E. M. Cioran
Pensar
contra sí mismo
Debemos
la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la
exacerbación de nuestro desequilibrio. Incluso Dios, por mucho que nos
intrigue, no es en lo más íntimo de nosotros donde le discernimos, sino justo
en el límite exterior de nuestra fiebre, en el punto preciso en el que, al
afrontar nuestro furor al suyo, resulta un choque, un encuentro tan ruinoso
para El como para nosotros. Alcanzado por la maldición que los actos conllevan,
el violento no fuerza su naturaleza, no va más allá de sí mismo, más que para
volver de nuevo a sí enfurecido, como agresor, seguido de sus empresas, que
vienen a castigarle por haberlas suscitado. No hay obra que no se vuelva contra
su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al filósofo, el
acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a
su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la historia; sólo se salva
quien sacrifica dones y talentos para que, liberado de su condición de hombre,
pueda reposarse en el ser. Si aspiro a una carrera metafísica, no puedo a
ningún precio guardar mi identidad; debo liquidar hasta el menor residuo que me
quede de ella; mas si, por el contrario, me aventuro en un papel histórico, la
tarea que me incumbe es exasperar mis facultades hasta que estalle con ellas.
Siempre se perece por el yo que se asume; llevar un nombre es reivindicar un
modo exacto de hundimiento.
Fiel a sus apariencias, el violento no se
desanima, vuelve a empezar y se obstina, ya que no puede dispensarse de sufrir.
¿Que se encarniza en la perdición de los otros? Es el rodeo que toma para
llegar a su propia perdición. Bajo su aire seguro de sí, bajo sus fanfarronadas,
se esconde un apasionado de la desdicha. De este modo, es también entre los
violentos donde se encuentran los enemigos de sí mismos. Y todos nosotros somos
violentos, rabiosos que, por haber perdido la llave de la quietud, no tienen ya
acceso mas que a los secretos del desgarramiento.
En lugar de dejar al tiempo triturarnos
lentamente, hemos creído oportuno sobreabundar en él, añadir a sus instantes
los nuestros. Ese tiempo reciente, injertado en el antiguo, ese tiempo
elaborado y proyectado debía pronto revelar su virulencia; objetivándose, iba a
convertirse en historia, monstruo urdido por nosotros contra nosotros mismos,
fatalidad a la que no podríamos escapar, ni aun recurriendo a las fórmulas dc
la pasividad, a las recetas de la sabiduría.
Intentar una cura de ineficacia; meditar sobre
los padres taoístas, su doctrina del abandono, del dejarse llevar, de la
soberanía de la ausencia; seguir, según su ejemplo, el recorrido de la
conciencia cuando deja de tenérselas con el mundo y se moldea sobre todas las
cosas, como el agua, elemento al que son afectos, eso ya podemos esforzarnos en
lograrlo, que no lo conseguiremos jamás. Ellos condenan juntamente nuestra
curiosidad y nuestra sed de dolores; y en esto se diferencian de los místicos,
y singularmente de los de la edad media, hábiles en recomendarnos las virtudes
de la camisa de cerdas, de la piel de erizo, del insomnio, de la inanición y
del gemido.
«La vida intensa es contraria al Tao», enseña
Lao-Tse, el hombre más normal que hubiere. Pero el virus cristiano nos recome:
legatarios de los flagelantes sólo refinando nuestros suplicios tomamos
conciencia de nosotros mismos. ¿Qué la religión declina? Perpetuaremos sus
extravagancias, como perpetuamos las maceraciones y los gritos de las celdas de
antaño, ya que nuestra voluntad de sufrir iguala a la de los conventos en la
época de su florecimiento. Si bien la Iglesia no goza ya del monopolio del
infierno, no por eso nos tendrá menos anclados a una cadena de suspiros, al
culto del padecimiento, de la alegría fulminada y de la tristeza jubilosa.
El espíritu, tanto como el cuerpo, paga los
gastos de la «vida intensa». Maestros en el arte de pensar contra sí mismos,
Nietzsche, Baudelaire y Dostoievski nos han enseñado a apostar por nuestros
peligros, a ampliar la esfera de nuestros males, a adquirir existencia por la
división de nuestro ser. Y lo que a los ojos del gran chino era símbolo de
decadencia, ejercicio de imperfección, constituye para nosotros la única
modalidad de poseernos, de entrar en contacto con nosotros mismos.
«Que el hombre no ame nada y será
invulnerable». («Chuang‑tzé»).
Máxima
profunda como inoperante. ¿Cómo alcanzar el apogeo de la indiferencia, cuando nuestra misma apatía es tensión, conflicto, agresividad?
No hay ningún sabio entre nuestros antecesores, sino insatisfechos, veleidosos,
frenéticos, cuyas decepciones y desbordamientos nos será preciso prolongar.
Siempre según nuestros chinos, sólo el
espíritu desapegado penetra en la esencia del Tao; el apasionado no percibe más
que los efectos: el descenso a las profundidades exige el silencio, la
suspensión de nuestras vibraciones, léase de nuestras facultades. Pero ¿no es
ya revelador que nuestra aspiración a lo absoluto se exprese en términos de
actividad, de combate, que un Kierkegaard se titule «caballero de la fe», y que
Pascal. no sea nada más que un panfletario? Atacamos y nos debatimos; no
conocemos, pues, más que los efectos del Tao. Por lo demás, la quiebra del
quietismo, equivalente europeo del taoísmo, dice mucho sobre nuestras
posibilidades y nuestras perspectivas.
No veo nada más contrario a nuestras
costumbres que el aprendizaje de la pasividad. (La época moderna comienza con
dos histéricos: Don Quijote y Lutero.) Si elaboramos tiempo, si lo producimos,
es por repugnancia a la hegemonía de la esencia y a la sumisión contemplativa
que supone. El taoísmo me parece la primera y última palabra de la sabiduría:
soy; sin embargo, refractario a él, mis instintos lo rechazan, como rechazan
doblegarse a lo que sea, hasta tal punto pesa sobre nosotros la herencia de la
rebelión. ¿Nuestro mal? Siglos de atención al tiempo, de idolatría del futuro.
¿Nos libraremos de él por algún recurso de la China o de la india?
Hay formas de sabiduría y liberación que no
podemos ni aprehender desde dentro, ni transformarlas en nuestra sustancia
cotidiana, ni siquiera encerrarlas en una teoría. La liberación, si
efectivamente uno se empeña en ella, debe proceder de nosotros: no hay que
buscarla en otra parte, en un sistema completamente acabado o en alguna
doctrina oriental. Empero esto es lo que ocurre en numerosos espíritus ávidos,
como suele decirse, de absoluto. Pero su sabiduría es un plagio, su liberación
un engaño. No incrimino aquí solamente a la teosofía y sus adeptos, sino a
todos los que se equipan con verdades incompatibles con su naturaleza. Más de
uno tiene la India fácil, se imagina haber desenmarañado sus secretos, cuando
nada le dispone a ello ni su carácter, ni su formación, ni sus inquietudes.
¡Qué pulular de falsos «liberados» que nos miran desde lo alto de su salvación!
Tienen buena conciencia; ¿acaso no pretenden situarse por encima de sus
actos? Superchería intolerable. Apuntan, además, tan alto que toda religión
convencional les parece un prejuicio de familia, con la que su «espíritu
metafísico» no sabría contentarse. Reclamarse de la India suena indudablemente
mejor. Pero olvidan que ésta postula acuerdo entre la idea y el acto, identidad
de la salvación y de la renuncia. Cuando se posee
«el espíritu metafísico»», esas son bagatelas de las que uno no se preocupa.
Tras tanta impostura y tanto fraude, es
reconfortante contemplar a un mendigo. El, al menos, ni miente ni se miente: su
doctrina, si la tiene, la encarna él mismo; no le gusta el trabajo y lo prueba;
como no desea poseer nada, cultiva su desprendimiento, condición de su
libertad. Su pensamiento se resuelve en su ser y su ser en su pensamiento. Está
falto de todo, es él mismo, dura. Estar a la altura de la eternidad es también
vivir al día. De este modo, para él, los otros están encerrados en la ilusión.
Cierto que depende de ellos, pero se venga estudiándolos, especializado como
está en los trasfondos de los sentimientos «nobles». Su pereza, de una rara
calidad, hace de él un auténtico «liberado», perdido en un mundo de bobos y
engañados. Sobre la renuncia, sabe mucho más que numerosas de vuestras obras
esotéricas. Para convenceros, no tenéis más que echaros a la calle... ¡Pero no!
Preferís los textos que preconizan la mendicidad. Ya que ninguna consecuencia
práctica acompaña vuestras meditaciones, no es de extrañar que el último de los
pordioseros valga más que vosotros. ¿Es concebible el Buda fiel a sus verdades
y a su palacio? No se es «liberado‑vivo» y propietario. Me rebelo contra la
generalización de la mentira, contra los que exhiben su pretendida «salvación»
y la apuntalan con una doctrina que no emana de sus profundidades.
Desenmascararlos, hacerlos descender del pedestal en el que se han izado,
ponerlos en la picota, es una campaña a la que nadie debería permanecer
indiferente. Pues a todo precio, es preciso impedir a los que tienen demasiado
buena conciencia vivir y morir en paz.
Cuando
hace un momento nos oponíais lo «absoluto», afectabais un airecillo profundo,
inaccesible, como si os debatieseis en un mundo lejano, con una luz, con unas
tinieblas que os pertenecen, dueños de un reino al que nadie fuera de vosotros
podría abordar. Nos dispensáis, a nosotros los mortales, unas pocas briznas de
los grandes descubrimientos que acabáis de efectuar, algunos restos de vuestras
prospecciones. Pero todas nuestras penas sólo logran haceros soltar ese pobre
vocablo fruto de vuestras lecturas, de vuestra docta frivolidad, dc vuestra
nada libresca y de vuestras angustias de prestado.
Lo absoluto: todos nuestros esfuerzos se
reducen a minar la sensibilidad que conduce a ello. Nuestra sabiduría ‑o, más
bien, nuestra no‑sabiduría‑ lo repudia; relativista, nos propone un equilibrio,
no en la eternidad, sino en el tiempo. El absoluto que evoluciona, esa
herejía de Hegel, se ha convertido en nuestro dogma, nuestra trágica ortodoxia,
la filosofía de nuestros reflejos. Quien cree poder hurtarse a ella, da
prueba de fanfarronería o ceguera. Arrinconados en la apariencia, a veces nos
ocurre que abrazamos una sabiduría incompleta, mezcla de sueño e imitación. Si
la India, para citar de nuevo a Hegel, representa «el sueño del espíritu
infinito», el sesgo de nuestro intelecto, así como el de nuestra sensibilidad,
nos obliga a concebir el espíritu encarnado, limitado a encaminamientos históricos,
el espíritu sin más, que no abarca el mundo, sino los momentos del
mundo, tiempo despedazado al que no escapamos más que a tirones, y cuando
traicionamos nuestras apariencias.
Como la esfera de la conciencia se encoge en
la acción, nadie que actúe puede aspirar a lo universal, pues actuar es
aferrarse a las propiedades del ser en detrimento del ser, a una forma de
realidad en perjuicio de la realidad. El grado de nuestra liberación se mide
por la cantidad de empresas de las que nos hemos emancipado, tanto como por
nuestra capacidad de convertir todo objeto en un no‑objeto. Pero nada significa
hablar de liberación a partir de una humanidad apresurada que ha olvidado que
no se podría reconquistar la vida ni gozar de ella sin haberla antes abolido.
Respiramos demasiado pronto para poder
aprehender las cosas en sí mismas o para denunciar su fragilidad. Nuestro jadeo
las postula y las deforma, las crea y las desfigura, y nos encadena a ellas. Me
agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo
justifica, me desposo con el movimiento que me transforma en generador de ser,
en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que
arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo,
un agente de universos caducos.
Ahítos de sensaciones y de su corolario, el
devenir, somos no‑liberados por inclinación y por principio, condenados
selectos, presa de la fiebre de lo risible, husmeadores en esos enigmas
superficiales a la medida de nuestro agobio y nuestra trepidación.
Si queremos recobrar nuestra libertad, lo que
nos cuadra es deponer el fardo de la sensación no reaccionar ya al mundo por
medio de los sentidos, romper nuestros lazos. Empero, toda sensación es lazo,
el placer tanto como el dolor, la alegría como la tristeza. Sólo se libera el
espíritu que, puro de todo contubernio con seres u objetos, se ejerce en su
vacuidad.
Resistirse a la felicidad es algo que la
mayoría logra; la desdicha, en cambio, es insidiosa de otro modo. ¿La habéis probado
alguna vez? Nunca os saciaréis de ella, la buscaréis con avidez y,
preferentemente, allí dónde no está, y la proyectaréis ahí pues, sin ella, todo
os parecería inútil y sin brillo. Se encuentre donde se encuentre, expulsa el
misterio y lo torna luminoso. Sabor y llave de las cosas, accidente y obsesión,
capricho y necesidad, os hará amar la apariencia en lo que tiene de más
potente, de más duradero y de más cierto, y os atará a ella para siempre pues,
«intensa» por naturaleza, es, como toda «intensidad», servidumbre, sujeción.
¿Cómo alzarse hasta el alma indiferente y nula, hasta el alma desligada? Y
¿cómo conquistar la ausencia, la libertad de la ausencia? Nunca figurará esta
libertad entre nuestras costumbres, como tampoco «el sueño del espíritu infinito».
Para identificarse con una doctrina venida de
lejos, habría que adoptarla sin restricciones: ¿Cómo se compagina consentir en
las verdades del budismo y rechazar la trasmigración, base misma de la idea de
renunciamiento? ¿Y suscribir a los Vedas, aceptar la concepción de la
irrealidad de las cosas y comportarse como si existieran? Inconsecuencia
inevitable para todo espíritu educado en el culto de los fenómenos. Porque
debemos confesarlo: tenemos el fenómeno en la sangre. Podemos
despreciarlo o aborrecerlo, no por ello dejará de ser nuestro patrimonio,
nuestro capital de muecas, el símbolo de nuestra crispación en este mundo. Raza
de convulsivos, en el centro mismo de una broma de proporciones cósmicas, hemos
impreso en el universo los estigmas de nuestra historia, y de esa iluminación
que invita a perecer tranquilamente nunca seremos capaces. Hemos elegido
desaparecer por nuestras obras, no por nuestros silencios: nuestro futuro se
lee en la risotada de nuestros rostros, en nuestros rasgos de profetas
mortecinos y afanosos. La sonrisa de Buda, esa sonrisa que flota sobre el
mundo, no ilumina nuestros rostros. A lo máximo, concebimos la dicha; nunca la
felicidad, privilegio de las civilizaciones fundadas sobre la idea de
salvación, sobre la negativa a saborear sus males, a deleitarse en ellos; pero,
sibaritas del dolor, retoños de una tradición masoquista, ¿quién nos columpiará
entre el Sermón de Benarés y el Heautontimoroumenos? «Soy la herida y el puñal»:
tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad.
En cuanto a nuestros redentores, venidos entre
nosotros para nuestro mayor oprobio, amamos la nocividad de sus esperanzas y de
sus remedios, la diligencia que ponen en favorecer y exaltar nuestros males, el
veneno que nos inoculan sus palabras de vida. Les debemos el ser expertos en el
sufrimiento sin remedio. ¡A qué tentación, a qué extremos nos conduce la
lucidez! ¿Vamos a desertar de ella para refugiarnos en la inconsciencia?
Cualquiera puede salvarse por medio del sueño, cualquiera tiene genio mientras
duerme: no hay diferencias entre los sueños de un carnicero y los de un
poeta. Pero nuestra clarividencia no podría tolerar que tal maravilla durase,
ni que la inspiración fuese puesta al alcance de todos; el día nos quita los
dones que la noche nos dispensa. Sólo el loco posee el privilegio de pasar sin
roces de la existencia nocturna a la diurna: no hay distinción alguna entre sus
sueños y sus vigilias. Ha renunciado a nuestra razón como el pordiosero a
nuestros bienes. Los dos han encontrado la vía que lleva fuera del sufrimiento
y han resuelto todos nuestros problemas; y de este modo permanecen como modelos
que no podemos seguir, como salvadores sin adeptos.
Mientras hurgamos en nuestros males los de los
otros no nos requieren menos. En la época de las biografías, nadie oculta sus
llagas sin que intentemos destaparlas a la luz pública; si no lo logramos, nos
apartamos de ellos plenamente decepcionados. E incluso aquel que acabó en la
cruz, no cuenta aún ante nuestros ojos en modo alguno por haber sufrido por
nosotros, sino por haber sufrido sin más y lanzado unos cuantos gritos tan
profundos como gratuitos. Pues lo que veneramos en nuestros dioses son nuestras
derrotas en hermoso.
Abocados
a formas degradadas de sabiduría, enfermos de duración (durée, T.), en
lucha con esa tara que nos repele tanto como nos seduce, en lucha con el
tiempo, estamos constituidos de elementos todos los cuales concurren en hacer
de nosotros rebeldes divididos entre una mística llamada que no tiene ningún
lazo con la historia y un sueño sanguinario que es su símbolo y su nimbo. Si
tuviéramos un mundo nuestro, ¡poco importaría que fuese el de la piedad o el de
la risotada! nunca lo tendremos, ya que nuestra posición en la existencia se
sitúa en el cruce de nuestras súplicas y de nuestros sarcasmos, zona de
impureza en la que se mezclan suspiros y provocaciones. Quien es demasiado
lúcido para adorar lo será igualmente para demoler, o no demolerá más que
sus... rebeliones; pues ¿de qué sirve rebelarse para encontrar de inmediato el
universo intacto? Monólogo irrisorio. Se subleva uno contra la justicia
y contra la injusticia, contra la paz y la guerra, contra sus semejantes y
contra los dioses. Después, se llega a pensar que el último viejo chocho es
quizá más sabio que Prometeo. Sin embargo, no se llega a ahogar en uno mismo un
grito de insurrección, y se continúa tronando a propósito de todo y de nada:
automatismo lastimoso que explica por qué somos todos Luciferes de estadística.
Contaminados por la superstición dcl acto,
creemos que nuestras ideas deben realizarse. ¿Qué hay más contrario a la
consideración pasiva del mundo? Pero tal es nuestro destino: ser incurables que
protestan, panfletarios en un camastro.
Nuestros conocimientos, como nuestras
experiencias, deberían paralizarnos y hacernos indulgentes incluso para con la
tiranía, desde el momento en que representa una constante. Somos lo
suficientemente clarividentes como para sentirnos tentados de deponer las
armas; el reflejo de la rebelión triunfa empero sobre nuestras dudas; y aunque
podríamos ser unos perfectos estoicos, el anarquista vela en nosotros y se
opone a nuestras resignaciones.
«Jamás aceptaremos la Historia»: tal me parece
ser el adagio de nuestra impotencia para ser verdaderos sabios o verdaderos
locos. ¿Seremos figurones de la sabiduría y de la locura? Hagamos lo que
hagamos, respecto a nuestros actos estamos obligados a una profunda
insinceridad.
Evidentemente, un creyente se identifica hasta
un cierto punto con lo que hace y con lo que cree; no hay en él una divergencia
importante entre su lucidez, por una parte, y sus acciones y pensamientos por
otra. Tal divergencia se ensancha desmesuradamente en el falso creyente, en
quien manifiesta convicciones sin adherirse a ellas. El objeto de su fe es un
sucedáneo. Digámoslo sin ambages: mi rebelión es una fe que suscribo sin creer
en ella. Pero no puedo dejar de suscribirla. Nunca se meditará bastante la
frase de Kirilov sobre Stavroguin: »Cuando cree no cree que cree, y cuando no
cree no cree que no cree».
Más aún que el estilo, el ritmo mismo de
nuestra vida está fundado sobre la honorabilidad de la rebelión. Como
nos repugna admitir la identidad universal, ponemos la individuación, la
heterogeneidad, como un fenómeno primordial. Pues bien, rebelarse es postular
esa heterogeneidad, es concebirla de algún modo como anterior origen de los
seres y de los objetos. Si opongo la Unidad, la única verídica, a la
multiplicidad, necesariamente engañosa, si, en otros términos, asimilo lo
otro a un fantasma, mi rebelión se vacía de sentido, ya que, para existir,
debe partir de la irreductibilidad de los individuos, de su condición de
mónadas, de esencias circunscritas. Todo acto instituye y rehabilita la
pluralidad, y, confiriendo a la persona realidad y autonomía, reconoce
implícitamente la degradación, el despedazamiento de lo absoluto. Y es de éste,
del acto, y del culto que le es anejo, de donde procede la tensión de nuestro
espíritu, y esa necesidad de estallar y de destruirnos en el corazón de la
duración (durée, T.). La filosofía moderna, instaurando la
superstición del yo., ha hecho de ella el resorte de nuestros dramas y el
pivote de nuestras inquietudes. Añorar el reposo en la indistinción, el sueño
neutro de la existencia sin cualidades, no sirve de nada; nos hemos querido sujetos,
y todo sujeto es ruptura con la quietud de la Unidad. Quien se ataree en
atenuar nuestra soledad o nuestros desgarramientos va contra nuestros intereses
y nuestra vocación. Medimos el valor del individuo por la suma de sus
desacuerdos con las cosas, por su incapacidad para ser indiferente, por su
negativa a tender hacia el objeto. Y de aquí la descalificación de la idea de
Bien, de aquí la boga del Diablo.
Mientras vivíamos rodeados dc terrores
elegantes, nos acomodábamos muy bien a Dios. Cuando otros, más sórdidos, porque
más profundos, se apoderaron de nosotros, precisamos de otro sistema de
referencias, de otro patrón. El Diablo era la figura pintiparada. Todo
en él concuerda con la naturaleza de los acontecimientos de los que es agente y
principio regulador: sus atributos coinciden con los del tiempo.
Implorémosle, pues, ya que, lejos de ser un producto de nuestra subjetividad,
una creación de nuestra necesidad de blasfemia o soledad, es el maestro de
nuestras interrogaciones y de nuestros pánicos, el instigador de nuestros
desvaríos. Sus protestas, sus violencias, no carecen de equívocos: ese «gran
Triste» es un rebelde que duda. Si fuera simple, de una sola pieza, no nos
atañería; pero sus paradojas, sus contradicciones, son nuestras: acumula
nuestras imposibilidades, sirve de modelo a nuestras rebeliones contra nosotros
mismos, al odio de nosotros mismos. ¿La fórmula del infierno? Es en esa forma
de rebelión y de odio donde hay que buscarla, en el suplicio del orgullo
derribado, en esa sensación dc ser una terrible cantidad desdeñable, en
los tormentos del «yo», de ese «yo» por el que comienza nuestro fin...
De todas las ficciones, la de la Edad de Oro
es la que más nos pasma: ¿cómo ha podido rozar las imaginaciones? Y es para
denunciarla y por hostilidad contra ella por lo que la historia, agresión
del hombre contra sí mismo, ha cobrado empuje y forma; de tal suerte que
entregarse a la historia es aprender a sublevarse, a imitar al Diablo. Nunca lo
imitamos tan bien como cuando, a expensas de nuestro ser, emitimos tiempo, lo
proyectamos fuera y lo dejamos convertirse en sucesos. «A partir de ahora, ya
no habrá tiempo»: ese metafísico improvisado que es el Ángel del Apocalipsis
anuncia de este modo el fin del Diablo, el fin de la Historia. De este modo,
los místicos tienen razón de buscar a Dios en sí mismos o en otra parte, salvo
en este mundo del que hacen tabla rasa, sin por ello rebajarse a la rebelión.
Saltan fuera del siglo: locura de la que nosotros, cautivos de la duración,
somos raramente capaces. ¡Si al menos fuésemos tan dignos del Diablo como ellos
lo son de Dios!
Para
persuadirse de que la rebelión goza de una honorabilidad indebida basta
reflexionar sobre la manera en que se califica a los espíritus ineptos para
ella. Se les llama blandengues. Es casi cierto que estamos cerrados a toda
forma de sabiduría porque no vemos en ella mas que una blandenguería
transfigurada. Por injusta que sea una reacción semejante, no puedo impedir
sentirla para con el mismo taoísmo. Aun sabiendo que recomienda el alejamiento
y el abandono en nombre del absoluto y no de la cobardía, lo rechazo en el
momento mismo en que creo haberlo adoptado; y si doy mil veces razón a Lao-tsé,
sin embargo, comprendo mejor a un asesino. Entre la serenidad y la sangre, lo natural
es inclinarse hacia la sangre. El asesinato supone y corona la rebelión: quien
ignora el deseo de matar, por mucho que profese opiniones subversivas, siempre
será un conformista.
Sabiduría y rebelión: dos venenos. Incapaces de asimilarlos ingenuamente, no encontramos en
ninguno de los dos una fórmula de salvación. Sigue siendo cierto que en la
aventura luciferina hemos adquirido una maestría que nunca poseemos en la
sabiduría. Para nosotros, la misma percepción es sublevación, comienzo
de trance o de apoplejía. Perdida de energía, voluntad de gastar nuestras
disponibilidades. Rebelarse con cualquier motivo comporta una irreverencia
contra uno mismo, contra nuestras fuerzas. ¿De dónde sacaríamos para la
contemplación ese derroche estático, esa concentración en la
inmovilidad? Dejar las cosas tal como están, mirarlas sin querer morderlas,
percibir su esencia, nada más hostil a la dirección de nuestro pensamiento;
aspiramos, por el contrario, a zarandearlas, a torturarlas, a prestarles nuestros
furores. Así debe ser: idólatras del gesto del juego y del delirio, gustamos de
los que arriesgan el todo por el todo, tanto en poesía como en filosofía. El Tao‑te‑kin
va más lejos que Une saison en enfer o Ecce Homo. Pero Lao‑tsé no
nos propone ningún vértigo, en tanto que Rimbaud y Nietzsche, acróbatas que se
contorsionan en el punto extremo de sí mismos, nos invitan a sus peligros. Sólo
nos seducen los espíritus que se han destruido por haber querido dar un sentido
a sus vidas.
No hay
salida para quien juntamente rebasa el tiempo y se hunde en el para quien
accede sobresaltadamente a su última soledad y se ahínca, sin embargo, en la
apariencia. Indeciso, tironeado, se arrastrará como un enfermo de la duración,
expuesto juntamente a la atracción del futuro y de lo intemporal. Si creyendo
al Maestro Eckhart, el tiempo tiene un «olor», con mayor razón aún debe tener
uno la historia. ¿Cómo permanecer insensible a él? En un plano más inmediato,
distingo la ilusión, la nulidad, la podredumbre de la «civilización»;
empero, me siento solidario de esa podredumbre: soy el fanático de una
carroña. Guardo rencor a nuestro siglo por habernos subyugado hasta el
punto de acosarnos incluso en el momento en que nos separamos de él. Nada
viable puede salir de una meditación de circunstancias, de una reflexión sobre
el acontecimiento. En otras edades más felices, los espíritus podían desvariar
libremente, como si no perteneciesen a ninguna época, emancipados como estaban
del terror de la cronología, abismados en un momento del mundo el cual, para
ellos, se confundía con el mundo mismo. Sin inquietarse por la relatividad de
su obra, se consagraban a ella enteramente.
Estupidez
genial irremisiblemente pasada, exaltación fecunda, en nada comprometida por la
conciencia descoyuntada. Adivinar todavía lo intemporal y saber, sin embargo,
que nosotros somos tiempo, que producimos tiempo, concebir la idea de
eternidad y mimar nuestra nada; irrisión de la que emergen no sólo nuestras
rebeliones, sino también las dudas que tenemos a su respecto.
Buscar el sufrimiento para evitar el rescate,
seguir en dirección contraria el camino de la liberación, tal es nuestra
aportación en materia de religión: iluminados biliosos, Budas y Cristos
hostiles a la salvación, predicando a los miserables el encanto de su desdicha.
Raza superficial, si se quiere. No por ello es menos indudable que nuestro
primer antepasado nos ha dejado, por toda herencia, el horror al paraíso. Dando
un nombre a las cosas, preparaba su decadencia y la nuestra. Si quisiéramos
remediarla, nos haría falta comenzar por desbautizar el universo, por quitar la
etiqueta que, superpuesta sobre cada apariencia, la realza y le presta un
simulacro de sentido. Mientras, hasta nuestras células nerviosas, todo en
nosotros aborrece el paraíso. Sufrir: única modalidad de adquirir la sensación
de existir; existir: única forma de salvaguardar nuestra perdición. Así será en
tanto que una cura de eternidad no nos haya desintoxicado del futuro, en tanto
que no nos hayamos acercado a ese estado en el que, según un budista chino, «el
instante vale diez mil años».
Puesto
que el absoluto corresponde a un sentido que no hemos sabido cultivar,
entreguémonos a todas las rebeliones: acabarán indudablemente por volverse
contra sí mismas, contra nosotros mismos... Quizá entonces reconquistaremos
nuestra supremacía sobre el tiempo; a menos que, muy por el contrario,
queriendo escapar a la calamidad de la conciencia, no nos reunamos con las
bestias, las plantas y los objetos, con esa estupidez primordial de la que, por
culpa de la historia, hemos perdido hasta el recuerdo.
Sobre una civilización exhausta
El que pertenece orgánicamente a una civilización no sabría identificar
la naturaleza del mal que la mina. Su diagnóstico apenas cuenta; el juicio que
formula sobre ella le concierne; la trata con miramientos por egoísmo.
Más despegado, más libre, el recién llegado la
examina sin cálculo y capta mejor sus desfallecimientos. Si está perdida, él
aceptará la necesidad de perderse también, de constatar sobre ella y sobre sí
mismo los afectos del fatum. En cuanto a remedios, ni posee ni propone
ninguno. Como sabe que no se puede curar el destino, no se erige como
saludador de nadie. Su única ambición: estar a la altura de lo Incurable...
Ante la acumulación
de sus éxitos, los países de Occidente no necesitaron mucho trabajo para
exaltar la historia, para atribuirle una significación y una finalidad. Les
pertenecía, eran sus agentes: debía pues seguir una marcha racional... De este
modo, la colocaron alternativamente bajo el patronazgo de la Providencia, de la
Razón y del Progreso. El sentido de la fatalidad les faltaba; comenzaron
finalmente a adquirirlo, aterrados por la ausencia que les acecha, por la
perspectiva de su eclipse. De ser sujetos han pasado a objetos, desposeídos
para siempre de esa irradiación, de esa admirable megalomanía, que hasta ahora
los había cerrado a lo irreparable. Son hoy tan conscientes de esto, que miden
la estupidez de un espíritu por su grado de apego a los acontecimientos. ¿Qué
hay de más normal, dado que los acontecimientos pasan en otra parte? Uno
no se sacrifica más que si conserva la iniciativa. Pero por poco que se guarde
el recuerdo de una antigua supremacía, aún se sueña con sobresalir, aunque no
sea no más que en el azoro.
Francia, Inglaterra, Alemania, tienen su
período de expansión y de locura tras ellas. Es el fin de lo insensato,
el comienzo de las guerras defensivas. Ya no más aventuras colectivas, no más
ciudadanos, sino individuos lívidos y desengañados, capaces todavía de
responder a una utopía, a condición, sin embargo, de que venga de fuera, y de
que no deba tomarse la molestia de concebirla. Si antaño morían por el
sinsentido de la gloria, ahora se abandonan a un frenesí reivindicador; la
«felicidad» les tienta; es su último prejuicio, del cual ese pecado de
optimismo que es el marxismo toma su energía. Cegarse, servir, entregarse al
ridículo o a la estupidez de una causa, otras tantas extravagancias de las que
ya no son capaces. Cuando una nación comienza a deslucirse, se orienta hacia la
condición de masa. Aunque dispusiese de mil Napoleones seguiría rehusándose a
comprometer su reposo o el de los otros. Con reflejos claudicantes, ¿a quién
aterrorizar y cómo? Si todos los pueblos estuviesen en el mismo grada de
fosilización o de cobardía se entenderían fácilmente: sucedería a la
inseguridad la permanencia de un pacto de cobardes... Apostar a la desaparición
de los instintos guerreros, creer en la generalización de la decrepitud o del
idilio, el ver lejos, demasiado lejos: la utopía es presbicia de los pueblos
viejos. Los pueblos jóvenes, a los que repugna buscarse la escapatoria de una
ilusión, ven las cosas bajo el prisma de la acción: su perspectiva es
proporcionada a sus empresas. Sacrifican la comodidad a la aventura, la dicha a
la eficacia, y no admiten la legitimidad de ideas contradictorias, la
coexistencia dc posiciones antinómicas: ¿qué otra cosa quieren sino disminuir
nuestras inquietudes por medio de... el terror y revigorizarnos triturándonos?
Todos sus éxitos les vienen de su salvajismo, pues lo que cuenta en ellos no
son sus sueños, sino sus impulsos. ¿Que se inclinan a una ideología? Aviva su
furor, hace valer su trasfondo bárbaro y les mantiene despiertos. Cuando los
pueblos viejos adoptan una, les embota, mientras les dispensa esa pizca de
fiebre que les permite creerse vivos de algún modo: ligero empujón de lo
ilusorio...
Una civilización no existe ni se afirma más
que por actos de provocación. ¿Que comienza a sentar cabeza? Entonces, se
pulveriza. Sus momentos son momentos temibles, durante los cuales, lejos de
almacenar sus fuerzas, las prodiga. Ávida de extenuarse, Francia se atareó en
derrochar las suyas; lo consiguió, ayudada por su orgullo, su celo agresivo
(¿acaso no ha hecho, en mil años más guerras que ningún otro país?). Pese a su
sentido del equilibrio ‑incluso sus excesos fueron felices‑ no podía acceder a
la supremacía más que con detrimento de su sustancia. Agotarse: hizo de ello
cuestión de honor. Enamorada de la fórmula, de la idea explosiva, del estrépito
ideológico, puso su genio y su vanidad al servicio de todos los acontecimientos
ocurridos en estos diez últimos siglos. Y, tras haber sido la vedette,
hela aquí resignada, temerosa, rumiando pesares y aprehensiones y descansando
de su esplendor, de su pasado. Huye de su rostro, tiembla delante del espejo...
Las arrugas de una nación son tan visibles como las de un individuo.
Cuando se ha hecho una gran revolución, ya no
se hace estallar otra de la misma importancia. Si se ha sido durante largo
tiempo árbitro del gusto, una vez perdido el puesto ni siquiera se trata de
reconquistarlo. Cuando se desea el anonimato, se harta uno de servir de modelo,
de ser seguido e imitado: ¿de qué sirve mantener todavía la fachada para
entregarse al universo?
Francia conoce demasiado bien estas
perogrulladas como para repetírselas. Nación del gesto, nación teatral, gustaba
tanto de su papel como su público. Pero ya está harta, quiere retirarse del
escenario, y no aspira más que a los decorados del olvido.
De que ha gastado su inspiración y sus dones
no cabe duda, pero sería injusto reprochárselo: tanto daría acusarla de haberse
realizado cumplidamente. Las virtudes que hacían de ella una nación
privilegiada las ha embotado, a fuerza de cultivarlas, de hacerlas valer, y no
es por falta de ejercicio por lo que sus talentos palidecen hoy y se borran. Si
el ideal del bien‑vivir (manía de las épocas declinantes) la acapara, la
obsesiona, la solicita únicamente, es que ya no es más que un hombre para una
totalidad de individuos, una sociedad más bien que una voluntad histórica. Su
asco por sus antiguas ambiciones de universalidad y de omnipresencia alcanza
tales proporciones que sólo un milagro puede salvarla de un destino
provinciano.
Desde que ha abandonado sus designios de
dominio y conquista, la murria, hastío generalizado, la mina. Azote de las
naciones en franca defensiva, devasta su vitalidad; mejor que precaverse de
ella, la sufren y se habitúan hasta el punto de no poder pasarse sin ella.
Entre la vida y la muerte, encontrarán siempre suficiente espacio para
escamotear una y otra, para evitar vivir y para evitar morir. Caídas en una
catalepsia, soñando con un statu quo eterno, ¿cómo reaccionarán contra la
oscuridad que las asedia, contra el avance de las civilizaciones opacas?
Si
queremos saber lo que ha sido un pueblo y por qué es indigno de su pasado, no
tenemos más que examinar las figuras que más lo marcaron. Lo que fue
Inglaterra, los retratos de sus grandes hombres lo dicen suficientemente. ¡Qué
arrobo contemplar, en la National Gallery, esas cabezas viriles, a veces
delicadas, la más a menudo monstruosas, la energía que se desprende de ellas,
la originalidad de los rasgos, la arrogancia y la solidez de la mirada!
Después, al pensar en la timidez en el buen sentido, en la corrección de los
ingleses de hoy, comprendemos porqué no saben ya interpretar a Shakespeare,
porqué lo vuelven soso y lo emasculan. Están tan alejados de él como deberían
estarlo de Esquilo los griegos tardíos. Ya no hay nada de isabelismo en ellos:
emplean lo que les queda de «carácter» en salvar las apariencias, en cuidar la
fachada. Siempre se paga caro haber tomado la «civilización» en serio, haberla
asimilado excesivamente.
Quién ayuda a la formación de un imperio? Los
aventureros, los brutos los bribones, todos los que carecen del prejuicio del
«hombre». Al salir de la Edad Media, Inglaterra, desbordante de vida, era feroz
y triste; ninguna preocupación de honorabilidad venía a turbar su afán de
expansión. Emanaba de ella esa melancolía de la fuerza tan característica de
los personajes shakesperianos. Pensemos en Hamlet, ese pirata soñador: sus
dudas no alteran su fogosidad: nada hay en él de la debilidad de un razonador.
¿Sus escrúpulos? Los crea por derroche de energía, por gusto del éxito, por la
tensión de una voluntad inagotablemente enferma. Nadie fue más liberal,
más generoso con sus propios tormentos, ni los prodigó tanto. ¡Lujuriantes
ansiedades! ¿cómo los ingleses actuales se alzarían hasta ellas? Por lo demás,
tampoco lo pretenden. Su ideal es el hombre como es debido: se acercan a
él peligrosamente. Aquí tenemos a la única nación, poco más o menos, que en un
universo desmelenado se obstina todavía en tener «estilo». La ausencia de
vulgaridad toma allí dimensiones alarmantes: ser impersonal constituye un
imperativo, hacer bostezar al otro, una ley. A fuerza de distinción y de
sosería. El inglés se hace más y más impenetrable y desconcierta por el
misterio que se le supone a despecho de la evidencia.
Reaccionando contra su propio fundamento,
contra sus maneras de antaño, minado por la prudencia y la modestia, se ha
forjado un comportamiento, una regla de conducta que debía apartarla de su
genio. ¿Dónde están sus manifestaciones de descaro y de soberbia, sus desafíos,
sus arrogancias de antaño? El romanticismo fue el último sobresalto de su
orgullo. Después, circunspecto y virtuoso, permite que se desperdigue la
herencia de cinismo y de insolencia de la que se le suponía tan orgulloso. En
vano se buscarían las huellas del bárbaro que fue: todos sus instintos están
yugulados por su decencia. En lugar de azotarle, de estimular sus locuras, sus
filósofos le han empujado hacia el callejón sin salida de la felicidad.
Decidido a ser feliz, acaba por serlo. Y de su felicidad, exenta de plenitud,
de riesgo, de toda sugestión trágica, ha hecho esa mediocridad envolvente de la
que gozará para siempre. ¿Hay que asombrarse de que se haya convertido en el
personaje que imitó el norte, un modelo, un ideal para vikingos marchitos? Mientras
era poderoso, se le detestaba y se le temía; ahora, se le comprende; pronto se
le amará... Ya no es una pesadilla para nadie. Se prohíbe el exceso y el
delirio, se ve en ellos una aberración o una descortesía. ¡Qué contraste entre
sus antiguos desbordamientos y la sabiduría que hoy frecuenta! Sólo a precio de
grandes abdicaciones llega un pueblo a ser normal.
«Si el
sol y la luna se pusiesen a dudar, se apagarían de inmediato» (Blake). Europa
duda desde hace mucho..., si su eclipse nos turba Americanos y Rusos lo
contemplan, ora con serenidad, ora con alegría.
América se yergue ante el mundo como una nada
impetuosa, como una fatalidad sin sustancia. Nada la preparaba para la
hegemonía; tiende, sin embargo, hacia ella, no sin alguna vacilación. Al revés
que otras naciones, que tuvieron que pasar por toda una serie de humillaciones
y derrotas, no ha conocido hasta ahora más que la esterilidad de una suerte
ininterrumpida. Si, en lo futuro, todo le sale igual de bien su aparición habrá
sido un accidente sin trascendencia. Los que presiden sus destinos, los que se
toman a pecho sus intereses, deberían prepararla malos días; para dejar de ser
monstruo superficial, una prueba de envergadura le es necesaria. Quizá no está
ya lejos. Tras haber vivido hasta ahora fuera del infierno, se dispone a
descender a él. Si se busca un destino, lo encontrará más que en la ruina de
todo lo que fue su razón de ser.
En lo que respecta a Rusia no se puede
examinar su pasado sin experimentar un estremecimiento un espanto de
calidad. Pasado sordo, lleno de espera, de ansiedad subterránea, pasado de
topos iluminados. La irrupción de los rusos hará temblar a las naciones; por el
momento, han introducido ya el absoluto en política. Es el desafío que arrojan
a una humanidad recomida de dudas y a la que no dejarán de dar el golpe dc
gracia. Si nosotros ya no tenemos alma, ellos tienen para dar y tomar. Cerca de
sus orígenes, de ese universo afectivo en el que el espíritu se adhiere aún al
suelo, a la sangre, a la carne, ellos sienten lo que piensan; sus
verdades, como sus errores, son sensaciones, estimulantes, actos. De hecho, no
piensan: estallan. Todavía en el estadio en que la inteligencia no atenúa ni
disuelve las obsesiones, ignoran los efectos nocivos de la reflexión, como son
puntos extremos de la conciencia en que ésta se convierte en factor de
desarraigamiento y de anemia. Pueden, pues, arrancar tranquilamente. ¿Con qué
tienen que enfrentarse, más que con un mundo linfático? Nada ante ellos, nada
vivo con lo que puedan chocar, ningún obstáculo: ¿acaso no fue uno de ellos
quien fue el primero en emplear, en pleno siglo XIX, la palabra «cementerio», a
propósito de Occidente? Pronto llegarán en masa para visitar su carroña. Sus
pasos son ya perceptibles para los oídos delicados. ¿Quién podría oponer, a sus
supersticiones en marcha, aunque no fuera más que un simulacro de certeza?
Desde el siglo de las Luces, Europa no ha
dejado de zapar sus ídolos en nombre de la idea de tolerancia; al menos,
mientras era poderosa, creía en esa idea y peleaba en su defensa. Sus mismas
dudas no eran sino convicciones disfrazadas; como atestiguaban su fuerza, tenía
el derecho de reclamarse de ellas y el medio de infligirlas; ahora ya no son
más que síntomas de enervamiento, vagos sobresaltos de instinto atrofiado.
La destrucción de los ídolos arrastra la de
los prejuicios. Pues bien, los prejuicios ‑aficiones orgánicas de una
civilización‑ aseguran su duración y conservan su fisonomía. Debe respetarlos,
si no todos, por lo menos los que le son propios y los cuales, en el pasado,
tenían para ella la importancia de una superstición o un rito. Si los tiene por
puras convenciones, se desprenderá de ellos más y más, sin poder reemplazarlos
por sus propios medios, ¿Que dedicó un culto al capricho, a la libertad, al
individuo? Conformismo de buena ley. Que cese de plegarse a él y capricho,
libertad e individuo se convertirán en letra muerta.
Un mínimo de inconsciencia es indispensable si
quiere uno mantenerse en la historia. Actuar es una cosa; saber que se actúa,
otra. Cuando la clarividencia informa el acto se deshace y, con él, el
prejuicio, cuya función consiste precisamente en subordinar, en someter la
conciencia al acto. Quien desenmascara sus ficciones, renuncia a sus resortes y
como a sí mismo. También aceptará otros que le negarán, porque no habrán
surgido de su propio fondo. Ninguna persona preocupada por su equilibrio
debería ir más allá de un cierto grado de lucidez y análisis. ¡Cuánto más
cierto es esto de una civilización, que se tambalea a poco que denuncie los
errores que permitieron su crecimiento y su brillo, por poco que ponga en
cuestión sus verdades!
No se abusa sin riesgo de la facultad de
dudar. Cuando cl escéptico no extrae de sus problemas y sus interrogaciones
ninguna virtud activa, se aproxima a su desenlace, ¿qué digo? lo busca, corre
hacia él: ¡que otro zanje sus incertidumbres, que otro le ayude a sucumbir! No
sabiendo qué uso hacer de sus inquietudes y de su libertad, piensa con
nostalgia en el verdugo, incluso le llama. Los que no han encontrado respuesta
a nada soportan mejor los efectos de la tiranía que los que han encontrado
respuesta a todo. Y así sucede que, para morir, los diletantes arman menos
jaleo que los fanáticos. Durante la Revolución, más de uno de los primeros afrontó
el cadalso con la sonrisa en los labios; cuando llegó el turno de los jacobinos
subieron a él preocupados y sombríos: morían en nombre de una verdad, de un
prejuicio. Hoy, miremos hacia donde miremos, no vemos más que sucedáneos de
verdad, de prejuicio; aquellos a los que falta hasta ese sucedáneo, parecen más
serenos, pero su sonrisa es maquinal: un pobre, un último reflejo de
elegancia...
Ni rusos
ni americanos estaban lo bastante maduros, ni intelectualmente lo bastante
corrompidos para «salvar» a Europa o rehabilitar su decadencia. Los alemanes,
contaminados de otro modo, hubieran podido prestarle un simulacro de duración,
un tinte de porvenir. Pero, imperialistas en nombre de un sueño obtuso y de una
ideología hostil a todos los valores surgidos en el Renacimiento, debían
cumplir su misión al revés y echarlo a perder todo para siempre. Llamados a
regir el continente, a darle una apariencia de ímpetu, aunque no fuera más que
por unas cuantas generaciones (el siglo XX hubiera debido ser alemán, en el
sentido en que el XVIII fue francés), se le arreglaron tan torpemente que
apresuraron su desastre. No contentos de haberlo zarandeado y puesto patas
arriba, se lo regalaron, además, a Rusia y América, pues es para éstas para
quien supieron tan bien guerrear y hundirse. De este modo, héroes por cuenta de
otros, autores de un trágico zafarrancho, han fracasado en su tarea, en su
verdadero papel. Después de haber meditado y elaborado los temas del mundo
moderno, y producido a Hegel y Marx, hubiera sido su deber ponerse al servicio
de una idea universal, no de una visión de tribu. Y, sin embargo, esta misma
visión, por grotesca que fuese, testimoniaba a su favor ¿acaso no revelaba que
sólo ellos, en Occidente, conservaban algunos restos de barbarie, y que eran
todavía capaces de un gran designio o de una vigorosa insanía? Pero ahora
sabemos que no tienen ya el deseo ni la capacidad de precipitarse hacia nuevas
aventuras, que su orgullo, al haber perdido su lozanía, se debilita como ellos,
y que, ganados a su vez por el encanto del abandono, aportarán su modesta
contribución al fracaso general.
