lunes, octubre 04, 2021

El mal o el drama de la libertad

                                                         

                                                                                                                          Rüdiger Safranski 

A Ulrich Wanner, el amigo, mientras yo pueda pensar

PRÓLOGO

No hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad. El hombre no se reduce al nivel de la naturaleza, es el «animal no fijado», usando una expresión de Nietzsche. La conciencia hace que el hombre se precipite en el tiempo: en un pasado opresivo; en un presente huidizo; en un futuro que puede convertirse en bastidor amenazante y capaz de despertar la preocupación. Todo sería más sencillo si la conciencia fuera simplemente ser consciente. Pero ésta se desgaja, se erige con libertad ante un horizonte de posibilidades. La conciencia puede trascender la realidad actual y descubrir una nada vertiginosa, o bien un Dios en el que todo alcanza su quietud. Y en todo ello no logra deshacerse de la sospecha de que posiblemente esta nada y Dios sean la misma cosa. En cualquier caso, un ser que dice «no» y que conoce la experiencia de la nada puede elegir también la aniquilación. En relación con esta situación precaria del hombre, la tradición filosófica habla de una «falta de ser». Las religiones nacen sin duda de la experiencia de esta deficiencia. La sabiduría que puede hallarse en ellas consiste en representarse la imagen de un Dios que exonera a los hombres de tener que ser unos para otros el horizonte entero y último. Los hombres pueden dejar de recriminarse recíprocamente por su falta de ser y de responsabilizarse entre sí por sentirse extraños en el mundo. No tienen que ser enteramente de este mundo, y así pueden mitigar aquella inquietud acerca de la cual Georg Büchner decía: «Nos falta algo, no sé cómo llamarlo; pero no lograremos entre nosotros arrancarlo de las entrañas. ¿Para qué rompernos la cabeza con ello?».

   El mal no es ningún concepto; es más bien un nombre para lo amenazador, algo que sale al paso de la conciencia libre y que ella puede realizar. Le sale al paso en la naturaleza, allí donde ésta se cierra a la exigencia de sentido, en el caos, en la contingencia, en la entropía, en el devorar y ser devorado, en el vacío exterior, en el espacio cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la existencia. Y la conciencia puede elegir la crueldad, la destrucción por mor de ella misma. Los fundamentos para ello son el abismo que se abre en el hombre.

 El presente libro desbroza un camino a través de la maleza de las experiencias en torno al mal y de la reflexión sobre éste. El mal no se halla entre los temas a los que podamos enfrentarnos con una tesis, con una solución del problema. En los caminos necesariamente enredados pueden abrirse perspectivas en algún que otro lugar, perspectivas que dirigen la mirada hacia horizontes más lejanos.

  El camino comienza con algunos relatos del origen,  con mitos que hablan sobre las catástrofes del principio y sobre el nacimiento de la libertad (capítulo 1). Pero el hombre en el que se despierta la conciencia de la libertad, ¿puede orientarse por sí mismo?

El pensamiento antiguo lo considera capaz de esto (capítulo 2); el cristiano, no.

Él ejemplo de Agustín (capítulo 3) muestra que en este asunto no se trata solamente de vinculación moral, sino de la pregunta relativa a cómo puede el hombre permanecer fiel a la exigencia de trascendencia. La traición a la trascendencia, la transformación del hombre en un ser unidimensional, es para Agustín el mal propiamente dicho, el pecado contra el Espíritu Santo. Por tanto, el mal tiene algo que ver con la obstinación del espíritu y la indolencia del corazón.

Schelling y Schopenhauer todavía se atienen a este punto de vista (capítulos 4 y 5).

Ambos afirman que quien traiciona la necesidad metafísica, menoscaba dramáticamente las posibilidades humanas y se entrega a las luchas de autoafirmación, carentes de todo sentido. Pero ¿cómo podemos proteger al hombre contra el peligro de traicionarse a sí mismo? ¿Cómo podemos protegerlo contra él mismo? Agustín confía en la Iglesia, la institución sagrada. Ahora bien, aunque se haya disuelto la relación con Dios, puede conservarse la fe en las instituciones, como muestra el ejemplo de Gehlen (capítulo 6).

Las instituciones confieren duración, firmeza y límites a los asuntos humanos. Se trata particularmente de los límites, pues el drama de la libertad incluye también la voluntad de distinguirse, y distinguirse significa trazar límites. Con la lucha en torno a la diferencia y al límite comienzan las relaciones elementales de enemistad (capítulo 7).

Nosotros y los otros, el imperio y los bárbaros; esta división condiciona la dinámica de la historia, que en consecuencia es también una historia de las enemistades. Las espadas sólo se convierten en reja de arado cuando han hecho su trabajo. Sin embargo, también es antiguo el sueño de la unidad pacífica del género humano (capítulo 8).

Habla de ello la historia de la fracasada torre de Babel. Kant sometió este sueño a la comprobación de la razón. Se atenía a la necesidad de mantener la idea de la unidad, aunque sin olvidar la altura del salto a la realidad. Rousseau, en cambio, soñó con mayor entrega (capítulo 9).

Se representa la historia mediante la imagen de la gran comunión. Sin embargo, puesto que el otro sigue siendo siempre el otro, la exigencia de unidad puede trocarse súbitamente en el sentimiento de estar rodeado de enemigos. Así le sucedió a Rousseau, que no asumió la pluralidad como estímulo. Procedió de distinta manera la tradición del pensamiento liberal, cuyo programa contra el mal proclama que no será posible mejorar a los hombres, sino que hay que invertir más bien en la racionalidad de las estructuras (capítulo 10).

Lo que decide acerca de si la historia se desarrolla hacia el bien o hacia el mal no es la constitución de los hombres, sino la manera de su unión mutua. Unos insisten en el mercado y la división de poderes, otros en las relaciones de producción. Pero en ambos casos se infravaloran los riesgos de la libertad. Hay abismos de la libertad, abismos que los excesos imaginarios del Marqués de Sade dejan entrever (capítulo 11).

En su ejemplo puede descubrirse aquel mal que sólo se quiere a sí mismo y en definitiva sólo quiere la nada. Fue la estética de lo terrible la que exploró esa nada seductora y amenazadora (capítulos 12 y 13), hasta que con Nietzsche el nihilismo entró en la conciencia completa de sí mismo, proclamándose como sentido de la «gran política» la voluntad de poder y el trabajo en el «material humano» (capítulo 14).

Con Hitler, el sombrío delirio del siglo se convirtió en seriedad sangrienta (capítulo 15). Hitler representa el último desenfreno de la modernidad. Desde entonces todos podemos saber cuan carente de suelo es la realidad humana. Cuando desapareció la fe en Dios, el centro de gravedad se desplazó hacia la fe en el hombre. Pero ahora hacemos el sorprendente descubrimiento de que la fe en el hombre era más fácil cuando se emprendía un rodeo a través de Dios.

El penúltimo (capítulo 16) está dedicado a Job, para ocuparnos mediante su ejemplo con un tipo de devoción que incita a pensar hondamente. Ésta carece de fundamento, y por ello se corresponde exactamente con el carácter abismal del mundo.

Muestra también el tipo de relación que implica la confianza en el mundo (capítulo 17). Esta confianza, ¿necesita buenas razones, o se parece más bien a una promesa acerca de la cual no sabemos con exactitud si la hemos recibido o la hemos dado?

CAPÍTULO 1

    Cuando en situaciones impenetrables y peligrosas buscamos un hilo de Ariadna que nos saque del laberinto, volvemos la mirada hacia los orígenes.

   Podemos abandonar el origen en un doble sentido. O nos zafamos de él o simplemente procedemos de él, con lo cual no nos evadimos de él. No podemos desligarnos del origen, y nos dirigimos a él para averiguar qué pasa con nosotros mismos. Así, el origen es o un comienzo —que hemos dejado detrás de nosotros—, o bien un principio que no cesa de comenzar.

 Los relatos del origen son mitos, y en épocas recientes, explicaciones teóricas con sugestivo valor de orientación.

  En el antiguo Egipto estaba vivo el mito de Shou, el dios del aire. Era la personificación del Estado, pues tenía la tarea de mantener levantado el cielo sobre la tierra, a fin de que éste no se desplomara. El dios mencionado sostiene la cúpula celeste a distancia  

   Los hombres y así mantiene a la vez la unión entre el cielo y la tierra. De esa manera el orden del mundo se encuentra en un difícil equilibrio; es la catástrofe detenida. Por tanto, hay que comportarse cuidadosamente con Shou, pues de lo contrario podría suceder que dejara que el todo se derrumbase.

   Tal como se mantiene y sostiene el cielo, desde la perspectiva egipcia Shou no representa el primer acto del drama del mundo. Es solamente el origen del mundo estable. Antes, en el origen antes del origen, había caos, pues los nombres se habían rebelado contra los dioses, que vivían con ellos. Hubo una insurrección bajo un mismo cielo, bajo un cielo que todavía no existía. Fue entonces cuando se alzó la cúpula terrestre y los dioses se retiraron tras ella con el fin de que los hombres los dejaran en paz. Si la cúpula se derrumbara, los dioses tendrían que entrar de nuevo en el mundo de los hombres, y eso sería la catástrofe. Pues los dioses son poderosos y violentos. Algunos siglos más tarde hablaron de esto las teogonías de Hesíodo.

   En Grecia, el principio antes del principio es un infierno de violencia, asesinato e incesto. El mundo, según la imagen que nos ofrecen los griegos, se nos presenta desde este punto de vista como una alianza de paz, que finalmente triunfa después de una tremenda y devastadora guerra civil entre los dioses. Con la teogonía de Hesíodo los griegos miran al abismo, recordando los horrores de los que la civilización y el cosmos han escapado.

   Al principio, Gea (la tierra), la de «ancho pecho», fecundada por Eros parió a Urano, el cielo, que a su vez la cubrió y fecundó. Fue el primer incesto. De ahí sale la segunda generación de dioses, los uránidas. Se trata de los titanes, entre ellos Océano y Cronos, así como los cíclopes —de un solo ojo— y algunos centímanos. Pero Urano odiaba a los titanes, o sea, a los hijos que él había engendrado con su madre. Los metió de nuevo en su cuerpo. Gea no los quiere retener en su seno y les exhorta: «Vosotros, ¡hijos!, que habéis nacido de mí y de un iracundo [...], nos vengaremos del ultraje criminal de un padre, aunque sea vuestro propio padre, pues ha sido el primero en planificar obras vergonzosas». Cronos asume la tarea de la venganza. Cuando su padre Urano quiere penetrar de nuevo a Gea, lo castra con una hoz y arroja al mar los órganos sexuales (Urano tiene varios). De la espuma que se forma nace Afrodita.

     Cronos ocupa ahora el lugar de su padre. Con su hermana engendra la tercera generación de dioses, entre ellos Deméter, Hades, Poseidón y finalmente Zeus. Cronos había oído de su padre que algún día habría de perecer bajo los golpes de su propio retoño. Por eso Cronos devora a sus hijos tan pronto como nacen. Sólo se libra Zeus, pues su madre lo esconde en una gruta inaccesible de Creta. Zeus regresa y obliga a su padre a vomitar a sus hermanos devora dos. Estalla una guerra terrible entre Zeus, el padre Cronos y los titanes. Por último, Zeus sale vencedor de esta titanomaquia. Pero en lugar de aniquilar a su rival, lo recompensa y establece un sistema de división de poderes: el mar pertenece a Poseidón, el mundo inferior a Hades, y él mismo gobierna en el cielo, como el primero entre iguales. El padre Cronos puede retirarse a descansar en la isla de los bienaventurados, donde, ahora aplacado, ejerce un dominio suave. Ahora Zeus no tiene que temer a nadie más, con excepción de la diosa de la noche, un titán de la generación de los hermanos de Urano. Sabe que no se puede provocar a esta diosa; hay que respetarla y por eso a veces busca su consejo. Los olímpicos son sabedores de que pertenecen a la parte clara del mundo y ya no llenan la profundidad de la noche.

   En algún momento de estas turbulencias cosmogónicas y teogónicas, hicieron su aparición los hombres. No fueron creados por los dioses, sino que nacieron de la tierra, inicialmente sin generación. Se mezclaron entre la sociedad de los dioses, viviendo sin aflicción y «lejos de la fatiga y del dolor» (Hesíodo). De todos modos, esto sólo es válido para el primer linaje, en época de Cronos. Cuando Zeus se impuso como dominador y destronó a Cronos, sucumbió la primera y «áurea» generación del género humano. La segunda generación, la de «plata», se negó a ofrecer sacrificios a Zeus y por eso fue aniquilada. La tercera generación era salvaje y guerrera. Los miembros de esta generación de la «época de bronce» se mataron entre sí hasta el último hombre. De momento, el proyecto de humanidad había fracasado.

    Las informaciones que aportan los mitos sobre cómo se terminó llegando a un nuevo comienzo de los hombres son muy variadas. Según una versión, los formó Prometeo con la ceniza de los titanes. Inicialmente Zeus no estaba a buenas con los hombres, pues Prometeo se había puesto de parte de ellos. Zeus hizo que el herrero Vulcano formara una mujer hermosa con barro, Pandora, y la puso entre los hombres. Ella fue quien abrió la caja en la que Prometeo precavidamente había encerrado todos los males. En medio de una gran nube escapó todo cuanto desde entonces tortura a los hombres: edad, enfermedades, dolores de nacimiento, locura, vicios y pasiones. El prudente Prometeo también había escondido en la caja la engañosa esperanza. Así, los atormentados hombres desistieron de poner fin a su sufrimiento con una muerte voluntaria. Según otra versión, los hombres se acurrucaban pasivamente en la penumbra de sus cuevas, ya que conocían la hora de su muerte. Entonces Prometeo les concedió el olvido. Desde ese momento supieron que habían de morir, pero desconocían cuándo. Y se encendió en ellos el afán de trabajo, al que Prometeo dio nuevo aliento con el don del fuego.

   Prometeo ayudó a los hombres, aunque también los enredó en su disputa con Zeus, incitándolos al engaño en un sacrificio. El ardid consistió en quitar la piel al toro y conservar toda la carne en un saco, envolviendo a su vez los huesos con grasa. Se preveía que Zeus, engañado por el buen olor de la grasa, escogería los huesos y quedaría así burlado. Sucedió lo previsto, pero desde entonces ese hecho se le imputa al género humano en su perjuicio.

    He aquí el trasfondo pesimista y trágico de la religión griega al que se refiere Nietzsche. Homero compara al hombre con las «hojas que el viento hace caer»; y el poeta Mimnermo de Colofón concluye su lamento contra la vida con esta observación: «No hay hombre alguno al que Zeus no envíe mil males». Herodoto narra la historia de una madre que implora a Apolo que otorgue el mayor bien a sus hijos en premio a su piedad. Apolo lo concede, y la madre suplica que sus hijos sean liberados de la vida cuanto antes y puedan morir sin sufrimientos.

    A tenor de la imagen que ofrece la mitología griega, los hombres han abandonado sus orígenes a la manera como se escapa de una catástrofe. Pero han «saltado» de allí también en otro sentido: llevan consigo el origen y lo causan. El Ulises que regresa a casa después de soportar muchas calamidades provoca un baño de sangre entre los pretendientes. No hay ninguna razón para que los familiares de los asesinados no practiquen a su vez la venganza de sangre y no se perpetúe la matanza. Sólo un fallo inapelable de Zeus puede mitigar la furia de la violencia. «Puesto que ahora el noble Ulises ha castigado así a los pretendientes, ¡que se renueve la alianza: permanezca él rey en Ítaca; y nosotros borraremos de la memoria del pueblo la matanza de los hijos y hermanos; que en el futuro ambos se amen entre sí como antes, y que la paz y la riqueza florezcan en el país!»

    Escapamos al poder del origen gracias al don del olvido.

    La historia bíblica de la creación habla de otro mito relativo al origen. También aquí, lo mismo que en Hesíodo, aparece el gran caos inicial. Es cierto que en la historia de la creación el caos se presenta solamente como insinuado. Pero aquel abismo del que proviene Dios está presente de modo terrible cuando éste se abre paso hacia la creación. Es como si hubiera una prohibición de contar algo sobre este abismo. El texto no tiene problemas en relatar las obras de Dios, en narrarlas con esmero por orden sucesivo, con fuerza imaginativa e intuitiva. Y, sin embargo permanece en la penumbra aquello sobre lo que triunfa la creación. A la pregunta de qué hacía Dios antes de crear el mundo, Agustín respondió que preparaba el infierno para aquellos que plantean preguntas tan impertinentes. La respuesta no había de asustar a Schelling, quien afirma que incluso Dios sólo puede sustraerse al horror vacui mediante la acción. «Pero en el producir, el hombre no está ocupado consigo mismo, sino con otra cosa fuera de él, y precisamente por esto Dios es el gran bienaventurado [...], pues todos sus pensamientos están siempre en lo que se halla fuera de él, en su creación.» Dios no es solamente un ser que se piensa a sí mismo, tal como creían los aristotélicos. Ni siquiera él puede soportar algo así, un «estado penoso», un estado del que tenía razones para librarse, de manera que puso manos a la creación.

   El sexto día Dios había creado al hombre, y lo había hecho a su propia imagen. Lo vio junto con el resto de la creación y encontró que todo era «muy bueno». Pero acontece de pronto que el hombre inflige una perturbación al orden total. Con el pecado original se abre una grieta en la creación, un desgarro tan profundo que Dios, según la historia de Noé, está a punto de revocar esta creación.

    En el relato del pecado original aparecen algunos detalles sorprendentes. En el jardín del paraíso hay un árbol de la vida, así como un árbol de la ciencia del «bien y del mal». Sabemos que se prohibió al hombre comer de él. Como el hombre desoyó la prohibición, atrajo sobre sí la consecuencia de la «muerte». De acuerdo con esto el hombre ha de pensarse como un ser originariamente inmortal.

   Ahora bien, lo sorprendente de la prohibición es que, como diríamos hoy, contiene una contradicción pragmática consigo misma. La prohibición crea el conocimiento que ella prohíbe. El árbol prohibido de la ciencia se parece a una señal orientadora en la que pudiera leerse « ¡No tener en cuenta esta orientación! ». Ante semejante indicación no podemos menos de hacernos «culpables», pues para respetarla sólo podemos dejar de respetarla. Lo mismo puede decirse acerca del árbol prohibido del conocimiento del bien y del mal. En la medida en que este árbol prohibido se halla entre los demás árboles, el conocimiento del bien y del mal ha sido concedido ya al hombre. Éste sabe, al menos, que es malo comer del árbol del conocimiento. Por tanto, ya antes de comer de él, ha sido conducido por la prohibición a la distinción entre el bien y el mal. Así pues, en el caso de que hubiera habido una vida más allá del bien y del mal, un estado de inocencia que ignorara tal distinción, el hombre no perdió su inocencia paradisiaca cuando comió del árbol del conocimiento, sino en el momento mismo en que se le hizo la prohibición. Cuando Dios dejó a la libre disposición del hombre la aceptación o la conculcación del mandato, le otorgó el don de la libertad.

   Cuando la conciencia de la libertad entra en juego, la inocencia paradisíaca queda atrás. Desde ese momento existe el dolor originario de la conciencia. La conciencia ya no se agota en el ser, sino que lo rebasa, pues ahora contiene posibilidades, un horizonte sumamente seductor de posibilidades. Pues, según oíamos al principio, tras el árbol del conocimiento queda aún el árbol de la vida. La conciencia se convierte en deseo, en anhelo. Puede ser seducida también por lo que no le corresponde. Esta libertad aún no incluye el hecho de que el hombre conozca también lo que le corresponde. El problema está en que el conocimiento todavía no se halla a la altura de la libertad. Pero el hombre aprenderá, y aprenderá también a través de los fracasos. Por ello Hegel interpretará la historia del pecado original no como una caída, sino como el comienzo de una historia de éxitos. Con frase expresiva, que contiene ya el programa entero de su filosofía, afirma: «El conocimiento sana la herida que él mismo es». De hecho, al concederle la capacidad de elegir, Dios había elevado inmensamente al hombre. Y era ni más ni menos que esta libertad la que convertía al hombre en semejante a Dios. De ahí que Dios pueda comentar, después del pecado original: « ¡Mira!, Adán ha llegado a ser como uno de nosotros».

   Dios no se había limitado a programar al hombre, sino que había añadido una apertura a su ser. Lo había ampliado y enriquecido con la dimensión del deber. De golpe la realidad se ha hecho más amplia, aunque también más peligrosa. Desde ahora existen el ser y el deber. Esta ontología del ser y del deber irrumpe en el mundo cerrado del paraíso, donde era motivo de felicidad vivir unidimensionalmente, por lo cual Hegel se refiere con desprecio al así llamado paraíso calificándolo como un «jardín para animales». En el paraíso comienza la carrera de la conciencia y con ello a la vez la aventura de la libertad. Se producen así ganancias, pero se pierde también la unidad incuestionada consigo mismo y con todos los seres vivos.

    Esta pérdida es recordada constantemente, pues tenemos todavía ante nuestros ojos aquellas tres clases de logros edénicos que siguen provocando hoy nuestra envidia: envidiamos a los animales, porque son enteramente naturaleza, sin conciencia perturbadora. Envidiamos a Dios, porque quizás él es conciencia pura, sin extorsiones de la naturaleza. Y envidiamos al niño, este animal divino. Con ello sentimos envidia de nosotros mismos y de nuestra niñez perdida, de su espontaneidad e inmediatez. Nuestro recuerdo nos permite creer que todos nosotros hemos vivido ya una vez la expulsión del paraíso, a saber, cuando acabó nuestra infancia. Por tanto, cuando el hombre recibió la libertad de elección, tuvo que perder la inocencia del devenir y del ser. Nadie, ni siquiera Dios, podía desgravarlo del peso de la recta elección. Dios tenía que confiar esto al hombre, pues respetaba su libertad. Sin embargo, esa libertad no podía ser perfecta, pues la perfección se da solamente en Dios.

    ¿Qué significa libertad perfecta? Es una libertad que alcanza la vida lograda. Pero la cosa no se comporta así en el hombre. La libertad es en él una oportunidad, no una garantía de éxito. Su vida puede fracasar y fracasar por libertad. El precio de la libertad humana es precisamente esta posibilidad de fracaso. Es obvio que el hombre preferiría una libertad sin este riesgo. La historia del pecado original muestra al hombre como un ser que tiene ante sí una elección, que es libre. Por ello el hombre, tal como procede de las manos de Dios, en cierto modo está todavía inacabado. No está fijado todavía.

