Pi. El orden del caos.
Darren
Aronofsky. USA 1998. 85 min. Blanco y negro.
A Patricia Robles.
Julio Ortega Bobadilla.
La extraordinaria y complicada película Pi es la opera prima ¾
denominación que se da a los debuts fílmicos ¾
de Darren Aronofsky, quien a los veintinueve años y con el apoyo de
escasos 60 mil dólares para su producción recopilados en bonos de 100 dólares
entre amigos y conocidos, realizó un filme de 16 mm. en blanco y negro, que
sacudió uno de los foros de cine experimental, más apreciados en el mundo: el Sundance Festival.
Es la demostración de que con recursos limitados pero con imaginación y
talento, se puede levantar un proyecto trascendente. El gran Jurado le otorgó
el premio como la mejor película ese mismo año, y gracias a ese éxito se
sentaron las bases, para que la productora Artisan Entertainment se forjase una
fama que le permitió después patrocinar una película extraña y atrevidamente
descuidada que aún divide los gustos de los cinéfilos: La Bruja de Blair
(1999).
Conocemos hoy a Aronofsky por otras magníficas películas como
Réquiem por un sueño (2000), El luchador (2008) y El cisne negro (2010), que
tienen la virtud de reflejar la vida de seres atormentados por sus sueños e
ideales.
Sean Gullette (también conocido como productor y director)
interpreta con talento a Max Cohen, un brillante matemático que habría
realizado su primera publicación científica a los 16 años y su doctorado a los
20, pero que vive de manera infrahumana en un apartamentucho protegido por seis
cerraduras, similar por dentro, al intestino grueso de una computadora gigante.
La obra maestra, difícil de
clasificar, podría ser descrita como una película experimental de
ciencia ficción, mezclada con novela negra, y cargada de elementos de crítica
social y filosófica. Mezclados en el crisol del drama psicológico, estos
elementos, producen una tragedia surrealista de contenido extraño y fascinante.
No es fácil hablar de este film, sin reducir al absurdo la gama
de temáticas que abarcan un sinnúmero de relaciones simbólicas que podrían
analizarse desde diferentes
perspectivas. La lógica de borde, liminar como diría Barthes, atraviesa
todo el film y nos habla de distintas significaciones posibles que coexisten a
un tiempo y muestran al espectador que la realidad no tiene una sola cara.
Nuestro personaje de tintes kafkianos, cuando no está en el piso
atormentado de muerte por espantosos dolores de cabeza o jugando Go con su
jubilado maestro Sol Robeson (Mark Margolis), piensa que la realidad puede ser
entendida en términos matemáticos e intenta buscar en su diversidad patrones,
que puedan hablar de una cierta regularidad en lo que aparece a simple vista como
un todo desorganizado.
Es un hombre solitario, atormentado por cefaleas desde niño, y
que toma innumerables píldoras para reducir sus martirios. Su sistema es
completamente pitagórico y asume que 1) Las matemáticas son el lenguaje de la
naturaleza 2) Todo lo que rodea al hombre puede ser representado y entendido
según el lenguaje de las matemáticas 3) Si se grafica cualquier fenómeno,
surgen claves que permiten afirmar que hay una regularidad en la naturaleza.
Pitágoras pensaba que había descubierto la clave del enigma del
universo al observar lo que él pensó era una armonía de la naturaleza con las
razones numéricas. De hecho el número Pi, ocasionó graves trastornos a su
concepción del mundo y obligó a su escuela a ocultar su descubrimiento ante su
tiempo, temiendo que se generaran conclusiones adversas a su filosofía.
El nombre de su monstruo de cables de nombre Euclides, sugiere
la obsesividad del protagonista ocupado en cierto tipo de investigación
matemática que realmente existe y ha tenido sus mayores éxitos en fenómenos más
o menos simples, pero que no ha podido extender sus conclusiones sobre el
llamado “efecto mariposa” más allá de la especulación imprudente. La película hecha poco antes de las
computadoras tal y cómo ahora las
conocemos, nos muestra un enorme y complicado artefacto que quizá hoy sería
substituible por una MacBook Pro.
La búsqueda de orden en la naturaleza ha sido una de las
pretensiones más apremiantes del hombre ante eso que Lacan denominó con el
registro de lo Real y que en la filosofía
tiene un nombre propio concebido por el genial filósofo de Koënisberg,
Inmmanuel Kant: el nóumeno.