Tal cual es, Occidente no subsistirá
indefinidamente: se prepara para su fin, no sin conocer un período de sorpresas
... Pensemos en lo que ocurrió entre los siglos V y X. Una crisis mucho más
grave le espera; otro estilo se dibujará, se formarán pueblos nuevos. Por el
momento, afrontemos el caos. La mayoría ya se resigna a él. Invocando la
historia con la idea de sucumbir a ella, abdicando en nombre del futuro,
sueñan, por necesidad de esperar contra sí mismos, con verse remozados,
pisoteados, «salvados»... Un sentimiento semejante había llevado a la
antigüedad a ese suicidio que era la promesa cristiana.
El intelectual fatigado resume las
deformidades y los vicios de un mundo a la deriva. No actúa: padece; si se
vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que
necesita. Es el terror quien se lo proporciona, lo mismo que las doctrinas de
las que es desenlace. ¿Que él es la primera víctima? No se quejará. Sólo le
sucede la fuerza que le tritura. Querer ser libre es querer ser uno mismo; pero
él ya está harto de ser él mismo, de caminar en lo incierto, de errar a través
de las verdades. «Ponedme las cadenas de la Ilusión», suspira, mientras dice adiós
a las peregrinaciones del Conocimiento. Así se lanzará de cabeza en cualquier
mitología que le asegure la protección y la paz del yugo. Declinando el honor
de asumir sus propias ansiedades, se comprometerá en empresas de las que
obtendrá sensaciones que no sabría conseguir de sí mismo, de suerte que los
excesos de su cansancio reforzarán las tiranías. Iglesias, ideologías,
policías, buscad su origen en el horror que alimenta por su propia lucidez
mejor que en la estupidez de las masas. Este aborto se transforma, en nombre de
una utopía de pacotilla, en enterrador del intelecto y, persuadido de hacer un
trabajo útil, prostituye el «estupidizaos», divisa trágica de un solitario.
Iconoclasta despechado, de vuelta de la
paradoja y de la provocación, en busca de la impersonalidad y de la rutina,
semi‑prosternado, maduro para el tópico, abdica de su singularidad y se une de
nuevo a la turba. Ya no tiene nada que derribar, más que a sí mismo: último
ídolo para combatir... Sus propios restos le atraen. Mientras los contempla,
modela la figura de nuevos dioses o yergue de nuevo los antiguos, bautizándolos
con un nuevo nombre. A falta de poder mantener todavía la dignidad de ser
difícil, cada vez menos inclinado a sopesar las verdades, se contenta con las
que se le ofrecen. Subproducto de su yo, va demoledor reblandecido‑ a reptar
ante los altares o lo que ocupe su lugar. En el templo o en el mitin, su sitio
está donde se canta, donde se tapa la voz, ya no se oye. ¿Parodia de creencia?
Poco le importa, ya que él tampoco aspira a nada más que a desistir de sí
mismo. ¡Su filosofía desemboca en un estribillo, su orgullo se hunde en un Hosanna!
Seamos justos: en el punto en que están las
cosas ¿qué otra cosa podría hacer? El encanto y la Originalidad de Europa
residen en la acuidad de su espíritu crítico, en su escepticismo militante,
agresivo; este escepticismo ha concluido su época. De este modo el intelectual,
frustrado de sus dudas, se busca las compensaciones del dogma. Llegado a los
confines del análisis, aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus
pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa; pero le falta
ingenuidad para adherirse a ella plenamente; a partir de entonces, fanático sin
convicciones, ya no es más que un ideólogo, un pensador híbrido, como se
encuentran en todos los períodos de transición. Participando de dos estilos
diferentes es, por la forma de su inteligencia, tributario de lo que
desaparece, y, por las ideas que defiende, de lo que se perfila. A fin de
comprenderle mejor, imaginémonos un San Agustín convertido a medias, flotando y
zigzagueando, y que no hubiera tomado del cristianismo más que el odio al mundo
antiguo. ¿Acaso no estamos en una época simétrica de la que vio nacer La
Ciudad de Dios? Difícilmente puede concebirse libro más actual. Hoy como
entonces, los espíritus necesitan una verdad sencilla, una respuesta que los
libre de sus interrogantes, un evangelio, una tumba.
Los momentos de refinamiento recelan un
principio de muerte: nada más frágil que la sutileza. El abuso de ella lleva a
los catecismos, conclusión de los juegos dialécticos, debilitamiento de un
intelecto al que el instinto ya no asiste. La filosofía antigua, enmarañada en
sus escrúpulos, había pese a ella misma abierto el camino a los simplismos
barriobajeros; las sectas religiosas proliferaban; a las escuelas sucedieron
los cultos. Una derrota análoga nos amenaza: ya hacen estragos las ideologías,
mitologías degradadas que van a reducirnos, a anularnos. El fasto de nuestras
contradicciones no nos será posible mantenerlo ya largo tiempo. Son numerosos
los que se disponen a venerar cualquier ídolo y a servir a cualquier verdad,
siempre que una y otra les sean infligidas y que no deban aportar el esfuerzo
de elegir su vergüenza o su desastre.
Sea cual sea el mundo futuro, los occidentales
desempeñarán en él el papel de los graeculi en el imperio romano.
Buscados y despreciados por el nuevo conquistador, no tendrán, para imponerse a
él, más que los malabarismos de su inteligencia y el maquillaje de su pasado.
Ya se distinguen en el arte de sobrevivir. Síntomas de acabamiento por
doquiera: Alemania ha dado su medida en la música: ¿cómo creer que descollará
en ella todavía? Ha gastado los recursos de su profundidad, como Francia los de
su elegancia. Una y otra ‑y, con ellas, toda esa parte del mundo‑ están en
quiebra, la más prestigiosa desde la antigüedad. Vendrá después la liquidación:
perspectiva no desdeñable, respiro cuya duración no se deja evaluar fácilmente,
período de facilidad en el que cada uno, ante la liberación finalmente llegada,
estará feliz de tener tras de sí las torturas de la esperanza y de la espera.
En medio de sus perplejidades y sus apatías,
Europa guarda, sin embargo, una convicción, sólo una, de la que por nada del
mundo consentiría separarse la de tener un porvenir de víctima, de sacrificada.
Firme e intratable por una vez, se cree perdida, quiere estarlo y lo está. Por
otra parte ¿acaso no le han enseñado desde hace mucho que nuevas razas vendrían
a reducirla y humillarla? En el momento en que parecía en pleno auge, en el
siglo XVIII, el abate Galiani constataba ya que estaba en su declive y se lo
anunciaba. Rousseau, por su parte, vaticinaba: «Los tártaros se convertirán en
nuestros amos: esta revolución me parece infalible». Decía la verdad. Por lo
que respecta al siglo siguiente, es conocida la célebre frase de Napoleón sobre
los cosacos y las angustias proféticas de Tocqueville, de Michelet o de Renán.
Estos presentimientos han tomado cuerpo, estas intuiciones pertenecen ahora a
las pertenencias de lo vulgar. No se abdica de un día para otro: es precisa una
atmósfera de retroceso cuidadosamente fomentada, una leyenda de derrota. Esta
atmósfera está creada, como la leyenda. Y lo mismo que los precolombinos,
preparados y resignados a sufrir la invasión de los conquistadores lejanos,
debían resquebrajarse cuando estos llegaron, igualmente los occidentales,
demasiado instruidos, demasiado penetrados de su servidumbre futura, no
emprenderán, sin duda, nada para conjurarla. No tendrían, por otra parte, ni
los medios ni el deseo, ni la audacia. Los cruzados, convertidos en jardineros,
se han desvanecido de esa posteridad casera en la que ya no queda ninguna
huella de nomadismo. Pero la historia es nostálgica del espacio y horror del hogar,
sueño vagabundo y necesidad de morir lejos..., por la historia es precisamente
lo que ya no vemos en torno nuestro.
Existe una saciedad que instiga al
descubrimiento, a la invención de mitos, mentiras instigadoras dc acciones: es
ardor insatisfecho, entusiasmo mórbido que se transforma en sano en cuanto se
fija en un objetivo existe otra que disociando al espíritu de sus poderes y a
la vida de sus resurtes, empobrece y reseca. Hipóstasis caricaturesca del
hastío, deshace los mitos o falsea su empleo. Una enfermedad, en resumen. Quien
quiera conocer sus síntomas y su gravedad, se equivocaría en ir a buscarlos
lejos: que se observe a sí mismo, que descubra hasta qué punto de Oeste le ha
marcado ...
Si la
fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos: tiene sus atractivos; no es
fácil resistírsele. Cuando los débiles son legión, os encantan os aplastan:
¿cómo luchar contra un continente de abúlicos? Dado que el mal de la voluntad
es además agradable, uno se entrega a él gustoso. Nada más dulce que
arrastrarse al margen de los acontecimientos; y nada más razonable. Pero
sin una fuerte dosis de demencia, no hay iniciativa alguna, ni empresa, ni
gesto. La razón: herrumbre de nuestra vitalidad. Es el loco que hay en nosotros
el que nos obliga a la aventura; si nos abandona, estamos perdidos: todo de
ende de él, incluso nuestra vida vegetativa; es él quien nos invita a respirar,
quien nos fuerza a ello, y es también él quien empuja a la sangre a pasearse
por nuestras venas. ¡Si se retira, nos quedamos solos! No se puede ser normal
y vivo a la vez. Si me mantengo en posición vertical y me dispongo a ocupar
el instante venidero, si, en suma, concibo un futuro, es a causa de un
afortunado desarreglo de mi espíritu. Subsisto y actúo en la medida en que
desvarío, en que llevo a bien mis divagaciones. En cuanto me vuelvo sensato,
todo me intimida: me deslizo hacia la ausencia, hacia manantiales que no se
dignan afluir, hacia esa postración que la vida debió conocer antes de concebir
el movimiento, accedo a fuerza de cobardía al fondo de las cosas,
completamente arrinconado hacia un abismo en el que nada puedo hacer, ya que me
aísla del futuro. Un individuo, tal como un pueblo o un continente, se extingue
cuando le repugnan los designios y los actos irreflexivos, cuando, en lugar de
arriesgarse, y precipitarse hacia el ser, se refugia en él, retrocede a él:
¡metafísica de la regresión, del más acá, retroceso hacia lo primordial! En su
terrible ponderación, Europa se rechaza a sí misma, el recuerdo de sus impertinencias
y sus bravatas, y hasta esa pasión de lo inevitable último honor de la
derrota. Refractaria a toda forma de exceso, a toda forma de vida, deliberará
siempre, incluso después de haber dejado de existir: ¿acaso no hace ya el
efecto de un conciliábulo de espectros?
Recuerdo a un pobre diablo que, todavía
acostado a una hora avanzada de la mañana, se dirigía a si mismo, en un tono
imperativo: «¡Quiere! ¡Quiere!». La comedia se repetía todos los días: se
imponía una tarea que no podía cumplir. Por lo menos, actuando contra el
fantasma que era, despreciaba las delicias de su letargia. No podría decirse
otro tanto de Europa: habiendo descubierto, en el límite de sus esfuerzos, el
reino del no‑querer, se llena de júbilo, porque ahora sabe que su pérdida
encubre un principio de voluptuosidad y se propone aprovecharse de él. El
abandono la embriaga y la colma. ¿Que el tiempo continúa fluyendo? Ella no se
alarma; que se ocupen los otros; es asunto suyo: no adivinan qué alivio puede
hallarse en arrellanarse en un presente que no conduce a ninguna parte ...
Vivir aquí es la muerte; en otra parte el
suicidio. ¿A dónde ir? La única parte del planeta en que la existencia parecía
tener alguna justificación ha sido alcanzada por la gangrena. Estos pueblos
archicivilizados son nuestros proveedores de desesperación. Para desesperarse
basta, en efecto, mirarles, observar los procesos de su espíritu y la
indigencia de sus apetencias menguadas y casi apagadas. Después de haber pecado
durante tan largo tiempo contra su origen y desdeñado al salvaje y la horda ‑su
punto de partida‑, forzoso le es constatar que ya no hay en ellos una sola gota
de sangre huna.
El historiador antiguo que decía de Roma que
no podía soportar ni sus vicios ni los remedios para éstos, más que definir su
época, anticipaba la nuestra. Grande era, sin duda, la fatiga del Imperio,
pero, desordenada e inventiva, sabía todavía, como contrapartida, cultivar el
Cinismo, el fasto y la ferocidad, mientras que la que ahora contemplamos no
posee, en su rigurosa mediocridad, ninguno de los prestigios que ilusionan.
Demasiado flagrante, demasiado cierta, evoca un mal cuyo ineluctable
automatismo tranquilizase paradójicamente al paciente y al médico: agonía en la
forma correcta y debida, exacta como un contrato, agonía estipulada, sin
caprichos ni desgarramientos, a la medida de pueblos que, no contentos con
haber rechazado los perjuicios que estimulan la vida, rechazan además el que la
justifica y la funda: el prejuicio del porvenir.
¡Entrada colectiva en la vacuidad! Pero no nos
engañemos: esta vacuidad, completamente diferente de la que el budismo califica
de «sede de la verdad», no es ni realizamiento ni liberación, ni positividad
expresada en términos negativos, ni tampoco esfuerzo de meditación, voluntad de
despojamiento y de desnudez, conquista de salvación, sino deslizamiento sin
nobleza y sin pasión. Originada por una metafísica anémica, no sabría ser la
recompensa de una investigación o el coronamiento de una inquietud. El Oriente
avanza hacia la suya florece en ella y triunfa, mientras que nosotros nos
enfangamos en la nuestra y perdemos, en ella, nuestros últimos recursos.
Decididamente, todo se degrada y se corrompe en nuestras conciencias: incluso
el vacío es en ellas impuro.
Tantas
conquistas, adquisiciones, ideas, ¿dónde se perpetuarán? ¿En Rusia? ¿En América
del Norte? Una y otra han sacado ya las consecuencias de lo peor de Europa...
¿América Latina? ¿África del Sur? ¿Australia? Parece que es por este lado por
donde debe esperarse el relevo. Relevo caricaturesco.
El futuro pertenece a las barriadas
periféricas del globo.
Si, en
el orden del espíritu, queremos ponderar los éxitos desde el Renacimiento hasta
nosotros, los de la filosofía no nos entretendrán, pues la filosofía occidental
en nada prevalece sobre la griega, la hindú o la china. Todo lo más vale tanto
como ellas en algunos puntos. Como no representa mas que una variedad del
esfuerzo filosófico en general podría uno en rigor, pasarse sin ella y oponerle
las meditaciones de un Sankara, de un Lao‑tsé, de un Platón. No sucede lo mismo
con la música, esa gran excusa del mundo moderno, fenómeno sin paralelo en
ninguna otra tradición: ¿dónde encontrar en otra parte el equivalente de un
Monteverdi, de un Bach, de un Mozart? Gracias a ella, Occidente revela su
fisonomía y alcanza su profundidad. Si bien no ha creado ni una sabiduría ni
una metafísica que le fueran absolutamente propias, ni siquiera una poesía de
la que pueda decirse que es incomparable, ha proyectado como contrapartida, en
sus producciones musicales, toda su fuerza de originalidad, su sutileza, su
misterio y su capacidad de lo inefable. Ha podido amar la razón hasta la
perversidad; su verdadero genio fue, sin embargo, un genio afectivo. ¿El mal
que más le honra? La hipertrofia del alma.
Sin la música no hubiera producido más que un
estilo vulgar de civilización, previsto... Cuando presente su balance, sólo
ella testimoniará que no se ha derrochado en vano, que había verdaderamente
algo que perder.
A veces,
le sucede al hombre el escaparse de las persecuciones del deseo, de la tiranía
del instinto de conservación. Halagado por la perspectiva de decaer, zapa su
voluntad, se ejerce en la apatía, se yergue contra sí mismo y llama en su
auxilio a su genio malo. Atareado, presa de mil actividades que lo dañan,
descubre un dinamismo cuyo atractivo no había sospechado, el dinamismo de la
descomposición. Se siente muy orgulloso: por fin va a poder renovarse a sus
expensas.
En lo más íntimo de los individuos, como de
las colectividades, habita una energía destructora que les permite desplomarse
con cierto brío: ¡exaltación ácida, euforia del aniquilamiento! Entregándose a
él, esperan, sin duda, curarse de esa enfermedad que es la conciencia. De
hecho, todo estado consciente nos desazona, nos extenúa, conspira en nuestro
desgaste; cuanto más dominio adquiere sobre nosotros, más nos gustaría
reintegrarnos a la noche que precedía nuestras vigilias, hundirnos en la
modorra que precedía a las maquinaciones, al atentado del Yo. Aspiración de
espíritus exhaustos y que explica por qué, en ciertas épocas, el individuo,
exasperado de tropezar siempre consigo mismo, de remachar su diferencia, se
vuelve hacia esos tiempos en los que, unido con el mundo, no había abandonado
todavía a los restantes seres ni degenerado en hombre. Avidez y horror de la
conciencia, la historia traduce juntamente el deseo de un animal lisiado de
cumplir su vocación y el temor de lograrlo. Temor justificado: ¡qué desgracia
le espera al final de su aventura! ¿Acaso no vivimos en uno de esos momentos en
los que, sobre un espacio dado, nos hace asistir a su última metamorfosis?
Cuando
paso revista a los méritos de Europa, me enternezco con ella y me reprocho
hablar mal de ella; si, por el contrario, enumero sus desfallecimientos, la
rabia me estremece. Me gustaría entonces que se dislocase lo antes posible y
que su recuerdo desapareciese. Pero, otras veces, evocando sus títulos y sus
vergüenzas, no sé de qué lado inclinarme: la amo con pesar, la amo con
ferocidad, y no le perdono haberme forzado a sentimientos entre los que no me
está permitido elegir. ¡Si al menos pudiera contemplar con indiferencia la
delicadeza, los prestigios de sus llagas! Como un juego, he aspirado a hundirme
con ella y he sido atrapado por el juego. Ningún esfuerzo me parece demasiado
grande para apropiarme esa gracia que fue suya y de la que aún conserva algunos
vestigios, para revivirla, para perpetuar su secreto.
¡Vano intento! ‑Un hombre de las cavernas
embarazado por los encajes...
El espíritu es un vampiro. ¿Que ataca a una
civilización? La deja postrada, deshecha, sin aliento, sin el equivalente
espiritual de la sangre, la despoja de su sustancia, así como de ese impulso
que la arrastraba a actos y escándalos de envergadura. Comprometida en un
proceso de deterioro del que nada la distrae, nos ofrece la imagen de nuestros
peligros y la mueca de nuestro futuro: es nuestro vacío, es nosotros; y
encontramos en ella nuestras insuficiencias y nuestros vicios, nuestra voluntad
insegura y nuestros instintos pulverizados. ¡El miedo que nos inspira es miedo
de nosotros mismos! Y si, al igual que ella, yacemos postrados, deshechos, sin
aliento, es porque hemos conocido y sufrido, nosotros también, el vampirismo
del espíritu.
Aunque
nunca hubiera adivinado lo irreparable, una ojeada sobre Europa hubiera bastado
para darme su escalofrío. Preservándome de lo vago, justifica, atiza y halaga
mis terrores, y cumple para mí la función asignada al cadáver en la meditación
del monje.
En su lecho de muerte, Felipe II hizo venir a
su hijo y le dijo: «He aquí dónde acaba todo, incluso la monarquía.» En la
cabecera de esta Europa, no se qué voz me advierte: «He aquí dónde acaba todo,
incluso la civilización».
¿De qué
sirve polemizar con la nada? Ya es hora de serenarnos, de triunfar sobre la
fascinación de lo peor. No todo está perdido: quedan los bárbaros. ¿De dónde
surgirán? No importa. Por el momento, bástenos saber que su arrancada no se
hará esperar, que mientras se preparan para festejar nuestra ruina meditan
sobre los medios para volver a erguirnos, para poner punto final a nuestros
raciocinios y a nuestras frases. Al humillarnos, al pisotearnos, nos prestarán
la suficiente energía para ayudarnos a morir o a renacer. Que vengan a azotar
nuestra palidez, a revigorizar nuestras sombras que nos traigan de nuevo la
savia que nos ha abandonado. Marchitos, exangües, no podemos reaccionar contra
la fatalidad: los agonizantes no se agremian ni se amotinan. ¿Cómo contar,
pues, con el despertar, con las cóleras de Europa? Su suerte, y hasta sus
rebeliones, se decretan en otra parte. Cansada de durar, de dialogar consigo
misma, es un vacío hacia el que se movilizarán pronto las estepas... otro
vacío, un vacío nuevo.
Pequeña
teoría del destino
Ciertos pueblos, como el ruso y el español,
están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en único problema: su
desarrollo, en todo punto singular, les obliga replegarse sobre su serie de
anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte.
Los comienzos literarios de Rusia fueron, en
el siglo pasado, una especie de apogeo, de éxito fulgurante que no podía dejar
de turbarla: es natural que fuera una sorpresa para sí misma y que exagerase su
importancia. Los personajes de Dostoyewski la ponen en el mismo plano que a
Dios, puesto que el modo de interrogación aplicado a Este lo aplican también a
aquélla: ¿hay que creer en Rusia?, ¿hay que negarla?, ¿existe realmente o no es
más que un pretexto? Interrogarse de tal modo es plantear, en términos
teológicos, un problema local. Pero, justamente para Dostoyewski, Rusia, lejos
de ser un problema local, es un problema universal, del mismo modo que la
existencia de Dios. Tal proceso, abusivo y exorbitado, no era posible más que
en un país cuya evolución anormal tuviera materia para maravillar o
desconcertar a los espíritus. No se imagina fácilmente a un inglés
preguntándose si Inglaterra tiene sentido o no, o asignándole, con fuerza, una
retórica, una misión: sabe que es inglés y eso le basta. La evolución de su
país no comporta ninguna interrogación esencial.
Entre los rusos, el mesianismo deriva de una
incertidumbre interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar
sus taras, de imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso
sospechoso. La aspiración de «salvar» el mundo es el fenómeno morboso de la
juventud de un pueblo.
España se inclina sobre sí misma por razones
opuestas. Tuvo también comienzos fulgurantes, pero están muy lejanos. Llegada
demasiado pronto, trastornó el mundo y se dejó caer: esta caída se me reveló un
día. Fue en Valladolid, en la Casa de Cervantes. Una vieja de apariencia
vulgar, contemplaba el retrato de Felipe III; «Un loco», le dije. Ella se
volvió hacia mí: «Con él comenzó nuestra decadencia». Yo estaba en el corazón
del problema. «¡Nuestra decadencia!». Así que, pensé, la decadencia es, en
España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial. La
nación que, en el siglo XVI, ofrecía al mundo un espectáculo de magnificencia y
de locura, hela ahí reducida a codificar su abotargamiento. Si hubieran tenido
tiempo, sin duda los últimos romanos no hubieran actuado de otra forma; no
pudieron remachar su fin: los bárbaros se cernían ya sobre ellos. Más
afortunados, los españoles tuvieron plazo suficiente (¡tres siglos!) para pensar
en sus miserias y empaparse de ellas. Charlatanes por desesperación,
improvisadores de ilusiones, viven en una especie de acritud cantante, de trágica
falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del
éxito. Aunque cambiasen un día sus antiguas manías por otras más modernas,
seguirían, empero, marcados por una ausencia tan larga. Incapaces de acoplarse
al ritmo de la «civilización», clericoidales o anarquistas, no podrían
renunciar a su inactualidad. ¿Cómo van a alcanzar a las otras naciones, como se
van a poner al día, si han agotado lo mejor de sí mismos en rumiar sobre la
muerte, en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral?
Retrocediendo sin cesar hacia lo esencial, se han perdido por exceso de
profundidad. La idea de decadencia no les preocuparía tanto si no tradujese en
términos de historia su gran debilidad por la nada, su obsesión por el
esqueleto. No es nada asombroso que para cada uno de ellos el país sea su
problema. Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega, uno advierte que para ellos,
España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una
fórmula racional. Vuelven siempre sobre ella, fascinados por la atracción de lo
insoluble que representa. No pudiendo resolverla por el análisis, meditan sobre
Don Quijote, en el que la paradoja es todavía más insoluble, porque es
símbolo...
Uno no se imagina a un Valéry o a un Proust
meditando sobre Francia para descubrirse a sí mismos: país realizado, sin
rupturas graves que soliciten inquietud, país no‑trágico, no es un caso: al
haber triunfado, al haber cumplido su suerte, ¿cómo podría ser aún
«interesante»?
El mérito de España es proponer un tipo de
evolución insólita, un destino genial e inacabado. (Se diría que se trata de un
Rimbaud encarnado en una colectividad.) Pensad en el frenesí que desplegó en su
búsqueda del oro, en su desplome en el anonimato, pensad después en los
conquistadores, en su bandidismo y en su piedad, en la forma en la que
asociaron el evangelio al crimen, el crucifijo al puñal. En sus buenos
momentos, el catolicismo fue sanguinario, como corresponde a toda religión
verdaderamente inspirada.
La Conquista y la Inquisición, ‑fenómenos
paralelos surgidos de vicios grandiosos de España‑. Mientras fue fuerte,
destacó en la matanza, a la que aportó no sólo su gusto por lo aparatoso, sino
también lo más íntimo de su sensibilidad. Sólo los pueblos crueles tienen
ocasión de aproximarse a las fuentes mismas de la vida a sus palpitaciones, a
sus arcanos que calientan: la vida no revela su esencia más que a ojos
inyectados en sangre... ¿Cómo creer en las filosofías cuando se sabe de qué
miradas pálidas son el reflejo? La costumbre del razonamiento y de la
especulación es índice de una insuficiencia vital y de un deterioro de la afectividad.
Sólo piensan con método aquellos que, a favor de sus deficiencias, llegan a
olvidarse de sí mismos, a no formar cuerpo con sus ideas: la filosofía,
privilegio de individuos y de pueblos biológicamente superficiales.
Es casi imposible hablar con un español de
otra cosa que de su país, universo cerrado, tema de su lirismo y de sus
reflexiones, provincia absoluta, fuera del mundo. Alternativamente exaltado y
abatido, lanza miradas deslumbradoras y morosas; el descoyuntamiento es su
forma de rigor. Si se concede un futuro, no cree en él realmente. Su
descubrimiento: la ilusión sombría, el orgullo de desesperar; su genio: el
genio del pesar.
Sea cual fuere su orientación política, el
español o el ruso que se interroga sobre su país aborda la única cuestión que
cuenta ante sus ojos. Se entiende por qué ni Rusia ni España han producido
ningún filósofo de envergadura. Es que el filósofo debe atarearse en las ideas
como espectador; antes de asimilarlas de hacerlas suyas, necesita considerarlas
desde fuera, disociarse de ellas, pesarlas y, si es preciso, jugar con
ellas; después ayudado por la madurez, elabora un sistema con el que nunca se
confunde del todo. Es esa superioridad respecto a su propia filosofía lo que
admiramos en los griegos. Lo mismo ocurre con todos los que se centran en el
problema del conocimiento y hacen de él el problema esencial de su meditación.
Tal problema no perturba ni a los rusos ni a los españoles. Inaptos para la
contemplación intelectual, mantienen relaciones bastante chocantes con la idea.
¿Qué combaten con ella? Siempre llevan la peor parte; se apodera de ellos, les
subyuga les oprime; mártires voluntarios, no piden más que sufrir por ella. Con
ellos, estamos lejos del dominio en que el espíritu juega consigo y con las
cosas, lejos de toda perplejidad metódica.
La evolución anormal de Rusia y de España les
ha llevado, pues, a interrogarse sobre su propio destino. Pero son dos grandes
naciones, pese a sus lagunas y sus accidentes de crecimiento. ¡Cuánto más
trágico es el problema nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción
súbita en ellos, ni decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado,
se apoyan graciosamente sobre sí mismos: de ello resulta una larga meditación
estéril. Su evolución no puede ser anormal, porque no evolucionan. ¿Qué les
queda? Resignarse a sí mismos, ya que, fuera de ellos, está toda la Historia de
la que precisamente están excluidos.
Su nacionalismo, que suele ser tomado a broma
es más bien una máscara, gracias a la cual intentan ocultar su propio drama y
olvidar en un furor de reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los
acontecimientos: mentiras dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio
que creen merecer, una manera de escamotear la obsesión secreta por sí mismos.
En términos más sencillos: un pueblo que es un tormento para sí mismo es un
pueblo enfermo. Pero mientras que España sufre por haber salido de la Historia
y Rusia por querer a toda costa establecerse en ella, los pueblos pequeños se
debaten por no tener ninguna de esas razones para desesperar o impacientarse.
Afectados por una tara original, no pueden remediarla por la decepción ni por
el sueño. De este modo no tienen otro recurso que estar obsesionados consigo
mismos. Obsesión que no está desprovista de belleza, ya que no les lleva a nada
y no interesa a nadie.
Hay
países que gozan de una especie de bendición, de gracia: todo les sale bien,
incluso sus desdichas, incluso sus catástrofes; hay otros que nunca logran
tener éxito y cuyos triunfos equivalen a fracasos. Cuando quieren afirmarse y
dan un salto hacia adelante, una fatalidad exterior interviene para romper su
empuje y para retrotraerles a su punto de partida. Carecen de todas las
oportunidades, incluso la dcl ridículo.
Ser francés es una evidencia: no se sufre ni
se alegra uno por ello; se dispone de una certeza que justifica el viejo
interrogante: «¿Cómo se puede ser persa?».
La paradoja de ser persa (en este caso,
rumano) es un tormento que hay que saber explotar, un defecto del que hay que
sacar provecho. Confieso haber mirado en otro tiempo como una vergüenza el
pertenecer a una nación vulgar, a una colectividad de vencidos, sobre cuyo
origen me cabían pocas esperanzas. Creía, y quizá no me engañaba, que habíamos
surgido de la hez de los bárbaros, del desecho de las grandes invasiones, de
esas hordas que, incapaces de seguir su marcha hacia el Oeste, se desplomaron a
lo largo de los Cárpatos y del Danubio, para acurrucarse ahí, para dormitar,
masa de desertores en los confines del Imperio, chusma maquillada con una pizca
de latinidad. De tal pasado, tal presente. Y tal porvenir. ¡Dura prueba para mi
joven arrogancia! «¿Cómo puede serse rumano?», era una pregunta a la que yo no
podía responder más que por una mortificación de cada instante. Como odiaba a
los míos, a mi país, a sus campesinos intemporales, encantados con su torpor y
se diría que deslumbrantes de embrutecimiento, yo me avergonzaba de ser su
descendiente, renegaba de ellos, me rehusaba a su infra‑eternidad, a sus
certidumbres de larvas petrificadas, a su soñarrera geológica. Era inútil que
buscase bajo sus rasgos el azogamiento las muecas de la rebelión: el mono, ay,
se moría en ellos. A decir verdad, ¿acaso no propendían más bien a lo mineral?
No sabiendo cómo zarandearlos, cómo animarlos, comencé a soñar con su
exterminación. Pero no se puede hacer una matanza de piedras. El espectáculo
que me ofrecían justificaba y desviaba, alimentaba y desanimaba mi histeria. Y
no dejaba de maldecir el accidente que me hizo nacer entre ellos.
Una gran idea les poseía: la de destino; yo la
repudiaba con todas mis fuerzas, no veía en ella más que un subterfugio de
poltrones una excusa para todas las abdicaciones, una expresión del sentido
común y su filosofía fúnebre. Mi país, cuya existencia, visiblemente no venía a
cuento, se me aparecía como un resumen de la nada o una materialización de lo
inconcebible, como una especie de España sin siglo de oro, sin conquistas ni
locuras, y sin un Don Quijote de nuestras amarguras. Formar parte de él, ¡qué
lección de humillación y de sarcasmo, qué calamidad, qué lepra!
Yo era demasiado impertinente, demasiado
fatuo, para percibir el origen de la gran idea que reinaba en él, su
profundidad o las experiencias, el sistema de desastres que suponía. No debía
comprenderla hasta mucho más tarde. Cómo se insinuó en mí, es algo que ignoro.
Cuando llegué a experimentarla lúcidamente me reconcilié con mi país que, de
inmediato, dejó de obsesionarme.
Para dispensarse de actuar, los pueblos
oprimidos se entregan al «destino», salvación negativa, al mismo tiempo que
medio de interpretar los acontecimientos: su filosofía de la historia de uso
casero, visión determinista con base afectiva, metafísica de
circunstancias...
Si bien los alemanes son también sensibles al
destino, no ven en él, empero, un principio que intervenga desde el exterior,
sino un poder que, emanado de su voluntad, acaba por escapar a esta y por
volverse contra ellos para destrozarles. Unido a su apetito de demiurgia, el Schicksal
supone no tanto un juego de fatalidades en el exterior del mundo como en el
interior del yo. Tanto da decir que hasta un cierto punto, depende de ellos.
Para concebir lo exterior a nosotros,
omnipotente y soberano, se requiere un muy amplio ciclo de quiebras. Condición
que mi país cumple plenamente. Sería indecente que creyese en el esfuerzo, en
la utilidad del acto. De este modo, no cree en ellos y, por corrección, se
resigna a lo inevitable. Le estoy agradecido por haberme legado, junto con el
código de la desesperación, ese saber vivir, esa soltura frente a la Necesidad,
así como numerosos callejones sin salida y el arte de plegarme a ellos. Siempre
lista para apoyar mis decepciones y revelar a mi indolencia el secreto de
conservarlas, me ha prescrito, además, en su celo por hacer de mí un bribón
preocupado por las apariencias, los medios para degradarme sin comprometerme
demasiado. No sólo le debo mis más hermosos y seguros fracasos, sino también
esa aptitud para maquillar mis cobardías y atesorar mis remordimientos. ¡De
cuántas otras ventajas no le seré deudor! Sus títulos para mi gratitud son, en
verdad, tan múltiples, que sería fastidioso enumerarlos.
Por mucha buena voluntad que hubiera puesto en
ello, ¿acaso habría podido, sin él, echar a perder mis días de una manera tan
ejemplar? El me ha ayudado, empujado, animado. Fracasar en la vida, esto se
olvida a veces demasiado pronto, no es tan fácil: se precisa una larga
tradición, un largo entrenamiento, el trabajo de varias generaciones. Una vez
realizado ese trabajo, todo va de maravilla. La certidumbre de la Inutilidad os
corresponde entonces en herencia: es un bien que tus mayores han adquirido para
ti con el sudor de su frente y al precio de innumerables humillaciones. Te
aprovechas de ello, suertudo, y lo exhibes. En lo tocante a tus propias
humillaciones, siempre te será posible embellecerlas o escamotearlas, afectar
un aire de aborto elegante, ser, honrosamente, el último de los hombres. La
cortesía, uso de la desdicha, privilegio de los que habiendo nacido
perdidos, han comenzado por su fin. Saberse de una laya que nunca ha sido es
una amargura en la que interviene cierta dulzura e incluso algún placer.
La exasperación que me embargaba antaño cuando
oía a alguien decir, a cualquier propósito: «destino», ahora me parece pueril.
Ignoraba entonces que llegaría a hacer otro tanto, que, amparándome yo también
tras ese vocablo, referiría a él la buena y mala suerte y todos los detalles de
la dicha y la desdicha, que, además, me agarraría a la Fatalidad con el éxtasis
de un náufrago y le dirigiría mis primeros pensamientos antes de precipitarme
en el horror de cada día. «Desaparecerás en el espacio, oh Rusia mía», exclamó
Tiutchef en el pasado siglo. Apliqué su exclamación con mayor propiedad a mi
país, constituido de modo diverso para desaparecer, maravillosamente organizado
para ser devorado, provisto de todas las cualidades de una víctima ideal y
anónima. La costumbre. del sufrimiento inacabable y sin razones, la plenitud
del desastre: ¿qué aprendizaje en la escuela de las tribus aplastada! El más
antiguo historiador rumano comienza así sus crónicas: «No es el hombre quien
gobierna los tiempos, sino los tiempos los que gobiernan al hombre». Fórmula
desgastada, programa y epitafio de un rincón de Europa. Para captar el tono de
la sensibilidad popular en los países del Sudeste, basta con recordar las
lamentaciones del coro en la tragedia griega. Por una tradición inconsciente,
todo un espacio étnico fue marcado por ella. ¡Rutina del suspiro y del
infortunio jeremiadas de pueblos menores ante la bestialidad de los grandes!
Guardémonos, empero, de quejarnos excesivamente: ¿acaso no es reconfortante
poder oponer a los desórdenes del mundo la coherencia de nuestras miserias y
nuestras derrotas? Y ¿acaso no tenemos, frente al diletantismo universal, la
consolación de poseer, en materia de dolores, una competencia de despellejados
y eruditos?
Ventajas
del exilio
Es
equivocado hacerse del exilado la imagen del que abdica, se retira y se oculta,
resignado a sus miserias, a su condición de desecho. Al observarlo, se descubre
en él un ambicioso, un decepcionado agresivo, un amargado que, además, es un
conquistador. Cuanto más desposeídos estamos, más se exacerban nuestros
apetitos y nuestras ilusiones. Incluso discierno alguna relación entre la desdicha
y la megalomanía. El que lo ha perdido todo conserva, como último recurso, la
esperanza dc la gloria o del escándalo literario. Consiente en abandonarlo
todo, salvo su nombre. Pero ¿cómo impondrá su nombre, si escribe en una
lengua que los civilizados ignoran o desprecian?
¿Intentará otro idioma? No le será fácil
renunciar a las palabras en las que perdura su pasado. Quien reniega de su
lengua para adoptar otra, cambia de identidad, léase de decepciones.
Heroicamente traidor, rompe con sus recuerdos y, hasta un cierto punto, consigo
mismo.
Fulano
escribe una novela que, de un día para otro, lo hace célebre. Cuenta en ella
sus sufrimientos. Sus compatriotas, en el extranjero, sienten celos de él:
ellos también han sufrido, y quizá, más. Y el apátrida se convierte ‑o aspira a
convertirse‑ en novelista. Resulta una acumulación de zozobras, una inflación
de horrores, estremecimientos que aviejan. No se puede renovar el
indefinidamente infierno, cuya característica propia es la monotonía, ni
tampoco el rostro del exilio. Nada exaspera tanto en literatura como lo
terrible; en la vida, es demasiado evidente como para que se repare en él. Pero
nuestro autor persiste; por el momento, oculta su novela en el fondo dc un
cajón y espera su hora. La ilusión de una sorpresa, de un renombre que se
resiste pero que da por descontado, le sostiene; vive de la irrealidad. Tal es,
sin embargo, la fuerza de esta ilusión que, si trabaja en una fábrica, lo hace
con la idea de ser arrancado de ella un día por una celebridad tan súbita como
inconcebible.
Igualmente
trágico es el caso del poeta. Encerrado en su propia lengua, escribe para sus
amigos, para diez, para veinte personas a lo sumo. Su deseo de ser leído no es
menos imperioso que el del novelista improvisado. Por lo menos tiene sobre éste
la ventaja de poder colocar sus versos en las pequeñas revistas de la
emigración que aparecen al precio de sacrificios y renuncias casi indecentes.
Fulano se transforma en director de la revista; para hacerla durar, se arriesga
al hambre, se aparta de las mujeres, se entierra en una habitación sin
ventanas, se impone privaciones que confunden y espantan. La masturbación y la
tuberculosis son su ganancia.
Por poco numerosos que sean los emigrados, se
constituyen en grupos, no para defender sus intereses, sino para cotizar,
sangrarse, a fin de publicar sus pesares, sus gritos, sus llamadas sin eco. En
vano buscaríamos una forma más desgarradora de gratuidad.
Que sean tan buenos poetas como malos
prosistas depende de razones bastante sencillas. Examinad la producción
literaria dc cualquier pequeño pueblo que no cometa la puerilidad de forjarse
un pasado: la abundancia de poesía es el dato más chocante. La prosa exige,
para desarrollarse, un cierto rigor, un estado social diferenciado y una
tradición: es deliberada, construida; la poesía brota, es directa, o
completamente fabricada; privilegio de los trogloditas y de los refinados, sólo
florece más allá o más acá, pero siempre al margen de la civilización. En tanto
que la prosa exige un genio reflexivo y una lengua cristalizada, la poesía es
perfectamente compatible con un genio bárbaro y una lengua informe. Crear una
literatura es crear una prosa.
¿Qué hay de más natural que el que tantos no
dispongan de ningún otro modo de expresión más que la poesía? Incluso los que
no están particularmente dotados obtienen, en su desarraigamiento, en el
automatismo de su excepción, ese suplemento de talento que no habrían
encontrado en una existencia normal.
Bajo cualquier forma que se presente, y sea
cual sea su causa, el exilio, en sus comienzos, es una escuela de vértigo. Y el
vértigo no es cosa a la que a cualquiera le sea dada la suerte de llegar. Es
una situación‑límite y algo así como el extremo del estado poético. ¿Acaso no
es un favor ser transportado a él de golpe, sin los rodeos de una disciplina,
por la sola benevolencia de la fatalidad? Pensad en ese apátrida de lujo,
Rilke, en el número de soledades que le fue preciso acumular para liquidar sus
ataduras, para tomar tierra en lo invisible. No es fácil no ser de ninguna
parte, cuando ninguna condición exterior os obliga a ello. El mismo místico no
alcanza el desapego más que al precio de esfuerzos monstruosos. ¡Arrancarse del
mundo, qué trabajo de abolición! El apátrida lo lleva a cabo sin sufragar los
gastos, por el concurso ‑por la hostilidad‑ de la historia. Nada de tormentos
ni vigilias para que se desprenda de todo; los acontecimientos le obligan a
ello. En cierto sentido, se parece al enfermo, quien, como él, se instala en la
metafísica o en la poesía sin mérito personal, por la fuerza de las cosas, por
los buenos oficios de la enfermedad. ¿Absoluto de pacotilla? Quizá, pero no
está probado que los resultados adquiridos por el esfuerzo superen en valor a
los que derivan del reposo en lo ineluctable.
Un
peligro amenaza al poeta desarraigado: adaptarse a su suerte, no sufrir más por
su causa, complacerse en ella. Nadie puede salvar a la juventud de sus zozobras
pero se desgastan. Lo mismo sucede con la añoranza del terruño, con toda nostalgia.
Los pesares pierden su lustre, se marchitan y, a pesar de la elegía, caen
pronto en el abandono. ¿Qué hay entonces de más normal que instalarse en el
exilio, Ciudad de Nada, patria invertida? En la medida en que se deleita en él,
el poeta dilapida la materia de sus emociones, los recursos de su desdicha,
como su sueño de gloria. Como la maldición de la que sacaba orgullo y provecho
ya no le abruma, pierde, con ella, la energía de su excepción y las razones de
su soledad. Expulsado del infierno, intentará en vano volver a instalarse en
él, sumergirse en él de nuevo: sus sufrimientos excesivamente amortiguados le
volverán indigno de ello para siempre. Los gritos de los que antaño estaba tan
orgulloso se han vuelto amargura, y la amargura no se transforma en versos:
ella le llevará fuera de la poesía. No más cantos ni más excesos. Una vez
cerradas sus llagas, en vano hurgará en ellas para extraer algunos acentos: en
el mejor de los casos, será el epígono de sus dolores. Le espera una decadencia
honrosa. Falta de diversidad, de inquietudes originales, su inspiración se
seca. Pronto, resignado al anonimato y como intrigado por su mediocridad,
adquirirá la máscara de un burgués de ninguna parte. Helo ahí en el
término de su carrera lírica, en el punto más estable de su desclasamiento.
«Integrado»,
asentado en el bienestar de su caída, ¿qué le queda por hacer? Deberá elegir
entre dos formas de salvación: la fe y el humor. Si arrastra todavía algunos
vestigios de ansiedad, los liquidará poquito a poco por medio de mil oraciones;
a menos que no se complazca en una metafísica amable, pasatiempo de
versificadores agotados. Si, por el contrario está inclinado a la burla,
minimizará sus derrotas hasta el punto de alegrarse de ellas. Según su
temperamento, pues, hará ofrendas a la piedad o al sarcasmo. En uno y otro
caso, habrá triunfado sobre sus ambiciones, como sobre su mala suerte, para
alcanzar una meta más alta, para llegar a ser un vencido decente, un réprobo
conveniente.
Un
pueblo de solitarios
Intentaré
divagar sobre las pruebas sufridas por un pueblo, sobre su historia que
desconcierta a la Historia, sobre su destino que parece depender de una lógica
sobrenatural en la que lo inaudito se mezcla con la evidencia, el milagro con
la necesidad. Unos le llaman raza, otros nación, otros tribu. Como se rehúsa a
toda clasificación, lo que de él puede decirse de preciso, es inexacto; ninguna
definición le conviene. Para captarlo mejor, sería preciso recurrir a alguna
categoría aparte, pues todo en él es insólito: ¿acaso no es el primero en haber
colonizado el cielo y haber situado en él a su dios? Tan impaciente de
crear mitos como de destruirlos, se ha creado una religión de la que se reclama
y de la que se avergüenza... Pese a su clarividencia, hace gustosamente
concesiones a la ilusión: espera, siempre espera demasiado... Conjunción
extraña de energía y de análisis, de sed y de sarcasmo. Con tantos enemigos
como tiene, otro cualquiera en su lugar se hubiera rendido; pero él, inepto
para las dulzuras de la desesperación, pasando por alto su fatiga milenaria,
las conclusiones que su suerte le impone, vive en el delirio de la espera,
completamente decidido a no sacar una enseñanza de sus humillaciones, ni
deducir de ellas una regla de modestia, un principio de anonimato. Prefigura la
diáspora universal: su pasado resume nuestro porvenir. Cuanto más vislumbramos
los días que se nos aproximan, más nos acercamos a él y más le huimos: todos
temblamos de tener que igualarle un día... «Pronto seguiréis mis pasos», parece
decirnos, mientras traza, sobre nuestras certidumbres, un signo de
interrogación ...
