Primera
parte
Hoy
ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo:
«Falleció su madre. Entierro mañana.
Sentidas
condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El
asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el
autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y
regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo
negármelos ante una excusa semejante.
Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle:
«No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho
esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a
él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me
vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después
del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido
aspecto más oficial.
Tomé
el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como
de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay
una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco
aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para
pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos
meses.
Corrí
para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la
carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación
del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba
apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije
«sí» para no tener que hablar más.
El
asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá
en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director.
Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo
hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un
viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros.
Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo
retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí
hace tres años. Usted era su único sostén.»
Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a
darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse,
hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus
necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto.
Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.»
Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas
de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella
debía de aburrirse con usted.» Era
verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome
con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a
menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría
llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la
costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también
porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús,
tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
El
director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que
usted quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí.
En la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para
no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se
sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.»
Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños
grupos.
Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las
conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de
cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo
a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio,
el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así
podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre
expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He
tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las
gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a
la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma
de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con
la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose
sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera
árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese
momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó
un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted
pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere
usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no
debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por
qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.»
Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.»
Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se
sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió
hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía,
miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le
rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro
sólo se veía la blancura del vendaje.
Cuando
hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice,
pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba.
Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban
contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin
volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?»
Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi
pregunta.
Charló
mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho
que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y
era parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?»
Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá.
Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura
hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había
vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto
tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la
idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había
dicho: «Cállate, no son cosas para contarle al señor.» El viejo había
enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero
no...» Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
En el
pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente.
Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice
notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había
llamado la atención la manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más
raramente, «los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales
no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era
portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
La
enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche
habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió
el conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a
dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces
traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche,
acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de
fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné.
No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
En un
momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a
velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.»
Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz
contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La
instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le presté mucha
atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas en
torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá.
También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que
hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía. La
temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta abierta
entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un poco.
Me
despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció
aún más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima
sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una
pureza que hería los ojos. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una
decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz
enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los veía como no he
visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me
escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas
las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía
resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué punto
podían tener vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos
y llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino
solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se
hubieron sentado, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con modestia,
los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me saludaban
o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí en ese
momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del
portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para
juzgarme.
Poco
después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por
una de sus compañeras, y no la veía bien. Lloraba con pequeños gritos,
regularmente; me parecía que no se detendría jamás. Los demás parecían no
oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o a sus
bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. La mujer seguía
llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no oírla
más. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero se inclinó hacia ella y
le habló, pero sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó llorando con la
misma regularidad. El portero vino entonces hacia mi lado. Se sentó cerca de
mí. Después de un rato bastante largo me informó sin mirarme: «Estaba muy unida
con su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le
queda nadie » Quedamos un largo rato
así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros. Sorbía
mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me
dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes.
Sólo de vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la
larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de
las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en
sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella
muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo
ahora que era una impresión falsa.
Todos
tomamos café, servido por el portero. Después, no sé más. La noche pasó.
Recuerdo que en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían
amontonados, excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el
dorso de las manos aferradas al bastón, como si no esperase sino mi despertar.
Luego volví a dormirme. Me desperté porque cada vez me dolía más la cintura. El
día resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se
despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las
escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo
que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado los
rostros de color ceniza. Al salir, con gran asombro mío, todos me estrecharon
la mano, como si esa noche durante la cual no cambiamos una palabra hubiese
acrecentado nuestra intimidad.
Estaba
fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé
café con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día.
Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y
el viento traía olor a sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía mucho que no iba
al campo y sentía el placer que habría tenido en pasearme de no haber sido por
mamá.
Pero
esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca
y no tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban
para ir al trabajo; para mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un
momento sobre esas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba en el
interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las ventanas: luego, todo
quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme
los pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a
su despacho. Me hizo firmar cierta cantidad de documentos. Vi que estaba
vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: «Los
empleados de pompas fúnebres han llegado hace un momento. Voy a pedirles que
vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?»
Dije que no. Ordenó por
teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga usted a
los hombres que pueden ir.»
En
seguida me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el
escritorio y cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos
solos, con la enfermera de servicio. En principio los pensionistas no debían de
asistir a los entierros.
El sólo
les permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había
autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e
director sonrió. Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril.
Pero él y su madre casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas; le
decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez reía.
Aquello les complacía. La muerte de la señora
de Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía de negarle la
autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico visitador.»
Quedamos silenciosos bastante tiempo. El director se levantó y miró por
la ventana del despacho. Después de un momento observó:
«Ahí
está el cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres
cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en
el pueblo mismo. Bajamos, Delante del edificio estaban el cura y dos
monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario, y el sacerdote se inclinaba
hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el
sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas
palabras. Entró; yo le seguí.
Vi de
una ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro
hombres negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que el
coche esperaba en la calle y al sacerdote comenzar las oraciones. A partir de
ese momento todo se desarrolló muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el
féretro con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo
salimos. Delante de la puerta estaba una señora que no conocía. «El señor
Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí
solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro
huesudo y largo.
Luego nos apartamos para dejar pasar el cuerpo.
Seguimos a los hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de la
puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una caja
de lápices. A su lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de traje
ridículo y un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba un
fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el féretro
pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un
lazo de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande.
Los labios le temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos
blancos, bastante finos, dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal
orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquella pálida fisonomía. El
hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote caminaba
delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el director,
yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
El
cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor
aumentaba rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de
ponernos en marcha. Tenía calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había
cubierto, se quitó nuevamente el sombrero. Me había vuelto un poco hacia su
lado y le miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que a menudo mi
madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una
enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses que
aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de aquellas
casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en esta región,
debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía
estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente.
Nos
pusimos en marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a
poco el coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres
que rodeaban el coche también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi
altura. Me sorprendía la rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí
que hacía ya tiempo que el campo resonaba con el canto de los insectos y el
crujir de la hierba. El sudor me corría por las mejillas. Como no tenía
sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo
entonces algo que no oí. Al mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo
que tenía en la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el borde
de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está sofocante.»
Dije: «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez
dije: «Sí.» «¿Era vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no sabía la edad
exacta. En seguida se calló. Me di vuelta y vi al viejo Pérez a unos cincuenta
metros detrás de nosotros. Se apresuraba columpiando el sombrero al vaivén del
brazo Mire también al director. Caminaba con mucha dignidad, sin un gesto
inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no las enjugaba.
Me
pareció que el cortejo marchaba un poco más de prisa. A mi alrededor continuaba
siempre el mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era
insostenible. En un momento dado pasamos por una parte del camino que había
sido arreglada recientemente: El sol había hecho estallar el alquitrán. Los
pies se hundían en el y dejaban abierta su carne brillante. Por encima del
coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese fango
negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de
aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las
ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del
estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche
de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más: Pérez me
pareció muy lejos, perdido en una nube de calor; luego, no lo divisé más. Lo
busqué con la mirada y vi que había dejado el camino y tomado a campo traviesa.
Comprobé también que el camino doblaba delante de mí. Comprendí que Pérez, que
conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos. Al dar la vuelta se nos
había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a campo traviesa, y así varias
veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en las sienes.
Todo
ocurrió en seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no
recuerdo nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada
me habló. Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz
melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda despacio, corre el riesgo de una
insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un
resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas imágenes
de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del
pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban
por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se
juntaban y formaban un barniz de agua sobre el rostro marchito. Hubo también la
iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del
cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado),
la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca
de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante
de un café el incesante ronquido del motor, y mi alegría cuando el autobús
entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y a dormir
durante doce horas.
II
Cuando
me desperté comprendí por qué el patrón tenía aspecto descontento cuando le
pedí los dos días de licencia: hoy es sábado. Por decirlo así, lo había
olvidado, pero se me ocurrió la idea al levantarme. Naturalmente, el patrón
pensó que con el domingo tendría cuatro días de licencia, y eso no podía
gustarle. Pero, por una parte, no es culpa mía que hayan enterrado a mamá ayer
en vez de hoy, y, por otra parte, hubiera tenido el sábado y el domingo de
todos modos. Por supuesto, esto no me impide comprender a mi patrón.
Me
costó levantarme porque la jornada de ayer me había cansado. Mientras me
afeitaba me pregunté qué podía hacer y resolví ir a bañarme. Tomé el tranvía
para ir al establecimiento de baños del puerto. Allí me zambullí en la entrada.
Había muchos jóvenes. En el agua encontré a María Cardona, antigua dactilógrafa
de mi oficina, a la que había deseado en otro tiempo. Creo que ella también.
Pero se había marchado poco después y no tuvimos ocasión. La ayudé a subir a
una balsa y rocé sus senos en ese movimiento. Yo estaba todavía en el agua
cuando ella ya se había colocado boca abajo sobre la balsa. Se volvió hacia mí.
Tenía los cabellos sobre los ojos y reía. Me icé a su lado sobre la balsa. El
tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la
posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los ojos todo el
cielo, azul y dorado. Bajo la nuca sentía latir suavemente el vientre de María.
Nos quedamos largo rato sobre la balsa, medio dormidos. Cuando el sol estuvo
demasiado fuerte se zambulló y la seguí. La alcancé, pasé la mano alrededor de
su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. En el muelle mientras nos
secábamos me dijo: «Soy más morena que tú.» Le pregunté si quería ir al cine
esa noche. Volvió a reír y me dijo que quería ver una película de Fernandel.
Cuando nos hubimos vestido pareció muy asombrada al verme con corbata negra y
me preguntó si estaba de luto. Le dije que mamá había muerto. Como quisiera
saber cuándo, respondí: «Ayer.» Se estremeció un poco, pero no dijo nada.
Estuve a punto de decirle que no era mi culpa, pero me detuve porque pensé que
ya lo había dicho a mi patrón. Todo esto no significaba nada. De todos modos
uno siempre es un poco culpable.
Por la noche María había olvidado todo. La
película era graciosa a ratos y, luego, demasiado tonta, en verdad. Ella
apretaba su pierna contra la mía. Yo le acariciaba los senos. Hacia el fin de
la función, la besé, pero mal. Al salir vino a mi casa.
Cuando
me desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a
casa de su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me
di vuelta en la cama, busqué en la almohada el olor a sal que habían dejado
allí los cabellos de María, y dormí hasta las diez. Luego estuve fumando
cigarrillos hasta mediodía, siempre acostado. No quería almorzar en el
restaurante de Celeste como de costumbre, porque indudablemente me hubieran
formulado preguntas, cosa que no me gusta. Cocí unos huevos y los comí solos,
sin pan, porque no tenía más y no quería bajar a comprarlo.
Después del almuerzo me aburrí un poco y erré por el departamento.
Resultaba cómodo cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y
he debido trasladar a mi cuarto la mesa del comedor.
No vivo más que en esta habitación, entre
sillas de paja un poco hundidas, el ropero cuyo espejo está amarillento, el
tocador y la cama de bronce. El resto está abandonado. Un poco más tarde, por
hacer algo, cogí un periódico viejo y lo leí.
Recorté un aviso de las sales Kruschen y lo
pegué en un cuaderno viejo donde pongo las cosas que me divierten en los
periódicos. También me lavé las manos y, para concluir, me asomé al balcón.
Mi
cuarto da sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin
embargo, el pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada. Pasó
primero una familia que iba de paseo: dos niños de traje marinero, los
pantalones sobre las rodillas, un tanto trabados dentro de las ropas rígidas, y
una niña con un gran lazo color de rosa y zapatos de charol. Detrás de ellos,
una madre enorme vestida de seda castaña, y el padre, un hombrecillo bastante
endeble que conocía de vista. Llevaba sombrero de paja, corbata de lazo, y un
bastón en la mano. Al verle con su mujer comprendí por qué en el barrio se
decía de él que era distinguido. Un poco más tarde pasaron los jóvenes del
arrabal, de pelo lustroso y corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo
bordado y zapatos de punta cuadrada. Pensé que iban a los cines del centro porque
partían muy temprano y se apresuraban a tomar el tranvía, riendo
estrepitosamente.
Después que ellos pasaron, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que
en todas partes habían comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban
los tenderos y los gatos. Sobre las higueras que bordeaban la calle el cielo
estaba límpido, pero sin brillo. En la acera de enfrente el cigarrero sacó la
silla, la instaló delante de la puerta, y montó sobre ella, apoyando los dos
brazos en el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de gente,
estaban casi vacíos. En el cafetín Chez
Pierrot, contiguo a la cigarrería, el mozo barría aserrín en el salón
desierto. Era realmente domingo.
Volví
a la silla y la coloqué como la del cigarrero porque me pareció que era más
cómodo. Fumé dos cigarrillos, entré a buscar un trozo de chocolate, y volví a
la ventana a comerlo. Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a
tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el paso
de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la volvía más
sombría. Quedó largo rato mirando el cielo.
A las cinco los tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio
circunvecino racimos de espectadores colgados de los estribos y de los pasamanos.
Los tranvías siguientes trajeron a los jugadores, que reconocí por las pequeñas
valijas. Gritaban y cantaban a voz en cuello que su club no perecería jamás.
Varios me hicieron señas. Uno hasta llegó a gritarme: «¡Les ganamos!» Dije:
«Sí», sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los automóviles comenzaron
a afluir.
El día
avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que
caía, las calles se animaron. Pero a poco regresaban los paseantes. Reconocí al
señor distinguido en medio de otros. Los niños lloraban o se dejaban arrastrar.
Casi en seguida los cines del barrio volcaron sobre la calle una marea de
espectadores. Los jóvenes tenían gestos más resueltos que de costumbre y pensé
que habían visto una película de aventuras. Los que regresaban de los cines del
centro llegaron un poco más tarde. Parecían más graves. Todavía reían, pero
sólo de cuando en cuando; parecían fatigados y soñadores. Se quedaron en la
calle, yendo y viniendo por la acera de enfrente. Las jóvenes del barrio
andaban tomadas del brazo, en cabeza. Los muchachos se habían arreglado para
cruzarse con ellas y les lanzaban piropos de los que ellas reían volviendo la
cabeza. Varias que yo conocía me hicieron señas.
Las
lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las
primeras estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando
las aceras con su cargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir
el piso grasiento y, con intervalos regulares, los tranvías volcaban sus
reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata.
Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los
árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer
gato atravesó lentamente la calle de nuevo desierta. Pensé entonces que era
necesario comer. Me dolía un poco el cuello por haber estado tanto tiempo
apoyado en el respaldo de la silla. Bajé a comprar pan y pastas, cociné y comí
de pie. Quise fumar aún un cigarrillo en la ventana, pero sentí un poco de
frío. Eché los cristales y, al volverme, vi por el espejo un extremo de la mesa
en el que estaban juntos la lámpara de alcohol y unos pedazos de pan. Pensé
que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada,
que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado.
III
Hoy
trabajé mucho en la oficina. El patrón estuvo amable. Me preguntó si no estaba
demasiado cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de los
sesenta» para no equivocarme y no sé por qué pareció quedar aliviado y
considerar que era un asunto concluido.
Sobre
mi mesa se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos.
Antes de abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta
mucho ese momento a mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la
toalla sin fin que utilizamos está completamente húmeda; ha servido durante
toda la jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me respondió que era de
lamentar, pero que asimismo era un detalle sin importancia. Salí un poco tarde,
a las doce y media, con Manuel, que trabaja en la expedición. La oficina da al
mar y perdimos un momento mirando los barcos de carga en el puerto ardiente de
sol. En ese instante llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas y
explosiones. Manuel me preguntó: «¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos dejó
atrás y nos lanzamos en su persecución. El ruido y el polvo me ahogaban. No
veía nada más y no sentía otra cosa que el desordenado impulso de la carrera,
en medio de los tornos y de las máquinas, de los mástiles que danzaban en el
horizonte y de los cabos que esquivábamos. Fui el primero en tomar apoyo y
salté al vuelo. Luego ayudé a Manuel a sentarse. Estábamos sin resuello. El
camión saltaba sobre el pavimento desparejo del muelle, en medio del polvo y
del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.
Llegamos empapados a casa de Celeste. Allí estaba como siempre, con el
vientre abultado, el delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba
bien a pesar de todo.» Le dije que sí y que tenía hambre. Comí rápidamente y
tomé café. Luego volví a mi casa; dormí un poco porque había bebido demasiado
vino, y al despertar tuve ganas de fumar. Era tarde, y corrí para alcanzar un
tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí
al atardecer me sentí feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los
muelles. El cielo estaba verde. Me sentía contento. Sin embargo, volví
directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas hervidas.
Al
subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso.
Estaba con su perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una
enfermedad en la piel, creo que sarna, que le hace perder casi todo el pelo y
lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir con él, solos los dos
en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele.
Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro
ha tomado del amo una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante
y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos
veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el perro a pasear.
Desde hace ocho años no han cambiado el
itinerario. Puede vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando
hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo
insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe
tirar de él. Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el
amo le pega y lo insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el
perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro
quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un
reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación,
entonces también le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice
siempre que «es una desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo
encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al perro. Le decía:
«¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo
continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No
me respondió. Decía solamente:
«¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro,
arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin
volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se
marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y
gemía.
En ese
mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de
las mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es
«guardalmacén». En general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces
entra un momento en mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante
lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no hablarle. Se llama
Raimundo Sintés. Es bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de boxeador.
Va siempre muy correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de Salamano:
«¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí que
no.
Subimos y le iba a dejar, cuando me dijo: «Tengo en mi habitación
morcilla y vino. ¿Quiere usted comer algo conmigo?...» Pensé que me evitaría
cocinar y acepté. El también tiene una sola pieza, con una cocina sin ventana.
Sobre la cama hay un ángel de estuco blanco y rosa, fotos de campeones y dos o
tres clisés de mujeres desnudas. La habitación estaba sucia y la cama deshecha.
Encendió primero la lámpara de petróleo; luego extrajo del bolsillo una venda
bastante sucia y se envolvió la mano derecha. Le pregunté qué tenía. Me dijo
que había tenido una trifulca con un sujeto que le buscaba camorra.
«Comprende usted, señor Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea
malo; pero soy rápido. El otro me dijo: 'Baja del tranvía si eres hombre.' Yo
le dije: '¡Vamos, quédate tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces
bajé y le dije: 'Basta, es mejor; o te rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?'
Entonces le pegué. Se cayó. Yo iba a levantarlo. Pero me tiró unos puntapiés
desde el suelo. Entonces le di un rodillazo y dos taconazos. Tenía la cara
llena de sangre. Le pregunté si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo
este tiempo Sintés arreglaba el vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo:
«Usted ve que no lo busqué. El se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí.
Entonces me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de
este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que
inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería
ser su camarada.
Dije
que me era indiferente, y pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó
en la sartén, y colocó vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en
silencio. Luego nos instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la
historia. Al principio vacilaba un poco. «Conocí a una señora..., para decir
verdad era mi amante...» El hombre con quien se había peleado era el hermano de
esa mujer. Me dijo que la había mantenido. No contesté nada y sin embargo se
apresuró a añadir que sabía lo que se decía en el barrio, pero que tenía su
conciencia limpia y que era guardalmacén.
«Pero
volviendo a mi historia», me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba
lo necesario para vivir. Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte
francos por día para el alimento. "Trescientos francos por la pieza,
seiscientos francos por el alimento, un par de medias de vez en cuando, esto sumaba
mil francos. Y la señora no trabajaba. Pero me decía que era poco, que no le
alcanzaba con lo que le daba. Sin embargo, yo le decía: '¿Por qué no trabajas
medio día? Me ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he comprado un
conjunto, te pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y tú lo que
haces es tomar café por las tardes con tus amigas. Tú les das el café y el
azúcar. Yo te doy el dinero. Me he portado bien contigo y tú me correspondes
mal.' Pero no trabajaba, decía que no le alcanzaba, y así me di cuenta de que
había engaño.»
Me
contó entonces que le había encontrado un billete de lotería en el bolso sin
que ella pudiera explicarle cómo lo había comprado. Poco después encontró en
casa de ella una papeleta del Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos
pulseras. Hasta ahí él ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro
que me engañaba. Entonces la dejé. Pero antes le di una paliza. Y le canté las
verdades. Le dije que todo lo que quería era divertirse. Usted comprende, señor
Meursault, yo le dije: 'No ves que la gente está celosa
de la felicidad que te doy. Más tarde te darás
cuenta de la felicidad que tenías.'»
Le
había pegado hasta hacerla sangrar. Antes no le pegaba. «La golpeaba pero con
ternura, por así decir. Ella gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo
concluía como siempre. Pero ahora es serio. Y para mí no la he castigado
bastante.»
Me
explicó entonces que por eso necesitaba consejo. Se interrumpió para arreglar
la mecha de la lámpara que carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había
bebido casi un litro de vino y me ardían las sienes. Como no me quedaban más
cigarrillos fumaba los de Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban
consigo los ruidos ahora lejanos del barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba
«sentir todavía deseos de hacer el coito con ella.» Pero quería castigarla.
Primero había pensado llevarla a un hotel y llamar a los «costumbres» para
provocar un escándalo y hacerla fichar como prostituta. Luego se había dirigido
a los amigos que tenía en el ambiente. Pero no se les había ocurrido nada. Y
para eso no valía la pena ser del ambiente, como me lo hacía notar Raimundo. Se
lo había dicho, y ellos entonces le propusieron «marcarla.» Pero no era eso lo
que él quería. Iba a reflexionar. Pero antes deseaba preguntarme algo. Por otra
parte, antes de preguntármelo, quería saber qué opinaba de la historia,
Respondí que no opinaba nada, pero que era interesante. Me preguntó si creía
que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me
preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le
dije que era difícil saber, pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí
todavía un poco de vino. Encendió un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería
escribirle una carta «con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla
arrepentir.» Después, cuando regresara, se acostaría con ella, y «justo en el
momento de acabar» le escupiría en la cara y la echaría a la calle. Me pareció
que, en efecto, de ese modo quedaría castigada. Pero Raimundo me dijo que no se
sentía capaz de escribir la carta adecuada y que había pensado en mí para
redactarla. Como no dijera nada, me preguntó si me molestaría hacerlo en
seguida y respondí que no.
Bebió
un vaso de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que
habíamos dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de
la mesa de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño
cortaplumas de madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me
dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un poco
al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no
dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y
asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente
contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí que
me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero camarada, me llamó
la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada
y él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el vino. Luego
quedamos un momento fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en calma y oímos
deslizarse un auto que pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo.
Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad.
Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener aspecto fatigado porque
Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En el primer momento no
comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero
que era una cosa que debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.
Me
levanté. Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres
siempre acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé
un momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las
profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía
más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero
en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.
IV
Trabajé mucho toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado
la carta. Fui dos veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede
en la pantalla. Siempre hay que darle explicaciones. Ayer era sábado, y María
vino, como habíamos convenido. La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a
rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y
el tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un autobús y fuimos a
algunos kilómetros de Argel a una playa encerrada entre rocas y rodeada de
cañaverales del lado de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba demasiado,
pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas. María me
enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de las olas, conservar
en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de espaldas para proyectarla
hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el
aire o caía como lluvia tibia sobre la cara. Pero al cabo sentí la boca quemada
por la amargura de la sal. María se me acercó entonces y se estrechó contra mí
en el agua. Puso su boca contra la mía. Su lengua refrescaba mis labios y
rodamos entre las olas durante un momento.
Cuando
nos vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La
besé. A partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos
apresuramos a buscar un autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la
cama. Había dejado la ventana abierta y era agradable sentir derramarse la
noche de verano sobre nuestros cuerpos morenos.
Esa
mañana María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne.
Al subir oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el
viejo Salamano regañó al perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños de
madera de la escalera y luego: «¡Cochino! ¡Carroña!» Salieron a la calle. Conté
a María la historia del viejo y se rió. Tenía puesto uno de mis pijamas cuyas
mangas había recogido. Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un momento
después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que
me parecía que no. Pareció triste. Mas al preparar el almuerzo, y sin motivo
alguno, se echó otra vez a reír de tal manera que la besé. En ese momento el
ruido de una disputa estalló en la habitación de Raimundo.
Se oyó
al principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has
engañado, me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos
sordos y la mujer aulló, pero de tan terrible manera que inmediatamente el
pasillo se llenó de gente. También María y yo salimos. La mujer gritaba sin
cesar y Raimundo pegaba sin cesar. María me dijo que era terrible y no
respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero le dije que no me
gustaban los agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo, que es
plomero. Golpeó en la puerta y no se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y, al
cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y Raimundo abrió. Tenía un
cigarrillo en la boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la
puerta y declaró al agente que Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el
agente. Raimundo respondió. «Quítate el cigarrillo de la boca cuando me
hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó, me miró y se quedó con el
cigarrillo. Entonces el agente le cruzó la cara al vuelo con una bofetada
espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más lejos.
Raimundo se demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con voz
humilde si podía recoger la colilla. El agente respondió que sí y agregó: «Pero
la próxima vez sabrás que un agente no es un monigote.»
Mientras tanto, la muchacha lloraba y repetía:
«¡Me golpeó! ¡Es un rufián!» «Señor agente", preguntó entonces Raimundo,
«¿permite la ley que se llame rufián a un hombre?» Pero el agente le ordenó
«cerrar el pico.» Raimundo se volvió entonces hacia la muchacha y le dijo: «Espera,
chiquita, ya nos volveremos a encontrar.» El agente le dijo que se callara, que
la muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la
comisaría lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de
estar borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó:
«No estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo
contra mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yo concluimos
de preparar el almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una
se fue y dormí un poco.
A eso de las tres llamaron a mi puerta y entró
Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en el borde de la cama. Quedó un momento
sin hablar y le pregunté cómo había ocurrido el asunto. Me contó que había
hecho lo que quería, pero que ella le había dado un bofetón y entonces él le
había pegado. En cuanto al resto, yo lo había visto. Le dije que me parecía que
ahora estaba castigada y que debía de sentirse contento. Era también su
Opinión, y observó que el agente había actuado bien, pero que no cambiaría en
nada los golpes que ella había recibido. Agregó que conocía bien a los agentes
y que sabía cómo había que manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había
esperado que respondiera al bofetón del agente. Contesté que no había esperado
nada y que por otra parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy
contento. Me preguntó si quería salir con él. Me levanté y comencé a peinarme.
Me dijo entonces que era necesario que le sirviera como testigo. A mí me era
indiferente, pero no sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba declarar
que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.
Salimos, y Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una
partida de billar y perdí por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le
dije que no porque no tenía ganas. Regresamos lentamente mientras me decía
cuánto celebraba haber logrado castigar a su amante. Estuvo muy amable conmigo
y pensé que era un momento agradable.
Desde
lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto
agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para
todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del
pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a escudriñar la calle con los
ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué le sucedía, no respondió
inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino! ¡Carroña!», y continuaba
agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me respondió que se
había marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo llevé al Campo de
Maniobras como de costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de
saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y cuando quise seguir
no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle un collar menos
grande. Pero jamás
hubiera creído que esa carroña pudiera
marcharse así.»
Raimundo
le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le
citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar a
su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo
agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos alguien lo recogiera. Pero no es
posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo agarrarán es
seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo devolverían
mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían
elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa
carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo rió y entró en la
casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un momento después oí los
pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí quedó un momento en el
umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le invité a entrar, pero no
quiso. Miraba la punta de los zapatos y le temblaban las manos costrosas. Sin
mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de agarrar, diga, señor
Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser de mí?» Le dije que
la perrera guardaba los perros tres días a disposición de los propietarios y
que después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en silencio. Luego dijo:
«Buenas noches.» Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el
extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí que lloraba. No sé por
qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme temprano al día siguiente. No
tenía hambre y me acosté sin cenar.
V
Raimundo me telefoneó a la oficina. Me dijo
que uno de sus amigos (a quien le había hablado de mí) me invitaba a pasar el
día del domingo en su cabañuela, cerca de Argel. Contesté que me gustaría mucho
ir, pero que había prometido dedicar el día a una amiga. Raimundo me dijo en
seguida que también la invitaba a ella. La mujer de su amigo se sentiría muy
contenta de no hallarse sola en medio de un grupo de hombres.
Quise
cortar en seguida porque sé que al patrón no le gusta que nos telefoneen de
afuera. Pero Raimundo me pidió que esperase y me dijo que hubiera podido
trasmitirme la invitación por la noche, pero que quería advertirme de otra
cosa. Había sido seguido todo el día por un grupo de árabes entre los cuales se
encontraba el hermano de su antigua amante. «Sí lo ves cerca de casa avísame.»