La búsqueda de un orden de las cosas es una tendencia de buscar
regularidades en la naturaleza, que adoptará la forma de la mathesis en el
siglo XVI y que reducirá las cosas a una medida o a una fórmula que da cuenta
de lo complejo a través de una síntesis que puede transmitirse en forma
sencilla. El saber, se nutre de la constitución de una lengua pasible de
perfección que toma como modelo la combinatoria, es así como se crea el enfoque
de Leibniz y el cálculo de Condillac.
Paralelamente a estas investigaciones, se crearán los
diccionarios, conjuntos de representaciones que pueden ser correlacionadas
entre sí. El hombre habla, clasifica, intercambia, tratando de encontrar una
coherencia perfecta a su mundo. El lenguaje se convertirá en un medio de
análisis que constituye diversos discursos según reglas, y cuya función es
establecer un orden sucesivo en la simultaneidad de la experiencia. La pretensión
sería establecer una gramática general independiente de toda historia y de toda lengua, nos dice Foucault en Las
palabras y las cosas, un “estudio del orden verbal en su relación con la
simultaneidad que está encargada de representar”. El fundamento de todas las
proposiciones se basa en un verbo: Ser.
En torno a él ¾ también nos señala Foucault ¾ se articularán las
cosas por nombre y adjetivo, formando un “cuadrilátero del lenguaje”
(proposición, articulación, designación y derivación) cuyo fin es “atribuir un
ser a las cosas y nombrar su ser en este nombre”.
El orden en la naturaleza
y el orden en las riquezas tendrán, luego para la experiencia clásica,
el mismo modo de ser que el orden de las representaciones tal como es
manifestado por las palabras; y además las palabras formarán un sistema de
signos privilegiado, que intentará hacer aparecer el orden de las cosas, para
que la historia natural, si está bien
hecha, y para que la moneda, si está bien regulada, funcionen a la manera del
lenguaje. Lo que el álgebra es con respecto de la mathesis, lo son los signos
y, en particular las palabras con respecto a la taxonomía: constitución y
manifestación evidente del orden de las cosas.
Sin embargo, el panorama empírico de la Modernidad traerá como
consecuencia un discurso en el que el lenguaje se dispersa. La representación
no será más que un efecto de superficie atribuible al hombre. El orden
pertenece ahora a las cosas mismas y a su ley interior, este movimiento da
lugar a filosofías “materialistas” que rehúyen cualquier soporte metafísico. Se
rompe, en este momento, la posibilidad de una mathesis universal.
Aun así, el hombre es reacio a renunciar a aceptar el fracaso
del determinismo absoluto y la no existencia de un orden definitivo de todas
las cosas, todavía en 1908, el matemático francés Henri Poincaré partiendo del
esquema laplaceano, ensayó con sistemas matemáticos no lineales, habiendo
llegado a ciertas conclusiones que, son un antecedente histórico y conceptual
de la teoría del caos.
El mismo Lacan en la última etapa de su vida, se obsesionó con
la obtención de mathemas y modelos de representación que fuesen incluso más
allá de la simple representación, por más absurdo que parezca.
Pero precisamente la incapacidad del hombre para pronosticar en
forma exacta los acontecimientos, y dar cuenta exacta del mundo que le rodea,
conduce a una crisis de la representación. Así, la cultura europea desplazará
su interés de las identidades, a fuerzas ocultas referidas a una determinada
sustancia que atenderá a razones como el origen, la causalidad y la historia.
Se constituirán tres modos de saber que fundan a su vez tres disciplinas: la
biología, la economía fundada sobre la producción, y la filología. Términos
como “posibilidades del Ser”, son reemplazados por: “condiciones de vida”. Toda esta historia de la búsqueda
de un saber es la que funda nuestra modernidad y el enfoque empírico de las
ciencias tal y como lo conocemos de la manera más positivista y tradicional.
El problema en el fondo, es la determinación de si todos los
fenómenos del mundo están concatenados ó algunas cosas suceden al azar,
problema que atormenta a científicos y filósofos desde Pitágoras hasta
Heisenberg.
Lo cierto es que el determinismo absoluto se encuentra en crisis
en la ciencia, la filosofía y las ciencias sociales desde hace tiempo, pero la
ideología en contra del azar, está muy presente en la vida cotidiana en dónde
nosotros los hombres sencillos, nos queremos saber cobijados por un orden
creado y sostenido por un Dios justo, equilibrado, un buen padre que nos cuide
frente a las adversidades de la vida. Una creencia que está presente en todos
nosotros, querámoslo o no, pues hasta el más ateo reza en o le nombra en
momentos de enfermedad, dolor o tribulaciones.
En el filme, la pasión del protagonista por los números le hace
tener un contacto erótico con su máquina que incluso parece hablarle, al punto
que, en su perversión sexual prefiere el trato con cables y chips al de su
simpática vecinita hindú, quien estaría dispuesta a ofrecerle una revisión
exhaustiva de su hardware sin mayores problemas.
