I
LOS
MATRIMONIOS DEL REY FELIPE
En el otoño del año 1095, el papa Urbano II
está en Auvernia, en Clermont, en las lindes meridionales del área de
influencia capeta. Expulsado de Roma, recorre desde hace meses con gran pompa,
escoltado por sus cardenales, el sur de la Galia. Allí se encuentra a gusto.
Había sido gran prior de Cluny: los prioratos de la congregación cuadriculan
esta zona. En ella se desarrolla con gran eficacia la empresa que dirige desde
hace más de veinte años el papado: reformar la Iglesia, es decir, purificar la
sociedad entera. Se trata de preparar a los hombres para que afronten las
tribulaciones que se esperan, el fin del mundo; de volverlos al bien, de buen o
mal grado; de rectificar los desvíos; de precisar las obligaciones de cada
cual. Sobre todo, de afirmar lo que a cada cual le está prohibido. Esa gran
reforma ha empezado por la depuración del cuerpo eclesiástico. Había que
comenzar por ahí, por esas gentes que, sirviendo a Dios, dan ejemplo; curarlos
de una doble corrupción: la simonía —los doctos de la época llamaban así a la
intrusión de los poderes profanos y, sobre todo, del poder que proporciona el
dinero, en la elección de los dirigentes de la Iglesia—; el nicolaísmo, es
decir, las malas costumbres, la afición a los placeres del mundo, y ante todo,
evidentemente, la afición por las mujeres. Ahora ha llegado el momento de
obligar a su vez a los laicos, de imponerles las formas de vida que según los
sacerdotes agradan a Dios. La tarea se vuelve más ardua aún, ya que por todas
partes los hombres protestan y los príncipes de la tierra apoyan su
resistencia. El emperador, el primero; los demás reyes, cada uno en el
territorio que el cielo ha puesto bajo su mano, encargándolos (como estaba
encargado Carlomagno, de quien se dicen herederos) de mantener en esa tierra el
orden social. No pueden aceptar que otros se entrometan, en contra de las
reglas establecidas, para dictar a los guerreros su comportamiento.
Ningún rey ha ido a Clermont. Pero sí
multitud de obispos, abades y alta nobleza de las comarcas vecinas. Suficientes
gentes de calidad para que el papa tenga la impresión de reinar en medio del
pueblo cristiano reunido, de actuar como guía supremo, de ocupar el puesto del
emperador en la cima de toda soberanía terrestre. En esta posición, Urbano II
habla al mundo entero. Dicta leyes, juzga, castiga. De las decisiones que toma,
la más célebre es la llamada a la cruzada: toda la caballería de Occidente lanzada,
abriendo el camino a la gran migración, y todos los creyentes invitados a
dirigirse a Jerusalén para, una vez liberado el Santo Sepulcro, esperar junto a
la tumba vacía el día del Juicio Final, paso para el que la reforma pretende la
preparación, la resurrección del género humano en la marejada de las luces.
Esta grandiosa movilización hace olvidar otro decreto que con idéntico espíritu
firmó el papa. Excomulgó a Felipe, primero de su nombre, rey de Francia; primer
soberano de los franceses occidentales que desmereció lo bastante, a los ojos
de las autoridades eclesiásticas, para incurrir en tan terrible sanción, que le
separaba de la comunidad de los fieles, a la que, por vocación, debía dirigir;
que pedía para él la maldición divina y le abocaba al castigo eterno si no se
enmendaba.
De hecho, Felipe estaba ya excomulgado
hacía un año. El 15 de octubre de 1094, en Autun, se habían reunido treinta y
dos obispos en torno al legado pontificio, el arzobispo de Lyon Hugo de Die,
para condenarle. Al mismo tiempo, anulaban las decisiones de un concilio que el
propio rey acababa de presidir en Reims. Conflicto. Oposición entre las dos
partes del reino de Francia: la del norte que el soberano controla y la del sur
que se le escapa. Sobre todo oposición irreductible entre dos concepciones de
la Iglesia: una, tradicional, carolingia, que agrupa a los prelados de cada
nación bajo la égida del rey consagrado, su cofrade y protector; otra,
perturbadora, la de los reformadores, la de Urbano II, que proclama lo espiritual
superior a lo temporal, sometiendo por tanto los monarcas a los obispos, y
éstos a la autoridad unificadora del obispo de Roma. Para hacer aceptar estas
nuevas estructuras era preciso doblegar a los reyes, y para que el rey de
Francia se doblegase, los animadores de la reforma le castigaron con la
excomunión, primero en Autun, y luego en Clermont.
Se han perdido las actas del concilio de
Clermont. Las conocemos por lo que de ellas dicen los historiadores de la
época, esos hombres que en los monasterios anotaban, año por año, los
acontecimientos que les habían sorprendido. Casi todos han hablado de esa
solemnísima asamblea. Pero, a propósito de ella, casi todos evocan únicamente
la expedición hacia Tierra Santa, que les fascina. Sin embargo, al margen,
algunos han relatado que el rey de Francia había sido castigado y por qué
motivo. Cuentan que Felipe I no fue castigado por haberse rebelado, con toda su
fuerza, tal como otro excomulgado, el emperador Enrique IV, contra la Santa
Sede. El papa decidió condenarle por sus costumbres. Más exactamente, por su
comportamiento matrimonial. Según Sigebert de Gembloux, la causa del anatema
fue porque había, «estando viva su mujer, tomado segunda esposa (superduxerit), la mujer de otro hombre
que a su vez estaba vivo». Bernold de Saint-Blasien precisa: «Habiendo
despedido a su propia mujer, se unió en matrimonio a la mujer de su vasallo» y
el motivo del castigo fue el «adulterio». Los Anales de Saint-Aubin de Angers
añaden a este delito el de incesto[1].
Tales informaciones son muy pobres.
Afortunadamente se completan con lo que dice del asunto, una quincena de años
más tarde, un obispo de la Francia del norte, Yves de Chartres. Para hacer
fracasar un proyecto de matrimonio entre primos del rey de Francia, transmitía
al arzobispo de Sens una genealogía que probaba su parentesco[2]. Conozco bien
esa genealogía —dice—; la he oído recitar dos veces seguidas con mis propios
oídos, en 1095, ante la corte del papa Urbano; la primera vez a un monje de
Auvernia, la segunda a los enviados del conde de Anjou. Se trataba entonces del
rey Felipe, a quien se acusaba de haber «quitado la mujer al conde de Anjou que
era su prima, y de retenerla indebidamente [...]. El rey fue excomulgado en el
concilio de Clermont debido a esa acusación y de la prueba de un incesto». Ése
es el recuerdo que un hombre inteligente, de buena memoria, mezclado muy de
cerca a esta historia, conservaba quince años después. El escándalo no había
sido haber tomado otra mujer en vida de su esposa; no era la bigamia. El
escándalo no era haberse apropiado de la mujer legítima del otro; no era el
adulterio. Era haberse unido a una pariente, que ni siquiera era prima de
sangre, sino la esposa de un primo; de un primo muy lejano por otra parte, ya
que el bisabuelo del conde de Anjou era el tatarabuelo del rey. Esto le valió
al Capeto la excomunión, el anatema. Y como no cedió, como «volvió al comercio
de la citada mujer, fue excomulgado [de nuevo] en el concilio de Poitiers [en
1099] por los cardenales Juan y Benedictino». A Felipe I le inquietaba su
salvación, temía al pecado como cualquiera. Pero se obstinó. Porque su moral
era diferente de la que los clérigos reformadores trataban de hacer aplicar.
Pensaba sobre el matrimonio de un modo distinto a ellos y se hallaba convencido
de no estar en falta.
A
los veinte años, Felipe se había casado con Berta de Frisia. Su primo hermano,
el conde de Flandes, se la había dado: era una hija de su mujer, de su primer
matrimonio. Ese matrimonio arreglado sellaba una reconciliación entre el rey y
su vasallo. Durante nueve años, Berta permaneció estéril. Rezaba. Por fin nació
un niño, Luis, el futuro Luis VI. El cielo había oído las súplicas de Arnoldo,
un recluso a quien se decía santo y al cual acudían a consultar desde todas
partes, a Saint-Médard de Soissons, los problemas de familia. Era flamenco y
temía que esa esposa, inútil porque no daba un heredero, fuera despedida y
había intercedido por ella. Berta fue repudiada pese a todo, pero más tarde, en
1092, veinte años después de su matrimonio. Su marido la instaló, es decir, la
encerró, en el castillo de Montreuil-sur-Mer. Esta fortaleza dependía de su
dote, como se decía entonces, es decir, lo que daba el esposo a la esposa con
motivo del compromiso matrimonial, y que también servía para desembarazarse de
su mujer, dejándole su dote de viudedad(1), pero encerrándola en ella.
Inmediatamente el rey se unió a Bertrada, del linaje de los señores de Monfort,
que estaba casada con el conde de Anjou.
¿Sedujo Felipe a esta mujer? ¿Fue seducido
por ella? ¿La tomó por la fuerza? ¿La acogió? ¿Se puso de acuerdo, que es lo
más probable, con su marido? ¿Qué parte tuvo en este asunto lo que llamamos
amor? Debo decir ante todo, y con toda claridad, que no sabemos nada sobre
ello, que nadie sabrá nunca nada. Porque de las gentes que vivían en este país
hace cerca de un milenio, lo ignoramos casi todo: lo que tenían en la mente,
cómo hablaban, cómo llevaban sus vestidos, la idea que tenían de su cuerpo. No
conocemos siquiera sus rostros. ¿Qué fue lo que atrajo a Felipe de Bertrada?
¿Qué caminos seguía su deseo? Es posible adivinar hacia dónde tendía el deseo
de Carlos VI o de su tío el de Berri a finales del siglo XIV. Pero trescientos
años antes, en la época de que hablo, la pintura, la escultura que nos quedan
no ofrecían a la mirada más imagen femenina que la de la Virgen: hierática, un
signo, el argumento de una teología. O bien esos peleles desarticulados,
pintarrajeados, desgreñados que servían a los sacerdotes como espectros de la
lujuria para ilustrar sus sermones. Al tratar del matrimonio, me veo obligado a
mantenerme en la superficie social, institucional; a limitarme a los hechos, a
las actitudes. De los motivos del alma y de la sangre, nada puedo decir.
La decisión de Felipe causó sensación. Se
advierte en las menciones a su segundo matrimonio en los pocos escritos que
subsisten. Clarius de Sens, Hugues de Flavigny, Sigebert, los mejores cronistas
de la Francia del norte dan cuenta de él, como de una boda auténtica, solemne,
consagrada. El señor de Beaguncey, que daba en ese momento una Carta(2),
prefirió datarla, no como de costumbre, con el año de la encarnación o con el
reinado de un soberano, sino con ese acontecimiento: «El año que Felipe tomó
por mujer a Bertrada, mujer de Fouque, conde de Anjou»[3]. Por consiguiente,
había sorpresa, pero no señales de reprobación. Indudablemente todo habría ido
bien sin los fanáticos de la reforma. Sin un obispo, el de Chartres: Yves.
A los cincuenta años, acababa de establecerse
en una sede episcopal. No sin esfuerzo. Ocupaba el lugar de uno de estos
prelados a los que el papa destituía cuando depuraba al alto clero. La
injerencia de la curia romana en los asuntos locales había molestado, en
particular, al metropolitano, al arzobispo de Sens, que se negó a consagrar al
nuevo elegido. Yves se hizo consagrar en Capua por Urbano II. Se habló de
ofensa a la majestad real y en 1091, un sínodo depuso al intruso. Yves resistió
aferrándose a los legados, al Santo Padre; clamando por la superioridad de las
decisiones pontificias. De formación rigorista, se inclinaba ya hacia los
reformadores. Sus desengaños le llevaron a su partido. Con ellos hizo frente
común contra los prelados a la antigua, sus cofrades, tenidos por simoniacos y
nicolaístas, y contra el rey, su cómplice. El obispo de Chartres fue la
avanzadilla del combate, como una cuña hundida en las estructuras tradicionales
de la Iglesia real (o del rey).
Las segundas nupcias de Felipe fueron para
Yves una buena ocasión de iniciar el ataque. El rey las quería muy solemnes y
convocó a todos los obispos. El de Chartres declinó la invitación e intentó
arrastrar a los demás. Pretextando, contra su enemigo el arzobispo de Sens, que
correspondía al de Reims no sólo consagrar a los reyes sino bendecir su
matrimonio, le escribe a éste[4]: no asistiré a esa boda, «a menos que tú seas
quien la consagre y oficie, y tus sufragáneos, los asistentes y los
cooperadores». Pero cuidado: «el asunto es muy peligroso; puede dañar a tu reputación
y al honor del reino». Además «otras razones secretas sobre las que debo
callarme ahora me impiden aprobar este matrimonio». Otra misiva, más franca,
dirigida al propio Felipe[5]: «No me verás en París, junto a tu esposa, que no
sé si puede ser tu esposa». Ojo a las palabras: estos hombres, excelentes
retóricos, las manejaban como virtuosos. Empleando el término uxor, Yves reconocía que Felipe y
Bertrada son ya marido y mujer: para él, la ceremonia nupcial no es más que una
solemnidad complementaria. «No iré —prosigue— antes de saber si un concilio
general ha decretado un divorcio legítimo entre tú y tu esposa, y la
posibilidad de un matrimonio legítimo entre tú y la que quieres desposar». Yves
afirma aquí que sólo las gentes de la Iglesia son competentes en estas
materias, que la autoridad de los obispos está subordinada a la del concilio y
que la encuesta atenderá dos problemas distintos: ¿tenía derecho Felipe a
repudiar a su primera mujer —presunta bigamia—? Hasta que no se haga la luz
sobre esto, no hay «matrimonio legítimo», sino concubinato. Ahora bien, ¿es
decente que un rey viva en concubinato? Sobre este último punto, Yves insiste
para justificarse. Al negarse a asistir a las bodas, no falta a sus deberes.
Todo lo contrario. En lo temporal, actúa como fiel consejero cuando declara ese
matrimonio perjudicial para la corona. En lo espiritual, actúa como escrupuloso
director de conciencia cuando declara ese matrimonio perjudicial para la
salvación del monarca. Y la carta concluye con un pequeño sermón sobre la
concupiscencia, apuntalado por tres ejemplos, los de Adán, de Sansón y de
Salomón: los tres reyes fueron perdidos por las mujeres.
Felipe no hizo caso. La unión fue
solemnizada formalmente, bendecida por el obispo de Senlis en presencia de todos
los obispos de la competencia real. El arzobispo de Reims estaba de acuerdo
también, así como, al parecer, el cardenal Roger, legado para el norte de
Francia. Pero Yves se obstinaba. Preparaba un informe «para conseguir un
divorcio entre Felipe y su nueva esposa»[6]. Se dirigió al papa, y obtuvo de
éste cartas, una circular a los prelados del reino prohibiendo coronar a
Bertrada, una amonestación al obispo de Reims y una advertencia al rey: si no
abandona toda relación con esa mujer que tiene «a modo de esposa» será
excomulgado. El obispo de Chartres había escogido la ruptura. Rehusó el
servicio de vasallaje; no asistió, como hubiera debido, con su caballería, a la
gran reunión en que el rey arbitraba una querella entre los hijos de Guillermo
el Conquistador. Reo de felonía, huye. Se le encuentra a finales de 1093 en el
séquito pontificio. En este momento todo podía arreglarse: Berta moría; se
acabó la bigamia. No olvidemos que Felipe estaba preocupado por la suerte de su
alma: un rey vive menos tranquilamente que cualquier otro en aquello que le
dicen que es pecado. Reunió en Reims a todos los prelados que pudo: dos
arzobispos y ocho obispos. Todos confirmaron el matrimonio real. Hicieron más:
hablaron de juzgar a Yves de Chartres. El concilio de Autun fue la respuesta.
Era gravísimo excomulgar al rey de
Francia. Este acto se inserta en un plan general: la ofensiva que la curia
romana lanza a fondo para completar la reforma. Se prepara una gira pontificia
a la Galia del sur. Para ganar la partida en la Galia del norte, hay que
mantener a raya, como sea, al Capeto. Yves de Chartres, bien informado, lo
asegura: puede contarse con un doble apoyo. Primero, quizá, en la propia casa
del rey, con el príncipe Luis. A los trece años, está muy cerca de su mayoría
de edad. Al volverse a casar, Felipe ha dado a su hijo un infantazgo. Como
todos los herederos de la nobleza de entonces, Luis tasca el freno, impaciente
por reinar. Detrás de él, ¿no se adivina ya a Suber, de su misma edad, y a los
monjes reformados de Saint-Denis? El segundo apoyo es más seguro, es el Anjou.
El Anjou es la gran baza en el juego de los reformadores.
Hasta ahora no se ha tratado del conde
Fouque Réchin, el marido. Ni tampoco de Bertrada. Lo que se pone en cuestión,
lo que se juzga, es el comportamiento de un hombre, de Felipe. Bertrada no es
menos adúltera, pero su caso no es de derecho público. Es al esposo traicionado
a quien corresponde vengarse si quiere. Lo único que ha hecho Fouque ha sido
buscar sustitutas. Pero depende del papa. Unos treinta años antes, un legado
pontificio, al desheredar a su hermano mayor culpable de atentar contra el
derecho de las iglesias angevinas, le entregó «de parte de san Pedro» el
principado. Extraordinario este gesto de un mandatario de la Iglesia romana
disponiendo de un condado de Francia. Extraordinario pero explicable: en 1067,
el rey es muy joven; es un momento de extremada debilidad de la monarquía de
los Capetos; Fouque, además, compró el asentimiento de Felipe cediéndole a
Gâtinais. Desde entonces, en cualquier caso, se extiende sobre el Anjou una
especie de soberanía apostólica. El conde está atado. Y lo está más
estrechamente porque también él ha sido excomulgado. No sin razón, porque
capturó a su hermano, se negó a liberarlo y lo mantiene en prisión tan estrecha
y desde hace tanto tiempo que su cautivo ha perdido el juicio. Pueden servirse
de él. En junio de 1094, algunos meses antes del concilio de Autun, en el mismo
momento en que se celebra el de Reims, el legado Hugo de Die va en persona a
Saumur para levantar la excomunión del conde. Asegurándose de que el hermano
está completamente loco, reconcilia a Fouque, le confirma en la posesión del
condado, exigiendo no obstante de él «no volverse a casar sin el consejo de los
legados»[7]. Desde luego, había sobrepasado los límites de la poligamia
permitida, pero al impedirle tomar otra mujer, pretendían sobre todo reservar
el caso de su actual esposa legítima Bertrada.
En efecto, a través de él se puede volver
a poner sobre el tapete el asunto, que la muerte de Berta ha arreglado.
Dócilmente, Fouque hace lo que de él se espera; si bien antes no había abierto
la boca, helo ahí que vocifera. El 2 de junio de 1095, al entregar una Carta de
donación en favor de Saint-Serge de Angers, la hace datar «en la época en que
Francia estaba mancillada por el adulterio del indigno rey Felipe»[8]. En
noviembre, envía a probar en Clermont el parentesco que le une al rey de
Francia, para sostener la acusación de incesto. En invierno, Urbano II,
siguiendo su viaje, contornea las comarcas sólidamente dominadas por el Capeto
y llega a Anjou. En Angers preside las ceremonias de dedicación de la iglesia
de san Nicolás donde está sepultado el padre del conde. El 23 de marzo se hacer
coronar en Tours, y durante la procesión que le lleva a Saint-Martin, entrega
la rosa de oro a Fouque con gesto que podía interpretarse como un rito de
investidura. Es entonces cuando el conde de Anjou, mientras las bandas de
cruzados comienzan a formarse, dicta, en el latín de los doctos, un curioso
texto para justificar sus derechos hereditarios[9]. Recuerda que su antepasado
recibió el condado de un rey de Francia, pero de un rey carolingio «que no era
de la raza de Felipe el impío». La impiedad de Felipe, mancilla que desde la
persona real salta al reino entero, atrayendo sobre él las plagas, ¿no autoriza
a romper el vínculo vasallático y a poner completamente al Anjou en la
dependencia feudal de la Iglesia de Roma? La táctica de la curia pontificia es
clara: levantar la excomunión al primer marido de Bertrada para lanzarla sobre
el segundo. En efecto, se enviaron desde Tours las cartas del papa a los
arzobispos de Reims y de Sens, condenando a los prelados que mantuvieran
relaciones con el rey y que osaran liberarle del anatema sin que él hubiera
roto antes con «esa mujer por la que le hemos excomulgado»[10]. Todas las
amonestaciones, los estallidos de indignación, las maldiciones fulminadas
cobran sentido cuando se las sitúa en su verdadero lugar, en el centro del
principal asunto político de la época; la encendida lucha del poder espiritual
para dominar el poder temporal.
Felipe envejecía. Cada vez soportaba peor
el anatema. En 1096, finge ceder, «abjurar del adulterio». Urbano II le
concedió inmediatamente su perdón. Pero como se descubriera que Bertrada no
había salido de la cámara real, los cardenales diligentes volvieron en 1099 a
amotinar a los obispos en Poitiers. Renovaron la excomunión. A toda prisa,
porque el conde de Poitiers, duque de Aquitania, Guillermo, el Guillermo de las
canciones de amor, enemigo de los angevinos y vasallo del rey, dispersó ese
concilio que deshonraba a su señor: otra prueba más de que, para la mayoría,
Felipe no parecía tan culpable. Finalmente, con el paso de los años, hubo que
poner término al asunto. El Capeto no era ya el adversario que había que
debilitar a cualquier precio. En el reino, lo que se conoce por la querella de
las investiduras, se apaciguaba. El propio Yves de Chartres influía en la
conciliación. En 1105 los arzobispos de Sens y de Tours, los obispos de
Chartres, Orleans, París, Noyon y Senlis se reunieron en París en el mismo
lugar donde se habían celebrado las malas nupcias. Se leyeron cartas
pontificias (había que pasar por ello, reconocer la autoridad superior del
papazgo). Los obispos de Orleans y de París preguntaron a Felipe si estaba
dispuesto «a abjurar del pecado de copulación carnal e ilícita». Ante los
abades de Saint-Denis, de Saint-Germain-des-Prés, de Saint-Magloire y de
Étampes, el rey, en hábito de penitente y descalzo, prestó juramento: «No
volveré a tener con esta mujer relación ni conversación salvo en presencia de
personas no sospechosas», y Bertrada se comprometió a lo mismo. El anatema caía
por sí mismo. ¿A quién se engañaba? Los dos esposos siguieron viviendo juntos.
Se los vio en Angers en 1106, muy bien acogidos por el conde Fouque.
El
suceso permaneció en el recuerdo. Medio siglo después, entre 1138 y 1144, Suger
redactaba la biografía de Luis VI. Una apología que debía marcar profundamente
la memoria colectiva de los franceses; cuando la recuerdan, tienen a Luis VI,
el «padre de las comunas», por un buen rey, encuadrado entre dos mediocres, su
hijo Luis VII y su padre Felipe I, uno y otro faltos de energía por culpa de
las mujeres. Suger, en efecto, para realzar el prestigio de su viejo amigo,
desacreditó solapadamente al predecesor —que no tenía buena prensa en
Saint-Denis, ya que había escogido ser sepultado en otra parte, en
Saint-Benoît-sur-Loire—. El abad da la razón de esa deserción: Felipe había
renunciado a tal honor como penitencia, avergonzado de su conducta[11]. Del
nuevo matrimonio no se dice casi nada. Pero Suger tiene buen cuidado de
distinguir a Luis, nacido de la «nobilísima esposa», de sus dos hermanos. Finge
no tener a éstos por auténticos herederos, y no dar el título de reina a su
madre, «la condesa de Anjou, super ducta [esposa
excedente]».
En esta época, la gran historia es
anglonormanda. Por tanto, anticapeta. Guillermo de Malmesbury muestra a Felipe
I como un hombre de placer. Echó de su cama —dice— a su primera mujer, a la que
encontraba «demasiado gorda»; Bertrada, corruptora, esposa infiel, ambiciosa,
le sedujo; él se entregó a la pasión, «ardiente», olvidando la máxima: «No
casan bien ni pueden ponerse en un mismo lugar la majestad y el amor»[12]. Amor: el deseo masculino. El rey de
Francia, y ésa fue su falta, no supo dominarlo y a causa de una mujer dejó de
comportarse como corresponde a los soberanos. Orderic Vital es más duro con
Bertrada, a quien llama lasciva y versátil. Atrapó en sus redes al rey de
Francia: «De este modo la petulante concubina abandonó al conde adúltero y se
pegó (adhesit) al rey adúltero, hasta
la muerte de éste». Felipe no fue un nuevo David, un seductor, como los reyes
pueden glorificarse de serlo. Fue un nuevo Adán, un nuevo Sansón, un nuevo
Salomón. «Seducido», tal como lo son las mujeres, pero como resulta indecente
que lo sean los hombres, se abismó en la fornicación. Sordo a las
amonestaciones de los obispos, «arraigado en el crimen», persistente en su
maldad, «fue corrompido por el adulterio»; murió agotado, rabioso, de dolor de
muelas[13]. Los cronistas turonenses, muy apegados a las virtudes francas,
vieron al rey menos apático: la crónica de los señores de Amboise le devuelve
la iniciativa: «libidinoso», «lujurioso» desde luego, pero tentador,
engatusando a Bertrada, raptándola finalmente de noche. Arrebatador[14]. Sin
embargo, desde entonces todos los historiadores han conservado del rey Felipe
la imagen de un hombre maduro, concupiscente, revolcándose en una cama.
Desconfiemos:
no oímos más que una opinión. Todos los juicios que se hicieron entonces, y
cuyo eco nos llega porque fueron confiados a la escritura, proceden de
sacerdotes o de monjes. Porque la Iglesia poseía en ese tiempo un monopolio
desorbitado: sólo ella podía crear objetos culturales duraderos, capaces de
pervivir durante siglos. Debo añadir que esos sacerdotes, esos monjes, que son
nuestros únicos informadores, figuraban entre los más cultivados, es decir, los
mejores, según el criterio de la cultura docta, escolar, eclesiástica, y todos
eran además hombres de bien: los escritos que se conservaron, que se copiaron
una y otra vez, fueron aquellos que no se apartaban de la norma. Por su
correspondencia, cuidadosamente conservada, sabemos lo que pensaba el obispo de
Chartres. De lo que pensaba su cofrade de Senlis, que bendijo la segunda unión
del rey, lo ignoramos todo. Estoy obligado a no ver nunca lo que me interesa,
las maneras de pensar y de vivir de los guerreros, más que por los ojos de los
sacerdotes más conformistas, de hombres a los que la Iglesia ha hecho santos,
como san Yves de Chartres. ¿Eran tan numerosos los que, como ellos, y en nombre
de los mismos principios, juzgaron mala y pecaminosa la conducta del rey,
perniciosa para su alma, para su cuerpo y, más allá de su cuerpo, para todo el
reino? No hay que olvidar, sobre todo, que la condena de los rigoristas no se
dirigía contra un desenfreno, contra lo que ocurría entre ese hombre y esa
mujer —o más bien contra los extravíos sexuales de ese hombre, puesto que sólo
se trataba de él—. Se dirigía contra un cierto modo de formar una pareja, de
presentarse como esposos. Se dirigía contra lo que por todos fue considerado
como un matrimonio, se tuviera o no por malo. No habría sido tan severa si no
se hubiera tratado de esto, de una unión solemne, oficial, necesariamente
sometida por tanto a reglas cuya transgresión, escandalosa, debía ser solamente
reprimida. Por consiguiente estas fuentes, muy parciales, que nos informan,
ponen de manifiesto una sola cosa: las exigencias de la Iglesia rigorista, en
la materia, muy precisa, del legitimum
matrimonium, del «matrimonio legítimo».
Es evidente que tales exigencias no eran,
en aquella época y en esa región, las de la mayoría de los clérigos. Vemos
reunidos en París, para la bendición del nuevo matrimonio real, a los obispos,
a todos los obispos menos a uno, y difícilmente puede creerse que fueran sólo
aventureros, aduladores o vendidos, cooperando en los ritos y muy satisfechos
de verse asociados a ellos. Consideremos el poco caso que hicieron luego de la
sentencia de excomunión, lo que se preocuparon por anularla a pesar de las amonestaciones
y las amenazas pontificias. Su moral no era la misma. No imponía la separación
a cualquier precio a Felipe de Bertrada. De lo que pensaba la nobleza no
conocemos casi nada. ¿Se la puede imaginar más rigurosa, cuando sus intereses
no estaban directamente en juego? Para negarlo, basta observar la actitud de
Guillermo de Aquitania expulsando de su ciudad a los cardenales reformadores;
la de Fouque de Anjou, durante todo el tiempo en que no fue instrumento de las
intrigas papales. En cuanto al propio interesado, Felipe I, ¿cómo juzgarle,
«impío» o simplemente desatento a lo que repetía el equipo sacerdotal que nunca
se alejaba un paso de él? ¿Cómo pensar que descuidaba la «majestad» real, en la
lucha que llevaba, día tras día, contra los príncipes feudales, sus
competidores? Ahora bien, resistió doce años. Salvando las apariencias, no
abandonó jamás a su mujer —su esposa, no su concubina—. ¿Acaso no respetaba
unos principios, diferentes de los de Yves de Chartres, pero no menos
rigurosos?
No digo que no haya que tener en cuenta el
amor. Sugiero que Felipe I no se dejó
arrastrar por una pasión senil y que, despidiendo a su primera mujer, tomando
otra y conservándola, aplicaba los preceptos de una moral. Esta moral era la
del linaje. Se sentía responsable de un patrimonio. Del «dominio», de los
señoríos que habían poseído sus antepasados; por supuesto de la «corona», que
se había incorporado a esa herencia, también. Pero más aún de la gloria de su
raza. Ese capital, que había recibido de su padre, debía transmitirlo a su hijo
legítimo. En 1092, no tenía más que un hijo de once años, y la muerte acechaba
a los muchachos de esa edad. El suyo era delicado: lo sabemos por Suger, que en
la biografía de Luis VI recuerda que Guillermo el Rojo, rey de Inglaterra,
«aspiraba al reino de Francia, si por desdicha ocurría que muriese el único
heredero»[15]. Felipe no podía esperar más hijos de Berta. El momento era
adecuado para despedirla porque el hombre que se la había entregado veinte años
antes, el conde de Flandes, Roberto el Frisón, se disponía a morir en el
monasterio de Saint-Bertin y el «odio»[16] que podría suscitarse de ese lado
por el repudio resultaba por el momento menos peligroso. De hecho no duró.
Felipe tomó a Bertrada: era una buena elección. En una época de extrema
debilitación de la monarquía de los Capetos, cuando la tarea urgente era
consolidar el pequeño principado que el rey dirigía bien que mal desde París y
Orleans, el interés primordial no era ya anudar alianzas brillantes con las
grandes casas de ascendencia real, sino aminorar las formaciones políticas
invasoras que se reforzaban en torno a los castillos de Île-de-France. Montfort
era una gran fortaleza en las cercanías de Normandía, es decir, en el flanco
más amenazado. La defendía Amaury, hermano de Bertrada; ella misma descendía
por parte de madre de los príncipes normandos, de Ricardo I, «conde de
piratas»; además, esta mujer había demostrado su fertilidad; había dado hijos
al conde de Anjou; a Felipe I le dio tres hijos, dos de ellos varones. Pero era
indispensable que esos dos hijos fueran legítimos. La continuación del linaje
dependía por tanto del lugar atribuido a la compañera del rey. Si pasaba por
simple concubina, sus hijos eran bastardos, y todas las esperanzas quedaban
intactas para los rivales de los Capetos, para Guillermo el Rojo, que según
Suger «no tenía en cuenta los derechos a la sucesión de los hijos de Bertrada».
Pero si el segundo matrimonio era considerado legal, el peligro de
desheredación se esfumaba. Se comprende que Felipe, que podía satisfacer de
otro modo el apetito que tal vez sentía por Bertrada, haya hecho tanto para que
sus bodas fueran brillantes, debidamente consagradas, y que se haya negado a
alejar, incluso en apariencia, a la madre de sus hijos menores antes de que su
primogénito hubiera dado pruebas de su vigor corporal. Puede ser que la pasión
le impulsara a retener a esa mujer, pero es seguro que su deber de príncipe le
obligaba a conservarla a pesar de todo. ¿Cómo imaginar que este hombre, de unos
cincuenta años, al filo de la edad en que, en la época de que hablo, morían
todos los reyes de Francia sin excepción, no temiera al infierno, no deseara
que el pecado del comercio carnal al que se entregaba, y no sin placer, sin
duda fuese oficialmente expulsado por intervención de los prelados? Él no se
juzgaba, ni se le juzgaba culpable.
El
acontecimiento que acabo de contar al modo de los historiadores antiguos no me
interesa en sí. Lo utilizo por lo que revela. La conmoción que provocó, como
ocurre generalmente con tales perturbaciones, hace salir de la oscuridad lo que
de ordinario se esconde en ella. El acontecimiento agita las aguas profundas y
hablando mucho, a propósito de él, de lo insólito, se llega a hablar también,
de pasada, de las cosas corrientes de la vida, de las que no se dice nada, de
las que no se escribe y que por eso el historiador no puede alcanzar. Mi relato
—este relato crítico— me sirve para plantear de modo conveniente la cuestión
que me interesa: ¿cómo se casaban, hace ocho o nueve siglos, en la Europa
cristianizada?
Al considerarla bajo diferentes ángulos,
trato de descubrir cómo funcionaba la sociedad que se denomina feudal, lo cual
me lleva de modo natural al matrimonio. Porque su papel es fundamental en toda
formación social, en particular en esta que estudio desde hace años. Es, en
efecto, por la institución matrimonial, por las reglas que presiden las
alianzas, por la forma en que se aplican esas reglas, por lo que las sociedades
humanas, incluso aquellas que quieren ser más libres y que se hacen la ilusión
de serlo, gobiernan su futuro, tratan de perpetuarse en el mantenimiento de sus
estructuras, en función de un sistema simbólico, de la imagen que esas
sociedades se hacen de su propia perfección. Los ritos del matrimonio son
instituidos para asegurar dentro de un orden el reparto de las mujeres entre
los hombres, para reglamentar en torno a ellas la competición masculina, para
oficializar, para socializar la procreación. Designando quiénes son los padres,
añaden otra filiación a la filiación materna, única evidente. Distinguen las
uniones lícitas de las demás, dan a los hijos que nacen de ellas el estatuto de
herederos, es decir, les dan antepasados, un apellido, derechos. El matrimonio
es la base de las relaciones de parentesco de la sociedad entera. Forma la
clave del edificio social. ¿Cómo puedo comprender el feudalismo si no conozco
claramente las normas que seguía un caballero para tomar esposa?
Necesariamente ostensible, público,
ceremonioso, rodeado de un cúmulo de gestos y de fórmulas, el matrimonio, en el
seno del sistema de valores, se sitúa en la confluencia de lo material y de lo
espiritual. Por él se ve regularizada la transmisión de las riquezas de
generación en generación; sostiene por consiguiente las «infraestructuras»; no
es disociable, y esto hace que el papel de la institución matrimonial varíe
según el lugar que ocupa la herencia en las relaciones de producción; que
tampoco es igual en todos los niveles de la jerarquía de las fortunas: en
última instancia el matrimonio no se considera para el esclavo o el proletario,
quienes, al no tener patrimonio, se unen naturalmente, pero no se casan. Sin
embargo, puesto que el matrimonio ordena la actividad sexual —o más bien, la
parte procreativa de la sexualidad— deriva también del dominio misterioso,
tenebroso, de las fuerzas vitales, de las pulsiones, es decir, de lo sagrado.
La codificación que lo rige se deduce, por consiguiente, de dos órdenes, lo
profano y, digamos, lo religioso. Habitualmente, los dos sistemas de regulación
se ajustan uno a otro y se apoyan mutuamente. Pero hay momentos en que dejan de
concordar. Esta discordancia temporal impone a las prácticas matrimoniales
modificaciones, la evolución hacia un nuevo equilibrio.
La historia de Felipe I lo demuestra: dos
concepciones del matrimonio se oponían violentamente en la cristiandad latina
alrededor de 1100. En ese momento alcanzó su plena agudeza un conflicto cuyo
desenlace fue instaurar usos que permanecieron poco más o menos estables hasta
nuestros días, hasta esta nueva fase de debates, de mutación que estamos
viviendo. En tiempos del rey Felipe, una estructura a duras penas lograba
imponerse. Trato de descubrir el porqué y el cómo. Y puesto que esta crisis
procede del mismo movimiento de conjunto que entonces hace transformarse a las
relaciones sociales, tanto en lo vivido como en el sueño, puesto que mi
indagación continúa directamente la que realicé a propósito de los tres
«órdenes», de las tres categorías funcionales de la sociedad, puesto que es su
complemento, la sitúo en el mismo marco: la Francia del norte de los siglos XI
y XII. En esta ocasión, restrinjo mi campo de observación a la «buena»
sociedad, al mundo de los reyes, de los príncipes, de los caballeros,
convencido sin embargo de que los comportamientos, y quizá los ritos, no eran
del todo semejantes para el pueblo de los campos y de las aldeas. Pero para un
primer acercamiento al problema que planteo, las condiciones del trabajo
histórico me obligan a limitarme de este modo, puesto que cuando se abandona
esta delgada capa social, la oscuridad se vuelve impenetrable.
A este nivel sigue siendo también muy
espesa. El objeto de mi estudio —la práctica del matrimonio— se deja captar
difícilmente, por tres razones principales. Ante todo, porque el uso de la
escritura —al menos de la escritura cuidada, de la que se esperaba que
resistiese el paso del tiempo— era todavía excepcional. Servía sobre todo para
marcar rituales, afirmar el derecho, enunciar principios morales. Por tanto,
sólo me es dada poco más o menos la superficie, lo más duro del caparazón
ideológico que justifica los actos que se confiesan y bajo el cual se disimulan
las acciones que se ocultan. Lo que vislumbro deriva exclusivamente de la buena
conciencia. Segundo obstáculo: todos los testigos que oigo son, como ya he
dicho, gentes de Iglesia. Son hombres, varones, célibes o que se esfuerzan por
pasar por tales, que manifiestan por profesión repugnancia hacia la sexualidad
y más particularmente hacia la mujer, que no tienen experiencia del matrimonio
o bien no dicen nada de él y que proponen una teoría capaz de afirmar el poder
que reivindican. Su testimonio no es, por tanto, el más firme por lo que
concierne al amor, al estado conyugal, a sus prácticas, ni siquiera a esa otra
moral que los laicos aceptaban. O bien los eclesiásticos la muestran idéntica a
la suya; o bien, hablando de inmoralidad, niegan su existencia. Debo
resignarme: lo que se puede percibir de las conductas matrimoniales nos llega,
lo más frecuentemente como negativo, por mediación de condenas o amonestaciones
para cambiar de hábitos. Afortunadamente, entre el año 1000 y el principio del
siglo XIII, los textos que me informan se vuelven paulatinamente más numerosos,
más locuaces; por efecto de una progresiva laicización de la alta cultura,
dejan filtrar cada vez más lo que pensaban, lo que hacían los caballeros.
Seguiré pues en mi investigación el hilo cronológico y este movimiento que hace
que la imagen se precise, se coloree, sin esperar alcanzar, no obstante, salvo
en los cuadros formales, mucho más que lo anecdótico. Último escollo: el
peligro de anacronismo. Al interpretar estas huellas vagas, debo cuidar de no
transportar al pasado, llenando con la imaginación los vacíos, lo que el tiempo
presente me enseña. Porque esos hombres cuyas costumbres estudio son mis
antepasados, y los modelos de comportamiento cuyo montaje trato de seguir han
pervivido hasta mí. El matrimonio de que hablo es el mío, y no estoy
completamente seguro de desligarme del sistema ideológico que tendría que
desmitificar. Me concierne. ¿Soy, pues, desapasionado? Constantemente tengo que
hacer esfuerzos para restituir la diferencia, para no aplastar, entre mi objeto
y yo, el milenio que me separa de él, esa densidad temporal que debo aceptar
que cubre de opacidad insondable casi todo lo que yo querría ver.
II
MORAL
DE LOS SACERDOTES, MORAL DE LOS GUERREROS
Puesto
que todo lo veo a través de los sacerdotes, me parece oportuno desplegar, en el
punto de partida, la pantalla sobre la que inevitablemente se proyecta la
imagen que trato de discernir: la concepción eclesiástica de la institución
matrimonial. A primera vista, parece compleja; no había una actitud común a
toda la Iglesia; en la época de Felipe I, en las asambleas de prelados, se
alzaban voces discordantes. En efecto, la teoría se había bosquejado
lentamente, mediante una labor sinuosa, vacilante, durante la cual, a lo largo
de siglos se habían acumulado textos contradictorios en estratos sucesivos. No
obstante, esta teoría se funda sobre unas bases: el mensaje, la palabra de
Dios, un pequeñísimo número de frases. Todos los obispos del siglo XI sabían
esas frases de memoria.
Algunas están sacadas
del Antiguo Testamento, del libro del Génesis. Podemos leerlas en el segundo
relato de la creación. Enuncian cuatro proposiciones mayores:
1.
«No es bueno que el hombre esté solo». Dios ha
querido a la especie humana bisexuada y la unión de esos dos sexos.
2.
Pero ha creado desiguales esos sexos: «Es
preciso que le dé una ayuda (adjutorium) que
se le parezca (simile sibi)». El
hombre ha sido primero; él conserva la prelación. Él mismo es imagen de Dios.
La mujer no es más que un reflejo de esa imagen, un reflejo secundario. «Carne
de [la] carne de Adán», el cuerpo de Eva fue formado lateralmente. Lo que le
sitúa en una posición menor.
3.
Estos dos cuerpos están llamados a confundirse:
«El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y ellos serán
[volverán a ser] una sola carne»: el matrimonio conduce a la unidad.
4.
Sin embargo, el matrimonio no abole la
desigualdad: al ser menor, la mujer es frágil. El hombre se perdió por ella,
fue expulsado del Paraíso. La pareja se ha visto condenada, desde entonces a
copulaciones imperfectas, a no amarse sin vergüenza, y la mujer sufre un
castigo suplementario, la dominación del hombre y los dolores del parto.
Las
enseñanzas de Jesús se apoyan en este texto inicial. Algunas palabras referidas
por los evangelios sinópticos contestan a dos cuestiones precisas, a propósito
de la práctica del matrimonio. La costumbre que autoriza al marido a despedir a
su mujer dejaba a los discípulos perplejos: «Lo que Dios ha unido, no debe
separarlo el hombre» (Mateo,XIX, 6); por lo cual el repudio se encuentra
formalmente proscrito, salvo en un caso: «No hablo —dice Jesús— de la
fornicación [de la mujer]». Tal como son referidas por Mateo, estas palabras
hacen pensar que Jesús, como todos los hombres de su tiempo, juzgaba de mayor
consecuencia el adulterio de la esposa. Sin embargo, si nos remitimos al
Evangelio según
Marcos (X, 12) podemos decir que para él la responsabilidad
de los dos cónyuges era igual.
Inmediatamente después de enunciar el principio de la
indisolubilidad, los discípulos preguntan de nuevo: «Si tal es la condición del
hombre respecto a la mujer, ¿es conveniente casarse?» (Mateo,XIX, 10). Pregunta
aparentemente muy precisa, pero cuyos límites pueden retroceder
indefinidamente. Puesto que el Reino de los Cielos se identifica con el Paraíso
reencontrado, quien quiera trabajar por su restablecimiento en la tierra, ¿no
debería reprimir los imperativos de la carne, restringir su actividad sexual,
renunciar al matrimonio? La respuesta del maestro fue ambigua: «Hay eunucos que
se han hecho así con miras al Reino de los Cielos. Que entienda quien pueda».
Los primeros dirigentes de la secta
tuvieron estas palabras. Siguiendo las prescripciones de Jesús, se acomodaron
al mundo tal como es, dando al César lo que es del César: «Que cada cual
continúe viviendo en la condición en que le ha encontrado la llamada de Dios»;
«Si estás ligado a una mujer, no trates de romper; si no estás ligado, no
busques mujer» (I, Corintios,VII, 17 y 27). Pablo añade no obstante (I,
Cor.,VII, 19): «Lo que cuenta es observar los mandamientos de Dios». Basado en
estos mandamientos, en el seno de la ecclesia
primitiva se instauró un reglamento. Se apoyaba en el hecho, puesto en
evidencia por la creación, de la subordinación inicial, necesaria, de lo
femenino. Pedro y Pablo se ponen de acuerdo para repetir a las mujeres: «Sed
sumisas» (Pedro,I, iii, 1; Efesios,V, 21; Colonenses,III, 18). Una de las
funciones del matrimonio es precisamente ordenar esa desigualdad: a la relación
entre el marido y la mujer debe transportarse, un punto más abajo, como se
transporta entre superior e inferior en los diferentes estadios de las
jerarquías celestes y terrestres, la relación entre Dios y Adán. El hombre
domina a la mujer, debe «amarla» y ella debe «reverenciarle». Maridos, sed
«indulgentes» hacia un ser «frágil» (Pedro,I), amad a vuestra mujer «como a
vuestro cuerpo»; «amar a su mujer es amarse a sí mismo» (Efesios, V). Sería preciso que en la pareja
conyugal llegue a su perfección el movimiento de las caritas, esa circulación plenaria del amor expandiéndose y
volviendo a su fuente por la que el universo entero está llamado a existir;
entonces el matrimonio aparecería como la refracción de lo que une al Creador y
a lo creado, al Señor y a su Iglesia. San Pablo afirma: las mujeres están
«sometidas a su marido como al Señor; en efecto, el marido es el jefe de su
mujer como Cristo es el jefe de la Iglesia. Maridos, amad a vuestras mujeres
como Cristo amó a la Iglesia». Ya no es una metáfora, sino una sublimación.
Confiere más rigor al precepto de indisolubilidad. Hablando en nombre del
señor, Pablo ordena «que la mujer no se separe de su marido; y, en caso de
separación, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie, y que el marido no
repudie a su mujer» (I, Cor.,VII, 10, 11).
Sin embargo, «los tiempos son cortos». La
humanidad debe prepararse para el retorno de Cristo. En consecuencia, «es bueno
para el hombre abstenerse de la mujer» (I, Cor.,VII, 1). «Es bueno vivir como
yo», dice Pablo a los solteros (VII, 8); la viuda «será feliz si se queda como
está» (40); «aquel que no casa a su hija obra del mejor modo» (38); «en razón
de la miseria presente, [la virginidad] es el estado que conviene» (26). ¿No ha
llegado el momento de «unirse al Señor sin compartirse»? Ahora bien «aquel que
estando casado, se preocupa de los asuntos del mundo por agradar a su mujer,
ése ya está compartido» (33, 55). El matrimonio, desde luego, no está
prohibido. Pero se le tolera como un mal menor. Es una «concesión» (6)
conferida «en razón de la impudicia» (2) a aquellos que «no pueden contenerse».