Dije que quedaba convenido.
Poco
después el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto
porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no
era nada de eso. Me declaró que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago.
Quería solamente tener mi opinión sobre el asunto. Tenía la intención de
instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus
asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir.
Ello me permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es
joven y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que
en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un
cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas
valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró
descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición
y que eso era desastroso en los negocios.
Volví
a mi trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para
cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era
estudiante había tenido muchas ambiciones de ese género. Pero cuando debí
abandonar los estudios comprendí muy rápidamente que no tenían importancia
real.
María
vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que
me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber
si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada,
pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le
expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos
casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir
que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí: «No.»
Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber
simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la
que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se preguntó
entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre este
punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda
me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas
razones. Como callara sin tener nada que agregar, me tomó sonriente del brazo y
declaró que quería casarse conmigo. Respondí que lo haríamos cuando quisiera.
Le hablé entonces de la proposición del patrón, y María me dijo que le gustaría
conocer París. Le dije que había vivido allí en otro tiempo y me preguntó cómo
era. Le dije: «Es sucio. Hay palomas y patios oscuros. La gente tiene la piel blanca.»
Luego
caminamos y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban
hermosas y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía.
Luego no hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que
podíamos cenar juntos en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho,
pero tenía que hacer. Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No
quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras saberlo, pero no había
pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante mi
aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca.
Cené en el restaurante de Celeste. Había
comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que me preguntó si podía
sentarse a mi mesa. Naturalmente que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos
brillantes en una pequeña cara de manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y
consultó febrilmente la lista. Llamó a Celeste y pidió inmediatamente todos los
platos con voz a la vez precisa y precipitada. Mientras esperaba los
entremeses, abrió el bolso, sacó un cuadradito de papel y un lápiz, calculó de
antemano la cuenta, luego extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con
la propina, y la puso delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses,
que devoró a toda velocidad. Mientras esperaba el plato siguiente sacó además
del bolso un lápiz azul y una revista que publicaba los programas radiofónicos
de la semana. Con mucho cuidado señaló una por una casi todas las audiciones.
Como la revista tenía una docena de páginas continuó minuciosamente este
trabajo durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía señalando
con la misma aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con
los mismos movimientos precisos de autómata y se marchó. Como no tenía nada que
hacer, salí también y la seguí un momento. Se había colocado en el cordón de la
acera y con rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin desviarse ni
volverse. Acabé por perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció una
mujer extraña, pero la olvidé bastante pronto.
Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y
me enteró de que el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la
perrera. Los empleados le habían dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había
preguntado si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le había
respondido que no se llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los
días. Le dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar
con razón que estaba acostumbrado a éste.
Yo
estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante
de la mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas.
Tenía puesto el viejo sombrero. Mascullaba frases incompletas bajo el bigote
amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía nada que hacer y no sentía
sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro. Me dijo que lo tenía desde
la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En su juventud tuvo
intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las
zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y no lo
lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su
mujer, pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había
sentido muy solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del taller y
había recibido aquél, apenas recién nacido. Había tenido que alimentarlo con
mamadera. Pero como un perro vive menos que un hombre habían concluido por ser
viejos al mismo tiempo.
«Tenía
mal carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico. Pero
a pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se
mostró satisfecho. «Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la
enfermedad. El pelo era lo mejor que tenía.» Todas las tardes y todas las
mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le
ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la
vejez no se cura.
Bostecé y el viejo me anunció que iba a marcharse. Le dije que podía
quedarse y que lamentaba lo que había sucedido al perro. Me lo agradeció. Me
dijo que mamá quería mucho al perro. Al referirse a ella la llamaba «su pobre
madre». Suponía que debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá murió,
pero no respondí nada. Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire molesto,
que sabía que en el barrio me habían juzgado mal porque había puesto a mi madre
en el asilo, pero él me conocía y sabía que quería mucho a mamá. Respondí, aún
no sé por qué, que hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a este
respecto, pero que el asilo me había parecido una cosa natural desde que no
tenía bastante dinero para cuidar a mamá. «Por otra parte», agregué, «hacía
mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola.» «Sí», me
dijo, «y en el asilo por lo menos se hacen compañeros». Luego se disculpó.
Quería dormir. Su vida había cambiado ahora y no sabía exactamente qué iba a
hacer. Por primera vez desde que le conocía, me tendió la mano con gesto
furtivo y sentí las escamas de su piel. Sonrió levemente y antes de partir me
dijo: «Espero que los perros no ladrarán esta noche.
Siempre me parece que es el mío.»
VI
El
domingo me costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me
sacudiera. No habíamos comido porque queríamos bañarnos temprano. Me sentía
completamente vacío y me dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto
amargo. María se burló de mí porque decía que tenía «cara de entierro». Se
había puesto un traje de tela blanca y se había soltado los cabellos. Le dije
que estaba hermosa y rió de placer.
Al
bajar golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle,
por el cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la
claridad del día, lleno de sol, me golpeó como una bofetada. María saltaba de
alegría y no se cansaba de decir que era un día magnífico. Me sentí mejor y me
di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a María, quien me señaló el bolso de
hule donde había puesto las dos mallas de baño y una toalla. Teníamos que
esperar y oímos cómo Raimundo cerraba la puerta. Llevaba pantalones azules y
camisa blanca de manga corta. Pero se había puesto sombrero de paja, lo que
hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy blancos debajo del vello oscuro.
Yo estaba un poco repugnado. Silbaba al bajar y parecía muy contento. Me dijo:
«Salud, viejo», y llamó «señorita» a María.
La
víspera habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha
había «engañado» a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No
comprobaron mi afirmación. Delante de la puerta hablamos con Raimundo; luego
resolvimos tomar el autobús. La playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más
rápidamente. Raimundo creía que su amigo se alegraría al vernos llegar
temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de golpe, me hizo una señal para
que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la tabaquería.
Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si fuéramos
piedras o árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de la
izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que la
historia ya estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó de
qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso
entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era
necesario apresurarse.
Nos
dirigimos a la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me
anunció que los árabes no nos seguían. Me volví. Estaban siempre en el mismo
sitio y miraban con la misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar.
Tomamos el autobús. Raimundo, que parecía completamente aliviado, no cesaba de
hacerle bromas a María. Me di cuenta de que le gustaba, pero ella casi no le
respondía. De vez en cuando me miraba riéndose.
Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada
del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que
baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de
asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María
se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule.
Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas
hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de
las piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar
inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero
ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un
pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante.
María recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el
mar vimos que había ya bañistas en la playa.
El
amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la
playa. La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la
sostenían por el frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era
un individuo grande, de cintura y espaldas macizas, con una mujercita regordeta
y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en seguida que nos pusiésemos cómodos
y que había peces fritos, que había pescado esa misma mañana. Le dije cuánto me
gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los sábados, los domingos y todos
los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi mujer», agregó. Precisamente, su
mujer se reía con María. Por primera vez, quizá, pensé verdaderamente en que
iba a casarme.
Masson
quería bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y
María se arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un poco. Hablaba
lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un
«y diré más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al sentido de la
frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más,
encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar
del bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los
pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a
Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió cuando
perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme con María.
El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos sentimos
unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.
Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el
cielo, el sol secaba los últimos velos de agua que me corrían hacia la boca.
Vimos que Masson regresaba a la playa para tenderse al sol. De lejos parecía
enorme. María quiso que nadáramos juntos. Me puse detrás para tomarla por la
cintura. Ella avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando los pies. El leve
ruido del agua removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí
fatigado. Entonces dejé a María y volví nadando regularmente y respirando con
fuerza. En la playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la
arena. Le dije: « ¡qué agradable! », y él pensaba lo mismo. Poco después vino
María. Me volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua
salada, y sujetaba los cabellos hacia atrás. Se tendió lado a lado conmigo y
los dos calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un poco.
María
me sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que
almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no
la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido
hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras
olas.
Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra
mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.
Cuando
volvimos, Masson ya nos estaba llamando. Dije que tenía mucha hambre y Masson
afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte de
pescado. Después había carne y papas fritas. Todos comimos sin hablar. Masson
bebía mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza
un poco pesada, y luego fumé mucho. Masson, Raimundo y yo habíamos proyectado
pasar juntos el mes de agosto en la playa, con gastos comunes. María nos dijo
de golpe: «¿Saben qué hora es? Son las once y media.» Quedamos todos
asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido muy temprano y que era lógico,
porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre. No sé por qué
aquello hizo reír a María. Creo que había bebido un poco de más. Masson me
preguntó entonces si quería pasear con él por la playa. «Mi mujer siempre
duerme la siesta después de almorzar. A mí no me gusta hacerlo. Tengo que
caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de todo,
tiene derecho a hacerlo.» María declaró que se quedaría para ayudar a la señora
de Masson a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para eso era
necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.
El sol caía casi a plomo sobre la arena y el
resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa. En las
cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el mar, se oían ruidos de
platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el calor de piedra que subía
desde el suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que
yo no conocía. Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían
vivido juntos en cierta época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la
orilla del mar. De vez en cuando una pequeña ola más larga que otra venía a
mojar nuestros zapatos de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba medio
amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda. De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que
no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el extremo de la playa, y muy lejos
de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en nuestra dirección. Miré a
Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos caminando. Masson preguntó cómo
habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían de habernos visto tomar
el autobús con el bolso de playa, pero no dije nada.
Los
árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no
habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson,
tomas al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro,
es para ti.» Dije: «Sí», y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena
recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los
árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a
algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos
disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oír
bien lo que le dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo. Raimundo
golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue hacia
aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El
otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos segundos
así mientras las burbujas rompían en la superficie en tomo de su cabeza.
Raimundo había golpeado también al mismo tiempo y el otro tenía el rostro
ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y dijo: «Vas a ver lo que va a
cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero Raimundo tenía ya el
brazo abierto y la boca tajeada.
Masson
dio un salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había
colocado detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos.
Retrocedimos lentamente sin dejar de mirarnos y de tenernos a raya con el
cuchillo. Cuando vieron que tenían bastante campo huyeron rápidamente mientras
nosotros quedamos clavados bajo el sol y Raimundo se apretaba el brazo, que
goteaba sangre.
Masson
dijo inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta.
Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la herida
le formaba burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la cabañuela lo
más pronto posible. Allí Raimundo dijo que las heridas eran superficiales y que
podía ir hasta la casa del médico. Se marchó con Masson y me quedé para
explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La señora de Masson lloraba y
María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles explicaciones. Acabé por
callarme y fumé mirando el mar.
Hacia
la una y media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un
esparadrapo en el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada,
pero Raimundo tenía aspecto muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no
hablaba más. Cuando dijo que bajaba a la playa le pregunté a dónde iba. Me
respondió que quería tomar aire. Masson y yo dijimos que íbamos a acompañarle.
Entonces montó en cólera y nos insultó. Masson declaró que no había que
contrariarle. Pero, de todos modos, le seguí.
Caminamos mucho tiempo por la playa. El sol estaba ahora abrasador. Se
rompía en pedazos sobre la arena y sobre el mar. Tuve la impresión de que
Raimundo sabía a dónde iba, pero sin duda era una falsa impresión. En el
extremo de la playa llegamos al fin a un pequeño manantial que corría por la
arena hacia el mar detrás de una gran roca. Allí encontramos a los dos árabes.
Estaban acostados con los grasientos albornoces. Parecían enteramente
tranquilos y casi apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada. El que había
herido a Raimundo le miraba sin decir nada. El otro soplaba una cañita y,
mirándonos de reojo, repetía sin cesar las tres notas que sacaba del
instrumento.
Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio
con el leve ruido del manantial y las tres notas. Luego Raimundo echó mano al
revólver de bolsillo, pero el otro no se movió y continuaron mirándose. Noté
que el que tocaba la flauta tenía los dedos de los pies muy separados. Sin
quitar los ojos de su adversario, Raimundo me preguntó: «¿Lo tumbo?» Pensé que
si le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a decirle:
«Todavía no te ha hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del
calor se oyó aún el leve ruido del agua y de la flauta. Luego Raimundo dijo:
«Entonces voy a insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le respondí: «Así
es. Pero si no saca el cuchillo no puedes tirar.» Raimundo comenzó a excitarse
un poco. El otro tocaba siempre y los dos observaban cada movimiento de
Raimundo. «No», dije a Raimundo. «Tómalo de hombre a hombre y dame el revólver.
Si el otro interviene, o saca el cuchillo, yo lo tumbaré.»
Cuando
Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún
inmóviles como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros. Nos
mirábamos sin bajar los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el
sol, el doble silencio de la flauta y del agua. Pensé en ese momento que se
podía tirar o no tirar y que lo mismo daba. Pero bruscamente los árabes se
deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca. Raimundo y yo
volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús de
regreso.
Le
acompañé hasta la cabañuela, y mientras trepaba por la escalera de madera quedé
delante del primer peldaño, con la cabeza resonante de sol, desanimado ante el
esfuerzo que era necesario hacer para subir al piso de madera y hablar otra vez
con las mujeres. Pero el calor era tal que me resultaba penoso también
permanecer inmóvil bajo la enceguecedora lluvia que caía del cielo. Quedar aquí
o partir, lo mismo daba. Al cabo de un momento volví hacia la playa y me puse a
caminar.
Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la
respiración rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia
las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor
pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso
soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los
bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la
opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante
cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de un
fragmento de vidrio. Caminé largo tiempo. Veía desde lejos la pequeña masa
oscura de la roca rodeada de un halo deslumbrante por la luz y el polvo del
mar. Pensaba en el fresco manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos
de oír de nuevo el murmullo del agua, deseos de huir del sol, del esfuerzo y de
los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la sombra y su reposo. Pero
cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto.
Estaba
solo. Reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra
de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un
poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin
pensarlo.
No
bien me vio, se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo,
naturalmente empuñé el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó
caer de nuevo hacia atrás, pero sin retirar la mano del bolsillo. Estaba
bastante lejos de él, a una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes
entre los párpados entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de
mis ojos en el aire inflamado. El ruido de las olas parecía aún más perezoso,
más inmóvil que a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la misma arena
que se prolongaba aquí. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas
que había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó
un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había
cesado de mirar al árabe.
Pensé
que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa
vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial.
El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía
reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor
del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme
en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como
entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel.
Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia
adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome
un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin
levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se
inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en
la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de
golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los
ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los
címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina
surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las
cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó
un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su
extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la
mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata
y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el
sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio
excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro
veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara.
Y era como cuatro breves golpes que- daba en la puerta de la desgracia.
Segunda
parte
I
Inmediatamente después
de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de interrogatorios
de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez el asunto pareció
no interesar a nadie en la comisaría. Por el
contrario, ocho días después el juez de instrucción me miró con curiosidad.
Pero me preguntó, para empezar, solamente mi nombre y dirección, mi profesión,
la fecha y el lugar de nacimiento.
Luego quiso saber si
había elegido abogado. Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si
era absolutamente necesario tener uno. «¿Por qué?» dijo. Le contesté que
encontraba el asunto muy simple. Sonrió y dijo: «Es una opinión. Sin embargo,
ahí está la ley. Si no elige usted abogado nosotros designaremos uno de
oficio.»
Me pareció
muy cómodo que la justicia se encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de
acuerdo y llegó a la conclusión de que la ley estaba bien hecha.
Al
principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de
cortinajes; sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón
donde me hizo sentar mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una
descripción semejante en los libros y todo me pareció un juego. Después de
nuestra conversación, por el contrario, le miré y vi un hombre de rasgos finos,
ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y abundantes cabellos
casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a pesar de
algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a
tenderle la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.
Al día
siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante
joven, con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba
en mangas de camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña
corbata de gruesas rayas blancas y negras. Puso sobre la cama la cartera que llevaba bajo el brazo, se
presentó y me dijo que había estudiado el expediente. El asunto era delicado,
pero no dudaba del éxito si le tenía confianza. Le agradecí y me dijo: «Vamos
al grano.»
Se
sentó en la cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada.
Se había sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había
hecho entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían
enterado de que «yo había dado pruebas de insensibilidad» el día del entierro
de mamá. «Usted comprenderá», me dijo el abogado, «me molesta un poco tener que
preguntarle esto. Pero es muy importante. Si no encuentro alguna propuesta será
un sólido argumento para la acusación». Quería que le ayudara. Me preguntó si
había sentido pena aquel día. Esta pregunta me sorprendió mucho y me parecía
que me habría sentido muy molesto si yo hubiera tenido que formularla. Sin
embargo, respondí que había perdido un poco la costumbre de interrogarme y que
me era difícil informarle. Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no quería
decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de
aquellos a quienes amaban. Aquí el abogado me interrumpió y pareció muy
agitado. Me hizo prometer que no diría tal cosa en la audiencia ni ante el juez
instructor. Le expliqué que tenía una naturaleza tal que las necesidades
físicas alteraban a menudo mis sentimientos. El día del entierro de mamá estaba
muy cansado y tenía sueño, de manera que no me di cuenta de lo que pasaba. Lo
que podía afirmar con seguridad es que hubiera preferido que mamá no hubiese
muerto. Pero el abogado no pareció conforme. Me dijo:
«Eso no es bastante.»
Reflexionó. Me preguntó si podía decir que aquel día había dominado mis
sentimientos naturales. Le dije: «No, porque es falso.» Me miró en forma
extraña como si le inspirase un poco de repugnancia. Me dijo casi malignamente
que en cualquier caso el director y el personal del asilo serían oídos como
testigos y que «podía resultarme una muy mala jugada». Le hice notar que esa
historia no tenía relación con mi asunto, pero se limitó a responderme que era
evidente que nunca había estado en relaciones con la justicia. Se fue con aire enfadado. Hubiese querido
retenerle; explicarle que deseaba su simpatía, no para ser defendido mejor,
sino, si puedo decirlo, naturalmente. Me daba cuenta sobre todo de que lo ponía
en una situación incómoda. No me comprendía y estaba un poco resentido conmigo.
Sentía deseos de asegurarle que yo era como todo el mundo, absolutamente como
todo el mundo. Pero todo esto en el fondo no tenía gran utilidad y renuncié por
pereza.
Poco
después me condujeron nuevamente ante el juez de instrucción. Eran las dos de
la tarde, y esta vez el escritorio estaba lleno de luz apenas tamizada por una
cortina de gasa. Hacía mucho calor. Me hizo sentar y con suma cortesía me
declaró que por «un contratiempo» mi abogado no había podido venir. Pero tenía
derecho de no contestar a sus preguntas y de esperar a que el abogado pudiese
asistirme. Dije que podía contestárselo. Apretó con el dedo un botón sobre la
mesa. Un joven escribiente vino a colocarse casi a mis espaldas.
Nos
acomodamos ambos en los sillones. Comenzó el interrogatorio. Me dijo en primer
término que se me describía como un carácter taciturno y reservado y quiso
saber cuál era mi opinión. Respondí: «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso
me callo.» Sonrió como la primera vez; estuvo de acuerdo en que era la mejor de
las razones, y agregó: «Por otra parte, esto no tiene importancia alguna.» Se
calló, me miró y se irguió bruscamente, diciéndome con rapidez: «Quien me
interesa es usted.» No comprendí bien qué quería decir con eso y no contesté
nada. «Hay cosas», agregó, «que no entiendo en su acto. Estoy seguro de que
usted me ayudará a comprenderlas.» Dije que todo era muy simple. Me apremió
para que describiese el día. Le relaté lo que ya le había contado, resumido
para él: Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la playa, el pequeño
manantial, el sol y los cinco disparos de revólver. A cada frase decía: «Bien,
bien.» Cuando llegué al cuerpo tendido, aprobó diciendo: «Bueno.» Me sentía
cansado de tener que repetir la misma historia y me parecía que nunca había
hablado tanto.
Después de un silencio se levantó y me dijo que quería ayudarme, que yo
le interesaba, y que, con la ayuda de Dios, haría algo por mí. Pero antes
quería hacerme aún algunas preguntas. Sin transición me preguntó si quería a
mamá. Dije: «Sí, como todo el mundo» y el escribiente, que hasta aquí escribía
con regularidad en la máquina, debió de equivocarse de tecla, pues quedó
confundido y tuvo que volver atrás. Siempre sin lógica aparente, el juez me
preguntó entonces si había disparado los cinco tiros de revólver uno tras otro.
Reflexioné y precisé que había disparado primero una sola vez y, después de
algunos segundos, los otros cuatro disparos. «¿Por qué esperó usted entre el
primero y el segundo disparo?», dijo entonces. De nuevo revivió en mí la playa
roja y sentí en la frente el ardor del sol. Pero esta vez no contesté nada.
Durante todo el silencio que siguió, el juez pareció agitarse. Se sentó, se
revolvió el pelo con las manos, apoyó los codos en el escritorio, y con extraña
expresión se inclinó hacia mí: «¿Por qué, por qué disparó usted contra un
cuerpo caído?» Tampoco a esto supe responder. El juez se pasó las manos por la
frente y repitió la pregunta con voz un poco alterada: «¿Por qué? Es preciso
que usted me lo diga. ¿Por qué?» Yo seguía callado.
Bruscamente se levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del
despacho y abrió el cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata
que blandió volviendo hacia mí.
Y con voz enteramente cambiada, casi trémula,
gritó: «¿Conoce usted a Este?» Dije: «Sí, naturalmente.» Entonces me dijo muy
de prisa y de un modo apasionado que él creía en Dios y que estaba convencido
de que ningún hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero
que para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese
como un niño cuya alma está vacía y dispuesta a aceptarlo todo. Se había
inclinado con todo el cuerpo sobre la mesa. Agitaba el crucifijo casi sobre mí.
A decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo porque
tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara, y también porque me
atemorizaba un poco. Me daba cuenta al mismo tiempo de que era ridículo porque
yo era el criminal, después de todo. Sin embargo, continuó. Comprendí más o
menos que en su opinión no había más que un punto oscuro en mi confesión: era
el hecho de haber esperado para tirar el segundo disparo de revólver. El resto
estaba muy bien, pero él no comprendía por qué había esperado.
Iba a
decirle que hacía mal en obstinarse: el último punto no tenía tanta
importancia. Pero me interrumpió y me exhortó por última vez, irguiéndose
entero, y preguntándome si creía en Dios. Contesté que no. Se sentó indignado.
Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, aun aquellos
que le volvían la espalda. Tal era su convicción, y si alguna vez llegara a
dudar, la vida no tendría sentido. «¿Quiere usted», exclamó, «que mi vida
carezca de sentido?» Según mi opinión aquello no me concernía y se lo dije.
Entonces me puso el Cristo bajo los ojos por sobre la mesa y gritó en forma
irrazonable: «Yo soy cristiano. Pido a Este el perdón de tus pecados. ¿Cómo
puedes no creer que ha sufrido por ti?» Me di perfecta cuenta de que me
tuteaba, pero..., también, estaba harto. Cada vez hacía más y más calor Como
siempre que siento deseos de librarme de alguien a quien apenas escucho, puse
cara de aprobación. Con gran sorpresa mía, exclamó triunfante: «Ves, ves»,
decía. «¿No es cierto que crees y que vas a confiarte en El?» Evidentemente,
dije «no» una vez más. Se dejó caer en el sillón.
Parecía muy fatigado. Quedó un momento silencioso mientras la máquina,
que no había cesado de seguir el diálogo, prolongaba todavía las últimas
frases. En seguida me miró atentamente y con un poco de tristeza. Murmuró:
«Nunca he visto un alma tan endurecida como la suya. Los criminales que han
comparecido delante de mí han llorado siempre ante esta imagen del dolor.» Iba
a responder que eso sucedía justamente porque se trataba de criminales. Pero
pensé que yo también era criminal.
Era una idea a la que no podía acostumbrarme.
Entonces el juez se levantó como si quisiera
indicarme que el interrogatorio había terminado. Se limitó a preguntarme, con
el mismo aspecto de cansancio, si lamentaba el acto que había cometido.
Reflexioné y dije que más que pena verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve
la impresión de que no me comprendía. Pero aquel día las cosas no fueron más
lejos.
Después de esto, volví a ver a menudo al juez de instrucción. Pero cada
vez estaba acompañado por mi abogado. Se limitaban a hacerme precisar ciertos
puntos de las declaraciones precedentes. O el juez discutía los cargos con el
abogado. Pero, en verdad, no se ocupaban nunca de mí en esos momentos. Sin embargo,
poco a poco cambió el tono de los interrogatorios. Parecía que el juez no se
interesaba más por mí y que había archivado el caso, en cierto modo. No me
habló más de Dios y no lo volví a ver más con la excitación del primer día. Las
entrevistas se hicieron más cordiales. Algunas preguntas, un poco de
conversación con el abogado, y los interrogatorios concluían. El asunto seguía
su curso, según la propia expresión del juez. Algunas veces también, cuando la
conversación era de orden general, me mezclaban en ella. Comenzaba a respirar.
Nadie en esos momentos se mostraba malo conmigo. Todo era tan natural, tan bien
arreglado y tan sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión
de «formar parte de la familia.» Y al
cabo de los once meses que duró la instrucción, puedo decir que estaba casi
asombrado de que mis únicos regocijos hubiesen sido los raros momentos en los
que el juez me acompañaba hasta la puerta del despacho, palmeándome el hombro,
y diciéndome con aire cordial: «Basta por hoy, señor Anticristo.» Entonces me
ponían nuevamente en manos de los gendarmes.
II
Hay
cosas de las que nunca me ha gustado hablar. Cuando entré en la cárcel
comprendí al cabo de algunos días que no me gustaría hablar de esta parte de mi
vida.
Más
tarde dejé de dar importancia a estas repugnancias. En realidad, yo no estaba
realmente en la cárcel los primeros días; esperaba vagamente algún nuevo
acontecimiento. Todo comenzó después de la primera y única visita de María.
Desde el día en que recibí su carta (me decía que no le permitían venir más
porque no era mi mujer), desde ese día sentí que la celda era mi casa y que mi
vida se detenía allí. El día de mi arresto me encerraron al principio en una
habitación donde había varios detenidos, la mayor parte árabes. Al verme, se
rieron. Luego me preguntaron qué había hecho. Dije que había matado a un árabe
y quedaron silenciosos. Pero un momento después cayó la noche. Me explicaron
cómo había que arreglar la estera en la que debía de acostarme. Arrollando uno
de los extremos podía hacerse una almohada. Toda la noche me corrieron las chinches
en la cara. Algunos días después me aislaron en una celda en la que dormía
sobre una tabla de madera. Tenía una cubeta para las necesidades y una jofaina
de hierro. La cárcel se hallaba en lo alto de la ciudad y por la pequeña
ventana podía ver el mar. Un día en que estaba aferrado a los barrotes con el
rostro extendido hacia la luz, entro un guardián y me dijo que tenía una
visita. Se me ocurrió que sería María. Y era ella.
Para
ir al locutorio seguí por un largo pasillo, luego una escalera y, para terminar
otro pasillo. Entré en una gran habitación iluminada por una amplia abertura.
La sala estaba dividida en tres partes por dos altas rejas que la cortaban a lo
largo. Entre las dos rejas había un espacio de ocho a diez metros que separaba
a los visitantes de los presos. Vi a María enfrente de mí, con el vestido a
rayas y el rostro tostado. De mi lado había una decena de detenidos, árabes la
mayor parte. María estaba rodeada de moras y se encontraba entre dos
visitantes, una viejecita de labios apretados, vestida de negro, y una mujer
gorda, en cabeza, que hablaba muy alto y gesticulaba. Debido a la distancia que
había entre las rejas, los visitantes y los presos se veían obligados a hablar
muy alto. Cuando entré, el ruido de las voces que rebotaba contra las grandes
paredes desnudas de la sala, y la cruda luz que bajaba desde el cielo sobre los
vidrios y brotaba en la sala, me causaron una especie de aturdimiento. Mi celda
era más tranquila y más oscura. Necesité algunos segundos para adaptarme. Sin embargo,
concluí por ver cada rostro con nitidez, destacado a plena luz. Observé que un
guardián estaba sentado en el extremo del pasillo entre las dos rejas. La mayor
parte de los presos árabes, así como sus familias, estaban en cuclillas frente
a frente. Pero no gritaban. A pesar del tumulto lograban entenderse hablando
muy bajo. El murmullo sordo, surgido desde abajo, formaba un bajo continuo a
las conversaciones que se entrecruzaban por sobre las cabezas. Observé todo
rápidamente y avancé hacia María. Pegada ya a la reja me sonreía con toda el
alma. La encontré muy bella, pero no supe decírselo.