    Lo que Sartre dijo sobre la historia del individuo, en la historia del pecado original aparece referido a la especie en su conjunto. Hay que realizar algo de aquello para lo que hemos sido hechos.

   La historia del pecado original narra cómo el hombre se hace a sí mismo en una elección originaria que se repite siempre de nuevo, narra cómo el hombre tenía que elegir y luego hizo una falsa elección, seducido por la aspiración a traspasar los límites de una prohibición.

    Hasta ese momento había solamente realidades materiales: agua y tierra, plantas, un jardín, los animales y el hombre. Por la prohibición llega al mundo una realidad espiritual. Es la palabra prohibitiva, el «no», que no actúa tan inmediatamente y por ello no es tan poderoso como la palabra creadora de Dios al principio de la creación. Este «no» suscita la libertad del hombre y a la vez se dirige a ella. Pues se somete al arbitrio del hombre su obediencia a este «no» prohibitivo.

   En la historia del pecado original somos testigos del nacimiento del «no», del espíritu de la negación. La prohibición de Dios fue el primer «no» en la historia del mundo. El nacimiento del no y el de la libertad están estrechamente anudados. Con el primer «no» divino, como agasajo a la libertad humana, entra en el mundo algo funestamente nuevo. Pues ahora también el hombre puede decir «no». Dice «no» a la prohibición, la pasa completamente por alto. La consecuencia será que él también pueda decirse «no» a sí mismo. Leemos que, cuando Adán y Eva hubieron comido del árbol, «se abrieron los ojos de ambos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y tejieron hojas de higuera para cubrirse». De pronto, el hombre se ve desde fuera, ya no está escondido en su cuerpo, se ha vuelto extraño para sí mismo. Se ve, reflexiona y descubre que también él es visto. El hombre está en campo abierto. Comienza el drama de la visibilidad. La primera reacción es volver a lo invisible: «Y Adán con su mujer se escondió ante los ojos de Dios, el Señor, bajo los árboles en el jardín».

    Quien por vergüenza desearía que la tierra lo tragara no quiere deshacer una simple acción, sino deshacerse a sí mismo como su autor. Se dice «no» a sí mismo. Ahí tenemos la primera escisión del paradisiaco ser sí mismo, que desde ese momento queda inficionado por el no. Y en definitiva, de las negaciones salen aniquilaciones, tal como muestra la historia de Caín y Abel. Dios rechazó el sacrificio de Caín, es decir, le replicó con un no. Eso pesa duramente sobre Caín, que quiere exonerarse cargando el «no» sobre su hermano: lo mata.

   Volvamos al pecado original. ¿Qué es propiamente tan «malo» en este árbol del conocimiento para que Dios lo cubra con semejante tabú? No puede haber nada de malo en el conocimiento del bien y del mal, tanto más por el hecho de que Dios, cuando confronta al hombre con algo prohibido, da por supuesta su capacidad de hacer esta distinción. ¿Quiere calibrar Dios la obediencia del hombre? ¿Tiene el árbol la función de someterlo a prueba? En todo caso, la historia del pecado original suscita la pregunta de si hay ley por causa del pecado, o más bien hay pecado por causa de la ley. Fue Pablo el que planteó esta pregunta, en el contexto de su crítica al Antiguo Testamento.

   En el capítulo séptimo de la Carta a los Romanos aduce la siguiente consideración. Desde la primera prohibición en el paraíso el hombre vive bajo la «ley». Pero la ley incita a la transgresión:

   ¿Es pecado la ley? ¡Lejos de nosotros! Pero no conocería el pecado si no fuera por la ley. Pues nada sabría yo de la concupiscencia si la ley no hubiese dicho: «no seas concupiscente». Pero entonces el pecado tomó el mandato como causa y excitó en mí toda clase de apetitos; pues sin la ley el pecado estaba muerto».

    La ley induce a la transgresión, de la ley. Despierta determinadas representaciones, y son éstas las que en la historia del pecado original se presentan como ofensa y pecado. Por tanto, el conocimiento del bien y del mal no constituye en sí mismo algo malo, sino que es malo lo que Adán y Eva se prometen de tal conocimiento. Y se prometen lo que les susurra la serpiente: «Entonces la serpiente dijo a la mujer: de ningún modo moriréis de muerte; más bien, Dios sabe que tan pronto comáis del árbol, se abrirán vuestro ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal».

    El conocimiento del bien y del mal recibe así un nuevo sentido. Ahora significa la aspiración a ser como Dios, es decir, a ser omnipotentes —a poder transgredir un mandato divino sin consecuencias negativas—; y a ser omniscientes: se conoce el bien y el mal en el sentido de que se sabe todo lo que hay entre el cielo y la tierra. La prohibición divina señala al hombre sus límites. Ni puede hacerlo todo ni saberlo todo. ¿No es lícito o no puede? No puede, porque al final no logra alcanzarlo. Y no le es lícito porque con ello se daña a sí mismo.

    El hombre no ha de querer saber demasiado, ha de saber lo que le corresponde. Y tampoco ha de querer verlo todo; tiene que respetar algunas cosas ocultas. Una historia posterior, que se desarrolla entre Noé y sus hijos, trata asimismo de este desafuero del conocimiento. Noé, ebrio de vino, yace «desnudo» en su choza. Uno de sus hijos, Cam, ve la «desnudez» de su padre y busca a sus dos hermanos. Pero éstos saben lo que es decoroso. Se acercan a su padre de espaldas y lo cubren. Cuando Noé despierta y se entera de lo que ha sucedido, maldice a su hijo Cam, pues éste había querido ver algo que habría debido permanecer oculto para él.

    La historia de Cam revela el aspecto concupiscente en el deseo de saber. El hombre se ha prometido algo de los frutos del conocimiento. La serpiente, que fue la que le susurró tales cosas, no es todavía un malvado poder independiente, aún no es un demonio. Los hombres son tentados por su propia aspiración, son ellos los responsables de sus actos. La libertad implica responsabilidad y, por eso, también la tendencia a desplazarla. Adán la desplaza a Eva, que por su parte inculpa a la serpiente. Pero Dios no acepta sus excusas.

   La historia del pecado original no deja entrever nada relativo a un poder del mal independiente del hombre, a un poder que pudiera servirle de excusa, justificándose como si fuera una víctima del mismo. El pecado original, a pesar de la serpiente, es una historia que se desarrolla únicamente entre Dios y la libertad del hombre.

   Tan sólo más tarde se hace de la serpiente un poder autónomo, una figura divina y anti divina. El Apocalipsis de Baruc, que constituye una variación gnóstica en torno al tema del pecado original, narra, por ejemplo, los siguientes detalles:

    «Y Dios dijo a Miguel: "Da un golpe de trompeta para que se congreguen los ángeles, para que adoren la obra de mis manos, que yo creé". Sopló el ángel Miguel, se congregaron todos los ángeles y veneraron a Adán según su orden. Pero Satanael no adoró, y dijo: "Yo no venero barro e inmundicias". Dijo además: "Plantaré mi trono en las nubes y será igual al altísimo". Por eso Dios lo arrojó de su presencia, junto con sus ángeles, según dijo el profeta: "Los que odian a Dios han sido alejados de su faz y de su gloria". Y el Señor mandó al ángel que vigilara el paraíso. Y ellos entraron para venerar a Dios. Entonces fue Satanael y encontró la serpiente. Se convirtió en gusano y le dijo: "Abre tu boca y trágame en tu tripa". Y por encima del muro fue al paraíso con la intención de seducir a Eva. "Por su causa fui arrojado de la gloria de Dios." La serpiente se lo tragó, entró en el paraíso y encontró a Eva. Y él dijo: "¿Qué es lo que os ha mandado Dios sobre lo que podéis comer de las delicias del paraíso?". Eva a su vez dijo: "Comemos de cada árbol del paraíso, Dios nos ha mandado que no comamos de este árbol". Cuando Satanael oyó esto le dijo: "Dios se sentía envidioso de vuestra vida, de que seáis inmortales. Pero toma, come y verás, y dale también a Adán". Comieron los dos, se abrieron los ojos de ambos y se dieron cuenta de que estaban desnudos».

   En la época del cristianismo primitivo, cuando se difundían imágenes gnósticas y maniqueas del mundo, se transmitieron numerosos testimonios semejantes. El mal se convierte en diablo, en antidios, que lucha por el alma del hombre. Ireneo, padre de la Iglesia en el siglo segundo después de Cristo, fue uno de los primeros en defender la idea de que con su muerte Jesús redimió a los hombres del poder del diablo. La lucha a dos entre el diablo y Jesús se convierte para la creencia popular en el motivo de la doctrina cristiana de la redención.

    La personificación del mal, hasta llegar a convertirse en un poder autónomo más allá del hombre y de Dios, se consuma en el siglo XIII aproximadamente. En esa época están unificados ya todos los rasgos importantes en la imagen del diablo. El Canon está enteramente formulado y los elementos particulares pueden combinarse con derroches de fantasía.

   El diablo aparece en la naturaleza agitada, en las tempestades, en los terremotos, en los aludes que caen hacia el valle con estruendo, en los árboles que se rompen, en el salto de las olas. Se presenta como perro, como gato negro, como cuervo y buitre, bajo figura humana con pie de macho cabrío, en una nube fétida. A veces va vestido de negro y tiene figura delgada, otras veces da vueltas como una bola en el barro. Puede volar y entra por la chimenea. Como súcubo yace debajo de los hombres, impidiéndoles engendrar y alejando de ellos el placer. Como íncubo yace sobre las mujeres, inyectándoles lascivia. Personifica todo lo invertido: hace que las brujas le besen el culo y reza el padrenuestro al revés. El diablo pasa a ser el enemigo de Dios, pero reclama a su vez la fe en Dios. No se puede creer en el diablo sin creer también en Dios. Señalemos que, en cierto modo, el diablo se encuentra a mitad del camino hacia Dios. Es el adversario, y tras la muerte de Dios también desaparecerá de la escena.

   Según hemos señalado, en la historia del pecado original el diablo no desempeña todavía ningún papel. En ella se trata del riesgo de la libertad. Ese relato narra lo relativo a la región de donde brota la historia en general. Ésta comienza como un castigo. Sin duda la historia es algo a lo que hemos sido condenados. A la mujer se le dice: «Te proporcionaré muchos sufrimientos cuando estés embarazada, parirás hijos con dolor; tendrás que desear al varón y él ha de ser tu señor».

    La producción del hombre a través del hombre se convierte en un asunto laborioso y penoso; y en este punto la tendencia de la mujer al marido se tiene por un castigo para ésta. El castigo para el varón y la mujer es el trabajo. «Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la que has sido tomado. Pues tú eres tierra y en tierra te convertirás.»

   La historia comienza, por tanto, cuando se pierde lo mejor.

   A la humanidad no le queda más remedio que ennoblecer el trabajo y la generación. Tiene que emprender la huida a la civilización.

   En ese antiguo relato sobre los comienzos encontramos una antropología del mal: el hombre ha sido el causante del propio mal, con el que se encuentra a través de una larga y confusa historia. Sea lo que fuere el mal en particular, ha entrado en el mundo por mediación del hombre. La historia comienza con un accidente laboral de la libertad y continúa en la misma línea. Caín, el hijo de Adán y asesino de su hermano, se convierte en el segundo gran patriarca del género humano; lo que llevan a cabo sus descendientes supera las peores expectativas de Dios. «Pero como el Señor vio que la maldad del hombre era grande sobre la tierra, y que todos los pensamientos y acciones de su corazón eran siempre malos por siempre, se arrepintió de haber creado al hombre sobre la tierra, y se quedó preocupado en su corazón. Y él dijo: quiero borrar de la tierra a los hombres que yo he creado, desde el hombre hasta las vacas y los gusanos, hasta las aves bajo el cielo; pues me arrepiento de haberlos creado.»

   Dios envía el diluvio universal y sólo hace una excepción con Noé y los suyos. Es el único hombre justo y puede sobrevivir, y por eso se convierte en el tercer gran patriarca del género humano.

   Volvemos a hallarnos ante un principio. Pero en Dios se ha producido un cambio. Dios se aviene al hecho de que en el hombre se da «el mal». Dios ha dejado de ser un fundamentalista para hacerse realista. Ahora conoce a fondo a su criatura, se ha convertido en un antropólogo. Cambia, ya no sólo es poderoso, sino que ha pasado a ser también más indulgente. Muestra comprensión hacia el género humano y promete: «En adelante ya no quiero maldecir la tierra por amor al hombre, pues los pensamientos del corazón humano son malos desde la juventud». Después del diluvio también Dios se atiene al principio de que hay que aprender a convivir con el mal. Por lo menos según el Antiguo Testamento, desde ahora el mal no sólo pertenece a la condición humana, sino también a la condición divina. El Dios conservador del mundo aprendió tal vez a descubrir en el espejo del hombre la parte de mal que hay en él mismo. Ahí tenemos la formulación opuesta a la afirmación según la cual los hombres inventaron a Dios al descubrir el mal como posibilidad de su libertad y buscaron un camino para poder soportar esa situación. El contacto con el mal fomenta la creatividad. Dios pacta una alianza con los hombres. Promete la conservación de la existencia del mundo, y el hombre promete cumplir los mandamientos que Dios le da después de sobrevivir al diluvio (una forma previa a los «diez mandamientos»). Dios da al hombre el derecho de castigo, y el juicio del hombre pasa a ser competente incluso en las peores transgresiones de los mandamientos: en los casos de asesinato. «Si alguien derrama sangre humana, la sangre ha de ser derramada por el hombre.» Recordemos que cuando Caín asesinó a su hermano, Dios se había reservado explícitamente el derecho punitivo: «Y el Señor puso una señal en Caín, para que quienquiera que lo encontrara no lo matara».

   Con el derecho punitivo, ahora los hombres tienen que protegerse ellos mismos unos de otros. Ciertamente, han de seguir siendo hijos de Dios, pero se han hecho adultos y deben a sus manos la propia conservación. Dios garantiza unas condiciones marginales que sean fiables, y así, no habrá ya ningún diluvio más de ahora en adelante.

   Por tanto, tras el diluvio universal se llega —por encima del abismo del mal— a una alianza divina, que es a la vez un pacto social. Ésta es la segunda creación. La primera creación doma el caos, la segunda creación trae el dominio sobre el mal en el hombre. Se pone de manifiesto cuan estrechamente se relacionan entre sí el caos inicial y el mal. Ambos exigen una creación, en el sentido de una superación. Primero se produce la creación del mundo y, luego, la de la sociedad.

CAPÍTULO 2

La historia del pecado original investiga la naturaleza del hombre y llega al resultado de que éste no está fijado a una naturaleza que actúe con necesidad. El hombre es libre, puede elegir y también puede elegirse equivocadamente. Crea su propio destino para sí mismo.

   Tampoco la historia del pecado original encuentra ningún fundamento firme con la pregunta por la naturaleza originaria del hombre. La naturaleza que encontramos en nosotros es abierta y nos arroja de nuevo al tumulto de los asuntos humanos, a los que queríamos sustraernos precisamente mediante la pregunta por la verdadera naturaleza del hombre. La interrogada naturaleza humana devuelve la pregunta a uno mismo. En el resto de la naturaleza, la cosa no es así. Todo lo que es sigue su teleología interna. Eso tiene validez para la naturaleza inorgánica, las plantas y los animales. Sólo en el hombre actúa distintamente esta tendencia de la naturaleza pues en él se rompe a través del conocimiento y de la voluntad libre. Por eso se le ha impuesto la tarea de encontrar su esencia y su destino. El hombre ha salido de las manos del creador, pero ha salido de allí inacabado en una sublime forma: ha de intervenir en sí mismo con sus manos creadoras. ¿Por qué pauta ha de regirse en esta tarea?

    Para Agustín y para la tradición cristiana que éste funda, la respuesta está clara. En ningún caso puede el hombre regirse a sí mismo. Puesto que el hombre es la pregunta abierta, ¿cómo podría dar una respuesta? De ahí que Agustín afirme: «Por tanto, si el hombre vive en las huellas de la verdad, no vive a tenor de sí mismo, sino según Dios». Hay que atenerse a la restante naturaleza. EL resto de la naturaleza es una expresión perfecta de la voluntad creadora de Dios. Se funda en él. El hombre, en cambio, tiene una voluntad propia que brota de su libertad, y que provoca en su seno el orgullo de querer ser el fundamento de sí mismo. Ahora bien, el fundamento de la creación es la nada. La obra de Dios era una crea tio exnihilo. Cuando la voluntad propia del hombre quiere poner el fundamento en sí misma, entra en contacto con esta nada. La voluntad creadora de Dios había vencido la nada. Por el contrario, la voluntad humana no puede llegar a tanto. Puede ser absorbida por la nada cuando muere, y también cuando no da en el blanco de su esencia y menoscaba sus posibilidades. Esto es lo que constituye la situación precaria del hombre. La naturaleza es perfecta a su manera, es lo que es. Pero el hombre tiene que llegar a ser todavía lo que es. Puede derrumbarse, y de hecho ya se derrumbó una vez: en el pecado original. Desde entonces vive con el pecado original, a manera de una pendiente inclinada, que lo hace caer una y otra vez. Así pues, el hombre no encuentra su fundamento en sí mismo, ni tampoco por debajo de él, en la naturaleza, que ya está acabada. El hombre, en cambio, tiene por delante la tarea de terminarse. Sólo puede encontrar el fundamento por encima de sí mismo: en Dios. Por sí mismo ha de conseguir que su propia voluntad se abra al unísono con la voluntad de Dios. Es orgullo peligroso resistirse obstinadamente a esto. «Es, en efecto, falsa soberanía desligarse del fundamento originario, en el que ha de radicarse el espíritu, para llegar a ser y ser en cierto modo su propio fundamento. Eso sucede cuando el espíritu se complace excesivamente en sí mismo.»

   Ésta es la crítica de Agustín al pensamiento antiguo, al que echaba en cara semejante presunción. En realidad, el pensamiento antiguo, en sus diversas acuñaciones, se había orientado por aquel principio que también Agustín considera vinculante y que dice: hemos de averiguar lo que podemos, para que en adelante sólo queramos lo que está en nuestras manos. Se trata de conocer el propio poder, a fin de querer lo recto, a saber, lo que podemos. Precisamente en este sentido define Agustín el estado paradisiaco. Allí el hombre no lo podía todo; pero tampoco lo quería todo, y así podía todo lo que quería. Cuando el poder y el querer tienen el mismo alcance, también lo limitado puede ser perfecto. Pero no es esto lo que sucede en el caso del hombre. El poder y el querer ya no están sincronizados en él. El hombre quiere más y quiere algo distinto de lo que puede, y también puede más y puede algo distinto de lo que quiere. Le falta conocimiento de sí mismo. Ni siquiera conoce su propia voluntad, y con frecuencia sólo conoce su poder cuando despierta después de un fracaso.

   El hombre es el escenario de una gran confusión. Primero no obedeció a Dios, y ahora ni siquiera puede obedecerse a sí mismo. El pansexualista Agustín lo ilustra con el ejemplo de la erección. Unas veces quiere el varón y no puede, otras veces es a la inversa.

   De hecho el pensamiento antiguo, a diferencia de Agustín, está persuadido de que el hombre puede y debe regirse por sí mismo. Por eso hay que averiguar ante todo qué y quién es propiamente el hombre.

   ¿Por qué pauta nos regimos cuando nos orientamos por nosotros mismos? ¿Cómo llegaremos a ser lo que somos? ¿Hemos de confiarnos a la propia razón, o bien a la tradición de la comunidad a la que pertenecemos?

   Sócrates se encuentra con sus amigos en casa del prestigioso, rico y anciano Céfalo. Allí se desarrolla una conversación sobre la justicia y la comunidad ideal, sobre la república. Pero antes de ponerse en marcha la reflexión, los presentes escuchan las palabras del venerado sabio y anciano. Éste no debe sus puntos de vista a la especulación filosófica, sino a las experiencias que ha reunido durante su larga vida en la ciudad. Céfalo representa la vida lograda bajo la protección de la herencia patricia.

   Sócrates le interroga. ¿Le oprimen las taras de la vejez? No, pues son naturales, pertenecen a esta fase de la vida. Quien se familiariza con ellas, puede sobrellevarlas fácilmente. ¿Y qué pasa en lo que se refiere a las delicias del amor, a las pasiones? «Con gusto me he desvinculado de ellas, como si me liberara de un dueño rabioso y salvaje.» Quietud y libertad son las conquistas de la edad. ¿Y no son necesarias también para ello las posesiones y la fortuna? Es cierto que facilitan algunas cosas, pero tan sólo a los que tienen «buen temple de ánimo». Los demás no encontrarán ninguna felicidad en la riqueza. De todos modos, dice Céfalo, a él la riqueza le da el sentimiento tranquilizante de no haber dejado nada a deber, pues pudo dar a cada uno lo que le correspondía. «Pues a él la posesión de la riqueza le puede ayudar mucho a no explotar o engañar a nadie con pesar, a no deber dones sacrificiales a un dios, o dinero a un hombre, teniendo que alejarse de allí con temor.»

   Los amigos, congregados en torno a Sócrates, esperan impacientes que empiece finalmente la discusión. Sin embargo, para Sócrates es importante la conversación con Céfalo, pues le permite conocer una vida lograda que no necesita todavía la reflexión filosófica, pues está protegida y bien regulada por la tradición.

   Cuando comienza el discurso filosófico, Céfalo se retira. «Os dejo la palabra a vosotros, pues yo he de cuidarme ahora de cosas sagradas.» Tras estas palabras, se dispone a ofrecer un sacrificio a los dioses y antepasados. La hora de la filosofía es el final de la tradición. Cuando ya no se entiende espontáneamente la forma de una vida lograda, las preguntas se dirigen a la filosofía. Céfalo se retira, pero deja la imagen intuitiva de una vida concorde consigo misma. Esa concordancia interna realiza la idea del bien. Y así llegamos al tema predilecto de Platón. Lo contrario del bien es la rebelión, el orden perturbado, la guerra civil, tanto en el individuo como en los asuntos comunes.