«Más vale casarse que abrasarse» (8), puesto que Satán «saca partido de la
incontinencia» (5). El hombre está autorizado a tomar mujer para no pecar; esto
le obliga a usar el matrimonio con precaución. «Que quienes tienen mujeres
vivan como si no las tuvieran» (20). Que se abstengan al menos «por un tiempo,
a fin de consagrarse a la plegaria» (5). Tal es la enseñanza de la Escritura.
En
la Iglesia primitiva, que tomaba cuerpo en el seno de la formación cultural
helenística, la tendencia ascética se acentuó, y ante todo bajo la influencia
de los ritos sacrificiales en uso en otras sectas. Desde el momento en que se
pensó en la celebración eucarística como en un sacrificio, se afirmó la
necesidad, para los participantes, de purificaciones previas, y, para el
oficiante, de la continencia, si no de la virginidad. Lo que era un consejo en
la primera Epístola a los Corintios se convirtió en exigencia. Intervino
también la moral propia de los filósofos: los autorizaba a usar mujeres para
satisfacciones ocasionales; pero los apartaba del matrimonio, porque aleja de
la contemplación, perturba el alma; así pues, más vale la cortesana que la
esposa. Finalmente y sobre todo, el pensamiento cristiano fue arrastrado por la
fuerte corriente que, en las ciudades de Oriente, llevaba a los intelectuales a
representarse el universo como el campo de batalla entre el espíritu y la materia,
a pensar que todo lo carnal estaba bajo el imperio del mal. La repugnancia se
hizo así mayor respecto a la copulación, y a los humores corporales; respecto
de la procreación y por consiguiente del matrimonio. ¿Podía uno alzarse hacia
la luz sin separarse de su cuerpo? Pequeños grupos de gentes perfectas, los
monjes, ganaron el desierto, se encerraron, profesando el horror por las
mujeres. Los escritos atribuidos al apóstol Andrés, a Tito, discípulo de Pablo,
propagaron esta moral del rechazo. Celebrando la pureza de santa Tecla,
mantenían el sueño de uniones descarnadas, de acoplamientos espirituales como
son los de los ángeles.
De estas actitudes fueron herederos los
Padres de la Iglesia latina. San Jerónimo no lo duda: Adán y Eva permanecieron
vírgenes en el Paraíso. Sus cuerpos sólo se unieron después de la caída, en la
maldición. Todas las nupcias son, por tanto, malditas. Nada justifica el
matrimonio, a no ser que sirva para repoblar el cielo engendrando vírgenes. «Si
no hubiera matrimonio, no habría tampoco virginidad». Pero, en sí, el
matrimonio es el mal. Forzosamente fornicador, el marido se convierte además en
adúltero si se le ocurre amar a su mujer con cierto calor: hace de ella una
prostituta. En el Adversus Jovinianum, todas
las armas de un combate furioso contra la mujer y el matrimonio fueron
amontonadas por Jerónimo. Gregorio el Grande está muy cerca de éste y su
influencia fue incomparablemente mayor. Fue leído y releído continuamente en
los monasterios y en el círculo de los obispos. Para Gregorio, la sociedad
humana, bajo la dirección de los «prelados» que la guían, se divide en dos
partes: una élite, el grupo de los «continentes», de aquellos que se contienen,
que resisten a las seducciones de la carne; una hez, formada por todos los
«cónyuges», los hombres y las mujeres que no han rechazado el matrimonio.
Inferiores, despreciables, porque el matrimonio está ineluctablemente
mancillado. Por el placer. Desde el pecado de Adán ya no hay copulación sin
placer, desgraciadamente, porque el hombre se deja ir, porque su espíritu ha
perdido el dominio de su cuerpo. Desde entonces, la ley primitiva del
matrimonio ha sido «transgredida»[17]. Casarse es una falta.
El límite entre el mal y el bien está entre los «cónyuges»
y los «continentes». San Agustín es menos severo. Sin duda está
persuadido de que en el hombre hay una lucha constante entre la voluntad que
ilustra la inteligencia y las pulsiones libidinosas. Y cuando medita sobre el
texto del Génesis, reconoce en Adán, como san Ambrosio, la parte espiritual de
la condición humana y en Eva, la parte de sensualidad. Satán triunfó cuando
logró asegurarse el espíritu debilitándolo por la carne. Toda una vertiente del
pensamiento agustiniano está dominada por el dualismo: el mal procede del
cuerpo, por tanto de la mujer, inferior y carnal; como Jerónimo, como Gregorio,
Agustín sitúa a los «cónyuges» muy por debajo de los continentes, en lo más
bajo de la jerarquía de los méritos. No obstante, admite que el hombre,
entregado por el pecado original a la concupiscencia, inevitablemente mala,
conserva el poder de resistir a esta invasión maléfica. Lo consigue mediante el
matrimonio, forma menos imperfecta de la copulación. El pecado que es el acto
sexual, mortal en la fornicación, se vuelve venial en el matrimonio: puede ser
remitido. De este modo, Agustín desplaza el límite entre el mal y el bien: no
separa ya a los cónyuges de los continentes, sino a los fornicadores de los
cónyuges. Hay bien en el matrimonio. El matrimonio es bueno, ante todo porque
hace que se multipliquen los hombres y así permite que se repueble el Paraíso,
reemplazando por elegidos los ángeles caídos; es bueno sobre todo porque es el
medio de refrenar la sensualidad, es decir, a la mujer. En el Paraíso, según
escribe, el mal vino de que el deseo penetró «esa parte del alma que hubiera
debido estar sometida a la razón como la mujer a su marido». Por el matrimonio
puede restablecerse la jerarquía primitiva, la dominación de la carne por el
espíritu. A condición, por supuesto, de que el esposo no tenga la debilidad de
Adán y que reine sobre su esposa.
El sentimiento obsesivo de que el mal
viene del sexo echó raíces. Se explican así tantas prohibiciones decretadas
inmediatamente por los dirigentes de la Iglesia latina. ¿Qué fue la penitencia
sino principalmente la decisión de negar el placer sexual? El estado de
penitente, ese «orden» particular en el que Felipe I y Bertrada se introdujeron
en París en 1105 cuando avanzaron, descalzos, hacia los prelados, impone en
primer lugar esa abstinencia. Fuera de esa situación de excepción en que se
sitúan los grandes pecadores, los esposos se ven constantemente invitados a
contenerse, amenazados si son negligentes con engendrar monstruos o, al menos,
niños enclenques. Tienen que estar apartados uno de otro, durante el día, por
supuesto, pero también durante las noches que preceden a los domingos y los
días de fiesta, debido a la solemnidad; los miércoles y viernes, por razón de
penitencia, y luego a lo largo de las tres cuaresmas, tres periodos de cuarenta
días, antes de Pascua, antes de la Santa Cruz de septiembre y antes de Navidad.
El marido no debe acercarse a su mujer tampoco durante las menstruaciones, ni tres
meses antes de que dé a luz, ni cuarenta días después. Para que aprendan a
controlarse, se ordena a los jóvenes recién casados que permanezcan puros las
tres noches que siguen a sus bodas. Finalmente, la pareja ideal es, por
supuesto, aquella que, por decisión común, se fuerza a la castidad total. En
los primeros siglos, los dirigentes de la Iglesia latina se apartaron, casi
todos, del matrimonio como de algo repugnante. Lo apartaron tan lejos como era
posible de lo sagrado.
En
la región que he escogido para mi observación, la época carolingia fue un
momento de viva fertilidad cultural. La reflexión sobre los textos patrísticos
tomó nuevo impulso, y este impulso tuvo tal amplitud que arrastró, todavía en
el año 1000, a las mejores gentes de Iglesia. En la época carolingia se
constituyeron las reservas de los libros que utilizaban Yves de Chartres y sus
cofrades. Este momento fue también el de una revisión de la sociedad mediante
la cooperación, más estrecha que nunca en la historia de nuestra cultura, del
poder espiritual y del poder temporal. Desde el momento en que el rey de los
francos fue consagrado, incorporado por ese rito al colegio de obispos, se
sintió obligado a hacer aplicar los principios enunciados por éstos, aunque
moderándolos, obligando a sus cofrades prelados a mantener los pies sobre la
tierra. La conjunción de los dos poderes hizo refluir así la ola de ascetismos
y la repulsión que inspiraba la institución matrimonial. Los estudiosos
continuaban leyendo, copiando a Jerónimo y Gregorio. Pero se les ve abandonar
el Adversus Jovinianum, dirigir su
atención hacia los textos agustinianos, meditar sobre lo que el matrimonio
podía tener de bueno. En su afán de dirigir bien a los laicos, los obispos se
dieron cuenta de que no lo conseguirían inculcándoles la aversión por el estado
conyugal, sino que por el contrario, celebrando ese estado, proponiéndolo como
marco posible de una existencia virtuosa, lograrían sus propósitos. Para
afirmar las bases de la sociedad secular, se aplicaron a moralizar el
matrimonio[18].
En París, en 829, los dirigentes de la
Iglesia franca se reúnen en torno al emperador Luis el Piadoso. El hijo de
Carlomagno ostenta, en el centro, el lugar de Cristo. Diez años antes ha
trabajado en la reforma del cuerpo eclesiástico. Ahora se ocupa de ordenar la
parte profunda de la sociedad. Tomando por modelo a Roma, a la Roma de
Constantino que se pretende hacer revivir, el emperador escucha la opinión de
los sabios. Transmitirá estas consignas a los «poderosos», a aquellos que en su
nombre sostienen la espada y que obligarán al pueblo a portarse bien. De este
modo, el cuerpo social regenerador volverá a las formas que Dios desea.
Iluminados por el espíritu, los obispos hablan. Su discurso, destinado a los
laicos, trata evidentemente del matrimonio. Se conserva el resumen, un memorándum
en ocho proposiciones. Son las siguientes[19]:
1. «Los
laicos deben saber que el matrimonio ha sido instituido por Dios» (para
empezar, la institución matrimonial es llevada a lo sagrado, con referencia al
texto del Génesis).
2. «No
debe haber matrimonio por causa de lujuria, sino, antes bien, por causa del
deseo de progenitura» (la referencia es de san Agustín: la procreación
justifica el matrimonio).
3. «La
virginidad debe ser conservada hasta las nupcias».
4. «Los
que tienen una esposa no deben tener concubina» (pero es evidente que los
hombres que no están casados pueden tenerla).
5. «Los
laicos deben saber cómo amar a su mujer en la castidad y que las deben honrar
como a seres débiles».
6. «Al no
deberse realizar el acto sexual con la esposa con la intención de gozar, sino
de procrear, los hombres deben abstenerse de conocer a su esposa cuando está
encinta».
7. «Como
dice el Señor, salvo por causa de fornicación, la mujer no debe ser despedida,
sino más bien soportada, y aquellos que, una vez repudiada su esposa por
fornicación, toman otras, son tenidos, según la sentencia del Señor, por
adúlteros».
8. «Los
cristianos deben evitar el incesto».
La moral matrimonial que los sacerdotes
enseñan a los laicos, es decir, a los «grandes», es una moral de hombres, predicada
a los varones, únicos responsables. Se basa en tres preceptos: monogamia,
exogamia, represión del placer. El resto, la obligación de permanecer virgen
hasta la ceremonia nupcial, de querer a su mujer y de honrarla, parece
redundante.
Este texto muy sencillo fue inmediatamente
desarrollado por Jonás, obispo de Orleans en un tratado, De la institución de los laicos. Este libro es uno de los espejos
colocados ante los ojos de los príncipes para que reconozcan sus defectos, los
corrijan y estén más capacitados para cumplir su misión: dar ejemplo al pueblo.
La obra es de buenísima pedagogía. A los bellatores,
cuya función es militar, Jonás les propone un combate, luchar contra los
vicios, y les promete esa alegría que se siente las noches de victoria. Según
él, el matrimonio es una de las armas que hay que usar en tales batallas; la
más útil, puesto que está dirigida contra el peor adversario: la
concupiscencia. El matrimonio es una medicina, instituida para curar la
lujuria. Remedio eficaz, pero peligroso, que conviene emplear con prudencia. Si
abusa de ella, el guerrero se ablanda. Jonás predica discretamente una moral de
Estado, adaptada a cierto estamento de la sociedad. No impone, como a los
monjes, como a los clérigos, la abstención, sino la mesura. No hay prohibición;
sólo moderación. Asunto de higiene, de higiene del cuerpo y, por consiguiente,
del alma.
Jonás de Orleans se pregunta por los
valores de la conyugalidad. Lector de san Agustín, pero también lector de
Cicerón, coloca entre estos valores la amicitia.
Amistad, es decir, fidelidad, esa virtud de los buenos súbditos que
constituye la fuerza del Estado. De la amistad pasa a las nupcias, al amor, y
reconoce en el matrimonio la imagen de la unión mística entre Dios y la
criatura. Pero sin olvidar que es también la imagen, y el soporte, del orden
político. Realismo de esos pastores, que trabajaban, de consuno con los
príncipes, en rechazar las turbulencias.
Por tanto, el estado conyugal es bueno.
Más o menos bueno, sin embargo. Jonás distingue tres grados. En el más bajo,
disciplinando las pulsiones primarias, el matrimonio es simple concesión a la
naturaleza pecadora; a este título, se lo tolera. Aún más, se aconseja cuando
su meta es el engendramiento. Se llevaría a las nubes si, liberado de todo lo
sexual, se convirtiera en «sociedad fraterna». Pero esta forma perfecta es
inalcanzable: en este bajo mundo, la voluptuosidad no puede ser totalmente
desterrada del acto procreador, ni el matrimonio permanecer «sin tacha». Es
inevitable la transgresión de que habla Gregorio Magno. Al menos el mal puede
ser rescatado mediante penitencias convenientes. Puede ser restringido a fuerza
de ejercicios. Morigerado por su obispo, el buen príncipe debe superarse,
acercarse a la honesta copulatio, tratar
de vivir, con este manual en la mano, el matrimonio de manera cada vez más
conforme con la voluntad divina, y con ello, ser cada vez más útil al
mantenimiento del orden público.
Treinta años después, ese orden vacilaba.
En la Francia del norte, el renacimiento cultural estaba en su apogeo, mientras
que el edificio político se disgregaba. Este renacimiento y esta disgregación
estimulaban la reflexión de los hombres de Iglesia. Lo era principalmente por
la escalada de los peligros. Por eso cuando Hincmar, arzobispo de Reims, trató
abundantemente de la conyugalidad, la mostró en primer lugar como una muralla
contra el desencadenamiento de las violencias. Quiero recordar dos de sus
obras, la una Del divorcio, la otra De la represión del rapto. Ésta es un
discurso sobre la paz, reflejo en la tierra de la Jerusalén celeste, la paz que
el rey y los obispos tienen por misión restaurar conjuntamente. Se la ve rota,
hecha migas por la irrupción de la codicia, por el gusto de apoderarse. Es una
falta propiamente masculina, como es masculina la virtud de la fuerza, de la
que es la forma descarriada: el hombre es naturalmente raptor de bienes y,
sobre todo, de mujeres. La vuelta al orden exige, por tanto, que se reafirme el
«pacto conyugal» por el que se realiza pacíficamente el reparto de las mujeres,
y por tanto, que se exalten los ritos civiles y profanos, mediante los que se
concluye la operación: las formalidades de esponsales —lo que el latín llama desponsatio, primer acto de los
procedimientos matrimoniales, el acuerdo entre el prometido y la prometida, o
mejor, entre sus respectivos padres—. Hincmar lo afirma, y sobre todo en el
otro tratado De
Divortio[20]:el
vínculo se anuda según las «leyes del mundo», conforme a las «costumbres
humanas». El arzobispo ve en el matrimonio lo que efectivamente es: una
institución social, que deriva de la ley natural; una «asociación» en la que
los partícipes son desiguales: «Entre el marido y la esposa se establece una
relación sentimental (dilectio) excelente,
primordial, salvo que en esta conjunción la dirección (proelatio) corresponde al hombre y la sumisión (subjectio) a la mujer». El hombre es
«prelado»: él manda. No obstante, de la jerarquía procede la complementariedad.
En efecto, como la luna y el sol, como el agua y el fuego, el principio
femenino y masculino se corrigen mutuamente mediante la reunión de sus deficiencias.
En el matrimonio, la marrullería de la mujer se atenúa, al mismo tiempo que la
brutalidad del hombre. Así puede nacer la armonía. La progenitura es su fruto,
fuente de alegría y perpetuación de la pareja. Reaparece aquí lo religioso, la
moral agustiniana, pero deslizándose en el interior de una armadura puramente
profana.
Esta concepción, muy «renaciente»,
impregnada de recuerdos romanos, mantiene en efecto el matrimonio en la
incumbencia de la jurisdicción civil. Hincmar recuerda[21] un asunto de que fue
testigo en el palacio de Attigny en la época de Luis el Piadoso. Ante los
grandes reunidos, una mujer había ido a acusarse; confesaba su pecado, pero
reclamaba justicia al emperador, en cuanto a las «cosas deshonestas» —Hincmar
no dice más de ellas— ocurridas entre ella y su marido. Luis creyó su deber
someter la causa a los obispos entonces reunidos en concilio. Ellos se
inhibieron, abandonando el caso «a los laicos y a los cónyuges [...]. Esto
agradó a los nobles —añade Hincmar—, porque el juicio de sus esposas no les era
arrebatado». De hecho, en la Francia del norte, en el siglo IX, el matrimonio
era uno de esos asuntos en los que los sacerdotes sólo se mezclaban de lejos.
Ninguna mención de bendición nupcial en los textos, a no ser con reinas, y que
en este caso no constituyen más que un elemento del ritual de lo sagrado, de la
consagración. Así ocurre con las bodas de Judith, hija de Carlos el Calvo, que
desposaba en 856 a un rey sajón (Hincmar fue el ordenador de estas liturgias) y
con las de Ermentrude, que se casaba en 866 con el propio Carlos el Calvo. El
obispo de Bourges prohibió a los clérigos que dependían de su jurisdicción
participar en las bodas. Cierto que las «bodas», que suceden al acuerdo de
esponsales, celebraban entre juergas y francachelas la unión de los cuerpos.
Pero, durante la desponsatio, la
conclusión del pacto, ceremonia mucho más decente, no se ve, salvo en la
diócesis de Orleans y en la de Bâle, que se haya requerido la presencia de
sacerdotes. Los ritos institucionales de la conyugalidad se situaban en la
«capa popular» o mejor dicho, en la vertiente profana de la cultura: las
crónicas carolingias, a propósito de los matrimonios principescos, no hablan
más que de regocijos y del cortejo que lleva a la casada hasta su lecho.
Hincmar, excelente conocedor del derecho, define el matrimonio por sus formas
civiles, refiriéndose a la tradición romana clásica: la copula del matrimonio ilegítimo, dice, se establece «entre personas
libres y de rango igual [...], siendo entregada la mujer libre al hombre por
decisión paterna, dotada según la ley y honrada por las nupcias públicas», y la
commixtio sexuum, la fusión de los
sexos remata la unión[22]. Ninguna mención se hace a plegarias ni a otra
intervención eclesiástica.
Ahora bien, durante este periodo de la
historia cristiana, la reflexión teológica procedía de la liturgia. Fue fecunda
a propósito del bautismo, de la eucaristía, de la penitencia. A propósito del
matrimonio permaneció bloqueada, puesto que no existía liturgia matrimonial. Ni
Hincmar ni sus contemporáneos se preguntaron por el valor del consentimiento:
no han privilegiado, por relación a la unión de los cuerpos, el intercambio de
fe. Sin embargo, se percibe en ellos una aspiración a colmar ese vacío: a los
doctos que compilaron las Falsas
Decretales les pareció oportuno deslizar en ellas textos relativos a la
bendición nupcial, atribuidos a los papas Calixto y Evaristo. Y se ve a Hincmar
avanzar, a tientas, más allá de las «nupcias legales», como dice, las cuales,
uniendo los cuerpos, instituyen el matrimonio en la sociedad «natural» hacia
otra cosa, hacia ese «misterio» que se cumple en otras nupcias «místicas»,
«signos», éstas, de la relación espiritual entre Cristo y la Iglesia. Busca,
insatisfecho, pero el vocabulario, el utillaje mental de que dispone no le
permiten ir más lejos. El peso de una larga tradición de rechazo le paraliza.
En la Francia carolingia, la institución
matrimonial seguía relegada, en efecto, a los márgenes de la sacralidad. Sin
embargo, como formaba la base principal de la paz pública y como las
estructuras del Estado asociaban íntimamente a los obispos al mantenimiento de
esa paz, los dirigentes de la Iglesia se vieron llevados a preocuparse más de
lo que lo habían hecho sus predecesores, y a hacerlo mejor, con menos
repugnancia. Preparada por la sacralización de la realeza, es decir, del poder
de ordenar la sociedad terrestre, la lenta y progresiva sacralización del
matrimonio inició en este momento su camino. La envoltura ritual seguía siendo
profana, pero una moral comenzó a infiltrarse en ella. Solicitados para exaltar
los valores de la conyugalidad, los prelados aprovecharon la ocasión para hacer
hincapié en dos exigencias. Por un lado, la «ley evangélica de una sola esposa»[23],
como dice Remi de Auxerre, fue proclamada en alta voz frente a príncipes que,
como el rey Lotario II o el conde Etienne, habían cambiado de mujer. Por otro
lado, se afirmó con mayor rigor la prohibición de desposar a una prima que no
alcanzara el séptimo grado de parentesco —grados contados a la manera
germánica, ingenua, corporal, per
genicula, partiendo del hombre y dirigiéndose en línea recta, de
articulación en articulación, hasta la última falange—.
Desplegada a través de siete generaciones,
el área de consanguinidad abarcada por tal concepto del incesto era
desmesurada, en el pleno sentido de este término —sin medida—, y tantas
personas quedaban excluidas que era casi imposible respetar la prohibición. La
regla nos sorprende, como sorprendía visiblemente a los doctos de la época.
Buscaban en vano en qué basarla. Nada la justifica en la Escritura: las
prescripciones del Levítico,18 y 20 son cien veces menos constrictivas. En la
ley romana se encontraban alusiones a los grados sexto y séptimo, pero a
propósito de la herencia, y la manera romana de contar los escalones, de ida y
vuelta, reducía a una vigésima parte aproximadamente el número de primos
prohibidos. En el concilio de París, la prohibición fue enunciada sin
explicación y nadie, ni siquiera Isidoro de Sevilla, último recurso,
proporcionaba una satisfactoria. Es de notar también que esta segunda exigencia
contradecía radicalmente la primera, la de indisolubilidad: la presunción de
incesto no sólo autorizaba el divorcio, como la de fornicación, sino que lo
imponía.
La insistencia de los obispos, obligados a
repetir sin cesar que no se puede repudiar a la esposa, que no se puede
desposar a una pariente, atestigua que en estos dos puntos sus exhortaciones
chocaban contra un escollo. Chocaban con maneras diferentes de concebir la
conyugalidad y vivirla. La resistencia no procedía, como los sacerdotes fingían
creer, de una indocilidad maligna, del desorden. Procedía de otro orden, de
otro conjunto de reglas y de principios, indígena éste, no importado como lo
había sido el cristianismo, venerable, y del que nada sabemos, a no ser esa
resistencia misma que se le ve oponer, puesto que no era conservado por la
escritura, sino en las memorias, y manifestado por las únicas disposiciones del
ceremonial, por palabras, por gestos fugaces. El historiador que, sondeando la
oscuridad, palpando el obstáculo, trate a ciegas de imaginarse su
configuración, de adivinar lo que era la moral de los guerreros, debe tener
cuidado con el maniqueísmo. También a él le amenaza.
Esta moral no se oponía a la otra como el
salvajismo a la civilización, ni, simplemente, como la materia al espíritu. El
sistema simbólico sobre el que se asentaban la moral laica y las prácticas del
matrimonio no tenía sólo por fundamento valores materiales; la producción, el
dinero, el mercado no constituían su clave, como lo hacen en nuestra cultura.
Los hombres de quienes trato de saber cómo se casaban no razonaban ante todo en
términos de intereses económicos. En la conciencia de los caballeros, este
género de preocupación seguía siendo aún marginal al final del periodo que
estudio, a principios del siglo XIII, aunque, por la invasión progresiva de
actitudes mentales formadas más abajo de la sociedad aristocrática, en sus
lindes entre esos auxiliares que los príncipes reclutaban en la masa del
pueblo, y que ascendían, los ministeriales y los proveedores de las cortes, la cupiditas, la codicia, el deseo de
apoderarse, compartido por cuantos ostentaban el poder, tendió a convertirse
insensiblemente en avaritia, en deseo
del dinero. La clave del sistema de valores aristocráticos era, sin duda, lo
que en los textos redactados en latín en el siglo XII se llama la probitas, la cualidad de probo, esa
valentía del cuerpo y del alma que conduce a la vez a la proeza y a la
generosidad. Todo el mundo estaba persuadido entonces de que esa cualidad
principal se trasmitía por la sangre. Transmisión —y ésta es la función del
matrimonio: asegurar convenientemente, «honestamente», con honor, el salto de una
generación a otra, de esa valentía, de ese valor viril; propagar la sangre sin
que su calidad se altere, evitando, como se decía entonces, que degenere, que
vaya a perder sus cualidades genéticas—. La función del matrimonio era unir a
un genitor valiente con una esposa tal que su hijo legítimo, ese ser que
llevaría la sangre y el apellido de un antepasado valeroso, fuera capaz de
hacer revivir a éste en su persona. Todo dependía de la mujer. En efecto, no se
la consideraba como simple transición, como lo es hoy en algunas culturas del
África negra. En la Europa carolingia y poscarolingia, se creía en la
existencia de un esperma femenino, en cualquier caso en una colaboración
equivalente del hombre y de la mujer durante la concepción, y se creía también
que el efecto inmediato de las relaciones sexuales era mezclar
indisociablemente las dos sangres. Tales son, al parecer, las bases primarias
sobre las que se erigía la moral matrimonial entre los guerreros, esos hombres
de los que nada de lo que pensaban nos ha sido referido directamente.
Al menos conocemos un
poco de lo que pensaban los reyes, que eran guerreros a medias. Las
prescripciones que decretaban nos han sido transmitidas por la escritura, cuyo
renacimiento determinaba la sacralización del poder civil. Y como esos
soberanos, intermediarios entre los poderes espirituales y los temporales,
recordaban ordinariamente sólo las consignas episcopales, cuyo tenor no
contradecía demasiado violentamente la moral profana, discernimos, por las
decisiones reales registradas en los capitulares, algunos rasgos de esa moral,
aquellos que mejor concordaban con lo que exigían las gentes de Iglesia. Es
decir, casi todo: lo vemos particularmente a propósito de la represión de lo
que entonces se denominaba el rapto.
Incumbía al rey perseguir a los raptores
como perseguía a los incendiarios, a los asesinos y a los ladrones: en la época
feudal, el rapto es uno de los cuatro casos de justicia de sangre, heredera
directa de la justicia real carolingia. El soberano, apoyado por los obispos,
debía desunir las parejas que no se habían formado en la paz, según los ritos
prescritos: tales uniones no eran matrimonios. Había pues que disolverlos,
restituir a la mujer robada, devolverle a las manos de las que había sido
arrancada por la violencia, a fin de que el tejido social no se desgarrase y,
por la cadena de las venganzas familiares, la perturbación no se extendiera en
la alta sociedad. Esta intención es muy evidente en los capitulares de
principios del siglo IX. Declaran ilícito el acoplamiento del raptor y de
aquella de la que se ha apoderado; si la muchacha estaba ya prometida a otro
hombre, éste podría tomarla, hacerla su esposa legítima; si ya no la quiere,
los parientes conservan su derecho a ceder esa muchacha en matrimonio a quien
les plazca, salvo al hombre que la ha raptado, siendo lo esencial evitar que el
clan del prometido, frustrado, atacase al clan del raptor; en efecto, si la
muchacha estaba todavía vacante, si no había sido entregada anteriormente por
la ceremonia de la desponsatio, bastaba
con que el padre consintiese en ello, y con una ligera penitencia, para que la
pareja ilegalmente constituida se estableciera entre las parejas legítimas. El
hecho es claro: el matrimonio es un asunto de libre decisión —no de los
cónyuges, por supuesto, sino de libre decisión de los parientes de la
mujer—. En el pequeño número de textos que subsisten del siglo IX, se ve el
rapto por todas partes: viudas, monjas, muchachas prometidas o no, esposas
aparecen como otras tantas presas perseguidas por jaurías de jóvenes. Hay mucho
que imaginar sobre estas capturas simuladas: permiten esquivar lo que imponían
el derecho o las conveniencias. El rapto era un medio para los maridos de
librarse de su mujer, arreglándoselas para que les fuera raptada, un medio para
los hermanos de privar a su hermana de la herencia y para los padres de
ahorrarse los pesados costos de la ceremonia nupcial. Entre las causas de esta
formidable violencia se encuentra también, desde luego, el placer de
apoderarse, esa codicia salvaje que tanto desolaba a Hincmar. Intervenían en
fin, y de forma al parecer determinante, los ritos sociales. El rapto ¿no era
acaso un juego, un juego de jóvenes, como lo era ciertamente la violencia
colectiva en las ciudades francesas del pre-Renacimiento que estudia Jacques
Rossiaud? Hablando del matrimonio en el sistema cultural
indoeuropeo[24], Georges Dumézil distingue cuatro formas de
desposarse, que se reducen a dos formas contrastadas. En una, la muchacha se
convierte en objeto de un intercambio legalizado; es dada por su padre, o bien
comprada por el marido; muy abiertamente, ceremoniosamente, a lo largo de
solemnidades que exaltan la paz pública. En la otra, esa paz es negada, se
rompe por medio de un acto individual, libre, que escapa a todo control: la muchacha
se entrega o bien es tomada por un héroe de la epopeya. La distinción entre
estos dos tipos corresponde, en mi opinión, a la que se observa en la época que
estudio, y muy claramente en el siglo XII, cuando la cultura profana sale de la
sombra entre dos modelos de conducta propuestos a los hombres de la
aristocracia, según fueran «viejos» o «jóvenes», si puede entenderse, como se
hacía en aquella época, por vejez y juventud no dos clases de edad, sino la
refracción en la práctica social de dos sistemas de valores, valores de orden,
de sabiduría —de primera función— por un lado; valores de impetuosidad, de
fuerza viva —de segunda función— por otro. Cuando Guillermo de Malmesbury acusa
a Felipe I de olvidar que «majestad» y «amor» no van unidos, evoca dos formas
de comportarse ante las mujeres: una que conviene a gentes asentadas, serenas,
otra a los jóvenes; novelando a partir del acontecimiento, sitúa en el corazón
de la intriga esta acción insólita, indecente: un rapto nocturno, cometido por
un rey cuadragenario. En la alta sociedad del siglo XI europeo, o del IX, ¿no
era el antagonismo mayor el que oponía los jóvenes varones a los de más edad?
El código de comportamiento seguido por la «juventud» ¿no procedía de esta
situación conflictiva? Este código ¿no comprometía a apoderarse brutalmente de
las mujeres, en las mismas narices de los maridos o de los casamenteros? Son
evidentes las relaciones entre este ejercicio y la caza, de la que se conoce el
papel que desempeñaba en la educación de los jóvenes nobles. Este ritual de
rapiña fue poco a poco rechazado hacia lo simbólico, lo lúdico; en el siglo XII
lo vemos reducido a ese juego controlado que es el amor cortés. Pero según
todas las apariencias, estos ritos se practicaban en realidad por la aristocracia
carolingia. He dicho que todas las gentes de Iglesia no compartían a finales
del siglo XI el mismo concepto de lo que era el buen matrimonio. Los guerreros
tampoco estaban unánimemente de acuerdo. Las reglas decretadas contra el rapto
de los reyes carolingios respondían al deseo de sólo una parte de ellos; los seniores, los jefes de familia, quienes,
de acuerdo con los obispos, invocaban el orden a fin de que la turbulencia
juvenil no viniera a recortar sus poderes.
Si se consideran estos poderes, ese orden,
parte asentada de la sociedad, las parejas socialmente reconocidas, estables,
formadas con prudencia, en la paz, se descubre otro rasgo: no existía una sola
manera oficial de vivir en conyugalidad. Hincmar habla de una de ellas cuando
describe sumariamente los ritos, evocando la dote, las ceremonias con que la
hija es otorgada y le da su nombre específico, «acoplamiento en matrimonio
legal» —es decir conforme a la «ley», la ley romana—. De ese modo, distingue
esa forma de otras formas cuya existencia reconoce implícitamente. Ya en 829,
el informe que presentaban los obispos a Luis el Piadoso tenía en cuenta esta
diversidad. Oponía a la «esposa» la «concubina». Los sabios del siglo IX
pretendían levantar de sus ruinas a la Roma antigua. De los códigos promulgados
por los antiguos emperadores, exhumaban un modelo de matrimonio, el connubium legitimum, de estipulaciones
estrictas, exigiendo sobre todo que las cónyuges fueran libres y del mismo estatuto. Pero en estos textos,
descubrían los rastros de una unión, perfectamente oficial también, más simple,
infinitamente más extendida, el concubinato. Antiguamente, la Iglesia había
considerado válida esta clase de acoplamiento muy común, y de modo formal en
398, en el canon 127 del concilio de Toledo. Los obispos francos,
intransigentes en lo que respecta a la monogamia, afirmaban en 829 que un
hombre no debe tener más que una sola compañera. Pero toleraban, a falta del
matrimonio pleno, el concubinato. Era necesario. No entendían que con ello se
destruyera la sociedad. Y este desdoblamiento no dejaba de tener sus ventajas:
permitía aplicar los preceptos con flexibilidad; se podía negar al sacerdote
una esposa, pero dejarle su concubina; admitir que el guerrero echaba a la suya
para contraer un «matrimonio legítimo» y que no era por eso bígamo. Bastaba con
citar otro texto canónico, la carta del papa León I[25]: «El hombre que se casa
tras haber despedido a su concubina, no es que se vuelve a casar, porque eso no
era un matrimonio pleno [...] toda mujer unida (juncia) a un hombre no es la esposa [uxor] de ese hombre». Estas palabras autorizaban a no atropellar
las costumbres.
Se conoce mal el derecho matrimonial
franco. Se sabe al menos que, por debajo, reconocía la Muntehe, equivalente al «matrimonio legítimo» romano, y, muy por
encima de la simple unión, la Friedelehe.
Esta conyugalidad de segunda clase se utilizaba para disciplinar la
actividad sexual de los jóvenes sin comprometer no obstante definitivamente el
destino del «honor». De tales parejas nacían, en efecto, herederos menos
seguros que los retoños de las parejas legítimas; si ocurría que su padre
contraía una alianza de rango superior, los hijos del segundo matrimonio
despojaban a los del primero. Menos firme, la unión contraída de esta manera era
frecuentemente temporal. Sin embargo, era oficial, realizada ritualmente: el Morgengabe, precio de la virginidad,
pagado a la mañana siguiente de la noche nupcial, constituía el signo público.
La hija había sido más prestada que dada. Pero su parentela la había prestado
solemnemente, por contrato, por libre decisión, en la paz.
Que hubo dos maneras de tomar mujer,
aparece claramente en el comportamiento de Carlomagno, el cual, ciertamente
mucho más tarde, fue canonizado. El emperador había engendrado hijas. No las
casó, no las dio, por miedo a multiplicar los pretendientes a la sucesión real;
las conservó en su casa y en su Munt, en
su poder. Las prestó en Friedelehe y
obtuvo así nietos, cuyos herederos no contaban frente a los de los nietos
procedentes de matrimonios legítimos. En cuanto a él mismo, además de cuatro
esposas legítimas (una repudiada de inmediato y otras muertas sucesivamente) y
al menos seis relaciones pasajeras, privadas, no públicas, establecidas en los
periodos de viudedad, se le conoce una compañera, una Friedelfrau, Himiltrude, a la que había tomado antes de su primer
matrimonio pleno. El papa Esteban II tuvo esta unión por legal. El hijo que
nació recibió un nombre regio, Pipino, y fue designado eventual sucesor. No
obstante, cuando en 806 Carlomagno realizó el reparto de sus bienes, no le
contó entre sus verdaderos hijos; no le legó el reino. Pipino protestó; después
de su rebelión, fue encerrado en un monasterio, como los auténticos bastardos
procedentes de caprichos pasajeros de la vejez. Por desgracia para él, las Muntehen ulteriores fueron fecundas.
La costumbre de un vínculo matrimonial tan
flexible fue duradera. Las fuentes escritas lo muestran vigorosamente
implantado en la aristocracia del noroeste de Francia en los siglos X-XI. Las
migraciones escandinavas lo habían reavivado quizá. En cualquier caso se habla
de él como de un matrimonio al uso danés. He aquí lo que más tarde, hacia
1040-1048, dice Raoul Glaber en el libro IV de sus Historias: «Desde su llegada a la Galia, los normandos tuvieron
casi siempre príncipes nacidos de uniones ilegítimas [ése era el caso
particular de Guillermo el Conquistador, cuya madre había desposado more danico a Roberto, conde de los
normandos; Guillermo llevó por eso el nombre de Bastardo; esta mujer se
convirtió luego en la esposa legítima de un vizconde]. Pero no se encontrará
nada demasiado reprochable en este uso si uno recuerda los hijos de las
concubinas de Jacob [Raoul Glaber es monje; su moral es rigurosa; no juzga sin
embargo que haya que condenar esta clase de unión, ni lanzar el descrédito
sobre los hijos nacidos de ella; se remite al Antiguo Testamento, donde, en
efecto, se encuentran prácticas matrimoniales poco conformes con las que
recomendaban los obispos; lo que no dejaba de constituir problemas, pues los
panegiristas debían ser prudentes cuando se dedicaban a comparar al rey
carolingio con Salomón o David, y a todos aquellos que chocaban con las
exigencias de la iglesia en materia sexual no les costaba gran esfuerzo sacar
de la Biblia argumentos contradictorios]». Pensemos, dice Glaber, en las concubinas
de Jacob, cuyos hijos, «pese a su nacimiento heredaron todas las dignidades de
su padre igual que sus otros hermanos y recibieron título de patriarca. No hay
que olvidar tampoco que bajo el Imperio, Elena, madre del emperador romano, era
también una concubina». No obstante, como los hijos de las Friedelfrauen de la época franca, los hijos de las esposas more danico eran considerados en los
siglos X y XII como herederos de segunda fila. Guillermo el Bastardo hubo de
luchar duramente para obtener la sucesión de su padre, y, preocupado por la
devolución de la corona, Felipe I se obstinó, como he dicho, en hacer reconocer
la plena legitimidad de sus nupcias. La práctica del concubinato persistía porque
servía a los intereses familiares: protegía las herencias sin frenar demasiado
abiertamente a la juventud y sin dañar tampoco al sistema de valores profanos.
Este sistema exaltaba la proeza viril; mantenía en estos guerreros, en estos
cazadores, el sueño de las hazañas difíciles; incitaba a los jóvenes a lanzarse
a la aventura. Traían de ellas compañeras. Alguno de estos acoplamientos
casuales podía volverse regular si el padre o el tío se entendía con los
parientes de la muchacha conquistada, aplacaba los rencores y pagaba la Morgengabe. El pacto limitaba las
turbulencias. Pero los jefes de familia se reservaban el romperlo, el
sustituirlo por un pacto de calidad superior. Velaban porque no se introdujeran
firmemente, definitivamente, en el lecho de los jóvenes más que mujeres cuyas
ventajas eran cuidadosamente sopesadas. Sólo a éstas les correspondía el rango
de esposas. Para dejarles el sitio, las concubinas eran despedidas.
Al acuerdo de concubinato no se llegaba
con ritos. Pero aquellos por los que se anudaba el matrimonio legítimo eran
diferentes: de un lado, necesariamente preliminares; de otro, mucho más amplios
y ostensibles. Importaba que la futura esposa fuera primero solemnemente cedida
—eran los esponsales—, luego, solemnemente conducida hasta la cama del esposo
—eran las bodas—. Alrededor del lecho nupcial se desplegaba, se prolongaba la
fiesta, ruidosa, que reunía a una numerosa multitud llamada a comprobar la
unión carnal, a divertirse con ella, y, mediante el desbordamiento de su propio
placer, a captar los dones misteriosos capaces de hacer fecunda esta unión. Se
trataba de eso: de la carne y de la sangre. Tanto para los guerreros como para
los sacerdotes, la función del matrimonio era procrear. La mujer era llevada en
procesión a la casa para dar allí a luz buenos herederos. Era recibida para
eso. Plenamente absorbida con su esperada progenitura. Esto se deduce de un
pasaje del Manual de Dhuoda. En el
libro VIII, esa gran dama, contemporánea de Carlos el Calvo, enseña a su hijo
cómo rezar, por quién debe cantar los Salmos:
«Ruega —dice ella— por los parientes de tu padre que le han dejado sus
bienes en legítima herencia» (aparece aquí claramente el vínculo entre la
memoria de los antepasados y la transmisión del patrimonio): ruega por los
parientes de tu padre, porque tu padre ha recibido de ellos lo que va a
volverte rico y poderoso a tu vez. Y Dhuoda prosigue: «Quiénes eran, cuáles
fueron sus nombres, lo encontrarás escrito al final de este librito». Los
difuntos enumerados en el libro X de la misma obra son efectivamente el abuelo
y la abuela paternos, los tíos y las tías paternas. Toda referencia a la otra
ascendencia se deja de un lado. Y esa misma esposa nada dice a su hijo de sus
propios antepasados.
La integración de la mujer a la casa del
hombre que era el único que tenía derecho a fecundarla llegaba a cambiar a
veces su nombre personal (en esa época no existía nombre de familia, ni
sobrenombre transmitido de generación en generación); Matilde se convertía así
en Blanca o Rosa. Ruptura, captura. No obstante, para que esa mujer desempeñara
en la casa su papel, lo poblase de hijos legítimos, era necesario su vientre,
era necesaria su sangre. En su progenitura, lo que de sus antepasados venía por
su sangre, se mezclaba inevitablemente a lo que su marido, por su sangre, tenía
de los suyos. Conjunción abiertamente proclamada por la elección que se hacía
cuando se ponía un nombre a esos muchachos y muchachas. Se escogían nombres de
abuelos en las dos ramas. La familia se había apropiado de la esposa llamándola
de otro modo, pero ella veía penetrar en su interior, reencarnados en la
persona de esos descendientes homónimos, a extraños. Esta intrusión inevitable
imponía una gran prudencia, y largas conversaciones antes de que la ceremonia
nupcial viniera a confundir los dos sexos y mezclar las dos sangres.
Correspondía a los responsables del honor de cada entidad familiar llevar las
negociaciones. A su término se producían otra ceremonia y otros ritos. No
aquellos, como más tarde las nuptiae, de
exaltación gozosa y ruido, sino otros más serios, que se desarrollaban en el
área de la prudencia y de la palabra, de la fe jurada, de la paz. A la casa de
la futura esposa se dirigían los parientes del futuro marido. Se intercambiaban
palabras que comprometían personalmente al hombre y a la mujer que se decidía
unir, pero más a los hombres que ostentaban sobre cada uno de ellos el poder,
el Munt, como se decía en tudesco. La
asistencia, menos numerosa que en las nupcias, era, sin embargo, la suficiente
para que todos oyeran las palabras. Todos al menos podían ver los gestos que
las acompañaban, gestos de desvestidura y de investidura, y los objetos que,
pasando de una mano a otra, significaban el traspaso de la posesión. Este
ceremonial del acuerdo era a veces muy anterior a la consumación del matrimonio,
y esto no dejaba de tener riesgos: podía surgir un hombre emprendedor que se
apoderase de la muchacha, de la desponsata.
¿Cómo traducirlo? ¿Novia?,
¿prometida? Estas palabras han perdido su fuerza en nuestros días. Ahora
bien, la desponsatio estrechaba vigorosamente
el vínculo. La mujer ya estaba entregada.
Introducida después de tantas precauciones
en la casa, la esposa seguía siendo sospechosa. Una adversaria. Los hombres
vivían la conyugalidad como un combate arduo, que requería vigilancia asidua.
En efecto, se adivina agazapado en lo más profundo de la psicología masculina
el sentimiento de que la mujer —aunque la imagen global que se hacía de las
estructuras del cosmos la situase del lado de la noche, del agua, de la luna,
de todo lo que es frío y azul— es más ardiente, devoradora. Su marido temía no
poder apagar sus fuegos solo. Cuando Jonás de Orleans le ponía en guardia
contra el agotamiento que le acecha si no se modera, estaba seguro de ser
entendido. Pero el marido sabía también que la compañera que se enfrentaba a él
en el campo cerrado del lecho nupcial no juega limpio, finge, se hurta. Tiene
miedo al golpe bajo, a la traición.
La concordancia entre la moral de los
sacerdotes y la de los guerreros, viejos y jóvenes, no era en ninguna parte más
estrecha que en esta actitud en que se conjugan la desconfianza y el desprecio
por la mujer, peligrosa y frágil. Actitud justificada por todos los medios, y,
puerilmente, por la etimología que manipulaban los sabios de la época. La palabra
latina que designaba al varón, vir, remitía
para ellos a virtus, es decir, a la
fuerza, a la rectitud, mientras que el femenino mulier se unía a mollitia, que
habla de molicie, de flexibilidad, de finta. Desconfianza y desprecio hacían
que se creyera preciso someter a la mujer, tenerla refrenada como invitan a
hacerlo las frases del Génesis o de las Epístolas que repetían las gentes de la
Iglesia. Los laicos aplaudían todo lo que les permitía creer que el Señor se
mostró más severo respecto a la fornicación femenina y que exige castigarla. Y
los obispos, aunque se consideraban encargados de las viudas y de las esposas
repudiadas porque su deber era proteger a los débiles —a los «pobres», como
decían—, dejaban a los varones de la casa el cuidado de enderezar a las
mujeres, de castigarlas tal como se enderezaba y corregía a los niños, a los
esclavos o al ganado. Esto era un derecho de justicia que nadie ponía en duda,
primordial, absoluto, que excluía todo recurso al poder público. Cuando una
mujer se atrevió a quejarse públicamente en Attigny de su marido, por lo que
ocurría en su casa y quizá en la cama, fue, como he dicho, un escándalo. Los
obispos mismos, escandalizados, remitieron el asunto a los hombres casados,
quienes, sin duda alguna, lo remitieron a su vez al esposo y a sus parientes.