«¿Qué
tal?», me dijo muy alto. «¿Qué tal?, ya lo ves.» «¿Estás bien? ¿Tienes todo lo
que precisas?» «Sí, todo.»
Nos
callamos y María seguía sonriendo. La mujer gorda aullaba a mi vecino, sin duda
el mando, un sujeto alto, rubio, de mirada franca. Era la continuación de una
conversación ya comenzada.
«Juana
no quiso tomarlo», gritaba a voz en cuello. «Sí, sí», decía el hombre. «Le dije
que al salir volverías a llevártelo pero no quiso tomarlo.»
María
me gritó por su parte que Raimundo me mandaba saludos. Dije: «Gracias» pero mi
voz quedó tapada por el vecino que pregunto «si estaba bien». Su mujer rió y
dijo «que nunca se había sentido mejor» El vecino de la izquierda, un
jovenzuelo de manos finas. no decía nada. Noté que estaba frente a la viejecita
y que ambos se miraban con intensidad. Pero no tuve tiempo de observarlos más
porque María me gritó que era necesario tener esperanzas. Dije: «Sí.» Al mismo
tiempo la miraba y tenía deseos de oprimirle el hombro por encima del vestido.
Tenía deseos de tocar la tela fina, pues no sabía qué otra cosa podía esperar.
Pero sin duda era lo que María quería decir porque seguía sonriendo. Yo no veía
más que el brillo de sus dientes y los pequeños pliegues de sus ojos. Gritó de
nuevo: «¡Saldrás y nos casaremos!» Respondí: «¿Lo crees?» pero lo dije sobre
todo por decir algo Dijo entonces rápidamente y siempre muy alto que sí, que
saldría libre y que volveríamos a bañarnos. Pero la otra mujer aullaba por su
lado y decía que había dejado un canasto en la portería. Enumeraba todo lo que
había puesto en él. Habría que verificarlo pues todo costaba caro. El otro
vecino y su madre seguían mirándose. El murmullo de los árabes continuaba por
debajo de nosotros. Afuera, la luz pareció hincharse contra la ventana. Se
derramó sobre todos los rostros como un jugo fresco.
Me
sentía un poco enfermo y hubiese querido irme. El ruido me hacía daño. Pero,
por otro lado, quería aprovechar aún más la presencia de María. No sé cuánto
tiempo pasó. María me habló de su trabajo y no cesaba de sonreír. Se cruzaban
los murmullos, los gritos y las conversaciones. El único islote de silencio
estaba a mi lado, en el muchacho y la anciana que se miraban. Poco a poco los
árabes fueron llevados. No bien salió el primero, casi todo el mundo calló. La
viejecita se aproximó a los barrotes y, al mismo tiempo, un guardián hizo una
señal al hijo. Dijo: «Hasta pronto, mamá», y ella pasó la mano entre dos barrotes
para hacerle un saludo lento y prolongado.
La
viejecita se fue mientras un hombre entraba y ocupaba el lugar, con el sombrero
en la mano. Se introdujo a otro preso y hablaron con animación, pero a media
voz porque la habitación había vuelto a quedar silenciosa. Vinieron a buscar al
vecino de la derecha y su mujer le dijo sin bajar el tono, como si no hubiese
notado que ya no era necesario gritar: «¡Cuídate y fíjate en lo que haces!»
Luego me llegó el tumo. María hizo ademán de besarme. Me volví antes de salir.
Permanecía inmóvil, con el rostro apretado contra la reja, con la misma sonó
risa abierta y crispada.
Poco
después me escribió. Y a partir de ese momento comenzaron las cosas de las que
nunca me ha gustado hablar. De todos modos, no se debe exagerar nada y para mí
resultó más fácil que para otros. Al principio de la detención lo más duro fue
que tenía pensamientos de hombre libre por ejemplo, sentía deseos de estar en
una playa y de bajar hacia el mar. Al imaginar el ruido de las primeras olas
bajo las plantas de los pies, la entrada del cuerpo en el agua y el alivio que
encontraba, sentía de golpe cuánto se habían estrechado los muros de la
prisión. Pero esto duró algunos meses. Después no tuve sino pensamientos de
presidiario. Esperaba el paseo cotidiano que daba por el patio o la visita del
abogado. Disponía muy bien el resto del tiempo. Pensé a menudo entonces que si
me hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol seco sin otra ocupación que la
de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me habría acostumbrado poco a poco.
Hubiese esperado el paso de los pájaros y el encuentro de las nubes como
esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado y como, en otro mundo,
esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo de María. Después de
todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más desgraciados
que yo. Por otra parte, mamá tenía la idea, y la repetía a menudo, de que uno
acaba por acostumbrarse a todo.
En
cuanto a lo demás, en general no iba tan lejos. Los primeros meses fueron
duros. Pero precisamente el esfuerzo que debía hacer ayudaba a pasarlos. Por
ejemplo, estaba atormentado por el deseo de una mujer. Era natural: yo era
joven. No pensaba nunca en María particularmente. Pero pensaba de tal manera en
una mujer, en las mujeres, en todas las que había conocido, en todas las
circunstancias en las que las había amado, que la celda se llenaba con todos
sus rostros y se poblaba con mis deseos. En cierto sentido esto me
desequilibraba. Pero en otro, mataba el tiempo. Había concluido por ganar la
simpatía del guardián jefe que acompañaba al mozo de la cocina a la hora de las
comidas. El fue quien primero me habló de mujeres. Me dijo que era la primera
cosa de la que se quejaban los otros. Le dije que yo era como ellos y que
encontraba injusto este tratamiento. «Pero», dijo, «precisamente para eso los
ponen a ustedes en la cárcel.» —«¿Cómo, para eso?»— «Pues sí. La libertad es
eso. Se les priva de la libertad.» Nunca había pensado en ello. Asentí: «Es
verdad», le dije, «si no, ¿dónde estaría el castigo?» —«Sí, usted comprende las
cosas. Los demás no. Pero concluyen por satisfacerse por sí mismos.» El
guardián se marchó en seguida.
Hubo
también los cigarrillos. Cuando entré en la cárcel me quitaron el cinturón, los
cordones de los zapatos, la corbata y todo lo que llevaba en los bolsillos,
especialmente los cigarrillos, una vez en la celda pedí que me los devolvieran.
Pero se me dijo que estaba prohibido. Los primeros días fueron muy duros. Quizá
haya sido esto lo que más me abatió. Chupaba trozos de madera que arrancaba de
la tabla de la cama. Soportaba durante todo el día una náusea perpetua. No
comprendía por qué me privaban de aquello que no hacía mal a nadie. Más tarde
comprendí que también formaba parte del castigo. Pero ya me había acostumbrado
a no fumar más y este castigo había dejado de ser tal para mí.
Fuera
de estas molestias no me sentía demasiado desgraciado. Una vez más todo el
problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a
recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi
cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando
mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía
rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo.
Recordaba cada mueble, y de cada uno, cada objeto que en él se encontraba, y de
cada objeto, todos los detalles, y de los detalles, una incrustación, una
grieta o un borde gastado, los colores y las imperfecciones. Al mismo tiempo
ensayaba no perder el hilo del inventario, hacer una enumeración completa. Es
cierto que fue al cabo de algunas semanas, pero podía pasar horas nada más que
con enumerar lo que se encontraba en mi cuarto. Así, cuanto más reflexionaba,
más cosas desconocidas u olvidadas extraía de la memoria. Comprendí entonces
que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día podía vivir fácilmente
cien años en una cárcel. Tendría bastantes recuerdos para no aburrirse. En
cierto sentido era una ventaja.
Existía también el sueño. Al principio dormía mal por la noche y nada
durante el día. Poco a poco las noches fueron mejores y pude también dormir de
día. Puedo decir que en los últimos meses dormía de dieciséis a dieciocho horas
por día. Me quedaban por lo tanto seis horas para matar con comida, las
necesidades naturales, los recuerdos y la historia del checoslovaco.
Entre
el jergón y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al
género, un viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un
hecho policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en
Checoslovaquia. Un hombre había partido de un pueblo checo para hacer fortuna.
Al cabo de veinticinco años había regresado rico, con su mujer y un hijo. La
madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal. Para sorprenderlas,
había dejado a la mujer y al hilo en otro establecimiento y había ido a casa de
la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por broma, se le ocurrió
tomar una habitación. Había mostrado el dinero. Durante la noche, la madre y la
hermana le habían asesinado a martillazos para robarle y habían arrojado el
cuerpo al río. Por la mañana había venido la mujer y sin saberlo, había
revelado la identidad del viajero. La madre se había ahorcado. La hermana se
había arrojado a un pozo. Debo de haber leído esta historia miles de veces Por
un lado era inverosímil; por otro, era natural. De todos modos, me parecía que
el viajero lo había merecido en parte y que nunca se debe jugar. Así
pasó el tiempo, con las horas de sueño los recuerdos, la lectura del hecho
policial y la alteración de la luz y de la sombra. Había leído que en la cárcel
se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para
mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos y
cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían por
desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre. Las palabras ayer y mañana
eran las únicas que conservaban un sentido para mí.
Cuando
un día el guardián me dijo que estaba allí desde hacía cinco meses, le creí,
pero no le comprendí. Para mí era el mismo día que se desarrollaba sin cesar en
la celda y la misma tarea que proseguía. Ese día, después de la partida del
guardián, me miré en el agua de la escudilla. Me pareció que mi imagen
continuaba seria, aun cuando ensayaba sonreír. La agité delante de mí. Sonreí y
conservó el mismo aire severo y triste. El día concluía y era la hora de la que
no quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la noche subían
desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué a la
claraboya y con la última luz contemplé una vez más mi imagen. Seguía siempre
seria y nada tenía de sorprendente pues en ese momento yo lo estaba también.
Pero al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía largos meses, oí
distintamente el sonido de mi voz. Reconocí que era la que resonaba desde hacía
muchos días en mi oído y comprendí que durante todo ese tiempo había hablado
solo Recordé entonces lo que decía la enfermera en el entierro de mamá. No, no
había escapatoria y nadie puede imaginar lo que son las noches en las cárceles.
III
Puedo
decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la
subida de los primeros calores sobrevendría algo nuevo para mí. Mi proceso
estaba inscripto para la última reunión del Tribunal, que se realizaría en el
mes de junio. La audiencia comenzó mientras afuera el sol estaba en su
plenitud. El abogado me había asegurado que no duraría más de dos o tres días.
«Por otra parte», había agregado, «el Tribunal tendrá prisa porque su asunto no
es el más importante de la audiencia. Hay un parricidio que pasará
inmediatamente después».
A las
siete y media de la mañana vinieron a buscarme y el coche celular me condujo al
Palacio de Justicia. Los dos gendarmes me hicieron entrar en una habitación
pequeña que olía a humedad. Esperamos sentados cerca de una puerta tras la cual
se oían voces, llamamientos, ruidos de sillas y todo un bullicio que me hizo
pensar en esas fiestas de barrio en las que se arregla la sala para poder
bailar después del concierto. Los gendarmes me dijeron que era necesario
esperar al Tribunal y uno de ellos me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Me
preguntó poco después si estaba nervioso. Respondí que no. Y aun, en cierto
sentido, me interesaba ver un proceso. No había tenido nunca ocasión de hacerlo
en mi vida. «Sí», dijo el segundo gendarme, «pero concluye por cansar.»
Después de un momento un breve campanilleo sonó en la sala. Me quitaron
entonces las esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los
acusados. La sala estaba llena de bote en bote. A pesar de las cortinas, el sol
se filtraba por algunas partes y el aire estaba sofocante. Habían dejado los
vidrios cerrados. Me senté y los gendarmes me rodearon. En ese momento vi una
fila de rostros delante de mí. Todos me miraban: comprendí que eran los
jurados. Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros. Sólo tuve
una impresión: estaba delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros
anónimos espiaban al recién llegado para notar lo que tenía de ridículo. Sé
perfectamente que era una idea tonta, pues allí no buscaban el ridículo, sino
el crimen. Sin embargo, la diferencia no es grande y, en cualquier caso, es la
idea que se me ocurrió.
Estaba
un poco aturdido también ante tanta gente en la sala cerrada. Miré otra vez
hacia el público y no distinguí ningún rostro. Creo que al principio no me
había dado cuenta de que toda esa gente se apretujaba para verme. Generalmente,
los demás no se ocupaban de mi persona. Me costó un esfuerzo comprender que yo
era la causa de toda esta agitación. Dije al gendarme: «¡Cuánta gente!» Me
respondió que era por los periódicos y me mostró un grupo que estaba cerca de
una mesa, debajo del estrado de los jurados. Me dijo: «Ahí están.» Pregunté:
«¿Quiénes?», y repitió: «Los periódicos.» Conocía a uno de los periodistas que
le vio en ese momento y se dirigió hacia nosotros. Era un hombre ya bastante
entrado en años, simpático, con una cara gesticulosa. Estrechó la mano del
gendarme con mucho calor. Noté en ese momento que toda la gente se reunía, se
interpelaba y conversaba como en un club donde es agradable encontrarse entre
personas del mismo mundo. Me expliqué también la extraña impresión que sentía
de estar de más, de ser un poco intruso. Sin embargo, el periodista se dirigió
a mí, sonriente. Me dijo que esperaba que todo saldría bien para mí. Le
agradecí, y agregó: «Usted sabe, hemos hinchado un poco el asunto. El verano es
la estación vacía para los periódicos. Y lo único que valía algo era su
historia y la del parricida.» Me mostró en seguida, en el grupo que acababa de
dejar, a un hombrecillo que parecía una comadreja cebada con enormes gafas de
aro negro. Me dijo que era el enviado especial de un diario de París: «No ha
venido por usted, desde luego. Pero como está encargado de informar acerca del
proceso del parricida, se le ha pedido que telegrafíe sobre su asunto al mismo
tiempo.» Ahí, otra vez, estuve a punto de agradecerle. Pero pensé que sería
ridículo. Me hizo un breve ademán cordial con la mano y nos dejó. Esperamos aún
algunos minutos.
Llegó
el abogado, de toga, rodeado de muchos otros colegas. Fue hacia los periodistas
y dio algunos apretones de mano. Bromearon, rieron, y parecían sentirse muy a
su gusto, hasta el momento en que el campanilleo sonó en la sala. Todos
volvieron a sus lugares. El abogado vino hacia mí, me estrechó la mano y me
aconsejó que contestara brevemente a las preguntas que se me formularan, que no
tomara la iniciativa y que confiara en él para todo lo demás.
