Rüdiger Safranski
A Ulrich Wanner, el amigo, mientras
yo pueda pensar
PRÓLOGO
No hace falta recurrir al diablo
para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el
precio de la libertad. El hombre no se reduce al nivel de la naturaleza, es el
«animal no fijado», usando una expresión de Nietzsche. La conciencia hace que
el hombre se precipite en el tiempo: en un pasado opresivo; en un presente
huidizo; en un futuro que puede convertirse en bastidor amenazante y capaz de
despertar la preocupación. Todo sería más sencillo si la conciencia fuera
simplemente ser consciente. Pero ésta se desgaja, se erige con libertad ante un
horizonte de posibilidades. La conciencia puede trascender la realidad actual y
descubrir una nada vertiginosa, o bien un Dios en el que todo alcanza su
quietud. Y en todo ello no logra deshacerse de la sospecha de que posiblemente
esta nada y Dios sean la misma cosa. En cualquier caso, un ser que dice «no» y
que conoce la experiencia de la nada puede elegir también la aniquilación. En
relación con esta situación precaria del hombre, la tradición filosófica habla
de una «falta de ser». Las religiones nacen sin duda de la experiencia de esta
deficiencia. La sabiduría que puede hallarse en ellas consiste en representarse
la imagen de un Dios que exonera a los hombres de tener que ser unos para otros
el horizonte entero y último. Los hombres pueden dejar de recriminarse
recíprocamente por su falta de ser y de responsabilizarse entre sí por sentirse
extraños en el mundo. No tienen que ser enteramente de este mundo, y así pueden
mitigar aquella inquietud acerca de la cual Georg Büchner decía: «Nos falta
algo, no sé cómo llamarlo; pero no lograremos entre nosotros arrancarlo de las
entrañas. ¿Para qué rompernos la cabeza con ello?».
El mal no es ningún concepto; es
más bien un nombre para lo amenazador, algo que sale al paso de la conciencia
libre y que ella puede realizar. Le sale al paso en la naturaleza, allí donde
ésta se cierra a la exigencia de sentido, en el caos, en la contingencia, en la
entropía, en el devorar y ser devorado, en el vacío exterior, en el espacio
cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la
existencia. Y la conciencia puede elegir la crueldad, la destrucción por mor de
ella misma. Los fundamentos para ello son el abismo que se abre en el hombre.
El presente libro desbroza un camino a través
de la maleza de las experiencias en torno al mal y de la reflexión sobre éste.
El mal no se halla entre los temas a los que podamos enfrentarnos con una
tesis, con una solución del problema. En los caminos necesariamente enredados
pueden abrirse perspectivas en algún que otro lugar, perspectivas que dirigen
la mirada hacia horizontes más lejanos.
El
camino comienza con algunos relatos del origen, con mitos que hablan sobre las catástrofes del
principio y sobre el nacimiento de la libertad (capítulo 1). Pero el hombre en el que se despierta la conciencia de
la libertad, ¿puede orientarse por sí mismo?
El pensamiento antiguo lo considera
capaz de esto (capítulo 2); el
cristiano, no.
Él ejemplo de Agustín (capítulo 3) muestra que en este asunto
no se trata solamente de vinculación moral, sino de la pregunta relativa a cómo
puede el hombre permanecer fiel a la exigencia de trascendencia. La traición a la
trascendencia, la transformación del hombre en un ser unidimensional, es para
Agustín el mal propiamente dicho, el pecado contra el Espíritu Santo. Por
tanto, el mal tiene algo que ver con la obstinación del espíritu y la
indolencia del corazón.
Schelling y Schopenhauer todavía se
atienen a este punto de vista (capítulos
4 y 5).
Ambos afirman que quien traiciona
la necesidad metafísica, menoscaba dramáticamente las posibilidades humanas y
se entrega a las luchas de autoafirmación, carentes de todo sentido. Pero ¿cómo
podemos proteger al hombre contra el peligro de traicionarse a sí mismo? ¿Cómo
podemos protegerlo contra él mismo? Agustín confía en la Iglesia, la
institución sagrada. Ahora bien, aunque se haya disuelto la relación con Dios,
puede conservarse la fe en las instituciones, como muestra el ejemplo de Gehlen
(capítulo 6).
Las instituciones confieren
duración, firmeza y límites a los asuntos humanos. Se trata particularmente de
los límites, pues el drama de la libertad incluye también la voluntad de
distinguirse, y distinguirse significa trazar límites. Con la lucha en torno a
la diferencia y al límite comienzan las relaciones elementales de enemistad (capítulo 7).
Nosotros y los otros, el imperio y
los bárbaros; esta división condiciona la dinámica de la historia, que en
consecuencia es también una historia de las enemistades. Las espadas sólo se
convierten en reja de arado cuando han hecho su trabajo. Sin embargo, también
es antiguo el sueño de la unidad pacífica del género humano (capítulo 8).
Habla de ello la historia de la
fracasada torre de Babel. Kant sometió este sueño a la comprobación de la
razón. Se atenía a la necesidad de mantener la idea de la unidad, aunque sin
olvidar la altura del salto a la realidad. Rousseau, en cambio, soñó con mayor
entrega (capítulo 9).
Se representa la historia mediante
la imagen de la gran comunión. Sin embargo, puesto que el otro sigue siendo
siempre el otro, la exigencia de unidad puede trocarse súbitamente en el
sentimiento de estar rodeado de enemigos. Así le sucedió a Rousseau, que no
asumió la pluralidad como estímulo. Procedió de distinta manera la tradición
del pensamiento liberal, cuyo programa contra el mal proclama que no será
posible mejorar a los hombres, sino que hay que invertir más bien en la racionalidad
de las estructuras (capítulo 10).
Lo que decide acerca de si la
historia se desarrolla hacia el bien o hacia el mal no es la constitución de
los hombres, sino la manera de su unión mutua. Unos insisten en el mercado y la
división de poderes, otros en las relaciones de producción. Pero en ambos casos
se infravaloran los riesgos de la libertad. Hay abismos de la libertad, abismos
que los excesos imaginarios del Marqués de Sade dejan entrever (capítulo 11).
En su ejemplo puede descubrirse
aquel mal que sólo se quiere a sí mismo y en definitiva sólo quiere la nada.
Fue la estética de lo terrible la que exploró esa nada seductora y amenazadora
(capítulos 12 y 13), hasta que con
Nietzsche el nihilismo entró en la conciencia completa de sí mismo, proclamándose
como sentido de la «gran política» la voluntad de poder y el trabajo en el
«material humano» (capítulo 14).
Con Hitler, el sombrío delirio del
siglo se convirtió en seriedad sangrienta (capítulo
15). Hitler representa el último desenfreno de la modernidad. Desde
entonces todos podemos saber cuan carente de suelo es la realidad humana.
Cuando desapareció la fe en Dios, el centro de gravedad se desplazó hacia la fe
en el hombre. Pero ahora hacemos el sorprendente descubrimiento de que la fe en
el hombre era más fácil cuando se emprendía un rodeo a través de Dios.
El penúltimo (capítulo 16) está dedicado a Job, para ocuparnos mediante su
ejemplo con un tipo de devoción que incita a pensar hondamente. Ésta carece de
fundamento, y por ello se corresponde exactamente con el carácter abismal del
mundo.
Muestra también el tipo de relación
que implica la confianza en el mundo (capítulo
17). Esta confianza, ¿necesita buenas razones, o se parece más bien a una
promesa acerca de la cual no sabemos con exactitud si la hemos recibido o la
hemos dado?
CAPÍTULO 1
Cuando en situaciones impenetrables y peligrosas buscamos un hilo de
Ariadna que nos saque del laberinto, volvemos la mirada hacia los orígenes.
Podemos abandonar el origen en un doble sentido. O nos zafamos de él o
simplemente procedemos de él, con lo cual no nos evadimos de él. No podemos
desligarnos del origen, y nos dirigimos a él para averiguar qué pasa con
nosotros mismos. Así, el origen es o un comienzo —que hemos dejado detrás de nosotros—,
o bien un principio que no cesa de comenzar.
Los relatos del origen son mitos, y en épocas
recientes, explicaciones teóricas con sugestivo valor de orientación.
En el
antiguo Egipto estaba vivo el mito de Shou, el dios del aire. Era la
personificación del Estado, pues tenía la tarea de mantener levantado el cielo
sobre la tierra, a fin de que éste no se desplomara. El dios mencionado
sostiene la cúpula celeste a distancia
Los
hombres y así mantiene a la vez la unión entre el cielo y la tierra. De esa
manera el orden del mundo se encuentra en un difícil equilibrio; es la
catástrofe detenida. Por tanto, hay que comportarse cuidadosamente con Shou,
pues de lo contrario podría suceder que dejara que el todo se derrumbase.
Tal como se mantiene y sostiene
el cielo, desde la perspectiva egipcia Shou no representa el primer acto del
drama del mundo. Es solamente el origen del mundo estable. Antes, en el origen
antes del origen, había caos, pues los nombres se habían rebelado contra los
dioses, que vivían con ellos. Hubo una insurrección bajo un mismo cielo, bajo
un cielo que todavía no existía. Fue entonces cuando se alzó la cúpula
terrestre y los dioses se retiraron tras ella con el fin de que los hombres los
dejaran en paz. Si la cúpula se derrumbara, los dioses tendrían que entrar de
nuevo en el mundo de los hombres, y eso sería la catástrofe. Pues los dioses
son poderosos y violentos. Algunos siglos más tarde hablaron de esto las
teogonías de Hesíodo.
En Grecia, el principio antes del
principio es un infierno de violencia, asesinato e incesto. El mundo, según la
imagen que nos ofrecen los griegos, se nos presenta desde este punto de vista
como una alianza de paz, que finalmente triunfa después de una tremenda y
devastadora guerra civil entre los dioses. Con la teogonía de Hesíodo los
griegos miran al abismo, recordando los horrores de los que la civilización y
el cosmos han escapado.
Al principio, Gea (la tierra), la
de «ancho pecho», fecundada por Eros parió a Urano, el cielo, que a su vez la
cubrió y fecundó. Fue el primer incesto. De ahí sale la segunda generación de
dioses, los uránidas. Se trata de los titanes, entre ellos Océano y Cronos, así
como los cíclopes —de un solo ojo— y algunos centímanos. Pero Urano odiaba a
los titanes, o sea, a los hijos que él había engendrado con su madre. Los metió
de nuevo en su cuerpo. Gea no los quiere retener en su seno y les exhorta:
«Vosotros, ¡hijos!, que habéis nacido de mí y de un iracundo [...], nos
vengaremos del ultraje criminal de un padre, aunque sea vuestro propio padre,
pues ha sido el primero en planificar obras vergonzosas». Cronos asume la tarea
de la venganza. Cuando su padre Urano quiere penetrar de nuevo a Gea, lo castra
con una hoz y arroja al mar los órganos sexuales (Urano tiene varios). De la
espuma que se forma nace Afrodita.
Cronos ocupa ahora el lugar de su padre. Con
su hermana engendra la tercera generación de dioses, entre ellos Deméter,
Hades, Poseidón y finalmente Zeus. Cronos había oído de su padre que algún día
habría de perecer bajo los golpes de su propio retoño. Por eso Cronos devora a
sus hijos tan pronto como nacen. Sólo se libra Zeus, pues su madre lo esconde
en una gruta inaccesible de Creta. Zeus regresa y obliga a su padre a vomitar a
sus hermanos devora dos. Estalla una guerra terrible entre Zeus, el padre
Cronos y los titanes. Por último, Zeus sale vencedor de esta titanomaquia. Pero
en lugar de aniquilar a su rival, lo recompensa y establece un sistema de
división de poderes: el mar pertenece a Poseidón, el mundo inferior a Hades, y
él mismo gobierna en el cielo, como el primero entre iguales. El padre Cronos
puede retirarse a descansar en la isla de los bienaventurados, donde, ahora
aplacado, ejerce un dominio suave. Ahora Zeus no tiene que temer a nadie más,
con excepción de la diosa de la noche, un titán de la generación de los
hermanos de Urano. Sabe que no se puede provocar a esta diosa; hay que
respetarla y por eso a veces busca su consejo. Los olímpicos son sabedores de
que pertenecen a la parte clara del mundo y ya no llenan la profundidad de la
noche.
En algún momento de estas turbulencias cosmogónicas y teogónicas,
hicieron su aparición los hombres. No fueron creados por los dioses, sino que
nacieron de la tierra, inicialmente sin generación. Se mezclaron entre la
sociedad de los dioses, viviendo sin aflicción y «lejos de la fatiga y del
dolor» (Hesíodo). De todos modos, esto sólo es válido para el primer linaje, en
época de Cronos. Cuando Zeus se impuso como dominador y destronó a Cronos,
sucumbió la primera y «áurea» generación del género humano. La segunda
generación, la de «plata», se negó a ofrecer sacrificios a Zeus y por eso fue
aniquilada. La tercera generación era salvaje y guerrera. Los miembros de esta
generación de la «época de bronce» se mataron entre sí hasta el último hombre.
De momento, el proyecto de humanidad había fracasado.
Las informaciones que aportan los
mitos sobre cómo se terminó llegando a un nuevo comienzo de los hombres son muy
variadas. Según una versión, los formó Prometeo con la ceniza de los titanes.
Inicialmente Zeus no estaba a buenas con los hombres, pues Prometeo se había
puesto de parte de ellos. Zeus hizo que el herrero Vulcano formara una mujer
hermosa con barro, Pandora, y la puso entre los hombres. Ella fue quien abrió
la caja en la que Prometeo precavidamente había encerrado todos los males. En
medio de una gran nube escapó todo cuanto desde entonces tortura a los hombres:
edad, enfermedades, dolores de nacimiento, locura, vicios y pasiones. El
prudente Prometeo también había escondido en la caja la engañosa esperanza.
Así, los atormentados hombres desistieron de poner fin a su sufrimiento con una
muerte voluntaria. Según otra versión, los hombres se acurrucaban pasivamente
en la penumbra de sus cuevas, ya que conocían la hora de su muerte. Entonces
Prometeo les concedió el olvido. Desde ese momento supieron que habían de morir,
pero desconocían cuándo. Y se encendió en ellos el afán de trabajo, al que
Prometeo dio nuevo aliento con el don del fuego.
Prometeo ayudó a los hombres, aunque también los enredó en su disputa
con Zeus, incitándolos al engaño en un sacrificio. El ardid consistió en quitar
la piel al toro y conservar toda la carne en un saco, envolviendo a su vez los
huesos con grasa. Se preveía que Zeus, engañado por el buen olor de la grasa,
escogería los huesos y quedaría así burlado. Sucedió lo previsto, pero desde
entonces ese hecho se le imputa al género humano en su perjuicio.
He aquí el trasfondo pesimista y
trágico de la religión griega al que se refiere Nietzsche. Homero compara al
hombre con las «hojas que el viento hace caer»; y el poeta Mimnermo de Colofón
concluye su lamento contra la vida con esta observación: «No hay hombre alguno
al que Zeus no envíe mil males». Herodoto narra la historia de una madre que
implora a Apolo que otorgue el mayor bien a sus hijos en premio a su piedad.
Apolo lo concede, y la madre suplica que sus hijos sean liberados de la vida
cuanto antes y puedan morir sin sufrimientos.
A tenor de la imagen que ofrece
la mitología griega, los hombres han abandonado sus orígenes a la manera como
se escapa de una catástrofe. Pero han «saltado» de allí también en otro
sentido: llevan consigo el origen y lo causan. El Ulises que regresa a casa
después de soportar muchas calamidades provoca un baño de sangre entre los
pretendientes. No hay ninguna razón para que los familiares de los asesinados
no practiquen a su vez la venganza de sangre y no se perpetúe la matanza. Sólo
un fallo inapelable de Zeus puede mitigar la furia de la violencia. «Puesto que
ahora el noble Ulises ha castigado así a los pretendientes, ¡que se renueve la
alianza: permanezca él rey en Ítaca; y nosotros borraremos de la memoria del
pueblo la matanza de los hijos y hermanos; que en el futuro ambos se amen entre
sí como antes, y que la paz y la riqueza florezcan en el país!»
Escapamos al poder del origen
gracias al don del olvido.
La historia bíblica de la
creación habla de otro mito relativo al origen. También aquí, lo mismo que en
Hesíodo, aparece el gran caos inicial. Es cierto que en la historia de la creación
el caos se presenta solamente como insinuado. Pero aquel abismo del que
proviene Dios está presente de modo terrible cuando éste se abre paso hacia la
creación. Es como si hubiera una prohibición de contar algo sobre este abismo.
El texto no tiene problemas en relatar las obras de Dios, en narrarlas con
esmero por orden sucesivo, con fuerza imaginativa e intuitiva. Y, sin embargo
permanece en la penumbra aquello sobre lo que triunfa la creación. A la
pregunta de qué hacía Dios antes de crear el mundo, Agustín respondió que
preparaba el infierno para aquellos que plantean preguntas tan impertinentes.
La respuesta no había de asustar a Schelling, quien afirma que incluso Dios
sólo puede sustraerse al horror vacui
mediante la acción. «Pero en el producir, el hombre no está ocupado consigo
mismo, sino con otra cosa fuera de él, y precisamente por esto Dios es el gran
bienaventurado [...], pues todos sus pensamientos están siempre en lo que se
halla fuera de él, en su creación.» Dios no es solamente un ser que se piensa a
sí mismo, tal como creían los aristotélicos. Ni siquiera él puede soportar algo
así, un «estado penoso», un estado del que tenía razones para librarse, de
manera que puso manos a la creación.
El sexto día Dios había creado al hombre, y lo había hecho a su propia
imagen. Lo vio junto con el resto de la creación y encontró que todo era «muy
bueno». Pero acontece de pronto que el hombre inflige una perturbación al orden
total. Con el pecado original se abre una grieta en la creación, un desgarro
tan profundo que Dios, según la historia de Noé, está a punto de revocar esta
creación.
En el relato del pecado original
aparecen algunos detalles sorprendentes. En el jardín del paraíso hay un árbol
de la vida, así como un árbol de la ciencia del «bien y del mal». Sabemos que
se prohibió al hombre comer de él. Como el hombre desoyó la prohibición, atrajo
sobre sí la consecuencia de la «muerte». De acuerdo con esto el hombre ha de
pensarse como un ser originariamente inmortal.
Ahora bien, lo sorprendente de la prohibición es que, como diríamos hoy,
contiene una contradicción pragmática consigo misma. La prohibición crea el
conocimiento que ella prohíbe. El árbol prohibido de la ciencia se parece a una
señal orientadora en la que pudiera leerse « ¡No tener en cuenta esta
orientación! ». Ante semejante indicación no podemos menos de hacernos
«culpables», pues para respetarla sólo podemos dejar de respetarla. Lo mismo
puede decirse acerca del árbol prohibido del conocimiento del bien y del mal.
En la medida en que este árbol prohibido se halla entre los demás árboles, el
conocimiento del bien y del mal ha sido concedido ya al hombre. Éste sabe, al
menos, que es malo comer del árbol del conocimiento. Por tanto, ya antes de
comer de él, ha sido conducido por la prohibición a la distinción entre el bien
y el mal. Así pues, en el caso de que hubiera habido una vida más allá del bien
y del mal, un estado de inocencia que ignorara tal distinción, el hombre no
perdió su inocencia paradisiaca cuando comió del árbol del conocimiento, sino
en el momento mismo en que se le hizo la prohibición. Cuando Dios dejó a la
libre disposición del hombre la aceptación o la conculcación del mandato, le
otorgó el don de la libertad.
Cuando la conciencia de la libertad entra en juego, la inocencia
paradisíaca queda atrás. Desde ese momento existe el dolor originario de la
conciencia. La conciencia ya no se agota en el ser, sino que lo rebasa, pues
ahora contiene posibilidades, un horizonte sumamente seductor de posibilidades.
Pues, según oíamos al principio, tras el árbol del conocimiento queda aún el
árbol de la vida. La conciencia se convierte en deseo, en anhelo. Puede ser
seducida también por lo que no le corresponde. Esta libertad aún no incluye el
hecho de que el hombre conozca también lo que le corresponde. El problema está
en que el conocimiento todavía no se halla a la altura de la libertad. Pero el
hombre aprenderá, y aprenderá también a través de los fracasos. Por ello Hegel
interpretará la historia del pecado original no como una caída, sino como el
comienzo de una historia de éxitos. Con frase expresiva, que contiene ya el
programa entero de su filosofía, afirma: «El conocimiento sana la herida que él
mismo es». De hecho, al concederle la capacidad de elegir, Dios había elevado
inmensamente al hombre. Y era ni más ni menos que esta libertad la que
convertía al hombre en semejante a Dios. De ahí que Dios pueda comentar,
después del pecado original: « ¡Mira!, Adán ha llegado a ser como uno de nosotros».
Dios no se había limitado a programar al hombre, sino que había añadido
una apertura a su ser. Lo había ampliado y enriquecido con la dimensión del deber.
De golpe la realidad se ha hecho más amplia, aunque también más peligrosa.
Desde ahora existen el ser y el deber. Esta ontología del ser y del deber
irrumpe en el mundo cerrado del paraíso, donde era motivo de felicidad vivir
unidimensionalmente, por lo cual Hegel se refiere con desprecio al así llamado
paraíso calificándolo como un «jardín para animales». En el paraíso comienza la
carrera de la conciencia y con ello a la vez la aventura de la libertad. Se
producen así ganancias, pero se pierde también la unidad incuestionada consigo
mismo y con todos los seres vivos.
Esta pérdida es recordada
constantemente, pues tenemos todavía ante nuestros ojos aquellas tres clases de
logros edénicos que siguen provocando hoy nuestra envidia: envidiamos a los
animales, porque son enteramente naturaleza, sin conciencia perturbadora.
Envidiamos a Dios, porque quizás él es conciencia pura, sin extorsiones de la
naturaleza. Y envidiamos al niño, este animal divino. Con ello sentimos envidia
de nosotros mismos y de nuestra niñez perdida, de su espontaneidad e
inmediatez. Nuestro recuerdo nos permite creer que todos nosotros hemos vivido
ya una vez la expulsión del paraíso, a saber, cuando acabó nuestra infancia.
Por tanto, cuando el hombre recibió la libertad de elección, tuvo que perder la
inocencia del devenir y del ser. Nadie, ni siquiera Dios, podía desgravarlo del
peso de la recta elección. Dios tenía que confiar esto al hombre, pues
respetaba su libertad. Sin embargo, esa libertad no podía ser perfecta, pues la
perfección se da solamente en Dios.
¿Qué significa libertad perfecta?
Es una libertad que alcanza la vida lograda. Pero la cosa no se comporta así en
el hombre. La libertad es en él una oportunidad, no una garantía de éxito. Su
vida puede fracasar y fracasar por libertad. El precio de la libertad humana es
precisamente esta posibilidad de fracaso. Es obvio que el hombre preferiría una
libertad sin este riesgo. La historia del pecado original muestra al hombre
como un ser que tiene ante sí una elección, que es libre. Por ello el hombre,
tal como procede de las manos de Dios, en cierto modo está todavía inacabado.