Ser
hombre es un drama; ser judío, otro. De este modo, el judío tiene el privilegio
de vivir dos veces nuestra condición. Representa la existencia separada
por excelencia o, para emplear una expresión con la que los teólogos califican
a Dios, lo absolutamente otro. Consciente de su singularidad, piensa en
ella sin cesar y no la olvida jamás; de dónde le viene ese aire forzado,
crispado; o falsamente seguro de sí, tan frecuente entre los que llevan la
carga de un secreto. En lugar de enorgullecerse de sus orígenes, de exhibirlos
y proclamarlos, los camufla: pero ¿acaso su suerte, distinta a cualquier otra,
no le confiere el derecho de mirar con altanería a la turba humana? Siendo
víctima, reacciona a su manera, como un vencido sui generis. Por más de
un aspecto, se emparienta con esa serpiente de la que hizo un personaje y un
símbolo. No vayamos, sin embargo, a creer que él también tiene la sangre fría:
sería ignorar su verdadera naturaleza, sus apasionamientos, su capacidad de
amor y de odio, su gusto por la venganza o las excentricidades de su caridad.
(Ciertos rabinos hasidicos en nada ceden a los santos cristianos). Excesivo en
todo, emancipado de la tiranía del paisaje, de las ingenuidades del
arraigamiento, sin ataduras, acósmico, es el hombre que nunca será de aquí,
el hombre venido de otra parte, el extranjero en sí, y que no podría sin
equívoco hablar en nombre de los indígenas, de todos. Traducir sus
sentimientos, convertirse en su intérprete, ¡qué tarea le representaría, si lo
pretendiese! No hay muchedumbre que pueda él arrastrar, llevar, sublevar: la
trompeta no le corresponde, se le reprocharán sus padres, sus ancestros que
reposan lejos, en otros países, en otros continentes. Carente de tumbas que
mostrar o que explotar, sin medio de ser el portavoz de ningún cementerio, no
representa a nadie sino a sí mismo, nada más que a sí mismo. ¿Que se reclama
del último slogan? ¿Que se encuentra en el comienzo de una revolución?
Se verá rechazado en el momento mismo en que sus ideas triunfen, en que sus
frases tengan fuerza de ley. Si sirve a una causa, no podrá enorgullecerse de
ella hasta el final. Llegará un día en que le sea preciso contemplarla como
espectador, como decepcionado. Después defenderá otra, con sinsabores no menos
patentes. ¿Que cambia de país? Su drama vuelve a comenzar: el éxodo es su
asentamiento, su certidumbre, su hogar.
Mejor y
peor que nosotros, encarna los extremos a los que aspiramos sin alcanzarlos: es
nosotros más allá de nosotros mismos... Como su capacidad de absoluto
supera a la nuestra, ofrece, para bien y para mal, la imagen ideal de nuestras
capacidades. Su soltura para el desequilibrio, la rutina que ha adquirido en
él, le convierte en un desquiciado, experto en psiquiatría como en toda clase
de terapéuticas, un teórico de sus propios males: no es como nosotros, anormal
por accidente o por esnobismo, sino naturalmente, sin esfuerzo y por tradición:
tal es la ventaja de un destino genial a la escala de un pueblo. Ansioso
entregado a la acción, enfermo incapaz de guardar cama, se cura mientras
avanza. Sus reveses no se parecen a los nuestros; hasta en la desgracia
rechaza el conformismo. Su historia es un interminable cisma.
Vejado
en nombre del Cordero, indudablemente permanecerá no cristiano mientras el
cristianismo se mantenga en el poder. Pero le gusta tanto la paradoja ‑y los
sufrimientos que de ella se derivan‑ que quizá se convierta a la religión
cristiana en el momento en que sea universalmente aborrecida. Entonces se le
perseguirá por su nueva fe. Titular de un destino religioso ha sobrevivido a
Atenas y a Roma, como sobrevivirá a Occidente y seguirá su carrera, envidiado y
odiado por todos los pueblos que nacen y mueren...
Cuando
las iglesias hayan sido abandonadas para siempre, los judíos volverán a ellas o
edificarán otras, o, lo que es más probable, colocarán la cruz sobre las
sinagogas. Entre tanto, acechan el momento en que Jesús sea abandonado: ¿verán
entonces en él al verdadero Mesías? Eso se sabrá al final de la Iglesia...,
pues, a menos de un embrutecimiento imprevisible, no se dignarán a arrodillarse
con los cristianos ni a gesticular con ellos. A Cristo lo hubieran reconocido
si no hubiese sido aceptado por las naciones y si no hubiera llegado a ser un
bien común, un mesías de exportación. Bajo la dominación romana, fueron los
únicos en no admitir en sus templos las estatuas de los emperadores; cuando les
forzaron a ello, se sublevaron. Su esperanza mesiánica no fue tanto un sueño de
conquistar las otras naciones como de destruir sus dioses por la gloria de
Yahvé: teocracia siniestra erguida ante un politeísmo de marchamo escéptico.
Como hacían bando aparte en el imperio, se les tachaba de ignominia, pues no se
comprendía su exclusivismo, su rechazo a sentarse a la mesa con los
extranjeros, a participar en los juegos, en los espectáculos, a mezclarse con
los otros y a respetar sus costumbres. No concedían crédito más que a sus
propios prejuicios: de ahí la acusación de «misantropía», crimen que les
imputaban Cicerón, Séneca, Celso y, con ellos, toda la antigüedad. Ya en el 130
a. de J. C., durante el sitio de Jerusalén por Antíoco, los amigos de éste le
aconsejaron «apoderarse de la ciudad por la fuerza, y aniquilar completamente
la raza judía: pues, única entre todas las naciones, se rehusaba a tener
ninguna relación social con los otros pueblos y los consideraba como enemigos»
(Posidonio de Apamea). ¿Les complació el papel de indeseables? ¿Querían desde
el principio estar solos en la Tierra? Lo que es cierto es que aparecieron
durante largo tiempo como la encarnación misma del fanatismo y que su
inclinación por la idea liberal es, más que innata, adquirida. El más
intolerante y el más perseguido de los pueblos unió el universalismo al
particularismo más estricto. Contradicción de su naturaleza: es inútil intentar
resolverla o explicarla.
Desgastado hasta la médula, el cristianismo ha
dejado de ser una fuente de asombro y de escándalo, de hacer estallar crisis o
de fecundar las inteligencias. Ya no incomoda al espíritu ni le obliga a la
menor interrogación; las inquietudes que suscita como sus respuestas y sus
soluciones, son blandas, adormecedoras: ningún desgarramiento de futuro ni
ningún drama podrían venir de él. Su época ha pasado: ahora ya bostezamos ante
la cruz... Intentar salvarla, prolongar su carrera, eso ya ni se nos ocurre;
ocasionalmente despierta nuestra... indiferencia. Tras haber ocupado nuestras
profundidades, apenas se mantiene ya en nuestra superficie; pronto, destituido,
irá a aumentar el número de experiencias fallidas. Contemplad las catedrales:
habiendo perdido el impulso que llevaba su masa, convertidas de nuevo en piedra,
se empequeñecen y se desploman; incluso su flecha, que antaño apuntaba
insolentemente hacia el cielo, sufre la contaminación de la pesantez e imita la
modestia de nuestros cansancios.
Cuando, por azar, penetramos en una de ellas,
pensamos en la inutilidad de las oraciones que allí se profirieron, en tantas
fiebres y locuras derrochadas en vano. Pronto el vacío reinará en ellas. Ya no
hay nada gótico en la materia, ni hay nada gótico en nosotros. Si el
cristianismo conservaba una apariencia de reputación, se lo debe a los
retrasados que, persiguiéndole con un odio retrospectivo, quisieran pulverizar
los dos mil años en que, no se sabe por qué manejo, obtuvo la aquiescencia de
los espíritus. Como tales retrasados, tales odiadores se hacen más y más raros,
y él no se consuela de la pérdida de una popularidad tan larga, mira hacia
todos los lados al acecho de un suceso susceptible de volver a traerle al
primer plano dc la actualidad. Para que llegara a ser «curioso», sería preciso
elevarlo a la dignidad de una secta maldita; sólo los judíos podrían encargarse
de ella: proyectarían en él la suficiente rareza para renovarlo y rejuvenecer
el misterio. Si lo hubiesen adoptado en el momento bueno, hubieran corrido la
suerte de tantos otros pueblos de los que la historia apenas conserva el
nombre. Fue para evitarse tal suerte por lo que lo rechazaron. Dejando a los
gentiles las efímeras ventajas de la salvación, optaron por los inconvenientes
duraderos de la perdición. ¿Infidelidad? Es el reproche que, siguiendo a San
Pablo, no deja de hacérseles. Reproche ridículo, porque su falta consiste
precisamente en una excesivamente grande fidelidad a sí mismos. A su lado, los
primeros cristianos parecen oportunistas: seguros de su causa, esperaban
alegremente cl martirio. Exponiéndose a él, no hacían por lo demás sino
reverenciar las costumbres de una época en la que el gusto por las hemorragias
espectaculares hacía fácil lo sublime.
Completamente distinto es el caso de los
judíos. Rehusando seguir las ideas de su tiempo, la gran locura que se
apoderaba del mundo, escaparon provisionalmente a las persecuciones. Pero ¡a
qué precio! Por no haber compartido los sinsabores momentáneos de los nuevos
fanáticos, iban después a soportar el peso y el terror de la cruz, pues es para
ellos, y no para los cristianos, para quien llegó a ser símbolo de suplicio.
A lo largo de la Edad Media, se hicieron
asesinar porque habían crucificado a uno de ellos... Ningún pueblo ha pagado
tan caro un gesto inconsiderado, pero explicable y, bien mirado, natural. Por
lo menos tal me pareció el día que asistí al espectáculo de la «Pasión» en
Oberammergau. En el conflicto entre Jesús y las autoridades es por Jesús,
evidentemente, por quien el público, con abundantes lágrimas, toma partido.
Esforzándome inútilmente en hacer otro tanto, me sentí solo en la sala.
¿Qué había sucedido? Me encontraba en un proceso en el que los argumentos de la
acusación me impresionaban por su justeza. Anás y Caifás encarnaban a mis ojos
el sentido común mismo. Empleando procedimientos honrados, prestaban interés al
caso que se les sometía. Quizá no pedían más que convertirse. Yo compartía su
exasperación ante las respuestas imprecisas del acusado. Irreprochables en todo
momento, no usaban ningún subterfugio teológico o jurídico: un interrogatorio
perfecto. Su probidad me conquistó: me puse de su lado y aprobé a Judas, no sin
despreciar sus remordimientos. Desde ese momento, el desenlace del conflicto mc
dejó indiferente. Y cuando dejaba la sala, pensé que el público perpetuaba por
medio de sus lágrimas un malentendido dos veces milenario.
Por grávido de consecuencias que haya sido, el
rechazo del cristianismo sigue siendo la más estupenda hazaña de los judíos, un
no que les honra. Si antes marchaban solos por necesidad ahora lo harán por
resolución, como réprobos dotados de un gran cinismo, de la única precaución
que han tomado contra su porvenir...
Orgullosos
de sus crisis de conciencia, los cristianos, contentos de que otro haya sufrido
por ellos, se relajan a la sombra del Calvario. Si a veces se atarean en
rehacer las etapas, ¡menudo partido saben sacar de ello! Con aire de
aprovechados, se regodean en la iglesia, y, cuando salen, apenas disimulan esa
sonrisa que da la certeza obtenida sin fatiga. La gracia ‑¿no es cierto?‑ se
encuentra de su lado, gracia barata, sospechosa, que les dispensa de todo
esfuerzo. Son «salvados» de circo, fanfarrones de la redención, gozadores
cosquilleados por la humildad, el pecado, y el infierno. Si atormentan su
conciencia, lo hacen para procurarse sensaciones. Y se procuran aún más si
atormentan la vuestra. En cuanto descubran algunos escrúpulos, algún
desgarramiento o la presencia obsesiva de una falta o de un pecado, ya no os
soltarán, os obligarán a exhibir vuestro problema o a gritar vuestra
culpabilidad, mientras ellos asisten, sádicos, al espectáculo de vuestra zozobra.
Llorad si podéis: eso es lo que esperan, impacientes de emborracharse con
vuestras lágrimas, de chapotear, caritativos y feroces, en vuestras
humillaciones, de regodearse con vuestros dolores. Todos esos hombres de
convicciones están tan ávidos de sensaciones dudosas que las buscan por todas
partes y, cuando no las encuentran en el exterior, se precipitan sobre ellos
mismos. Lejos de estar obsesionado por la verdad, el cristiano se maravilla de
sus «conflictos interiores», de sus vicios y de sus virtudes, de su poder de
intoxicación, retoza en torno a la Cruz y, epicúreo de lo horrible, asocia el
placer a sentimientos que no lo comportan en absoluto: ¿acaso no ha inventado
el orgasmo del remordimiento? Así se gana siempre ...
Aunque elegidos, los judíos no habían
de adquirir por esta elección ninguna ventaja: ni paz, ni salvación... Por el
contrario, se les impuso como una prueba, como un castigo. Elegidos sin la
gracia. De este modo sus oraciones tienen tanto más mérito cuanto que se
dirigen a un dios sin excusa.
No es que haya que condenar en masa a los
gentiles. Pero, a fin de cuentas, no tienen de qué estar tan orgullosos: forman
tranquilamente parte del «género humano»... Esto es precisamente lo que, de
Nabucodonosor a Hitler, no se ha querido conceder a los judíos;
desdichadamente, estos últimos no tuvieron el valor de glorificarse de ello.
Con una arrogancia de dioses, hubieran debido jactarse de sus diferencias,
proclamar ante la faz del universo que no tenían semejantes ni querían tener,
escupir sobre las razas y los imperios, y, en un ímpetu de autodestrucción,
sostener las tesis de sus detractores, dar la razón a quienes les odian...
Dejemos los pesares o el delirio. ¿Quién se atreve a tomar por su propia cuenta
los argumentos de sus enemigos? Tal orden de grandeza, apenas concebible en una
persona, no lo es en absoluto en un pueblo. El instinto de conservación afea
tanto a los individuos como a las colectividades.
Si los judíos no tuviesen que afrontar más que
el antisemitismo profesional, su drama se vería sensiblemente disminuido.
Enfrentados de hecho con la casi totalidad de la humanidad, saben que el
antisemitismo no representa un fenómeno de época, sino una constante, y que sus
verdugos de ayer empleaban los mismos términos que Tácito... Los habitantes del
globo se dividen en dos categorías: los judíos y los no judíos. Si se sopesase
los méritos de unos y de otros, sin disputa, serían los primeros los que
prevaleciesen; tendrían bastantes títulos para hablar en nombre de la humanidad
y considerarse sus representantes. No se decidirán a ello en tanto conserven
cierto respeto, cierta debilidad por el resto de los humanos. ¡Vaya idea la de
quererse hacer amar! Se atarean en ello sin lograrlo. Tras tantas tentativas
infructuosas, ¿no les valdría más rendirse a la evidencia, admitir, finalmente,
lo bien fundado de sus decepciones ?
No hay
suceso, fechoría o catástrofe de la que sus adversarios no les hayan hecho
responsables. Insensato homenaje. Y no es que haya que minimizar su papel;
pero, para ser justos, hay que entendérselas únicamente con sus errores
verdaderos: el más considerable sigue siendo haber producido un dios cuya
fortuna ‑única en la historia de las religiones‑ da motivos para quedarse
pensativo; nada hay en él que legitimase un éxito parecido: bravucón grosero,
lunático, verboso, podía como mucho, responder a las necesidades de una tribu;
que un día se convirtiese en objeto de sabias teologías, en patrón de
civilizaciones refinadas, eso nadie podía haberlo previsto jamás. Si ellos no
nos lo han inflingido, tienen, sin embargo, la responsabilidad de haberlo
concebido. Es una mancha en su genio. Podían haberlo hecho mejor. Por vigoroso,
por viril que parezca, ese Yahvé (del que el cristianismo nos presenta una
versión corregida) no deja de inspirarnos cierta desconfianza. En lugar de
agitarse de querer imponerse, hubiera debido ser, en vista de sus funciones,
más correcto, más distinguido y, sobre todo, más seguro de sí mismo. Las
incertidumbres le corroen: grita, truena, fulmina... ¿Es esto un signo de
fuerza? Bajo sus aires de grandeza, vislumbramos a un usurpador que, olfateando
el peligro, teme por su reino y aterroriza a sus súbditos. Procedimiento
indigno de quien no cesa de invocar la Ley y que exige que se sometan a ella.
Si, como sostiene Moses Mendelssohn, el judaísmo no es una religión sino una
legislación revelada, se encontrará raro que semejante dios sea su autor y su
símbolo, él, que precisamente no tiene nada de legislador. Incapaz dcl menor
esfuerzo de objetividad, imparte justicia como le da la gana, sin que ningún
código venga a limitar sus divagaciones y sus fantasías. Es un déspota tan
cobarde como agresivo, saturado de complejos, un paciente ideal para el
psicoanálisis. Desarma a la metafísica, que no vislumbra en él ninguna huella
de ser sustancial que se sustente a sí mismo, superior al mundo y contento del
intervalo que le separa de él: payaso que ha heredado el cielo y que perpetúa
en él las peores tradiciones de la Tierra, emplea los mayores medios, asombrado
de su poder y orgulloso de hacer sentir sus efectos. Sin embargo, sus
vehemencias, sus cambios de humor, su desaliño, sus ímpetus espasmódicos acaban
por atraernos, va que no por convencernos. Absolutamente nada resignado a su
eternidad, interviene en los asuntos terrenos, lo embarulla, siembra en ellos
la confusión y el bochinche. Desconcierta, irrita, seduce. Por descentrado que
esté, conoce sus encantos y se sirve de ellos a placer. Pero ¿para qué
recensionar las taras de un dios cuando se extienden a todo lo largo del
Antiguo Testamento, junto al cual el nuevo parece una pobre alegoría
enternecedora? La poesía y la aspereza del primero en vano las buscaremos en el
segundo, en que todo es amenidad sublime, relato dedicado a las «almas bellas».
A los judíos les ha repugnado reconocerse en él: hubiera sido caer en la trampa
de la felicidad, desproveerse de su singularidad, optar por un destino
«honroso», todas ellas cosas extrañas a su vocación. «Moisés, para mejor
dominar a la nación, instituyó nuevos ritos, contrarios a los de todos los
otros mortales. En ellos, todo lo que nosotros reverenciamos es befado; en
cambio, todo lo que es impuro entre nosotros es allí admitido.» (Tácito.)
«Todos los otros mortales», este argumento
estadístico del que la antigüedad abusó, no podía escapársele a los modernos:
ha servido, siempre servirá. Nuestro deber es volverlo en favor de los judíos,
emplearlo en la edificación de su gloria. Se ha olvidado demasiado deprisa que
ellos fueron los ciudadanos del desierto, que lo llevan todavía en ellos como
su espacio íntimo, y lo perpetúan a través de la historia, con gran asombro de
esos árboles humanos que son «los otros mortales».
Quizá convendría añadir que ese desierto,
lejos de hacer de él solamente su espacio íntimo, lo prolongan físicamente
en el ghetto. Quien haya visitado uno (preferentemente en los países del Este),
no ha podido dejar de advertir que la vegetación estaba ausente, que nada
florecía, que todo estaba seco y desolado: extraño islote, pequeño universo
sin raíces, a la medida de sus habitantes, tan alejados de la vida terrena
como los ángeles o los fantasmas.
«Los
pueblos experimentan contra los judíos, observa uno de sus correligionarios, la
misma animosidad que debe sentir la harina contra la levadura que la impide
reposar». Reposo, es lo único que pedimos; quizá los judíos lo piden
también, pero les está prohibido. Su febrilidad os aguijonea, os azota, os
arrastra. Modelos de furor y de amargura, os hacen adquirir el gusto de la
rabia, de la epilepsia, de las aberraciones que estimulan, y os recomiendan la
desdicha como un excitante.
Si han degenerado, como comúnmente se piensa,
uno desearía esa forma de degeneración a todas las naciones viejas...
«Cincuenta siglos de neurastenia», dijo Péguy. Sí, pero una neurastenia de
temerarios, y no de desfondados, de débiles, de decrépitos. La decadencia,
fenómeno inherente a todas las civilizaciones, ellos no la conocen, hasta tal
punto es cierto que su carrera, aunque tiene lugar en la historia, no es en
absoluto de esencia histórica: su evolución no comporta ni crecimiento ni
decrepitud, ni apogeo ni caída; sus raíces se hunden en quién sabe qué tierra;
con toda certeza, no en la nuestra. No hay nada de natural, de vegetal
en ellos, ninguna «savia» ninguna posibilidad de marchitarse. Hay en su
perennidad algo de abstracto, pero no de exangüe, una pizca de lo demoníaco,
esto es, de algo irreal y activo juntamente, un halo inquietante y algo así
como un nimbo al revés que los individualiza para siempre.
Si escapan de la decadencia, aun con mayor
razón escapan de la hartura, llaga de la que ningún pueblo viejo está
resguardado, y contra la que toda medicación se revela inoperante: ¿no ha roído
ya a más de un imperio, a más de un alma, a más de un organismo? Ellos están
milagrosamente indemnes. ¿De qué podrían estar hartos, cuando no han conocido
ninguna tregua, ninguno de esos momentos de plenitud, propicios al asco pero
nefastos para el deseo, para la voluntad, para la acción? No pudiendo detenerse
en ninguna parte, les es forzoso desear, querer, actuar, mantenerse en la
ansiedad y la nostalgia. ¿Que se fijan un objetivo? No durará: todo
acontecimiento no será para ellos más que una repetición de la Ruina del
Templo. ¡Recuerdos y perspectivas de derrumbamiento! El anquilosamiento de una
tregua no les amenaza. Mientras que a nosotros nos es penoso perseverar en un
estado de avidez, ellos no salen de él nunca, por decirlo así, y experimentan
en él una especie de bienestar mórbido, propio de una colectividad en la
que el trance es endémico y cuyo misterio depende de la teología y de la
pedagogía, sin que, por otra parte, sea elucidado por los esfuerzos combinados
de una y otra.
Acorralados en sus profundidades y
temiéndolas, intentan apartarse de ellas, eludirlas, agarrándose a las
bagatelas de la conversación: hablan, hablan... Pero la cosa más fácil del
mundo, que es permanecer en la superficie de uno mismo, jamás la logran. La
palabra es para ellos una evasión; la sociabilidad, una autodefensa. No podemos
imaginar sin temblar sus silencios, sus monólogos. Nuestras calamidades, los
vaivenes de nuestra vida, son para ellos desastres familiares, rutina; su
tiempo es crisis superada o crisis futura. Si por religión se entiende la
voluntad de la criatura de elevarse por medio de sus malestares, tienen
todos ellos, devotos o ateos, un fondo religioso, una piedad, de la que
tuvieron buen cuidado de eliminar la dulzura, la complacencia, el recogimiento
y todo lo que en ella halaga a los inocentes, los débiles, los puros. Es una
piedad sin candor, pues ninguno de ellos es cándido, tal como, en otro plano,
ninguno de ellos es tonto. (La tontería, efectivamente, no encuentra cauce en
ellos: casi todos son vivos; los que no lo son, unas cuantas raras excepciones,
no se limitan a la simple estupidez, van más lejos: son retrasados mentales.)
Se comprende que el rezo pasivo, cansino, no
sea de su gusto; además, tampoco agrada a su dios que al contrario que el
nuestro, soporta mal el hastío. Sólo el sedentario reza en paz, sin
apresurarse; los nómadas, los perseguidos, deben actuar deprisa y apresurarse
hasta en sus genuflexiones. Es que invocan a un dios que también es nómada,
perseguido también, y que les comunica su impaciencia y su apresuramiento.
Cuando uno está próximo a capitular, ¡qué enseñanza
y qué correctivo supone su tenacidad! ¡Cuántas veces, mientras yo rumiaba mi
perdición, he pensado en su empecinamiento, en su testarudez, en su tan
reconfortante como inexplicable apetito de ser! Les soy deudor de numerosos
cambios de opinión, de muchos compromisos con la no evidencia de vivir. Y,
empero, ¿les he hecho siempre justicia? He distado mucho de ello. Si bien, a
los veinte años, los amaba hasta el punto de lamentar no ser uno de ellos,
algún tiempo más tarde, no pudiendo perdonarles el haber desempeñado un papel
de primer plano en el curso de los tiempos, me puse a detestarlos con la rabia
de un amor‑odio. El brillo de su omnipresencia me hacía sentir aún más la
oscuridad de mi país, abocado, lo sabía, a ser ahogado e incluso a desaparecer;
mientras que ellos, lo sabía no menos bien, sobrevivirían a todo, pasase lo que
pasase. Por lo demás, en aquella época, yo no tenía más que una conmiseración
libresca por sus sufrimientos pasados y no podía adivinar los que les
esperaban. Más adelante, pensando en sus tribulaciones y en la firmeza con que
las soportaron, debía captar el valor de su ejemplo y sacar de él algunas
razones para combatir mi tentación de abandonarlo todo. Pero cualquiera que
fuesen, en diversos momentos de mi vida, mis sentimientos hacia ellos, en un
punto nunca he variado: me refiero a mi apego al Antiguo Testamento, el culto
que siempre he profesado a su libro, providencia de mis desenfrenos o de
mis amarguras. Gracias a él comulgué con ellos, con lo mejor de sus
aflicciones; también, gracias a él y a los consuelos que de él saqué, muchas de
mis noches, por inclementes que fuesen, me parecieron tolerables. Esto no pude
olvidarlo ni siquiera cuando me parecieron merecer su oprobio. Y es el recuerdo
de ésas noches en las que, por los agudos rasgos de ingenio de Job y de
Salomón, estuvieron tan a menudo presentes, el que legitima las hipérboles de
mi gratitud. ¡Que otro les haga la ofensa de tener respecto a ellos opiniones
sensatas! En cuanto a mí toca, no sabría resolverme a ello: medirles con
nuestro rasero supone despojarles de sus privilegios, hacer de ellos simples
mortales una variedad cualquiera dcl tipo humano. Felizmente, desafían nuestros
criterios, así como las investigaciones del buen sentido. Reflexionando sobre
estos domadores del abismo (de su abismo), se vislumbra la ventaja que hay en
no perder pie, en no ceder a la voluptuosidad de ser un detritus y, al meditar
sobre su rechazo del naufragio, uno hace voto de imitarlos, aun sabiendo que es
vano pretenderlo, que a nosotros nos toca hundirnos, responder a la llamada del
precipicio. Esto no impide que, al apartarnos, aunque no fuera más que
temporalmente, de nuestras veleidades de despeñarnos, nos enseñen a pactar con
un mundo vertiginoso, insoportable: son maestros de existir. De todos
los que conocieron un largo período de esclavitud, sólo ellos lograron resistir
a los sortilegios de la abulia. Son fuera de la ley que almacenan fuerzas. En
el momento en que la Revolución les daba un estatuto, poseían disponibilidades biológicas
más importantes que las de otras naciones. Cuando, libres al fin, aparecieron,
en el siglo XIX, a la luz del día asombraron al mundo: desde la época de los
conquistadores, no se había asistido a semejante intrepidez, a semejante
sobresalto. Imperialismo curioso, inesperado, fulgurante. Interiorizada durante
tanto tiempo, su vitalidad estalló; y a ellos, que parecían tan desvaídos, tan
humildes, se les vio presa de una sed de poder, de dominio y de gloria que
aterró a la sociedad desencantada en la que comenzaron a afirmarse y a la cual
esos viejos indomables iban a difundir nueva sangre. Rapaces y generosos,
insinuándose en todas las ramas del comercio y del saber, en toda clase de
empresas, no para atesorar, sino, fervientes del todo por el todo, para
derrochar, para dilapidar; hambrientos en plena hartura, buscadores de
eternidad confinados en lo cotidiano, amarrados al oro y al cielo, y mezclando
incesantemente el brillo del uno y del otro ‑promiscuidad luminosa y
estupefaciente, torbellino de abyección y de trascendencia- poseen en sus
incompatibilidades su verdadera fortuna. En la época en que vivían dc la usura,
¿acaso no profundizaban en secreto la Cábala? Dinero y misterio: obsesiones que
han conservado en sus ocupaciones modernas, complejidad inextricable, fuente de
poder. ¿Encarnizarse contra ellos, combatirlos? Sólo el insensato se arriesga a
ello: sólo él se atreve a afrontar las armas invisibles de las que están
dotados.
En la historia contemporánea, inconcebible sin
ellos, han introducido una cadencia acelerada, un jadeo de buena ley, un
aliento soberbio, del mismo modo que un veneno profético cuya virulencia no ha
dejado de desconcertarnos. ¿Quién puede permanecer neutral en su presencia?
Acercarse a ellos siempre es provechoso. En la diversidad del paisaje
psicológico, cada uno de ellos es un caso. Y si les conocemos bajo ciertos
aspectos, todavía tenemos que avanzar mucho trecho por el interior de sus
enigmas. Incurables que intimidan a la muerte, que han descubierto el secreto
de otra salud, de una salud peligrosa, de una dolencia salutífera, os
obsesionan, os atormentan y os obligan a elevaros al nivel de su conciencia, de
sus vigilias. Con los Otros, la cosa cambia: a su lado se duerme uno. ¡Qué
seguridad, qué paz! De golpe, uno se siente «entre los nuestros», bosteza, se
ronca sin temor. Al frecuentarlos, uno se siente dominado por la apatía del
terruño. Incluso los más refinados parecen campesinos, palurdos frustrados. Se
revuelcan, pobres, en una fatalidad mullida. aunque tuvieran genio, serían unos
cualquiera. Les persigue una suerte adversa: su existencia es tan evidente, tan
admitida como la de la tierra o el agua. Son elementos adormecidos.
No hay
seres menos anónimos. Sin ellos, las ciudades serían irrespirables; mantienen en
ellas un estado de fiebre, a falta del cual toda aglomeración se convierte en
provincia: una ciudad muerta es una ciudad sin judíos. Eficaces como el
fermento y el virus, inspiran un doble sentimiento de fascinación y de
malestar. Nuestra reacción respecto a ellos es casi siempre ambigua: ¿qué
comportamiento preciso conviene para acoplarnos a ellos, dado que se sitúan
juntamente por encima y por debajo de nosotros, a un nivel que nunca es el
nuestro? De ello proviene un malentendido trágico, inevitable, del que nadie es
culpable. ¡Qué locura por su parte haberse apegado a un dios especial, y qué
remordimientos no deben experimentar cuando vuelven sus miradas hacia nuestra
insignificancia! Nadie desenredará jamás la madeja inextricable en la que nos
vemos envueltos los unos respecto a los otros. ¿Correr a socorrerlos? No
tenemos nada que ofrecerles. Y lo que ellos nos ofrecen, nos rebasa. ¿De dónde
vienen? ¿Quiénes son? Abordémosles con un máximo de perplejidad: quien toma
respecto a ellos una actitud neta, los desconoce, los simplifica y se torna
indigno de sus extremismos.
Cosa
notable: sólo el judío frustrado se nos parece, es de los «nuestros»: parecería
que ha retrocedido hacia nosotros, hacia nuestra humanidad convencional y
efímera. ¿Habrá que deducir que el hombre es un judío que no ha llegado a
realizarse?
Amargos
e insaciables, lúcidos y apasionados, siempre en vanguardia de la soledad,
representan el fracaso en marcha. Si no veneran la desesperación cuando
todo debería inclinarlos a ello, la razón es que hacen proyectos como quien
respira, que padecen la enfermedad del proyecto. En el curso de una jornada,
cada uno de ellos concibe un número incalculable de éstos. Contrariamente a las
razas enmohecidas, se aferran a lo inminente, se hunden en lo posible: tal es
el automatismo de lo nuevo que explica la eficacia de sus divagaciones, tanto
como el horror que tienen de toda comodidad intelectual. Sea cual sea el país
que habitan, ocupan el punto extremo del espíritu. Reunidos, constituirían un
conjunto de excepciones, una suma de capacidades y talentos sin precedentes en
ninguna otra nación. ¿Que practican un oficio? Su curiosidad no se limita a él;
cada cual posee pasiones o aficiones que le hacen trascenderlo, amplían su
saber y le permiten abrazar las profesiones más dispares, de tal suerte que su
biografía implica una multitud de personajes unidos por una sola voluntad, que
también carece de precedentes. La idea de «perseverar en el ser» fue concebida
por su mayor filósofo; tal ser lo han conseguido con arduo esfuerzo. Se
comprende su manía del proyecto: al presente que adormece, oponen las virtudes
afrodisíacas del mañana. También fue uno de ellos quien hizo del devenir la
idea central de su filosofía. No hay contradicción entre las dos ideas, pues el
devenir se refiere al ser que proyecta y se proyecta, al ser desintegrado por
la esperanza.
Por lo demás, ¿no es vano afirmar que en
filosofía son esto o lo otro? Si tienden hacia el racionalismo; es menos por
inclinación que por necesidad de reaccionar contra ciertas tradiciones que les
excluían y por cuya causa tuvieron que padecer. Su genio, de hecho, se acomoda
a cualquier forma de teoría, a cualquier corriente de ideas, del positivismo al
misticismo. Poner el acento únicamente sobre su propensión al análisis, es
empobrecerlos y hacerles una grave injusticia. Son, en cualquier caso, gente
que ha rezado enormemente. Uno lo advierte en sus rostros, más o menos
descoloridos por la lectura de los salmos. Y, además, sólo entre ellos se
encuentran banqueros pálidos... Algo debe significar eso. Finanzas y De
profundis! ‑incompatibilidad sin precedentes, quizá la clave del misterio
de todos ellos.
Combatientes
por gusto ‑es el más guerrero de los pueblos civiles‑ proceden en los asuntos
como estrategas y nunca se confiesan vencidos, aunque lo estén a menudo.
Condenados... benditos, cuyo instinto e inteligencia no se neutralizan uno a
otro: todo les sirve de tónico, hasta sus taras. Su carrera, con sus errabundos
y sus vértigos, ¿cómo va a ser comprendida por una humanidad poltrona? Aunque
no tuvieran sobre ésta más que la superioridad de un fracaso inexhaustible, de
una manera más lograda de no realizarse, esto bastaría para asegurarles una
relativa inmortalidad. Su resorte aguanta bien: se rompe eternamente.
Dialécticos activos, virulentos, aquejados de
una neurosis del intelecto (la cual, lejos de entorpecerse en sus empresas, les
empuja a ellas, les hace dinámicos, les obliga a vivir bajo presión), están
fascinados, pese a su lucidez por la aventura. Nada les hace retroceder. El
tacto, vicio terreno, prejuicio de las civilizaciones enraizadas, instinto del
protocolo, no es su fuerte: la culpa la tiene su orgullo de desollados, su
espíritu agresivo. Su ironía, lejos de ser una diversión a expensas de los otros,
una forma de sociabilidad o un capricho, huele a hiel reprimida; es una acidez
antigua; envenenada, sus rasgos matan. Participa, no de la risa, que es alivio
de tensión sino dc la risotada sarcástica, que es crispación y revancha de los
humillados. Ahora bien, reconozcámoslo, los judíos son insuperables en la
risotada. Para comprenderlos, o adivinarlos, debe uno, como ellos, haber
perdido más de una patria, ser, como ellos, ciudadano de todas las ciudades,
combatir sin bandera contra todo el mundo saber, siguiendo su ejemplo,
abrazar y traicionar todas las causas. Tarea difícil, pues, a su lado, somos,
sean cuales fueran nuestros sinsabores, pobres diablos hundidos en la felicidad
y la geografía, neófitos del infortunio, chapuceros de todo tipo. Si no tienen
el monopolio de la sutileza, es claro al menos que su forma de inteligencia es
la más turbadora que cabe, la más antigua; se diría que lo saben todo
desde siempre, desde Adán, desde... Dios.
Que no
se les acuse de arribistas: ¿cómo van a serlo si han atravesado y marcado
tantas civilizaciones? No hay en ellos nada reciente, improvisado: su promoción
a la soledad coincide con la aurora dc la historia; sus mismos defectos son
imputables a la vitalidad de su vejez, a los excesos de su astucia y de acuidad
de espíritu, a su excesivamente larga experiencia. Ignoran la comodidad de los
límites: si poseen una sabiduría, es la sabiduría del exilio, la que enseña
cómo triunfar sobre un sabotaje unánime, cómo creerse elegido cuando se ha
perdido todo: sabiduría del desafío. ¡Y, sin embargo, se les tilda de cobardes!
Cierto es que no sabrían citar ninguna victoria espectacular: pero ¿acaso su
existencia misma no constituye una, ininterrumpida, terrible, sin ninguna
oportunidad de acabar jamás?
Negar su coraje es desconocer el valor, la
alta calidad de su miedo, que en ellos es un movimiento, no de retracción, sino
de expansión, comienzo de ofensiva. Pues este miedo, contrariamente a los
asustadizos y a los humildes, ha sido convertido por ellos en virtud, en principio
de orgullo y de conquista. No es fláccido como el nuestro, sino erguido y
envidiable, hecho de mil espantos transfigurados en actos. Mediante una receta
que se han guardado mucho de revelarnos, nuestras fuerzas negativas se
transforman en ellos en fuerzas positivas; nuestros alelamientos, en
migraciones. Lo que a nosotros nos inmoviliza, a ellos les hace caminar y
saltar: no hay barrera que no escale su pánico itinerante. Son nómadas a los
que el espacio no basta y que, más allá de los continentes, buscan no se sabe
qué patria. ¡Fijaos en la soltura con que recorren las naciones! Fulano, que
nació ruso, es ahora alemán, francés, después americano o cualquier otra cosa.
Pese a estas metamorfosis, conserva su identidad; tiene carácter, todos ellos lo
tienen. ¿Cómo explicar de otro modo su capacidad de comenzar de nuevo, tras los
peores contratiempos, una existencia nueva, de volver a enseñorearse de su
destino? Es algo prodigioso. Al observarlos, uno queda maravillado y
estupefacto. Desde esta vida deben hacer la experiencia del infierno. Tal es el
precio de su longevidad.
Cuando comienzan a decaer y se les cree
perdidos, se reaniman, se yerguen de nuevo y rehúsan la quietud del fracaso.
Expulsados de su hogar, apátridas natos, nunca han estado tentados de abandonar
la partida. Pero nosotros, aprendices del exilio, desarraigados recientes,
deseosos de alcanzar la esclerosis, la monotonía del despeñamiento, un
equilibrio sin horizonte ni promesa, reptamos tras nuestras desdichas; nuestra
condición nos supera; ineptos para lo terrible, estamos hechos para
arrastrarnos en algunos Balkanes soñados y no para compartir la suerte de una
legión de Únicos. Ahítos de inmovilidad, postrados, huraños, ¿cómo, con
nuestros deseos somnolientos y nuestras ambiciones dispersas, poseeríamos el
tejido del que está hecho el errante? Nuestros antepasados, inclinados sobre la
Tierra, apenas se distinguían de ella. Sin ninguna prisa, pues ¿a dónde habían
de ir?, su velocidad era la de la carreta: velocidad de la eternidad... Pero
entrar en la Historia supone un mínimo de precipitación, de impaciencia y de
vivacidad, todas ellas cosas diferentes de la barbarie lenta dc los pueblos
agrícolas, encorsetados por la Costumbre ‑esa reglamentación, no de sus
derechos, sino de sus tristezas‑. Arañando la tierra para poder, a fin de
cuentas, mejor reposar en ella, pasando la vida a ras de la tumba, una vida en
que la muerte parecía una recompensa y un privilegio, nuestros ancestros nos
han legado su sueño inacabable, su desolación muda y un poco embriagadora, su
largo suspiro de semi‑vivos.
Estamos estuporosos; nuestra maldición actúa
sobre nosotros a manera de narcótico: nos atonta; la de los judíos tiene el
efecto de un empujón: les impulsa hacia adelante. ¿Se las ingenian para
sustraerse a ella? Cuestión delicada, quizá sin respuesta. Lo que es cierto es
que su carácter trágico difiere del de los griegos. Un Esquilo trata de la
desdicha dc un individuo o de una familia. El concepto de maldición nacional
como tampoco el de salvación colectiva, no es helénico. El héroe trágico pide
rara vez razones a un destino impersonal y ciego: su orgullo consiste en
aceptar sus decretos. Por ello, perecerá, él y los suyos. Pero un Job acosa a
su Dios, exige que se explique: de ello resulta un ultimátum, de un mal gusto
sublime y que sin duda hubiera repelido a un griego, pero que nos afecta y nos
conmueve. Esos desbordamientos, esas vociferaciones de un apestado que dicta
sus condiciones al cielo, ¿cómo podrían dejarnos insensibles? Cuanto más
cercanos estamos a abdicar, más nos zarandean sus aullidos. Job es,
indudablemente, de su raza: sus sollozos son una demostración de fuerza, un
asalto. «La noche traspasa mis huesos», se lamenta. Su lamento culmina en un
grito, y ese grito atraviesa las bóvedas y hace temblar a Dios. En la medida en
que, más allá de nuestros silencios y nuestras debilidades, nos atrevemos a
clamar por nuestros sinsabores, todos somos retoños del gran leproso, herederos
de su desolación y de su rugido. Pero demasiado a menudo nuestras voces callan,
aunque él nos revela cómo izarnos hasta sus trémolos, no logra sacudir nuestra
inercia. De hecho, él tenía la mejor parte: sabía a quien vilipendiar o
implorar, a quien dirigir sus golpes o encaminar sus oraciones. Pero nosotros,
¿contra quien gritaríamos? ¿contra nuestros semejantes? Eso nos parece risible.
Apenas articuladas, nuestras rebeliones expiran en nuestros labios. Pese a los
ecos que despierta en nosotros, no tenemos derecho de considerarle como nuestro
antepasado: nuestros dolores son demasiado tímidos. Lo mismo ocurre con
nuestros espantos. Sin la voluntad ni la audacia de saborear nuestros miedos,
¿cómo haríamos de ellos un aguijón o un placer? A temblar, todo el mundo
alcanza; pero saber dirigir su temblor es un arte: todas las rebeliones
proceden de él. Quien quiera evitar la resignación debe educar, cuidar sus
temores y trasmutarlos en gestos y palabras: lo logrará, tanto mejor, cuanto
más cultive el Antiguo Testamento, paraíso del estremecimiento.
Inculcándonos el terror de las intemperancias
de lenguaje, el respeto y la obediencia ante todo el cristianismo ha vuelto
anémico nuestro miedo. Si hubiera querido hacerse con nosotros para siempre,
hubiera debido forzarnos y prometernos una salvación peligrosa. ¿Que puede
esperarse de una genuflexión que dura veinte siglos? Ahora Que finalmente
estamos en pie, el vértigo nos domina: esclavos emancipados en vano,
rebeldes cuyo demonio se avergüenza o se burla de ellos.
Job ha transmitido su energía a los suyos;
sedientos de justicia como él, no se doblegan ante la evidencia de un mundo
inicuo. Revolucionarios por instinto, la idea de renuncia apenas les roza: su
Job, ese Prometeo bíblico, luchó con Dios, ellos lucharán con los hombres.
Cuanto más les impregna la fatalidad, más se insurgen contra ella. Amor fati,
esa fórmula para aficionados al heroísmo, no conviene a los que tienen
demasiado destino para aferrarse, ni siquiera, a la idea de destino... Apegados
a la vida hasta el punto de querer reformarla y hacer triunfar en ella lo imposible,
el Bien, se abalanza sobre todo sistema propicio a confirmarlos en su ilusión.
No hay utopía que no les ciegue y que no excite su fanatismo. No contentos con
haber preconizado la idea de progreso, se han apoderado de ella con un fervor
sensual y casi impúdico. ¿Contaban, cuando la aceptaron sin reservas, con
aprovechar la salvación que promete a la humanidad en general, beneficiándose
de una gracia, de una apoteosis universal? No quieren admitir este truismo, a
saber: que todos nuestros desastres datan del momento en que hemos comenzado a
vislumbrar la posibilidad de algo mejor. Si viven en un callejón sin salida, lo
niegan con su entendimiento. Rebeldes contra lo ineluctable, rebeldes contra
sus miserias, se sienten más libres en el momento mismo en que lo debería
encadenar su espíritu. ¿Qué esperaba Job en su muladar, qué esperan todos
ellos? Optimismo de apestados... Si seguimos un viejo tratado de psicología,
proporcionarían el más alto porcentaje de suicidios. Si es cierto, esto
probaría que para ellos la vida merece el esfuerzo de separase de ella y que
están demasiado apegados a ella como para desesperar hasta el final. Su
fuerza: antes acabar que habituarse o complacerse en la desesperación. Se
afirman en el momento mismo que se destruyen, tanto horror tienen de ceder, de
deponer la armas, de confesar sus fatigas. Un tal encarnizamiento debe venirles
de lo alto. No logro explicármelo de otro modo. Y si me embarullo en sus
contradicciones y me pierdo en sus secretos, al menos comprendo el porqué
debían intrigar a los espíritus religiosos, de Pascal a Rozanof.
¿Se ha reflexionado suficientemente sobre las
razones por las que estos exilados eliminan de sus pensamientos a la muerte,
idea dominante de todo exilio, como si entre ellos y ella no hubiese ningún
punto de contacto? No es que les deje indiferentes, pero, a fuerza de borrar el
sentimiento de ella, han llegado a tomar a su respecto una actitud
deliberadamente superficial. Quizá en tiempos remotos se consagraron demasiados
cuidados como para que ahora les preocupe todavía; quizá piensan en ella a
causa de su casi imperecibilidad: sólo las civilizaciones efímeras remachan
gustosamente la idea de la nada. Sea como fuere, no tienen más que la vida
frente a ellos... Y esta vida, que para nosotros, se resume en la fórmula:
«Todo es imposible», y cuya última palabra se dirige, para halagarlas, a
nuestros desvaríos, a nuestro debilitamiento o a nuestra esterilidad, esta vida
despierta en ellos el gusto del obstáculo, el horror de la liberación y de toda
forma de quietismo. Estos luchadores hubieran lapidado a Moisés si se hubiese
dirigido a ellos en el lenguaje de un Buda, lenguaje del cansancio metafísico,
dispensador de aniquilamiento y salvación. No hay paz ni beatitud alguna para
quien no sabe cultivar el abandono: el obstáculo, en tanto que supresión de
toda nostalgia, es una recompensa de la que no gozan más que los que se
resignan a deponer las armas. Este tipo de recompensa repugna a esos
batalladores impenitentes, a estos voluntarios de la maldición, a este pueblo
del Deseo... ¿Qué clase de aberración ha provocado que se hablase de su gusto
por la destrucción? ¿Destructores, ellos? Más bien debería reprochárseles el no
serlo bastante. ¡De cuántas de nuestras esperanzas son responsables!
