Aldous Huxley
Prólogo
El remordimiento crónico, y en
ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente
indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible
y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero
en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas.
Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.
También el arte tiene su
moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética
corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan
indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las
malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en
lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás,
intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su
primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los
pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo
en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo Un mundo feliz sea exactamente igual al
viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; más para corregirlos
debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor,
como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de
las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera
originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los
remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del
libro y pensar en otra cosa.
Sin embargo, creo que sí
merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el
siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata
en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana
en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En
la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les
ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania
de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta.
Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al
Salvaje hablar más racionalmente de lo que su educación entre los miembros
practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de
la ferocidad de los «Penitentes», le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni
siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones.
Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo
nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de
maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron
miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico
esteta que era el autor de la fábula.
Actualmente no siento deseos
de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando
no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy
raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más
a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por
haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura
y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico
ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase
intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y
sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los
bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente.
Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas
de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del
osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con
estas simples palabras: «Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Si monumentum requiris circumspice».
Pero volviendo al futuro… Si
ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una
tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema,
yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto
punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del mundo feliz, que
viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería
descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y
cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo
que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la
actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión
sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin Último del hombre, el
conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de
Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto
Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado
al principio del Fin Último, de modo que la primera pregunta a formular y
contestar en toda contingencia de la vida sería: «¿Hasta qué punto este
pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte
y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin Último del
hombre?».
Educado entre los primitivos,
el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a
Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún
conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta
de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con
estos cambios, Un mundo feliz
poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan
trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su
forma actual, evidentemente carece.
Pero Un mundo feliz es un libro acerca del futuro, y, aparte sus
cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede
interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a
realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el
plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus
pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o
invalide las previsiones de 1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio
fallo de previsión. Un mundo feliz no
contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la
contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de
conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Mi
viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre
este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración
publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes
y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos
desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo
fácilmente. El tema de Un mundo feliz
no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los
logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por
sobreentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen
específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los
resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La
liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia
humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos
poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más
profunda.
Esta revolución realmente revolucionaria deberá
lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres
humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade
hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de
racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma
más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf
había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el
apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera
política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los
niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad
sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural,
de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización
tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay,
naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta
más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción
universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas
(en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son
locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para
lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución
final, personal, realmente revolucionaria.
En la actualidad nos hallamos en la primera
fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la
guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las
profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura
suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para
comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo
XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron
realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y
generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus
recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los
casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo
agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también
conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los
últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales
nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda. El último
hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando
escribió una carta a The Times
sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como
habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de
aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales
nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos
conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda
Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el
hambre universal.
Suponiendo, pues, que seamos capaces de
aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar
un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo
parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear
estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será,
evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes
en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales
estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al
hecho -no humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el científico
nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la
Humanidad no se adapta al mismo…, bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá
que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos
y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se
lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el
pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por
gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el
futuro inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado
inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía
de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria,
han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar
contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las
prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean
más o menos enteramente totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la
energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de
domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el
nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y
piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en
masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día,
le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una
época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu
Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes
políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una
población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción
alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea
asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda,
los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos
todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según
los cuales si se encargaban de la educación del niño podían responder de las
opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la
realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente
en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los
reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la
propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se
haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista
práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar
ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las
masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables,
la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más
eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y
las más
convincentes refutaciones
lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la
liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos
positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más
importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas
por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán
en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema
de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a
la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por
sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad
tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución
meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse
como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los
cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras
cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica
mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los
infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina.
En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias
humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo
dado a su adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas
redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos
sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás). En tercer
lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente
siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el
alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más
placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un
proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para
llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de
tontos, destinado a estandarizar el producto humano y a facilitar así la tarea
de los dirigentes. En Un mundo feliz
esta uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo
fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e ideológicamente, todavía
estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de
adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la
Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos
característicos de este mundo más feliz y más estable -los equivalentes del
soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas-, probablemente no se
hallan más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas
ciudades americanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de
bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se
expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período de
doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un
animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la
libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que
necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios
desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración
con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del
cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con
la servidumbre que es su destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía
se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace
sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el
futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el
plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir
nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a
menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como
un fin para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como
el medio para producir una raza de individuos libres, sólo podremos elegir
entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales,
militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba
atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra
es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo
supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que resultaría
del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en
particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y
estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es
quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.
Capítulo I
Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta
y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de
Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo, la
divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.
La enorme sala de la planta baja se hallaba
orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y
del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las
ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida
forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel
y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la
invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las
manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz
era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los
microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo
de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían
la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
—Y ésta —dijo el director,
abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos
fecundadores se hallaban entregados a su trabajo, cuando el director de
Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio,
sólo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se
halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién
ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi
abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un
bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba
desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un
raro privilegio. El DIC de la central de Londres tenía siempre un gran interés
en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos
departamentos.
—Sólo para darles una idea
general —les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea
general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero
no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad,
a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y
la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males
necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los
coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la
sociedad.
—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía
un tanto amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no
tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto…
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente
de los labios de la ciencia personificada al bloc de notas. Los muchachos
garrapateaban como locos.
Alto y más bien delgado, muy erguido, el
director se adentró por la sala. Tenía el mentón largo y saliente, y dientes
más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por sus labios
regordetes, de curvas floreadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta?
¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión no
llegaba siquiera a plantearse; en aquel año de estabilidad, el 632 después de
Ford, a nadie se le hubiese ocurrido preguntarlo.
—Empezaré por el principio
—dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la
intención del director en sus blocs de notas: «Empieza por el principio».
—Esto —siguió el director, con un movimiento de
la mano— son las incubadoras. —Y abriendo una puerta aislante les enseñó
hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados—. La provisión semanal de
óvulos —explicó—. Conservados a la temperatura de la sangre; en tanto que los
gametos masculinos —y al decir esto abrió otra puerta— deben ser conservados a
treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete. La
temperatura de la sangre esterilizada.
Los moruecos envueltos en
termógeno no engendran corderillos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el
director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los lápices corrían
ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de
fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos quirúrgicos, la
operación voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el hecho
de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses; prosiguió con
unas notas sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de forma
que se conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a hacer algunas
consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos
y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó en
la práctica cómo se retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se
vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo
los óvulos que contenía eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades,
contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al
sitio donde se realizaba la operación) este recipiente era sumergido en un
caldo caliente que contenía espermatozoos en libertad, a una concentración
mínima de cien mil por centímetro cúbico, como hizo constar con insistencia; y
cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del caldo y su
contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin
fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en caso necesario, una tercera vez; cómo
los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas
permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los
Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al cabo de sólo treinta y seis horas,
para ser sometidos al método de Bokanovsky.
—El método de Bokanovsky
—repitió el director.
Y los estudiantes subrayaron
estas palabras.
Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad.
Pero un óvulo bokanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y
seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido
y cada embrión se convertirá en un adulto normal. Una producción de noventa y
seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.
—En esencia —concluyó el DIC—, la
bokanovskificación consiste en una serie de paros del desarrollo. Controlamos
el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.
«Reacciona echando brotes».
Los lápices corrían.
El director señaló a un lado. En una ancha
cinta que se movía con gran lentitud, un portatubos enteramente cargado se
introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía otro portatubos
igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó
que los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara
metálica. Ocho minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar.
Unos pocos morían; de los restantes, los menos aptos se dividían en dos;
después a las incubadoras, donde los nuevos brotes empezaban a desarrollarse;
luego, al cabo de dos días, se les sometía a un proceso de congelación y se
detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos
brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como
consecuencia de ello, volvían a subdividirse —brotes de brotes de brotes— y
después se les dejaba desarrollar en paz, puesto que una nueva detención en su
crecimiento solía resultar fatal. Pero, a aquellas alturas, el óvulo original
se había convertido en un número de embriones que oscilaba entre ocho y noventa
y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la
Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en
tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez
en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un tiempo.
—Veintenas —repitió el director; y abrió los
brazos como distribuyendo generosas dádivas—. Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante
estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja.
—¡Pero, hijo mío! —exclamó el director,
volviéndose bruscamente hacia él—. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede
comprenderlo? —Levantó una mano, con expresión solemne—. El Método Bokanovsky
es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
«Uno de los mayores
instrumentos de la estabilidad social».
Hombres y mujeres estandarizados, en grupos
uniformes. Todo el personal de una fábrica podía ser el producto de un solo
óvulo bokanovskificado.
—¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa
y seis máquinas idénticas! —La voz del director casi temblaba de entusiasmo—.
Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. —Citó la divisa
planetaria—: «Comunidad, Identidad, Estabilidad». —Grandes palabras—. Si
pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas
invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos. El principio
de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.
—Pero, por desgracia —añadió el director—, no
podemos bokanovskificar indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y
setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder
realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como
fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun
esto era difícil.
—Porque, por vías naturales, se necesitan
treinta años para que doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea
consiste en estabilizar la población en este momento, aquí y ahora. ¿De qué nos
serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de
Podsnap había acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora cabía
tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta óvulos maduros en
dos años. Fecundación y bokanovskificación —es decir, multiplicación por
setenta y dos—, aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y
hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el
plazo de dos años.
—Y, en casos excepcionales, podemos lograr que
un solo ovario produzca más de quince mil individuos adultos.
Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote
que en aquel momento pasaba por allá, lo llamó:
—Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de
un solo ovario, Mr. Foster?
—Dieciséis mil doce en este Centro —contestó
Mr. Foster sin vacilar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy
vivos, y era evidente que le producía un intenso placer citar cifras—.
Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos.
Pero, desde luego, se ha conseguido mucho más —prosiguió atropelladamente— en
algunos centros tropicales. Singapur ha producido a menudo más de dieciséis mil
quinientos; y Mombasa ha alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que
tienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un
ovario de negra a la pituitaria! Es algo asombroso, cuando uno está
acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —agregó, riendo
(aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla
retadoramente)—, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente
estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo cuenta dieciocho
meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o
en embrión. Y sigue fuerte. Todavía les ganaremos.
—¡Éste es el espíritu que me gusta! —exclamó el
director; y dio unas palmadas en el hombro de Mr. Foster—. Venga con nosotros y
permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de
experto.
Mr. Foster sonrió
modestamente.
—Con mucho gusto —dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado
reinaba una animación armoniosa y una actividad ordenada. Trozos de peritoneo
de cerda, cortados ya a la medida adecuada, subían disparados en pequeños
ascensores, procedentes del Almacén de Órganos de los sótanos. Un zumbido,
después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el
forrador de envases sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo,
introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente
forrado por el interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la
cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro trozo de peritoneo era
disparado desde las profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de
otro frasco, el siguiente de aquella lenta procesión que la cinta transportaba.
Después de los forradores había los
matriculadores. La procesión avanzaba; uno a uno, los óvulos pasaban de sus
tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de
peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la solución
salina… y ya el frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores.
Herencia, fecha de fertilización, grupo de Bokanovsky al que pertenecía, todos
estos detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus
nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación
Social.
—Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas —dijo
Mr. Foster, satisfecho, al entrar.
—Que contienen toda la
información de interés —agregó el director.
—Puestas al día todas las
mañanas.
—Y coordinadas todas las
tardes.
—En las cuales se basan los
cálculos.
—Tantos individuos, de tal y
tal calidad —dijo Mr. Foster.
—Distribuidos en tales y tales
cantidades.
—El óptimo porcentaje de
Decantación en cualquier momento dado.
—Permitiendo compensar
rápidamente las pérdidas imprevistas.
—Rápidamente —repitió Mr. Foster—. ¡Si supieran
ustedes la cantidad de horas extras que tuve que emplear después del último
terremoto en el Japón!
Rió de buena gana y movió la
cabeza.
—Los Predestinadores envían
sus datos a los Fecundadores.
—Quienes les facilitan los
embriones que solicitan.
—Y los frascos pasan aquí para
ser predestinados concretamente.
—Después de lo cual vuelven a
ser enviados al Almacén de Embriones.
—Adonde vamos a pasar ahora
mismo.
Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la
marcha hacia una escalera que descendía al sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo
penetró en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un
pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible
infiltración de la luz.
—Los embriones son como la película fotográfica
—dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta—. Sólo
soportan la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio
de la cual los estudiantes le seguían ahora era visible y escarlata como la
oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los
voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas,
brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros
rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del
lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.
—Deles unas cuantas cifras, Mr. Foster —dijo el
director, que estaba cansado de hablar.
A Mr. Foster le encantó darles
unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de longitud,
doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinitas
bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo,
primera galería y segunda galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía
a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres
fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una
escalera móvil.
La escalera que procedía de la
Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los
quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notaba,
era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por
hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento
treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en
la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos
sesenta y siete, luz de día en la Sala de Decantación. La llamada existencia
independiente.
—Pero en el intervalo —concluyó Mr. Foster— nos
las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un
montón de cosas.
—Éste es el espíritu que me gusta —volvió a
decir el director—. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.
Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su
lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se
alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con placentina y tiroxina.
Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de
las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde
cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria
administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido.
Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el
metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba
centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo
hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se
refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de
extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia,
había que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del
cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran
sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la
gravedad del llamado «trauma de la decantación» y enumeró las precauciones que
se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del
embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo
llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de
etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de
interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.
—Porque, desde luego —dijo Mr. Foster—, en la
gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo
ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero
queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen
margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de
embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una
dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les
queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente
normales en su estructura, excepto —tuvo que reconocer— que tienen una ligera
tendencia a echar barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo
cual nos conduce por fin —prosiguió Mr. Foster— fuera del reino de la mera
imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de
la invención humana.
Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos
no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
—También predestinamos y condicionamos.
Decantamos nuestros críos como seres humanos socializados, como Alfas o
Epsilones, como futuros poceros o futuros… —Iba a decir «futuros Interventores
Mundiales», pero rectificando a tiempo, dijo—… futuros Directores de
Incubadoras.
El director agradeció el
cumplido con una sonrisa.
Pasaban en aquel momento por el metro 320 del
Estante nº 11. Un joven Beta-Menos, un mecánico, estaba atareado con un
destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la
sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido
del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más…
Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y
terminó su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo
proceso en la bomba del frasco siguiente.
—Está reduciendo el número de revoluciones por
minuto —explicó Mr. Foster—. El sucedáneo circula más despacio; por
consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por tanto, aporta
menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener
a un embrión por debajo de lo normal.
Y volvió a frotarse las manos.
—¿Y para qué quieren mantener a un embrión por
debajo de lo normal? — preguntó un estudiante ingenuo.
—¡Estúpido! —exclamó el director, rompiendo un
largo silencio—. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon debe
tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon también?
Evidentemente, no se le había
ocurrido. Quedó abochornado.
—Cuanto más baja es la casta —dijo Mr. Foster—,
menos debe escasear el oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro.
Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se consiguen
enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven para nada
—concluyó Mr. Foster—. En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y
excitado), si lograran descubrir una técnica para abreviar el período de
maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad! Consideren
si no al caballo.
Todos lo consideraron.
—El caballo alcanza la madurez a los siete
años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a los trece años aún no
está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento. De
ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado. Pero en los
Epsilones —dijo Mr. Foster, muy acertadamente— no necesitamos inteligencia
humana.
No la necesitaban, y no la «fabricaban». Pero,
aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo
del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de
inmadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta
que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la
comunidad!
—¡Enorme! —murmuraron los
estudiantes.
El entusiasmo de Mr. Foster
era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una
coordinación endocrina anormal que era la causa de que los hombres crecieran
tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación
germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía
devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad
de los perros y de las vacas? Éste era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido
individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los
seis y medio. Un triunfo científico. Pero socialmente inútil. Los hombres y las
mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo
de un Epsilon. Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba
modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía
estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años
y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular
escarlata les había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A
partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el
resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez
en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.
—Condicionamiento con respecto
al calor —explicó Mr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos.
El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de intensos rayos X. En el
momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío. Estaban
predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al
acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el
criterio de su cuerpo.
—Nosotros los condicionamos de modo que tiendan
hacia el calor — concluyo Mr. Foster—. Y nuestros colegas de arriba les
enseñarán a amarlo.
—Y éste —intervino el director
sentenciosamente—, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que
uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente
ame su inevitable destino social.
En un boquete entre dos túneles, una enfermera
introducía una jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que
pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos momentos.
—Muy bien, Lenina —dijo Mr. Foster cuando, al
fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar
del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló
hacia él, en una hilera de coralinos dientes.
—Encantadora, encantadora
—murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en
correspondencia una sonrisa deferente, a él destinada.
—¿Qué les da? —preguntó Mr. Foster, procurando
adoptar un tono estrictamente profesional.
—Lo de siempre: el tifus y la
enfermedad del sueño.
—Los trabajadores del trópico empiezan a ser
inoculados en el metro 150 —explicó Mr. Foster a los estudiantes—. Los
embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades
del hombre futuro. —Luego, volviéndose a Lenina, añadió—: A las cinco menos
diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
—Encantadora —dijo el director
una vez más.
Y, con otra palmadita, se
alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima
generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para
acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina… El
primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en
embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un
mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.
—Para mejorar su sentido del equilibrio
—explicó Mr. Foster—. Efectuar reparaciones en el exterior de un cohete en el
aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación
hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando
están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de
hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora —prosiguió Mr.
Foster—, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para
intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número
5. Es el nivel de la Primera Galería
—gritó a dos muchachos que
habían empezado a bajar a la planta—. Están por los alrededores del metro 900
—explicó—. No se puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz
hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había
consultado su reloj.
—Las tres menos diez —dijo—. Me temo que no
habrá tiempo para los embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías
antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
—Al menos, una mirada a la
Sala de Decantación —imploró.
—Bueno, está bien. —El director sonrió con
indulgencia—. Pero sólo una ojeada.
Capítulo II
Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación.
El DIC y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la
quinta planta.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento
Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una
vasta estancia vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada
hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con
pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos
asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo
jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de
flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables
querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente
rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta
apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la
muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.
Cuando el DIC entró, las
enfermeras se cuadraron rígidamente.
—Coloquen los libros —ordenó
el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la
orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos:
una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna
imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.
—Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la
sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una
especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en
cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente
iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y todos vestían de color caqui,
porque pertenecían a la casta Delta.
—Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron
descargados.
—Y ahora sitúenlos de modo que
puedan ver las flores y los libros.
Los chiquillos inmediatamente guardaron
silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos,
aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas.
Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una
nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y
profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De
las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación,
gorjeos y ronroneos de placer.
El director se frotó las
manos.
—¡Estupendo! —exclamó—. Ni
hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta.
Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas
transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director
esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:
—Fíjense bien.
La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un
cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca. Se
produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una sirena.
Timbres de alarma se dispararon, locamente.
Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en
chillidos; sus rostros aparecían convulsos de terror.
—Y ahora —gritó el director (porque el
estruendo era ensordecedor)—, ahora pasaremos a reforzar la lección con un
pequeño shock eléctrico.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la
enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron
súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo casi demencial, en los gritos
agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y
cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los
tirones de alambres invisibles.
—Podemos electrificar toda esta zona del suelo
—gritó el director, como explicación—. Pero ya basta.
E hizo otra señal a la
enfermera.
Las explosiones cesaron, los timbres
enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al
silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había
sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en
el llanto normal del terror ordinario.
—Vuelvan a ofrecerles las
flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la
proximidad de las rosas, a la sola vista de las alegres y coloreadas imágenes
de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y
el volumen de su llanto aumentó súbitamente.
—Observen —dijo el director,
en tono triunfal—. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas
eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya
fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones de la
misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre
ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
—Crecerán con lo que los psicólogos solían
llamar un odio instintivo hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados
definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su
vida. —El director se volvió hacia las enfermeras—. Llévenselos.
Llorando todavía, los niños vestidos de caqui
fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras
de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.
Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque
comprendía perfectamente que no podía permitirse que los miembros de una casta
baja perdieran el tiempo de la comunidad en libros, y que siempre existía el
riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desdicha, destruir uno de sus
reflejos condicionados, sin embargo…, bueno, no podía comprender lo de las
flores. ¿Por qué tomarse la molestia de hacer psicológicamente imposible para
los Deltas el amor a las flores?
Pacientemente, el DIC se explicó. Si se inducía
a los niños a chillar a la vista de una rosa, ello obedecía a una alta política
económica. No mucho tiempo atrás (aproximadamente un siglo), los Gammas, los
Deltas y hasta los Epsilones habían sido condicionados de modo que les gustaran
las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El
propósito, entonces, estribaba en inducirles a salir al campo en toda
oportunidad, con el fin de que consumieran transporte.
—¿Y no consumían transporte?
—preguntó el estudiante.
—Mucho —contestó el DIC—. Pero
sólo transporte.
Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un
grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las
fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas
más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir
transporte. Porque, desde luego, era esencial, que siguieran deseando ir al
campo, aunque lo odiaran. El problema residía en hallar una razón económica más
poderosa para consumir transporte que la mera afición a las prímulas y los
paisajes. Y lo encontraron.
—Condicionamos a las masas de modo que odien el
campo —concluyó el director—. Pero simultáneamente las condicionamos para que
adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, velamos para que todos los
deportes al aire libre entrañen el uso de aparatos complicados. Así, además de
transporte, consumen artículos manufacturados. De ahí estas descargas
eléctricas.
—Comprendo —dijo el
estudiante.
Y presa de admiración, guardó
silencio.
El silencio se prolongó; después, aclarándose
la garganta, el director empezó:
—Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía
en la Tierra, hubo un chiquillo que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era
hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es el polaco, desde luego.
—Una lengua muerta.
—Como el francés y el alemán —agregó otro
estudiante, exhibiendo oficiosamente sus conocimientos.
—¿Y «padre»? —preguntó el DIC.
Se produjo un silencio incómodo. Algunos
muchachos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la
significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y ciencia
pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la
mano.
—Los seres humanos antes eran… —vaciló; la
sangre se le subió a las mejillas—. Bueno, eran vivíparos.
—Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación. —Y
cuando los niños eran decantados… —Cuando nacían —surgió la enmienda.
—Bueno, pues entonces eran los padres… Quiero
decir, no los niños, desde luego, sino los otros.
El pobre muchacho estaba
abochornado y confuso.
—En suma —resumió el director—. Los padres eran
el padre y la madre. — La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una
bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre
—repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y,
arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—: Estos hechos son desagradables,
lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables.
Luego volvió al pequeño Reuben, al pequeño
Reuben, en cuya habitación, una noche, por descuido, su padre y su madre
(¡lagarto, lagarto!) se dejaron la radio en marcha. (Porque deben ustedes
recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran
criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del
Estado.)
Mientras el chiquillo dormía, de pronto la
radio empezó a dar un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran
asombro de sus lagarto y lagarto (los muchachos más atrevidos osaron sonreírse
mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una
larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo («uno de los
poquísimos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros»), George
Bernard Shaw, quien hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces,
de su propio genio. Para los… (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta
conferencia era, desde luego, perfectamente incomprensible, y, sospechando que
su hijo se había vuelto loco de repente, enviaron a buscar a un médico.
Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había
radiado la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una comunicación
a las publicaciones médicas acerca de ello.
—El principio de la enseñanza durante el sueño,
o hipnopedia, había sido descubierto.