No está fijado todavía.
Lo que Sartre dijo sobre la
historia del individuo, en la historia del pecado original aparece referido a
la especie en su conjunto. Hay que realizar algo de aquello para lo que hemos
sido hechos.
La historia del pecado original
narra cómo el hombre se hace a sí mismo en una elección originaria que se
repite siempre de nuevo, narra cómo el hombre tenía que elegir y luego hizo una
falsa elección, seducido por la aspiración a traspasar los límites de una
prohibición.
Hasta ese momento había solamente
realidades materiales: agua y tierra, plantas, un jardín, los animales y el
hombre. Por la prohibición llega al mundo una realidad espiritual. Es la
palabra prohibitiva, el «no», que no actúa tan inmediatamente y por ello no es
tan poderoso como la palabra creadora de Dios al principio de la creación. Este
«no» suscita la libertad del hombre y a la vez se dirige a ella. Pues se somete
al arbitrio del hombre su obediencia a este «no» prohibitivo.
En la historia del pecado original somos testigos del nacimiento del
«no», del espíritu de la negación. La prohibición de Dios fue el primer «no» en
la historia del mundo. El nacimiento del no y el de la libertad están
estrechamente anudados. Con el primer «no» divino, como agasajo a la libertad
humana, entra en el mundo algo funestamente nuevo. Pues ahora también el hombre
puede decir «no». Dice «no» a la prohibición, la pasa completamente por alto.
La consecuencia será que él también pueda decirse «no» a sí mismo. Leemos que,
cuando Adán y Eva hubieron comido del árbol, «se abrieron los ojos de ambos y
se dieron cuenta de que estaban desnudos; y tejieron hojas de higuera para
cubrirse». De pronto, el hombre se ve desde fuera, ya no está escondido en su
cuerpo, se ha vuelto extraño para sí mismo. Se ve, reflexiona y descubre que
también él es visto. El hombre está en campo abierto. Comienza el drama de la
visibilidad. La primera reacción es volver a lo invisible: «Y Adán con su mujer
se escondió ante los ojos de Dios, el Señor, bajo los árboles en el jardín».
Quien por vergüenza desearía que
la tierra lo tragara no quiere deshacer una simple acción, sino deshacerse a sí
mismo como su autor. Se dice «no» a sí mismo. Ahí tenemos la primera escisión
del paradisiaco ser sí mismo, que desde ese momento queda inficionado por el
no. Y en definitiva, de las negaciones salen aniquilaciones, tal como muestra
la historia de Caín y Abel. Dios rechazó el sacrificio de Caín, es decir, le
replicó con un no. Eso pesa duramente sobre Caín, que quiere exonerarse
cargando el «no» sobre su hermano: lo mata.
Volvamos al pecado original. ¿Qué es propiamente tan «malo» en este
árbol del conocimiento para que Dios lo cubra con semejante tabú? No puede
haber nada de malo en el conocimiento del bien y del mal, tanto más por el
hecho de que Dios, cuando confronta al hombre con algo prohibido, da por
supuesta su capacidad de hacer esta distinción. ¿Quiere calibrar Dios la
obediencia del hombre? ¿Tiene el árbol la función de someterlo a prueba? En
todo caso, la historia del pecado original suscita la pregunta de si hay ley
por causa del pecado, o más bien hay pecado por causa de la ley. Fue Pablo el
que planteó esta pregunta, en el contexto de su crítica al Antiguo Testamento.
En el capítulo séptimo de la Carta a los Romanos aduce la siguiente
consideración. Desde la primera prohibición en el paraíso el hombre vive bajo
la «ley». Pero la ley incita a la transgresión:
¿Es pecado la ley? ¡Lejos de nosotros! Pero no conocería el pecado si no
fuera por la ley. Pues nada sabría yo de la concupiscencia si la ley no hubiese
dicho: «no seas concupiscente». Pero entonces el pecado tomó el mandato como
causa y excitó en mí toda clase de apetitos; pues sin la ley el pecado estaba
muerto».
La ley induce a la transgresión,
de la ley. Despierta determinadas representaciones, y son éstas las que en la
historia del pecado original se presentan como ofensa y pecado. Por tanto, el
conocimiento del bien y del mal no constituye en sí mismo algo malo, sino que
es malo lo que Adán y Eva se prometen de tal conocimiento. Y se prometen lo que
les susurra la serpiente: «Entonces la serpiente dijo a la mujer: de ningún
modo moriréis de muerte; más bien, Dios sabe que tan pronto comáis del árbol,
se abrirán vuestro ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal».
El conocimiento del bien y del
mal recibe así un nuevo sentido. Ahora significa la aspiración a ser como Dios,
es decir, a ser omnipotentes —a poder transgredir un mandato divino sin
consecuencias negativas—; y a ser omniscientes: se conoce el bien y el mal en
el sentido de que se sabe todo lo que hay entre el cielo y la tierra. La
prohibición divina señala al hombre sus límites. Ni puede hacerlo todo ni
saberlo todo. ¿No es lícito o no puede? No puede, porque al final no logra alcanzarlo.
Y no le es lícito porque con ello se daña a sí mismo.
El hombre no ha de querer saber
demasiado, ha de saber lo que le corresponde. Y tampoco ha de querer verlo
todo; tiene que respetar algunas cosas ocultas. Una historia posterior, que se
desarrolla entre Noé y sus hijos, trata asimismo de este desafuero del
conocimiento. Noé, ebrio de vino, yace «desnudo» en su choza. Uno de sus hijos,
Cam, ve la «desnudez» de su padre y busca a sus dos hermanos. Pero éstos saben
lo que es decoroso. Se acercan a su padre de espaldas y lo cubren. Cuando Noé
despierta y se entera de lo que ha sucedido, maldice a su hijo Cam, pues éste
había querido ver algo que habría debido permanecer oculto para él.
La historia de Cam revela el aspecto
concupiscente en el deseo de saber. El hombre se ha prometido algo de los
frutos del conocimiento. La serpiente, que fue la que le susurró tales cosas,
no es todavía un malvado poder independiente, aún no es un demonio. Los hombres
son tentados por su propia aspiración, son ellos los responsables de sus actos.
La libertad implica responsabilidad y, por eso, también la tendencia a
desplazarla. Adán la desplaza a Eva, que por su parte inculpa a la serpiente.
Pero Dios no acepta sus excusas.
La historia del pecado original no deja entrever nada relativo a un
poder del mal independiente del hombre, a un poder que pudiera servirle de
excusa, justificándose como si fuera una víctima del mismo. El pecado original,
a pesar de la serpiente, es una historia que se desarrolla únicamente entre
Dios y la libertad del hombre.
Tan sólo más tarde se hace de la serpiente un poder autónomo, una figura
divina y anti divina. El Apocalipsis de Baruc, que constituye una variación
gnóstica en torno al tema del pecado original, narra, por ejemplo, los
siguientes detalles:
«Y Dios dijo a Miguel: "Da
un golpe de trompeta para que se congreguen los ángeles, para que adoren la
obra de mis manos, que yo creé". Sopló el ángel Miguel, se congregaron
todos los ángeles y veneraron a Adán según su orden. Pero Satanael no adoró, y
dijo: "Yo no venero barro e inmundicias". Dijo además: "Plantaré
mi trono en las nubes y será igual al altísimo". Por eso Dios lo arrojó de
su presencia, junto con sus ángeles, según dijo el profeta: "Los que odian
a Dios han sido alejados de su faz y de su gloria". Y el Señor mandó al
ángel que vigilara el paraíso. Y ellos entraron para venerar a Dios. Entonces
fue Satanael y encontró la serpiente. Se convirtió en gusano y le dijo:
"Abre tu boca y trágame en tu tripa". Y por encima del muro fue al
paraíso con la intención de seducir a Eva. "Por su causa fui arrojado de
la gloria de Dios." La serpiente se lo tragó, entró en el paraíso y
encontró a Eva. Y él dijo: "¿Qué es lo que os ha mandado Dios sobre lo que
podéis comer de las delicias del paraíso?". Eva a su vez dijo:
"Comemos de cada árbol del paraíso, Dios nos ha mandado que no comamos de
este árbol". Cuando Satanael oyó esto le dijo: "Dios se sentía
envidioso de vuestra vida, de que seáis inmortales. Pero toma, come y verás, y
dale también a Adán". Comieron los dos, se abrieron los ojos de ambos y se
dieron cuenta de que estaban desnudos».
En la época del cristianismo primitivo, cuando se difundían imágenes
gnósticas y maniqueas del mundo, se transmitieron numerosos testimonios
semejantes. El mal se convierte en diablo, en antidios, que lucha por el alma
del hombre. Ireneo, padre de la Iglesia en el siglo segundo después de Cristo,
fue uno de los primeros en defender la idea de que con su muerte Jesús redimió
a los hombres del poder del diablo. La lucha a dos entre el diablo y Jesús se
convierte para la creencia popular en el motivo de la doctrina cristiana de la
redención.
La
personificación del mal, hasta llegar a convertirse en un poder autónomo más
allá del hombre y de Dios, se consuma en el siglo XIII aproximadamente. En esa
época están unificados ya todos los rasgos importantes en la imagen del diablo. El Canon está
enteramente formulado y los elementos particulares pueden combinarse con
derroches de fantasía.
El diablo aparece en la naturaleza agitada,
en las tempestades, en los terremotos, en los aludes que caen hacia el valle
con estruendo, en los árboles que se rompen, en el salto de las olas. Se
presenta como perro, como gato negro, como cuervo y buitre, bajo figura humana
con pie de macho cabrío, en una nube fétida. A veces va vestido de negro y
tiene figura delgada, otras veces da vueltas como una bola en el barro. Puede
volar y entra por la chimenea. Como súcubo yace debajo de los hombres,
impidiéndoles engendrar y alejando de ellos el placer. Como íncubo yace sobre
las mujeres, inyectándoles lascivia. Personifica todo lo invertido: hace que
las brujas le besen el culo y reza el padrenuestro al revés. El diablo pasa a ser
el enemigo de Dios, pero reclama a su vez la fe en Dios. No se puede creer en
el diablo sin creer también en Dios. Señalemos que, en cierto modo, el diablo
se encuentra a mitad del camino hacia Dios. Es el adversario, y tras la muerte
de Dios también desaparecerá de la escena.
Según hemos señalado, en la historia del
pecado original el diablo no desempeña todavía ningún papel. En ella se trata
del riesgo de la libertad. Ese relato narra lo relativo a la región de donde
brota la historia en general. Ésta comienza como un castigo. Sin duda la
historia es algo a lo que hemos sido condenados. A la mujer se le dice: «Te
proporcionaré muchos sufrimientos cuando estés embarazada, parirás hijos con
dolor; tendrás que desear al varón y él ha de ser tu señor».
La producción del hombre a través del hombre
se convierte en un asunto laborioso y penoso; y en este punto la tendencia de
la mujer al marido se tiene por un castigo para ésta. El castigo para el varón
y la mujer es el trabajo. «Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que
vuelvas a la tierra de la que has sido tomado. Pues tú eres tierra y en tierra
te convertirás.»
La historia comienza, por tanto, cuando se
pierde lo mejor.
A la humanidad no le queda más remedio que
ennoblecer el trabajo y la generación. Tiene que emprender la huida a la
civilización.
En ese antiguo relato sobre los comienzos
encontramos una antropología del mal: el hombre ha sido el causante del propio
mal, con el que se encuentra a través de una larga y confusa historia. Sea lo
que fuere el mal en particular, ha entrado en el mundo por mediación del
hombre. La historia comienza con un accidente laboral de la libertad y continúa
en la misma línea. Caín, el hijo de Adán y asesino de su hermano, se convierte
en el segundo gran patriarca del género humano; lo que llevan a cabo sus
descendientes supera las peores expectativas de Dios. «Pero como el Señor vio
que la maldad del hombre era grande sobre la tierra, y que todos los
pensamientos y acciones de su corazón eran siempre malos por siempre, se
arrepintió de haber creado al hombre sobre la tierra, y se quedó preocupado en
su corazón. Y él dijo: quiero borrar de la tierra a los hombres que yo he
creado, desde el hombre hasta las vacas y los gusanos, hasta las aves bajo el
cielo; pues me arrepiento de haberlos creado.»
Dios envía el diluvio universal y sólo hace una excepción con Noé y los
suyos. Es el único hombre justo y puede sobrevivir, y por eso se convierte en
el tercer gran patriarca del género humano.
Volvemos a hallarnos ante un principio. Pero en Dios se ha producido un
cambio. Dios se aviene al hecho de que en el hombre se da «el mal». Dios ha
dejado de ser un fundamentalista para hacerse realista. Ahora conoce a fondo a
su criatura, se ha convertido en un antropólogo. Cambia, ya no sólo es
poderoso, sino que ha pasado a ser también más indulgente. Muestra comprensión
hacia el género humano y promete: «En adelante ya no quiero maldecir la tierra
por amor al hombre, pues los pensamientos del corazón humano son malos desde la
juventud». Después del diluvio también Dios se atiene al principio de que hay
que aprender a convivir con el mal. Por lo menos según el Antiguo Testamento,
desde ahora el mal no sólo pertenece a la condición humana, sino también a la
condición divina. El Dios conservador del mundo aprendió tal vez a descubrir en
el espejo del hombre la parte de mal que hay en él mismo. Ahí tenemos la
formulación opuesta a la afirmación según la cual los hombres inventaron a Dios
al descubrir el mal como posibilidad de su libertad y buscaron un camino para
poder soportar esa situación. El contacto con el mal fomenta la creatividad.
Dios pacta una alianza con los hombres. Promete la conservación de la
existencia del mundo, y el hombre promete cumplir los mandamientos que Dios le
da después de sobrevivir al diluvio (una forma previa a los «diez
mandamientos»). Dios da al hombre el derecho de castigo, y el juicio del hombre
pasa a ser competente incluso en las peores transgresiones de los mandamientos:
en los casos de asesinato. «Si alguien derrama sangre humana, la sangre ha de
ser derramada por el hombre.» Recordemos que cuando Caín asesinó a su hermano,
Dios se había reservado explícitamente el derecho punitivo: «Y el Señor puso
una señal en Caín, para que quienquiera que lo encontrara no lo matara».
Con el derecho punitivo, ahora los hombres tienen que protegerse ellos
mismos unos de otros. Ciertamente, han de seguir siendo hijos de Dios, pero se
han hecho adultos y deben a sus manos la propia conservación. Dios garantiza
unas condiciones marginales que sean fiables, y así, no habrá ya ningún diluvio
más de ahora en adelante.
Por tanto, tras el diluvio universal se llega —por encima del abismo del
mal— a una alianza divina, que es a la vez un pacto social. Ésta es la segunda
creación. La primera creación doma el caos, la segunda creación trae el dominio
sobre el mal en el hombre. Se pone de manifiesto cuan estrechamente se
relacionan entre sí el caos inicial y el mal. Ambos exigen una creación, en el
sentido de una superación. Primero se produce la creación del mundo y, luego,
la de la sociedad.
CAPÍTULO 2
La historia del pecado original
investiga la naturaleza del hombre y llega al resultado de que éste no está
fijado a una naturaleza que actúe con necesidad. El hombre es libre, puede
elegir y también puede elegirse equivocadamente. Crea su propio destino para sí
mismo.
Tampoco la historia del pecado
original encuentra ningún fundamento firme con la pregunta por la naturaleza
originaria del hombre. La naturaleza que encontramos en nosotros es abierta y
nos arroja de nuevo al tumulto de los asuntos humanos, a los que queríamos
sustraernos precisamente mediante la pregunta por la verdadera naturaleza del
hombre. La interrogada naturaleza humana devuelve la pregunta a uno mismo. En
el resto de la naturaleza, la cosa no es así. Todo lo que es sigue su teleología
interna. Eso tiene validez para la naturaleza inorgánica, las plantas y los
animales. Sólo en el hombre actúa distintamente esta tendencia de la naturaleza
pues en él se rompe a través del conocimiento y de la voluntad libre. Por eso
se le ha impuesto la tarea de encontrar su esencia y su destino. El hombre ha
salido de las manos del creador, pero ha salido de allí inacabado en una
sublime forma: ha de intervenir en sí mismo con sus manos creadoras. ¿Por qué
pauta ha de regirse en esta tarea?
Para Agustín y para la tradición
cristiana que éste funda, la respuesta está clara. En ningún caso puede el
hombre regirse a sí mismo. Puesto que el hombre es la pregunta abierta, ¿cómo
podría dar una respuesta? De ahí que Agustín afirme: «Por tanto, si el hombre
vive en las huellas de la verdad, no vive a tenor de sí mismo, sino según
Dios». Hay que atenerse a la restante naturaleza. EL resto de la naturaleza es
una expresión perfecta de la voluntad creadora de Dios. Se funda en él. El
hombre, en cambio, tiene una voluntad propia que brota de su libertad, y que
provoca en su seno el orgullo de querer ser el fundamento de sí mismo. Ahora
bien, el fundamento de la creación es la nada. La obra de Dios era una crea tio exnihilo. Cuando la voluntad
propia del hombre quiere poner el fundamento en sí misma, entra en contacto con
esta nada. La voluntad creadora de Dios había vencido la nada. Por el
contrario, la voluntad humana no puede llegar a tanto. Puede ser absorbida por
la nada cuando muere, y también cuando no da en el blanco de su esencia y
menoscaba sus posibilidades. Esto es lo que constituye la situación precaria
del hombre. La naturaleza es perfecta a su manera, es lo que es. Pero el hombre
tiene que llegar a ser todavía lo que es. Puede derrumbarse, y de hecho ya se
derrumbó una vez: en el pecado original. Desde entonces vive con el pecado
original, a manera de una pendiente inclinada, que lo hace caer una y otra vez.
Así pues, el hombre no encuentra su fundamento en sí mismo, ni tampoco por
debajo de él, en la naturaleza, que ya está acabada. El hombre, en cambio,
tiene por delante la tarea de terminarse. Sólo puede encontrar el fundamento
por encima de sí mismo: en Dios. Por sí mismo ha de conseguir que su propia
voluntad se abra al unísono con la voluntad de Dios. Es orgullo peligroso
resistirse obstinadamente a esto. «Es, en efecto, falsa soberanía desligarse
del fundamento originario, en el que ha de radicarse el espíritu, para llegar a
ser y ser en cierto modo su propio fundamento. Eso sucede cuando el espíritu se
complace excesivamente en sí mismo.»
Ésta es la crítica de Agustín al pensamiento antiguo, al que echaba en
cara semejante presunción. En realidad, el pensamiento antiguo, en sus diversas
acuñaciones, se había orientado por aquel principio que también Agustín
considera vinculante y que dice: hemos de averiguar lo que podemos, para que en
adelante sólo queramos lo que está en nuestras manos. Se trata de conocer el
propio poder, a fin de querer lo recto, a saber, lo que podemos. Precisamente
en este sentido define Agustín el estado paradisiaco. Allí el hombre no lo
podía todo; pero tampoco lo quería todo, y así podía todo lo que quería. Cuando
el poder y el querer tienen el mismo alcance, también lo limitado puede ser
perfecto. Pero no es esto lo que sucede en el caso del hombre. El poder y el querer
ya no están sincronizados en él. El hombre quiere más y quiere algo distinto de
lo que puede, y también puede más y puede algo distinto de lo que quiere. Le
falta conocimiento de sí mismo. Ni siquiera conoce su propia voluntad, y con
frecuencia sólo conoce su poder cuando despierta después de un fracaso.
El hombre es el escenario de una gran confusión. Primero no obedeció a
Dios, y ahora ni siquiera puede obedecerse a sí mismo. El pansexualista Agustín
lo ilustra con el ejemplo de la erección. Unas veces quiere el varón y no
puede, otras veces es a la inversa.
De hecho el pensamiento antiguo, a diferencia de Agustín, está
persuadido de que el hombre puede y debe regirse por sí mismo. Por eso hay que
averiguar ante todo qué y quién es propiamente el hombre.
¿Por qué pauta nos regimos cuando nos orientamos por nosotros mismos?
¿Cómo llegaremos a ser lo que somos? ¿Hemos de confiarnos a la propia razón, o
bien a la tradición de la comunidad a la que pertenecemos?
Sócrates se encuentra con sus amigos en casa del prestigioso, rico y
anciano Céfalo. Allí se desarrolla una conversación sobre la justicia y la
comunidad ideal, sobre la república. Pero antes de ponerse en marcha la
reflexión, los presentes escuchan las palabras del venerado sabio y anciano.
Éste no debe sus puntos de vista a la especulación filosófica, sino a las
experiencias que ha reunido durante su larga vida en la ciudad. Céfalo
representa la vida lograda bajo la protección de la herencia patricia.
Sócrates le interroga. ¿Le oprimen las taras de la vejez? No, pues son
naturales, pertenecen a esta fase de la vida. Quien se familiariza con ellas,
puede sobrellevarlas fácilmente. ¿Y qué pasa en lo que se refiere a las
delicias del amor, a las pasiones? «Con gusto me he desvinculado de ellas, como
si me liberara de un dueño rabioso y salvaje.» Quietud y libertad son las
conquistas de la edad. ¿Y no son necesarias también para ello las posesiones y
la fortuna? Es cierto que facilitan algunas cosas, pero tan sólo a los que
tienen «buen temple de ánimo». Los demás no encontrarán ninguna felicidad en la
riqueza. De todos modos, dice Céfalo, a él la riqueza le da el sentimiento tranquilizante
de no haber dejado nada a deber, pues pudo dar a cada uno lo que le
correspondía. «Pues a él la posesión de la riqueza le puede ayudar mucho a no
explotar o engañar a nadie con pesar, a no deber dones sacrificiales a un dios,
o dinero a un hombre, teniendo que alejarse de allí con temor.»
Los amigos, congregados en torno a Sócrates, esperan impacientes que
empiece finalmente la discusión. Sin embargo, para Sócrates es importante la
conversación con Céfalo, pues le permite conocer una vida lograda que no necesita
todavía la reflexión filosófica, pues está protegida y bien regulada por la tradición.
Cuando comienza el discurso filosófico, Céfalo se retira. «Os dejo la
palabra a vosotros, pues yo he de cuidarme ahora de cosas sagradas.» Tras estas
palabras, se dispone a ofrecer un sacrificio a los dioses y antepasados. La
hora de la filosofía es el final de la tradición. Cuando ya no se entiende
espontáneamente la forma de una vida lograda, las preguntas se dirigen a la
filosofía. Céfalo se retira, pero deja la imagen intuitiva de una vida concorde
consigo misma. Esa concordancia interna realiza la idea del bien. Y así
llegamos al tema predilecto de Platón. Lo contrario del bien es la rebelión, el
orden perturbado, la guerra civil, tanto en el individuo como en los asuntos
comunes.