Efectivamente, el honor doméstico
dependía, en gran parte, de la conducta de las mujeres. El gran peligro era que
se abandonasen al pecado de la carne, al que su temperamento las induce. Para
precaverse de la vergüenza, los laicos juzgaban necesario controlar
estrictamente la sexualidad femenina. Como los sacerdotes, consideraban el
matrimonio como un remedio a la fornicación. A la fornicación que temían: la de
las mujeres. El deber de los padres era, por tanto, casar a sus hijas para
guardarse del deshonor, cuya causa podían ser ellas. Apenas muerto, Carlomagno
había sido criticado abiertamente: había pecado, puesto que, descuidando
colocar a sus hijas mediante un matrimonio legítimo bajo el control de un
esposo, las había abandonado a su perfidia nata. Sólo él era responsable de su
conducta, que según algunos había empañado un tanto el honor de la casa real. A
los maridos correspondía el deber de proteger de la tentación a su esposa, que
estaba en peligro; porque no vivía separada de los hombres. En las mansiones
aristocráticas, la mujer del amo recibía a los huéspedes. Igual que la reina,
cuyas funciones en el palacio carolingio describe Hincmar, velaba por las
reservas de la casa, por el tesoro. Le incumbía almacenar todas las
prestaciones, todas las ofrendas, y prever su redistribución. Dirigiendo una
escuadra de servidores varones, mantenía relaciones cotidianas con el jefe de
ese servicio, con el oficial mayor. ¿Qué relaciones podía tener ella con este
hombre en el reducto secreto y oscuro, donde se encerraban las provisiones, las
joyas, los instrumentos y los atributos del poder? Se daba libre curso a las
sospechas, a los rumores, tales como los que corrieron por todo el imperio
carolingio a propósito de Judith, esposa de Carlos el Calvo, con el oficial
mayor Bernard. Un gran peligro. Lo peor era que fuese fecundada por otro que no
fuera su marido; que unos hijos de sangre diferente a la del padre, a la del
amo, vinieran un día a llevar el apellido de sus antepasados y a recoger su
herencia. Los grandes prestaban oído atento a todo lo que los sacerdotes
repetían acerca de la culpabilidad de Eva.
En última instancia, todo
permite pensar que los dirigentes de la iglesia carolingia eran atendidos
cuando exponían su concepción del matrimonio a los dirigentes de las casas
nobles, salvo cuando condenaban lo que ellos llamaban el adulterio masculino,
es decir, el repudio, y lo que llamaban incesto. En estos dos puntos, las dos
morales no podían ajustarse. La mayor preocupación de la aristocracia,
transmitir de varón a varón la valentía ancestral, imponía, en efecto, despedir
a la mujer que tardaba en dar hijos, y a veces cambiar de esposa cuando se
presentaba la ocasión de una alianza más honorable; imponía también, cuando era
preciso mezclar dos sangres, escogerlas más bien procedentes de un mismo
estamento; tomar mujer en la parentela próxima, inmediatamente después del
tercer grado de consanguinidad.
La cristianización de las prácticas
matrimoniales fue al parecer fácil en las capas inferiores de la sociedad,
entre las gentes que no poseían mucho, y sobre todo, entre aquellos que no
poseían nada; todos los sometidos que no poseían siquiera la libertad de su
propio cuerpo. En el pueblo, del que sabemos muy poco, el matrimonio según la
Iglesia sustituyó sin esfuerzo a las formas muy profanas del acoplamiento, del
concubinato. Los inventarios hechos en el siglo IX muestran a los campesinos de
los grandes dominios enmarcados en células conyugales bien asentadas. El
estrechamiento del vínculo matrimonial servía aquí a los intereses de los amos:
ayudaba a fijar a los dependientes, a arraigarlos en sus feudos, favorecía su
reproducción, es decir, el aumento del capital comunal. En este estrato de la
sociedad, la cristianización del matrimonio afirmaba las relaciones de
producción. Las descomponía cuando, contrariando las estrategias de las casas
nobles, amenazaba con debilitarlas. Por eso los conflictos que se perciben en
el siglo IX entre las dos morales se sitúan en la cima de la pirámide social,
oponiendo a los prelados los reyes y los señores más importantes.
Bajo el reinado de Luis el Piadoso —ese
apodo es revelador—, en el momento en que tomaban consistencia conjuntamente la
noción de imperio y la de los poderes prescritos al rey consagrado, el palacio
carolingio se había abierto ampliamente a las exhortaciones episcopales. El
emperador lo había purificado expulsando a las compañeras de su padre,
colocando en conventos a sus hermanas, cuya conducta consideraba impúdica.
Cuando Eginhardo escribe la vida de Carlomagno, deja filtrar hábilmente en el
elogio algo de la reprobación de que en ese momento convenía dar pruebas
respecto al comportamiento sexual de su héroe; el texto de la Visio Wettini propone la idea de que el
gran emperador ha pecado y que está sometido actualmente a la purgatio; la entrada en el Paraíso le es
negada mientras no se limpie de su falta (secreta, pero sin duda alguna de
naturaleza sexual). Y ya se sabe la larga derivación de esta sospecha:
Carlomagno se unió a su hermana; de esta copulación incestuosa nació Rolando, su
sobrino, pero también su hijo.
Sin embargo, la docilidad dejó pronto
lugar a la insumisión y se nota cómo se endurece el enfrentamiento en la época
de Carlos el Calvo. Contra los grandes príncipes que, menos «piadosos», no se
privan de repudiar, Hincmar escribe el Tratado
del divorcio: «El matrimonio legalmente anudado no puede ser desatado por
ninguna razón, a no ser por separación espiritual conjunta [cuando el marido y
la mujer deciden juntos entrar en religión] o por la fornicación corporal
atestiguada por confesión manifiesta o por convicción abierta [...] Fuera de
estos casos, es preciso que el hombre conserve a su esposa», volensnolens, incluso si es iracunda, arpía, insoportable, malis moribus, desvergonzada, luxuriosa, gulosa, ávida de los placeres
mundanos. Y si el esposo se separa de la esposa fornicadora, «no debe volver a
casarse». De este modo le fue prohibido al rey de Lotaringia despedir a su
mujer legítima, estéril, para desposar legítimamente a la concubina de la que
ya tenía hijos. Por voz del papa Juan VIII, la Iglesia comenzaba a confundir,
para privarlos de todos sus derechos, a los hijos nacidos de un concubinato con
los verdaderos bastardos, frutos de un encuentro fugaz[26]. Estos rigores eran
nuevos y acompañaban el ascenso de la tendencia ascética. Un periodo acababa:
la buena época del episcopado, donde el realismo de los grandes prelados, su
discreción, su sentido de lo posible, había autorizado apaños entre la doctrina
de la Iglesia y las prácticas de la nobleza.
En
el palacio de Compiègne, junto a Carlos el Calvo, que va envejeciendo, Juan
Escoto Erígena, el gran sabio, reflexiona sobre textos griegos que es casi el
único en poder leer. Sueña con el próximo retorno de Cristo. Se persuade de
que, para recibir la luz, hay que dar la espalda al mundo visible, liberarse de
su peso, es decir, de la carne. Cuando en su tratado De divisione naturae, medita sobre Adán en el jardín del Edén,
sobre el hombre en una perfección inicial de la que el pecado iba a despojarle,
pero cuyo recuerdo lancinante permanece, y hacia la que cada uno debe tender
con todas sus fuerzas, Juan Escoto no excluye que los cuerpos de Adán y Eva
hubieran podido unirse en el Paraíso, pero pretende que Adán hubiera sido capaz
de mover su sexo como los demás órganos de su cuerpo, por su propia voluntad,
sin turbación y sin ardor: «En la tranquilidad del cuerpo y del alma, sin la
corrupción de la virginidad, el marido había, o mejor hubiera tenido la
posibilidad de fecundar el vientre de su esposa»[27]. Imagina así una
reproducción de la especie humana no sine
coitu, sin conjunción de los sexos, sino sine ardore, sin el fuego del placer. No se aparta aquí de la línea
agustiniana. Se aventura mucho más lejos cuando anuncia que en la «hora de la
resurrección, el sexo será abolido y la naturaleza unificada»[28]. En el seno
de la natura, la fractura es la que
separa los sexos; el fin del mundo anulará la bisexualidad; anulará más
exactamente lo femenino: cuando las luces se desencadenen, se habrá terminado con
esta imperfección, esta mancha sobre lo límpido de la creación que es la
feminidad. Juan Escoto lo dice formalmente: «El hombre será entonces como lo
que hubiera sido de no haber pecado». En el fondo de su pensamiento se perfila
la imagen del andrógino de los primeros días. Eva, al lado de Adán. ¿Tuvo ella
en el Paraíso una existencia propia? ¿Fue realmente separada de él? ¿Lo hubiese
sido sin la falta? ¿La caída
es para Juan Escoto algo diferente a esa ruptura que es la
sexualización de la especie? Y la reproducción con que sueña, la unión de los
cuerpos sin placer, ¿será algo distinto a un retorno a los orígenes, a un
reajuste? Pero aquí abajo no puede producirse la reunificación. Hay que
aguardarla, esperarla, como se espera el fin del mundo carnal. Prepararse para
ella, absteniéndose, renunciando a proseguir por más tiempo mediante el acto
sexual, esa búsqueda inútil, en esas posturas grotescas, esos gestos frenéticos
como los de los condenados. Del acoplamiento paradisiaco, el matrimonio del
hombre y la mujer no es más que un simulacro irrisorio. Está condenado de
nuevo.
La condena del matrimonio adquirió nitidez
durante el siglo X, mientras que en el debilitamiento del orden carolingio, la
ola de monaquismo se hinchaba poco a poco hasta sumergir a todo el cuerpo
eclesiástico. ¿Qué son los monjes, los puros, sino los «eunucos» de los que
habla Jesús? Han suprimido de sí mismos toda sexualidad: Odón de Cluny,
obsesionado por la mancilla, no cesa de repetir que, sin el sexo, el poder del
demonio sobre el hombre sería menos firme. Muy al final del siglo X, Abón, el
abad de Saint-Benoît-sur-Loire, va a hacer coincidir la jerarquía social y la
escala de las perfecciones espirituales, cuyos peldaños se suben liberándose
del sexo. Los buenos monjes no sólo son continentes, sino vírgenes. Van los
primeros. Y puesto que ocupan el primer lugar en el cortejo que lleva a la
humanidad hacia su salvación, los que los siguen deben imitarlos. En cuanto a
esos hombres y a esas mujeres despreciables, que han decidido casarse, están
tan lejos, al final de la procesión, apenas salidos de las tinieblas, que se
distinguen mal de los que simplemente fornican. Adúltero o no, el matrimonio
pertenece al mal. Se oye de nuevo la palabra de san Jerónimo: «Quien ama
demasiado a su esposa es adúltero». Si quieren acercarse al bien, los cónyuges
deben separarse. Muchos lo hacen, arrastrados por la corriente cada vez más
viva que, en espera del fin del mundo, llevaba a la penitencia.
Mientras el desprecio por el mundo y el
rechazo de la carne se propagaban desde los monasterios reformados, la voluntad
más decidida de lavarse de toda mancilla explica sin duda que la prohibición
del incesto, formulada en voz baja en el siglo IX, haya sido repetida cada vez
más alto en los concilios francos ulteriores. El de Trosly, en 909, para evitar
los matrimonios consanguíneos, invita a investigar atentamente si los futuros
no son parientes y encarga de esta inquisitio
previa al sacerdote, necesariamente presente para esto en las ceremonias de
esponsales. En el concilio de Ingelheim, en 948, se da la misma consigna: se
urge a las familias para que aclaren el recuerdo de su ascendencia. Durante
estos años comenzaron a instalarse paulatinamente los procedimientos que ponen
de manifiesto las cartas de Yves de Chartres: pedir la memoria genealógica,
contar los grados de parentesco y probarlos mediante juramento.
¿Qué se sabe de la angustia de los hombres
que veían aproximarse el milésimo aniversario de la Pasión de Cristo? Se sabe
al menos que entonces se exasperó el movimiento penitencial. Raoul Glaber,
excelente testigo, puesto que, como todos sus contemporáneos, atribuye a los
factores espirituales una influencia decisiva, insiste mucho en el carácter de
abstinencia del movimiento por la paz de Dios. En las grandes asambleas
reunidas en prados en torno a reliquias de santos, donde se comprometían a
limitar las violencias, la necesidad de reprimir todos los impulsos de la carne
y de la sangre era proclamada al mismo tiempo. Los prelados que llamaban a
deponer las armas, a ayunar, pedían con el mismo tono que se contuviera la
impetuosidad del sexo. En efecto, para Glaber, el desorden del mundo procede de
ese remolino lujurioso que, al parecer, afecta tanto al alto clero como a la
nobleza. Para desarmar la cólera del cielo, para que se renueve la alianza
entre Dios y los hombres, es preciso purificarse. Renunciamiento. Más que nunca
es preciso controlar el matrimonio. Remedio de la concupiscencia, el matrimonio
es para Abón la forma más elemental, el grado más bajo de la ascesis. Pero es
preciso para ello que la conyugalidad sea vivida como ejercicio ascético.
Para seguir de cerca la historia de una
moral y la de una práctica en sus relaciones con la historia de las estructuras
materiales, escojo arrancar de ese momento, del principio del siglo XI. En el
sentido más fuerte del término, es crítico: la crisis es esa verdadera
revolución que hizo instalarse, en el ruido y la furia, lo que nosotros
llamamos la feudalidad. Esta alteración social, toda esa perturbación que los
concilios de paz y las maceraciones colectivas aspiraban a conjurar, permaneció
sin embargo oculta, durante el primer cuarto del siglo XI, en lo que perviviría
de las armaduras políticas y culturales carolingias. Aparentemente incluso,
pasado el choque de las incursiones normandas, y la degeneración dinástica, se
produce como un renacimiento de lo carolingio: esta época de ansiedad fue
vivida quizá como una especie de retorno al orden monárquico. Ésa es al menos
la impresión que deja la lectura de Raoul Glaber. Muestra la cristiandad del
año 1000 llevada hacia su salvación por dos guías unidos: el rey de Francia,
Roberto, y el rey de Alemania, Enrique. Los otros soberanos apenas cuentan: el
pueblo franco dirige siempre la marcha de la historia. Estos dos reyes son de
la misma sangre, primos nacidos de hermanas; son de la misma edad, pocos meses
más o menos; en el año 1000 tienen veintisiete y veintiocho años. Trabajan de
consuno en la buena organización de la sociedad cristiana. Los escojo uno tras
otro, a Enrique y luego a Roberto, para guiar los primeros pasos de esta
investigación.
SIGLO XI
III
EL MATRIMONIO SEGÚN BOURCHARD
Enrique
ha sido presentado como un modelo de esposo cristiano. Por la manera ejemplar
en que había vivido la conyugalidad, se le veneró como a un santo. Cierto que
mucho más tarde, cuando el papa cisterciense Eugenio III le canonizó en 1146.
En esta ocasión, se escribió su biografía. Este texto revela por consiguiente
el concepto que ciertos clérigos tenían del matrimonio en el siglo XII, no en
el año 1000. Más reciente aún es la imagen que se da de la esposa, Cunegunda.
De 1200 data su Vita y la bula que la
canonizaba[29]. En ella se lee el elogio de la castidad conyugal absoluta.
Cunegunda, se escribe, «consagró su virginidad al rey de los cielos y la
conservó hasta el final con el consentimiento de su casto esposo». La biografía
de esta supuesta virgen ensalza a «aquellos que se castran por el Reino de los
Cielos»; y la bula de Inocente III relata que, durante el proceso de
canonización, testigos, fundándose «en la fama y en los escritos», fueron a
afirmar que Cunegunda «había estado unida maritalmente con Enrique el
emperador, pero no había sido conocida nunca carnalmente por él»; la bula
refiere también la frase que habría dicho Enrique, en su lecho de muerte, a los
parientes de su esposa: «Os la devuelvo tal como me la confiasteis: me la
disteis virgen, os la devuelvo virgen». La bula finalmente da cuenta de un
milagro: sospechosa de adulterio, Cunegunda, para liberarse de la culpa, se
somete al juicio de Dios, a la ordalía del hierro candente; caminó encima, con
los pies desnudos, sin daño.
Los primeros rastros de esta historia de
matrimonio blanco no son anteriores al final del siglo XI. La leyenda, evocada
sobre todo por León de Ostia en la crónica del monasterio benedictino de Monte
Casino, parece haberse urdido entre los promotores de la reforma eclesiástica.
Da un importante testimonio de la imagen que entonces se podía hacer, en esos
medios rigoristas, de la conyugalidad ideal. Pero nada de todo eso dicen los
que escribían en vida de Enrique y de Cunegunda, o algún tiempo después de su
muerte. Ni Thietmar de Mersebourg, ni Arnoud de Alberstadt hacen la menor
alusión a ello. En cuanto a Raoul Glaber, lejos de glorificar la castidad de
los dos esposos, deplora la esterilidad de su unión. Este accidente fue el
origen del legendario relato. El emperador Enrique murió sin hijos y la realeza
germánica recayó más tarde en Enrique IV, en Enrique V, adversarios
encarnizados de los papas reformadores: contra ellos fue celebrada la santidad
del emperador del año 1000.
Quienes la proclamaron habrían podido
destacar sólo que el soberano no había despedido a su esposa estéril. Esta
docilidad a las órdenes eclesiásticas comenzaba a volverse común en medio del
siglo XII, y en el año 1000 era signo de una devoción excepcional. Enrique
había sido educado, en efecto, por hombres de Iglesia en la catedral de
Hildesheim; fue amigo de los grandes abades, Odilón de Cluny y Richard de
Saint-Vannes, que purificaban los monasterios; al heredar
de su padre la dignidad ducal en
Baviera, fue preciso que se casara. Se había decidido a
ello tarde, a los veintitrés años, y había puesto mucho cuidado en evitar el
incesto, aceptando para ello tomar mujer en un nivel inferior de la nobilitas. En 1002, cuando los obispos
tuvieron que dar un sucesor a Otón III, el hecho de que Enrique, su primo
hermano, no hubiera tenido tampoco hijos tras ocho años de matrimonio y se
negase a separarse de su esposa, hacía de él un excelente candidato: la
esperanza de una nueva desheredación seducía a los electores. Una
vez ascendido al trono, Enrique reguló su conducta sobre una concepción mística
de la función real, cuya expresión soberbia se ve en las obras de arte sacro
que encargó, los manuscritos de los Pericopos, el altar de oro de Basilea y esa
extraordinaria capa cuyos brocados envolvían durante las solemnidades mayores
el cuerpo del soberano en las constelaciones del firmamento. Arrastrado por la
corriente milenarista, convencido de ser el emperador del fin de los tiempos,
se aplicó, en espera del día final, en restablecer el orden en este mundo, en
restaurar la paz en el seno del pueblo de Dios y purificarlo. Para cumplir esta
misión importaba que él mismo fuera purísimo y esto le impidió más aún repudiar
a Cunegunda. Llevó la obra de renovación de consuno con los obispos; incrementó
su poder temporal, dejándoles en su ciudad las prerrogativas de regalía. Cuidó
de escogerlos bien, entre los mejores clérigos de su capilla, por su sabiduría.
Reclutaba a los hombres más dotados para que se dedicaran a tareas pastorales,
reunir el rebaño de los laicos, vigilar sus costumbres y apartarlos del mal. En
la inminencia del Juicio Final, la política y la ética se confundían.
Uno
de estos obispos, el de Worms, Bourchard, interesa directamente a la indagación
que persigo. De muy alta nobleza y vasta cultura, educado en el monasterio de
Lobbes, en Lotaringia, en país románico —y se advierte en el latín que maneja
la huella tenaz de esa formación primera—, no era monje, sino servidor de Dios
en el siglo. Enrique II lo encontró establecido en su catedral a su
advenimiento. Como los prelados carolingios, se peleaba con el mundo carnal,
sin volverle la espalda, e impedía a sus canónigos huir hacia los monasterios.
Pensaba que su papel era reformar la sociedad cristiana por la palabra, el
sermón y giras periódicas de control y de enseñanza por su diócesis. Bourchard,
entre 1107 y 1112, puso a punto el instrumento de esa pastoral: una
recopilación de textos normativos, el Decretum[30].
Por eso me interesa ese prelado renano, cuya obra compuesta en su catedral
me permite romper las tinieblas y vislumbrar algo mejor las prácticas del
matrimonio.
Bourchard no trabajó solo en esta compilación.
Su vecino, el obispo de Spira, le ayudó; su amigo, el obispo de Lieja, le
procuró la asistencia de un monje de Lobbes. Sin embargo, la obra, en una época
en que las sedes episcopales eran autónomas, en que la preeminencia de la sede
de Roma no era más que doctrinal, fue personal: el obispo forjaba por sí mismo
su herramienta para su propia acción, sin ninguna intención de constituir un
código aplicable a la Iglesia entera. Cuando el prelado debe juzgar, castigar,
distribuir esas penitencias que borran en este bajo mundo el pecado,
experimenta, si es concienzudo, la necesidad de basarse en precedentes, en las
sentencias de los antiguos, y, por tanto, de tener a mano para cada caso un
texto auctoritativus, como se decía
en la época, que haga autoridad. Busca por tanto en los libros que tiene a su
alrededor; reúne fichas, las clasifica de la manera que le parece más cómoda;
de ese modo organiza lo que se ha convenido en llamar una colección canónica,
una recopilación de «cánones», de preceptos sacados de la Escritura, de la obra
de los Padres, de las actas de los concilios y de los papas. Venía de antiguo
el uso de estos manuales, estrictamente ajustados a las necesidades de su
autor,
pero que podían ser utilizados por otros[31]. Desde varios
decenios atrás, mejoraban, sobre todo en la provincia en que Bourchard había
estudiado. Se iba adquiriendo el hábito de recortar los grandes textos
reglamentarios, de repartir sistemáticamente esos extractos, de poner cara a
cara, a propósito de cada cuestión, las disposiciones restrictivas y las
permisivas, y, por último, de recurrir ampliamente a las decisiones de los
concilios recientes, de los siglos IX y X. Así se presenta la colección de
Bourchard de Worms: para cada caso, bajo una rúbrica que expone sumariamente
las razones de la selección, un pequeño informe capaz de ayudar al obispo,
mediante la confrontación de autoridades discordantes, a corregir con discretio, es decir, distinguiendo
prudentemente si le conviene ser indulgente o severo[32]. Libremente, puesto
que todavía no existe legislación general.
En efecto, Bourchard es muy
libre: manipula a su guisa los escritos anteriores. ¿Va aún más lejos? Marc
Bloch se lo reprocha: «La recopilación canónica, compilada entre 1008 y 1012
por el santo obispo Bourchard de Worms, está llena de atribuciones falaces y
manipulaciones casi cínicas»[33]. De hecho, algunas decisiones recientes son
puestas a veces bajo el amparo de autoridades venerables; aquí y allá se
suprimen o se añaden palabras para precisar el enunciado, para acomodarlo.
¿Puede hablarse de cinismo? La época no profesaba sencillamente un respeto
ciego a la letra. Le importaba el espíritu del texto, el que ella le asignaba.
Y Bourchard se preocupaba por la eficacia práctica. A papirotazos, perfeccionaba
el instrumento, reservándose emplearlo del mejor modo posible, con fe y con
caridad.
Rápidamente se adoptó. El manuscrito del Decreto fue copiado. Las copias,
retocadas para adaptarlas a las condiciones locales, se difundieron en todas
partes por las bibliotecas episcopales; se emplearon hasta mediados del siglo
XII, antes de que se infundiese la colección de Graciano. Su éxito fue inmenso
en el Imperio, en Alemania, en Italia y también en Lotaringia. Por ahí llegó a
la Francia del norte, donde el Decreto fue
de uso corriente: Yves de Chartres sacó de él la mayoría de sus referencias.
Este texto sostuvo, por tanto, la reflexión y la acción de los dirigentes de la
Iglesia en la región que me ocupa. Por eso lo considero. Y con tanta mayor
atención cuanto que dedica gran espacio al matrimonio.
Esto aparece desde las primeras páginas,
en el capítulo 94 del libro I. En este punto, Bourchard trata del sistema de
delación que él ha instituido en su diócesis para preparar las visitas
pastorales. En cada parroquia, siete hombres elegidos se comprometen por
juramento a llevar perfectamente esta inquisitio
yBourchard prepara la lista de preguntas que deben plantearse a sí mismos y
plantear a sus vecinos[34]. De este modo se clasifican ochenta y ocho
infracciones por orden de gravedad decreciente, desde el homicidio hasta los
incumplimientos muy veniales, tales como haber omitido ofrecer el pan bendito.
Las catorce primeras preguntas se refieren al asesinato, falta mayor y que por
el cruce de venganzas que provoca trastorna profundamente el orden social. Pero
inmediatamente después, en segundo término, vienen las veintitrés cuestiones,
más de la cuarta parte del conjunto, que afectan al matrimonio y a la
fornicación. También aquí, partiendo de la más grave, el adulterio (cuestión
15) hasta llegar (cuestión 37) a esta sospecha: tal hombre puede haber
favorecido en su casa el adulterio al no vigilar de cerca lo bastante a las
sirvientes o a las mujeres de su parentela —negligencia ligera, rápidamente
excusada por la obligación primordial de tratar mejor a sus huéspedes—. Se pone
así de manifiesto una escala de culpabilidad decreciente. El más culpable es el
hombre casado que toma la esposa de otro; el que mantiene en su casa una
concubina lo es menos; vienen después los que repudian y vuelven a casarse;
luego, los que repudian. De menor consecuencia, viene luego la simple
fornicación, con dos grados: que uno de los miembros de la pareja esté casado o
que ninguno lo esté. Finalmente, muy venial, por ser muy frecuente en las
grandes casas llenas de camareras, el juego al que se entregan algunos
adolescentes y mujeres solteras. La exigencia primera, como se ve, es la
monogamia: la atención represiva se relaja desde el momento en que no está en
cuestión el vínculo conyugal. El matrimonio se concibe como un remedio a la
codicia sexual: ordena, disciplina y mantiene la paz. Por él, el hombre y la
mujer son apartados del área en que uno se acopla libremente, sin regla, en
medio del desorden. Las siguientes cuestiones atañen al rapto, a la ruptura de
la desponsatio, al incesto
—espiritual primero (según esta jerarquía, el espíritu tiene primacía sobre la
carne): desposar a su comadre o ahijada de bautismo o de confirmación; luego,
el carnal—, a los acoplamientos contra natura y, finalmente, en la parte
inferior de la escala, a la prostitución. Si se añade lo que aparece, en otras
partes del cuestionario, en relación con el asesinato del cónyuge, el aborto,
el infanticidio; las maquinaciones mediante las cuales las mujeres esperan ganar
el corazón de su marido, o bien impedirle engendrar, o a sí mismas concebir (la
cuestión relativa a las maniobras anticonceptivas o abortivas interviene a
propósito del homicidio, en la parte baja de la lista, antes del asesinato de
un esclavo y del suicidio, pero después, la jerarquía es ilustrativa: el
parricidio pasa a primer lugar, el asesinato de un sacerdote, el de su propio
hijo, el del cónyuge). Son treinta cuestiones, de las ochenta y ocho, las que
tratan de la sexualidad. En el meollo de la noción de pecado de mancilla,
después de la sangre derramada, pero antes de las «supersticiones», se coloca
el sexo. En el meollo del dispositivo de purificación, se coloca el matrimonio.
Este cuestionario es de intención moral:
pretende ilustrar las conciencias y, designando dónde está el mal, mantener en
ellas el sentimiento saludable del pecado. Es también de intención policiaca:
sirve para desenmascarar a los delincuentes para que sean castigados por el
obispo. El obispo escogerá la pena consultando los textos normativos que
constituyen el grueso del Decreto. Esta
obra es monumental: una especie de catedral cuyo plano se apoya en la idea de
un progreso hacia la salvación. Veinte secciones jalonan la vía que lleva de la
tierra al cielo. Las cinco primeras tratan de los hombres a los que corresponde
guiar la marcha, reprimir, enderezar: el obispo y sus auxiliares, sacerdotes y
diáconos, después del marco de la acción purificadora: la parroquia;
finalmente, los instrumentos de esa acción: los dos sacramentos que el clero
imparte, el bautismo y la eucaristía. En el punto de llegada, el Liber speculationum, grandiosa
meditación sobre la muerte y el más allá, precedido inmediatamente por el
capítulo más denso, el diecinueve, titulado, según los manuscritos, Corrector o Medicus. Aquí se encuentra precisamente la clave del otro mundo,
los remedios que preparan al buen paso, capaces de aliviar de sus postreros
desfallecimientos a aquel que va a presentarse, no ya ante ese hombre, el
obispo, sino ante la luz de Dios. Esta lista de medicaciones no está, como lo
estaba el interrogatorio previo de los feligreses, destinada directamente a los
pecadores. El pecador no puede cuidarse a sí mismo. El libro XIX proporciona a
los encargados de castigar, el prelado y sus ayudantes, un arancel de
sanciones, un penitencial.
Puede ser que en la efervescencia del
milenarismo, esta parte del Decreto haya
parecido la más útil, y en primer lugar al propio autor. En efecto, Bourchard
de Worms, al redactar el prólogo de toda la colección, repite el prólogo de un
penitencial anterior. Listas semejantes de pecados, que estipulaban para cada
uno el castigo redentor, abundaban: facilitaban la tarea de los pastores. Es
más, les evitaban pensar: en 813, el concilio de Châlon había puesto en guardia
contra esos pequeños «libritos» llenos de errores y de autores desconocidos.
Sin embargo, eran indispensables debido a las formas que la penitencia revestía
aún y a las funciones que cumplía en la cristiandad del año 1000[35]. Para expiar
su falta, el pecador debía cambiar de vida durante un tiempo determinado,
«convertirse», transferirse a un sector particular de la sociedad y
manifestarlo mediante signos ostensibles, conducirse de otro modo, vestirse,
alimentarse de otro modo, dando, con esta moderación, satisfacción a la
comunidad, así liberada del miembro podrido que amenazaba con contaminarla. La
penitencia contribuía al orden social, a la paz. Trabajando para reformar la
sociedad, Bourchard quiso componer un buen
penitencial. Cierra su obra con ese instrumento de renovación.
Entre el preludio eclesiástico,
sacramental, y ese final, están clasificados los textos canónicos concernientes
a las costumbres del pueblo laico que, en la reviviscencia del espíritu
carolingio, el obispo, de consuno con el rey, tiene por misión rectificar. El
orden que se sigue va, en mi opinión, de lo público a lo privado. Al principio
se sitúan los casos que, rompiendo con estrépito la paz, necesitan las
purificaciones solemnes cuyo administrador es el obispo. Son los asuntos de
sangre: el Decreto trata en primer
lugar (libros VI y VII) el homicidio y el incesto. Más adelante, el obispo será
requerido para intervenir en tanto que protector titulado de ciertos grupos más
venerables: ante todo, los penitentes profesionales cuya «conversión» es
definitiva, los monjes y las monjas (libro VIII); luego, las mujeres que no
están «consagradas» (libro IX). Aquí mismo se habla del matrimonio, a
propósito, observémoslo, de lo femenino, zona débil en el edificio social. De
las mujeres se pasa inmediatamente a los encantamientos, a los sortilegios,
luego al ayuno, a la intemperancia, todo lo (libros X a XIV) que afecta más o
menos de cerca al orden público. En los casos enumerados a continuación (libros
XV y XVI), el obispo no actúa más que como auxiliar, como consejero de los
príncipes temporales. Finalmente, en lo más privado, en lo más íntimo, justo
antes del penitencial, se colocan los textos que reprimen la fornicación.
Considero muy notable que semejante disposición separe tan nítidamente lo que
concierne a la conyugalidad de lo que concierne a la sexualidad. Es, en mi
opinión, la prueba de que el obispo Bourchard, en la tradición de Hincmar y sus
predecesores carolingios, considera ante todo el matrimonio como un marco de
sociabilidad. El prelado es invitado a preocuparse por él como mantenedor del
orden público. La institución matrimonial aparece bajo ese mismo aspecto en el
libro XIX, el Medicus.
Sigue una serie de preguntas. Pero la
investigación no se dirige ya hacia el conjunto de una comunidad de feligreses;
no es pública, es interior, personal: es un diálogo entre el confesor y el
penitente. En resumen, que en la práctica se trata de «¿Has hecho esto? Pues
mereces esto», con una breve explicación de vez en cuando que hace ver la
gravedad del acto. Al interrogatorio común, se añade un apéndice
particularmente destinado a las mujeres. Tratándose de ellas y de pecados, es
conveniente llevar más allá la inspección. Bourchard de Worms está convencido
de ello: el hombre y la mujer constituyen dos especies diferentes; la femenina,
débil y flexible, no debe ser juzgada como se debe juzgar a los hombres. El Decreto invita, desde luego, a tener en
cuenta la fragilidad de las mujeres: «La religión cristiana condena de la misma
forma el adulterio de los dos sexos. Pero las esposas no acusan con facilidad a
sus maridos de adulterio y no tienen la posibilidad de vengarse, en tanto que
los hombres tienen la costumbre de denunciar a sus mujeres ante los sacerdotes
por adulterio»[36]. El Decreto exige
siempre, especialmente, tomar en cuenta la perfidia femenina. Naturalmente
falaz, la esposa debe permanecer, incluso para la justicia, bajo la estrecha
tutela de su hombre: «Si después de un año o seis meses, tu esposa dice que
todavía no la has poseído, y si tú dices que es tu mujer, debes ser creído tú
porque tú eres el jefe de la mujer»[37]. No podrían ser iguales ni el peso ni
la medida. Por esa razón, el Medicus escruta
más atentamente el alma de las mujeres. El «médico», el «corrector», es un
hombre. Este anejo del penitencial tiene el interés de que muestra cómo veían
en esa época los hombres a la mujer.
Es, a sus ojos, la frivolidad misma,
charlatana en la iglesia, olvidadiza de los difuntos por quienes debía rezar,
ligera. Tiene toda la responsabilidad del infanticidio, porque el cuidado de la
prole sólo le incumbe a ella. ¿Que muere un hijo? Es la madre quien lo ha
suprimido, por negligencia verdadera o fingida, y esta pregunta precisa, por
ejemplo: «¿No has dejado a tu hijo demasiado cerca del caldero de agua
hirviendo?». El aborto, por supuesto, es asunto de mujeres. Igual que la
prostitución. Como es sabido, están siempre dispuestas a vender su cuerpo, o el
cuerpo de su hija, de su nieta o de otra mujer, porque son lujuriosas y
lúbricas. Nada figura en el interrogatorio relativo al placer conyugal. En
cambio, se acumulan las preguntas acerca del placer que la mujer puede
procurarse sola, o con otras mujeres, o con muchachos jóvenes. En su mundo
propio, el gineceo, la cámara de las nodrizas —este universo extraño,
inquietante, del que están apartados los hombres; que les atrae y en el que
ellos imaginan que suceden perversidades de las que no se aprovechan ellos—. Al
cabo de este cuestionario, llegamos también hasta lo más secreto. Porque el
texto del penitencial está construido sobre un plano semejante al de la
colección canónica: va de lo público a lo privado. En el interrogatorio común a
los dos sexos, las faltas que repercuten en el orden social, el homicidio, el
robo, el adulterio y el incesto, priman sobre los delitos que se cometen más a
menudo en el interior de la casa, la fornicación fuera del matrimonio, la
magia, la intemperancia, la irreligiosidad. Y las penas son más o menos graves
según que el pecado altere o no la paz pública.
La imagen menos confusa del sistema de
valores a que se refiere Bourchard —que por discreción y por deseo de eficacia
pretende mantenerse lo más cerca posible de la moral común— la proporciona la
lista de las penitencias. La jerarquía de las penas corresponde a la jerarquía
de las faltas. Según el pecador sea juzgado más o menos culpable, la
abstinencia que le es impuesta es más o menos rigurosa y la duración de la
purga más o menos larga. Las sanciones, de las que el Medicus proporciona una amplia lista, pueden, en mi opinión,
repartirse en tres categorías. El castigo de primera clase es el ayuno a pan y
agua —y por supuesto, la suspensión de toda actividad sexual— durante cierto
número de días consecutivos, siendo la decena con sus múltiplos y submúltiplos
la unidad del sistema. El castigo de segundo tipo dura mucho más tiempo: su
unidad es el año. Pero es ante todo más ligero, ya que la abstinencia afecta
solamente a la consumición de carne y a los juegos amorosos. Además está
interrumpido, concentrándose en las feriae
legitimae, los «días legales» durante los cuales la Iglesia llama al
recogimiento: las tres cuaresmas y los miércoles, viernes y sábados de cada
semana. Por fin, y tal vez lo más importante, la penitencia es más discreta:
como los devotos se infligen por piedad las mismas privaciones, el pecador
puede esconderse entre esos penitentes voluntarios. El tercer tipo impone al
pecador durante siete años lo que el texto, latinizando una palabra del
lenguaje vulgar románico, llama carina: una
cuarentena, una cuaresma suplementaria; ayuno a pan y agua durante cuarenta
días consecutivos. Distribuyamos en estos tres casilleros las infracciones a la
moral matrimonial y sexual.
Salvo raras excepciones, los delitos
juzgados menores y de carácter muy privado son redimidos por la abstinencia del
primer tipo: los diez días a pan seco y agua. Esta pena se aplica a la
masturbación masculina, cuando se practica en solitario (si se practica a dos,
queda triplicada). Hecho curioso: la sanción no es mayor para castigar al
célibe fornicando con una «mujer vacante» o con su propia sirvienta. Si el
matrimonio no está en cuestión, la indulgencia es grande con las extravagancias
sexuales masculinas: para un hombre es igual masturbarse o utilizar a una joven
criada, a condición de que ni él ni ella estén casados. Pero cuando está atado
por el matrimonio, ha de contenerse. La misma pena, diez días de ayuno, castiga
todo ataque a la castidad conyugal[38]. ¿De qué se trata ahora? ¿De amar a su mujer
con excesivo ardor? El texto precisa en otro pasaje: pena con diez días al
marido que ha conocido a su esposa en una posición prohibida, o cuando ella
tiene las reglas, o cuando está encinta —y el castigo se duplica si el niño ya
se ha movido—. Se cuadruplica, convirtiéndose en una carina, si se ha acercado a ella un día prohibido; la Iglesia,
benévola, reduce la sanción a la mitad cuando el hombre está en estado de
embriaguez. La unidad de mortificación es, en este caso, la decena, porque la
falta ha sido cometida en el secreto de la alcoba y de la noche. Pero la «ley
del matrimonio» ha sido transgredida y el esposo demasiado ardiente aparece
cuatro veces más culpable que un célibe tomando aquí y allá su placer. Porque
éste tiene excusas: no dispone, para apagar sus ardores, de una mujer legítima.
El matrimonio es el remedio de la concupiscencia. Aparte del pecado, y
advertimos ya a punto de asomar la idea de que es un sacramento. Pero exige
disciplina. El esposo que no consigue dominarse merece un castigo severo. Éste
lo es. Sacar los ojos a otro hombre, cortarle la mano o la lengua no se castiga
con mayor dureza: cuatro veces diez días de penitencia[39]. Y ése es también el
castigo de las concubinas abandonadas para tomar una esposa legítima que, vengativas,
tratan de matar el día de las nupcias, mediante sortilegios, la virilidad de su
antiguo compañero[40]. Reflexionemos sobre estas equivalencias.
Al otro extremo de la escala, la sanción
más prolongada, una cuarentena durante siete años, castiga, además de la
bestialidad, por un lado el rapto y por otro el adulterio. Siete años de
cuaresma para el esposo que entrega su esposa a otros hombres, otros tantos
para el hombre que se apodera de la esposa de otro o de una monja, esposa de
Cristo (si está casado, la penitencia es doble; no porque el adulterio sea
doble ni porque el varón sea considerado único responsable, sino porque tenía a
mano con qué calmar su libido[41]. La
misma lógica impone cinco días de ayuno al hombre casado que se entretiene en acariciar
los senos de una mujer, y dos sólo al célibe). Mediante el rapto y el
adulterio, la actividad sexual atenta, en efecto, contra las ordenanzas
sociales. Los raptores de mujeres rompen los pactos conyugales; son culpables
de esos crímenes públicos que siembran el odio entre las familias, suscitan
represalias, mancillan la comunidad y la desgarran. Es natural exigir de ellos
una penitencia que los señale a los ojos de todos durante cierto tiempo. Se
castiga con la misma pena al homicida, porque igualmente ha roto la paz.
Evidentemente, el código eclesiástico se encuentra implantado en el código de
la justicia real. Se advierte en todos los conceptos que el Decreto viene, a propósito de estas
faltas, de los capitulares carolingios. En efecto, el matrimonio ofrece dos
caras: una vuelta hacia la moral sexual, otra hacia la moral social, pero ésta
establece sobre la otra su imperio: si la sexualidad de los esposos es objeto
de una vigilancia más atenta, es que esos hombres y esas mujeres se han
establecido, al casarse, en el sector ordenado de la sociedad.
La penitencia de segunda categoría,
intermedia, conviene a infracciones cometidas en el terreno de lo privado, en
el interior de la casa, pero que parecen más malignas. Así pues, sirve
principalmente para corregir los pecados femeninos. La gradación, ascendente,
parte de la unidad, el año, que castiga la masturbación —si la mujer es
castigada con mayor dureza que el hombre cuando se proporciona ella sola un
placer infecundo, ¿no se aparta así de la doble maldición del Génesis, aquella
que la condena a someterse a lo masculino y aquella que la condena a parir con
dolor?—. Termina en el infanticidio (doce años). Gradualmente se pasa del
aborto, antes de que el niño se haya movido, a la negligencia (ahogar al hijo
en la cama, al darse la vuelta durante el sueño, sin querer: tres años), a la
prostitución (seis años). El mismo tiempo de pena se aplica también a veces a
los hombres, a los sodomitas, a aquellos que fornican con parientes en la casa
familiar, a aquellos que fían de los sortilegios de mujeres. Del lado masculino
se purgan de esta manera faltas que llevan al hombre a la molicie, que le
desvirilizan, le retiran su virtus, le
hacen caer, deslizarse bajo el imperio de las mujeres. Nada hay en esta clase
de penitencias que afecte directamente al matrimonio.
En el Decretum
subrayo algunos rastros de costumbres y de moral. Ante todo, que el incesto
está situado completamente aparte. Se trata de él en un capítulo especial, el
séptimo, donde están reunidos todos los cánones de los concilios francos que
prohíben la unión entre parientes antes del séptimo grado de consanguinidad.
Desde el momento en que, en una pareja, se pone en evidencia públicamente ese
vínculo de parentesco, los dos esposos deben comparecer ante el obispo y
comprometerse mediante un juramento cuya fórmula es la siguiente: «A partir de
este día, no me uniré más con este pariente, no le poseeré ni por matrimonio ni
por seducción; no compartiré su comida, no estaremos bajo el mismo techo salvo
en la iglesia o en un lugar público y ante testigos»[42]; ésas son las mismas
palabras que Felipe I y Bertrada tuvieron que pronunciar antes de que fueran
liberados de la excomunión decretada contra ellos, como ya he dicho, por
incesto. Ruptura, y posibilidad para el hombre y la mujer así separados de
casarse nuevamente con el permiso del obispo. El matrimonio incestuoso es
tenido, pues, por nulo, como no realizado. Eso no es un matrimonio; no existe.
Es como si las carnes no se hubieran mezclado para convertirse en una sola
carne, como si el parentesco de sangre hubiera puesto un obstáculo en esa
confusión. El incesto se sitúa en otra vertiente de la moral.
No obstante, las relaciones sexuales entre
consanguíneos dan ocasión a una mancilla de la que hay que lavarse mediante una
penitencia. De la copulación entre parientes, no de su matrimonio, puesto que
es imposible, se trata en el libro XVII, consagrado a la fornicación. Los
textos reunidos emanan también de los concilios carolingios de Verberia,
Maguncia y Tribur. Prohíben al hombre conocer a la hermana o a la hija de su
mujer, la mujer de su hermano, la sponsa,
la hija prometida, ya cedida a su hijo. Estos delitos reaparecen en el
penitencial, adecuados a penas del tipo segundo. La atención de que estos
extravíos domésticos son objeto en el Medicus[43]incita
a imaginarse la intimidad de la casa aristocrática como un área privilegiada
del juego sexual. Fuera de la alcoba matrimonial existe un espacio privado,
lleno de mujeres que se pueden tomar fácilmente:
sirvientas, parientes, mujeres todavía «vacantes»; un campo
ampliamente abierto al desenfreno viril. En este pequeño paraíso cerrado, los
hombres, nuevos Adanes; los jóvenes, los menos jóvenes y, ante todo, el amo, el
jefe de la casa, valiéndose de sus derechos, están constantemente sometidos a
la tentación. Es la cuñada que se desliza subrepticiamente en la cama, o bien
la suegra, o bien esa obsesiva futura nuera, acogida antes de las nupcias. Las
mujeres aparecen allí como perversas y pervertidoras de los machos. Veámoslas
primero como presas. En la casa, la virginidad parece frágil. ¿A mínimo precio?
Esta pregunta, hecha como siempre al hombre sólo cuando se trata de una
diversión entre ambos sexos: «¿Has corrompido a una virgen? Si no es tu esposa,
de modo que simplemente has violado las nupcias, un año de abstinencia. Si no
la desposas, dos años». Nada más.
Bourchard ha compuesto un manual que sirve
para juzgar, no un tratado de moral. No sermonea a los laicos. Salvo para
dosificar las penitencias de cara a los maridos que transgreden algunas
prohibiciones formales por asuntos de calendario o de posturas, en materia de
matrimonio no habla del sexo. Sin embargo, al trasluz, se adivina algo de lo
que son las relaciones entre los esposos. Las adivinamos cuando Bourchard
recuerda los encantamientos, los sortilegios obra de mujeres, que son siempre
algo brujas, débiles, y que utilizan procedimientos taimados. El fin de tales
maquinaciones es influir sobre el amor, cambiar el odio por amor o, a la
inversa, la mens del hombre»[44]. ¿Mens? ¿Es realmente el espíritu, el
sentimiento? Se trata más bien de esas pulsaciones que llevan al acto. Se
sospecha que las mujeres usan a veces esos encantamientos fuera del matrimonio.
Cuando el amator, el amante, prepara
bodas legítimas, la que fue su concubina, celosa, se dedica a matar sus
ardores. Pero la mayoría de las veces se trata de procedimientos de esposas
cocineras, que preparan platos o brebajes capaces de dominar los ardores de su
marido y suelen emplearlos para marchitar las fuerzas del hombre y así librarse
de las maternidades. Bourchard nos muestra a mujeres untándose, para ello, el
cuerpo de miel, rebozándose en harina y cociendo con ese trigo los pastelillos
para el esposo importuno[45]. Con más frecuencia, esas prácticas tienden a
atizar el fuego viril, ya que, como se sabe, las mujeres son insaciables. La
moral —esa moral de hombres preocupados por el temor de la impotencia y, como
lo demuestra el penitencial, preocupados por revigorizarse, se mezclan a veces
con esta magia— se hace entonces más altanera. Sólo dos años de abstinencia si
se trata de pan amasado sobre las nalgas desnudas de la esposa, o de un pez
ahogado en su regazo; pero cinco si se vierte la sangre menstrual en la copa
del marido, y siete años cuando se bebe el esperma seminal.
En
cualquier caso, el matrimonio es visto esencialmente bajo su aspecto social.