El DIC hizo una pausa
efectista.
El principio había sido descubierto; pero
habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado
con utilidad.
—El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo
veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo
T.
Al decir estas palabras, el director hizo la
señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron
reverentemente.
Furiosamente, los estudiantes garrapateaban:
«Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no
antes? Dos razones. (a)…»
—Estos primeros experimentos —les decía el DIC—
seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía
convertirse en un instrumento de educación intelectual.
Un niño duerme sobre su costado derecho, con el
brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de
un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de una caja, una voz habla
suavemente.
«El Nilo es el río más largo de África y el
segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que
el Mississippi Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del
mundo en cuanto a la anchura de su
cuenca, que se extiende a
través de 35 grados de latitud…» A la mañana siguiente, alguien dice:
—Tommy, ¿sabes cuál es el río
más largo de África?
El chiquillo niega con la
cabeza.
—Pero, ¿no recuerdas algo que
empieza: «El Nilo es el…?».
—El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-detodos-los-ríos-del-Globo…
—Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—.
Aunque-es-poco-menos-largo-que…
—Bueno, entonces, ¿cuál es el
río más largo de África?
Los ojos aparecen vacíos de
expresión.
—No lo sé.
—Pues el Nilo, Tommy.
—¿Cuál es el río más largo del
mundo, Tommy?
Tommy rompe a llorar.
—No lo sé —solloza.
Este llanto, según explicó el director,
desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No
se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, la longitud del
Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa
de qué trata.
—Por el contrario, debían haber empezado por la
educación moral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los
estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban
hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe
ser racional.
—Silencio, silencio —susurró un altavoz, cuando
salieron del ascensor, en la decimocuarta planta, y «Silencio, silencio»
repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los
pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar
automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde
luego; pero también los Alfas han sido condicionados. «Silencio, silencio». El
aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel imperativo categórico.
Unos cincuenta metros recorridos de puntillas
los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el
umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros
se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un
murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.
En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró
ante el director.
—¿Cuál es la lección de esta
tarde? —preguntó éste.
—Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos
Sexo Elemental — contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Conciencia
de Clase Elemental.
El director paseó lentamente a lo largo de la
larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y
niñas yacían, respirando suavemente.
Debajo de cada almohada se oía un susurro. El
DIC se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente.
—¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el
director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz.
Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de
la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor.
«… todos visten de color verde —dijo una voz
suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta
visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los
Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir.
Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un
Beta».
Se produjo una pausa; después
la voz continuó:
«Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan
mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De
verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además,
nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son
tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui.
¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son
peores. Son demasiado tontos para…»
El director volvió a cerrar el interruptor. La
voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las
ochenta almohadas.
—Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta
veces antes de que despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez
el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante treinta meses.
Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada.
Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los
Deltas y una vaharada de asafétida, indisolublemente relacionados entre sí
antes de que el niño sepa hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo
tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles, no puede inculcar las
formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las palabras,
pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia.
—La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los
tiempos.
Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños
blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.
El director volvió a accionar
el interruptor.
«… terriblemente inteligentes —estaba diciendo
la voz suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de ser
Beta, porque…»
No precisamente como gotas de agua, a pesar de
que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como
gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan, que se
incorporan a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se
convierte en un solo bloque escarlata.
—Hasta que, al fin, la mente del niño se
transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del
niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de
toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide… formada por estas
sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! —casi gritó el
director, exaltado—. ¡Sugestiones del
Estado! —Descargó un puñetazo
encima de una mesa—. De ahí se sigue que… Un rumor lo indujo a volverse.
—¡Oh, Ford! —exclamó, en otro
tono—. He despertado a los niños.
Capítulo III
Fuera, en el jardín, era la hora del recreo.
Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas
corrían de acá para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o
permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en
grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio
en la espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba
con el zumbido de las abejas y los helicópteros.
El director y los alumnos permanecieron algún
tiempo contemplando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte
de ellos formaban círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que
arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la
pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba
velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas
practicadas en la armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.
—Es curioso —musitó el director, cuando se
apartaron del lugar—, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro
Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos
pelotas, unos pocos palos y a veces una red. Imaginen la locura que representa
permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el
consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo
juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos
como el más complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió
espontáneamente—. He aquí un grupito encantador —dijo, señalando.
En una breve extensión de césped, entre altos
grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y
una niña que quizá tendría un año más, jugaban —gravemente y con la atención
concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación— a un
rudimentario juego sexual.
—¡Encantador, encantador!
—repitió el DIC, sentimentalmente.
—Encantador —convinieron los
muchachos, cortésmente.
Pero su sonrisa tenía cierta expresión
condescendiente: hacía muy poco tiempo que habían abandonado aquellas
diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin cierto
desprecio. ¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo el tonto;
nada más. Chiquilladas.
—Siempre pienso… —empezó el
director en el mismo tono sensiblero.
Pero lo interrumpió un llanto
bastante agudo.
De unos matorrales cercanos emergió una
enfermera que llevaba cogido de la mano un niño que lloraba. Una niña, con
expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.
—¿Qué ocurre? —preguntó el
director.
La enfermera se encogió de
hombros.
—No tiene importancia —contestó—. Sólo que este
chiquillo parece bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo
había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas. Empezó a llorar
y…
—Honradamente —intervino la chiquilla de
aspecto ansioso—, yo no quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.
—Claro que no, querida —dijo la enfermera,
tranquilizándola—. Por esto — prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo
llevo a presencia del Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay
en él alguna anormalidad.
—Perfectamente —dijo el director—. Llévelo
allá. Tú te quedas aquí, chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba
con el niño, que seguía llorando—. ¿Cómo te llamas?
—Polly Trotsky.
—Un nombre muy bonito, como tú —dijo el
director—. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño con quien jugar.
La niña echó a correr hacia
los matorrales y se perdió de vista.
—¡Exquisita criatura! —dijo el director,
mirando en la dirección por donde había desaparecido; y volviéndose después
hacia los estudiantes, prosiguió—: Lo que ahora voy a decirles puede parecer
increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los
hechos del pasado parecen increíbles.
Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un
largo período de tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante
algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían
sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal,
sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente
prohibidos.
Una expresión de asombrosa incredulidad
apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los
pobres chiquillos divertirse? No podían creerlo.
—Hasta a los adolescentes se les prohibía
—siguió el DIC—; a los adolescentes como ustedes… —¡Es imposible!
—Dejando aparte un poco de autoerotismo
subrepticio y la homosexualidad, nada estaba permitido.
—¿Nada?
—En la mayoría de los casos,
hasta que tenían más de veinte años.
—¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los
estudiantes, en un coro de incredulidad.
—Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les
dije que les parecería increíble.
—Pero, ¿qué pasaba? —preguntaron los
muchachos—. ¿Cuáles eran los resultados?
—Los resultados eran
terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido
inesperadamente en la conversación.
Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo
se hallaba un desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz
ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.
—Terribles —repitió.
En aquel momento, el DIC se hallaba sentado en
uno de los bancos de acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el
jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su
encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
—¡Interventor! ¡Qué inesperado placer!
Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería
Mustafá Mond.
En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro
mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban
por los altavoces:
—Cesa el primer turno del día… Empieza el
segundo turno del día… Cesa el primer turno del día…
En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry
Foster y el Director Ayudante de Predestinación daban la espalda
intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica, procurando evitar
toda relación con aquel hombre de mala fama.
En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y
chirrido de las máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos
podían sucederse; una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra;
mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de
futuros hombres y mujeres.
Lenina Crowne se dirigió hacia
la puerta.
¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes
casi se les salían los ojos de la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor
Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales!
Uno de los Diez… y se sentó en el banco, con el DIC, e iba a quedarse, a
quedarse, sí, y hasta a dirigirles la palabra… ¡Directamente de labios del
propio Ford!
Dos chiquillos morenos emergieron de unos
matorrales cercanos, les miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de
asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las hojas.
—Todos ustedes recuerdan —dijo el Interventor;
con su voz fuerte y grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e
inspirada frase de Nuestro Ford: «La Historia es una patraña —repitió
lentamente—, una patraña».
Hizo un ademán con la mano, y fue como si con
un visible plumero hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa,
era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia,
y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job,
Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas
motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio.
Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y
desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los
Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión! Otro, ¡y basta de Réquiem!
Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y…
—¿Irás al sensorama esta noche, Henry?
—preguntó el Predestinador Ayudante—. Me han dicho que el Filme del «Alhambra»
es estupendo. Hay una escena de amor sobre una alfombra de piel de oso; dicen
que es algo maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso. Unos efectos
táctiles asombrosos.
—Por esto no se les enseña Historia —decía el
Interventor—. Pero ahora ha llegado el momento…
El DIC le miró con inquietud. Corrían extraños
rumores acerca de viejos libros prohibidos ocultos en un arca de seguridad en
el despacho del Interventor. Biblias, poesías… ¡Ford sabía tantas cosas!
Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las
comisuras de sus rojos labios se fruncieron irónicamente.
—Tranquilícese, director —dijo en leve tono de
burla—. No voy a corromperlos.
El DIC quedó abrumado de
confusión.
Los que se sienten despreciados procuran
aparecer despectivos. La sonrisa que apareció en el rostro de Bernard Marx era
ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!
—Haré todo lo posible por ir
—dijo Henry Foster.
Mustafá Mond se inclinó hacia
delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
—Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su
voz provocó un extraño escalofrío en los diafragmas de sus oyentes—. Intenten
comprender el efecto que producía tener una madre vivípara.
De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez
a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad de sonreír.
—Intenten imaginar lo que
significaba vivir con la propia familia.
Lo intentaron; pero,
evidentemente, sin éxito.
—¿Y saben ustedes lo que era
un hogar?
Todos movieron negativamente
la cabeza.
Emergieron de su sótano oscuro y escarlata,
Lenina Crowne subió diecisiete pisos, torció a la derecha al salir del
ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta del vestuario
femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior.
Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían borboteando
de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje
—que funcionaban a base de vacío y vibración— amasaban simultáneamente la carne
firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que
hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un
solo de supercorneta.
—Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que
tenía el perchero y el armario junto al suyo.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se
llamaba también Crowne de apellido. Pero como entre los dos mil millones de
habitantes del planeta debían repartiese sólo diez mil nombres, esta
coincidencia nada tenía de sorprendente.
Lenina tiró de sus cremalleras —hacia abajo la
de la chaqueta, hacia abajo, con ambas manos, las dos cremalleras de los
pantalones, y hacia abajo también para la ropa interior—, y, sin más que las
medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.
Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos,
superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una
turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una
prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar
fue tan vívida que uno de los muchachos, más sensible que los demás, palideció
ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de marearse.)
Lenina salió del baño, se secó con la toalla,
cogió un largo tubo flexible incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho,
como si se dispusiera a suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada de aire
caliente la cubrió de finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y
agua de Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos
situados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se
perfumó con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias,
salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.
Y el hogar era tan mezquino
psíquicamente como físicamente.
Psíquicamente, era una
conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la vida en común,
hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán
peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo
familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los
hijos (sus hijos)…, se preocupaba por ellos como una gata por sus pequeños;
pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: «Nene mío,
nene mío una y otra vez. Nene mío, y, ¡oh, en mi pecho, sus manitas, su hambre,
y ese placer mortal e indecible! Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se
ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito
duerme…»
—Sí —dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—,
con razón se estremecen ustedes.
—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó
Lenina, volviendo de su masaje con un resplandor rosado, como una perla
iluminada desde dentro.
—Con nadie.
Lenina arqueó las cejas,
asombrada.
—Últimamente no me he encontrado muy bien
—explicó Fanny—. El doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
—¡Pero si sólo tienes diecinueve años! El
primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.
—Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes
les conviene empezar antes. El doctor Wells me dijo que las morenas de pelvis
ancha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los
diecisiete. De modo que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.
Abrió la puerta de su armario y señaló la
hilera de cajas y ampollas etiquetadas del primer estante.
«Jarabe de Corpus Luteum». Lenina leyó los
nombres en voz alta. «Ovalina fresca, garantizada; fecha de caducidad: 1 de
agosto de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día,
antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc. cada tres
días (intravenosa)…»
—¡Uy! —estremecióse Lenina—. ¡Con lo poco que
me gustan las intravenosas! ¿Y a ti?
—Tampoco me gustan. Pero
cuando son para nuestro bien… Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.
Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna
razón inescrutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas
psicológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros
de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente,
estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las
formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos,
hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.
—Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en
ciertas islas de la costa de Nueva Guinea…
El sol tropical relucía como miel caliente
sobre los cuerpos desnudos de los chiquillos que retozaban promiscuamente entre
las flores de hibisco. El hogar estaba en cualquiera de las veinte casas con
tejado de hojas de palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los
espíritus ancestrales; nadie había oído hablar jamás de padre.
—Los extremos se tocan —dijo el Interventor—.
Por la sencilla razón de que fueron creados para tocarse.
—El doctor Wells dice que una cura de tres
meses a base de Sucedáneo de Embarazo mejorará mi salud durante los tres o
cuatro años próximos.
—Espero que esté en lo cierto —dijo Lenina—.
Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que durante estos tres meses se supone que
no vas a…?
—¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos
semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club, jugando al Bridge Musical.
Supongo que tú sí saldrás, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza.
—¿Con quién?
—Con Henry Foster.
—¿Otra vez? —El rostro afable, un tanto lunar,
de Fanny cobró una expresión de asombro dolido y reprobador—. ¡No me digas que
todavía sales con Henry Foster!
Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero
había también maridos, mujeres, amantes. Había también monogamia y
romanticismo.
—Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es
todo esto —dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo
en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y
la energía.
—Cuando lo cierto es que todo el mundo
pertenece a todo el mundo — concluyó el Interventor, citando el proverbio
hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando
una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían
obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente,
absolutamente indiscutible.
—Bueno, al fin y al cabo —protestó Lenina— sólo
hace unos cuatro meses que salgo con Henry.
—¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es
peor —prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador— es que en todo este
tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos
y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.
—No, nadie más —contestó, casi con
truculencia—. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
—¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! —repitió Fanny,
como dirigiéndose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de
Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono, añadió—: En serio. La verdad es
que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el
mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía… Pero, ¡a tu
edad, Lenina! No, no puede ser. Y sabes muy bien que el DIC se opone firmemente
a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado…
—Imaginen un tubo que encierra agua a presión.
—Los estudiantes se lo imaginaron—. Practico en el mismo un solo agujero —dijo
el Interventor—. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó veinte veces.
Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
«Hijo mío. Hijo mío…».
«¡Madre!».
La locura es contagiosa.
«Amor mío, mi único amor,
preciosa, preciosa…»
Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota
muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola
salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos
estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía
tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices.
Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido
condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas
las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que
sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad,
en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?
—Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero
sal con algún otro de vez en cuando. Esto basta. Él va con otras muchachas, ¿no
es verdad?
Lenina lo admitió.
—Claro que sí. Henry Foster es
un perfecto caballero, siempre correcto.
Además, tienes que pensar en
el director. Ya sabes que es muy quisquilloso… Asintiendo con la cabeza, Lenina
dijo:
—Esta tarde me ha dado una
palmadita en el trasero.
—¿Lo ves? —Fanny se mostraba triunfal—. Esto te
demuestra qué es lo que importa por encima de todo. El convencionalismo más
estricto.
—Estabilidad —dijo el Interventor—,
estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay
estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole,
los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando,
siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la
corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años
llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento
cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y
mujeres han perecido de hambre.
Las ruedas deben girar continuamente, pero no
al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las
mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su
contentamiento.
Si gritan: «Hijo mío, madre mía, mi único
amor»; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la
pobreza… ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las
ruedas… Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y
millares y millares de hombres y mujeres.
—Y al fin y al cabo —el tono de voz de Fanny
era un arrullo—, no veo que haya nada doloroso o desagradable en el hecho de
tener a uno o dos hombres además de Henry. Teniendo en cuenta todo esto,
deberías ser un poco más promiscua…
—Estabilidad —insistió el Interventor—, estabilidad.
La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los
jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos
semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.
Lenina movió negativamente la
cabeza.
—No sé por qué —musitó— últimamente no me he
sentido muy bien dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe.
¿Nunca lo has sentido así, Fanny?
Fanny asintió con simpatía y
comprensión.
—Pero es preciso hacer un esfuerzo —dijo
sentenciosamente—, es preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo
el mundo pertenece a todo el mundo.
—Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo
—repitió Lenina lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después,
cogiendo la mano de Fanny, se la estrechó ligeramente—. Tienes toda la razón,
Fanny. Como siempre. Haré un esfuerzo.
Los impulsos coartados se derraman, y el
derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura;
ello depende de la fuerza de la corriente. Y de la altura y la resistencia del
dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente,
bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
El embrión está hambriento; día tras día, la
bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El
niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de
secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre
el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques
innecesarios.
—¡Afortunados muchachos! —dijo el Interventor—.
No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente
fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.
—¡Ford está en su viejo carromato! —murmuró el
DIC—. Todo marcha bien en el mundo.
—¿Lenina Crowne? —dijo Henry Foster, repitiendo
la pregunta del Predestinador Ayudante mientras cerraba la cremallera de sus
pantalones—. Es una muchacha estupenda. Maravillosamente neumática. Me
sorprende que no la hayas tenido.
—La verdad es que no comprendo cómo pudo ser
—dijo el Predestinador Ayudante—. Pero lo haré. En la primera ocasión.
Desde su lugar, en el extremo opuesto de la
nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.
—Si quieres que te diga la verdad —dijo
Lenina—, lo cierto es que empiezo a aburrirme un poco a fuerza de no tener más
que a Henry día tras día. —Se puso la media de la pierna izquierda—. ¿Conoces a
Bernard Marx? —preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era evidentemente
forzada.
Fanny pareció sobresaltada.
—No me digas que…
—¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más. Además,
me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he
deseado ver una Reserva para Salvajes.
—Pero ¿y su mala fama?
—¿Qué me importa su
reputación?
—Dicen que no le gusta el Golf
de Obstáculos.
—Dicen, dicen… —se burló
Lenina.
—Además, se pasa casi todo el
tiempo solo, solo.
En la voz de Fanny sonaba una
nota de horror.
—Bueno, en todo caso no estará tan solo cuando
esté conmigo. No sé por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy
agradable.
Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se
había mostrado Bernard! Asustado casi, como si ella fuese un Interventor
Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.
—Consideren sus propios gustos —dijo Mustafá
Mond—. ¿Ha encontrado jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?
La pregunta fue contestada con
un silencio negativo.
—¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado
a esperar largo tiempo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?
—Bueno… —empezó uno de los
muchachos; y vaciló.
—Hable —dijo el DIC—. No haga
esperar a Su Fordería.
—Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas
antes de que la muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.
—¿Y sintió usted una fuerte
emoción?
—¡Horrible!
—Horrible; exactamente —dijo el Interventor—.
Nuestros antepasados eran tan estúpidos y cortos de miras que cuando
aparecieron los primeros reformadores y ofrecieron librarles de estas horribles
emociones, no quisieron ni escucharles.
—Hablan de ella como si fuese un trozo de
carne. —Bernard rechinó los dientes—. La he probado, no la he probado. Como un
cordero. La rebajan a la categoría de cordero, ni más ni menos. Ella dijo que
lo pensaría y que me contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!
Sentía deseos de acercarse a ellos y pegarles
en la cara, duro, fuerte una y otra vez.
—De veras, te aconsejo que la
pruebes —decía Henry Foster.
—¡Es tan feo! —dijo Fanny.
—Pues a mí me gusta su
aspecto.
—¡Y tan bajo!
Fanny hizo una mueca; la poca
estatura era típica de las castas bajas.
—Yo lo encuentro muy simpático —dijo Lenina—.
Me hace sentir deseos de mimarlo. ¿Entiendes? Como a un gato.
Fanny estaba sorprendida y
disgustada.
—Dicen que alguien cometió un error cuando
todavía estaba envasado; creyó que era un Gamma y puso alcohol en su ración de
sucedáneo de la sangre. Por eso es tan canijo.
—¡Qué tonterías!
Lenina estaba indignada.
—La enseñanza mediante el sueño estuvo
prohibida en Inglaterra. Había allá algo que se llamaba Liberalismo. El
Parlamento, suponiendo que ustedes sepan lo que era, aprobó una ley que la
prohibía. Se conservan los archivos. Hubo discursos sobre la libertad, a
propósito de ello. Libertad para ser consciente y desgraciado. Libertad para
ser una clavija redonda en un agujero cuadrado.
—Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo
aseguro. Con mucho gusto. —Henry Foster dio unas palmadas al hombro del
Predestinador Ayudante—. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el
mundo.
«Cien repeticiones tres noches por semana,
durante cuatro años —pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia—.
Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Idiotas!».
—O el sistema de Castas. Constantemente
propuesto, constantemente rechazado. Existía entonces la llamada democracia.
Como si los hombres fuesen iguales no sólo fisicoquímicamente.
—Bueno, lo único que puedo
decir es que aceptaré su invitación.
Bernard los odiaba, los
odiaba. Pero eran dos, y eran altos y fuertes.
—La Guerra de los Nueve Años
empezó en el año 141 d. F.
—Aunque fuese verdad lo de que le pusieron
alcohol en el sucedáneo de la sangre.
—Cosa que, simplemente, no
puedo creer —concluyó Lenina.
—El estruendo de catorce mil aviones avanzando
en formación abierta. Pero en la Kurfurstendamm y en el Huitième
Arrondissement, la explosión de las bombas de ántrax apenas produce más ruido
que el de una bolsa de papel al estallar.
—Porque quiero ver una Reserva
de Salvajes.
—CH3C6H2(NO2)3
+ Hg (CNO)2 = ¿a qué? Un enorme agujero en el suelo, un montón de
ruinas, algunos trozos de carne y de mucus, un pie, con la bota puesta todavía,
que vuela por los aires y aterriza, ¡plas!, entre los geranios, los geranios
rojos… ¡Qué espléndida floración, aquel verano!
—No tienes remedio, Lenina; te
dejo por lo que eres.
—La técnica rusa para infectar
las aguas era particularmente ingeniosa.
De espaldas, Fanny y Lenina
siguieron vistiéndose en silencio.
—La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso
Económico. Había que elegir entre Dominio Mundial o destrucción. Entre
estabilidad y…
—Fanny Crowne también es una chica estupenda
—dijo el Predestinador Ayudante.
En las Guarderías, la lección de Conciencia de
Clase Elemental había terminado, y ahora las voces se encargaban de crear
futura demanda para la futura producción industrial. «Me gusta volar
—murmuraban—, me gusta volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta…»
—El liberalismo, desde luego, murió de ántrax.
Pero las cosas no pueden hacerse por la fuerza.
—No tan neumática como Lenina.
Ni mucho menos.
—Pero los vestidos viejos son feísimos —seguía
diciendo el incansable murmullo—. Nosotros siempre tiramos los vestidos viejos.
Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos
es mejor…
—Gobernar es legislar, no pegar. Se gobierna
con el cerebro y las nalgas, nunca con los puños. Por ejemplo, había la
obligación de consumir, el consumo obligatorio…
—Bueno, ya estoy —dijo Lenina; pero Fanny
seguía muda y dándole la espalda—. Hagamos las paces, querida Fanny.
—Todos los hombres, las mujeres y los niños
eran obligados a consumir un tanto al año. En beneficio de la industria. El único
resultado…
—Tirarlos es mejor que remendarlos. A más
remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos dinero; a más remiendos…
—Cualquier día —dijo Fanny, con énfasis
dolorido— vas a meterte en un lío.