La filosofía de Platón aborda el problema de cómo puede conservarse este orden, y cómo puede restablecerse después de su destrucción. El proceso de reflexión da por supuesto que ese orden, a diferencia de las cosas naturales, no se da por sí mismo, sino que ha de ser configurado por el hombre. Lo cual puede lograrse por la fuerza de la tradición, tal como muestra el ejemplo de Céfalo. Pero cuando disminuye la fuerza de la misma, el pensamiento filosófico asume su legítimo derecho. Queda, no obstante, una tensión en la relación entre filosofía y tradición. Podría suceder que la filosofía no sólo siga la tradición, sino que también la destruya. Ése fue el reproche de la comunidad de la ciudad ateniense contra Sócrates, el de que corrompía la juventud y minaba el prestigio de las costumbres y la fe. Platón quiere rehabilitar a Sócrates y por eso lo muestra en lucha con la decadencia de las costumbres y la mala forma de pensar.

   Apenas se ha retirado Céfalo, el varón de la buena tradición, aparece una encarnación del espíritu de la época: el sofista Trasímaco, un cínico de la voluntad de poder, cuyo principio básico afirma que es bueno lo que sirve al propio bienestar. Y como por naturaleza hay fuertes y débiles, el fuerte, para defender su bienestar, deberá protegerse contra los más débiles, que quieren ascender. Cuanto más poder pueda reunir en sus manos, tanto mejor. Lo mejor es el poder ilimitado, la tiranía. Éste es, dice Trasímaco, el orden justo desde el punto de vista de los fuertes.

   En su réplica, Sócrates pone de manifiesto que este orden no es sino una guerra civil latente o, en el mejor de los casos, demorada. Sigue ardiendo la enemistad entre dominadores y dominados, pues en la parte de los dominados no se hallan solamente los débiles y los incapaces de alcanzar el dominio, sino también los que rivalizan por el poder. Éstos aguijonearán a su clientela con tal de ascender al poder. Y así, el poderoso no tendrá ninguna hora tranquila. Desconfiado frente a todos, aspirará a extender su poder sin límites, pero al final será derribado. Ni se halla en equilibrio la comunidad que él domina, ni alcanzará él mismo la dicha del equilibrio interior. Será, más bien, un hombre acosado, inquieto e infeliz. Quería dominar una comunidad, y lo que ha conseguido es destruirla; quería servir a su bienestar, y lo que ha logrado es infligir daños a su alma. Así suena la argumentación de Sócrates, que bajo múltiples variantes desarrolla este único pensamiento: lo agradable a primera vista —el poder, el disfrute— no se identifica con lo que es bueno para el hombre. La patente analogía a la que Sócrates recurre con gusto puede formularse así: el medicamento no es agradable, no tiene buen sabor y, sin embargo, es bueno para el cuerpo. Así como el médico ha de conocer la naturaleza del cuerpo a fin de saber lo que es bueno para éste, de igual manera el hombre ha de conocer su naturaleza en su conjunto a fin de saber lo que es bueno para él.

  

     ¿Cómo y en qué puede conocerse esta «naturaleza» del hombre? ¿Hay que descubrir la naturaleza humana en el término medio empírico, o bien en ejemplares perfectos? Aristóteles y, evidentemente, también los científicos modernos prefieren el primer camino. Platón (y más tarde Nietzsche) abogan por el segundo. Estamos ante una opción decisiva. Platón asume en el concepto de hombre la idea de su propio perfeccionamiento. Esto no implica un idealismo en el sentido usual. Lo que recibe el nombre de idea del hombre no flota por encima de la realidad, sino que es el modelo intuitivo de lo que el hombre puede hacer de sí mismo, de su posible logro. El modelo intuitivo de este logro lo constituye para Platón la armonía de las esferas y el orden matemático de la música. El verdadero arte de la vida y el rango humano consisten en conducir a un equilibrio armónico el cuerpo y el alma, junto con las partes de la misma: la razón, el sentimiento y el valor. El hombre, en lo que se refiere a su rango, está tanto más elevado cuanto más se basta a sí mismo, de modo que sus apetencias no lo saquen fuera de sí, sino que tenga más capacidad de regalar que aspiraciones por satisfacer y necesite menos de lo que dé. En el hombre, la divergencia consume fuerza adicional y en consecuencia incrementa la dependencia de lo exterior. Platón encontró diversas imágenes para esta bondad del alma, entendida como concordancia, por ejemplo, la del conductor del carro. Si el movimiento de los caballos no está bien coordinado, no habrá buena carrera, o bien el carro volcará. La imagen en gran formato de la buena constitución del alma es la de la polis ideal.

    El bien es accesible para el hombre, y éste puede realizarlo por sus propias fuerzas. Se requiere a este respecto una comprensión de lo posible para el hombre, no una gracia trascendente. La filosofía puede ayudar a esa comprensión, siempre y cuando se dirija a las cosas humanas.

   El hecho de que la filosofía se dirija a las cosas humanas es todo menos evidente; más bien, significa una revolución, tal como aparece en el caso de Sócrates, que trasladó la filosofía del cielo a la tierra. Cuando se sabe o se cree saber cómo ha empezado el mundo, y cuando los hombres creen conocer los elementos fundamentales de los que consta -sean el agua, el fuego, el aire, o bien los átomos-, seguimos sin saber cómo hemos de vivir y qué hemos de hacer de nuestra vida.

   Sócrates apunta contra las ciencias naturales de su época. Éstas informan acerca de lo que es. Pero el problema del hombre está en que todavía debe llegar a ser lo que es. La hipótesis de si consta de fuego, agua, o aire, y la de si al principio un torbellino de materia se astilló en un conjunto de formas, nada cambia en el hecho de que el hombre debe dirigir su propia vida. La sentencia de Sócrates, «Sé que no sé nada», se refiere a que la ciencia de la naturaleza no implica todavía un saber acerca de cómo hemos de dirigir la propia vida. Bajo este aspecto, el saber de la naturaleza es un no saber. Y también los puntos de vista que circulan en la ciudad sobre la vida recta -sobre la justicia, la dicha y la virtud- son una mezcla de saber y no saber. Sócrates no se limita a elevarse por encima de las opiniones, sino que las examina en el diálogo; quiere llegar a opiniones mejor fundadas, aunque sin caer en la ilusión de que las opiniones puedan aquietarse en una verdad absoluta.

El tratado relativo a las cosas humanas comienza siempre por lo que se dice acerca de ellas. A través de la maleza de las opiniones nos abrimos el camino hacia la comprensión de los asuntos humanos. No podemos abandonar el mundo de las opiniones, sólo podemos purificarlo. Por esto, el símil platónico de la caverna termina con el regreso a la misma. Hay que soportar que la verdad, cuando ha visto el sol, se convierta de nuevo en opinión. Pero en el ámbito humano no todas las opiniones tienen el mismo rango. Es cierto que todas viven de la idea de la verdad, pues sólo se exteriorizan porque tienen la pretensión de la verdad, pero se distinguen entre sí por su aportación al trabajo de la propia configuración. Una opinión sólo se convierte en verdad cuando hace verdadero al hombre, y esto significa: cuando lo conduce al bien. El criterio de la verdad es la mejora del hombre.

    El hombre tiene que orientarse por sí mismo, pero ese «sí mismo» no le ha sido dado previamente, sino que se le ha impuesto como tarea. Tiene que desarrollarlo, encontrarlo e inventarlo en la reflexión, en la comprobación, en la conversación y en el diálogo. Sócrates se apoya en la filosofía, que él, hombre piadoso, entiende a la vez como culto divino. Sirve al dios Apolo, venerado en Atenas, entre otras cosas, como «protector contra el mal». La filosofía une dos funciones importantes para el culto de Apolo: la medicina y la mántica. Es el médico del alma, localiza la enfermedad, la discordancia, y propone una terapia. Y es un arte «mántica», es vidente. Como penetra más profundamente en el alma con su mirada, puede conocer los destinos que el alma se depara a sí misma en virtud de su constitución, y en consecuencia puede conocer también líneas evolutivas que amenazan a la comunidad estatal.

   En el sentido socrático, el hecho de que alguien actúe bien o mal es asunto del conocimiento suficiente o insuficiente. Nadie, dice Sócrates, quiere algo malo voluntariamente y a sabiendas. Esto podría entenderse como exoneración de la responsabilidad. Pero la cosa no está pensada así. Querer involuntariamente el mal significa, más bien, que todos quieren lo bueno para ellos, aunque no sepa cada uno lo que es bueno para él. El conocimiento incompleto de lo pertinente tiene como consecuencia que se produzca una confusión y equivocación. «Todo el que hace algo en forma inadecuada pretende algo que falsamente le parece bueno.»

Por eso en Sócrates el conocimiento de sí mismo está en el punto central. El sí mismo no puede conocerse sin transformarse por el acto del propio conocimiento. En la relación consigo el conocimiento es un acto productor. Por eso Sócrates con frecuencia se calificaba a sí mismo de comadrón. Es un maestro en el descubrimiento de múltiples errores sobre el bien y el mal. Con esa eliminación de obstáculos induce el alumbramiento. Todo lo demás tiene que «hacerlo la naturaleza». Porque la naturaleza del hombre está inacabada y de por sí no sabe a ciencia cierta lo que le corresponde, el «logos» del hombre tiene que asistir a su «fisis».

   Sócrates, y tras él Platón, no enseñan ningún dualismo, como si el alma fuera buena y el cuerpo malo. El cuerpo y sus pasiones necesitan que el alma los dirija e integre. Si se produce una rebelión del cuerpo contra el alma y los apetitos buscan su bien por cuenta propia, la consecuencia es el desorden, y al final, el apetito dejado suelto no encontrará el bienestar que buscaba.

   Todo esto es difícil, no es fácil componérselas con el propio cuerpo. Y se añaden a ello los asuntos de la ciudad. ¿Hay que ocuparse también de esto?

   La reflexión platónico-socrática sobre la vida buena está envuelta en dos sueños seductores. El sueño de una vida lejos de la agitación de la ciudad, y el de una vida distanciada de las maquinaciones del cuerpo. El primer sueño se refiere a la vida contemplativa, al bios theoretikos. El segundo sueño aspira a una soberanía libre del cuerpo, a la inmortalidad del alma.

   En el mito de la Caverna, el librado para la luz no tiene que volver forzosamente como liberador a la caverna. Podría conformarse con haber sido redimido para la verdad, con haber logrado la forma suprema de la vida, el bios theoretikos. ¿Por qué se mezcla de nuevo con la gente? ¿Por qué quiere llevar allí a cabo su obra de liberación? ¿Por qué la sabiduría vuelve de nuevo al mercado de lo político? Se contraponen entre sí la filosofía práctica y la filosofía de la redención. El filósofo puede elegir:

   «Los que han gustado [...] qué dulce y grandiosa es [la filosofía], y por otra parte ven con suficiente claridad la necedad de la masa, y que [...] no hay nada sano en ninguno de los que administran la ciudad [...], preocupándose muy en serio de todo esto, se comportarán tranquilamente y se ocuparán solamente de lo suyo. A la manera de quien en invierno, cuando el viento lleva de aquí para allá el polvo y la lluvia torrencial, se resguarda detrás de una pared, un hombre así, viendo a los demás llenos de maldad, estará contento de acabar esta vida libre de injusticia y de obras no santas, y de marcharse con buena esperanza en la despedida».

   Esta posibilidad de redención propia a través de la filosofía sigue siendo una seducción constante para Platón, una alternativa frente a la ética política. Pero es una tentación, casi en el sentido de un pecado. Pues en el Platón morador de la ciudad se abre paso la sospecha de que semejante autosuficiencia pueda ser algo malo, como si en ello hubiera un intento de rebelión contra el cosmos. Pues la ciudad es el espejo del cosmos. Hay que guardarse de querer caer del mundo. La academia platónica fue hasta el final una institución de la ciudad.

   ¿Y qué sucede con el otro sueño, con el de la liberación del cuerpo y la inmortalidad del alma? ¿No se transige aquí con el sueño de caer del mundo? Sócrates se entregó al sueño de una soberanía libre de cuerpo en sus últimos diálogos, antes de beber la cicuta. Hemos visto que la filosofía ayuda al alma a han bitar adecuadamente en el cuerpo. Pero la seducción secreta y quizá también la promesa de la filosofía, especialmente cuando está estimulada por la angustia de la muerte, es una retirada del alma de la «comunidad con el cuerpo». Es el intento y la tentación de «tener el alma por sí sola» en medio del estado de mezcla de cuerpo y alma. Pero ¿qué se tiene cuando de esta manera se posee el alma por sí sola?

   Jenofonte narra cómo en una ocasión, hallándose Sócrates reclutado en un campamento militar, éste se mantuvo de pie e inmóvil en un lugar durante veinticuatro horas, profundamente inmerso en sus pensamientos. Por lo demás, según Jenofonte, tenía la costumbre de «dirigir su espíritu hacia sí mismo», de interrumpir a veces el contacto con los otros, allí donde se encontraba, y volverse «sordo para las conversaciones en alta voz».

   Eso pertenece también a la vida del espíritu. A Sócrates se le había ocurrido o le llamaba la atención algo que le daba que pensar, y así había caído fuera de su realidad. El pensamiento lo había llevado a un «ningún lugar», donde parecía estar en casa de manera sorprendente. Según todo lo que sabemos de Sócrates, esta experiencia del espíritu era un presupuesto de su triunfo sobre la angustia de la muerte. El Sócrates aprehendido por el pensamiento se hace intocable. Podrán matar su cuerpo, pero su espíritu vivirá. Para el Sócrates platónico y la posterior metafísica racional, que no tiene necesidad de la gracia divina, la certeza de la inmortalidad del alma radica en la propia experiencia del espíritu. Radica primariamente en la experiencia del pensamiento mismo y no en lo que en particular podamos pensar para demostrar la inmortalidad del alma. La propia experiencia de la conciencia es aquel rasgo sorprendente por el que le es absolutamente imposible pensar su propio no ser, la propia muerte. La conciencia no puede pensar su propia desaparición.

    Por tanto, la vida del espíritu se atreve a desafiar el gran mal, la muerte. Se tergiversaría radicalmente esta auto experiencia socrática del espíritu —la de «poseer el alma por sí sola»— si quisiéramos interpretarla con nuestros conceptos actuales de interioridad y exterioridad. Sócrates no se hunde en una interioridad, sino en una universalidad. El que nos separa y singulariza es el cuerpo. Si, frente a este estado, volvemos al alma, nos unimos con un ser universal del que nos separa el cuerpo como un ser singularizado y, en consecuencia, menguado. Por tanto, si de esa manera nos retiramos al alma, no nos quedamos sin mundo, sino al contrario: tan sólo cuando nos congregamos en el alma, llegamos acertadamente al mundo, llegamos al mundo correcto.

    Pero este mundo correcto se parece hasta la confusión a la vida buena en la ciudad. Pues Sócrates continuará buscando el diálogo. El espíritu triunfante se mantiene como un espíritu público.

    La narración platónica de la muerte de Sócrates tiende a demostrar la falsedad de que cada uno muera sólo para sí mismo. Puede decirse, desde diversos puntos de vista, que el Sócrates moribundo no está solo. En la propia experiencia del espíritu se cerciora de su ser, que lo soporta y que le pertenece incluso más allá de la muerte individual.

    Lo dicho tiene validez para la articulación interna de esa manera de pensar, y también para su escenificación exterior. Pues en un sentido muy concreto Sócrates no muere solitario. No hay ninguna regresión a lo carente de mundo, ninguna caverna de la interioridad. También en la hora de la muerte, filosofar sigue siendo un asunto público. Sócrates, soportado por la comunidad, aunque lo condene a muerte, todavía en el último momento asume como en un acto de gratitud una responsabilidad por la comunidad. Podría ser, dice al final del diálogo, que sus pensamientos sobre la inmortalidad del alma fueran falsos, pero, a pesar de todo, habrán sido útiles a la vida de la comunidad. «Si para los muertos no hay nada más, por lo menos en este tiempo que precede a la muerte no me haré desagradable a los presentes mediante quejas.»

   Pese a toda apariencia contraria, el pensamiento griego en Sócrates y Platón está enteramente en este mundo y sigue siendo de este mundo. Es un pensamiento acerca del cual Agustín dice, sin duda con razón, que en él el espíritu humano intenta «agradarse a sí mismo». Y esto tiene que ser algo «malo» para Agustín, pues el hombre no ha de querer regirse por sí mismo.

CAPÍTULO 3

Platón se sintió solicitado por la tentación de escapar de la agitación urbana y de los estímulos corporales. Con el bios theoretikos y la aspiración a «poseer el alma por sí misma», cree estar más allá del mundo empírico y se retira a una posición distante. Por lo menos durante ciertos momentos el mundo parece una caverna y el pensamiento una salida de la misma. El pensamiento filosófico opera en el primer nivel de rechazo del mundo, pero en él no se rompen los puentes. En Platón la experiencia extática queda equilibrada por la voluntad de instalarse de nuevo en la realidad mundana.

    Para Max Weber el rechazo religioso del mundo comienza con el sufrimiento de la injusticia, la enemistad, la caducidad y la inseguridad, así como en la frustración de las expectativas de sentido. La conciencia compensa estas desgracias con la ayuda de la religión. Las religiones son para Max Weber incitaciones a distanciarse del mundo, llegando a la superación acosmista de éste en los sentimientos místicos o en la ascesis intramundana. El centro de gravedad del hombre interior se desplaza de manera que los males del mundo, aunque sigan existiendo, ya no le ataquen de igual manera: « ¡Muerte!, ¿dónde está tu aguijón?; ¡infierno!, ¿dónde está tu victoria?».

    Pero en un virtuoso de la superación del mundo como Agustín se muestra el caso contrario. La insuficiencia de la realidad presupone la experiencia de un excedente. El rechazo del mundo no tiene por qué comenzar con el sufrimiento, puede arrancar también de una experiencia de felicidad, para la cual el mundo es demasiado estrecho.

   Agustín amaba la vida desmedidamente, y por ello ésta no le bastaba. Así, descubrió y experimentó a Dios, pues sólo Dios es lo bastante vivo para saciar la aspiración sin límites. Agustín estaba ansioso de Dios, de ahí su rechazo del mundo. No era suficientemente modesto para aceptar el antiguo ideal de la armonía. Su aspiración apasionada de Dios era algo primario, no una compensación, tal como quisiera hacernos creer una psicología desconocedora del espíritu. El propio Agustín dice acerca de sí que el amor es el mayor peso en la balanza de su vida, y que este amor se dirigió primero a las cosas terrestres y luego a Dios, pues en definitiva solamente en Dios pudo hallar satisfacción.  

   Nacido el año 353 en una casa económicamente fuerte de Tagaste, al norte de África, Agustín recibió la primera enseñanza de su madre, la cristiana Mónica, cuyo influjo, sin embargo, debilitó su padre, que era pagano. Para completar su formación Agustín fue enviado a Cartago, donde este joven alegre y vivaz se entregó al gozo de la vida. Sobre este tiempo escribe con la mirada retrospectiva de las Confesiones: «Sin embargo, pequé al buscar alegría, elevación y verdad no en Dios, sino en sus criaturas, en mí y en los otros».

   Agustín buscó su felicidad en los otros: en amigos y en numerosas historias de amor. Era un joven apuesto, y una vez, cuando «estaba desarrollándose la virilidad» del joven, su padre lo vio desnudo en el baño, y se alegró del «futuro nieto». Sus pecados, decía posteriormente Agustín, brotaban de «la tierra fecunda». No fue casto porque las uvas fueran demasiado altas; más bien, las disfrutó todas.

   Buscó su felicidad en sí mismo. Al comienzo se mantuvo fiel al antiguo ideal del propio perfeccionamiento. Asimiló con avidez el saber de su tiempo y disfrutó las artes, el teatro, la música, la danza. Brilló en sus propias disciplinas, que eran la retórica, la filosofía y el derecho. Inmerso en un ambiente con mentalidad filosófica, menospreciaba en consecuencia el cristianismo, al que consideraba «pobre y de bajo nivel». La sabiduría filosófica no podía alegrarse con la representación de un Dios crucificado. Eso era una fe para la gente sencilla. «Pero yo rehusaba incluirme entre la gente sencilla.»

   Estando todavía en Cartago, se convirtió en un profesor buscado y bien pagado. Su deseo de hacer carrera lo condujo a Roma y, desde allí, a Milán. Cultivó los contactos con círculos elegantes e hizo por acercarse a la corte imperial. El dinero, el poder, la fama, el amor... eran los móviles para una agradable formación mundana, que encontró su expresión también en la visión naturalista del mundo compartida por Agustín. En efecto, el maniqueísmo agustiniano de los primeros años tendía a un naturalismo de ese tipo. El maniqueísmo, tal como lo asumió Agustín, concebía el mundo como escenario de poderes buenos y malos, que tienen un fundamento material y limitan drásticamente el ámbito de la libertad y responsabilidad del hombre. Lo cual podía servir de excusa, pues ya no era necesario atribuirse a sí mismo la acción mala, dado que su origen podía desplazarse a una «naturaleza mala». «Entonces creía yo todavía que no somos nosotros los que pecamos, sino qué sé yo qué otra naturaleza en nosotros, y mi orgullo se alegraba de hallarse fuera de la culpa.»

   Agustín superó el maniqueísmo no con ayuda de la fe cristiana, sino por el hecho de sumergirse en el misterio de la libertad humana. Por eso, a la postre, la negación maniquea de la libertad le pareció una «fábula», pensada con el fin de encontrar una excusa. Agustín no buscó la carga de la libre responsabilidad por instinto sádico para consigo mismo, pero tampoco estaba dispuesto a conformarse con una interpretación en la que quedara encubierto el abismo de la libertad humana. Su sed de intensidad y de vida sin límites no sólo le inducía a la afirmación del placer corporal, sino también a conocer y medir todo el enorme ámbito del espíritu humano. Y éste exige también libertad. Siendo joven, recuerda Agustín, saqueó un peral. En este ejemplo examina lo que el maniqueísmo y la antigua filosofía enseñan sobre el origen del mal. Agustín argumenta contra el maniqueísmo apelando a la completa voluntariedad e intención de la acción. Recurrir a un poder impersonal del mal es engañarse a sí mismo.

    En la filosofía antigua encontramos la afirmación de que también la acción mala quiere lo bueno para uno mismo, pero que se equivoca al no reconocer esto bueno para sí. Agustín impugna esta interpretación aferrándose al recuerdo de que no robaba las peras simplemente para disfrutar de ellas. No quería robar por mor de un disfrute, sino porque le seducía la transgresión de la ley. Quería el mal porque era el mal. «Robaba porque me repugnaba la justicia y me atraía el pecado.»

