martes, marzo 01, 2016

El  pan envenenado

En medio del boom minero peruano, un médico descubrió que su pueblo está pagando con la salud de sus niños el privilegio de tener empleo.

Cuando en julio del 2004 el médico peruano Hugo Villa Becerra y dos colegas decidieron investigar qué estaba pasando con los bebés que nacían en su ciudad, La Oroya, jamás imaginaron lo que iban a encontrar. Intuían que las autoridades del hospital público ocultaban algo, y que no iban a permitir que se desarrollara el estudio, así que optaron por tomar muestras de sangre a 93 recién nacidos en forma clandestina.

Un año y medio después las conclusiones fueron demoledoras: todos estaban envenenados con plomo.

“De la muestra total, 23 tenían 10 ug/dl (microgramos por decilitro), y el resto entre 6 y 10. El promedio daba 8,84. ¡Un recién nacido no debe tener nada!”, dice aún enfurecido. Pero poco es lo que el médico pudo hacer hasta ahora para salvar a los niños de La Oroya, porque el enemigo es demasiado fuerte y está en todos lados.

Una densa nube grisácea constituye el cielo de este pueblo minero enclavado a 3.750 metros de altitud, en la cuenca alta del río Mantaro, 176 kilómetros al este de Lima. Allí habitan 35.000 personas que respiran “el viento malo”, como suelen llamarlo.

El viento se acumula en las calles de La Oroya Antigua, y las mujeres, escoba en mano, “limpian” el manto de plomo, zinc y otros metales pesados (tóxicos) que lo cubre todo. Y, de acuerdo a las indicaciones de la empresa Doe Run, dueña de la fundición -y del pueblo-, cuidan mucho de que sus niños no toquen nada del suelo, aunque de poco sirva, según el doctor Villa Becerra.       

La Oroya es uno de los diez sitios habitados más contaminados del mundo. Los reportes anuales del Blacksmith Institute la ubican junto a otros infiernos terrenales, como: Sukinda y Vapi (en la India); Norilsk (en Rusia) Sumgayit (en Azerbaiyán); Linfen y Tianying (en China); Dzerzhinsk y Chernobyl  (en Ucrania). 


“Sufrimos un envenenamiento mortal, silencioso, que afecta especialmente a los niños”, denuncia Villa Becerra, sentado en una salita de la parroquia Santa Ana.

Neurólogo, con 27 años de profesión, como médico de pueblo se dedica a más de una especialidad. Recita de memoria las enfermedades que la exposición al incesante humo de la fundición puede provocar en los procesos bioquímicos esenciales del organismo humano: anemia, alteraciones del sistema nervioso central, déficit en el desarrollo óseo, problemas de peso, de talla, de rendimiento intelectual y capacidad cognitiva, trastornos respiratorios, problemas cardiovasculares, parestesias, miopía, pérdida de audición, y muchos más. La lista asusta.

“Todos los estudios independientes que se han hecho desde 1999 hasta ahora demostraron que nuestros pobladores tienen un promedio de plomo en la sangre mayor que lo tolerable”, dice. La Organización Mundial de la Salud (OMS) fija ese límite en 10 ug/dl de plomo en la sangre, y en La Oroya se dan casos -los más severos- de niños con hasta 70 ug/dl. No es casual que los llamen “los niños de plomo”. El último estudio conocido en base a un censo hemático, efectuado entre diciembre de 2006 y enero de 2007, reveló que el 95% de los niños de los barrios La Oroya Antigua, La Oroya Nueva, Paccha, Huari y Santa Rosa de Sacco registraron niveles de plomo en la sangre por encima de los estándares establecidos por la OMS.

En la parroquia funciona el cuartel general de los ambientalistas oroyinos, el MOSAO (Movimiento por la Salud de La Oroya), un grupo díscolo, amenazado e ignorado por un pueblo que respira humo -pero respira- gracias a la empresa que lo compró todo, hasta sus vidas.

Los cerros desteñidos, pelados, pálidos o ennegrecidos enmarcan la ciudad coronada con la nube desde hace más de 80 años, aunque haya sido primero etérea y luego  cada vez  más densa, cuando hace una década, en plena fiebre privatizadora fujimorista, la fundidora de metales local pasó a manos de la estadounidense Doe Run. En el centro de la escena, una inmensa chimenea fuma sin descanso. El “viento malo” flota hasta la zona antigua de la ciudad, donde se deshace en millones y millones de partículas sobre los más pobres.  La  nube  se  mete por la nariz y la garganta.

Es el olor rancio y el gusto metálico que ocultan el sabor de comidas y bebidas, y que someten al visitante no habituado a interminables jornadas de tos, dolor de cabeza y náuseas. El regusto persiste varios días después de dejar atrás el pueblo.

Toda Oroya sabe a plomo. Un estudio de la ONG Occupational Knowledge (California) demostró en 2004 que un 88% de las muestras de suelo tomadas en casas, escuelas y comercios de La Oroya tenían altos niveles del metal.

En los últimos cinco años la mayor demanda internacional y el incremento de los precios de los commodities mineros le impusieron a la planta el ritmo infernal de 600 mil toneladas métricas de concentrados procesados por año.

En voz baja, los pobladores aseguran que el “viento malo” sopla más fuerte cuando ellos duermen. Prueba de esto es el polvillo que se acumula insistentemente cada mañana, a pesar del esfuerzo de las madres y sus incansables escobas.