La filosofía de Platón aborda el
problema de cómo puede conservarse este orden, y cómo puede restablecerse
después de su destrucción. El proceso de reflexión da por supuesto que ese
orden, a diferencia de las cosas naturales, no se da por sí mismo, sino que ha
de ser configurado por el hombre. Lo cual puede lograrse por la fuerza de la
tradición, tal como muestra el ejemplo de Céfalo. Pero cuando disminuye la
fuerza de la misma, el pensamiento filosófico asume su legítimo derecho. Queda,
no obstante, una tensión en la relación entre filosofía y tradición. Podría
suceder que la filosofía no sólo siga la tradición, sino que también la destruya.
Ése fue el reproche de la comunidad de la ciudad ateniense contra Sócrates, el
de que corrompía la juventud y minaba el prestigio de las costumbres y la fe.
Platón quiere rehabilitar a Sócrates y por eso lo muestra en lucha con la
decadencia de las costumbres y la mala forma de pensar.
Apenas se ha retirado Céfalo, el varón de la buena tradición, aparece
una encarnación del espíritu de la época: el sofista Trasímaco, un cínico de la
voluntad de poder, cuyo principio básico afirma que es bueno lo que sirve al
propio bienestar. Y como por naturaleza hay fuertes y débiles, el fuerte, para
defender su bienestar, deberá protegerse contra los más débiles, que quieren
ascender. Cuanto más poder pueda reunir en sus manos, tanto mejor. Lo mejor es
el poder ilimitado, la tiranía. Éste es, dice Trasímaco, el orden justo desde
el punto de vista de los fuertes.
En su réplica, Sócrates pone de manifiesto que este orden no es sino una
guerra civil latente o, en el mejor de los casos, demorada. Sigue ardiendo la enemistad
entre dominadores y dominados, pues en la parte de los dominados no se hallan
solamente los débiles y los incapaces de alcanzar el dominio, sino también los
que rivalizan por el poder. Éstos aguijonearán a su clientela con tal de
ascender al poder. Y así, el poderoso no tendrá ninguna hora tranquila.
Desconfiado frente a todos, aspirará a extender su poder sin límites, pero al
final será derribado. Ni se halla en equilibrio la comunidad que él domina, ni
alcanzará él mismo la dicha del equilibrio interior. Será, más bien, un hombre
acosado, inquieto e infeliz. Quería dominar una comunidad, y lo que ha
conseguido es destruirla; quería servir a su bienestar, y lo que ha logrado es
infligir daños a su alma. Así suena la argumentación de Sócrates, que bajo
múltiples variantes desarrolla este único pensamiento: lo agradable a primera
vista —el poder, el disfrute— no se identifica con lo que es bueno para el
hombre. La patente analogía a la que Sócrates recurre con gusto puede
formularse así: el medicamento no es agradable, no tiene buen sabor y, sin
embargo, es bueno para el cuerpo. Así como el médico ha de conocer la
naturaleza del cuerpo a fin de saber lo que es bueno para éste, de igual manera
el hombre ha de conocer su naturaleza en su conjunto a fin de saber lo que es
bueno para él.
¿Cómo
y en qué puede conocerse esta «naturaleza» del hombre? ¿Hay que descubrir la
naturaleza humana en el término medio empírico, o bien en ejemplares perfectos?
Aristóteles y, evidentemente, también los científicos modernos prefieren el
primer camino. Platón (y más tarde Nietzsche) abogan por el segundo. Estamos
ante una opción decisiva. Platón asume en el concepto de hombre la idea de su
propio perfeccionamiento. Esto no implica un idealismo en el sentido usual. Lo
que recibe el nombre de idea del hombre no flota por encima de la realidad,
sino que es el modelo intuitivo de lo que el hombre puede hacer de sí mismo, de
su posible logro. El modelo intuitivo de este logro lo constituye para Platón
la armonía de las esferas y el orden matemático de la música. El verdadero arte
de la vida y el rango humano consisten en conducir a un equilibrio armónico el
cuerpo y el alma, junto con las partes de la misma: la razón, el sentimiento y
el valor. El hombre, en lo que se refiere a su rango, está tanto más elevado
cuanto más se basta a sí mismo, de modo que sus apetencias no lo saquen fuera
de sí, sino que tenga más capacidad de regalar que aspiraciones por satisfacer
y necesite menos de lo que dé. En el hombre, la divergencia consume fuerza adicional
y en consecuencia incrementa la dependencia de lo exterior. Platón encontró
diversas imágenes para esta bondad del alma, entendida como concordancia, por
ejemplo, la del conductor del carro. Si el movimiento de los caballos no está
bien coordinado, no habrá buena carrera, o bien el carro volcará. La imagen en
gran formato de la buena constitución del alma es la de la polis ideal.
El bien es accesible para el
hombre, y éste puede realizarlo por sus propias fuerzas. Se requiere a este
respecto una comprensión de lo posible para el hombre, no una gracia
trascendente. La filosofía puede ayudar a esa comprensión, siempre y cuando se
dirija a las cosas humanas.
El hecho de que la filosofía se dirija a las cosas humanas es todo menos
evidente; más bien, significa una revolución, tal como aparece en el caso de
Sócrates, que trasladó la filosofía del cielo a la tierra. Cuando se sabe o se
cree saber cómo ha empezado el mundo, y cuando los hombres creen conocer los
elementos fundamentales de los que consta -sean el agua, el fuego, el aire, o
bien los átomos-, seguimos sin saber cómo hemos de vivir y qué hemos de hacer
de nuestra vida.
Sócrates apunta contra las ciencias naturales de su época. Éstas
informan acerca de lo que es. Pero el problema del hombre está en que todavía
debe llegar a
ser lo que es. La hipótesis de si consta de fuego, agua, o aire, y la de si al
principio un torbellino de materia se astilló en un conjunto de formas, nada
cambia en el hecho de que el hombre debe dirigir su propia vida. La sentencia
de Sócrates, «Sé que no sé nada», se refiere a que la ciencia de la naturaleza
no implica todavía un saber acerca de cómo hemos de dirigir la propia vida.
Bajo este aspecto, el saber de la naturaleza es un no saber. Y también los
puntos de vista que circulan en la ciudad sobre la vida recta -sobre la
justicia, la dicha y la virtud- son una mezcla de saber y no saber. Sócrates no
se limita a elevarse por encima de las opiniones, sino que las examina en el
diálogo; quiere llegar a opiniones mejor fundadas, aunque sin caer en la
ilusión de que las opiniones puedan aquietarse en una verdad absoluta.
El tratado relativo a las cosas
humanas comienza siempre por lo que se dice acerca de ellas. A través de la
maleza de las opiniones nos abrimos el camino hacia la comprensión de los
asuntos humanos. No podemos abandonar el mundo de las opiniones, sólo podemos
purificarlo. Por esto, el símil platónico de la caverna termina con el regreso
a la misma. Hay que soportar que la verdad, cuando ha visto el sol, se
convierta de nuevo en opinión. Pero en el ámbito humano no todas las opiniones
tienen el mismo rango. Es cierto que todas viven de la idea de la verdad, pues
sólo se exteriorizan porque tienen la pretensión de la verdad, pero se
distinguen entre sí por su aportación al trabajo de la propia configuración.
Una opinión sólo se convierte en verdad cuando hace verdadero al hombre, y esto
significa: cuando lo conduce al bien. El criterio de la verdad es la mejora del
hombre.
El hombre tiene que orientarse por sí mismo, pero ese «sí mismo» no le
ha sido dado previamente, sino que se le ha impuesto como tarea. Tiene que
desarrollarlo, encontrarlo e inventarlo en la reflexión, en la comprobación, en
la conversación y en el diálogo. Sócrates se apoya en la filosofía, que él,
hombre piadoso, entiende a la vez como culto divino. Sirve al dios Apolo,
venerado en Atenas, entre otras cosas, como «protector contra el mal». La
filosofía une dos funciones importantes para el culto de Apolo: la medicina y
la mántica. Es el médico del alma, localiza la enfermedad, la discordancia, y
propone una terapia. Y es un arte «mántica», es vidente. Como penetra más
profundamente en el alma con su mirada, puede conocer los destinos que el alma
se depara a sí misma en virtud de su constitución, y en consecuencia puede
conocer también líneas evolutivas que amenazan a la comunidad estatal.
En el sentido socrático, el hecho de que alguien actúe bien o mal es
asunto del conocimiento suficiente o insuficiente. Nadie, dice Sócrates, quiere
algo malo voluntariamente y a sabiendas. Esto podría entenderse como
exoneración de la responsabilidad. Pero la cosa no está pensada así. Querer
involuntariamente el mal significa, más bien, que todos quieren lo bueno para
ellos, aunque no sepa cada uno lo que es bueno para él. El conocimiento
incompleto de lo pertinente tiene como consecuencia que se produzca una
confusión y equivocación. «Todo el que hace algo en forma inadecuada pretende
algo que falsamente le parece bueno.»
Por eso en Sócrates el conocimiento
de sí mismo está en el punto central. El sí mismo no puede conocerse sin
transformarse por el acto del propio conocimiento. En la relación consigo el
conocimiento es un acto productor. Por eso Sócrates con frecuencia se
calificaba a sí mismo de comadrón. Es un maestro en el descubrimiento de
múltiples errores sobre el bien y el mal. Con esa eliminación de obstáculos
induce el alumbramiento. Todo lo demás tiene que «hacerlo la naturaleza».
Porque la naturaleza del hombre está inacabada y de por sí no sabe a ciencia
cierta lo que le corresponde, el «logos» del hombre tiene que asistir a su
«fisis».
Sócrates, y tras él Platón, no enseñan ningún dualismo, como si el alma
fuera buena y el cuerpo malo. El cuerpo y sus pasiones necesitan que el alma
los dirija e integre. Si se produce una rebelión del cuerpo contra el alma y
los apetitos buscan su bien por cuenta propia, la consecuencia es el desorden,
y al final, el apetito dejado suelto no encontrará el bienestar que buscaba.
Todo esto es difícil, no es fácil componérselas con el propio cuerpo. Y
se añaden a ello los asuntos de la ciudad. ¿Hay que ocuparse también de esto?
La reflexión platónico-socrática
sobre la vida buena está envuelta en dos sueños seductores. El sueño de una
vida lejos de la agitación de la ciudad, y el de una vida distanciada de las
maquinaciones del cuerpo. El primer sueño se refiere a la vida contemplativa,
al bios theoretikos. El segundo sueño
aspira a una soberanía libre del cuerpo, a la inmortalidad del alma.
En el mito de la Caverna, el librado para la luz no tiene que volver
forzosamente como liberador a la caverna. Podría conformarse con haber sido
redimido para la verdad, con haber logrado la forma suprema de la vida, el bios theoretikos. ¿Por qué se mezcla de
nuevo con la gente? ¿Por qué quiere llevar allí a cabo su obra de liberación?
¿Por qué la sabiduría vuelve de nuevo al mercado de lo político? Se contraponen
entre sí la filosofía práctica y la filosofía de la redención. El filósofo
puede elegir:
«Los que han gustado [...] qué dulce y grandiosa es [la filosofía], y
por otra parte ven con suficiente claridad la necedad de la masa, y que [...]
no hay nada sano
en ninguno de los que administran la ciudad [...], preocupándose muy en serio
de todo esto, se comportarán tranquilamente y se ocuparán solamente de lo suyo.
A la manera de quien en invierno, cuando el viento lleva de aquí para allá el
polvo y la lluvia torrencial, se resguarda detrás de una pared, un hombre así,
viendo a los demás llenos de maldad, estará contento de acabar esta vida libre
de injusticia y de obras no santas, y de marcharse con buena esperanza en la
despedida».
Esta posibilidad de redención propia a través de la filosofía sigue
siendo una seducción constante para Platón, una alternativa frente a la ética
política. Pero es una tentación, casi en el sentido de un pecado. Pues en el
Platón morador de la ciudad se abre paso la sospecha de que semejante
autosuficiencia pueda ser algo malo, como si en ello hubiera un intento de rebelión
contra el cosmos. Pues la ciudad es el espejo del cosmos. Hay que guardarse de
querer caer del mundo. La academia platónica fue hasta el final una institución
de la ciudad.
¿Y qué sucede con el otro sueño, con el de la liberación del cuerpo y la
inmortalidad del alma? ¿No se transige aquí con el sueño de caer del mundo?
Sócrates se entregó al sueño de una soberanía libre de cuerpo en sus últimos
diálogos, antes de beber la cicuta. Hemos visto que la filosofía ayuda al alma
a han bitar adecuadamente en el cuerpo. Pero la seducción secreta y quizá
también la promesa de la filosofía, especialmente cuando está estimulada por la
angustia de la muerte, es una retirada del alma de la «comunidad con el
cuerpo». Es el intento y la tentación de «tener el alma por sí sola» en medio
del estado de mezcla de cuerpo y alma. Pero ¿qué se tiene cuando de esta manera
se posee el alma por sí sola?
Jenofonte narra cómo en una ocasión, hallándose Sócrates reclutado en un
campamento militar, éste se mantuvo de pie e inmóvil en un lugar durante
veinticuatro horas, profundamente inmerso en sus pensamientos. Por lo demás,
según Jenofonte, tenía la costumbre de «dirigir su espíritu hacia sí mismo», de
interrumpir a veces el contacto con los otros, allí donde se encontraba, y
volverse «sordo para las conversaciones en alta voz».
Eso pertenece también a la vida del espíritu. A Sócrates se le había
ocurrido o le llamaba la atención algo que le daba que pensar, y así había
caído fuera de su realidad. El pensamiento lo había llevado a un «ningún
lugar», donde parecía estar en casa de manera sorprendente. Según todo lo que
sabemos de Sócrates, esta experiencia del espíritu era un presupuesto de su
triunfo sobre la angustia de la muerte. El Sócrates aprehendido por el pensamiento
se hace intocable. Podrán matar su cuerpo, pero su espíritu vivirá. Para el
Sócrates platónico y la posterior metafísica racional, que no tiene necesidad
de la gracia divina, la certeza de la inmortalidad del alma radica en la propia
experiencia del espíritu. Radica primariamente en la experiencia del
pensamiento mismo y no en lo que en particular podamos pensar para demostrar la
inmortalidad del alma. La propia experiencia de la conciencia es aquel rasgo
sorprendente por el que le es absolutamente imposible pensar su propio no ser,
la propia muerte. La conciencia no puede pensar su propia desaparición.
Por tanto, la vida del espíritu
se atreve a desafiar el gran mal, la muerte. Se tergiversaría radicalmente esta
auto experiencia socrática del espíritu —la de «poseer el alma por sí sola»— si
quisiéramos interpretarla con nuestros conceptos actuales de interioridad y
exterioridad. Sócrates no se hunde en una interioridad, sino en una
universalidad. El que nos separa y singulariza es el cuerpo. Si, frente a este
estado, volvemos al alma, nos unimos con un ser universal del que nos separa el
cuerpo como un ser singularizado y, en consecuencia, menguado. Por tanto, si de
esa manera nos retiramos al alma, no nos quedamos sin mundo, sino al contrario:
tan sólo cuando nos congregamos en el alma, llegamos acertadamente al mundo,
llegamos al mundo correcto.
Pero este mundo correcto se parece hasta la confusión a la vida buena en
la ciudad. Pues Sócrates continuará buscando el diálogo. El espíritu triunfante
se mantiene como un espíritu público.
La narración platónica de la
muerte de Sócrates tiende a demostrar la falsedad de que cada uno muera sólo
para sí mismo. Puede decirse, desde diversos puntos de vista, que el Sócrates
moribundo no está solo. En la propia experiencia del espíritu se cerciora de su
ser, que lo soporta y que le pertenece incluso más allá de la muerte
individual.
Lo dicho tiene validez para la articulación interna de esa manera de
pensar, y también para su escenificación exterior. Pues en un sentido muy
concreto Sócrates no muere solitario. No hay ninguna regresión a lo carente de
mundo, ninguna caverna de la interioridad. También en la hora de la muerte,
filosofar sigue siendo un asunto público. Sócrates, soportado por la comunidad,
aunque lo condene a muerte, todavía en el último momento asume como en un acto
de gratitud una responsabilidad por la comunidad. Podría ser, dice al final del
diálogo, que sus pensamientos sobre la inmortalidad del alma fueran falsos,
pero, a pesar de todo, habrán sido útiles a la vida de la comunidad. «Si para
los muertos no hay nada más, por lo menos en este tiempo que precede a la
muerte no me haré desagradable a los presentes mediante quejas.»
Pese a toda apariencia contraria, el pensamiento griego en Sócrates y
Platón está enteramente en este mundo y sigue siendo de este mundo. Es un
pensamiento acerca del cual Agustín dice, sin duda con razón, que en él el
espíritu humano intenta «agradarse a sí mismo». Y esto tiene que ser algo «malo»
para Agustín, pues el hombre no ha de querer regirse por sí mismo.
CAPÍTULO 3
Platón se sintió solicitado por la
tentación de escapar de la agitación urbana y de los estímulos corporales. Con
el bios theoretikos y la aspiración a
«poseer el alma por sí misma», cree estar más allá del mundo empírico y se
retira a una posición distante. Por lo menos durante ciertos momentos el mundo
parece una caverna y el pensamiento una salida de la misma. El pensamiento
filosófico opera en el primer nivel de rechazo del mundo, pero en él no se
rompen los puentes. En Platón la experiencia extática queda equilibrada por la
voluntad de instalarse de nuevo en la realidad mundana.
Para Max Weber el rechazo
religioso del mundo comienza con el sufrimiento de la injusticia, la enemistad,
la caducidad y la inseguridad, así como en la frustración de las expectativas
de sentido. La conciencia compensa estas desgracias con la ayuda de la
religión. Las religiones son para Max Weber incitaciones a distanciarse del
mundo, llegando a la superación acosmista de éste en los sentimientos místicos
o en la ascesis intramundana. El centro de gravedad del hombre interior se
desplaza de manera que los males del mundo, aunque sigan existiendo, ya no le
ataquen de igual manera: « ¡Muerte!, ¿dónde está tu aguijón?; ¡infierno!,
¿dónde está tu victoria?».
Pero en un virtuoso de la
superación del mundo como Agustín se muestra el caso contrario. La
insuficiencia de la realidad presupone la experiencia de un excedente. El
rechazo del mundo no tiene por qué comenzar con el sufrimiento, puede arrancar
también de una experiencia de felicidad, para la cual el mundo es demasiado
estrecho.
Agustín amaba la vida desmedidamente, y por ello ésta no le bastaba. Así,
descubrió y experimentó a Dios, pues sólo Dios es lo bastante vivo para saciar
la aspiración sin límites. Agustín estaba ansioso de Dios, de ahí su rechazo
del mundo. No era suficientemente modesto para aceptar el antiguo ideal de la
armonía. Su aspiración apasionada de Dios era algo primario, no una
compensación, tal como quisiera hacernos creer una psicología desconocedora del
espíritu. El propio Agustín dice acerca de sí que el amor es el mayor peso en
la balanza de su vida, y que este amor se dirigió primero a las cosas
terrestres y luego a Dios, pues en definitiva solamente en Dios pudo hallar
satisfacción.
Nacido el año 353 en una casa económicamente fuerte de Tagaste, al norte
de África, Agustín recibió la primera enseñanza de su madre, la cristiana
Mónica, cuyo influjo, sin embargo, debilitó su padre, que era pagano. Para
completar su formación Agustín fue enviado a Cartago, donde este joven alegre y
vivaz se entregó al gozo de la vida. Sobre este tiempo escribe con la mirada
retrospectiva de las Confesiones:
«Sin embargo, pequé al buscar alegría, elevación y verdad no en Dios, sino en
sus criaturas, en mí y en los otros».
Agustín buscó su felicidad en los otros: en amigos y en numerosas
historias de amor. Era un joven apuesto, y una vez, cuando «estaba
desarrollándose la virilidad» del joven, su padre lo vio desnudo en el baño, y
se alegró del «futuro nieto». Sus pecados, decía posteriormente Agustín,
brotaban de «la tierra fecunda». No fue casto porque las uvas fueran demasiado
altas; más bien, las disfrutó todas.
Buscó su felicidad en sí mismo.
Al comienzo se mantuvo fiel al antiguo ideal del propio perfeccionamiento.
Asimiló con avidez el saber de su tiempo y disfrutó las artes, el teatro, la
música, la danza. Brilló en sus propias disciplinas, que eran la retórica, la
filosofía y el derecho. Inmerso en un ambiente con mentalidad filosófica,
menospreciaba en consecuencia el cristianismo, al que consideraba «pobre y de
bajo nivel». La sabiduría filosófica no podía alegrarse con la representación
de un Dios crucificado. Eso era una fe para la gente sencilla. «Pero yo
rehusaba incluirme entre la gente sencilla.»
Estando todavía en Cartago, se
convirtió en un profesor buscado y bien pagado. Su deseo de hacer carrera lo
condujo a Roma y, desde allí, a Milán. Cultivó los contactos con círculos
elegantes e hizo por acercarse a la corte imperial. El dinero, el poder, la
fama, el amor... eran los móviles para una agradable formación mundana, que
encontró su expresión también en la visión naturalista del mundo compartida por
Agustín. En efecto, el maniqueísmo agustiniano de los primeros años tendía a un
naturalismo de ese tipo. El maniqueísmo, tal como lo asumió Agustín, concebía
el mundo como escenario de poderes buenos y malos, que tienen un fundamento
material y limitan drásticamente el ámbito de la libertad y responsabilidad del
hombre. Lo cual podía servir de excusa, pues ya no era necesario atribuirse a
sí mismo la acción mala, dado que su origen podía desplazarse a una «naturaleza
mala». «Entonces creía yo todavía que no somos nosotros los que pecamos, sino
qué sé yo qué otra naturaleza en nosotros, y mi orgullo se alegraba de hallarse
fuera de la culpa.»
Agustín superó el maniqueísmo no
con ayuda de la fe cristiana, sino por el hecho de sumergirse en el misterio de
la libertad humana. Por eso, a la postre, la negación maniquea de la libertad
le pareció una «fábula», pensada con el fin de encontrar una excusa. Agustín no
buscó la carga de la libre responsabilidad por instinto sádico para consigo
mismo, pero tampoco estaba dispuesto a conformarse con una interpretación en la
que quedara encubierto el abismo de la libertad humana. Su sed de intensidad y
de vida sin límites no sólo le inducía a la afirmación del placer corporal,
sino también a conocer y medir todo el enorme ámbito del espíritu humano. Y
éste exige también libertad. Siendo joven, recuerda Agustín, saqueó un peral.
En este ejemplo examina lo que el maniqueísmo y la antigua filosofía enseñan
sobre el origen del mal. Agustín argumenta contra el maniqueísmo apelando a la
completa voluntariedad e intención de la acción. Recurrir a un poder impersonal
del mal es engañarse a sí mismo.
En la filosofía antigua
encontramos la afirmación de que también la acción mala quiere lo bueno para
uno mismo, pero que se equivoca al no reconocer esto bueno para sí. Agustín
impugna esta interpretación aferrándose al recuerdo de que no robaba las peras
simplemente para disfrutar de ellas. No quería robar por mor de un disfrute,
sino porque le seducía la transgresión de la ley. Quería el mal porque era el
mal. «Robaba porque me repugnaba la justicia y me atraía el pecado.»