Lejos de concebir la demolición en sí misma, si son anarquistas, apunten
siempre hacia una obra futura, a una construcción, quizá imposible, pero
deseada. Y además sería erróneo minimizar el pacto, único en su género, que han
concertado con su dios y del cual todos, ateos o no, guarden el recuerdo y la
huella. Este dios, por mucho que nos encarnicemos contra él, no por ello está
menos presente, carnal y relativamente eficaz, tal como cuadra a todo dios de
una tribu, mientras que el nuestro, más universal, luego más anémico, es, como
todo espíritu, lejano e inoperante. La antigua Alianza, de distinta solidez que
la nueva, si bien permite a los hijos de Israel avanzar concertadamente con su
Padre turbulento, les impide, en cambio, apreciar la belleza intrínseca de la
destrucción.
Se sirven de la idea de «progreso» para
combatir los efectos disolventes de su lucidez: es su huida calculada, su
mitología querida. Incluso ellos, incluso esos espíritus clarividentes,
retroceden ante las últimas consecuencias de la duda. No se es verdaderamente
escéptico más que si se sitúa uno fuera de su destino o si se renuncia a
tenerlo. Ellos están demasiado enviscados en el suyo como para poder hurtarse a
él. No hay ningún Indiferente notable entre ellos: ¿acaso no han introducido la
interjección en lo religioso? Incluso cuando se permiten el lujo de ser
escépticos, su escepticismo es un escepticismo de irritados. Salomón nos evoca
la imagen de un Pirrón roído y lírico... Lo mismo vale para el más desengañado
de sus antepasados que para todos ellos. ¡Con qué complacencia explayan sus
sufrimientos y muestran sus llagas. Esta mascarada de confidencias no es más
que una manera de ocultarse. Indiscretos y, sin embargo, impenetrables,
se os escapan aun cuando os hayan contado todos sus secretos. De un ser que ha
sufrido, es inútil atarearse en detallar, clasificar y explicar sus desgracias:
lo que es, su sufrimiento real os rebasa. Cuanto más os acerquéis á él, más
inaccesible os parecerá. En lo que respecta a una colectividad golpeada,
podéis escrutar a placer sus reacciones, no por ello dejareis de encontraros
ante una masa de desconocidos.
Por
luminoso que sea su espíritu, un elemento subterráneo reside en él: surgen,
irrumpen, esos remotos siempre presentes, siempre alertas, huyendo del peligro
y solicitándolo, precipitándose sobre cada sensación con un alocamiento de
condenados, como si no tuviesen tiempo que perder y lo terrible les acechase en
el umbral mismo de sus placeres. Se agrupan a la felicidad y la aprovechan sin
decoro ni escrúpulo: se diría que se apoderan del bien de otro. Demasiado
ardientes para ser epicúreos, envenena sus placeres, los devora y gasta una
prisa, un furor que les impide sacar de ellos el menor refrigerio: son
desasosegados en todos los sentidos de la palabra, del más vulgar al más noble.
La obsesión del después les acosa; pero el arte de vivir ‑privilegio de
épocas no proféticas, de la de Alcibíades, de Augusto o del Regente‑ consiste
en la experiencia plena del presente. No hay nada de goethiano en ellos: nunca
querrán detener el instante, aun en el caso de que fuera el más bello. Sus
profetas, que sin cesar invocan los rayos del Dios, que quieren que sean
aniquiladas las ciudades del enemigo, esos profetas saben hablar de cenizas.
Es en sus locuras donde San Juan debió inspirarse para escribir el libro más
admirablemente oscuro de la antigüedad. Fruto de una mitología de esclavos, el Apocalipsis
constituye el ajuste de cuentas mejor camuflado que pueda concebirse. Todo en
él es venganza, bilis y fruto malsano. Ezequiel, Isaías, Jeremías, habían
preparado bien el terreno... Hábiles en hacer valer sus desórdenes o sus
visiones, divagaban con un arte nunca alcanzado tras ellos: su espíritu
poderoso e impreciso les ayudaba a ello. La eternidad era para ellos un
pretexto de convulsiones, un espasmo; vomitando imprecaciones e himnos, se
retorcían bajo el ojo de un dios insaciable de histerias. He aquí una religión
en la que las relaciones del hombre y su creador se agotan en una guerra de
epítetos, en una tensión que les impide meditar, hacer hincapié sobre sus
diferencias y remediarlas, una religión a base de adjetivos, de efectos de
lenguaje y en la que el estilo constituye el único trazo de unión entre el
cielo y la tierra.
Estos
profetas, fanáticos del polvo, poetas del desastre, si es cierto que siempre
predecían catástrofes, es porque no podían apegarse a un presente
tranquilizador o a un futuro vulgar. So capa de apartar a su pueblo de la
idolatría, descargaban su rabia sobre él, le atormentaban y le querían tan
desmesurado, tan terrible como ellos. Había, pues, que aguijonearle, hacerlo
único por medio de la desgracia, impedirle constituirse y organizarse como una
nación mortal... A fuerza de gritos y de amenazas, lograron hacerle adquirir
esa especialización en el dolor y ese aire de muchedumbre errante e insomne que
irrita a los autóctonos y perturba su ronquido.
Si se me
objetase que no son excepcionales por su naturaleza, respondería que lo son por
su destino, destino absoluto, destino en estado puro, el cual, confiriéndoles
fuerza y desmesura, los eleva por encima de sí mismos y les quita toda facultad
de ser nulos. Podría, igualmente, objetárseme que no son los únicos que se
definen por su destino, que lo mismo les ocurre a los alemanes. Sin duda; sin
embargo, se olvida que el de los alemanes, si acaso tienen uno, es reciente y
que se reduce a una tragedia de época; de hecho, a dos fracasos cercanos uno de
otro.
Estos dos pueblos, atraídos secretamente el
uno hacia el otro, no podían entenderse: ¿cómo los alemanes, esos arribistas de
la fatalidad, habrían perdonado a los judíos el tener un destino superior al
suyo? Las persecuciones nacen del odio y no del desprecio; pero el odio
equivale a un reproche que uno no osa hacerse a sí mismo, a una intolerancia
respecto a nuestro ideal encarnado en otro. Cuando se aspira a salir de la
propia provincia y a dominar el mundo, se la toma con los que ya no se atienen
a ninguna frontera: se les aborrece por su facilidad de desarraigo y su
ubicuidad. Los alemanes detestaban en el judío su sueño realizado, la
universalidad que ellos no podían alcanzar. También ellos se pretendían
elegidos: nada les predestinaba a tal estado. Tras haber intentado forzar la
Historia, con la oculta intención de salir de ella y superarla, acabaron por
hundirse en ella todavía más. A partir de entonces, perdieron toda ocasión de
elevarse alguna vez a un destino metafísico o religioso, debían hundirse en un
drama monumental e inútil, sin misterio ni trascendencia y que, dejando indiferentes
al teólogo y al filósofo, no interesa más que al historiador. Si hubieran sido
más exigentes en la elección de sus ilusiones, nos habrían ofrecido un ejemplo
muy otro que el de la más grande, la primera de las naciones fallidas. Quien
opta por el tiempo, se abisma en él y entierra ahí su genio. Se es elegido; no
se llega a serlo por resolución ni por decreto. Menos aún por medio de
persecuciones contra aquellos a quienes se envidia sus complicidades con la
eternidad. Ni elegidos, ni condenados, los alemanes se encarnizaron contra los
que tenían legítimo derecho para pretender serlo: el momento culminante de su
expansión no contará, en tiempos lejanos, más que como un episodio en la
epopeya de los judíos ... Digo epopeya y digo bien: ¿acaso no lo es esa serie
de prodigios y bravuras, ese heroísmo de una tribu que, en medio de sus
miserias, no cesa de amenazar a su Dios con un ultimátum? Epopeya cuyo
desenlace no se puede adivinar: ¿tendrá lugar en otra parte? ¿o tomará
la forma de un desastre que escapa a la perspicacia de nuestros terrores?
Una
patria es un soporífero para cada instante. Nunca envidiaremos bastante ‑o
compadeceremos‑ a los judíos por no tener ninguna o tenerlas sólo
provisionales, y la primera Israel. Hagan lo que hagan y vayan donde vayan, su
misión es velar; así lo quiere su inmemorial estatuto de extranjeros. No existe
solución para su suerte. Sólo quedan las componendas con lo Irreparable. Hasta
ahora, no han encontrado nada mejor. Esta situación durará hasta el fin de los
tiempos. Y a ella deberán la desgracia de no perecer...
En suma:
bien apegados a este mundo, no forman realmente parte de él. Hay algo de no
terrestre en su paso por la tierra. ¿Fueron en algún tiempo remoto testigos de
un espectáculo de beatitud del que conservan nostalgia? ¿Y que es entonces lo
que debieron ver, que escapa a nuestras percepciones? Su inclinación
hacia la utopía no es más que un recuerdo proyectado en el futuro un vestigio
convertido en ideal. Pero es su sino, cuando aspiran al Paraíso, chocar con el
Muro de las Lamentaciones.
Elegíacos a su manera, se drogan con pesares,
creen en ellos, los transforman en estimulante, en auxilio, en un medio de
reconquistar, por el rodeo de la historia, su primigenia, su antigua felicidad.
Hacia ella se abalanzan, hacia ella corren. Y tal carrera les presta un aire
juntamente espectral y triunfal que nos espanta y nos seduce, poltrones como
somos, resignados de antemano a un destino vulgar y por siempre incapaces de
creer en el futuro de nuestros pesares.
Carta
sobre algunas aporías
Siempre
había creído, querido amigo, que, enamorado de su provincia, ejercitaba allí el
desapego, el desprecio y el silencio. ¡Cuál no sería mi sorpresa al oírles
decir que preparaba un libro! Instantáneamente, vi dibujarse en usted un futuro
monstruoso: el autor en que se va a convertir. «Otro que se pierde», pensé. Por
pudor, se ha abstenido usted de preguntarme las razones de mi decepción; del
mismo modo, yo hubiera sido incapaz de decírselas de viva voz. «Otro que se
pierde, otro echado a perder por su talento», me repetía yo
incesantemente.
Al penetrar en el infierno literario, va usted
a conocer sus artificios y su veneno; sustraído a lo inmediato, caricatura de
usted mismo, ya no tendrá más que experiencias formales, indirectas; se
desvanecerá usted en la Palabra. Los libros serán el único tema de sus charlas.
En cuanto a los literatos, ningún provecho sacará de ellos. De esto sólo se
dará cuenta usted demasiado tarde, tras haber perdido sus mejores años en un
medio sin espesor ni sustancia. ¿El literato? Un indiscreto que desvaloriza sus
miserias, las divulga, las reitera: el impudor ‑desfile de reticencias‑ es su
regla; se ofrece. Toda forma de talento va acompañada de una cierta
desvergüenza. No es distinguido más que el estéril, el que se borra con su
secreto, porque desdeña exponerlo: los sentimientos expresados son un
sufrimiento para la ironía, una bofetada al humor.
Nada es más fructuoso que conservar su
secreto. Os trabaja, os roe, os amenaza. Incluso cuando se dirige a
Dios, la confesión es un atentado contra nosotros mismos, contra los resortes
de nuestro ser. Los disturbios, las vergüenzas, los espantos, de los que las
terapéuticas religiosas o profanas quieren liberarnos, constituyen un
patrimonio del que a ningún precio deberíamos dejarnos despojar. Debemos
defendernos contra quienes nos curan, y, aunque pereciésemos por ellos
deberíamos preservar nuestros males y nuestros pecados. La confesión: violación
de las conciencias perpetrada en nombre del cielo. ¡Y esa otra violación que es
el análisis psicológico! Laicificada, prostituida, la confesión se instalará
pronto en todas las esquinas, exceptuando unos pocos criminales, todo el mundo
aspira a tener un alma pública, un alma‑anuncio.
Vaciado por su fecundidad, fantasma que ha
gastado su sombra, el hombre de letras disminuye con cada palabra que escribe.
Sólo su vanidad es inagotable; si fuera psicológica tendría límites, los del
yo. Pero es cósmica o demoníaca y le sumerge. Su «obra» le obsesiona, alude a
ella sin cesar, como si, sobre nuestro planeta, no hubiese, fuera de él, nada
que mereciese atención o curiosidad. ¡Pobre de quien tenga la impudicia o el
mal gusto de charlar con él de otra cosa que de sus producciones! Así pues,
concebirá usted que un día, a la salida de un almuerzo literario, vislumbré la
urgencia de una noche de San Bartolomé1 de gentes de letras.(1Matanza de 20.000 hugonotes en Francia, la noche del 24
de agosto de 1572).
Voltaire fue el primer
literato que erigió su incompetencia en procedimiento, en método. Antes de él,
el escritor, bastante dichoso de estar apartado de los acontecimientos, era más
modesto: ejerciendo su oficio en un sector limitado, seguía su camino y se
atenía a él. Nada periodístico, se interesaba, a lo sumo, en el aspecto
anecdótico de ciertas soledades: su indiscreción era ineficaz.
Con nuestro fanfarrón, las cosas cambian.
Ninguno de los temas que intrigaban a su tiempo escapó a su sarcasmo, a su semi‑ciencia,
a su necesidad de tremolina, a su universal vulgaridad. Todo era impuro en él,
salvo su estilo... Profundamente superficial, sin ninguna sensibilidad para lo intrínseco,
para el interés que una realidad presenta en sí misma inauguró en las letras el
cotilleo ideológico. Su manía de parlotear, de adoctrinar, su sabiduría de
portera, debían hacer de él el prototipo, el modelo de literato. Como lo ha
dicho todo sobre sí mismo y ha explotado hasta el límite los recursos de su
naturaleza ya no nos turba: le leemos y pasamos de largo. Por el contrario,
sentimos que un Pascal no lo ha dicho todo sobre sí mismo: incluso cuando nos
irrita, nunca es para nosotros un simple autor.
Escribir libros no deja de tener alguna
relación con el pecado original. Pues ¿qué es un libro, sino una pérdida de
inocencia, un acto de agresión, una repetición de nuestra caída? ¡Publicar sus
taras para divertir o exasperar! Una barbaridad para con nuestra intimidad una
profanación, una mancilla. Y una tentación. Le hablo con conocimiento de causa.
Por lo menos, tengo la excusa de odiar mis actos, de ejecutarlos sin creer en
ellos. Usted es más honrado: usted escribirá libros y creerá en ellos, creerá
en la realidad de las palabras, en esas ficciones pueriles e indecentes. Desde
las profundidades del asco se me aparece como un castigo todo lo que es
literatura; intentaré olvidar mi vida por miedo de referirme a ella; o bien, a
falta de alcanzar el absoluto del desengaño, me condenaré a una frivolidad
morosa. Briznas de instinto, empero, me obligan a agarrarme a las palabras. El
silencio es insoportable: ¡qué fuerza hace falta para establecerse en la
concisión de lo Indecible! Más fácil es renunciar al pan que a las palabras.
Desdichadamente la palabra resbala hacia la palabrería, hacia la literatura.
Incluso el pensamiento tiende a ello, siempre listo a expandirse, a inflarse;
detenerle por medio de la agudeza, reducirlo a aforismo o a donaire, es
oponerse a su expansión, a su movimiento natural, a su ímpetu hacia la
disolución, hacia la inflación. De aquí los sistemas, de aquí la filosofía. La
obsesión del laconismo paraliza la marcha del espíritu, el cual exige palabras en
masa, a falta de reiterar, de desacreditar lo esencial, es que el espíritu es profesor.
Y enemigo de los vivos... de espíritu, de esos obsesos de la paradoja, de la
definición arbitraria. Por horror de la banalidad, de lo «universalmente
válido», se atarean en el lado accidental de las cosas, en las evidencias que
no se imponen a nadie. Prefiriendo una formulación aproximada, pero picante a
un razonamiento sólido, pero soso, no aspiran a tener razón en nada y se
divierten a expensas de las «verdades». Lo real no se sostiene: ¿por qué
deberían tomar en serio las teorías que quieren demostrar su solidez? Están
paralizados completamente por el temor de aburrir o de aburrirse. Este temor,
si lo padecéis, comprometerá todas vuestras empresas. Intentaréis escribir; de
inmediato se erguirá ante nosotros la imagen de vuestro lector... Y dejaréis la
pluma. La idea que queréis desarrollar os fatigará: ¿para qué examinarla y
profundizarla? ¿No podría expresarla una sola fórmula? ¿Cómo, además, exponer
lo que uno ya sabe? Si la economía verbal os obsesiona, no podréis leer ni
releer ningún libro sin descubrir en él los artificios y las redundancias. Tal
autor que no cesáis de frecuentar acabáis por verle hinchar sus frases,
acumular páginas, y algo así como desplomarse sobre una idea para aplanarla,
para estirarla. Poema, novela, ensayo, drama todo os parecerá demasiado largo.
El escritor tal es su función,‑dice siempre más de lo que tiene que decir:
dilata su pensamiento y lo recubre de palabras. De una obra sólo subsisten dos
o tres momentos: relámpagos en un fárrago. ¿Le diré el fondo de mi
pensamiento? Toda palabra es una palabra de más. Se trata, sin embargo, de
escribir: pues escribamos... engañémonos los unos a los otros.
El hastío degrada el espíritu, lo torna superficial
deshilvanado, lo mina desde el interior y lo disloca. Una vez que se haya
apoderado de usted, os acompañará en toda ocasión, como me ha acompañado a mí
desde lo más remoto que puedo recordar. No conozco momento en que no estuviese
allí, a mi lado, en el aire, en mis palabras y en las de los otros, en mi
rostro y en todos los rostros. En máscara y sustancia, fachada y realidad. No
puedo imaginarme ni vivo ni muerto sin él. Ha hecho de mí un discurseador que
se avergüenza de articular, un teórico para chochos y adolescentes, para
afeminados, para menopausias metafísicas, un resto de criatura, un fantoche
alucinado. Se atarea en roer la pizca de ser que me tocó en suerte, y si me
deja algunas briznas es porque le hace falta alguna materia donde actuar...
Activa nada, saquea los cerebros y los reduce a un amasijo de conceptos
fracturados. No hay idea a la que no impida unirse a otra, a la que no aísle y
triture, de tal suerte que la actividad del espíritu se degrada en una serie de
momentos discontinuos. Nociones, sentimientos y sensaciones hechas jirones: tal
es el efecto de su paso. Haría de un santo un aficionado y de un Hércules un
guiñapo. Es un mal que se extiende más allá del espacio; debería usted
huirle, sino sólo formará proyectos insensatos, como los que formo yo cuando él
me empuja a fondo. Sueño entonces con un pensamiento ácido que se insinuase en
las cosas para desorganizarlas, perforarlas, atravesarlas, un libro cuyas
sílabas, atacando el papel, suprimiesen la literatura y los lectores, un libro,
carnaval y Apocalipsis de las Letras, ultimátum a la pestilencia del Verbo.
Concibo mal su ambición de hacerse un nombre
en una época en que el epígono está a la orden del día. Se impone una
comparación. Napoleón tuvo, en el plano filosófico y literario, rivales que le
igualaron: Hegel por la desmesura de su sistema, Byron por su desarreglo,
Goethe por una mediocridad sin precedentes. En nuestros días,
buscaríamos inútilmente la contrapartida literaria de los aventureros y tiranos
de este siglo. Si, políticamente, hemos dado pruebas de una demencia
desconocida hasta nosotros, en el dominio del espíritu pululan los destinos
minúsculos; ningún conquistador de la pluma: sólo abortos, histéricos, casos
y nada más. No tenemos y me temo que nunca tengamos, la obra de nuestra
decadencia, un Don Quijote infernal. Cuanto más se dilatan los tiempos, más se
adelgaza la literatura. Y seremos pigmeos cuando nos abismemos en lo inaudito.
Según toda evidencia, no será preciso, para
revigorizar nuestras ilusiones estéticas, una áscesis de varios siglos, una
prueba de mutismo una era de no‑literatura. Por el momento, sólo nos queda
corromper todos los géneros, empujarlos hacia extremosidades que los niegan,
deshacer lo que estuvo maravillosamente hecho. Si, en esta empresa, ponemos
cierto cuidado de perfección, quizá lográsemos crear un nuevo tipo de
vandalismo...
Situados fuera del estilo, incapaces de
armonizar nuestros desvaríos, ya no nos definimos por relación a Grecia, ha
dejado de ser nuestro punto de referencia, nuestra nostalgia o nuestro
remordimiento; se ha apagado en nosotros, como también le ocurrió al
Renacimiento.
De Hölderlin y Keats a Walter Pater, el siglo
XIX sabía luchar contra sus opacidades y oponerles la imagen de una antigüedad
mirífica, cura de luz, paraíso. Un paraíso forjado, ni que decir tiene. Lo que
importa es que aspiraban a él, aunque no fuera más que para combatir la
modernidad y sus muecas. Uno podía, entonces, entregarse a otra época y
aferrarse a ella con la violencia del pesar. El pasado aún funcionaba.
Ya no tenemos pasado; o, mejor, ya no hay nada
del pasado que sea nuestro; ya no hay país de elección, ni salvación mentirosa,
ni refugio en lo transcurrido. ¿Nuestras perspectivas? Imposible elucidarlas:
somos bárbaros sin futuro. Dado que la expresión ya no tiene talla para medirse
con los acontecimientos, fabricar libros y sentirse orgulloso de ellos
constituye un espectáculo de los más lamentables: ¿qué necesidad impulsa a un
escritor que ha escrito cincuenta volúmenes a escribir otro más? ¿por qué esa
proliferación, ese miedo a ser olvidado, esa coquetería de mala ley? No merecen
indulgencia más que el literato necesitado, el esclavo, el forzado de la pluma.
De cualquier manera, ya no hay nada más que construir, ni en literatura
ni en filosofía. Sólo los que viven de ello, materialmente, se entiende,
deberían dedicarse a ellas. Entramos en una época de formas rotas, de
creaciones al revés. Cualquiera podrá prosperar en ella. Apenas anticipo. La
barbarie está al alcance de todo el mundo: basta con cogerle el gusto. Vamos
alegremente a deshacer los siglos.
Lo que será su libro, demasiado lo presiento.
Vive usted en provincias: insuficientemente corrompido, con inquietudes puras
ignora hasta que punto todo «sentimiento» avieja. El drama interior toca a su
fin. ¿Cómo arriesgarse aún a una obra que hable del «alma», de un infinito
prehistórico?
Y, luego, está el tono. El vuestro ‑mucho me
lo temo‑ será del género «noble», «tranquilizador», empapado de sentido común,
de mesura o de elegancia. Pero considere usted que un libro debe dirigirse a
nuestro incivismo, a nuestras singularidades, a nuestras altas ignominias, y
que un escritor «humano», que venere ideas excesivamente aceptables, firma con
su puño y letra su certificado de defunción literario.
Examine los espíritus que logran intrigarnos:
muy al contrario de optar por la objetividad, defienden posiciones
insostenibles. Si están vivos, es gracias a su lado limitado, a la
pasión por sus sofismas: las concesiones que han hecho a la «razón» nos
decepcionan y nos fastidian. La sabiduría es nefasta para el genio y mortal
para el talento. Comprenderás, querido amigo, por qué aprehendo sus
complicaciones con el género «noble».
Como para darse un aire positivo, en el que se
disimulaba un matiz de superioridad, me ha reprochado usted a menudo lo que
llama mi «apetito de destrucción». Sepa usted que yo no destruyo nada: yo
anoto, anoto lo inminente, la sed de un mundo que se anula y que sobre
la ruina de sus evidencias corre hacia lo insólito y lo inconmensurable, hacia
un estilo espasmódico. Conozco una vieja loca que, esperando de un momento para
otro el hundimiento de su casa, pasa sus días y sus noches al acecho,
circulando por su habitación, espiando los crujidos, se irrita porque el suceso
tarda en producirse. En un marco más amplio, el comportamiento de esa vieja es
idéntico al nuestro. Contamos con un derrumbe, incluso aunque no pensemos en
ello. No siempre será así; incluso se puede prever que el miedo a nosotros
mismos, resultado de un miedo más general, constituirá la base de la educación,
el principio de las pedagogías futuras. Creo en el porvenir de lo terrible.
Usted, mi querido amigo, está tan poco preparado para él que se dispone a
entrar en literatura. No tengo potestad para apartarlo de ella; por lo menos me
gustaría que lo hiciese sin ilusiones. Modere al autor que se impacienta en
usted, haga suyo, ampliándolo, la observación de San Juan Climaco: «Nada
procura tantas coronas al monje como el desánimo.»
Si, reflexionando bien, he puesto cierta
complacencia en destruir, ello fue, contra lo que pueda usted pensar, siempre a
mis expensas. Uno no destruye, sino que se destruye uno. Me he odiado en todos
los objetos de mis odios, he imaginado milagros de aniquilamiento, he pulverizado
mis horas, he experimentado las gangrenas del intelecto. Instrumento o método
en un principio, el escepticismo ha acabado por instaurarse en mí, por llegar a
ser mi fisiología, el destino de mi cuerpo, mi principio visceral, el mal del
que no sé cómo curarme ni cómo perecer. Me inclino ‑es demasiado cierto‑ hacia
cosas desprovistas de toda oportunidad de triunfar o sobrevivir. Ahora se dará
cuenta de por qué me he preocupado siempre de Occidente. Tal cuidado parecía
ridículo o gratuito. «Ni siquiera forma usted parte de Occidente», me observaba
usted. ¿Qué culpa tengo yo si mi avidez de tristezas no ha encontrado otro
objeto? ¿Dónde hallar por otro lado, una voluntad de dimisión tan obstinada? Le
envidio la destreza con la que sabe morir. Cuando quiero fortificar mis
decepciones vuelvo mi espíritu hacia ese tema de una inagotable riqueza
negativa. Y si abro una historia de Francia, Inglaterra, España o Alemania, el
contraste entre lo que fueron y lo que son me da, además de vértigo, el orgullo
de haber descubierto finalmente los axiomas del crepúsculo.
Lejos de mí el deseo de pervertir sus
esperanzas: la vida se encargará de ello. Igual que todo el mundo, irá usted de
decepción en decepción. A su edad, tuve la ventaja de tener gente que me
desilusionó y me hizo enrojecer de mis ilusiones; ellos me educaron realmente.
¿Acaso, sin ellos, habría tenido el coraje de afrontar o de padecer los años?
Imponiéndome sus amarguras, me prepararon para las mías. Provistos de gran
ambición, partieron a la conquista de yo no sé qué gloria. El fracaso los
esperaba. ¿Delicadeza, lucidez, pereza? No sabría decir qué virtud había
transido sus designios. Pertenecían a esa categoría de individuos que puede
encontrarse en las capitales, que viven de expedientes, siempre en busca de una
colocación que rechazan en cuanto la encuentran. De sus opiniones he sacado más
enseñanzas que del resto de mis conocidos. Casi todos llevaban en sí mismos un
libro, el libro de su revés; pese a estar tentados por el demonio de la
literatura, no cedían, sin embargo, a él, hasta tal punto les subyugaban sus
derrotas y tanto llenaban sus vidas. Se les llamaba comúnmente «fracasados».
Forman un tipo de hombre aparte que me gustaría describirle a usted, aun a
riesgo de simplificarlo. Voluptuoso del fracaso, busca en todo su propia
mengua, nunca supera los preliminares de su futuro ni franquea el umbral de
ninguna empresa. Rivalizando en abulia con los ángeles, medita sobre el secreto
del acto y no toma más que una iniciativa: la del abandono. Su fe, si la tiene,
le sirve de pretexto para nuevas capitulaciones, para una degradación
vislumbrada y deseada: se desploma en Dios... ¿Que reflexiona sobre el
«misterio»? Es para hacer ver a los otros hasta dónde lleva su indignidad.
Habita sus convicciones como el gusano el fruto; cae con ellas y sólo se repone
para soliviantar contra sí las tristezas que le quedan. Si ahoga sus dones es
porque, con todas sus fuerzas, ama su cansancio; avanza hacia su pasado,
desanda el camino en nombre de sus talentos.
Le sorprenderá saber que sólo procede así por
haber adoptado una postura bastante extraña respecto a sus enemigos. Me
explico. Cuando nos hallamos en vena de eficacia, sabemos que nuestros enemigos
no pueden impedirse situarnos en el centro de su atención y de su interés. Nos
prefieren a sí mismos se toman nuestros asuntos a pecho. A nuestra vez, debemos
ocuparnos de ellos, velar por su salud, como por su odio, que es lo único que
nos permite alimentar algunas esperanzas sobre nosotros mismos. Nos salvan, nos
pertenecen, son nuestros. Respecto a los suyos, el fracasado reacciona de modo
diferente. No sabiendo cómo conservarlos, acaba por desinteresarse de ellos y
minimizarlos, por no tomarlos en serio. Desapego con graves consecuencias. En
vano intentará más tarde lanzarlos de nuevo, despertar en ellos la menor
curiosidad por él, suscitar su indiscreción o su rabia; en vano intentará
hacerles apiadarse de su estado, mantener o avivar su rencor. Por no tener
contra quién afirmarse, se encerrará en su soledad y su esterilidad. Solitud y
esterilidad que yo apreciaba tanto en esos vencidos, responsables, se lo
repito, de mi educación. Entre otras, me han revelado las tonterías inherentes
al culto a la verdad... Nunca olvidaré mi alivio cuando dejé de ocuparme de
ella. Dueño de todos los errores, podía al fin explorar un mundo de
apariencias, de enigmas ligeros. Ya no había nada que buscar, sino la búsqueda
de la nada. ¿La Verdad? Un pasatiempo de adolescentes o un síntoma de
senilidad. Empero, por un resto de nostalgia o una necesidad de esclavitud, la
busco todavía, inconscientemente, estúpidamente. Un instante de descuido basta
para que caiga de nuevo bajo el imperio del más antiguo e irrisorio de los
prejuicios.
Me destruyo a mí mismo y así lo quiero;
mientras tanto, en ese clima de asma que crean las convicciones, en un mundo de
oprimidos, yo respiro; respiro a mi manera. ¿Quién sabe? Quizá un día conozca
usted el placer de apuntar a una idea, disparar contra ella, verla yacente, y
después volver a empezar este ejercicio con otra, con todas; este deseo de
inclinarse sobre un ser, de desviarle de sus antiguos apetitos, de sus antiguos
vicios, para imponerle otros nuevos, más nocivos, a fin de que perezca a causa
de ellos; encarnizarse contra una época o contra una civilización, precipitarse
sobre el tiempo y martirizar sus instantes; volverse después contra uno mismo,
torturar vuestros recuerdos y vuestras ambiciones y, corroyendo vuestro propio
aliento, tornar pestilente el aire para asfixiarse mejor...; un día quizá
conozca usted esta forma de libertad, esta forma de respiración que libera de
sí mismo y de todo. Entonces podrá usted dedicarse a cualquier cosa sin
adherirse a ello.
Mi
propósito era ponerle en guardia contra lo serio, contra ese pecado que nada
disculpa. En cambio, quería proponerle la futilidad. Ahora bien ‑¿para qué
engañarnos?‑, la futilidad es la cosa más difícil del mundo, quiero decir la
futilidad consciente adquirida, voluntaria. En mi presunción, esperaba llegar a
ella por la práctica del escepticismo. Este último, empero, se adapta a nuestro
carácter, sigue nuestros defectos y nuestras pasiones, léase nuestras locuras;
se personaliza. (Hay tantos escepticismos como temperamentos.) La duda se
engrosa con todo lo que la invalida o la combate; es un mal en el interior de
otro mal, una obsesión en la obsesión. Si rezas, sube al nivel de tu oración;
vigilará tu delirio, imitándolo; en pleno vértigo, dudaréis vertiginosamente.
De este modo, el mismo escepticismo no logra abolir la seriedad; tampoco, ay,
la poesía. A medida que envejezco, advierto con mayor claridad que he contado
demasiado con ella. La he amado a expensas de mi salud; daba por supuesto que
yo sucumbiría a causa de mi culto por ella. ¡Poesía! Esta palabra que, con su
sola presencia, me hacía antaño imaginar mil universos, no despierta ahora en
mi espíritu más que una visión de ronroneo y nulidad, fétidos misterios y
preciosismos. Justo es añadir que he cometido el error de frecuentar a buen
número de poetas. Salvo pocas excepciones, eran inútilmente graves, infatuados
u odiosos, monstruos también ellos, especialistas, juntamente verdugos y
mártires del adjetivo, y de los cuales había yo sobreestimado el diletantismo,
la clarividencia, la sensibilidad para el juego intelectual. ¿No será acaso la
futilidad más que un «ideal»? Eso es lo que hay que temer, aunque yo nunca me
resignaré a ello. En todas las ocasiones en que me sorprendo concediendo
importancia a las cosas, recrimino mi cerebro, desconfío de él y le sospecho
algún desfallecimiento, alguna depravación. Intento arrancarme de todo,
elevarme desarraigándome; para llegar a ser fútiles, debemos cortar nuestras
raíces, llegar a ser metafísicamente extranjeros.
A fin de justificar sus ligaduras, y algo así
como impaciente por llevar el fardo, sostenía usted un día que a mí me era
fácil planear, evolucionar en lo vago, dado que, proviniendo de un país sin
historia, nada pesaba sobre mí. Reconozco la ventaja que supone formar parte de
un pequeño país, vivir sin trasfondo, con la desenvoltura dc un saltimbanqui,
de un idiota o de un santo o con el desapego de esa serpiente que, enroscada
sobre sí misma, prescinde de alimentos durante años como si fuese un dios de la
inanición u ocultase, bajo la dulzura de su atontamiento, algún sol espantoso y
repulsivo.
Sin ninguna tradición que me lastre, cultivo
la curiosidad de esa desorientación que pronto será patrimonio de todos. Por
grado o por fuerza, sufriremos la experiencia de un eclipse histórico, el
imperativo de la confusión. Ya nos anulamos en el cúmulo de nuestras
divergencias con nosotros mismos. Negándose y renegándose sin cesar, nuestro
espíritu ha perdido su centro para dispensarse en actitudes, en
metamorfosis tan inútiles como inevitables. De aquí provienen, en nuestra
conducta, la indecencia y la movilidad. Nuestra incredulidad, e incluso nuestra
fe, están marcadas por ellas.
Tomarlas con Dios, querer destronarle,
suplantarle, es una hazaña de mal gusto, el logro de un envidioso que
experimenta una satisfacción de su vanidad al enfrentarse con un enemigo único
e incierto. Bajo cualquier aspecto que se presente, el ateísmo supone una falta
de maneras lo mismo que, por razones contrarias, la apologética, pues ¿acaso no
es tanto una indelicadeza como una caridad hipócrita, una impiedad, emperrarse
en sostener a Dios, en asegurarle, cueste lo que cueste, su longevidad? El amor
o el odio que le profesamos revela menos la calidad de nuestras inquietudes que
lo grosero de nuestro cinismo.
De este estado de cosas, sólo en parte somos
responsables. De Tertuliano a Kierkegaard, a fuerza de acentuar el absurdo de
la fe, se ha creado en el cristianismo toda una corriente subterránea que, al
mostrarse a la luz del día, ha desbordado a la Iglesia. ¿Qué creyente, en sus
crisis de lucidez, no se considera como un servidor de lo insensato? Dios tenía
que resentirse por ello. Hasta el presente, le concedíamos todas nuestras
virtudes, no osábamos prestarle nuestros vicios. Humanizado, ahora se nos
parece: ninguno de nuestros defectos le es ajeno. Nunca el ensanchamiento de la
teología y la voluntad de antropomorfismo fueron llevados tan lejos. Esta
modernización del cielo marca su fin. ¿Cómo venerar un Dios evolucionado,
puesto al día? Para su desdicha, no le será fácil recuperar su «trascendencia
infinita».
«Tenga cuidado ‑podría usted responderme‑ con
la «falta de maneras». Usted denuncia el ateísmo tan sólo para venerarle
mejor.»
Demasiado siento en mí los estigmas de mi
tiempo: no puedo dejar a Dios en paz; junto con los snobs, me divierto
en repetir que ha muerto, como si eso tuviese algún sentido. Por medio de la
impertinencia creemos poder resolver nuestras soledades y el fantasma supremo
que las habita. En realidad, al aumentar no hacen más que acercarnos a quien
merodea en ellas.
Cuando la nada me invade, y siguiendo una
fórmula oriental, alcanzo la «vacuidad del vacío», suele sucederme que,
aterrado por tal punto extremo, recaigo de nuevo en Dios, aunque no sea más que
por el deseo de pisotear mis dudas, de contradecirme y, multiplicando mis
Estremecimientos, buscar en ellos un estimulante. La experiencia del vacío es
la tentación mística del incrédulo, su posibilidad de oración, su momento de
plenitud. En nuestros límites surge un dios o algo que ocupa su lugar.
Estamos
lejos de la literatura, pero sólo aparentemente. Todo eso no son más que
palabras, pecados del Verbo. Os he recomendado la dignidad del escepticismo y
heme aquí rondando en torno a lo Absoluto. ¿Técnica de la contradicción?
Recordad más bien la frase de Flaubert: «Soy un místico y no creo en nada.» Veo
en ella el adagio de nuestro tiempo, de un tiempo infinitamente intenso y sin
sustancia. Existe un placer que es nuestro: el del conflicto como tal.
Espíritus convulsivos, fanáticos de lo improbable, descoyuntados entre el dogma
y la aporía, estamos tan dispuestos a saltar hacia Dios por rabia como seguros
de no vegetar en El.
Sólo es
contemporáneo el profesional de la herejía, el expulsado por vocación, a la vez
vomitado y pánico dc las ortodoxias. Antaño uno se definía por los valores que suscribía;
hoy, por los que se repudia. Sin los fastos de la negación, el hombre es un
pobre y lamentable «creador» incapaz de cumplir su destino de capitalista de la
voltereta, de aficionado a la quiebra. ¿La sabiduría? Ninguna época estuvo más
libre de ella, es decir, que nunca el hombre fue más él mismo: un ser rebelde a
la sabiduría. Traidor a la zoología, animal descarriado, se insurge contra la
Naturaleza como el hereje contra la tradición. Este es, pues, hombre en segundo
grado. Toda innovación es cosa suya. Su pasión: encontrarse en el origen, en el
punto de partida de cualquier cosa. Incluso si es humilde, aspira a hacer
sentir a los otros los efectos de su humildad y cree que un sistema religioso,
filosófico o político vale la pena de ser roto o renovado: situarse en el
centro de una ruptura es su máxima aspiración. Odiando el equilibrio y el
abotargamiento de las instituciones, las empuja para precipitar su fin.
El sabio, por su parte, es hostil a lo nuevo.
Desengañado, abdica: es su forma de protesta. Orgulloso que se aísla en la norma,
se afirma a sí mismo retrocediendo. ¿Hacia qué tiende? A superar o neutralizar
sus contradicciones. Si lo logra, prueba que las suyas carecían de vigor, que
las había superado antes de afrontarlas. Como le falta el instinto, le es fácil
ser dueño de sí, pontificar en la anemia de su serenidad.
Por poco que nos veamos arrastrados por
nosotros mismos, advertimos que no está en nuestro poder frenar, entibiar o
escamotear nuestras contradicciones. Ellas nos guían, nos estimulan y nos
matan. El sabio al elevarse por encima de ellas, se acomoda a ellas, no las
sufre no gana nada con morir: es, vivo, un semi‑muerto. En otros tiempos era un
modelo; para nosotros no es más que un deshecho de la biología, una anomalía
sin atractivo.
Difama usted la sabiduría porque no puede
llegar a ella, porque le está «prohibida», piensa quizá usted. Creo que es
completamente cierto que lo piensa. A lo cual yo os respondería que es
demasiado tarde para ser sabio, que, de todas maneras, eso no serviría
para nada sin contar que un mismo abismo nos devorará a todos, sabios o locos.
Reconozco, por lo demás, que soy el sabio que nunca seré... Toda fórmula de
salvación actúa en mí como un veneno: me deshace, aumenta mis dificultades,
agrava mis relaciones con los otros, irrita mis heridas y, en lugar de ejercer
sobre la economía de mis días una virtud salutífera, desempeña en ella un papel
nefasto. Sí, toda sabiduría actúa en mí como un tóxico. Sin duda piensa usted
igualmente que yo «voy» demasiado con esta época, que le hago demasiadas
concesiones. A decir verdad, ahí os aplaudo y la rechazo en todo lo que puede
haber en mí de pasión y de incoherencia. Me da la sensación de un último acto
hipostasiado. ¿Hay que deducir de ello que nunca concluirá, que, interminable,
perpetuará su inacabamiento? Nada de eso. Adivino lo que sucederá y, para
saberlo mejor, me basta con leer y releer la carta de San Jerónimo tras el
saqueo de Roma por Alarico. Expresa el asombro y el malestar de quien, desde la
periferia de un Imperio, contempla su descomposición y su reblandecimiento.
Meditadla: es como nuestro epitafio anticipado. Ignoro si es legítimo hablar
del fin del hombre, pero estoy seguro de la caída de todas las ficciones en las
que hemos vivido hasta la fecha. Digamos que el historiador desvela al fin su
lado nocturno y, para seguir en la vaguedad, que un mundo se destruye. Pues
bien: en la hipótesis de que sólo dependiese de mí el que eso no se produjese,
yo no haría gesto alguno, no movería ni el dedo meñique. El hombre me atrae y
me espanta, lo amo y lo odio, con una vehemencia que me condena a la pasividad.
No concibo que nadie pueda molestarse para apartarlo de su fatalidad. ¡Qué
ingenuo hay que ser para condenarle o defenderle! Feliz quien a su respecto experimente
un sentimiento neto: perecerá salvado.
Para mi vergüenza os confesaré que hubo un
tiempo en que yo mismo pertenecía a esa categoría de dichosos. Me tomaba muy a
pecho el destino del hombre, aunque de otra manera que ellos. Yo debía tener
veinte años, la misma edad de usted. «Humanista» al revés, me imaginaba yo ‑con
mi orgullo todavía intacto‑ que llegar a convertirse en enemigo del género
humano era la más alta dignidad a que podía aspirarse. Deseoso de cubrirme de
ignominia, envidiaba a todos los que se exponían a los sarcasmos, a la baba de
los otros y que, acumulando vergüenza sobre vergüenza, no se perdían ninguna
ocasión de quedarse solos. Así llegué incluso a idealizar a Judas, porque,
rehusándose a soportar por más tiempo el anonimato de la fidelidad, quiso
singularizarse por la traición. No fue por venalidad, me complacía pensar; fue
por ambición por lo que entregó a Jesús. Soñó con igualarle, con
equivalerle en el mal; en el bien, frente a tal competencia, no tenía medio de
distinguirse. Como el honor de ser crucificado le estaba prohibido supo hacer
del árbol de Hakeldama una réplica de la Cruz. Todos mis pensamientos le
seguían por el camino de la horca, mientras yo me disponía a vender también a
mis ídolos. Envidiaba sus infamias, el valor que tuvo de hacerse execrar. ¡Qué
sufrimiento ser un cualquiera, un hombre entre los hombres! Volviéndome hacia
los monjes, meditando día y noche sobre su reclusión, me los imaginaba rumiando
fechorías y crímenes más o menos abortados. Todo solitario, me decía yo, es
sospechoso; un ser puro no se aísla. Para desear la intimidad de una
celda hay que tener la conciencia cargada, hay que tener miedo de su
conciencia. Deploraba yo que la historia del monacato hubiera sido realizada
por espíritus honrados, tan incapaces de concebir la necesidad de resultar
odioso para uno mismo como de experimentar esa tristeza que mueve las
montañas... Hiena delirante, contaba con hacerme odioso para todas las
criaturas, obligarlas a aliarse contra mí, aplastarlas o hacerme aplastar por
ellas. Para decirlo en una palabra, yo era ambicioso... Después, al matizarse,
mis ilusiones debían perder su virulencia y encaminarse modestamente hacia el
asco, el equívoco y el alelamiento.
Al
término de estas palabras no puedo impedirme repetir que discierno mal el lugar
que quiere usted ocupar en nuestro tiempo; ¿tendrá usted la suficiente
flexibilidad o deseo de inconsistencia como para insertarse en él? Vuestro
sentido del equilibrio no presagia nada bueno. Tal como es usted ahora, aún le
falta mucho camino por andar. Para liquidar su pasado, sus inocencias,
precisará usted de una iniciación al vértigo. Cosa fácil para quien comprende
que el miedo, injertándose en la materia, le hizo dar ese salto del que somos
algo así como el último eco. No hay miedo, sólo hay este miedo que se
desenvuelve y se disfraza de instantes..., que está ahí, en nosotros y fuera de
nosotros, omnipresente e invisible, misterio de nuestros silencios y de
nuestros gritos, de nuestras oraciones y de nuestras blasfemias. Pues bien: es
precisamente en el siglo XX donde, floreciente, orgulloso de sus conquistas y
de sus éxitos, se aproxima a su apogeo. Ni nuestros frenesíes ni nuestro
cinismo esperaban tanto. Y ya nadie se asombrará de que estemos tan lejos de
Goethe, del último ciudadano del cosmos del último gran ingenuo. Su
«mediocridad» alcanza la de la Naturaleza. Es el menos desarraigado de los
espíritus: un amigo de los elementos. Opuestos a todo lo que él fue, es para
nosotros una necesidad y casi un deber ser injustos respecto a él, romperle en
nosotros, rompernos...
Si no tiene usted la fuerza de desmoralizarse
con esta época, de ir tan bajo y tan lejos como ella, no se queje de ser un
incomprendido. Sobre todo no se crea un precursor: no habrá luz en este siglo.
Si se empeña usted en aportarle alguna innovación, hurgue en sus noches o
desespere de su carrera.
En todo caso, no me acuse de haber utilizado
con usted un tono perentorio. Mis convicciones son pretextos: ¿con qué derecho
se las impondría a usted? No sucede lo mismo con mis fluctuaciones; ésas no las
invento, creo en ellas, creo en ellas pese a mí. De este modo, es de buena fe y
a mi pesar cómo os he infligido esta lección de perplejidad.
El
estilo como aventura
Ejercitados
en un arte de pensar puramente verbal, los sofistas fueron los primeros que se
atarearon en reflexionar sobre las palabras, sobre su valor y su propiedad,
sobre la función que les correspondía en la dirección del razonamiento: el paso
capital hacia el descubrimiento del estilo, concebido como fin en sí mismo,
como fin intrínseco, estaba dado. Sólo quedaba ya trasponer esta búsqueda
verbal, darle por objeto la armonía de la frase, sustituir el juego de la
abstracción por el juego de la expresión. El artista que reflexiona sobre sus
medios es, pues, deudor del sofista, le está orgánicamente emparentado. Uno y
otro persiguen, en direcciones diferentes, un mismo tipo de actividad. Habiendo
dejado de ser naturaleza, viven en función de la palabra. No hay nada de
original en ellos: ninguna atadura que los sujete a las fuentes de la
experiencia, ninguna ingenuidad ningún «sentimiento». Si el sofista piensa,
domina de tal modo su pensamiento que hace con él lo que quiere; como no se ve
arrastrado por él, le dirige siguiendo sus caprichos o sus cálculos; respecto a
su propio espíritu, se comporta como un estratega; no medita, concibe, según un
plan tan abstracto como artificial, operaciones intelectuales, abre brechas en
los conceptos muy orgulloso de relevar su fragilidad o de concederle
arbitrariamente una solidez y un sentido. De la «realidad» no se preocupa para
nada: sabe que depende de los signos que la expresan y de los que importa ser
dueño.