Bourchard se preocupa de borrar la mancilla, pero ante
todo, de mantener el orden y la paz. Por ello sitúa en el umbral del libro IX
las definiciones que distinguen el concubinato del matrimonio legítimo. Insiste
en la publicidad de las nupcias. Y el penitencial prevé una pena —leve y
privada; un tercio de año de abstinencia— para quien toma una mujer sin
dotarla, sin acudir a la iglesia con ella «para recibir la bendición del
sacerdote como prescriben los cánones»[46]. Bourchard quiere que el matrimonio
sea ostensible, pero pasa rápidamente sobre el rito de la bendición, como
también sobre la obligación de las jóvenes casadas de permanecer castas las
tres primeras noches después de sus nupcias. Esto son refinamientos de
devoción. En esa época, se está lejos de exigirlos de todos. Igual
de rápida es la alusión al consentimiento mutuo. Se hace hincapié en el acuerdo
de las dos familias. Y puesto «que los matrimonios legítimos están ordenados
por precepto divino»[47], conviene que el trato se concluya dentro de la
sacralidad, es decir, de la paz que procede de Dios. Toda violencia debe ser
desterrada, así como toda gestión insidiosa. Cuando la joven es arrebatada a su
familia sin acuerdo previo, raptada, seducida o robada, la pareja debe
desunirse definitivamente. Ahora bien, a propósito del discidium, de la ruptura solemne, oficial, y de la capacitación
para un nuevo matrimonio, a propósito de la indisolubilidad, Bourchard da muestras
de gran flexibilidad. Sabe bien que demasiado rigor contrariaría las relaciones
sociales. Los textos reunidos autorizan, por tanto, al prelado, a disolver,
además de las incestuosas, muchas otras uniones. Decidirá, después de haber
sopesado meticulosamente, poniendo en práctica la virtud de discreción, lo que
hay de malo en la pareja. Por supuesto, considera en primer lugar el
comportamiento de la mujer, de la que generalmente procede la malicia. Las
mujeres son fornicadoras por naturaleza, y cuando se las acusa ante él de
adulterio, está capacitado para pronunciar el divorcio: el Señor Jesús ha
previsto el caso. Pero las mujeres son esencialmente pérfidas y el obispo debe
tener cuidado de no dejarse embaucar; por ejemplo, por esas esposas que se presentan
clamando que su marido, demasiado anciano, sin duda, no está en situación de
consumar el matrimonio. Primero escuchará al hombre. Si éste niega, ella
seguirá en su cama: hay que creerle a él. Sin embargo, si algunos meses más
tarde, la mujer renueva su queja y grita que quiere ser madre; si la impotencia
de su hombre está probada por «juicio recto», es decir, por juicio de Dios, el
obispo se verá obligado a anularlo. Pero debe estar al acecho, ¿no hay un
cómplice, el amante? Asimismo, si la esposa va a acusar a su marido de
adulterio, debe tratar al hombre como trata a las mujeres y romper esa unión
mancillada. Pero, de hecho, ¿dónde se ha visto a las mujeres pedir justicia al
obispo para que las libre de sus esposos? La iniciativa procede siempre de los
varones. ¿Hay que creerlos ciegamente cuando se quejan, cuando acusan? ¿No les
aguijoneará el deseo por otra mujer? ¿Cuántos, para cogerla en falta, arrojan a
aquella de la que se han cansado en brazos de otro hombre? ¿Cuántos, para
reclamar luego, so pretexto de incesto, la disolución de su matrimonio, acogen
en su cama a la cuñada o a la hijastra? ¿Cuántos se dicen inhibidos ante su
esposa, incapaces de conocerla?
Si bien el obispo tiene el derecho, y a
veces el deber, de romper el vínculo conyugal, es menos libre de permitir, a
los que desune, contraer, en vida de su cónyuge, un nuevo compromiso. Aquí sí
que es necesaria la discreción. El obispo no debe olvidar que los hombres son
más dados a la poligamia; que tienen el poder, la fuerza física, el dinero y
que, aunque menos maliciosos quizá, disponen de medios más eficaces para
obtener la separación legal y satisfacer sus deseos. Pone menos obstáculos al
nuevo matrimonio de las mujeres, porque no es prudente dejarlas sin un hombre
que las vigile y corrija: casadas son menos peligrosas que esas mujeres
insatisfechas que, en las casas, empujan a la violación, al adulterio y
deshacen los buenos matrimonios. ¿Se tiene derecho, sobre todo, a impedir que
se utilicen para concluir nuevas alianzas provechosas, a esas esposas víctimas
de un marido y legítimamente divorciadas? Sólo las viudas son sospechosas,
porque quizá han maquinado la muerte de sus esposos. Cuando están libres de
toda sospecha de asesinato y se aprestan a nuevas nupcias, hay hombres que se
alzan afirmando que secretamente se entregaban a aquel que se les va a dar por
marido. ¿Hay que permitir estos nuevos matrimonios? En el concilio de Meaux,
los obispos dijeron que sí. En Tribur, que no. El prelado puede escoger. Pero
respecto a los hombres que ha liberado de una esposa, ha de mostrarse mucho más
riguroso. Su prudencia ha separado, ha rechazado el miembro podrido, y su
prudencia le retiene antes de consentir una nueva unión. En particular, cuando
la razón del divorcio —y ése es el pretexto más comúnmente escogido— es el
adulterio de la mujer. ¡Es tan fácil acusar! En la promiscuidad de las casas
nobles, los chismes llevan buena marcha: siempre se encuentran gentes celosas
dispuestas a declarar que han visto o que han oído. ¿Cómo podría un hombre,
aunque sea un obispo, no escucharlos, persuadido como está del devorador ardor
femenino? El muy cauto emperador Enrique ¿no creyó por un momento culpable a la
muy santa Cunegunda, obligándola a caminar sobre el fuego? No obstante, el
obispo se acuerda de las palabras de Pablo: hay que hacer todo lo posible para
reconciliar a los cónyuges desunidos; debe reservarse la ocasión de volver a
juntarlos un día, una vez aplacados los rencores. Por tanto, nada de nuevo
matrimonio para los maridos liberados de una esposa fornicadora, ni para
aquellos que alegan el rapto de su mujer o su propia impotencia. Pero entonces,
¿no corren el riesgo de quemarse, privados del remedio de su lubricidad? El
peligro es mínimo; el hombre sólo puede recurrir a esa forma depreciada de la
conyugalidad que es el concubinato. En ella encontrará consuelo sexual, sólo
que se verá privado de auténticos herederos. Los preceptos episcopales
contrarían menos los apetitos del goce que las estrategias matrimoniales
desplegadas por los intereses domésticos. No obstante, existen en el Decreto dos motivos para que un marido
repudie, no sólo legítimamente, sino de modo útil, de tal forma que pueda
cambiar de esposa. Si demuestra que su primera mujer ha atentado contra su vida
y si prueba que es pariente suya.
Porque en esos dos casos, entra en juego
el tabú de la sangre. Bourchard no se preocupa de limitar la libertad sexual de
los jóvenes varones. Le importaba poco la continencia. Para él, el pacto
conyugal vinculaba menos a individuos que a familias. Esto le hacía atender a
los impedimentos de parentesco —aunque fuera muy consciente del empleo perverso
que podía hacer de él un hombre que no soportara a su esposa—. Pero su
principal preocupación era la paz. Tenía al matrimonio por la pieza clave del
orden social. El espíritu del Decreto es
muy carolingio. Se me dirá: es germánico. Pero el monasterio de Lobbes, donde
Bourchard había estudiado, de donde le vinieron las referencias y consejos, no
está situado en Germania. Si las circunstancias, los problemas planteados por
la pastoral, hubieran sido muy diferentes en el norte del reino de Francia,
¿hubieran acogido tan bien los prelados de esa región la colección canónica
estatuida por el obispo de Worms?
IV
ROBERTO
EL PIADOSO
Roberto,
rey de Francia, no fue canonizado, como Enrique, su primo. Algunos
contemporáneos suyos se esforzaron, sin embargo, por hacerle pasar por una
especie de santo. Lo atestigua el sobrenombre que le ha quedado: pius, el piadoso, y, sobre todo, el intento
del monje Helgaud, de Saint-Benoît-sur-Loire, quien, en los años que siguieron
a la muerte del soberano, escribió su biografía, análoga a la que se componía
para gloria de los bienaventurados[48]. Esta «lectura», propuesta a las gentes
de Iglesia para apoyar su meditación y para inspirar su prédica, describe una
existencia ejemplar. En ella se trata constantemente de las virtudes del rey,
del poder que tenía de curar las enfermedades y que debía a sus méritos. Su
«muy santa muerte» le abrió inmediatamente las puertas del cielo, donde reina;
nadie le igualó en la santa humildad de los benedictinos. ¿El rey David? El
panegírico está construido, y Claude Carozzi lo ha demostrado, en torno a un
episodio central: la «conversión» del rey, que cambió su vida, decidiendo
conducirse hasta el final de sus días como penitente. De este modo quería
redimir un pecado, el pecado mismo de David: una infracción a la moral del
matrimonio. Esta falta es discretamente evocada, pero en el centro exacto de la
obra: constituye la articulación capital de ese discurso. Helgaud
acaba de referir los actos edificantes del soberano, de exaltar sus virtudes
mundanas, el sentido de la justicia, la generosidad, la mansedumbre de que
Roberto ha dado pruebas en el ejercicio del poder real. Se interrumpe. Contra
el elogio se han alzado «los malévolos»: «No, esas buenas obras no servirán
para la salvación del rey, porque no ha temido cometer un crimen, el del
acoplamiento ilícito, llegando hasta tomar por mujer a la que era su comadre y
que, además, estaba unida a él por la sangre». Observémoslo: el biógrafo no
nombra a esa compañera ilegítima, habla de copulatio,
no de matrimonio: en efecto, se trata de un incesto. Helgaud responde a los
acusadores: ¿Quién no ha pecado? ¿Quién puede vanagloriarse de tener un
«corazón casto»? Ved ahí a David, el «rey muy santo». Desarrolla entonces un
paralelo: el «crimen» de David consistía en concupiscencia y en rapto; el de
Roberto, en haber «actuado contra el derecho de la palabra sagrada». David ha cometido
un pecado doble: el adulterio y la muerte de su rival; Roberto, al tomar la
mujer que le había sido prohibida por doble motivo, por el parentesco
espiritual primero, luego por el parentesco carnal. Pero, ambos, David y
Roberto, han sido sanados, reconciliados, uno por Natham, el otro por el abad
de Saint-Benoît-sur-Loire. El rey de Francia reconoció que su «acoplamiento»
era detestable, se confesó culpable, luego se separó de esa mujer cuyo contacto
le mancillaba. David y Roberto pecaron, pero «visitados por Dios, hicieron
penitencia». Como David, Roberto confesó su falta, ayunó, rezó; sin abandonar
el puesto en que la providencia le había situado, vivió como los monjes,
profesionales de las mortificaciones salvadoras. Felix culpa: cambiando su conducta, pudo avanzar hacia la beatitud.
Por discreción, Helgaud no dice nada más. Inmediatamente, cuenta una anécdota:
el padre de Roberto, Hugo Capeto, al salir de su palacio para ir a vísperas,
vio en un rincón a una pareja haciendo el amor y tendió sobre ellos su manto.
Moraleja de este pequeño exemplum: gloria
a aquel que no grita sobre los tejados el pecado de otro; esa discreción la
impone la regla de san Benito, XLIV, 6: «cuidar las propias heridas y las de
los demás sin descubrirlas ni hacerlas públicas». El deber de discreción hace
que Helgaud, buen testigo, nos deje con nuestra curiosidad. Más discreto
todavía, Raoul Glaber, otro benedictino, no dice absolutamente nada de los
sinsabores conyugales del rey de Francia. Aunque Roberto haya cometido, abiertamente,
no sólo incesto, sino adulterio, fue tan culpable si no más que su nieto Felipe
I: tuvo tres esposas legítimas; cuando se casó por tercera vez, la primera
quizá no había muerto todavía; en cualquier caso, la segunda, bien viva,
residía en los alrededores, completamente dispuesta a recuperar de nuevo, si se
presentaba la ocasión, el lecho real.
En 988-989, inmediatamente después de la
elección de su padre, Roberto, asociado al trono, había recibido a sus
dieciséis años una mujer. Se llamaba Rozala, pero en la familia donde entró se
la llamó Susana. Tres años después, fue repudiada, pero vivió hasta 1003. En
996-997, Roberto desposó a Berta. La repudió entre 1001 y 1006. En esa fecha
tenía por mujer a Constancia, que le dio al año siguiente su primer hijo
legítimo. Pensó en repudiar a ésta también, pero Constancia, la mal nombrada,
una marimacho inaguantable, no se dejó manipular.
Esta serie de acuerdos y de rupturas
revela cómo se practicaba el matrimonio en una gran casa, la de los duques de
Francia, poco antes convertidos en reyes. Ante todo, es el padre, el cabeza de
familia, el que concierta la boda. Cuando Roberto, a los diecinueve años,
despidió a la esposa que Hugo Capeto le había escogido, tal vez con ese gesto
manifestaba su independencia: llegaba a la edad viril y sus camaradas le
alentaban a sacudir el yugo de la autoridad paterna. Mucho después, cuando se
quejaba de la falta de docilidad de sus hijos, el abad Guillermo de Volpiano le
recordaba que él había hecho otro tanto a su edad. Una cosa es segura, sin
embargo: para ir más allá, para tomar otra mujer legítima y escogerla él mismo,
esperó a que su padre estuviera en su lecho de muerte. Tenía entonces
veinticinco años.
Otro rasgo: la voluntad de tomar por
esposa una mujer de rango por lo menos igual al suyo, es decir, procedente de
la «clase real». En efecto, en 987, entre los argumentos esgrimidos por los
partidarios de Hugo Capeto contra su competidor al trono figuraba éste: Carlos
de Lorena había «tomado en la clase de los vasallos una mujer que no era su
igual. ¿Cómo el gran duque [Hugo] había soportado ver reina, y dominándole, a
una mujer salida de entre sus vasallos?». Esta necesidad obligaba a buscar, y
muy lejos. Hugo Capeto dirigió sus miradas hacia Bizancio, solicitando una hija
del emperador. Hubo de conformarse con Rozala; le convenía; tenía por padre al
rey de Italia, Béranger, descendiente de
Carlomagno. La sangre de Berta, la esposa que Roberto se
daba a sí mismo, era mejor aún: era hija del rey Conrado de Borgoña, nieta de
Luis IV de Ultramar, rey carolingio de la Francia occidental. El pedigrí de
Constancia era menos brillante: su padre sólo era conde de Arlés (en verdad muy
glorioso, ya que acababa de expulsar a los sarracenos de Provenza); su madre,
Adelaida (o Blanca), la hermana del conde de Anjou. ¿Se había rebajado Roberto
a tomar mujer, como Carlos de Lorena, en casas de vasallos? No se sabe nada de
los abuelos de Guillermo de Arlés; quizá también eran carólidas. La madre de
Constancia, en cualquier caso, había sido esposa del último rey carolingio Luis
V —quien, desde luego, no habría acogido en su lecho a una mujer que no fuera
de buenísima sangre—; su marido la había despedido casi inmediatamente,
readmitiéndola el conde de Arlés, sin que aparentemente nadie haya hablado de
adulterio. Pero como había sido «consagrada» reina por los obispos, y los
efectos de semejante rito no se borran, ¿no se consideró a Constancia por esto
como hija de reina? En el siglo XIII, en la memoria de Gervasio de Tilbury se
había convertido ya en la propia hija de Luis V, que la habría cedido, al mismo
tiempo que el reino, al hijo de Hugo Capeto. Indudablemente, los cronistas
contemporáneos no atribuyen un origen carolingio o real a esta tercera esposa.
Pero tampoco dicen nada, en este sentido, de Rozala, que sí que era de cuna
regia. Visto lo cual, puede ser que en 1006, la voluntad de isogamia se hubiera
hecho menos imperativa.
Contraria a esta voluntad era la
preocupación de evitar desposar a parientas demasiado próximas. Hugo Capeto le
había expuesto la dificultad al Basileus: «No podemos encontrar una esposa de
rango igual por razón de la afinidad que nos liga a los reyes de la vecindad»,
y Enrique I, hijo de Roberto, hubo de ir a buscar mujer a Kiev. Pero la
consideración del rango iba primero. Roberto era quizá primo lejano de
Constancia; lo era ciertamente de Rozala, en sexto grado, es decir, esta vez
dentro del área del incesto tal como la circunscribían los obispos; la más real
de sus tres esposas, Berta, era también la más próxima: prima en tercer grado
solamente. Observemos que la única pariente que en aquella época pareció poder
dar lugar a la anulación del matrimonio fue Berta, porque saltaba a la vista.
Pero para el hijo del «usurpador» Hugo Capeto, unirse a la sobrina de Carlos de
Lorena supondría transgredir la prohibición.
De estas hijas del rey, las dos primeras
se habían casado primero con condes, alianzas normales: la estrategia dinástica
llevaba a buscar la esposa del hijo mayor en una familia más poderosa. Estas
mujeres no eran por tanto vírgenes, y nadie se preocupó por esta imperfección.
Eran viudas: Rozala, del conde de Flandes, Arnoldo; Berta, del conde de Blois,
Odón. Tomadas en los primeros días de su viudedad, el motivo de la elección era
claro: mediante tales matrimonios, el Capeto esperaba llegar mejor, si no a la
corona, al menos al principado, al ducado de Francia. Una parte estaba perdida,
abandonada a los jefes normandos, salvajes, apenas evangelizados; el centro,
alrededor de Orleans y París, quedaba bajo su dominio. Más allá, los condes de
Flandes, los de Blois y los de Anjou extendían su propio poder. Era preciso,
llegado el momento, unirse a uno o a otro mediante una alianza. Para eso
precisamente servía el matrimonio.
Hugo Capeto había puesto sus ojos en
Flandes. Cuando murió el conde Arnoldo, el hijo mayor de éste era niño. En 989,
la idea fue dar a ese muchacho por padrastro al heredero del reino. La tutela
se mostró difícil. En el negocio se corría el riesgo de perder el castillo de
Montreuil, recientemente conquistado y cedido como dote de viudedad a Rozala
(luego lo fue de la primera esposa, también flamenca, de Felipe I; como se ve,
ciertos bienes patrimoniales tenían esa función: se los utilizaba de generación
en generación para dotar a la esposa del jefe de la casa). Rozala, inútil, fue
repudiada «por divorcio»[49]: la separación tuvo lugar con arreglo a los usos,
aunque la familia logró no soltar Montreuil. En 996, lo más urgente para el
Capeto era retener lo que pudiese de Turena, resistir las invasiones del conde
de Anjou y del conde de Blois. El primero era menos díscolo; el segundo, más
poderoso y más peligroso: Odón había conseguido el condado de Dreux por
consentir que su señor recibiera la corona en 987; por la parte del
Orleanesado, todos los guerreros eran vasallos suyos. Afortunadamente, las dos
casas condales estaban enfrentadas. En la corte, el viejo rey se inclinaba por
el angevino; su hijo, y natural adversario, por el Blaisois. Cuando Odón de
Blois murió en febrero de 996, el conde de Anjou se abalanzó sobre la ciudad de
Tours, y algunos meses más tarde, liberado por la agonía de su padre, Roberto
lo hizo sobre Berta, la viuda. Según el historiador Richer, fue primero su
«defensor», y a este título recuperó Tours, luego la desposó esperando dominar
el condado de Blois como antes lo hizo con Flandes, por medio de los hijos,
apenas llegados a la mayoría de edad, de su nueva esposa. El mayor murió casi
inmediatamente; el segundo, Odón II, se volvió pronto arrogante, molesto, por
sus intrigas llevadas hasta el corazón de la casa real. Decepcionado, el
soberano decidió volver a la amistad angevina. Cambiando de mujer: tal era como
se hacían y deshacían las alianzas. Despidió a Berta y tomó a Constancia, que
era prima hermana del conde de Anjou, Fouque Nerra. Odón conservaba partidarios
en la corte. Intrigó para destruir el nuevo matrimonio y a punto estuvo de
triunfar. Lo sabemos por lo que cuenta Oderanus de Sens[50]. Este monje
cronista era también orfebre, muy orgulloso de su obra, el relicario de san
Savinien, adornada con el oro y las gemas que el rey Roberto y la reina
Constancia habían regalado en 1019; por medio de este don, explica, la pareja
daba gracias al santo que la había protegido antaño: Roberto había partido para
Roma; Berta, «la reina repudiada por causa de consanguinidad, le acompañaba,
esperando, apoyada por ciertos cortesanos, que se le restituyese todo el reino
por orden del papa»; Constancia, enloquecida, rezó; tres días después le
anunciaban el regreso del rey, y «desde entonces Roberto quiso a su mujer más
que nunca, poniendo todos los derechos de regalía en su poder». En 1022, el conde
de Blois y sus partidarios emprendieron el último asalto: el asunto de los
heréticos de Orleans, excelentes sacerdotes y amigos de la reina. Los quemaron.
Constancia sobrevivió. Todas estas intrigas demuestran que el matrimonio
legítimo, en una sociedad que practicaba con amplitud el concubinato, era ante
todo un instrumento político. Se ve a la esposa, a la dama, llevada como un
peón, de casilla en casilla; las apuestas de la partida eran de importancia; se
trataba de honor, de gloria, de poderes.
No se ha dicho nada de la mayor
preocupación: asegurar la prolongación del linaje mediante el engendramiento de
un hijo legítimo. Esta preocupación podría explicar por sí sola el
comportamiento de Roberto. Rozala había sido fértil, pero ya no lo era cuando
el joven rey la recibió. Era «demasiado vieja» y, según dice Richer, fue
despedida por eso. Berta tenía menos de treinta años y había demostrado su
fecundidad; cinco años después de su matrimonio, seguía siendo estéril. Era una
razón más que suficiente para separarse de ella. La ventaja de Constancia era
su extrema juventud; sin demora, trajo al mundo dos varones; conseguido esto,
Roberto se sintió completamente libre, en 1008-1010, para expulsarla de su
lecho y para volver a poner en él a Berta, y con este objeto partió para Roma;
afortunadamente para la nueva reina, san Savinien velaba.
El vínculo matrimonial se desataba, pues,
muy fácilmente en la corte de Francia, en una provincia menos retrasada de lo
que estaba la Germania de san Enrique. Nosotros, historiadores que no vemos más
que lo externo, estamos tentados de atribuir a los tres matrimonios sucesivos
tres motivos diferentes: Rozala fue escogida quizá porque era hija de rey;
Berta, porque representaba una baza mayor en la reñida lid que se libraba en
Turena; Constancia, porque era urgente dar a la corona un heredero. Del ardor, de la exaltación del deseo, no
podemos decir nada. Lo notable en cualquier caso es la libertad que se toman
respecto a las prescripciones de la Iglesia. ¿Cuál fue la actitud de sus
dirigentes?
No vemos que hayan reaccionado
vigorosamente ante el primer repudio ni ante las primeras nuevas nupcias, que,
sin embargo, eran un adulterio, formalmente condenado como tal por todos los
cánones que se aprestaba a reunir Bourchard de Worms. El término técnico
reprobador, superductio, que luego
debían utilizar ampliamente las crónicas a propósito de Felipe I, no aparece
entonces por ninguna parte. El único eco de una reticencia está en la Historia que escribía Richer, un monje
de Reims a quien gustaban poco los usurpadores capetos: «Por parte de aquellos
que tenían una inteligencia más pura [piensa en su maestro Gerbert] hubo, dice,
una crítica por el pecado de semejante repudio». Crítica discreta, sin embargo,
y «sin oposición patente». Más adelante, el cronista recuerda también que
Gerbert había desaconsejado a Berta casarse con Roberto. Eso es todo. Ninguna
alusión a la bigamia. Las nupcias fueron solemnes, consagradas por el arzobispo
de Tours a quien rodeaban otros prelados[51]. Los adversarios de esta alianza
hablaron sólo de consanguinidad demasiado próxima, como Helgaud. En un poema
satírico, el obispo Adalbéron de Laon, un deslenguado, se burla del conde de
Nevers por haber aconsejado, por interés, ese «incesto»[52]. La palabra se ha
pronunciado.
De hecho, no fue el adulterio, sino el
vínculo de parentesco lo que evocaron aquellos que quisieron disolver ese
matrimonio. Ello hace más patente ese rasgo de la moral eclesiástica, al
insistir en esa época con gran fuerza en el asunto del incesto, y aislando esa
falta, como se ve en el Decreto de
Bourchard, separándola completamente de los problemas planteados por la
aplicación del precepto evangélico de indisolubilidad. Así, fue «por haber
desposado a su prima contra la prohibición apostólica» por lo que el rey de
Francia y «los obispos que habían consentido esas bodas incestuosas» fueron
intimados por un concilio en 997 a romper la unión[53]. Un año más tarde, en
Roma, otro concilio, que presidía el emperador Otón III, decidió que Roberto
debía dejar a su prima Berta, «a la que había desposado en contra de las
leyes», imponiéndole, así como a su falsa compañera, siete años de penitencia,
amenazándole con la excomunión si persistía en su pecado y suspendiendo por último
a los prelados culpables hasta que hubieran dado satisfacción. No nos
equivoquemos: esas medidas eran políticas. En la corte pontificia se quería que
el rey de Francia retrocediese en dos frentes: que restituyese el arzobispado
de Reims al bastardo carolingio desposeído antaño por traición y que dejase de
apoyar al obispo de Orleans contra los monjes de Saint-Benoît-sur-Loire,
reclamando la exención del control episcopal. El conde de Anjou, directamente
perjudicado por el matrimonio real, actuaba por otra parte entre bastidores,
habiendo emprendido muy oportunamente una peregrinación a la tumba de san
Pedro. Roberto se sintió impresionado: cedió en lo de Reims y en lo de la
exención. El legado pontificio le prometió «confirmación de su nuevo
matrimonio». Para establecer bien su preeminencia sobre los obispos de la
Francia del norte, el papa mantuvo la sentencia, pero por poco tiempo y sin
creer en ello. El rey conservó a su mujer y Archambaud las funciones de
arzobispo de Tours. No hay que fiarse del gran cuadro pompier que pinta Jean-Paul Laurens inspirado en una leyenda
recalcitrante: el rey Roberto no fue excomulgado nunca. Despidió a Berta, pero
por lo menos dos años, o cuatro o cinco sin duda, después del decreto del
concilio de Roma, y por otros motivos. Quizá Helgaud tenga razón: el rey se
monaquizaba; pensaba más en su alma y cobraba conciencia de sus faltas. Éste es
uno de esos hechos que escapan a la observación del historiador, y no estamos
en situación de afirmarlo ni de negarlo. Al menos, para justificar este nuevo
divorcio se escogió el buen pretexto: el parentesco. Oderanus lo dice claro:
Berta fue repudiada «por razones de parentesco». Rota la unión incestuosa, cada
uno de los cónyuges tenía perfecto derecho a volverse a casar, cosa que hizo Roberto
el muy santo. Pero, cuando en 1008 quiso obtener en Roma la anulación de su
tercer matrimonio y la nueva confirmación del segundo, comprendió rápidamente
que esta vez la curia pontificia no protegería lo que entonces podía parecer
escandaloso a los más indulgentes.
De creer a Helgaud, sólo algunos
malintencionados se permitían dudar, en los años treinta, de la santidad de
Roberto. Y aun así, sólo murmuraban a propósito de su doble incesto. No decían
nada de su trigamia. ¿Qué obispo de esta región, si Roma se hubiera obstinado,
habría osado proceder, contra el rey sagrado, con los ritos de la excomunión?
El rigor se manifestó más tarde, pasado el medio siglo, cuando empezaba a
extenderse, procedente del sur, la empresa de reforma y cuando se forjaba la
leyenda de la castidad del emperador Enrique II. La condena se encendió entre
los precursores de Yves de Chartres y del papa Urbano II. El primero a quien
oímos es al asceta italiano Pedro Damiano. En una carta al abad Desiderio de
Monte Casino, otro rigorista —por tanto entre 1060 y 1072—, recuerda que
Roberto, abuelo del entonces rey de Francia, fue castigado por haber desposado
a su pariente; el niño que esta compañera ilícita había traído al mundo poseía
«un cuello y una cabeza de oca». Se describe luego la escena que Jean-Paul
Laurens ha reproducido: los obispos excomulgando a los dos esposos, el buen
pueblo aterrorizado, el rey abandonado por todos, salvo por dos pajecillos que
se arriesgaban a alimentarle, pero que arrojaban inmediatamente al fuego cuanto
su mano había tocado; dominado por la angustia, asegura Pedro Damiano, Roberto
se liberó para contraer una unión legítima[54]. Este relato, cuya fuente no se
recoge, fue tomado de un fragmento de cierta historia de Francia escrita, sin
duda, después de 1110, en la corte del rey Luis VI. Éste estaba disputando su
dote de viudedad a Bertrada de Montfort, para humillar a sus medio hermanos;
permitía criticar libremente los defectos de su padre Felipe I, excomulgado de
verdad, y precisamente por incesto; no prohibía que la crítica se volviese
sobre su tatarabuelo. Mejor informado, el autor de este relato cuasi oficial,
no se refiere solamente a consanguinidad, sino que confirma la relación de
Helgaud, revelando que Roberto era también padrino del hijo de Berta.
Anatematizado por el papa, el rey se obstinó en su pecado: el amor, esa pulsión perversa, carnal, le
tenía subyugado, «la mujer dio a luz un monstruo; aterrorizado, el rey se vio
obligado a repudiarla; él y su reino fueron perdonados por ello»[55]. Victoria
del cielo, pero victoria también de la Iglesia. Era real, en la época en que
ese texto fue escrito, la perfecta sumisión del rey de Francia. Pero era
necesario, a principios del siglo XII, para conseguir de los laicos obediencia
a las órdenes que emanaban del Todopoderoso y de los prelados, recurrir a los
grandes medios: contar con una ansiedad, sin duda agazapada en el fondo de
todas las conciencias: el temor a los efectos teratológicos de la unión
consanguínea. Pero muy tarde se celebraba esta victoria. Era imaginaria,
porque, en realidad, ni el mismo Roberto había sido vencido.
V
PRÍNCIPES
Y CABALLEROS
Roberto
era rey, situado fuera de lo común por la liturgia de la consagración, incluido
en ese ordo regum del que habla
Adalbéron de Laon, la única categoría social, junto con la de los siervos de
Dios, que aparece como una «orden», regida, tal como las milicias celestes, por
una moral particular. Sin embargo, Roberto, apodado el Piadoso, fue, a pesar de
la Iglesia, incestuoso y trígamo. No es sorprendente ver durante la primera
mitad del siglo XI a otros grandes personajes, éstos no ungidos, que también
hicieron poco caso de las consignas eclesiásticas.
Voy a citar dos ejemplos. Primero el de
Galeran, conde de Meulan. Indudablemente su conducta sorprendió. En efecto,
algún recuerdo suyo ha quedado en las obras literarias en lengua vulgar con que
se divertían en las cortes del siglo XIII. Muy poco: su nombre. Pero bajo su
nombre se describen las contradicciones a que puede dar lugar la relación
conyugal, en última instancia. En cuanto a la forma en que realmente se
comportó, sólo se sabe que despidió a su mujer legítima. No conocemos la razón,
ignorando si se apoyó en el parentesco o en el adulterio supuesto, y qué
ventajas se proponía sacar de unas nuevas nupcias. La repudiada se refugió
junto a un obispo. Éstos eran los protectores naturales de las mujeres. En esa
misma época, en la Francia del norte, muchos se dedicaban a predicar la paz de
Dios a los «pobres», a todos los indefensos, víctimas de la soldadesca. Cuando
el obispo de Beauvais, en 1024, obligó a los caballeros de su diócesis a jurar
que refrenarían su turbulencia, les hizo decir en particular: «No atacaré a las
mujeres nobles [las que no lo eran, se encontraban ya todas ellas a salvo de
las violencias, junto con los campesinos y con el pueblo, por las
estipulaciones del juramento de paz], ni a los que viajan con ellas sin ser su
marido». La misma salvaguardia se prometía a las viudas y a las monjas. Igual
que las vírgenes consagradas y las viudas, las mujeres menos merecedoras, las
esposas, en ausencia del hombre obligado a velar por ellas, su dominus, su amor, se hallaban bajo la
protección directa de Dios, es decir, de los dirigentes de la Iglesia. Con
mayor razón se acogían a esta protección cuando eran expulsadas del lecho
conyugal. Los obispos debían cuidar de ellas y, como se lee en el Decreto de Bourchard de Worms, exhortar
al marido a admitirlas nuevamente. Por eso intervino el obispo de Chartres,
Fulberto, y por él conocemos el asunto. Al arzobispo de Rouen[56], quien le
informaba del «descaro» de Galeran, le responde: «Me tiene harto desde hace
mucho tiempo: ya le he dicho que no puede volver a casarse mientras viva su
mujer; y ahora hete aquí que me pide que se la devuelva porque ella ha huido,
o, si se niega, que la excomulgue; en otro caso, me dice, nosotros le
induciríamos a fornicar. Pero la esposa se ha negado: conociendo a su marido,
preferiría entrar en un monasterio». Fulberto no la forzará a meterse a monja,
pero tampoco le prohibirá tomar el velo; en cualquier caso, no la obligará a
reunirse con su marido, que la odia y que sin duda la mataría. Galeran le urge
entonces que le autorice a tomar otra esposa, afirmando sin razón que la
primera le ha abandonado. El obispo le niega ese derecho «en tanto que la uxor se haga monja o esté muerta». Esta
carta informa que el conde de Meulan, después del repudio, ha iniciado ya las
gestiones para casarse de nuevo y que, por tanto es, al menos en espíritu y con
todo conocimiento, bígamo; pero que, sin embargo, desea que su nueva unión sea
aprobada por la autoridad episcopal —este deseo es constante durante esa época
en la alta sociedad que estudio— y que usa, para doblegar a los prelados, un
argumento de peso: está sin mujer, se abrasa y va a pecar. Esta carta nos
muestra asimismo que el buen obispo, el excelente jurista que es Fulberto de
Chartres, propone, en su discreción, una solución cuando resulta peligroso
devolver la esposa al lecho conyugal: la entrada en religión de la repudiada.
Es preferible al asesinato. Ésta es una de las funciones que desempeñan los
conventos femeninos. En ellos se refugian las mujeres en apuros. ¿Hay que
establecer alguna relación entre la proliferación de monasterios femeninos en
la Francia del norte durante el siglo XI y la evolución de las prácticas
matrimoniales, la intensificación de los escrúpulos que reprimían a los
poderosos el repudiar pura y simplemente?
Mi segundo ejemplo es más significativo.
Me refiero al hijo de Fouque Nerra, el conde de Anjou, Godofredo Martel, que
murió en 1060. Una pieza del cartulario de la abadía de Roncera[57] nos informa
tal como lo haría una crónica. Esta Carta, como tantas actas de ese tiempo
conservadas en los archivos eclesiásticos, relata una protesta a propósito de
una limosna que el donador o sus derechohabientes no querían soltar. El
monasterio pretendía haber recibido en donación un viñedo cerca de Saumur.
Godofredo lo había recuperado y otorgado «a sus esposas o mejor, a sus
concubinas» (he ahí la mala palabra, que condena). La reseña nos proporciona la
lista de estas mujeres: «A Inés en primer lugar; luego a Grecia; después a
Adela, hija del conde Odón; luego de nuevo a Grecia y, finalmente, a Adelaida
la alemana». Primo... deinde... postea...
postremo: el vocabulario es soberbio. Bellísimo ejemplo de poligamia
sucesiva. Esto lo hemos sabido casualmente, porque esa tierra sirvió de dote
marital. Así como el castillo de Montreuil utilizado por Hugo Capeto para dotar
a la esposa de su hijo, esa hacienda no procedía de los antepasados, sino que
había sido conquistada, al mismo tiempo que el castillo de Saumur, por Fouque
Nerra, en 1026. Fouque lo había dado como dote de viudedad a su última mujer
legítima. Al quedarse viuda, ésta la conservó y, al partir para Jerusalén con
la esperanza de morir cerca del Santo Sepulcro, lo legó a su hija Ermengarda,
viuda también, quien quizá lo regaló a los monjes por el descanso del alma de
su marido. La primera historia de estas filas de linajes aporta un nuevo
testimonio sobre la práctica, común, al parecer, a las sociedades
indoeuropeas[58], que es el hábito de deducir del patrimonio una porción
marginal, tomada de los gananciales, para otorgarla a las mujeres de la casa, y
que desde entonces se transmitía de madre a hija, de tía a sobrina. Ocurrió,
sin embargo, que Ermengarda fue nuevamente casada por sus parientes con uno de
los hijos del rey Roberto el Piadoso, Roberto, duque de Borgoña. Esta segunda
unión de Enmergarda es tachada de ilícita por un monje de conocido rigor, Jean
de Fécamp, porque el duque, «habiendo repudiado a su esposa legítima, se hundió
en un comercio deshonesto y mancillado por el parentesco»[59]. Era, en efecto,
pariente en cuarto grado de su nueva esposa. Esto no impidió las nupcias, pero
Godofredo Martel tomó de ahí el pretexto para recuperar esa parte de la dote de
viudedad de su difunta madre. Hizo que una tras otra, sus mujeres se
beneficiaran de ella. La última, Adelaida, conservó la hacienda dos años
después de quedar viuda, hasta que el nuevo conde de Anjou se apoderó de ella.
Vemos ahí otra característica: el escaso poder de la mujer sobre el sponsalicium, la dos que recibe de su esposo: es raro que la goce durante mucho
tiempo cuando queda viuda sin hijos; y si es repudiada, su poder resulta más
precario todavía, porque los dirigentes de la casa, los machos tienen la fuerza
a su favor y les disgusta ceder a otros las posesiones que fueron antes de sus
antepasados varones. Este texto revela que Godofredo Martel tuvo,
una después de otra, cuatro «concubinas» —como decían los monjes: en realidad,
cuatro esposas; la última de las cuales es llamada uxor en 1060 en las Cartas otorgadas por la cancillería condal—.
Las primeras nupcias del conde de Anjou databan de 1032. Ya tarde —tenía
veintiséis años—, su padre, ocho años antes de morir, escogió para él una
heredera, Inés, viuda de Guillermo el Grande de Aquitania. Era de alta
alcurnia, hija del conde de Borgoña, nieta de un rey de Italia y descendía de
Carlomagno. En ese momento de gran esplendor, los príncipes angevinos se
casaban tan bien como los Capetos, si no mejor. Godofredo la despidió hacia 1050.
Le fue fácil. Todo el mundo sabía que era pariente próxima, por afinidad. El
monje que tenía el obituario de la abadía de Saint-Serge escribía en el año
1032: «El conde tomó en matrimonio incestuoso a la condesa Inés, que había sido
la mujer de Guillermo, su primo», en tercer grado; y el redactor de los Anales de Saint-Aubin dice: «Guillermo
tomó a Inés en matrimonio incestuoso y la ciudad de Angers se quemó en un
incendio horrible». El pecado del príncipe atrajo el castigo sobre todo su
pueblo. Se lee en la misma crónica, en el año 1000: «Primer incendio en la ciudad
de Angers, pocos días después de que la condesa Isabel fuera quemada [por su
marido Fouque Nerra, y por causa de adulterio, que era el medio más seguro para
suprimir todo obstáculo a nuevo casamiento]». Advirtamos que Godofredo Martel
vivió pacíficamente con este pecado durante veinte años. Sólo comenzó a
sentirse mancillado cuando pensó en cambiar de esposa. Entre 1049 y 1052, se
casó con otra viuda, la del señor de Montreuil-Bellay, hija de la casa de
Langeais, muy encopetada. Aceptaba, sin embargo, rebajar un buen punto el nivel
de su unión. Puede ser que el rey Enrique I le hubiera obligado en aquel
entonces. Luego, durante los ocho últimos años de su vida, tuvo una auténtica
mudanza de mujeres: despedía a Grecia por la hija del conde de Blois, su prima
en cuarto grado, lo que garantizaba poder deshacerse de ella en cualquier
momento; volvía a Grecia, la sustituía por Adelaida. Esta aparente inconstancia
procedía de una preocupación mayor: engendrar un heredero. Tenía cuarenta y
cinco años en el momento de su primer divorcio, y tenía prisa. Probaba aquí y
allá, febrilmente y sin éxito, porque la esterilidad era culpa suya, cosa que
los hombres, en aquel tiempo, no confesaban. En su lecho de muerte hubo de
escoger para sucederle a los jóvenes de su sangre más allegados: los hijos de
su hermana Ermengarda. El mayor recibió el «honor», el condado; el menor, un
solo castillo que tuvo en feudo de su hermano. En 1060, es uno de los primeros
ejemplos en esta región de lo que los juristas denominan le parage [60](3).
En la primera mitad del siglo XI, los
príncipes usan tan libremente del matrimonio como el rey, menos atentos aún, al
parecer, a la reprobación de la Iglesia. ¿De la Iglesia? Al menos de una parte
de los eclesiásticos. Estos grandes señores son más libres que los reyes,
aunque su deber de defender un patrimonio no es menos imperioso. La
despreocupación que manifiestan debe relacionarse, en mi opinión, con los
cambios que en esa época adoptan en la aristocracia las relaciones de parentesco.
Después de Karl Schmid y de otros alumnos de Gerd Tellenbach, he escrito mucho
de un fenómeno de amplias consecuencias: el paso de una estructura familiar a
otra distinta. A finales del siglo IX, el parentesco se vivía, si puede decirse
así, horizontalmente, como un grupo que reúne, a lo largo de dos o tres
generaciones solamente, a los consanguíneos y a los parientes por alianza,
hombres y mujeres, en el mismo plano —lo que puede verse en el Manual de Dhuoda y también en los Libri memoriales, esos registros que
servían para las liturgias funerarias y que muestran, reunidos en comunidad
espiritual por el deber de rezar y por el mismo espíritu de salvación, a grupos
formados, por ejemplo, por unos diez difuntos y unos treinta vivos—. Poco a
poco este conjunto fue sustituido por otro, vertical, ordenado en función
únicamente de la agnatio —un linaje
de hombres, ya que el puesto y el derecho de las mujeres, se va mermando—; y a
lo largo de este tronco, la memoria de muertos y muertos, remontando hacia un
abuelo, cada vez más alejado: el héroe fundador de la casa. Desde hacía mucho,
la casa real daba esa imagen de sí misma. En la primera fase de la
feudalización, a lo largo del siglo X, los amos de los grandes principados en
formación, los príncipes, la adoptaron. Esta imagen se propagó por mimetismo, y
ahora con mucha rapidez, en la época de turbulencia que rodea al año 1000,
cuando aparece un nuevo sistema de explotación: el señorío. Se difunde a través
de todo el estrato social, al que en adelante este sistema aislaría más
rigurosamente del pueblo.
Descifrando los pergaminos de los archivos
de Cataluña —es decir, en el reino de Francia, pero muy lejos de la región que
contemplo—, Pierre Bonnassie[61] vislumbra entre 1030 y 1060 señales de una
perturbación. Ve a jóvenes expulsados, a los que se obliga a ir muy lejos so
pretexto de peregrinación; ve a otros tomar las armas contra su padre o su tío;
ve hermanos enfrentados que se matan entre sí; oye a los contemporáneos
lamentarse: es la depravación de la juventud, los jóvenes no respetan ya a los
ancianos... Y convulsiones como las que se encuentran en la familia condal de
Barcelona, por ejemplo, las descubro también en la de los condes de Anjou:
Fouque Réchin disputó el condado a su hermano menor, le venció, le capturó, le
desheredó y no lo liberó jamás de la estrecha mazmorra donde lo había encerrado
para librarse de él. ¿Es seguro que tales discordias fueran una novedad? Las
vemos mejor porque los documentos cambian en ese momento de naturaleza; a las Cartas
hasta entonces envaradas en fórmulas rígidas, secas, que no revelan casi nada
de lo concreto de la vida, suceden en esta misma época, tanto en el norte de
Francia como en Cataluña, narraciones muy libres, prolijas relaciones vivas de
debates realizados ante asambleas de arbitraje, y estas pequeñas crónicas
dramatizantes se complacen en las manifestaciones de violencia. Por muchos
indicios, parece, sin embargo, que tal tumulto sorprendió. En esos años, las
tensiones se agravaron ciertamente en el seno de las familias y podemos suponer
que ello fue consecuencia de una modificación súbita de las reglas seguidas
tradicionalmente durante los repartos sucesorios, y asimismo el efecto de una
concentración de poderes entre las manos del caput mansi, como dice una Carta cluniacense, o del caput generis, como dice después ya
Alberto de Brujas —del «jefe», del «jefe de casa», de lo que se convierte en
una «raza», en un linaje—. Los hijos de este hombre, frustrados, reclaman en
cuanto alcanzan la mayoría de edad, se apoderan de lo que pueden, cuando
pueden, a la fuerza, siempre amargos, rabiosos, como lo están también los
esposos de sus hermanas y de sus tías, que ven esfumarse el derecho a heredar
que esperaban. En ese tiempo, el responsable del honor familiar, para preservar
su esplendor, se dedica a controlar con todo rigor la nupcialidad de las
jóvenes y de los muchachos colocados bajo su autoridad, cediendo de buen grado
las unas, pero no autorizando sino a alguno de los otros a contraer matrimonio
legítimo. Esa parsimonia lleva a mantener en celibato a la mayoría de los
guerreros, avivando así su rencor y su turbulencia. Considero estos cambios de
actitud, que datan de la primera mitad del siglo XII, como uno de los aspectos
más importantes de la «revolución feudal».
En esta profunda
mutación que modificó en unos decenios las estructuras de la clase dominante;
que la constituyó en una yuxtaposición de pequeñas dinastías rivales,
arraigadas en su patrimonio, aferradas al recuerdo de sus antepasados varones,
en competición por el poder señorial y en su distribución, parece que el
matrimonio tuvo un papel principal. El rey, los grandes príncipes feudales,
estrecharon el vínculo de amistad vasallática repartiendo esposas a los más
abnegados de sus fieles. Así pues, el matrimonio fue instrumento de alianzas.
Fue sobre todo instrumento de implantaciones: al tomar mujer, al apoderarse de
ella o al recibirla de su señor, algunos caballeros lograron salir del estado
doméstico; abandonaron la casa de un patrón para fundar la suya. Los documentos
de la época informan mal sobre estos fenómenos. Pero los vemos reflejarse
ciento cincuenta años más tarde en el recuerdo que los descendientes de esos
felices esposos conservaban de su lejano abuelo: se complacían en imaginarle bajo
los rasgos de un aventurero, de un «joven», un caballero errante prolongando su
búsqueda al modo de Lancelot o de Gauvin y consiguiendo por fin fijarse,
establecerse, al casarse. Quizá este recuerdo estaba deformado, y prefiero
volver sobre él luego, cuando examine los escritos que lo conservan[62]. Pero
durante la mutación de que hablo, las relaciones en el seno de la pareja
conyugal evolucionaron. Los textos contemporáneos de esta transformación son
más explícitos:
algunas actas, conservadas en el fondo de los archivos o
los cartularios, permiten vislumbrar cómo cambiaron insensiblemente las formas
del contrato matrimonial.