Agustín escoge como ejemplo una
acción mala muy insignificante, y no hay duda de que habría podido describir
transgresiones del todo distintas. Pero lo importante para él es la estructura,
y ésta puede mostrarse suficientemente en el ejemplo elegido. Lo que quiere
mostrar y lo que se refleja en su experiencia es aquella peculiaridad de la
libertad humana por la que puede perturbarse un orden del ser.
Agustín se sumerge en la libertad
del espíritu y descubre allí los abismos del mal. Sin duda puede quererse el
mal por mor de sí mismo. Pero es una misma libertad la que conduce a estos
abismos y la que también hace posible la elevación extática. Acaece algo
sorprendente en el interior del universo, cuya exploración se propone Agustín
como tarea. Examina las vivencias del sistema de Plotino, que es el intento de
experimentar lo divino en la propia alma, de dejarse llevar hacia arriba por el
originario principio espiritual, que en la mística plotiniana recibe el nombre
de «el uno». En este «disolverse en el uno» ciertamente se superan el
materialismo y el dualismo maniqueos, pero Agustín no puede encontrar
satisfacción allí. Está harto de sí mismo y quiere ir más allá de sí; pero en
el ascenso plotiniano del alma no hace sino encontrarse siempre a sí mismo. «Y
si yo quería depositar allí mi alma, de modo que encontrara quietud, ella
resbalaba hacia el vacío y caía de nuevo sobre mí, y yo era un lugar
desventurado para mí mismo, donde yo no podía estar y que, sin embargo, no
podía abandonar.»
El engreimiento conduce al vacío; y además, con esas bases, se edifica
sobre la palestra movediza de los cambiantes sentimientos. ¿Qué firmeza cabría
hallar aquí? ¿No confesó el propio Plotino en cierta ocasión que sólo dos veces
se había disuelto en el «uno» por breves instantes? Si lo que se imagina el
alma en su elevación fuera realmente Dios, éste tendría que ser un Dios
mudable, una realidad del instante. Pero Dios es inmutable y eterno. Así lo
quiere el anhelo. Por tanto, el ser que se vive en tales instantes extáticos no
puede ser todavía Dios.
¿Qué anhelamos cuando anhelamos a Dios? Lutero, monje agustino, cuando
estaba asediado por el sentimiento de culpa, sentía la necesidad de un Dios
indulgente. Agustín no se acongoja todavía por los sentimientos de culpa; esto
vendrá más tarde, cuando haya encontrado a su Dios. Por el momento anhela el
Dios de una vida incrementada, de la plenitud y de la quietud viva. Pero la
relación con Dios ha de acarrear una transformación perfecta y duradera del
hombre interior; no ha de traer un mero instante ardiente, sino un nuevo
estado. Agustín, exigente también en las cosas espirituales, quiere la gran
transformación completa. Y ese acontecer ha de atravesar también el instante
decisivo, el «instante acerbo» de la conversión, en términos agustinianos. Es
preciso comprender realmente su descripción de este instante, si queremos
entender qué quiere decir Agustín con su afirmación de que el hombre es malo
cuando se rige por sí mismo. Pues tal afirmación se hace transparente desde la
perspectiva de la conversión, cuando el convertido experimenta la plenitud del
ser designada bajo el nombre de Dios y advierte que la relación obstinada
consigo mismo lo hace caer de esa plenitud y que, por ello, la traición a la
trascendencia es lo peor que el hombre puede infligirse a sí mismo, es un
despojo de sí, una caída en la privación absoluta de ser.
Un buen día Agustín y su amigo
Alipio reciben visita de Pontiniano, un alto oficial en la corte palaciega, y
éste les narra su conversión al cristianismo. Ésta se debió al relato de otro
amigo que, en un convento junto a Tréveris, había leído un escrito de san
Antonio, y había encontrado a un devoto que llevaba una vida ascética bajo el
dictado de las reglas conventuales. Al verlo y leer el escrito mencionado, notó
«el soplo de una nueva vida» y su alma «se desató de este mundo». Vio
inmediatamente con toda claridad que se le había construido una «torre de
salvación con buenas piedras». El amigo de Pontiniano permaneció en el
convento, «con el corazón en el cielo», y Pontiniano volvió al palacio
«arrastrando el corazón por la tierra». Después de luchas interiores, también
Pontiniano se convirtió a Dios.
Hasta aquí llega el relato de
Pontiniano. Cuando éste se marcha, Agustín nota cómo también a él lo ha tocado
«el soplo de una nueva vida». La fuerza de la fe recorre a toda prisa la serie
de los hombres que se relatan entre sí lo que les ha sucedido. El amigo lo
cuenta al amigo, que a su vez lo cuenta a un tercero.
La gracia de la revelación obra a
través del oír decir. Ahora es Agustín el que lucha consigo mismo. Ve ante sí
la vida transformada, sabe acerca de ella todo lo que puede saberse. Ahora
basta con querer «seguir el camino». Sin embargo, ¿qué es la voluntad? El alma
manda al cuerpo y éste obedece. Pero cuando el alma se manda a sí misma,
encuentra resistencia. Sin duda, no se tiene a sí misma en su propio querer.
Tiene que suceder algo, y sucede de hecho. De nuevo se produce un instante para
ser contado.
Agustín se demora en su jardín. El relato de Pontiniano lo ha tocado, y
reconoce: ¡tienes que cambiar tu vida! Entonces oyó una voz que salía de casa
de los vecinos, el tono de una canción, de un muchacho o de una muchacha. En la
cantilena percibe las palabras: « ¡Toma, lee! ¡Toma, lee! ». Esta voz surte
efecto. Agustín entra en casa. Las cartas del apóstol Pablo están sobre la
mesa. Abre el libro y el primer pasaje que cae bajo sus ojos dice así: «No os
deis a los excesos de comida y bebida, no andéis entre alcobas y lascivia,
entre altercados y disputas, sino revestíos del Señor Jesucristo y no cultivéis
la carne para excitar vuestros apetitos».
En este instante cambia el escenario interior y exterior de su vida.
Agustín ha encontrado lo que buscaba, y en el mismo instante sabe que es él el
que ha sido encontrado por lo que buscaba. Renuncia a su cátedra de retórica y
funda una comunidad de vida conventual, primero cerca de Milán y más tarde, en
su patria, Tagaste, tras su vuelta a África.
La razón de que Agustín se convierta al Dios de las Sagradas Escrituras
no es que quiera escapar de una miseria, de una compunción y desesperación.
Hemos de decir, a la inversa, que su amor desbordante busca un recipiente en el
que derramarse, y éste sólo puede ser Dios, pues sólo Dios es suficientemente
espacioso. Y cuanto más se acerca al instante en el que al final puede
derramarse este amor y «llenarse» a la vez, tanto más persistentemente percibe
Agustín la «pobreza» de su ser y se siente miserable y desesperado.
En su teología posterior, Agustín concedió gran valor a la constatación
de que el camino hacia Dios no está en la enemistad con la vida y sus placeres,
sino en el amor sin límites a la vida,
amor que, en consecuencia, busca una vida ilimitada. El alma encuentra eso no
sólo por la fe en la vida eterna al final de los tiempos. La vida es ilimitada
ya ahora, en el instante en que sentimos nuestra pertenencia a Dios.
Agustín ilustra la experiencia mística de la fe con el ejemplo del
ciervo que busca una fuente. En el camino tiene que luchar con serpientes.
Éstas son una imagen sensible de la maldad, de la avaricia, del egoísmo, de la
soberbia y los deseos sensibles. No tendría ningún sentido luchar con tales
serpientes si no fuera por mor de un bien superior. El anhelo no ha de cesar,
sino que debe incrementarse. Determinados tipos de anhelo son impugnados para
dejar espacio libre al gran anhelo. El ciervo, cuando haya matado las
serpientes, no se quedará parado «como si ya no sintiera ningún anhelo».
Correrá sin trabas hacia la fuente. Para ello ha arrojado las serpientes de su
cuello.
Mata al hombre el que mata su
anhelo. Por tanto, para hacer al hombre más vivo hay que incrementar su anhelo.
El alma quiere elevarse por encima de sí misma, siente necesidad de Dios.
«¿Pero es el Dios del alma algo de
su propia especie?» Agustín rechaza esta pregunta. En efecto, Dios es amado y
comprendido con el alma, pero no es comprendido tal como el alma se comprende a
sí misma. Dios no es una imagen confeccionada por el alma. Si Dios y el alma
fuesen de la misma especie, habría que decir acerca de Dios lo que decimos
sobre el alma: «Crece y disminuye, sabe y no sabe, recuerda y olvida, ora
quiere, ora no quiere. Y un cambio semejante no puede atribuirse a Dios».
Hablando en términos modernos,
Dios no es ni sujeto ni objeto. No es sujeto porque no le corresponde el tipo
de subjetividad humana y no es imaginado por el sujeto. Pero tampoco puede
considerarse como objeto, pues lejos de ser una esencia separada, subsistente para
sí, es más bien lo envolvente, el uno y todo.
Digamos que Dios es sujeto y objeto a la vez. En él reviste un carácter
«subjetivo» su vitalidad, y puede calificarse de «objetivo» el hecho de que se
comporta como un «enfrente» para el alma. En relación con el hombre, Dios es a
la vez lo interior y lo totalmente otro, lo familiar y a la vez lo
completamente extraño. Resalto esta ambivalencia en la experiencia de Dios
porque es decisiva para la concepción que Agustín tiene de la institución
eclesiástica y para su distinción entre ciudad de Dios y ciudad del diablo,
tema del que luego hablaremos.
La experiencia religiosa se desarrolla en un problema que en Agustín
aparece muy trabajado y atinadamente formulado. Quien se ha sumergido «en
Dios», aunque sólo sea por breves instantes, experimenta una apertura de su
esencia que deja huellas inolvidables. Sólo entonces advierte en qué medida
estaba cerrado en sí. Ha «gustado» la plenitud del ser y ahora no puede menos
de experimentar su estado usual como un defecto infinito de ser. Desde aquel
«instante cenital» del encuentro con Dios, descubre una dimensión del mal que
primariamente nada tiene que ver con la moral. El hombre que no está abierto a
Dios menoscaba dramáticamente su propio poder ser. Comete un acto de traición a
la trascendencia. Se trata de una traición porque la apertura a la trascendencia
pertenece al hombre. El hombre es un ser que apunta y va más allá de sí mismo.
La afirmación agustiniana de que el hombre no puede regirse por sí mismo es una
prevención contra la traición a sí mismo, entendida como menosprecio de la
posibilidad de la propia superación. En términos religiosos eso significa:
caída de Dios. Othmar Spann, filósofo de la religión, lo llama «desextatización».
Como quiera
que suenen las expresiones, éstas se refieren a una especie de estupidez en
sentido metafísico. El hombre se hace unidimensional; a esto se le llamaba
antes obstinación. Pertenece a Dios y no lo nota. Pertenece al ser y no se deja
llenar por él. El mal es esta falta de ser. De ahí se siguen formas de acción
que luego se consideran «malas» en un sentido moral más estricto. El origen de
esto es, tal como hemos dicho, el rechazo y la pérdida de la experiencia de
Dios. ¿Y cómo se puede llegar a esa caída de Dios? ¿Cómo puede la voluntad
apartarse de Dios y hacerse egocéntrica, es decir, dirigida a sí misma; cómo
puede convertirse en «mala voluntad»?
La tradición platónica sugería la solución: son las pasiones corporales
desatadas, la naturaleza en nosotros, las que causan tales cosas. Pero Agustín
no puede aceptar esto. ¿Acaso no ha salido la naturaleza de las manos del
Creador? ¿Cómo podría la mala voluntad salir de una naturaleza creada por Dios?
Y si no sale de esta naturaleza, ¿de dónde, pues? ¿Ha de entenderse la mala
voluntad como algo cuya causa no es Dios, sino el hombre? ¿Pero cómo habría de
ser esto posible, dado que Dios es la causa de todo?
Si nos aferramos al esquema de causa y efecto, la solución del problema
parece imposible para el pensamiento. Pues si preguntamos por la causa
eficiente de la mala voluntad, de nuevo llegamos ineludiblemente a Dios.
Agustín supera la dificultad distinguiendo entre causa eficiente y causa
deficiente. La causa deficiente es lo que menoscaba una causa en su efecto. No
produce nada, sino que impide. Es una especie de medio en el que la causa
eficiente se debilita y disminuye, o en definitiva cesa por completo.
Agustín
esclarece lo expuesto con el ejemplo de las tinieblas. Éstas no tienen ninguna
causa, sino que son la ausencia del efecto de la luz; y los tonos grises son
una consecuencia de la disminución del efecto de la misma. A la manera de las
tinieblas, el mal no tiene ningún ser propio, sino que es un defecto de ser, de
luz, de bien. ¿Cómo llega semejante defecto al mundo? Dios, plenitud del ser
creador, ha producido el mundo de la nada. Tiene que haber una diferencia entre
el creador y lo creado. Por contraste con Dios, en lo creado permanece una
huella de aquella nada a partir de la cual surgió la creación. Esa
participación de lo creado en la nada significa que, a diferencia de Dios, nada
en la naturaleza tiene duración eterna, que aquí todo es perecedero. Y en el
hombre significa además que éste, por razón de su libertad, puede caer de Dios
consciente, intencionada y voluntariamente. Esta caída es mala «porque el
hombre, actuando contra el orden de la naturaleza, se aparta del ser supremo y
se dirige a otro menor».
El resto de la naturaleza, a pesar del rasgo de nada que lleva
inherente, a pesar de su caducidad, cumple perfectamente su esencia; está bien.
En el hombre la cosa es distinta. Puesto que goza de libertad, es decir, de una
posibilidad de voluntad propia, el orden no le está dado por completo de
antemano, sino que lo tiene encomendado como tarea. La voluntad propia es
poderosa, pero, según la experiencia decisiva de Agustín, no está
suficientemente centrada. El hombre es un ser desbordado por aspiraciones,
envuelto en dificultades que le impiden lograr la concordancia consigo mismo.
Sólo la logra si se deja mover por aquello en lo que está contenido, aunque sin
identificarse con ello. Dicho de otro modo, ha de poner su voluntad en
concordancia con la voluntad de Dios. Agustín habla a este respecto de la
obediencia a Dios. El hombre puede denegar la obediencia, pero entonces todo se
precipita en el desorden. El hombre, que ya no obedece a Dios, tampoco puede
obedecerse a sí mismo. Sólo entonces entran el alma y el cuerpo en una relación
de enemistad. La esencia humana se encuentra con una insurrección interna,
brama en ella una especie de guerra civil. El hombre no quiere lo que puede, y
no puede lo que quiere. Ve algo hermoso, pero no puede alegrarse en ello,
dejando que sea como es. Lo apetece y se siente impulsado a incorporárselo. Ama
algo y lo destruye, pues lo quiere dominar. Se angustia de sí mismo. Busca al
otro hombre y lo convierte en su enemigo. La obra hecha por él le resulta
gravosa y redunda en su opresión. Anda errante en un mundo al revés, y el
horizonte al que se dirige se le aleja. No encuentra reposo.
La caída de Dios es «pecado». Ahora bien, el pecado no consiste
propiamente en cada prevaricación moral en particular, sino en la
descomposición de la naturaleza humana como consecuencia del alejamiento de
Dios. Es un defecto de ser por causa de un voluntario cerrarse en sí mismo
frente a Dios. Pecado es la estupidez superior de los expertos en realidad. En
el pecado el hombre traiciona y se juega su capacidad de trascender.
Está claro que hemos utilizado formulaciones con aire moderno. Agustín
no habría hablado de «trascendencia». Trascendencia es el moderno término
filosófico secularizado para designar aquel «lugar» al que se dirigen la vida y
el pensamiento del hombre y donde éste puede sentirse abrigado en un
sentimiento patrio. Se trata de un «lugar» que representa algo superior a lo
meramente «humano» y distinto de ello. Trascendencia es la expresión abstracta
para expresar aquel algo por el que debe regirse el hombre, en lugar de regirse
por sí mismo. Pero las referencias modernas a la trascendencia dejan vacío este
lugar, aun cuando concedan que existe el acto de trascender. En Agustín este
«lugar» no está vacío. Lo llena la imagen de Dios que se configuró a través del
acontecer concreto de la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. De
ahí que, para Agustín, el «pecado» no sea solamente una traición a la trascendencia,
pues este término sería una expresión demasiado indeterminada de lo que
queremos decir, sino alejamiento de este Dios concreto que se ha revelado. Y
por ello el mal no es solamente la pérdida indeterminada de una dimensión, sino
la obstinación frente a Dios, e igualmente el pecado es algo distinto de una
simple falta moral. El pecado conduce a la desorientación y, por ello, también
a la prevaricación moral. El pecado en su núcleo fundamental es pecado contra
el Espíritu Santo. Y en ese pecado, el castigo no le roza los talones, sino que
él mismo es ya el castigo, consistente en un empobrecimiento dramático de la
esencia humana. En nuestro contexto, la esencia humana se define como un ser
que se consuma cuando va más allá de sí.
No es lo mismo hablar de una religión que hablar desde ella. Parece como
si «el pecado contra el Espíritu Santo» se diera solamente para la experiencia
religiosa. Pero eso es un engaño. La religión formula aquí la experiencia de un
auto marginación espiritual que tampoco es extraña al hombre secularizado.
Cuando Albert Einstein previno contra la perversión de la ciencia, puso
de manifiesto que ese «pecado contra el Espíritu Santo» se da también en la
modernidad. El espíritu de la ciencia, dice, brota de la capacidad que el
hombre tiene de rebasar sus límites y sus intereses egoístas, y de dirigir su
mirada a la totalidad de la naturaleza, a la que él mismo pertenece. La ciencia
peca contra su propio espíritu cuando sirve solamente a fines egoístas,
materiales. «Un ser humano», escribe Einstein, «es una parte del todo que
llamamos "universo", una parte limitada en el espacio y el tiempo. Se
experimenta a sí mismo, con sus pensamientos y sentimientos, como algo separado
de todo lo demás, lo cual constituye una ilusión óptica de su conciencia. Esta
ilusión es para nosotros una suerte de prisión, que limita nuestras
aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es
tarea nuestra liberarnos de esta prisión.»
Para Einstein el «todo» es la unidad de naturaleza y espíritu, y
cualquier intento de arrojar al espíritu de la naturaleza cierra la conciencia
humana en una prisión. La naturaleza se convierte en cosa, y a la postre el
hombre mismo se convierte también en cosa, en una cosa que puede manipularse y
utilizarse hasta el abuso como medio para todos los fines posibles.
Agustín decía que el hombre no ha de regirse por sí mismo, sino por
Dios. Einstein afirma que el hombre ha de liberarse de la prisión implicada en
la referencia a sí mismo. Y puede hacerlo, pues basta con que deje de actuar en
contra de su conciencia intuitiva de pertenecer al todo y de traicionarla. Ésa
es la formulación que Einstein hace del pecado contra el Espíritu Santo. Y
también en Einstein este pecado implica a la vez el castigo, que consiste en la
destrucción de la naturaleza, en la enemistad humana, en la traición a sí
mismo.
Si la civilización moderna sigue propiciando al hombre cautivo en sí y
tomándolo como su presupuesto, según la sombría predicción de Einstein habrá de
terminar en la propia destrucción, y esto por la sencilla razón de que el
empobrecimiento espiritual del hombre —la traición a la trascendencia— va de la
mano con un crecimiento tremendo de sus capacidades técnicas. En Einstein la
trascendencia es la idea del todo, entendida como unidad de naturaleza y
espíritu.
Si la civilización moderna sigue propiciando al hombre cautivo en sí y
tomándolo como su presupuesto, según la sombría predicción de Einstein habrá de
terminar en la propia destrucción, y esto por la sencilla razón de que el empobrecimiento
espiritual del hombre —la traición a la trascendencia— va de la mano con un
crecimiento tremendo de sus capacidades técnicas. En Einstein la trascendencia es la idea del
todo, entendida como unidad de naturaleza y espíritu. Antes de Einstein, pero
muchos siglos después de Agustín, se emprendió un intento altamente
especulativo de describir el pecado contra el Espíritu Santo —o sea, la
traición a la trascendencia— como una historia de Dios, como un drama de la
naturaleza y como un drama del género humano cuyo desenlace sigue abierto.
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling había acometido ya este intento, y para
desarrollar su empresa hubo de centrarse en el tema del mal: el mal en Dios, en
la naturaleza, en el hombre.
CAPÍTULO 4
En su obra Sobre la esencia de la
libertad humana, Schelling argumenta a la vez en un plano cosmológico y
teológico. Según él, el fondo creador -la natura naturans como condición de la natura naturata hace brotar el
mundo y también puede absorberlo de nuevo en sí. En este movimiento retroactivo
el fundamento creador se convierte en abismo. Estamos familiarizados con la
representación de que al principio existía una materia inimaginablemente densa,
luego vino el estallido originario, la explosión, y después la expansión del
universo, seguida de la inversión: el universo que se contrae de nuevo hacia el
centro. El ritmo básico de todo ello
es: explosión implosión, espiración-inspiración.
Se trata también de la oposición entre caos y orden. Se da el orden de
la naturaleza, tal como lo vemos y conocemos. Y en tanto lo conocemos, comprendemos
también el orden de nuestro entendimiento. Todo es «regla, orden, forma». Pero
se da también el presentimiento de lo «carente de regla» en el fondo de las
cosas, que es el caos creador de donde todo salió y en el que quizá todo se
sumerja de nuevo. Schelling caracteriza lo caótico como una «base
incomprensible de la realidad».
Esta «base», este «resto», que no puede disolverse en la razón, recibe
también en Schelling la denominación de «fundamento» de la existencia. Utiliza
la expresión en un doble significado, en el sentido de origen y en el de
sustancia. El resto hicomprensible se halla en ambas dimensiones: en el origen
y en la sustancia. Queda oscuro cómo ha empezado todo y qué es propiamente lo
que ha empezado. Ambos enigmas, el del «por qué» y el del «qué», están
relacionados entre sí y en definitiva se condensan en la pregunta acerca de
Dios.
Para Schelling el compendio del ser entero es Dios. Por eso refiere
también a Dios la pregunta relativa al fundamento. Pero no lo hace indagando
nuestros fundamentos del conocimiento de Dios, sino preguntando por el
fundamento en él. Si Dios es el absoluto, no puede tener ningún fundamento en
alguna otra cosa. Y, sin embargo, debe tener un fundamento, tanto en el sentido
de origen como en el de sustancia. Este fundamento no puede ser otra cosa que
él mismo.
Pero entonces se produce un giro audaz. Schelling dice: Dios tiene que
tener su fundamento en sí mismo. Ahora bien, Dios tiene su fundamento en «lo
que en Dios mismo no es él mismo». Dios ha de desarrollarse todavía desde el
fundamento oscuro, que él es, para llegar a ser el Dios de la glorificación, de
la santidad. También él recorre en cierto modo una evolución desde lo
inconsciente a la conciencia.