—La oposición consciente en gran escala. Cualquier
cosa con tal de no consumir. Retorno a la Naturaleza.
—Me gusta volar, me gusta
volar.
—¿Estoy bien? —preguntó
Lenina.
Llevaba una chaqueta de tela de acetato verde
botella, con puños y cuello de viscosa verde.
—Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla
fueron liquidados por las ametralladoras en Golders Green.
—Tirarlos es mejor que
remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos.
—Luego se produjo la matanza del Museo
Británico. Dos mil fanáticos de la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil.
Un gorrito de jockey verde y blanco sombreaba
los ojos de Lenina; sus zapatos eran de un brillante color verde, y muy
lustrosos.
—Al fin —dijo Mustafá Mond—, los Interventores
comprendieron que el uso de la fuerza era inútil. Los métodos más lentos, pero
infinitamente más seguros, de la Ectogenesia,
el condicionamiento
neopavloviano y la hipnopedia…
Y alrededor de la cintura, Lenina llevaba una
cartuchera de sucedáneos de cuero verde, montada en plata, completamente llena
(puesto que Lenina no era hermafrodita) de productos anticoncepcionales
reglamentarios.
—Al fin se emplearon los descubrimientos de
Pfitzner y Kawaguchi. Una propaganda intensiva contra la reproducción vivípara…
—¡Perfecta…! —gritó Fanny, entusiasmada. Nunca
podía resistirse mucho rato al hechizo de Lenina—. ¡Qué cinturón Maltusiano tan
mono!
—Coordinaba con una campaña contra el Pasado;
con el cierre de los museos, la voladura de los monumentos históricos
(afortunadamente la mayoría de ellos ya habían sido destruidos durante la
Guerra de los Nueve años); con la supresión de todos los libros publicados
antes del año 150 d. F… —No cesaré hasta conseguir uno igual —dijo Fanny.
—Había una cosa que llamaban
pirámides, por ejemplo.
—Mi vieja bandolera de charol…
—Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que
ustedes no han oído hablar jamás de estas cosas.
—Es una auténtica desgracia,
mi bandolera.
—Éstas son las ventajas de una
educación realmente científica.
—A más remiendos, menos
dinero; a más remiendos, menos…
—La introducción del primer
modelo T de Nuestro Ford…
—Hace ya cerca de tres meses
que lo llevo…
—… fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.
—Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor… —Había una cosa, como
dije antes, llamada Cristianismo.
—Tirarlos es mejor que
remendarlos.
—La moral y la filosofía del
subconsumo…
—Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los
vestidos nuevos, me gustan…
—Tan esenciales cuando había subproducción;
pero en una época de máquinas y de la fijación del nitrógeno, eran un auténtico
crimen contra la sociedad.
—Me lo regaló Henry Foster.
—Se cortó el remate a todas las cruces y quedaron
convertidas en T. Había también una cosa llamada Dios.
—Es verdadera imitación de
tafilete.
—Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas
del Día de Ford, y los Cantos de la Comunidad, y los Servicios de Solidaridad.
«¡Ford, cómo los odio!», pensaba
Bernard Marx.
—Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo,
solían beber enormes cantidades de alcohol.
«Como carne; exactamente lo
mismo que si fuera carne».
—Había una cosa llamada alma y
otra llamada inmortalidad.
—Pregúntale a Henry dónde lo
consiguió.
—Pero solían tomar morfina y
cocaína.
«Y lo peor del caso es que ella es la primera
en considerarse como simple carne».
—En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil
farmacólogos y bioquímicos…
—Parece malhumorado —dijo el Predestinador
Ayudante, señalando a Bernard Marx.
—Seis años después se producía
ya comercialmente la droga perfecta.
—Vamos a tirarle de la lengua.
—Eufórica, narcótica,
agradablemente alucinante.
—Estás melancólico, Marx. —La palmada en la
espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster—.
Necesitas un gramo de soma.
—Todas las ventajas del cristianismo y del
alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.
«¡Ford, me gustaría matarle!». Pero no hizo más
que decir: «No, gracias», al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le
ofrecía.
—Uno puede tomarse unas vacaciones de la
realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor
de cabeza o una mitología.
—Tómalo —insistió Henry
Foster—, tómalo.
—La estabilidad quedó
prácticamente asegurada.
—Un solo centímetro cúbico cura diez
sentimientos melancólicos —dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de
sabiduría hipnopédica.
—Sólo faltaba conquistar la
vejez.
—¡Al cuerno! —gritó Bernard
Marx.
—¡Qué picajoso!
—Hormonas gonadales,
transfusión de sangre joven, sales de magnesio… —Y recuerda que un gramo es
mejor que un taco.
Y los dos salieron, riendo.
—Todos los estigmas fisiológicos de la vejez
han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente…
—No se te olvide preguntarle
lo del cinturón Maltusiano —dijo Fanny.
—… y con ellos, naturalmente, todas las
peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a
través de toda la vida.
—… dos vueltas de Golf de Obstáculos que
terminar antes de que oscurezca. Tengo que darme prisa.
—Trabajo, juegos… A los sesenta años nuestras
fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los
viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo
leyendo, pensando… ¡Pensando!
«¡Idiotas, cerdos!», se decía Bernard Marx,
mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.
—En la actualidad el progreso es tal que los
ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni
ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y
pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida
sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio
gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para
un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven
cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la tierra firme del
trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a sensorama, de
muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a…
—¡Fuera, chiquilla! —gritó el DIC, enojado—.
¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor está atareado? ¡Id a hacer vuestros
juegos eróticos a otra parte!
—¡Pobres chiquillos! —dijo el
Interventor.
Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de
maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres
milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.
Capítulo IV
1
El ascensor estaba lleno de hombres procedentes
de los vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y
cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra
ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.
«Buenos muchachos —pensaba Lenina Crowne, al
tiempo que correspondía a sus saludos—. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese
preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían
administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328». Y mirando a
Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se
quitó la ropa.
Al volverse, con los ojos un tanto
entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón
el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.
—¡Bernard! —exclamó,
acercándose a él—. Te buscaba.
Su voz sonó muy clara por encima del zumbido
del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.
—Quería hablarte de nuestro
plan de Nuevo México.
Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se
quedaba boquiabierto de asombro. «¡No me sorprendería que esperara que le
pidiera para ir con él otra vez!», se dijo Lenina. Luego, en voz alta, y con
más valor todavía, prosiguió:
—Me encantaría ir contigo toda una semana, en
julio. —En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con
Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard—. Es decir, si
todavía sigues deseándome —acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente
significativa de sus sonrisas.
Bernard se sonrojó intensamente. «¿Por qué?»,
se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo
a su poder.
—¿No sería mejor hablar de ello en cualquier
otro sitio? —tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.
«Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia
—pensó Lenina—. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma
sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo».
—Me refiero a que…, con toda
esta gente por aquí… La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.
—¡Qué divertido eres! —dijo; y de veras lo
encontraba divertido—. Espero que cuando menos me avises con una semana de
antelación —prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del
Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?
Antes de que Bernard pudiera
contestar, el ascensor se detuvo.
—¡Azotea! —gritó una voz
estridente.
El ascensorista era una criatura simiesca, que
lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.
—¡Azotea!
El ascensorista abrió las puertas de par en
par. La cálida gloria de la luz de la tarde le sobresaltó y le obligó a
parpadear.
—¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era
como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante
sopor—. ¡Azotea!
Con una especie de perruna y expectante
adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del
ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar
órdenes.
—Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja,
baja. Planta decimoctava. Baja, ba…
El ascensorista cerró de golpe las puertas,
pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del
ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.
En la azotea reinaban la luz y el calor. La
tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y
el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a
través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda.
Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al
rostro de Lenina.
—¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
—Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos
—contestó Lenina—. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada
si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la
espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el
guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en
la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los
ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su
rostro aparecía una expresión dolorida.
—¡Estupenda chica! —dijo una
voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo.
El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba,
sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy
buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin
tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás
debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era
siempre alegre y sonriente.
—¡Y neumática, además! ¡Y cómo! —Luego, en otro
tono, prosiguió—: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas
es un gramo de soma.
—Hurgando en el bolsillo
derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito—. Un solo centímetro cúbico
cura diez pensam… Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y
se había marchado corriendo.
Benito se quedó mirándolo. «¿Qué demonios le
pasa a ese tipo?», se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que
contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre
del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando
un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la
boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del
cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto,
esperando.
—Cuatro minutos de retraso
—fue todo lo que dijo.
Puso en marcha los motores y accionó los mandos
del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró;
el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la
avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de
casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos
segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío
de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos,
un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia
el cielo un disco de reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes
nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de
ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
—Ahí está el Cohete Rojo —dijo Henry— que llega
de Nueva York. Lleva siete minutos de retraso —agregó—. Es escandalosa la falta
de puntualidad de esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las
palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a
pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo
volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo;
un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió
una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más
deprisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada
delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad
horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estayes. Henry no apartaba
los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los
mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el
suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus
alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la
ventanilla situada en el suelo, entre sus pies. Volaban por encima de la zona
de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo
de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida
que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada. Bosques de torres de
Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.
—¡Qué horrible es el color caqui! —observó
Lenina, expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de
Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y
caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera
del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un
gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de
incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras
de amianto iban y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor
se levantaba en nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de
Televisión parecía una pequeña ciudad.
—Deben de relevarse los turnos
—dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las muchachas Gammas,
color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas,
o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles.
Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.
Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges
y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.
2
Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi
todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna
criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos
que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que
había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente
solo.
«¡Ese antipático de Benito Hoover!». Y, sin
embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera,
empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo
que los que le querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba
aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado,
deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se
atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero
si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había
dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado
porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de
Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster,
porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir
sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había
comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y
no de otra manera anormal.
Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó
a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la
azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y
los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio
las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien
no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos
con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente
dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de
alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un
accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor
que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón
Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las
castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física.
«Yo soy yo, y desearía no serlo». La conciencia que tenía de sí mismo era muy
aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente
y no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría
aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin
razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados
de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un
débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal.
De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas
de sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero;
y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el
desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su
vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser
desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse
excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.
¡Cuán amargamente envidiaba a
hombres como Henry Foster y Benito Hoover!
Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a
regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.
—¡Deprisa! —dijo Bernard,
irritado.
Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una
especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin
expresión?
—¡Deprisa! —gritó más fuerte.
Y en su voz sonó una
desagradable ronquera.
Subió al avión y, un minuto
después, volaba en dirección Sur, hacia el río.
Las diversas Oficinas de Propaganda y la
Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta
plantas, en Fleet Street. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las
prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio
Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El
Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola
sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama,
y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas.
Encima de éstos se hallaban los laboratorios de investigación y las salas
almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los
Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos
superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.
Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la
Propaganda y se apeó de su aparato.
—Llama a Mr. Helmholtz Watson —ordenó al
portero Gamma-Más— y dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.
Se sentó y encendió un
cigarrillo.
Helmholtz Watson estaba
escribiendo cuando le llegó el mensaje.
—Dile que voy inmediatamente —contestó. Y colgó
el receptor. Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo
tono oficial e impersonal—: Usted se ocupará de retirar mis cosas.
E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha,
se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.
Era un hombre corpulento, de pecho abombado,
espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil,
flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza
muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales
muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su
secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el
prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional
(Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades profesorales
ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio
Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para
los slogans y las aleluyas hipnopédicas.
«Competente», era el veredicto de sus
superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían:
«Quizá demasiado competente».
Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso
mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en
Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y
muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de
«separación», que era, en relación con los standards normales, un exceso
mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.
Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente
consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que
los dos hombres tenían en común era el conocimiento de que eran individuos.
Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante
toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había
dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su
consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel
campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que
había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años),
aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había
comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales
se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el
fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard
había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre
todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su
amigo.
Tres muchachas encantadoras de la Oficina de
Propaganda mediante la Voz Sintética le cortaron el paso cuando salió del
ascensor.
—Querido Helmholtz, ven con
nosotras a una cena campestre en Exmoor.
—No, no.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió
la cabeza y se abrió paso.
—No, no.
—No invitamos a ningún otro
hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera
por esta deliciosa perspectiva.
—No —repitió—. Tengo que
hacer.
Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas
lo siguieron. Y hasta que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la
persecución. Y no sin reproches.
—¡Esas mujeres! —exclamó, al tiempo que el
aparato ascendía en los aires—. ¡Esas mujeres! —Movió la cabeza y frunció el
ceño—. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo,
aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas
como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a
vanagloriarse.
—Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico
conmigo —dijo en un tono que quería aparecer indiferente.
—¿Sí? —dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y,
tras una breve pausa, prosiguió—: Desde hace una o dos semanas he dejado los
comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido
en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos…
—Vaciló—. Bueno, son curiosos, muy curiosos.
Una deficiencia física puede producir una
especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible. Un exceso
mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y
sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.
El resto del breve vuelo transcurrió en silencio.
Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la
habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente,
preguntó:
—¿No has tenido nunca la sensación de que
dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para
salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el
agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?
Y miró a Bernard
interrogadoramente.
—¿Te refieres a todas las emociones que uno
podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?
Helmholtz movió la cabeza.
—No es esto exactamente. Me refiero a un
sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que
tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo
que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna
otra manera de escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… —Guardó
silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió—: Soy muy experto en la creación
de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se
hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se
refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta
que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.
—Pero lo que tú escribes es
útil, Helmholtz.
—Para lo que está destinado, sí. —Se encogió de
hombros Helmholtz—. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas
importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más
importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir,
que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que
esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se
emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Ésta es
una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera
penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de
Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible
hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando
se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin
de cuentas, éste es el problema.
—¡Silencio! —dijo Bernard—.
Creo que hay alguien en la puerta —susurró.
Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de
puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par.
Naturalmente, no había nadie.
—Lo siento —dijo Bernard, sintiéndose en
ridículo—. Supongo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a
sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.
Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz
se hizo quejumbrosa. Se justificaba.
—Si supieras todo lo que he tenido que aguantar
últimamente… —dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión
era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse—. ¡Si lo supieras!
Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de
incomodidad. «¡Pobrecillo Bernard!», se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía
avergonzado por su amigo.
Bernard debía dar muestras de
tener un poco más de orgullo.
Capítulo V
1
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a
disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges
anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal en el hombre, el cierre de
los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia
el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas
llegaban los mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus
hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farham
Royal.
Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el
aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos
silbidos anunciaban la marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban
a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.
Lenina y Henry subieron a su aparato y
despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las
revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos
sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía
como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento
occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol
palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente
verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la
fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo
eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de
la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su
rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por
los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad
de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían
totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color
rojo. Eran un excelente mojón.
—¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de
balcones alrededor? — preguntó Lenina.
—Recuperación del fósforo —explicó Henry
telegráficamente—. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por
cuatro tratamientos distintos. El P2O5 antes se perdía
cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y
ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En
total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra.
—Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo
propio—. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun
después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada
y ahora la dirigía perpendicularmente a la estación del monorraíl.
—Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta
curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos
asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
—Todos los hombres son fisicoquímicamente
iguales —dijo Henry sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan
servicios indispensables.
—Hasta los Epsilones…
Lenina recordó súbitamente una ocasión en que,
siendo todavía una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se
había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños.
Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo
la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas,
inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): «Todo el mundo trabaja
para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son
útiles. No podríamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo
el mundo. No podemos prescindir de nadie…» Lenina recordaba su primera
impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de
desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables,
la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño…
—Supongo que a los Epsilones no les importa ser
Epsilones —dijo en voz alta.
—Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en
qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero
nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia
diferente.
—Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina,
con acento de gran convicción.
—Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu
condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una
Alfa.
Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el
aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y
anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había
ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato
saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las
chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de
aire frío inmediata.
—¡Maravillosa montaña rusa!
—exclamó Lenina riendo complacida.
Pero el tono de Henry, por un
momento, fue casi melancólico.
—¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa?
—dijo—. Es un ser humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de
aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o
Epsilon… —Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó—: En todo
caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida.
Todo el mundo es feliz, actualmente.
—Sí, ahora todo el mundo es
feliz —repitió Lenina como un eco.
Habían oído repetir estas mismas palabras
ciento cincuenta veces cada noche durante doce años.
Después de aterrizar en la azotea de la casa de
apartamentos de Henry, de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron
directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de
una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de
medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección
al recién inaugurado cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi
sin nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se
dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en
efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus
Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras
gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes.
Toda la Música Sintética más reciente.
Entraron. El aire parecía cálido y casi
irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris y madera de sándalo. En el techo
abovedado del vestíbulo, el órgano de color había pintado momentáneamente una
puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de
éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas
parejas bailaban un fivestep sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry
se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos
melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena
agonía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un
clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la
mano, el director daba suelta a la última nota estruendoso de música etérea y
borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno
en la bemol mayor. Luego, seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la
luz, un diminuendo que se deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando,
bajando, hasta llegar a un acorde dominante susurrado débilmente, que persistía
(mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían sosteniendo el pulso, por
debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al
fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y,
simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:
¡Frasco mío, siempre te he deseado!
Frasco mío, ¿por qué fui decantado? El
cielo es azul dentro de ti, y reina siempre el buen tiempo; porque no hay en el
mundo ningún Frasco que a mi querido Frasco pueda compararse.
Pero mientras seguían el ritmo, junto con las
otras cuatrocientas parejas, alrededor de la pista de la Abadía de Westminster,
Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido abigarrado,
infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y
divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry
tenía ya lo que deseaban… En aquel preciso momento, se hallaban dentro del
frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo
perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y
el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en
Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones
mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de
sucedáneo de la sangre.
—Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches,
queridos amigos… — Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía
campechana y musical—. Buenas noches, queridos amigos…
Obedientemente, con todos los demás, Lenina y
Henry salieron del edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen
trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios
luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron
su feliz ignorancia de la noche.
Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda
dosis de soma había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus
mentes. Metidos en su frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados
subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta número veintiocho. Y,
a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma, Lenina no se
olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de
hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios
malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones
casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
—Esto me recuerda —dijo al salir del cuarto de
baño— que Fanny Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de
sucedáneo de cuero verde que me regalaste.
2
Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de
Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual
Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió
de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara
hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos
metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los
ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.
«¡Maldita sea, llego tarde!», exclamó Bernard
para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en
efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la hora.
«Ford» cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. «Ford,
Ford, Ford…» nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
El gran auditorium para las celebraciones del
Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja
del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las
siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios
bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el
pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210;
después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.
Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas
de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas.
Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos
posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían
después.
Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le
preguntó:
—¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a
Electromagnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana
Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno
ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.
Después, intencionadamente, se volvió de
espaldas y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
Buen principio para un Servicio de Solidaridad,
pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de
comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para
echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más
próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en
lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana.
¡Morgana! ¡Ford! ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor,
porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara
Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero,
realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy
bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas… ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi
había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!
La última en llegar fue
Sarojini Engels.
—Llega usted tarde —dijo el presidente del
Grupo con severidad—. Que no vuelva a ocurrir.
El presidente se levantó, hizo la señal de la T
y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable
redoblar de los tambores y al coro de instrumentos —casiviento y supercuerda—
que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente
pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad. Una y otra vez, y no era ya
el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de
aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes
entrañas de compasión.
El presidente hizo otra vez la señal de la T y
se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron
colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de
helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: «Bebo por mi
aniquilación». Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó
el Primer Himno de Solidaridad:
Ford, somos doce; haz de nosotros uno
solo, como gotas en el Río Social; haz que corramos juntos, rápidos como tu
brillante carraca.
Doce estrofas suspirantes. Después la copa del
amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: «Bebo por el
Ser Más Grande». Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los tambores
redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una
obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:
¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social, a
aniquilar a los Doce-en-Uno!
Deseamos morir, porque cuando morimos
nuestra vida más grande apenas ha empezado.
Otras doce estrofas. A la sazón el soma
empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz
interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de
sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando
Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo
posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!,
seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se
esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos.
Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna… Por tercera vez la copa
del amor hizo la ronda. «Bebo por la inminencia de su Advenimiento», dijo
Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito
circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a
Bernard. «Bebo por la inminencia de su Advenimiento», repitió éste en un
sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única
seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba
terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a
fracasar —se dijo—. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por
mostrar una sonrisa radiante.
La copa del amor había dado ya la vuelta.
Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el
Tercer Himno de Solidaridad:
¿No sientes cómo llega el Ser Más Grande?
¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
¡Fúndete en la música de los tambores!
Porque yo soy tú y tú eres yo.
A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la
excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una
Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más
rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz
maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima
de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: «¡Oh, Ford, Ford, Ford!», en
una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor
irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno
de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus
corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia…
«¡Ford!», se fundían… «¡Ford!», se disolvían… Después, en otro tono,
súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: «¡Escuchad!
¡Escuchad!». Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en
un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más
estentóreo. «Los pies del Ser Más Grande», prosiguió la Voz. El susurro casi
expiró. «Los pies del Ser Más Grande están en la escalera». Y volvió a hacerse
el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse
tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del
Ser Más Grande… ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la
escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del
Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los
ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.
—¡Lo oigo! —gritó—. ¡Lo oigo!
—¡Viene! —chilló Sarojini
Engels.
—¡Sí, viene, lo oigo!
Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi
se levantaron.
—¡Oh,
oh, oh! —exclamó Joanna.
—¡Viene! —exlamó Jim
Bokanovsky.
El presidente se inclinó hacia delante, y,
pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una
fiebre de tantanes.
—¡Oh, ya viene! —chilló Clara
Deterding—. ¡Ay!
Y fue como si la degollaran.
Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer
algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:
—¡Lo oigo; ya viene!
Pero no era verdad. No había oído nada, y no
creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación
creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los
demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los
imitó debidamente.
Empezaron a bailar en círculo, formando una
procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que le precedía;
vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con
los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce
pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo.
Doce como uno solo, doce como uno solo. «Lo oigo; lo oigo venir». La música
aceleró su ritmo; los pies golpeaban más deprisa, y las palmadas rítmicas se
sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como
un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final
de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más
Grande. «Orgía-Porfía» cantaba, mientras los tantanes seguían con su febril
tabaleo.
Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a
las chicas y hacedlas Uno. Los chicos a la una con las chicas en paz; la
Orgía-Porfía libertad os da.
«Orgía-Porfía…» Los bailarines recogieron el
estribillo litúrgico. «OrgíaPorfía, Ford y diversión, besad a las chicas y
hacedlas Uno…» Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse
lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más
ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de
un Almacén de Embriones. «OrgíaPorfía…» En las tinieblas fetales, color de
sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo
infatigable con pies y manos. «OrgíaPorfía…» Después el círculo osciló, se
rompió y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban
—en círculos concéntricos— la mesa y sus sillas planetarias. «Orgía-Porfía…»
Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como
si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines,
ahora en posición supina o prona.
Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry
acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.
—Fue maravilloso, ¿verdad? —dijo Fifi
Bradlaugh—. ¿Verdad que fue maravilloso?
Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero
de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque
estar excitado es estar todavía insatisfecho.
—¿No te pareció maravilloso? —insistió, mirando
fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo
sobrenatural.
—¡Oh, sí, lo encontré
maravilloso! —mintió Bernard.
Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro
transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio
aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando
había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de
su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se
fundían en el Ser Más Grande.