Los voceros de Doe Run desmienten que por la noche se intensifiquen las emisiones, y prefieren tratar de desviar la atención hacia los “fantásticos” espacios verdes que presenta la ciudad: un alejado barrio privado donde viven los directivos de la empresa, un minizoo con escasa presencia de visitantes y un exclusivo campo de golf, también para los gerentes. El doctor Villa Becerra sonríe por única vez en la entrevista cuando le menciono el “tour”.

La estrategia de la compañía para lavar su imagen se complementa con una batería de emprendimientos comunitarios, sociales y urbanos. El blanco y verde del logotipo de la empresa es omnipresente en La Oroya, y quien no trabaja en la compañía se queja porque quiere hacerlo. “Ya que nos contaminan,
por lo menos que nos den empleo”, demandan los desempleados.

La Oroya es hoy un “company town” donde todos dependen, de alguna forma, de la buena voluntad de los gerentes de Doe Run. La buena voluntad va de la mano de un ventajoso convenio que la empresa firmó con el Estado peruano.         

Hace unos años se corrió el rumor de que la planta cambiaría de manos si el gobierno de Alejandro Toledo no le concedía a Doe Run una extensión de los plazos para la construcción de una planta de ácido sulfúrico que bajaría la emisión de gases y metales.

Muchos oroyinos salieron a las calles a defender a Doe Run. Toledo no lo dudó: extendió los plazos. Era entendible, pues la compañía es una de las mayores inversoras en el Perú, y su principal accionista es el multimillonario Ira León Rennert, proveedor de vehículos militares del Pentágono. Sin embargo, en Missouri, donde nació la empresa, el gobierno estadounidense la obligó a reducir las emisiones cuando se comprobó que se habían incrementado los valores de plomo en la sangre de los niños.

En el caso de La Oroya, a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos, se debió llegar al extremo de apelar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

A fines de 2005, un grupo de ONGs presentó ante la Comisión una serie de medidas cautelares en nombre de un grupo de habitantes de La Oroya para que a esa población se le provea de diagnóstico y atención médica, programas de educación y salud independientes y objetivos, una apropiada evaluación y seguimiento de las obligaciones del Plan de Adecuación y Manejo Ambiental del Complejo Metalúrgico (PAMA); además de un control efectivo de las emisiones atmosféricas del complejo, y protección para las personas que trabajan por la salud y el ambiente en la ciudad, porque habían sido amenazadas. Como las acciones fueron incumplidas por parte del Estado peruano, el 27 de diciembre de 2006 se solicitó que se determine su responsabilidad por permitir “las afectaciones en la salud, la dignidad, la integridad y la vida, y en los derechos de los niños, debidas a la falta de control de la contaminación en el pueblo”.

Lo cierto es que, comparativamente, en La Oroya se percibe una acción más responsable por parte de la empresa que cuando la fundición pertenecía a la estatal Centromin, entre 1974 y 1997. Pero, también, ahora existe una mayor conciencia ambiental global.

El doctor Villa Becerra no esconde su impotencia cuando la prensa nacional y algunos medios internacionales le dan espacio al “marketing responsable” de Doe Run, y dedican muy pocas líneas a contar la otra cara de la realidad. “Toman medidas complementarias que no van a solucionar el problema. Hay que atacar la fuente de la contaminación y no las consecuencias. No sirve de nada alejar a los niños durante el día, como hacen en un jardín de infantes, si después en la noche respiran el doble de plomo. Tampoco sirve enseñar hábitos de limpieza a las madres, cuando el plomo entra por vía respiratoria.”

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“Si contáramos con el apoyo necesario para hacer mediciones, seguimiento de casos y estudios epidemiológicos, tendríamos mayores precisiones  y así descubriríamos que el problema es quizás mucho más grave de lo que pensamos.”

El médico alude a dos de los emprendimientos centrales de la estrategia de Doe Run. El primero es la cuna-jardín Casaracra, ubicada 9 kilómetros al norte de La Oroya, establecimiento al que diariamente son llevados los chicos con ug/dl más elevado, para ser “desplomizados”, y las “brigadas de limpieza”, conformadas por vecinas que barren las calles premunidas de escobillones y litros de detergente, arrastrando los desechos hacia el ya maloliente río Mantaro.

En la oroya, muchos ven como traidores a Villa Becerra y sus pares del MOSAO. Él lo sabe, y por eso se cuida de no discutir en la calle con las mujeres o los trabajadores de la planta. Muchas veces lo han amenazado.

El estudio que el médico desarrolló clandestina-mente en el hospital demostró que el feto absorbe plomo a través de la sangre de su madre, lo que mereció un premio de “Essalud-Seguro Social del Perú” por su alta calidad científica y el aporte a la comunidad. Sin embargo, Villa Becerra fue suspendido, porque el estudio se realizó sin permiso de las autoridades. Lo que no puede callar Villa Becerra es su indignación por la actitud de los colegas que trabajan para la empresa. “Tienen una falta de ética increíble cuando aseguran que el plomo se sale del cuerpo a los cien días, o que a pesar de la contaminación en La Oroya Antigua se puede vivir. Es gente que se ha vendido.” “Ahí radica otro de nuestros graves problemas, la falta de capacidad suficiente para hacer diagnósticos más precisos”.

Tomado de: Revista Surcos N° 20 - año i - agosto, 2008.

                                                  por Andrés D'Alessandro
                                                                                                            http://www.surcos.net


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