Oí el
ruido de una silla que hacían retroceder a la izquierda y vi a un hombre alto,
delgado, vestido de rojo, con lentes, que se sentaba arreglando cuidadosamente
la toga. Era el Procurador. Un ujier anunció la presencia del Tribunal. En el
mismo momento comenzaron a zumbar dos enormes ventiladores. Tres jueces, dos de
negro y el tercero de rojo, entraron con expedientes y caminaron rápidamente
hacia el estrado que dominaba la sala. El hombre de toga roja se sentó en el
sillón del centro, colocó el birrete delante de sí, se enjugó el pequeño cráneo
calvo con un pañuelo y declaró que la audiencia quedaba abierta.
Los
periodistas tenían ya la estilográfica en la mano. Aparentaban todos el mismo
aire indiferente y un poco zumbón. Sin embargo, uno de ellos, mucho más joven,
vestido de franela gris con corbata azul, había dejado la estilográfica delante
de sí y me miraba. En su rostro un poco asimétrico no veía más que los dos
ojos, muy claros, que me examinaban atentamente, sin expresar nada definible. Y
tuve la singular impresión de ser mirado por mí mismo. Quizá haya sido por
esto, o también porque no conocía las costumbres del lugar, pero no comprendí
claramente todo lo que ocurrió en seguida, el sorteo de los jurados, las
preguntas planteadas por el Presidente al abogado, al Procurador y al Jurado
(cada vez todas las cabezas de los jurados se volvían al mismo tiempo hacia el
Tribunal), una rápida lectura del acta de acusación, en la que reconocía
nombres de lugares y de personas, y nuevas preguntas al abogado.
El
Presidente dijo que iba a proceder al llamado de los testigos. El ujier leyó
unos nombres que me atrajeron la atención. Del seno del público, informe un
momento antes, vi levantarse uno por uno, para desaparecer en seguida por una
puerta lateral, al director y al portero del asilo, al viejo Tomás Pérez, a
Raimundo, a Masson, a Salamano y a María. Esta me hizo una ligera seña ansiosa.
Estaba asombrado aún de no haberlos visto antes, cuando al llamado de su nombre
se levantó el último: Celeste. Reconocí a su lado a la mujercita del
restaurante con la chaqueta y el aire preciso y decidido. Me miraba con
intensidad. Pero no tuve tiempo de reflexionar porque el Presidente tomó la
palabra. Dijo que iba a comenzar la verdadera audiencia y que creía inútil
recomendar al público que conservara la calma. Según él, estaba allí para
dirigir con imparcialidad la audiencia de un asunto que quería considerar con
objetividad. La sentencia dictada por el Jurado sería adoptada con espíritu de
justicia y, en cualquier caso, haría desalojar la sala al menor incidente.
El
calor aumentaba. En la sala los asistentes se abanicaban con los periódicos, lo
que producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una
señal y el ujier trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces
utilizaron inmediatamente.
El
interrogatorio comenzó en seguida. El Presidente me preguntó con calma y me
pareció que aun con un matiz de cordialidad. Se me hizo declarar otra vez sobre
mi identidad y, a pesar de mi irritación, pensé que en el fondo era bastante natural
porque sería muy grave juzgar a un hombre por otro. Luego el Presidente volvió
a comenzar el relato de lo que y o, había hecho, dirigiéndose a mí cada tres
frases para preguntarme: «¿Es así?» Cada vez respondí: «Sí, señor Presidente»,
según las instrucciones del abogado. Esto fue largo porque el presidente era
muy minucioso en su relato. Entretanto, los periodistas escribían. Yo sentía la
mirada del periodista más joven y de la pequeña autómata. La banqueta de
tranvía se había vuelto toda entera hacia el Presidente. Este tosió, hojeó el
expediente y se volvió hacia mí abanicándose.
Me
dijo que debía abordar ahora cuestiones aparentemente extrañas al asunto, pero
que quizá le tocasen bien de cerca. Comprendí que iba a hablarme otra vez de
mamá y sentí al mismo tiempo cuánto me aburría. Me preguntó por qué había
metido a mamá en el asilo. Contesté que porque carecía de dinero para hacerla
atender y cuidar. Me preguntó si me había costado personalmente y contesté que
ni mamá ni yo esperábamos nada el uno del otro, ni de nadie por otra parte, y
que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas vidas. El Presidente dijo
entonces que no quería insistir sobre este punto y preguntó al Procurador si no
tenía otra pregunta que formularme.
El
Procurador estaba medio vuelto de espaldas hacia mí y, sin mirarme, declaró
que, con la autorización del Presidente, querría saber si yo había vuelto al
manantial con la intención de matar al árabe. «No», dije. «Entonces, ¿por qué
estaba armado y por qué volver a ese lugar precisamente?» Dije que era el azar.
Y el Procurador señaló con acento cruel: «Nada más por el momento.» Todo fue en
seguida un poco confuso, por lo menos para mí. Pero después de algunos
conciliábulos el Presidente declaró que la audiencia quedaba levantada y
transferida hasta la tarde para recibir la declaración de los testigos.
No
tuve tiempo de reflexionar. Se me llevó, se me hizo subir al coche celular y se
me condujo a la cárcel, donde comí. Al cabo de muy poco tiempo, exactamente el
necesario para darme cuenta de que estaba cansado, volvieron a buscarme: todo
comenzó de nuevo y me encontré en la misma sala, delante de los mismos rostros.
Sólo que el calor era mucho más intenso y, como por milagro, cada uno de los
jurados, el Procurador, el abogado y algunos periodistas estaban también
provistos de abanicos de paja. El periodista joven y la mujercita estaban
siempre allí. Pero no se abanicaban y seguían mirándome sin decir nada. Me enjugué el sudor que me cubría el rostro
y recobré un poco la conciencia del lugar y de mí mismo sólo cuando oí llamar
al director del
asilo. Le preguntaron si mamá se quejaba de mí y dijo que sí, pero que
sus pensionistas tenían un poco la manía de quejarse de los parientes. El
Presidente le hizo precisar si ella me reprochaba el haberla metido en el
asilo, y el director dijo otra vez que sí. Pero esta vez no agregó nada. A otra
pregunta contestó que había quedado sorprendido de mi calma el día del
entierro. Le preguntaron qué entendía por calma. El director miró entonces la
punta de sus zapatos y dijo que yo no había querido ver a mamá, que no había
llorado ni una sola vez y que después del entierro había partido en seguida,
sin recogerme ante su tumba. Otra cosa le había sorprendido: un empleado de
pompas fúnebres le había dicho que yo no sabía la edad de mamá. Hubo un momento
de silencio, y el Presidente le preguntó si estaba seguro que era de mí de
quien había hablado. Como el director no comprendía la pregunta, le dijo: «Así
lo dispone la ley.» Luego el Presidente preguntó al Abogado General si quería
interrogar al testigo, y el Procurador gritó: «¡Oh, no, es suficiente!» con tal
ostentación y tal mirada triunfante hacia mi lado que por primera vez desde
hacía muchos años tuve un estúpido deseo de llorar porque sentí cuánto me
detestaba toda esa gente.
Después de haber preguntado al Jurado y al abogado si tenían preguntas
que formular, el Presidente oyó al portero. Para él, como para todos los demás,
se repitió el mismo ceremonial. Cuando llegó, el portero me miró y apartó la
vista. Respondió a las preguntas que se le formularon. Dijo que yo no había
querido ver a mamá, que había fumado, que había dormido y tomado café con
leche.
Sentí
entonces que algo agitaba a toda la sala y por primera vez comprendí que era
culpable. Hicieron repetir al portero la historia del café con leche y la del
cigarrillo. El Abogado General me miró con brillo irónico en los ojos. En ese
momento el abogado preguntó al portero si no había fumado conmigo. Pero el
Procurador se opuso violentamente a esta pregunta: «¿Quién es aquí el criminal
y cuáles son los métodos que consisten en manchar a los testigos de la
acusación para desvirtuar testimonios que no por eso resultan menos
aplastantes?» Pese a todo, el Presidente ordenó al portero que respondiese a la
pregunta. El viejo dijo con aire cohibido: «Sé perfectamente que hice mal. Pero
no me atreví a rehusar el cigarrillo que el señor me ofreció.» En último lugar,
me preguntaron si no tenía nada que agregar. «Nada, respondí, solamente que el
testigo tiene razón. Es verdad que le ofrecí un cigarrillo.» El portero me miró
entonces con un poco de asombro y una especie de gratitud. Vaciló; luego dijo
que era él quien me había ofrecido el café con leche. El abogado triunfó
ruidosamente y declaró que los jurados apreciarían. Pero el Procurador atronó
sobre nuestras cabezas y dijo: «Sí. Los señores jurados apreciarán. Y llegarán
a la conclusión de que un extraño podía proponer tomar café, pero que un hijo
debía rechazarlo delante del cuerpo de la que le había dado la vida.» El
portero volvió a su asiento.
Cuando
llegó el turno a Tomás Pérez, un ujier tuvo que sostenerlo hasta la barra.
Pérez dijo que había conocido principalmente a mi madre y que no me había visto
más que una vez, el día del entierro. Le preguntaron qué había hecho yo ese
día, y respondió: «Ustedes comprenderán; me sentía demasiado apenado, de manera
que nada vi. La pena me impedía ver. Porque era para mí una pena muy grande. Y
hasta me desmayé. De manera que no pude ver al señor.» El Abogado General le
preguntó si por lo menos me había visto llorar. Pérez respondió que no. El
Procurador dijo entonces a su vez: «Los señores jurados apreciarán.» Pero el
abogado se había enfadado. Preguntó a Pérez en un tono que me pareció exagerado,
«si había visto que yo no hubiera llorado.» Pérez dijo: «No.» El público rió. Y
el abogado recogiendo una de las mangas, dijo con tono perentorio: «¡He aquí la
imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es cierto!» El Procurador tenía
el rostro impenetrable y clavaba la punta del lápiz en los rótulos de los
expedientes.
Después de cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me
dijo que todo iba bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era
yo. Celeste echaba miradas hacia mi lado de cuando en cuando y daba vueltas a
un panamá entre las manos. Llevaba el traje nuevo que se ponía para ir conmigo
algunos domingos a las carreras de caballos. Pero creo que no había podido
ponerse el cuello porque llevaba solamente un botón de cobre para mantener
cerrada la camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero
también era un amigo»; lo que pensaba de mí, y respondió que yo era un hombre;
qué entendía por eso, y declaró que todo el mundo sabía lo que eso quería
decir; si había notado que era reservado y se limitó a reconocer que yo no
hablaba para decir nada. El Abogado General le preguntó si yo pagaba
regularmente la pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos eran detalles entre
nosotros.» Le preguntaron otra vez qué pensaba de mi crimen. Apoyó entonces las
manos en la barra y se veía que había preparado alguna respuesta. Dijo: «Para
mí, es una desgracia. Todo el mundo sabe lo que es una desgracia. Lo deja a uno
sin defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el
Presidente le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste
quedó un poco perplejo. Pero declaró que quería decir algo más. Se le pidió que
fuese breve. Repitió aún que era una desgracia. Y el Presidente dijo: «Sí, de acuerdo.
Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género. Muchas gracias.» Como
si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su buena voluntad, Celeste se
volvió entonces hacia mí. Me pareció que le brillaban los ojos y le temblaban
los labios. Parecía preguntarme qué más podía hacer. Yo no dije nada, no hice
gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un
hombre. El Presidente le ordenó otra vez que abandonara la barra. Celeste fue a
sentarse en el escaño. Durante todo el resto de la audiencia quedó allí, un
poco inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas, el panamá sobre
las manos, oyendo todo lo que se decía.
María
entró. Se había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más
con la cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero
peso de sus senos y reconocía el labio inferior siempre un poco abultado.
Parecía muy nerviosa. Le preguntaron en seguida desde cuándo me conocía. Indicó
la época en que trabajaba con nosotros. El Presidente quiso saber cuáles eran
sus relaciones conmigo. Dijo que era mi amiga. A otra pregunta, contestó que
era cierto que debía casarse conmigo. El Procurador, que hojeaba un expediente,
le preguntó con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión. Ella indicó la fecha.
El Procurador señaló con aire indiferente que le parecía que era el día
siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía que no querría
insistir sobre una situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos
de María, pero (y aquí su acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba
pasar por encima de las conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el día
en el que yo la había conocido. María no quería hablar, pero ante la
insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al cine y el regreso a mi
casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de María en el
sumario de instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó que
la propia María diría qué película pasaban entonces. Con voz casi inaudible
María indicó que en efecto era una película de Femandel. Cuando concluyó, el
silencio era completo en la sala. El Procurador se levantó entonces muy
gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido
hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día siguiente de la muerte
de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a
reír con una película cómica. No tengo nada más que decir.» Volvió a sentarse,
siempre en medio del silencio. Pero de golpe María estalló en sollozos; dijo
que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a decir lo contrario de lo
que pensaba, que me conocía bien y que no había hecho nada malo. Pero el ujier,
a una señal del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió.
En
seguida se escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre
honrado, «y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a
Salamano cuando recordó que había tratado bien a su perro y cuando respondió a
una pregunta sobre mi madre y sobre mí diciendo que yo no tenía nada más que
decir a mamá y que por eso la había metido en el asilo. «Hay que comprender,
decía Salamano, hay que comprender.» Pero nadie parecía comprender. Se lo
llevaron.
Luego
llegó el turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal
y dijo al instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le
pedían apreciaciones, sino hechos. Le invitó a esperar las preguntas para
responder. Le hicieron precisar sus relaciones con la víctima. Raimundo
aprovechó para decir que era a él a quien este último odiaba desde que había
abofeteado a su hermana. Sin embargo, el Presidente le preguntó si la víctima
no tenía algún motivo para odiarme. Raimundo dijo que mi presencia en la playa
era fruto de la casualidad. Entonces el Procurador le preguntó cómo era que la
carta origen del drama había sido escrita por mí. Raimundo respondió que era
una casualidad. El Procurador redargüyó que la casualidad tenía ya muchas
fechorías sobre su conciencia en este asunto. Quiso saber si era por casualidad
que yo no había intervenido cuando Raimundo abofeteó a su amante; por
casualidad que yo había servido de testigo en la comisaría; por casualidad aún
que mis declaraciones con motivo de ese testimonio habían resultado de pura
complacencia. Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles eran sus medios de
vida, y como el último respondiera: «guardalmacén», el Abogado General declaró
a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el oficio de proxeneta. Yo
era su cómplice y su amigo. Se trataba de un drama crapuloso de la más baja
especie, agravado por el hecho de tener delante a un monstruo moral. Raimundo
quiso defenderse y el abogado protestó, pero se le dijo que debía dejar
terminar al Procurador. Este dijo: «Tengo poco que agregar. ¿Era amigo suyo?»,
preguntó a Raimundo. «Sí», dijo éste, «era mi camarada». El Abogado General me
formuló entonces la misma pregunta y yo miré a Raimundo, que no apartó la
vista. Respondí: «Sí.» El Procurador se volvió hacia el Jurado y declaró: «El
mismo hombre que al día siguiente al de la muerte de su madre se entregaba al
desenfreno más vergonzoso mató por razones fútiles y para liquidar un
incalificable asunto de costumbres inmorales.»