—Maravilloso de verdad
—repitió.
Pero no podía dejar de pensar
en la ceja de Morgana.
Capítulo VI
1
Raro, raro, raro. Éste era el veredicto de
Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas
se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en
cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo México, y marcharse al Polo Norte con
Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado
allí con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado
sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión
en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música
sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los
doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo
Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas
condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías.
¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se
acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar
de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además,
pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro
sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para
Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos
hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era
aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza
de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había
pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito.
Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard…
«Le pusieron alcohol en el sucedáneo». Ésta era
la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una
noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente
sobre su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.
—Es imposible domesticar a un rinoceronte
—había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi
como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres
diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente en su
profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo
—agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.
Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero
también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado.
Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué
podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía
pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera
tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un
baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero
Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético
en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consideraba que el Golf
Electromagnético era una pérdida de tiempo.
—Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó
Lenina, un tanto asombrada.
Por lo visto, para pasear por el Distrito de
Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de
Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.
—Sólo contigo, Lenina.
—Pero, Bernard, estaremos
solos toda la noche.
Bernard se sonrojó y desvió la
mirada.
—Quiero decir solos para poder
hablar —murmuró.
—¿Hablar? Pero ¿de qué?
¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña
manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a
regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del
Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.
—Con una multitud —rezongó
Bernard—. Como de costumbre.
Permaneció obstinadamente sombrío toda la
tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a
docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal
humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que
Lenina le ofrecía con insistencia.
—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y
desdichado, antes que cualquier otro y jocundo.
—Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina,
exhibiendo su sabiduría hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia
la copa que le ofrecía.
—Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—.
Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
—¡Calla, por Ford, de una vez!
—gritó Bernard.
Lenina se encogió de hombros.
—Siempre es mejor un gramo que
un terno —concluyó con dignidad.
Y se tomó el helado.
Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard
insistió en detener la hélice impulsora y en permanecer suspendido sobre el
mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había
levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.
—Mira —le ordenó Bernard.
—Lo encuentro horrible —dijo Lenina,
apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el
oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna,
macilenta y triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio enseguida.
Lenina alargó la mano hacia el botón de mando
situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.
—… el cielo es azul en tu interior —cantaban
dieciséis voces trémulas—, el tiempo es siempre…
Luego un hipo, y el silencio.
Bernard había cortado la corriente.
—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con
este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.
—Pero ¡si es precioso! Yo no
quiero mirar.
—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace
sentirme como si… —vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese
más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No
sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.
—Es horrible, es horrible —repetía una y otra
vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte
del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo.
No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones…
—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—.
«Hasta los Epsilones son útiles». Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!
Lenina se escandalizó ante
aquella exclamación blasfema.
—¡Bernard! —protestó, dolida y
asombrada—. ¿Cómo puedes decir esto?
—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro
tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O,
mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación
experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi
condicionamiento?
—Pero, Bernard, dices unas
cosas horribles.
—¿Es que tú no deseas ser
libre, Lenina?
—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre
de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
—Sí, «hoy día todo el mundo el feliz». Eso es
lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener
la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la
manera de todos.
—No comprendo lo que quieres decir —repitió
Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No
me gusta nada todo esto.
—¿No te gusta estar conmigo?
—Claro que sí, Bernard. Pero
este lugar es horrible.
—Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con
sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta
que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?
—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión,
determinada a conservar intacta su incomprensión—. Nada. —Y prosiguió en otro
tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren
esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte
desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.
Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que
había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin
responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó
la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y
no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard
habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
—De acuerdo —dijo—;
regresemos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el
aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos
metros puso en marcha la hélice propulsora. Volaron en silencio uno o dos
minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en
opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.
—¿Te encuentras mejor? —se
aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de
los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
«Gracias a Ford —se dijo
Lenina— ya está repuesto».
Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las
habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en
marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.
—Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía
cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—.
¿Te divertiste ayer?
Bernard asintió con la cabeza. Subieron al
avión. Una breve sacudida, y partieron.
—Todos dicen que soy muy neumática —dijo
Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.
—Muchísimo.
Pero en los ojos de Bernard había una expresión
dolida. «Como carne», pensaba.
Lenina lo miró con cierta
ansiedad.
—Pero no me encuentras
demasiado llenita, ¿verdad?
Bernard negó con la cabeza.
«Exactamente igual que carne».
—¿Me encuentras al punto?
Otra afirmación muda de
Bernard.
—¿En todos los aspectos?
—Perfecta —dijo Bernard, en
voz alta.
Y para sus adentros: «Ésta es la opinión que
tiene de sí misma. No le importa ser como la carne».
Lenina sonrió triunfalmente.
Pero su satisfacción había sido prematura.
—Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve
pausa—, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.
—¿De otra manera? ¿Podía
terminarse de otra?
—Yo no quería que acabáramos
acostándonos —especificó Bernard.
Lenina se mostró asombrada.
—Quiero decir, no en seguida,
no el primer día.
—Pero, entonces, ¿qué…?
Bernard empezó a soltar una serie de tonterías
incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos
de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse
oír: «… probar el efecto que produce detener los propios impulsos», le oyó
decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
—«No dejes para mañana la diversión que puedes
tener hoy» —dijo Lenina gravemente.
—Doscientas repeticiones, dos veces por semana,
desde los catorce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar
Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó
Lenina, de sus labios—.
Quiero sentir algo con fuerza.
—Cuando el individuo siente,
la comunidad se resiente —citó Lenina.
—Bueno, ¿y por qué no he de poder
resentirme un poco?
—¡Bernard!
Pero Bernard no parecía
avergonzado.
—Adultos intelectualmente y durante las horas
de trabajo —prosiguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los
deseos.
—Nuestro Ford amaba a los
niños.
Sin hacer caso de la
interrupción, Bernard prosiguió:
—El otro día, de pronto, se me ocurrió que
había de ser posible ser un adulto en todo momento.
—Lo comprendo.
El tono de Lenina era firme.
—Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos
ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.
—Pero fue divertido —insistió
Lenina—. ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, divertidísimo!
—contestó Bernard.
Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan
amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de
triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.
—Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda
respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el
sucedáneo.
—Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene
unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva.
—Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.
2
Deteniéndose un momento ante la puerta del
despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para
enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar
en el interior. Luego llamó y entró.
—Vengo a pedirle su firma para un permiso,
director —dijo con tanta naturalidad como le fue posible…
Y dejó el papel encima de la
mesa.
El director le lanzó una mirada agria. Pero en
la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor
Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos, de Mustafá
Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse.
Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond—
y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando
casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del
permiso.
—¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo. Y
el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una
especie de asombro lleno de agitación.
Sorprendido ante la sorpresa de su superior,
Bernard asintió. Sobrevino un silencio.
El director, frunciendo el
ceño, se arrellanó en su asiento.
—¿Cuánto tiempo hará de ello? —dijo, más para
sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco.
Tendría su edad, más o menos…
Suspiró y movió la cabeza.
Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un
hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director,
incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro,
de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente
censurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los
tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se
había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el
director lo desaprobaba… lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el
pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría
obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba
atentamente.
—Tuve la misma idea que usted —decía el
director—. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo
Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que
iba a la sazón. Era una BetaMenos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me
parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática;
esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allí, vimos a los salvajes, paseamos a
caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso… después… bueno, la
chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas,
con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una
siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso,
cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una
tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a
cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope;
al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía
andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra
vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al
refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo
camino por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había
perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta
pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director.
Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó
una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún
precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue
algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico,
lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle
a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células
cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.
Y el director se sumió en un
silencio evocador.
—Debió de ser un golpe terrible para usted
—dijo Bernard, casi con envidia.
Al oír su voz, el director se sobresaltó con
una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a
Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a
mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.
—No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna
relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente
prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a
Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial.
—Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso,
descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente
maligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx —prosiguió—, para decirle
que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su
comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero
sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores
deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas
altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser
infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un
esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en
contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta
advertencia —la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya
justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia
infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando quejas sobre
su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser
posible en Islandia. Buenos días.
Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y
empezó a escribir.
«Esto le enseñará», se dijo. Pero estaba
equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta
tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo,
enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la
embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni
siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un
estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo,
lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era
mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería
enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como
aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente
estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de
silbotear una canción.
Por la noche, en su entrevista con Watson, su
versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.
—Después de lo cual —concluyó—, me limité a
decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.
Miró a Helmholtz Watson con expectación,
esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y
permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.
Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de
ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que
eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían
odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión
con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después
de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo… en ausencia.
Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos
pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard,
sonrojándose, se alejó.
3
El viaje transcurrió sin el menor incidente. El
Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de
anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al
llegar a los 95° de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y
pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con
respecto a la hora prevista.
—Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y
media. No está mal — reconoció Lenina.
Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel
era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de
la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En
todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración,
radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho
clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de
música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un
letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas
móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de
Obstáculos y al Electromagnético.
—¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—.
Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!
—En la Reserva no habrá ni una sola —le
advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si
crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
Lenina se ofendió.
—Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto
es estupendo porque…, bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?
—Quinientas repeticiones una vez por semana
desde los trece años a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí
mismo.
—¿Qué decías?
—Dije que el progreso es estupendo. Por esto no
debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.
—Pues lo deseo.
—De acuerdo, entonces —dijo
Bernard, casi en tono de amenaza.
Su permiso requería la firma del Guardián de la
Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un
portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente
les hicieron pasar.
El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y
braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz
fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una
auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía.
En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…
—… quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados
divididos en cuatro SubReservas, cada una de ellas rodeada por una valla de
cables de alta tensión.
En aquel instante, sin razón alguna, Bernard
recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de
su cuarto de baño, en Londres.
—… alimentada con corriente
procedente de la central hidroeléctrica del
Gran Cañón…
Me costará una fortuna cuando vuelva.
Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando
incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson.
… más de cinco mil kilómetros
de valla a sesenta mil voltios.
—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin
tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa
teatral que el hombre acababa de hacer.
Cuando el Guardián había iniciado su retumbante
peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y
gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en
nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de
atención casi extática.
—Tocar la valla equivale a morir
instantáneamente —decía el Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de
fugarse de la Reserva para Salvajes.
La palabra «fugarse» era
sugestiva.
—¿Y si fuéramos allí?
—sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía
moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.
—No hay fuga posible —repitió el Guardián,
indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado,
Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva…
Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y
hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños
todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda
parecernos…
El hombre esperaba que su referencia a aquel
tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el
soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:
—No me diga.
Decepcionado, el Guardián
reanudó la peroración.
—Los que nacen en la Reserva,
repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir… Un decilitro de agua de
Colonia por minuto. Seis litros por hora.
—Tal vez —intervino de nuevo
Bernard—, tal vez deberíamos…
Inclinándose hacia delante, el Guardián
tamborileó en la mesa con el dedo índice.
—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en
la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
—No me diga.
—Pues sí se lo digo, mi
querida señora.
Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por
treinta y seis… Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero,
inexorablemente, la disertación proseguía.
—… Unos sesenta mil indios y mestizos…,
absolutamente salvajes… Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando…
aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía
sus repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes sepan
a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas
supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados…
lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puercoespines
y otros animales feroces… enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos
venenosos…
—No me diga.
Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a
un teléfono. Deprisa, deprisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz
Watson.
A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se
lamentó—.
¡Maldita incompetencia!
—Toma un gramo —sugirió
Lenina.
Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por
fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allí estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien
explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allí inmediatamente y cerrar el
grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para
repetirle lo que DIC había dicho en público la noche anterior.
—¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La
voz de Bernard era agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí?
¡Ford! ¡Islandia…!
Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su
rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.
—¿Qué ocurre? —preguntó la
muchacha.
—¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente
en una silla—. Van a enviarme a Islandia.
En el pasado, a menudo se había preguntado qué
efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que
los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución;
y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho
del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente,
aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las
amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande,
importante. Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a que no las
había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de
la verdad, el DIC tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las
amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su
estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.
Lenina movió la cabeza.
«Él fue y él será tanto me dan —citó—. Un gramo
tomarás y sólo él es verás».
Al fin le convenció para que se tomara cuatro
tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido
abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero
les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había
acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron
inmediatamente. Un enano de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a
recitar el programa matinal.
Vista panorámica de diez o doce de los
principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El
parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su
festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron.
Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del
salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o
de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los
cañones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía
ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano
triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados
o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el
lugar donde un ciervo o un voraz buitre atraído por el tufo de la carroña y
fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado
demasiado a los cables aniquiladores.
Nunca escarmientan —dijo el
piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos,
cubrían el suelo—. Y nunca escarmentarán — agregó riendo.
Bernard también rió; gracias a los dos gramos
de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.
Rió y después, casi inmediatamente, quedó
sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de
Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa
Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el
aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita
cuadrada, y el enano Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven
indio.
—Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard se
apeó—. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este
hombre los acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto—. Espero
que se diviertan —sonrió—. Todo lo que hacen es divertido. —Con estas palabras,
subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—. Mañana volveré. Y
recuerde —agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina— que son
completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la
suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles
ninguna jugarreta.
Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro,
aceleró y partió.
Capítulo VII
La altiplanicie era como un navío anclado en un
estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de
un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus
campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del
estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia
geométrica de la roca desnuda, el pueblo de Malpaís. Bloque sobre bloque, cada
piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como
pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un
batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se
abrían pobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de
humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
—¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy
raro. —Era su expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta
este hombre.
Señaló al guía indio que debía llevarles al
pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les
precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de
hostil.
—Además —agregó Lenina,
bajando la voz—, apesta.
Bernard no intentó negarlo.
Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese
cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre.
Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se
adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El
sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la
gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.
—Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo
Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia
andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
Cuando estaban en mitad de la ascensión, un
águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de
aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca se veía un montón de
huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía
un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena
luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
—Como la Torre de Charing-T
—comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del
descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos
pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus
cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto,
diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos
escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con
pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas
de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus
cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares
de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se
aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con
mocasines de piel de ciervo.
Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el
otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de
cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina
comprendió que eran serpientes.
—No me gusta —exclamó Lenina—.
No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la
entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir
instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas… Con el
rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina se llevó un pañuelo a la
nariz.
—Pero, ¿cómo pueden vivir así?
—estalló.
En su voz sonaba un matiz de incredulidad
indignada. Aquello no era posible.
Bernard se encogió
filosóficamente de hombros.
—Piensa que llevan cinco o seis mil años
viviendo así —dijo—. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
—Pero la limpieza nos acerca a
la fordeza —insistió Lenina.
—Sí, y civilización es esterilización
—prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección
hipnopédica de higiene elemental—. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de
Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que…
—¡Oh, mira! —exclamó Lenina,
cogiéndose de su brazo.
Un indio casi desnudo descendía muy lentamente
por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la
temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy
arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus
mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían,
sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos
largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su
cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba
lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.
—Pero, ¿qué le pasa? —susurró
Lenina.
En sus ojos se leía el horror
y el asombro.
—Nada; sencillamente, es viejo —contestó
Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.
—¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero… también el
director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.
—Porque no les permitimos ser así. Las
preservamos de las enfermedades. Mantenemos sus secreciones internas
equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos
que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era en los
treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera
permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte —agregó—
porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi
perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.
Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo,
que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió.
Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente
brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa,
como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo
doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.
—Pero, ¡esto es terrible! —susurró Lenina—.
¡Horrible! No debimos haber venido.
Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo
para descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en
la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.
Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de
Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente,
sin descanso. El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos
con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no
había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de
ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre
aquella repugnante escena vivípara.
—¡Qué relación tan maravillosamente íntima!
—dijo, en un tono deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos
debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy
importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te hayas perdido algo al
no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo…
—¡Bernard! ¿Cómo puedes…?
El paso de una anciana que sufría de oftalmia y
de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.
—Vámonos —imploró—. No me gusta nada. Pero en
aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió la marcha por
una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro
muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una
chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo
perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard
hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la
escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha,
muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al
otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la cual les
llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.
Salieron por esta puerta y se encontraron en
una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la
plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las
negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por
el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto
situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y
arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras
subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla
abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas
salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los
tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos:
cientos de voces masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido
metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio
tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la
respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la
salvaje afirmación de virilidad de los hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la
música, y no menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y
los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente
raro.
—Me recuerda un Canto de
Comunidad de casta inferior —dijo a Bernard.
Pero poco después le recordó mucho menos
aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares
había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras
horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a
bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre
cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más deprisa; los tambores
habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de
la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los
danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego
otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines
se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un
extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes
negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines
corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los
que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más,
serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines.
Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando
vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un
movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más
vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las serpientes
fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les
arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó
agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio
absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida
hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban
entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde
abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de un águila, y de la otra
de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron
suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El
anciano dio una palmada. Completamente desnudo —excepto una breve toalla de
algodón, blanca—, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud y se
quedó de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha.
El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el
muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se
retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la
segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una
máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El
muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del
otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación;
después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne.
El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la
marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra
vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo
gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres,
cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.
De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a
sollozar.
—¡Oh, basta, basta! —imploró.
Pero el látigo seguía cayendo, inexorable.
Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó
de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una
larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el
pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas
pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de
notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia
delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y
niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba
desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se
había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no
sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre
crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta;
después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las
escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.
Lenina todavía sollozaba.
—¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante
los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre! —Se estremeció—.
¡Y no tener ni un gramo de soma!
En la habitación interior se
oyeron unos pasos.
El atuendo del joven que salió a la terraza era
indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su
piel blanca, aunque bronceada por el sol.
—Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un
inglés correcto, pero algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen
del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?
—Pero, ¿quién demonios…?
—empezó Bernard, asombrado.
El joven suspiró y meneó la
cabeza.
—El más desdichado de los caballeros —dijo. Y,
señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes
esa maldita mancha?
Y en su voz temblaba la
emoción.
—Un gramo es mejor que un terno —dijo Lenina,
maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de
soma!
—Yo debía estar allí —prosiguió el joven—. ¿Por
qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso
quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre.
Teñir de púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio
ademán y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo
permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así.
Siempre.
Las lágrimas asomaron a los
ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.
El asombro hizo olvidar a Lenina su privación
de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.
—¿Quiere usted decir que
deseaba que le azotaran con aquel látigo?
Todavía con el rostro
apartado, el joven asintió con la cabeza.
—Por el bien del pueblo; para que llueva y el
maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo
soportar el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una nueva
resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en
actitud de orgullo y de reto— , para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!
Se le cortó el aliento y permaneció en
silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una
muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos
cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era
de benévolo interés.
Lenina le sonreía: «¡Qué chico tan guapo!
—pensaba—. Tiene un cuerpo realmente hermoso». La sangre se agolpó en la cara
del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a
verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y
fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.
Las preguntas de Bernard
aportaron una distracción.
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos
fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa
de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y
él —Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)— eran
extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás,
antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard
aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del
Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.
—Siga, siga —dijo Bernard,
lleno de excitación.
Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado
y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no
había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, «Thomas» era el nombre de pila
del DIC). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda
era un hombre malo, infiel, depravado.
—Y así nací en Malpaís
—concluyó el joven—. En Malpaís.
Y movió la cabeza.
¡Qué inmundicia en aquella
casita de las afueras del pueblo!
Un trecho cubierto de polvo y de basuras la
separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un
modo repugnante en la basura.
Dentro, cuando ellos entraron,
la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.
—¡Linda! —llamó el muchacho.
Desde el interior, una voz
áspera de mujer dijo:
—¡Voy!
Esperaron. En el suelo se veían unas escudillas
que contenían los restos de un ágape, o acaso de varios.
La puerta se abrió. Una india rubia y muy
corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente,
boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el
color de los que quedaban… Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda!
Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con
manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos
inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello…! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba
en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos
pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas… ¡Oh, mucho peor que el
viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de
palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro
momento hubiera podido marearse)… y la estrechó contra su vientre, contra su pecho,
y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.
Ante ella vio un rostro
hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.
—¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía
entre sollozos—. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara
civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una
prenda de auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus
uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa!
¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí,
guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato
se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda;
aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para
lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de nuevo se echó a llorar—. Supongo que
John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma!
Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un
muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el
peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo
estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi
sitio. —La sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo
juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los
ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo
juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo
Centro Abortivo.
Grandes lagrimones escapaban
por entre sus párpados cerrados.
—Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en
avión, por la noche… Y luego un baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en
cambio…
Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la
cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se
sonó con los dedos y se los secó con la falda.
—¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la
involuntaria mueca de asco de Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se
puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta
suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida
horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías,
sólo porquerías. «Civilización es Esterilización», solía decirles yo. Y «Arre,
estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos», como
si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo
que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una
instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el
acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero
yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás
a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien
visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros
nuevos. «A más remiendos, menos dinero». ¿No es verdad? Los remiendos eran
antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo
que hacen es pura locura.
Linda miró a su alrededor; vio que John y
Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del
exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la
oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su
mejilla.
—Por ejemplo —susurró—, la forma en que la
gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura.
Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
—insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió,
soltó el aire que hasta entonces había contenido y aspiró una nueva bocanada
relativamente libre de malos olores—. Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se
supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con
otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una
vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían
a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible. No,
no puedo contártelo. — Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—.
Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no
saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de
nada. Por esto constantemente tienen hijos… como perras. Es asqueroso. Y pensar
que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para
mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada
vez que un hombre… Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era
mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo
porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así
es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa.
En todo caso, a John parece habérsele contagiado de los indios. Porque,
naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con
él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta
manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarle un poco.
Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No
tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta
cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo… bueno, ¿qué puedes
contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación?
¿Qué puedes contestar?
Capítulo VIII
Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón
había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.
—Para mí es muy difícil comprenderlo —decía
Bernard—, reconstruir… Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos
diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la
enfermedad… —Movió la cabeza—.
Es casi inconcebible. Nunca lo
comprenderé, a menos que me lo expliques.
—¿Que te explique qué?
—Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y
ahora señaló la casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.
—Pero, ¿qué puedo decir yo?
—Todo, desde el principio.
Desde tan atrás como puedas recordar.
—Desde tan atrás como pueda
recordar… —John frunció el ceño.
Siguió un largo silencio.
John recordaba una estancia enorme, muy oscura;
había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y
muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según
dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños.
De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a
Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras
ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.
—Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y
entonces se enojó ella también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos
trabajos? —dijo—. ¡Salvajes! John le preguntó qué quería decir «salvajes».
Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba
una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino
algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé
también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y
Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la
habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.
Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido
de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma;
sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a
todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar
con otros niños — recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—,
John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y
decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles.
Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro
ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda
chilló: «¡Oh, no, no, no!».
John entró corriendo. Había tres mujeres con
mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas.
La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La
tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda
chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. «Por favor,
por favor». Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a
caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer
entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó,
libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando
todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le
dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y
cayó. Pero esta vez chilló Linda.
—Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda?
—le preguntó aquella noche.
John lloraba, porque las señales rojas del
látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la
gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer
contra ella.
—¿Por qué querían hacerte
daño, Linda?
—No lo sé. ¿Cómo puedo
saberlo?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda
yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.
—Dicen que estos hombres son
sus hombres —prosiguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo
dijera a alguien que se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John
no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
—¡Oh, no, no llores, Linda!