    Agustín escoge como ejemplo una acción mala muy insignificante, y no hay duda de que habría podido describir transgresiones del todo distintas. Pero lo importante para él es la estructura, y ésta puede mostrarse suficientemente en el ejemplo elegido. Lo que quiere mostrar y lo que se refleja en su experiencia es aquella peculiaridad de la libertad humana por la que puede perturbarse un orden del ser.

    Agustín se sumerge en la libertad del espíritu y descubre allí los abismos del mal. Sin duda puede quererse el mal por mor de sí mismo. Pero es una misma libertad la que conduce a estos abismos y la que también hace posible la elevación extática. Acaece algo sorprendente en el interior del universo, cuya exploración se propone Agustín como tarea. Examina las vivencias del sistema de Plotino, que es el intento de experimentar lo divino en la propia alma, de dejarse llevar hacia arriba por el originario principio espiritual, que en la mística plotiniana recibe el nombre de «el uno». En este «disolverse en el uno» ciertamente se superan el materialismo y el dualismo maniqueos, pero Agustín no puede encontrar satisfacción allí. Está harto de sí mismo y quiere ir más allá de sí; pero en el ascenso plotiniano del alma no hace sino encontrarse siempre a sí mismo. «Y si yo quería depositar allí mi alma, de modo que encontrara quietud, ella resbalaba hacia el vacío y caía de nuevo sobre mí, y yo era un lugar desventurado para mí mismo, donde yo no podía estar y que, sin embargo, no podía abandonar.»

   El engreimiento conduce al vacío; y además, con esas bases, se edifica sobre la palestra movediza de los cambiantes sentimientos. ¿Qué firmeza cabría hallar aquí? ¿No confesó el propio Plotino en cierta ocasión que sólo dos veces se había disuelto en el «uno» por breves instantes? Si lo que se imagina el alma en su elevación fuera realmente Dios, éste tendría que ser un Dios mudable, una realidad del instante. Pero Dios es inmutable y eterno. Así lo quiere el anhelo. Por tanto, el ser que se vive en tales instantes extáticos no puede ser todavía Dios.

  ¿Qué anhelamos cuando anhelamos a Dios? Lutero, monje agustino, cuando estaba asediado por el sentimiento de culpa, sentía la necesidad de un Dios indulgente. Agustín no se acongoja todavía por los sentimientos de culpa; esto vendrá más tarde, cuando haya encontrado a su Dios. Por el momento anhela el Dios de una vida incrementada, de la plenitud y de la quietud viva. Pero la relación con Dios ha de acarrear una transformación perfecta y duradera del hombre interior; no ha de traer un mero instante ardiente, sino un nuevo estado. Agustín, exigente también en las cosas espirituales, quiere la gran transformación completa. Y ese acontecer ha de atravesar también el instante decisivo, el «instante acerbo» de la conversión, en términos agustinianos. Es preciso comprender realmente su descripción de este instante, si queremos entender qué quiere decir Agustín con su afirmación de que el hombre es malo cuando se rige por sí mismo. Pues tal afirmación se hace transparente desde la perspectiva de la conversión, cuando el convertido experimenta la plenitud del ser designada bajo el nombre de Dios y advierte que la relación obstinada consigo mismo lo hace caer de esa plenitud y que, por ello, la traición a la trascendencia es lo peor que el hombre puede infligirse a sí mismo, es un despojo de sí, una caída en la privación absoluta de ser.

    Un buen día Agustín y su amigo Alipio reciben visita de Pontiniano, un alto oficial en la corte palaciega, y éste les narra su conversión al cristianismo. Ésta se debió al relato de otro amigo que, en un convento junto a Tréveris, había leído un escrito de san Antonio, y había encontrado a un devoto que llevaba una vida ascética bajo el dictado de las reglas conventuales. Al verlo y leer el escrito mencionado, notó «el soplo de una nueva vida» y su alma «se desató de este mundo». Vio inmediatamente con toda claridad que se le había construido una «torre de salvación con buenas piedras». El amigo de Pontiniano permaneció en el convento, «con el corazón en el cielo», y Pontiniano volvió al palacio «arrastrando el corazón por la tierra». Después de luchas interiores, también Pontiniano se convirtió a Dios.

    Hasta aquí llega el relato de Pontiniano. Cuando éste se marcha, Agustín nota cómo también a él lo ha tocado «el soplo de una nueva vida». La fuerza de la fe recorre a toda prisa la serie de los hombres que se relatan entre sí lo que les ha sucedido. El amigo lo cuenta al amigo, que a su vez lo cuenta a un tercero.

    La gracia de la revelación obra a través del oír decir. Ahora es Agustín el que lucha consigo mismo. Ve ante sí la vida transformada, sabe acerca de ella todo lo que puede saberse. Ahora basta con querer «seguir el camino». Sin embargo, ¿qué es la voluntad? El alma manda al cuerpo y éste obedece. Pero cuando el alma se manda a sí misma, encuentra resistencia. Sin duda, no se tiene a sí misma en su propio querer. Tiene que suceder algo, y sucede de hecho. De nuevo se produce un instante para ser contado.

   Agustín se demora en su jardín. El relato de Pontiniano lo ha tocado, y reconoce: ¡tienes que cambiar tu vida! Entonces oyó una voz que salía de casa de los vecinos, el tono de una canción, de un muchacho o de una muchacha. En la cantilena percibe las palabras: « ¡Toma, lee! ¡Toma, lee! ». Esta voz surte efecto. Agustín entra en casa. Las cartas del apóstol Pablo están sobre la mesa. Abre el libro y el primer pasaje que cae bajo sus ojos dice así: «No os deis a los excesos de comida y bebida, no andéis entre alcobas y lascivia, entre altercados y disputas, sino revestíos del Señor Jesucristo y no cultivéis la carne para excitar vuestros apetitos».

   En este instante cambia el escenario interior y exterior de su vida. Agustín ha encontrado lo que buscaba, y en el mismo instante sabe que es él el que ha sido encontrado por lo que buscaba. Renuncia a su cátedra de retórica y funda una comunidad de vida conventual, primero cerca de Milán y más tarde, en su patria, Tagaste, tras su vuelta a África.

   La razón de que Agustín se convierta al Dios de las Sagradas Escrituras no es que quiera escapar de una miseria, de una compunción y desesperación. Hemos de decir, a la inversa, que su amor desbordante busca un recipiente en el que derramarse, y éste sólo puede ser Dios, pues sólo Dios es suficientemente espacioso. Y cuanto más se acerca al instante en el que al final puede derramarse este amor y «llenarse» a la vez, tanto más persistentemente percibe Agustín la «pobreza» de su ser y se siente miserable y desesperado.

   En su teología posterior, Agustín concedió gran valor a la constatación de que el camino hacia Dios no está en la enemistad con la vida y sus placeres, sino  en el amor sin límites a la vida, amor que, en consecuencia, busca una vida ilimitada. El alma encuentra eso no sólo por la fe en la vida eterna al final de los tiempos. La vida es ilimitada ya ahora, en el instante en que sentimos nuestra pertenencia a Dios.

   Agustín ilustra la experiencia mística de la fe con el ejemplo del ciervo que busca una fuente. En el camino tiene que luchar con serpientes. Éstas son una imagen sensible de la maldad, de la avaricia, del egoísmo, de la soberbia y los deseos sensibles. No tendría ningún sentido luchar con tales serpientes si no fuera por mor de un bien superior. El anhelo no ha de cesar, sino que debe incrementarse. Determinados tipos de anhelo son impugnados para dejar espacio libre al gran anhelo. El ciervo, cuando haya matado las serpientes, no se quedará parado «como si ya no sintiera ningún anhelo». Correrá sin trabas hacia la fuente. Para ello ha arrojado las serpientes de su cuello.

Mata al hombre el que mata su anhelo. Por tanto, para hacer al hombre más vivo hay que incrementar su anhelo. El alma quiere elevarse por encima de sí misma, siente necesidad de Dios.  

«¿Pero es el Dios del alma algo de su propia especie?» Agustín rechaza esta pregunta. En efecto, Dios es amado y comprendido con el alma, pero no es comprendido tal como el alma se comprende a sí misma. Dios no es una imagen confeccionada por el alma. Si Dios y el alma fuesen de la misma especie, habría que decir acerca de Dios lo que decimos sobre el alma: «Crece y disminuye, sabe y no sabe, recuerda y olvida, ora quiere, ora no quiere. Y un cambio semejante no puede atribuirse a Dios».

   Hablando en términos modernos, Dios no es ni sujeto ni objeto. No es sujeto porque no le corresponde el tipo de subjetividad humana y no es imaginado por el sujeto. Pero tampoco puede considerarse como objeto, pues lejos de ser una esencia separada, subsistente para sí, es más bien lo envolvente, el uno y todo.

   Digamos que Dios es sujeto y objeto a la vez. En él reviste un carácter «subjetivo» su vitalidad, y puede calificarse de «objetivo» el hecho de que se comporta como un «enfrente» para el alma. En relación con el hombre, Dios es a la vez lo interior y lo totalmente otro, lo familiar y a la vez lo completamente extraño. Resalto esta ambivalencia en la experiencia de Dios porque es decisiva para la concepción que Agustín tiene de la institución eclesiástica y para su distinción entre ciudad de Dios y ciudad del diablo, tema del que luego hablaremos.

    La experiencia religiosa se desarrolla en un problema que en Agustín aparece muy trabajado y atinadamente formulado. Quien se ha sumergido «en Dios», aunque sólo sea por breves instantes, experimenta una apertura de su esencia que deja huellas inolvidables. Sólo entonces advierte en qué medida estaba cerrado en sí. Ha «gustado» la plenitud del ser y ahora no puede menos de experimentar su estado usual como un defecto infinito de ser. Desde aquel «instante cenital» del encuentro con Dios, descubre una dimensión del mal que primariamente nada tiene que ver con la moral. El hombre que no está abierto a Dios menoscaba dramáticamente su propio poder ser. Comete un acto de traición a la trascendencia. Se trata de una traición porque la apertura a la trascendencia pertenece al hombre. El hombre es un ser que apunta y va más allá de sí mismo. La afirmación agustiniana de que el hombre no puede regirse por sí mismo es una prevención contra la traición a sí mismo, entendida como menosprecio de la posibilidad de la propia superación. En términos religiosos eso significa: caída de Dios. Othmar Spann, filósofo de la religión, lo llama «desextatización».

   Como quiera que suenen las expresiones, éstas se refieren a una especie de estupidez en sentido metafísico. El hombre se hace unidimensional; a esto se le llamaba antes obstinación. Pertenece a Dios y no lo nota. Pertenece al ser y no se deja llenar por él. El mal es esta falta de ser. De ahí se siguen formas de acción que luego se consideran «malas» en un sentido moral más estricto. El origen de esto es, tal como hemos dicho, el rechazo y la pérdida de la experiencia de Dios. ¿Y cómo se puede llegar a esa caída de Dios? ¿Cómo puede la voluntad apartarse de Dios y hacerse egocéntrica, es decir, dirigida a sí misma; cómo puede convertirse en «mala voluntad»?

   La tradición platónica sugería la solución: son las pasiones corporales desatadas, la naturaleza en nosotros, las que causan tales cosas. Pero Agustín no puede aceptar esto. ¿Acaso no ha salido la naturaleza de las manos del Creador? ¿Cómo podría la mala voluntad salir de una naturaleza creada por Dios? Y si no sale de esta naturaleza, ¿de dónde, pues? ¿Ha de entenderse la mala voluntad como algo cuya causa no es Dios, sino el hombre? ¿Pero cómo habría de ser esto posible, dado que Dios es la causa de todo?

   Si nos aferramos al esquema de causa y efecto, la solución del problema parece imposible para el pensamiento. Pues si preguntamos por la causa eficiente de la mala voluntad, de nuevo llegamos ineludiblemente a Dios. Agustín supera la dificultad distinguiendo entre causa eficiente y causa deficiente. La causa deficiente es lo que menoscaba una causa en su efecto. No produce nada, sino que impide. Es una especie de medio en el que la causa eficiente se debilita y disminuye, o en definitiva cesa por completo.

  Agustín esclarece lo expuesto con el ejemplo de las tinieblas. Éstas no tienen ninguna causa, sino que son la ausencia del efecto de la luz; y los tonos grises son una consecuencia de la disminución del efecto de la misma. A la manera de las tinieblas, el mal no tiene ningún ser propio, sino que es un defecto de ser, de luz, de bien. ¿Cómo llega semejante defecto al mundo? Dios, plenitud del ser creador, ha producido el mundo de la nada. Tiene que haber una diferencia entre el creador y lo creado. Por contraste con Dios, en lo creado permanece una huella de aquella nada a partir de la cual surgió la creación. Esa participación de lo creado en la nada significa que, a diferencia de Dios, nada en la naturaleza tiene duración eterna, que aquí todo es perecedero. Y en el hombre significa además que éste, por razón de su libertad, puede caer de Dios consciente, intencionada y voluntariamente. Esta caída es mala «porque el hombre, actuando contra el orden de la naturaleza, se aparta del ser supremo y se dirige a otro menor».

   El resto de la naturaleza, a pesar del rasgo de nada que lleva inherente, a pesar de su caducidad, cumple perfectamente su esencia; está bien. En el hombre la cosa es distinta. Puesto que goza de libertad, es decir, de una posibilidad de voluntad propia, el orden no le está dado por completo de antemano, sino que lo tiene encomendado como tarea. La voluntad propia es poderosa, pero, según la experiencia decisiva de Agustín, no está suficientemente centrada. El hombre es un ser desbordado por aspiraciones, envuelto en dificultades que le impiden lograr la concordancia consigo mismo. Sólo la logra si se deja mover por aquello en lo que está contenido, aunque sin identificarse con ello. Dicho de otro modo, ha de poner su voluntad en concordancia con la voluntad de Dios. Agustín habla a este respecto de la obediencia a Dios. El hombre puede denegar la obediencia, pero entonces todo se precipita en el desorden. El hombre, que ya no obedece a Dios, tampoco puede obedecerse a sí mismo. Sólo entonces entran el alma y el cuerpo en una relación de enemistad. La esencia humana se encuentra con una insurrección interna, brama en ella una especie de guerra civil. El hombre no quiere lo que puede, y no puede lo que quiere. Ve algo hermoso, pero no puede alegrarse en ello, dejando que sea como es. Lo apetece y se siente impulsado a incorporárselo. Ama algo y lo destruye, pues lo quiere dominar. Se angustia de sí mismo. Busca al otro hombre y lo convierte en su enemigo. La obra hecha por él le resulta gravosa y redunda en su opresión. Anda errante en un mundo al revés, y el horizonte al que se dirige se le aleja. No encuentra reposo.

    La caída de Dios es «pecado». Ahora bien, el pecado no consiste propiamente en cada prevaricación moral en particular, sino en la descomposición de la naturaleza humana como consecuencia del alejamiento de Dios. Es un defecto de ser por causa de un voluntario cerrarse en sí mismo frente a Dios. Pecado es la estupidez superior de los expertos en realidad. En el pecado el hombre traiciona y se juega su capacidad de trascender.

    Está claro que hemos utilizado formulaciones con aire moderno. Agustín no habría hablado de «trascendencia». Trascendencia es el moderno término filosófico secularizado para designar aquel «lugar» al que se dirigen la vida y el pensamiento del hombre y donde éste puede sentirse abrigado en un sentimiento patrio. Se trata de un «lugar» que representa algo superior a lo meramente «humano» y distinto de ello. Trascendencia es la expresión abstracta para expresar aquel algo por el que debe regirse el hombre, en lugar de regirse por sí mismo. Pero las referencias modernas a la trascendencia dejan vacío este lugar, aun cuando concedan que existe el acto de trascender. En Agustín este «lugar» no está vacío. Lo llena la imagen de Dios que se configuró a través del acontecer concreto de la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. De ahí que, para Agustín, el «pecado» no sea solamente una traición a la trascendencia, pues este término sería una expresión demasiado indeterminada de lo que queremos decir, sino alejamiento de este Dios concreto que se ha revelado. Y por ello el mal no es solamente la pérdida indeterminada de una dimensión, sino la obstinación frente a Dios, e igualmente el pecado es algo distinto de una simple falta moral. El pecado conduce a la desorientación y, por ello, también a la prevaricación moral. El pecado en su núcleo fundamental es pecado contra el Espíritu Santo. Y en ese pecado, el castigo no le roza los talones, sino que él mismo es ya el castigo, consistente en un empobrecimiento dramático de la esencia humana. En nuestro contexto, la esencia humana se define como un ser que se consuma cuando va más allá de sí.

   No es lo mismo hablar de una religión que hablar desde ella. Parece como si «el pecado contra el Espíritu Santo» se diera solamente para la experiencia religiosa. Pero eso es un engaño. La religión formula aquí la experiencia de un auto marginación espiritual que tampoco es extraña al hombre secularizado.

   Cuando Albert Einstein previno contra la perversión de la ciencia, puso de manifiesto que ese «pecado contra el Espíritu Santo» se da también en la modernidad. El espíritu de la ciencia, dice, brota de la capacidad que el hombre tiene de rebasar sus límites y sus intereses egoístas, y de dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza, a la que él mismo pertenece. La ciencia peca contra su propio espíritu cuando sirve solamente a fines egoístas, materiales. «Un ser humano», escribe Einstein, «es una parte del todo que llamamos "universo", una parte limitada en el espacio y el tiempo. Se experimenta a sí mismo, con sus pensamientos y sentimientos, como algo separado de todo lo demás, lo cual constituye una ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es para nosotros una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.»

    Para Einstein el «todo» es la unidad de naturaleza y espíritu, y cualquier intento de arrojar al espíritu de la naturaleza cierra la conciencia humana en una prisión. La naturaleza se convierte en cosa, y a la postre el hombre mismo se convierte también en cosa, en una cosa que puede manipularse y utilizarse hasta el abuso como medio para todos los fines posibles.

    Agustín decía que el hombre no ha de regirse por sí mismo, sino por Dios. Einstein afirma que el hombre ha de liberarse de la prisión implicada en la referencia a sí mismo. Y puede hacerlo, pues basta con que deje de actuar en contra de su conciencia intuitiva de pertenecer al todo y de traicionarla. Ésa es la formulación que Einstein hace del pecado contra el Espíritu Santo. Y también en Einstein este pecado implica a la vez el castigo, que consiste en la destrucción de la naturaleza, en la enemistad humana, en la traición a sí mismo.

   Si la civilización moderna sigue propiciando al hombre cautivo en sí y tomándolo como su presupuesto, según la sombría predicción de Einstein habrá de terminar en la propia destrucción, y esto por la sencilla razón de que el empobrecimiento espiritual del hombre —la traición a la trascendencia— va de la mano con un crecimiento tremendo de sus capacidades técnicas. En Einstein la trascendencia es la idea del todo, entendida como unidad de naturaleza y espíritu.

   Si la civilización moderna sigue propiciando al hombre cautivo en sí y tomándolo como su presupuesto, según la sombría predicción de Einstein habrá de terminar en la propia destrucción, y esto por la sencilla razón de que el empobrecimiento espiritual del hombre —la traición a la trascendencia— va de la mano con un crecimiento tremendo de sus capacidades técnicas.  En Einstein la trascendencia es la idea del todo, entendida como unidad de naturaleza y espíritu. Antes de Einstein, pero muchos siglos después de Agustín, se emprendió un intento altamente especulativo de describir el pecado contra el Espíritu Santo —o sea, la traición a la trascendencia— como una historia de Dios, como un drama de la naturaleza y como un drama del género humano cuyo desenlace sigue abierto. Friedrich Wilhelm Joseph Schelling había acometido ya este intento, y para desarrollar su empresa hubo de centrarse en el tema del mal: el mal en Dios, en la naturaleza, en el hombre.

CAPÍTULO 4

En su obra Sobre la esencia de la libertad humana, Schelling argumenta a la vez en un plano cosmológico y teológico. Según él, el fondo creador -la natura naturans como condición de la natura naturata  hace brotar el mundo y también puede absorberlo de nuevo en sí. En este movimiento retroactivo el fundamento creador se convierte en abismo. Estamos familiarizados con la representación de que al principio existía una materia inimaginablemente densa, luego vino el estallido originario, la explosión, y después la expansión del universo, seguida de la inversión: el universo que se contrae de nuevo hacia el centro.    El ritmo básico de todo ello es: explosión implosión, espiración-inspiración.

    Se trata también de la oposición entre caos y orden. Se da el orden de la naturaleza, tal como lo vemos y conocemos. Y en tanto lo conocemos, comprendemos también el orden de nuestro entendimiento. Todo es «regla, orden, forma». Pero se da también el presentimiento de lo «carente de regla» en el fondo de las cosas, que es el caos creador de donde todo salió y en el que quizá todo se sumerja de nuevo. Schelling caracteriza lo caótico como una «base incomprensible de la realidad».

    Esta «base», este «resto», que no puede disolverse en la razón, recibe también en Schelling la denominación de «fundamento» de la existencia. Utiliza la expresión en un doble significado, en el sentido de origen y en el de sustancia. El resto hicomprensible se halla en ambas dimensiones: en el origen y en la sustancia. Queda oscuro cómo ha empezado todo y qué es propiamente lo que ha empezado. Ambos enigmas, el del «por qué» y el del «qué», están relacionados entre sí y en definitiva se condensan en la pregunta acerca de Dios.

   Para Schelling el compendio del ser entero es Dios. Por eso refiere también a Dios la pregunta relativa al fundamento. Pero no lo hace indagando nuestros fundamentos del conocimiento de Dios, sino preguntando por el fundamento en él. Si Dios es el absoluto, no puede tener ningún fundamento en alguna otra cosa. Y, sin embargo, debe tener un fundamento, tanto en el sentido de origen como en el de sustancia. Este fundamento no puede ser otra cosa que él mismo.

    Pero entonces se produce un giro audaz. Schelling dice: Dios tiene que tener su fundamento en sí mismo. Ahora bien, Dios tiene su fundamento en «lo que en Dios mismo no es él mismo». Dios ha de desarrollarse todavía desde el fundamento oscuro, que él es, para llegar a ser el Dios de la glorificación, de la santidad. También él recorre en cierto modo una evolución desde lo inconsciente a la conciencia.