Este pensamiento podría rechazarse como
aventurada especulación metafísica si no se entendiera que se trata aquí del
intento de concebir el proceso de la naturaleza como movimiento de evolución de
la conciencia en ella. La conciencia es ser consciente. El ser ha alcanzado en
el hombre la dimensión de la propia percepción. El acto de hacerse consciente la
naturaleza y la «personalización de Dios» son para Schelling el mismo proceso.
También acerca de Dios hemos de decir: «Lo oscuro le precede, la claridad brota
por primera vez desde la noche de su esencia». El abismo de Dios es el Dios
todavía inacabado, el ser oscuro y cerrado, que aún no ha penetrado en la
propia transparencia. El abismo en Dios es la potencia. La potencia es lo
posibilitante, pero ésta se mantiene a la vez como una amenaza. Como
fundamento, puede hacer que brote el ser, configurarlo como orden, y puede
también engullirlo de nuevo en sí. Es decir, lo carente de regla, lo caótico,
puede aflorar de nuevo como abismo.
Así pues, la evolución de la naturaleza es un proceso dramático. Y este
drama tiene que soportarse en el hombre, o sea, allí donde la naturaleza ha
alcanzado la suprema conciencia. En él puede hacerse consciente y convertirse en
acción libre el aspecto negativo de la potencia, lo carente de regla, lo
caótico. Por eso en la libertad humana se da la opción de la nada, de la
aniquilación, del caos. El hombre está metido en el ser, pero puede notar la
tendencia a desgajarse de aquél, la tendencia a destruirlo. Y esto es el mal.
Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios
inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están
unidos entre sí. El hombre está unido con Dios y, sin embargo, pertenece a su
dificultosa herencia también el estar enlazado con el principio nocturno de
este Dios, con su inacabamiento caótico.
Las especulaciones metafísicas de este pensador son narraciones de
conceptos. Sin duda, el tiempo inmemorial sólo puede abordarse narrativamente.
Schelling narra, pues, la historia de cómo la naturaleza abre los ojos en el
hombre —advirtiéndonos de que ésta sigue allí—, cómo a través de la conciencia
la naturaleza obtiene un escenario donde puede aparecer. Nos cuenta también el
relato de un Dios entregado a la búsqueda de sí mismo, acerca de un Dios cuyo
devenir él mismo es a la vez un hacerse verdadera la naturaleza, un abrirse la
naturaleza hacia su83 forma consumada, a la manera como «se abre» una flor. Por
tanto, la creación no es buena desde sus comienzos, tan sólo podrá llegar a
serlo. Y a este respecto tiene validez el siguiente principio: «Un bien, si no
contiene en sí un mal superado, no es un bien real y vivo». La cosa no puede
ser de otra manera, pues ese devenir de la identidad de Dios y de la naturaleza
es un proceso libre, que debe contener en sí el mal como superado, pues la
libertad incluye siempre la opción del mal.
Este gran relato sobre el devenir de la identidad de Dios provocó en
Schopenhauer, de quien enseguida vamos a ocuparnos, el mordaz comentario de que
Schelling parece estar muy familiarizado con Dios, «pues nos describe incluso
su nacimiento, aunque sea una lástima que no diga ni una sola palabra acerca de
cómo llegó a conocerlo tan íntimamente».
Schelling llegó a esa familiaridad con Dios por el mismo camino que
Schopenhauer llegó al conocimiento del principio universal de la voluntad.
Schelling, al igual que Schopenhauer, penetró profundamente en la conciencia
humana de la libertad; allí experimentó el juego de fundamento y abismo. «
¡Sólo el que ha gustado la libertad!», escribe Schelling, «puede sentir la
aspiración a hacerlo todo análogo con ella, a extenderla sobre el universo
entero.»
Schelling se sumerge profundamente en el drama de la libertad, en el que
la «libertad propia» y la «libertad universal» están en lucha entre sí, y hace
estallar los límites de este proceso infrahumano, para convertirlo en escenario
de la polaridad del proceso entero del mundo.
Toda
vida se mueve según Schelling en una polaridad, en la que son determinantes dos
principios fundamentales.
El primer principio es el de la mismidad o identidad. Todo ser
individual tiene su punto interior de gravedad, su centro, su «egoísmo». Una
parte de la fuerza vital está atada hacia dentro y se usa para la propia
conservación. Lo vivo tiene la tendencia a permanecer en sí y junto a sí.
Implica un movimiento contractivo. Schelling lo somete a reflexión en el
concepto de Dios. Si en éste sólo hubiera este aspecto del ser, no se habría
podido dar ninguna creación. Ninguna luz habría surgido hacia fuera. Toda la
fuerza enorme estaría concentrada en sí. Dios estaría cerrado en sí; como
diríamos hoy, se habría quedado en un «agujero negro». Cada ser individual
sigue la tendencia interna a conservar su forma y con ello sus límites. Esto
produce el encierro específico, «lo tenebroso, oscuro» en cada ser. La materia
muerta está todavía enteramente cerrada, es sombría por completo. No es otra
cosa que «la parte inconsciente de Dios». Esta oscuridad cerrada de la materia
se manifiesta en el peso, la gravitación, la densidad, en las fuerzas que dan
cohesión y retienen. Pero precisamente por esto la materia es también el
fundamento que da soporte, la base, el contrapeso en todos los procesos de
producción y de salida de sí. Con ello hemos mencionado el segundo principio:
lo expansivo. El ser material sale de sí, se rebasa. Ahí están los primeros
pasos de la propia trascendencia.
En el nivel más elemental hay
comunicación, una relación con el mundo, aunque todavía inconsciente. Cuando el
principio de la expansión se hace espiritual, Schelling lo llama «amor». Pero
hay que representárselo también en un plano completamente elemental. Se trata
de las fuerzas centrífugas. Este principio hace brotar asimismo la conciencia
como una fuerza que abre. La conciencia, abierta para lo demás y para sí misma,
advierte que está en un mundo, rodeada de un universo de posibles relaciones y
acciones. La conciencia está siempre más allá de sí, se trasciende a sí misma,
rebasa su propio ser y abre otros espacios y tiempos. Se da así el aquí y el
allí, el presente, el pasado y el futuro. Tan sólo con la conciencia, el ser
dilatado en el espacio y el tiempo encuentra el escenario en el que puede
aparecer. La conciencia abre el espacio de juego del mundo.
Schelling encuentra dificultades para reducir estos dos principios de la
vida a un concepto simple. Se le ofrecen los binomios conceptuales de
consciente e inconsciente, real e ideal, materia y espíritu, mismidad y amor.
Al final se decide por el concepto de voluntad: «Querer es el ser originario».
Allí está contenida la tensión polar entre voluntad propia y voluntad
universal.
«El principio, en tanto procede del fundamento y es oscuro, es la
voluntad propia de la criatura.» La voluntad propia es aquella que está
referida a sí misma. Su relación con el mundo es absorbente, anexionante y sin
duda también destructora.
El concepto de «voluntad universal» es equívoco. No significa
simplemente la voluntad «divina», que se eleva sobre todo y lo penetra todo,
sino que designa primordialmente la voluntad en el acto de hacerse clara. A la
voluntad se le abre una luz y ella se ve a sí misma y ve su mundo. En segundo
lugar designa el proceso por el que, al emerger la voluntad «ciega» a la
claridad, deja a la vez de quererse solamente a sí misma y de querer lo suyo en
exclusiva. Por tanto, la voluntad universal es una transformación de la
voluntad. Ésta se trasciende a sí misma. A la voluntad universal Schelling le
da también el nombre de «entendimiento», término que designa la facultad
espiritual de la propia trascendencia.
En sentido estricto se puede hablar de
una voluntad propia tan sólo cuando se ha desarrollado ya la voluntad
universal, como en el caso del hombre. El resto de la naturaleza permanece
todavía «hundido en el ser». Ambos principios están aún inseparados y sólo se
dan allí potencialmente. La piedra está, a todas luces, cerrada, pero no se
puede hablar en ella de una voluntad de permanecer cerrada. Esta encerradura
voluntad propia sólo se da cuando un ser particular se rebela, se «erige» -usando
el término de Schelling- contra la exigencia de su contrario ya desarrollado,
cuando esta voluntad se quiere contra el todo. Tan sólo en el hombre se
desarrolla esa voluntad propia, sólo en él se desarrolla la contienda de los
principios. «En el hombre está el poder entero del principio tenebroso y a la
vez la fuerza entera de la luz. En él está el abismo más profundo y a la
vez el cielo más alto, o sea, los dos centros.»
El hombre está puesto entre Dios y los animales. En los animales no se
da todavía esta oposición, y en Dios ya no se da. En los otros seres vivos los
dos principios no están desarrollados todavía, y en Dios sí se dan ambos
principios, pero se hallan indisolublemente ligados entre sí. «Por tanto,
aquella unidad que es inseparable en Dios, tiene que ser separable en el
hombre, y ésta es la posibilidad del bien y del mal.» Si el hombre logra
armonizar la oposición, se rebasa hacia Dios. Si no lo logra, cae más bajo que
los animales. Ésta es su precaria situación.
Limar la oposición significaría incorporar la voluntad propia a la
voluntad universal, o sea, la propia trascendencia, la iluminación de sí mismo,
la superación del egoísmo, el amor. Ésa es la disolución positiva, clara, de la
oposición.
Pero puede resolverse también negativamente, en forma tal que se
invierta el rango de los principios. La voluntad propia somete la voluntad
universal. La fuerza inferior domina sobre la superior y se sirve de ella para
fines egoístas. El egoísmo impera sobre la razón, la facultad humana de la
propia trascendencia sirve a la mera afirmación de sí mismo. Podríamos
ejemplificar lo dicho de diversas maneras.
El espíritu se convierte en mercancía, la religión pasa a ser un medio
de conquista de poder, la razón se hace instrumental. El espíritu deja de ser
fin en sí mismo, en el sentido de una vida incrementada, y se ve degradado a la
condición de un medio para la «conservación de las bases externas de la vida».
Es tarea de la libertad conservar el orden de rango de los principios.
Para Schelling el hombre es un traidor notorio al principio superior de su
vida. Pero no lo es por razón de una coacción natural, sino en virtud de su
libertad. «El hombre está puesto en aquella cumbre donde tiene en sí por igual
la fuente de automoción para el bien y para el mal: en él, el vínculo de los
principios no es necesario, sino libre. Se halla en el punto de separación,
aquello que él elija, será su acción libre.»
El hombre se convierte en traidor a lo universal porque la «angustia de
la vida» lo expulsa del propio centro. Pero el centro es el espíritu del amor,
aquel «fuego devorador» cuyo calor él busca y ante el que retrocede para no
quemarse. El hombre huye a la periferia de su esencia, es un ser excéntrico. La
desviación del centro es la traición al espíritu.
Esta perversión es en Schelling la estructura fundamental del mal, que
va más allá de lo meramente moral, y con tales expresiones designa aquel
escándalo que el pensamiento cristiano califica de pecado contra el Espíritu
Santo. Ahora bien, el «Espíritu Santo», contra el que peca el hombre, es el propio
centro espiritual de su esencia. El hombre es el animal metafísico, y cuando
intenta deshacerse de esa magnitud, incurre en traición contra su propia
esencia.
El Schelling tardío hubo de experimentar por sí mismo a mediados del
siglo XIX esta traición contra el espíritu e incluso la expulsión de éste del
campo del saber. Tuvo que ser testigo del ascenso triunfal de las ciencias
naturalistas y materialistas. Una historia preñada de males.
El joven Schelling era todavía una
primera figura en el escenario mágico del espíritu, entre aquellos atletas
inspirados de la reflexión que en el momento en que los realistas llamaban a la
puerta -con su sentido de los hechos y armados con la concisión de su «no es
otra cosa que»- tenían que sentirse como niños ingenuos que habían hecho
diabluras y lo habían puesto todo en desorden. Ahora se trata de despejar,
ahora comienza la seriedad de la vida, los realistas cuidarán de la nueva
tarea. El realismo y el materialismo de la segunda mitad del siglo xix llevarán
a cabo la obra de arte de tener en poco al hombre y emprender a la vez grandes
cosas con él, supuesto que pueda llamarse «grande» la moderna civilización
científica.
Comenzó entonces el proyecto de una modernidad que miraba con actitud
adversa a todo lo exaltado y extravagante. Pero ni la fantasía más exaltada
habría podido imaginarse qué monstruosidades y cuánto mal había de producir el
espíritu del desencanto positivista.
La desacreditación del idealismo alemán traería a mediados del siglo xix
un materialismo de figura robusta. Hubo entonces catecismos del desencanto que
se convirtieron de repente en superventas. Uno de estos rigoristas descarnados
escribía: «Es una prueba de [...] insolencia y vanidad el intento de mejorar el
mundo cognoscible mediante el hallazgo de otro suprasensible, y el de convertir
al hombre en un ser elevado sobre la naturaleza añadiéndole una parte
suprasensible». ¡Qué de opiniones se forjaron por esa manera de sentir! El
mundo del devenir y el ser no eran otra cosa que el remolino de moléculas y la
transformación de energías. El «yo» de Fichte y el «espíritu» de Hegel no eran
sino quimeras. ¿Y qué decir del espíritu? Es una función del cerebro, se
afirmaba. Los pensamientos se comportan con el cerebro como la hiel con el hígado
y la orina con los riñones.
La marcha victoriosa de una ciencia
semejante no podía detenerse ante ninguna objeción, sobre todo porque estaba
mezclada con un especial componente metafísico, a saber, la fe en el progreso.
Si reducimos las cosas y la vida hasta extraer sus componentes elementales
—opinan los representantes de esa ciencia—, se descubrirá el secreto de la
fábrica de la naturaleza. Si llegamos a saber cómo está hecho todo, estaremos
en condiciones de reproducirlo. Actúa aquí una conciencia que busca en todas
partes lo llano, lo que carece de adornos, también en la naturaleza, a la que
se pretende atrapar in fraganti en el
experimento, y se le puede mostrar por dónde ha de continuar cuando se sabe
cómo transcurre.
De hecho, entre los presupuestos
del enorme éxito de las ciencias se hallan la continencia espiritual y la
curiosidad para lo más cercano, para lo invisible en el mundo y no en un más
allá; por ejemplo, la curiosidad en lo relativo a las células y a las ondas
electromagnéticas. En ambos casos la investigación penetra en lo invisible y
llega a resultados visibles, así, en la lucha contra los microbios
desencadenantes de enfermedades, o bajo la figura de la telegrafía, que abarca
el mundo entero. Algunos sueños de la metafísica se han hecho realidad técnica,
en concreto, el aumento de la soberanía sobre el cuerpo, la superación del
espacio y del tiempo.
Cuando la física enseña a volar,
¿no han de derrumbarse los voladores de la metafísica y moverse en adelante en
tierra firme? Schelling no acepta esta alternativa. En la introducción a la
Filosofía de la revelación de 1842 dice: «No aquellas verdades [las
metafísicas], sino la conciencia en la que, según se dice, no tienen ya sitio
es lo anticuado y lo que ha de ceder el puesto a una conciencia más amplia».
El programa de Schelling contra la traición a la trascendencia y en
favor de una ampliación de la conciencia significa conocer que el espíritu está
siempre en peligro de perderse en sus obras y de confundirse con éstas. El
espíritu móvil se encadena en las partes de sí mismo que han sido fijadas en
sus creaciones. Prometeo se encadena a sí mismo en las rocas. En la época de la
inteligencia artificial este peligro es especialmente grande. Hablando desde el
pensamiento de Schelling habríamos de argumentar que las partes de reflexividad
e inteligencia que entran en la inteligencia artificial no pueden agotar en
manera alguna la dimensión creadora del espíritu. Lo que puede representarse
mecánica y automáticamente son, digamos, las partes automáticas y mecánicas de
la inteligencia. Toda la empresa, bien entendida, puede servir para obtener una
comprensión más profunda del espíritu. En tanto el espíritu saca fuera de sí
sus componentes mecánicos, automáticos, descubre el propio fundamento creador,
o sea, aquello que no es calculable o digitalizable.
Schelling desarrolla el problema de la propia cosificación del espíritu
mediante el modelo de la relación de Dios con su creación. Dios ha puesto fuera
de sí el mundo material y a partir de ahí pone en marcha una historia en cuyo
curso él no desaparece en su obra, sino que la eleva hacia sí y la penetra. Así
tendría que proceder también el hombre con su obra y con la inteligencia que se
esconde en ella. Habría de entenderla como la parte cosificada y, por tanto,
regular de su inteligencia, pero sin confundir con ello su identidad
espiritual. La potencia del espíritu se pierde cuando se intenta ser semejante
a lo hecho por uno mismo. Y este peligro es demasiado grande.
Lo dicho tiene validez para todo pensamiento que ha encontrado su forma
lingüística, y con mayor razón la tiene para un pensamiento que ha encontrado
su representación material en la «máquina». Con palabras de Schelling:
«Así, los pensamientos ciertamente son engendrados por el alma; pero el
pensamiento engendrado es un poder independiente, que sigue actuando por sí
mismo, es más, crece tanto en el alma humana, que coacciona a su madre y la
somete».
En este caso el hombre no sólo se rige por sí mismo, sino, ¡peor
todavía!, se rige por la parte cosificada de sí mismo.
Schelling no esgrime ninguna objeción contra el triunfo de las ciencias
empíricas. Según su concepción, el mal comienza sólo cuando la conciencia se
estrecha a pesar del conocimiento creciente, cuando la facultad humana de
trascendencia es utilizada para la inmanencia, cuando en definitiva se trata
tan sólo de hacer más confortable la rueda en la que se mueve el hámster. Éste
es uno de los aspectos de la perversa historia que se relaciona con la traición
a la trascendencia.
Otro aspecto se refiere a la historia política. La inversión de los
principios, o sea, el dominio de la voluntad propia sobre la voluntad universal
impide que el género humano, escindido en una multiplicidad incalculable, se
congregue en la unidad. La escisión enemiga en egoísmos promueve la búsqueda de
una unidad secundaria que posibilite una situación soportable. Esta unidad
secundaria, más allá de la perdida unidad de la naturaleza y más acá de la
unidad no conquistada en Dios, es la organización del Estado. El Estado es una
«consecuencia de la maldición que pesa sobre la humanidad». Sin unidad de la
naturaleza y sin unidad en Dios, no queda sino la unidad artificial del Estado,
que se sostiene mediante la coacción física. Esta unidad precaria reclama
motivos espirituales. El espíritu, que se adapta a las tareas de la fuerza
coactiva del Estado, se convierte en ideología. Y si margina la necesidad de la
fuerza coactiva del Estado, entonces disuelve la conexión social en la anarquía
de las diversas voluntades particulares en su competencia recíproca.
El destino histórico de los estados es tener que andar bordeando entre
el Escila de la anarquía y la Caribdis de un orden terrorífico. Los estados son
instituciones frágiles. Ayudan a dar carta de naturaleza al hombre, y a la vez
deben proteger en él aquellas fuerzas esenciales que impulsan más allá de toda
unión estatal. Han de ser poderosos y a la vez tienen que limitar su poder. Son
organizaciones de la supervivencia, no de la verdadera vida. Pero si el interés
de la supervivencia se traga la verdadera vida, los estados se hunden en la
situación de una pecaminosidad consumada. La traición al espíritu es la
destrucción de la dignidad humana.
En lo dicho se trata de la
relación entre los individuos y el Estado. Es precaria la unidad estatal, pero
no lo es menos la relación entre los estados. En esta relación son los estados
los que se convierten en portadores de la voluntad propia. «Colisionan» entre
ellos, y en el peor de los casos se enzarzan en guerras. «Así queda redondeada
la imagen de la humanidad que se ha rebajado enteramente a lo físico, e incluso
a la lucha por su existencia.»
En la obra tardía de Schelling se
nota el profundo terror ante la posibilidad de que la oscura voluntad propia
someta la luz de la conciencia universal, o sea, el espíritu del amor, y con
ello la evolución de la conciencia pueda quedarse a medio camino. ¿Hemos
comprendido realmente la esencia de la naturaleza?, pregunta Schelling. Con la
cultura científica, ¿nos acercamos a aquel punto «en el que la naturaleza,
hasta entonces ciega» pueda llegar «a la conciencia de sí»? De ninguna manera.
En realidad, para él esto no representa ningún hallazgo. En su escrito
sobre la libertad habla con frecuencia de los abismos oscuros. Pero da la
impresión de que tan sólo en los años tardíos se le abrió enteramente el
alcance de la tesis de la posible impotencia del espíritu. En su filosofía
tardía dice lacónicamente «que la verdadera materia fundamental de toda vida y
existencia es lo terrible». También con esta afirmación se limita a radicalizar
una intuición anterior en relación con el carácter cerrado de la naturaleza. En
el tratado sobre la libertad humana habla de la «tristeza inherente» a toda
vida. Esa «tristeza» tiene su fundamento en lo cerrado de la naturaleza, donde
el espíritu todavía no se ha mostrado por completo. Es como si la naturaleza
nos quisiera decir algo y sólo lograra balbucear y a la postre enmudecer. Se
deja sentir en ello el silencio de la materia, cuya gravedad retiene lo
decisivo. Pero como la materia no es otra cosa que la «parte inconsciente de
Dios», la «fuente de tristeza» brota en definitiva de Dios mismo, de su fondo
oscuro. Así se extiende sobre la naturaleza no redimida aquel «velo de
melancolía, aquella profunda e indestructible melancolía de toda vida».
En el Schelling de la última época, la melancolía se convierte en espanto y horror. Su tardía Filosofía de la revelación comienza con la desesperación. Buscando una salida, llega al convencimiento de que «el Dios que deviene» en la naturaleza y en el espíritu humano no es la última palabra. La oscuridad, con su implicación de una falta de ser, no llega de esa manera a convertirse enteramente en luz. No hay ninguna redención que pueda hacerse transparente al pensamiento humano por sí solo. Más bien, después de lo inmemorial del principio, consistente en el hecho de que existe algo y no nada, tiene que acontecer algo nuevo también de tipo inmemorial. En primer lugar, eso significa sin más tomar realmente en serio la apertura del tiempo y, a diferencia de Hegel y de toda la filosofía idealista de la historia, no curvar el acontecer histórico en el círculo del éxito, ni en aquel círculo fatal del eterno retorno que propuso el Nietzsche tardío. No son posibles ni la perfección redonda ni la inutilidad completa, pues en ambos casos está velado el tiempo abierto, de modo que no queda para el hombre ningún «futuro verdadero».
Esto tiene validez también para la flecha lineal del progreso, en
la que la filosofía positivista de los siglos xix y xx transformó el tiempo.
Según Schelling el tiempo no transcurre en una linealidad calculable, sino que
es discontinuo. Se mueve en forma de quebraduras, que se producen cuando
irrumpe algo en la historia. En definitiva, Schelling se aleja del Dios que
deviene en la naturaleza y en la historia, para dirigirse a aquel otro que
irrumpe en la historia con revelaciones manifiestas. En torno a los
acontecimientos reveladores han cristalizado las religiones mundiales. En el
Schelling tardío la historia continua del devenir se convierte en una historia
discontinua de las epifanías. Tales epifanías golpean como rayos la conciencia
humana. Schelling caracteriza la empresa de su época posterior mediante la designación
de «filosofía positiva». Con ella indica que la filosofía no puede llevar nada
a cabo si no dispone ya de una previa donación espiritual. No es suficiente
inferir a partir de los conceptos. La filosofía equivale para el Schelling
tardío al temblor de una revelación.