Lamentablemente, Max prefiere las máquinas y las relaciones
numéricas a las personas, ni siquiera da uso a su habilidad para procurarse una
vida mejor fuera del Barrio Chino neoyorkino.
Se comporta en lo cotidiano como si odiara la vida, por no
ajustarse del todo, a la exactitud de los cálculos que pueden hacerse a través
de una máquina. Como una curiosidad les indico que el número que él busca de
216 dígitos, en la película no aparece, pues lo que se muestra es una imagen de
218 dígitos.
Su alter ego Euclides se quema al tratar de encontrar una
secuencia de números relacionados con “un patrón” de los movimientos de la
Bolsa. Sus estudios no pasan inadvertidos para un grupo de ambiciosos corredores
que sin ningún freno moral buscan su beneficio y lo acosan para que les
proporcione datos para controlar el mercado.
Otro grupo, esta vez de judíos fundamentalistas de la secta
hasídica, lo trata de contactar con el fin de que les ayude en sus elucubraciones
y pesquisa del “verdadero” nombre de Dios que los situaría a un paso del
Paraíso Perdido. Max accede a ayudar a ambas hordas en su búsqueda, pero padece
de horribles imágenes de pesadilla relacionadas con su soledad y su niñez
aislada de genio matemático.
En el extremo de su sufrimiento persigue el rastro de sangre de
uno de sus fantasmas alucinados (proyección de su propia locura) que le lleva a
contactar con un repulsivo cerebro sin cuerpo que late como un horrendo molusco
en los estertores de la muerte. Ese cerebro sin cuerpo es él mismo.
La pesadilla de nuestro atribulado héroe se complica. Parece ser
que el mismo número que representa a Dios, no sólo controla la bolsa, sino que
crea huracanes, conforma las espirales de las conchitas de mar, se encuentra en
los dibujos de Da Vinci plasmados en región aúrea, y es la chispa que
despertaría la inteligencia artificial de las máquinas.
Sus “compañeros” judíos que se han portado aparentemente
decentes llegan a espetarle finalmente en su cara que no es puro y que es sólo
el recipiente de un nombre santo dirigido a personas santas. El fin justifica
los medios y él debe obedecer sin reparar en la justeza o injusticia de esos
que se consideren seres humanos más puros que otros, exactamente como lo hicieron
los nazis en la segunda guerra mundial cuando eliminaron por impuros a seis
millones de judíos.
La trama sigue un camino fascinante que es bien dosificado al
público por una cámara claustrogénica acompañada de una música electrónica
tensa y nerviosa compuesta por Clint Mansell integrante del grupo: Pop Will Eat
Itself band.
Tras desechar la palabra de su maestro Sol sobre la no
existencia de una esencia del universo
ejemplificada por la no repetición de
dos juegos de Go iguales y sus sabios consejos sobre que debe descansar, Max
decide llevar a las últimas consecuencias su investigación.
Obtiene nuevamente el patrón de Patrón de las 216 cifras, y
empieza a encontrar regularidades en todo, su convicción es que ha sido
predestinado a ello. La conciencia de ese patrón parece serle finalmente
insoportable. Somos seres poblados de sentido
y en búsqueda constante de él, pero el sentido único y fijo nos es
insoportable (el lenguaje mismo es una prueba de ello), quizá porque éste no
puede ser más que un absurdo sin sentido. El Creador se le revela así como un
monstruo sin voluntad, como un organismo natural que como el Dios de Spinoza no
cuida más de sus criaturas porque han dejado de importarle o los ha dejado en
libertad.
Esta visión única que rebasa la razón humana le impulsa a
raparse y cuadricular alrededor de la extraña cicatriz que tiene su cabeza,
para decidir en el dramático final ¾ tras destruir el número refulgente ¾
taladrarse la cabeza en busca de una paz sólo asequible en el estado de
ignorancia.
La película termina como empezó, con el recuerdo del
protagonista de haberse quedado ciego a los seis años por mirar al Sol.
Aronofsky pareciera querer decirnos que no estamos hechos los seres humanos
para mirar al astro rey, ni a la verdad de frente, a riesgo de quedar ciegos en
forma permanente.
También quizá sea en el fondo una crítica a quienes abogan por
el determinismo absoluto y la racionalidad pura, negando sus afectos, pero
también conceptos como libertad, contingencia, libre albedrío, indeterminación
azar e inconsciente.
http://psicoanalisisextension.blogspot.com.co/2013/01/pi-el-orden-del-caos-darren-aronofsky.html
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