   Este pensamiento podría rechazarse como aventurada especulación metafísica si no se entendiera que se trata aquí del intento de concebir el proceso de la naturaleza como movimiento de evolución de la conciencia en ella. La conciencia es ser consciente. El ser ha alcanzado en el hombre la dimensión de la propia percepción.               El acto de hacerse consciente la naturaleza y la «personalización de Dios» son para Schelling el mismo proceso. También acerca de Dios hemos de decir: «Lo oscuro le precede, la claridad brota por primera vez desde la noche de su esencia». El abismo de Dios es el Dios todavía inacabado, el ser oscuro y cerrado, que aún no ha penetrado en la propia transparencia. El abismo en Dios es la potencia. La potencia es lo posibilitante, pero ésta se mantiene a la vez como una amenaza. Como fundamento, puede hacer que brote el ser, configurarlo como orden, y puede también engullirlo de nuevo en sí. Es decir, lo carente de regla, lo caótico, puede aflorar de nuevo como abismo.

    Así pues, la evolución de la naturaleza es un proceso dramático. Y este drama tiene que soportarse en el hombre, o sea, allí donde la naturaleza ha alcanzado la suprema conciencia. En él puede hacerse consciente y convertirse en acción libre el aspecto negativo de la potencia, lo carente de regla, lo caótico. Por eso en la libertad humana se da la opción de la nada, de la aniquilación, del caos. El hombre está metido en el ser, pero puede notar la tendencia a desgajarse de aquél, la tendencia a destruirlo. Y esto es el mal. Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí. El hombre está unido con Dios y, sin embargo, pertenece a su dificultosa herencia también el estar enlazado con el principio nocturno de este Dios, con su inacabamiento caótico.

    Las especulaciones metafísicas de este pensador son narraciones de conceptos. Sin duda, el tiempo inmemorial sólo puede abordarse narrativamente. Schelling narra, pues, la historia de cómo la naturaleza abre los ojos en el hombre —advirtiéndonos de que ésta sigue allí—, cómo a través de la conciencia la naturaleza obtiene un escenario donde puede aparecer. Nos cuenta también el relato de un Dios entregado a la búsqueda de sí mismo, acerca de un Dios cuyo devenir él mismo es a la vez un hacerse verdadera la naturaleza, un abrirse la naturaleza hacia su83 forma consumada, a la manera como «se abre» una flor. Por tanto, la creación no es buena desde sus comienzos, tan sólo podrá llegar a serlo. Y a este respecto tiene validez el siguiente principio: «Un bien, si no contiene en sí un mal superado, no es un bien real y vivo». La cosa no puede ser de otra manera, pues ese devenir de la identidad de Dios y de la naturaleza es un proceso libre, que debe contener en sí el mal como superado, pues la libertad incluye siempre la opción del mal.

    Este gran relato sobre el devenir de la identidad de Dios provocó en Schopenhauer, de quien enseguida vamos a ocuparnos, el mordaz comentario de que Schelling parece estar muy familiarizado con Dios, «pues nos describe incluso su nacimiento, aunque sea una lástima que no diga ni una sola palabra acerca de cómo llegó a conocerlo tan íntimamente».

    Schelling llegó a esa familiaridad con Dios por el mismo camino que Schopenhauer llegó al conocimiento del principio universal de la voluntad. Schelling, al igual que Schopenhauer, penetró profundamente en la conciencia humana de la libertad; allí experimentó el juego de fundamento y abismo. « ¡Sólo el que ha gustado la libertad!», escribe Schelling, «puede sentir la aspiración a hacerlo todo análogo con ella, a extenderla sobre el universo entero.»

    Schelling se sumerge profundamente en el drama de la libertad, en el que la «libertad propia» y la «libertad universal» están en lucha entre sí, y hace estallar los límites de este proceso infrahumano, para convertirlo en escenario de la polaridad del proceso entero del mundo.

     Toda vida se mueve según Schelling en una polaridad, en la que son determinantes dos principios fundamentales.

    El primer principio es el de la mismidad o identidad. Todo ser individual tiene su punto interior de gravedad, su centro, su «egoísmo». Una parte de la fuerza vital está atada hacia dentro y se usa para la propia conservación. Lo vivo tiene la tendencia a permanecer en sí y junto a sí. Implica un movimiento contractivo. Schelling lo somete a reflexión en el concepto de Dios. Si en éste sólo hubiera este aspecto del ser, no se habría podido dar ninguna creación. Ninguna luz habría surgido hacia fuera. Toda la fuerza enorme estaría concentrada en sí. Dios estaría cerrado en sí; como diríamos hoy, se habría quedado en un «agujero negro». Cada ser individual sigue la tendencia interna a conservar su forma y con ello sus límites. Esto produce el encierro específico, «lo tenebroso, oscuro» en cada ser. La materia muerta está todavía enteramente cerrada, es sombría por completo. No es otra cosa que «la parte inconsciente de Dios». Esta oscuridad cerrada de la materia se manifiesta en el peso, la gravitación, la densidad, en las fuerzas que dan cohesión y retienen. Pero precisamente por esto la materia es también el fundamento que da soporte, la base, el contrapeso en todos los procesos de producción y de salida de sí. Con ello hemos mencionado el segundo principio: lo expansivo. El ser material sale de sí, se rebasa. Ahí están los primeros pasos de la propia trascendencia.

En el nivel más elemental hay comunicación, una relación con el mundo, aunque todavía inconsciente. Cuando el principio de la expansión se hace espiritual, Schelling lo llama «amor». Pero hay que representárselo también en un plano completamente elemental. Se trata de las fuerzas centrífugas. Este principio hace brotar asimismo la conciencia como una fuerza que abre. La conciencia, abierta para lo demás y para sí misma, advierte que está en un mundo, rodeada de un universo de posibles relaciones y acciones. La conciencia está siempre más allá de sí, se trasciende a sí misma, rebasa su propio ser y abre otros espacios y tiempos. Se da así el aquí y el allí, el presente, el pasado y el futuro. Tan sólo con la conciencia, el ser dilatado en el espacio y el tiempo encuentra el escenario en el que puede aparecer. La conciencia abre el espacio de juego del mundo.

    Schelling encuentra dificultades para reducir estos dos principios de la vida a un concepto simple. Se le ofrecen los binomios conceptuales de consciente e inconsciente, real e ideal, materia y espíritu, mismidad y amor. Al final se decide por el concepto de voluntad: «Querer es el ser originario». Allí está contenida la tensión polar entre voluntad propia y voluntad universal.

    «El principio, en tanto procede del fundamento y es oscuro, es la voluntad propia de la criatura.» La voluntad propia es aquella que está referida a sí misma. Su relación con el mundo es absorbente, anexionante y sin duda también destructora.

     El concepto de «voluntad universal» es equívoco. No significa simplemente la voluntad «divina», que se eleva sobre todo y lo penetra todo, sino que designa primordialmente la voluntad en el acto de hacerse clara. A la voluntad se le abre una luz y ella se ve a sí misma y ve su mundo. En segundo lugar designa el proceso por el que, al emerger la voluntad «ciega» a la claridad, deja a la vez de quererse solamente a sí misma y de querer lo suyo en exclusiva. Por tanto, la voluntad universal es una transformación de la voluntad. Ésta se trasciende a sí misma. A la voluntad universal Schelling le da también el nombre de «entendimiento», término que designa la facultad espiritual de la propia trascendencia.

      En sentido estricto se puede hablar de una voluntad propia tan sólo cuando se ha desarrollado ya la voluntad universal, como en el caso del hombre. El resto de la naturaleza permanece todavía «hundido en el ser». Ambos principios están aún inseparados y sólo se dan allí potencialmente. La piedra está, a todas luces, cerrada, pero no se puede hablar en ella de una voluntad de permanecer cerrada. Esta encerradura voluntad propia sólo se da cuando un ser particular se rebela, se «erige» -usando el término de Schelling- contra la exigencia de su contrario ya desarrollado, cuando esta voluntad se quiere contra el todo. Tan sólo en el hombre se desarrolla esa voluntad propia, sólo en él se desarrolla la contienda de los principios. «En el hombre está el poder entero del principio tenebroso y a la vez la fuerza entera de la luz. En él está el abismo más profundo y a la vez el cielo más alto, o sea, los dos centros.»

    El hombre está puesto entre Dios y los animales. En los animales no se da todavía esta oposición, y en Dios ya no se da. En los otros seres vivos los dos principios no están desarrollados todavía, y en Dios sí se dan ambos principios, pero se hallan indisolublemente ligados entre sí. «Por tanto, aquella unidad que es inseparable en Dios, tiene que ser separable en el hombre, y ésta es la posibilidad del bien y del mal.» Si el hombre logra armonizar la oposición, se rebasa hacia Dios. Si no lo logra, cae más bajo que los animales. Ésta es su precaria situación.

     Limar la oposición significaría incorporar la voluntad propia a la voluntad universal, o sea, la propia trascendencia, la iluminación de sí mismo, la superación del egoísmo, el amor. Ésa es la disolución positiva, clara, de la oposición.

    Pero puede resolverse también negativamente, en forma tal que se invierta el rango de los principios. La voluntad propia somete la voluntad universal. La fuerza inferior domina sobre la superior y se sirve de ella para fines egoístas. El egoísmo impera sobre la razón, la facultad humana de la propia trascendencia sirve a la mera afirmación de sí mismo. Podríamos ejemplificar lo dicho de diversas maneras.

     El espíritu se convierte en mercancía, la religión pasa a ser un medio de conquista de poder, la razón se hace instrumental. El espíritu deja de ser fin en sí mismo, en el sentido de una vida incrementada, y se ve degradado a la condición de un medio para la «conservación de las bases externas de la vida».

    Es tarea de la libertad conservar el orden de rango de los principios. Para Schelling el hombre es un traidor notorio al principio superior de su vida. Pero no lo es por razón de una coacción natural, sino en virtud de su libertad. «El hombre está puesto en aquella cumbre donde tiene en sí por igual la fuente de automoción para el bien y para el mal: en él, el vínculo de los principios no es necesario, sino libre. Se halla en el punto de separación, aquello que él elija, será su acción libre.»

     El hombre se convierte en traidor a lo universal porque la «angustia de la vida» lo expulsa del propio centro. Pero el centro es el espíritu del amor, aquel «fuego devorador» cuyo calor él busca y ante el que retrocede para no quemarse. El hombre huye a la periferia de su esencia, es un ser excéntrico. La desviación del centro es la traición al espíritu.

    Esta perversión es en Schelling la estructura fundamental del mal, que va más allá de lo meramente moral, y con tales expresiones designa aquel escándalo que el pensamiento cristiano califica de pecado contra el Espíritu Santo. Ahora bien, el «Espíritu Santo», contra el que peca el hombre, es el propio centro espiritual de su esencia. El hombre es el animal metafísico, y cuando intenta deshacerse de esa magnitud, incurre en traición contra su propia esencia.

    El Schelling tardío hubo de experimentar por sí mismo a mediados del siglo XIX esta traición contra el espíritu e incluso la expulsión de éste del campo del saber. Tuvo que ser testigo del ascenso triunfal de las ciencias naturalistas y materialistas. Una historia preñada de males.

El joven Schelling era todavía una primera figura en el escenario mágico del espíritu, entre aquellos atletas inspirados de la reflexión que en el momento en que los realistas llamaban a la puerta -con su sentido de los hechos y armados con la concisión de su «no es otra cosa que»- tenían que sentirse como niños ingenuos que habían hecho diabluras y lo habían puesto todo en desorden. Ahora se trata de despejar, ahora comienza la seriedad de la vida, los realistas cuidarán de la nueva tarea. El realismo y el materialismo de la segunda mitad del siglo xix llevarán a cabo la obra de arte de tener en poco al hombre y emprender a la vez grandes cosas con él, supuesto que pueda llamarse «grande» la moderna civilización científica.

     Comenzó entonces el proyecto de una modernidad que miraba con actitud adversa a todo lo exaltado y extravagante. Pero ni la fantasía más exaltada habría podido imaginarse qué monstruosidades y cuánto mal había de producir el espíritu del desencanto positivista.

    La desacreditación del idealismo alemán traería a mediados del siglo xix un materialismo de figura robusta. Hubo entonces catecismos del desencanto que se convirtieron de repente en superventas. Uno de estos rigoristas descarnados escribía: «Es una prueba de [...] insolencia y vanidad el intento de mejorar el mundo cognoscible mediante el hallazgo de otro suprasensible, y el de convertir al hombre en un ser elevado sobre la naturaleza añadiéndole una parte suprasensible». ¡Qué de opiniones se forjaron por esa manera de sentir! El mundo del devenir y el ser no eran otra cosa que el remolino de moléculas y la transformación de energías. El «yo» de Fichte y el «espíritu» de Hegel no eran sino quimeras. ¿Y qué decir del espíritu? Es una función del cerebro, se afirmaba. Los pensamientos se comportan con el cerebro como la hiel con el hígado y la orina con los riñones.

La marcha victoriosa de una ciencia semejante no podía detenerse ante ninguna objeción, sobre todo porque estaba mezclada con un especial componente metafísico, a saber, la fe en el progreso. Si reducimos las cosas y la vida hasta extraer sus componentes elementales —opinan los representantes de esa ciencia—, se descubrirá el secreto de la fábrica de la naturaleza. Si llegamos a saber cómo está hecho todo, estaremos en condiciones de reproducirlo. Actúa aquí una conciencia que busca en todas partes lo llano, lo que carece de adornos, también en la naturaleza, a la que se pretende atrapar in fraganti en el experimento, y se le puede mostrar por dónde ha de continuar cuando se sabe cómo transcurre.

De hecho, entre los presupuestos del enorme éxito de las ciencias se hallan la continencia espiritual y la curiosidad para lo más cercano, para lo invisible en el mundo y no en un más allá; por ejemplo, la curiosidad en lo relativo a las células y a las ondas electromagnéticas. En ambos casos la investigación penetra en lo invisible y llega a resultados visibles, así, en la lucha contra los microbios desencadenantes de enfermedades, o bajo la figura de la telegrafía, que abarca el mundo entero. Algunos sueños de la metafísica se han hecho realidad técnica, en concreto, el aumento de la soberanía sobre el cuerpo, la superación del espacio y del tiempo.

Cuando la física enseña a volar, ¿no han de derrumbarse los voladores de la metafísica y moverse en adelante en tierra firme? Schelling no acepta esta alternativa. En la introducción a la Filosofía de la revelación de 1842 dice: «No aquellas verdades [las metafísicas], sino la conciencia en la que, según se dice, no tienen ya sitio es lo anticuado y lo que ha de ceder el puesto a una conciencia más amplia».

    El programa de Schelling contra la traición a la trascendencia y en favor de una ampliación de la conciencia significa conocer que el espíritu está siempre en peligro de perderse en sus obras y de confundirse con éstas. El espíritu móvil se encadena en las partes de sí mismo que han sido fijadas en sus creaciones. Prometeo se encadena a sí mismo en las rocas. En la época de la inteligencia artificial este peligro es especialmente grande. Hablando desde el pensamiento de Schelling habríamos de argumentar que las partes de reflexividad e inteligencia que entran en la inteligencia artificial no pueden agotar en manera alguna la dimensión creadora del espíritu. Lo que puede representarse mecánica y automáticamente son, digamos, las partes automáticas y mecánicas de la inteligencia. Toda la empresa, bien entendida, puede servir para obtener una comprensión más profunda del espíritu. En tanto el espíritu saca fuera de sí sus componentes mecánicos, automáticos, descubre el propio fundamento creador, o sea, aquello que no es calculable o digitalizable.

    Schelling desarrolla el problema de la propia cosificación del espíritu mediante el modelo de la relación de Dios con su creación. Dios ha puesto fuera de sí el mundo material y a partir de ahí pone en marcha una historia en cuyo curso él no desaparece en su obra, sino que la eleva hacia sí y la penetra. Así tendría que proceder también el hombre con su obra y con la inteligencia que se esconde en ella. Habría de entenderla como la parte cosificada y, por tanto, regular de su inteligencia, pero sin confundir con ello su identidad espiritual. La potencia del espíritu se pierde cuando se intenta ser semejante a lo hecho por uno mismo. Y este peligro es demasiado grande.

    Lo dicho tiene validez para todo pensamiento que ha encontrado su forma lingüística, y con mayor razón la tiene para un pensamiento que ha encontrado su representación material en la «máquina». Con palabras de Schelling:

     «Así, los pensamientos ciertamente son engendrados por el alma; pero el pensamiento engendrado es un poder independiente, que sigue actuando por sí mismo, es más, crece tanto en el alma humana, que coacciona a su madre y la somete».

    En este caso el hombre no sólo se rige por sí mismo, sino, ¡peor todavía!, se rige por la parte cosificada de sí mismo.

    Schelling no esgrime ninguna objeción contra el triunfo de las ciencias empíricas. Según su concepción, el mal comienza sólo cuando la conciencia se estrecha a pesar del conocimiento creciente, cuando la facultad humana de trascendencia es utilizada para la inmanencia, cuando en definitiva se trata tan sólo de hacer más confortable la rueda en la que se mueve el hámster. Éste es uno de los aspectos de la perversa historia que se relaciona con la traición a la trascendencia.

    Otro aspecto se refiere a la historia política. La inversión de los principios, o sea, el dominio de la voluntad propia sobre la voluntad universal impide que el género humano, escindido en una multiplicidad incalculable, se congregue en la unidad. La escisión enemiga en egoísmos promueve la búsqueda de una unidad secundaria que posibilite una situación soportable. Esta unidad secundaria, más allá de la perdida unidad de la naturaleza y más acá de la unidad no conquistada en Dios, es la organización del Estado. El Estado es una «consecuencia de la maldición que pesa sobre la humanidad». Sin unidad de la naturaleza y sin unidad en Dios, no queda sino la unidad artificial del Estado, que se sostiene mediante la coacción física. Esta unidad precaria reclama motivos espirituales. El espíritu, que se adapta a las tareas de la fuerza coactiva del Estado, se convierte en ideología. Y si margina la necesidad de la fuerza coactiva del Estado, entonces disuelve la conexión social en la anarquía de las diversas voluntades particulares en su competencia recíproca.

    El destino histórico de los estados es tener que andar bordeando entre el Escila de la anarquía y la Caribdis de un orden terrorífico. Los estados son instituciones frágiles. Ayudan a dar carta de naturaleza al hombre, y a la vez deben proteger en él aquellas fuerzas esenciales que impulsan más allá de toda unión estatal. Han de ser poderosos y a la vez tienen que limitar su poder. Son organizaciones de la supervivencia, no de la verdadera vida. Pero si el interés de la supervivencia se traga la verdadera vida, los estados se hunden en la situación de una pecaminosidad consumada. La traición al espíritu es la destrucción de la dignidad humana.

     En lo dicho se trata de la relación entre los individuos y el Estado. Es precaria la unidad estatal, pero no lo es menos la relación entre los estados. En esta relación son los estados los que se convierten en portadores de la voluntad propia. «Colisionan» entre ellos, y en el peor de los casos se enzarzan en guerras. «Así queda redondeada la imagen de la humanidad que se ha rebajado enteramente a lo físico, e incluso a la lucha por su existencia.»

     En la obra tardía de Schelling se nota el profundo terror ante la posibilidad de que la oscura voluntad propia someta la luz de la conciencia universal, o sea, el espíritu del amor, y con ello la evolución de la conciencia pueda quedarse a medio camino. ¿Hemos comprendido realmente la esencia de la naturaleza?, pregunta Schelling. Con la cultura científica, ¿nos acercamos a aquel punto «en el que la naturaleza, hasta entonces ciega» pueda llegar «a la conciencia de sí»? De ninguna manera.

    En realidad, para él esto no representa ningún hallazgo. En su escrito sobre la libertad habla con frecuencia de los abismos oscuros. Pero da la impresión de que tan sólo en los años tardíos se le abrió enteramente el alcance de la tesis de la posible impotencia del espíritu. En su filosofía tardía dice lacónicamente «que la verdadera materia fundamental de toda vida y existencia es lo terrible». También con esta afirmación se limita a radicalizar una intuición anterior en relación con el carácter cerrado de la naturaleza. En el tratado sobre la libertad humana habla de la «tristeza inherente» a toda vida. Esa «tristeza» tiene su fundamento en lo cerrado de la naturaleza, donde el espíritu todavía no se ha mostrado por completo. Es como si la naturaleza nos quisiera decir algo y sólo lograra balbucear y a la postre enmudecer. Se deja sentir en ello el silencio de la materia, cuya gravedad retiene lo decisivo. Pero como la materia no es otra cosa que la «parte inconsciente de Dios», la «fuente de tristeza» brota en definitiva de Dios mismo, de su fondo oscuro. Así se extiende sobre la naturaleza no redimida aquel «velo de melancolía, aquella profunda e indestructible melancolía de toda vida».

    En el Schelling de la última época, la melancolía se convierte en espanto y horror. Su tardía Filosofía de la revelación comienza con la desesperación. Buscando una salida, llega al convencimiento de que «el Dios que deviene» en la naturaleza y en el espíritu humano no es la última palabra. La oscuridad, con su implicación de una falta de ser, no llega de esa manera a convertirse enteramente en luz. No hay ninguna redención que pueda hacerse transparente al pensamiento humano por sí solo. Más bien, después de lo inmemorial del principio, consistente en el hecho de que existe algo y no nada, tiene que acontecer algo nuevo también de tipo inmemorial. En primer lugar, eso significa sin más tomar realmente en serio la apertura del tiempo y, a diferencia de Hegel y de toda la filosofía idealista de la historia, no curvar el acontecer histórico en el círculo del éxito, ni en aquel círculo fatal del eterno retorno que propuso el Nietzsche tardío. No son posibles ni la perfección redonda ni la inutilidad completa, pues en ambos casos está velado el tiempo abierto, de modo que no queda para el hombre ningún «futuro verdadero». 

Esto tiene validez también para la flecha lineal del progreso, en la que la filosofía positivista de los siglos xix y xx transformó el tiempo. Según Schelling el tiempo no transcurre en una linealidad calculable, sino que es discontinuo. Se mueve en forma de quebraduras, que se producen cuando irrumpe algo en la historia. En definitiva, Schelling se aleja del Dios que deviene en la naturaleza y en la historia, para dirigirse a aquel otro que irrumpe en la historia con revelaciones manifiestas. En torno a los acontecimientos reveladores han cristalizado las religiones mundiales. En el Schelling tardío la historia continua del devenir se convierte en una historia discontinua de las epifanías. Tales epifanías golpean como rayos la conciencia humana. Schelling caracteriza la empresa de su época posterior mediante la designación de «filosofía positiva». Con ella indica que la filosofía no puede llevar nada a cabo si no dispone ya de una previa donación espiritual. No es suficiente inferir a partir de los conceptos. La filosofía equivale para el Schelling tardío al temblor de una revelación.