Con ocasión de la adquisición de un bien,
ocurría que el monje o el canónigo encargado de la gestión del dominio eclesiástico
conservaba en el informe que garantizaba la transferencia de propiedad tal o
cual pieza entregada por el donador o el vendedor y anteriormente redactada
durante un matrimonio, más exactamente, durante la primera fase del ritual, la desponsatio. En los países donde la
tradición de la escritura jurídica no se había perdido completamente, la
actuación simbólica implicaba en efecto que un pergamino conteniendo los
términos del acuerdo pasara de mano en mano ante los ojos de los parientes y de
los amigos reunidos. Tales documentos son escasísimos en las provincias objeto
de mi investigación. Por este motivo los dejo un poco aparte. Vuelvo un momento
a la fuente de información, de excepcional riqueza para los años que enmarcan
el año 1000: los cartularios de la abadía de Cluny, el de la catedral de Mâcon
y otros registros procedentes de establecimientos religiosos vecinos, más
modestos. Ahí quedan algunas migajas, esparcidas al azar, de lo que la
costumbre hacía entonces escribir, en todas partes, hasta en las menores
aldeas, en todos los grados de la escala de las fortunas, e incluso entre el
campesinado, entre los más pequeños propietarios, para fijar los derechos
respectivos sobre los bienes de la pareja, cuando ésta se constituía. Utilizo
esta fuente, sin perder de vista que, quizá, las costumbres no eran exactamente
iguales en Île-de-France o en Picardía, y sabiendo también que no hay que
esperar mucho de este tipo de textos, porque el formalismo de los notarios
oculta la realidad profunda y casi nada se transparenta de las relaciones
conyugales, a no ser lo que afecta a la propiedad de los bienes raíces. Entre
estos títulos, algunos, aunque muy pocos, conciernen a lo que nosotros llamamos
hoy la dote, la donación de los padres a la hija que contrae matrimonio, o más
bien a la pareja que se formaba. «A ti, mi querido yerno, y a su mujer
[traduzco fielmente, transcribiendo las incorrecciones de un latín a menudo muy
bárbaro] yo y mi mujer damos...»[63]; el yerno va en primer lugar, con respecto
de las jerarquías, porque el hombre es el jefe de la mujer. Del año 1000 data
otra huella —digo bien, huella, ya que el acta se ha perdido—. Se menciona con
ocasión de una transacción ulterior: una esposa actúa en esta ocasión la
primera, pero no sola, sino con su marido, «yo y mi señor» (dominus); ofrecen juntos a Cluny dos fincas rurales, pero proceden
de la madre de la mujer, que «al casarla se las había cedido en dote (in dotem)»[64]. Aquí sólo la madre ha
dotado; sin duda, el padre había muerto. Advirtamos que el bien procedía de los
antepasados maternos: una tía de la donante ya había cedido esas tierras a Dios
y a los monjes de Cluny. Hermana, madre, hija: de nuevo aparece aquí esa parte
de la fortuna dejada a las mujeres para su matrimonio o sus limosnas funerarias.
Tercera y última mención, que data de la segunda mitad del siglo XI:
un caballero reparte con sus hermanos la sucesión paterna,
a excepción, dice, de una porción, muy pequeña, que el padre había dado «a sus
hermanas y a sus hijas», probablemente al casarlas[65].
Sin embargo, no puede afirmarse que fuera
absolutamente necesaria una aportación de la hija con ocasión de los
esponsales. En cambio, era preciso que el marido la dotase y, en Mâconnais, por
carta, una Carta de donación. Muy
breve. He aquí tres de esas actas que fueron redactadas el mismo año, en
975-976, en las cercanías de Cluny por sacerdotes rurales[66]: «A mi dulcísima
y amabilísima sponsa [sólo se dirá uxor después de las bodas] yo Dominique
tu sponsus, cuando por voluntad de
Dios y por el consejo (consilium) de
los padres de nosotros dos, te he desposado (sponsavi)
y si place a Dios quiero entrar contigo en comunidad legítima, por amor te
doy [estas gentes son pequeños propietarios, Dominique cede «la mitad de su
porción» en una única explotación agrícola que tiene con sus hermanos; por este
don su mujer se convierte en participante del indiviso] [...] esto te lo doy en
dote». «Por amor y buen querer que tengo por ti y por los buenos servires que
me has de servir y otras cosas prometidas, a causa de esto te doy...». «Por el
amor de Dios, de mis padres y de mis amigos, te he desposado según la ley
Gombette [referencia aquí a la ley civil, la vieja ley romana antaño adoptada
por los burgundios] de mi parte, de todo lo que tengo, la mitad toda te doy, a
ti mi sponsa, y te doto antes del día
nupcial, y tú harás de ello después de ese día todo lo que quieras». Ya se ve:
las fórmulas de estos contratos campesinos son diversas. Pero han germinado
sobre un mismo fondo y cada escriba repite la misma, sacada de su memoria o de
su manual. Muestran ante todo la distinción entre «esponsales» y «bodas»: el
pacto concerniente a los bienes precede a la unión de los cuerpos; la esposa no
entra en posesión sino después de la noche en que su marido la ha poseído. A
partir de entonces, es plenamente dueña de su porción, igual a la que conserva
su esposo. Entra en la casa que la acoge como asociada a parte entera, entre
los copropietarios del patrimonio. «Yo te doy una participación —dice
expresamente un sponsus— en mi
herencia que me vendrá de mi padre y de mi madre»[67]. Observemos también que
el marido actúa solo: «Yo...»; así es como habla. Observemos también la
referencia obligada al amor, al «buen querer». Las fórmulas, no obstante,
muestran cuidadosamente que el sentimiento y la decisión individual están
subordinados por un lado a la voluntad divina y por otro, al «consejo», es
decir, a la decisión de los padres. El acta escrita adquiere solemnidad cuando son
ricos, grandes, los que se casan. He aquí la Carta de sponsalicium[68]de Oury, dueño del castillo de Bâgé, en Bresse, el
más poderoso, junto con el señor de Beaujeu, de los vasallos del conde de
Mâcon. Fue redactada en 994 en la ciudad de Mâcon en muy buen latín por un
canónigo de la catedral y suscrita por el conde y la condesa. Su largo y
pomposo preámbulo expone la teoría eclesiástica del buen matrimonio, recordando
«la costumbre antigua», «la ley del Antiguo y del Nuevo Testamento», «la
confirmación del Espíritu Santo, que nos instruye por mediación de Moisés (?)
del matrimonio del hombre y de la mujer»; se cita el Génesis,II, 24: «El hombre
abandonará a su padre y a su madre y ellos serán dos en una sola carne»; se
cita a Mateo,XIX, 26: «Lo que Dios ha unido, no lo separará el hombre»;
finalmente se hace alusión a las bodas de Caná: «Nuestro Señor que se hizo
hombre y que hizo a los hombres ha querido estar presente en las bodas a fin de
confirmar la santidad de la autoridad plenaria del matrimonio». Según todas las
apariencias, Oury mismo leyó esta parte del texto; las palabras de la Escritura
salieron también de su boca y, por la necesidad del acta escrita, por la de
recurrir forzosamente para redactar este acta a las gentes de Iglesia, se ve
infiltrarse la moral que éstos predicaban en el espíritu de los laicos e
impregnar actitudes muy profanas, como el cambio, la hija cedida, el contra don
de aquel que la toma para sí. «Por esto, yo, Oury —prosigue—, respetando
semejante autoridad, inspirado por el consejo y las exhortaciones de mis
amigos, ayudado por la piedad celeste, me valgo de la costumbre general de la
asociación conyugal: por amor, y según el antiguo uso, te doy a ti, mi sponsa, carísima y amantísima, por la
autoridad de este sponsalicium...» no
una parte indivisa en esta ocasión, sino una serie de bienes, designados por su
nombre, un vastísimo conjunto territorial que sale de la fortuna hereditaria,
cedido con el consentimiento de un hermano (los padres están muertos) en
donación perpetua «para tenerla, venderla, darla, para hacer con ella lo que
quieras, según tu libre arbitrio». Esta declaración enfática repite de hecho
las palabras que los sacerdotes rurales transcribían en una lengua muy rústica,
en recortes de pergamino, cuando casaban a los pueblerinos.
Las formas cambiaron durante el medio
siglo que enmarca el año 1000. Las últimas Cartas de sponsalicium que fueron copiadas en los cartularios de esta región
datan de los años treinta del siglo XI[69]. El hecho de que desaparecieran se
debe a que los procedimientos judiciales se transformaban, a que ya no era útil
presentar ante las asambleas de justicia pruebas escritas, a que para dictar su
sentencia los árbitros se basaban ahora en testimonios orales o en las pruebas
del juicio de Dios. Los archiveros, por consiguiente, no se preocupaban ya de
títulos de esta clase. Sin embargo, seguía existiendo la costumbre de una
donación formal del marido con ocasión de los esponsales. De los archivos de
Notre Dame de Beaujeu extraigo un documento datado en 1087: un hombre recuerda
que ha desposado a una mujer «bajo régimen dotal, dándole el tercio de sus
derechos sobre una explotación agrícola»[70]. Sin embargo, si los monjes y los
canónigos descuidaron la conservación de las huellas de semejante contrato es
sin duda también porque, pasados 1030 y 1040, el poder del hombre sobre la
totalidad de la hacienda conyugal se había reforzado hasta tal punto que,
siendo en adelante puramente ficticias las prerrogativas de la esposa, de nada
servía levantar acta de ellas.
Aparentemente, ése es el sentido de la
evolución. La asociación a partes iguales de los dos cónyuges se transforma
insensiblemente en una pequeña monarquía en la que el marido reina como amo. En
efecto, el movimiento que eleva a las relaciones familiares a circunscribirse
al marco del linaje afirma la preeminencia de los varones; invita a proteger el
patrimonio ancestral del fraccionamiento, a limitar el número de los que pueden
pretender a recoger una parte; para reducir este número a la mitad basta con
que sean excluidas de la sucesión las mujeres de la casa. De esta forma se
suprimió el poder femenino sobre los bienes hereditarios. Este progresivo
apartamiento aparece en muchos indicios.
Ante
todo, se ve disminuir la parte otorgada a la esposa por el acto de sponsalicium.
A finales del siglo X, era la mitad; lo es todavía en
1018[71]. Pero en las Cartas escritas en 1005-1008[72], el marido ya no cede
más que el tercio de su tierra; añade un pequeño regalo; una parcela de campo o
de viñedo. Pasado 1030, este suplemento desaparece. Las cláusulas que
restringen el derecho que tenía la mujer a disponer plenamente de su parte son
las de mayores consecuencias. Se las ve aparecer en 1004, 1005, 1006. La cesión
ya no es más que vitalicia: a la muerte de la esposa el bien dotal revertirá, y
se dice expresamente, a los herederos de la pareja. El mismo Oury de Bâgé, a
favor de su misma carísima y amantísima compañera, animado de igual amor y de
la misma benevolencia, aumentó la donación que había hecho diez años antes —sin
duda su hermano había muerto, y como había heredado sus bienes, debía restablecer
el equilibrio en el seno de la asociación conyugal—; pero tuvo buen cuidado de
estipular que «después de la muerte [de su mujer] estas cosas volverán a los
hijos que han nacido o nacerán de ella y de mí»[73]. Las fórmulas que se usan
en la aldea son más restrictivas todavía: «Si existen herederos directos de
nosotros mismos, la dote de viudedad les corresponderá a ellos; si no los
tenemos, disfrutaremos del usufructo mientras vivamos [observémoslo bien: la
esposa no tiene más que el disfrute, que comparte con su marido]; tras su
muerte, irá a mis parientes»[74]. Esta disposición se instaló firmemente en las
costumbres, al mismo tiempo que otra, menos estricta: «Después de nuestra
muerte, un tercio volverá a mis parientes; del otro, harás lo que quieras»[75].
Los sacerdotes redactaban estas actas: velaban por conservar la parte del
muerto, esperando que se utilizaría para las limosnas funerarias.
En este momento de la evolución, el
derecho de la esposa es aún efectivo. Si sobrevive a su marido, dispone hasta
su muerte de los bienes que le han sido dados durante el matrimonio. Entre 1031
y 1048, el caballero Bernardo, al partir para Jerusalén, se despojó de todo:
tenía dos hermanos e hizo ofrenda a Cluny del tercio de lo que había
pertenecido a su padre y que tenía en indiviso con ellos; dio igualmente «el
tercio de lo que su madre tenía, en vida, y que los monjes recibirían después
de su muerte»[76]. Otro Bernardo cede en 1037 lo que posee, con el
consentimiento de su hermano, de su mujer y de todos sus amigos; Cluny recibe
la mitad de la herencia, conservando su hermano la otra; en cuanto al dotalitium de la esposa, el marido
dispone libremente de él: lo da también al monasterio pero con la reserva de
que su mujer conserve el usufructo hasta su muerte[77]. Finalmente, en la época
del rey Roberto: «A mi querido hijo, yo, tu madre, por amor y buena voluntad
[las palabras usadas aquí son las que el marido pronuncia al dotar a su mujer]
te doy lo que recibí en dotalitium de
mi señor [senior: entendamos mi marido]
y de mi padre»[78]. En esta pareja, la dote de la esposa había sido constituida
por bienes procedentes a la vez de su propio linaje y del de su hombre; la
donadora cede la nuda propiedad, conserva el disfrute durante su vida, y se ve
claramente el significado de este escrito: el marido acababa de morir y era
necesario garantizar de nuevo los derechos de la viuda frente a las
pretensiones de su hijo. Confirmación pues, y semejante a la que evoca esta
otra pieza, también sacada de los archivos cluniacenses: hacia 1080, una mujer,
con la aprobación de sus tres hijos, donó un gran dominio: «esta villa, dice la noticia, la había
conservado como limosna de su marido y de su hijo, cuando su marido repartió su
honor entre éstos»[79]. Mediante el don de esponsales, la mujer estaba
asegurada por tanto contra los riesgos de la viudedad. Lo estaba asimismo
contra los del repudio. Por el acta que he citado hace un momento, Notre Dame
de Beaujeu recibió de una mujer el sponsalicium
que había conservado hasta su muerte aunque su matrimonio hubiera sido roto
por causa de consanguinidad: no todos los maridos trataban con tanta libertad
como Godofredo Martel la tierra con que había gratificado a su esposa.
Las estipulaciones de estas Cartas tenían
efecto cuando el vínculo conyugal se soltaba, cuando la mujer quedaba sola.
Hasta entonces sus derechos quedaban anulados por los que poseía y ejercía el
hombre. Eran cada vez más, a medida que las relaciones de parentesco se
estrechaban en el círculo de las estructuras del linaje y que, en las
conciencias, el grupo familiar revestía el aspecto cada vez más claro de un
linaje de hombres; imagen que refleja esta cláusula de un acta de donación
datada en 1025: «A lo largo de los tiempos, los hijos legítimos salidos de mi
semilla y de mi esposa legítima se heredarán sucesivamente por recta y legal
línea de generación»[80]: los «hijos», no los «niños», son los únicos herederos
auténticos; las hijas están excluidas de igual modo que lo están los bastardos.
Privilegio de la masculinidad e importancia de la legitimidad del matrimonio.
De ello resulta que, en la pareja, el «amo», el marido, el «señor» —lleva el
nombre que se da a Dios padre— hacía notar el peso de su autoridad: administra
la parte del patrimonio ancestral que ha dado a su compañera, así como lo que
pueda corresponderle a ésta de la hacienda de sus padres. Dispone de ello.
Desde luego necesita su consentimiento, pero él es quien habla, quien obra. En
1005, un caballero da «todas las posesiones que el padre de su mujer tenía en
tal lugar y que él mismo poseía (tenebat)
de parte de su mujer»[81]. En el otro extremo del siglo, una esposa ofrece
a Saint-Vincent de Mâcon la dote que había recibido: la donación se realiza
«por mano» de Bernard, su marido[82]. Todos los derechos de la sociedad
conyugal están sujetos, como se ve por las palabras, por la mano cada vez más
crispada de un hombre.
Este dominio progresivo del esposo sobre
la totalidad de los bienes de la pareja, unido a las disposiciones que reducen
la extensión de la dote de viudedad y que prevén su retorno a los varones de
linaje, protegía la fortuna de bienes raíces heredada de los antepasados de un
peligro: el mal uso que quizá iba a hacer esa mujer de otra sangre, introducida
en la casa, de la porción que le había sido cedida. Pero el refuerzo del poder
marital implicaba otra amenaza. Quien daba una hermana, una hija, una sobrina
en matrimonio, podía temer que el hombre extraño que en adelante tendría poder
sobre aquella mujer fuera a poner la mano sobre los bienes del linaje. De
hecho, las piezas de archivo que examino dan fe del derecho de los yernos. Más
tarde, pasada la mitad del siglo, hacia 1050, el caballero Achard agonizaba en
su casa de los alrededores de Cluny; en su lecho, dictaba sus voluntades;
designaba las tierras que ofrecía a Dios para la salvación de su alma y pidió a
sus parientes que aprobasen el don, es decir —tal es el significado de ese
asentimiento—, que renunciasen a sus prerrogativas a fin de participar en la
limosna y en el beneficio espiritual que se esperaba de ella; sus hijos se presentaron
entonces los primeros, los siguió un primo, luego un pariente, por último el
yerno y su esposa; este hombre era el último de la procesión, pero estaba allí
y pasaba por delante de su mujer, como lo exige la jerarquía natural[83]. Es
por entonces cuando se ve aparecer, cada vez más amenazadores, a los yernos de
los bienhechores difuntos entre aquellas personas, cada vez más numerosas, a
quienes los establecimientos religiosos deben comprar, y cada vez a mayor
precio, la renuncia, si quieren gozar en paz de las piadosas donaciones.
La forma de hacer frente a este peligro
fue reducir el derecho de las hijas casadas a la herencia, limitando este
derecho a ciertos bienes que la propia madre había tenido en dote, y que de
esta forma se encontraban empleados de nuevo: una pequeña franja sacrificada en
la linde del alodio de los antepasados. No obstante, cuando el jefe de la casa
sólo dejaba hijas al morir, el marido de la mayor se apropiaba de todos los
bienes. En este caso, suplantaba a los tíos, a los primos y ocupaba el lugar de
su suegro: esto se produjo en tres castillos de la región maconesa a finales
del siglo XI[84]. Una de estas reseñas de los cartularios cluniacenses, que son
de hecho breves crónicas, muestra cómo el esposo utilizaba entonces las
prerrogativas de su cónyuge[85]: al volver a Jerusalén, el vizconde de Mâcon
había muerto en Lyon, agotado a dos pasos de su morada; era un «joven», un
célibe y dejaba una herencia enorme. El conde de Mâcon, «habiéndose apoderado
por matrimonio de su hermana, reivindicó para sí todo el honor» (se había
casado precisamente para eso, rebajándose a tomar esposa en el linaje de un
vasallo); chocó con los monjes de Cluny: a quienes el difunto había dejado casi
toda su hacienda. Ante el obstáculo, el conde se volvió atrás: despidió a la
esposa de la que ya no podía sacar ventajas, arguyendo «razones establecidas»,
es decir, la consanguinidad; la mujer recayó entonces, dice el texto, «a cierto
caballero», en realidad vasallo del conde, quien había cedido la esposa que
repudiaba a uno de sus hombres. Era el mejor empleo que podía hacer de ella:
darla en recompensa a un joven de su bando, ganando así su gratitud, porque
ella conservaba pretensiones y ella y su nuevo marido se las vendieron, muy
caras, a la abadía. Sin los monjes, esta mujer hubiera llevado a su matrimonio
toda la herencia de sus padres, porque no tenía hermanos. En
cambio, si la esposa los hubiera tenido, las cosas estaban claras: los derechos
de este hermano sobre los bienes ancestrales que le habían sido cedidos al
casarse primaban sobre los del marido. Tal es el caso de un yerno, Rolando el
Bressano, a quien su nombre, el apodo que lleva, señala como hombre aventurero.
Por casualidad había desposado a la hija del amo de un castillo, el señor de
Berzé. Ella era viuda. Antes de volverse a casar, había hecho a los monjes
cluniacenses una gran donación, reservándose el usufructo vitalicio de los
bienes cedidos. Las propiedades procedían de su padre y las había recibido en
ocasión de su primer matrimonio, porque las hijas no se iban de casa con las
manos vacías. Esta mujer murió en 1100. Para entrar en posesión de esta
limosna, el monasterio hubo de tratar, discutir duramente con los hombres que
seguían teniendo la tierra en su poder, o que estaban dispuestos a apoderarse
de ella y que eran el marido y el hermano. Los dos terminaron por renunciar a
sus derechos[86]. Prometieron hacer aprobar más tarde el don por los infantes, muy pequeños, de la difunta,
cuando tuvieran edad para comprometerse personalmente. Todo esto fue pagado. El
hermano, Hugo de Berzé, recibió doscientos sous
y un palafrén. Esto era mucho: un hermano conservaba, pues, un gran poder
sobre la parte del patrimonio que su hermana había recibido como dote. Al
marido, Cluny le dio mucho más: tres mil sous.
Pero lo que compraban a este precio los administradores de la abadía no
eran en verdad los propios derechos de este hombre, eran los de los hijos que
le había dado su mujer. Porque el texto dice que Rolando dio las treinta y seis
mil piezas de plata a su cuñado, «para que compre tierras en nombre de los
susodichos niños». Estos dineros le habían sido entregados, pero no habían
hecho más que pasar por su mano, porque no le pertenecían, como tampoco le
correspondía dar el consentimiento que había dado, sino que sus hijos hablaban
por su boca, porque esas tierras jamás habían sido suyas; el hermano de su
mujer, el tío materno de sus muchachos y jefe del linaje, conservaba sobre
ellas un derecho de fiscalización, al mismo tiempo que el deber de querer a sus
sobrinos. A este hombre, guardián eminente del patrimonio ancestral, le
correspondía reinvertir en bienes raíces la compensación en moneda que habían
recibido los hijos menores.
Basada en estas reglas consuetudinarias,
todavía móviles, y según lo que se percibe por estos fragmentos, al azar de
informaciones muy escasas, se establece una estrategia matrimonial. Muy simple:
el jefe de casa se dedicaba a casar a todas las hijas disponibles del linaje;
al dispersar de este modo la sangre de sus abuelos, creaba alianzas,
reafirmadas en la siguiente generación por la relación privilegiada que unía a
los hijos del hermano de su madre. Esta política fue —y vuelvo a referirme al
norte de Francia— la de un yerno que había trabajado muy bien, Hilduino de
Ramerupt. Había heredado por parte de su mujer el condado de Roucy y, para
amarrarlo más sólidamente, había dado por esposa a su propio hermano su suegra,
que había enviudado. Casó y volvió a casar a sus siete hijas: tres generaciones
más tarde, el historiador puede identificar unos ciento veinte descendientes de
este personaje[87]. En cambio, la prudencia imponía no autorizar más que a un
solo hijo a tomar esposa legítima, a menos que se encontrara para otro una hija
sin hermano, una heredera. Se casaron dos hijos de Hilduino: uno de ellos pudo
instalarse en la casa de su mujer; al otro le tocó, aparentemente intacto, el
«honor», lo esencial de la sucesión paterna. En cuanto a los varones sobrantes
que no habían podido entrar en una comunidad religiosa por el favor de un tío
prior o canónigo[88] aguardaban, con la esperanza, como ese vasallo del conde
de Mâcon, recibir un día una esposa como regalo, o bien partían a buscar lejos
la riqueza. Según las Cartas fueron muchos los que en el Mâconnais de principios
del siglo XI fueron a buscar fortuna al mismo tiempo que la salvación de su
alma, camino de Jerusalén. La densidad excepcional de la
documentación permite observar el crecimiento de los linajes caballerescos en
la vecindad de la abadía de Cluny durante el siglo XI y, por tanto, medir la
eficacia de semejante control de la nupcialidad masculina. Este control puso
efectivamente un término, inmediatamente después del año 1000, a la
multiplicación de las capas familiares que venía prodigándose desde hacía
decenios y que fraccionaba las inmensas propiedades constituidas en la época
carolingia. Limitó el número de casas aristocráticas, que hacia 1100 eran
treinta y cuatro, poco más o menos las mismas que parroquias, en esa área tan
restringida, la única en Francia en que puede hacerse una investigación
rigurosa. Sólo tres se habían formado, dos generaciones más tarde, por
ramificación consecutiva al matrimonio fecundo de un hijo menor. En todos los
demás linajes, una estricta disciplina había impedido, pese a la profusión de
los nacimientos, que ramas adventicias se desplegaran en torno al tronco.
Tenemos por ejemplo a Bernard Gros, señor del castillo de Uxelles, a principios
del siglo XI, que había tenido seis hijos. De ellos, dos profesaron como
monjes; otros tres, caballeros, murieron solteros; sólo uno engendró un hijo
legítimo que hacia 1090 tenía en su poder, sin repartirla, la fortaleza y todos
los derechos que de ella dependían[89].
Uno de los efectos de esta cristalización
fue someter más estrechamente la condición femenina a la masculina y, a la vez,
avivar el terror secreto que las esposas inspiraban a su marido. Temor a una
revancha taimada, mediante el adulterio y el asesinato. Cuántos príncipes hay
de quienes los cronistas de esta época refieren que su mujer los envenenó.
Cuántas alusiones a las «intrigas femeninas», a los «artificios nefastos», a
los maleficios de toda clase que fermentaban en el gineceo. Imaginemos al
caballero del siglo XI temblando, lleno de sospechas, junto a esa Eva que cada
noche se reúne con él en el lecho, cuya insaciable codicia no está seguro de
complacer, que le engaña indudablemente y que quizá esa misma noche le ahogará
bajo la almohada durante el sueño.
VI
LOS
HERÉTICOS
Me
sorprende una coincidencia: en los años veinte del siglo XI, en el momento
mismo en que se descubre esa inflexión de las prácticas matrimoniales de los
caballeros, se ven surgir movimientos que los dirigentes de la Iglesia llaman
heréticos[90]. Tenemos en ello dos aspectos unidos de la perturbación general
que estremecía entonces el reino de Francia. Indudablemente el florecimiento
herético no parece separable de los «terrores del año 1000», de la fuerte ola
de inquietud religiosa que aumentó al acercarse el milenio de la pasión de
Cristo: la llamada al arrepentimiento y a la purificación era lanzada desde
todas partes; algunas parecieron sospechosas. Sin embargo, también la herejía
fue, sin duda, una de las formas que revistió la resistencia a la implantación
de la «feudalidad», es decir, de una nueva distribución del poder. Reunió a los
que se sentían oprimidos: los campesinos acomodados excluidos de la caballería
y sometidos a las exacciones señoriales, el pueblo de las ciudades que
despertaba de su torpor, y por supuesto, las mujeres, las más estrechamente
reprimidas, frustradas en su derecho por los machos. La pululación de sectas
desviantes, ¿no tendría cierta relación con las degradaciones de la condición
femenina? Perseguida y finalmente destruida, y en cualquier caso
forzada a emboscarse, a perderse en la sombra, la herejía —es el mismo caso de
todas las ideologías de protesta— dejó pocas huellas. Esas huellas son todas
indirectas. Se percibe el desvío en el momento mismo en que es rechazado, a
través de los sarcasmos y de los juicios que lo condenan. Parece estallar por
todas partes. Nuestros informadores tienen en cuenta tres puntos de emergencia
en la Francia del norte: en Champagne, donde una heresiarca predicaba cerca de
Vertus; en Orleans, donde la represión se abatió sobre los dirigentes de uno de
los mejores equipos de liturgia y de investigación espirituales reunido en la
catedral Sainte-Croix y en la capilla real; y en Arrás, donde después de huir
los animadores, quedaron algunos adeptos «iletrados», es decir, laicos, que no
eran forzosamente pobres. Las sectas se consideraban a sí mismas como
pequeños grupos de elegidos cuyos miembros, a la manera de los monjes o de los
penitentes, se habían convertido transformando su forma de vida, se habían
«transferido del mal siglo a un santo colegio». Apartarse juntos del mundo
perverso, avanzar hacia lo inmaterial alejándose del mal, de lo carnal; la idea
no difiere apenas de la idea monástica. A no ser por el rechazo a un
encuadramiento por parte de la Iglesia. Es lo que principalmente se reprochó a
los heréticos y lo que pone de manifiesto con mayor claridad el cuestionario
empleado para desenmascararlos: no aceptaban que la piedad fuera una
institución; que fuera necesaria, para comunicar con lo divino, la mediación de
los sacerdotes; juzgaban inútil el clero; querían destruir la Iglesia. La
Iglesia se defendió, los dispersó y los quemó. Pero en cuanto a la conducta, a
la manera de buscar la salvación, de tender hacia la pureza de los ángeles, la
distancia parece muy corta entre los heresiarcas —los de Orleans pertenecían a
«lo mejor» del clero— y los rigoristas de la ortodoxia. Tanto para unos como
para otros, el mal era el sexo y, como en Juan Escoto Erígena, el matrimonio
les repugnaba. Los heréticos lo condenaban de manera más radical. Los de
Orleans, según Juan de Ripoll, «denigraban las nupcias». El abad Gozlin de
Saint-Benoît-sur-Loire, sospechoso de simpatizar con ellos, hubo de jurar que
«no prohibía las nupcias» —las nupcias, es decir, la unión de los cuerpos, no
la de las almas, mediante el sponsalicium—.
Leutard, en Champagne, el «loco» Leutard cuyo cuerpo muestra Raoul Glaber
invadido por un enjambre de abejas, «expulsó a su mujer, pretendiendo
repudiarla en virtud de los preceptos evangélicos». En efecto, todos meditaban
sobre el Evangelio, sobre el texto de Mateo, XIX. A la cuestión «Si tal es la
condición del hombre con la mujer, más vale no casarse», Jesús responde con la
parábola de los eunucos: «No todos comprenden esto, sino aquellos a quienes ha
sido dado», ¿no eran, éstos, los «elegidos», el «pequeño número» que entendían
representar, apartados del mal siglo, los adeptos de las sectas perseguidas? Y
leyendo en Lucas, XX, 34-35 «Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio,
pero los que han sido juzgados dignos de acceder a aquel siglo y a la
resurrección de los muertos no se casan ni son dados en matrimonio», los
heréticos se convencían de que el estado conyugal impide elevarse hacia la luz.
Preparándose para el retorno de Cristo, soñaban con abolir toda sexualidad. Con
este espíritu, esos hombres acogían junto a ellos a mujeres, tratándolas como
iguales, pretendiendo vivir en su compañía unidos por esa caritas que agrupa en el Paraíso a los seres celestes en la perfecta
pureza, como hermanos y hermanas. Esta proposición fue sin duda la que más
sorprendió. Chocaba frontalmente con el armazón fundamental de la sociedad. La
herejía fracasó porque fue percibida por los contemporáneos, presentada a éstos
por sus adversarios, como un movimiento feminista. El monje Paul de Saint-Père
de Chartres cuida mucho, en el relato que hace del proceso de Orleans, de
situar entre los suplicados a una mujer, una monacha, y Raoul Glaber lo hace también al insinuar que el «veneno»
de la mala doctrina fue introducido en Orleans por una mujer. Era un buen medio
para desacreditar a las sectas: ¿no es acaso la mujer el instrumento de Satán,
maliciosa y envenenadora?
Y sobre todo, los detractores de la
herejía tachaban de hipocresía el rechazo de la unión sexual en la mezcla. Se
burlaban: ¿cómo hombres, laicos carentes de esta gracia especial de que están
impregnados los clérigos por los ritos de la ordenación sacerdotal, pueden
vivir en la intimidad de las mujeres sin fornicar con ellas? Mienten, son
imposturas. En realidad, se revuelcan en el desenfreno. Lejos de las miradas,
en la noche forestal propicia para los encantamientos en que las mujeres son
expertas, practican la comuna sexual. Quien pretende rehusar el matrimonio a
los laicos les provoca a la fornicación y al incesto. Todos nuestros
informadores se muestran de acuerdo. Raoul Glaber afirma que, para los
heréticos de Orleans, «el desenfreno no era un pecado». Y Paul de Chartres
repite lo que se cuchicheaba en los claustros: al final de sus reuniones, cada
cual se apodera de la mujer que se encuentra a su lado, ya sea su madre o su
hermana; queman además ritualmente a los niños nacidos de esas copulaciones
monstruosas y sus cenizas les sirven de amuletos.
Volvamos a la realidad. En el momento
preciso en que, para la defensa del honor ancestral, el control de la
nupcialidad se volvía más riguroso, se ve brotar una oposición radical al
matrimonio. Pero igual que en la herejía, importa distinguir dos niveles, uno
culto, sobre el que se proyecta toda la luz —pertenecen a él en Orleans esos
clérigos, seguros de sí mismos, que fueron a la hoguera como al triunfo—, el
otro, que no llamaré popular, sino «iletrado» laico, mucho más tímido —en
Arrás, ante la inquisición episcopal hombres y mujeres llenos de miedo,
dóciles, abjuraron sin decir nada—; asimismo, no hay que confundir, tal como lo
hacía voluntariamente, mezclándolos, la propaganda ortodoxa, sus actitudes
respecto a la institución conyugal. Un pequeño grupo de «perfectos» que exigían
la continencia, si no la virginidad para todos, a fin de que todos se volvieran
como ángeles, dominaba de hecho, y muy por encima, una masa de simpatizantes.
Éstos no pensaban en retirarse del mundo ni en renunciar a sus placeres. Para
ellos, la contestación herética era un medio de obstaculizar la injerencia de
la Iglesia en los procedimientos matrimoniales. Mientras que la nueva
disposición de las relaciones sociales imponía a la clase dominante controlar
más estrictamente su reproducción, la moral predicada por las gentes de Iglesia
se revelaba cada vez más molesta. Hablando de la secta orleanesa, André de
Fleury no dice simplemente, como Juan de Ripoll, que «denigraba las nupcias»,
sino, de modo más preciso, que proclamaba «que las nupcias no deben realizarse
con bendición, sino que cada uno debe tomar a la que quiera, sea quien sea».
Esta frase no remite a los chismes que propalaba el monje Paul, sino que los
corrige. Enuncia la proposición mal comprendida o deliberadamente deformada
sobre la que se fundan esos chismes. La negativa herética se centraba en el
rechazo de la sacralización de la obra de la carne: los sacerdotes no deben
mezclarse en las ceremonias que se desarrollan en torno al lecho nupcial. A
partir de ese momento, el razonamiento aparece en toda su coherencia: condena
de los privilegios del sacerdote, condena del ritualismo, condena de la carne.
El matrimonio es una cosa carnal y es sacrilegio querer santificarlo. Pertenece
al «mal siglo». No puede concernir a los perfectos, que ni tienen que
controlarlo, puesto que de cualquier forma, haya incesto, adulterio o no, es
mancilla. Quien se obstina en tomar una esposa puede escoger «la que quiera»,
porque, sea la que sea, peca. La investigación llevada por los sacerdotes sobre
los grados de parentesco, sobre la bigamia, es inútil. Al proclamar que es
absurdo bendecir la unión de los cuerpos, los heréticos se oponían formalmente
al desarrollo de una liturgia nupcial. Fueron, pues, escuchados por todos
aquellos a los que ese desarrollo inquietaba en la medida en que, por esa
liturgia, el matrimonio legítimo era distinguido del concubinato; en que este
último era despreciado y rechazado como ilícito; aquello donde se detectaban el
incesto y la bigamia. Así es como se vieron llevados, sin duda, a sostener la
oposición a la herejía los sacerdotes en concubinato que no aceptaban vivir sin
mujer, y también todos los nobles que deseaban escoger libremente a su
compañera, y echarla libremente si les parecía oportuno tomar otra. Hago por
tanto mía la pregunta planteada por Francesco Chiovaro: ¿no fue la herejía más
virulenta en las regiones donde la intervención de los sacerdotes en el ritual
matrimonial fue más precoz, y precisamente en el momento mismo de esa
intrusión? Consideramos aquí la herejía no en su núcleo integrista, sino en las
ondas cuyo amplio despliegue suscitaba la prédica heterodoxa, e insistimos
sobre este hecho social: la aversión a permitir a los sacerdotes decidir a
capricho sobre el matrimonio. Los jefes de casas no podían dejar en sus manos
un control del que dependía la pervivencia de los poderes aristocráticos.
El
desafío herético fue aceptado. Lo fue en particular por el obispo de Cambrai-Arrás,
Gérard. En el librito que por orden suya se redactó después del proceso de
1024, los argumentos que había usado para convencer a los heréticos, repletos,
apoyados con referencias a las Escrituras, componen una especie de exposición
de la buena doctrina. Se encuentra en él una explicación del matrimonio[91] de
gran valor, dado que revela las actitudes del episcopado ilustrado.
Gérard entiende defender la institución
eclesiástica, afirmar el valor de los sacramentos, hacer admitir el privilegio
que tienen los sacerdotes de ordenar las relaciones entre el pueblo fiel y su Dios.
Afirma, por tanto, la necesidad de distinguir los «órdenes» (discretio ordinis) y que la voluntad
divina reparte a los hombres en categorías funcionales jerarquizadas. Los
hombres destinados en la tierra al servicio de Dios están situados en el grado
más alto, inmediatamente debajo de las milicias angélicas. Por tanto, necesitan
acercarse a la pureza de los ángeles. Su preeminencia se debe a esa pureza. El
argumento del obispo de Cambrai fue repetido por su colega de Laon, Adalbéron,
en un poema dedicado al rey Roberto que compuso entre 1028 y 1031[92]. Aquí
discernimos con mayor claridad las articulaciones del sistema. Los miembros de
la «orden de la Iglesia» están sometidos a la «ley divina». Esta «ley santa los
aparta de toda mancilla terrestre»; les ordena «purificar su espíritu y su
cuerpo»; Dios «les somete el género humano» si son castos. A fin de que
permanezcan en esa castidad, les está prohibido el matrimonio. Pero sólo a
ellos. ¿Cómo prohibirlo a todos? Es preciso que la especie humana sobreviva
hasta el último día. La función de los «nobles» y de los «siervos» es
engendrar, fecundar a las mujeres. Adalbéron se burla sarcástico de los
cluniacenses que predican a los poderosos la continencia monástica. Sin
embargo, esta función reproductora debe ser cumplida lo mejor posible: dentro
del orden. Es decir, que cada cual debe emparejarse dentro de su «orden», del
grupo funcional en que Dios le ha colocado: nada de casamientos desiguales. Y
por otra parte, que la unión se sitúe en el marco de la conyugalidad legítima.
Lejos de estar prohibido a los laicos, el matrimonio les está prescrito.
Entendamos: el buen matrimonio, vivido conforme a los principios cristianos y
bajo el control de los sacerdotes. Es lo que dice Gérard de Cambrai cuando se
dedica a refutar, a propósito del matrimonio, la doctrina de los heréticos.
Para éstos, «las gentes casadas no podrían figurar en forma alguna entre los
fieles»; los esposos que no renuncian a unirse por el acto de la carne son
arrojados fuera de la secta, a las tinieblas exteriores. En el matrimonio no
hay salvación. ¿Qué responder? Debo tener cuidado, dice Gérard, para bordear
dos escollos. No es preciso que yo aparte a todo el mundo, indistintamente, del
matrimonio; tampoco es preciso que empuje a él a todo el mundo. «Puesto que
existe entre las gentes del siglo y los eclesiásticos una distinción de orden,
conviene mantener entre ellos una distinción de comportamiento». La imagen de
una sociedad separada, jerarquizada que él muestra frente al propósito igualitario
de la herejía, sostiene su proposición en materia de conyugalidad. La ley moral
se desdobla: «El hombre —proclama Gérard— eclesiástico [vir: el razonamiento se dirige a los hombres y, conscientemente,
no habla a las mujeres: entiende así señalar en primer lugar la distinctio, el corte mayor, el que
separa a los dos sexos; es tan fundamental y de tal evidencia a sus ojos que
finge no decir nada sobre él], que ha dejado de militar en el siglo y ha
entrado así en el terreno de Dios, no puede, sin daño para el cingulum [el tahalí, el emblema de su
profesión, el cinto; pero es clara la alusión al acto sexual], esclavizarse al
lecho conyugal [perdería su eminente libertad, no estaría ya sujeto a la “ley
divina”, la cual, como repite Adalbéron, libera de la “servidumbre”
terrestre]». En cuanto al hombre «secular», «ni el Evangelio, ni las Epístolas
de los apóstoles le prohíben el matrimonio legítimo». Pero con una condición:
«La voluptas [el placer] matrimonial
debe ser gobernada [subjecta] siempre
por él». Hay épocas para la unión de los cuerpos, épocas en que se puede
conocer a la esposa; otras en que está prescrito apartarse de ella: «En efecto,
no agradan a Dios los matrimonios que incitan a los hombres a la lujuria y al
placer como los animales, ni a abandonarse al goce como hace un caballo o un
mulo». Pero, «quien usa del matrimonio de tal suerte que, en el temor de Dios,
la intención sea más el amor a los hijos que la satisfacción de la carne, no
puede debido al pecado conyugal [culpa
conjugii] ser excluido de la comunidad de fieles».
Gérard añade: el matrimonio deriva de la
«ley de la costumbre humana». Lex,
consuetudo; ese admirable retórico conocía bien la oposición establecida
entre ambos términos, sobre todo por el De
inventione de Cicerón y, más reciente en esa época, por Abón de
Saint-Benoît-sur-Loire en su recopilación canónica. Une esas palabras con toda
intención. De este modo quiere subrayar la distinción entre ambas leyes, la
divina y la humana, y rebajar ésta asimilándola al simple hábito. Habla a los
heréticos, pretende convencerlos. Como sabe el uso que los intelectuales de la
secta hacen de la palabra lex, no
quiere chocar con ellos. La «ley» divina, y esto lo admite, excluye el
matrimonio; lo niega a los clérigos situados en el «terreno de Dios». El
matrimonio deriva de otro sistema de regulación, inferior, construido con menor
solidez, ordinario. Son palabras de excelente pedagogía y también de gravísimas
consecuencias, porque permiten pensar que el matrimonio, dado que deriva de lo
carnal, no deriva de lo sagrado; que no es un sacramento, que no es una
institución eclesiástica.
Gérard —y Adalbéron— se refieren a
diversas autoridades patrísticas. A Gregorio Magno, a Agustín, y también a
Dionisio, a Escoto Erígena, cuyos escritos están a su alcance entre los libros
conservados en su catedral y que avivan la repugnancia que siente por la carne.
Esta repugnancia es apenas menor que la profesada por sus adversarios. En este
plano, es evidente la proximidad entre Gérard y aquellos a los que sermonea:
sus «maestros» leían los mismos textos. Para Gérard el matrimonio es impuro por
esencia. Participa del «siglo malo». Es bueno para esos hombres inferiores, que
siguen sometidos a lo terrenal, encastillados en lo material. El matrimonio
sería perfectamente bueno si toda la alegría del cuerpo fuera proscrita de él.
Es imposible llegar hasta ahí. El placer sólo puede ser «gobernado», dominado.
El matrimonio es por tanto una «falta», y por eso todos los laicos, incluso los
reyes, están subordinados a los puros, los sacerdotes. No creo, sin embargo,
que haya que ver en Gérard de Cambrai, porque piense así, al paladín de la
tradición preagustiniana. Me parece que se sitúa en la línea de los obispos,
predecesores suyos, Jonás de Orleans, Hincmar de Reims. Como éstos, se apoya en
san Agustín, afirmando que el «amor a los hijos» justifica el matrimonio. Como
éstos, cuida de concluir su discurso hablando de «la ley de la costumbre
humana» reforzada, «confirmada» por la «autoridad» divina. Sin duda esta ley no
fue promulgada por Dios; la autoridad de Dios, sin embargo, la sostiene. Gérard
cita aquí el Nuevo Testamento, el Evangelio de Mateo, las Epístolas de Pedro y
de Pablo, para insistir ante todo en la necesaria sumisión de la esposa a su marido,
para poner en evidencia en este punto de apoyo todas las ordenanzas sociales,
la inferioridad de lo femenino que ha decidido el Creador y para afirmar luego
que el matrimonio es indisoluble, que sobre todo «el marido infiel es
santificado por su esposa fiel» (I Cor.,VII, 14). Por el intercambio de
servicios que permite, la unión conyugal tiene pues algo bueno: ayuda a la
circulación de la gracia. Por eso la doctrina herética es perniciosa. «Si la
sociedad conyugal debiera ser una causa de perdición para el hombre [el
Salvador], que vino a reparar lo que estaba corrompido, no hubiera dado
advertencia ni precepto a propósito de esta falta (culpa)». El matrimonio es una falta, ineluctablemente, y ésa es la
parte de maniqueísmo en la concepción de Gérard. Pero esta falta puede ser
«reparada», puede uno librarse de ella, como de los otros gérmenes de
corrupción de que se ocupó Jesús. En la filiación estricta de Jonás de Orleans,
Gérard coloca las copulaciones conyugales entre los pecados veniales de que es
posible redimirse.
Por la
«discreción» misma con que muestra un soberbio ejemplo, el obispo de
Cambrai vuelve, al mismo tiempo que el obispo de Laon, a
las estructuras de orden carolingio frente a las turbulencias que sacuden en su
tiempo el norte de la Galia. La moral matrimonial que predica, comentando el
Nuevo Testamento, acentúa —los tormentos de la época le incitan a ello— las
obligaciones de carácter penitencial: respetar las épocas de abstinencia, no
abandonarse al placer. Pero Gérard se defiende contra toda extravagancia
ascética, persuadido de que Dios no espera del hombre que imite al ángel, y, en
la filiación de Hincmar, rechaza todo lo que concierne a la conyugalidad por el
lado del «siglo», es decir, de los laicos.
Sin embargo, es cierto que el matrimonio
de los laicos le preocupaba menos que el celibato de los sacerdotes. No era a
los iletrados de Arrás a quienes se dirigía el discurso latino, amplificado en
el Libellus. Se dirigía de hecho a
los clérigos. Porque en el umbral del siglo XI, en el amplio remolino en cuyo
seno se establecían los nuevos poderes, la gran tarea de los prelados era
salvaguardar los privilegios de los servidores de Dios, su monopolio y sus
inmunidades. Para conseguirlo, contaban con la convicción extendida en torno a
ellos de que el hombre encargado del sacrificio, mediador e intercesor ante los
poderes invisibles, debe apartarse de las mujeres. Exigir la superioridad de lo
espiritual sobre lo temporal, mantener la jerarquía subordinando el pueblo
laico a un clero, implicaba, pues, instaurar entre los varones una estricta
separación de carácter sexual, obligar a una parte de ellos a la castidad
permanente. La proclama de Gérard de Cambrai iniciaba de este modo —así como la
empresa de Bourchard de Worms, como esos coloquios en que el emperador Enrique
II y el rey de Francia discutían en esa misma época, con el papa, medidas
capaces de restaurar el orden en la tierra— la reforma del cuerpo eclesiástico,
la lucha contra el nicolaísmo, es decir, esencialmente contra el matrimonio de
los sacerdotes. La ideología del milenio y de las penitencias preparatorias
volvían a reunir, en torno a equipos monásticos y a canónigos que su obispo
devolvía a la disciplina, a numerosos laicos. Y muchos jefes de linaje
aprobaban a aquellos que abogaban por el celibato eclesiástico: deseaban, en
efecto, que se obstaculizara el arraigo de dinastías clericales cuya
competencia temían; deseaban principalmente que los jóvenes que colocaban en
los cabildos catedralicios a fin de limitar la expansión de la familia no
pudieran procrear hijos legítimos.