¡No llores!
John la abrazó con fuerza. Le
pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
—¡Ten cuidado! ¡Mi hombro!
¡Oh!
Y lo apartó de sí, con fuerza.
John fue a dar de cabeza contra la pared.
—¡Imbécil! —le gritó su madre.
Y, de pronto, empezó a pegarle
bofetadas.
Una, y otra, y otra más…
—¡Linda! —gritó John—. ¡Oh,
madre, no, no!
—Yo no soy tu madre. Yo no
quiero ser tu madre.
—Pero, Linda… ¡Oh!
Otro cachete en la mejilla.
—Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—.
Tengo hijos como un animal… De no haber sido por ti hubiese podido presentarme
al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese
sido una vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo y
levantó un brazo para protegerse la cara.
—¡Oh, no, Linda, no, por
favor!
—¡Bestezuela!
Linda lo obligó a bajar el
brazo, dejándole la cara al descubierto.
—¡No, Linda!
John cerró los ojos, esperando
el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a
abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto,
Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.
Los momentos más felices eran
cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
—¿Y de veras puedes volar
cuando se te antoja?
—De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que
salía de una caja, y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas
deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar
un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, y palpar y ver, y
otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y
plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni
enojado, y todo el mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitían
ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en
frascos limpios y hermosos… todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad… Y
nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los
bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de
todos los días, de siempre… John la escuchaba embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los
chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían
que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que
sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de
Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra
aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó
cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un
trozo de carbón dibujaba figuras en la pared
—un animal echado, un niño
dentro de una botella—, y después escribía detrás: «El gato duerme», «El peque
está en el bote». John aprendió deprisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer
todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja
de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca
llevaba un librito muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.
—Cuando seas mayor —le decía
siempre su madre— te dejaré leerlo.
Bueno, ahora ya era lo
bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
—Temo que no lo encontrarás muy apasionante
—dijo Linda—, pero es el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las
estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico
y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores
Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora.
John arrojó el libro al suelo.
—¡Libro feo, libro feo!
—exclamó.
Y se echó a llorar.
Los muchachos seguían cantando su horrible
canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan
desharrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En
el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba
otra nueva.
—¡Harapiento, harapiento! —le
chillaban los muchachos.
«Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no.
Ni siquiera saben lo que es leer». No le era difícil, si se esforzaba en pensar
en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que
volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo
señalaban con el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las
palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a
Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo comprendía con
claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
—¿Qué son productos químicos?
—preguntaba John.
—¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol
para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato
de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.
—Pero, ¿cómo se hacen los
productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
—No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los
frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la
gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No
lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que
preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban
respuestas mucho más concretas.
«La semilla de los hombres y de todas las
criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo,
todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene
cuatro vientres; y Awonawilona enterró las semillas en el más bajo de los
cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar…»
Un día (John calculó más tarde que ello debió
de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y
encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta
entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído
sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo
cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William
Shakespeare.
Linda yacía en la cama,
bebiendo en una taza el hediondo mescal.
—Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa
y áspera, como si no fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de
los Antílopes. Seguramente estaba allí desde hace cientos de años. Supongo que
así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que
estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.
Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el
suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.
John abrió el libro al azar.
Nada, sólo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo,
cociéndose en la corrupción, arrullándose
y haciendo el amor sobre el maculado camastro…
Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en
su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si
los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz,
tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre
sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu
siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas
mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a
él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con
un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allí,
roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de
Linda y Popé.
John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre
puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos,
traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John
sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían
resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no
hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque
nunca había sido capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía
estas palabras, estas palabras que eran como tambores, como cantos, como
fórmulas mágicas.
Un día, cuando John volvió a casa, después de
sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo
los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado,
con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de
sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que
quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé
y una taza. Linda roncaba.
John tuvo la sensación de que su corazón había
desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío,
y un tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un
poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde… Como tambores, como los
hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían
una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las
mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se
ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. «Lo mataré, lo mataré, lo
mataré…», empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:
Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama…
La magia estaba de su parte, la magia lo
explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto exterior. «Cuando duerma,
borracho…» El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar.
John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. «Cuando duerma,
borracho; cuando duerma, borracho…» Cruzó corriendo la estancia y clavó el
cuchillo —¡oh, la sangre!— dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño;
levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la
muñeca y —¡oh, oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y
veía los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John
desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. «¡Oh,
mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre!». Nunca había podido soportar la vista
de la sangre. Popé levantó la otra mano… «para pegarme», pensó John. Se puso
rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le
obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato,
horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó a llorar. Y Popé
se echó a reír. «Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente
Thaiyuta». Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus lágrimas.
—Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima,
en su lengua india—. Te enseñaré a modelar la arcilla.
En cuclillas, junto al río,
trabajaron juntos.
—Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de
arcilla húmeda entre sus manos—, haremos una luna pequeña.
El anciano aplastó el terrón dándole forma de
disco, y después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.
Lenta, torpemente, John imitó
los delicados gestos del anciano.
—Una luna, una taza, y ahora
una serpiente.
Mitsima cogió otro terrón de arcilla y formó
con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo
perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
—Después otra serpiente, y
otra, y otra.
Círculo tras círculo, Mitsima levantó los costados
de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y
volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas,
acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de
agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y
blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John,
estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
—Pero el próximo será mejor
—dijo.
Y empezó a humedecer otro
terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos
adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.
—«Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C»
—canturreaba, mientras trabajaba—. «La grasa está en el hígado, y el bacalao en
el mar…»
Y también Mitsima cantaba: una
canción sobre la matanza de un oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo
lleno de una felicidad intensa, absorbente.
—El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima— te
enseñaré a construir un arco.
John esperó largo rato delante de la casa; y al
fin terminaron las ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se
abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida,
fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía
Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban
en silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las
hermanas, los primos y la gente mayor.
Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie.
Al llegar al borde del acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu
abrió el puño. Vióse en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de
maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas
y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé
hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un
bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó
arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.
—Se acabó —dijo el viejo
Mitsima en voz alta—. Están casados.
—Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo
sólo digo que no veo la necesidad de armar tanto alboroto por una
insignificancia como esta. En los países civilizados, cuando un muchacho desea
a una chica, se limita a… Pero, ¿adónde vas, John?
John no le hizo caso y echó a correr lejos, muy
lejos, donde pudiera estar solo.
«Se acabó». Las palabras del viejo Mitsima
seguían resonando en su mente. «Se acabó, se acabó…» En silencio y desde lejos,
pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna, John había amado a
Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los
Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos.
Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres.
Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.
Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y
apareció la luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban
unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades
iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De
pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila.
John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros.
Esta vez el hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.
—¡Tú no, albino!
—¡El hijo de perra, no! —gritó
otro hombre.
Los muchachos rieron.
—¡Fuera!
John todavía no se decidía a
separarse del grupo.
—¡Fuera! —volvieron a gritar
los hombres.
Uno de ellos se agachó, cogió
una piedra y se la arrojó.
—¡Fuera, fuera, fuera!
Cayó sobre él un chaparrón de guijarros.
Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba
hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado ya la
escalera. John se había quedado solo.
Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura
de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos
blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos
le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor,
sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo
esquelético de rocas y luz de luna.
—Solo, siempre solo —decía el
joven.
Las palabras despertaron un eco quejumbroso en
la mente de Bernard. Solo, solo…
—También yo estoy solo —dijo, cediendo a un
impulso de confianza—. Terriblemente solo.
—¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que
en el Otro Lugar… Linda siempre dice que allí nadie está solo.
Bernard se sonrojó, turbado.
—Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo
soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado
diferente…
—Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es
diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente.
¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos
fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su
respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron
ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco
días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas
montañas.
Bernard sonrió con
condescendencia.
—¿Y soñaste algo? —preguntó.
El otro asintió con la cabeza.
—Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó
silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que
ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una
roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.
—Pero ¿por qué lo hiciste?
—Quería saber qué sensación
producía ser crucificado. Colgar allí, al sol… —Pero ¿por qué?
—¿Por qué? Pues… —vaciló—. Porque sentía que
debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo… Además, si uno ha hecho algo malo… Por
otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.
—A primera vista, parece una forma muy curiosa
de poner remedio a la infelicidad —dijo Bernard.
Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión
de que, a fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma…
—Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—.
Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?
Se levantó el mechón de pelo rubio que le
cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su
sien derecha.
Bernard miró y se apresuró a
cambiar de tema.
—¿Te gustaría ir a Londres con nosotros?
—preguntó, iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia había
empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la
casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje. ¿Te
gustaría?
El rostro del muchacho se
iluminó.
—¿Lo dices en serio?
—Claro; es decir, suponiendo
que consiguiera el permiso.
—¿Y Linda también?
—Bueno…
Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No,
era imposible. A menos que… De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma
repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo.
—Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose
por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.
—¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de
toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?
—¿Quién es Miranda?
Pero, evidentemente, el joven
no había oído la pregunta.
—¡Oh, maravilla! —decía.
Sus ojos brillaban y su rostro
ardía.
—¡Cuántas y cuán divinas
criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!
Su sonrojo se intensificó súbitamente; John
pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella,
reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:
—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de
pronto se interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco
como el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.
—¿Si estoy qué?
—Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios,
en su lengua lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.
—¡Oh, no, por Ford!
Bernard no pudo por menos de
reír.
John rió también, pero por
otra razón. Rió de pura alegría.
—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh,
maravilloso nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!
—A veces hablas de una manera muy rara —dijo
Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería
más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?
Capítulo
IX
Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina
consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y
absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de
medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había
embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en
volver a la realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los
ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la
medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente, a las
diez, el enano del uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba
entre las pitas.
—Miss Crowne está de vacaciones de soma
—explicó—. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete
horas para nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y
estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.
—¿Estará segura aquí?
—preguntó.
—Segura como un helicóptero
—le tranquilizó el enano.
Subieron al aparato y despegaron
inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la
Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había
logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a
las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las
diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez
y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond
sonó en sus oídos.
—He osado pensar —tartamudeó Bernard— que su
Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico…
—En efecto, juzgo el asunto de suficiente
interés científico —dijo la voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a
Londres con usted.
—Su Fordería no ignora que
necesitaré un permiso especial…
—En este momento —dijo Mustafá Mond— se están
dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva. Vaya usted
inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard
colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.
El joven se hallaba ante la
hospedería.
—¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard!
No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines
de piel de ciervo, subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero
estaba cerrada.
¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible
que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles,
y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una
ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las
iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como
una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo.
Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e
inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los
pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un
momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa
caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de
pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un
problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después ¡zas!,
¡zis!, y después ¡zas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más
hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos
interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un
pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una
caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas.
Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso
perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto
de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados… su
presencia real.
—¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!
Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión
culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella,
y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una
sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído
algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de
puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto
descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó
a ella, la empujó, y asomó la cabeza.
Allí, en una cama baja, con el cobertor bajado,
vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente
dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus
rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en
la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas
acudieron a los ojos de John.
Con una infinidad de precauciones completamente
innecesarias —por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a
Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—, John entró
en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las
manos, y sus labios se movieron.
—Sus ojos —murmuró.
Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su
andar, su voz; los manejas en tu discurso; ¡oh, esa mano a cuyo lado son los
blancos tinta cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto parece
áspero el plumón de los cisnes…!
Una mosca revoloteaba cerca de
ella; John la ahuyentó. —Moscas —recordó.
En el milagro blanco de la mano de mi
querida Julieta pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios, que, en
su pura modestia de vestal, se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien
se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó
una mano. Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos
dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a
profanar con su indignísima mano aquella…? No, no se atrevió. El ave era
demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era
Lenina! ¡Cuán bella!
Luego, de pronto, John se encontró pensando que
le bastaría coger el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar
de él hacia abajo, de un solo golpe… Cerró los ojos y movió con fuerza la
cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable
pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. «Pura modestia de vestal…»
Se oyó un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que
pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su
alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente
que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre
sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por
el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a
Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.
Capítulo X
Las manecillas de los cuatro mil relojes
eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalaban las dos y
veintisiete minutos. La «industriosa colmena», como el director se complacía en
llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado,
todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus
largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y
fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados,
echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de
Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allí, en la
penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y
ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien,
envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil
zumbido los estantes móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana,
hacia donde, en la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados
exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.
Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los
ascensores subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de
comer.
Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultá-neamente,
de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.
Más arriba, en las diez plantas sucesivas
destinadas a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante
pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el
mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones
hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida
erótica. Y más arriba aún, había las salas de juego, donde, por ser un día
lluvioso, novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos,
modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al
escondite o a los corrientes juegos eróticos.
¡Zummm…! La colmena zumbaba, atareada,
alegremente. ¡Alegres eran las canciones que tarareaban las muchachas
inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras
trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos por
encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la
Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.
—Un escarmiento público —decía—. Y en esta
sala, porque en ella hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de
las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.
—Cumple su tarea admirablemente —dijo Henry,
con hipócrita generosidad.
—Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con
él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades
morales. Cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de
corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos.
Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe ofensa
tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al
individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? —Con un amplio ademán
señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras—.
Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La
heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida de un individuo;
amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad —repitió—. Pero, aquí
viene.
Bernard había entrado en la sala y se acercaba
a ellos pasando por entre las hileras de fecundadores. Su expresión
jactanciosa, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo.
La voz con que dijo: «Buenos días, director» sonó demasiado fuerte,
absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: «Me pidió usted que
acudiera aquí para hablarme», lo hizo con voz ridículamente débil.
—Sí, Mr. Marx —dijo el director enfáticamente—.
Le pedí que acudiera a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de sus
vacaciones anoche.
—Sí —contestó Bernard.
—Ssssí —repitió el director, acentuando la s,
en un silbido como de serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz,
trompeteó—: Señoras y caballeros, señoras y caballeros.
El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de
ensayo y el silboteo abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se
hizo un silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.
—Señoras y caballeros —repitió el director—,
discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La
seguridad y la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en peligro,
señoras y caballeros. Este hombre —y señaló acusadoramente a Bernard—, este
hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue dado,
y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o
mejor, acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la
confianza que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el
soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su negativa a
obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las horas de
trabajo «como un bebé en su frasco» —y al llegar a este punto el director hizo
la señal de la T— se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento
subversivo, señoras y caballeros. Contra el Orden y la Estabilidad, un
conspirador contra la misma Civilización. Por esta razón me propongo
despedirle, despedirle con ignominia del cargo que hasta ahora ha venido
ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su transferencia a
un Subcentro del orden más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores
intereses de la sociedad, tan alejado como sea posible de cualquier Centro
importante de población. En Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a
otros con su ejemplo antifordiano —el director hizo una pausa; después,
cruzando los brazos, se volvió solemnemente hacia Bernard—. Marx —dijo—, ¿puede
usted alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le he
impuesto?
—Sí, puedo —contestó Bernard,
en voz alta.
—Diga cuál es, entonces —dijo el director, un
tanto asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.
—No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero
está en el pasillo. Un momento. —Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la
abrió bruscamente—. Entre — ordenó.
Y la «razón» alegada entró y
se hizo visible.
Se produjo un sobresalto, una suspensión del
aliento de todos los presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror;
una chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al
vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado,
hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros
correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en
la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo
sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard
caminaba a su lado.
—Aquí está —dijo Bernard,
señalando al director.
—¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó
Linda, irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te
reconocí, Tomakin; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de
personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakin?
Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero
con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado
del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te
acuerdas de mí, Tomakin? —repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían
ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso
dolor—.
¡Tomakin!
Linda le tendió los brazos.
Algunos empezaron a reír por lo bajo.
—¿Qué significa —empezó el
director— esta monstruosa…?
—¡Tomakin!
Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de
sí su manta, arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su
pecho.
Se levantó una incontenible
oleada de carcajadas.
—¿…esta monstruosa broma de
mal gusto? —gritó el director.
Con el rostro encendido, intentó desasirse del
abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.
—¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas
ahogaron su voz—. ¡Me hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de
las carcajadas.
Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos
vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció
súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda,
se quedó mirándola a la cara, horrorizado.
—Sí, un crío… y yo fui su
madre.
Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en
el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se
cubrió la cara con las manos, sollozando.
—No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo
siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Siempre… No
comprendo cómo… ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakin…! A pesar de todo,
el niño fue un consuelo para mí. —Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—:
¡John!
John entró inmediatamente, hizo una breve pausa
en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre
sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y
dijo en voz muy clara:
—¡Padre!
Esta palabra (porque la voz «padre», que no
implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de
alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más
escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la
tensión, que había llegado a hacerse insoportable. Las carcajadas estallaron,
estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca.
¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se
sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se
cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron
derribados. ¡Padre!
Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el
director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.
¡Padre! Las carcajadas, que habían dado
muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó
los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.
Capítulo
XI
Después de la escena que había tenido lugar en
la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían
por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de
Incubación y Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el ex director, porque el
pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies
en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser
cierto!) «padre».
Linda, por el contrario, no tenía el menor
éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era
algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje
auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo,
de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y
ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre
Linda—, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud;
tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh,
Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las
personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y
Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la
civilización fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama
y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca
o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar
peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más
había de poder llevar ya la cabeza alta. El soma no gastaba tales jugarretas.
Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente
resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La
solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía
cada vez dosis más elevadas y más frecuentes. Al principio, el doctor Shaw
ponía objeciones; después le concedió todo el soma que quisiera. Linda llegaba
a tomar hasta veinte gramos diarios.
—Lo cual acabará con ella en un mes o dos
—confió el doctor a Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se
paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos
rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.
Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque
cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo),
John puso objeciones.
—Pero ¿no le acorta usted la
vida dándole tanto soma?
—En cierto sentido, sí —reconoció el doctor
Shaw—. Pero, según como lo mire, se la alargamos.
El joven lo miró sin
comprenderle.
—El soma puede hacernos perder algunos años de
vida temporal —explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme,
de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de nuestras vacaciones de
soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban «eternidad».
John empezaba a comprender.
—«La eternidad estaba en
nuestros labios y nuestros ojos» —murmuró.
—¿Cómo?
—Nada.
—Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no
podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si
tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo
serio… —Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.
El doctor se encogió de
hombros.
—Bueno, si usted prefiere que esté chillando
como una loca todo el tiempo…
Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda
consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito
de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama,
con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí
goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allí permaneció, y, sin
embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente
lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la
radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante,
que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro
brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes danzantes de
la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente
delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el
sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún,
incomparablemente más, y sin fin…
—No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro
mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser
humano —concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.
Y estrechó calurosamente la
mano de Bernard.
Por consiguiente, era John a quien todos
buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián
oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente,
sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de
la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.
—Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje
el próximo miércoles — anunció Fanny triunfalmente.
—Lo celebro —dijo Lenina—. Y ahora, reconoce
que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
Fanny asintió con la cabeza.
—Y debo confesar —agregó— que
me llevé una sorpresa muy agradable.
El Envasador Jefe, el director de
Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de
Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal
de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación… La lista de personajes que
frecuentaba a Bernard era interminable.
—Y la semana pasada fui con seis chicas —confió
Bernard a Helmholtz Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes
y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena
más de ellas que sólo estaban deseando…
Helmholtz escuchaba sus jactancias en un
silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
—Me envidias —dijo.
Helmholtz negó con la cabeza.
—No, pero estoy muy triste;
esto es todo —contestó.
Bernard se marchó irritado, y se dijo que no
volvería a dirigir la palabra a Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a
Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese
conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había
juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un
ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por
el éxito, Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden.
Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia
importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había
cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de
poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas
al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de
heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente
movía la cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía
confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera.
La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían.
Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses
con Bernard.
—Más liviano que el aire —dijo
Bernard, señalando hacia arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por
encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba,
rosado, a la luz del sol.
«… es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida
civilizada en todos sus aspectos», decían las instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista
panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe
de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero
Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba
exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en
visita. Más liviano que el aire.
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los
pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color
caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.
—Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora
—dijo solemnemente el Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
John lo encontró magnífico.
—Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un
cinturón a la tierra en cuarenta minutos.
«El Salvaje —escribió Bernard en su informe a
Mustafá Mond— muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los
inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que
había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…»
Mustafá frunció el ceño. «¿Creerá ese imbécil
que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?».
«En parte porque su interés se halla
concentrado en lo que él llama ―el alma‖, que insiste en considerar como algo
enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté
señalarle que…».
El Interventor se saltó las frases siguientes,
y cuando se disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y
concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente
extraordinarias.
«… aunque debo reconocer —leyó— que estoy de
acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o,
como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad
para llamar la atención de Su Fordería hacia…».
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi
inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera
solemnemente darle lecciones a él — a él— sobre el orden social, era realmente
demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. «Tengo que
darle una buena lección», se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó
una fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado
para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron
en la misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación del
Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos
bajaron a la fábrica.
—Cada proceso de fabricación —explicó el
director de Elementos Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de
un mismo Grupo de Bokanovsky.
Y, en efecto, ochenta y tres Deltas
braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en
el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas
eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la
fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente
condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza
alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve
centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban
tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos de
enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno
frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas
sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete
cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos;
cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones
salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho
muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas,
embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y
cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de
ojos azules, pelirrojos y pecosos.
—¡Oh maravilloso nuevo mundo…!
Por una especie de broma de su memoria, el
Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:
—¡Oh maravilloso nuevo mundo
que alberga a tales seres!
—Y le aseguro —concluyó el director de
Elementos Humanos, cuando salían de los talleres— que apenas tenemos problema
alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos…
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado
de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo
violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una
bolsa de aire.
En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela
Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la
Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría
Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento
armado y «vita-cristal». En el centro del espacio cuadrangular se erguía la
antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate,
la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.
—¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el
Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
—¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está
reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más
altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción.
Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves
responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más
remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba
la conquista de Miss Keate.
—Si está usted libre algún lunes, miércoles o
viernes por la noche —le decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el
pulgar al Salvaje, añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a
Bernard realmente encantadora).
—Gracias —dijo—. Me encantará
asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble-Más
dejaron a John un tanto confuso.
—¿Qué es la relatividad
elemental? —susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando
de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al
aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
—Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con
irritación fatigada—: Como antes.
—Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra
Jefe—. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo
soy también. — Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no
esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John
se enteró de que «una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus
condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos
naturales, no ha merecido la pena civilizar». Un breve chasquido, y de pronto
el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del
profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora,
gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús
crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían
estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se
desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las
carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los
Penitentes.
—Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje,
dolido y asombrado a un tiempo.
—¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el
rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque
resulta extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard
aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas
hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó
un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo,
doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás
un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.
—Tal vez será mejor que
sigamos —dijo Miss Keatte.
Y se dirigió hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste
dijo:
—Ésta es la sala de Control
Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno
para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los
lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse
los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones
hipnopédicas.
—Basta colocar el rollo aquí
—explicó Bernard, interrumpiendo al doctor
Gaffney—, pulsar este botón…
—No, este otro —le corrigió el
Preboste, irritado.
—O este otro, da igual. El rollo se va
desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en
ondas sonoras, y… —Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.
—¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje
mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante
de la Biblioteca de la Escuela.
—Claro que no —dijo la Maestra
Jefe, sonrojándose.
—Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney—
contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción
pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a
diversiones solitarias.
Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas
que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por
la pista vitrificada.
—Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el
doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe
para aquella misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los
dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos.