¿Dónde ha quedado entre tanto el mal? Está presente en todas partes y se
ha convertido en signatura de la época del mundo. Visto desde la filosofía
tardía de Schelling, el mal es el estado de un mundo invertido, que tiene
necesidad de una revelación. El origen de la inversión es la libertad como «la
posibilidad del bien y del mal». Sin duda, la libertad es una sobrecarga para
el hombre, que no ha estado a la altura de la tarea de esclarecer en sí mismo
la naturaleza, de hacer que la voluntad propia creada entre en la voluntad
universal, de transformar el «espíritu egótico» en espíritu del amor. Así,
afirma Schelling:
«Las acciones y los efectos de esta libertad [ofrecen] a grandes rasgos
un espectáculo tan desconsolado, que desespero por completo de un fin y, en
consecuencia, de un verdadero fundamento del mundo. Todo otro ser de la
naturaleza es en su lugar o en su nivel lo que tiene que ser, de manera que
cumple su fin. El hombre, en cambio, puesto que sólo puede alcanzar lo que debe
ser con conciencia y libertad, mientras es inconsciente de su destino se siente
arrastrado hacia un fin por este movimiento enorme y sin descanso que llamamos
historia, hacia una meta que no conoce, y que por lo menos para él carece de
fin. Ahora bien, como el hombre tiene que ser el fin de todo lo demás, a través
de él todo lo demás se ha hecho también carente de fin [...]. En toda acción,
en todo esfuerzo y trabajo del hombre no hay sino futilidad: todo es en vano,
pues todo lo que carece de un verdadero fin es en vano. Así pues, lejos de que
el hombre y su acción haga comprensible el mundo, es él mismo lo más
incomprensible, y me arrastra ineludiblemente a la opinión de la infelicidad de
todo ser, una opinión que se ha manifestado en tantos sonidos dolorosos de
tiempos antiguos y recientes. Precisamente él, el hombre, me induce a la última
pregunta, llena de desesperación: ¿por qué existe algo en absoluto? ¿Por qué no
hay simplemente nada?».
Puesto que así se comporta la aventura de la libertad humana, puesto que
esta libertad no conduce a un buen resultado, se hace necesaria una acción
libre del Dios inmemorial. La libertad divina, que se manifiesta en el
acontecer de la revelación, responde a la malograda libertad del hombre. En el
drama del mundo y en la historia del hombre Dios tiene que tomar una y otra vez
la iniciativa.
Schelling, a diferencia de Agustín, pretendía que el hombre ha de
regirse por sí mismo. En todo caso, para ello se requería una comprensión más
profunda del «sí mismo». Y una vez lograda, podía emprenderse el vuelo hacia
las alturas. Pero en el desarrollo de esta empresa se descubre una tiniebla
amenazadora, en la que se hunde la naturaleza e incluso Dios mismo. Por eso
tenía que suceder algo. Pero ¿cómo había de poder llegar el hombre a la luz si
incluso Dios pertenece a las tinieblas con una parte de su esencia? Abandonado
a sus propios medios no puede conseguirlo. Lo que tiene que suceder sólo puede
provenir de la parte clara de Dios. El espíritu del amor, que sin duda en el
hombre es demasiado débil ha de revelarse de nuevo. O bien la creación no está
terminada, o bien ha fracasado.
Con su filosofía de la revelación Schelling vuelve a situarse en el
suelo de Agustín. No hay duda de que el hombre estaría perdido si pudiera
regirse solamente por sí mismo. La
Filosofía de la revelación concede de nuevo la palabra a la fe. Pero ya no
se trata de una fe infantil, es más bien la fe a la que se llega después de una
circunnavegación filosófica. Aunque lleguemos de nuevo al punto del que
habíamos arrancado, lo cierto es que hemos experimentado algunas cosas, algunas
cosas que han quedado detrás, o debajo, o por encima de nosotros.
Hay que hacerse a la idea del mal universal, que se coextiende con el
mundo. Es la profundidad inexplicable del mundo. Pero por lo menos no habríamos
de traicionar nuestra «alma llena de espíritu», este «cielo interior». Y en
todo caso, cae bajo el poder de la libertad el mantener la fidelidad a un sí
mismo mejor. Hemos de mantener la promesa, una promesa cuya plasmación inacabada
somos nosotros.
CAPÍTULO 5
Schelling afirma que «el querer es el ser originario». Pero en
Schelling, este «querer», como sustancia propulsora de todo lo vivo, tiene la
tendencia a «transfigurarse» y «espiritualizarse» con la evolución de la
conciencia. Aunque la voluntad comienza oscura, contiene la potencia para
hacerse clara. De todos modos, se da en ella además el drama de la libertad y,
con ello, del mal. Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad,
cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia
humana, se alza la propia y egotista voluntad oscura sobre la voluntad
universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente
para fines egoístas.
El principio fundamental de la vida en Schopenhauer es asimismo la
voluntad. Pero la voluntad no realiza ninguna historia de la glorificación,
ninguna evolución hacia lo superior. Lo universal de la voluntad no es su
proceso hacia la claridad, sino la oscuridad y el sinsentido de su
universalidad. De ahí que para
Schopenhauer no haya ningún Dios, ninguna tendencia a la divinización. Y el mal
tampoco es la inversión de los principios, que para Schelling eran el de la
voluntad propia y el de la voluntad universal. Según Schopenhauer, la razón en
principio está sometida a la voluntad, es solamente una de sus funciones. En el
hombre -dice Schopenhauer-, la voluntad ha recogido para sí una luz de su
entorno, no para iluminar con ella el ser, sino para poder espiar mejor los
objetos de su apetito. De todos modos, en Schopenhauer hay también otra razón
que se desgaja de la voluntad en el arte o en la ascética. Es la razón
suprarracional de la negación de la voluntad. Schelling espera la consumación
en el ser, Schopenhauer espera ser redimido del ser.
Según Schopenhauer, el mal se ha hecho universal en un sencido que
todavía hemos de explicar. Es cierto que el ser como voluntad está,
propiamente, más allá del bien y del mal, es lo que es. Pero al aplicar el
punto de vista de la significatividad moral, Schopenhauer no tiene reparos en
calificar y rechazar el todo como «malo». Mirando a las experiencias de su
juventud, dice que le sucedió como a Buda:
«A los diecisiete años, sin ningún género de adoctrinamiento escolar, me
sacudió la vivencia de las penalidades de la vida, lo mismo que le sucedió a
Buda en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte [...].
Mi conclusión fue que este mundo no puede ser obra de un ser totalmente bueno,
pero sí puede ser obra de un diablo, que ha traído a las criaturas a la
existencia para deleitarse con la contemplación de su tormento».
El diablo es aquí una metáfora. De
hecho, Schopenhauer no se rompe la cabeza con ningún espíritu demoniaco, pues
la voluntad ciega, la ausencia total de espíritu en el núcleo de todas las
cosas, es suficiente para comprender la oscuridad del mundo. Schopenhauer, al
igual que Schelling al principio, continúa la llamada filosofía perenne (philosophia perennis), expresión
acuñada por Leibniz. Su nota común, desde los presocráticos hasta la metafísica
del siglo xx es el intento de comprender el absoluto, el uno, el todo, una de
cuyas partes es el hombre. Es el intento de desarrollar la conciencia de una
unidad metafísica, frente a la alternativa religiosa de una ruptura y de un
abismo insuperable entre el hombre y Dios, el representante del todo. Según la
concepción de la filosofía perenne, Dios no es el totalmente otro, contrapuesto
al hombre, sino el absoluto, que envuelve al hombre y lo penetra. En él
vivimos, tejemos y existimos, aunque esto no sea a través de la fe, como en la
religión, sino en el medio del conocimiento. Puesto que la filosofía perenne
entiende el absoluto como un todo integrante, su fin no es ser redimida, sino
descubrir esa totalidad y con ello lograr una experiencia más profunda de la
pertenencia a ella. Albert Einstein permanece en dicha tradición, pues afirma
que la separación del todo es solamente una «ilusión óptica» de la conciencia
individual, y que la tarea del conocimiento consiste en sacarnos de esta «prisión»
del propio engaño.
En el descubrimiento de la gran unidad nos
cercioramos de las razones sólidas. Y así, Einstein todavía designa la
experiencia de la unidad como una apertura de la «verdad suprema y de la
belleza más radiante».
También Schopenhauer quiere explorar
el todo, pero no da señal de complacencia. El todo que descubre es lo terrible
e insalvable. El fundamento se le ha convertido en abismo, pero no en la misma
forma que a Schelling. La esencia del mundo es la voluntad, y la voluntad es el
corazón de las tinieblas. El pensamiento de Schopenhauer conduce hasta aquel
punto donde tradicionalmente se producía la transición hacia algún tipo de
trascendencia por el hecho de plantearse la pregunta: ¿qué se esconde detrás
del mundo que aparece? También Schopenhauer plantea esta pregunta. Abre el
mismo escenario en el que por lo regular aparecía solamente Dios, el absoluto,
el espíritu. Ahora bien, en lugar de estas augustas figuras donadoras de
sentido, sale entre bastidores la «voluntad» como la aparición de un agujero
negro que retiene toda luz.
Arthur Schopenhauer parte de Kant, como
hicieran Schelling, Fichte y Hegcomo el. Sin embargo, a diferencia de éstos, no
quiere superar a Kant en lo que se refiere a un renovado cercioramiento de la
razón absoluta en la propia certeza subjetiva. Se adhiere firmemente al
análisis kantiano de la limitación de nuestro conocimiento. Para él, al igual
que para Kant, la imposibilidad de conocer el mundo tal como es «en sí» sigue
siendo un principio inconmovible. A la totalidad de nuestra facultad perceptiva
y cognoscitiva le da el nombre de «representación», y por esto puede afirmar
que el mundo es nuestra representación. El sentido que Schopenhauer da al
concepto de «representación» se distingue del tradicional. Normalmente
«representar» significa figurarse, poner algo ante la mirada intelectual.
Cuando vemos algo con nuestros ojos reales, no lo llamamos «representación». En
cambio, para Schopenhauer son actos de representación actividades como ver algo
con los propios ojos, notar algo con la propia mano, oler con la propia nariz.
Si
todo percibir y conocer es «representar» en este sentido, ¿no estamos
irremisiblemente hundidos en un sueño? Schopenhauer responde a esto con un sí y
un no. Como Kant, responde con un «no», por cuanto resalta que sometemos
constantemente nuestras representaciones a un cotidiano control del éxito, con
lo cual se acomodan a la realidad, sin que por esto podamos saber qué es
propiamente la realidad. En el terreno práctico, con nuestras representaciones
nos las componemos muy bien en la vida. Los teóricos de la evolución biológica
dirían que nuestro órgano de la concepción del mundo resulta adecuado a nuestro
mundo de la vida, y que en todo caso ha de funcionar tan bien que nos ayude a
sobrevivir. Si un perro con un palo largo en la boca quiere pasar a través de
una puerta, moverá y girará una y otra vez la cabeza hasta que lo logre. Lo
mismo que el perro a través de la puerta, el hombre pasa a través de la puerta
de la verdad, si bien de una verdad que ya no es lo que en tiempos fue, pues ha
perdido su venerable fascinación. Lo que antes era un exigente examen general,
se ha convertido ahora en un insignificante ejercicio práctico.
Por una parte, pues, aunque estemos
encerrados en nuestras representaciones, no nos hallamos hundidos en un sueño.
Pero, por otro lado, según Schopenhauer, también es cierto que somos unos
soñadores. En efecto, el envés de nuestras representaciones está escondido para
nosotros. Nos movemos despiertos en el universo de las representaciones y, sin
embargo, no logramos deshacernos del sentimiento de que aplazamos
constantemente nuestro despertar.
Y despertar significaría darnos
cuenta finalmente de lo que es el mundo, más allá de que es mi representación.
El giro genial de Schopenhauer consiste en mostrar que está abierto otro camino
para explorar la esencia del mundo: «Se buscó el camino hacia afuera en todas
las direcciones, en lugar de entrar en uno mismo, en la esfera donde ha de
resolverse todo enigma».
Como a traición, entramos de repente en el interior de la fortaleza, que
no podemos expugnar desde fuera partiendo de los fenómenos, o sea, de nuestras
representaciones.
Esta manera de abordar «desde dentro» es tan obvia, que la filosofía la
ha tenido escasamente en cuenta. Los caminos del pensamiento filosófico, que
conducen hacia el exterior del mundo, comienzan normalmente por lo más
inteligible que puede pensarse, sea Dios, la matemática, o el yo pensante. La
filosofía comienza en sí misma, antes de que, en la búsqueda de la esencia del
mundo, se atreva a dar el salto de tigre a lo que no es ella misma.
Schopenhauer procede de manera distinta. Comienza con la experiencia de la
propia corporalidad. No es el yo pensante, sino el yo corporal el que posee el
poder clave para el misterio interior del mundo. Es cierto que el hombre
también puede percibir el propio cuerpo desde fuera, como representación; pero
hay todavía otro acceso: «desde dentro». El hombre lo nota como «aquello
inmediatamente conocido para cada uno y que designamos con la palabra
voluntad». Acerca del mundo de fuera e incluso acerca de mí mismo tengo
representaciones, pero en mí mismo yo soy voluntad: dolor, apetencia, placer, o
sea, modificaciones del ser en el propio cuerpo. Cada individuo es el escenario
en el que se unen el sujeto de la representación y el sujeto del querer: la
conciencia y el ser. Y de ahí extrae Schopenhauer una conclusión por analogía
extraordinariamente osada: fuera del mundo como representación y de la voluntad
experimentada en el propio cuerpo, no conocemos nada. Por tanto, si el mundo
corporal ha de ser más que nuestra mera representación —y, naturalmente, de ahí
hemos de partir—, no podemos menos de atribuirle «en sí y en su esencia más
íntima lo que encontramos inmediatamente en nosotros como voluntad». Por tanto,
a la pregunta de qué es el mundo, prescindiendo de que éste es mi
representación, Schopenhauer responde: el mundo es voluntad. De ahí viene el
título de su obra principal, el título que resume muy condensadamente su
filosofía entera: El mundo como voluntad y representación.
Ahora bien, Schopenhauer no sólo da una nueva versión al concepto de
representación, sino que también cambia el significado del concepto de
«voluntad». La noción de voluntad en la tradición filosófica, y también la
acepción del término en el lenguaje usual, une «voluntad» con «intención»,
«fin», «meta». Así, cuando yo quiero algo, me he representado este «algo», lo
he pensado y visto. En esa acepción, la voluntad está intelectualizada. Es el
carburante que empleamos cuando el entendimiento ha hecho ya los planes. Pero
éste es precisamente el sentido que Schopenhauer no quiere dar a la «voluntad».
Ésta es, más bien, un primario movimiento y aspiración vital, que en caso
extremo puede llegar a hacerse consciente de sí mismo, y adquirir así la conciencia
de una meta, de una intención, de un fin. Una piedra que cae, si fuera
consciente de sí misma, tendría que llamar su «voluntad» a lo que la hace caer,
a la gravedad. De igual manera, lo que sucede en nosotros y con nosotros no es
otra cosa que la voluntad.
Por tanto, esta voluntad no es nada de
tipo inteligible. El fundamento del ser no es del tipo de un logos. Una de las
páginas más impresionantes en la obra de Schopenhauer, un pasaje que muestra
con suprema claridad esta oscuridad del fundamento, dice así:
«Es inútil intentar explicar la oscuridad que se extiende sobre nuestra
existencia [...] esgrimiendo razones al estilo de que hemos sido desgajados de
Una cierta luz originaria, o de que
nuestro ángulo visual ha quedado reducido por causa de algún obstáculo
exterior, o de que la fuerza de nuestro espíritu no es adecuada a la magnitud
del objeto. A tenor de tales explicaciones dicha oscuridad sería solamente
relativa, se daría tan sólo en relación con nosotros y con nuestra forma de
conocimiento. ¡No!, la oscuridad es absoluta y originaria: se explica por el
hecho de que la esencia interior y primigenia del mundo no es conocimiento,
sino solamente voluntad, una voluntad carente de conocimiento. El conocimiento
en general es de origen secundario, es accidental y exterior. Por ello la
mencionada oscuridad no es una mancha casualmente ensombrecida en medio de la
región de la luz. Muy al contrario, el conocimiento es una luz en medio de una
originaria tiniebla sin límites, de una inmensidad tenebrosa en medio de la
cual se pierde».
El hecho de que exista la voluntad ya antes de que se abra un cielo de
fines es algo que por sí solo constituye ya aquella oscuridad que se difunde
luego sobre todas las relaciones del mundo. En nosotros mismos notamos que el
fundamento del mundo es un abismo. Pues, según Schopenhauer, esta voluntad
experimentada en el propio cuerpo es un impulso que apetece sin descanso; ciega
y carente de fin y sentido, no puede saciarse por ningún medio. Por tanto, el
universo de la voluntad tampoco es ningún «cosmos» armónico. Habríamos de
horrorizarnos ante la naturaleza de la voluntad, afirma Schopenhauer. No hay en
ella ningún reino en el que nos abrigue la madre. No podemos tener amistad con
una tierra que para nada ha puesto su mirada en nosotros, que en todo caso
conserva la vida de la especie con nuestra muerte. La naturaleza no es un lugar
de calma, sino de agitación. Nos envuelve en el espectáculo tumultuoso de una
batalla en la jungla. Demos otra vez la palabra a Schopenhauer para la
descripción de este espectáculo de la oscura enemistad:
«En la naturaleza vemos por doquier
pugna, lucha, cambio de la victoria [...]. Donde esta lucha general se hace
visible con mayor claridad es en el reino animal, que toma el mundo de las
plantas para su alimentación, y en el que cada animal es la presa de otro [...,]
pues cada animal sólo puede conservar su existencia suprimiendo constantemente
a otro ser extraño; así, la voluntad de vivir se alimenta de sí misma sin cesar
y es su propio alimento bajo diversas formas. Y finalmente el género humano,
porque subyuga a todos los demás, considera la naturaleza como una fábrica para
su uso. Pero este mismo género pasa a ser en sí mismo el escenario en el que se
revela de manera más clara y horrible aquella lucha, aquella escisión de sí
mismo, y donde el hombre se convierte en "lobo para el hombre" (homo homini lupus)».
Schopenhauer rechaza las perspectivas de solución consistente en la
reconciliación general que han mantenido su poder hasta la actualidad, sea la
del «retorno a la naturaleza», sea la de una razón mejorada. Ni la concordancia
con la naturaleza, ni la razón desbrozarán el camino del progreso. Pero tampoco
puede remitirse a Schopenhauer la moderna crítica de la razón, que carga sobre
ésta la responsabilidad por el estado catastrófico de la civilización. Es
cierto que también Schopenhauer desenmascara una dialéctica de la Ilustración,
un vuelco de la razón ilustrada en una nueva forma de violencia. Y sin embargo,
para él la destrucción y la violencia del poder no proceden de la razón misma,
sino tan sólo de la voluntad, que toma instrumentalmente la razón a su
servicio. Para este antiguo aprendiz de comerciante, la razón es la dependienta
que se apresura veloz adondequiera que la envíe el jefe, la voluntad. Una
realidad destructora y cruel no puede abordarse a base de una crítica de la
razón, sino en todo caso mediante un relajamiento de la voluntad, en la
contemplación, en el arte, en la filosofía y, por último, en la ascética de la
negación de la voluntad de vivir.
Me ocuparé enseguida de esta perspectiva de fuga en el pensamiento de
Schopenhauer, de su peculiar mística. Pero digamos antes algunas palabras sobre
su metafísica. Como todos los metafísicos anteriores, se atiene con firmeza a
la idea de la unidad, a la idea de que las múltiples formas del mundo son
reducibles a un punto de unidad. Según esta sugestión metafísica, la pluralidad
de las apariciones se trueca en el monismo de la esencia. Schopenhauer mismo
usa al respecto la imagen de la esfera, todos los fenómenos del mundo tienen su
plaza en la superficie de la esfera y allí se encuentran las múltiples
relaciones y estructuras. Pero a partir de cada punto de dicha superficie puede
trazarse una línea que va a parar al centro común. Por más que hagamos girar la
esfera en todas las direcciones, nunca llegamos a su centro. La sugestión
metafísica de un centro común permite a Schopenhauer hablar de una voluntad
unitaria del mundo, que luego entra horrorosamente en el escenario de la vida
bajo diversas máscaras, desgarrada en sí y desgajada de sí misma.
El recurso de Schopenhauer a la voluntad del mundo es deudor del monismo
metafísico. No hay duda de que sería posible un pensamiento metafísico de la
pluralidad, del individualismo en el fondo del ser, que germinalmente ya
desarrolló Leibniz con su teoría de las mónadas. Sin embargo, Schopenhauer
permanece bajo el hechizo de una tradición poderosa, que disuelve lo plural en
el gran singular, como si sólo allí pudiera encontrar paz el alma, como antes
la encontraba en Dios.
Pero el punto de unidad de Schopenhauer, la voluntad del mundo, no es
precisamente algo parecido a un punto de quietud; es más bien el corazón de la
inquietud, un absoluto como centro de excitación. He aquí la ironía abismal en
la que se enreda la voluntad de unidad en Schopenhauer. Cuando la voluntad de
verdad llega a la meta, advierte que se había prometido algo muy distinto. Con
impávida pasión, Schopenhauer se despide de toda la complicada tradición de la
teodicea, que trataba de justificar a Dios mediante la justificación del mundo.
«Ahora bien, este mundo está dispuesto con el grado exacto de indigencia que
necesita para existir. Si fuera todavía un poco peor, ya no podría existir. Por
consiguiente, no es posible un mundo peor, pues no podría existir, de modo que
el actual es el peor entre los posibles.»
Schopenhauer pide a una conciencia despojada de ilusiones que aprenda a
vivir sin confianza en el mundo. Estamos solos y no hay ningún ser superior que
tenga algún plan en relación con nosotros. No hay una providencia que piense en
nosotros. Desde la perspectiva de Schopenhauer, es recomendable retirar el
crédito al mundo. Y sin embargo, la afirmación, la autoafirmación elemental de
la vida es y sigue siendo poderosa con desmesura (también en Schopenhauer). Ese
es el poder oscuro de la voluntad, de la «voluntad propia», como diría
Schelling.
La voluntad de vivir toma cuerpo en el individuo particular, percibido
como inconfundiblemente singular. El individuo es un misterioso punto de cruce.