Volvió
a sentarse. Pero el abogado, al tope de la paciencia, gritó levantando los
brazos de manera que las mangas al caer descubrieron los pliegues de la camisa
almidonada. «En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber
matado a un hombre?» El público rió. El Procurador se reincorporó una vez más,
se envolvió en la toga y declaró que era necesario tener la ingenuidad del
honorable defensor para no advertir que entre estos dos órdenes de hechos
existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí», gritó con fuerza, «yo
acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con corazón de criminal».
Esta declaración pareció tener considerable efecto sobre el público. El abogado
se encogió de hombros y enjugó el sudor que le cubría la frente. Pero él mismo
parecía vencido y comprendí que las cosas no iban bien para mí.
Todo
fue muy rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de
Justicia para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color
de la noche de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por
uno, surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una
ciudad que amaba y de cierta hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito
de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros
en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los
tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que
la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de
ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la
que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me esperaba siempre un
sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera
del día siguiente fue la celda lo que volví a encontrar. Como si los caminos
familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las
cárceles como a los sueños inocentes.
IV
Aun en el banquillo de los acusados es
siempre interesante oír hablar de uno mismo. Durante los alegatos del
Procurador y del abogado puedo decir que se habló mucho de mí y quizá más de mí
que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra parte, esos alegatos? El
abogado levantaba los brazos y defendía mi culpabilidad, pero con excusas. El
Procurador tendía las manos y denunciaba mi culpabilidad, pero sin excusas. Una
cosa, empero, me molestaba vagamente. Pese a mis preocupaciones estaba a veces
tentado de intervenir y el abogado me decía entonces: «Cállese, conviene más
para la defensa.» En cierto modo parecían tratar el asunto
prescindiendo de mí. Todo se desarrollaba sin mi intervención.
Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de
interrumpir a todos y decir: «Pero, al fin y al caso, ¿quién es el acusado? Es
importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.» Pero pensándolo bien no
tenía nada que decir. Por otra parte, debo reconocer que el interés que uno encuentra
en atraer la atención de la gente no dura mucho. Por ejemplo, el alegato del
Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me llamaron la atención o despertaron mi
interés fragmentos, gestos o tiradas enteras, pero separadas del conjunto.
Si he
comprendido bien, el fondo de su pensamiento es que yo había premeditado el
crimen. Por lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: «Lo probaré,
señores, y lo probaré doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los hechos,
en primer término, y en seguida, en la oscura iluminación que me proporcionará
la psicología de esta alma criminal.» Resumió los hechos a partir de la muerte
de mamá. Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el
baño del día siguiente con una mujer, el cine, Fernandel, y, por fin, el
retorno con María. Necesité tiempo para comprenderle en ese momento porque
decía «su amante» y para mí ella era María. Después se refirió a la historia de
Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no carecía de claridad. Lo
que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo había escrito la carta que
debía atraer a la amante y entregarla a los malos tratos de un hombre de
«dudosa moralidad.» Yo había provocado en la playa a los adversarios de
Raimundo. Este había resultado herido. Yo le había pedido el revólver. Había
vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe, tal como lo tenía
proyectado. Había disparado una vez. Había esperado. Y «para estar seguro de
que el trabajo estaba bien hecho», había disparado aún cuatro balas,
serenamente, con el blanco asegurado, de una manera, en cierto modo,
premeditada.
«Y
bien, señores», dijo el Abogado General: «Acabo de reconstruir delante de
ustedes el hilo de acontecimientos que condujo a este hombre a matar con pleno
conocimiento de causa. Insisto en esto», dijo, «pues no se trata de un
asesinato común, de un acto irreflexivo que ustedes podrían considerar atenuado
por las circunstancias. Este hombre, señores, este hombre es inteligente.
Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el valor de las
palabras. Y no es posible decir que ha actuado sin darse cuenta de lo que
hacía».
Yo escuchaba y oía que se me juzgaba
inteligente. Pero no comprendía bien cómo las cualidades de un hombre común
podían convertirse en cargos aplastantes contra un culpable. Por lo menos, era
esto lo que me chocaba y no escuché más al Procurador hasta el momento en que
le oí decir: « ¿Acaso ha demostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás,
señores. Ni una sola vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido
conmovido por su abominable crimen.» En ese momento se volvió hacia mí, me
señaló con el dedo, y continuó abrumándome sin que pudiera comprender bien por
qué. Sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón. No lamentaba mucho
mi acto. Pero tanto encarnizamiento me asombraba. Hubiese querido tratar de
explicarle cordialmente, casi con cariño, que nunca había podido sentir
verdadero pesar por cosa alguna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a
suceder, por hoy o por mañana. Pero, naturalmente, en el estado en que se me
había puesto, no podía hablar a nadie en este tono. No tenía derecho de
mostrarme afectuoso, ni de tener buena voluntad. Y traté de escuchar otra vez
porque el Procurador se puso a hablar de mi alma.
Decía
que se había acercado a ella y que no había encontrado nada, señores jurados.
Decía que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que no me era accesible
ni lo humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de
los hombres. «Sin duda», agregó, «no podríamos reprochárselo. No podemos
quejarnos de que le falte aquello que no es capaz de adquirir. Pero cuando se
trata de este Tribunal la virtud enteramente negativa de la tolerancia debe
convertirse en la menos fácil pero más elevada de la justicia. Sobre todo
cuando el vacío de un corazón, tal como se descubre en este hombre, se
transforma en un abismo en el que la sociedad puede sucumbir». Habló entonces
de mi actitud para con mamá. Repitió lo que había dicho en las audiencias anteriores.
Pero estuvo mucho más largo que cuando hablaba del crimen; tan largo que
finalmente no sentí más que el calor de la mañana.
Por lo menos hasta el momento en que el Abogado
General se detuvo y, después de un momento de silencio, volvió a comenzar con
voz muy baja y muy penetrante: «Este mismo Tribunal, señores, va a juzgar
mañana el más abominable de los crímenes: la muerte de un padre.» Según él, la
imaginación retrocedía ante este atroz atentado. Osaba esperar que la justicia
de los hombres castigaría sin debilidad. Pero, no temía decirlo el horror que
le inspiraba este crimen cedía casi frente al que sentía delante de mi
insensibilidad. Siempre según él, un hombre que mataba moralmente a su madre se
sustraía de la sociedad de los hombres por el mismo título que el que levantaba
la mano asesina sobre el autor de sus días. En todos los casos, el primero
preparaba los actos del segundo y, en cierto modo, los anunciaba y los
legitimaba. «Estoy persuadido, señores», agregó alzando la voz, «de que no encontrarán
ustedes demasiado audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado
en este banco es también culpable de la muerte que este Tribunal deberá juzgar
mañana. Debe ser castigado en consecuencia.» Aquí el Procurador se enjugó el
rostro brillante de sudor. Dijo en fin que su deber era penoso, pero que lo
cumpliría firmemente. Declaró que yo no tenía nada que hacer en una sociedad
cuyas reglas más esenciales desconocía y que no podía invocar al corazón humano
cuyas reacciones elementales ignoraba. «Os pido la cabeza de este hombre»,
dijo, «y os la pido con el corazón tranquilo. Pues si en el curso de mi ya
larga carrera me ha tocado reclamar penas capitales, nunca tanto como hoy he
sentido este penoso deber compensado, equilibrado, iluminado por la conciencia
de un imperioso y sagrado mandamiento y por el horror que siento delante del
rostro de un hombre en el que no leo más que monstruosidades».
Cuando
el Procurador volvió a sentarse hubo un momento de silencio bastante largo. Yo
me sentía aturdido por el calor y el asombro. El Presidente tosió un poco, y
con voz muy baja me preguntó si no tenía nada que agregar. Me levanté y como
tenía deseos de hablar, dije, un poco al azar por otra parte, que no había
tenido intención de matar al árabe. El Presidente contestó que era una
afirmación, que hasta aquí no había comprendido bien mi sistema de defensa y
que, antes de oír a mi abogado le complacería que precisara los motivos que
habían inspirado mi acto. Mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del
ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol. En la sala hubo
risas. El abogado se encogió de hombros e inmediatamente después le concedieron
la palabra. Pero declaro que era tarde, que tenía para varias horas y que pedía
la suspensión de la audiencia hasta la tarde. El Tribunal consintió.
Por la
tarde los grandes ventiladores seguían agitando la espesa atmósfera de la sala
y los pequeños abanicos multicolores de los jurados se movían todos en al mismo
sentido. Me pareció que el alegato del abogado no debía terminar jamás. Sin
embargo en un momento dado, escuché que decía: «es cierto que yo maté.» Luego
continuó en el mismo tono, diciendo «yo» cada vez que hablaba de mí. Yo estaba
muy asombrado. Me incliné hacia un gendarme y le pregunté por qué. Me dijo que
me callara y después de un momento agregó: «Todos los abogados hacen eso.»
Pensé que era apartarme un poco más del asunto, reducirme a cero y, en cierto
sentido, sustituirme. Pero creo que estaba ya muy lejos de la sala de audiencias.
Por otra parte, el abogado me pareció ridículo. Alegó muy rápidamente la
provocación y luego también habló de mi alma. Pero me pareció que tenía mucho
menos talento que el Procurador. «También yo», dijo, «me he acercado a esta
alma, pero, al contrarío del eminente representante del Ministerio Público, he
encontrado algo, y puedo decir que he leído en ella como en un libro abierto».
Había leído que yo era un hombre honrado, trabajador asiduo, incansable, fiel a
la casa que me empleaba, querido por todos y compasivo con las desgracias
ajenas. Para él yo era un hijo modelo que había sostenido a su madre tanto
tiempo como había podido. Finalmente había esperado que una casa de retiro
daría a la anciana las comodidades que mis medios no me permitían procurarle.
«Me asombra, señores», agregó, «que se haya hecho tanto ruido alrededor del
asilo. Pues, en fin, si fuera necesario dar una prueba de la utilidad y de la
grandeza de estas instituciones, habría que decir que es el Estado mismo quien
las subvenciona». Pero no habló del entierro, y advertí que faltaba en su
alegato. Como consecuencia de todas estas largas frases, de todos estos días y
horas interminables durante los cuales se había hablado de mi alma, tuve la
impresión de que todo se volvía un agua incolora en la que encontraba el
vértigo.
Al
final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los
estrados, mientras el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un
vendedor de helados. Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me
pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes
de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de
la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a la garganta toda
la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una
urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la celda a dormir. Apenas
oí gritar al abogado, para concluir, que los jurados no querrían enviar a la
muerte a un trabajador honrado, perdido por un minuto de extravío, y aducir las
circunstancias atenuantes de un crimen cuyo castigo más seguro era el
remordimiento eterno que arrastraba ya. El Tribunal suspendió la audiencia y el
abogado volvió a sentarse con aspecto agotado. Pero sus colegas se acercaron a
él para estrecharle la mano. Oí decir: «¡Magnífico, querido amigo!» Uno de
ellos hasta pidió mi aprobación: «¿No es cierto?», me dijo. Asentí, pero el
cumplido no era sincero porque yo estaba demasiado cansado.
Afuera
declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la calle,
que oía, adivinaba la suavidad de la tarde. Estábamos todos allí esperando. Y
lo que esperábamos juntos en realidad sólo me concernía a mí. Volví a mirar a
la sala. Todo estaba como en el primer día. Encontré la mirada del periodista
de la chaqueta gris y de la mujer autómata. Lo que me hizo pensar que durante
todo el proceso no había buscado a María con la mirada. No la había olvidado,
pero tenía demasiado que hacer. La vi entre Celeste y Raimundo. Me hizo un
pequeño ademán como si dijera: « ¡Por fin! », y vi sonreír su rostro un poco
ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y ni siquiera pude responder a su
sonrisa.
El
Tribunal volvió. Rápidamente leyeron una serie de preguntas a los jurados. Oí
«culpable de muerte...», «provocación...», «circunstancias atenuantes». Los
jurados salieron y se me llevó a la pequeña habitación en la que ya había
esperado. El abogado vino a reunírseme; estaba muy voluble y me habló con más
confianza y cordialidad; como no lo había hecho nunca. Creía que todo iría bien
y que saldría con algunos años de prisión o de trabajos forzados. Le pregunté
si había perspectivas de casación en caso de fallo desfavorable. Me dijo que
no. Su táctica había sido no proponer conclusiones para no indisponer al
Jurado. Me explicó que no se casaba un fallo como éste por nada. Me pareció
evidente y admití sus razones. Si se consideraba el asunto fríamente era
perfectamente lógico. En caso contrario, habría demasiado papelerío inútil. «De
todos modos», me dijo el abogado, «queda la apelación. Pero estoy seguro de que
el fallo será favorable».
Esperamos mucho tiempo, creo que cerca de tres cuartos de hora. Al cabo,
un campanilleo sonó. El abogado me dejó, diciendo: «El presidente del Jurado va
a leer las respuestas. Sólo le llamarán cuando se pronuncie el fallo.» Se oyó
golpear las puertas. La gente corría por las escaleras y yo no sabía si estaban
próximas o alejadas. Luego oí una voz sorda que leía algo en la sala. Cuando
volvió a sonar el campanilleo, la puerta del lugar de los acusados se abrió y
el silencio de la sala subió hacía, mí, el silencio y la singular sensación que
sentí al comprobar que el joven periodista había apartado la mirada. No miré en
dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me dijo en forma extraña
que, en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza
pública. Me pareció reconocer entonces el sentimiento que leía en todos los
rostros. Creo que era consideración. Los gendarmes se mostraban muy suaves
conmigo. El abogado me tomó la mano. Yo no pensaba más en nada. El Presidente
me preguntó si no tenía nada que agregar. Reflexioné. Dije: «No.» Entonces me
llevaron.