En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con
helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la
muerte como algo completamente corriente.
—Como cualquier otro proceso fisiológico
—exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.
Ya estaba decidido: a las ocho
en el «Savoy».
De vuelta a Londres, se detuvieron en la
fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.
—¿Te importa esperarme aquí mientras voy a
telefonear? —preguntó Bernard.
El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su
alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una
muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del
monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y
mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas
diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba
una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.
Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje
preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:
—¿Qué hay en esas cajitas?
—La ración diaria de soma —contestó Bernard, un
tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de
mascar de las que le había regalado Benito Hoover—. Se las dan cuando han
terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los
sábados.
Cogió afectuosamente del brazo a John, y así,
juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.
Lenina entró canturreando en
el vestuario.
—Pareces encantada de la vida
—dijo Fanny.
—Lo estoy —contestó Lenina. ¡Zas!—. Bernard me
llamó hace media hora—. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene un
compromiso inesperado. —¡Zas!—. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al
Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.
Y se dirigió corriendo hacia
el baño.
«Es una chica con suerte», se
dijo Fanny, viéndola alejarse.
El Segundo Secretario del Interventor Mundial
Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin
de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de
Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la
llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el
Gobernador-Diputado del Banco de Europa.
—Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo,
en cierto modo —había confesado Lenina a Fanny— tengo la sensación de conseguir
todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber
todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que
no lo sé. —Lenina movió la cabeza—. La mayoría de ellos no me creen, desde
luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera —agregó, tristemente; y suspiró—.
Es guapísimo, ¿no te parece?
—Pero ¿es que no le gustas?
—preguntó Fanny.
—A veces creo que sí, y otras creo que no.
Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no
quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo
pillo mirándome; y entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando
les gustas.
Sí, Fanny lo sabía.
—No llego a entenderlo —dijo
Lenina.
No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino
que la trastornaba profundamente.
—Porque, ¿sabes, Fanny?, me
gusta mucho.
Le gustaba cada vez más. «Bueno, hoy se me
ofrece una excelente ocasión», pensaba, mientras se perfumaba, después del
baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. «Una ocasión excelente». Su buen
humor se vertió en una canción:
Abrázame hasta embriagarme de amor, bésame
hasta dejarme en coma; abrázame, amor, arrímate a mí; el amor es tan bueno como
el soma.
Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina
y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar
también.
Las luces se apagaron; y en las tinieblas
surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres
semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente,
en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de
perfumes.
—Agarra esos pomos metálicos de los brazos de
tu butaca —susurró Lenina—. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.
El salvaje obedeció sus
instrucciones.
Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido;
siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e
incomparablemente más «reales» de lo que hubiesen podido parecer de haber sido
de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes
estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta-Más rubia
y braquicéfala.
El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en
sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió
a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto,
el órgano de perfumes exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba
en la pista sonora: «¡Oh…, oooh…!». Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por
segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: «¡Ah…, aaah! ¡Oh,
oooh! ¡Ah…, aaah!», los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez
más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del «Alambra» se
estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. «¡Ohhh…!».
El argumento de la cinta era sumamente
sencillo. Pocos minutos después de los primeros «Ooooh» y «Aaaah» (tras el
canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de
cuyos pelos —el Predestinador Ayudante tenía toda la razón— podía palparse separadamente),
el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Qué golpe
en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.
El golpe hizo añicos todo el condicionamiento
del negro, quien sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y
demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas,
persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La
Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida
en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco.
Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos
jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro era enviado a un Centro de
Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando
la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la
alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los
saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la
última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se
estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se
inmoviliza definitivamente.
Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo.
Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre,
arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole
en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su
piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban
afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado.
El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo
tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…
Los ojos de Lenina y los del Salvaje
coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se
apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.
—Creo que no deberías ver cosas como ésas —dijo
al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales
todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.
—¿Cosas como qué, John?
—Como esa horrible película.
—¿Horrible? —Lenina estaba sinceramente
asombrada—. Yo la he encontrado estupenda.
—Era abyecto —dijo el Salvaje,
indignado—, innoble… —No te entiendo —contestó Lenina.
¿Por qué era tan raro? ¿Por
qué se empeñaba en estropearlo todo?
En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró.
Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo
a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado,
en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si
un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se
estremecía en un súbito sobresalto nervioso.
El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa
de Lenina. «Al fin —pensó ésta, llena de exultación, al apearse—. Al fin», a
pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy
extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. «Al fin».
Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el
Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la
nariz, pensando: «Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bernard… Y sin
embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin…»
El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.
—Buenas noches —dijo una voz
ahogada detrás de ella.
Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se
hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no
había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando
—pero, ¿a qué?—, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el
rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.
—Buenas noches, Lenina
—repitió el Salvaje.
—Pero, John… Creí que ibas a…
Quiero decir que, ¿no vas a…?
El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para
decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.
Mirando hacia abajo por la ventanilla
practicada en el suelo del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada
hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo
llamaba. Su figura, achaparrada por la perspectiva, se perdió en la distancia;
el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de
tinieblas.
Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su
habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con
cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo.
Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era
un negro.
Capítulo XII
Bernard tuvo que gritar a través de la puerta
cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.
—¡Pero si están todos aquí,
esperándote!
—Que esperen —dijo la voz,
ahogada por la puerta.
—Sabes de sobra, John —¡cuán difícil resulta
ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en grito!—, que los invité, que los
invité precisamente para que te conocieran.
—Antes debiste preguntarme a
mí si deseaba conocerles a ellos.
—Hasta ahora siempre viniste,
John.
—Precisamente por esto no
quiero volver.
—Hazlo sólo por complacerme
—imploró Bernard.
—No.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
Desesperado, Bernard baló:
—Pero, ¿qué voy a hacer?
—¡Vete al infierno! —gruñó la voz exasperada
desde dentro de la habitación.
—Pero, ¡si esta noche ha
venido el Archichantre Comunal de Canterbury!
Bernard casi lloraba.
—Ai yaa
tákwa! —Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que
pensaba del Archichantre de Canterbury—. Háni!
—agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó—: Sons éso tse-ná.
Y escupió en el suelo como
hubiese podido hacerlo el mismo Popé.
Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a
sus habitaciones y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no
aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres
estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a
aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más
elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.
—¡Jugarme a mí esta mala pasada! —repetía el
Archichantre una y otra vez—. ¡A mí!
En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de
haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo
frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el
propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con
voz más fuerte.
Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos
azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón,
aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.
Había ido a la fiesta llena de un extraño
sentimiento de ansiosa exultación. «Dentro de pocos minutos —se había dicho, al
entrar en la estancia —lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba
completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal
vez él dirá…»
¿Qué diría el Salvaje? La
sangre había afluido a las mejillas de Lenina.
«¿Por qué se comportó de manera tan extraña la
otra noche, después del sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy
completamente cierta de que le gusto. Estoy segura…»
En aquel momento Bernard había soltado la
noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.
Lenina experimentó súbitamente todas las
sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de
Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de
náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.
—Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra
Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando
pienso que he llegado a…
—Sí —decía la voz de Fanny Crowne—, lo del
alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en
aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo,
y mi amigo me lo dijo a mí…
—Una pena, una pena —decía Henry Foster,
compadeciendo al Archichantre Comunal—. Puede que le interese a usted saber que
nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.
Atravesado por todo lo que se decía en su
presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil
heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus
invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez
el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de
carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de
champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban
bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no
se hallara presente.
—Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de
Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de
las celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el
momento…
Se levantó, dejó la copa, se sacudió del
chaleco de viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se
dirigió hacia la puerta.
Bernard se lanzó hacia delante
para detenerle.
—¿De verdad debe marcharse, Archichantre…? Es
muy temprano todavía. Yo esperaba que…
¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el
momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal
aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado
a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el
Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había
pasado en la Cantoría Diocesana. «Asistirán el Archichantre Comunal de
Canterbury y Mr. Salvaje». Bernard había proclamado su triunfo en todas las
invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche,
precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: «Háni!», y hasta (menos mal que Bernard
no entendía el zuñí) «Sons éso tse-ná!»
Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había
convertido en el momento de su máxima humillación.
—Había confiado tanto en que… —repetía Bernard,
tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión
implorante y dolorida.
—Mi joven amigo —dijo el Archichantre Comunal
en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de
que sea demasiado tarde. Un buen consejo. —Su voz se hizo sepulcral—.
Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
Hizo la señal de la T sobre su
cabeza y se volvió.
—Lenina, querida —dijo en otro
tono—. Ven conmigo.
Arriba, en su cuarto, el
Salvaje leía Romeo y Julieta.
Lenina y el Archichantre
Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.
—Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir,
Lenina —la llamó el Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para
mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con
él.
«Una nueva Teoría de Biología». Éste era el
título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún
tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en
la portadilla: «El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de
finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al
presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su
publicación». Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al
autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima
de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo
excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas…
bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el
rostro, John recitaba suavemente al vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con
fulgor! Y parece pender sobre la mejilla de la noche como una rica joya en la
oreja de un etíope; belleza excesiva para ser usada; demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho
de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella
lentamente.
Rompiendo un largo silencio,
Lenina dijo de pronto:
—Creo que será mejor que tome
un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente,
sonriendo al paraíso particular de sus sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero,
inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico
situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi
imperceptible. Clic, clic, clic, clic… Y llegó la mañana, Bernard estaba de
vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi
a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez
del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por
contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía
muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy
comprensivo con aquel Bernard deshinchado.
—Te pareces más al Bernard que conocí en
Malpaís —dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su
fracaso—. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora
eres como entonces.
—Porque vuelvo a ser
desdichado; he aquí el porqué.
—Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes
que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
—¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con
amargura—. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta
lograste que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e
injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que
el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve
provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo
esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su
amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente
con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de
meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar
un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había
posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante.
Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de
los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de
nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los
castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz.
Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en
sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la
concedió.
En su primera entrevista después de la
reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus
consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno,
de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había
entrado en conflicto con la Autoridad.
—Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo
daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer
año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. «Sobre el
uso de versos rimados en Propaganda Moral», para ser exactos. Siempre ilustro
mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles
como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no
pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Sentía curiosidad por ver cuáles
serían las reacciones. Además —agregó, con más gravedad—, quería hacer un poco
de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir
aquellos versos. ¡Ford! —Volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El
Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre
marcado.
—Pero, ¿qué decían tus versos?
—preguntó Bernard.
—Eran sobre la soledad.
Bernard arqueó las cejas.
—Si quieres, te los recito. Y
Helmholtz empezó:
El comité de ayer, bastones, pero un
tambor roto, medianoche en la City, flautas en el vacío, labios cerrados, caras
dormidas, todas las máquinas paradas, mudos los lugares donde se apiñaba la
gente… Todos los silencios se regocijan, lloran (en voz alta o baja) hablan,
pero ignoro
con la voz de quién. La ausencia de los
brazos, los senos y los labios y los traseros de Susan y de Egeria forman
lentamente una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto, ¿de qué esencia tan absurda que
algo que no es puebla, sin embargo, la noche desierta más sólidamente que
esotra con la cual copulamos y que tan escuálida nos parece?
—Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos
versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.
—No me sorprende —dijo Bernard—. Van en contra
de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos
doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
—Lo sé. Pero pensé que me
gustaría ver qué efecto producía.
—Bueno, pues ya lo has visto.
Bernard pensó que, a pesar de todos sus
problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.
Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas
inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los
celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto
como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de
una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía
esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban
inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso
sentimiento volvía a él una y otra vez.
En su tercera entrevista con el Salvaje,
Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.
—¿Qué te parecen? —le preguntó
luego.
El Salvaje movió la cabeza.
—Escucha esto —dijo por toda
respuesta.
Y abriendo el cajón cerrado con llave donde
guardaba su roído librote, lo abrió y leyó:
Que el pájaro de voz más sonora posado en
el solitario árbol de Arabia sea el triste heraldo y trompeta…
Helmholtz lo escuchaba con creciente
excitación. Al oír lo del «solitario árbol de Arabia» se sobresaltó; tras lo de
«tú, estridente heraldo» sonrió con súbito placer; ante el verso «toda ave de
ala tiránica» sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de «música mortuoria»
palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El
Salvaje siguió leyendo.
La propiedad se asustó al ver que el yo no
era ya el mismo; dos nombres para una sola naturaleza, que ni dos ni una podía
llamarse. La razón, en sí misma confundida, veía unirse la división…
—¡Orgía-Porfía! —gritó Bernard, interrumpiendo
la lectura con una risa estruendosa, desagradable—. Parece exactamente un himno
del Servicio de Solidaridad.
Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho
de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la
siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio
Helmholtz.
El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta,
con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como
Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés
y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del
huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados
habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de
aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto,
¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!
—Ese viejo escritor —dijo— hace aparecer a
nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.
El Salvaje sonrió con expresión triunfal y
reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última
escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que
se casara con Paris. Helmholtz se había mostrado inquieto durante toda la
escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta
exclamaba:
¿Es que no hay compasión en lo alto de las
nubes que lea en el fondo de mi dolor? ¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana, o, si no quieres, prepara el lecho
de bodas en el triste mausoleo donde yace Tibaldo.
Cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una
explosión de risa irreprimible.
¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad)
obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella
imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al
menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba
irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado
hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión
«dulce madre» (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la
referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando
su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo
hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras
el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que,
viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el
gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con
llave en su cajón.
—Y sin embargo —dijo Helmholtz cuando, habiendo
recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje
escuchara sus explicaciones—, sé perfectamente que uno necesita situaciones
ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada
más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan
maravilloso? Porque tenía tantísimas cosas locas, extremadas, acerca de las
cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo
contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos
X. Pero…, ¡padres y madres! —Movió la cabeza—. No podías esperar que pusiera
cara seria ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un
muchacho consigue a una chica o no la consigue?
El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que
miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.
—No —concluyó—, no me sirve. Necesitamos otra
clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por
fin—: No lo sé; no lo sé.
Capítulo XIII
Henry Foster apareció a través de la luz
crepuscular del Almacén de Embriones.
—¿Quieres ir al sensorama esta
noche?
Lenina negó con la cabeza, sin
decir nada.
—¿Sales con otro?
A Henry le interesaba siempre
saber cómo se emparejaban sus amigos.
—¿Con Benito, acaso?
—preguntó.
Lenina volvió a negar con la
cabeza.
Henry observó la expresión fatigada de aquellos
ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza
que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que se
esforzaban por sonreír.
—¿No estarás enferma? —preguntó, un tanto
preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades
infecciosas que aún subsistían.
Por tercera vez Lenina negó
con la cabeza.
—De todos modos, deberías ir a ver al médico
—dijo Henry—: «Una visita al doctor libra de todo dolor» —agregó, cordialmente,
acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro—. Tal vez
necesites un Sucedáneo de Embarazo —sugirió—. O un fuerte tratamiento extra de
S.P.V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no
está a la altura de…
—¡Oh, por el amor de Ford! —dijo Lenina,
rompiendo su testarudo silencio—. ¡Cállate de una vez!
Y volviéndole la espalda se
ocupó de nuevo en sus embriones.
¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se
hubiese echado a reír, de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como
si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla
suspiró profundamente. «John… —murmuró para sí—, John…» Después se preguntó:
«¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O
no se la he dado todavía?». No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el
riesgo de administrar una segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la
hilera.
Veintidós años, ocho meses y cuatro días más
tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza,
moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando,
Lenina siguió con su tarea.
Una hora después, en el
vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:
—Es absurdo que te abandones a este estado.
Sencillamente absurdo — repitió—. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo
hombre!
—Pero es el único que quiero.
—Como si no hubiese millones
de otros hombres en el mundo.
—Pero yo no los quiero.
—¿Cómo lo sabes si no lo has
intentado?
—Lo he intentado.
—Pero, ¿con cuántos? —preguntó Fanny,
encogiéndose despectivamente de hombros—. ¿Con uno? ¿Con dos?
—Con docenas de ellos. Y fue
inútil —dijo Lenina, moviendo la cabeza.
—Pues debes perseverar —le aconsejó Fanny,
sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias
prescripciones había sido un tanto socavada—. Sin perseverancia no se consigue
nada. —Pero entretanto… —No pienses en él.
—No puedo evitarlo.
—Pues toma un poco de soma.
—Ya lo tomo.
—Pues sigue haciéndolo.
—Pero en los intervalos sigo
queriéndole. Siempre le querré.
—Bueno, pues si es así —dijo Fanny con
decisión—, ¿por qué no vas y te haces con él? Tanto si quiere como si no.
—¡Si supieras cuán
terriblemente raro estuvo!
—Razón de más para adoptar una
línea de conducta firme.
—Es muy fácil decirlo.
—No te quedes pensando tonterías. Actúa. —La
voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A.M.F.
dando una charla nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente—. Sí, actúa,
inmediatamente.
Hazlo ahora mismo.
—Me daría vergüenza —dijo
Lenina.
—Basta que tomes medio gramo de soma antes de
hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.
El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con
impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo
decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento
más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.
—Presentía que eras tú,
Helmholtz —gritó, al tiempo que abría.
En el umbral, con un vestido de marinera
blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado
picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.
—¡Oh! —exclamó el Salvaje, como si alguien
acabara de asestarle un fuerte porrazo.
Medio gramo había bastado para que Lenina
olvidara sus temores y su turbación.
—Hola, John —dijo, sonriendo.
Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró
la puerta y la siguió. Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.
—Tengo la impresión de que no te alegras mucho
de verme, John —dijo Lenina al fin.
—¿Que no me alegro?
El Salvaje la miró con expresión de reproche;
después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina,
la besó reverentemente.
—¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras!
—susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió—:
Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que
hay en el mundo.
Lenina le sonrió con
almibarada ternura.
—¡Oh, tú, tan perfecta —Lenina se inclinaba
hacia él con los labios entreabiertos—, tan perfecta y sin par fuiste creada
—Lenina se acercaba más y más a él— con lo mejor de cada una de las criaturas!
—Más cerca todavía. Pero el Salvaje se levantó bruscamente—. Por eso —dijo,
hablando sin mirarla—, quisiera hacer algo primero… Quiero decir, demostrarte
que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos,
demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer alguna cosa.
—Pero, ¿por qué consideras
necesario…? —empezó Lenina.
Mas no acabó la frase. En su voz había sonado
cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante,
acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de
pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada… bueno, tiene
todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la
sangre.
—En Malpaís —murmuraba incoherentemente el
Salvaje—, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas…
Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.
—En Inglaterra no hay leones
—dijo Lenina en tono casi ofensivo.
—Y aunque los hubiera —agregó el Salvaje con
súbito resentimiento y despecho—, supongo que los matarían desde los
helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. —Se
cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de
incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré
algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes. Pero el
placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería
los suelos por ti, si lo desearas.
—¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! —dijo
Lenina, asombrada—. No es necesario.
—Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede
ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza.
¿Me entiendes? —Pero si hay aspiradoras… —No, no es esto.
—… y semienanos Epsilones que las manejan
—prosiguió Lenina—, ¿por qué…?
—¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por
ti! Sólo para demostrarte que yo… —¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con
los leones…?
—Para demostrarte cuánto…
—… o con el hecho de que los
leones se alegren de verme?
Lenina se exasperaba
progresivamente.
—… para demostrarte cuánto te quiero, Lenina
—estalló John, casi desesperadamente.
Como símbolo de la marea ascendente de
exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.
—¿Lo dices de veras, John?
—Pero no quería decirlo —exclamó el Salvaje,
uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía—. No quería decirlo hasta
que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.
—¿Se qué?
De nuevo la irritación se había deslizado en el
tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?
—Se unen para siempre.
Prometen vivir juntos para siempre.
—¡Qué horrible idea!
Lenina se sentía sinceramente
disgustada.
—Sobreviviendo a la belleza exterior, con un
alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae… —¿Cómo?
—También así lo dice Shakespeare. «Si rompes su
nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno
y solemne rito…»
—¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas
raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de
aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. —Lenina saltó sobre sus pies, y,
como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo
cogió por la muñeca—.
Contéstame a esta pregunta:
¿me quieres realmente? ¿Sí o no?
Se hizo un breve silencio;
después, en voz muy baja, John dijo:
—Te quiero más que a nada en
el mundo.
—Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías
—exclamó Lenina; y su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la
muñeca de John— en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de
hacerme desdichada durante semanas enteras?
Le soltó la mano y lo apartó
de sí violentamente.
—Si no te quisiera tanto
—dijo—, estaría furiosa contigo.
Y, de pronto, le rodeó el cuello con los
brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente
suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres
semanas en helicóptero. «¡Oooh! ¡Oooh!», la estereoscópica rubia, y «¡Aaah!,
¡aaah!», el negro super-real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del
abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.
—¿Por qué no me lo decías?
—susurró, apartando la cara para poder verle.
Sus ojos aparecían llenos de
tiernos reproches.
«Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más
adecuado —tronaba poéticamente la voz de la conciencia—, ni la más poderosa
sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!», decidió John.
—¡Tontuelo! —decía Lenina—. ¡Con lo que yo te
deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no…?
—Pero, Lenina… —empezó a
protestar John.
Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo
y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda
alusión.
Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera
de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John
empezó a sospechar que se había equivocado.
—¡Lenina! —repitió, con
aprensión.
Lenina se llevó una mano al cuello y dio un
fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la
sospecha se transformó en certidumbre.
—Lenina, ¿qué haces?
¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda.
Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era
como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en
su pecho.
«Por esos senos que a través de las rejas de la
ventana penetran en los ojos de los hombres…» Las palabras cantarinas,
tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente
seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo
túneles en las más firmes decisiones… «Los juramentos más poderosos son como
paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario…»
¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como
una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho
que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin
vida y como deshinchada.
Con los zapatos y las medias puestas y el
gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:
—¡Amor mío, si lo hubieses
dicho antes!
Lenina abrió los brazos.
Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de
abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos
abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.
Cuatro pasos hacia atrás, y se
encontró acorralado contra la pared.
—¡Cariño! —dijo Lenina; y, apoyando las manos
en sus hombros, se arrimó a él—. Rodéame con tus brazos —le ordenó—. Abrázame
hasta drogarme, amor mío. —También ella tenía poesía a su disposición, conocía
palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores—.
Bésame. — Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un
murmullo soñoliento—. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…
El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó
las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia de un brazo.
—¡Uy, me haces daño, me… oh!
Lenina calló súbitamente. El terror le había
hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no,
no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por
un furor demente.
—Pero, ¿qué te pasa, John?
—susurró Lenina.
El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir
mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas
de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil,
casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de
dientes.
—¿Qué te pasa? —dijo casi en
un chillido.
Y, como si su grito lo hubiese despertado, John
la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.
—¡Ramera! —gritó—. ¡Ramera!
¡Impúdica buscona!
—¡Oh, no, no…! —protestó Lenina, con la voz
grotescamente entrecortada por las sacudidas.
—¡Ramera!
—¡Por favooor!
—¡Maldita ramera!
—Un graamo es meejor… —empezó
Lenina.
El Salvaje la arrojó lejos de
sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.
—Vete —gritó John, de pie a su lado,
amenazadoramente—. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.
Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse
la cara. —No, por favor, no, John… —¡Deprisa! ¡Rápido!
Con un brazo levantado todavía y siguiendo
todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y
semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.
El ruido de la prodigiosa palmada con que John
aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.
—¡Oh! —exclamó Lenina, pegando
un salto hacia delante.
Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a
salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas
al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella
de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel
nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.
Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la
estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la
música de las palabras mágicas. «El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada
mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos». Enloquecedoramente, las
palabras resonaban en sus oídos. «Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a
ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque
sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los
dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo
sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido»; ¡uf! «Dame una onza de
algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación».
—¡John! —osó decir una vocecilla que quería
congraciarse al Salvaje, desde el baño—. ¡John!
«¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles
tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él
"ramera" fue hecho tan bello libro? El cielo se tapa la nariz ante
ella…»
Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su
alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían
perfumado su aterciopelado cuerpo.
«Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica
zorra». El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. «Impúdica…»
—John, ¿no podrías darme mis ropas?
El Salvaje recogió del suelo los pantalones
acampanados, la blusa y la prenda interior.
—¡Abre! —ordenó, pegando un
puntapié a la puerta.
—No, no quiero.
La voz sonaba asustada y
desconfiada.
—Bueno, pues, ¿cómo podré
darte la ropa?
—Pásala por el ventilador que
está en lo alto de la puerta.
John así lo hizo, y después reanudó su
impaciente paseo por la estancia. «Impúdica zorra, impúdica zorra… El demonio
de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata…» —John.
El Salvaje no contestaba.
«Redondo trasero y dedo de patata».
—John…
—¿Qué pasa? —preguntó John,
ceñudo.
—¿Te…, te importaría darme mi
cartuchera malthusiana?
Lenina permaneció sentada escuchando el rumor
de los pasos en el cuarto contiguo y preguntándose cuánto tiempo podría seguir
John andando de un lado para otro, si tendría que esperar a que saliera de su
piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su
locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.
Sus inquietas especulaciones fueron
interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de
John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con
el silencio. —Diga.
………
—Sí.
………
—Si no me usurpo el título a
mí mismo, yo soy.
………
—Sí, ¿no me escuchó? Mr.
Salvaje al habla.
………
—¿Cómo? ¿Quién está enfermo?
Claro que me interesa.
………
—Pero, ¿es grave? ¿Está mala
de verdad? Iré inmediatamente.
………
—¿Que ya no está en sus
habitaciones? ¿Adónde la han llevado?
………
—¡Oh, Dios mío! ¡Deme la
dirección!
………
—Park Lane, tres, ¿no es eso?
¿Tres? Gracias.
Lenina oyó el ruido del receptor al ser
colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe. Siguió un
silencio. ¿Se habría marchado John?
Con infinitas precauciones, Lenina abrió la
puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la
tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de
puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón
desbocado; después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se
deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta
que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a sentirse a salvo.
Capítulo XIV
El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era
una torre de sesenta plantas, recubierto de azulejos color de prímula. Cuando
el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos,
pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a
poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del
ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a
la sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero),
situada en el piso séptimo.
Era una vasta sala pintada de amarillo y
brillantemente iluminada por el sol, que contenía una veintena de camas, todas
ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con
todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por
alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo
ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un
grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un
procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
—Procuramos —explicó la enfermera que había
recibido al Salvaje en la puerta—, procuramos crear una atmósfera tan agradable
como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase
y una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?
—¿Dónde está Linda? —preguntó el Salvaje,
haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.
La enfermera se mostró
ofendida.
—Lleva usted mucha prisa
—dijo.
—¿Cabe alguna esperanza?
—preguntó John.
—¿De que no muera, quiere decir? —John afirmó—.
No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay… —Sorprendida ante la
expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se
interrumpió—. Bueno, ¿qué le pasa? —preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas
reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es
lógico—. No se encontrará mal, ¿verdad?
John negó con la cabeza.
—Es mi madre —dijo, con voz
apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados,
llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como un
ascua.
—Acompáñeme a donde está Linda —dijo el
Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó
hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque
la senilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las
mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su
avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos
en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se
estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga
hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las
semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en
silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión
instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro
del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un
acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
Linda contemplaba el espectáculo sonriendo
vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión
de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía
adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba
de nuevo, y volvía al acuario de los Campeonatos de Tenis, a la versión que
ofrecía la Super-VozWurlitzeriana de «Abrázame hasta drogarme, amor mío», al
cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su
cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte
todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre,
y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
—Bueno, tengo que irme —dijo la enfermera—.
Está a punto de llegar el grupo de niños. Además, debo atender al número 3. —Y
señaló hacia un punto de la sala—. Morirá de un momento a otro. Bueno, está
usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al
lado de la cama.
—Linda —murmuró, cogiéndole
una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus
ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los
labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había
dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella
piel envejecida —y encontrándola—, aquella cara joven, radiante, que se asomaba
sobre su niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus
movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. «Arre,
estreptococos, a Banbury-T…» ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos
infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C, la
grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda
al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las
lecciones de lectura: «El crío está en el frasco; el gato duerme». Y las
«Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones». Y las
largas veladas junto al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando
ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva:
aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso
de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de
la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de
carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo
a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su
alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos
idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en
una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido —porque entre todos sólo tenían
uno— miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos
saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la
boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la
sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas,
pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían
muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo
de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad
estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
—¡Oh, mirad, mirad! —Hablaban en voz muy alta,
asustados—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como
la de Linda; nunca habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y
cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el
aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por
contraste, un monstruo de senilidad fláccida y deformada.
—¡Es horrible! —sururraban los pequeños
espectadores—. ¡Mirad qué dientes!
De pronto, de debajo de la cama surgió un
mellizo de cara de torta, entre la silla de John y la pared y empezó a mirar de
cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.
—¡Vaya…! —empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un
chillido. El Salvaje lo había agarrado por el cuello, lo había levantado por
encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había despedido
lejos, aullando.
Sus gritos atrajeron a la
enfermera jefe, que acudió corriendo.
—¿Qué le ha hecho usted? —preguntó, enfurecida—.
No permitiré que pegue a los niños.
—Pues entonces apártelos de esta cama. —La voz
del Salvaje temblaba de indignación—. ¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí?
¡Es vergonzoso!
—¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les
condicionamos ante la muerte. Y le advierto —prosiguió amenazadoramente— que si
vuelve usted a poner obstáculos a su condicionamiento, lo haré echar por los
porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia
ella. Sus movimientos y la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la
enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se
dominó, y, sin decir palabra, se volvió en redondo y se sentó de nuevo junto a
la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un
tanto insegura, la enfermera dijo:
—Ya le he advertido; de modo
que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los
excesivamente curiosos mellizos y los hizo unirse al juego del ratón y el gato
que una de sus colegas había organizado al otro extremo de la sala.
La Super-Voz-Wurlitzerina había aumentado de
volumen hasta llegar a un crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue
sustituida en el sistema de olores canalizados por un intenso perfume de
pachulí. Linda se estremeció, despertó, miró unos instantes, con expresión
asombrada, a los semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos
veces el nuevo perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa
de éxtasis infantil.
—¡Popé! —murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh,
cuánto me gusta, cuánto me gusta…!
Suspiró y se recostó de nuevo
en las almohadas.
—Pero, ¡Linda! —imploró el
Salvaje—. ¿No me reconoces?
John sintió una leve presión de la mano en
respuesta a la suya. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó.
Los labios de Linda se movieron.
—¡Popé! —susurró de nuevo.
Y John sintió como si le
hubiese arrojado a la cara una paletada de basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por
segunda vez, la pasión de su dolor había encontrado otra salida, se había
transformado en una pasión de furor agónico.
—¡Soy
John! —gritó—. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a
cogerla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda
se abrieron, y le vio, le vio.
—¡John!
Pero situó aquel rostro real, aquellas manos
reales y violentas en un mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y
privados del pachulí y la Super-Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y
las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo de su
sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís
paradisíaco donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba
enojado porque quería a Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba
en la cama, con él, como si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo
mismo todo el mundo civilizado.
—Todo el mundo pertenece a…
La voz de Linda murió súbitamente,
convirtiéndose en un ronquido casi inaudible; la boca se le abrió, y Linda hizo
un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era como si
hubiese olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y no brotó sonido
alguno de sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el
grado de su sufrimiento. Se llevó las manos a la garganta, y después clavó las
uñas en el aire, aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para
ella, había cesado de existir.
El Salvaje se hallaba de pie y
se inclinó hacia ella.
—¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué
tienes?
Su voz tenía un tono de imploración, como si
John pudiera ser tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada
de un terror indecible; de terror y, así se lo pareció a él, de reproche. Linda
intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre las almohadas. Su rostro se
deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color azul. El Salvaje
se volvió y corrió al otro extremo de la sala.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó—.
¡Deprisa!
De pie en el centro del ruedo de mellizos que
jugaban al ratón y al gato, la enfermera jefe se volvió. El primer impulso de
asombro cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.
—¡No grite! ¡Piense en esos niños! —dijo,
frunciendo el ceño—. Podría descondicionarles… Pero, ¿qué hace?
John había roto el círculo
para penetrar en él.
—¡Cuidado! —gritó la
enfermera.
Un niño rompió a llorar.
—¡Deprisa! ¡Corra! —John cogió a la enfermera
por un brazo, arrastrándola consigo—. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
Cuando llegaron al otro
extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje permaneció un momento en un silencio
helado, después cayó de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las
manos, sollozó irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa,
mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama (¡escandalosa
exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego
y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante
que tenía lugar en torno a la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre?
¿Debía intentar inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde
se encontraba y el daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir
su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor,
como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a
importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas
sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma
enteramente errónea, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un
paso, tocó a John en el hombro.
—¿No puede reportarse? —le
dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media
docena de mellizos se habían levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera
salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
—Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate?
—preguntó en voz alta y alegre.
—¡Yo! —gritó a coro todo el
grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido
olvidada.
«¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…!», repetía
el Salvaje para sí, una y otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que
llenaban su mente, eran las únicas palabras que lograba articular.
—¡Dios mío! —susurró—. ¡Dios…!
—Pero, ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz
clara y aguda, entre los murmullos de la Super-Wurlitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y,
descubriendo su rostro, miró a su alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con
una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos
embardunados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos
saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron
con la de John, y los cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la
cama con su barrita de chocolate.
—¿Está muerta? —preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio.
Después, en silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la
puerta.
—¿Está muerta? —repitió el
mellizo, curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y sin decir palabra, lo
apartó de sí de un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a
chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.
Capítulo XV
El personal del Hospital de Moribundos de Park
Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos
Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos
varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su
jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el
delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró
en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con
su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que
hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
—¡Eh! ¿A quién empujas?
—¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas
separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como
por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña,
pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de
ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los
codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del
lugar donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su
alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de
horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la
pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por
doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un enjambre
profanador sobre el misterio de la muerte de Linda.
—¡Reparto de soma! —gritó una voz—. Con orden,
por favor. Venga, deprisa.
Se había abierto una puerta, y alguien
instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico
joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro,
negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos
que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba
ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla
colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
—¡Oooh…! —exclamaron los ciento sesenta y dos
Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos
artificiales.
El joven sacó de la caja negra
un puñado de cajitas de hojalata.
—Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—,
acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se
acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro
varón, después tres hembras, después…
El Salvaje seguía mirando. «¡Oh, maravilloso
nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!». En su mente, las rítmicas palabras
parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su
remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos
espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda
fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín
convocando a las armas. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo!».
—¡No empujen! —gritó el delegado del subadministrador,
enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra—. Dejaré de repartir soma
si no se portan bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo
unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres,
la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.
—¡Eso ya está mejor! —dijo el
joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había
muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza.
Como una reparación, como un deber que cumplir, de pronto, el Salvaje vio
luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto
un postigo o corrido una cortina.
—Vamos —dijo el delegado del
subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso
al frente.
—¡Basta! —gritó el Salvaje,
con sonora y potente voz—. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta
la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
—¡Ford! —dijo el delegado del subadministrador,
en voz baja—. ¡Es el Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
—Oídme, por favor —gritó el Salvaje, con
entusiasmo—. Prestadme oído… —Nunca había hablado en público hasta entonces, y
le resultaba difícil expresar lo que quería decir—. No toméis esta sustancia
horrible. Es veneno, veneno.
—Bueno, Mr. Salvaje —dijo el delegado del
subadministrador, sonriendo amistosamente—. ¿Le importaría que…?
—Es un veneno tanto para el
cuerpo como para el alma.
—Está bien, pero tenga la
bondad de permitirme que siga con el reparto.
Sea buen muchacho.
—¡Jamás! —gritó el Salvaje.
—Pero, oiga, amigo…
—Tire inmediatamente ese
horrible veneno.
Las palabras «tire inmediatamente ese veneno»
se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta
alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
—He venido a traeros la paz —dijo el Salvaje,
volviéndose hacia los mellizos—. He venido…
El delegado del subadministrador no oyó más; se
había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.
—No está en sus habitaciones —resumió Bernard—.
Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en
la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto
de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de
sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual
era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el
deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto,
llegarían tarde a la cena.
—Le concederemos cinco minutos más —dijo
Helmholtz—. Y si entonces no aparece…
El timbre del teléfono lo
interrumpió. Descolgó el receptor.
—Diga.
Después, tras unos momentos de
escucha, soltó un taco:
—¡Ford en su carromato! Voy
enseguida.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Bernard.
—Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que
conozco —dijo Helmholtz— . Dice que el Salvaje está allí. Al parecer, se ha vuelto
loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
Juntos corrieron por el
pasillo hacia el ascensor.
—¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el
Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo
puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando
—agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a
quienes se proponía salvar.
Los Deltas le miraban con
resentimiento.
—¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y
el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra
aquellos monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso
no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le
prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo
entendéis? —repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces
—prosiguió, sonriendo— yo os lo enseñaré; y os liberaré tanto si queréis como
si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al
patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas
de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció
silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable,
con asombro y horror.
—Está loco —susurró Bernard, con los ojos fuera
de las órbitas—. Lo matarán. Lo…
Súbitamente se levantó un clamor de la
multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
—¡Ford le ayude! —dijo
Bernard, y apartó los ojos.
—Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica
carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
—¡Libres, libres! —gritaba el
Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la
ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus
atacantes.
—¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado —«¡el bueno de
Helmholtz!»—, pegando puñetazos también.
—¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando
puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.
—¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en
alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud.
—¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron
con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: «Están perdidos», y
llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo
pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo
cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba
pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que
también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo
irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto
estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard corrió a su encuentro, agitando los
brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó «¡Socorro!» varias veces, cada
vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
—¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo apartaron de su paso y se
lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores
en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se
afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro,
armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se
habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a
jeringazos, a los luchadores más encarnizados.
—¡Rápido, rápido! —chillaba Bernard—. ¡Les
matarán si no se dan prisa! Les… ¡Oh!
Irritado por sus chillidos, uno de los policías
le lanzó un disparo de su pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos
tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los
tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al
fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética
surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos
Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético
Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no
existente, la Voz clamaba: «¡Amigos míos, amigos míos!», tan patéticamente, con
tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta a
los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.
—¿Qué significa eso? —proseguía la Voz—. ¿Por
qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos?
Felices y buenos —repetía la Voz—. En paz, en paz. —Tembló, descendió hasta
convertirse en un susurro y expiró momentáneamente—. ¡Oh, cuánto deseo veros
felices! —empezó de nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor,
sed buenos y…
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma
habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se
besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo.
Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración
llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a
repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz,
los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles
pedazos.
—Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford
os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…
Cuando el último Delta hubo salido, el policía
desconectó el aparato, y la voz angélical enmudeció.
—¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia?
—preguntó el sargento—. ¿O tendré que anestesiarles?
Y levantó amenazadoramente su
pistola de agua.
—No ofreceremos resistencia —contestó el
Salvaje, secándose alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía
en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano
izquierda.
Sin retirar el pañuelo de la nariz, que
sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.
Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar
que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió aquel momento para
intentar escabullirse sin llamar la atención.
—¡Eh, usted! —gritó el
sargento.
Y un policía, con su máscara porcina, cruzó
corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.
Bernard se volvió, procurando asumir una
expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había
soñado.
—Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí —dijo
al sargento.
—Usted es amigo de los
prisioneros, ¿no es cierto?
—Bueno… —dijo Bernard; y vaciló. No, no podía
negarlo—. ¿Por qué no había de serlo? —preguntó.
—Pues sígame —dijo el
sargento.
Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el
coche celular que esperaba ante la misma.
Capítulo
XVI
Los hicieron entrar en el
despacho del Interventor.
—Su Fordería bajará enseguida
—dijo el mayordomo Gamma.
Y los dejó solos.
Helmoltz se echó a reír.
—Esto parece más una recepción social que un
juicio —dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos—.
Ánimo, Bernard —agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.
Pero Bernard no quería animarse; sin contestar,
sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la
estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las
iras de los altos poderes.
Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse;
iba de un lado para otro del despacho, curioseándolo todo, sin demasiado
interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas
de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la
mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de
piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo
cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.
El libro había sido publicado en Detroit por la
Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo
ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la
conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el
interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia,
con paso vivo.
Mustafá Mond estrechó la mano a los tres
hombres; pero se dirigió al Salvaje:
—De modo que nuestra
civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje —dijo.
El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado
la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero,
tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor,
decidió decir la verdad, honradamente: —No.
Y movió la cabeza.
Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado.
¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía
que no le gustaba la civilización —que lo decía abiertamente y nada menos que
al propio Interventor— era algo terrible.
—Pero, John… —empezó.
Una mirada de Mustafá Mond lo
redujo a un silencio abyecto.
—Desde luego —prosiguió el Salvaje—, admito que
hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo…
—«A veces un millar de instrumentos sonoros
zumban en mis oídos; otras veces son voces…»
El rostro del Salvaje se
iluminó con súbito placer.
—¿También usted lo ha leído?
—preguntó—. Yo creía que aquí, en
Inglaterra, nadie conocía este
libro.
—Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está
prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo
quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia Bernard—,
cosa que me temo usted no pueda hacer.
Bernard se hundió todavía más
en su desdicha.
—Pero, ¿por qué está
prohibido? —preguntó el Salvaje.
En la excitación que le producía el hecho de
conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado
momentáneamente todo lo demás.
El Interventor se encogió de
hombros.
—Porque es antiguo; ésta es la razón principal.
Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.
—¿Aunque sean bellas?
—Especialmente cuando son bellas. La belleza
ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por
cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.
—¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas!
¡Esas películas en las que sólo salen helicópteros y el público siente cómo los
actores se besan! —John hizo una mueca—. «¡Cabrones y monos!».
Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el
vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.
—En todo caso, animales inofensivos —murmuró el
Interventor, a modo de paréntesis.
—¿Por qué, en lugar de esto,
no les permite leer Otelo?
—Ya se lo he dicho: es
antiguo. Además, no lo entenderían.
Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había
reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.
—Bueno, pues entonces —dijo tras una pausa—,
algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y que ellos puedan comprender.
—Esto es lo que todos hemos estado deseando
escribir —dijo Helmholtz, rompiendo su prolongado silencio.
—Y esto es lo que ustedes nunca escribirán
—dijo el Interventor—. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo
entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a
Otelo.
—¿Por qué no?
—Sí, ¿por qué no? —repitió
Helmholtz.
También él olvidaba las desagradables
realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de miedo, sólo Bernard las
recordaba; pero los demás le ignoraban.
—¿Por qué no?
—Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo.
No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin
inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene
lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a
salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no
hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores
excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas
pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre
queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la
libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! —El Interventor soltó una carcajada—.
¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan
entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un
momento.
—Sin embargo —insistió obstinadamente—, Otelo
es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.
—Claro que sí —convino el Interventor—. Pero éste
es el precio que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la
felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el
arte puro. Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
—Pero no tienen ningún mensaje.
—El mensaje de lo que son; el mensaje de una
gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
—Los argumentos han sido
escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
—No es usted muy amable con su amigo Mr.
Watson, uno de nuestros más distinguidos ingenieros de emociones.
—Tiene toda la razón —dijo Helmholtz,
sombríamente—. Porque todo esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada
que decir…
—Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme.
Usted logra fabricar coches con un mínimo de acero, obras de arte a base de
poco más que puras sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
—A mí todo esto me parece
horrendo.
—Claro que lo es. La felicidad real siempre
aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la
desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular
como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una
buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la
tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene
grandeza.
—Supongo que no —dijo el Salvaje, después de un
silencio—. Pero ¿es preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos?
¡Son horribles!
—Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan
nuestros Grupos de Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los
cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avión cohete
del Estado en su incontenible carrera.
—Más de una vez me he preguntado —dijo el
Salvaje— por qué producen seres como éstos, siendo así que pueden fabricarlos a
su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se
limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?
Mustafá Mond se echó a reír.
—Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo
—contestó—. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de
Alfas no podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo
personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres
individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos
límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! —repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo,
pero no pudo conseguirlo.
—Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa,
condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un
semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas
pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe
un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga
sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios;
se hallan en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos
raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de
antemano. Aún después de su decantación permanece dentro de un frasco: un
frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos
nosotros —prosiguió el Interventor, meditabundo— vivimos en el interior de un
frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes.
Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más
estrecho. No se puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los
frascos de las castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue
comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue
concluyente.
—¿En qué consistió? —preguntó
el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
—Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un
experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores
limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron
de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les
otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las
arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las
previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas
en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las
personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por
conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez
para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en
una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los
veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los
Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que
éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el
mundo.
El Salvaje suspiró
profundamente.
—La población óptima —dijo Mustafá Monds— es la
que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de
flotación, y una novena parte por encima.
—¿Y son felices los que se
encuentran por debajo de la línea de flotación?
—Más felices que los que se encuentran por
encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a
Bernard.
—¿A pesar de su horrible
trabajo?
—¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al
contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de
trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la
copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí,
ciertamente —agregó—, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego,
podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los
trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más
felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo
y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el
resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más.
Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una
fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para
librarse de ellas. La Oficina de Inventos está atestada de planes para
implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. —Mustafá
hizo un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los
trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo
mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir
sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a
un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio
bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de
una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos
cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra
razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo
descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta
a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
—¿Cómo? —dijo Helmholtz, asombrado—. ¡Pero si
constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
—Tres veces por semana entre los trece años y
los diecisiete —dijo Bernard.
—Y toda la propaganda en favor
de la ciencia que hacemos en la Escuela…
—Sí, pero ¿qué clase de ciencia? —preguntó
Mustafá Mond, con sarcasmo—. Ustedes no tienen una formación científica, y, por
consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno.
Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más
que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que
nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni
una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe
de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a
hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxa, cocina ilícita.
En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
—¿Y qué pasó? —preguntó
Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
—Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a
ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran a una isla.
Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien
entró súbitamente en violenta actividad.
—¿Que van a enviarme a mí a
una isla?
Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda
prisa y se detuvo, gesticulando, ante el Interventor.
—Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he
hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros. —Y señaló
acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje—. ¡Por favor, no me envíe a Islandia!
Prometo que haré todo lo que quieran. Deme otra oportunidad. —Empezó a llorar—.
Le digo que la culpa es de ellos —sollozó—. ¡A Islandia, no! Por favor, Su
Fordería, por favor…
Y en un paroxismo de abyección
cayó de rodillas ante el Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse;
pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba,
inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.
—Trae tres hombres —ordenó—, y que lleven a Mr.
Marx a un dormitorio. Que le administren una buena vaporización de soma y luego
lo acuesten y le dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres
criados mellizos, de uniforme verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue
sacado del despacho.