El sujeto del querer y el sujeto del conocimiento se encuentran juntos en un
único punto: en el individuo. Hay tantas singularidades como individuos. El
individuo es el escenario de un doble prodigio: una voluntad sabedora de sí
misma y un saber que se quiere. Hay, por tanto, motivo suficiente para que un
individuo quiera afirmarse y delimitarse, aunque sea carne salida de la carne y
espíritu salido del espíritu. La propia afirmación de la voluntad por lo
regular se arma con un gran «no» contra los otros cuerpos en los que se encarna
la voluntad. Con imágenes grandiosas pone Schopenhauer ante nuestros ojos este
teatro de la autoafirmación: «Pues, así como en el mar rugiente, que, ilimitado
por todos sus lados, levanta y hunde bramadoras montañas de agua, se sienta un
barquero en un bote, confiando en el débil vehículo, de igual manera se sienta
tranquilo el hombre individual en medio de un mundo lleno de tormentos, apoyado
y confiado en el principio de individuación [...]. Le resulta extraño el mundo
ilimitado, lleno de sufrimientos por doquier, en el pasado infinito, en el
futuro sin fin [...]. Es real para él su persona en vías de desaparición, su
presente inextenso, su bienestar del instante [...]. Hasta ese momento vive tan
sólo en la más interior profundidad de su conciencia un presentimiento muy
oscuro de que propiamente todo aquello no es tan extraño para él, sino que
tiene una relación con él, una relación contra la que el principio de
individuación no puede protegerlo. De este presentimiento procede aquel horror
indeleble y común a todos los hombres [...] que de pronto se apodera de ellos
cuando, por la casualidad que sea, quedan desconcertados en el principio de
individuación».
Pero el «horror» ante la falta de consistencia del individuo, por lo
regular se trueca en una autoafirmación histérica, en un egoísmo que incrementa
su autoafirmación hasta la malignidad y crueldad frente a otros «yoes».
Schopenhauer describe un mundo de egoísmos enemistados entre sí. Y, con claros
apoyos en Hobbes, desde ese trasfondo desarrolla su teoría del Estado: éste
pone un «bozal» a los «animales de rapiña», con lo cual no mejoran moralmente,
pero se hacen «inofensivos como un animal herbívoro». Schopenhauer se opone
explícitamente a todas las teorías desarrolladas bajo el influjo de Kant, que
esperan del Estado una mejora, una moralización del hombre (Fichte, Schiller,
Hegel), o que, con actitud romántica, ven en el Estado una especie de organismo
superior de la humanidad (Novales, Schleiermacher, Bader). EI Estado es para
Schopenhauer exactamente la «máquina social» que horroriza a los románticos de
ayer y hoy, una máquina que en el mejor de los casos doma los egoísmos y los
une con el egoísmo colectivo del interés por la supervivencia. Para este fin
Schopenhauer desea un Estado dotado con fuertes medios de poder, aunque su
poder haya de reducirse a lo exterior. El Estado nada ha de buscar ni disponer
en la actitud y manera de pensar de sus ciudadanos. El autor comentado nos
ofrece así un Estado fuerte y un concepto débil de política. Schopenhauer nos
previene contra un Estado que quiera fundar sentido, contra un Estado con alma,
que en cualquier ocasión echará mano del alma de sus ciudadanos.
Aunque es cierto que todos levantamos una barricada en torno a nuestra
individualidad, intentando encerrarnos en una fortaleza, sin embargo hay
también experiencias que muestran nuestra pertenencia al todo. Para Schopenhauer
hay una especie de metafísica comunidad solidaria, no como norma moral, sino
como experiencia, no con carácter de deber, sino con rango de ser. Hay acciones
que acontecen contra las fuerzas propulsoras del egoísmo. Las llamamos «morales».
¿Se producen realmente por imperativo categórico?, pregunta Schopenhauer. Su
respuesta es que «no». Tiene que haber en nosotros tendencias que fundan tal
acción. No bastan las exigencias. Hemos de atender a nuestra experiencia para
poder descubrir las bases de la moral. Éstas radican en la tendencia a la
compasión. Por la compasión, aunque sólo sea durante breves instantes, se
relaja la guardia en la fortaleza de nuestro egoísmo. Schopenhauer interpreta
la compasión como la ocasional y sorprendente experiencia de que todo fuera de
mí es igualmente voluntad, lo mismo que yo, y de que todos sufren dolores y
tormentos, lo mismo también que yo. Al que siente compasión, «se le ha hecho
transparente el velo de Maya, y el engaño del principio de individuación lo ha
abandonado»
La compasión es una experiencia individual que la voluntad hace consigo
misma, pero sin autoafirmación individual de la voluntad. Es la capacidad en
ciertos instantes de extender más allá de los límites del cuerpo individual la
intensidad de la experiencia de la voluntad en el propio cuerpo. La voluntad ya
no está concentrada solamente en éste, sino que, por así decirlo, se ha hecho
transparente y experimenta lo propio en lo extraño. Tat twam asi («todo eso eres tú»), según reza la antigua fórmula
india para esta experiencia. La compasión no puede predicarse, ha de
percibirse. Pero como reivindica nuestra acción, es posible cerrarse y
embotarse frente a ella. Y así se añade algo que tiene el carácter de
exigencia. En efecto, para sentir compasión, hemos de evitar que la impidamos.
No es necesario que nos convenzamos de la compasión, es suficiente que le demos
entrada. Sin embargo, la compasión es un acontecer no en la esfera de la razón
(moral), sino en la de la voluntad: es una voluntad que nota los sufrimientos
del otro y, por lo menos durante unos instantes, deja de quererse a sí misma
exclusivamente en su limitación individual. En la compasión experimentamos el
dolor y la culpa de la individuación, la culpa de ser el que uno es y la de
que, por el mero hecho de existir, actuamos como un agente en el mundo de la
voluntad desgarrado por la lucha. Puesto que esta experiencia es dolorosa,
también la compasión irá unida siempre con el sufrimiento en sí mismo. Por
compasión podemos hacer algo que prohíbe abiertamente la razón de la propia
conservación. De la compasión en Schopenhauer no resulta ninguna fe en una
superación histórica del dolor. Los que presumen de saber cómo se puede curar
el todo, con demasiada frecuencia critican la compasión como un sentimentalismo
ineficaz frente a síntomas particulares del sufrimiento general. Horkheimer,
ajustando cuentas con las propias ambiciones y defendiendo la filosofía de la
compasión en Schopenhauer, responde a esa crítica:
«Desconfía de aquel que dice: si
no ayudamos exclusivamente al gran todo, es imposible prestar ninguna ayuda.
Ésa es la mentira de la vida de aquellos que no quieren ayudar en la realidad y
se excusan con grandes teorías de su obligación en el caso concreto y determinado.
Racionalizan su falta de humanismo».
La ética de la compasión en Schopenhauer es una ética del «a pesar de
todo». Sin garantía ni justificación alguna en el terreno de la filosofía de la
historia, y con el trasfondo de una metafísica desconsolada, aboga por aquella
espontaneidad que al menos quiere mitigar un sufrimiento que continúa. Anima a
la lucha contra el sufrimiento y afirma a la vez que no hay ninguna perspectiva
de que en principio sea posible la superación del mismo. Pero su ética incita a
una solidaridad como si se tratara de una posibilidad real. La filosofía de la
compasión en Schopenhauer es una filosofía del «como si».
A partir de la compasión, la argumentación del autor conduce a la
filosofía de la negación. Cuando el sufrimiento del otro deja de ser extraño,
cuando experimentamos la unión mística de la compasión, puede suceder que
cambie la voluntad del individuo respectivo y se estremezca ante los placeres
de la vida. «El hombre llega al estado de renuncia voluntaria, de resignación,
de verdadera indiferencia y total despojo de la voluntad.»
Topamos aquí con una dimensión muy oscura de la filosofía de
Schopenhauer. No sólo es oscuro el tema mismo, la negación; es también oscura y
contradictoria la formulación conceptual de la experiencia que constituye la
base de partida. Una primera dificultad se desprende ya de la metafísica misma
de la voluntad en Schopenhauer. Pues su inmanencia radical prohíbe toda
intervención trascendente de poderes superiores. Por tanto, la negación de la
voluntad no puede ser el efecto de un poder superior, en el sentido de un
conocimiento que domine la voluntad. Pero Schopenhauer se expresa a veces como
si no fuera así. Dice, por ejemplo, que la voluntad «es rota». Ahora bien, si
la voluntad es todo, si ella constituye el poder primario de lo real, ¿quién o
qué habría de poder romperla? En consecuencia, si Schopenhauer quiere
permanecer en el marco de su metafísica de la voluntad, no podrá entender la
negación de la voluntad como un proceso del conocimiento, sino que habrá de
entenderla como un acontecer del ser. La negación de la voluntad no es ningún
acto, sino el suceso de la propia supresión de la voluntad, no es ningún
terminar, sino un cesar. Lo que nosotros no producimos por poder propio, en la
fe cristiana se llama gracia. En Schopenhauer, el cesar del que hemos hablado
es también gracia.
Este acontecer puede comenzar con la experiencia de la compasión, y
puede consumarse en aquellas figuras como Cristo, Buda, Francisco de Asís, en
los grandes místicos y ascetas, en todos aquellos genios del corazón en los que
Schopenhauer pone su mirada, si bien con la clara confesión de que él mismo, en
su propia persona, es una figura de otro tipo.
Schopenhauer, llegado a la cumbre de su filosofía, roza los límites de
la argumentación racional. Tiene que conformarse con señalar a aquellos
elegidos que superaron el mundo. Pero en un pasaje admirable intenta describir
el mundo tal como éste podría parecerles a los santos, que se han puesto a
salvo de sus hechizos, y tal como se muestra también a su propia «conciencia
mejor»:
«Tranquilo y sonriente, con mirada retrospectiva ve los espejismos de
este mundo, que antes eran capaces de mover y atormentar su ánimo, pero ahora
están indiferentes ante él como las figuras del ajedrez después de acabar el
juego, o como los disfraces arrojados por la mañana, cuya figura nos hostigaba
e inquietaba en la noche de carnaval. La vida y sus figuras fluctúan todavía
ante él como apariciones huidizas, a la manera de los débiles sueños del
amanecer, a través de los cuales se trasluce ya la realidad para el que está
medio despierto, de manera que carecen de la fuerza para engañar».
Sin duda, Schopenhauer conoció tales «instantes sagrados», que de forma
tan penetrante sabe describir. Y en el fondo, esos instantes constituyen el
centro existencial y creador de su filosofía. En los años tempranos de la
juventud, cuando andaba «embarazado» de su obra, llenó su diario de notas sobre
esta «conciencia mejor», según la expresión que usa. Ésos son sus momentos
extáticos. Schopenhauer delimita la «conciencia superior» frente a la empírica
y frente a la conducta adaptada a la realidad que va ligada a la conciencia
experimental.
La «conciencia mejor» es un éxtasis de claridad e inmovilidad, podría
caracterizarse como una euforia del ojo, para el que, a causa de tanta
capacidad de ver, llegan a desaparecer los objetos. El que goza de ese éxtasis
en el ver, se sustrae al ser. Por ello, la aludida vivencia extática se opone
diametralmente a otro tipo de éxtasis, al que se produce cuando nos arrojamos
al mar de los apetitos, cuando el cuerpo nos arrebata, cuando nos disolvemos en
la orgía de la sensibilidad. En tales casos no se abandona el cuerpo, sino que
se incrementa hasta convertirse en cuerpo del mundo. También aquí desaparece el
yo de la afirmación de sí mismo, por cuanto se entrega a los poderes de las
pulsiones, que no tienen naturaleza de yo. Desde Nietzsche, Dionisos representa
la imagen de todo esto; él es el dios desenfrenado de una metafísica del
cuerpo. Sin duda eso es metafísica, pues se trata de aquel más allá vertiginoso
al que pueden conducirnos los disfrutes del cuerpo. En esa esfera, el yo no
puede sino molestar; lo mejor es que desaparezca. Si se queda, no puede llegar
Dionisos, este «dios venidero».
Para Schopenhauer, que ya en su juventud había escrito poéticamente: «
¡Oh voluptuosidad, oh infierno!», Dionisos era el hombre falso. Pero en su
diario escribe: «Intenta por una vez ser enteramente naturaleza. Es terrible
tener que pensar: no puedes tener tranquilidad de espíritu si no estás
resuelto, llegado el caso, a destruirte a ti, y esto significa, a destruir toda
la naturaleza para ti».
Arthur Schopenhauer es demasiado exigente, está demasiado sediento de
intensidad para conformarse con su cotidiano yo empírico. Quiere rebasar los
límites. Se entrega a la superación del límite hacia lo supraindividual, al
éxtasis claro de la «conciencia mejor». Y a su vez se pone en guardia contra la
otra superación del límite, que conduce a lo infra individual, contra el
éxtasis de Dionisos. Eso guarda relación con una adversidad fundamental frente
al cuerpo, que tiene también sus presupuestos biográficos, unos presupuestos de
los cuales no hace falta hablar aquí.
Con la referencia a la «conciencia mejor» ya ha podido verse claramente
que cuando la voluntad muere en la negación, lo que queda no es una pura y
simple nada. Hay allí un despertar. Quizás el mundo de la voluntad no lo es
todo. Más tarde Schopenhauer, repasando retrospectivamente su filosofía, dijo:
«En mí el mundo no llena la posibilidad entera de todo ser». El ser es más
amplio que el mundo de la voluntad. Estamos ante una sorprendente afirmación de
Schopenhauer, pues lo que acabamos de decir significa que la negación no
conduce a un no ser, sino a otro ser.
Toda gran filosofía tiene su reducto inefable, su misterio imposible de
formular. Schopenhauer lo insinúa cuando dice que «en mí, el mundo no llena la
posibilidad entera de todo ser». Y eso significa que la negación de la voluntad
de vivir en Schopenhauer no afecta a la vida en general, sino a esta lucha de
la vida en la jungla. No obstante, Schopenhauer experimenta tan totalmente la
ley de la jungla inherente a la vida, la experimenta en tal medida desde su
base natural —y no sólo desde la base social, cuyos datos son los más
disponibles—, que la libertad concreta de dicha ley, el cesar, se convierte
para él, a la postre, en un misterio incomprensible; y de hecho nuestro autor
lo vive como tal, como una «conciencia mejor». Lo que aquí acontece también
podría formularse así: la lógica de la lucha de la vida es total. Pero cuando
se rompe, esta ruptura constituye un misterio. El mundo del querer sobrevivir
es el infierno; sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la ocasión
de una vitalidad real. Pero semejante vida no puede menos de presentarse como
nula desde la perspectiva de la lucha por la existencia.
En la filosofía de Schopenhauer, todo empuja hacia una vida
transformada. La gran transformación sería la iluminación sagrada. Indicarla es
todo lo que puede hacer Schopenhauer. Él mismo confiesa que en su propia
persona «sólo» llega hasta la filosofía, o hasta el arte. Ahora bien, la filosofía
y el arte están a medio camino. Por tanto, lo que el autor comentado alcanza es
una santidad a corto plazo, un saborear anticipadamente o, expresado en forma
prosaica, una distancia estética o contemplativa del mundo.
Si quisiéramos caracterizar la filosofía de Schopenhauer en conjunto,
habría que designarla como una metafísica de la distanciación estética. A
diferencia de la metafísica tradicional, su aspecto redentor no radica en el
contenido de lo que se descubre como «esencia» detrás del mundo aparente. En
Schopenhauer se da también un contenido esencial, que es la voluntad universal;
pero ésta es precisamente el verdugo, el corazón de las tinieblas. Lo que
exonera y redime no está en el contenido, sino en el acto del pensamiento
distanciador mismo. Se trata de una distancia estética frente al mundo; y hemos
de advertir que «estético» significa mirar al mundo y «no estar entretejido
para nada con él en el plano de la actividad». Este distanciamiento estético
abre un lugar de trascendencia, que forzosamente ha de quedar vacío, según
hemos visto. No tiene lugar ningún querer, ningún deber; se da tan sólo un ser
que se ha convertido enteramente en ver, en «ojo del mundo». Schopenhauer
rechaza todos los demás intensos de reconciliación. No admite ninguna inmersión
en la naturaleza dionisiaca, ninguna inclusión relajada en el absolutismo
espinosista de la realidad necesaria, ninguna redención en el espíritu absoluto
de la realización histórica de sí mismo y del mundo. La redención se da
solamente en el ver distanciado, y por tanto, estético, del mundo.
Ese ver sereno es aquel tipo de negación que la filosofía misma todavía
puede realizar como acto. No puede ir más lejos. Pero cuando lo alcance, la
filosofía podrá tener también el efecto que Schopenhauer atribuye al arte
beatificante:
«Pues mientras dura ese instante quedamos libres del impertinente asedio
de la voluntad; celebramos el sábado en el que descansamos del aprisionamiento
en la cárcel correccional del querer, se detiene la rueda de Ixión».
En nuestro autor, el mundo de la voluntad y el mal se aproximan entre sí
hasta coincidir. Contra el mal, el pensamiento es una ayuda, pero no en el
sentido de que como introducción a la acción pudiera cambiar fundamentalmente
el mundo, sino como alternativa frente a la acción misma.
Pensar en lugar de actuar; ahí tenemos
el programa de Schopenhauer contra el mal. Y desde su perspectiva, contra el
mal no han crecido más hierbas que las de su jardín. Pero es un programa que envuelve
de otra manera en un mundo sin salvación, y lo hace de una manera distinta de
la que Schopenhauer mismo entrevé. Pues, en efecto, acepta una nefasta división
de trabajo, ya que, mientras unos piensan, otros actúan. Y así todo queda
dispuesto para que la historia continúe con su maldad.
CAPÍTULO 6
Agustín, Schelling y Schopenhauer
comparten la persuasión de que el hombre no sólo vive en una naturaleza llena
de riesgos, de que no sólo funda sociedades donde la convivencia con sus
iguales es peligrosa, sino que además representa un riesgo para sí mismo. No
puede regirse por sí mismo, dice Agustín.
Y el drama de la libertad lo sobrecarga, añadirá Schelling. El
pensamiento filosófico podrá en efecto embelesar su alma con el encanto de un
cielo, pero quizás eso no tenga gran trascendencia en el plano de la historia
de la humanidad. Posiblemente, el individuo que filosofa puede anticiparse a la
especie «y alcanzar para sí una conquista prematura de lo supremo», pero el
conjunto de la especie necesita una revelación para volver su destino hacia el
bien. Dios, como libre fundamento del mundo, tiene que corregirse una vez más y
hacerse cargo de la libertad del género humano.
Desde el punto de vista de Schopenhauer, al hombre no le ha probado bien
el hecho de convertirse en el escenario donde se hace consciente la voluntad
ciega. Pues ¿qué es la voluntad? Es la codicia elemental de mantenerse en la
vida a todo precio. Por tanto, es una voluntad que a la fuerza habrá de
enemistarse con otras encarnaciones de la voluntad. Como tal, implica una
ofensa constante a la conciencia que hace alarde de los derechos de soberanía.
La voluntad pone en ridículo al espíritu y reduce a cenizas sus ambiciones de
sentido. La conciencia, que plantea la cuestión del para qué y por qué, se
precipita en la oscura inmanencia del desarrollo de las fuerzas instintivas y
no pasa de la muda tautología: la voluntad se quiere a sí misma. Más allá de la
voluntad no hay sino la nada. El lugar de la trascendencia está vacío. De este
vacío y esta nada, Schopenhauer es capaz de extraer algo así como un logro
redentor. Es cierto que no se convirtió en el Buda de Frankfurt, pero llevó
bastante lejos sus experimentos con la distanciación filosófica del mundo.
Exploró la cuestión de cómo es posible desacostumbrarse del mundo, aunque sin
abandonarlo. No fue capaz de seducir a las almas con ningún cielo, pero su
genio metafísico descubrió las delicias del espectador invitado, del que asiste
al espectáculo sin pagar. Su sentencia moral sobre este mundo de la voluntad
afirma sin paliativos: es malo. Hay que mitigar la voluntad y mantener
distancia frente a ella. Serán pocos los que lo logren y, por eso, tiene que
entrar en acción el poder de las instituciones estatales para que la comunidad
humana no se hunda en un caos asesino.
También Agustín daba vueltas en torno al tema del estado del mundo. Pero
no trascendió hacia un vacío, sino que encontró un infinito frente a él. La
experiencia de Dios deshace los límites, pero no carece de forma. Hay en ella
revelación, modelos vivos, rituales, una liturgia, el código de una doctrina.
Expresado con toda brevedad: existe la Iglesia. «Dejé que mi alma creciera por
encima de mí», dice Agustín. Y ¿adónde llega? No hasta Dios, cosa imposible;
pero sí hasta la «casa de Dios». Y Agustín incluso se corrige, pues el suelo
que pisa no es todavía la auténtica casa de Dios. La sublime morada de Dios
está profundamente escondida; no obstante, él tiene «una tienda en la tierra».
Y esta tienda es la Iglesia, la casa adecuada para los itinerantes, para los
peregrinos que todavía están en camino hacia Dios. La Iglesia protege y dirige
este viaje de los peregrinos, aporta orden y organización, da un soporte a los
sentimientos vacilantes, protege a la religión de hundirse en la interioridad,
confiere firmeza y duración y en el «sonar del júbilo» hace gustar
anticipadamente la «fiesta eterna» en la casa del Señor. Lo mismo que el
pensamiento extático de Platón (ansioso de «tener el alma para sí misma»)
permanece referido al espacio de la polis, de igual manera la aspiración de
Agustín a dejar que el alma «crezca más allá de sí misma» encuentra un apoyo en
la Iglesia.
Agustín sigue el camino que conduce desde el éxtasis a la institución
eclesiástica, con la esperanza de que el torrente de la gracia fluya también a
la inversa: desde la institución al éxtasis. Este camino inverso significa
educación, disciplina, sacramento. Se trata de que la relación religiosa esté
anclada con firmeza. Y esto es lo que aporta la institución de la Iglesia, en
la que la espiritualidad se hace duradera. Los donatistas, herejes del norte de
África, exigían que sus jefes jerárquicos fueran moralmente irreprochables. En conflicto
con ellos, Agustín defiende firmemente el principio de que también el ministro
de la Iglesia es un hombre débil, y posiblemente incluso un hombre malo. No
tiene el oficio porque sea digno, sino, a la inversa, es digno porque ejerce el
ministerio eclesiástico. En la institución uno puede vivir moralmente por
encima de su propia condición.
La institución cosifica la historia de la salvación. También el acontecer de los sucesos sagrados tiene que ser administrado. Por eso Agustín define la Iglesia como la «ciudad de Dios», que desde la casa de Dios descuella en la ciudad secular. «Por ello ambas ciudades fueron fundadas mediante dos tipos de amor, la terrestre por el amor a sí mismo, que crece hasta el desprecio de Dios, y la celeste por el amor a Dios, que se eleva hasta el desprecio de sí mismo.» Pero las dos ciudades están «mezcladas y enlazadas entre sí» en este mundo, pues la Iglesia, la comunidad de aquellos que «en la lejanía peregrinan en la vida pasajera», también requiere necesariamente la paz terrestre, de la cual debe cuidar el Estado secular. Mientras la ciudad celeste peregrina en la tierra a través de los tiempos al lado de la terrestre, ambas recorren un trecho común del camino, y reina la concordia entre ambas en las cosas que pertenecen al ámbito de la vida perecedera.