    ¿Dónde ha quedado entre tanto el mal? Está presente en todas partes y se ha convertido en signatura de la época del mundo. Visto desde la filosofía tardía de Schelling, el mal es el estado de un mundo invertido, que tiene necesidad de una revelación. El origen de la inversión es la libertad como «la posibilidad del bien y del mal». Sin duda, la libertad es una sobrecarga para el hombre, que no ha estado a la altura de la tarea de esclarecer en sí mismo la naturaleza, de hacer que la voluntad propia creada entre en la voluntad universal, de transformar el «espíritu egótico» en espíritu del amor. Así, afirma Schelling:

    «Las acciones y los efectos de esta libertad [ofrecen] a grandes rasgos un espectáculo tan desconsolado, que desespero por completo de un fin y, en consecuencia, de un verdadero fundamento del mundo. Todo otro ser de la naturaleza es en su lugar o en su nivel lo que tiene que ser, de manera que cumple su fin. El hombre, en cambio, puesto que sólo puede alcanzar lo que debe ser con conciencia y libertad, mientras es inconsciente de su destino se siente arrastrado hacia un fin por este movimiento enorme y sin descanso que llamamos historia, hacia una meta que no conoce, y que por lo menos para él carece de fin. Ahora bien, como el hombre tiene que ser el fin de todo lo demás, a través de él todo lo demás se ha hecho también carente de fin [...]. En toda acción, en todo esfuerzo y trabajo del hombre no hay sino futilidad: todo es en vano, pues todo lo que carece de un verdadero fin es en vano. Así pues, lejos de que el hombre y su acción haga comprensible el mundo, es él mismo lo más incomprensible, y me arrastra ineludiblemente a la opinión de la infelicidad de todo ser, una opinión que se ha manifestado en tantos sonidos dolorosos de tiempos antiguos y recientes. Precisamente él, el hombre, me induce a la última pregunta, llena de desesperación: ¿por qué existe algo en absoluto? ¿Por qué no hay simplemente nada?».

     Puesto que así se comporta la aventura de la libertad humana, puesto que esta libertad no conduce a un buen resultado, se hace necesaria una acción libre del Dios inmemorial. La libertad divina, que se manifiesta en el acontecer de la revelación, responde a la malograda libertad del hombre. En el drama del mundo y en la historia del hombre Dios tiene que tomar una y otra vez la iniciativa.

    Schelling, a diferencia de Agustín, pretendía que el hombre ha de regirse por sí mismo. En todo caso, para ello se requería una comprensión más profunda del «sí mismo». Y una vez lograda, podía emprenderse el vuelo hacia las alturas. Pero en el desarrollo de esta empresa se descubre una tiniebla amenazadora, en la que se hunde la naturaleza e incluso Dios mismo. Por eso tenía que suceder algo. Pero ¿cómo había de poder llegar el hombre a la luz si incluso Dios pertenece a las tinieblas con una parte de su esencia? Abandonado a sus propios medios no puede conseguirlo. Lo que tiene que suceder sólo puede provenir de la parte clara de Dios. El espíritu del amor, que sin duda en el hombre es demasiado débil ha de revelarse de nuevo. O bien la creación no está terminada, o bien ha fracasado.

    Con su filosofía de la revelación Schelling vuelve a situarse en el suelo de Agustín. No hay duda de que el hombre estaría perdido si pudiera regirse solamente por sí mismo. La Filosofía de la revelación concede de nuevo la palabra a la fe. Pero ya no se trata de una fe infantil, es más bien la fe a la que se llega después de una circunnavegación filosófica. Aunque lleguemos de nuevo al punto del que habíamos arrancado, lo cierto es que hemos experimentado algunas cosas, algunas cosas que han quedado detrás, o debajo, o por encima de nosotros.

     Hay que hacerse a la idea del mal universal, que se coextiende con el mundo. Es la profundidad inexplicable del mundo. Pero por lo menos no habríamos de traicionar nuestra «alma llena de espíritu», este «cielo interior». Y en todo caso, cae bajo el poder de la libertad el mantener la fidelidad a un sí mismo mejor. Hemos de mantener la promesa, una promesa cuya plasmación inacabada somos nosotros.

CAPÍTULO 5

   Schelling afirma que «el querer es el ser originario». Pero en Schelling, este «querer», como sustancia propulsora de todo lo vivo, tiene la tendencia a «transfigurarse» y «espiritualizarse» con la evolución de la conciencia. Aunque la voluntad comienza oscura, contiene la potencia para hacerse clara. De todos modos, se da en ella además el drama de la libertad y, con ello, del mal. Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad, cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia humana, se alza la propia y egotista voluntad oscura sobre la voluntad universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente para fines egoístas.

   El principio fundamental de la vida en Schopenhauer es asimismo la voluntad. Pero la voluntad no realiza ninguna historia de la glorificación, ninguna evolución hacia lo superior. Lo universal de la voluntad no es su proceso hacia la claridad, sino la oscuridad y el sinsentido de su universalidad. De ahí que para Schopenhauer no haya ningún Dios, ninguna tendencia a la divinización. Y el mal tampoco es la inversión de los principios, que para Schelling eran el de la voluntad propia y el de la voluntad universal. Según Schopenhauer, la razón en principio está sometida a la voluntad, es solamente una de sus funciones. En el hombre -dice Schopenhauer-, la voluntad ha recogido para sí una luz de su entorno, no para iluminar con ella el ser, sino para poder espiar mejor los objetos de su apetito. De todos modos, en Schopenhauer hay también otra razón que se desgaja de la voluntad en el arte o en la ascética. Es la razón suprarracional de la negación de la voluntad. Schelling espera la consumación en el ser, Schopenhauer espera ser redimido del ser.

   Según Schopenhauer, el mal se ha hecho universal en un sencido que todavía hemos de explicar. Es cierto que el ser como voluntad está, propiamente, más allá del bien y del mal, es lo que es. Pero al aplicar el punto de vista de la significatividad moral, Schopenhauer no tiene reparos en calificar y rechazar el todo como «malo». Mirando a las experiencias de su juventud, dice que le sucedió como a Buda:

   «A los diecisiete años, sin ningún género de adoctrinamiento escolar, me sacudió la vivencia de las penalidades de la vida, lo mismo que le sucedió a Buda en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte [...]. Mi conclusión fue que este mundo no puede ser obra de un ser totalmente bueno, pero sí puede ser obra de un diablo, que ha traído a las criaturas a la existencia para deleitarse con la contemplación de su tormento».

El diablo es aquí una metáfora. De hecho, Schopenhauer no se rompe la cabeza con ningún espíritu demoniaco, pues la voluntad ciega, la ausencia total de espíritu en el núcleo de todas las cosas, es suficiente para comprender la oscuridad del mundo. Schopenhauer, al igual que Schelling al principio, continúa la llamada filosofía perenne (philosophia perennis), expresión acuñada por Leibniz. Su nota común, desde los presocráticos hasta la metafísica del siglo xx es el intento de comprender el absoluto, el uno, el todo, una de cuyas partes es el hombre. Es el intento de desarrollar la conciencia de una unidad metafísica, frente a la alternativa religiosa de una ruptura y de un abismo insuperable entre el hombre y Dios, el representante del todo. Según la concepción de la filosofía perenne, Dios no es el totalmente otro, contrapuesto al hombre, sino el absoluto, que envuelve al hombre y lo penetra. En él vivimos, tejemos y existimos, aunque esto no sea a través de la fe, como en la religión, sino en el medio del conocimiento. Puesto que la filosofía perenne entiende el absoluto como un todo integrante, su fin no es ser redimida, sino descubrir esa totalidad y con ello lograr una experiencia más profunda de la pertenencia a ella. Albert Einstein permanece en dicha tradición, pues afirma que la separación del todo es solamente una «ilusión óptica» de la conciencia individual, y que la tarea del conocimiento consiste en sacarnos de esta «prisión» del propio engaño.

    En el descubrimiento de la gran unidad nos cercioramos de las razones sólidas. Y así, Einstein todavía designa la experiencia de la unidad como una apertura de la «verdad suprema y de la belleza más radiante».

             También Schopenhauer quiere explorar el todo, pero no da señal de complacencia. El todo que descubre es lo terrible e insalvable. El fundamento se le ha convertido en abismo, pero no en la misma forma que a Schelling. La esencia del mundo es la voluntad, y la voluntad es el corazón de las tinieblas. El pensamiento de Schopenhauer conduce hasta aquel punto donde tradicionalmente se producía la transición hacia algún tipo de trascendencia por el hecho de plantearse la pregunta: ¿qué se esconde detrás del mundo que aparece? También Schopenhauer plantea esta pregunta. Abre el mismo escenario en el que por lo regular aparecía solamente Dios, el absoluto, el espíritu. Ahora bien, en lugar de estas augustas figuras donadoras de sentido, sale entre bastidores la «voluntad» como la aparición de un agujero negro que retiene toda luz.

      Arthur Schopenhauer parte de Kant, como hicieran Schelling, Fichte y Hegcomo el. Sin embargo, a diferencia de éstos, no quiere superar a Kant en lo que se refiere a un renovado cercioramiento de la razón absoluta en la propia certeza subjetiva. Se adhiere firmemente al análisis kantiano de la limitación de nuestro conocimiento. Para él, al igual que para Kant, la imposibilidad de conocer el mundo tal como es «en sí» sigue siendo un principio inconmovible. A la totalidad de nuestra facultad perceptiva y cognoscitiva le da el nombre de «representación», y por esto puede afirmar que el mundo es nuestra representación. El sentido que Schopenhauer da al concepto de «representación» se distingue del tradicional. Normalmente «representar» significa figurarse, poner algo ante la mirada intelectual. Cuando vemos algo con nuestros ojos reales, no lo llamamos «representación». En cambio, para Schopenhauer son actos de representación actividades como ver algo con los propios ojos, notar algo con la propia mano, oler con la propia nariz.

    Si todo percibir y conocer es «representar» en este sentido, ¿no estamos irremisiblemente hundidos en un sueño? Schopenhauer responde a esto con un sí y un no. Como Kant, responde con un «no», por cuanto resalta que sometemos constantemente nuestras representaciones a un cotidiano control del éxito, con lo cual se acomodan a la realidad, sin que por esto podamos saber qué es propiamente la realidad. En el terreno práctico, con nuestras representaciones nos las componemos muy bien en la vida. Los teóricos de la evolución biológica dirían que nuestro órgano de la concepción del mundo resulta adecuado a nuestro mundo de la vida, y que en todo caso ha de funcionar tan bien que nos ayude a sobrevivir. Si un perro con un palo largo en la boca quiere pasar a través de una puerta, moverá y girará una y otra vez la cabeza hasta que lo logre. Lo mismo que el perro a través de la puerta, el hombre pasa a través de la puerta de la verdad, si bien de una verdad que ya no es lo que en tiempos fue, pues ha perdido su venerable fascinación. Lo que antes era un exigente examen general, se ha convertido ahora en un insignificante ejercicio práctico.

    Por una parte, pues, aunque estemos encerrados en nuestras representaciones, no nos hallamos hundidos en un sueño. Pero, por otro lado, según Schopenhauer, también es cierto que somos unos soñadores. En efecto, el envés de nuestras representaciones está escondido para nosotros. Nos movemos despiertos en el universo de las representaciones y, sin embargo, no logramos deshacernos del sentimiento de que aplazamos constantemente nuestro despertar.

      Y despertar significaría darnos cuenta finalmente de lo que es el mundo, más allá de que es mi representación. El giro genial de Schopenhauer consiste en mostrar que está abierto otro camino para explorar la esencia del mundo: «Se buscó el camino hacia afuera en todas las direcciones, en lugar de entrar en uno mismo, en la esfera donde ha de resolverse todo enigma».

    Como a traición, entramos de repente en el interior de la fortaleza, que no podemos expugnar desde fuera partiendo de los fenómenos, o sea, de nuestras representaciones.

    Esta manera de abordar «desde dentro» es tan obvia, que la filosofía la ha tenido escasamente en cuenta. Los caminos del pensamiento filosófico, que conducen hacia el exterior del mundo, comienzan normalmente por lo más inteligible que puede pensarse, sea Dios, la matemática, o el yo pensante. La filosofía comienza en sí misma, antes de que, en la búsqueda de la esencia del mundo, se atreva a dar el salto de tigre a lo que no es ella misma. Schopenhauer procede de manera distinta. Comienza con la experiencia de la propia corporalidad. No es el yo pensante, sino el yo corporal el que posee el poder clave para el misterio interior del mundo. Es cierto que el hombre también puede percibir el propio cuerpo desde fuera, como representación; pero hay todavía otro acceso: «desde dentro». El hombre lo nota como «aquello inmediatamente conocido para cada uno y que designamos con la palabra voluntad». Acerca del mundo de fuera e incluso acerca de mí mismo tengo representaciones, pero en mí mismo yo soy voluntad: dolor, apetencia, placer, o sea, modificaciones del ser en el propio cuerpo. Cada individuo es el escenario en el que se unen el sujeto de la representación y el sujeto del querer: la conciencia y el ser. Y de ahí extrae Schopenhauer una conclusión por analogía extraordinariamente osada: fuera del mundo como representación y de la voluntad experimentada en el propio cuerpo, no conocemos nada. Por tanto, si el mundo corporal ha de ser más que nuestra mera representación —y, naturalmente, de ahí hemos de partir—, no podemos menos de atribuirle «en sí y en su esencia más íntima lo que encontramos inmediatamente en nosotros como voluntad». Por tanto, a la pregunta de qué es el mundo, prescindiendo de que éste es mi representación, Schopenhauer responde: el mundo es voluntad. De ahí viene el título de su obra principal, el título que resume muy condensadamente su filosofía entera: El mundo como voluntad y representación.

    Ahora bien, Schopenhauer no sólo da una nueva versión al concepto de representación, sino que también cambia el significado del concepto de «voluntad». La noción de voluntad en la tradición filosófica, y también la acepción del término en el lenguaje usual, une «voluntad» con «intención», «fin», «meta». Así, cuando yo quiero algo, me he representado este «algo», lo he pensado y visto. En esa acepción, la voluntad está intelectualizada. Es el carburante que empleamos cuando el entendimiento ha hecho ya los planes. Pero éste es precisamente el sentido que Schopenhauer no quiere dar a la «voluntad». Ésta es, más bien, un primario movimiento y aspiración vital, que en caso extremo puede llegar a hacerse consciente de sí mismo, y adquirir así la conciencia de una meta, de una intención, de un fin. Una piedra que cae, si fuera consciente de sí misma, tendría que llamar su «voluntad» a lo que la hace caer, a la gravedad. De igual manera, lo que sucede en nosotros y con nosotros no es otra cosa que la voluntad.

      Por tanto, esta voluntad no es nada de tipo inteligible. El fundamento del ser no es del tipo de un logos. Una de las páginas más impresionantes en la obra de Schopenhauer, un pasaje que muestra con suprema claridad esta oscuridad del fundamento, dice así:

    «Es inútil intentar explicar la oscuridad que se extiende sobre nuestra existencia [...] esgrimiendo razones al estilo de que hemos sido desgajados de

Una cierta luz originaria, o de que nuestro ángulo visual ha quedado reducido por causa de algún obstáculo exterior, o de que la fuerza de nuestro espíritu no es adecuada a la magnitud del objeto. A tenor de tales explicaciones dicha oscuridad sería solamente relativa, se daría tan sólo en relación con nosotros y con nuestra forma de conocimiento. ¡No!, la oscuridad es absoluta y originaria: se explica por el hecho de que la esencia interior y primigenia del mundo no es conocimiento, sino solamente voluntad, una voluntad carente de conocimiento. El conocimiento en general es de origen secundario, es accidental y exterior. Por ello la mencionada oscuridad no es una mancha casualmente ensombrecida en medio de la región de la luz. Muy al contrario, el conocimiento es una luz en medio de una originaria tiniebla sin límites, de una inmensidad tenebrosa en medio de la cual se pierde».

    El hecho de que exista la voluntad ya antes de que se abra un cielo de fines es algo que por sí solo constituye ya aquella oscuridad que se difunde luego sobre todas las relaciones del mundo. En nosotros mismos notamos que el fundamento del mundo es un abismo. Pues, según Schopenhauer, esta voluntad experimentada en el propio cuerpo es un impulso que apetece sin descanso; ciega y carente de fin y sentido, no puede saciarse por ningún medio. Por tanto, el universo de la voluntad tampoco es ningún «cosmos» armónico. Habríamos de horrorizarnos ante la naturaleza de la voluntad, afirma Schopenhauer. No hay en ella ningún reino en el que nos abrigue la madre. No podemos tener amistad con una tierra que para nada ha puesto su mirada en nosotros, que en todo caso conserva la vida de la especie con nuestra muerte. La naturaleza no es un lugar de calma, sino de agitación. Nos envuelve en el espectáculo tumultuoso de una batalla en la jungla. Demos otra vez la palabra a Schopenhauer para la descripción de este espectáculo de la oscura enemistad:

«En la naturaleza vemos por doquier pugna, lucha, cambio de la victoria [...]. Donde esta lucha general se hace visible con mayor claridad es en el reino animal, que toma el mundo de las plantas para su alimentación, y en el que cada animal es la presa de otro [...,] pues cada animal sólo puede conservar su existencia suprimiendo constantemente a otro ser extraño; así, la voluntad de vivir se alimenta de sí misma sin cesar y es su propio alimento bajo diversas formas. Y finalmente el género humano, porque subyuga a todos los demás, considera la naturaleza como una fábrica para su uso. Pero este mismo género pasa a ser en sí mismo el escenario en el que se revela de manera más clara y horrible aquella lucha, aquella escisión de sí mismo, y donde el hombre se convierte en "lobo para el hombre" (homo homini lupus)».

    Schopenhauer rechaza las perspectivas de solución consistente en la reconciliación general que han mantenido su poder hasta la actualidad, sea la del «retorno a la naturaleza», sea la de una razón mejorada. Ni la concordancia con la naturaleza, ni la razón desbrozarán el camino del progreso. Pero tampoco puede remitirse a Schopenhauer la moderna crítica de la razón, que carga sobre ésta la responsabilidad por el estado catastrófico de la civilización. Es cierto que también Schopenhauer desenmascara una dialéctica de la Ilustración, un vuelco de la razón ilustrada en una nueva forma de violencia. Y sin embargo, para él la destrucción y la violencia del poder no proceden de la razón misma, sino tan sólo de la voluntad, que toma instrumentalmente la razón a su servicio. Para este antiguo aprendiz de comerciante, la razón es la dependienta que se apresura veloz adondequiera que la envíe el jefe, la voluntad. Una realidad destructora y cruel no puede abordarse a base de una crítica de la razón, sino en todo caso mediante un relajamiento de la voluntad, en la contemplación, en el arte, en la filosofía y, por último, en la ascética de la negación de la voluntad de vivir.

   Me ocuparé enseguida de esta perspectiva de fuga en el pensamiento de Schopenhauer, de su peculiar mística. Pero digamos antes algunas palabras sobre su metafísica. Como todos los metafísicos anteriores, se atiene con firmeza a la idea de la unidad, a la idea de que las múltiples formas del mundo son reducibles a un punto de unidad. Según esta sugestión metafísica, la pluralidad de las apariciones se trueca en el monismo de la esencia. Schopenhauer mismo usa al respecto la imagen de la esfera, todos los fenómenos del mundo tienen su plaza en la superficie de la esfera y allí se encuentran las múltiples relaciones y estructuras. Pero a partir de cada punto de dicha superficie puede trazarse una línea que va a parar al centro común. Por más que hagamos girar la esfera en todas las direcciones, nunca llegamos a su centro. La sugestión metafísica de un centro común permite a Schopenhauer hablar de una voluntad unitaria del mundo, que luego entra horrorosamente en el escenario de la vida bajo diversas máscaras, desgarrada en sí y desgajada de sí misma.

     El recurso de Schopenhauer a la voluntad del mundo es deudor del monismo metafísico. No hay duda de que sería posible un pensamiento metafísico de la pluralidad, del individualismo en el fondo del ser, que germinalmente ya desarrolló Leibniz con su teoría de las mónadas. Sin embargo, Schopenhauer permanece bajo el hechizo de una tradición poderosa, que disuelve lo plural en el gran singular, como si sólo allí pudiera encontrar paz el alma, como antes la encontraba en Dios.

   Pero el punto de unidad de Schopenhauer, la voluntad del mundo, no es precisamente algo parecido a un punto de quietud; es más bien el corazón de la inquietud, un absoluto como centro de excitación. He aquí la ironía abismal en la que se enreda la voluntad de unidad en Schopenhauer. Cuando la voluntad de verdad llega a la meta, advierte que se había prometido algo muy distinto. Con impávida pasión, Schopenhauer se despide de toda la complicada tradición de la teodicea, que trataba de justificar a Dios mediante la justificación del mundo. «Ahora bien, este mundo está dispuesto con el grado exacto de indigencia que necesita para existir. Si fuera todavía un poco peor, ya no podría existir. Por consiguiente, no es posible un mundo peor, pues no podría existir, de modo que el actual es el peor entre los posibles.»

    Schopenhauer pide a una conciencia despojada de ilusiones que aprenda a vivir sin confianza en el mundo. Estamos solos y no hay ningún ser superior que tenga algún plan en relación con nosotros. No hay una providencia que piense en nosotros. Desde la perspectiva de Schopenhauer, es recomendable retirar el crédito al mundo. Y sin embargo, la afirmación, la autoafirmación elemental de la vida es y sigue siendo poderosa con desmesura (también en Schopenhauer). Ese es el poder oscuro de la voluntad, de la «voluntad propia», como diría Schelling.