V
Por
tercera vez he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no
tengo ganas de hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me
interesa escapar del engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me
han cambiado de celda. Desde ésta, cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más
que el cielo. Todos los días transcurren mirando en su rostro el declinar de
los colores que llevan del día a la noche. Acostado, pongo las manos debajo de
la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si habrá ejemplos de
condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable, desaparecido
antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he reprochado ahora el
no haber prestado suficiente atención a los relatos de ejecuciones. Uno siempre
debería de interesarse por estos temas. No se sabe nunca lo que puede ocurrir.
Como todo el mundo, yo
había leído informaciones en los periódicos. Pero existían, sin duda, obras
especiales que nunca tuve curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría
encontrado relatos de evasiones. Me hubiera enterado de que, en un caso por lo
menos, la rueda se había detenido; de que en su precipitación irresistible, el
azar y la posibilidad, por una vez, al menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una
sola vez! En cierto sentido, creo que esto me hubiera bastado. Mi corazón
habría hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de una deuda para con
la sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a la
imaginación. Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del
rito implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de
esperanza. Naturalmente, la esperanza consistía en ser abatido de un balazo en
la esquina de una calle, en plena carrera. Pero, bien considerado todo, ese
lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía, el engranaje me enganchaba
nuevamente.
A
pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues,
al fin y al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la
había creado y su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo
había sido pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte
en lugar de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra de que
había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido
dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán
o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me
veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada,
sus efectos se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro
contra el que aplastaba mi cuerpo en toda su extensión.
Recordé en esos momentos una historia que mamá me contaba a propósito de
mi padre. Yo no le había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este
hombre era quizá lo que me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino.
Se sentía enfermo con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al
regreso había estado vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco
de repugnancia entonces Ahora comprendo que era tan natural.
¡Como
no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en
cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre! Si
alguna vez saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones capitales.
Creo que me hacía mal pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea de verme
libre una mañana temprano, detrás de un cordón de agentes, de alguna manera del
otro lado, ante la idea de ser el espectador que viene a ver y que podrá
vomitar después, una ola de alegría envenenada me subía al corazón. Pero no era
razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque un instante
después sentía un frío tan atroz que me encogía bajo la manta. Los dientes me
castañeteaban sin que pudiera evitarlo.
Pero,
naturalmente, no siempre se puede ser razonable. Otras veces, por ejemplo,
hacía proyectos de ley. Reformaba las penas. Me había dado cuenta de que lo
esencial era dar una posibilidad al condenado. Una sola entre mil bastaba para
arreglar muchas cosas. Y me parecía que podía encontrarse alguna combinación
química cuya absorción mataría al paciente (el paciente, pensaba yo) nueve
veces sobre diez. La condición sería que él lo sabría. Pues, pensándolo bien,
considerando las cosas con calma, comprobaba que lo defectuoso de la cuchilla
era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna. En suma, la
muerte del paciente había sido resuelta de una vez por todas. Era un asunto
archivado, una combinación definitiva, un acuerdo decidido sobre el cual no se
podía volver a discutir. Si por alguna eventualidad inesperada, el golpe
fallaba, se volvía a empezar. En consecuencia, lo fastidioso era que el
condenado tenía que desear el buen funcionamiento de la máquina. He dicho que
es el lado defectuoso. Es verdad, en un sentido. Pero en otro sentido me veía
obligado a reconocer que ahí estaba todo el secreto de una buena organización.
En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente. Por su propio
interés todo debía marchar sin tropiezos.
Me
veía obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas
ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que para
ir a la guillotina era necesario subir a un cadalso, trepar por escalones. Creo
que fue por la Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo que me habían
enseñado o hecho ver sobre estos temas. Pero una mañana recordé que había visto
una fotografía publicada por los periódicos con motivo de una ejecución de resonancia.
En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma más
simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo creía. Era bastante
curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me había llamado la
atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión, concluida y
reluciente. Uno se forma siempre ideas exageradas de lo que no conoce. Ahora
debía comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo; la máquina está
al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella
tal como camina al encuentro de una persona. En cierto sentido, también esto
era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a
la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban
a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión.
Había
también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la
apelación. Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me
tendía, miraba al cielo y me esforzaba por interesarme. Se volvía verde: era la
noche. Hacía aún un esfuerzo para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el
corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía
tanto tiempo .pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin
embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del
corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la
apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no
contenerme.
Sabía
que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha
gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido.
Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y durante todo el transcurso
de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del
cielo. Lo más difícil era la hora incierta en la que, como yo sabía,
acostumbraban operar. Después de medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos
nunca habían percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo
decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues
jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente
desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo
día deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi
corazón habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la
puerta; aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente
hasta oír mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida
al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había
ganado otra vez veinticuatro horas.
Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de
esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis
reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y
bien, tendré que morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe
que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a
los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos
casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En
suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de
veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto
terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir.
Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años,
cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es
evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no
perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el
razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación.
En ese
momento, únicamente en ese momento, tenía por así decir el derecho, me concedía
en cierto modo el permiso de considerar la segunda hipótesis: me indultaban.
Era fastidioso tener que dominar la fogosidad del impulso de la sangre y del
cuerpo que me hacía arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario
dedicarme a ahogar el grito, a analizarlo. Era necesario mantenerme natural aun
en esta hipótesis, para hacer más plausible la resignación frente a la primera.
Cuando lo conseguía había ganado una hora de calma. En cualquier caso valía la
pena considerarlo.
En un
momento así me negué una vez más a recibir al capellán. Estaba acostado y por
cierta rubia claridad del cielo adivinaba la proximidad de la tarde de verano.
Acababa de rechazar la apelación y podía sentir las olas de sangre circular
regularmente dentro de mí. No tenía necesidad de ver al capellán. Por primera
vez después de mucho tiempo pensé en María. Hacía muchos días que no me
escribía. Esa tarde reflexioné y me dije que quizá se habría cansado de ser la
amante de un condenado a muerte. También se me ocurrió la idea de que quizá
estuviese enferma o muerta. Estaba dentro del orden de las cosas. ¿Cómo habría
podido saberlo yo puesto que fuera de nuestros cuerpos, ahora separados, nada
nos ligaba ni nos recordaba el uno al otro? Por otra parte, a partir de ese
momento, el recuerdo de María me hubiera sido indiferente. Muerta, no me
interesaba más. Me parecía cosa normal, tal como comprendía que la gente me olvidara
después de mi muerte. No tenía nada más que hacer conmigo. Ni siquiera podía
decir que fuera duro pensar así. En el fondo no existe idea a la que uno no
concluya por acostumbrarse.
En ese
preciso momento entró el capellán. Cuando lo vi, sentí un ligero
estremecimiento. El lo notó y me dijo que no tuviera miedo. Le dije que su
costumbre era venir a otra hora. Me respondió que era una visita amistosa que
no tenía nada que ver con la apelación, de la que no sabía nada. Se sentó en el
camastro y me invitó a acercarme más a él. Me negué. A pesar de todo, me
parecía muy amable.
Quedó
un momento sentado, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza baja,
mirándose las manos. Eran finas y musculosas; me hacían pensar en dos ágiles
animalitos. Las frotó lentamente, una contra la otra. Luego quedó así, con la
cabeza siempre baja, durante tanto tiempo que en cierto momento tuve la
impresión de que lo había olvidado.
Pero
levantó la cabeza bruscamente y me miró de frente: «¿Por qué», me dijo, «rehúsa
usted mis visitas?» Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien
seguro y le dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una
cuestión sin importancia. Se echó entonces hacia atrás y se recostó contra el
muro, con las manos en los muslos. Casi sin que pareciera hablarme, observó que
a veces uno creía estar seguro cuando, en realidad, no lo estaba. Yo no decía
nada. Me miró y me preguntó: «¿Qué piensa usted?» Contesté que quizá fuera así.
Quizá no estaba seguro de lo que me interesaba realmente, pero en todo caso,
estaba completamente seguro de lo que no me interesaba. Y, justamente, lo que
el me decía no me interesaba.
Volvió
la mirada y, siempre sin cambiar de posición, me preguntó si no hablaba así por
exceso de desesperación. Le expliqué que no estaba desesperado. Simplemente
tema miedo, era bien natural. «Entonces Dios le ayudará.» Hizo notar. «Todos
cuantos he conocido en su caso han vuelto a El.» Reconocí que estaban en su
derecho. Probaba también que tenían tiempo para hacerlo. En cuanto a mí no
quería que me ayudaran y precisamente no tenía tiempo para interesarme en lo
que no me interesaba.
En ese
instante sus manos hicieron un ademán de impaciencia, pero se enderezó y
arregló los pliegues de la sotana. Cuando hubo terminado, se dirigió a mí
llamándome «amigo mío»; si me hablaba así no era porque estuviese condenado a
muerte; según su opinión estábamos todos condenados a muerte. Pero le
interrumpí diciéndole que no era la misma cosa y que, por otra parte, en ningún
caso podía ser consuelo. «Es cierto», asintió, «pero usted morirá más tarde si
no muere pronto. El mismo problema se le planteará entonces. ¿Cómo afrontará
usted la terrible prueba?» Repuse que la afrontaría exactamente como la
afrontaba en este momento.
Ante
estas palabras se levantó y me miró directamente a los ojos. Es un juego que
conozco bien. Me divertía a menudo haciéndolo con Manuel o Celeste y,
generalmente, eran ellos quienes apartaban la mirada. También el capellán
conocía bien el juego; lo comprendí en seguida. Su mirada no vaciló. Y su voz
tampoco vaciló cuando me dijo: «¿No tiene usted, pues, esperanza alguna y vive
pensando que va a morir por entero?» «Sí», le respondí.
Bajó
entonces la cabeza y volvió a sentarse. Me dijo que me compadecía. Juzgaba
imposible que un hombre pudiese soportar esto. Yo sentí solamente que él
comenzaba a aburrirme. Me aparté a mi vez y fui hacia la claraboya. Me apoyé
con el hombro contra la pared. Sin seguirlo bien, oí que comenzaba a
interrogarme otra vez. Hablaba con voz inquieta y apremiante. Comprendí que
estaba emocionado y le escuché con más atención. Me decía que tenía la certeza de que la
apelación sería resuelta favorablemente, pero que yo cargaba
con el peso de un pecado del que debía librárseme. Según él, la justicia de los
hombres no significaba nada y la justicia de Dios, todo. Hice notar que era la
primera la que me había condenado. Me contestó que, mientras tanto, esa
justicia no había lavado mi pecado. Le dije que no sabía qué era un pecado. Se
me había hecho saber, solamente, qué era culpable. Era culpable, pagaba, no se
me podía pedir más. En ese momento se levantó de nuevo y pensé que en una celda
tan estrecha no podía moverse aunque quisiera. Sólo podía sentarse o
levantarse.
Yo tenía
los ojos clavados en el suelo. Dio un paso hacia mí y se detuvo, como si no
osara avanzar. Miraba al cielo a través de los barrotes. «Se engaña usted, hijo
mío», me dijo, «podrían pedirle más. Se lo pedirían quizá». —«¿Y qué, pues?»—
«Podrían pedirle que viera.» —«¿Que viera qué?»
El
sacerdote miró alrededor y respondió con voz que me pareció súbitamente muy
vencida: «Sé que todas estas piedras sudan dolor. Nunca las he mirado sin
angustia. Pero, desde lo hondo del corazón, sé que los más desdichados de
ustedes han visto surgir de su
oscuridad un rostro divino. Se le pide a usted
que vea ese rostro.»
Me
animé un poco. Dije que hacía meses que miraba estas murallas. No existía en el
mundo nada ni nadie que conociera mejor. Quizá, hace mucho tiempo, había
buscado allí un rostro. Pero ese rostro tenía el color del sol y la llama del
deseo: era el de María. Lo había buscado en vano. Ahora, se acabó. Y, en todo
caso, no había visto surgir nada de este sudor de piedra.
El
capellán me miró con cierta tristeza. Yo estaba ahora completamente pegado a la
muralla y el día me corría sobre la frente. Dijo algunas palabras que no oí y
me preguntó rápidamente si le permitía besarme. «No», contesté. Se volvió,
caminó hacia la pared y la palpó lentamente con la mano. «¿Ama usted esta
tierra hasta ese punto?», murmuró. No respondí nada.
Quedó
vuelto bastante tiempo. Su presencia me pesaba y me molestaba. Iba a decirle
que se marchara, que me dejara, cuando gritó de golpe en una especie de
estallido, volviéndose hacia mí: «¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que
ha llegado usted a desear otra vida!» Le contesté que naturalmente era así,
pero no tenía más importancia que desear ser rico, nadar muy rápido, o tener
una boca mejor hecha. Era del mismo orden. Me interrumpió y quiso saber cómo
veía yo esa otra vida. Entonces, le grité: «¡Una vida en la que pudiera
recordar ésta!», e inmediatamente le dije que era suficiente. Quería aún
hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez
que me quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios. Ensayó cambiar de tema
preguntándome por qué le llamaba «señor» y no «padre». Esto me irritó y le
contesté que no era mi padre: que él estaba con los otros.
«No,
hijo mío», dijo poniéndome la mano sobre el hombro. «Estoy con usted. Pero no
puede darse cuenta porque tiene el corazón
ciego. Rogaré por usted.»
Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a
voz en cuello y le insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que
desaparecer. Le había tomado por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo
el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera.
Parecía estar tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía
lo que un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que
vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de
mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que
iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta
verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía
razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir
de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa
en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la
vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría
justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él
sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda
que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún
no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían
entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me
importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno
elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de
escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían
hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No
había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día.
También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo
ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre?
El perro de Salamano valía tanto como su mujer.
La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado
con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que
Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué
importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues,
este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo
esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me
amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos
llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció.
En
cuanto salió, recuperé la calma. Me sentía agotado y me arrojé sobre el
camastro. Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro.
Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me
refrescaban las sienes. La maravillosa paz de este verano adormecido penetraba
en mí como una marea. En ese momento y en el límite de la noche, aullaron las
sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me era para siempre
indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció
que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un «novio», por qué
había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en
el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan
cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir
todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía
pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal,
vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de
estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al
encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había
sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me
sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos
espectadores y que me reciban con gritos de odio.
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