—Cualquiera diría que van a degollarle —dijo el
Interventor, cuando la puerta se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco
de sentido común, comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le
enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo
de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos
ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de
su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que
no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra,
personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír.
—Entonces, ¿por qué no está
también usted en una isla?
—Porque, a fin de cuentas, preferí esto
—contestó el Interventor—. Me dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde
hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del
Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal.
Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio
agregó—: De vez en cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un
patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más
severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. —Suspiró,
recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz—: Bueno, el deber
es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la
verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro
público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el
equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente
inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos
matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero
no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos
tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto
de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más
inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir
en ciernes. Es curioso — prosiguió tras breve pausa— leer lo que la gente que
vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico.
Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose
indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien
supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado.
Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo
hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y
la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La
felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la
verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el
poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la
belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin
restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si
fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto
les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el
conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la
Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la
gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos.
Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control.
La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas
hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr.
Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me
interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.
—Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje,
rompiendo un largo silencio.
—Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la
felicidad. La de los demás, no la mía. Es una suerte —agregó tras una pausa—
que haya tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ellas.
Supongo que los llevaríamos a la cámara letal. A propósito, Mr. Watson, ¿le
gustaría un clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso algo
más tónico?
Helmholtz se levantó de su
sillón neumático.
—Me gustaría un clima pésimo —contestó—. Creo
que se debe de escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y
tormentas, por ejemplo… El Interventor asintió con la cabeza.
—Me gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta
muchísimo, de verdad. Tanto como lo desapruebo oficialmente. —Sonrió—. ¿Qué le
parecen las islas Falkland?
—Sí, creo que me servirán —contestó Helmholtz—.
Y ahora, si no le importa, iré a ver qué tal sigue el pobre Bernard.
Capítulo XVII
—Arte, ciencia… Creo que han pagado ustedes un
precio muy elevado por su felicidad —dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas—.
¿Algo más, acaso?
—Pues… la religión, desde luego —contestó el
Interventor—. Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada…
Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de
Dios, supongo.
—Bueno…
El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir
algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo
la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le
hubiese gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni
siquiera en Shakespeare.
El Interventor, entretanto, se había dirigido
al otro extremo de la estancia, y abría una enorme caja de caudales empotrada
en la pared, entre los estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando
en la penumbra de su interior, el Interventor dijo:
—Es un tema que siempre me ha interesado mucho.
—Sacó de la caja un grueso volumen negro—. Supongo que usted no ha leído esto,
por ejemplo.
El Salvaje cogió el libro.
—La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo
Testamento —leyó en voz alta.
—Ni esto.
Era un libro pequeño, sin
tapas.
—La Imitación de Cristo.
—Ni esto.
Y le ofreció otro volumen.
—Las Variedades de la
experiencia Religiosa, de William James.
—Y aún tengo muchos más —prosiguió Mustafá
Mond, volviendo a sentarse—. Toda una colección de antiguos libros pornográficos.
Dios en el arca y Ford en los estantes.
Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los
estantes llenos de libros, las hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.
—Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo
dice a los demás? — preguntó el Salvaje, indignado—. ¿Por qué no les da a leer
estos libros que tratan de Dios?
—Por la misma razón por la que no les dejo leer
Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de
ahora.
—Pero Dios no cambia.
—Los hombres sí.
—Y ello, ¿produce alguna
diferencia?
—Una diferencia fundamental —dijo Mustafá Mond.
Volvió a levantarse y se acercó al arca—. Existió un hombre que se llamaba
cardenal Newman —dijo— . Un cardenal —explicó a modo de paréntesis— era una
especie de Archichantre Comunal.
—«Yo, Pandulfo, cardenal de la bella Milán». He
leído acerca de ellos en Shakespeare.
—Desde luego. Bien, como le decía, existió un
hombre que se llamaba cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! —Lo sacó del
arca—. Y puesto que me viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre
que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era
un filósofo.
—Un hombre que sueña en menos cosas de las que
hay en los cielos y en la tierra —dijo el Salvaje inmediatamente.
—Exacto. Después, leeré una de las cosas en que
este filósofo soñó. De momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre
Comunal. —Abrió el libro por el punto marcado con un trozo de papel y empezó a
leer—. «No somos más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos
hicimos a nosotros mismos, no podemos ser superiores de nosotros mismos. No
somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra
felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer
que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es
posible que éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como
ellos suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible,
ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar
continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hacen a la
voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los
hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre, que es
un estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede
llevarnos a salvo hasta el fin…» —Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer
libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas del mismo—. Vea esto, por ejemplo
—dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo—. «Un hombre envejece;
siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar,
que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente,
está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado
obedece a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera
rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es la vejez; y es una
enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la
muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando
envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales
terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a
medida que la imaginación y los sentidos se excitan menos y son menos
excitables, nuestra razón halla menos obstáculos en su labor, se ve menos
ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía
absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma
siente, ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e
inevitablemente, hacia ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo de las
sensaciones su vida y su encanto ha empezado a alejarse de nosotros, ahora que
la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones interiores o
exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en algo permanente, en algo que
nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una verdad absoluta e imperecedera.
Sí, inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso
es por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que
nos compensa de todas las demás pérdidas». —Mustafá Mond cerró el libro y se
arrellanó en su asiento—. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las
que esos filósofos no soñaron fue esto —e hizo un amplio ademán con la mano—:
nosotros, el mundo moderno. «Sólo podéis ser independientes de Dios mientras
conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo
hasta el final». Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y
conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sigue de
ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. «El sentimiento
religioso nos compensa de todas las demás pérdidas». Pero es que nosotros no
sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por tanto, el sentimiento
religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de un
sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para
qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas
tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando
nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué
consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo
inamovible, si ya tenemos el orden social?
—Entonces, ¿usted cree que
Dios no existe? —preguntó el Salvaje.
—No, yo creo que probablemente
existe un dios.
—Entonces, ¿por qué…?
Mustafá Mond le interrumpió.
—Pero un dios que se manifiesta de manera
diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el
ser descrito en estos libros. Actualmente…
—¿Cómo se manifiesta
actualmente? —preguntó el Salvaje.
—Bueno, se manifiesta como una ausencia; como
si no existiera en absoluto.
—Esto es culpa de ustedes.
—Llámelo culpa de la civilización. Dios no es
compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal.
Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y
la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de
seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si… El Salvaje le
interrumpió.
—Pero, ¿no es natural sentir
que hay un Dios?
—Pero la gente ahora nunca está sola —dijo
Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo
que casi les es imposible estar solos alguna vez.
El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís
había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo;
en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades
comunales, nunca podía estar completamente solo.
—¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear?
—dijo el Salvaje, al fin—: «Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios
de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde
te concibió le costó los ojos», y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está
herido, agonizante: «Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta
entera; aquí estoy». ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que
dispone las cosas, que castiga, que premia?
—¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede
usted permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin
correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hijo. «La rueda ha
dado una vuelta entera; aquí estoy». Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente?
Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una
chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los
dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última
instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe
órdenes de los hombres.
—¿Está seguro de ello? —preguntó el Salvaje—.
¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido
castigado tan duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses
son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento para
degradarle?
—¿Degradarle de qué posición? En su calidad de
ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego,
si usted elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez
pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego
de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento
de Pelota Centrífuga.
—Pero el valor no reside en la voluntad
particular —dijo el Salvaje—. Conservar su estima y su dignidad en cuanto que
es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.
—Vamos, vamos —protestó Mustafá Mond—. ¿No le
parece que esto es ya ir demasiado lejos?
—Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no
se permitirían a sí mismos dejarse degradar por los vicios agradables. Tendrían
una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas
de valor. He podido verlo así en los indios.
—No lo dudo —dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros
no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar
nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no
quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran
a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
—¿Y en qué queda, entonces, la autonegación? Si
ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.
—Pero la civilización industrial sólo es
posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los
límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas
dejarían de girar.
—¡Tendrían ustedes una razón para la castidad!
—dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
—Pero la castidad entraña la pasión, la
castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la
inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una
civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.
—Pero Dios es la razón que justifica todo lo
que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios…
—Mi joven y querido amigo —dijo Mustafá Mond—,
la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas
cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente
organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse
noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes
de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de
lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales
luchar o que defender, allí, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún
sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones
posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona.
»No existe la posibilidad de elegir entre dos
lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer
otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan
agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que
realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por
algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el
soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el
soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para
hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían
conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro
entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo,
y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos
la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo
sin lágrimas: esto es el soma.
—Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda
lo que dice Otelo? «Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los
vientos soplen hasta despertar a la muerte». Hay una historia, que uno de los
ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes
que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su
huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos.
La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el
escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.
—Muy hermoso. Pero en los países civilizados
—dijo el Interventor— se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar
para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que
nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
—Se libraron de ellos. Sí, muy propio de
ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si
es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna,
o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos
enfrentándose a los mismos… Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni
soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es
demasiado fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en
su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un
mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del
espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus
hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de
Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de
vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel
rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su
cuello, en un mundo hermoso…
—Lo que ustedes necesitan —prosiguió el
Salvaje— es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
»Atreverse a exponer lo que es mortal e
inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de
huevo… ¿No hay algo en esto? — preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—.
Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar
así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
—Ya lo creo —contestó el Interventor—. De vez
en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
—¿Cómo? —preguntó el Salvaje,
sin comprender.
—Es una de las condiciones para la salud
perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
—¿S.P.V.?
—Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una
vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente
fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce
asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus
inconvenientes.
—Es que a mí me gustan los
inconvenientes.
—A nosotros, no —dijo el Interventor—.
Preferimos hacer las cosas con comodidad.
—Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios,
quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero
pecado.
—En suma —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el
derecho a ser desgraciado.
—Muy bien, de acuerdo —dijo el Salvaje, en tono
de reto—. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
—Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a
volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a
pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor
constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el
derecho a ser atormentado.
Siguió un largo silencio.
—Reclamo todos estos derechos
—concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de
hombros.
—Están a su disposición —dijo.
Capítulo XVIII
La puerta estaba entreabierta.
Entraron.
—¡John!
Del cuarto de baño llegó un
ruido desagradable y característico.
—¿Ocurre algo? —preguntó
Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se
repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta
del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
—¡Oye! —exclamó Helmholtz,
solícito—. Tú no te encuentras bien, John.
—¿Te sentó mal algo que
comiste? —preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
—Sí. Comí civilización.
—¿Cómo?
—Y me sentó mal; me enfermó. Y después —agregó
en un tono de voz más bajo—, comí mi propia maldad.
—Pero, ¿qué te pasa
exactamente…? Ahora mismo estabas…
—Ya estoy purificado —dijo el Salvaje—. Tomé un
poco de mostaza con agua caliente.
Los otros dos le miraron
asombrados.
—¿Quieres sugerir que… que lo has hecho a
propósito? —preguntó Bernard.
—Así es como se purifican los indios. —John se
sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos
—dijo—. Estoy muy cansado.
—Claro, no me extraña —dijo Helmholtz. Y, tras
una pausa, agregó en otro tono—: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos
mañana por la mañana.
—Sí, salimos mañana —dijo Bernard, en cuyo
rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida—. Y, a
propósito, John —prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en
la rodilla del Salvaje—, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. —Se
sonrojó—. Estoy avergonzado —siguió a pesar de la inseguridad de su voz—,
realmente avergonzado…
El Salvaje le obligó a callar
y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.
—Helmholtz se ha portado maravillosamente
conmigo —siguió Bernard, después de un silencio—. De no haber sido por él, yo
no hubiese podido… —Vamos, vamos —protestó Helmholtz.
—Esta mañana fui a ver al
Interventor —dijo el Salvaje al fin.
—¿Para qué?
—Para pedirle que me enviara a
las islas con vosotros.
—¿Y qué dijo? —preguntó
Helmholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
—No quiso.
—¿Por qué no?
—Dijo que quería proseguir el experimento. Pero
que me aspen —agregó el Salvaje con súbito furor—, que me aspen si sigo siendo
objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo
entero.
Me marcharé mañana, también.
—Pero ¿adónde? —preguntaron a
coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de
hombros.
—A cualquier sitio. No me
importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el
valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y
Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi
paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon,
Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog’s Back y Hindhead había
puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o
seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco
cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se
habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido
desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre
Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de
la antigua ruta PortsmouthLondres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo
faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era
de cemento armado y se hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado
cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera
vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia
prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura,
con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el
eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando,
ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona,
en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De
vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato,
soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía
trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras
con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: «¡Oh,
perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!», una y otra vez, hasta que
estaba a punto de desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que
se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había
cristales en la mayoría de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la
plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el
faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra
parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque,
desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la
encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión
cotidiana constante de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible
presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero
bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche
de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje
subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer
en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog’s Back de la
colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se hallaba
Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y
una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno
descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario
de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los
bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el
brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y
romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al
Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor.
Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos
de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y
sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de junco, poseían una
intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto
americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba
días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de
hora de vuelo de la Torre de Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran
más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente
salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf Electromagnético o al
tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada,
John había recibido para sus gastos personales, había sido empleado en la
adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había
comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas
pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahúso
para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de
semilla y diez kilos de harina de trigo.
—No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo
de harina de desperdicios de algodón —había insistido—. Aunque sean muy
nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el
sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes
persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se
reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización!
Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. «Les daré una
lección», pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que
le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su
huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del
mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto
muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a
construir un arco y las correspondientes flechas.
Cerca del faro crecían fresnos, y para las
varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y
hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin
ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por
capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el
viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en
el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo
un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las
cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue
para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco
cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue
como si, tropezando consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto
en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido
allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida
civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa.
Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había
olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su
propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como
gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no
sólo el dolor y el remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses.
Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba,
trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando… Entró en el
faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos
de uno de los Grupos de Bokanovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia
Elstead, y, desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven
de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y
azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven
aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco
discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un
lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando
boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres… Contaron los
azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió
hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el
látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce…
—¡Ford! —murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la
misma opinión.
—¡Reford! —dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista
de una carroña, llegaron los periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña
verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus
flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había
guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había
efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas
suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de
acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró.
Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por
detrás.
—Buenos días, Mr. Salvaje
—dijo—. Soy el enviado de El Radio Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje
saltó sobre sus pies, desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de
cola y el pincel.
—Perdón —dijo el periodista, sinceramente
compungido—. No tenía intención… —se tocó el sombrero, el sombrero de copa de
aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone
que no me descubra — dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le
decía, me envía El
Radio…
—¿Qué quiere? —preguntó el
Salvaje, ceñudo.
—Bueno, como es natural, a nuestros lectores
les interesaría muchísimo… —Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz,
casi, de coquetería—. Sólo unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes
rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba en torno de
la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de
aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el
aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó
un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince
centímetros de su nariz; se bajó hasta las orejas un par de auriculares, pulsó
un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil
zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por
una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.
—Al habla —dijo, por el
micrófono—, al habla, al habla…
Súbitamente sonó un timbre en
el interior de su sombrero.
—¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo
he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras.
Por favor, Mr. Salvaje. —Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas
sonrisas—. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le
indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y
dígales también algo, naturalmente, del látigo. —El Salvaje tuvo un sobresalto.
¿Cómo se habían enterado de lo del látigo? Todos estamos deseosos de saber algo
de ese látigo. Díganos también algo acerca de la Civilización. Ya sabe. «Lo que
yo opino de la muchacha civilizada». Sólo unas palabras…
El Salvaje obedeció con desconcertante
exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las
mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de
Canterbury.
—Háni!, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le
hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia
carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de
un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El
Radio Horario aparecía en las calles de Londres. «Un periodista de El Radio
Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis», decía el titular de la
primera página. «Sensación en Surrey».
«Y sensación en Londres, también», pensó el
periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una
sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela a la hora de
almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión
preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el
Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro Dimensiones de Francfort, El Monitor
Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron
recibidos con progresiva violencia.
Desde una distancia prudencial, y frotándose
todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano
gritó:
—¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no
toma un poco de soma?
—¡Fuera de aquí! —contestó el
Salvaje.
El otro se alejó unos pasos y
se volvió.
—El mal se convierte en algo
irreal con un par de gramos.
—Kohakwa iyathtokyai!
—El dolor es una ilusión.
—¿Ah, sí? —dijo el Salvaje.
Y sujetando una gruesa vara
avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano
echó a correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de
paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de
la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había
acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo
gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor
logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente
las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí
mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y
resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro
huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se
alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció
desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de
tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en
el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real,
desnuda y tangible, que le decía: «¡Cariño!» y «¡Abrázame!», con sólo las
medias y los zapatos puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ¡oh, oh…! Sus
brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad
estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El
Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa.
Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro
espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de
sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo
pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra
ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en
sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de
Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar. Aun en medio de
las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne
recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. «Cariño, cariño…
si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?».
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de
la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso
de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el
aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
—¡Zorra! ¡Zorra! —gritaba, a cada latigazo,
como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo
fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba—. ¡Zorra! —Y
después, con voz de desesperación—: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios
mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido
en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo
de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los
sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y
la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado
tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches
reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las
matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas
de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande
desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de
unos gorilas. «Espléndido — se dijo, cuando el Salvaje empezó su número—.
¡Espléndido!».
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente
enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio
más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado
(¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico exquisito,
se prometió a sí mismo); y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los
gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del
film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente,
resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto
de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para poder tomar un buen
primer plano de la sangre en su espalda… y casi inmediatamente (¡vaya suerte!)
el complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección
la vista que deseaba.
«¡Bueno, ha sido estupendo! —se dijo, cuando
todo hubo acabado—. ¡De primera calidad!». Se secó el rostro empapado en sudor.
Cuando en los estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una
película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa
del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se
había estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de
sensorama de primera categoría de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue
inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica
soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto
enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando
también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La
muerte… E hincaba su azada una y otra vez… «Y todos nuestros ayeres han
iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte». Un trueno
convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de
tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder
progresivamente su condición humana, y al fin…? El Salvaje sintió un
escalofrío… Y al fin se había convertido en… «una buena carroña para besar…»
Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo.
«Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos
matan como en un juego». Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban
verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin
embargo, el mismo Gloucester los había llamado «dioses eternamente amables».
Además, «el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo buscas; sin
embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa».
Lo que había sido un zumbido por encima de su
cabeza se convirtió en un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra.
Algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de
su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente
vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma
verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad;
levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos
voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en
el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los
vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones
blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de
shantung de acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy
escotadas… Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos,
de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo,
disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole (como a un mono) cacahuetes,
paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y
constantemente — porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por
encima de Hog’s Back— su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las
docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y
ahora, en la actitud de un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al
muro del faro, mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un
hombre que hubiese perdido el juicio.
El impacto en su mejilla de un paquete de
chicle bien dirigido lo sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un
dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.
—¡Fuera! —gritó.
El mono había hablado;
estallaron risas.
—¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva!
¡Viva!
Y entre aquella babel de
gritos, John oyó:
—¡El látigo, el látigo, el
látigo!
Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John
descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo
agitó, como amenazando a sus verdugos.
Brotó un clamor de irónico
entusiasmo.
John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una
mujer chilló asustada. La línea de mirones osciló en el punto amenazado más
inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de
contar con la superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el
Salvaje no se había supuesto.
—¿Por qué no me dejáis en paz?
En su ira había un leve matiz
quejumbroso.
—¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? —dijo
el hombre que, caso de que el Salvaje siguiera avanzando, había de ser el
primero en ser atacado. Y agitó una bolsita—. Son estupendas, ¿sabes? —agregó,
con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa—. Y las sales de magnesio te
mantendrán joven.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó, volviéndose de
un rostro sonriente a otro—. ¿Qué queréis de mí?
—¡El látigo! —contestó un centenar de voces,
confusamente—. Haz el número del látigo. Queremos ver el número del látigo.
Entonces un grupo situado a un extremo de la
línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:
—¡El
lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
—¡El
lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el
ruido, por la unanimidad, por la sensación de comunión rítmica, daban la
impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras,
casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una
súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog’s Back,
permaneció unos segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos
metros de donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la
hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el
griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron,
los gritos de: «¡El látigo! ¡El látigo!». Se reanudaron, fuertes, insistentes,
monótonos.
La puerta del helicóptero se abrió, y de él se
apearon un joven rubio, de rostro atezado, y después una muchacha que llevaba
pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.
Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó,
retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita palidez.
La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con
una sonrisa incierta, implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los
labios de la muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su
voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían
vociferando su estribillo.
—¡El
lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
La muchacha se llevó ambas manos al costado
izquierdo, y en su rostro de muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció
una extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar
de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por
sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y
apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
—¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
Y, de pronto, los curiosos
consiguieron lo que tanto deseaban.
—¡Ramera!
El Salvaje había corrido al encuentro de la
muchacha como un loco. «¡Zorra!», había gritado, como un loco, y empezó a
azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.
Aterrorizada, la joven se había vuelto,
disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al suelo.
—¡Henry, Henry! —gritó.
Pero su atezado compañero se había ocultado
detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.
Con un rugido de excitación y delicia, la línea
se quebró y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de
atracción. El dolor es un horror que fascina.
—¡Quema, lujuria, quema!
—¡Oh, la carne!
El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el
látigo cayó sobre sus propios hombros.
—¡Muera! ¡Muera!
Arrastrados por la fascinación del horror que
produce el espectáculo del dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de
cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su condicionamiento
había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de
los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su
propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que
se retorcía sobre la maleza, a sus pies.
—¡Muera, muera, muera! —seguía
gritando el Salvaje.
Después, de pronto, alguien empezó a cantar:
«Orgía-Porfía», y al cabo de un instante todos repetían el estribillo y,
cantando, habían empezado a bailar. Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas,
pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía…
Era más de medianoche cuando el último
helicóptero despegó. Obnubilado por el soma, y agotado por el prolongado
frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los brezos. El sol
estaba muy alto cuando despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a la
luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó todo.
Se cubrió los ojos con una
mano.
Aquella tarde el enjambre de helicópteros que
llegó zumbando a través de Hog’s Back formaba una densa nube de diez kilómetros
de longitud.
—¡Salvaje! —llamaron los
primeros en llegar—. ¡sr. Salvaje!
No hubo respuesta.
La puerta del faro estaba abierta. La empujaron
y penetraron en la penumbra del interior. A través de un arco que se abría en
el otro extremo de la estancia podían ver el arranque de la escalera que
conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco se
balanceaban unos pies.
—¡Sr. Salvaje!
Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de
brújula, los pies giraban hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste,
Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron,
con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este…
fin
ACERCA DEL AUTOR
Aldous Leonard Huxley (26 de julio de 1894, en
Godalming, Surrey, Inglaterra – 22 de noviembre de 1963, en Los Ángeles,
California, Estados Unidos), fue un escritor anarquista británico que emigró a
los Estados Unidos. Miembro de una reconocida familia de intelectuales, Huxley
es conocido por sus novelas y ensayos, pero publicó relatos cortos, poesías,
libros de viaje y guiones. Mediante sus novelas y ensayos, Huxley ejerció como
crítico de los roles sociales, las normas y los ideales. Se interesó, asimismo,
por los temas espirituales, como la parapsicología y el misticismo, acerca de
las cuales escribió varios libros. Al final de su vida estuvo considerado como
un líder del pensamiento moderno.
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