El artista va también de la palabra a lo
vivido: la expresión constituye la única experiencia original de la que
es capaz. La simetría, la disposición, la perfección de las operaciones
formales representa su medio natural: allí reside y allí respira. Y como
pretende agotar la capacidad de las palabras, tiende, más que a la expresión, a
la expresividad. En el universo cerrado en que vive sólo escapa a la
esterilidad mediante ese renovamiento continuo que supone un juego donde el
matiz adquiere dimensiones dc ídolo y la química verbal logra dosificaciones
inconcebibles para el arte ingenuo. Una actividad tan deliberada, si bien se
sitúa en las antípodas de la experiencia, se aproxima por contrapartida, a los
extremos del intelecto. Hace del artista que se entrega a ella un sofista de la
literatura.
En la vida del espíritu llega un momento en el
que la escritura, erigiéndose en principio autónomo, se convierte en destino.
Entonces es cuando el Verbo, tanto en las especulaciones filosóficas como en
las producciones literarias, revela su vigor y su nada.
La manera de hacer de un escritor está condicionada
fisiológicamente; posee un ritmo propio, constrictivo e irreductible. No se
concibe a un San Simón cambiando, por efecto de una metamorfosis querida, la
estructura de sus frases; ni tampoco refrenándose y practicando el laconismo.
Todo en él exigía que se prodigase en frases enmarañadas, frondosas, móviles.
Los imperativos de la sintaxis debían perseguirle como un sufrimiento y una
obsesión. Su aliento, la cadencia de su respiración, su jadeo, le imponían ese
movimiento fluido y amplio que fuerza la solidez y la barrera de las palabras.
Había en él un aspecto dc órgano muy diferente a esos acentos de flauta
que caracterizan al francés. De ahí provienen esos períodos que, por temor del punto,
brotan unos de otros, multiplican los meandros, repugnándoles acabar.
Muy por el contrario, pensad en La Bruyére, en
su forma de cortar la frase, de restringirla y detenerla, siempre atento a
delimitar sus fronteras: el punto v coma es su obsesión; tiene la puntuación en
el fondo del alma. Sus opiniones, incluso sus sentimientos, son salmos. Teme
azuzarlos, irritarlos o exasperarlos. Como es corto de aliento, los trazos de
su pensamiento son claros; preferiría quedarse corto a ir más allá de su
naturaleza. De este modo adopta el genio de una lengua especializada en los
suspiros del intelecto, para la cual lo que no es cerebral es sospechoso o
nulo. Condenada a la sequedad por su perfección misma, impropia para asimilar y
traducir La Ilíada y la Biblia, Shakespeare y Don Quijote, vacía
de toda carga afectiva y algo así como exenta de su origen, está cerrada a lo
primordial y a lo cósmico, a todo lo que precede o supera al hombre. Pero La
Ilíada, la Biblia, Shakespeare y Don Quijote participan de una
especie de omnisciencia ingenua que se sitúa a la vez por debajo y por encima
del fenómeno humano. Lo sublime, lo horrible, la blasfemia o el grito, el
francés sólo los aborda para desnaturalizarlos por medio de la retórica. No
está mejor adaptado para el delirio ni para el humor en estado puro: Aquiles y
Príamo, David, Lear o Don Quijote se ahogan bajo los rigores dc una lengua que
les hace parecer simplones, lamentables o monstruosos. Por diferentes que sean
unos de otros, viven todavía ‑éste es su rasgo común‑ al ras del alma, la cual,
para expresarse, exige una lengua fiel a los reflejos, unida al instinto, no
desencarnada.
Tras
haber frecuentado idiomas cuya plasticidad le proporcionaba la ilusión de un
poder sin límites, el extranjero desbocado, enamorado de la improvisación y del
desorden, arrastrado hacia el exceso o hacia el equívoco por incapacidad para
la claridad, si bien aborda el francés con timidez, no por ello ve menos en él
un instrumento de salvación, una ascética y una terapéutica. Al practicarlo, se
cura de su pasado, aprende a sacrificar todo un fondo de oscuridad al que
estaba apegado, se simplifica, se convierte en otro, desiste de sus
extravagancias, se sobrepone a sus antiguas turbaciones, se acomoda más y más
al sentido común y a la razón; por lo demás, ¿acaso puede perderse la razón y
servirse de un útil que exige su ejercicio, incluso su abuso? ¿Cómo ser loco ‑o
poeta‑ en tal lengua? Todas sus palabras aparecen en el hecho de la
significación que traducen: son palabras lúcidas. Servirse de ellas con fines
poéticos equivale a una aventura o un martirio.
«Tan hermoso como si fuera prosa». Donaire
francés si los hay. El universo reducido a las articulaciones de la frase, la
prosa como única realidad, el vocablo retirado en sí mismo, emancipado del
objeto y del mundo: sonoridad en sí misma, cortada del exterior, trágica
ipseidad de una lengua acorralada en su propio acabamiento.
Cuando se considera el estilo de nuestro
tiempo no puede uno dejar de interrogarse sobre las razones de su corrupción.
El artista moderno es un solitario que escribe para sí mismo o para un público
sobre el que no tiene ninguna idea precisa. Ligado a una época, se esfuerza por
expresar sus rasgos, pero esta época, forzosamente, carece de rostro.
Ignora a quién se dirige, no representa a su lector. En el siglo XVII y en el
siguiente el escritor tenía ante su vista un círculo restringido del que
conocía las exigencias, el grado de sutileza y de acuidad. Limitado en sus
posibilidades, no podía apartarse de las reglas, reales pero no formuladas del
gusto. La censura de los salones, más severa que la de los críticos de hoy,
permite la eclosión de genios perfectos y menores, constreñidos a la elegancia,
a la miniatura y a lo acabado.
El gusto se forma merced a la presión que los
ociosos ejercen sobre las Letras, se forma sobre todo en las épocas en que la
sociedad está lo bastante refinada como para marcar el tono a la literatura.
Cuando se piensa que otrora una metáfora claudicante desacreditaba a un
escritor, que tal académico perdió su facha por una impropiedad, o que un rasgo
de ingenio pronunciado ante una cortesana podía procurar una situación, por
ejemplo, una abadía (tal fue el caso de Talleyrand), se mide la distancia que
se ha recorrido desde entonces. El terror del gusto ha cesado y, con él, la
superstición del estilo. Quejarse sería tan ridículo como ineficaz. Tenemos
tras de nosotros una tradición de vulgaridad bastante sólida; el arte debe
acomodarse a ella, resignarse o aislarse en la expresión absolutamente
subjetiva. Escribir para todo el mundo o para nadie, es cosa que debe decidir
cada uno, según su naturaleza. Sea cual sea el partido que tomemos, estamos
seguros de no encontrar en nuestro camino ese espantajo que constituía antaño
el mal gusto.
El virus
de la prosa es desarticulado y arruinado por el estilo poético: una prosa
poética es una prosa enferma. Además, pasa de moda en seguida: las metáforas
que gustan a una generación, parecen ridículas a la siguiente. Si leemos a un
Saint‑Evremond, un Montesquieu, un Voltaire, o a un Sthendal, como si fuesen
nuestros contemporáneos, es porque no pecaron ni por lirismo ni por exceso de
imágenes. Como la prosa tiene algo de sumario judicial, el prosista debe vencer
sus primeros movimientos, defenderse contra la tentación de la sinceridad:
todas las muestras de mal gusto provienen del «corazón». Es el pueblo quien
soporta en nosotros la responsabilidad de nuestros desbordamientos, de nuestros
excesos: ¿qué hay de más plebeyo que un sentimiento?
Conjunto
de coerciones imperceptibles, sentido de la dosificación y de la proporción,
vigilancia ejercida sobre nuestras facultades, discreción, pudor respecto a las
palabras, el gusto es lo propio de autores que, nada afectados por la manía de
ser «profundos», sacrifican una parte de su fuerza en provecho de una cierta
anemia. No se podría, ni qué decir tiene, encontrarlo en nuestra época. Ha
pasado para siempre la época en que se podía ser maravillosamente superficial.
La decadencia de lo exquisito debía arrastrar la del estilo, el cual,
pintoresco, complejo, se rompe bajo el peso de su propia riqueza. ¿De quién ¿s
la culpa, si es que hay alguna culpa? Quizá hubiera que imputársela al
romanticismo; pero éste mismo no fue más que una consecuencia de un
rebajamiento general, un esfuerzo de liberación a expensas de lo exquisito.
A decir verdad, el refinamiento del siglo XIII no hubiera podido perpetuarse
sin caer en lo tópico, lo relamido o la esclerosis.
Una
nación que empieza a descender se disminuye en todos los planos. «Toda
degradación individual o nacional, observa Joseph de Maistre, se anuncia de
inmediato por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje».
Nuestras deficiencias destiñen sobre nuestra escritura; en lo que respecta a
una nación, su instinto, cada vez menos seguro, le arrastra a una incertidumbre
equivalente en todos los dominios. Francia, desde hace más de un siglo,
abandona su antiguo ideal de perfección. Lo mismo ocurrió con Roma: el eclipse
de su poder fue contemporáneo de una degradación del latín que, dócil al
servicio de doctrinas o quimeras opuestas a su genio, se convirtió en una
herramienta de la que se apoderaron los concilios. ¡La lengua de Tácito,
deformada, trivializada, obligada a sufrir divagaciones sobre la eternidad! Las
palabras tienen el mismo destino que los imperios.
En la época de los salones, el francés
adquirió una sequedad y una transparencia que le permitieron llegar a ser
universal. Cuando comenzó a complicarse, a tomarse libertades, su solidez se
resintió. Se libera, finalmente, en detrimento de su universalidad y, como Francia,
evoluciona hacia las antípodas de su pasado, de su genio. Doble degradación
inevitable. En tiempos de Voltaire, cada uno intentaba escribir como todo el
mundo; pero todo el mundo escribía perfectamente. Hoy, el escritor quiere tener
su estilo propio, individualizarse por medio de la expresión; sólo lo logra a
base de deshacer la lengua, violentar las reglas, zapando su estructura, su
magnífica monotonía. Sería inútil querer sustraerse a este proceso; se colabora
en él pese a uno mismo, y así debe ser, so pena de muerte literaria. Desde el
punto en que el francés declina, declarémonos solidarios de su destino,
aprovechemos las profundidades que exhibe, así como su encarnizamiento en
vencer el pudor de sus límites. Nada más vano que recriminar su bello otoño,
sus últimos rayos. Intentamos de alegrarnos, más bien, de vivir en una época en
que las palabras, empleadas en cualquier sentido, se emancipan de toda coerción
y en la que la significación no constituye ya una exigencia ni una obsesión. No
hay duda: asistimos a la espléndida descomposición de una lengua. ¿Su futuro?
Quizá conocerá algunos sobresaltos de delicadeza o, lo que es más probable,
acabará sirviendo para concilios modernos, peores que los de la antigüedad.
Quizá su suerte sea una agonía rápida. Se encamine o no hacia el estado de
vestigio, sigue siendo cierto que vemos a más de uno de sus vocablos perder lo
que le restaba de vitalidad. ¿Va a huir el ¿genio de la prosa a otros idiomas?
País de
palabras, Francia se ha afirmado por los escrúpulos que ha concebido respecto
de ellas. Quedan huellas de estos escrúpulos. Una revista, haciendo en 1950 el
balance de este medio siglo, citaba el suceso más importante de cada año: final
del asunto Dreyfus, visita del Kaiser a Tánger, etc... En 1911, anota simplemente:
«Faguet admite el malgré que». ¿Se ha concedido en alguna otra parte semejante
solicitud al Verbo, a su vida cotidiana, a los detalles de su existencia?
Francia le ha amado hasta el vicio y a expensas de las cosas. Escéptica sobre
nuestras posibilidades de conocer, no lo es sobre las posibilidades de formular
nuestras dudas, de suerte que asimila nuestras verdades al modo de traducir
nuestra desconfianza respecto a ellas. En toda civilización delicada se opera
una disyunción radical entre la realidad y el verbo.
Hablar de decadencia en términos absolutos, no
significa nada; referida a una literatura y una lengua, no concierne más que a
quien se siente ligado a una y a otra. ¿Que el francés se deteriora? Sólo se
alarma de esto quien ve en él un instrumento único e irreemplazable. Tanto se
le da que en el futuro se encuentre otro más manejable, menos exigente. Cuando
se ama una lengua, es un deshonor sobrevivirla.
Desde hace dos siglos, toda originalidad se ha
manifestado por oposición al clasicismo. No hay forma o fórmula nueva que no
haya reaccionado contra él. Pulverizar lo adquirido, tal me parece que es la
tendencia esencial del espíritu moderno. En cualquier sector de arte, todo
estilo se afirma contra el estilo. Sólo minando la idea de razón, de orden, de
armonía, tomamos conciencia de nosotros mismos. El romanticismo, para volver de
nuevo sobre él, no fue más que un impulso hacia una disolución de las más
fecundas. No siendo ya viable el universo clásico, nos es preciso sacudirle e
introducir una sugerencia de inacabamiento. La «perfección» ya no nos preocupa:
el ritmo de nuestra vida nos hace insensibles a ella. Para producir una obra
«perfecta» hay que saber esperar, vivir en el interior de esta obra
hasta que ésta llegue a suplantar al universo. Lejos de ser el producto de una
tensión, es el fruto de la pasividad, el resultado de energías acumuladas
durante largo tiempo. Pero nos derrochamos, somos hombres sin reservas; y, por
eso, incapaces de ser estériles, insertos en el automatismo de la creación,
maduros para cualquier obra vulgar, para todos los éxitos a medias.
La
«razón» no solo se muere en filosofía, sino también en el arte. Demasiado
perfectos, los personajes de Racine nos parecen pertenecientes a un mundo
apenas concebible. Hasta Fedra parece insinuar: «Contemplad mis hermosos
sufrimientos. ¡Os desafío a experimentar otros semejantes!». Ya no sufrimos
así; como nuestra lógica ha cambiado de rostro, hemos aprendido a privarnos de
las evidencias. De aquí proviene nuestra pasión por lo vano, lo impreciso de
nuestros aires y de nuestro escepticismo; nuestras dudas no se definen ya por
referencia a nuestras certezas, sino por referencia a otras duras más consistentes,
que se trata de volver un poco más flexibles, un poco más frágiles, tal como si
nuestro propósito, despreocupado del establecimiento de una verdad, fuese crear
una jerarquía dc ficciones, una escala de errores. Odiamos los límites de la
«verdad» y de todo lo que representa de freno a nuestros caprichos o a nuestra
búsqueda de novedades. Ahora bien: el clásico, que seguía su trabajo de
profundización en una sola dirección, desconfiaba de lo nuevo, de la
originalidad por sí misma.
Queremos espacio a todo precio, aunque el
espíritu debiese sacrificar sus leyes, sus viejas exigencias. En las pocas
evidencias que debemos, pese a todo, poseer, no creemos realmente: son simples
puntos de referencia. Es nuestro sarcasmo lo que da vida a nuestras teorías,
tal como a nuestras actitudes. Y este sarcasmo, en la raíz de nuestra vitalidad,
explica porqué avanzamos disociados de nuestros propios pasos. Todo clasicismo
encuentra sus leyes en sí mismo y se atiene a ellas: vive en un presente sin
historia, en tanto que nosotros vivimos en una historia que nos impide tener un
presente. De este modo, no sólo nuestro estilo, sino incluso nuestro tiempo
está roto. No hemos podido romperle sin romper paralelamente, nuestro
pensamiento: en perpetua querella consigo mismas, prestas a abolirse unas a
otras, a volar en pedazos, nuestras ideas se desmenuzan como nuestro tiempo.
Si hay
una relación entre el ritmo fisiológico y la manera de escribir de un escritor,
con mayor razón la hay entre su universo temporal y su estilo. El escritor
clásico, ciudadano de un tiempo lineal, delimitado, cuyas fronteras no
franqueaba, ¿cómo iba a haber practicado una escritura entrecortada, de
contrastes excesivamente marcados? Cuidaba las palabras, vivía en ellas
permanentemente. Y estas palabras reflejaban para él el eterno presente, ese
tiempo de la perfección, que era el suyo. Pero el escritor moderno, no teniendo
ya asentamiento en el tiempo, tenía que hacerse con un estilo convulso,
epiléptico. Podemos lamentar que así sea y evaluar con amargura los desastres
que comporta el pisoteo de los antiguos ídolos. Pero sigue siendo cierto que
nos es imposible apegarnos aún a una escritura «ideal». Nuestra desconfianza
respecto a la «frase» alcanza a toda una parte de la literatura: la que jugaba
la baza del «encanto» (charme. T.) y empleaba los procedimientos de la
seducción. Los escritores que recurren a ello todavía nos desconciertan, como
si quisiesen perpetuar un mundo trasnochado.
Toda idolatría del estilo parte de la creencia
de que la realidad es todavía más hueca que su figuración verbal, que el acento
de una idea vale más que la idea, un pretexto bien tratado más que una
convicción, un giro sabiamente realizado más que una irrupción irreflexiva.
Expresa una pasión de sofista, de sofista de las Letras. Tras una frase
proporcionada, satisfecha de su equilibrio o hinchada por su sonoridad, se
oculta demasiado a menudo el malestar de un espíritu incapaz de acceder por la
«sensación» a un universo original. ¿Qué de extraño tiene que el estilo sea
juntamente una máscara y una confesión?
Más allá de la novela
En la época en que el artista movilizaba todas sus taras para producir
una obra que le ocultase, la idea de entregar su vida al público no
debía ni rozarle siquiera. No se imagina uno a Dante o a Shakespeare anotando
los menudos incidentes de su existencia para ponerlos en conocimiento de los
otros. Quizá incluso tendían a dar una falsa imagen de lo que eran. Tenían ese
pudor de la fuerza que el deficiente moderno ya no tiene. Diarios íntimos y
novelas participan de una misma aberración: ¿qué interés puede presentar una
vida? ¿Y qué interés, libros que parten de otros libros o espíritus que se
apoyan en otros espíritus? No he sentido una sensación de verdad, un
estremecimiento de ser más que en contacto con analfabetos: los pastores, en
los Cárpatos, me han dejado una impresión mucho más fuerte que los profesores
de Alemania o los vivillos de París, y he visto en España mendigos de los que
me gustaría ser hagiógrafo. No tenían ninguna necesidad de inventarse una vida:
existían; lo que no le sucede al civilizado. Decididamente, nunca
sabremos por qué nuestros antepasados no se atrincheraron en sus cavernas.
Cualquiera se atribuye a sí mismo un destino,
luego cualquiera puede describir el suyo. La creencia de que la psicología
revela nuestra ausencia debería apegarnos a nuestros actos, al pensamiento de
que comportan un valor intrínseco o simbólico. Después vino ese snobismo de los
«complejos» para enseñarnos a engrandecer nuestras naderías, a dejarnos
deslumbrar por ellas, a gratificar nuestro yo con facultades y profundidades de
las que está visiblemente desprovisto. Sin embargo, la percepción íntima de
nuestra nulidad sólo en parte ha sido sacudida. Ante el novelista que hace
hincapié sobre su vida, sentimos que finge tan sólo creer en ella que no tiene
ningún respeto por los secretos que descubre: él no se engaña y nosotros, sus
lectores, todavía menos. Sus personajes pertenecen a una humanidad de segunda
clase, descarada y débil, sospechosa a fuerza de habilidades y maniobras. Es
imposible concebir a un Rey Lear astuto... El lado vulgar, el lado
arribista de la novela es el que fija sus rasgos: degradación de la fatalidad,
Destino que ha perdido su mayúscula, improbabilidad de la desdicha, tragedia
desplazada.
Junto al héroe trágico, colmado por la
adversidad, su bien de siempre, su patrimonio, el personaje novelesco aparece
como un aspirante a la ruina, un jornalero del horror, muy preocupado por
perderse, muy tembloroso por no lograrlo. Inseguro de su desastre sufre por
ello. No hay necesidad alguna en su muerte. El autor, tal es nuestra impresión,
podría salvarlo: lo que nos da una sensación de malestar y nos echa a perder el
placer de la lectura. La tragedia, por su parte, se desenvuelve en un plano me
atrevería a decir que absoluto: el autor no tiene ninguna influencia sobre los
héroes, no es más que su servidor, su instrumento; son ellos los que mandan y
le intiman a redactar el acta de sus hechos y gestos. Ellos reinan hasta
en las obras a las que sirven de pretexto. Y esas obras nos parecen realidades
independientes del escritor y de los hilos de la psicología. Las novelas las
leemos de una manera muy otra. Siempre pensamos en el novelista; su presencia
nos obsesiona; le vemos debatirse con sus personajes; a fin de cuentas, sólo él
nos requiere. «¿Qué va a hacer con ellos? ¿Cómo se librará de ellos?», nos
preguntamos con una inquietud mezclada con aprehensión. Si ha podido decirse
que Balzac reproducía a Shakespeare pero con fracasados, ¿qué pensar
entonces de nuestros novelistas, obligados a inclinarse sobre un tipo de
humanidad aún más deteriorada? Desprovisto de aliento cósmico, el personaje
mengua y no llega a contrapesar el efecto disolvente de su saber, de su
voluntad de clarividencia, de su falta de «carácter».
El fenómeno moderno por excelencia está constituido
por la aparición del artista inteligente. No es que los de otras épocas
fuesen incapaces de abstracción o sutileza; pero, instalados de un solo golpe
en el centro de su obra, la realizaban sin reflexionar demasiado sobre ella y
sin rodearse de doctrinas y de consideraciones de método. El arte, aun nuevo,
les llevaba. Ahora ya no sucede lo mismo. Por reducidos que sean sus medios
intelectuales, el artista es, ante todo, esteticista: situado fuera de su
inspiración, la prepara y se restringe a ella deliberadamente. Si es poeta,
comenta sus obras, las explica sin convencernos, y, para inventar y renovarse,
imita el instinto que ya no tiene: la idea de poesía se ha convertido en su
materia poética, su fuente de inspiración. Canta a su poema; grave desfallecimiento,
sin sentido poético: no se hacen poemas con la poesía. Sólo el artista dudoso
parte del arte; el artista verdadero saca su materia de otra parte: de sí
mismo... Al lado del «creador» actual, de sus esfuerzos y de su esterilidad,
los del pasado parecen desfallecer de salud: no estaban anémicos por causa de
la filosofía, como los nuestros. Interrogad, en efecto, a cualquier pintor,
novelista, músico: veréis que los problemas le prestan esa inseguridad
que es su marca esencial. Tantea como si estuviese condenado a detenerse en el
umbral de su empresa o de su suerte. A esta exacerbación del intelecto,
acompañada de una disminución correspondiente del instinto, nadie escapa en
nuestros días. Lo monumental, lo grandioso irreflexivo ya no es posible: por el
contrario, lo interesante se eleva al nivel de categoría. Es el
individuo quien hace al arte, no ya el arte quien hace al individuo, como ya no
es la obra lo que cuenta, sino el comentario que la precede o sucede. Y lo
mejor que un artista produce son sus ideas sobre lo que hubiera podido
realizar. Se ha convertido en su propio crítico, como el vulgo en su propio
psicólogo. Ninguna edad ha conocido tal conciencia de sí. Vistos desde este
ángulo, el Renacimiento parece bárbaro, la Edad Media prehistórica, e incluso
el último siglo parece un poquito pueril. Sabemos mucho nosotros mismos; por
otra parte, no somos nada. Revancha de nuestras lagunas en ingenuidad,
en frescura, en esperanza y en estupidez, el «sentido psicológico», nuestra
mayor adquisición, nos ha metamorfoseado en espectadores de nosotros mismos.
¿Nuestra mayor adquisición? Dada nuestra incapacidad metafísica, lo es
indudablemente, tal como es el único tipo de profundidad del que somos
susceptibles. Pero si se trasciende la psicología, toda nuestra «vida interior»
parece una meteorología afectiva cuyas variaciones no comportan ningún
significado. ¿A santo de qué interesarse por los manejos de espectros, por los
estadios de la apariencia? Y ¿cómo, tras el Temps retrouvé, reclamarnos
de un yo, cómo apostar todavía por nuestros secretos? No es Eliot, sino Proust,
quien es el profeta de los «hollow men», de los hombres vacíos. Quitad las
funciones de la memoria por las que él se ingenia para hacernos triunfar sobre
el devenir y no queda ya nada en nosotros más que el ritmo que marca las etapas
de nuestra delicuescencia. Desde este punto, rehusarse al aniquilamiento
constituye una descortesía para consigo mismo. El estado de criatura no
conviene a nadie. Lo sabemos tanto por Proust como por el maestro Eckhart; con
el primero, entramos en el goce del vacío por el tiempo; en el segundo por la
eternidad. Vacío psicológico; vacío metafísico. El uno, coronamiento de la
introspección; el otro, de la meditación. El «yo» constituye un privilegio sólo
de aquellos que no van hasta el fondo de sí mismos. Pero ir hasta el fondo de
sí mismo, es un extremo fecundo para el místico pero nefasto para el escritor.
Es imposible figurarse a Proust sobreviviendo a su obra, a la visión que la
concluye. Por otra parte, ha vuelto superflua e irritante toda búsqueda en la
dirección de las minucias psicológicas. A la larga, la hipertrofia del análisis
obstaculiza al novelista y a sus personajes. No se puede complicar
infinitamente un carácter ni las situaciones en las que se encuentra implicado.
Se las conoce todas, o por lo menos se las adivina.
Sólo hay una cosa peor que el hastío: el miedo
al hastío. Y tal miedo es el que experimento cada vez que abro una novela. No
sé qué hacer con la vida del héroe, no me apego a ella, no creo en ella en
manera alguna. El género, que ya ha dilapidado su sustancia, carece de objeto.
El personaje se muere y la intriga igual. En este aspecto no deja de ser
significativo que las únicas novelas dignas de interés sean precisamente
aquéllas donde, tras haber sido despedido el universo, ya no pasa nada. Incluso
el autor parece ausente. Deliciosamente ilegibles, Sin pies ni cabeza, igual
podrían detenerse en la primera frase que continuar decenas de millares de
paginas. A propósito de ellas, se le ocurre a uno una pregunta: ¿puede
repetirse indefinidamente la misma experiencia? Escribir una novela sin tema
está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte? Planteada la necesidad de
la ausencia, ¿por qué multiplicar esa ausencia y complacerse en ella? La
concepción implícita de esta clase de obras opone al desgaste del ser la
realidad inagotable de la nada. Sin valor lógico, tal concepción no es menos
cierta afectivamente. (Hablar de la nada en otros términos que los de la
afectividad es perder el tiempo). Postula una investigación sin referencias,
una experiencia vivida en el interior de una realidad inagotable, vacuidad
experimentada y pensada a través de la sensación, lo mismo que una dialéctica
paradójicamente fija, sin movimiento, dinamismo de la monotonía y de la
vacación. ¿No es esto dar vueltas sobre lo mismo? Voluptuosidad de la no‑significación:
supremo callejón sin salida. Servirse de la ansiedad no para convertir la
ausencia en misterio, sino el misterio en ausencia. Misterio nulo, pendiente de
sí mismo, sin trasfondo e incapaz de llevar a quien lo concibe más allá de las
revelaciones del sinsentido.
A la narración que suprime lo narrado, el
objeto, corresponde una ascesis del intelecto, una meditación sin contenido...
El espíritu se ve reducido al acto por el que es espíritu, y nada más. Todas
sus actividades le retrotraen a sí mismo, a ese desenvolvimiento estacionario
que le impide aferrarse a las cosas. Ningún conocimiento, ninguna acción: la
meditación sin contenido representa la apoteosis dc la esterilidad y el
rechazo.
La novela que se sale del tiempo abandona su
dimensión específica, renuncia a sus funciones: gesto heroico que es ridículo
repetir. Acaso se tiene el derecho de extenuar sus propias obsesiones, de
explotarlas, de reiterarlas implacablemente? Más de un novelista de hoy me hace
pensar en un místico que hubiera superado a Dios. El místico que hubiese
llegado ahí, es decir, a ninguna parte, no podría ya rezar, puesto que habría
ido más allá del objeto de sus oraciones. Pero ¿por qué los novelistas que han
superado la novela perseveran en ella? Tal es la capacidad de fascinación de
ésta que subyuga a los mismos que se esfuerzan en deshacerla. ¿Quién podría
expresar mejor la obsesión moderna por la historia y la psicología? Si el
hombre se agota en su realidad temporal, es sólo un personaje, un argumento de
novela y nada más. En resumen: nuestro semejante. Por otro lado, la novela
hubiera sido inconcebible en un período de florecimiento metafísico: es
imposible imaginársela prosperando en la Edad Media, ni en Grecia, India o
China clásicas. Pues la experiencia metafísica, desertando de la cronología y
las modalidades de nuestro ser, vive en la intimidad de lo absoluto, absoluto
al que el personaje debe tender sin alcanzarle jamás: sólo con esta condición
dispone de un destino, el cual, para ser literariamente eficaz, supone una
experiencia metafísica inacabada, voluntariamente inacabada, añadiría yo. Esto
apunta incluso a los mismos héroes dostoyevskianos: ineptos para salvarse,
impacientes por decaer nos intrigan en la medida en que guardan una falsa
relación con Dios. La santidad no es para ellos más que un pretexto para el
desgarramiento, un suplemento de caos, un rodeo que les permite derrumbarse
mejor. Si la poseyesen dejarían de ser personajes: la persiguen para
rechazarla, para paladear el peligro de volver a caer en sí mismos. Es por su
condición de santo fallido por lo que el príncipe epiléptico se sitúa en el
centro de una intriga, pues la santidad realizada es contradictoria con
el arte de la novela. En lo tocante a Aliocha, más próximo al ángel que al
santo, su pureza no evoca la idea de un destino y no se imagina uno bien cómo
Dostoyevsky hubiera podido hacer de él la figura central de una continuación de
Los hermanos Karamasovi. Proyección de nuestro horror por la historia,
el ángel es el arrecife, es decir, la muerte de la narración. ¿Será preciso
deducir que el dominio del narrador no debe extenderse a los acontecimientos de
la caída? Esto me parece singularmente cierto para el novelista, cuya función,
mérito y única razón de ser es realizar pastiches del infierno.
No
reivindico el honor de no poder leer una novela hasta el final; me insurjo
simplemente contra su insolencia, contra el doblez que nos ha impuesto y el
puesto que ha tomado entre nuestras preocupaciones. Nada más intolerable que
asistir durante horas en torno a tal o tal personaje ficticio. Que no se me
malentienda: los libros más conmovedores, si no los más grandes, que he leído
eran novelas. Lo cual no me impide aborrecer la visión de la que procedían.
Odio sin esperanza. Pues si aspiro a otro mundo, a cualquier mundo salvo el
nuestro, sé, sin embargo, que nunca llegaré a él. Cada vez que he intentado
establecerme en un principio superior a mis «experiencias», forzoso me ha sido
constatar que éstas primaban para mí en interés sobre aquél, que todas mis
veleidades metafísicas se estrellaban contra mi frivolidad. Errónea o
acertadamente, he acabado por hacer responsable a todo un género, por envolverlo
con mi rabia, por ver en él un obstáculo contra mí mismo, el agente de mi
desparramamiento y del de los otros, una maniobra del tiempo para infiltrarse
en nuestra sustancia, la prueba definitiva de que la eternidad nunca será para
nosotros más que una palabra y una nostalgia. «Como todo el mundo, eres hijo de
la novela», tal es mi estribillo y mi derrota.
No hay ataque no encierre una voluntad de
liberarse de un embeleso o de castigarse por él. Nunca me perdonaré el estar
interiormente más próximo del primer novelista que llega que del más fútil de
los sabios de antaño. No se apasiona uno impunemente por los tejemanejes de la
civilización occidental, civilización de la novela. Obnubilada por la
literatura, concede al escritor poco más o menos el mismo crédito que se
concedía al sabio en el mundo antiguo. Sin embargo, el patricio que compraba su
estoico o su epicúreo debía, junto a su esclavo, elevarse a un nivel al que no
sabría aspirar el burgués moderno que lee a su novelista. Si se me replicase
que ese sabio, cuando no era un impostor, discurría sobre temas tan trillados
como el destino, el placer o el dolor, yo respondería que ese tipo de
mediocridad me parece preferible a la nuestra y que incluso en el charlatanismo
de la sabiduría hay más verdad que en la actividad novelesca. Y, además, si de
charlatanismo se trata, no olvidemos ese otro, más digno, más real, de la
poesía.
Evidentemente no se puede hacer poesía con
cualquier cosa. No se presta a todo. Tiene escrúpulos y un cierto... standing.
Robarle su bien comporta ciertos riesgos: nada más inconsistente que ella
cuando se la trasplanta al discurso. Conocido es el carácter híbrido de la
novela de la inspiración romántica, simbolista o surrealista. Efectivamente, la
novela, usurpadora por vocación, no ha dudado en apoderarse de los medios
propios de movimientos esencialmente poéticos. Impura por su misma
adaptabilidad, ha vivido y vive del fraude y del pillaje y se ha vendido a
todas las causas. Ha sido la prostituta de la literatura. Ninguna preocupación
por la decadencia le supone un obstáculo, no hay intimidad que no viole. Con
igual desenvoltura hurga en los basureros y en las conciencias. El novelista,
cuyo arte está hecho de auscultación y cotilleo, transforma nuestros silencios
en chismes. Incluso misántropo, siempre tiene la pasión de lo humano: Se abisma
en ello. ¡Que lamentable papel hace junto a los místicos, sus locuras y su
«inhumanidad»! Y, además, Dios tiene en cualquier caso más clase. Se concibe
que se ocupen de él. Pero no comprendo que se apegue uno a las personas. Sueño
con las profundidades del Ungrund, fondo anterior a las corrupciones del
tiempo, y cuya soledad, superior a la de Dios, me separaría por siempre de mí,
de mis semejantes del lenguaje del amor, de la prolijidad que arrastra la
curiosidad por otro. Si la tomo con el novelista es porque, trabajando con una
materia vulgar, con todos nosotros es y debe ser más prolijo que nosotros.
Hagámosle al menos justicia sobre un punto: tiene el valor de la disolución. Es
el precio de su fecundidad y su potencia. No hay talento épico sin una ciencia
de la banalidad, sin el instinto de lo inesencial, de lo accesorio y de lo
ínfimo. Páginas y páginas: acumulaciones de naderías. Si el poema-río supone
una aberración, la novela‑río está inscrita en las leyes mismas del género. Palabras,
palabras, palabras... Hamlet leía, sin duda, una novela. Reflejar la vida
en sus detalles, degradar nuestras estupefacciones en anécdotas, ¡qué suplicio
para el espíritu! El novelista no experimenta este suplicio como tampoco siente
la insignificancia y la ingenuidad de lo «extraordinario». ¿Acaso hay un solo
acontecimiento que valga la pena de ser relatado? Pregunta poco razonable, pues
yo mismo he leído tantas novelas como cualquiera. Pero cuestión sensata, a poco
que el tiempo vuele de nuestras conciencias y no quede en nosotros más que un
silencio que nos arrebata de entre los seres y de esa extensión de lo
inconcebible sobre la esfera de cada instante por la que se define la
existencia.
El sentido
comienza a hacer pasar de moda. El cuadro cuya intención es inteligible no es
mirado largo tiempo el fragmento musical de carácter perceptible, de contornos
definidos, nos cansa; el poema demasiado claro, demasiado explícito, nos
parece... incomprensible. El reino de la evidencia toca a su fin: ¿Qué verdad
clara vale la pena de ser enunciada? Lo que puede ser comunicado no merece la
pena de que nadie se detenga en ello. ¿Deduciremos de esto que sólo el misterio
debe retenernos? Es no menos fastidioso que la evidencia. Entiendo aquí el
misterio pleno, tal como ha sido concebido hasta nosotros. El nuestro,
puramente formal, no es más que un recurso de espíritus decepcionados por la
claridad, una profundidad hueca, correspondiente con esta etapa del arte en que
ya nadie se engaña, en la cual, en literatura, en música, en pintura, somos
contemporáneos de todos los estilos. El eclecticismo, si bien daña la
tradición, ensancha en contrapartida nuestro horizonte y nos permite
aprovecharnos de todas las tradiciones. Libera al teórico, pero paraliza al
creador, a quien descubre perspectivas demasiado vastas; ahora bien, una obra
se hace dejando de lado o fuera del saber. Si el artista de hoy se refugia en
lo oscuro es que ya no puede innovar con lo que sabe. La masa de sus
conocimientos ha hecho de él un glosador, un Aristarco desengañado. Para
salvaguardar su originalidad no le queda ya más que la aventura de lo
ininteligible. Renunciará, pues, a las evidencias que le impone una época sabia
y estéril. Si es poeta, se encuentra ante palabras de las que ninguna, en su
acepción legítima, está cargada de futuro; si las pretende viables, deberá
romper su sentido, correr tras la impropiedad. En las Letras en general
asistimos a la capitulación del Verbo, el cual, por extraño que ello pueda
parecer, está todavía más gastado que nosotros. Sigamos, pues, la curva
descendente de su vitalidad, concertémonos con su grado de «surmenage» y
decrepitud, desposeamos al caminar de su agonía. Cosa curiosa: jamás fue más
libre; su dimisión es su triunfo: emancipado de lo real y de lo vivido, se
permite al fin el lujo de no expresar nada más que el equívoco de su propio
juego. De esta agonía, de este triunfo, el género que nos ocupa debía
resentirse.
La llegada de la novela sin materia ha dado un
golpe de muerte a la novela. No más fabulación, ni personajes, ni intrigas, ni
casualidad. Excomulgado el objeto, abolido el sucedido, sólo subsiste todavía
un yo que se sobrevive, que se acuerda de haber sido; un yo sin mañana
que se aferra a lo indefinido, le da vueltas y revueltas, lo convierte en
tensión y esta tensión no tiene más desenlace que sí misma: éxtasis en los
confines de las letras, murmullo incapaz de desvanecerse en grito, letanía y
soliloquio del vacío, llamada esquizofrénica que rechaza al eco, metamorfosis
en un punto extremo que se hurta y que no persigue ni el lirismo de la
invectiva ni el de la oración. Aventurándose hasta las raíces de lo vago, el
novelista se convierte en un arqueólogo de la ausencia que explora las capas de
lo que no es y no podría ser, que horada lo inaprehensible y lo desenvuelve
ante nuestras miradas cómplices y desconcertadas. ¿Un místico que se ignora?
Ciertamente, no. Pues el místico, si bien nos describe los trances de su
espera, ésta desemboca en un objeto en el cual llega a echar el ancla. Su
tensión se dirige fuera de sí misma o se mantiene tal cual en el interior de
Dios, donde encuentra un apoyo y una justificación. Reducida a sí misma, sin la
subyacencia de una realidad, sería dudosa o no intrigaría más que a la
psicología. Admitamos, sin embargo, que esta realidad que la sostiene y
transfigura sea ilusoria: en sus accesos de acedía, el místico conviene en
ello. Pero tales son sus recursos, tal es el automatismo de su tensión que, en
lugar de entregarse a lo indefinido y fundirse con ello, lo sustancializa, le
presta su espesor y un rostro. Tras haber abjurado de sus caídas y convertido
sus noches en camino y no en hipóstasis, penetra en una región en la que ya no
conoce esa sensación, la más penosa de todas, de que el ser os está vedado, que
nunca podréis hacer un pacto con él. Y de ese ser no conoceréis más que la
periferia, las fronteras: por eso es uno escritor. El no man's land que
se extiende entre estas fronteras y las de la literatura es recorrido, en sus
mejores momentos, por el novelista. Llegada a ese punto, falta de contenido y
de objeto al que aplicarse, la psicología se anula, puesto que ha entrado en
una zona incompatible con su ejercicio. Imaginaos una novela en que los
personajes no viviesen en función los unos de los otros, ni de sí mismos, un
Adolfo, un Iván Karamazof o un Swann sin acompañantes: comprenderéis que los
días de la novela están contados y que, si se obstina en durar, deberá
satisfacerse con una carrera de cadáver.
Es preciso, sin duda, ir todavía más lejos:
desear, más allá del final de un género, el de todos los otros, el del arte.
Privado de todas sus escapatorias, el hombre tendría el buen gusto, proclamando
su desasistimiento, de suspender su carrera, aunque no fuera más que durante
unas cuantas generaciones. Antes de comenzar de nuevo le sería preciso
regenerarse por el estupor: a lo cual lo incita todo el arte contemporáneo en
la medida en que éste suscribe su propia destrucción.
No es que haya que creer en el porvenir de la
metafísica ni en ninguna clase de porvenir. Lejos de mí tal locura. No por ello
es menos cierto que todo final oculta una promesa y despeja el horizonte.
Cuando en los escaparates de las librerías no veamos ya ninguna novela, se
habrá dado un paso ‑quizá hacia adelante o quizá hacia atrás... Por lo menos
toda una civilización basada en la prospección de futilidades sucumbirá.
¿Utopía, divagación o barbarie? No lo sé. Pero no puedo impedirme pensar en el
último novelista.
Cuando, al final de la Edad Media, la epopeya
comenzó a debilitarse, para desaparecer a continuación, los contemporáneos de
este declinar debieron experimentar cierto alivio: seguramente respirarían con
mayor libertad. Una vez agotada la mitología cristiana y caballeresca, el
heroísmo, concebido al nivel cósmico y divino, cedió su puesto a la tragedia:
el hombre se apoderó, en el Renacimiento, de sus propios límites, de su propio
destino y llegó a ser él mismo hasta ponerse al borde del estallido. Después,
no pudiendo soportar por más tiempo la opresión de lo sublime, se rebajó a la
novela, la epopeya de la era burguesa, epopeya sustitutoria.
Ante nosotros se abre una vacante que llenarán
los sucedáneos filosóficos, las cosmogonías de simbolismo nebuloso, visiones
dudosas. El espíritu se ensanchará con ello y englobará más materias que las
que suele contener. Pensemos en la época helenística y en la efervescencia de
las sectas gnósticas: el Imperio, con su vasta curiosidad, abrazaba sistemas
irreconciliables y, a fuerza dc naturalizar dioses orientales, ratificaba
numerosas doctrinas y mitologías. Lo mismo que un arte extenuado se hace
permeable a las fuerzas de expresión que le eran extrañas, del mismo modo un
culto ya sin recursos se deja invadir por todos los otros. Tal fue el sentido
del sincretismo antiguo, tal es el sentido del sincretismo contemporáneo.
Nuestro vacío, en el que se amontonan artes y religiones dispares, llama a
ídolos de otras partes, ya que los nuestros están demasiado caducos como para
seguir velando por nosotros. Especializados en otros cielos, no sacamos empero
ningún provecho de ellos: salido de nuestras lagunas, de la ausencia de un
principio de vida, nuestro saber es universalidad de superficie, dispersión que
presagia la venida de un mundo unificado en lo grosero y lo terrible. Sabemos
de qué modo, en la antigüedad, el dogma puso fin a las fantasías del
gnosticismo; adivinamos en qué certeza se acabarán nuestros desvaríos
enciclopédicos. Quiebra de una época en la que la historia del arte sustituye
al arte y la de las religiones a la religión.
No
seamos inútilmente amargos: ciertas quiebras pueden ser fecundas. Por ejemplo,
la de la novela. Saludémosla, pues; incluso lleguemos hasta celebrarla: nuestra
soledad se encontrará de este modo reforzada, robustecida. Privados de una de
nuestras salidas, acorralados finalmente en nosotros mismos, podremos
interrogarnos mejor sobre nuestras funciones y nuestros límites, sobre la
inutilidad de tener una vida, de convertirse en un personaje o de crear uno.
¿La novela? Es un veto opuesto al estallido de nuestras apariencias, el punto
más alejado de nuestros orígenes, artificio para escamotear nuestros auténticos
problemas, pantalla que se interpone entre nuestras realidades primordiales y
nuestras ficciones psicológicas. Nunca admiraremos bastante a todos los que,
imponiéndole técnicas que la niegan, una atmósfera que la invalida, exigencias
que la superan, colaboran a su ruina y a la de nuestro tiempo, del que es
juntamente el rostro, la quintaesencia y la mueca. Traduce todos sus rostros,
acapara todas sus posibilidades de expresión. Muchos la adoptan, aunque su
naturaleza no les disponía nada a ello. Hoy Descartes sería, probablemente,
novelista; Pascal, casi seguro. Un género se hace universal cuando seduce a los
espíritus que nada inclinaba hacia él. Pero la ironía quiere que sean ellos
precisamente los que lo subviertan: introducen en él problemas heterogéneos a
su naturaleza, lo diversifican, lo pervierten y lo recargan hasta hacer
quebrarse su arquitectura. Cuando no se tiene gran afecto por el futuro de la
novela hay que alegrarse de ver a los filósofos escribirlas. Siempre que éstos
se infiltran en el mundo de las Letras es para explotar su desazón o precipitar
su bancarrota.
Que la literatura esté llamada a desaparecer,
es posible e incluso deseable. ¿Para qué sirve la farsa de nuestras
interrogaciones, de nuestros problemas, de nuestras ansiedades? ¿No sería
preferible, después de todo, orientarnos hacia una condición de autómatas? A
nuestras tristezas individuales, demasiado gravosas, les sucederían tristezas
en serie, uniformes y fáciles de soportar; no más obras originales o profundas,
no más intimidad, luego no más sueños ni más secretos. Dicha desdicha perdería
todo su sentido porque no tendrían de dónde emanar; cada uno de nosotros
sería, por fin, idealmente perfecto y nulo: nadie. Llevados al
crepúsculo, a los últimos días del Albur..., contemplemos nuestros dioses a la
deriva: valían lo mismo que nosotros, los pobres. Quizá les sobreviviremos,
quizá volverán disminuidos, disfrazados, furtivos. Para ser justos reconozcamos
que, si bien se interpusieron entre nosotros y la verdad ahora que se van no
estamos más cerca de ella que en la época en la que nos prohibían mirarla o
afrontarla. Tan miserables como ellos, continuamos trabajando en lo ficticio y
sustituyendo, inevitablemente, una ilusión por otra: nuestras más profundas
certezas no son más que mentiras que actúan...
Sea como fuere, la materia de la literatura se
adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros
ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me
impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los
remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde establecer
el grado exacto de su agonía.