    La voluntad de vivir toma cuerpo en el individuo particular, percibido como inconfundiblemente singular. El individuo es un misterioso punto de cruce. El sujeto del querer y el sujeto del conocimiento se encuentran juntos en un único punto: en el individuo. Hay tantas singularidades como individuos. El individuo es el escenario de un doble prodigio: una voluntad sabedora de sí misma y un saber que se quiere. Hay, por tanto, motivo suficiente para que un individuo quiera afirmarse y delimitarse, aunque sea carne salida de la carne y espíritu salido del espíritu. La propia afirmación de la voluntad por lo regular se arma con un gran «no» contra los otros cuerpos en los que se encarna la voluntad. Con imágenes grandiosas pone Schopenhauer ante nuestros ojos este teatro de la autoafirmación: «Pues, así como en el mar rugiente, que, ilimitado por todos sus lados, levanta y hunde bramadoras montañas de agua, se sienta un barquero en un bote, confiando en el débil vehículo, de igual manera se sienta tranquilo el hombre individual en medio de un mundo lleno de tormentos, apoyado y confiado en el principio de individuación [...]. Le resulta extraño el mundo ilimitado, lleno de sufrimientos por doquier, en el pasado infinito, en el futuro sin fin [...]. Es real para él su persona en vías de desaparición, su presente inextenso, su bienestar del instante [...]. Hasta ese momento vive tan sólo en la más interior profundidad de su conciencia un presentimiento muy oscuro de que propiamente todo aquello no es tan extraño para él, sino que tiene una relación con él, una relación contra la que el principio de individuación no puede protegerlo. De este presentimiento procede aquel horror indeleble y común a todos los hombres [...] que de pronto se apodera de ellos cuando, por la casualidad que sea, quedan desconcertados en el principio de individuación».

    Pero el «horror» ante la falta de consistencia del individuo, por lo regular se trueca en una autoafirmación histérica, en un egoísmo que incrementa su autoafirmación hasta la malignidad y crueldad frente a otros «yoes». Schopenhauer describe un mundo de egoísmos enemistados entre sí. Y, con claros apoyos en Hobbes, desde ese trasfondo desarrolla su teoría del Estado: éste pone un «bozal» a los «animales de rapiña», con lo cual no mejoran moralmente, pero se hacen «inofensivos como un animal herbívoro». Schopenhauer se opone explícitamente a todas las teorías desarrolladas bajo el influjo de Kant, que esperan del Estado una mejora, una moralización del hombre (Fichte, Schiller, Hegel), o que, con actitud romántica, ven en el Estado una especie de organismo superior de la humanidad (Novales, Schleiermacher, Bader). EI Estado es para Schopenhauer exactamente la «máquina social» que horroriza a los románticos de ayer y hoy, una máquina que en el mejor de los casos doma los egoísmos y los une con el egoísmo colectivo del interés por la supervivencia. Para este fin Schopenhauer desea un Estado dotado con fuertes medios de poder, aunque su poder haya de reducirse a lo exterior. El Estado nada ha de buscar ni disponer en la actitud y manera de pensar de sus ciudadanos. El autor comentado nos ofrece así un Estado fuerte y un concepto débil de política. Schopenhauer nos previene contra un Estado que quiera fundar sentido, contra un Estado con alma, que en cualquier ocasión echará mano del alma de sus ciudadanos.

    Aunque es cierto que todos levantamos una barricada en torno a nuestra individualidad, intentando encerrarnos en una fortaleza, sin embargo hay también experiencias que muestran nuestra pertenencia al todo. Para Schopenhauer hay una especie de metafísica comunidad solidaria, no como norma moral, sino como experiencia, no con carácter de deber, sino con rango de ser. Hay acciones que acontecen contra las fuerzas propulsoras del egoísmo. Las llamamos «morales». ¿Se producen realmente por imperativo categórico?, pregunta Schopenhauer. Su respuesta es que «no». Tiene que haber en nosotros tendencias que fundan tal acción. No bastan las exigencias. Hemos de atender a nuestra experiencia para poder descubrir las bases de la moral. Éstas radican en la tendencia a la compasión. Por la compasión, aunque sólo sea durante breves instantes, se relaja la guardia en la fortaleza de nuestro egoísmo. Schopenhauer interpreta la compasión como la ocasional y sorprendente experiencia de que todo fuera de mí es igualmente voluntad, lo mismo que yo, y de que todos sufren dolores y tormentos, lo mismo también que yo. Al que siente compasión, «se le ha hecho transparente el velo de Maya, y el engaño del principio de individuación lo ha abandonado»

    La compasión es una experiencia individual que la voluntad hace consigo misma, pero sin autoafirmación individual de la voluntad. Es la capacidad en ciertos instantes de extender más allá de los límites del cuerpo individual la intensidad de la experiencia de la voluntad en el propio cuerpo. La voluntad ya no está concentrada solamente en éste, sino que, por así decirlo, se ha hecho transparente y experimenta lo propio en lo extraño. Tat twam asi («todo eso eres tú»), según reza la antigua fórmula india para esta experiencia. La compasión no puede predicarse, ha de percibirse. Pero como reivindica nuestra acción, es posible cerrarse y embotarse frente a ella. Y así se añade algo que tiene el carácter de exigencia. En efecto, para sentir compasión, hemos de evitar que la impidamos. No es necesario que nos convenzamos de la compasión, es suficiente que le demos entrada. Sin embargo, la compasión es un acontecer no en la esfera de la razón (moral), sino en la de la voluntad: es una voluntad que nota los sufrimientos del otro y, por lo menos durante unos instantes, deja de quererse a sí misma exclusivamente en su limitación individual. En la compasión experimentamos el dolor y la culpa de la individuación, la culpa de ser el que uno es y la de que, por el mero hecho de existir, actuamos como un agente en el mundo de la voluntad desgarrado por la lucha. Puesto que esta experiencia es dolorosa, también la compasión irá unida siempre con el sufrimiento en sí mismo. Por compasión podemos hacer algo que prohíbe abiertamente la razón de la propia conservación. De la compasión en Schopenhauer no resulta ninguna fe en una superación histórica del dolor. Los que presumen de saber cómo se puede curar el todo, con demasiada frecuencia critican la compasión como un sentimentalismo ineficaz frente a síntomas particulares del sufrimiento general. Horkheimer, ajustando cuentas con las propias ambiciones y defendiendo la filosofía de la compasión en Schopenhauer, responde a esa crítica:

     «Desconfía de aquel que dice: si no ayudamos exclusivamente al gran todo, es imposible prestar ninguna ayuda. Ésa es la mentira de la vida de aquellos que no quieren ayudar en la realidad y se excusan con grandes teorías de su obligación en el caso concreto y determinado. Racionalizan su falta de humanismo».

   La ética de la compasión en Schopenhauer es una ética del «a pesar de todo». Sin garantía ni justificación alguna en el terreno de la filosofía de la historia, y con el trasfondo de una metafísica desconsolada, aboga por aquella espontaneidad que al menos quiere mitigar un sufrimiento que continúa. Anima a la lucha contra el sufrimiento y afirma a la vez que no hay ninguna perspectiva de que en principio sea posible la superación del mismo. Pero su ética incita a una solidaridad como si se tratara de una posibilidad real. La filosofía de la compasión en Schopenhauer es una filosofía del «como si».

     A partir de la compasión, la argumentación del autor conduce a la filosofía de la negación. Cuando el sufrimiento del otro deja de ser extraño, cuando experimentamos la unión mística de la compasión, puede suceder que cambie la voluntad del individuo respectivo y se estremezca ante los placeres de la vida. «El hombre llega al estado de renuncia voluntaria, de resignación, de verdadera indiferencia y total despojo de la voluntad.»

    Topamos aquí con una dimensión muy oscura de la filosofía de Schopenhauer. No sólo es oscuro el tema mismo, la negación; es también oscura y contradictoria la formulación conceptual de la experiencia que constituye la base de partida. Una primera dificultad se desprende ya de la metafísica misma de la voluntad en Schopenhauer. Pues su inmanencia radical prohíbe toda intervención trascendente de poderes superiores. Por tanto, la negación de la voluntad no puede ser el efecto de un poder superior, en el sentido de un conocimiento que domine la voluntad. Pero Schopenhauer se expresa a veces como si no fuera así. Dice, por ejemplo, que la voluntad «es rota». Ahora bien, si la voluntad es todo, si ella constituye el poder primario de lo real, ¿quién o qué habría de poder romperla? En consecuencia, si Schopenhauer quiere permanecer en el marco de su metafísica de la voluntad, no podrá entender la negación de la voluntad como un proceso del conocimiento, sino que habrá de entenderla como un acontecer del ser. La negación de la voluntad no es ningún acto, sino el suceso de la propia supresión de la voluntad, no es ningún terminar, sino un cesar. Lo que nosotros no producimos por poder propio, en la fe cristiana se llama gracia. En Schopenhauer, el cesar del que hemos hablado es también gracia.

    Este acontecer puede comenzar con la experiencia de la compasión, y puede consumarse en aquellas figuras como Cristo, Buda, Francisco de Asís, en los grandes místicos y ascetas, en todos aquellos genios del corazón en los que Schopenhauer pone su mirada, si bien con la clara confesión de que él mismo, en su propia persona, es una figura de otro tipo.

    Schopenhauer, llegado a la cumbre de su filosofía, roza los límites de la argumentación racional. Tiene que conformarse con señalar a aquellos elegidos que superaron el mundo. Pero en un pasaje admirable intenta describir el mundo tal como éste podría parecerles a los santos, que se han puesto a salvo de sus hechizos, y tal como se muestra también a su propia «conciencia mejor»:

   «Tranquilo y sonriente, con mirada retrospectiva ve los espejismos de este mundo, que antes eran capaces de mover y atormentar su ánimo, pero ahora están indiferentes ante él como las figuras del ajedrez después de acabar el juego, o como los disfraces arrojados por la mañana, cuya figura nos hostigaba e inquietaba en la noche de carnaval. La vida y sus figuras fluctúan todavía ante él como apariciones huidizas, a la manera de los débiles sueños del amanecer, a través de los cuales se trasluce ya la realidad para el que está medio despierto, de manera que carecen de la fuerza para engañar».

   Sin duda, Schopenhauer conoció tales «instantes sagrados», que de forma tan penetrante sabe describir. Y en el fondo, esos instantes constituyen el centro existencial y creador de su filosofía. En los años tempranos de la juventud, cuando andaba «embarazado» de su obra, llenó su diario de notas sobre esta «conciencia mejor», según la expresión que usa. Ésos son sus momentos extáticos. Schopenhauer delimita la «conciencia superior» frente a la empírica y frente a la conducta adaptada a la realidad que va ligada a la conciencia experimental.

    La «conciencia mejor» es un éxtasis de claridad e inmovilidad, podría caracterizarse como una euforia del ojo, para el que, a causa de tanta capacidad de ver, llegan a desaparecer los objetos. El que goza de ese éxtasis en el ver, se sustrae al ser. Por ello, la aludida vivencia extática se opone diametralmente a otro tipo de éxtasis, al que se produce cuando nos arrojamos al mar de los apetitos, cuando el cuerpo nos arrebata, cuando nos disolvemos en la orgía de la sensibilidad. En tales casos no se abandona el cuerpo, sino que se incrementa hasta convertirse en cuerpo del mundo. También aquí desaparece el yo de la afirmación de sí mismo, por cuanto se entrega a los poderes de las pulsiones, que no tienen naturaleza de yo. Desde Nietzsche, Dionisos representa la imagen de todo esto; él es el dios desenfrenado de una metafísica del cuerpo. Sin duda eso es metafísica, pues se trata de aquel más allá vertiginoso al que pueden conducirnos los disfrutes del cuerpo. En esa esfera, el yo no puede sino molestar; lo mejor es que desaparezca. Si se queda, no puede llegar Dionisos, este «dios venidero».

    Para Schopenhauer, que ya en su juventud había escrito poéticamente: « ¡Oh voluptuosidad, oh infierno!», Dionisos era el hombre falso. Pero en su diario escribe: «Intenta por una vez ser enteramente naturaleza. Es terrible tener que pensar: no puedes tener tranquilidad de espíritu si no estás resuelto, llegado el caso, a destruirte a ti, y esto significa, a destruir toda la naturaleza para ti».

    Arthur Schopenhauer es demasiado exigente, está demasiado sediento de intensidad para conformarse con su cotidiano yo empírico. Quiere rebasar los límites. Se entrega a la superación del límite hacia lo supraindividual, al éxtasis claro de la «conciencia mejor». Y a su vez se pone en guardia contra la otra superación del límite, que conduce a lo infra individual, contra el éxtasis de Dionisos. Eso guarda relación con una adversidad fundamental frente al cuerpo, que tiene también sus presupuestos biográficos, unos presupuestos de los cuales no hace falta hablar aquí.

    Con la referencia a la «conciencia mejor» ya ha podido verse claramente que cuando la voluntad muere en la negación, lo que queda no es una pura y simple nada. Hay allí un despertar. Quizás el mundo de la voluntad no lo es todo. Más tarde Schopenhauer, repasando retrospectivamente su filosofía, dijo: «En mí el mundo no llena la posibilidad entera de todo ser». El ser es más amplio que el mundo de la voluntad. Estamos ante una sorprendente afirmación de Schopenhauer, pues lo que acabamos de decir significa que la negación no conduce a un no ser, sino a otro ser.

    Toda gran filosofía tiene su reducto inefable, su misterio imposible de formular. Schopenhauer lo insinúa cuando dice que «en mí, el mundo no llena la posibilidad entera de todo ser». Y eso significa que la negación de la voluntad de vivir en Schopenhauer no afecta a la vida en general, sino a esta lucha de la vida en la jungla. No obstante, Schopenhauer experimenta tan totalmente la ley de la jungla inherente a la vida, la experimenta en tal medida desde su base natural —y no sólo desde la base social, cuyos datos son los más disponibles—, que la libertad concreta de dicha ley, el cesar, se convierte para él, a la postre, en un misterio incomprensible; y de hecho nuestro autor lo vive como tal, como una «conciencia mejor». Lo que aquí acontece también podría formularse así: la lógica de la lucha de la vida es total. Pero cuando se rompe, esta ruptura constituye un misterio. El mundo del querer sobrevivir es el infierno; sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la ocasión de una vitalidad real. Pero semejante vida no puede menos de presentarse como nula desde la perspectiva de la lucha por la existencia.

    En la filosofía de Schopenhauer, todo empuja hacia una vida transformada. La gran transformación sería la iluminación sagrada. Indicarla es todo lo que puede hacer Schopenhauer. Él mismo confiesa que en su propia persona «sólo» llega hasta la filosofía, o hasta el arte. Ahora bien, la filosofía y el arte están a medio camino. Por tanto, lo que el autor comentado alcanza es una santidad a corto plazo, un saborear anticipadamente o, expresado en forma prosaica, una distancia estética o contemplativa del mundo.

   Si quisiéramos caracterizar la filosofía de Schopenhauer en conjunto, habría que designarla como una metafísica de la distanciación estética. A diferencia de la metafísica tradicional, su aspecto redentor no radica en el contenido de lo que se descubre como «esencia» detrás del mundo aparente. En Schopenhauer se da también un contenido esencial, que es la voluntad universal; pero ésta es precisamente el verdugo, el corazón de las tinieblas. Lo que exonera y redime no está en el contenido, sino en el acto del pensamiento distanciador mismo. Se trata de una distancia estética frente al mundo; y hemos de advertir que «estético» significa mirar al mundo y «no estar entretejido para nada con él en el plano de la actividad». Este distanciamiento estético abre un lugar de trascendencia, que forzosamente ha de quedar vacío, según hemos visto. No tiene lugar ningún querer, ningún deber; se da tan sólo un ser que se ha convertido enteramente en ver, en «ojo del mundo». Schopenhauer rechaza todos los demás intensos de reconciliación. No admite ninguna inmersión en la naturaleza dionisiaca, ninguna inclusión relajada en el absolutismo espinosista de la realidad necesaria, ninguna redención en el espíritu absoluto de la realización histórica de sí mismo y del mundo. La redención se da solamente en el ver distanciado, y por tanto, estético, del mundo.

    Ese ver sereno es aquel tipo de negación que la filosofía misma todavía puede realizar como acto. No puede ir más lejos. Pero cuando lo alcance, la filosofía podrá tener también el efecto que Schopenhauer atribuye al arte beatificante:

    «Pues mientras dura ese instante quedamos libres del impertinente asedio de la voluntad; celebramos el sábado en el que descansamos del aprisionamiento en la cárcel correccional del querer, se detiene la rueda de Ixión».

     En nuestro autor, el mundo de la voluntad y el mal se aproximan entre sí hasta coincidir. Contra el mal, el pensamiento es una ayuda, pero no en el sentido de que como introducción a la acción pudiera cambiar fundamentalmente el mundo, sino como alternativa frente a la acción misma.

       Pensar en lugar de actuar; ahí tenemos el programa de Schopenhauer contra el mal. Y desde su perspectiva, contra el mal no han crecido más hierbas que las de su jardín. Pero es un programa que envuelve de otra manera en un mundo sin salvación, y lo hace de una manera distinta de la que Schopenhauer mismo entrevé. Pues, en efecto, acepta una nefasta división de trabajo, ya que, mientras unos piensan, otros actúan. Y así todo queda dispuesto para que la historia continúe con su maldad.

CAPÍTULO 6

Agustín, Schelling y Schopenhauer comparten la persuasión de que el hombre no sólo vive en una naturaleza llena de riesgos, de que no sólo funda sociedades donde la convivencia con sus iguales es peligrosa, sino que además representa un riesgo para sí mismo. No puede regirse por sí mismo, dice Agustín.

    Y el drama de la libertad lo sobrecarga, añadirá Schelling. El pensamiento filosófico podrá en efecto embelesar su alma con el encanto de un cielo, pero quizás eso no tenga gran trascendencia en el plano de la historia de la humanidad. Posiblemente, el individuo que filosofa puede anticiparse a la especie «y alcanzar para sí una conquista prematura de lo supremo», pero el conjunto de la especie necesita una revelación para volver su destino hacia el bien. Dios, como libre fundamento del mundo, tiene que corregirse una vez más y hacerse cargo de la libertad del género humano.

    Desde el punto de vista de Schopenhauer, al hombre no le ha probado bien el hecho de convertirse en el escenario donde se hace consciente la voluntad ciega. Pues ¿qué es la voluntad? Es la codicia elemental de mantenerse en la vida a todo precio. Por tanto, es una voluntad que a la fuerza habrá de enemistarse con otras encarnaciones de la voluntad. Como tal, implica una ofensa constante a la conciencia que hace alarde de los derechos de soberanía. La voluntad pone en ridículo al espíritu y reduce a cenizas sus ambiciones de sentido. La conciencia, que plantea la cuestión del para qué y por qué, se precipita en la oscura inmanencia del desarrollo de las fuerzas instintivas y no pasa de la muda tautología: la voluntad se quiere a sí misma. Más allá de la voluntad no hay sino la nada. El lugar de la trascendencia está vacío. De este vacío y esta nada, Schopenhauer es capaz de extraer algo así como un logro redentor. Es cierto que no se convirtió en el Buda de Frankfurt, pero llevó bastante lejos sus experimentos con la distanciación filosófica del mundo. Exploró la cuestión de cómo es posible desacostumbrarse del mundo, aunque sin abandonarlo. No fue capaz de seducir a las almas con ningún cielo, pero su genio metafísico descubrió las delicias del espectador invitado, del que asiste al espectáculo sin pagar. Su sentencia moral sobre este mundo de la voluntad afirma sin paliativos: es malo. Hay que mitigar la voluntad y mantener distancia frente a ella. Serán pocos los que lo logren y, por eso, tiene que entrar en acción el poder de las instituciones estatales para que la comunidad humana no se hunda en un caos asesino.

    También Agustín daba vueltas en torno al tema del estado del mundo. Pero no trascendió hacia un vacío, sino que encontró un infinito frente a él. La experiencia de Dios deshace los límites, pero no carece de forma. Hay en ella revelación, modelos vivos, rituales, una liturgia, el código de una doctrina. Expresado con toda brevedad: existe la Iglesia. «Dejé que mi alma creciera por encima de mí», dice Agustín. Y ¿adónde llega? No hasta Dios, cosa imposible; pero sí hasta la «casa de Dios». Y Agustín incluso se corrige, pues el suelo que pisa no es todavía la auténtica casa de Dios. La sublime morada de Dios está profundamente escondida; no obstante, él tiene «una tienda en la tierra». Y esta tienda es la Iglesia, la casa adecuada para los itinerantes, para los peregrinos que todavía están en camino hacia Dios. La Iglesia protege y dirige este viaje de los peregrinos, aporta orden y organización, da un soporte a los sentimientos vacilantes, protege a la religión de hundirse en la interioridad, confiere firmeza y duración y en el «sonar del júbilo» hace gustar anticipadamente la «fiesta eterna» en la casa del Señor. Lo mismo que el pensamiento extático de Platón (ansioso de «tener el alma para sí misma») permanece referido al espacio de la polis, de igual manera la aspiración de Agustín a dejar que el alma «crezca más allá de sí misma» encuentra un apoyo en la Iglesia.

    Agustín sigue el camino que conduce desde el éxtasis a la institución eclesiástica, con la esperanza de que el torrente de la gracia fluya también a la inversa: desde la institución al éxtasis. Este camino inverso significa educación, disciplina, sacramento. Se trata de que la relación religiosa esté anclada con firmeza. Y esto es lo que aporta la institución de la Iglesia, en la que la espiritualidad se hace duradera. Los donatistas, herejes del norte de África, exigían que sus jefes jerárquicos fueran moralmente irreprochables. En conflicto con ellos, Agustín defiende firmemente el principio de que también el ministro de la Iglesia es un hombre débil, y posiblemente incluso un hombre malo. No tiene el oficio porque sea digno, sino, a la inversa, es digno porque ejerce el ministerio eclesiástico. En la institución uno puede vivir moralmente por encima de su propia condición.

     La institución cosifica la historia de la salvación. También el acontecer de los sucesos sagrados tiene que ser administrado. Por eso Agustín define la Iglesia como la «ciudad de Dios», que desde la casa de Dios descuella en la ciudad secular. «Por ello ambas ciudades fueron fundadas mediante dos tipos de amor, la terrestre por el amor a sí mismo, que crece hasta el desprecio de Dios, y la celeste por el amor a Dios, que se eleva hasta el desprecio de sí mismo.» Pero las dos ciudades están «mezcladas y enlazadas entre sí» en este mundo, pues la Iglesia, la comunidad de aquellos que «en la lejanía peregrinan en la vida pasajera», también requiere necesariamente la paz terrestre, de la cual debe cuidar el Estado secular. Mientras la ciudad celeste peregrina en la tierra a través de los tiempos al lado de la terrestre, ambas recorren un trecho común del camino, y reina la concordia entre ambas en las cosas que pertenecen al ámbito de la vida perecedera. 

