Tengo
cuatro o cinco paneles de icopor, de modo que puedo poner hasta treinta y cinco
páginas seguidas en tres filas.
¿Por qué las pega a la pared?
Porque me
ayuda a tener una perspectiva diferente: puedo ver cómo se mueven las escenas,
cómo funciona el lenguaje, cómo fluyen las oraciones. Me pierdo cuando
reescribo y quiero volver a ver el material. Quiero verlo con ojos frescos,
como si otra persona lo hubiera escrito. Solía pegar las páginas a la pared,
luego sentarme en una silla al otro lado de cuarto y de ahí mirarlas con
binóculos. Pero mi oficina de ahora es demasiado estrecha para eso.
¿Y ahora cómo logra la
perspectiva diferente?
Me inventé
otro sistema. A cambio de los binóculos, hago dos copias empastadas del libro
en proceso. La primera es de tamaño regular. La segunda contiene las mismas
páginas de la primera, pero reducidas en un 67% por la fotocopiadora. La misma
encuadernación, los mismos números en las páginas, pero como la copia es mucho
más pequeña, se ve muy diferente. Así logro el mismo efecto de distorsión que
lograba con los binóculos.
¿Usa este método sólo
para proyectos grandes?
No, lo uso
para todo: 50 palabras, 500 palabras, 5.000 palabras, no hay diferencia. Para
todo. Es por eso que no puedo aceptar encargos de revistas o reseñas. Diablos,
ni siquiera un titular lo puedo hacer rápido. Un editor me llama y me dice: “Te
sientas y lo sacas de un tirón”. ¡Pero yo nada lo puedo hacer de un tirón! Si
acepto una reseña, ahí mismo se esfuma un mes y medio de mi agenda. Claro,
cumplo con la fecha de entrega. Pero siempre apenas; es algo que aprendí cuando
escribía para el Times.
¿Se exige una cierta cantidad de
palabras diarias?
No, yo no
trabajo así. Una vez le oí decir a Tom Wolfe que su estándar eran doce páginas
al día. ¡¡¡Doce páginas al día??? ¡Me noqueó con eso! ¡Me asombró! Yo apenas
hago lo mejor que puedo todos los días. No me importa si me toma un mes lograr
una sola oración. Todo cuanto importa es llegar a un punto en el que pueda
decir: “No lo puedo hacer mejor.
Gay Talese
no lo puede hacer mejor. Tal vez Philip Roth lo pueda hacer mejor, tal vez León
Tolstoi lo pueda hacer mejor, pero yo no lo puedo hacer mejor”. Y de ahí paso
al texto siguiente.
¿Reescribe mucho a medida que pasa
el tiempo?
Muy poco.
Cuando una de mis páginas está lista, está lista. Yo no desbarato el material
para reubicar pasajes al final. El tejido es demasiado apretado para poder
mover pedazos. No se trata de un borrador, es un texto definitivo.
Soy como un
sastre que cose y cose y cose. No escribo en grandes saltos. Escribo un poquito
a la vez y construyo de forma incremental. Me gustaría ir en línea recta, pero
no puedo evitar los giros y los desvíos. Sólo que no veo que haya tomado por un
desvío hasta que he avanzado más por el camino. Soy como un ciego que maneja un
camión a través de un túnel sin luces. No puedo ir rápido porque las luces son
opacas y el túnel es estrecho. A veces giro y voy en otra dirección. Pero
entonces tengo que retroceder para encontrar el camino.
¿En cuántos proyectos trabaja a la
vez?
Sólo puedo
hacer una cosa a la vez. He estado trabajando en mi actual libro desde cuando
publiqué el último en 1992. No he firmado nada importante en una década. El
único reportaje largo que escribí fue sobre la visita de Muhammad Alí a Castro
en Cuba. Seis revistas lo rechazaron hasta que Esquire se decidió a
publicarlo.
No soy de
aquellos que por el camino pueden escribir reseñas, columnas y hasta artículos
de revista. Porque quiero concentrarme de veras en lo que estoy haciendo. No
quiero quitarle tiempo a mi libro. Claro que hay mucha gente que demuestra que
estoy equivocado. John Updike puede escribir diez novelas en el tiempo en que
yo no he hecho nada. Me gustaría ser sobrehumano como él, pero no lo soy.
¿Qué clase de tono busca?
Busco un
tono circunspecto, un tono gracioso que haga que todo parezca fácil. Como
cuando DiMa-ggio corría detrás de un fly de grandes ligas en el jardín central
y parecía atraparlo siempre justo a tiempo. No estoy diciendo que lo logre,
pero es lo que yo busco.
Este tono
proviene de mis escritores favoritos, todos con voces maravillosas: Guy de
Maupassant, el primer autor de ficción que leí en inglés. También están John
Fowles, William Sty-ron (que escribió una parte de Las confesiones de Nat
Turner cuando vivía aquí conmigo), John O’Hara e Irwin Shaw. Los diálogos
de O’Hara, que en muy pocas palabras era capaz de plantear una situación. El
primer Irwin Shaw, como en su cuento “Las chicas y sus vestidos de verano”, tan
bellamente escrito. Yo crecí leyendo a Fitzgerald y a Hemingway.