El
comercio de los místicos
Nada más
irritante que esas obras en las que se coordina las ideas frondosas de un
espíritu que ha aspirado a todo, salvo al sistema. ¿De qué sirve dar una apariencia de coherencia a las de Nietzsche, so
pretexto de que giran en torno a un motivo central? Nietzsche es un conjunto de
actitudes y supone rebajarle, buscar en él una voluntad de orden, una
preocupación por la unidad. Cautivo
de sus humores, ha recensionado sus variaciones. En su filosofía, meditación
sobre sus caprichos, vanamente quisieran los eruditos elucidar constantes que
rechaza.
La obsesión del sistema no es menos sospechosa
cuando se aplica al estudio de los místicos. Pase todavía en el caso de un
master Eckhart, que se tomó el cuidado de disciplinar su pensamiento: ¿Acaso no
era un predicador? Un sermón, por inspirado que sea, tiene algo de curso
escolar, expone una tesis y se atarea en mostrar lo bien fundada que está. Pero
¿qué decir de un Angelus Silesius, cuyos dísticos
se contradicen a placer y no poseen más que un tema común: Dios ‑quien es
presentado bajo tantas caras que es difícil identificar la verdadera? El Peregrino
querubínico, serie de afirmaciones irreconciliables, espléndidamente
confusas, no expresa más que los estados estrictamente subjetivos de su autor:
querer descubrir ahí la unidad, el sistema, es arruinar su capacidad de
seducción. Angelus Silesius se preocupa menos de Dios que de su dios propio.
Una multitud de locuras poéticas resultan de ello, que deberían hacer
retroceder al erudito y espantar al teórico. Nada de eso sucede. Uno y otro se
empeñan en poner buen orden en esas afirmaciones, en simplificarlas, en sacar
de ellas una idea precisa. Maníacos del rigor, quieren saber lo que el autor pensaba
de la eternidad y de la muerte. ¿Qué es lo que pensaba? Cualquier cosa.
Son experiencias suyas, personales y absolutas. En cuanto a su dios, nunca acabado,
siempre imperfecto y cambiante, él consigna sus momentos y traduce su devenir
en un pensamiento no menos imperfecto y cambiante. Desconfiemos de lo definitivo, apartémonos de quienes pretenden poseer
un punto de vista exacto sobre algo, sea lo que sea. Que en tal dístico
Angelus Silesius identifica la muerte con el mal y en tal otro con el bien, sería
una falta de probidad y de humor asombrarse de ello. Como la misma muerte deviene
en nosotros, consideremos sus etapas, sus metamorfosis; encerrarla en una
fórmula es detenerla, empobrecerla, sabotearla.
El místico no vive ni sus éxtasis ni sus ascos
en los límites de una definición: su pretensión no es satisfacer las exigencias
de su pensamiento, sino las de sus sensaciones. Y tiende mucho más que el poeta
a la sensación, ya que merced a ella confina con Dios.
No hay estremecimientos idénticos y que puedan
ser repetidos a voluntad: la identidad de un vocablo recubre de hecho, multitud
de experiencias divergentes. Hay mil percepciones de la nada y una sola palabra
para traducirlas: la indigencia del discurso hace inteligible el universo... En
Angelus Silesius, el intervalo que separa un dístico de otro está atenuado, si
no anulado, por la imagen familiar de las mismas palabras que vuelven, por esa
pobreza del lenguaje que hace perder su individualidad a los suspiros, a los
horrores y a los éxtasis. A partir de esto, el
místico desvirtúa su experiencia al expresarla, tanto como el erudito desvirtúa
al místico al comentarle.
Es un
error sobre la mística suponer que deriva de un reblandecimiento de los
instintos, de una savia comprometida. Un Luis
de León, un San Juan de la Cruz,
coronaron una época de grandes empresas y fueron necesariamente contemporáneos
de la Conquista.
Lejos de ser claudicantes, lucharon por su fe,
atacaron a Dios frontalmente, se apropiaron del cielo. Su idolatría del no
querer, de la dulzura y la pasividad les protegía contra una tensión apenas
soportable contra esa histeria sobreabundante de la que procedía su
intolerancia, su proselitismo, su poder sobre este mundo y sobre el otro. Para
adivinarlos, imagínese un Hernán Cortés en medio de una geografía invisible.
Los místicos alemanes no fueron menos
conquistadores. Su inclinación a la herejía, a la afirmación personal, a la
protesta, traducía, en el plano espiritual, la voluntad de individualizarse de
toda una nación. Tal fue la significación de la Reforma que dio a Alemania su
sentido histórico. En plena Edad Media,
Eckhart desborda la tradición y se interna en un camino propio: su vitalidad
anuncia la de Lutero. Indica igualmente la dirección que tomará el pensamiento
alemán. Pero lo que le asegura una posición única es que, padre de la
paradoja en materia de religión, fue el primero en haber dado un giro de drama
intelectual a las relaciones entre el hombre y Dios. Esta tensión convenía
particularmente a una época en que todo un pueblo estaba en fermentación y a la
búsqueda de sí mismo.
Había algo de caballeresco en esos místicos.
Portadores de una coraza secreta, indomables hasta en su pasión de torturarse,
poseían el orgullo del gemido, una demencia contagiosa, incendiaria. Suso no le
cede en nada a los más extravagantes anacoretas, hasta tal punto supo variar
sus tormentos. El espíritu caballeresco, vuelto hacia lo intemporal, perpetúa
allí el gusto por la aventura. Pues la mística es una aventura, una aventura
vertical: se arriesga hacia lo alto y se apodera de otra forma de espacio. En
ese punto se diferencia de esas doctrinas de la decadencia, de las que lo
propio es no provenir del manantial, sino venir de otra parte, como las
que de Oriente fueron trasplantadas a Roma. De este modo sólo respondían al
apetito de marasmo de una civilización incapaz de crear una religión nueva o de
adherirse todavía a los prestigios de la mitología. Lo mismo ocurre con los
místicos de hoy, con su absoluto importado, para uso de debiluchos y decepcionados.
Suspiro insolente de la criatura, la piedad es
inseparable de la energía y el vigor. Port‑Royal, pese a su apariencia idílica,
fue la expresión de una espiritualidad desbordante. Francia conoció allí su
último momento de interioridad. A continuación ya no pudo volver a encontrar
exceso y fuerza más que en el laicado: hizo la Revolución tras la implantación
de un catolicismo edulcorado, que es todo lo que podía emprender. Habiendo
perdido la tentación de la herejía, se había hecho estéril en inspiración
religiosa.
Insumisos por vocación, desenfrenados en sus
oraciones, los místicos juegan, temblando con el cielo. La Iglesia los
ha rebajado al rango de pedigüeños de lo sobrenatural, a fin de que,
fastidiosamente civilizados, puedan servir de «modelos». Sabemos, empero, que
fueron, en sus vidas y en sus escritos, fenómenos de la Naturaleza y que no
podía sucederles mayor desgracia que caer en manos de los curas. Nuestro deber
es arrebatárselos: sólo a ese precio el cristianismo podrá aspirar a una
precaria duración.
Cuando les llamo «fenómenos de la Naturaleza»
no pretendo en absoluto que tuviesen una «salud» a toda prueba. Se sabe que
estaban enfermos. Pero la enfermedad actuaba en ellos como un acicate, como un
factor de desmesura. A través de ella aspiraban a otro tipo de vitalidad que la
nuestra. Pedro de Alcántara había
conseguido no dormir más que una hora cada noche: ¿Acaso no es éste un
signo de fuerza? Y todos ellos eran fuertes, puesto que no destruían sus
cuerpos más que para sacar de ello un suplemento de poder. Se les supone
dulces, pero no hay seres más duros. ¿Qué
es lo que nos proponen? Las virtudes
del desequilibrio. Ávidos de todo tipo de llagas, hipnotizados por lo
insólito, emprendieron la conquista de la única ficción que vale la pena; Dios
les debe todo: su gloria, su misterio, su eternidad. Prestan existencia a
lo inconcebible, fuerzan la nada para animarla: ¿Cómo la dulzura podría
realizar tal hazaña?
En contraposición con la nada, abstracta y
falsa, de los filósofos, la suya brilla de plenitud: goce fuera del mundo,
alzamiento de la duración, aniquilación luminosa más allá de los límites del
pensamiento. Deificarse, destruirse para reencontrarse, abismarse en su propia
claridad, son tareas que precisan más ímpetu y temeridad que lo exigido por el
resto de nuestros actos. El éxtasis ‑estado
límite de la sensación, perfeccionamiento por medio de la ruina de la conciencia‑ es patrimonio sólo de
aquellos que, aventurándose fuera de sí mismos, sustituyen a la ilusión vulgar
que fundaba su vida por otra, suprema, en la que todo está resuelto y todo está
superado. Ahí el espíritu está en suspenso, la reflexión abolida, y, con
ella, la lógica de la zozobra. ¡Si pudiéramos, a ejemplo de los místicos, ir
más allá de las evidencias y del callejón sin salida que se desprende de ellas,
llegar a ser error deslumbrado, divino, si pudiésemos, como ellos, remontarnos
hasta la verdadera nada! ¡Con qué habilidad desguazan a Dios, le
saquean, le roban sus atributos, de los que se proveen para... rehacerlo! No
hay nada que resista la efervescencia de su locura, esa expansión de su alma,
siempre empeñada en fabricar otro cielo, otra tierra. Todo lo que tocan toma
color de ser. Habiendo comprendido los inconvenientes de ver y dejar las cosas
tal cual son, se han esforzado por desnaturalizarlas. Vicio de óptica al que
prestan todos sus cuidados. Ninguna
huella de lo real, bien lo saben, subsiste tras el paso, tras las devastaciones
de la clarividencia. Nada es, tal es su punto de partida, tal es la
evidencia que han conseguido vencer y rechazar para llegar a la afirmación: todo
es. Hasta que no hayamos recorrido el camino que les ha conducido a una
conclusión tan sorprendente no estaremos en pie de igualdad con ellos.
Ya en la
Edad Media ciertos espíritus, cansados de reiterar los mismos temas, las mismas
expresiones, debían, para renovar su piedad y emanciparla de la terminología
oficial, recurrir a la paradoja, a la fórmula seductora, ora brutal, ora
matizada. Así, por ejemplo, el maestro Eckhart. Por riguroso y preocupado de
coherencia que estuviese era demasiado escritor para no parecer sospechoso a la
Teología: su estilo, más que sus ideas le valió el honor de ser convicto de
herejía. Cuando se examinan, en sus tratados y sermones, las proposiciones
incriminadas, uno se sorprende de la preocupación por el bien decir que
traicionan; revelan el lado genial de su fe. Como todo herético, pecó por la forma. Enemiga del lenguaje, la ortodoxia, religiosa o política, postula la
expresión prevista. Si casi todos los
místicos tuvieron conflictos con la Iglesia, es porque tenían demasiado
talento; la Iglesia no exige ninguno, no reclama más que la obediencia, la
sumisión a su estilo. En
nombre de un verbo esclereotizado, erige sus hogueras. Para escapar a ellas, el
herético no tenía otro recurso más que cambiar de fórmulas, expresar sus
opiniones en otros términos, en términos consagrados. La Inquisición no
hubiera quizás existido jamás si el catolicismo hubiese tenido más indulgencia
y comprensión por la vida del lenguaje, por sus desvíos, su variedad y su
invención. Cuando se ha barrido la
paradoja, sólo se evita el martirio por el silencio o la banalidad.
Otras razones concurren a hacer del místico un
hereje. Si le repugna que una autoridad externa reglamente sus relaciones para
con Dios, no admite tampoco una injerencia más alta: apenas tolera a Jesús.
Nada acomodaticio, debe, sin embargo, prestarse a ciertos compromisos, murmurar
las oraciones recomendadas, prescritas, a falta de poder improvisar siempre nuevas.
Perdonémosle esta debilidad. Quizá no cede a ella más que para demostrar que es
capaz de rebajarse al nivel de lo vulgar y emplear su lenguaje, quizá para
probarnos que no ignora la tentación de la humildad. Pero sabemos que no cae en
ella a menudo, que gusta de innovar rezando, que inventa de rodillas y que ésta
es su manera de romper con el dios común.
Reanima y rehabilita la fe, la amenaza y la
zapa como un enemigo íntimo, providencial. Sin él se marchitaría. Ahora se
adivina la razón por la que el cristianismo se muere y por la que la Iglesia,
privada de apologistas y de detractores, no tiene ya a quien alabar ni a quien
perseguir. Escasa de herejes, renunciaría gustosa a exigir obediencia si, como
contrapartida vislumbrase entre los suyos un exaltado que dignándose atacarla,
se la tomase en serio, y le diese alguna esperanza, algún motivo de alarma.
¡Albergar tantos ídolos y no avizorar en lontananza ningún iconoclasta! Los
creyentes ya no rivalizan entre ellos ni, por otra parte, tampoco los incrédulos:
nadie quiere llegar primero en la carrera por la salvación o la condenación...
Acontecimiento
considerable: los dos mayores poetas modernos, Shakespeare y Hölderlin, han
dejado de lado el cristianismo.
Si hubiesen padecido su seducción, hubieran creado una mitología propia y la
Iglesia hubiera tenido la dicha de contar en sus filas dos herejes más. Sin
dignar meterse con la Cruz, ni mucho menos alzarla hasta su altura, el uno fue
más allá de los dioses y el otro resucitó los de Grecia. El primero se elevó
por encima de la oración, el segundo invocaba un cielo que sabía impotente, que
prefería difunto: el uno es precursor de
nuestra indiferencia, el otro de nuestras nostalgias.
El
solitario, combatiente a su manera, siente la necesidad de poblar su soledad
con enemigos reales o imaginarios. Si es creyente, la llena de demonios,
sobre la realidad de los cuales no se hace, a menudo, ninguna ilusión. Sin
ellos, caería en la sosera: su vida espiritual se resentiría. Con justicia
llamó Jakob Boehme al diablo el «cocinero de la naturaleza», cuyo arte da gusto
a todo. El mismo Dios, imponiendo desde el principio la necesidad del enemigo,
reconocía no poder pasarse sin luchar, sin atacar y sin ser atacado.
Como lo
más frecuente es que el místico invente sus adversarios, de ello se sigue
que su pensamiento afirma la existencia de los otros por cálculo, por
artificio: es una estrategia sin mayores consecuencias. Su pensamiento se
reduce, en última instancia, a una polémica consigo mismo: él se pretende
multitud, se convierte en multitud, aunque no fuese más que fabricando siempre
rostros, multiplicando sus caras: en esto se parece a su creador, cuyo
trapicheo perpetúa.
Al
fenómeno místico le falta continuidad: se expande, alcanza su apogeo, y después
degenera y acaba en caricatura. Tal fue el caso del florecimiento religioso en
España, en Flandes o en Alemania. Si,
en las artes, el epígono a veces logra imponerse, nada, por el contrario, más
lamentable que un místico de segunda categoría, parásito de lo sublime,
plagiario de éxtasis. Puede jugarse a la poesía, puede incluso darse la
ilusión de la originalidad: basta con haber penetrado en los secretos del
oficio. Estos secretos apenas cuentan a los ojos del místico, cuyo arte no es
más que un medio. Como no aspira a gustar a los hombres y quiere ser
leído más allá, se dirige a un público bastante restringido, bastante
difícil y que exige de él mucho más que simple talento o genio. ¿A qué se
dedica? A buscar lo que escapa o sobrevive del desperdigamiento de sus experiencias:
el residuo de la intemporalidad bajo las vibraciones del yo. Desgasta sus
sentidos en el roce con lo indestructible, lo contrario que el poeta, que los
desgasta por el roce en lo supremo (la el uno se abisma casi carnalmente
mística: fisiología de las esencias), el otro se deleita en la
superficie de sí mismo. Dos gozadores en niveles diferentes. Tras haber paladeado las apariencias, el
poeta no puede olvidar su sabor; es un místico que, a falta de poder elevarse a
la voluptuosidad del silencio, se limita a la de la palabra. Un charlatán de
calidad, un charlatán superior.
Cuando
se leen las Revelaciones de Margarita Ebner y se recorren sus crisis, su
adorable infierno, se siente uno celoso. Durante días enteros, no despegaba los
labios; cuando al fin abría la boca, era para proferir gritos que exaltaban y
hacían temblar al convento. Y ¿qué decir
de Angela de Foligno? Es mejor escucharla directamente: «Contemplo, en el
abismo en que me veo caída, la sobreabundancia de mis iniquidades, busco inútilmente
cómo descubrirlos y mostrarlos al mundo, quisiera ir desnuda por las ciudades y
las plazas, con pedazos de carne y pescado colgados de mi cuello, y gritar:
¡aquí tenéis a la criatura más vil!»
Temperamentos
sanguíneos, que se complacían en los extremos de la degradación y de la pureza,
en el vértigo de los bajos fondos y de las alturas, los santos no se acomodan a
nuestros razonamientos y nuestras cobardías en absoluto. Ver en ellos un tipo
de meditativos, es equivocarse de medio a medio. Demasiado desbocados,
demasiado feroces para poder detenerse en la meditación (que supone control de
sí mismo, luego mediocridad de la sangre), si aspiran a descender hasta los
cimientos de las cosas, el proceso que les conduce a ello no es precisamente
«reflexivo». Sin ningún pudor, sin ninguna traza de estoicismo en sus gestos ni
en sus palabras, creen que todo les está permitido, pasean su indiscreción a
través de los corazones que turban, porque les horroriza la paz y no pueden
soportar un alma que ha llegado.
Se condenarían a sí mismos antes que aceptarse. Escuchemos de nuevo a Angela de Foligno: «Aunque todos
los sabios del mundo y todos los santos del Paraíso me abrumasen con sus
consolaciones y sus promesas, y Dios mismo con sus dones, si no me cambiase a
mí misma, si no comenzase en el fondo de mí una nueva operación, en lugar de
hacerme ningún bien, los sabios, los santos y Dios exasperarían más allá de
toda expresión mi desesperación, mi furor, mi tristeza y mi ceguera». ¿Acaso no
deberíamos, frente a estas declaraciones y estas exigencias, liquidar nuestros
últimos restos de buen sentido y lanzarnos como bárbaros hacia las «tinieblas
de la luz»? ¿Cómo resolvernos a ello, clavados como estamos a las taras de la
modestia? Nuestra sangre es demasiado tibia y nuestros apetitos demasiado
domados. No tenemos ninguna posibilidad de ir más allá de nosotros mismos.
Hasta nuestra locura es demasiado mesurada. Abatir los tabiques del espíritu,
sacudirlo, desear su ruina ‑¡fuente de novedades!‑. Tal como es ahora, es remiso
a lo invisible y no percibe más que lo que ya sabe. Para que se abra al
verdadero saber, necesita dislocarse, franquear sus límites, pasar por las
orgías del aniquilamiento. No sería la ignorancia nuestro patrimonio si nos
atreviésemos a izarnos por encima de nuestras certezas y de esta timidez que,
impidiéndonos obrar milagros, nos hunde en nosotros mismos. ¿Por qué no
tendremos el orgullo de los santos?
Si velan y rezan es para sonsacarle a Dios el
secreto de su poder. Súplicas pérfidas las de estos rebeldes en torno a los
cuales el demonio gusta de rondar. Hábiles, a él también le sonsacan su secreto
y le fuerzan a trabajar para ellos. Saben aprovechar el principio malo que les
habita para elevarse. Los que se derrumban de entre ellos, ponen en su caída
cierta complacencia: caen no como víctimas, sino como asociados del diablo.
Salvados o condenados, todos llevan una marca de no humanidad, todos rechazan
asignar un límite a sus empresas. ¿Qué renuncian? Su renuncia es completa. Pero
en lugar de verse disminuidos o debilitados por ella, se encuentran más
poderosos que nosotros que conservamos los bienes abandonados por ellos. Estos
gigantes con el alma y el cuerpo fulminados nos aterran. Al contemplarlos, nos
sentimos avergonzados de ser simplemente hombres. Y si ellos nos miran a su
vez, desciframos las palabras que nuestra mediocridad inspira a su
misericordia: «¡Pobres criaturas, que no tenéis el coraje de llegar a ser
únicas, de convertiros en monstruos!» Decididamente, el diablo trabaja para
ellos y no es del todo ajeno a su aureola. ¡Qué humillación para nosotros haber
pactado con él sin ninguna ganancia!
Destructor al servicio de la vida, demonio vuelto hacia el bien, el santo es el
gran maestro del esfuerzo contra uno mismo. Para vencer sus
inclinaciones, tanto como por miedo de sí mismo se constriñe a la bondad e
imaginándose tener semejantes y deberes para con ellos, se impone el agotador
trabajo de la piedad. Sufre y le gusta sufrir, pero al término de sus
sufrimientos hace de los seres sus juguetes, recorre el futuro, lee en los
pensamientos de los otros, cura a los incurables, infringe impunemente las
leyes de la naturaleza. Es para adquirir esta libertad y este poder por lo que
ha rezado y resistido a las tentaciones. El placer es consciente de ello,
relaja, embota: si recurriese a él, no podría alcanzar ni siquiera pretender lo
extraordinario, su fuerza y sus facultades disminuirían: carecería de energía
en sus deseos y de ímpetu en sus ambiciones. Lo que desea son satisfacciones de
otro orden y cierto placer ejemplar: el de igualar a Dios. Su horror de los
sentidos es calculado, interesado. Los zahiere y los rechaza, sabiendo que
volverá a encontrarlos, transfigurados, en el más allá.
Desde el momento en que aspira a sustituir a
la divinidad, acepta pagar el precio debido: un fin tan grande justifica todos
los medios. Persuadido de que la eternidad es privilegio de un cuerpo lacerado,
buscará todo tipo de dolamas y conspirará contra su bienestar, de la ruina del
cual espera su salvación y su triunfo. Si se dejase ir a su aire, perecería;
pero como utiliza su vitalidad maltratada, se yergue de nuevo. Contenida
durante demasiado tiempo, termina por explotar. Y se convierte en un lisiado
temible que se vuelve contra el cielo para desalojar de él al usurpador. Tal
favor, caído en suerte a los que, por medio del dolor, han penetrado el secreto
de la Creación, no se da más que en las épocas en las que la salud se considera
una desgracia.
Todo estado inspirado procede de una inanición
cultivada, querida. La santidad, inspiración ininterrumpida, es un arte de
dejarse morir de hambre sin... morirse, un desafío a las entrañas y una especie
de demostración de la incompatibilidad del éxtasis y la digestión. Una humanidad
ahíta produce escépticos, nunca santos. ¿El absoluto? Cuestión de régimen. No
hay ningún «fuego interior», ninguna «llama» sin la supresión casi total de los
alimentos. Contrariemos a nuestros apetitos y nuestros órganos arderán, nuestra
materia se incendiará. Quien come todo lo que le apetece está espiritualmente
condenado.
Movidos por impulsos salvajes, los santos
habían conseguido dominarlos, es decir, conservarlos secretamente. No ignoraban que la caridad toma su fuerza
de nuestros dramas fisiológicos y que debían, para apegarse a los seres,
declarar la guerra al cuerpo, pervertirlo, martirizarlo y someterlo. Cada uno
de ellos evoca un agresor que, súbitamente convertido al amor, se dedicase
después a odiarse. Y ellos supieron odiarse hasta el límite; pero, una vez
agotado este odio de sí mismos, estaban libres, desprendidos de toda traba: la
ascética les había revelado el sentido, la utilidad de la destrucción, preludio
de la pureza y la liberación. A su vez, nos revelaron por qué tormentos pasar
si queremos, también nosotros, ser libres.
A cualquier nivel que transcurra nuestra vida,
no será verdaderamente nuestra más que en proporción de nuestros esfuerzos por
romper sus formas aparentes. El hastío, la desesperación, incluso la abulia,
nos ayudarán a ello, a condición siempre de hacer la experiencia completa, de
vivirlas hasta el momento en que, a punto de sucumbir, nos erguimos y la
transformamos en auxiliares de nuestra vitalidad. ¿Qué hay de más fecundo que
lo peor para quien sabe desearlo? Pues no es el sufrimiento lo que libera, sino
el deseo de sufrir.
¿Cómo reírnos de la historia de la Edad Media? Uno
suspiraba o aullaba en su celda: los otros le veneraban a uno... Las
turbaciones no le conducían a uno al psiquiatra. Temiendo curarse, uno las exasperaba, mientras que se
ocultaba la salud como una vergüenza, como un vicio. La enfermedad era el gran
recurso de todos, el gran remedio. A partir de entonces, caída en el
descrédito, boicoteada, continúa reinando, pero nadie la ama ni la busca. Enfermos, no sabemos qué hacer con nuestros
males. Más de una de nuestras locuras quedará para siempre sin ser usada.
Hay otras histerias no menos admirables, de
las que emanaban himnos al Sol, al Ser, a lo Desconocido, ¡Aurora de Egipto, de
Grecia, frenesí dc las mitologías, insistencia en el primer contacto con los
elementos! Completamente en las antípodas, somos incapaces de vibrar con el
espectáculo de los orígenes: nuestros interrogantes, en lugar de saltar en
ritmos, se arrastran en las bajezas del concepto o se desfiguran bajo la risotada
sarcástica de nuestros sistemas. ¿Dónde está nuestra sensibilidad hímnica, la
embriaguez de nuestros comienzos, el alba de nuestras estupefacciones?
Arrojémonos a los pies de la Pitia, volvamos a nuestros antiguos trances: filosofía de los momentos únicos, tal es la única filosofía.
Cuando
hayamos dejado de referir nuestra vida secreta a Dios, podemos elevarnos a
éxtasis tan eficaces como los de los místicos y vencer en este mundo sin
referirnos al más allá. Pues si, empero, la obsesión de otro mundo debiera
perseguirnos, nos sería fácil construirlo, proyectar uno de circunstancias,
aunque no fuera más que para satisfacer nuestra necesidad de lo invisible. Lo
que cuenta son nuestras sensaciones, su intensidad y sus virtudes, así como
nuestra capacidad de precipitarnos en una locura no sagrada. En lo desconocido,
podremos ir tan lejos como los santos, sin servirnos de sus medios. Nos bastará
con obligar a la razón a un largo mutismo. Entregados a nosotros mismos, nada
nos impedirá ya acceder a la suspensión deliciosa de todas nuestras facultades.
Quien ha vislumbrado esos estados sabe que nuestros movimientos pierden en
ellos su sentido habitual: subimos hacia el abismo, descendemos hacia el cielo.
¿Dónde estamos? Pregunta sin sentido: ya no tenemos lugar...
Furores
y resignaciones
Carrera
de palabras
Basta
para convencerse de que la historia de las ideas no es más que un desfile de
vocablos convertidos en otros tantos absolutos destacar los acontecimientos
filosóficos más señalados del último siglo.
Conocido es el triunfo de la «ciencia» en la
época del positivismo. Quien se reclamaba de ella podía desvariar tranquilo:
todo le estaba permitido desde el momento que invocaba el «rigor» o la
«experiencia». La Materia y la Energía hicieron poco después su aparición: el
prestigio de sus mayúsculas no duró mucho tiempo. La indiscreta, la insinuante
Evolución ganaba terreno a sus expensas. Sinónimo científico del «progreso»,
contrapartida optimista dcl destino, pretendía eliminar todo misterio y regir las
inteligencias: se le tributó un culto comparable al que se le rendía al
«pueblo». Aunque tuvo la suerte de sobrevivir a su boga, ya no despierta empero
ningún acento lírico: quien la exalta se compromete o está anticuado.
Hacia el comienzo de siglo se tambaleó la
confianza en los conceptos. La Intuición, con su cortejo: durée, élan, vie,
debía aprovecharse y reinar durante cierto tiempo. Después hizo falta algo
nuevo: llegó la vez de la Existencia. Palabra mágica que excitó a especialistas
y «dilettantes». Por fin se había encontrado la clave. Y ya no era uno un
individuo, se era un Existente.
¿Quién
hará un diccionario de los vocablos por épocas, una recensión de las modas
filosóficas? La empresa nos diría que un sistema se pasa de moda por su terminología,
se desgasta siempre por la forma. A tal pensador, que quizá nos interesase
aún, rehusamos leerlo porque nos es imposible soportar el aparato verbal que
revisten sus ideas. Los préstamos de la
filosofía son nefastos para la literatura. (Pensemos en ciertos fragmentos de
Novalis echados a perder por el lenguaje fichteano). Las doctrinas mueren por lo que había asegurado su éxito: por su
estilo. Para que revivan, nos es preciso repensarlas en nuestra jerga
actual o imaginarlas antes de su elaboración, en su realidad original e
informe.
Entre los vocablos importantes, hay uno cuya
carrera, particularmente larga, suscita reflexiones melancólicas. He nombrado
al Alma. Cuando considera uno su lamentable fin, su estado actual, se queda uno
atónito. Había empero comenzado bien. Recuérdese el lugar que el
neoplatonismo le concedía: principio cósmico, derivado del mundo inteligible.
Todas las doctrinas antiguas marcadas por el misticismo se apoyaban en ella.
Menos preocupado de definir su naturaleza que de determinar su uso por el
creyente, el cristianismo la redujo a dimensiones humanas. ¡Cuánto debió echar
de menos ella la época en que abarcaba la naturaleza y gozaba del privilegio de
ser a la vez inmensa realidad y principio explicativo! En el mundo moderno, consiguió
volver a ganar poco a poco terreno y consolidar sus posiciones. Creyentes e
incrédulos debían tomarla en cuenta, cuidarla y enorgullecerse de ella; aunque
no fuera más que para combatirla, se la citaba incluso en lo más recio del
materialismo; y los filósofos, tan reticentes respecto a ella, le reservaban,
sin embargo, un rinconcito en sus sistemas.
¿Quién se preocupa de ella hoy? Sólo se la
menciona por inadvertencia; su puesto está en las canciones: sólo la melodía
logra hacerla soportable, lograr que se olvide su vetustez. El discurso ya no
la tolera: habiendo revestido demasiados significados y servido para demasiados
usos, está deslucida, deteriorada, envilecida. Su patrón, el psicólogo, a
fuerza de darle vueltas y más vueltas, tenía que acabar con ella. De este modo,
ya no despierta en nuestras conciencias más que esa nostalgia asociada a los
logros hermosos pasados para siempre. ¡Y pensar que antaño los sabios la
veneraban, la ponían por encima de los dioses y la ofrecían el universo para que
dispusiese a su gusto!
Habilidad
de Sócrates
Si
hubiese dado precisiones sobre la naturaleza de su demonio, hubiera estropeado
buena parte de su gloria. Su sabia precaución creó una curiosidad a su respecto
tanto entre los antiguos como entre los modernos; permitió, además, a los
historiadores de la filosofía gravitar sobre un caso completamente extraño a
sus preocupaciones. Caso que evoca otro: el de Pascal. Demonio, abismo,
para la filosofía dos taras picantes o dos piruetas... El abismo en cuestión,
reconozcámoslo, despista menos. Percibirlo y reclamarse de él, nada más natural
de parte de un espíritu en lucha abierta con la razón; pero ¿acaso es natural
que el inventor del concepto, el promotor del racionalismo, basase su autoridad
en «voces interiores»?
Este tipo de equívoco no deja de ser fecundo
para el pensador que aspira a la posteridad. No nos preocupamos en absoluto del
racionalista consecuente: le adivinamos y, sabiendo a dónde quiere llegar, le
abandonamos a su sistema. Juntamente calculador e inspirado, Sócrates supo dar
a sus contradicciones el giro adecuado para que nos sorprendan y desconcierten.
¿Era su demonio un fenómeno puramente psicológico o correspondía, por el
contrario, a una realidad profunda? ¿Fue de origen divino o no respondía más
que a una exigencia moral? ¿Era cierto que le oía o no se trataba más que de
una alucinación? Hegel lo toma por un oráculo completamente subjetivo, sin nada
de exterior; Nietzsche, por un artificio de comediante.
¿Cómo creer que durante toda una vida pueda
hacerse de hombre‑que‑oye‑voces? Mantener la interpretación de ese papel
hubiera sido, incluso para un Sócrates, una hazaña difícil, si no imposible.
¡En el fondo, poco importa que haya sido dominado por su demonio o que se haya
servido de él solamente para las necesidades de la causa! Si se lo inventó de
cabo a rabo, es porque sin duda se vio obligado a ello, aunque no fuera más que
para hacerse impenetrable a los otros. Solitario cercado, su primer deber era
escapar a los que le rodeaban, ocultándose tras un misterio real o fingido.
¿Qué medio hay para distinguir un demonio real de un demonio trucado? O un
secreto de una apariencia de secreto? ¿Cómo saber si Sócrates divagaba o
empleaba su astucia?
Siempre quedará que, si bien su enseñanza puede
dejarnos indiferentes, el debate que suscitó respecto a sí mismo nos sigue
interesando: ¿acaso no fue el primer pensador que se planteó como un caso?, ¿y
no es con él con quien comienza el inextricable problema de la sinceridad?
La
otra cara de un jardín
Cuando el problema de la felicidad suplanta el del
conocimiento, la filosofía abandona su dominio propio para entregarse a una
actividad sospechosa: se interesa por el hombre... Preguntas que antes no se hubiera dignado abordar la
retienen ahora, e intenta responderlas, con el aire más serio del mundo. «¿Cómo
no sufrir?», es una de las que la solicitan en primer término. Habiendo entrado
en una fase de cansancio, más y más extraña a la inquietud impersonal, a la
avidez de conocer, deserta la especulación y, a las verdades que desorientan, opone las que consuelan.
Era este tipo de verdades las que esperaba de
Epicuro una Grecia descalabrada y sometida, que acechaba ansiosamente una
fórmula de reposo y un remedio contra la ansiedad. El fue para su época lo que
el psicoanalista es para la nuestra: ¿acaso no denunciaba él también, a su
manera, «el malestar de la cultura»? (En todas las épocas confusas y refinadas,
un Freud intenta despejar las almas.) Más que con Sócrates, es con Epicuro con
quien la filosofía se deslizó hacia la terapéutica. Curar y, sobre todo,
curarse, tal era su ambición: aunque quisiera liberar a los hombres del miedo a
la muerte y a los dioses, él mismo experimentaba ambos. La ataraxia de la que
se vanagloriaba no constituía su experiencia ordinaria: su «sensibilidad» era
notoria. En cuanto a su desprecio por las ciencias, desprecio que después se le
ha reprochado, sabemos que a menudo es propio de «amores frustrados». Este teórico de la felicidad era un enfermo:
vomitaba, según parece, dos veces al día. ¡En medio de qué miserias debía
debatirse para haber odiado tanto las «turbaciones del alma»! La poca serenidad que logró adquirir la
reservaba, sin duda, para sus discípulos; agradecidos e ingenuos, éstos le
crearon una reputación de sabiduría. Como nuestras ilusiones son mucho más
débiles que las de sus contemporáneos, vislumbramos sin esfuerzo la otra cara
de su Jardín ...
San
Pablo
Nunca le reprocharemos bastante haber hecho del
cristianismo una religión poco elegante, haber introducido en él las
tradiciones más detestables del Antiguo Testamento: la intolerancia, la
brutalidad, el provincianismo. ¡Con
cuánta indiscreción se mezclaba en cosas que no le concernían, de las que no
entendía ni poco ni mucho! Sus
consideraciones sobre la virginidad, la abstinencia y el matrimonio son
sencillamente asquerosas. Responsables de nuestros prejuicios en religión y
en moral, ha fijado las normas de la estupidez y ha multiplicado las
restricciones que paralizan aún nuestros instintos.
De los antiguos profetas no ha guardado el
lirismo, ni el acento elegíaco y cósmico, pero sí el espíritu sectario y todo
lo que en ellos era mal gusto, charlatanería, divagación para uso de los
ciudadanos. Las costumbres le interesan en el mayor grado. En cuanto habla de
ellas, se le ve vibrar de malignidad. Obsesionado por la ciudad, por la que
quiere destruir tanto como por la que quiere edificar, concede menos atención a
las relaciones entre el hombre y Dios que a las de los hombres entre sí.
Examinad de cerca las famosas Epístolas: no descubriréis en ellas ningún
momento de cansancio y de delicadeza, de recogimiento y de distinción; todo en
ellas es furor, jadeos, histeria de baja estofa, incomprensión por el
conocimiento, por la soledad del conocimiento. Intermediarios por todas partes,
lazos de parentesco, un espíritu familiar: Padre, Madre, Hijo, ángeles, santos;
ni rastro de intelectualidad, ningún concepto definido, nadie que quiera comprender.
Pecados, recompensas, contabilidad de los vicios y de las virtudes. Una
religión sin interrogantes: una orgía de antropomorfismo. El Dios que nos propone me hace enrojecer; descalificarlo constituye un
deber; al punto en que ha llegado, está perdido de todas formas.
Ni Lao‑Tsé ni Buda se reclaman de un Ser
identificable; despreciando las maniobras de la fe, nos invitan a meditar y,
para que esta meditación no gire en el vacío, fijan un término: el Tao o el
Nirvana. Tenían otra idea del hombre.
¿Cómo meditar si
hay que referirlo todo a un individuo... supremo? Con salmos, con
oraciones, no se busca nada, no se descubre nada. Sólo por pereza se personifica la divinidad o se la implora. Los
griegos se despertaron a la filosofía en el momento en que los dioses les
parecieron insuficientes; el concepto comienza donde acaba el Olimpo. Pensar es dejar de venerar, es rebelarse
contra el misterio y proclamar su quiebra.
Adoptando una doctrina que le era extraña, el converso
se figura haber dado un paso hacia sí mismo, mientras que lo único que hace es
escamotear sus dificultades. Para escapar a la inseguridad ‑su sentimiento
predominante‑ se entrega a la primera causa que el azar le ofrece. Una vez en
posesión de la «verdad» se vengará en los otros de sus antiguas incertidumbres,
de sus antiguos miedos. Tal fue
el caso del prototipo de converso San Pablo. Sus aires grandilocuentes
disimulaban mal una ansiedad sobre la que se esforzaba en triunfar sin
lograrlo.
Como todos los neófitos, creía que por su
nueva fe iba a cambiar de naturaleza y vencer sus fluctuaciones de las que se
guardaba muy mucho de hablarles a sus corresponsales y auditores. Su juego ya
no nos engaña. Numerosos espíritus se dejaron atrapar por él. Era, cierto es,
una época en la que se buscaba la «verdad», en la que no se interesaban en los
«casos». Si en Atenas nuestro apóstol fue mal acogido, si encontró un medio
refractario a sus elucubraciones, es porque allí todavía se discutía, y el
escepticismo, lejos de abdicar, seguía defendiendo sus posiciones. Las
charlatanerías cristianas no podían allí hacer carrera; debían, como
contrapartida, seducir a Corinto, ciudad barriobajera, rebelde a la dialéctica.
La plebe quiere ser machacada a fuerza de
invectivas, amenazas y revelaciones, de afirmaciones estentóreas: le gustan los
bocazas. San Pablo fue uno de ellos, el más inspirado, el más dotado, el más
astuto de la antigüedad. Del ruido que hizo, todavía percibimos los ecos. Sabía
subirse a los tabladillos y clamar sus furores. ¿Acaso no introdujo en el mundo
grecorromano un tono de feria? Los sabios de su época recomendaban el silencio,
la resignación, el abandono, cosas impracticables; más hábil, él vino con
recetas engolosinadoras: las que salvan a la canalla y desmoralizan a los
delicados. Su revancha sobre Atenas fue completa. Si hubiera triunfado allí, quizá
sus odios se hubieran suavizado. Nunca un fracaso tuvo consecuencias más
graves. Y si somos paganos mutilados, fulminados, crucificados, paganos pasados
por una vulgaridad profunda, inolvidable, una vulgaridad de dos mil años de
duración, a este fracaso se lo debemos.
Un Judío
no judío, un Judío pervertido un traidor. De ahí la impresión de insinceridad
que se desprende de sus llamadas, de sus exhortaciones, de sus violencias. Es
sospechoso: parece demasiado convencido. No se sabe por dónde tomarlo,
ni cómo definirlo; situado en una encrucijada de la historia, debió sufrir
múltiples influencias. Tras haber vacilado entre varios caminos, eligió uno, el
bueno. Los de su especie juegan sobre seguro: obsesionados por la
posteridad, por el eco que suscitarán sus gestos, si se sacrifican por una
causa, lo hacen como víctimas eficaces.
Cuando ya no sé a quien detestar, abro las
Epístolas y en seguida me tranquilizo. Tengo a mi hombre. Me pone en trance, me
hace temblar. Para odiarle de cerca, como un contemporáneo, doy un salto
de veinte siglos y le sigo en sus giras; sus éxitos me descorazonan, los
suplicios que se le infligen me llenan de gozo. El frenesí que me comunica, lo
vuelvo contra él: no fue así, ¡ay!, como procedió el Imperio.
Una civilización podrida pacta con su mal, ama
el virus que la roe, no se respeta a sí misma, deja a un San Pablo ir y
venir... Por esto mismo, se confiesa vencida, carcomida, acabada. El olor de la
carroña atrae y excita a los apóstoles, sepultureros ávidos y locuaces.
Un mundo de magnificencia y de luz cedió ante
la agresividad de esos «enemigos de las Musas», de esos energúmenos que,
todavía hoy, nos inspiran un pánico mezclado de aversión. El paganismo les
trató con ironía, arma inofensiva, demasiado noble para doblegar a una horda
insensible a los matices. El delicado que razona no puede medirse con el beocio
que reza. Fijo en las alturas del desprecio y la sonrisa, sucumbirá al primer
asalto, pues el dinamismo, privilegio de la hez, viene siempre de abajo.
Los horrores antiguos eran mil veces
preferibles a los horrores cristianos. Esos cerebros enfebrecidos, esas almas
con remordimientos absurdos y ridículos, esos demoledores alzados contra el
sueño de amenidad de una sociedad tardía, empeñados en maltratar las conciencias
para transformarlas en «corazones». El más competente de todos ellos se empeñó
en esta tarea con una perversidad que, en primer término repelió a los
espíritus, pero que, después, debía marcarlos, sacudirlos y asociarlos a su
incalificable empresa.
El crepúsculo greco‑romano era empero digno de
otro enemigo, de otra promesa, de otra religión. ¡Cómo admitir ni la sombra de
un progreso cuando se piensa que las fábulas cristianas lograron sin esfuerzo
ahogar al estoicismo! Si éste hubiera conseguido propagarse, apoderarse del
mundo, el hombre se habría logrado, o casi. La resignación, habiendo
llegado a ser obligatoria, nos habría enseñado a soportar nuestras desdichas
con dignidad, a hacer callar nuestras voces a afrontar fríamente nuestra nada.
¿Que la poesía habría desaparecido de nuestras costumbres? ¡Al diablo la
poesía! A cambio, habríamos adquirido la facultad de soportar nuestros
sinsabores sin un murmullo. No acusar a nadie, no condescender ni a la
tristeza, ni a la alegría, ni al pesar, reducir nuestras relaciones con el
universo a un juego armonioso de derrotas, vivir como condenados serenos, no
implorar a la divinidad, sino, más bien, darle un aviso... Esto no podía ser.
Desbordado por todas partes, el estoicismo, fiel a sus principios, tuvo la elegancia
de morir sin debatirse. Una religión se instaura sobre las ruinas de una
sabiduría: los manejos que emplea aquélla no convienen a ésta. Siempre
prefirieron los hombres desesperarse de rodillas que de pie. A la salvación
aspiran su cobardía y su fatiga, su incapacidad de alzarse al desconsuelo y de
extraer de él razones de orgullo. Se deshonra quien muere escoltado por las
esperanzas que le han hecho vivir. Que las multitudes y los que las arengan
repten hacia el «ideal» y se chapucen en él! Más que algo dado, la soledad es
una misión: elevarse hasta ella y asumirla es renunciar al apoyo de esa bajeza
que garantiza el éxito de toda empresa, sea la que sea, religiosa o de otra
clase. Recapitulad la historia de las ideas, de los gestos, de las actitudes: comprobaréis
que el futuro fue siempre cómplice de las turbas. Nadie predica en
nombre de Marco Aurelio: como no se dirigía más que a sí mismo, no tuvo ni
discípulos ni sectarios; sin embargo, no se deja de edificar templos donde se
cita hasta la saciedad ciertas Epístolas. Mientras sigan así las cosas,
perseguiré con mi rencor a quien supo tan astutamente interesarnos en sus
tormentos
Lutero
Tener fe no basta; además, hay que sufrirla
como una maldición, ver en Dios un enemigo, un verdugo, un monstruo, amarle
pese a todo, proyectando en él toda la inhumanidad de que se disponga, de la
que se sueñe... La Iglesia ha hecho de él un ser mate, degenerado, amable;
Lutero protesta: Dios, sostiene él, no es el «tontaina», ni el «bonachón», ni
el «cornudo» que proponen a nuestra veneración, sino un «fuego devorador», un
enrabiado «más terrible que el diablo» y que se complace en torturarnos. No es
que tenga un respeto tímido por El. A veces, le arma una bronca y le trata de
igual a igual: «Si Dios no me protege y no salva mi honor, la vergüenza será
para El». Sabe arrodillarse, rebajarse, lo mismo que sabe ser insolente,
implorar en un tono de provocación, pasar del suspiro al apóstrofe, rezar polémicamente.
A sus ojos, para adorar o para maldecir cualquier término es bueno, incluso los
más vulgares. Cuando llama al orden a Dios, da un nuevo sentido a la humildad
en el que ha hecho un intercambio entre las miserias del creador y de la
criatura. ¡No más piedad ni inquietudes emasculadas! Un mínimo de agresividad eleva
la fe: Dios no presta atención a las invocaciones tiernas; quiere ser
interpelado, empujado, gusta de que entre El y los suyos haya esos
malentendidos que la Iglesia se empeña en allanar. Vigilando el estilo de
sus fieles, ella les separa del Cielo, que no reacciona más que ante las
imprecaciones, los juramentos, los acentos de las entrañas, las expresiones que
desafían la censura de la teología o del buen gusto, que desafían incluso la de
la... razón.
Lo que vale esta razón no se le preguntéis a
los filósofos, cuyo oficio es cuidarla y defenderla. Para penetrar su secreto,
dirigiros a los que la conocieron a sus expensas y en su carne. No es pura
casualidad que Lutero la llamase puta. Lo es en su naturaleza v en sus formas.
¿Acaso no vive de simulación, de versatilidad, de impudor? Como no se apega a
nada, como no es nada, se entrega a todos y todos pueden reclamarse de
ella: los justos y los injustos, los mártires y los tiranos. No hay causa a la
que no sirva: pone todo en cl mismo plano, sin reticencias, sin debilidades,
sin ninguna predilección; el primer llegado obtiene sus favores. Sólo los
ingenuos la proclaman nuestro mayor bien. Lutero la desenmascaró. Cierto es que
no a todo el mundo le es dado ser visitado por el Diablo.