El combate fue duro, sin embargo. En 1031
lo vemos ya entablado en la Francia del norte: el concilio de Bourges excluye
de las órdenes a los hijos de sacerdote, a un diácono, o al hijo de uno de
ellos, o tomar por esposa a la hija de la «mujer» de un sacerdote o de un
diácono[93]. Treinta años más tarde, los obispos reunidos en Lisieux repetían
todavía a los canónigos que debían expulsar a sus compañeras; pero,
desalentados, autorizan a los clérigos rurales a conservar la suya. Era preciso
volver constantemente a la carga, agotarse sin éxito ante resistencias
obstinadas. Ha quedado muy poco de lo que escribieron aquellos que, en la
Iglesia, sostenían el partido contrario, porque finalmente fueron vencidos.
Pero en esos restos se aprecian los argumentos de los contradictores. La continencia,
decían, es un don de la gracia. Por tanto no se debe imponer ni forzar a las
gentes a ser puras. Apelaban a otra clase de distinción, menos institucional; a
tener en cuenta los temperamentos individuales. Apelaban a la caridad. Y
citando a san Pablo, hablaban del matrimonio como de un remedio contra la
concupiscencia. ¿Por qué negárselo, pues, a los sacerdotes? Contaban también la
historia de Lot y de sus hijas, mostrando con este ejemplo que el soberbio que
cree poder prescindir del matrimonio se encuentra en grave peligro de fornicar.
Admitían que la continencia es mejor; sin embargo, el matrimonio también tiene
cosas buenas. Apegándose ellos también a la tradición carolingia, pedían que la
barrera entre el bien y el mal permaneciese tendida para todo el mundo entre el
matrimonio y la fornicación; que no fuera puesta, sólo para los servidores de
Dios, entre la continencia y el matrimonio. No obstante, cuando pedían que
todos los hombres, sacerdotes y laicos, fueran tratados de la misma forma, cuando
negaban el reparto social entre el dominio de la ley divina y el de la ley
humana sobre el que se basaba la acción reformadora, daban pie a la acusación
de herejía. Controversia tensa con el pueblo, apoyando con frecuencia a los
clérigos que se negaban a romper su matrimonio. Parece ser, sin embargo, que
las protestas se extinguieron poco a poco en los últimos decenios del siglo XI.
La victoria volvió a ser de los «gregorianos».
De esta larga lucha, la víctima fue el
concubinato, término medio. La dureza del combate inspiró a Gérard de Cambrai
para predicar la división más sencilla: nada de compañera, legítima o no, para
los viri eclesiastici; los viri seculares necesitan una compañera,
pero ésta ha de ser una esposa legítima. Toda unión de los cuerpos fue
proscrita fuera del connubium legitimum, solemnemente
atado por ritos profanos y religiosos. En el concilio romano de 1069, se volvió
a citar el canon del concilio de Toledo (398), que exigía la monogamia pero
dejaba elegir entre matrimonio y concubinato; más adelante, los documentos
oficiales de la ortodoxia no vuelven a mencionarlo más. Desde entonces, los
dirigentes de la Iglesia, en tanto que expulsaban la conyugalidad del cuerpo
eclesiástico, comenzaron a pensar en encerrar al pueblo laico en una red de
encuadramiento, de cogerlo por entero en una red cuyas mallas serían la celda
conyugal bendecida. Ni relaciones marginales, ni uniones libres: los célibes
estaban obligados en la «casa» dirigida por un jefe, legalmente casado[94]. En
esto se ajustaban el modelo clerical y el modelo aristocrático del matrimonio.
La evolución que se observa en la alta sociedad durante el siglo XI, la
implantación sobre los patrimonios, el afianzamiento de las estructuras de
linaje, la extensión de los poderes del marido y del padre no dejaban de estar
relacionados, como he dicho, con la efervescencia herética, sobre todo por las
frustraciones a que estas innovaciones daban lugar. Pero esta evolución
concordaba también de forma evidente con los objetivos que perseguían los
reformadores de la Iglesia. Respondía a sus esperanzas cuando incitaba a juzgar
necesario que los jóvenes varones de la familia fueran controlados por el más
anciano y que las mujeres pasaran sin transición de la virginidad a la
maternidad legítima, del dominio estricto de un padre al de un esposo, futuro
padre de sus hijos. El valor del matrimonio se alzaba con un mismo impulso en
el seno de la ética del linaje y de aquella que predicaban los prelados.
Sin embargo, entre estas dos morales, las
discordancias se acentuaron en otros aspectos. Porque los promotores de la
reforma exigían ante todo descarnar la conyugalidad. Para poner fin a la
predicación herética, los obispos habían debido tomar uno de sus temas. Los
monjes, menospreciadores habituales de todo lo carnal, se pusieron a la cabeza
de la lucha y repetían con voz más alta que los demás que el matrimonio puede y
debe ser casto; pretendían reprimir el deseo en el lecho conyugal; en el plano
simbólico, se esforzaban por reducir, en el ritual matrimonial, el papel de las
nupcias, exaltando el de los esponsales que manifiesta la unión de las almas,
insistiendo en el acuerdo de las voluntades, en el consentimiento mutuo en esa
«caridad», cimiento de la sociedad conyugal. Una vez concebidos los hijos durante
breves descensos a los infiernos, los esposos eran invitados a mantenerse en
una fraternidad espiritual muy análoga a la que celebraban los heresiarcas. A
estas exigencias de castidad se añadió la pretensión de controlar los pactos
conyugales. A medida que se moralizaba, el matrimonio se deslizaba poco a poco
hacia el lado espiritual, por tanto, bajo la férula de los sacerdotes. Cuando
éstos prohibían toda unión clandestina, recibían la adhesión de los dirigentes
de los linajes. Pero éstos protestaban cuando los eclesiásticos se ponían a
investigar el futuro: ¿no había despedido a una concubina o a una primera
esposa? ¿No era primo de la muchacha que se le destinaba? Tal indagación y los
impedimentos que con ella se tendía a poner en evidencia perturbaban los
arreglos familiares. Ahora bien, por los progresos de la reforma, la autoridad
eclesiástica se volvía cada vez más invasora. Por fin, rompiendo esta vez
deliberadamente con la tradición carolingia, llegó a pretender juzgar sola, a
reclamar la competencia exclusiva en materia de matrimonio[95]. Hacia 1080,
aparecen en la Francia del norte las primeras huellas de esta reivindicación
exorbitante.
La «feudalización» y la señorialización
habían ido preparando lentamente a los jefes de la Iglesia a atribuirse ese
poder judicial. A lo largo del siglo XI, los obispos y los abades se habían
adueñado del poder señorial. Rechazando a los competidores laicos, a los
abogados, a los condes, a los castellanos, habían conseguido ejercer sobre una
parte de sus súbditos una justicia de regalía y castigar los crímenes públicos.
Entre éstos figuraban el rapto y el adulterio. La costumbre contraída por los
prelados de reprimir estas infracciones a la ley del matrimonio los alentó para
transferir este género de causas a lo que Gérard de Cambrai llamaba «el terreno
de Dios». Así pues, por la simple práctica judicial, la «ley divina» usurpó
insensiblemente la «ley de la costumbre humana». No obstante, las dificultades
de la lucha llevada a cabo contra los sacerdotes casados fueron, sobre todo,
las que incitaron a los obispos a extender su competencia en estas materias,
porque era preciso, empleando toda la fuerza, poner al margen de la sociedad a
los oponentes, relegarlos a la ilegalidad, es decir, juzgarlos. Los primeros
detenidos que, en razón de su conducta matrimonial, comparecieron ante un
tribunal exclusivamente eclesiástico fueron, naturalmente, los canónigos
rebeldes que tardaban en separarse de su mujer.
He hablado de la dureza de la lucha contra
el nicolaísmo, que obligó a cerrar filas bajo la dirección del papa. La
concentración necesaria de la auctoritas limitó
progresivamente la discretio pastoralis, el
poder que tenía cada prelado en su diócesis para dosificar las penas. Los
penitenciales se salieron de las costumbres. En las bibliotecas se emplearon
expertos para unificar los códigos y crear una regla general, no dúctil como lo
era la «costumbre», sino una «ley» tan firme como la «ley divina». Esta regla
relegaba el matrimonio a los confines extremos de lo lícito, en la linde que
separa la salvación de la irremediable perdición. Lo mantenía del lado bueno;
no lo rechazaba hacia el malo como habían hecho, en los años veinte del siglo
XI, los heresiarcas, como lo hacían de nuevo, en su irreprimible resurgir, las
sectas desviantes, pero invitaba a sacralizar cada vez más la institución
matrimonial para mejor justificar el derecho de la Iglesia a controlar su
práctica y para encajarlo en la competencia de los especialistas del derecho
canónico. Comienza entonces en esa misma región la era de los juristas, en
los últimos decenios del siglo XI, en la época del papa Urbano II y de Yves de
Chartres, su agente abnegado; que, juntos, decidieron condenar al rey de
Francia como se condenaba a los nicolaístas obstinados; separarle de la
comunidad de fieles porque su comportamiento conyugal no estaba conforme con
las disposiciones de la ley. La evolución paralela de las estructuras
familiares y de la doctrina eclesiástica deja entender por qué este soberano
fue tratado más duramente de lo que lo había sido su abuelo Roberto. Por qué,
por una parte, Felipe I fue excomulgado, y por qué, por otra, se obstinó.
EN
TORNO A 1100
VII
VIDAS
DE SANTOS Y DE SANTAS
Heme aquí vuelto a la época de que he
partido, aquella en que los choques se multiplicaron, se agravaron entre los
jefes de los grandes linajes y los prelados reformadores. De esta exasperación,
la señal más manifiesta, aunque no la única, es la condena ruidosa del rey de
Francia. Me voy a limitar a un único ejemplo, el de otro príncipe, el conde de
Poitiers, Guillermo IX de Aquitania, el de las canciones. Había tomado el
partido de su señor, ordenando expulsar de su ciudad, a garrotazos, a los
obispos que habían ido a lanzar de nuevo el anatema contra el soberano. Es que
él se encontraba en la misma situación: por dos veces se desembarazó de una
esposa para tomar otra nueva; separado legítimamente de la primera por motivo
de parentesco, sustituyó pronto a la segunda por una mujer «surduite», casada a su vez. Los prelados excomulgaron a Guillermo
como a Felipe I, por incesto. Este periodo de tensiones debe ser examinado muy
de cerca. Los testimonios que nos informan siguen siendo todos eclesiásticos.
Pero el siglo presiona más a los escritores de Iglesia: ya lo aborrezcan, ya
finjan apartarse de él, o bien se lancen sobre él para devolverlo al bien,
comienzan a hablar más y mejor de lo concreto de la vida.
Los prelados que perseguían la acción
reformadora atacaban de frente a los más altos señores; iniciaban contra ellos
procesos ruidosos; al designar a estos grandes como acólitos de Satán, se
proponían evitar que el pueblo siguiese su ejemplo. En contrapunto, exaltaban a
otros personajes, héroes de la buena causa, elogiando sus virtudes y prolongando
el recuerdo de sus gestas. Pedían que se imitase su conducta y los situaban
entre los santos, entre esos seres tutelares ya situados entre los elegidos en
las asambleas celestes, de los que todo pecador, si era devoto, podía esperar
ayuda, intercesión eficaz ante el soberano juez. Junto a la tumba de estos
bienaventurados, se relataba a los peregrinos su historia con todo detalle. La
primera versión de esta historia había sido compuesta, generalmente, para
justificar la canonización y para obtener del obispo de la diócesis o del
arzobispo de la provincia que procediese a la exaltación solemne de las
reliquias. Redactada en latín en un monasterio, como el relato de la vida del
rey Roberto, esta historia era leída y releída en privado por las comunidades
religiosas, pero también proporcionaba anécdotas para una predicación
ampliamente desplegada entre los fieles iletrados, y cuya trama adivinamos por
el escrito inicial, único rastro que nos ha llegado. El texto alza una esquina
del velo. Permite vislumbrar un poco de la maniobra pastoral y, sobre todo,
algunos aspectos de la propaganda desarrollada para que los laicos se casen
mejor. Llenos de lugares comunes y de tonterías, marcados en los cuadros
rígidos heredados de una larga tradición, estos relatos tienen a primera vista
pocos atractivos. Tómense las vidas de santos por lo que son, las armas mejor
amañadas de una lucha ideológica, y nos mostrarán cómo la realidad vivida fue
manipulada por las necesidades de un adoctrinamiento. He escogido cuatro de
estos textos edificantes que atañen a la región de que me ocupo y que fueron
compuestos en lo más duro de la crisis, entre 1084 y 1138.
Uno es aparte. Procede de un taller
lejano, la abadía de Saint-Claude, del Jura, donde el concepto monástico revestía
las formas más ascéticas. Predica un desprecio radical por el mundo y habla del
matrimonio como de una decadencia. Es la biografía de san Simón[96]. Su padre,
Raúl, descendiente de Carlomagno, había acumulado condados. Conde de Vexin,
conde de Crépy, se había hecho con el condado de Bar-sur-Aube al desposar a la
heredera, una viuda. El acuerdo estaba hecho: ella era su sponsa; ante las nupcias, los caballeros del castillo de Joigny la
entregaron a otro señor; Raúl volvió a toda prisa, se apoderó de Joigny, y de
la esposa, y la encerró en Laferté-sur-Aube el tiempo necesario para asegurarse
de que no estaba encinta. Durante su ausencia, un hidalgüelo de la región se
apoderó de ella, pero pudieron arrebatársela. Por fin, llegó a la cama del
conde de Crépy y le dio dos hijas y dos hijos. En 1060, Raúl despidió a su
mujer, a ésta o bien a otra que tomara mientras tanto. El rey Enrique I acababa
de morir y el conde desposó a su viuda, Ana de Kiev, acercándose de este modo
peligrosamente al trono, ya que Felipe I era un niño. La repudiada se quejó
ante el papa: «Expoliada de todo por su hombre, había sido expulsada bajo falsa
acusación de fornicación». Raúl fue excomulgado, tampoco por adulterio en esta
ocasión, sino por incesto: «Se había unido contra derecho a la esposa del rey
difunto, su primo». Estas peripecias, conocidas por Clarius Sens y por los
textos que utilizaron Chifflet y Mabillon, muestran claramente el uso que se
hacía del matrimonio en este medio social antes de desencadenarse la ofensiva
gregoriana.
Muerto Raúl, caído su hijo mayor en
combate, casadas sus hijas, el «honor» recayó en Simón, que lo defendió
valientemente contra todas las codicias, en particular contra el rey Felipe.
Atormentado, según se dice, por el pecado paterno —la cupiditas, excesiva, ese ardor por apoderarse de todo— y reprendido
por Gregorio VII, por el abad de Cluny, por el legado Hugo de Die, Simón se
entregó mucho tiempo a escondidas a prácticas monásticas, terminó por irse con
los eremitas de Saint-Claude y murió en Roma en 1080-1082. La repulsión mórbida
que le inspiraban las alegrías mundanas le apartó de los deberes de jefe de
linaje con que había cargado tras la inopinada muerte de su hermano. Descuidó
engendrar hijos y se negó obstinadamente a casarse. Con ocasión de una paz
concluida con el Capeto, se le había escogido, sin embargo, una mujer muy noble
y muy bella evidentemente, la hija del conde de la Marche. Simón fingió
consentir. Partió para la Auvernia; se sometió a los ritos de la desponsatio y volvió con gran pompa para
las nupcias; al llegar, la sponsa le
cogió en sus brazos; él se dejó hacer, velando no obstante para que el abrazo
careciese, al menos por su parte, de pasión. Fue conducido a la cámara nupcial
y mientras todos le imaginaban sumido en el placer, se puso a sermonear a su
esposa y pasó así la noche. Mejor, según dice el biógrafo, que san Alexis, que
cuidó de la salvación de su mujer, la «convirtió», la convenció para «renunciar
a la lujuria, mantenerse en castidad, hacer voto de virginidad». Antes del alba
la envió al monasterio de La Chaise-Dieu y él mismo se alejó rápidamente,
escapando por los pelos a la venganza del padre de la recién casada. Apenas
vuelto a Île-de-France, Guillermo el Conquistador le convocaba a Normandía.
«Conociendo desde hace mucho tu fidelidad y tu afecto, deseo —dijo el duque—
añadir al alimento que has recibido de mí [el padre de Simón le había colocado
en la casa de Guillermo, para que fuera «criado», es decir, educado], me he
negado a dar mi hija a gloriosos pretendientes y te la cedo por mujer; yo te
escojo, te adopto como hijo de mi herencia». A este joven —todavía no tenía
veinticinco años—, dueño de grandes poderes, se lo disputaban los príncipes,
soñando con tenerlo por yerno, a fin de que sus hijos fueran sobrinos de los
suyos, y por este vínculo de afecto privilegiado, ligados a su propia casa.
Simón, «juzgando diabólico semejante favor», le dio las gracias muy humilde:
«Grandes son los beneficios con que has rodeado mi infancia [...] pero topamos
con un obstáculo serio; la señora reina, tu esposa, está vinculada a mí por la
sangre». Era cierto, aunque de un parentesco lejano, en sexto grado. Guillermo
propuso investigar entre los más ancianos del país, hablar con los obispos, con
los abades: el impedimento podría seguramente ser levantado mediante limosnas
adecuadas. El conde de Crépy, adoctrinado por los gregorianos, respondió que la
dispensa debía proceder del papa. Partió inmediatamente a buscarla, y en el
camino de Roma, tomó el hábito monástico. Esta apología de la castidad heroica
—y de la santa hipocresía, ya que Simón miente más que habla y todos (el conde
de la Marche y su hija, sus compañeros de armas, que ignoran el cilicio que
disimula bajo su coraza, el duque de Normandía) son burlados— se sitúa entre las
extravagancias ascéticas de la empresa reformadora, muy al margen de una
pastoral eficaz por moderada, atenta a las realidades sociales a las que
sirven, precisamente, las demás vidas de santos; estas tres, compuestas en los
confines occidentales del principado flamenco, entre Boulogne y Brujas,
exponen, para los laicos dedicados a reproducirse, la formas de conyugalidad
juzgadas sanas y salutíferas por los prelados esclarecidos. El
héroe de una de ellas, Arnoldo, es un hombre «nobilísimo», un vástago de la
casa flamenca de Pamele-Audenarde. Un ángel se había aparecido a su madre
cuando estaba encinta, ordenando que llamaran al niño Cristóbal: él llevaría a
Cristo y se haría clérigo. Pero el jefe del linaje lo cogió, le impuso en el
bautismo su propio nombre y, como era de fuertes miembros, decidió que se
dedicaría a las armas, solemnemente, mediante los «ritos de la caballería de
los nobles»: sería el paladín de la familia. Lo fue, valerosamente, derrotó a
los enemigos, ganó gloria y fama. «Le propusieron matrimonios muy ilustres».
Finalmente, se escapó. Mintiendo, él también, a su madre, fingiendo dirigirse
armado y ataviado a la corte del rey de Francia, llegó al monasterio de
Saint-Médard de Soissons y allí se quitó el «tahalí militar» para prestar un
servicio mejor, el de Dios.
Cual otro Simón, Arnoldo rechazaba para sí
el estado conyugal. Pero al menos no apartaba de él a los demás, ayudándolos
por el contrario con sus palabras a vivirlo bien. Este relato pone de relieve,
en sus dos grados, la moral eclesiástica: el matrimonio es peligroso; los
perfectos, por tanto, se apartan de él; es la ética de los fanáticos del
ascetismo, también la de los heréticos; pero el matrimonio conviene al común de
los hombres; Dios lo bendice cuando asegura la reproducción de la sociedad en
el mantenimiento de sus jerarquías: es la ética carolingia. Tonsurado, pero
conservando sus hábitos militares, Arnoldo estorbaba en el claustro. Se le puso
en una celda exterior. Recluido, guardó silencio durante cuarenta y dos meses,
luego se puso a hablar sin parar, por el ventano[97]. Edificaba, daba consejos,
ocupándose especialmente de los flamencos y de los brabanzones. Su reputación
creció: defensor titulado del honor de los linajes y de las virtudes
familiares, hacía de mentor en las dificultades que preocupaban particularmente
a la aristocracia de esa época, los asuntos de parentesco. Ayudaba a que los
matrimonios fueran buenos, la providencia otorgó finalmente a la reina Berta un
hijo: Arnoldo le escogió por sí mismo un nombre regio: Luis. Otra esposa se
confió a sus poderes[98]. Su marido, antiguo compañero de armas del santo, se
había vuelto malvado y el cielo le había castigado: todos sus hijos habían
muerto uno tras otro; gravemente enfermo, él iba a morir. Sus sobrinos sólo
esperaban eso para expulsar a su mujer y quedarse con su dote de viudedad. Es
bien sabida la grave amenaza que pesa sobre la viuda cuando no tiene hijos. El
hombre de Dios protegió a la esposa en peligro. Llevaron al caballero enfermo
«ante la ventana». Fue exhortado a comportarse mejor y sobre todo a pagar los
diezmos al obispo. A la esposa, el santo le prometió una gran alegría «porque
había cuidado fielmente a su hombre durante la enfermedad»; la moral del buen
matrimonio premia, en efecto, a las mujeres que saben servir diligentemente a
su amo. Bien curado, el señor engendró tres meses más tarde un hijo, un
heredero, con gran despecho de los hombres de su sangre, y la buena madre
«vivió el tiempo suficiente para verle legítimamente casado, y procrear él
mismo hijos».
Por la fama de sus talentos, Arnoldo se
convirtió en la esperanza de los linajes. Actuaba en ese punto en que las dos
morales concordaban más estrechamente: la prolificidad. Pero interviene
igualmente en otro nivel de correspondencia, para que la unión matrimonial sea
controlada por la prudencia de los padres, preocupados ante todo por evitar los
casamientos desiguales. Guy de Châtillon-sur-Marne había dado su hija en
esponsales a un caballero[99]. Era muy buen partido, su igual tanto por sus
bienes como por su nacimiento. Por desgracia, ella prefería a otro, inferior; y
juraba que se suicidaría si le negaban «los abrazos que deseaba». Los padres
consultaron al recluido. Arnoldo, fiel intérprete del mensaje episcopal,
comenzó por enunciar el principio del consentimiento mutuo. Se cree oír a Yves
de Chartres, que se esforzaba por hacer admitir este principio en el mismo
momento en que el abad de Oudenbourg se disponía a redactar la vida de san
Arnoldo. «La autoridad canónica prohíbe unir nunca una mujer a aquel al que no
quiere; os ordeno, pues, dar la doncella al hombre que ama para no forzarla a
inconveniencias»; pero esperad y veréis «a vuestra hija reclamar anhelante ese sponsus del que hoy desea tanto
alejarse»; haced su voluntad, que vuestro honor no sufrirá por ello. Los padres
siguieron el consejo y se felicitaron por ello. No creemos que Arnoldo haya
contado con «la inconstancia de las mujeres» como dice el texto; no le
atribuyamos la idea de que la joven esposa pudiera, siendo infiel, unirse al
primer pretendiente por adulterio, romper el matrimonio para concertar otro,
pues la unión es indisoluble. No, Arnoldo anunciaba un milagro. El amado era un
«joven», uno de esos seductores que los padres veían con malos ojos rondar alrededor
de las hijas de las mejores familias para hacerse desear por ellas. Como
caballero afamado que era, continuó para incrementar su gloria arriesgando su
vida. La perdió muy pronto. De recién casada, la hija rebelde se convirtió en
viuda reciente. El cielo eligió ese camino para hacerla «volver al amor de ese
esposo que sus padres habían escogido primero y, unida a éste, llevó con ánimo
sereno el duelo del primero». El amor, por tanto, radica en el buen matrimonio.
Dios, tocado por la plegaria de su buen servidor y por la virtud de esperanza
de que dieron prueba unos buenos padres, permitió que se conciliaran las
estrategias de linaje y las consignas de los obispos.
Más sustanciosos son los dos últimos
escritos cuya enseñanza saco ahora. Al contar la historia de dos mujeres, una
mal casada, la otra fecundísima esposa, pretenden mostrar cómo debería vivirse
el matrimonio en la parte femenina. Pero ponen de manifiesto también cómo lo
era realmente en la nobleza. Por lo que dicen, por lo que callan, por la forma
en que presentan hechos reales, los adornan o los oscurecen, se discierne cómo
los dirigentes de la iglesia, discretamente, sin atropellar nada, se dedicaban
a rectificar las prácticas matrimoniales.
El primero de estos relatos —al menos en
su versión primitiva— fue compuesto en 1084 en el momento en que el obispo de
Noyon-Tournai, asociado al conde de Flandes, se ocupaba de reafirmar las
estructuras de encuadramiento en las orillas pantanosas del mar del Norte, en
los campos muy salvajes poco a poco ganados a las aguas estancadas[100]. En las
cercanías de Oudenbourg, que el prelado confiaba a san Arnoldo para establecer
allí una comunidad benedicitina, se había extendido espontáneamente un culto en
la parroquia de Ghistelle, cerca de una sepultura: allí iban los enfermos, con
la esperanza de curación, a beber agua de un charco. Alrededor de la tumba, el
barro se había transformado en piedras blancas, y los que por devoción llevaban
estas piedras a su casa las veían convertirse en gemas. Se veneraba, se rezaba
a una mujer allí sepultada: una mártir de quien se decía que había sido
asesinada por los secuaces de su marido. Este flujo de religiosidad popular
debía ser controlado, enmarcado. Se decidió proceder a la exaltación solemne de
las reliquias y proclamar la santidad de aquella mujer. Para preparar tales
ceremonias, un monje de una abadía vecina, Drogon, especializado en la
hagiografía, fue encargado de recoger la leyenda y de hacer con ella un objeto
de edificación. Algunos años más tarde, ese texto fue corregido por otro
religioso[101]para que resultara más eficaz.
La mujer cuyos poderes benéficos
irradiaban alrededor de Ghistelle se llamaba Godelive. Un nombre tudesco. El
segundo biógrafo creyó necesario traducirlo, ya que la devoción comenzaba a
expandirse en un país de lengua románica. La llamó Cara Deo: amada de Dios. El nombre le sienta bien a una santa.
¿Demasiado bien tal vez? Sin embargo, el personaje no es mítico. Las Cartas de
la época tienen huellas de su padre, un caballero, vasallo del conde Eustaquio
de Boulogne. Por tanto, Godelive nació también de «padres célebres», pero en la
capa inferior de la aristocracia, así como el marido a que fue entregada,
Bertolf, «poderoso», «de raza insigne según la carne», que era un oficial del conde
en el país de Brujas. Los dos esposos estaban bien a tono, eran del mismo
rango. No obstante, fue un mal matrimonio. La Vita describe esa maldad para mostrar mejor dónde está el bien.
Importa en primer lugar que el buen matrimonio sea decidido por ambos padres, y
éstos deben tener en cuenta ante todo las cualidades morales de los cónyuges.
Fueron por supuesto el padre y la madre de Godelive quienes escogieron, pero,
entre el enjambre de pretendientes inflamados de «amor» que daban vueltas
alrededor de su hija, dócil como es debido y hermosa —aunque morena, negra de
cejas y cabellos; pero Drogon corrige inmediatamente: su carne parecía con ello
más blanca, «lo cual es deleitable, agrada en las mujeres y es mucho más
honroso»—, «prefirieron a Bertolf a causa de su dos»: era el más rico. Matrimonio de dinero, mal matrimonio. Otro
defecto: Bertolf se había guardado mucho de presentarse como un seductor: no
había hablado de matrimonio a la hija, que no tenía nada que decir, sino a sus
padres; no obstante, y ahí estaba la felonía, había obrado «por su sola
voluntad» como menor que era, buscando fortuna lejos de su casa. Pero también
él tenía un padre y una madre. Hubiera debido requerir por lo menos su consejo.
Más tarde fue acusado de eso, y los reproches produjeron efecto. Primer
precepto, perfectamente admitido por los jefes de linaje: el buen matrimonio no
es asunto de individuos, sino de familias.
Segundo precepto, el marido debe
permanecer junto a su mujer, se encarga de velar por ella. Ocurrió que Bertolf
sintió odio por su esposa inmediatamente, cuando, según las costumbres, la
llevaba a casa de sus padres, en el Boulonnais, la misma en que él residía, en
el Flandes marítimo: a Ghistelle, con su madre. Ésta se hallaba separada de su
marido: en esa «casita» el lecho matrimonial se hallaba vacío. Durante el viaje
—bastante largo, había que dormir en ruta— el diablo rondó su espíritu. Y su
aversión aumentó con el discurso que le dirigió, al llegar, la madre,
burlándose del aspecto físico de la recién casada, de los cabellos negros de
aquella extranjera. También había mal en la familia del marido: hubiera sido
necesario que acogiese mejor a la mujer que él traía. Pero, como dice Drogon,
«todas las suegras odian a sus nueras, arden en deseos de ver a su hijo casado,
pero pronto se tornan celosas de él y de su esposa». (También por eso me
interesa esta biografía, por la relación que mantiene con lo más concreto, lo
más cotidiano de la vida, lo más vulgar; por todos los dichos que refiere,
informa mucho mejor que una crónica). Por tanto, Bertolf se alejó de su mujer.
Y se negó a tomar parte en la ceremonia nupcial que se realizó, según las
conveniencias, en su casa. Durante los tres días de las bodas, su puesto fue
ocupado por su madre, una mujer. Escándalo. El orden moral y el orden sexual
eran transgredidos. Luego, Godelive se quedó sola en el domicilio conyugal. Desolata, ocupándose por el día en tejer
y por la noche en rezar. «Con la ayuda de esos escudos [el trabajo y la
oración] esquivaba los dardos de esos desvaríos que, por regla general, abruman
a la adolescencia». La preocupación del segundo biógrafo por hacer más
convincente la versión de su antecesor consiste en hacer constar que,
abandonada a su solo gobierno, aquella mujer no se volvió por ello impúdica;
porque en la opinión de las gentes, la mujer, sobre todo la mujer joven, cae en
el pecado, es decir, en la lujuria, cuando un hombre deja de vigilarla. Esta
vigilancia incumbe a los maridos. Tienen que estar presentes, tanto en los
buenos días como en los malos, sobrellevar la molestia, obligados como están
«por derecho» a apoyar a su compañera, a vivir con ella «pacientemente» hasta
la muerte, puesto que son dos en una sola carne, puesto que más bien «forman un
solo cuerpo por la unión conyugal». La carne, el cuerpo: los promotores de la
canonización de Godelive no pensaron nunca, en mi opinión, en celebrar en esta
mártir a una virgen (por eso más tarde, en la época en que los bollandistas
editaban la segunda Vita, Godelive
era venerada principalmente en Ghistelle). En el siglo XI se la tenía por una
esposa plenamente mujer, y a este título sirvió, en el doble texto que analizo,
para demostrar las virtudes de la conyugalidad.
Consumado, realizado por la copulatio conjugii, el matrimonio es
indisoluble: he aquí el tercer pretexto. Bertolf abandonó a Godelive. Quiso
desembarazarse de ella. La idea, muy simple, de repudiarla no rozó, según los
biógrafos, su espíritu ni el de su madre. En la casa conspiraron para tratarla
con tanta dureza que se hartase. La pusieron a pan y agua. Fatigada por tantas
«injurias», huyó. Esto era una falta que esperaban. Drogon no se da cuenta. El
monje de Oudenbourg, retocando la primera biografía, reconoce que Godelive
transgredía así «la ley evangélica», la prohibición de separar lo que Dios ha
unido: una esposa no debe abandonar el hogar conyugal. Partió, con los pies
desnudos, hambrienta, acompañada por supuesto de un servidor: sólo las mujeres
desvergonzadas van por los caminos sin escolta. Exigió justicia del hombre que,
a falta de marido, debía defender sus derechos: su padre. Éste se quejó sin
entusiasmo al conde de Flandes, señor del mal esposo. Las dos Vitae sitúan aquí un discurso que
declara —y estos escritos, por lo que yo sé, son los más antiguos que lo hacen
en esta región— que la Iglesia tiene competencia exclusiva en materia de
matrimonio. Drogon hace hablar, hábilmente, al príncipe. No puede juzgar este
tipo de asuntos: son de «cristiandad» y corresponde al obispo devolver al
camino recto a aquellos «que se desvían del orden santo»; «no soy —dice— más
que el auxiliar», el brazo secular. Al obispo toca amonestar; al conde, y si es
preciso, obligar. Auctoritas por un
lado, potestas por otro: el reparto
es gregoriano, confiere a lo espiritual la preeminencia. El obispo de
Noyon-Tournai juzgó que era su deber reconciliar a los esposos: en efecto, no
había presunción de adulterio, ni referencia alguna a la impotencia del marido,
ni duda de la consumación del matrimonio. Godelive tuvo menos suerte que la
mujer del conde de Meulan: el derecho canónico se había afirmado entre tanto e
imponía que fuera llevada de nuevo a casa de Bertolf.
Éste juró no volver a maltratarla. Pero la
mantuvo en soledad, privada de hombres, lo cual disgustaba. Se compadecía a
Godelive por estar privada de los «placeres del cuerpo». Ella aparentaba
despreciarlos. En este punto del relato, lleno de resonancia de las liturgias
maritales, apunta un poco la ideología del contemptus
mundi. Fugazmente. La santa, en las privaciones consentidas, se encamina
hacia el martirio. Bertolf ha decidido suprimirla, hacerla matar, de noche, por
dos de sus siervos. Él reaparece de noche, con la sonrisa en los labios; hace
sentarse cerca de él, en un cojín, en la postura misma de las pláticas
amorosas, a su mujer estupefacta. La toma en sus brazos, le da un beso, la
estrecha. Reservada, ella se deja hacer, sin embargo, obediente, dispuesta a
cumplir los deberes conyugales en el momento en que el amo los exige.
Inmediatamente después, éste la engaña: «Tú no te has acostumbrado a mi
presencia, ni a ser regocijada por las dulces palabras ni por la voluptuosidad
compartida de la carne [también era preciso esto en el buen matrimonio] [...]
voy a poner de verdad fin al divorcio del espíritu, a tratarte como a una
esposa querida y, olvidando poco a poco el odio, hacer que vuelvan a ser uno
nuestras almas y nuestros cuerpos [...]. He encontrado una mujer que se empeña
en unirnos por firme amor, en hacer que nos amemos continuamente y más de lo
que nunca se han amado sobre la tierra los cónyuges». Elogio del amor
espiritual, pero también del amor carnal —y si el filtro es indispensable, hay que
decidirse a emplearlo—. Elogio igualmente de la sumisión femenina. Godelive
vacila, acepta: «Yo soy la sierva del Señor; en él confío»; si eso puede
hacerse sin crimen. Seguirá a los servidores que la llevarán ante la
encantadora, es decir, a la muerte, pues durante el camino, la estrangularon.
En este pasaje, el hagiógrafo se maravilla de tanta virtud. Esa mujer se ha
vuelto primero hacia Dios, temiendo hallarse separada de él por la magia. Pero
se ha prestado al sortilegio: optó —dice— por el matrimonio «para no verse
separada del Señor que une las parejas». He aquí la gran lección, la
sorprendente lección de esta piadosa lectura. La unión conyugal es atada por
Dios mismo: sacralizada; pero por esto precisamente, también lo está la carne,
igual que el amor, del que se trata de un cabo a otro de la historia. Un amor
que no rompe la jerarquía necesaria, que subordina una esposa dócil al marido.
Los esposos no hablan sólo de él, lo hacen. Y no parece que el obispo de Noyon,
en 1084, más audaz de lo que serán durante mucho tiempo sus cofrades, lúcido,
consciente de la realidad de las cosas y de la necesidad de concordar su
enseñanza con la vida verdadera, haya deseado que se tomase como pretexto esta
historia de mal casada para celebrar en el matrimonio otra cosa que la
plenitud, de cuerpo y alma, de la conjunción amorosa.
La otra paladina de las virtudes
matrimoniales es muy diferente. Fue colmada en la conyugalidad y es una gran
dama, Ida, condesa de Boulogne. La autoridad eclesiástica se vio obligada a
canonizarla, en esta ocasión no por el pueblo devoto, sino por su nieta y
heredera, la esposa de Esteban de Blois. A medida que éste veía crecer sus
oportunidades de convertirse en rey de Inglaterra, su mujer emprendió hacia
1130 la tarea de hacer reconocer la santidad de la segunda de sus abuelas; la
primera, Margarita de Escocia, ya era considerada oficialmente como santa. Los
monjes de Vasconvillier, que cuidaban la tumba de Ida, fueron requeridos para
contar su vida[102]. Su existencia no tenía nada de excepcional, a no ser que
la condesa era madre de Godofredo de Bouillon. El hagiógrafo hubo de situar la
maternidad en el centro del panegírico. Se adivinan sus apuros en el prólogo.
Se afana por justificar la decisión tomada. Según dice, los santos ayudan a
resistir las agresiones demoniacas; la providencia ha situado, pues, a los
santos en todos los peldaños del cuerpo social, incluso en esa parte inferior,
la femenina. Entre los santos, se encuentran mujeres, e incluso mujeres
casadas. A condición evidentemente de que sean madres. En este caso son
«inscritas en el libro de la vida en razón de sus méritos y de los de sus
hijos». Viene luego un elogio del buen matrimonio: es remedio contra la
lujuria; «según la ley», la prolificidad lo bendice; hay que vivirlo en la
castidad. «Desde luego, la virginidad es buena, pero está probado que la
castidad después de dar a luz es grande».
Habiendo dispuesto estos principios como parapeto, un
benedictino puede arriesgarse a demostrar la santidad de una esposa. Lo hace
discretamente, a lo cluniacense, con un sentido agudo de la oportunidad social,
ajustando, como el obispo de Noyon pero en otro sentido, la enseñanza del
Evangelio y de san Agustín a los valores profanos que se exaltaban en las casas
de la nobleza más alta.
Genus,
gignere, generositas: estas palabras acompasan la descripción de esta vida
conyugal ejemplar. Observemos su connotación carnal: insisten en la sangre, en
la buena sangre. Ida fue, «por clemencia de Dios» uno de los eslabones en una
cadena genealógica. Bien emparejada en 1057, cedida juiciosamente a los
dieciséis o diecisiete años por su padre, el poderosísimo duque de Lothier
—había tomado consejo y, fiándose de la fama que permite «unirse a los
valientes», aceptado la demanda que honradamente le había expresado, a través
de sus mensajeros, el conde Eustaquio II de Boulogne, «héroe» de «nobilísima
raza», de «la sangre de Carlomagno»—; casada, «según el uso de la Iglesia
católica», Ida vivió la conyugalidad como todas las buenas cristianas deberían
hacerlo. Ante todo, en la sumisión. Su piedad se desarrolló «de acuerdo con su
hombre y por voluntad de éste»: ¿cómo imaginar que una mujer sea devota a
despecho de su esposo? Obediente, por tanto, discreta en el gobierno de su
casa, casta. «Según el precepto apostólico» fue, «usando del hombre como si no
lo tuviera», apartándose del placer, como engendró. Tuvo tres hijos —no se dice
nada de las hijas—: el segundo fue Godofredo de Bouillon, el último, Balduino,
rey de Jerusalén. Ida había sido advertida desde su adolescencia de la gloria
que saldría de sus entrañas. En un sueño, había visto al sol descender del
cielo y descansar un momento en su seno. El biógrafo expulsa con cuidado el
erotismo prepúber, cuyos signos podrían discernirse en semejante sueño. Ida
dormía, dice, pero el espíritu vuelto «hacia las cosas de arriba». Este sueño
no la arrojaba por tanto hacia la lubricidad, sino que anunciaba una maternidad
santa. Ida decidió amamantar por sí misma a sus hijos —el elogio permite pensar
que el uso común era diferente en la aristocracia—; quería evitar que, a través
de la leche de otro pecho, fueran «contaminados» y «llevados a adquirir malas
costumbres». De un cuerpo generoso, doblegado a la autoridad marital, sale todo
el bien que este texto edificante dice que emana de esa santa esposa. Muerto
su marido hacia 1070, ella permaneció viuda, «gozosa por la nobleza de sus
hijos», «enriquecida por el amor de lo alto», «se unió al esposo inmortal por
medio de una vida de castidad y de celibato». Había pasado antaño del poder de
su padre al de su hombre. Ahora cayó —las mujeres no deben permanecer sin guía—
bajo el del mayor de sus hijos, Eustaquio III, sucesor de su padre. Continuó
dando a luz, no ya por su vientre, sino por su riqueza, más exactamente por su
dinero, pues había cedido sus bienes hereditarios a los hombres de su sangre a
cambio de dinero. De este dinero, cuya fuente lejana era todavía el genus paterno, se sirvió —por supuesto,
con el consejo, con «la opinión» del conde Eustaquio— para procrear otros
hijos, éstos, espirituales: fecundó la región de Boulogne reconstruyendo,
restaurando, fundando tres monasterios. De hombres: aquí también sólo cuenta la
parte masculina de su progenie. Así se fue deslizando lentamente en otra
familia: la abadía de Cluny la adoptó «por hija»; dejó la casa de su hijo, pero
sin convertirse en monja. Siempre dirigida por un hombre, el abad de la capilla
de Santa María, vivió a la puerta de esta casa, rodeada de sus sirvientes.
Salmodiando, pero «con moderación». Sobre todo, nutricia, nutriendo a los
pobres, a los religiosos. «Sirviendo» a los hombres, como conviene que no dejen
de hacerlo las mujeres. Se la ve realizar milagros, que testimoniaban aún sus
capacidades para engendrar. Una niña pequeña, muda, se acurrucó una mañana bajo
su capa; fue como un nuevo embarazo; al nacer al espíritu, la niña rompió a
hablar: la primera palabra que pronunció fue la palabra «madre». Y como esta
muchacha, por haber pecado más tarde dos veces, dando a luz fuera del
matrimonio, había recaído en su enfermedad, santa Ida la curó por dos veces,
purificándola de esa maternidad pecaminosa. Este panegírico de encargo se
dirigía a los hombres que regían las casas aristocráticas: les hablaba de
castidad, de las «costumbres de la Iglesia católica». Mezzo voce. Pero, para que algo del mensaje pasara, este texto
hacía gran hincapié en la necesidad de sumisión de las esposas y en la función
genética del cuerpo femenino. No se tomaba la molestia de hablar de amor. Al
celebrar el parto y el orden, exaltaba una santidad puramente matricia. Porque
los cluniacenses sabían bien el valor principal que se atribuía a las mujeres
en casa de los poderosos, y lo que los jefes de linajes esperaban que se les
dijese.
VIII
GUIBERT
DE NOGENT
Paso
ahora a dos escritos, contemporáneos de estas vidas de santos, que son de
excepcional interés. Proceden de dos hombres salidos de la misma región, el
Beauvaisis. Uno es muy íntimo, monástico. El texto fue compuesto en una pequeña
abadía de los alrededores de Laon. Además es introvertido: su autor, Guibert,
benedictino, se ha desgajado del siglo y ofrece del matrimonio la imagen
fantasmática que le obsesiona en el fondo de su retiro angustioso. La otra
escritura, por el contrario, se abre ampliamente al mundo verdadero, con una
apertura intelectual —la escuela— y social —la ciudad—. Vuelvo, en efecto, a la
obra del obispo de Chartres, Yves, completamente embarcado en la acción
directa, construyendo a golpecitos, a propósito de problemas concretos,
precisos, la pastoral, la teoría del buen matrimonio según la Iglesia rigorista
y docta.
En 1115 -once años
después de la reconciliación de Felipe I- Guibert, abad de Nogent-sous-Coucy,
escribe, a los sesenta años, sus Memorias[103].Este
libro es extraordinario. Se ven en él, mezcladas, la autobiografía a la manera
de san Agustín y la crónica. La mirada hacia el movimiento de la historia se
fija en un acontecimiento reciente y escandaloso: el surgir de luchas comunales
en la cercana ciudad de Laon, en 1112. Quizá fueron tales turbulencias las que
incitaron al monje a escribir esta obra, a salir de su aislamiento, a meditar
sobre la ciudad, los manipuladores de dinero, los caballeros saqueadores, el
mundo mancillado del que se debe huir. Guibert muestra su negrura. ¿Su
objetivo? Incitar a aquellos que oigan leer lo que él escribe en el pergamino a
desear con mayor ardor la tierra sin mal, el Paraíso prometido, reencontrado,
del que en este mundo se ven dos prefiguras simbólicas: los monasterios y la
Tierra Santa. Siete años antes, Guibert había escrito otro libro, De la acción de Dios por mediación de los
francos, celebrando la gran migración hacia el este, capaz de refrenar la
turbulencia militar, de liberar de sus pecados a la soldadesca: los caballeros
que escapan, al tomar el camino de Jerusalén, de la corrupción mundana como
otros pueden hacerlo encerrándose en un claustro. Cuando toma nuevamente la
pluma, pretende mediante anécdotas edificantes, a fuerza de «ejemplos», confortar
a sus hermanos religiosos en su esfuerzo de perfección, esperando además que el
eco de esta enseñanza repercuta fuera de los muros de la abadía. Su pedagogía
se basa en un postulado: el siglo es repugnante. No debo olvidar ese pesimismo
sistemático cuando utilizo este testimonio: evidentemente lo deforma.
Y sin embargo, por sus excesos mismos, la
obra da una imagen muy precisa de los comportamientos matrimoniales de los
caballeros en la segunda mitad del siglo XI. En efecto, Guibert[104] habla ampliamente
de su infancia, y por tanto, de la pareja que formaban sus padres[105]. Su
padre, como el padre de Godelive, pertenecía a la aristocracia de segunda
clase: era uno de los guerreros vinculados al castillo de
Clermont-en-Beauvaisis. Se había casado en 1040, cuando la
reforma acababa de empezar. La esposa le fue cedida por un hombre importante.
Protector del monasterio de
Saint-Germer-de-Fly (del que Anselmo de Canterbury fue por
un momento prior), el suegro tenía poder. En la jerarquía de los honores se
hallaba situado un peldaño más alto que su yerno. El caso era frecuente:
Eustaquio de Boulogne también había recibido una mujer de menor alcurnia; igual
Bertolf, sin duda. La hija no era heredera y fue a vivir a casa de su marido.
Al hablar de las nupcias, Guibert califica a su padre de «joven», lo cual nada
dice sobre su edad. La casada acababa de cumplir los doce años, edad límite por
debajo de la cual la costumbre profana y el derecho canónico prohibían llevar a
las doncellas al lecho conyugal. Que el matrimonio no se consumara
inmediatamente parece explicable. Sin embargo, lo atribuyen inmediatamente al
sortilegio, imaginando uno de esos encantamientos que describe Bourchard de
Worms en el Medicus. El embrujamiento
no procedía, como de costumbre, de una concubina abandonada, sino de una
«viejecita», la madrastra del muchacho, celosa, cuyos proyectos contrariaba esa
unión. Ella hubiera querido que su hijastro desposara a una de sus nietas.
Guibert no pone en duda el hecho. Juzga que «entre los ignorantes» —es decir,
los laicos—, estas magias eran prácticas corrientes. Recordemos que la
costumbre de casar a las hijas demasiado jóvenes provocaba frecuentemente
accidentes de ese tipo.