Así como en el caso de
Platón y Aristóteles la comunidad de la ciudad ofrece aquella seguridad que
permite al filósofo el disfrute del pensamiento puro, de igual manera en
Agustín el Estado secular garantiza una seguridad elemental de la existencia y
la paz como presupuesto para «la comunidad concorde del disfrute de Dios». De
todos modos, esto no es un presupuesto necesario, pues el amor de Dios es más
fuerte que toda ansiedad por la existencia, y en caso de necesidad puede
mantenerse en medio de un gran desorden bajo el cielo. Quien ha relajado sus
vínculos con el mundo, o bien, a la inversa, quien ama el mundo por amor de
Dios y no por causa de él mismo, ciertamente echará de menos con dolor la paz
terrestre, pero, no obstante, la paz celeste podrá otorgarle tranquilidad.
Agustín fue sometido a prueba en este asunto. Escribió su Ciudad de Dios en los años de
desmoronamiento del Imperio romano. Cuando en el año 410 d.C. comenzaba la
redacción de dicha obra, los visigodos conquistaron Roma bajo el mando de
Alarico. Y la obra fue concluida cuando los vándalos penetraban en el norte de
África capitaneados por el rey Genserico. En aquel tiempo, las cosas pintaban
mal en lo relativo a la paz terrestre.
También la paz celeste es un asunto precario. Agustín, que después de su
conversión habría preferido pasar su vida en un monasterio de clausura, se
sentía fatigado por el ministerio eclesiástico que ejercía al servicio de esta
paz. «Nada es más bello que investigar en el silencio los ricos tesoros de los
misterios divinos; esto es dulce y bueno. En cambio, predicar, exhortar,
castigar, ser edificante, estar en su puesto para cada uno, todo eso es un duro
gravamen, un gran peso, una fuerte carga. ¿Quién no querría huir de semejante
trabajo? Pero el evangelio me atemoriza.»
¿Por qué le atemoriza el evangelio? Agustín no sabe si la buena nueva es
válida también para él, si al final de los tiempos estará entre los salvados o
los condenados.
Para Agustín, los éxtasis plotinianos del alma tenían el inconveniente
de que mezclaban a Dios en los fluctuantes y mutables procesos psíquicos. Ahora
respira bajo el techo de la Iglesia, en la «tienda de Dios». No le cabe ninguna
duda de su existencia, lo que le atormenta es la incertidumbre de si este Dios
lo mirará también con benevolencia. La inquietud de Agustín aumenta con el paso
de los años. Cuando los vándalos sitian su ciudad, contrae una enfermedad
mortal; yace en la cama y no puede levantarse. Hace que escriban cuatro salmos
penitenciales en un pergamino y los cuelga en la pared, con el fin de tenerlos
constantemente ante los ojos y poder leerlos desde la cama. Se agarra a esto
con tal de no precipitarse al abismo de la angustia de su alma. El clamor del
sitio penetra en la cámara del enfermo y Agustín cavila sobre la pregunta de si
la lucha entre el reino de Dios y el mundo terrestre está entrando en su
dramática fase final, y si, por tanto, ha llegado el final del mundo y con ello
la hora de la decisión relativa a la salvación de su propia alma.
También, y precisamente en esas últimas horas, se pone de manifiesto que
Agustín tenía con toda evidencia buenas razones para estremecerse ante la
profundización en la propia alma, tanto como si se asomara a un abismo. No olvidemos
que las Confesiones de Agustín,
singular documento occidental de la mirada hacia el interior, no eran una obra
de diálogo solitario consigo mismo. Agustín sólo quería dialogar consigo mismo
bajo la condición de que entre el yo y «el mismo» estuviera en juego el gran
tercero, el Dios de la Iglesia. Entre el yo que pregunta y «el mismo»
interrogado estaba Dios, un Dios que se ha hecho «realidad fija» en la
institución y en la revelación conservada por ella. Sólo por este rodeo creía
Agustín que le era posible desaterrar el peligro de precipitarse en el abismo
de la propia alma. Por tanto, la relación consigo estaba mediada por Dios, el
buen espíritu de la institución eclesiástica. Agustín estaba persuadido de que
sólo así puede el hombre componérselas consigo mismo. El contacto del yo
consigo mismo sólo se consigue mediante rodeos, y no mediante un acceso
directo.
Agustín expresa aquí una experiencia que milenio y medio más tarde
formulará Arnold Gehlen como un dato antropológico fundamental.
En el trabajo Sobre el nacimiento
de la libertad desde la alienación, aparecido en 1952, Gehlen resume su
antropología en el siguiente pensamiento. El hombre está sobrecargado por su
propia subjetividad. No puede fundarse cosa alguna sobre la subjetividad porque
ésta se hunde en la nada, en aquella grieta («hiato»)1 que se abre cuando el
hombre cae fuera de los automatismos de sus acciones y se hace
1 Del latín hiare, separar. (N. del T.)
Interior. En lugar de intentar
llegar a sí mismo, sería mejor que intentara llegar al mundo. La cosificación y
la objetivación son alienaciones necesarias para la supervivencia. El hombre es
un animal blando, las instituciones son la corteza y la coraza que le dan
sostén y lo protegen. «El I hombre sólo puede mantener una relación duradera
consigo mismo y con sus semejantes por vía indirecta, tiene que reencontrarse a
través de un rodeo, alienándose; y aquí tienen su puesto las instituciones.»
Sin embargo, la parte de la
institución que en tiempos se llamaba ciudad de Dios se ha derretido después
del drama de la secularización; ha quedado el núcleo terrestre. La ciudad civil
tiene que llevar a cabo ahora por sí sola lo mismo que antes realizaba la
fuerza conjunta de ambos «reinos», que de suyo están entrelazados. Para Gehlen
las instituciones mundanas son ahora aquellas formas «en las que lo anímico, un
material ondulante incluso en la suprema riqueza y pasión, se cosifica, se
entrevera en el curso de las cosas y sólo y precisamente así se establece con
carácter duradero. De esta manera, por lo menos los hombres son quemados y
consumidos por sus propias creaciones, ya no por la naturaleza ruda, como los
animales».
Agustín se consume en la preocupación por la salvación de su alma. Dios,
que, como sabemos, habla desde
la zarza ardiente, lo somete a prueba con tribulaciones. El Dios de Agustín es
en efecto un fuego devorador. Durante un tiempo se convierte en un poder de
supervivencia terrestre. Protege y dirige la peregrinación terrestre. La
trascendencia sirve a la inmanencia. Pero eso es sólo un preludio. Al final
todo se disolverá en trascendencia, bien en la condenación, bien en la
salvación eterna del alma.
Pero esa manera de ser consumido no es igual a la que se produce cuando,
en el sentido de Gehlen, nos consumen las instituciones creadas por nosotros
mismos. Para Agustín, Dios está por encima de la vida terrestre. Las
instituciones de las que habla Gehlen se relacionan con la supervivencia biológica.
Pero compensan también un defecto que antaño se llamó «pecado».
Agustín enseñaba que el hombre no ha de regirse por sí mismo, pues es un pecador. Y Gehlen dice: el hombre no puede regirse por sí mismo, pues no tiene una mismidad firmemente delimitada y orientadora. El hombre es un ser cuya propiedad más importante es «tener que tomar posición respecto de sí mismo». De su relación consigo no saca ninguna ganancia referente al sí mismo, sino que descubre allí solamente la fragilidad de su esencia. En todo caso, cae en un movimiento circular en torno a su mismidad desconocida. En la relación inmediata consigo no se da ninguna constatación acerca de qué y quién es el hombre. Ese carácter duradero de la problematicidad es una sobrecarga que reclama una desgravación. Las instituciones protegen al hombre de perecer en el torbellino de las preguntas.
El principio de las instituciones es el final de las preguntas. El talento humano para las instituciones se debe a que el hombre tiene intenciones que lo alejan de sí mismo y le permiten afianzar su vida con firmeza en las relaciones mundanas. Eso sucede a través de acciones. Por su mediación, el hombre se cosifica y a la vez humaniza las cosas. Las acciones se condensan en las instituciones; allí se convierten en transcursos regulares y automatismos, ahorrando energía y también las fatigas de la iniciativa propia. La teoría de Gehlen sobre las instituciones extrae amplias consecuencias de la frase de Schelling: «La angustia de la vida empuja al hombre fuera del centro». No se puede permanecer en el centro, porque éste es un corazón que late con inquietud. Las instituciones permiten al hombre vivir donde puede hacerlo de la mejor manera, a saber, en la distancia adecuada de esa inquietud. El centro inquieto es la grieta (el «hiato»).
Esta expresión
designa en Gehlen el hecho de que el hombre está en condiciones de «retener en
sí» sus deseos e intereses, lo cual conduce a que las fuerzas propulsoras se
estanquen, en contraposición al animal, que puede agotar constantemente sus
fuerzas si nada se lo impide desde fuera. En los animales los impulsos y la
conducta son en cierto modo el aspecto interior y el aspecto exterior del mismo
acto. El caso del hombre es distinto. De la desconexión entre el impulso y la
acción surge la inteligencia, es más, esta desconexión es inteligencia y con
ello a la vez aquel «hiato» que hace surgir lo que llamamos interioridad,
reflexividad, imaginación, etcétera. Este «hiato» trae también consigo que el
hombre se convierta en un ser doble, en un ser que habita un mundo real y otro
posible, y así cae en la situación precaria de tener que unir entre sí de
alguna manera los dos mundos. Con demasiada frecuencia fracasa en ello. Puede
configurar un mundo interior cada vez más sutil, que se desliga de la conexión
con la acción en general. El interior se convierte en un reino de fantasía sin
consecuencias, o de obsesiones con graves consecuencias. Se producen
«ampliaciones de cada espacio pulsional, pululaciones con las correspondientes
devastaciones; observamos manías, funciones lujuriantes, luego de nuevo
inhibiciones internas desmesuradas, represión con realizaciones ficticias y
manifestaciones como las drogas y la conducta asocial». El «hiato» como
interioridad sin fondo y exceso configurado de pulsión confronta al hombre y la
comunidad humana con este problema: ¿qué hacer con el exceso de interioridad
que no se traduce a la acción a fin de que pueda «desfogarse»? Ese exceso es
una amenaza para la aclimatación del alma a las relaciones del mundo social. La
fuerza vital de una cultura se mide por la capacidad de atar las «fuerzas
sobrantes» en sus rituales e instituciones. Cuanto más religiosos son éstos,
tanto mayor es su capacidad de atar dicho exceso. Por tanto, las instituciones,
también y precisamente las religiosas, protegen al hombre de sí mismo, del
«hiato», que en la relación del hombre consigo mismo se abre como un abismo. En
Gehlen este «hiato» equivale al pecado.
Pero de la misma forma que no podemos deshacernos nunca del pecado, que
nos induce una y otra vez a la tentación, de igual manera el interior
absorbente y pululante no concede descanso. Y esto sucede de manera particular
cuando las instituciones exonerantes relacionadas con el cuidado de la
existencia funcionan tan bien, que el individuo podría encontrarse guarecido en
una red de estructuras culturales, económicas y políticas. Pero precisamente la
seguridad se trueca pronto en sentimiento de cautividad. El individuo querrá
liberarse de lo que lo sostiene. Ya no conoce los peligros, sino que se ha
acostumbrado a la seguridad que le otorga el funcionamiento de las
instituciones. La interioridad protegida por el poder quiere desfogarse. El
hombre, cuyas vigorosas necesidades mundanas están bien cuidadas, puede
permitirse de nuevo una cierta lejanía frente al mundo. «Los más pequeños
estímulos psíquicos, que normalmente pasan sin más inadvertidos, se escuchan
con detalle en sus particularidades.»
Una evolución así no promete nada bueno. Durante cierto tiempo puede ser espiritualmente productiva, pero luego puede llegar a olvidarse la indigencia que hace necesarias las instituciones. Cuando las condiciones institucionales de la supervivencia colectiva hayan sido «pulverizadas subjetivamente y machacadas por la reflexión», se pondrá de manifiesto cómo el hombre que se goza a sí mismo ha hecho la cuenta sin el hostelero. Habrá de notar que sólo pudo permitirse el «odio de fondo contra las grandes y complejas ficciones auxiliadoras de las instituciones» en el campo de la creación de sentido, porque bajo la protección de la cultura había perdido el contacto con la propia naturaleza peligrosa.
Gehlen afirma que el humanismo de la interioridad y la
subjetividad, el cual se levanta en armas contra las instituciones «sin alma» y
alienadas y contra los mecanismos sociales de la vida, acaba trocándose en
barbarie. Sólo en la crisis se vuelve a notar el sentido de la institución.
Pero entonces acostumbra a ser demasiado tarde. «Estas instituciones corren
tanto riesgo cómo el hombre mismo y se destruyen con gran rapidez. Tales
instituciones tienen que cultivar desde fuera nuestros instintos y actitudes,
reforzándolos, elevándolos e impulsándolos. Pero si se derriban esos soportes,
el hombre cae muy rápidamente en lo primitivo, en la simple naturaleza, y es
arrojado de nuevo a la inseguridad constitutiva y a la degeneración de su vida
instintiva [...]. El caos ha de presuponerse y es natural, tal como sugieren
los más antiguos mitos; el cosmos es divino y a la vez está en peligro.»
Gehlen defiende las instituciones de la sociedad moderna al igual que
Agustín abogaba por la Iglesia. Agustín quiere encontrar quietud en Dios; la
Iglesia le prepara la casa para ello. Las instituciones de Gehlen protegen
frente a la inquietud devoradora del «exceso de fuerzas pulsionales».
Al igual que Agustín, Gehlen tuvo su fase plotiniana antes de
pronunciarse por una fuerte institucionalización. Lo que Plotino era para
Agustín, pasó a serlo Fichte para Gehlen. Siguiendo las huellas de Fichte, Gehlen
experimentó primero con el éxtasis del alma, fundado en el pensamiento. A este
respecto, la libertad estaba en el centro como espontaneidad creadora. El
pensamiento era para él una acción interior desde el espíritu de dicha libertad
creadora. Gehlen había confiado intensamente en lo que más tarde llamaría
«interioridad sin consecuencias». Confió de tal manera en ello, que hubo de
notar cómo la carencia de mundo es una tentación. En consecuencia, tuvo que
desgajarse, pues quería llegar al mundo. Así se hizo antropólogo y, desde esta
perspectiva distanciada, pudo transformar por lo menos determinados fragmentos
del mundo interior en un descriptible mundo exterior.
Este fuerte institucionalismo hizo a Gehlen proclive al
nacionalsocialismo, con cuyo régimen simpatizó durante cierto tiempo. Desde el
punto de vista de la política institucional, la fase final de la República de
Weimar le mereció la valoración de un estado de consumada pecaminosidad. Y en
el nacionalsocialismo no veía el exceso del desamparo político, sino un medio
sólido contra él. La concepción del mundo en el nacionalsocialismo, proclama
Gehlen en el capítulo final de su antropología (2 a edición, 1941), asume como
«supremo principio directivo» la tarea que en la historia anterior correspondía
a la religión. «Éstos [los supremos principios directivos] proporcionan en
primer lugar una conexión cerrada para la interpretación del mundo y se sitúan
así en la línea de la tarea humana de la orientación en el mundo [...]. Un
segundo ámbito de tareas [...] está en las acciones de los hombres, y aquí se
anuncian los intereses de la formación de la acción.»
Lo que Gehlen describió afirmativamente en el tiempo en que los nazis
estaban todavía en el poder, se convierte después de 1945 en punto de apoyo de
su crítica de la modernidad, sin que tuviera necesidad de cambiar la
descripción misma. La crisis del siglo, a saber, las dos guerras mundiales y el
sistema de terror en el nacionalsocialismo y en el bolchevismo, significó a su
juicio la crisis de las instituciones que se apoyaban en la religión. Cuando la
excesiva exigencia de sentido ya no puede ligarse religiosamente, se convierte
en una sustancia muy peligrosa, capaz de destruir el fundamento de la buena
educación social. Gehlen atribuye a los efectos disolventes del liberalismo la
responsabilidad por las catástrofes del siglo. Interpreta los sistemas totalitarios
y la universal guerra civil en Europa como la consecuencia de unos ruinosos
intentos de salvación.
Gottfried Benn, en la misma línea de Gehlen, describió así la situación
a finales de siglo: «Vete cuando has vaciado mitos y palabras, nunca más verás
una cohorte de dioses, ni su trono en el Éufrates, ni su escritura y muralla,
vierte, mirmidón, el vino oscuro en el país».
Para Agustín, el asalto a su sede episcopal en Hipona (Hippo Regius) y
la conquista de Roma a manos de Alarico eran un signo del final de la historia,
del final de la peregrinación a través de los tiempos. Gehlen, en cambio, no
era ningún apocalíptico, pero también veía venir un final de la historia. En
sus escritos tardíos, mucho antes de la moda posmoderna, ya anunciaba la
«posthistoria»:
«Es extraordinariamente improbable que se produzcan todavía más cambios
de las bases en el sistema [...]. Las alternativas son conocidas, como lo son
también en el campo de la religión, y son en todo caso definitivas [...]. Por
tanto, me atrevo a predecir que la historia de las ideas está concluida y que
hemos llegado a la posthistoria, de modo que hay que dar ahora al conjunto de
la humanidad el consejo que Gottfried Benn dio al individuo particular, a
saber: "Cuenta con tus reservas"».
La historia, está acabada porque ya ha sido liquidada como búsqueda
subjetiva de ideas orientadoras, creadoras de sentido. Es cierto que se sigue
cultivando el contacto con ideas, con restos de sentido y con religiones. Pero
se cultiva a mitad de precio, pues todo eso ya no tiene la fuerza formadora de
antes, ni en lo bueno ni en lo malo. Y además, ya no se espera nada de esas
dimensiones. La historia ha liquidado la obsesión de dar sentido a la historia.
Estructuras anónimas pasan ahora por sujeto de la misma. Quizás eso haya sido
siempre así, pero ahora la estructura se ha convertido en un exterior mundo
interior de los sujetos. Mientras funciona el mundo exterior convertido en
interior, el mundo propiamente interior juega con restos de ideas, religiones y
formas de sentido. Pero como éstas ahora ya no han de producir nada, se hallan
en una especie de movimiento libre. También una rueda que ya no toca el suelo
se mueve cada vez a mayor velocidad; no obstante, ya nada tiene que ver con el
desplazamiento de lugar. La inteligencia radica en la constelación del sistema.
Todo tiene su conexión, «aunque no en las cabezas, pues precisamente allí no
puede conseguirse la síntesis, sino en la realidad de la sociedad total».
Niklas Luhmann discípulo de Gehlen, intentará todavía pensar esta
inteligencia de los sistemas como si actuara en conjunto, como si estuviera
concentrada en una cabeza. En la más reciente habladuría sobre la
«globalización», la idea de la lógica del proceso, que apenas concede ninguna oportunidad
a la acción y a la iniciativa, también ha llegado finalmente a los espíritus
más pequeños.
Así se presenta hoy la transición de la ciudad civil a la ciudad de
Dios. Antes se decía: el hombre propone y Dios dispone. Hoy se cree lo mismo en
relación con los sistemas: éstos dirigen y carece de sentido querer pensar
frente a ellos, por más que se intente una y otra vez. Estamos de nuevo ante la
vieja tentación de hacer historia exigiéndose y valorándose excesivamente a sí
mismo. Antes era el pecado el que nos conducía a dicha tentación; ahora lo hace
el «hiato».
A la pregunta de cómo hemos de vivir mientras tanto, Gehlen responde
aludiendo a la ascética, con lo cual se halla en la tradición de Agustín. ¿Por
qué la ascética?
En el mundo de los sistemas, máquinas y valores culturales en perfecto funcionamiento, donde la mayor parte de las cosas están aseguradas, «la vida corre como agua entre los dedos, que quieren detenerla porque es el mayor de los bienes» (Gehlen). Pero la vida humana tiene la paradójica propiedad de que pierde su valor cuando se conserva simplemente y no se arriesga. La vida que tan sólo quiere conservarse realiza su programa biológico, pero no sus posibilidades humanas. Se trata del crecimiento de la mismidad. Pero un sí mismo sólo puede rebasarse entregando, sacrificando una parte de sí. El crecimiento de sí mismo implica el propio sacrificio. La seguridad de que el hombre posee una dignidad es una ficción amiga del hombre y, por tanto, socialmente útil. Pero más allá de esto hay todavía una dignidad que no se le asigna a uno, sino que se conquista con sudor y lágrimas, y llegado el caso incluso con sangre. Al mirar a la historia, tendemos a considerar la mayor parte de las cosas que quedan tras nosotros como un teatro de locura y de sombrío oscurantismo.
Entre estas locuras sangrientas se encuentra la historia
de la fundación del cristianismo, que comienza con la crucifixión del «Hijo del
hombre». El sacrificio del
hombre está al comienzo de la fe en la redención, que ha acuñado la cultura
occidental. Ha nacido del espíritu del sacrificio creador de sentido. La
primitiva Iglesia se erigió con la sangre de los mártires, decía Agustín.
Alguien podría ver ahí una sangrienta dimensión del cristianismo, pero con ello
no entendería nada del asunto. Pues, de hecho, las religiones no son ninguna
técnica de supervivencia ni de una vida mejor, no pertenecen al registro de la
técnica social o de la psicoterapia, no quieren vivir más, sino que quieren más
que la vida. Sólo por eso pudo tener un sentido el sacrificio de los cristianos
primitivos. El escándalo de la religión, al menos el del cristianismo
primitivo, consiste en que el sentido religioso no sirve al hombre, sino que, a
la inversa, el hombre sirve al sentido religioso. De ahí que la disposición al
sacrificio sea el santuario de la cultura cristiana.
Gehlen quiere atenerse al sacrificio como conquista propia de la
dignidad. La ascética es el sacrificio en el que los sacrificados no son los
otros, sino que se practica el sacrificio en uno mismo. En Agustín la práctica
de la vida ascética era una ejercitación para la vida eterna. No se trataba de
atormentarse a sí mismo, sino de la propia configuración, en la que,
renunciando a ciertos vínculos mundanos, podía comenzar ya la colonización del
alma mediante la penetración de una vida superior.
De todos modos, Gehlen, como abogado de la ascética, está más cerca de
Schopenhauer que de Agustín. Pero ni para Schopenhauer ni para Gehlen es ya
posible la confianza de Agustín en la redención. Sí es posible, en cambio, un
logro espiritual de la soberanía por el hecho de deshacerse del mundo bajo
ciertos aspectos, aunque sea sin abandonarlo.
El que conquista una soberanía ascética de ese tipo alcanza lo máximo desde el punto de vista de Gehlen, se convierte en una institución en primera persona. Una persona así no tiene que empantanarse en la interioridad, ni quedarse petrificada en la exterioridad. Puede incluso permitirse cierta hilaridad, a pesar de todos los males de la historia.
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