Antes de La mujer de
tu prójimo, usted raramente aparecía en sus escritos. ¿Por qué?
Si voy a
aparecer en un texto, más vale que haya una razón poderosa para ello. Antes de La
mujer de tu prójimo, el material no lo exigía. Un libro como Honrarás a
tu padre trata de Bill Bonanno, con quien yo me identificaba. Teníamos la
misma edad y los mismos antecedentes. No había razón para mi presencia, dado
que él estaba allí y podía representarme.
Razón de más para sorprenderse
cuando usted se describe en tercera persona al final de La mujer de tu prójimo (“Talese
empezó a considerar a las masajistas como especies de terapistas sin
licencia”).
Lo hice así
porque no creí que pudiera usar la primera persona en ese libro. Quería
preservar el sentimiento de neutralidad, pues gran parte del sexo sobre el que
escribía era del tipo neutral. Sí consideré involucrarme y se me ocurrió
terminar en un campo nudista cerca de Ocean City. Mucha gente opinó que eso
resultaba un tanto exhibicionista.
Usted tiene una técnica muy
personal para conectar a los personajes en sus libros. Por ejemplo, rastrea el
cuchillo que Lorena Bobbit utilizó para cercenarle el pene a su marido hasta un
almacén Ikea, donde lo compró. Luego encuentra a la mujer que se lo vendió. La mujer de tu prójimo empieza
con un niño viendo a una modelo desnuda en una revista. Después rastrea ambas
vidas. ¿Por qué hace eso?
Quiero
transmitir el asombro de la realidad. Creo que si uno excava lo suficiente
dentro de los personajes, éstos se vuelven tan reales que sus historias adquieren
un aire imaginario. Parecen de ficción. Yo aspiro a evocar la corriente
ficcional que fluye bajo el río de la realidad.
¿Cree usted que el
periodismo puede llevar a la verdad?
No, yo creo
que las opciones editoriales sobre lo que sale o no en periódicos y revistas
son tan subjetivas que uno casi nunca obtiene toda la verdad. Las huellas del
editor están por todas partes en lo que escoge. La selección de personajes en El
reino y el poder, para dar un ejemplo, demuestra que no existe esa cosa que
llaman “el periodismo objetivo”. Tampoco existe la verdad absoluta. Los
reporteros pueden encontrar lo que quieren encontrar. Todo reportero va a la
batalla con la totalidad de sus cicatrices a cuestas. Un reportero nunca
acierta del todo. Logra lo que es capaz de lograr, lo que quiere lograr.
Pero, ¿y qué hay sobre la verdad
en su propia escritura?
Yo tengo un
punto de vista calabrés, que me viene de descender de un pueblo muchas veces
invadido. Sufrimos de ver las cosas desde demasiados ángulos a la vez. Yo veo
muchos, muchos puntos de vista diferentes. Así que mi punto de vista consiste
en tener muchos puntos de vista. ¿Dónde está la verdad ahí?
Nota
del traductor
1. De acuerdo
con la leyenda, una cortesana del palacio imperial, quizá la esposa del emperador,
aprendió a interpretar sobre un piso con forma de loto un baile muy seductor
con los pies vendados. Después la práctica de vendar los pies se generalizó
entre damas de noble alcurnia y luego se extendió a todas las áreas de la
sociedad feudal, pasando de un mero capricho a una cruel imposición. Los pies
pequeños eran considerados la máxima expresión de intimidad y sensualidad en el
cuerpo femenino. Toda muchacha con los pies correctamente atrofiados tenía las
mejores perspectivas de casamiento, y hasta las prostitutas con las
extremidades inferiores dolorosamente truncadas solían atraer a los clientes
más ricos.
Así, a
partir de los cuatro o cinco años las madres vendaban los pies de sus hijas en
forma de medialuna, doblándoles hacia adentro en forma de cuña los ochos dedos
menores de ambos pies y obligándolas a caminar de esta forma antinatural con el
objetivo de que al llegar a la edad adulta los pies no superaran los diez
centímetros. El sufrimiento de las niñas era indescriptible y a veces conducía
a la muerte. Los “pies de loto dorado” resultaban arqueados, con cuatro dedos
quebrados adheridos a la planta, y las únicas partes en contacto con el suelo
eran el talón calloso y el dedo gordo.
Aunque
parezca increíble, estos pies fueron durante un milenio el tesoro oculto de las
mujeres chinas y contemplarlos se convirtió en el placer más evocado por los
hombres del reino. Los zapatitos que los cubrían eran un trofeo que se
mostraban con orgullo a los amigos.
En 1911, año
del establecimiento de la República en China, se promulgaron leyes que
prohibían el vendaje de los pies. Pero evidentemente esto no eliminó la
práctica del todo, de modo que en China todavía es posible ver ancianas como la
abuela de Lu Ying, con pies increíblemente pequeños, caminando con pasitos
entrecortados y apoyándose a veces en un bastón.
http://www.elmalpensante.com/articulo/698/el_taller_de_gay_talese
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