Un matrimonio imperfecto era inútil al
linaje, puesto que no podía dar herederos; sin duda también lo era a los ojos
de muchas gentes de Iglesia: como no apagaba los fuegos de la concupiscencia,
no cumplía su cometido. ¿Podía considerarse incluso como verdadero matrimonio?
En esa fecha, no es seguro que hubiera sido bendecido. ¿Sería tan fuerte el
solo vínculo de los esponsales que no se podía romper sin problemas? El hecho,
notable, es que en este caso dudaron en romperlo brutalmente. Se hizo del modo
debido. Aconsejando, en primer lugar, a ese esposo, en apariencia, a entrar en
religión al tiempo que su mujer. ¿No era el monasterio el puesto de un
impotente? En la Iglesia, muchos juzgaban saludable que, por consentimiento
mutuo, los cónyuges se separaran de otra forma. Pero el marido se negó. Después
de tres años, intentaron otro medio legal: los textos canónicos, los que había
reunido Bourchard de Worms, autorizaban al hombre incapaz de conocer a su mujer
a divorciarse. Pero era preciso que la incapacidad fuera probada. «Malos consejeros»[106]
incitaron al muchacho a probar otra compañera. «Al modo de los jóvenes»,
fogoso, falto de sentido, el futuro padre de Guibert siguió ese consejo; tomó
una concubina, sin por eso parecer bígamo, porque ¿estaba realmente casado?
Además, la compañera escogida para esta experiencia, de baja condición, no
tenía el título de esposa. El concubinato sobrevivía con fuerza a hurtadillas
del verdadero matrimonio. El resultado fue convincente: nació un niño que murió
enseguida, como morían entonces, accidentalmente o no, muchos niños legítimos,
y aún más, pequeños bastardos. Desaparecía pues el motivo de una disolución
lícita.
Entonces, la familia obró sobre la joven.
Intentó primero, con malos tratos, impulsarla a huir, es decir, que rompiera
ella misma el vínculo abandonando su hogar. Aquella adolescente sufrió
humillaciones que santa Godelive no había podido resistir: es sorprendente el
paralelo entre estas dos historias femeninas. Guibert, que también desearía que
se creyese en la santidad de su madre, insiste en su belleza, insiste en su
fuerza. Lo soportó todo. Quedaba una causa de separación: la fornicación de la
esposa. Quisieron hacerla infiel, o al menos incitar a sus padres a romper
ellos mismos la desponsatio por un
partido mejor. Se atrajo, pues, a la casa «un hombre riquísimo». Ella resistió.
Dios, dice su hijo, la proveyó de una piedad más fuerte que su «naturaleza» y
su «juventud»; la gracia la contuvo de abrasarse; pudo controlar su corazón
—entendamos su sangre—. Guibert ve en su madre la anti-Eva, la mujer fuerte de
la Escritura, la virgen prudente. Casta, fría adrede. Por fin, siete años
después de la ceremonia nupcial (desconfiemos: el número siete es simbólico; si
el cómputo es exacto, esa mujer tenía entonces cerca de los veinte años) su
esposo la desfloró. Los cordones habían sido desatados por otra «viejecita»,
gracias a encantamientos de poder contrario: los mismos que el marido de
Godelive fingió querer usar, y tanto el montaje de Nogent, como el de
Bergues-Saint-Winoc al contar la historia de la santa, no juzgan condenable
recurrir a los sortilegios. La magia agrada a Dios cuando es blanca y favorece
las uniones legítimas. En cualquier caso, desde ese desenlace, la casada, tan
dócil como lo fue Godelive, «se sometió a las obligaciones conyugales». Pasiva,
como deben serlo las buenas esposas, prestándose sin estremecimientos al
hombre, para que él quede purgado de sus excesos de vigor.
El matrimonio es bendito cuando es
prolífico. Éste lo fue en abundancia. Sin hablar de las hijas, de las que no se
hace caso, nacieron cuatro hijos (uno de ellos fue monje en Nogent con su
hermano). Guibert fue el último nacido. Otra prueba, descrita con complacencia:
el parto duró más de una jornada[107]. Los dolores comenzaron el Viernes Santo,
en conmiseración de los sufrimientos de Cristo. Como la parturienta iba a
morir, quisieron decir una misa a la mañana siguiente, pero la liturgia de la
víspera de Pascua prohibía hacerlo. Entonces, ante el altar de la Virgen, se
hizo oblación del niño al nacer: si era niño se le dedicaría a la Iglesia; si
niña —de sexo «inferior», deterior, dice
Guibert—, su virginidad sería consagrada. El bebé vino al mundo; la madre
revivió: era un hijo. Guibert tenía ocho meses cuando murió su padre.
Dice que fue providencial esa muerte; indudablemente si éste hubiera vivido,
habría roto el voto y le habría convertido en caballero. La estirpe pensó desde
aquel momento en librarse de la viuda[108]. Ya no servía: había procreado hijos
suficientes, demasiados, incluso. Conservaba su dote de viudedad y el
ascendiente sobre sus hijos. Se habló largo y tendido con su familia. ¿No
desearían recuperar a la mujer, aún joven, útil para crear otras alianzas?
Alzándose contra los que querían expulsarla, ella tomó por defensor a Jesús.
Así, prosternada ante el crucifijo, era difícil expulsarla. Se quedó, pero bajo
la férula de los parientes de su marido. El hijo de su cuñado, convertido en
jefe de la estirpe, creyó su deber tratarla como debía tratar a sus hermanas,
sus hijas o sus nietas: darle un nuevo marido. En el seno de la casa, el poder
estaba establecido de tal forma que no pudo oponerse a esta decisión. Por lo
menos, exigió un hombre más noble que ella. No podían contrariarla: ella era de
mejor familia, y ésta era su fuerza. Ya lo he dicho, en las parejas de la
aristocracia, la hipergamia del marido es lo normal. En este sentido, la
diferencia de rango mantiene en el corazón masculino el temor de la mujer; le
lleva a proyectar sobre ella la noción de mancilla, idónea, como nos muestra
Mary Douglas[109], para conjurar el peligro de que es portadora. En el presente
caso, el obstáculo para el nuevo matrimonio era insuperable; ¿cómo hallar un
partido conveniente invirtiendo la desigualdad? La madre de Guibert, con su
obstinación, consiguió no romper «la unión de su cuerpo con el de su marido por
la sustitución de otra carne». La Iglesia oficial no condenaba, como los
heréticos, las segundas nupcias, pero los rigoristas, como Guibert, reputaban
el estado de viudedad, inferior desde luego a la virginidad, aunque, como
afirmaba san Jerónimo, mucho más meritorio que el estado conyugal. Esta mujer,
como santa Ida, eligió imponerse las obligaciones particulares exigidas a los
miembros de este ordo.
La primera era aliviar el alma en pena del
difunto mediante prácticas piadosas cuya eficacia Guibert subraya de pasada.
Según cuenta, su madre vio aparecerse a su esposo en forma corporal, semejante
a la de Cristo resucitado: como éste, el aparecido prohíbe que se ponga la mano
sobre su cuerpo. Estaba herido en el costado y cerca de él gemía un niño. La
herida en el flanco, en el lugar de la costilla de Adán, significaba que había
roto el pacto conyugal. En efecto, el narrador está convencido de que su padre
pecó cuando, después de la desponsatio, tomó
una concubina; comparte pues la opinión de Yves de Chartres, que, en la misma
época en que escribe, se empeña en hacer reconocer que, incluso si las bodas no
han tenido lugar, incluso si sus cuerpos no se han unido, los esposos están
indisolublemente unidos por el intercambio de consentimientos, por el
compromiso de las voluntades; la idea que ya no admite que el concubinato sea
diferente de la fornicación se ha impuesto: Guibert juzga pues a su padre
fornicador y bígamo. En cuanto al niño, que es, por supuesto, el bastardo
muerto sin bautismo y, por consiguiente, atormentado, la viuda pregunta: ¿qué
hacer? El difunto responde: limosnas. Y revela entonces el nombre de su
compañera ilícita, que seguía viviendo en la misma casa; nuevo indicio del carácter
doméstico de los desórdenes sexuales. Para ayudar a la redención del pequeño
muerto, la buena madre adoptó un recién nacido; se hacía cargo así de la falta,
y escogía por penitencia soportar los lloros del pequeño vivo. Y esto prueba
también, observémoslo, que no era frecuente entre las damas de la aristocracia
echar sobre sus hombres el cuidado de su hijo recién nacido. Su
condición de viuda implicaba también el ayuno, la asiduidad a los oficios
litúrgicos y, sobre todo, la prodigalidad en las limosnas. Aquella mujer
dilapidaba, por tanto, distribuyéndolas entre los pobres, las rentas de su dote
de viudedad con gran perjuicio para los parientes de su esposo. Al cabo de doce
años, la vieron marchar por fin[110]. Imaginémosla en la treintena, rodeada de
varones, encastillada en su continencia. Paulatinamente había ido cayendo en
poder de los sacerdotes, y sobre todo de aquel clérigo al que mantenía en la
casa para que instruyese a sus hijos. Este hombre dirigía su conciencia, le
explicaba sus sueños. Una mañana, y para gran sorpresa de sus hijos, de sus
amigos, de sus parientes, dijo haber soñado con un nuevo matrimonio; pero no
hay ninguna duda: ese marido era Cristo, aspiraba a unirse a él. Estas mujeres
frustradas están rodeadas de eclesiásticos, altos y bajos, que tratan de
capturarlas. Pero tropiezan con contradictores:
Guibert llama loco, poseído por el demonio, a ese personaje
que recorría la casa gritando: «Los curas han hundido una cruz en los riñones
de esa mujer». En resumen, partió acompañada por su confesor y se instaló a la
puerta del monasterio de Saint-Germer. Se había cortado los cabellos, se había
avejentado y se vestía como las monjas. Había dado el paso, y su último hijo
fue a reunirse con ella, incorporándose a la comunidad monástica. Guibert
es excepcional por su inteligencia, por su sensibilidad tan viva. Veo en él al
representante de todos esos hijos nacidos tardíamente de parejas formadas como
ésta. Lo que se conoce de su infancia nos lo muestra rechazado. Por la ausencia
de un padre y por ese niño adoptado para redimir la falta paterna. Excluido.
Está destinado a la Iglesia. En ese medio militar, toda la atención va dirigida
hacia su hermano mayor, caballero; hacia su primo, jefe de estirpe, a quien
Guibert detesta[111]. Rencor, encogimiento que le hacen aferrarse a su madre,
rodearla de una veneración mórbida[112]; ella era hermosa, modesta, casta sobre
todo; al menos sentía repugnancia por la carne, cerraba sus oídos a las
historias obscenas, huyendo de la bestialidad de una raza de caballeros
brutales y asesinos. Guibert se agarra a sus faldas. Se separó de ella por
primera vez en 1104, cuando se convirtió en abad de Nogent. Tenía más de
cincuenta años. Un vínculo semejante le une a la Virgen. Estaba consagrado a
ella antes de nacer. Es para él la dama, la madre lejos de su alcance y no
mancillada. A los veinte años, en Saint-Germer, escribe un tratado sobre la
virginidad, refuta a Eusebio de Cesarea y prueba que san Pablo nunca estuvo
casado. Guibert es un testimonio perfecto de la frustración de los hijos
menores. Unos, con las armas, pretenden liberarse mediante la aventura, el
rapto y las formas suavizadas que adopta en el ritual de los amores cortesanos;
otros, clérigos o monjes, se ensañan contra lo que tiene de sangre y de alegría
el matrimonio y se abisman en la devoción mariana. Como todos los «jóvenes» a
los que la disciplina de la estirpe mantiene en celibato, Guibert está contra
los seniores que tienen oportunidad
de poseer una mujer. Los condena en la persona de su padre, aplastándole del
mismo modo que esos jóvenes catalanes que Pierre Bonnassie ha encontrado en
documentos del siglo XI que llevan a su padre ante los jueces, acusándole de
herejía, de embriaguez, de lubricidad. A este rencor se unen dos obsesiones: la
fobia de la sangre, de la violencia, es decir, de la potencia viril: Guibert lo
expresa en su Tratado de las reliquias mediante
esa repugnancia que le inspiran los restos corporales sórdidos que se veneraban
en los relicarios. La fobia del sexo se traduce en las Memorias por los relatos de castración; los chismes que se contaban
sobre los señores del Laonnais: que las noches de combate cortaban el sexo de
sus prisioneros y los colgaban por los testículos. Guibert ha recordado la
historia que le contó el sobrino del abad de Cluny. Como le agrada, la
introduce en su relato. Es la historia de un joven marido culpable; amaba
demasiado a su mujer[113] («no como un esposo, lo que sería normal, sino como
un usurero, lo cual es un amor anormal», mezclándose naturalmente en esta
comparación el gusto inmoderado de dinero y el del placer sexual). Al partir en
peregrinación para Compostela, se había puesto el cinturón de la amada.
Santiago se le apareció —era en realidad el diablo— furioso, ordenándole
castrarse; obedeció y luego se degolló. Emasculación: horror hacia las mujeres
mantenido en las abadías por lo que contaban de esas devoradoras de monjes
entrados tardíamente en religión y que no eran vírgenes, como Guibert, como ese
anciano noble del Beauvaisis que se internó en Saint-Germer agotado, medio
muerto: «Su esposa demostraba más vigor que él en el oficio del lecho
conyugal»[114]. Tribulación de los viudos tomando en segundas nupcias a
jovencitas; tribulación de los adolescentes tomando en primeras nupcias a niñitas.
La mujer aterroriza. Al menos, en otro tiempo era gazmoña, dice Guibert[115];
pero ¿cómo podría serlo hoy, vestida con adornos inmodestos, perseguida
constantemente por seductores, descarnada por el mal ejemplo? El propósito de
edificación deforma la ojeada que el abad de Nogent lanza al exterior. También
lo está por ciertas disposiciones anímicas, que proceden de una experiencia
infantil; es decir, en última instancia, de la manera en que se usaba el
matrimonio en la clase de Guibert y en su tiempo.
Lo
que ocurrió en la ciudad de Laon en 1112 demuestra la podredumbre del mundo.
Este absceso que revienta en los tumultos de la comuna, Guibert lo muestra
madurando en el transcurso de un largo conflicto[116]. Sus protagonistas son
Tomás de Marle, un señor lujurioso, sexualmente perverso, y la nueva esposa, superinducta, de su padre, el señor de
Coucy, Sibila, su madrastra, no menos lujuriosa y perversa. Un duelo entre
Marte y Venus. La sangre y el sexo. En el origen de todo, el pecado de la carne:
Sibila es una Mesalina; para tomarla, su marido ha repudiado a su mujer, la
madre de Tomás, que era fornicadora, y el propio Tomás, sin duda, un bastardo.
Así pues, la explosión final, la guerra social, la ira del pueblo
temerariamente sublevado contra sus señores naturales, unido escandalosamente
en una conjuración nefasta, toma su raíz en la concupiscencia. Guibert está
convencido de ello y sobre todo cuando, al relatar el acontecimiento, habla
aquí y allá del matrimonio. Al leerlo, parece ante todo que las
actitudes mentales cambiaban con extremada lentitud. Buena lección para los
historiadores, siempre inclinados a privilegiar la
innovación en su primera aparición. Los comportamientos de
que este texto nos informa difieren apenas de aquellos que nos permiten
vislumbrar los del año 1000. La herejía está ahí, arraigada, tanto más
obstinada cuanto que es campesina, y es la misma que denunciaba Gérard de
Cambrai, ochenta años antes, condenando sobre todo el matrimonio. Para
describirla[117], Guibert repite las palabras de Adhémar de Chabannes, del
monje Paul de Saint-Père de Chartres: rechazar el matrimonio es dar rienda
suelta a todas las pulsiones lujuriosas. Asociación de iguales, la secta es una
comuna, tan detestable como la de la ciudad, no municipal, sino sexual. Y
vuelve la misma historia: en el secreto de la noche, hombres y mujeres se
mezclan, se apagan las antorchas; gritan «caos»; orgía; su fruto se quema; las
cenizas se mezclan al pan, es la eucaristía herética. Sin embargo, tenemos un
rasgo nuevo: bajo las apariencias de la continencia se oculta la
homosexualidad: «Los hombres van con los hombres, las mujeres con las mujeres,
porque juzgan impío que los hombres vayan a la mujer». ¿Cómo podría ser de otra
forma? Sólo escapan a la tentación los esposos que, como Simón de Crépy y su sponsa, se retiran cada cual a un
convento. Resto de la herejía, resto del nicolaísmo. Los parientes de
Guibert querían sacarle de Saint-Germer para que hiciera una carrera en la
Iglesia secular. Era la época, hacia 1075, en que según las Memorias, en la Francia del norte —al
norte de los Alpes, dicen— empezaba la acción pujante contra el matrimonio de
los sacerdotes. Ciertas familias señoriales la apoyaban, esperando que la
depuración les permitiera colocar más fácilmente a algunos muchachos en los
buenos puestos del clero. El jefe de la estirpe de Guibert logró hacer
destituir a un canónigo casado; se disponía a establecer en la prebenda
liberada a su joven primo; el otro se revolvió y, como tenía el brazo largo,
hizo excomulgar a toda la casa por simonía, por tráfico de bienes de la
Iglesia, y conservó su cargo y a su mujer. La resistencia a la reforma
gregoriana fue, por tanto, potente, eficaz. No estaba rota cuando Guibert acaba
su obra: en 1121, en Soissons, un concilio luchaba difícilmente por el celibato
sacerdotal; chocaba con fuertes contradicciones: una vida de santo, la de
Nobert, fundador del Prémontré, muy cerca de Nogent, refiere este hecho
maravilloso: tomando sin saberlo partido por los que, considerando a los
clérigos hombres como los demás, se negaban a privarles de compañeras, un
niñito de cinco años, en 1125, había tenido la visión del Niño Jesús llevado en
brazos por un sacerdote casado[118].
El peso de la rutina no es menos
perceptible en última instancia a principios del siglo XII por lo que se
refiere a las prácticas matrimoniales. Se mantiene, en particular en la
aristocracia, la costumbre del concubinato. He dicho que Guibert no amaba al
jefe de su estirpe: «Se negaba —dice— a ser gobernado por la ley de los laicos»
(entendamos que no quería, según la regla gregoriana, contraer un matrimonio
legítimo). En esto consistía su «desenfreno». Y a la compañera de aquel
preboste que administraba en la ciudad de Laon los derechos del rey, a la madre
de sus hijos, Guibert la llama «concubina»[119]. Esta palabra, en boca de las
gentes de Iglesia, designaba a toda esposa ilícita, por causa de bigamia o de
incesto. Así es como se nombra a Sibila de Coucy[120]. ¿No expresa también la
reprobación de Guibert y de los dirigentes de la Iglesia respecto a los esposos
cuyas nupcias no habían sido bendecidas según los ritos prescritos? Lo que
rechazaba el primo «desenfrenado» ¿no sería simplemente el ceremonial que los
sacerdotes se esforzaban por imponer? Se sabe que en esa misma época, en 1116,
el monje Enrique —de Lausana, condenado por herejía en Toulouse en 1119—
predicaba en Le Mans no contra el matrimonio, sino, como los espirituales de
Orleans en 1022, contra su sacralización. «Sólo el consentimiento hace el
matrimonio —proclamaba— [de pleno acuerdo en este punto con la ortodoxia],
cualquiera que sea la persona [en esta ocasión juzgaba que esos asuntos de
sangre, los vínculos de parentesco, no eran de la incumbencia de los
sacerdotes] y sin que sea necesaria celebración, publicidad, ni institución por
la Iglesia». Los rigoristas habían denunciado en tales palabras una incitación
a la unión libre, y por tanto, a la fornicación. En verdad les inspiraba el
desprecio de la carne: es indecente mezclar lo sagrado con los ritos
preliminares a la procreación, a la unión de los sexos, necesariamente
repugnante. Afirmar la plena libertad del compromiso conyugal perturbaba las
maquinaciones familiares y molestaba a los jefes de estirpe: el monje Enrique
tuvo que huir. Pero su prédica contrariaba también la intención de los
sacerdotes de inmiscuirse en las ceremonias del matrimonio. Ya trataban de
hacerlo en esa región, a principios del siglo XI: la reacción de los canónigos
de Orleans, en 1022, lo demuestra. ¿Habían alcanzado sus objetivos cien años
después? Fuera de la casa real y de algunas casas principescas, parece que el
ritual matrimonial permaneció durante mucho tiempo en su estadio profano. Esto
es cierto para la fiesta nupcial, el banquete, el cortejo hacia la morada de la
pareja, hacia la cámara. ¿Qué se había hecho de los esponsales, de la traditio, de la cesión de la hija por
los dirigentes de su familia? Las Cartas cluniacenses de sponsalicium hablan, desde el año 1000, de Dios y del amor, hablan
sobre todo de la dote. En la iglesia de Civaux, un capitel —que puede datar de
finales del siglo XI[121]— historiado, el único de la nave, que dirige a los
laicos una amonestación muda, presenta en una de sus caras a unas sirenas
atrayendo a los hombres fuera de un esquife. En efecto, los hombres navegan
sobre el mar del pecado, peligroso, y el peligro procede de la mujer. Para
precaverse de él, el laico debe casarse. Es la enseñanza de esta escultura que,
por su otra cara, describe, en contrapartida, el matrimonio. Se ve en ella al
esposo y a la esposa con las manos unidas. No se miran, como si esto fuera
preciso, para significar que, en el acto procreador, los cónyuges castos se
apartan todo lo posible de esa cosa inmunda. Dos personajes en cualquier caso,
no tres. No está el padre, puesto que el acuerdo de su voluntad es libre. Pero
tampoco el sacerdote, cuya necesaria presencia la iconografía cristiana
afirmará más tarde sin cesar. Otro capitel, tallado hacia 1100 en Vézelay,
representa la tentación de san Benito. Un hombre conduce de la mano a una mujer
hacia otro hombre. La palabra diabolus está
inscrita dos veces, sobre el que da y sobre la que es dada: la lujuria es hija
del diablo. El casamentero es aquí el padre, no el sacerdote. En
esa época, la imagen prestaba al mensaje la difusión más amplia. En la
dificilísima investigación sobre la evolución de los ritos, es de escasa
utilidad porque, por lo que atañe al matrimonio, es escasísimo —dado que todo
el arte de esa época que nos queda es sacro, tal escasez prueba que el
matrimonio no lo era— y a duras penas si se deja interpretar. Más convincente
es el testimonio de los textos, de los libros litúrgicos. Sigue siendo
conjetural porque esos libros están mal datados y no se sabe bien cuál era su
uso: se observa la introducción de una fórmula en un pontifical: ¿dónde,
cuándo, a propósito de quién se pronunció realmente? La pista que jalonan las
huellas de este tipo es insegura[122]. La costumbre de asociar a un hombre de
Iglesia a las solemnidades sucesivas de la desponsatio
y de las nuptiae parece penetrar
por Normandía, dirigirse hacia Cambrai, Arrás y Laon. Un manual compuesto en
Évreux, en el siglo XI, contiene el texto de las plegarias recitadas por un
sacerdote. Opera en el interior de la casa. Bendice. Lo bendice todo: los
regalos, el anillo, la cámara antes de que los esposos penetren en ella, el
lecho nupcial. ¿Se trata de otra cosa que de exorcismos múltiples, de los que
se esperaba que rechazasen el mal; de precauciones tomadas en el momento más
peligroso, el de la cópula, al caer la noche? Un pontifical más reciente datado
de la segunda mitad del siglo XI, utilizado en la diócesis de Cambrai-Arrás,
muestra que una parte del ceremonial había sido transferida a la Iglesia desde
entonces. «Después de que la mujer ha sido desposada (desponsata) por el hombre y legalmente dotada, debe entrar en la
iglesia de su marido». De rodillas son bendecidos antes de la misa. Las
prácticas rituales inauguradas dos siglos antes con ocasión del matrimonio de
las reinas se habían difundido, por tanto. Las autoridades eclesiásticas habían
conseguido que, en mitad de los ritos de paso, entre la entrega de la mujer, la
promesa, el compromiso verbal y su introducción en la cámara conyugal, ella se
presentara ante el altar y que la pareja ya formada, pero todavía no unida por
la cópula fuera bendecida. Nada más. Un misal de Soissons del siglo XI da
cuenta, antes de la misa, de una bendición del anillo y, después de la misa, de
una bendición de la habitación. De ese modo parece haberse aplicado, muy
lentamente, lo que prescribía un sínodo en Rouen, en 1012: que antes del
banquete nupcial, «el esposo y la esposa en ayunas sean bendecidos en la
iglesia por el sacerdote también en ayunas»; la sacralización sancionaba una
encuesta eclesiástica preliminar: «Antes de otorgar a los esposos la bendición
de la Iglesia, el sacerdote deberá comprobar si no hay incesto o bigamia». No
obstante, hay que esperar al siglo XII para descubrir un sistema litúrgico
coherente en los manuales sacerdotales que subsisten, normandos en su mayoría,
aunque uno de ellos es de origen inglés, empleado en Laon en 1125-1135. El
lugar de los esponsales ya no es entonces la casa de la novia. Ante la puerta
de la iglesia son bendecidos los anillos, leída el acta de dotación y requerido
el consentimiento mutuo, y todo por el sacerdote, que estará aquí como testigo
privilegiado, aunque pasivo; no realiza ninguno de los gestos cuya importancia
es primordial; hablando claro, no mete allí la mano. «Que venga entonces aquel que
debe entregar a la muchacha [el actor principal, el que casa es el jefe de la
estirpe, el padre, el hermano o el tío], que la sostenga por la mano derecha
[como el diablo en el capitel de Vézelay] y que la entregue al hombre como
esposa legítima, si ella es soltera con la mano cubierta; si es viuda, con la
mano descubierta». El esposo introduce sucesivamente el anillo en tres dedos de
la mano derecha de la esposa, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, luego lo pone en la mano izquierda. Pronuncia la fórmula de compromiso:
«Con este anillo yo te desposo, con este oro yo te honro, con esta dote yo te
doto». En Laon, la mujer debe prosternarse entonces a los pies de su señor.
Luego se entra en la iglesia: los esposos son bendecidos, bajo el velo, salvo
en las segundas nupcias. Después de la misa, al caer la noche, cuando van al
lecho, el sacerdote va a bendecir la habitación, luego de nuevo a la pareja:
«Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, bendice a estos adolescentes, deposita
en su corazón la semilla de la vida eterna». Por tanto, sacralización todavía
discreta. El sacerdote no ha sustituido aún al padre en el momento esencial de
la unión de las manos, de la cesión de la esposa: el rastro más antiguo de este
cambio decisivo está en Reims en la segunda mitad del siglo XIII. Cuando el
abad de Nogent escribía sus Memorias, la
partida al parecer estaba lejos de ser ganada. Hildeberto de Lavardin, obispo
de Le Mans, afirmaba que la bendición «une en matrimonio». De este modo,
replicaba a la predicación del monje Enrique. Pero debemos observar que
consideraba esta bendición como un favor especial y su insistencia en exaltarlo
permite creer que había de superar fuertes contradicciones. Para los laicos, el
matrimonio seguía siendo cosa profana. Les parecía bien que los curas fueran a
decir sus oraciones alrededor del lecho, como lo hacían por los campos para que
cayese la lluvia, o como sobre las espadas o los perros. Pero deseaban tener al
clero a distancia.
En efecto, el matrimonio entre los caballeros
a los que vitupera Guibert de Nogent es un negocio, un medio de preservar, de
realzar el honor de la casa. Para eso todo es bueno, el rapto, el repudio, el
incesto. Leo este texto y considero con los ojos de su autor a los «poderosos»
de los alrededores: a Juan, conde de Soissons, al señor de Coucy Enguerrand, a
su hijo Tomás, apodado de Marle, ya que en la espera de la muerte de su padre
reside en la heredad materna. A estos dos últimos los presenta como rapaces que
se apoderan a viva fuerza de las jóvenes ricas, de las «jóvenes con castillos»
como dice Dominique Barthélemy[123]. Necesitan defender su principado contra
rivales formidables. Están obligados a casarse provechosamente, lo cual no es
fácil y con frecuencia requiere violencia. Según Guibert, Enguerrand cometió
sucesivamente dos raptos: hacia 1075 había arrancado a Ada de Marle a su
marido, el conde de Beaumont; se desembarazó de ella y se apoderó de la esposa
del conde de Namur[124]. Éste, que guerreaba al servicio del emperador Enrique IV,
la había dejado en un castillo de las Ardenas; Enguerrand llegó y la sedujo.
Fue fácil. Sibila era consentidora. Guibert la supone consumida de ardor;
Geoffroi de Namur, dice, más joven sin embargo que Enguerrand, que no conseguía
saciarla. El abad no ve el juego político, no ve más que la libido. Al rapto, al adulterio, se
añadía en este caso el incesto. Enguerrand no era primo de esta mujer, como
tampoco lo fueron Felipe I ni Guillermo de Aquitania, pero sí lo era de su
primer marido. Igual que el duque y que el rey, fue excomulgado; pero como el
obispo era primo suyo, fue absuelto del anatema. Las Memorias reconocen que Tomás usó el matrimonio para apropiarse de
los bienes: viudo de una primera esposa, hija del conde de Hainaut, raptó hacia
1107 a una de sus primas, casadas, y la expulsó, porque no le daba hijos. El
repudio es fácil: las mujeres son o bien parientes, o bien adúlteras. Ada de
Marle fue acusada de serlo. Juan de Soissons[125], para liberarse, rogó a uno
de sus familiares que se deslizara, una vez apagadas las luces, en el lecho de
su mujer: ella rechazó al intruso, ayudada por sus sirvientes. ¿Es un comadreo?
Una carta de Yves de Chartres confirma que Juan entabló una acción judicial
contra aquella a la que acusaba de infidelidad, pretendiendo probar el crimen
mediante la prueba del hierro candente.
¿Hay que tachar a Guibert de pesimismo? Lo
que conocemos del comportamiento del rey Felipe no contradice lo que refiere de
los señores menores, vecinos suyos. Polígamo, más lo fue Fouque Réchin, conde
de Anjou. Su tío, Geoffroi Martel, lo había casado en 1060 con la hija de uno
de sus leales. Aquella mujer murió. Se convirtió entonces en yerno del señor de
Borbón. Arguyendo parentesco, rompió esa unión, y tomó a
Orengarda de Châtelaillon. En 1081, cansado de ella, la
encerró en el monasterio de Beaumont-lès-Tours. Por entonces, Fouque había
prometido a Guillermo el Conquistador desposar a una de sus hijas, para sellar
una reconciliación, pero se volvió atrás de este compromiso. Los legados no le
perdían de vista y tenía que anular esa desponsatio
en la debida forma. Así pues, en la abadía de Saint-Aubin d’Angers se
estableció su árbol genealógico, que, remontándose a siete generaciones,
demostraba que la sponsa era pariente
suya[126]. Otro esquema de ascendencia, del mismo origen, permite pensar que
Fouque se separó, esta vez después de las nupcias y por las mismas razones, de
una hija del conde de Brienne[127]. Antes de 1090, trataba con Roberto
Courteheuse para obtener a Bertrada de Montfort. Ésta, como se sabe, le
abandonó. Los cronistas dicen que le tomó la delantera porque no quería ser
«despedida como una puta», como las esposas anteriores. Ya he dicho que Fouque
se pasaba de la raya[128]. Pero por todas partes se descubren maniobras
semejantes. Enrique I, rey de Inglaterra, no quería de ninguna manera que su
sobrino Guillermo Cliton tomase por mujer a la hija del conde de Anjou. El papa
acabó anulando por razones de parentesco los esponsales: Enrique I había ganado
«gracias a sus oraciones —dice Orderic Vital— así como a una enorme suma de
oro, de plata y de otras especias»[129]. La corrupción y la violencia, la
prohibición del incesto utilizada para torear la prohibición del repudio o bien
para infamar un poco más las relaciones indeseables. Y unos prelados tan pronto
puntillosos como dóciles, que hacían su propio juego.
Evidentemente, Guibert no exagera.
Puede creerse que desvaría un poco cuando
se refiere a la sexualidad de los castellanos de su entorno. Enguerrand de
Coucy merecería a sus ojos todos los elogios; es muy noble, generoso, cortés,
respetuoso con los sacerdotes, pero por desgracia, es lascivo, está rodeado de
mujeres. Su hijo Tomás mantiene en su casa un puñado de «prostitutas», y
siempre le oímos las mismas palabras: meretrices,
pellices; preso de las mismas obsesiones, Guillermo de Malmesbury ¿no
muestra al duque de Aquitania, lúbrico, fundando en Niort una abadía alegre
para sus concubinas? Las malas compañías han pervertido a Juan de Soissons[130].
Vive rodeado de heréticos, de judíos y, por supuesto, de rameras. Lo que le
gusta es violar monjas; abandona a su mujer, joven y bonita, por una vieja a la
que va a visitar en casa de un judío. Es castigado: la enfermedad hace presa en
él. Al examinar su orina, el clérigo le induce a moderarse —los médicos de
Iglesia, que están persuadidos de que la mancilla del alma, y más especialmente
la lujuria, repercute sobre los humores del cuerpo, son los auxiliares más
preciosos de una exhortación a la conciencia—. El conde escuchó el consejo.
Pero en los maitines de una noche de Pascua, mientras su capellán explicaba el
misterio de la Resurrección, Juan se reía repitiendo: «eso son fábulas, es
viento». El predicador le contesta: «¿Por qué vienes entonces?». «Por esas
hermosas chicas que vienen aquí coexcubare,
a dormir a mi lado». Esta frase nos induce a preguntarnos sobre la
incredulidad, o más bien sobre la influencia, tal vez menos limitada de lo que
se piensa, de las doctrinas heréticas, ya que, en su lecho de muerte, este
pecador inveterado replicaba todavía al sacerdote, que le conminaba a
arrepentirse de su falta más grave, esa afición que tenía por el cuerpo
femenino: «De alguien más sabio que tú he aprendido que todas las mujeres deben
pertenecer al común, y que este pecado no tiene ninguna consecuencia». Estas
palabras que Guibert le atribuye son las que se atribuían cien años antes a los
heréticos de Orleans. ¿Debemos pensar que Guibert de Nogent divaga cuando, al
pintar con los tonos más sombríos este mal siglo del que abomina, relaciona de
modo indisociable la herejía y la depravación? Los rigores ascéticos que se
imponían algunos perfectos ¿no parecían autorizar todos los demás, delegando en
estos abstinentes la función de purificarlos, de vivir en libertad sus
pasiones? He admitido que el autor de las Memorias
no exagera mucho la nota cuando muestra a las esposas yendo y viniendo de
un matrimonio a otro en la caballería del Laonnais. ¿Está más sometido a sus
fantasmas cuando cuenta el uso que hacían de las mujeres estos guerreros? Ya he
dicho que el historiador no puede medir la parte del deseo.
¿Qué pensar del deseo femenino? Sibila,
señora de Coucy, nunca había dominado su fogosidad. El señor guardián de la
abadía de Saint-Jean de Laon se vanagloriaba de haber compartido su cama antes
de sus primeras nupcias[131]. En todas partes se decía que el conde de Namur la
había desposado encinta y —observemos esto— se escandalizaban por ello[132].
Ella había abandonado, insatisfecha, a este esposo[133]. Ya vieja y obesa dio a
su hija al joven del que se había enamoriscado para que viniera a vivir a su
lado. De este yerno, de este amante, hizo el aliado de su anciano marido contra
su hijastro. Poder de la esposa, en este caso excesivo y maléfico: invierte las
reglas naturales, engendra el desorden, un tumulto, una podredumbre que termina
por infectar la ciudad de Laon y la región entera. Este poder lo debía Sibila a
la calidad de su sangre y a la riqueza. Según Guibert, lo debía principalmente
a sus encantos.
Si bien hay que admitir que, jugando con
sus atributos, las mujeres conseguían convertirse en dueñas en su matrimonio,
no olvidemos a tantas víctimas, a las maltratadas, a las repudiadas,
confiándose a los obispos, que se esforzaban en obtener una reconciliación
devolviéndolas a sus vidas miserables. Las comunidades de abstinencia ofrecían
un asilo más seguro, por lo cual, en los confines de Bretaña, muchas damas
nobles, hartas del matrimonio, siguieron los pasos de Roberto de Arbrissel. El
pequeño rebaño amedrentado erraba por los bosques, poco diferente de las
agrupaciones heréticas. Las mujeres se codeaban con los compañeros del maestro.
Por la noche, éstos se acostaban a un lado, ellas al otro y el patrón en medio,
presidiendo una prueba de dominio de sí mismo cuyo uso se había expandido desde
las islas británicas: la hazaña de dormir junto a las mujeres y vencer su
cuerpo. Locura, escándalo. Roberto hubo de renunciar pronto y fundar una
institución regular: un monasterio, Fontevrault, mixto, pero en el cual ambas
comunidades vivían separadas por muros.
¿Condición de la mujer? ¿Poder verdadero
de la mujer? La pregunta queda sin respuesta. No podemos plantearla sin añadir
a los elementos sociales y carnales —la consuetudinaria inferioridad de rango,
de nacimiento, del marido en el seno de la pareja, el poder que sobre él ejerce
el apetito sexual— el juego ambiguo que llevaban las gentes de Iglesia. Ambiguo
porque su posición también lo era. La aventura de Abelardo data de esa misma época.
Hoy se pone en duda la autenticidad de su correspondencia con Eloísa: esas
presuntas cartas, en cualquier caso manipuladas, componen un sermón edificante
que muestra la vía de una conversión, de una asunción progresiva. Pero revelan
también la actitud de cierta intelligentsia
clerical. Como san Jerónimo, estas gentes de estudios condenaban el
matrimonio porque impide filosofar. Conservaban, sin embargo, la afición por
las mujeres. Abelardo estaba subyugado por ella, y dudaba entre las prostitutas
repugnantes, las burguesas despreciables, las damas nobles cuya captura obliga
a perder mucho tiempo. Se vuelve hacia la sobrina de un canónigo, huésped suyo,
fácilmente seducida en la familiaridad del hogar; ofrece legalizar su unión,
manteniéndola no obstante secreta, sin publicidad, sin bendición, sin bodas, es
decir, un concubinato, no quedándole al final otra elección que ese estado
clandestino o la castración, corporal o espiritual. ¿Cuántos Abelardos habría
entre esos hombres tentados, divididos, que proclamaban para los laicos la
necesidad de contraer vínculos indisolubles, pero envidiándolos y pensando,
celosos, en imponerles la continencia, a la que su propia condición los
obligaba a ellos mismos?
Entre finales del siglo XI y principios
del siglo XII se ve en la Francia del norte multiplicarse los conventos de
mujeres. Estos refugios se volvían cada vez más necesarios. El estricto control
exigido por la estirpe en la nupcialidad masculina y el progreso de la reforma
eclesiástica, que echaba a la calle las compañeras de las que los sacerdotes
debían separarse, exigían que las muchachas que sobraban fueran recogidas y
encerradas. Pero las malcasadas ¿no iban a abandonar en mayor número el
domicilio conyugal por estos asilos de devoción? Los prelados advirtieron el
peligro. Voy a volver a esa mujer, Ermengarde, a la que su padre, Fouque
Réchin, había cedido a Guillermo de Aquitania. Al ser repudiada, le había
correspondido al conde de Nantes, al que quiso abandonar por Fontevrault,
pidiendo la anulación de sus nupcias. Los obispos se negaron. Roberto de
Arbrissel hubo de devolverla a su marido, sermoneándola[134]; debía ser sumisa,
vivir en su «orden» de esposa y de madre, tener paciencia, consolarse, seguir
una pequeña regla para uso propio, muchas limosnas y no demasiadas plegarias ni
demasiadas mortificaciones para conservar el cuerpo animoso. Resistir para que
no la maten, para que no la quemen, como había hecho, so pretexto de adulterio,
con la esposa de Fouque Nerra, su bisabuelo. Pero esta hija de príncipe, a la
que los obispos del concilio de Reims, estupefactos, vieron aparecer cuando ya
era viuda, para acusar ante ellos de bigamia a su primer marido, ¿no se había
mostrado acaso rebelde e insoportable en sus dos matrimonios sucesivos?
La intrusión de los eclesiásticos en los
asuntos conyugales atizó el rencor de los maridos. Guillermo de Aquitania pasa
por autor de los poemas occitanos más antiguos. Se quiere hacer de él el primer
cantor del amor cortesano. La canción X de la edición Jeanroy se burla de esas
mujeres que, amparándose en curas y monjes, «echaban a perder el amor de los
caballeros». Cometen un pecado mortal y conviene quemarlas, como a las esposas
fornicadoras. Luego viene la metáfora del tizón, cuya connotación erótica es
evidente. Se trata, por supuesto, de una canción burlesca para hombres. No la
tengo por un preludio de esos debates de cortesía en los que cien años más
tarde se enfrentarán el clérigo y el caballero, sino como la expresión más viva
de la animosidad marital contra esos directores de conciencia que discutían el
poder de los esposos y provocaban la frigidez femenina. Es el único eco directo
que nos llega de ella. En el momento al que he llegado, principios del siglo
XII, la voz de los siervos de Dios lo cubre todo. Hemos oído al monje Guibert,
escuchemos ahora al obispo Yves.
IX
YVES
DE CHARTRES
El
escrito de Yves de Chartres es menos sabroso[135]. También enseña mucho sobre
el matrimonio caballeresco, porque ese prelado quería rectificar
comportamientos que juzgaba condenables. Los describe. La mirada que arroja
sobre el mundo es severa, tanto quizá como la del abad de Nogent. Yves no era
monje, pero había vivido mucho tiempo en comunidades regulares: condiscípulo de
san Anselmo en la abadía del Bec, se había visto promovido por el obispo de
Beauvais, en 1078, cuando ya era maduro, con treinta y ocho años, a la
dirección del monasterio modelo de Saint-Quentin, una fraternidad de clérigos
que observaban la regla de san Agustín, muy austera. Esta experiencia hizo de
él el auxiliar ardiente de la reforma. Lo demostró en el asunto de Felipe I.
Fue ésta, para él, la ocasión de hablar en
voz alta, de formular claramente los principios. En primer lugar, que los
laicos, y ante todo los más poderosos deben someterse a la autoridad de la
Iglesia, aceptar que ésta controle sus costumbres, y especialmente sus
costumbres sexuales. Por ahí, por el matrimonio, se les puede mantener sujetos.
Todos los problemas matrimoniales deben estar sometidos a la Iglesia y ser
resueltos sólo por ella, por referencia a un conjunto legislativo uniforme.
Yves de Chartres fue canonizado por haber trabajado asiduamente en la
constitución de esa herramienta normativa. Se entregó por entero a esta tarea
entre 1093 y 1096, en la dura época del conflicto entre el rey Felipe y
aquellos que querían separarle de Bertrada. El trabajo, orientado hacia dos
colecciones preliminares, desembocó en la Panormia,
una síntesis clara, rigurosa. Ocho secciones —en lugar de las diecisiete
del Decreto de Bourchard—, divididas
a su vez en subsecciones con un título cada una. En ello se mide el progreso de
la racionalidad del siglo XI. El pequeño mundo de la alta Iglesia estaba
esperando este instrumento perfecto.
Yves clasificaba más juiciosamente los
textos canónicos. No disimulaba sus discordancias; incluso añadía otras,
introduciendo extractos de leyes romanas que exhumaban los apasionados juristas
de Bolonia. Se proponía, en efecto, dejar a los jueces en libertad de escoger
entre los textos en función de las circunstancias. «Si otros han escrito en un
sentido diferente —le responde al obispo de Meaux[136]—, yo lo entiendo así:
queriendo ellos, con propósito de misericordia, adelantarse a la debilidad de algunos,
han preferido suavizar el rigor de los cánones. Entre estas opiniones no
encuentro más diferencia que la que existe entre justicia y misericordia, que
cada vez que se encuentran enfrentadas en un asunto, caen bajo la apreciación y
la decisión de los rectores [es decir, de los obispos]. A éstos les toca
atender a la salud de las almas y, en atención a la calidad de las personas y
teniendo en cuenta la oportunidad de los tiempos y de los lugares, aplicar unas
veces la severidad de los cánones y otras usar de la indulgencia». No obstante,
desde
Bourchard de Worms, la «discreción» permitida a los
pastores había cambiado de naturaleza. Ya no se trataba de discriminación,
cuestión de inteligencia, sino de moderación, cuestión de corazón. Yves de
Chartres partía en efecto de un postulado: si está permitido interpretar con
espíritu de caridad los preceptos de simple disciplina, no se puede transigir
cuando en la ley se expresa la voluntad divina. Cuando se refiere al
matrimonio, se apoya en dos pilares inquebrantables: la unión conyugal es
indisoluble y es de naturaleza esencialmente espiritual. De ahí la doble
obligación de los prelados: hacer hincapié en el compromiso mutuo de los
esposos y reprimir los movimientos de la carne, condenar sin debilidad lo que
está relacionado con la sangre, la fornicación y el incesto. La selección que
realiza trata de sacar a plena luz esas órdenes, de liberarlas de la maraña que
podría ocultar. El obispo de Chartres no compuso un penitencial, como el de
Worms. No trabajaba para confesores, sino para hombres que ejercían esa
jurisdicción cuya exclusiva se arrogaba la Iglesia. Y por eso, en la mitad de
sus colecciones, pasando de los cánones relativos a los clérigos a aquellos
relativos a los laicos, puso dos secciones mayores, los dos ejes de toda la
obra: una que trata «de las nupcias y del matrimonio», otra «del divorcio».
La
atención de quienes deben juzgar se halla atraída hacia cuatro puntos clave.
Primero, hacia los gestos y las palabras con los que se
constituye la sociedad conyugal. Yves pensaba así ayudar a que el ritual se
impusiera, afirmando la necesaria presencia del sacerdote en las ceremonias
conclusivas. Reunió, pues, los textos relativos a la publicidad de las nupcias
y a las bendiciones[137]. Pero insistiendo, de entrada, en la preeminencia del
acuerdo de las voluntades, por tanto, de los esponsales[138]: la muchacha
entregada por mano de su padre y el muchacho que la toma en la suya no deben
ser pasivos ni la una ni el otro. Se unen deliberadamente. Por consiguiente, es
preciso que hayan alcanzado la edad de la razón, siete años. Y se enuncia el
principio de que las nupcias son accesorias, de que los esposos están unidos
antes de que sus cuerpos lo estén. El pacto de desponsatio es, por lo tanto, indisoluble[139]. Lo cual nos lleva
al segundo punto: desencarnar, cuanto se pueda, el matrimonio. Modestia en las
fiestas nupciales; no excesiva alegría, nada de danzas impúdicas. Ciertos
extractos de san Agustín recuerdan que el único objetivo de la unión de los
sexos es la procreación[140]. Otros de san Jerónimo invitan a la castidad: «En
el matrimonio, hacer el amor voluptuosa e inmoderadamente es adulterio»; ¿qué
es el illicitus concubitus?, ¿qué es
abusar de su esposa?: usar aquellas partes de su cuerpo que no están destinadas
a la procreación[141]. Ahora bien, es evidente que, en la pareja, la lujuria
viene de la mujer; por tanto, debe ser rigurosamente frenada. Las referencias a
Ambrosio y a Agustín, que la sitúan bajo el dominio (dominium) de su hombre, se acumulan[142]: «Si hay discordia entre
marido y mujer, que el marido dome a la mujer y que la mujer domada esté
sometida al hombre. La mujer sometida al hombre: he ahí la paz de la casa». Y,
«puesto que Adán fue inducido a tentación por Eva y no Eva por Adán, es justo
que el hombre asuma el gobierno de la mujer»; «el hombre debe mandar (imperare), la mujer obedecer (obtemperare)»; «el orden natural es que
la mujer sirva al hombre»; «que esté sometida al hombre como el hombre lo está
a Cristo»; que se ponga un velo, «puesto que ella no es la gloria ni la imagen
de Dios». Y a la inversa, que el hombre no cuide demasiado su cabellera. Yves
condenó en un sermón[143] las «modas impúdicas»: «Por prescripción divina, el
hombre tiene primacía sobre la mujer»; cabellos demasiado largos, que también
le velarían a él, serían signo de su abdicación; la forma de vestirse, de
cuidar su cuerpo, debe poner de manifiesto la diferencia fundamental sobre la
que se basa el orden social: la subordinación de lo femenino a lo masculino.