Esos
espíritus que se arrojan en la tentación, que viven en un plano de intimidad
con el maligno y no le huyen más que para encontrarle mejor... «Le llevaba ‑dice
Lutero‑ colgado de mi cuello» «se ha acostado junto a mí, en mi cama, más a
menudo que mi mujer». Acaba incluso por preguntarse «si el diablo no será
Dios».
Lejos de ser un puerto seguro, su fe era un
naufragio querido, buscado, un peligro que le halagaba y le ascendía ante sus
propios ojos. Pura, una religión sería estéril: lo que hay de profundo y de
virulento en ella no es lo divino, sino lo demoníaco. Y es volverla anémica y
dulzona, degradarla, querer evitarla la sociedad del Diablo. Para creer en la
realidad de la salvación es preciso antes creer en la de la caída: todo acto
religioso comienza con la percepción del infierno ‑materia prima de la fe‑; ‑el
cielo sólo viene después, a guisa de correctivo y consuelo: un lujo, una
superfetación, un accidente exigido por nuestro gusto dé equilibrio y simetría.
Sólo el Diablo es necesario. La religión que se pasa sin él se debilita,
se desperdiga, se convierte en una piedad difusa, razonadora. Quien busca
cueste lo que cueste la salvación, nunca hará una gran carrera religiosa.
El mérito de la Reforma es haber turbado el
sueño de las conciencias, haber rechazado los narcóticos de Roma y haber
opuesto a la imagen de un Dios bueno y un Satán vulgar la de una divinidad
equívoca y un demonio todopoderoso. La idea de Predestinación, como ya sabía
Lutero, es una idea inmoral. Razón de más, a su juicio, para apoyarla y promoverla.
Su misión era chocar y escandalizar a los espíritus, agravar sus tormentos,
acorralarlos a imposibles esperanzas; en una palabra, disminuir el número de
los elegidos. Tuvo la honradez de reconocer que en ciertos puntos cedió a
las sugestiones del enemigo. Así se explica su audacia de condenar a la mayoría
de los creyentes. ¿Quería despistar? Sin duda ninguna. El cinismo de los
profetas nos reconcilia con sus doctrinas, e incluso con sus víctimas ...
Pese a
su poca habilidad para esperar, da, empero, una figura de liberador: más de un
movimiento de emancipación procede en línea recta de él. Es porque no ha
proclamado la soberanía absoluta de Dios más que para rebajar mejor cualquier
otra forma de autoridad. «Ser príncipe ‑dijo‑ y no ser un bandido, es una cosa
casi imposible». Las máximas de la sedición son hermosas; más hermosas aún son
las de la herejía. Si Europa se define por una sucesión de cismas, si sus
glorias se reducen a un desfile de heterodoxias, es a él a quien se lo debe.
Antecesor de numerosos innovadores, tuvo, sin embargo, sobre ellos la ventaja
de no caer en el optimismo, vicio que deshonra a las revoluciones. Más cerca
que nosotros de las fuentes del Pecado, no podía ignorar que liberar al hombre
no era forzosamente salvarlo.
Peloteado entre la Edad Media y el
Renacimiento, tironeado por convicciones e impulsos contradictorios, este
Rabelais de la angustia era más apto que nadie para revigorizar un cristianismo
crecientemente debilitado y descolorido. Sólo él sabía arreglárselas para ensombrecerlo.
Su piedad era negra. Incluso la de Pascal incluso la de Kierkegaard
palidecen al lado de la suya: el uno es demasiado escritor, el otro demasiado
filósofo. Pero él, fuerte en su neurastenia campesina, posee el instinto que
hace falta para vérselas tanto con las fuerzas del bien como con las del Mal.
Familiar, sabrosa, su grosería nunca repele. No hay nada en él de falso, nada
del apóstol clásico: ni odio sabio, ni vehemencia estudiada. En la
despreocupación de sus terrores apunta una nota de humor: lo que precisamente
faltaba a los promotores de la Cruz. ¿Lutero? Un San Pablo humanizado.
Orígenes
Tras
haber asumido el insomnio de la savia y de la sangre, el pánico que atraviesa
lo animado, ¿no deberíamos acaso volver al torpor y al nulo saber de la más
antigua de nuestras soledades? Y mientras nos requiere un mundo anterior a las
vigilias, envidiamos la indiferencia, la apoplejía perfecta del mineral,
indemne por las tribulaciones que acechan a los vivientes, todos ellos
condenados al alma. Segura de sí misma, la piedra no reivindica nada, mientras
que el árbol, imploración muda y el animal, llamada desgarradora, se
atormentarán sin llegar a la palabra. Eras de silencio y de grito esperan en
vano que las liberemos, que las sirvamos de intérpretes; desertores del verbo,
no aspiramos más que al reino de lo indiferenciado, a la oscuridad y a la
embriaguez de antes del desencadenamiento de la luz, al éxtasis ininterrumpido
en el seno de la opacidad originaria de la que, de tarde en tarde, nos ha sido
encontrar las huellas en lo más intimo de nosotros mismos o en la periferia de
Dios.
Más
allá de la autocompasión
No
toméis por un vencido a quien se enternece sobre sí mismo: todavía posee
bastante energía para defenderse de los peligros que le amenazan. ¡Que se
queje, entonces! Es su manera de enmascarar su vitalidad. Se afirma como puede:
sus lágrimas encubren a menudo un propósito agresivo.
No toméis tampoco su lirismo o su cinismo por
signos de debilidad; lirismo y cinismo emanan de una fuerza latente, de una
capacidad de expansión o de rechazo. Según las circunstancias, usa una u otra:
está bien armado. Por lo demás, no ignora los consuelos de una existencia sin
horizonte, apaciguada, imbuida de sus callejones sin salida, muy orgullosa de
culminar en una derrota. Dejadle, pues, a su capricho. Como contrapartida,
inclinaos sobre quien ya no puede apiadarse de sí mismo, sobre quien rechaza
sus miserias las relega fuera de su naturaleza y fuera de su voz. Habiendo
renunciado a los recursos del lamento y del sarcasmo, deja de comunicarse con
su vida que erige en objeto. Incluso sus dolores ocurren al margen de su yo, y
si los recensiona es para desplazarlos, para hacer de ellos cosas y
abandonarlos a la materia. Nadie, ni él mismo, sabe a qué reacciona todavía.
Despistados, los sabios se apartan de él; pero quizá despertaría la piedad o la
envidia de los locos, si éstos pudieran advertir que él, sin perder la razón,
ha ido más lejos que ellos.
La
dulzura del abismo
Esa
intolerancia para con toda solución, para con toda tentativa de cerrar el
proceso del conocimiento, esa aversión a lo definitivo, cuando son
experimentadas por el creyente, suponen que éste no piensa más que en
castigarse por haber cedido a los atractivos de la salvación. Es así como él se
inventa el pecado, o se vuelve hacia sus propias «tinieblas» que, demasiado
eficaces para ser simplemente inventadas, se apoderan de su fe, la zarandean y
hacen de ella un fracaso en la Luz.
No puedo impedirme leer a los pensadores
religiosos, repantigarme en sus horrorizados estupores, reposarme en ellos.
Asisto encantado a los de Pascal y me maravillo de ver hasta qué punto es
nuestro. El romanticismo no ha hecho más que diluir sus temas: Senancour es un
Pascal difuso, Chateaubriand un Pascal ronroneante... Entre los motivos de la
psicología reciente, pocos hay que no haya rozado o presentido. Pero ha hecho
más: llenando la religión de dudas y asimilándola a un estupor deliberado, la
ha rehabilitado a los ojos del incrédulo. Ambicioso, contradictorio, indiscreto
a su manera, este gacetillero del cielo y del infierno debía sin duda envidiar
a los santos, conocer el despecho de no igualarlos y de no poseer para
oponérseles más que una fe desgarrada: desgarramiento afortunado, sin el cual
hubiera dejado sólo unas cuantas Fioretti sosas o alguna soporífica Introducción
a la vida devota.
En el hastío, que le preocupaba un poco más
que la gracia, piensa sin cesar, hace de él nuestra sustancia, el «veneno» de
nuestro espíritu, el principio que reside «en el fondo del corazón». ¿Se dirá
que sólo fingía experimentarlo? Nada sería más falso; podemos jugar a la
caridad o a la piedad, rezar por persuasión (lo que hacía él), o juntar las
manos y tomar una actitud de circunstancias (que es lo que él recomienda); pero
al hastío, ninguna práctica, ninguna tradición, ningún procedimiento nos
dispone; ninguna doctrina lo preconiza, ninguna creencia lo absuelve. Es un
sentimiento condenado Pascal respondía a sus solicitudes porque lo encontraba
en sí mismo, y amaba quizá su «veneno». Está obsesionado por él, como lo está
por la «gloria», de la que nos habla con tanta acuidad, que es difícil pensar
que no ha sido para él más que un pretexto para denunciar nuestra vanidad.
Describe la necesidad que tenemos de ella y la analiza en todos sus detalles;
minucia sospechosa y reveladora: bajo la obsesión de la gloria a menudo se
ocultan las operaciones del hastío...
Impuro como todo moralista, preocupado por
clavarnos a nuestros suplicios, y se diría que a nuestras llagas, nos ha
enseñado a odiarnos, a saborear los tormentos del horror a sí mismo; si
nuestras conciencias supuran, si somos apestados en éxtasis, fervientes de
nuestra podredumbre, la responsabilidad es suya.
Desencarnado y sensual juntamente, cuando se
inclina sobre nuestra insignificancia, le sentimos estremecerse de gusto;
nuestra nada es su embriaguez; vibrando con todo lo que nos anula, exaltándose
con el contraste de lo infinito y lo ínfimo, participa en plan de experto en el
espectáculo de nuestra corrupción: ¿acaso no ha abierto camino al arte de
extraer de nuestros males la sustancia de nuestros goces?
Dulzura del odio a sí mismo: ¡dulzura del
abismo! No compadezcamos a aquel que discernía uno a su lado: extraía sin duda
delicias de él, mientras que, para salvar las apariencias, simulaba terror.
Incluso los mayores espíritus mienten cuando se trata de sus placeres: uno de
ellos es espiar en el abismo. Para reconocerlo sin enrojecer ha habido que
esperar al impudor de los tiempos recientes, y a esa curiosidad que todos
experimentamos por nuestros propios secretos. De este modo, los sondeos en el
«fondo del corazón» debían conducirnos al descubrimiento del Inconsciente,
última versión de las «tinieblas» pascalianas.
Primer
paso hacia la liberación
Hacer
una experiencia esencial, emanciparse de las apariencias, no requiere, en
absoluto, para llegar a lograrlo, el plantearse grandes problemas; cualquiera
puede disertar sobre Dios o pescar un matiz metafísico. Las lecturas, la
conversación, la ociosidad, nos proveerán de él. Nada más corriente que el
falso inquieto, pues todo se aprende, hasta la inquietud.
Sin embargo, el inquieto verdadero, el
inquieto por naturaleza, no por ello existe menos. Le reconoceréis por la
manera con que reacciona ante las palabras. ¿Que advierte su carencia? ¿Que su
fiasco le hace, en primer término, sufrir, y, luego, exultar? Os encontráis, a
no dudar, en presencia de un espíritu liberado o a punto de estarlo. Puesto que
son las palabras las que nos atan a las cosas, no sabríamos desligarnos de
éstas sin romper antes con aquéllas. Quien toca fondo en ellas, aunque fuera
como culminación de todas las sabidurías, permanece en la servidumbre y la
ignorancia. Se aproxima, como contrapartida, a la liberación, quien se rebele o
se aparte de ellas con horror. Este horror no se aprende ni se transmite: se
prepara en lo más profundo de nosotros mismos. Un pobre trastornado que, por la
acción de sus trastornos, llegue a experimentarlo, está más cerca del verdadero
saber, más «liberado» que un filósofo incapaz de sentirlo. Y es que la
filosofía, lejos de eliminar lo inesencial, lo asume y se complace en ello:
¿acaso todos los esfuerzos que despliega no tienden a impedirnos percibir la
doble nulidad de la palabra y del mundo?
El
lenguaje de la ironía
Por
cerca que estemos del paraíso, la ironía viene a apartarnos de él. «Qué
majadería ‑nos dice‑ vuestras ideas de una felicidad inmemorial o futura.
Curaos de vuestras nostalgias, de la obsesión pueril por el comienzo y el fin
de los tiempos. De la eternidad, duración muerta, sólo los débiles se
preocupan. Dejad hacer al instante, dejadle reabsorber vuestros sueños.»
Que volvemos nuestras miradas hacia el saber?;
en seguida nos señala ella su inanidad y su ridículo : «¿Para qué degradar las
cosas en problemas? Como vuestros conocimientos se anulan unos a otros, el más
reciente en nada es preferible al primero. Confinados en lo ya sabido, no
tenéis otra materia que la de las palabras: el pensamiento no se adhiere al
ser.»
Y cuando, maravillados, pensamos en tal monje
hindú que, durante nueve años, permaneció sumido en meditación con la cara
contra la pared, de inmediato interviene ella para decirnos que ¡tras tantos
esfuerzos descubrió la nada, por la que había comenzado! «Ya veis, nos insinúa,
hasta qué punto las aventuras del espíritu son cómicas. Apartaos de ellas en
provecho de las apariencias. Pero no vayáis a buscar tras ellas algún fondo,
algún secreto. Guardaos de hurgar en la ilusión, de atentar contra la única
realidad que hay».
Nos acostumbra a practicar este lenguaje no
sin comprometer tanto nuestras experiencias metafísicas como los modelos que
nos invitaban a intentarlas. Que su humor se haga más grave y nos excluye para
siempre de ese futuro fuera del tiempo que es lo absoluto.
La
crueldad: un lujo
En dosis
normal, el miedo, indispensable para la acción y el pensamiento, estimula
nuestros sentidos y nuestro espíritu; sin él, no hay acto de valor ni siquiera
de cobardía... sin él, no hay acto alguno, sencillamente. Pero cuando,
desmesurado, nos invade y nos desborda, he aquí que se metamorfosea en
principio nocivo, en crueldad. Quien tiembla, sueña con hacer temblar a los
otros quien vive en el espanto, acaba en la ferocidad. Tal sucedió con los
emperadores romanos. Como presentían como sentían que iban a ser asesinados, se
consolaban con las matanzas ... El descubrimiento de la primera conjura
despertaba y desencadenaba en ellos al monstruo. Y se refugiaban en la crueldad
para olvidar el miedo.
Pero nosotros, simples mortales, que no
podemos permitirnos el lujo de ser crueles con otro, es en nosotros en nuestra
carne y en nuestro espíritu, donde debemos ejercer y aliviar nuestros terrores.
El tirano tiembla en nosotros; le es necesario actuar, descargar su rabia, vengarse;
y es en nosotros mismos donde se venga. Así lo requiere la modestia de nuestra
condición. En medio de nuestros espantos, más de uno de entre nosotros evoca un
Nerón que, a falta de un imperio, no tuviera nada más que su propia conciencia
para zaherir y torturar.
Análisis
de la sonrisa
Para
saber si alguien está acechado o no por la locura, no tenéis más que observar
su sonrisa. ¿Sacáis de ella una impresión cercana al malestar? Improvisaos,
entonces, como psiquiatras, sin temor.
Es sospechosa la sonrisa que no se adhiere a
una persona y que parece venir de otra parte, de otro; viene,
efectivamente, de otro, del demente que espera, se prepara y se organiza antes
de declararse.
Luz
fugitiva emanada por nosotros mismos, nuestra sonrisa dura lo que debe durar,
sin prolongarse más allá de la ocasión o del pretexto que la ha suscitado. Como
no se demora en nuestro rostro, apenas se la percibe: se aplica a una situación
dada, se agota en un momento. La otra, la sospechosa, sobrevive al
acontecimiento que la hace nacer, se instala, se perpetúa, no sabe cómo
desvanecerse. En un primer momento solicita nuestra atención, nos intriga,
después nos molesta, nos turba y nos obsesiona. Es inútil que intentemos hacer
abstracción de ella o rechazarla, pues nos mira y nosotros la miramos. No hay
medio de eludirla, de defendernos contra su fuerza de insinuación. La impresión
de malestar que nos inspiraba se espesa, se profundiza y se transforma en
miedo. Pero ella, incapaz de poder concluirse, se expande como separada e
independiente de nuestro interlocutor: sonrisa en sí, sonrisa aterradora,
máscara que podría cubrir cualquier rostro: el nuestro, por ejemplo.
Gogol
Algunos
testimonios, cierto que raros, nos lo presentan como un santo; otros, más
frecuentes, como un fantasma. «Me hacía tan poco la impresión de un ser vivo,
escribía Aksakoff al día siguiente de la muerte de Gogol, que yo, que tengo
miedo de los cadáveres y no puedo soportar su vista, no experimenté nada
semejante ante su cuerpo.»
Torturado por un frío que nunca le deja, no
deja de repetir: «Estoy tiritando, estoy tiritando». Corre de país en país,
consulta médicos, pasa de clínica en clínica: pero del frío interior no se cura
en ningún clima. No se le conoce ningún amorío. Sus biógrafos hablan abiertamente
de su impotencia. No hay tara que aísle más. El impotente dispone de una fuerza
interior que le singulariza, le hace inaccesible y paradójicamente peligroso:
da miedo. Animal expulsado de la animalidad, hombre sin raza, vida que el
instinto abandona, se realza por todo lo que ha perdido: es la víctima
preferida del espíritu. ¿Puede imaginarse una rata impotente? Los roedores
cumplen a las mil maravillas el acto en cuestión. No puede decirse otro tanto
de los humanos: cuanto más excepcionales son, más se acusa en ellos ese
desfallecimiento mayor que les arranca de la cadena de los seres. Todas las
actividades les están permitidas, salvo la que nos emparienta con el conjunto
de la zoología. La sexualidad nos iguala; mejor: nos priva de misterio... Mucho
más que el resto de nuestras necesidades y nuestras empresas ella es la que nos
pone en pie de igualdad con el resto de nuestros semejantes: cuanto más la
practicamos, más nos hacemos como todo el mundo: es en el curso de una
operación reputada bestial cuando probamos nuestra condición de ciudadanos:
nada más público que el acto sexual.
La abstinencia voluntaria o forzada colocando
al individuo juntamente por encima y por debajo de la especie, hace de él una
mezcla de santo y de imbécil que nos intriga y nos aterra. De aquí proviene el
odio equívoco que experimentamos hacia el monje, como, por otra parte, al
hombre que ha renunciado a la mujer, que ha renunciado a ser como nosotros.
Nunca le perdonaremos su soledad: nos humilla tanto como nos asquea; nos
provoca. ¡Extraña superioridad de las taras! Gogol confesó un día que si
hubiera cedido al amor, éste «le hubiera instantáneamente reducido a polvo».
Tal confesión nos conmueve y nos fascina, nos hace pensar en el «secreto» de
Kierkegaard, en su «espina en la carne». Empero, el filósofo danés era una
naturaleza erótica: la ruptura de su noviazgo, su fracaso amoroso, le atormenta
toda su vida y marcó hasta el final sus escritos teológicos. ¿Habrá que
comparar entonces Gogol a Swift, ese otro «fulminado»? Sería olvidar que éste
tuvo, sino la suerte de amar, al menos la de hacer víctimas. Para situar a
Gogol, nos es forzoso imaginar un Swift sin Stella ni Vanessa.
Los
seres que viven bajo nuestros ojos en El inspector o en Almas muertas,
observa un biógrafo, no son «nada». Y siendo «nada», lo son «todo».
Carece efectivamente, de «sustancia»; de aquí
su universalidad. ¿Que otra cosa son Tchitchikvf, Pliouchin, Sobakévitch,
Nozdref, Malinof, el héroe de El abrigo o de La nariz, más que
nosotros mismos rebajados a nuestra esencia? «Almas nulas», dice Gogol; sin
embargo, testimonian una cierta grandeza: la de lo sin relieve. Se diría que es
un Shakespeare de lo mezquino, un Shakespeare atareado en observar
nuestras manías, nuestras minúsculas obsesiones, la trama de nuestros días.
Nadie ha avanzado tanto como Gogol en la percepción de lo cotidiano. A fuerza
de realidad, sus personajes se hacen inexistentes y se convierten en símbolos,
en los que nos reconocemos enteramente. No decaen: han alcanzado el fondo de la
decadencia desde siempre. No puede uno impedirse pensar en Demonios;
pero, mientras que los héroes de Dostoyewski se lanzan hacia su límite, los de
Gogol retroceden hacia el suyo; los unos parecen responder a una llamada que
les supera, los otros no escuchan más que su inconmensurable trivialidad.
En el último período de su vida, Gogol fue
presa de remordimientos: sus personajes no eran, pensaba, más que vicio,
vulgaridad y basura. Había que pensar en darles virtudes, en arrancarles a su
decadencia. De este modo, escribió la segunda parte de Almas muertas;
felizmente, la arrojó al fuego. Sus héroes no podían ser «salvados». Se
atribuyó su gesto a la locura, cuando en realidad emanaba de un escrúpulo de su
conciencia de artista: el escritor prevaleció sobre el profeta. Amamos en él la
ferocidad, el desprecio de los hombres, la visión de un mundo condenado: ¿cómo
hubiéramos podido soportar una caricatura edificante? Pérdida irreparable,
dicen algunos; pérdida salvadora, más bien.
El Gogol
final está habitado todavía por una fuerza oscura de la que no sabe cómo
servirse; se derrumba en un letargo, atravesado de trecho en trecho por
sobresaltos; sobresaltos de un espectro. El humor que le permitía conservar a
distancia sus «accesos de angustia» desaparece. Una aventura lamentable
comienza. Sus amigos le abandonan. Cometió la locura de publicar los Extractos
de mi correspondencia, que fueron, como él mismo reconoce, una «bofetada
para el público, una bofetada para mí». Eslavófilos y occidentalistas renegaron
de él. Su libro era una apología del poder, de la servidumbre, una divagación
reaccionaria. Para su desdicha, se unió a un cierto padre Matveï, impermeable
al arte, obtuso, agresivo, que tuvo sobre él un ascendiente de confesor, de
torturador. Las cartas que recibía de él las llevaba siempre encima, las leía y
las releía; cura de estupidez, de idiotez, al lado de la cual el abêtissez‑vous
pascaliano, parece una simple ocurrencia chusca. Cuando los dones de un
escritor se agotan, la vacante de su inspiración la ocupan las inepcias de un
director espiritual. La influencia del padre Matveï sobre Gogol fue más
importante que la de Puskin; éste animaba su genio; el otro se dedicaba a
apagar los rescoldos que quedaban de él... No contento con predicar, Gogol quería,
además, castigarse; su obra confería a la frase, a la mueca, un sentido
universal: sus tormentos religiosos debían resentirse por ello.
Algunos podrían pretender que sus miserias
eran merecidas, que por ellas expiaba la audacia de haber deformado la figura
del hombre. Me parece que la verdad es lo contrario; debía pagar el haber visto
atinadamente: en materia de arte, no son nuestros errores lo que expiamos, sino
nuestras «verdades», lo que hemos realmente vislumbrado. Sus personajes le
perseguían. Los Klestakof, los Tchitchikof, los llevaba, según su propia
confesión, siempre consigo: su sub‑humanidad le aplastaba. No había salvado a
ninguno de ellos; en tanto que artista, no podía. Cuando perdió su genio, quiso
salvarse. Sus héroes se lo impidieron. Así, pese a él mismo, debió permanecer
fiel a su vacío.
Aquí no es en el Regente en quien pensamos
(del que Saint‑Simon decía que había «nacido aburrido»), ni en Baudelaire o en
el Eclesiastés, ni siquiera en el paro interior del Diablo si viviese en
un mundo en que el mal no existiese, sino en una persona que volviese sus
oraciones contra sí mismo. En este estadio, el hastío adquiere una especie de
dignidad mística. «Toda sensación absoluta, dice Novalis, es religiosa.» Con el
tiempo, el hastío substituyó en Gogol a la fe y se convirtió para él en
sensación absoluta, religión.
Demiurgia
verbal
Si se me
preguntase cuál es el ser a quien más envidio, respondería sin vacilar: aquél
que, descansando entre las palabras, vive en ellas ingenuamente, por consentimiento
reflejo, sin cuestionarlas ni asimilarlas a signos, como si correspondiesen a
la realidad misma o fuesen lo absoluto disperso en lo cotidiano. No tendría,
como contrapartida, ningún motivo de envidiar a quien las penetra con
clarividencia, discerniendo su fondo, su nada. Para él, ya no hay relaciones
espontáneas con lo real; aislado de sus útiles, acorralado a una autonomía
peligrosa, alcanza un sí mismo que le espanta. Las palabras le huyen: como no
puede alcanzarlas, las persigue con un odio nostálgico y nunca las profiere sin
una risotada o un suspiro. Si bien no comulga ya con ellas, no puede, sin
embargo, pasarse sin ellas y es precisamente en el momento en que está más
alejado cuando se agarra más a ellas.
El
malestar que suscita en nosotros el lenguaje no difiere apenas del que nos
provoca la realidad; el vacío que vislumbramos en el fondo de las palabras
evoca el que captamos en el fondo de las cosas: dos percepciones, dos
experiencias en las que se opera la disyunción entre objetos y símbolos, entre
la realidad y los signos. En el acto poético, esta disyunción toma el aspecto
de una ruptura. Escapando instintivamente a las significaciones convencionales,
al universo heredado y a las palabras transmitidas, el poeta, en busca de otro
orden, lanza un desafío a la nada de la evidencia, a la óptica como tal. Se
dedica a la demiurgia verbal.
Imaginemos
un mundo donde la verdad, finalmente descubierta, se impusiera a todos, y,
triunfante, aplastase el encanto de lo aproximado y de lo posible. La poesía
sería inconcebible en él. Pero como, para fortuna suya, nuestras verdades
apenas se distinguen de nuestras ficciones, ella no tiene porqué suscribirlas;
se formará, pues, un universo propio, tan cierto, tan falso, como el nuestro.
Pero no tan extenso ni tan potente. El número está de nuestro lado: somos
legión y nuestras convenciones poseen esa fuerza que sólo la estadística
confiere. A estas ventajas se añade otra y no de las menores: la de tener el
monopolio de las palabras usadas. La superioridad numérica de nuestras mentiras
logrará que siempre prevalezcamos sobre los poetas, y que nunca se cierre el
debate entre la ortodoxia del discurso y la herejía del verso.
Por poco
que se sufra la tentación del escepticismo, la exasperación experimentada
respecto al lenguaje utilitario se atenúa y se convierte a la larga en
aceptación: se resigna uno a él y lo admite. Puesto que no hay más sustancia en
las cosas que en las palabras, uno se acomoda a su improbabilidad, y, sea por
madurez o por cansancio, se renuncia intervenir en la vida del Verbo: ¿para qué
prestarle un suplemento de sentido, violentarle o renovarle, cuando ya se ha
descubierto su nada? El escepticismo: sonrisa que flota sobre las palabras...
Tras haberlas sopesado una tras otra, una vez terminada la operación, no se
piensa más en ello. En lo tocante al «estilo», si uno se dedica todavía a él,
las únicas responsables son la ociosidad o la impostura.
El poeta, por su parte, juzga de modo
diferente: se toma el lenguaje en serio, crea uno a su manera. Todas sus
singularidades proceden de su intolerancia por las palabras tal como son.
Incapaz de soportar su banalidad y su desgaste, está predestinado a sufrir a
causa de ellas y por ellas; y, sin embargo, por ellas intenta salvarse y de su
regeneración espera la salvación. Por convulsa que sea su visión de las cosas,
nunca es un verdadero negador. Querer revigorizar las palabras, infundirles una
nueva vida, supone un fanatismo, una obnubilación fuera de lugar: inventar ‑poéticamente‑
es ser un cómplice y un ferviente del Verbo, un falso nihilista: toda demiurgia
verbal tiene lugar a expensas de la lucidez...
No hay que pedir a la poesía una respuesta a
nuestros interrogantes o alguna revelación esencial. Su «misterio» es como
cualquier otro. ¿Por qué apelamos entonces a ella?; ¿por qué, en algunos
momentos, nos vemos obligados a recurrir a ella?
Cuando, solos entre las palabras, somos
incapaces de comunicarles la menor vibración, y nos parecen tan secas, tan
degradadas como nosotros, cuando el silencio del espíritu pesa más que el de
los objetos, descendemos hasta un punto en el que el espanto de nuestra
inhumanidad hace presa en nosotros. Desarbolados, lejos de nuestras evidencias,
conocemos repentinamente ese horror del lenguaje que nos precipita en el
mutismo, ‑momento de vértigo en el que sólo la poesía viene a consolarnos de la
pérdida momentánea de nuestras certezas y de nuestras dudas. De este modo, ella
es el absoluto de nuestras horas negativas, no de todas, sino sólo de
las que derivan de nuestro malestar en el universo verbal. Puesto que el poeta
es un monstruo que intenta su salvación, y suple el vacío del universo por el
símbolo mismo del vacío (pues ¿acaso la palabra es otra cosa?), ¿por qué no
habríamos de seguirle en su excepcional ilusión? Se convierte en nuestro
recurso cada vez que desertamos de las ficciones del lenguaje corriente para
buscarnos otras, insólitas, ya que no rigurosas. ¿No parece entonces que
cualquier otro tipo de irrealidad es preferible al nuestro, y que hay más
sustancia en un verso que en todas esas palabras trivializadas por nuestras
conversaciones o nuestras plegarias? Que la poesía deba ser accesible o
hermética, eficaz o gratuita, ese es un problema secundario. Ejercicio o
revelación, qué más da. Sólo le pedimos, por nuestra parte, que nos libere de
la presión, de los tormentos del discurso. Si lo logra, constituye, por un
momento, nuestra salvación.
Por
motivos opuestos, el lenguaje no es provechoso más que al vulgo y al poeta; si
bien se gana algo durmiéndose sobre las palabras o combatiendo con ellas, se
corre, como contrapartida, cierto riesgo sondeándolas para descubrir su
mentira. Quien se atarea en ello, quien se inclina sobre ellas y las analiza
acaba por extenuarlas y metamorfosearlas en sombras. Será castigado por ello,
puesto que compartirá su suerte. Tomad cualquier vocablo, repetidlo cierto
número de veces, examinadlo: se desvanecerá y, como consecuencia, algo se
desvanecerá en vosotros. Tomad otros después y continuad la operación.
Gradualmente, llegaréis al punto fulgurante de vuestra esterilidad, a las
antípodas de la demiurgia verbal.
No se
abandona la confianza en las palabras ni se atenta contra su seguridad, sin
tener un pie en el abismo. Su nada procede de la nuestra. Al no ser ya capaces
de dar cuerpo a nuestro espíritu, es como si nunca nos hubieran servido.
¿Existen, acaso? Concebimos su existencia sin sentirla. ¡Qué soledad, ésa donde
las abandonamos y nos abandonan! Somos libres, es cierto; pero echamos de menos
su despotismo. Estaban ahí, con las cosas; ahora que desaparecen éstas, se
disponen a seguirlas y se adelgazan bajo nuestras miradas. Todo disminuye, todo
se reabsorbe. ¿A dónde huir, por dónde escapar a lo ínfimo. La materia se
empequeñece, abdica de sus dimensiones, cede el campo... Sin embargo, nuestro
miedo se dilata y, ocupando su lugar, hace el papel de universo.
A
la búsqueda de un no‑hombre
Por
cobardía, sustituimos la sensación de nuestra nada por la sensación de la nada.
Y es que la nada general apenas nos inquieta: vemos en ella demasiado a menudo
una promesa, una ausencia fragmentaria, un callejón sin salida que se abre.
Durante largo tiempo me obstiné en hallar a
alguien que lo supiera todo sobre sí mismo y sobre los otros, un sabio‑demonio,
divinamente clarividente. Cada vez que creía haberlo encontrado, debía, tras un
examen, cambiar de opinión: el nuevo elegido tenía todavía alguna mancha, algún
punto negro, no sé qué recoveco de inconsciencia o de debilidad que le rebajaba
al nivel de los humanos. Percibía yo en él huellas de deseo o de esperanza, o
algún residuo de pesar. Su cinismo era manifiestamente incompleto. ¡Qué
decepción! Y proseguía siempre mi búsqueda, y siempre mis ídolos del momento
pecaban en algún aspecto: el hombre estaba presente en ellos, oculto,
maquillado o escamoteado. Acabé por comprender el despotismo de la especie, y
por no soñar más que con un no‑hombre, con un monstruo que estuviese totalmente
convencido de su nada. Era una locura concebirlo: no podía existir, ya que la
lucidez absoluta es incompatible con la realidad de los órganos.
Odiarse
El amor
propio es cosa fácil: como brota del instinto de conservación, incluso los
animales lo conocerían si estuviesen un poquitín pervertidos. Lo que ya es más
difícil, y en lo cual sólo sobresale el hombre, es en odiarse a sí mismo. Tras
haber causado su expulsión del paraíso, hizo lo que pudo para aumentar la
separación que le distancia del mundo, para mantenerse despierto entre los
instantes, en el vacío que se intercala entre ellos. La conciencia emerge de él
y en él hay que buscar el punto de partida del fenómeno humano. Me odio: soy un
hombre; me odio absolutamente: soy absolutamente hombre. Ser consciente es
estar dividido uno mismo y odiarse. Este odio zapa nuestras mismas raíces, al
mismo tiempo que proporciona savia al Árbol de la Ciencia.
Aquí tenemos al hombre fuera del mundo y
alejado de sí mismo. No podríamos clasificarlo entre los vivientes sin abuso,
tan superficial es su contacto con la vida; su contacto con la muerte no lo es
menos. No habiendo podido encontrar su lugar exacto entre una y otra, ha hecho
trampa desde sus primeros pasos: un intruso, un falso vivo, un falso mortal, un
impostor. La conciencia, esa forma de no participación en lo que se es, esa
facultad de no coincidir con nada, no estaba prevista en la economía de la
creación. Lo sabe, pero no tiene ni el coraje de asumirla hasta el límite y de
perecer por ella, ni el de repudiarla para salvarse. Extraño a su naturaleza,
sólo en medio de sí mismo, desligado de este mundo y del otro, no abraza
completamente ninguna realidad: ¿cómo podría hacerlo, dado que no es real más
que a medias? Un ser sin existencia.
Cada paso que da en dirección al espíritu
equivale a una falta contra la vida. ¡Asombra que no ponga término a la
zarabanda de la conciencia, para emparentarse de nuevo con las cosas! Pero del
estado de irreflexión (en el que cesaría su sentimiento de culpa) está separado
por ese odio de sí mismo del que no quiere ni puede deshacerse. Apartándose de
la línea de los seres, de los caminos trillados de la salvación, innova sin
descanso para poder mantener su reputación de animal interesante.
La conciencia, fenómeno provisional si los
hay, es empujada por él hasta su punto de estallido y se cae en pedazos con ella.
Al destruirse, se alzará hasta su esencia y cumplirá su misión: convertirse en
su propio enemigo. Si la vida ha falseado a la materia, él ha falseado a la
vida. ¿Volverá a repetirse su experiencia? No parece implicar una posteridad:
todo deja presagiar que es la última fantasía que la naturaleza se permite.
Significación
de la máscara
Por
lejos que nuestro pensamiento avance y por muy separado que esté de nuestros
intereses, vacila, sin embargo, en designar ciertas cosas por su nombre. ¿Se
trata de nuestro último espanto?, pues lo escamotea, nos cuida y nos halaga. De
este modo, cuando tras numerosas pruebas, el «destino» se nos revela, él nos
invita a verlo como un límite, una realidad más allá de la cual toda búsqueda
carecería de objeto. Pero, ¿es verdaderamente un límite una realidad tal como
pretende? Mucho lo dudamos, de tan sospechoso como nos parece cuando quiere
fijarnos en él e imponérnoslo. Sentimos claramente que no podría ser un término
y que a través de él se manifiesta otra fuerza, ésta sí, suprema. Sean cuales
fueren los artificios y los esfuerzos de nuestro pensamiento para
disimulárnosla, acabamos, sin embargo, por identificarla, incluso para
nombrarla. Y lo que parecía acumular todos los títulos de lo real no es ya más
que un rostro. ¿Un rostro? Ni siquiera, sólo un disfraz, una simple apariencia
de la que esa fuerza se sirve para destruirnos sin tocarnos.
El «destino» no es más que una máscara, como
máscara es todo lo que no es la muerte.
Contagio
de la tragedia
No es
piedad, es envidia lo que nos inspira el héroe trágico, suertudo, cuyos
sufrimientos devoramos, como si fuesen nuestros de derecho y él nos los hubiese
sustraído. ¿Por qué no intentar volver a cogérselos? De cualquier forma,
estaban destinados a nosotros... Para asegurarnos mejor, los declaramos
nuestros, los engrandecemos y les damos proporciones desmesuradas; él, por
mucho que se agite o gima ante nosotros, no conseguirá conmovernos, pues no
somos sus espectadores, sino sus competidores, sus rivales en el patio de
butacas, capaces de soportar sus desdichas mejor que él: tomándolas por
nuestra cuenta, las exageramos más allá de sus posibilidades en escena.
Provistos de su suerte y corriendo hacia la derrota más rápidamente que él, le
dedicamos todo lo más una sonrisa superior, mientras que nos reservamos para
nosotros solos, los méritos de la falta o del asesinato, del remordimiento o de
la expiación. ¡Qué poca cosa es a nuestro lado y cuán vulgar nos parece su
agonía! ¿Acaso no estamos cargados con todos sus dolores, no representamos la
víctima que él quería encarnar sin lograrlo? Pero, ¡oh, irrisión!, finalmente
¡es él quien muere !
Fuera
de la palabra
Mientras
estamos encerrados en la literatura, respetamos sus verdades y nos dedicamos a
darles cuerpo, a espesar su nada. Condición indudablemente aflictiva. Pero hay
algo peor: superar esas verdades sin, empero, abrazar las de la sabiduría. ¿Qué
dirección tomar?; ¿en qué sector del espíritu establecerse? Ya no se es
literato; se sigue escribiendo, sin embargo, aun despreciando la expresión.
Conservar restos de vocación y no tener el coraje de librarse de ellos, es una
posición equívoca, léase trágica, que ignora la sabiduría, la cual consiste
precisamente en la audacia de extirpar toda vocación, literaria o de otra clase
cualquiera. Quien ha tenido la desdicha de pasar por las Letras, guardará
siempre el fetichismo del giro o alguna superstición de la que sólo se
benefician las palabras. Disponiendo de un don que desdeña o teme, se lanzará
sin convicción a empresas u obras necesariamente abortadas, chambón suspendido
entre la palabra y el silencio, lamentable aspirante a esa gloria del vacío,
negada a quien se expresa o se apega a su nombre. La «verdadera vida» está
fuera de la palabra.
Y, sin embargo, la palabra nos obnubila y nos
domina: ¿acaso no hemos llegado hasta hacer surgir el universo de ella? y ¿no
hemos asimilado nuestros orígenes al parloteo, a las improvisaciones de un dios
charlatán? ¡Referir la cosmogonía al discurso, erigir el lenguaje en instrumento
de la creación, atribuir nuestros comienzos a una ilusoria antigüedad del
Verbo! La literatura, como se advertirá, se remonta muy lejos en el tiempo, ya
que, nada carentes de aberraciones, no hemos temido imputarle los primeros
sobresaltos de la materia.
Necesidad
de la mentira
Quien ha
vislumbrado, en el comienzo de su carrera, las verdades mortales, llega a no
poder vivir con ellas: si les permanece fiel, está perdido. Desaprenderlas,
renegar de ellas ‑única modalidad, para el de reajustarse a la vida, de
abandonar el camino del Saber, de lo Intolerable‑. Siguiendo a la mentira,
cualquier mentira promotora de actos, la idolatra y espera de ella su
salvación. Cualquier obsesión la seduce, con tal de que ahogue en él al demonio
dc la curiosidad e inmovilice su espíritu. De este modo, envidia a todos los
que, a favor de la plegaria o de cualquier otra manía, han detenido el curso de
sus pensamientos, abdicado de las responsabilidades del intelecto, y hallado,
en el interior de un templo o de un asilo de alienados, la dicha de estar
acabados. ¡Que no daría él también por poder exultar a la sombra de un error,
el abrigo de una estupidez! Lo intentará. «Para esquivar mi naufragio jugaré el
juego, perseveraré por cabezonería, por capricho, por insolencia. Respirar es
una aberración que me fascina. El aire se escapa de mí, el suelo tiembla bajo
mis pies. He convocado a todas las palabras y les he ordenado organizarse en
una oración; y las palabras han seguido inertes y mudas. Es por eso por lo que
grito, por lo que no dejaré de gritar: «¡Cualquier cosa, salvo mis verdades!».
Helo ahí disponiéndose a librarse de ellas, a
darlas de lado. Y mientras celebra una ceguera deseada durante tan largo
tiempo, el malestar le gana, el coraje le abandona: teme la revancha de su
saber, el retorno de su clarividencia, la irrupción de sus certezas, por las
que había sufrido tanto. Esto basta para que, perdiendo toda seguridad en sí
mismo, el camino de su salvación se le aparezca como un nuevo calvario.
El
futuro del escepticismo
La
ingenuidad, el optimismo, la generosidad ‑suelen encontrarse en los botánicos,
los especialistas de ciencias puras o los exploradores, nunca en los políticos,
los historiadores o los curas. Los primeros se pasan sin sus semejantes, los
segundos hacen de ellos el objeto dc sus actividades o sus investigaciones.
Sólo se agria uno en la vecindad del hombre. Los que le dedican sus
pensamientos, lo examinan o quieren ayudarle, llegan, tarde o temprano, a
despreciarle, a tomarle horror. Psicólogo si los hay, el sacerdote es el
ejemplar humano más desengañado, incapaz por oficio de conceder el menor
crédito a sus prójimos; de ahí proviene su aire avisado, su astucia, su dulzura
fingida y su profundo cinismo. Los que, de entre ellos, en número verdaderamente
ínfimo, se deslizaron hacia la santidad, no hubieran podido alcanzarla si
hubieran observado de más cerca a sus feligreses: fueron unos despiadados, unos
malos sacerdotes, incapaces de vivir como curiosos ‑y parásitos‑ del pecado
original.
Para curarse de toda ilusión sobre el hombre,
habría que poseer la ciencia, la experiencia secular del confesionario. La
Iglesia está tan vieja y tan desengañada, que no puede creer en la salvación de
nadie, ni complacerse en la intolerancia. Tras habérselas entendido con una
inconmensurable muchedumbre de fervientes y sospechosos, debía acabar por
penetrarlos y cansarse de ellos, por detestar sus escrúpulos, sus tormentos,
sus confesiones. ¡Dos mil años en el secreto de las almas! Es demasiado incluso
para ella. Milagrosamente preservada hasta ahora de la tentación del asco, hoy
cede a él: las conciencias que tiene a su cargo la importunan y la agotan.
Ninguna de nuestras miserias, ninguna de nuestras infamias despierta ya su
interés: hemos acabado con su piedad y su curiosidad. Como sabe ya mucho sobre
todos nosotros, nos desdeña, nos deja ir a nuestro aire, buscar en otra
parte... Ya la abandonan los fanáticos. Pronto será el último refugio del
escepticismo.
Vicisitudes
del miedo
A partir
del Renacimiento, la ciencia se ha empeñado en persuadirnos de que vivimos en
una naturaleza indiferente, ni hostil, ni favorable. Ello ha traído como
consecuencia una disminución de nuestras reservas de miedo. Considerable
peligro, pues este miedo era uno de los datos y una de las condiciones de
nuestra existencia y de nuestro equilibrio.
Confiriendo intensidad y vigor a nuestros
estados, aguijoneaba nuestra piedad y nuestra ironía, nuestros amores y
nuestros odios, resaltaba, sazonaba cada una de nuestras sensaciones. Cuanto
más nos aguijoneaba, más éramos acosados de serlo, ávidos de incertidumbres y
de peligros, de cualquier ocasión de triunfar o sucumbir. Sin pudor ni
miramientos, desplegaba sus talentos de impertinente, su brío que temíamos y
mimábamos. Nuestro fervor por él aumentaba en proporción de los
estremecimientos que nos procuraba. Nadie soñaba con sustraerse a su imperio.
Nos subyugaba, nos gobernaba, en tanto que estábamos felices de verla presidir
con tanto aplomo nuestras victorias y nuestras derrotas. Pero incluso él mismo,
que parecía al abrigo de las vicisitudes, debía sufrirlas, y de las más
crueles. Bajo los golpes del «progreso», impaciente por borrarlo, comenzó,
sobre todo en el pasado siglo, a ocultarse, a hacerse tímida y algo así como
vergonzosa, a irse, casi a desvanecerse. Nuestro siglo, más lúcido, acabó por
alarmarse: ¿cómo, se preguntaba, acudir en su socorro, volver a darle su
antiguo estatuto, reintegrarle en sus derechos? La ciencia misma se encargó de
ello: se convirtió en amenaza y fuente de espanto. Y esta cantidad de miedo,
indispensable para nuestra prosperidad, la tenemos ahora bien segura.
Un
hombre que ha llegado
Al
habituado, en lo más íntimo de las profundidades, el «misterio» ya no le
impone; no habla de él de ninguna manera, ni sabe lo que es: vive en él... La
realidad en qué se mueve no comporta otra: no hay zona más abajo ni más allá;
está más abajo que todo y más allá de todo. Ahíto de trascendencia, superior a
las operaciones del espíritu y a las servidumbres a ellas anejas, descansa
sobre su inaplacable falta de curiosidad... Ni la religión ni la metafísica le
intrigan: ¿qué le queda por sondear, si se encuentra ya en lo insondable? Está
sin duda pleno; pero ignora si sigue viviendo.
Nos afirmamos en la medida en que, tras una
realidad dada, perseguimos otra donde, más allá del mismo absoluto, seguimos
buscando. ¿Acaso la teología se detiene en Dios? De ningún modo. Quiere
remontarse más alto, como la metafísica, sin dejar de hurgar en la esencia, no
se digna a fijarse en ella. Una y otra temen anclarse en un principio último,
pasan de secreto en secreto, alaban lo inexplicable y abusan de ello
desvergonzadamente. ¡El misterio, menudo privilegio! Pero ¡qué maldición creer
haberlo alcanzado, imaginar conocerlo y quedarse en él! No más búsqueda ya: ahí
está, al alcance de la mano. De la mano de un muerto.
Despojos de tristeza
I. A menudo, más acá de todas las cosas, me deslizo hacia
el punto de inexistencia de cada objeto. El yo: una etiqueta. Paralelo a mi
rostro, me miro en mis miradas. Cada cosa es otra, todo es otro. En algún
sitio, un ojo. ¿Quién me observa? Tengo miedo y, sin embargo, soy exterior a mi
miedo.