Así como en el caso de Platón y Aristóteles la comunidad de la ciudad ofrece aquella seguridad que permite al filósofo el disfrute del pensamiento puro, de igual manera en Agustín el Estado secular garantiza una seguridad elemental de la existencia y la paz como presupuesto para «la comunidad concorde del disfrute de Dios». De todos modos, esto no es un presupuesto necesario, pues el amor de Dios es más fuerte que toda ansiedad por la existencia, y en caso de necesidad puede mantenerse en medio de un gran desorden bajo el cielo. Quien ha relajado sus vínculos con el mundo, o bien, a la inversa, quien ama el mundo por amor de Dios y no por causa de él mismo, ciertamente echará de menos con dolor la paz terrestre, pero, no obstante, la paz celeste podrá otorgarle tranquilidad.

    Agustín fue sometido a prueba en este asunto. Escribió su Ciudad de Dios en los años de desmoronamiento del Imperio romano. Cuando en el año 410 d.C. comenzaba la redacción de dicha obra, los visigodos conquistaron Roma bajo el mando de Alarico. Y la obra fue concluida cuando los vándalos penetraban en el norte de África capitaneados por el rey Genserico. En aquel tiempo, las cosas pintaban mal en lo relativo a la paz terrestre.

    También la paz celeste es un asunto precario. Agustín, que después de su conversión habría preferido pasar su vida en un monasterio de clausura, se sentía fatigado por el ministerio eclesiástico que ejercía al servicio de esta paz. «Nada es más bello que investigar en el silencio los ricos tesoros de los misterios divinos; esto es dulce y bueno. En cambio, predicar, exhortar, castigar, ser edificante, estar en su puesto para cada uno, todo eso es un duro gravamen, un gran peso, una fuerte carga. ¿Quién no querría huir de semejante trabajo? Pero el evangelio me atemoriza.»

    ¿Por qué le atemoriza el evangelio? Agustín no sabe si la buena nueva es válida también para él, si al final de los tiempos estará entre los salvados o los condenados.

    Para Agustín, los éxtasis plotinianos del alma tenían el inconveniente de que mezclaban a Dios en los fluctuantes y mutables procesos psíquicos. Ahora respira bajo el techo de la Iglesia, en la «tienda de Dios». No le cabe ninguna duda de su existencia, lo que le atormenta es la incertidumbre de si este Dios lo mirará también con benevolencia. La inquietud de Agustín aumenta con el paso de los años. Cuando los vándalos sitian su ciudad, contrae una enfermedad mortal; yace en la cama y no puede levantarse. Hace que escriban cuatro salmos penitenciales en un pergamino y los cuelga en la pared, con el fin de tenerlos constantemente ante los ojos y poder leerlos desde la cama. Se agarra a esto con tal de no precipitarse al abismo de la angustia de su alma. El clamor del sitio penetra en la cámara del enfermo y Agustín cavila sobre la pregunta de si la lucha entre el reino de Dios y el mundo terrestre está entrando en su dramática fase final, y si, por tanto, ha llegado el final del mundo y con ello la hora de la decisión relativa a la salvación de su propia alma.

    También, y precisamente en esas últimas horas, se pone de manifiesto que Agustín tenía con toda evidencia buenas razones para estremecerse ante la profundización en la propia alma, tanto como si se asomara a un abismo. No olvidemos que las Confesiones de Agustín, singular documento occidental de la mirada hacia el interior, no eran una obra de diálogo solitario consigo mismo. Agustín sólo quería dialogar consigo mismo bajo la condición de que entre el yo y «el mismo» estuviera en juego el gran tercero, el Dios de la Iglesia. Entre el yo que pregunta y «el mismo» interrogado estaba Dios, un Dios que se ha hecho «realidad fija» en la institución y en la revelación conservada por ella. Sólo por este rodeo creía Agustín que le era posible desaterrar el peligro de precipitarse en el abismo de la propia alma. Por tanto, la relación consigo estaba mediada por Dios, el buen espíritu de la institución eclesiástica. Agustín estaba persuadido de que sólo así puede el hombre componérselas consigo mismo. El contacto del yo consigo mismo sólo se consigue mediante rodeos, y no mediante un acceso directo.

    Agustín expresa aquí una experiencia que milenio y medio más tarde formulará Arnold Gehlen como un dato antropológico fundamental.

    En el trabajo Sobre el nacimiento de la libertad desde la alienación, aparecido en 1952, Gehlen resume su antropología en el siguiente pensamiento. El hombre está sobrecargado por su propia subjetividad. No puede fundarse cosa alguna sobre la subjetividad porque ésta se hunde en la nada, en aquella grieta («hiato»)1 que se abre cuando el hombre cae fuera de los automatismos de sus acciones y se hace

1 Del latín hiare, separar. (N. del T.)

Interior. En lugar de intentar llegar a sí mismo, sería mejor que intentara llegar al mundo. La cosificación y la objetivación son alienaciones necesarias para la supervivencia. El hombre es un animal blando, las instituciones son la corteza y la coraza que le dan sostén y lo protegen. «El I hombre sólo puede mantener una relación duradera consigo mismo y con sus semejantes por vía indirecta, tiene que reencontrarse a través de un rodeo, alienándose; y aquí tienen su puesto las instituciones.»

Sin embargo, la parte de la institución que en tiempos se llamaba ciudad de Dios se ha derretido después del drama de la secularización; ha quedado el núcleo terrestre. La ciudad civil tiene que llevar a cabo ahora por sí sola lo mismo que antes realizaba la fuerza conjunta de ambos «reinos», que de suyo están entrelazados. Para Gehlen las instituciones mundanas son ahora aquellas formas «en las que lo anímico, un material ondulante incluso en la suprema riqueza y pasión, se cosifica, se entrevera en el curso de las cosas y sólo y precisamente así se establece con carácter duradero. De esta manera, por lo menos los hombres son quemados y consumidos por sus propias creaciones, ya no por la naturaleza ruda, como los animales».

    Agustín se consume en la preocupación por la salvación de su alma. Dios, que, como sabemos, habla desde la zarza ardiente, lo somete a prueba con tribulaciones. El Dios de Agustín es en efecto un fuego devorador. Durante un tiempo se convierte en un poder de supervivencia terrestre. Protege y dirige la peregrinación terrestre. La trascendencia sirve a la inmanencia. Pero eso es sólo un preludio. Al final todo se disolverá en trascendencia, bien en la condenación, bien en la salvación eterna del alma.

    Pero esa manera de ser consumido no es igual a la que se produce cuando, en el sentido de Gehlen, nos consumen las instituciones creadas por nosotros mismos. Para Agustín, Dios está por encima de la vida terrestre. Las instituciones de las que habla Gehlen se relacionan con la supervivencia biológica. Pero compensan también un defecto que antaño se llamó «pecado».

     Agustín enseñaba que el hombre no ha de regirse por sí mismo, pues es un pecador. Y Gehlen dice: el hombre no puede regirse por sí mismo, pues no tiene una mismidad firmemente delimitada y orientadora. El hombre es un ser cuya propiedad más importante es «tener que tomar posición respecto de sí mismo». De su relación consigo no saca ninguna ganancia referente al sí mismo, sino que descubre allí solamente la fragilidad de su esencia. En todo caso, cae en un movimiento circular en torno a su mismidad desconocida. En la relación inmediata consigo no se da ninguna constatación acerca de qué y quién es el hombre. Ese carácter duradero de la problematicidad es una sobrecarga que reclama una desgravación. Las instituciones protegen al hombre de perecer en el torbellino de las preguntas. 

El principio de las instituciones es el final de las preguntas. El talento humano para las instituciones se debe a que el hombre tiene intenciones que lo alejan de sí mismo y le permiten afianzar su vida con firmeza en las relaciones mundanas. Eso sucede a través de acciones. Por su mediación, el hombre se cosifica y a la vez humaniza las cosas. Las acciones se condensan en las instituciones; allí se convierten en transcursos regulares y automatismos, ahorrando energía y también las fatigas de la iniciativa propia. La teoría de Gehlen sobre las instituciones extrae amplias consecuencias de la frase de Schelling: «La angustia de la vida empuja al hombre fuera del centro». No se puede permanecer en el centro, porque éste es un corazón que late con inquietud. Las instituciones permiten al hombre vivir donde puede hacerlo de la mejor manera, a saber, en la distancia adecuada de esa inquietud. El centro inquieto es la grieta (el «hiato»). 

Esta expresión designa en Gehlen el hecho de que el hombre está en condiciones de «retener en sí» sus deseos e intereses, lo cual conduce a que las fuerzas propulsoras se estanquen, en contraposición al animal, que puede agotar constantemente sus fuerzas si nada se lo impide desde fuera. En los animales los impulsos y la conducta son en cierto modo el aspecto interior y el aspecto exterior del mismo acto. El caso del hombre es distinto. De la desconexión entre el impulso y la acción surge la inteligencia, es más, esta desconexión es inteligencia y con ello a la vez aquel «hiato» que hace surgir lo que llamamos interioridad, reflexividad, imaginación, etcétera. Este «hiato» trae también consigo que el hombre se convierta en un ser doble, en un ser que habita un mundo real y otro posible, y así cae en la situación precaria de tener que unir entre sí de alguna manera los dos mundos. Con demasiada frecuencia fracasa en ello. Puede configurar un mundo interior cada vez más sutil, que se desliga de la conexión con la acción en general. El interior se convierte en un reino de fantasía sin consecuencias, o de obsesiones con graves consecuencias. Se producen «ampliaciones de cada espacio pulsional, pululaciones con las correspondientes devastaciones; observamos manías, funciones lujuriantes, luego de nuevo inhibiciones internas desmesuradas, represión con realizaciones ficticias y manifestaciones como las drogas y la conducta asocial». El «hiato» como interioridad sin fondo y exceso configurado de pulsión confronta al hombre y la comunidad humana con este problema: ¿qué hacer con el exceso de interioridad que no se traduce a la acción a fin de que pueda «desfogarse»? Ese exceso es una amenaza para la aclimatación del alma a las relaciones del mundo social. La fuerza vital de una cultura se mide por la capacidad de atar las «fuerzas sobrantes» en sus rituales e instituciones. Cuanto más religiosos son éstos, tanto mayor es su capacidad de atar dicho exceso. Por tanto, las instituciones, también y precisamente las religiosas, protegen al hombre de sí mismo, del «hiato», que en la relación del hombre consigo mismo se abre como un abismo. En Gehlen este «hiato» equivale al pecado. 

    Pero de la misma forma que no podemos deshacernos nunca del pecado, que nos induce una y otra vez a la tentación, de igual manera el interior absorbente y pululante no concede descanso. Y esto sucede de manera particular cuando las instituciones exonerantes relacionadas con el cuidado de la existencia funcionan tan bien, que el individuo podría encontrarse guarecido en una red de estructuras culturales, económicas y políticas. Pero precisamente la seguridad se trueca pronto en sentimiento de cautividad. El individuo querrá liberarse de lo que lo sostiene. Ya no conoce los peligros, sino que se ha acostumbrado a la seguridad que le otorga el funcionamiento de las instituciones. La interioridad protegida por el poder quiere desfogarse. El hombre, cuyas vigorosas necesidades mundanas están bien cuidadas, puede permitirse de nuevo una cierta lejanía frente al mundo. «Los más pequeños estímulos psíquicos, que normalmente pasan sin más inadvertidos, se escuchan con detalle en sus particularidades.»

    Una evolución así no promete nada bueno. Durante cierto tiempo puede ser espiritualmente productiva, pero luego puede llegar a olvidarse la indigencia que hace necesarias las instituciones. Cuando las condiciones institucionales de la supervivencia colectiva hayan sido «pulverizadas subjetivamente y machacadas por la reflexión», se pondrá de manifiesto cómo el hombre que se goza a sí mismo ha hecho la cuenta sin el hostelero. Habrá de notar que sólo pudo permitirse el «odio de fondo contra las grandes y complejas ficciones auxiliadoras de las instituciones» en el campo de la creación de sentido, porque bajo la protección de la cultura había perdido el contacto con la propia naturaleza peligrosa. 

Gehlen afirma que el humanismo de la interioridad y la subjetividad, el cual se levanta en armas contra las instituciones «sin alma» y alienadas y contra los mecanismos sociales de la vida, acaba trocándose en barbarie. Sólo en la crisis se vuelve a notar el sentido de la institución. Pero entonces acostumbra a ser demasiado tarde. «Estas instituciones corren tanto riesgo cómo el hombre mismo y se destruyen con gran rapidez. Tales instituciones tienen que cultivar desde fuera nuestros instintos y actitudes, reforzándolos, elevándolos e impulsándolos. Pero si se derriban esos soportes, el hombre cae muy rápidamente en lo primitivo, en la simple naturaleza, y es arrojado de nuevo a la inseguridad constitutiva y a la degeneración de su vida instintiva [...]. El caos ha de presuponerse y es natural, tal como sugieren los más antiguos mitos; el cosmos es divino y a la vez está en peligro.»

    Gehlen defiende las instituciones de la sociedad moderna al igual que Agustín abogaba por la Iglesia. Agustín quiere encontrar quietud en Dios; la Iglesia le prepara la casa para ello. Las instituciones de Gehlen protegen frente a la inquietud devoradora del «exceso de fuerzas pulsionales».

     Al igual que Agustín, Gehlen tuvo su fase plotiniana antes de pronunciarse por una fuerte institucionalización. Lo que Plotino era para Agustín, pasó a serlo Fichte para Gehlen. Siguiendo las huellas de Fichte, Gehlen experimentó primero con el éxtasis del alma, fundado en el pensamiento. A este respecto, la libertad estaba en el centro como espontaneidad creadora. El pensamiento era para él una acción interior desde el espíritu de dicha libertad creadora. Gehlen había confiado intensamente en lo que más tarde llamaría «interioridad sin consecuencias». Confió de tal manera en ello, que hubo de notar cómo la carencia de mundo es una tentación. En consecuencia, tuvo que desgajarse, pues quería llegar al mundo. Así se hizo antropólogo y, desde esta perspectiva distanciada, pudo transformar por lo menos determinados fragmentos del mundo interior en un descriptible mundo exterior.

Este fuerte institucionalismo hizo a Gehlen proclive al nacionalsocialismo, con cuyo régimen simpatizó durante cierto tiempo. Desde el punto de vista de la política institucional, la fase final de la República de Weimar le mereció la valoración de un estado de consumada pecaminosidad. Y en el nacionalsocialismo no veía el exceso del desamparo político, sino un medio sólido contra él. La concepción del mundo en el nacionalsocialismo, proclama Gehlen en el capítulo final de su antropología (2 a edición, 1941), asume como «supremo principio directivo» la tarea que en la historia anterior correspondía a la religión. «Éstos [los supremos principios directivos] proporcionan en primer lugar una conexión cerrada para la interpretación del mundo y se sitúan así en la línea de la tarea humana de la orientación en el mundo [...]. Un segundo ámbito de tareas [...] está en las acciones de los hombres, y aquí se anuncian los intereses de la formación de la acción.»

    Lo que Gehlen describió afirmativamente en el tiempo en que los nazis estaban todavía en el poder, se convierte después de 1945 en punto de apoyo de su crítica de la modernidad, sin que tuviera necesidad de cambiar la descripción misma. La crisis del siglo, a saber, las dos guerras mundiales y el sistema de terror en el nacionalsocialismo y en el bolchevismo, significó a su juicio la crisis de las instituciones que se apoyaban en la religión. Cuando la excesiva exigencia de sentido ya no puede ligarse religiosamente, se convierte en una sustancia muy peligrosa, capaz de destruir el fundamento de la buena educación social. Gehlen atribuye a los efectos disolventes del liberalismo la responsabilidad por las catástrofes del siglo. Interpreta los sistemas totalitarios y la universal guerra civil en Europa como la consecuencia de unos ruinosos intentos de salvación.

    Gottfried Benn, en la misma línea de Gehlen, describió así la situación a finales de siglo: «Vete cuando has vaciado mitos y palabras, nunca más verás una cohorte de dioses, ni su trono en el Éufrates, ni su escritura y muralla, vierte, mirmidón, el vino oscuro en el país».

    Para Agustín, el asalto a su sede episcopal en Hipona (Hippo Regius) y la conquista de Roma a manos de Alarico eran un signo del final de la historia, del final de la peregrinación a través de los tiempos. Gehlen, en cambio, no era ningún apocalíptico, pero también veía venir un final de la historia. En sus escritos tardíos, mucho antes de la moda posmoderna, ya anunciaba la «posthistoria»:

    «Es extraordinariamente improbable que se produzcan todavía más cambios de las bases en el sistema [...]. Las alternativas son conocidas, como lo son también en el campo de la religión, y son en todo caso definitivas [...]. Por tanto, me atrevo a predecir que la historia de las ideas está concluida y que hemos llegado a la posthistoria, de modo que hay que dar ahora al conjunto de la humanidad el consejo que Gottfried Benn dio al individuo particular, a saber: "Cuenta con tus reservas"».

     La historia, está acabada porque ya ha sido liquidada como búsqueda subjetiva de ideas orientadoras, creadoras de sentido. Es cierto que se sigue cultivando el contacto con ideas, con restos de sentido y con religiones. Pero se cultiva a mitad de precio, pues todo eso ya no tiene la fuerza formadora de antes, ni en lo bueno ni en lo malo. Y además, ya no se espera nada de esas dimensiones. La historia ha liquidado la obsesión de dar sentido a la historia. Estructuras anónimas pasan ahora por sujeto de la misma. Quizás eso haya sido siempre así, pero ahora la estructura se ha convertido en un exterior mundo interior de los sujetos. Mientras funciona el mundo exterior convertido en interior, el mundo propiamente interior juega con restos de ideas, religiones y formas de sentido. Pero como éstas ahora ya no han de producir nada, se hallan en una especie de movimiento libre. También una rueda que ya no toca el suelo se mueve cada vez a mayor velocidad; no obstante, ya nada tiene que ver con el desplazamiento de lugar. La inteligencia radica en la constelación del sistema. Todo tiene su conexión, «aunque no en las cabezas, pues precisamente allí no puede conseguirse la síntesis, sino en la realidad de la sociedad total».

    Niklas Luhmann discípulo de Gehlen, intentará todavía pensar esta inteligencia de los sistemas como si actuara en conjunto, como si estuviera concentrada en una cabeza. En la más reciente habladuría sobre la «globalización», la idea de la lógica del proceso, que apenas concede ninguna oportunidad a la acción y a la iniciativa, también ha llegado finalmente a los espíritus más pequeños.

    Así se presenta hoy la transición de la ciudad civil a la ciudad de Dios. Antes se decía: el hombre propone y Dios dispone. Hoy se cree lo mismo en relación con los sistemas: éstos dirigen y carece de sentido querer pensar frente a ellos, por más que se intente una y otra vez. Estamos de nuevo ante la vieja tentación de hacer historia exigiéndose y valorándose excesivamente a sí mismo. Antes era el pecado el que nos conducía a dicha tentación; ahora lo hace el «hiato».

    A la pregunta de cómo hemos de vivir mientras tanto, Gehlen responde aludiendo a la ascética, con lo cual se halla en la tradición de Agustín. ¿Por qué la ascética?

    En el mundo de los sistemas, máquinas y valores culturales en perfecto funcionamiento, donde la mayor parte de las cosas están aseguradas, «la vida corre como agua entre los dedos, que quieren detenerla porque es el mayor de los bienes» (Gehlen). Pero la vida humana tiene la paradójica propiedad de que pierde su valor cuando se conserva simplemente y no se arriesga. La vida que tan sólo quiere conservarse realiza su programa biológico, pero no sus posibilidades humanas. Se trata del crecimiento de la mismidad. Pero un sí mismo sólo puede rebasarse entregando, sacrificando una parte de sí. El crecimiento de sí mismo implica el propio sacrificio. La seguridad de que el hombre posee una dignidad es una ficción amiga del hombre y, por tanto, socialmente útil. Pero más allá de esto hay todavía una dignidad que no se le asigna a uno, sino que se conquista con sudor y lágrimas, y llegado el caso incluso con sangre. Al mirar a la historia, tendemos a considerar la mayor parte de las cosas que quedan tras nosotros como un teatro de locura y de sombrío oscurantismo. 

Entre estas locuras sangrientas se encuentra la historia de la fundación del cristianismo, que comienza con la crucifixión del «Hijo del hombre». El sacrificio del hombre está al comienzo de la fe en la redención, que ha acuñado la cultura occidental. Ha nacido del espíritu del sacrificio creador de sentido. La primitiva Iglesia se erigió con la sangre de los mártires, decía Agustín. Alguien podría ver ahí una sangrienta dimensión del cristianismo, pero con ello no entendería nada del asunto. Pues, de hecho, las religiones no son ninguna técnica de supervivencia ni de una vida mejor, no pertenecen al registro de la técnica social o de la psicoterapia, no quieren vivir más, sino que quieren más que la vida. Sólo por eso pudo tener un sentido el sacrificio de los cristianos primitivos. El escándalo de la religión, al menos el del cristianismo primitivo, consiste en que el sentido religioso no sirve al hombre, sino que, a la inversa, el hombre sirve al sentido religioso. De ahí que la disposición al sacrificio sea el santuario de la cultura cristiana.

    Gehlen quiere atenerse al sacrificio como conquista propia de la dignidad. La ascética es el sacrificio en el que los sacrificados no son los otros, sino que se practica el sacrificio en uno mismo. En Agustín la práctica de la vida ascética era una ejercitación para la vida eterna. No se trataba de atormentarse a sí mismo, sino de la propia configuración, en la que, renunciando a ciertos vínculos mundanos, podía comenzar ya la colonización del alma mediante la penetración de una vida superior.

   De todos modos, Gehlen, como abogado de la ascética, está más cerca de Schopenhauer que de Agustín. Pero ni para Schopenhauer ni para Gehlen es ya posible la confianza de Agustín en la redención. Sí es posible, en cambio, un logro espiritual de la soberanía por el hecho de deshacerse del mundo bajo ciertos aspectos, aunque sea sin abandonarlo.

    El que conquista una soberanía ascética de ese tipo alcanza lo máximo desde el punto de vista de Gehlen, se convierte en una institución en primera persona. Una persona así no tiene que empantanarse en la interioridad, ni quedarse petrificada en la exterioridad. Puede incluso permitirse cierta hilaridad, a pesar de todos los males de la historia.

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