Fuera de los instantes y fuera del sujeto que
fui ¿cómo afiliarme al tiempo? La duración se momifica, el devenir ya ha
devenido. Ya no hay ninguna parcela de aire en la que respirar, en la que
gritar. El aliento ha sido negado, la idea se calla, el espíritu fue. He
arrastrado todos los «sí» por el barro y no me adapto mejor al mundo que el
anillo al dedo del esqueleto.
II. «Los otros, me decía un pordiosero, encuentran placer
en avanzar; yo, en retroceder». ¡Feliz pordiosero! Yo ni siquiera retrocedo; yo
permanezco... Y la misma realidad permanece, inmovilizado por mis dudas.
Cuantas más alimento respecto a mí, más proyecto sobre las cosas y me vengo en
ellas de mis incertidumbres. Que todo se detenga, ya que no puedo concebir ni
dar un paso más hacia ningún horizonte imaginable. Una pereza anterior al mundo
me ata a este instante... Y cuando, para sacudirla, alerto a mis instintos,
caigo en otra pereza, en esa pereza trágica que se llama melancolía.
III. Horror de la carne, de los órganos, de cada célula,
horror primordial, químico. Todo en mí se descompone, incluso ese horror. ¿En
qué grasa, en qué pestilencia ha venido a alojarse el espíritu! Este cuerpo en
el que cada poro elimina los suficientes efluvios como para apestar el espacio
no es más que un conglomerado de basuras cruzado por una sangre apenas menos
innoble, un tumor que desfigura la geometría del globo. ¡Asco sobrenatural!
Nadie se me acerca sin revelarme pese a sí mismo el grado de su putrefacción,
el destino lívido que le acecha. Toda sensación es fúnebre, todo placer es
sepulcral. ¿Qué meditación, por sombría que fuese, podría elevarse hasta las
conclusiones ‑hasta la pesadilla‑ de nuestros placeres? Buscad los verdaderos
metafísicos entre los libertinos, pues no los encontraréis en otro lado. Es
extenuando y martirizando nuestros sentidos como advertimos nuestra nada, el
abismo que nuestros abrazos nos velan por un momento. Demasiado puro y
demasiado reciente, el espíritu no podría salvar esta vieja carne, cuya
corrupción prospera ante nuestros ojos. Al contemplarla, hasta nuestro cinismo
retrocede y se desvanece en llantos. Merecemos otros suplicios un espectáculo
menos intolerable. Verdaderamente, no hay salvación por nuestros cuerpos ni,
por otra parte, tampoco por nuestras almas. Si hiciese el inventario de mis
días, no encontraría sin duda ninguno que no bastase por sí solo para colmar varios
infiernos.
Se dice en el Apocalipsis que los peores
tormentos esperan a aquellos cuya frente no está marcada por el «sello de
Dios». Todo el mundo se salvará, menos ellos. Sus sufrimientos se parecerán a
los de un hombre picado por un escorpión y buscarán en vano la muerte, esa
muerte que, empero está en ellos...
No estar marcado por el «sello de Dios» ¡Qué
bien comprendo eso, qué bien comprendo eso!
IV. Pienso en ese emperador de mi agrado, en Tiberio, en su
acrimonia y su ferocidad, en su obsesión por las islas, en sus sueños de
juventud en Rodas, en su vejez en Capri. Le amo porque el prójimo le parecía
inconcebible, le amo porque no amaba a nadie. Descarnado, pustuloso, monstruo
helado que sólo el terror calentaba, tenía la pasión del exilio: se diría que
figuraba a la cabeza de la lista de proscripciones de la que era autor... Para
sentirse vivir, le era preciso experimentar miedo e inspirarlo: si bien teme a
todo el mundo, exige, a su vez, que todo el mundo le tema. Ese vaivén entre
Capri y los barrios de Roma donde no se atreve a entrar, esa aversión que le
causaban los rostros... Sólo como Swift, ese panfletario de otra era, ese
panfletario anterior al hombre. Cuando todo me abandona, cuando yo me
abandono a mí mismo, pienso en ellos dos, me aferro a sus ascos y a su
crueldad, me apoyo en su vértigo. Cuando me abandono a mí mismo, sí, me vuelvo
hacia ellos: nada podría separarme entonces de su soledad.
V. Para algunos, la felicidad es una sensación tan
insólita que, en cuanto la experimentan, se alarman y se interrogan sobre su
nuevo estado; no hay nada semejante en su pasado: es la primera vez que salen
de la seguridad de lo peor. Una luz inesperada les hace temblar, como si soles
colgasen de sus dedos para iluminar paraísos desmenuzados. Esa felicidad de
la que esperaban su liberación, ¿por qué toma ese rostro? ¿Qué hacer? Quizá no
les pertenece, quizá ha caído sobre ellos por error. Atónitos y fascinados
juntamente, intentan incorporarla a su naturaleza, poseerla, si es posible,
para siempre. Están tan mal preparados que, para gozarla, deben anexionarla a
sus antiguos terrores.
VI. La fe por sí misma no resuelve nada: uno lleva a ella
sus inclinaciones y sus taras; si uno es feliz, vendrá a aumentar la cantidad
de dicha que al nacer habéis recibido en suerte; si uno es naturalmente
desdichado, no representará para uno más que un aumento de desgarramiento, una
deteriorización de su estado: una fe infernal. Excluido para siempre del
paraíso, uno experimentará su nostalgia como un tormento más y un suplicio. Si
uno reza, las oraciones, en lugar de aliviarlos, agravarán los pesares, los
remordimientos y los sufrimientos de uno. Verdaderamente, cada uno encuentra en
su fe lo que ha llevado a ella: por ella, el elegido saborea mejor su salvación
y el réprobo se hunde más en sus miserias. ¿Cómo pensar que basta creer para
triunfar sobre lo insoluble? No hay fe, no hay más que formas múltiples e
irreconciliables de fe. De la vuestra, sea la que sea, no esperéis ninguna
ayuda: os permitirá tan sólo ser un poco más lo que ya sois desde siempre...
VII. Nuestros placeres no se pierden ni desaparecen; a su
modo, nos marcan tanto como nuestros dolores. Tal de entre ellos que nos
parecía desvanecido para siempre, nos salvará de una crisis y abogará, sin que
lo sepamos, contra tal de nuestras decepciones, contra tal tentación de
abdicación y de abandono; creará en nosotros nuevas ligaduras de las que no
somos conscientes y reforzará un montón de pequeñas esperanzas que
contrapesarán esa tendencia de nuestra memoria a no conservar más que los
vestigios de lo atroz y de lo terrible. Pues nuestra memoria es venal: apoya la
causa de nuestros dolores, se ha vendido a nuestros dolores.
VIII. Según Casiano, Evagro y San Nilo, no hay demonio más
temible que el de la acedía. El monje que sucumbe a ella será su presa
hasta el fin de sus días. Pegado a la ventana, mirará hacia el exterior,
esperará visitas, no importa cuáles, para charlar, para darse al olvido.
¡Despojarse
de todo y descubrir después que uno se había equivocado de camino; hastiarse en
la soledad y no poder abandonarla! Por un eremita que ha triunfado, hay mil que
han fracasado. A estos vencidos, a esos caídos convencidos de la ineficacia de
sus oraciones, se esperaba volver a levantarlos por el canto se les imponía la
exultación, la disciplina de la alegría. Víctimas del demonio, ¿cómo habrían de
poder elevar sus voces y hacia quién? Alejados por igual de la gracia y del
siglo pasaban horas comparando su esterilidad con la del desierto, con la imagen
material de su vacío.
Pegado a mi ventana, ¿a qué compararía mi
esterilidad sino a la de la ciudad? Sin embargo, el otro desierto, el
verdadero, me obsesiona. ¡No poder irme a él y olvidar allí el olor del hombre!
Vecino de Dios, olfatearía su desolación y su eternidad con la que sueño en los
instantes en que se despierta en mí el recuerdo de una celda lejana. En una
vida anterior, ¿qué convento habré abandonado, traicionado? Mis oraciones
inacabadas; abandonadas entonces, prosiguen ahora, mientras que en mi cerebro
no sé qué cielo se hace y se deshace.
IX. ¡Alí! ¡Alí! Cierto derviche, habiendo renunciado a
pactar con las palabras, salvo con ésa, no pronunciaba nunca otra en ninguna
circunstancia. Era la única infracción que se permitía a su régimen de
silencio.
La oración: una concesión hecha a Dios, frases
y toda la complacencia que suponen. Nuestro derviche, inmolándose a lo
esencial, sacrifica el lenguaje, símbolo de la apariencia: todo hombre que
recurre a él se aparta de lo absoluto, aunque debiera, por otro lado,
mortificarse o suscribir las enormidades de la fe. Todo hombre, con mayor razón
todo santo. Francisco de Asís fue un discurseador como sus discípulos, como sus
rivales. Sólo una cosa importa, sólo una palabra. Si hablamos, es que esa cosa
no la hemos encontrado ni la encontraremos.
X. Sólo merece confianza quien se constriñe a perder la
partida: si lo logra, habrá matado el monstruo, el monstruo que él era en tanto
que se empeñaba en actuar, en triunfar. No progresamos más que en detrimento de
nuestra pureza, esa suma de nuestros retrocesos. Sostenidos, atravesados por un
impulso hacia la mancilla, nuestros actos nos apartan del paraíso, fortifican
nuestra decadencia, nuestra fidelidad al mundo: no hay movimiento hacia
adelante que no excite y consolide en nosotros la antigua perversión de
existir.
Expulsar
a los seres no basta; hay también que expulsar a las cosas, execrarlas y
abolirlas una a una. Para recobrar nuestra primera ausencia sigamos en sentido
inverso nuestras cosmogonías y ya que nos falta el pudor de morir, aniquilemos
al menos todo rastro en nosotros de este mundo y hasta el último recuerdo de lo
que fuimos. ¡Que un dios nos conceda la fuerza de apartarnos de todo y de
traicionarlo todo, la audacia de una cobardía sin nombre!
Orgía
de la vacuidad
Sin
medio de abandonar la esfera de sus inclinaciones, el artista se mueve en un
sector angosto de la existencia. Lleva anteojeras: su talento es su tara.
Aunque tuviese genio, permanecería todavía cautivo de su óptica, de la desdicha
que le ha provisto de una visión definida.
¡Qué ventaja no estar dotado para nada, qué
libertad! Todo se os ofrece, todo os pertenece; dominando el espacio, pasáis de
un objeto a otro, de un mundo a otro. El universo está a vuestros pies, accedéis
de golpe a la esencia de la felicidad: exaltación en el punto nulo del ser,
vida traspuesta, promovida al estado de aliento, de eternidad que respira y que
ningún misterio grava.
Obligado a estar en todas partes esclavo de su
ubicuidad, Dios mismo es prisionero. Más libre, más desprendido que El, gozáis
de la ausencia cuya extensión exploráis a vuestro gusto: materia destituida,
suspiro inaudible, delicia de perder la práctica de la vida y de la muerte.
Todo
hombre con algún talento merece nuestra conmiseración: si es pintor, ¿qué
logrará sacar aún de los colores? Si poeta, ¿cómo despertará a las palabras
fatigadas, dormidas? Y ¿qué decir de las perspectivas de un músico en un mundo
en que todas las combinaciones sonoras han sido imaginadas? Profundamente
desdichados, están todos ellos incursos en lo inextricable. Debemos rodearles
con un suplemento de solicitud, no insultar su zozobra para que olviden el
callejón sin salida de su arte, su condición de desheredados.
Sin ir hasta el punto de trompetear nuestra
suerte, no podemos, sin embargo, callárnosla. Demos gracias a la Providencia
por habernos sustraído al peso, a las fatalidades de un don. Expoliándonos de
todo, nos lo ha ofrecido todo por ese mismo gesto. Nuestras luces no nos
permiten decidir si nuestro colmado despojo emana de su misericordia o de su
negligencia. En cualquier caso, ella nos ha concedido un favor inigualable:
¿acaso no estamos provistos de todos los talentos que nos faltan? No ser nada ‑recurso
infinito, fiesta perpetua.
Sin descansar nunca, el artista debe cultivar
sus desórdenes, derrochar sus fuerzas, fabricarse felicidad y desdicha,
producir. El sabio, como no se compromete en ninguna obra, se ejerce en la
esterilidad, acumula la energía que apenas gasta. Adquiere la verdad en
detrimento de lo expresado, de la comunicación, de todo lo que alimenta y
justifica el arte, ese obstáculo para lo verdadero, ese vehículo de la mentira.
Ahogando sus facultades de invención, gobierna sus actos y sus movimientos,
rechaza los servicios del estado de trance y de la fiebre. (No hay sabio genial.)
Ni la tragedia, avidez de desgarramiento, ni la historia, espacio de esa
avidez, retienen su curiosidad: habiendo superado una y otra, se reúne con los
elementos, se niega a creer, a copiar a Dios o al Diablo y se entrega a una
larga meditación sobre el ángel y el idiota, sobre la excelencia de su torpor,
que quisiera alcanzar por medio de la lucidez.
Lo propio del «creador» tras haber abusado de
sus recursos, es agotarse: sus fuerzas le abandonan, la intensidad de sus
obsesiones mengua. Si bien conserva su vitalidad o su razón, no ocurre lo mismo
con su capacidad de vibrar. Su vejez es verdaderamente su fin. El sabio, por el
contrario, es al final de sus días cuando se realiza plenamente, cuando
triunfa. No se le puede imaginar acabado; este calificativo conviene, a
partir de cierto momento, a todo artista. Una obra surge de un apetito de
autodestrucción y se edifica en perjuicio de una vida. El sabio no conoce este
apetito o bien lo ha vencido. Su mayor ambición: desaparecer sin dejar huellas.
Pero hay tanto poder en su voluntad de desaparición, que nos intriga.
Difícilmente llegamos a penetrar su secreto: ¿cómo existir sin destruirse a
cada instante? Empero, ese secreto se deja vislumbrar cuando nos aproximamos a
nosotros mismos, a nuestra última realidad. Las palabras, entonces, habiendo
perdido toda utilidad y todo sentido, se nos aparecen entonces como agentes de
una vulgaridad inmemorial. Todo cambia, hasta nuestro modo de ver, como si nuestras
miradas recogidas sobre sí mismas, dispusieran de un universo distinto del de
la materia. De hecho, ese mundo ya no entra en el campo de nuestras
percepciones ni es perpetuado por nuestra memoria. Vueltos hacia lo que no
soporta la palabra ni quiere condescender a ella, nos repantigamos en una
felicidad sin cualidades, en un estremecimiento sin adjetivos. Siesta en Dios
...
La tentación de existir
Los hay que van de afirmación en afirmación: su vida es una serie de
síes... Aplaudiendo a lo real o a lo que les parece tal, consienten en todo y
no tienen ningún empacho en decirlo. No hay anomalía que no expliquen o no
coloquen entre las cosas «que pasan». Cuanto más se dejan contaminar por la
filosofía, más, en el espectáculo de la vida y la muerte, son un público
complaciente.
Para otros, acostumbrados a la negación,
afirmar exige no solamente una voluntad de obnubilación, sino un esfuerzo
contra sí mismo, un sacrificio: ¡cuánto les cuesta el menor sí! ¡Qué apostasía!
Saben que un si no viene nunca solo, que implica otro, toda una serie: ¿Cómo se
van a arriesgar a él a la ligera? Esto no impide que la seguridad del no les
irrite. Así nace en ellos la necesidad y la curiosidad de afirmar cualquier
cosa.
Negar: no hay nada como eso para emancipar el
espíritu. Pero la negación no es fecunda más que el tiempo en que nos
esforzamos en conquistarla y apropiárnosla; una vez adquirida, nos aprisiona;
una cadena como otra cualquiera. Esclavitud por esclavitud, más vale orientarse
hacia la del ser, aunque sea al precio de cierto desgarramiento: no se trata,
ni más ni menos, que de sustraerse al contagio de la nada, al confort de un
vértigo...
Los
teólogos lo han advertido desde hace mucho: la esperanza es el fruto de la
paciencia. Debería añadirse: y de la modestia. El orgulloso no tiene tiempo
de esperar... Sin querer ni poder esperar, fuerza los acontecimientos como
fuerza su naturaleza; amargo, corrompido, cuando agota sus rebeliones abdica:
para él no hay fórmula intermediaria. Es innegable que es lúcido, pero la
lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por incapacidad de amar, se
desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos.
El gran
sí es el sí a la muerte. Puede uno proferirlo de varias maneras ...
Hay fantasmas diurnos que, presas de su
ausencia, viven apartadamente, caminan con pasos ahogados a lo largo de las
calles sin mirar a nadie. No hay inquietud alguna en sus rostros y en sus
gestos. Como el mundo exterior ha dejado de existir para ellos, se pliegan a
todas las soledades. Atentos a su distracción, a su desapego, pertenecen a un
universo no declarado situado entre el recuerdo de lo inaudito y la inminencia
de una certeza. Su sonrisa recuerda mil espantos vencidos, la gracia que
triunfa sobre lo terrible; pasan a través de las cosas, atraviesan la materia.
¿Han alcanzado sus propios orígenes, o descubierto en ellos las fuentes de la
claridad? Ninguna derrota, ninguna victoria les conmueve. Independientes del
sol, se bastan a sí mismos. Están iluminados por la muerte.
No nos
es dado identificar el momento en que se opera, a expensas de nuestra
sustancia, un trabajo de erosión. Sabemos solamente que resulta un vacío en el
que se instala gradualmente la idea de nuestra destrucción. Idea vaga, apenas
esbozada: es como si el vacío se pensase a sí mismo. Después, transfiguración
sonora, en lo más profundo de nosotros surge un tono que, por su insistencia,
puede lo mismo paralizarnos que darnos un impulso. Seremos, pues, cautivos del
miedo o de la nostalgia por debajo de la muerte o en pie de igualdad con ella.
Será el miedo, si ese tono perpetúa la vida en que aparece; la nostalgia, si la
convierte en plenitud. Según nuestra constitución, veremos en la muerte o un
déficit o un excedente de ser.
Antes de afectar nuestra percepción de la duración,
adquisición tardía, el miedo la toma con nuestra sensación de la extensión, con
lo inmediato, con la ilusión de lo sólido: el espacio se adelgaza, se
esfuma, se hace aéreo, transparente. El lo reemplaza, se dilata y sustituye a
la realidad que lo había provocado, la muerte. Todas nuestras experiencias se
encuentran reducidas a un intercambio entre nuestro yo y ese miedo que, erigido
en realidad autónoma, nos aísla en un estremecimiento sin objeto, en un temblor
gratuito, hasta el punto que nos hace olvidar que vamos a... morir. No amenaza,
empero, con suplantar nuestra preocupación esencial más que en la medida en
que, no queriendo asimilarle ni agotarle, le perpetuamos en nosotros como una
tentación y le situamos en el centro de nuestra soledad. Un paso más y nos
convertiremos en viciosos, no de la muerte, sino del miedo a la muerte.
Lo mismo sucede con todos los miedos que no hemos conseguido superar:
separándose de los motivos que los han producido, se constituyen en realidades
independientes, tiránicas. «Vivimos en el miedo, y de este modo no vivimos.»
Esta frase de Buda quizá quiere decir: en lugar de mantenernos en el estadio en
que el miedo se abre sobre el mundo, hacemos de él un fin, un universo cerrado,
un sustituto del espacio. Si nos domina, deforma nuestra imagen de las cosas.
Quien no sabe ni dominarlo ni explotarlo, cesa a la larga de ser él mismo,
pierde su identidad; no es fructuoso más que si uno se precave de él; quien
cede a él no volverá a encontrarse jamás e irá respecto a sí mismo de traición
en traición, hasta que ahogue la muerte bajo el mismo que ésta le produce.
La
seducción de ciertos problemas proviene de su falta de rigor, tanto como de las
opiniones discordantes que suscitan: otras tantas dificultades de las que se
encapricha el aficionado a lo insoluble.
Para «documentarme» sobre la muerte, no
obtengo mayor provecho al consultar un tratado de biología que el catecismo:
por lo que me concierne, me es indiferente estar abocado a ella a
consecuencia del pecado original o de la deshidratación de mis células. Sin
ninguna conexión con nuestro nivel intelectual, está reservada, como todo
problema privado, a un saber sin conocimientos. He encontrado numerosos
iletrados que hablaban de ella más pertinentemente que tal o cual metafísico;
una vez que habían descubierto por experiencia el agente de su destrucción, le
consagraban todos sus pensamientos, de tal suerte que la muerte, en lugar de
ser para ellos un problema impersonal, era su realidad, su muerte.
Pero incluso entre esos mismos que, iletrados
o no, piensan en ella constantemente, la mayoría sólo lo hacen aterrados por la
perspectiva de su agonía, sin advertir ni por un momento que, aunque debieran
vivir siglos o milenios, las razones de su terror no cambiarían en nada, ya que
la agonía no es más que un accidente en el proceso de nuestro aniquilamiento,
proceso coextensivo con nuestra duración. La vida, lejos de ser, como pensaba
Bichat, el conjunto de las funciones que se resisten a la muerte, es, más bien,
el conjunto de las funciones que nos arrastran a ella. Nuestra sustancia
disminuye a cada momento; de esta disminución, empero, todos nuestros esfuerzos
deberían tender a hacer excitante, un principio de eficacia. Los que no saben
sacar beneficios de sus posibilidades de no ser, permanecen extraños a sí
mismos: fantoches, objetos provistos de un yo, dormidos en un tiempo neutro, ni
duración ni eternidad. Existir es sacar provecho de nuestra parte de
irrealidad, es vibrar al contacto con el vacío que está en nosotros. El fantoche,
por su parte, permanece insensible al suyo, lo abandona, lo deja decaer...
Regresión
germinativa, descenso hacia nuestras raíces, la muerte sólo rompe nuestra
identidad para mejor permitirnos acceder a ella y resta restablecerla: no tiene
sentido más que si le prestamos todos los atributos de la vida.
Aunque al comienzo, en las primeras
percepciones que tenemos de ella, se nos revele dislocación y perdición más
tarde, al desvelarnos juntamente la nulidad del tiempo y el precio infinito de
cada instante, ejerce sobre nosotros virtudes tonificantes: si bien sólo nos
ofrece la imagen de nuestra inanidad, por eso mismo convierte esa inanidad en
absoluto, y nos invita a apegarnos a ella. De este modo, rehabilitando nuestro
lado «mortal», se instituye en dimensión de todos nuestros instantes, agonía
triunfal.
¿De qué sirve fijar nuestros pensamientos
sobre una tumba, sea la que fuere, y apostar a nuestra podredumbre?
Espiritualmente degradante, lo macabro nos hace desembocar en el desgaste de
nuestras glándulas, en la pestilencia y las inmundicias de nuestra disolución.
Quien se pretende vivo no lo está más que en la medida en que haya escamoteado
o superado la idea de su cadáver. Nada bueno resulta de las meditaciones sobre
el hecho material de morir. Si concediese a la carne la libertad de dictarme su
«filosofía», de imponerme sus conclusiones, tanto me valdría suprimirme antes
de conocerlas. Pues todo lo que la carne me enseña supone mi irremisible
abolición: ¿acaso no rechaza la ilusión?; ¿y no viene, como intérprete de
nuestras cenizas, a contradecir en todo momento nuestras mentiras, nuestras
divagaciones, nuestras esperanzas? Desdeñemos, pues, sus argumentos y
asociémosla por la fuerza a la lucha contra sus evidencias.
Para rejuvenecernos por el contacto con la
muerte, llega a ocurrirnos el invertir en ella todas nuestras energías,
concebir por ella, según el ejemplo de Keats, un apego casi amoroso o
constituirla, con Novalis, en el principio que «hace romántica» la vida. Si
este último debía llevar la nostalgia hasta la sensualidad, si fue
efectivamente un sensual de la muerte, le estaba reservado a otro, a
Kleist, sacar de ella una «felicidad» muy íntima. «Ein Strudel von nie
geahnter Seligkeit hat mich ergriffen...», escribió antes de matarse. Ni
derrota ni abdicación: su fin fue una rabia dichosa, una locura ejemplar y
concertada, uno de los raros éxitos de la desesperación. Lo de que Novalis fue
el primero en haber experimentado la muerte «como artista», ésta frase de
Schlegel me parece aún más exacta para Kleist, equipado como nadie para morir.
Inigualado, perfecto, obra maestra de tacto y de buen gusto, su suicidio hace
inútiles todos los demás.
Aniquilamiento
primaveral, realización más que abismo, la muerte sólo nos da vértigo para
mejor elevarnos por encima de nosotros mismos, a idéntico título que el amor,
con el cual está emparentada por más de un aspecto: uno y otra, forzando el
marco de nuestra existencia hasta el punto de hacerlo estallar, nos desintegran
y nos fortifican, nos arruinan por el rodeo de la plenitud. Sus elementos tan
irreductibles como inseparables componen un equívoco fundamental. Si, hasta
cierto punto, es cierto que el amor nos pierde, ¡a través de qué sensaciones de
dilatación y orgullo lo hace! Y si la muerte nos pierde completamente ¡qué
estremecimientos la rodean! Sensaciones y estremecimientos por los que
trascendemos el hombre que hay en nosotros, y los accidentes del yo.
Como uno y otra no nos definen más que en la
medida en que proyectamos en ellos nuestros apetitos y nuestros impulsos, en
que colaboramos con todas nuestras fuerzas a su naturaleza equívoca, son
necesariamente inaprehensibles, por poco que les miremos como realidades
exteriores, ofrecidas al juego del intelecto. Uno se sumerge en el amor como en
la muerte, pero no se medita sobre ellos: se les saborea, se es su cómplice,
pero no se los sopesa. Del mismo modo, toda experiencia que no se convierte en
voluptuosidad es una experiencia fallida. Si nos fuera preciso limitarnos a
nuestras sensaciones tal cual son, nos parecerían intolerables, pues son
demasiado distintas, demasiado desemejantes a nuestra esencia. La muerte no
sería para los hombres su gran experiencia perdida, si supieran asimilarla a su
naturaleza o metamorfosearla en voluptuosidad. Pero permanece en ellos a un
lado; permanece inmodificada, diferente de lo que ellos son.
Y es otra prueba de su doble realidad, de su
carácter equívoco, de la paradoja inherente a la manera en que la
experimentemos, que se nos presente juntamente como situación‑límite y
como dato directo. Corremos hacia ella y, sin embargo, ya estamos en
ella. En el momento mismo en que la incorporamos a nuestra vida, no podemos
impedirnos situarla en el futuro. Por una inconsecuencia inevitable, la
interpretamos como el futuro que destruye el presente, nuestro presente. Si el
miedo nos ayudaba a definir nuestro sentimiento del espacio, la muerte nos abre
al verdadero sentido de nuestra dimensión temporal, ya que, sin ella, estar en
el tiempo no significaría nada para nosotros o, todo lo más, tanto como estar
en la eternidad. De este modo, la imagen tradicional de la muerte, pese a todos
nuestros esfuerzos para escapar de ella, persiste en obsesionarnos, imagen de
la que los enfermos son los principales responsables. En esta materia todo el
mundo está de acuerdo en reconocerles cierta competencia; un prejuicio
favorable les atribuye el oficio de la «profundidad», aunque la mayoría den
muestras de una desconcertante futilidad. ¿Quién no ha conocido, en su
contorno, incurables de opereta?
Más que ningún otro, el enfermo debería
identificarse con la muerte; sin embargo, se empeña en separarse de ella y
arrojarla fuera. Como le es más cómo huirla que constatarla en sí mismo, usa
todos los artificios posibles para librarse de ella. De su reacción de defensa
hace un procedimiento, léase una doctrina. El vulgo que goza de buena salud
está encantado de imitarle y seguirle. ¿Sólo el vulgo? Incluso los místicos se
sirven de subterfugios, practican la evasión y una táctica de huida: la muerte
no es para ellos más que obstáculo que hay que franquear, una barrera que les
separa de Dios, un último paso en la duración. En esta vida, ya les sucede a
veces, gracias al éxtasis, ese trampolín, el saltar por encima del tiempo:
salto instantáneo que no les procura más que un «acceso» de beatitud. Les es
preciso desaparecer de veras para alcanzar el objeto de sus deseos: de tal modo
que aman la muerte porque les permite acceder a él y la odian porque tarda en
llegar. El alma, si creemos a Teresa de Avila, no aspira más que a su creador,
pero «ve al mismo tiempo que le es imposible poseerlo si no muere; y como no le
es posible darse la muerte, muere de deseo de morir, hasta el punto que se pone
realmente en peligro de muerte». Siempre esa necesidad de hacer de la muerte un
accidente o un medio, de reducirla al fallecimiento, en lugar de considerarla
como una presencia, siempre esa necesidad de despojarla. Y ya que las
religiones no han hecho de ella más que un pretexto o un espantapájaros ‑un
instrumento de propaganda‑ a los incrédulos corresponde el hacerla justicia y
restablecerla en sus derechos.
Cada uno es su sentimiento de la
muerte. De ello se sigue que no podrían denunciarse las experiencias de los
enfermos o de los místicos como falsas, aunque pueda dudarse de las
interpretaciones que dan de ellas. Estamos en un terreno en que ningún criterio
es decisorio, en el que las certezas pululan, en el que todo es certeza, porque
nuestras verdades coinciden con nuestras sensaciones y nuestros problemas con
nuestras actitudes. Por otro lado, ¿a qué «verdad» aspirar, cuando, a cada
momento, estamos comprometidos en otra experiencia dela muerte? Nuestro mismo
«destino» no es más que el desarrollo, las etapas de esa experiencia primordial
y, sin embargo, cambiante, la traducción al tiempo aparente de ese tiempo
secreto en el que se elabora la diversidad de nuestras maneras de morir.
Para explicar un destino, los biógrafos deberían romper con su procedimiento
habitual, dejar de inclinarse sobre el tiempo aparente, sobre el apresuramiento
de una persona en deteriorar su propia esencia. Lo mismo sucede con una época:
conocer sus instituciones y sus fechas es menos importante que adivinar la
experiencia íntima de la que son signos. Batallas, ideologías, heroísmo, santidad,
barbarie, otros tantos simulacros de un mundo interior que es el único que
debería interesarnos. Cada pueblo se extingue a su manera, cada pueblo dispone
ciertas reglas de expirar y se las impone a los suyos: ni siquiera los mejores
de entre ellos podrían hacerlas cambiar o sustraerse a ellas. Un Pascal, un
Baudelaire, circunscriben la muerte: el uno la reduce a nuestra búsqueda de
salvación, el otro a nuestros terrores fisiológicos. Si bien aplasta al hombre,
no por esto deja de permanecer para ellos en el interior dc lo humano. Muy por
el contrario, los isabelinos o los románticos alemanes hicieron de ella un
fenómeno cósmico, un devenir orgiástico, una nada que vivifica; en resumen, una
fuerza en la que hay que volver a empaparse y con la cual es importante
mantener relaciones directas. Para el francés, lo que importa no es la muerte
en sí misma ‑lapsus de la materia o simple inconveniencia sino nuestro
comportamiento frente a nuestros semejantes, la estrategia de los adioses, la
contención que nos imponen los cálculos de nuestra vanidad, la actitud,
para abreviar; no el debate consigo mismo, sino con los otros: un espectáculo
en el que es capital observar los detalles y los móviles. Todo el arte del
francés reside en saber morir en público. Saint‑Simon no describe la
agonía de Louis XIV, de Monsieur o del Regente, sino las escenas de su agonía.
Las costumbres de la Corte, el sentido de la ceremonia y del fasto, lo ha
heredado todo un pueblo, afecto como es al aparato y preocupado por asociar
cierto brillo al último suspiro. En esto el catolicismo le ha sido útil: ¿no
sostiene acaso que nuestra forma de morir es esencial para nuestra salvación,
que nuestros pecados pueden ser rescatados por una «hermosa muerte»? Dudoso
pensamiento, adaptado empero al instinto histriónico de una nación y que, en el
pasado mucho más que hoy, se unía a la idea de honor y de dignidad, al estilo
del «hombre honrado» («Honnête homme». N. del T.). De lo que se trataba
entonces, aparte de Dios, era de salvar la fachada ante la asistencia, ante los
mirones elegantes y los confesores mundanos; no perecer, sino oficiar,
salvaguardando su reputación ante testigos y de ellos solos esperando la
extremaunción... Ni siquiera los libertinos renunciaban a extinguirse
convenientemente, hasta tal punto su respeto a la opinión prevalecía sobre lo
irreparable, hasta tal punto seguían los usos de una época en la que morir
significaba para el hombre renunciar a su soledad, desfilar por última vez, y
en la que los franceses eran, entre todos, los grandes especialistas de la
agonía.
Es, sin
embargo, dudoso, que apoyándonos sobre el lado «histórico» de la experiencia de
la muerte, llegásemos a penetrar mejor su carácter original, ya que la historia
no es más que un modo inesencial de ser, la forma más eficaz de infidelidad a
nosotros mismos, un rechazo metafísico, una masa de acontecimientos que
oponemos al único acontecimiento que importa. Todo lo que apunta a actuar sobre
el hombre ‑religiones incluidas‑ está manchado por un sentimiento grosero de la
muerte. Y es para buscar uno verdadero, más puro, para lo que los eremitas se
refugiaban en esa negación de la historia que es el desierto, comparado a justo
título por ellos con el ángel, pues, según sostenían, uno y otro ignoran el
pecado, la caída en el tiempo. El desierto, efectivamente, hace pensar en una
duración traducida en la coexistencia: un fluir inmóvil, un devenir cautivado
por el espacio. El solitario se retira a él, no tanto por aumentar su soledad y
enriquecerse de ausencia, como para hacer subir en sí mismo el tono de la
muerte.
Para oír ese tono, nos hace falta aprestar en
nosotros un desierto... Si lo logramos, los acordes atraviesan nuestra sangre,
nuestras venas se dilatan, nuestros secretos tanto como nuestros recursos
aparecen en nuestra superficie en la que el asco y el deseo, el horror y el
arrobo se confunden en una fiesta oscura y luminosa. La aurora de la muerte se
levanta en nosotros. ¡Trance cósmico, estallido de las esferas, mil voces!
Nosotros somos la muerte y todo es la muerte. Nos arrastra, nos lleva, nos
arroja al suelo o nos lanza más allá del espacio. Intacta desde siempre las
edades no la han desgastado. Cómplices de su apoteosis, sentimos su frescura
inmemorial y ese tiempo que no se parece a ningún otro, que le es propio, y que
nos hace y nos deshace sin cesar. Mientras nos tenga y nos inmortalice en la
agonía, no podremos nunca permitirnos el lujo de morir; y aunque poseamos la
ciencia del destino y seamos una enciclopedia de fatalidades, empero nada
sabemos, pues es ella quien todo lo sabe en nosotros.
Recuerdo
cómo, al salir de la adolescencia, abismado en lo fúnebre, vasallo de un solo
pensamiento, entré al servicio de todas las fuerzas que me invalidaban. Mis
otros pensamientos no me interesaban: demasiado bien sabía yo a dónde me
llevaban, hacia dónde convergían. Desde el punto en que no tenía más que
un problema, ¿para qué detenerme en los problemas? Como dejaba de vivir en
función de un yo, dejaba a la muerte campo libre para avasallarme; de este
modo, yo ya no me pertenecía. Mis terrores, mi mismo nombre, eran llevados por
ella y, sustituyendo a mis miradas, me hacía ver en todas las cosas las huellas
de su soberanía. En cada transeúnte discernía yo el fiambre, en cada olor, la
podredumbre, en cada alegría, la última mueca. Tropezaba en todo lugar con
futuros ahorcados, con sus sombras inminentes: el futuro de los otros no
comportaba misterio alguno para la que los miraba a través de mis ojos. ¿Estaba
yo embrujado? Así me gustaba creer. Además, ¿contra qué reaccionar? La nada era
mi hostia: todo en mí y fuera de mí se transubstanciaba en espectro.
Irresponsable, en las antípodas de la conciencia acabé por entregarme al
anonimato de los elementos, a la embriaguez de la indivisión, completamente
decidido a no reasumir de nuevo mi ser ni a convertirme otra vez en un
civilizado del caos.
Incapaz de ver en la muerte la expresión
positiva de la vacuidad, el agente que despierta a la criatura, la llamada que
resuena en la ubicuidad de los sueños, me sabía la nada de memoria y aceptaba
mi saber. Incluso ahora, ¿cómo podría yo desconocer la autosugestión de la que
surgió el universo? Protesto, empero, contra mi lucidez. Necesito realidad a
cualquier precio. Sólo por cobardía experimento sentimientos; quiero, sin embargo,
ser cobarde, imponerme un «alma», dejarme devorar por la sed de lo inmediato,
zaherir a mis evidencias, encontrarme un mundo cueste lo que cueste. Si no lo
encontrase, me contentaría con una brizna de ser, con la ilusión de que algo
existe ante mis ojos o en otra parte. Seré el conquistador de un continente de
mentiras. Estar engañado o perecer: no hay otra elección. Al igual que ésos que
han descubierto la vida dando un rodeo por la muerte, me precipitaré sobre la
primera engañifa, sobre todo lo que pueda recordarme la realidad perdida.
Tras la cotidianidad del no ser, ¡qué milagro
el del ser! Es lo inaudito, lo que no puede ocurrir, un estado de
excepción. Nada hace presa en él, salvo nuestro deseo de alcanzarle, de forzar
la entrada, de tomarle por asalto.
Existir es una costumbre que no
desespero de adquirir. Imitaré a los otros, a los astutos que lo han logrado, a
los tránsfugas de la lucidez, saquearé sus secretos y hasta sus esperanzas,
feliz de poder aferrarme con ellos a las indignidades que conducen a la vida.
El no me fatiga, él sí me tienta. Habiendo agotado mis reservas de negación, y
quizá la negación misma, ¿por que no debería yo salir a la calle a gritar hasta
desgañitarme que me encuentro en el umbral de una verdad, de la única válida?
Pero cuál pueda ser, eso lo ignoro todavía; no conozco más que la alegría que
la precede, la alegría y la locura y el miedo.
Es esta ignorancia ‑y no el temor al ridículo‑
lo que me quita el valor del alertar al mundo de observar su espanto ante el espectáculo
de mi dicha, de mi sí definitivo, de mi sí sin salida...
Como
nuestra vitalidad nos viene de nuestros recursos de insensatez, no tenemos,
para oponernos a nuestros espantos y a nuestras dudas, más que las certezas y
la terapéutica del delirio. A fuerza de sinrazón, convirtámonos en fuente, en
origen, en punto inicial, multipliquemos, por todos los medios, nuestros momentos
cosmogónicos. No somos verdaderamente más que cuando irradiamos tiempo,
cuando soles amanecen en nosotros y prodigamos sus rayos, los cuales iluminan
los instantes... Asistimos entonces a esa volubilidad de las cosas,
sorprendidas por haber comenzado a existir, impacientes de explayar su asombro
con las metáforas de la luz. Todo se infla y se dilata para adquirir el hábito
de lo insólito. Generación de milagros: todo converge hacia nosotros, pues todo
parte de nosotros. Pero ¿ciertamente de nosotros, de nuestra sola voluntad?
¿Puede el espíritu concebir un día tan luminoso y ese tiempo súbitamente
eternizado? Y ¿quién engendra en nosotros ese espacio que tiembla y esos
ecuadores ululantes?
Creer
que nos sería posible liberarnos del prejuicio de la agonía nuestra más antigua
evidencia, sería equivocarnos sobre nuestra capacidad de divagar. De hecho,
tras el favor de algunos accesos, caemos de nuevo en el pánico y el asco, en la
tentación de la tristeza o el cadáver, en ese déficit del ser, resultado del
sentimiento negativo de la muerte. Por grave que sea nuestra recaída, puede,
sin embargo, sernos útil si hacemos de ella una disciplina que nos induzca a
reconquistar los privilegios del delirio. Los eremitas de los primeros siglos
nos servirán, una vez más, de ejemplo. Nos enseñarán cómo, para alzar nuestro
nivel psíquico, debemos mantener un conflicto permanente con nosotros mismos.
Con justicia les llamó un Padre de la Iglesia «atletas del desierto». Fueron
combatientes de los que difícilmente imaginamos el estado de tensión, el
encarnizamiento contra sí mismos, las luchas. Había algunos que segregaban
hasta setecientas oraciones por día; tras cada una de ellas, para contarlas,
algunos dejaban caer un guijarro... Aritmética demente que me hace admirar en
ellos un orgullo sin igual. No eran precisamente alfeñiques, esos obsesos
enfrentados con lo que tenían de más querido: sus tentaciones. Viviendo
en función de ellas, las exacerbaban para tener algo contra lo que luchar. Sus
descripciones del «deseo» comportan tal violencia de tono que nos irritan los
sentidos y nos hacen experimentar un estremecimiento que ningún autor libertino
logra inspirarnos. Eran especialistas en glorificar «la carne» en sentido
inverso. Si les fascinaba hasta tal punto, ¡qué mérito tienen por haber
combatido sus atractivos! Fueron titanes, más desenfrenados, más perversos que
los de la mitología, pues éstos, para acumular energía, no hubieran podido, en
su simplismo, concebir los beneficios del horror a sí mismo. Dado que nuestros
sufrimientos naturales, no provocados, son demasiado incompletos, suele
sucedernos el aumentarlos, intensificarlos y crearnos otros artificiales.
Entregada a sí misma, la carne nos encierra en un horizonte reducido. Por poco
que la sometamos a tortura, agudiza nuestras percepciones y ensancha nuestras
perspectivas: el espíritu es el resultado de los suplicios que padece o que se inflige
a sí misma. Los anacoretas sabían remediar la insuficiencia de sus males...
Tras haber combatido el mundo, les era preciso entrar en guerra consigo mismos.
¡Menuda tranquilidad para sus prójimos! ¿Acaso nuestra ferocidad no viene
provocada porque nuestros instintos están demasiado atentos al otro? Si nos
inclinamos más sobre nosotros mismos, y nos convertimos en el centro y el
objeto de nuestras inclinaciones asesinas, la suma total de intolerancias
disminuiría. Nunca se podrá calcular el número de horrores que el monacato
primitivo ahorró a la humanidad. Si todos esos eremitas hubiesen permanecido en
el siglo, ¡cuántos excesos no habrían cometido! Por fortuna para su época,
tuvieron la inspiración de ejercer su crueldad contra sí mismos. Si queremos que
nuestras costumbres se dulcifiquen, nos hará falta aprender a volver nuestras
garras contra nosotros mismos, a aprovechar la técnica del desierto...
¿Por
qué, se dirá, ascender a las nubes esa lepra, esas excepciones repulsivas con
las que nos ha gratificado la literatura ascética? Se agarra uno a cualquier
cosa. Aun execrando los monjes y sus convicciones, no puedo por menos de
admirar sus extravagancias, su naturaleza voluntaria, su aspereza. Tanta
energía debe tener un secreto: el mismo que el de las religiones. Aunque quizá
no valga la pena ocuparse de ellas, sigue siendo cierto que todo lo que vive,
todo rudimento de existencia, participa de una esencia religiosa. Precisemos el
sentido de la palabra: es religioso todo lo que nos impide hundirnos, toda
mentira que nos protege contra nuestras irrespirables certezas. Cuando me
arrogo una parte de eternidad y me imagino una permanencia que me implica,
pisoteo la evidencia de mi ser frágil y nulo, miento a los otros como a mí
mismo. Si actuase de otra manera, desaparecería inmediatamente. Duramos en
tanto duran nuestras ficciones. Cuando las ponemos en claro, nuestro capital de
mentiras, nuestro fondo religioso se desvanece. Existir equivale a un acto de
fe, a una protesta contra la verdad a una plegaria interminable... Desde el
punto en que acceden a vivir, el incrédulo y el devoto se parecen en
profundidad, ya que uno y otro han tomado la única decisión que marca a un ser.
Ideas, doctrinas, simples fachadas, caprichos y accidentes. Si tú no has resuelto
matarte, no hay ninguna diferencia entre los otros y tú, formas parte del
conjunto dc los vivientes, todos ellos, en cuanto tales, grandes creyentes. ¿Os
dignáis respirar? Os acercáis a la santidad, merecéis la canonización...
Si, además, descontento de ti mismo, quieres
cambiar de naturaleza, te comprometes doblemente en un acto de fe: quieres dos
vidas en una sola. Esto es justamente a lo que aspiraban nuestros ascetas
cuando, haciendo de la muerte un modo de no morir, se complacían en las
vigilias, en los gritos, en el atletismo nocturno. Imitar su desmesura,
superarla incluso, es algo que alcanzaremos cuando hayamos maltratado nuestra
razón tanto como ellos la suya. «Me guía alguien que está aún más loco que yo»,
así habla nuestra sed. Sólo nos salvan las manchas, las opacidades de nuestra
clarividencia: si fuese de una trasparencia perfecta, nos despojaría de la
insensatez que nos habita y a la que debemos lo mejor de nuestras ilusiones y
nuestros conflictos.
Como toda forma de vida traiciona y desnaturaliza
a la Vida, el auténtico viviente asume un máximo de incompatibilidades, se
encarniza en el placer y en el dolor, adopta los matices de uno y otro, rechaza
toda sensación distinta y todo estado sin mezcla. La aridez interior
procede del imperio que lo definido ejerce sobre nosotros, del rechazo
que dirigimos a la imprecisión, a nuestro caos innato, el cual, renovando
nuestros delirios, nos preserva de la esterilidad. Y es contra ese factor
benéfico, contra ese caos, contra el que reaccionan todas las filosofías, todas
las escuelas. Si no le rodeamos de los mayores cuidados, derrochamos nuestras
últimas reservas: las que sostienen y estimulan la muerte en nosotros, y la
impiden envejecer...
Tras haber hecho de la muerte una afirmación
de la vida, convertido su abismo en una ficción salvadora, agotado nuestros
argumentos contra la evidencia, estamos acechados por el marasmo: es la
revancha de nuestra bilis, de nuestra naturaleza, de ese demonio del buen
sentido que, adormecido durante un tiempo, se despierta para denunciar la
ineptitud y el ridículo de nuestra voluntad de ceguera. ¡Todo un pasado de
visión sin piedad, de complicidad con nuestra pérdida, de habituamiento al
veneno de las verdades, y tantos años contemplando nuestros despojos para
destilar de ellos el principio de nuestro saber! Sin embargo, debemos aprender
a pensar contra nuestras dudas y contra nuestras certezas, contra nuestros
humores omniscientes, debemos, sobre todo, forjándonos otra muerte, una
muerte incompatible con nuestra carroña, consentir en lo indemostrable, en la
idea de que algo existe...
La nada era sin duda más cómoda. ¿Que molesto
es disolverse en el Ser!
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