Tercer punto: la ley de monogamia. Aquí se
plantea la cuestión del concubinato. La mejor forma de acabar con este género
de unión es asimilarlo al matrimonio legítimo: cuando el hombre usa de su
concubina como de una esposa, la pareja es indisoluble[144]. Ya no está
permitido despedir a una concubina para casarse. De este modo se condena
formalmente el matrimonio «a la danesa». Además, gran cantidad de textos
apuntalan la prohibición de un nuevo casamiento tras un divorcio[145]. Por
«motivos carnales» (la fornicación o el incesto), puede pronunciarse el
divorcio, pero la separación entonces es sólo carnal: el vínculo espiritual no
se rompe. El libro VII de la Panormia lleva
un título significativo: «De la separación de la unión carnal por causa de
fornicación carnal». La carne es despreciable: por consiguiente, puede quitarse
ese objeto que es el cuerpo de aquí, y ponerlo allá. No obstante, y éste es el
cuarto punto, sólo la Iglesia tiene derecho a hacerlo. Puede separar por causa
de adulterio[146] y también por causa de fornicación espiritual, cuando uno de
los cónyuges traiciona a Dios; cuando, por ejemplo, se adhiere a la herejía.
Sin embargo, el pastor no puede decidirse a la ruptura sino en última
instancia, tras haber hecho todo lo posible para consolidar la unión. Mientras
que si se trata de la segunda de las causas carnales, el incesto, es preciso
romper como sea. La «reconciliación» no es posible porque nadie puede cambiar
su sangre. En una de las colecciones preparatorias figura a este respecto un
texto relativo al divorcio de Roberto el Piadoso y de Berta, utilizado sin duda
en el esfuerzo realizado para alejar a Felipe I de Bertrada. El matrimonio
queda anulado por sí mismo desde el momento en que se comprueba la consanguinidad.
Es fácilmente comprensible que, en esos
años, los prelados que luchaban contra la bigamia —la del rey de Francia, la
del duque de Aquitania— hayan dado preferencia al incesto. Sin embargo, ¿cómo
conciliar esta prohibición absoluta —de la que no se habla en el Evangelio ni
en todas las Escrituras, pues el Levíticoestá lejos de ser tan riguroso— con el
principio —enunciado por Jesús— de la indisolubilidad absoluta? Yves soslaya
esta contradicción. Todo su esfuerzo doctrinal apunta al respecto de la monogamia.
Al reunir los textos canónicos —aquellos que había agrupado el obispo de
Worms—, los manipula. Es tan desenvuelto, o más, que el propio Bourchard. Borra
de tal o cual decreto algunas palabras que le estorban porque autorizarían a
volver a casarse tras el divorcio. La autoridad que citaba Bourchard permitía
al «hombre, al que su mujer ha querido matar» y que tiene derecho a expulsarla,
«a tomar otra esposa si lo desea»: al repetir la cita, Yves omite esta parte de
la frase[147]. Asimismo, cuando se trata de exilados que faltan desde hace
mucho tiempo de su hogar. «Que tomen mujer si no pueden contenerse», se lee en
la colección constituida por el obispo de Worms. Esta sentencia ha desaparecido
de la Panormia. Yves se refiere a
ella en una de sus cartas, pero la mutila. En aquella época era un problema
candente. Numerosos caballeros de la Francia del norte se iban lejos en busca
de aventuras. Se sabe por Orderic Vital que, durante la conquista de
Inglaterra, las damas de Normandía abandonadas amenazaban: «Vamos a buscar otro
hombre». Pero ¿qué se puede decir a los cruzados que, al volver de su
expedición, descubren que su esposa ha fornicado? ¿Qué deben hacer los obispos?
¿Separarlos? Al preguntárselo el arzobispo de Sens, Yves le da la respuesta[148]:
que los caballeros se presten a la reconciliación, considerando «la fragilidad
del vaso femenino, indulgentes hacia el sexo más débil, preguntándose a sí
mismos si ellos no han pecado jamás»; o bien que se obliguen a la continencia
hasta la muerte de su mujer, porque si no serían adúlteros; y aquí es donde se
cita el texto de Agustín, mutilado.
He hablado muy brevemente de los
instrumentos normativos forzados por el santo canonista. Han sido objeto de
estudios doctos, muy accesibles. En efecto, si me interesa la norma, es porque
revela comportamientos que pretende reprimir. Por tanto, me interesa más la
correspondencia de Yves de Chartres, complemento de esas recopilaciones.
Mostraba a los usuarios cómo emplearlas y al historiador cómo la teoría se
enfrentaba a la práctica. En aquella época proliferaban las
recopilaciones de cartas. Eran obras pulidas, sujetas a reglas determinadas.
Algunas, escritas por el placer de decir; la mayoría por utilidad, para
enseñar. Después de 1114, cuando desde todas partes se acudía a su competencia,
el viejo prelado trabajó lo que había conservado de sus misivas, cortando y
sobre todo añadiendo. Quería componer una obra útil. Lo consiguió: el libro fue
ampliamente utilizado. Lo copiaron, sobre todo, en el oeste de Francia, así
como en Laon.
En ciertos manuscritos, ocupa un lugar junto a escritos
teóricos relativos al matrimonio.
Trata, en efecto, profusamente de las cuestiones
matrimoniales.
Algunas epístolas —cartas de orientación
dirigidas a laicos— exaltan las virtudes de la conyugalidad. Como ese billete
dirigido al rey Luis VI[149]. El monarca estaba a punto de desposar a una
sobrina de la condesa de Flandes, «muchacha en edad núbil, de noble condición,
de buenas costumbres» y, por tanto, perfectamente recomendable. Vacilaba. Le
presionaban para que se decidiera. Yves de Chartres le exhorta a su vez: la
sociedad humana se compone de tres «condiciones», «los cónyuges, los
continentes, los dirigentes de la iglesia [...], todo aquel que al comparecer ante
el tribunal del juez Supremo no esté encuadrado en una de estas profesiones
será privado de la herencia eterna». El hombre debe definirse en alguna parte:
ya no está admitida la marginalidad. Luis es rey. Sin duda alguna, tiene el
deber de procrear. «Si no tuviera sucesor el reino se dividiría contra sí
mismo». Ha de tomar, pues, esposa. Naturalmente, esposa legítima. Es preciso
que salga de la neutralidad, que se sitúe en el puesto que le ha sido asignado:
en el «orden de la vida conyugal». Tres razones le invitan a darse prisa:
quitar la esperanza a aquellos que acechan la corona; «reprimir los movimientos
ilícitos de la carne»; imponer silencio a los que se burlan. ¿De qué? ¿De
impotencia o de apetencias homosexuales? Otra carta, del mismo estilo, al conde
de Troyes. Éste proyectaba partir para Jerusalén y, cambiando de ordo, entrar al servicio de Dios. Que
tenga cuidado, porque a veces Satán se disfraza de ángel de luz: «Persuade a
algunos de no cumplir con su mujer el deber conyugal; bajo la apariencia de
castidad, quiere empujarlos al estupro ilícito y llevar a su mujer a cometer
adulterio». Tú tienes una mujer y no puedes dejarla sin que ella lo consienta.
«Si sirvieras a la castidad, sin consentimiento de tu mujer, incluso aunque lo
hicieras por Dios, no cumplirías con la unión conyugal y el sacrificio ofrecido
no sería el tuyo, sino el de la otra».
La correspondencia del obispo de Chartres
nos informa especialmente porque examina todos los casos espinosos que los
rectores de la Iglesia podían verse en situación de zanjar. Estos análisis son
presentados como respuestas a consultas. Podemos preguntarnos si el diálogo no
es en ocasiones imaginario, si ciertas eventualidades no fueron consideradas en
abstracto a fin de que la guía fuera completa. Lo cual deja una duda: estas
cartas ¿permiten captar la práctica real del matrimonio en la aristocracia de
la región? Aquí y allá, ¿no se convierte de nuevo la teoría en superficie? No
podemos separar lo vivido de lo soñado. Sin negar una parte al sueño, puede
considerarse la de lo vivido como esencial. De las treinta cartas que
considero, once tratan de la conducta de los maridos, veinte de la conducta de
los que hacen la boda. En la primera categoría, cuatro consideran el
concubinato, siete el adulterio; en la segunda, ocho se refieren a la desponsatio, doce al incesto. Esta
clasificación en bruto hace aflorar tres rasgos notables: la autoridad
episcopal se preocupa menos de la vida conyugal que de la formación de la
pareja; durante la conclusión del pacto, las decisiones de la familia
predominan por regla general sobre las de los individuos, y con mayor nitidez
sobre las de las jóvenes; por último, el incesto es el escollo. Adentrémonos
por el texto.
Los obispos se interrogan[150], se vuelven
hacia su cofrade de Chartres y tropiezan con la idea de mancilla. Esta mujer ya
está en la cama. A veces incluso está encinta. ¿Se puede, como desea el hombre,
transformar por medio de ademanes y fórmulas ese concubinato en matrimonio
legítimo? Y esa esposa, casada según todos los ritos, que da a luz tres meses
después, ¿debe ser privada de la dignidad matrimonial por haber faltado? ¿Qué
significa la dignidad del matrimonio? Vacilan entre textos canónicos
divergentes. Yves los guía. Dice que hay que considerar siempre el caso, las
personas; se impone más rigor con aquellos que dan ejemplo. Sin embargo, la
regla primera es no separar, si no son primos o adúlteros, a esos hombres y a
esas mujeres que se han unido por su voluntad conjunta y que también lo están
por su sexo, «convertidos en una sola carne». «Y mucho menos cuando hay un
fruto no del vicio, sino de la naturaleza». Ante estos casos (porque he ahí la
realidad social, la frecuencia de las relaciones prematrimoniales y esas
parejas tan numerosas que se han unido al margen de los ritos eclesiásticos,
pero que ahora desean que su unión, como la de los reyes, como la de los
príncipes, sea consagrada; que se les haya planteado a los obispos tales
cuestiones ¿no es también señal de que el uso de la bendición nupcial se
propaga y de que, poco a poco, en el seno de la aristocracia, el descrédito se
cernía sobre el simple concubinato?), Yves de Chartres incita a superar las
repugnancias, a admitir que la commixtio
sexuum no carece de valor, que, sin el acto sexual, «los derechos del
matrimonio no están perfectamente realizados». Que lo carnal no está totalmente
del lado del mal. Estas respuestas, sin embargo, hacen hincapié en la
monogamia. Porque ésa es la gran preocupación de los prelados que le consultan:
contener a todos esos esposos, y a los primos, a los hermanos que les rodean,
impacientes por cambiar de mujer; inducirlos a respetar el pacto conyugal mejor
que tantos pactos de paz y de alianza, que se rompen en cualquier ocasión.
Ahora bien, existe el adulterio, causa de separación legítima. En
la correspondencia, el adulterio femenino es el único que está en juego. Pero
lo está constantemente. Por hombres siempre al acecho. El caballero Guillermo
volvió de una expedición a Inglaterra tras nueve meses de ausencia y encontró a
su mujer dando a luz siete días antes del término. Nació la sospecha; creció y
apuntó hacia otro caballero. Según Yves de Chartres[151], no se debe calcular
con tanta exactitud: la «naturaleza» puede ser rápida o perezosa; de sobra se
advierte en las diferencias que existen cada año en la maduración de las
cosechas. Pero resulta que reaparece Juan de Soissons clamando contra la
infidelidad de la mujer: se la ha visto «conversar en lugar privado» con su
amante. Yves de Chartres[152] dice que se necesitan por lo menos tres testigos
seguros. Tenemos por último a unos herederos perjudicados por el nuevo
matrimonio de una viuda y que la acusan: el hombre con quien se casa es su
amante. Yves de Chartres les impone silencio[153]: «Si por miedo o por amistad
no han denunciado a la pecadora en vida de su primer marido», fueron cómplices
del adulterio. Defendidas por su hermano, por su padre[154], que protegen el
honor y rechazan la «infamia», las sospechosas se dicen dispuestas a probar
«que ellas no han sido nunca una sola carne» con el hombre que dicen. Se
aprestan a jurar, a afrontar el juicio de Dios, a tomar en las manos el hierro
candente. Como todos los hombres, Yves piensa que por naturaleza la mujer está
predispuesta a pecar, a engañar. Si bien prohíbe por regla general emplear la
ordalía, juzga forzoso en ciertos casos, cuando la acusación se hace en toda
regla y cuando ningún testigo acude a contradecirla, recurrir al hierro
candente. Pero exhorta sobre todo a la reconciliación. A no romper la unión más
que en última instancia, y en este caso cuidando escrupulosamente de que los
divorciados no vuelvan a casarse[155]. Las palabras que han pronunciado en los
ritos de esponsales unen para siempre su alma.
Así pues, el valor atribuido a la desponsatio incita a vigilarla de cerca,
a gobernarla, a luchar contra el mal uso que de ella se pueda hacer. La
correspondencia pone de relieve tres puntos de discrepancia entre el modelo que
Yves de Chartres trataba de perfeccionar y la práctica de los casamenteros,
especialmente de los que entregaban a las mujeres. La costumbre era, primero,
que las familias se concertaran, desde hora temprana, para unir a niños
demasiado jóvenes, mucho antes incluso de esa «edad de razón» que ni la ley
eclesiástica ni la ley humana fijan, pero que todo el mundo sabe que comienza a
los siete años. Esto se hacía por un buen motivo: la paz, la extensión de la
«caridad». Pero ¿qué pensar de unos compromisos que los interesados no
pronunciaban, sino que salían de labios de su padre?[156]. La segunda forma de
mal uso era romper fácilmente estos acuerdos, y esto era consecuencia directa
de la costumbre anterior: cuanto más precoces eran los pactos, tanto mayor era
el peligro de ver cambiar a los casamenteros de opinión antes de que las bodas
fuesen posibles. Semejante versatilidad prueba que, en la conciencia de los
laicos, lo que determinaba realmente el matrimonio era la unión de los cuerpos,
la mezcla de sangres, la fiesta nupcial. Por ejemplo, no veían impedimentos
para sustituir a la esposa por una de sus hermanas: la amistad no se rompía por
ello. ¿Hay regusto de incesto? Pues desaparece si la sustituta es elegida en
otra familia[157]. Podía ocurrir, por último, que los esponsales fueran rotos
por la violencia. El rapto no había desaparecido, pero estaba en regresión:
Yves de Chartres sólo lo tiene en cuenta una vez.
Un padre había presentado una
denuncia[158]: su hija, ya prometida a Galeran, caballero del rey, acababa de
ser raptada por el sobrino del obispo de Troyes. Nadie pensaba en negar la
competencia de la justicia eclesiástica. El obispo de París se hizo cargo del
asunto y reunió su tribunal. La hija es interrogada. ¿Por qué resiste? Yo ya
estaba entregada, dice ella, me llevaron por la fuerza; me debatía, lloraba y
mi madre lloraba conmigo. A las preguntas que se le hacen después, el raptor
—que había acudido— no responde; se eclipsa; no se volverá a ver. Diez testigos
confirman entonces las afirmaciones de la víctima. Inmediatamente se la libera,
«no digo del matrimonio, sino del concubinato». ¿Puede ser pues roto el
concubinato? Yves parece contradecirse. De hecho, en ese caso, para él sólo
estaban en cuestión los cuerpos, no las voluntades, y es del acuerdo de las
voluntades de lo que deriva la indisolubilidad de la pareja. Aquella mujer
podía meterse en el lecho de otro hombre sin pecar. O más bien, los varones de
su estirpe podían utilizarla para concluir otro pacto. Galeran ya no la quería.
Pero otro señor aceptaba tomarla, aunque temía pasar por bígamo. Y para
tranquilizarle Yves escribió todo esto a su obispo, el de Auxerre.
Por lo que a él se refiere, quien ha
jurado el pacto conyugal ha cumplido, según dice en otro lugar, la parte
esencial del «sacramento», del rito: José no fue el esposo de María —y ésta es
la primera vez que se hace referencia a la Sagrada Familia[159]—. En cambio,
quien no se ha comprometido por sus propias palabras no está unido. Es el caso
de esas muchachas cuyo acuerdo ha sido concluido por su padre y que pueden
contradecirlo[160]. En nombre de tales principios, los paladines de la reforma
combatían las tres costumbres de que he hablado. De este modo chocaban
frontalmente contra una de las bases maestras de la sociedad de linajes: el
derecho del jefe de la familia a disponer de las mujeres de la casa. Quedan
las cartas más numerosas, es decir, las de la cuestión del incesto. Yves expone
a Hildeberto de Lavardin la doctrina[161]. Puesto que «el matrimonio ha sido
consagrado [poco a poco toma cuerpo la idea de sacralidad, de sacramento] desde
el origen [como la distribución de los hombres entre las tres funciones, el
orden de la conyugalidad se considera establecido ab initio, fuera de la historia] de la condición humana, es una
institución natural». No puede ser roto salvo por el motivo previsto por la
«ley» y por la iglesia: la fornicación. No obstante, más tarde se añadió otra
causa de divorcio «en el desarrollo de la religión cristiana [por tanto, en la
historia de la cultura, no en la naturaleza, y en ningún lado aparece con más
claridad el embarazo del jurista ante la contradicción entre la exigencia de
monogamia y la prohibición de consanguinidad]». Y ello debido a que «según la
doctrina apostólica, la unión debe ser honorable, y sin mancha, en todo». Yves
se refiere a la honestas, a la noción
de mancilla. No dice nada más sobre ello. Se ve impotente para convencer mejor,
para justificar mediante argumentos claros, apoyados por autoridades sólidas,
la exigencia obstinada de los sacerdotes. El refinamiento del utillaje intelectual,
la clasificación minuciosa de los textos, la más aguda crítica de éstos, de
nada sirven. Se tropieza contra un muro inquebrantable. Un monje de
Saint-Bertin, que compilaba en 1164 una genealogía de los condes de Flandes, lo
dice claramente a propósito de Balduino VI, excomulgado con su mujer, viuda de
uno de sus parientes: «El incesto es peor que el adulterio»[162].
Sin embargo, el incesto proliferaba. En
las conciencias de los caballeros, la repulsión a mezclar sangres de cepa
bastante cercana era, al parecer, mucho menos aguda. No por ello estaba ausente
y se unía quizá al miedo de engendrar hijos monstruosos, a ese miedo del que
los reformadores rigoristas, como Pedro Damiano, sacaron partido: el autor del Roman de Thèbes juega con ese terror cuando
hacia 1150 introduce en la historia de los hermanos enemigos la de Edipo,
colocándola en un trágico[163] segundo plano. Pero en la moral laica el área de
prohibición parece sensiblemente más restringida. Cuando los obispos los
invitaban a investigar su ascendencia desde más allá del tercer grado hasta el
séptimo, los príncipes y los caballeros no comprendían por qué, sobre todo
teniendo en cuenta que muchos eclesiásticos al margen de la ortodoxia iban
repitiendo que no corresponde a los sacerdotes considerar esos asuntos
propiamente carnales. En la investigación genealógica, que siempre terminaba
descubriendo vínculos de parentesco, veían sobre todo el medio más seguro de
deshacer uniones que ya no querían. Tanto si la iniciativa procedía de los jefes
de estirpe que deseaban, como por ejemplo el viejo rey Felipe y su hijo
Luis[164], obtener que el divorcio de una hija fuese pronunciado solemnemente
en un tribunal plenario, como si venía de los prelados, empujados o no a
oponerse a tal proyecto de matrimonio porque les molestaba[165], se reunía a
testigos juramentados, «nobles procedentes de la misma estirpe», que contaban
públicamente los grados y prestaban juramento ante la justicia
eclesiástica[166]. Los clérigos, familiarizados con lo escrito, registraban
estas declaraciones. De este modo se multiplicaban los pergaminos en que se
hallaban inscritas las filiaciones. Servían una y otra vez. He hablado de los
que utilizó el conde Fouque Réchin para separarse de las mujeres. Yves de
Chartres tenía «en su poder» una colección de árboles genealógicos «que
comienzan por el tronco y que van, grado por grado, hasta las personas
encausadas», según el modelo de las genealogías bíblicas.
Semejantes procedimientos estimularon la
memoria ancestral que estaba naturalmente viva. El papa Alejandro II lo sabía
bien. En 1059, para justificar la amplitud de la prohibición, aseguraba que,
hasta el séptimo grado, la amistad, la caritas
natural, existe entre parientes, que no es necesario avivarla con nuevas
alianzas puesto que hasta ahí las filiaciones pueden ser «prolongadas y
recordadas de memoria»[167]. Pero pasando de lo oral a lo escrito, el recuerdo
iba adquiriendo claridad, solidez. Los innumerables procesos por causa de
incesto favorecieron, pues, a finales del siglo XI, la consolidación de la
conciencia de linaje. Su efecto se asoció con el movimiento de las estructuras
para cambiar de arriba abajo la imagen que en esta región las casas
aristocráticas tomaban de su familia. Estos cuadros genealógicos, como el que
Yves de Chartres mostró al rey de Inglaterra para evitar a la «majestad real
autorizar lo que debe castigar»[168], es decir, los matrimonios consanguíneos,
ponen de relieve que semejantes uniones eran frecuentes en las generaciones
anteriores, que los prelados eran mucho menos exigentes y que algunos de ellos
lo fueron, pero sólo después de 1075 y en medio del gran impulso del movimiento
reformador. Muestran también que muy grandes señores no rehusaban tomar por
mujeres a las hijas que Enrique rey de Inglaterra había concebido fuera del
matrimonio legítimo, sino que, por el contrario, se las disputaban[169]. Es, en
mi opinión, la prueba de que a finales del siglo XI, en Normandía, entre la más
alta aristocracia y pese a las reprobaciones del clero reformador, no había
reticencias respecto al matrimonio de segunda clase, a la danesa, ni respecto a
su fruto. Todos sabían que las hijas procreadas en estas uniones inferiores no
podían tener pretensiones a la herencia, pero llevaban la sangre de su padre y
la sangre real era lo que daba valor a esas muchachas. Puede dudarse de que tal
actitud haya sido propia del país normando. El rey Luis VI mismo se disponía a
desposar a una bastarda del marqués Boniface. El pacto ya estaba concluido:
Yves de Chartres le aconsejó romperlo, por respecto a la majestas[170]: un rey no podía rebajarse a unirse, contra «la
honestidad», a una muchacha «infame» por ser de nacimiento ilegítimo. Ante
aquellos que querían orientar la sociedad cristiana hacia lo que decían que era
el bien, se alzaban prácticas realizadas tranquilamente desde hacía siglos que
formaban como una mole inquebrantable. A fuerza de palabras y ritos de
exclusión, los sacerdotes rigoristas las desarticularon poco a poco. Pero
durante mucho tiempo les costó gran esfuerzo que se tuvieran por «deshonestos»
el concubinato y la bastardía. En cuanto a la costumbre de desposar a la prima,
se resistía más obstinadamente aún. Porque no sólo las uniones llamadas
incestuosas servían a menudo a la gloria de los linajes, sino que muchos
incestos se producían fortuitamente en las grandes casas debido a la
promiscuidad familiar. El Decreto de
Bourchard de Worms atestiguaba el carácter licencioso de la sexualidad
doméstica.
Preocupaba todavía a Yves de Chartres. Tres de sus cartas
lo demuestran.
Un hombre se acusaba: antes de las bodas
legítimas había conocido a la hermana de su esposa. ¿Qué hacer? Seis testigos
juramentados estaban dispuestos a confirmar ese juramento. Separada, la mujer
conservará la dote de la viudedad, «precio —dice Yves— de su doncellez»[171].
Una esposa pretendía haber compartido el lecho del primo de su marido (no era
ella misma quien hablaba, sino el hombre, el primo, el que promovía la
cuestión). Respuesta: es preciso que otros juren con él; la mujer podrá
purgarse de la acusación con su solo juramento[172]. Por último, un hombre,
antes de su matrimonio, confesaba haber mancillado a la madre de la prometida
con una «polución exterior». Un caso semejante había sido debatido ante el papa
Urbano, que había negado el divorcio: en efecto, la disjunctio de un matrimonio «mal comenzado o violado» no puede
pronunciarse en ausencia de todo comercio carnal; ahora bien, y aquí Yves
aporta una precisión interesante, es «por la mezcla de los cuerpos, la commixtio carnis, como los esposos se
convierten en una sola carne en la mezcla de los espermas»[173]. Quedémonos con
la evidencia de una amplia libertad sexual en el seno de las familias. Era muy
corriente: quien quería obtener la separación legal de su mujer, podía invocar
ante los sacerdotes desvíos tales; estaba seguro de encontrar testigos
dispuestos a confirmar sus palabras: ¿quién, en aquellas moradas sin tabiques,
no había visto o creído ver la loable amistad de linaje derivando hacia
relaciones menos castas?
El interés de este documento consiste
también en mostrar, atravesando las brumas, a los prelados más esclarecidos
obligados a suavizar sus rigores. Yves no transige acerca de la
indisolubilidad. Un canónigo de París se ha casado: pues que se despoje de su
prebenda, que descienda al ordo inferior,
al de los cónyuges, y que se quede en él: que no se separe lo que el Señor ha
unido[174]. Sin embargo, hay un momento en que vacila. Se le habla de un marido
que ha descubierto que su mujer es de condición servil. Sería una buena razón
de repudio, ya que no se debe mezclar la sangre de los «nobles» con la de los
«siervos». Además, los que han entregado a la muchacha han cometido fraude.
Yves es inflexible[175]: puede permitirse autorizar la interrupción de la «obra
de las nupcias», es decir, separar los cuerpos, pero no romper el «sacramento».
Le replican: ¿no ha admitido él mismo que hombres libres repudien a una esposa
que no lo era? Se defiende, con gran esfuerzo[176]: «Lo que yo disolví —dice—
no era un matrimonio, sino un mal concubinato». Cita en su apoyo un decreto del
papa León; afirma sobre todo que el pacto que hace el buen matrimonio,
indisoluble, debe ser contraído de buena fe. Si hay engaño, Dios no ha podido
atar ese lazo, sino que son los hombres quienes lo han atado mal; siendo menos
fuerte, uno está en derecho de deshacerlo. El eminente canonista se debate. Sus
razones no son de las mejores. ¿Cómo podría ir contra la base del orden social,
contra una jerarquía de «órdenes», de rangos, de clases, contra el principio
que él mismo ha enunciado cuando mandaba degradar al sacerdote casado,
rebajarlo desde el campo de la ley divina al de la ley humana? La ley humana
prescribe la conyugalidad. Ahora bien, según esta ley «natural» —el mismo Yves
lo ha escrito[177]— no hay ni libres ni siervos. ¿Entonces, qué? Entre ambas
«condiciones» de la sociedad laica, ha sido alzada una barrera. El propio Dios
lo ha hecho. La teoría del buen matrimonio no puede ir en contra de otra mayor:
la de la desigualdad providencial.
Yves vacila, tantea. Pero este caso
difícil le lleva a prolongar su reflexión sobre la espiritualidad de la unión
conyugal. No es el coito, repite, lo que hace el matrimonio, sino el compromiso
de las voluntades, la fe, la buena fe. Entre cónyuges que se dan cuenta de que
han sido engañados, de que la sangre de uno es capaz de envilecer la del otro,
de que uno reduce al otro a la servidumbre por concubinato, no puede existir
auténtica dilectio, sino rencor y
odio. Si el «precepto de amor» no es respetado, la pareja no puede significar
la unión de Cristo con la Iglesia, no puede ser el «sacramento» el signo de ese
misterio. La elaboración de un derecho, paso a paso, a medida que los casos se
presentaban, preparaba como se ve la construcción de una teología,
estrechamente dependiente de la construcción progresiva de una liturgia.
En los alrededores del año 1100, en la
alta Iglesia, cuya depuración se aceleraba, algunos como Yves de Chartres
trabajaban en el perfeccionamiento del instrumento jurídico que, designando a
las parejas destinadas a ser unidas o separadas en nombre de Dios y sometiendo
al control de los clérigos las costumbres matrimoniales, aseguraba con ello el
dominio del poder espiritual sobre el temporal. Estos prelados y otros
trabajaban en reafirmar el sistema ideológico justificando ese dominio. Ese
sistema es una teología del matrimonio. Cerca de las catedrales, en Laon, en
Chartres, en París, la meditación se concentraba poco a poco en el misterio de
la encarnación. Las preguntas que los prelados de justicia se planteaban a
propósito del matrimonio se encontraban así con dos preguntas que hacían los
maestros cuando comentaban las Escrituras: la de la maternidad y la virginidad
de María y la de las relaciones entre Cristo y su Iglesia.
La primera se volvía más acuciante en esos
años, mientras que ganaba terreno la devoción a la Virgen madre, movimiento
que, como muestra el caso de Guibert de Nogent, no dejaba de tener relación con
el creciente rigor de las privaciones sexuales impuestas a los sacerdotes,
exaltando la virginidad, con el apoyo de las estructuras de estirpe, exaltando
la maternidad. María presenta la imagen de una mujer que, unida por un
verdadero matrimonio, da a luz a un hijo, escapando no obstante al mal. Es el
modelo de la buena esposa. Tanto como a las palabras de Jesús, los maestros que
elaboran un modelo de conyugalidad virtuosa se referían a los relatos
anecdóticos, canónicos o apócrifos, que entremezclan abundantemente en torno a
la persona del hijo de Dios.
El reflujo de la ansiedad escatológica
actualizaba asimismo la segunda cuestión. Mientras exista el mundo —y ya no se
creía tan cercano su fin—, Jesús se encuentra presente en él a través de
aquellos que llevan su palabra. ¿Cómo debe representarse la societas establecida entre aquel que en
ese momento está sentado a la diestra del Padre y todos sus hermanos de la
tierra que parten el pan en memoria suya y aquellos que, mucho más numerosos,
comen ese pan y balbucean? La relación inefable del hombre con Dios sólo puede
aprehenderse por analogía, a partir de la experiencia humana de otras
relaciones, también de ferviente reverencia, como la del vasallo con su señor,
o como la más esclarecedora y de mayor poder metafórico, la de la esposa con
ese hombre que la domina, la corrige y la ama.
Este tipo de reflexiones conduce a
precisar la noción de sacramento. Los hombres de ciencia reunidos en torno a
las catedrales se dedicaban a formar clérigos. Éstos distribuían la palabra,
pero también la gracia. Necesariamente, por su mediación, desciende del cielo y
se expande entre el pueblo ese beneficio impalpable. Los maestros encontraban
la palabra sacramentum en libros con
que el renacimiento carolingio había llenado las bibliotecas episcopales. San
Agustín habla del «sacramento de las nupcias» y sitúa el «sacramento» entre los
tres valores que constituyen el bien del matrimonio. «Lo que es grande en
Cristo y la Iglesia —escribe— es pequeño en cada marido y cada mujer y, sin
embargo, el sacramento de una unión inseparable». A decir verdad, impreciso en
el latín de los Padres, el sentido de esta palabra se había vuelto más confuso
aún en el pensamiento rudo de la Alta Edad Media. El término designaba en el
habla común, en primer lugar, simplemente el juramento, el hecho de vincularse
tomando a Dios por testigo, tocando un objeto sagrado, una cruz, reliquias: en
esta acepción, la palabra ocupaba naturalmente un lugar en el campo verbal de
los ritos matrimoniales. Se aplicaba más generalmente aún a todas las fórmulas,
a todos los gestos que se utilizaban con cualquier propósito para bendecir
cantidad de objetos: el anillo, el lecho nupcial eran bendecidos; la palabra,
cargada de ese significado muy vago, afloraba a los labios. Por sacramentum los sabios entendían en
última instancia signo, símbolo. Por haberlo reducido a ese solo sentido a
propósito de las Escrituras, Béranger, maestro de la escuela de Tours, había
sido acusado de herejía a mediados del siglo XI. La amplia controversia que sus
proposiciones suscitaron había iniciado, justamente en los equipos
intelectuales, el trabajo de precisión semántica. Se prosiguió activamente.
Cuando Yves de Chartres reunía sus colecciones canónicas, la noción de
sacramento seguía siendo todavía muy fluctuante: ¿estaba unida más
estrechamente al matrimonio que, por ejemplo, al juramento vasallático? El
sentimiento tenaz de que el matrimonio es un asunto carnal, y por ello
ineluctablemente culpable, los detenía en el momento de situarlo junto al
bautismo y a la eucaristía.
Esta reticencia iba disgregándose, sin embargo,
en tanto se prolongaba el hábito de llevar ante la puerta de la iglesia, en
presencia de un sacerdote, los ritos de palabras, de aliento, espirituales y no
carnales, por los que se realizaba el pacto conyugal. Mientras tanto se
fortalecían las bases jurídicas. Desde finales del siglo XI, textos procedentes
de Italia eran introducidos en las colecciones canónicas: preceptos de san
Ambrosio relativos a los sponsalia; preceptos
de derecho romano en apoyo del consentimiento. En ellos se basó Yves de Chartres
para distinguir claramente la promesa de matrimonio, la «fe del acuerdo»,
fórmula del matrimonio propiamente dicho que podía no ser pronunciada más que
por los casamenteros, pero refrendada por la aceptación solemne expresada por
cada uno de los cónyuges, y sobre todo por la muchacha. En la escuela de Laon,
los comentaristas de las Escrituras formulaban la distinción entre el
compromiso preliminar y el compromiso definitivo, consensus de futuro, consensus de presenti. En este mismo momento,
uno de los interlocutores privilegiados de Yves de Chartres, Hildeberto de
Lavardin, osaba situar el matrimonio entre los «sacramentos» y en una posición
muy eminente: «En la ciudad de Dios —decía—, tres sacramentos precedieron a los
demás por el momento de su institución y son los más importantes para la
redención de los hijos de Dios [aquí apunta el nuevo sentido: sacramentum podría no significar ya
solamente signo, sino canal, vehículo de la gracia eficiente]: el bautismo, la
eucaristía y el matrimonio. De estos tres, el primero [entendamos el más
antiguo] es el matrimonio. Por tanto —y es ahí a donde quería llegar
Hildeberto—, el matrimonio depende de las leyes eclesiásticas y de la
jurisdicción de los prelados, a pesar de la parte carnal que lo consolida».
Durante los decenios que siguieron a la
muerte de Yves de Chartres, entre 1120 y 1150, en el brote de fertilidad que
impulsaba en estas comarcas a reconstruir Saint-Denis y a esculpir el tímpano
de Chartres, se precipitó la elaboración doctrinal. Tomando la palabra sacramentum en un sentido más claro,
apoyándose en la noción de signo, los investigadores profundizaron en el
significado simbólico de la unión conyugal. Partieron de la metáfora: la
Iglesia es la esposa de Cristo. Entre una y otro se establece un vínculo de
caridad. O mejor aún, la corriente vivificante que emana del sponsus eleva a la sponsa hacia la luz. Esto no es el amor, que procede del cuerpo, sino la dilectio, esa solicitud desencarnada, condescendiente, que opera en
el seno de la jerarquía necesaria, cimiento de todo el orden terrestre, que
sitúa lo masculino por encima de lo femenino. Poco después de 1124, Hildeberto
de Lavardin, buen retórico, pero algo perdido en los recovecos de una
dialéctica vacilante, se dedica a la tarea de definir qué es en el pacto
matrimonial el compromiso mutuo[178]. Según Mateo y Pablo, el marido y la mujer
deben quedar unidos hasta la muerte. ¿Por qué? Porque Cristo y la Iglesia «no
mueren ninguno de los dos»; entre ellos el flujo y el reflujo de la caritas no pueden interrumpirse; ¿cómo
imaginar roto ese matrimonio «muy santo y espiritual»? Esto constituye el
significante (designat) de la
estabilidad del matrimonio carnal. Por tanto, «la estabilidad del matrimonio es
el sacramento, puesto que es el signo [el equivalente simbólico] de la cosa
sagrada», la proyección de lo invisible en lo visible. Si no se rompe, si se
muestra capaz de mantener hasta la muerte la caridad, el matrimonio humano es
sacramento; tiene un lugar al lado del bautismo y de la eucaristía, junto a las
cosas santas instituidas por el Señor. Gérard de Cambrai, exactamente un siglo
antes, al enfrentarse a los heréticos, habría juzgado tales palabras
irracionales, es decir, sacrílegas.
Dado este paso, quedaba otro por
franquear. Admitamos que el matrimonio sea signo de lo sagrado. ¿Es por ello
vehículo de la gracia, apto para contribuir a la «redención de los hijos de
Dios»? En el monasterio de Saint-Victor, a las puertas de París, el canónigo
regular Hugues se aplicó a resolver el problema. En su tratado De los sacramentos de la fe cristiana examina
todas las formas en que los clérigos deben actuar sobre la sociedad. El título
es significativo. Los sacramentos son, más que los signos, los medios de esa
intervención mediadora. En el libro II, 11, 2, Hugues de Saint-Victor trata del
matrimonio como de una medicina que los servidores de Dios tienen por función
administrar a los laicos para sanarlos. El matrimonio es, por tanto, portador
de una «virtud», de eficacia salvadora. Pero para que la posea, tiene que estar
liberado de lo sexual. El propio Hugues es un paladín del ascetismo. Trata de
espiritualizar totalmente el matrimonio. Con esa intención, encarece más de lo
que lo había hecho Yves de Chartres, otro asceta, el valor del compromiso mutuo
pronunciado durante los esponsales[179]: «Cuando el hombre declara: te recibo
por mía para que te conviertas en mi mujer y yo en tu marido, y cuando ella
hace la misma declaración [...] cuando dicen y hacen eso según la costumbre
existente [poco importa la envoltura ritual] y se ponen de acuerdo en eso, ahí
es donde digo que en adelante están casados». Bien hayan actuado ante testigos
(cosa que es importante que hagan) o que «por casualidad lo hayan hecho solos,
aparte, en secreto y sin testigos presentes que puedan atestiguarlo, cosa que
no deben hacer; sin embargo, en ambos casos están completamente casados». Era
de una gran audacia. Replicaba al desafío herético, se enfrentaba a Enrique de
Lausana en su terreno, pero liberaba a los individuos de la coacción de las
familias. No se preocupaba ni del interés de los linajes, ni de los tratados
previos, ni de asuntos de dotes, de dinero o de anillo. Así de descarnado. Los
ritos no tienen importancia. Convertido en este intercambio de palabra, el
matrimonio quedaba totalmente desocializado. Perdía su función básica, que es
introducir oficialmente entre las demás una pareja procreadora. Y puede
adivinarse la reticencia, la resistencia de las tradiciones, a la sociedad
defendiéndose. Pero había algo peor: Hugues de Saint-Victor consideraba que se
puede —es ilícito pero se puede— convertirse en marido y mujer a los ojos de
Dios sin bendición, sin intervención de
los sacerdotes, es decir, sin control, sin someterse al
interrogatorio de si están emparentados. Y hasta qué grado. Esta proposición
puede dar la sensación de que se reniega de todo el esfuerzo hecho para
encerrar en los ritos de la Iglesia los procedimientos conclusivos del pacto
matrimonial. El sacrificio era enorme. Pero para llegar a este resultado esencial
era necesario que no cuenten ya para nada las nupcias; que no cuente ya para
nada el sexo; que, en su esencia, en lo que le proporciona su virtud curativa,
que le permite, como el bautismo, limpiar del pecado, el matrimonio sea
desencarnado. El pensamiento de Hugues de Saint-Victor se aventuraba hacia el
espiritualismo radical. Las investigaciones de Francesco Chiovaro
me llevan hacia otra obra de Hugues, un tratado De la virginidad de María[180], que data aproximadamente de 1140.
El autor medita sobre el misterio: ¿cómo puede ser «verdadera esposa» la madre
de Dios permaneciendo virgen? Y de ahí plantea este problema, concreto,
terrestre, puesto que se trata de una historia vivida y además ejemplar: el
compromiso matrimonial, por lo que implica de sumisión al otro en el
cumplimiento del deber conyugal, ¿puede conciliarse con el propósito de
virginidad? Asociación legítima, establecida por mutuo acuerdo, el matrimonio
fuerza a los contrayentes a obligaciones recíprocas. Hugues, de acuerdo en esto
con Hildeberto de Lavardin, considera como lo principal del consentimiento
mutuo la promesa de no desatar el vínculo hasta la muerte. Sin embargo,
reconoce más abajo otra consecuencia de la adhesión, la de «pedir y aceptar
recíprocamente el comercio carnal». Este compromiso, distinto del primero como
el cuerpo es distinto del alma, y por consiguiente en posición subalterna, es
para él «el compañero (comes) y no el
creador (effector) del matrimonio».
Su papel es funcional (officium), derivado.
No es él el que anuda el vínculo. Interviene aquí una vez más de manera
decisiva el concepto de jerarquía subordinando lo carnal a lo espiritual, que
es la clave de toda la ideología «gregoriana». Si esta función cesa, no puede
pensarse que cese la verdad o la virtud del matrimonio, sino, por el contrario,
que el matrimonio es tanto más verdadero y más santo en cuanto que se basa sólo
en el vínculo de caridad y no en la concupiscencia de la carne y el ardor del
deseo. Hugues pasa entonces al comentario del Génesis:«El hombre dejará a su
padre y a su madre...». El marido debe buscar en su mujer lo que ha abandonado
por ella. Ahora bien, lo que le unía a sus padres no era, evidentemente, la
unión de los sexos, sino «el afecto del corazón y la unión de la dilección
asociativa». «Así es —dice Hugues— como tiene que representarse el sacramento
conyugal, que está en espíritu», como es espiritual el cariño de la madre por
su hijo. Encontramos a este canónigo muy puro, irresistiblemente atraído, como
el monje Guibert de Nogent, hacia su madre, y a través de ésta hacia la Virgen.
Por tanto, cuando se ha dicho que «el hombre se unirá a su esposa [...] es el
sacramento [signo] de esa invisible sociedad lo que se ata en espíritu entre
Dios y el alma». La glosa viene entonces a tropezar con el fin del versículo:
«Serán dos en una sola carne», es decir, con el obstáculo que nadie puede
salvar: el cuerpo. Estas palabras son «el sacramento [signo] de la invisible
participación que se concluye en la carne [entendamos en el mundo terrestre]
entre Cristo y la Iglesia. El segundo signo [el segundo elemento de la
metáfora] es grande, pero el primero es mayor: serán dos en un solo corazón, en
un solo amor en Dios y alma». El comercio carnal se ve relegado de este modo a
lo accesorio. Puede ser interrumpido sin que el pacto quede roto. Sería bueno
que los maridos tomaran ejemplo de José. Hugues de
Saint-Victor se retiró del mundo. Toma para sí lo que
enseña la vida de san Simón de Crépy, la historia del emperador Enrique, a
quien pronto el papa va a canonizar. Indiferente a la suerte de las estirpes, a
la suerte de la especie humana, mezcla su voz a todas aquellas, heréticas o no,
que claman obstinadamente por la virginidad conyugal.
Los prelados atentos a llevar una acción
positiva entre los hombres y, ante todo, dentro de las casas de la
aristocracia, se resistieron prudentemente a llevar tan lejos su avance.
Cuando, diez años más tarde, Pedro Lombardo dio en París una definición del
sacramento que fue admitida como definitiva («El sacramento es el signo
sensible y eficaz de la gracia [a la idea del signo, que implica, por lo que al
matrimonio se refiere, su indisolubilidad, se une la idea de la transferencia
real del beneficio]»), partió de la distinción en que se había fundado Hugues.
Existe, dice[181], entre los esposos una doble unión «conforme al
consentimiento de las almas y conforme al acoplamiento de los cuerpos»; la
Iglesia se ha acoplado a Cristo del mismo modo, por voluntad y por
«naturaleza»: queriendo ella lo que él quiere, asumiendo él la naturaleza
humana. «La esposa es dada al esposo, espiritual y corporalmente, es decir, por
caridad y conformidad de naturaleza. El consentimiento, la desponsatio, es por tanto el símbolo de la unión espiritual entre
la Iglesia y Cristo; las nupcias, la mezcla de sexos, el símbolo de su unión
corporal». Por tanto, el matrimonio no consumado no es menos santo. Es ya
«perfecto». El consensus de presenti, el
compromiso personal del esposo con la esposa, «basta por sí solo para contraer
matrimonio». Lo demás no es más que apéndice (pertinencia): la intervención de los padres que entregan, así como
la del sacerdote que bendice; ni una ni otra añaden nada a la fuerza del
sacramento, lo hacen solamente más «honesto». No obstante, y este punto es
capital, la sexualidad conserva su papel, su lugar esencial, y sobre todo en el
seno de ese cuerpo que forma la sociedad humana, puesto que es ella, y sólo
ella, la que significa ese otro aspecto de la conjunción misteriosa entre lo
divino y lo humano, «de lo que, por la encarnación, une los miembros al jefe, a
la cabeza...». La carne, las nupcias se encuentran de este modo libres de
reprobación. Sin embargo, puesto que ha llegado hasta ahí, Pedro Lombardo se
cohíbe de afirmar que el matrimonio transmite la gracia. Su virtud, conferida
en su plenitud desde la desponsatio, su
eficacia es de orden negativo: el matrimonio protege del mal. El matrimonio es
un sacramento, pero no lo es como el sacramento del orden, fuente vivificante.
Su acción es profiláctica. Esto le hizo permanecer como replegado, forzado; le
hizo quedar impregnado por los restos, cuando llegó en ese mismo momento a
situarse oficialmente entre los siete sacramentos de la Iglesia, de una
inquietud y de una repugnancia, unidas una y otra a lo que durante la noche ocurre
en el lecho conyugal. El matrimonio, el único de los siete
sacramentos que no fue instituido por Jesús, sino solamente «restaurado por
él», existía en el Paraíso antes del pecado. Pero este pecado lo precipitó en
la corrupción y por mucho que se le purifique, que se le rehabilite, esa caída
le marca, y puede arrastrarle a caer nuevamente. En la unión de lo espiritual y
de lo carnal, el sacramento del matrimonio es también el que, de los siete,
muestra el signo más manifiesto del misterio de la encarnación en el borde, en
posición media, peligroso. Lo importante es que a mediados del siglo XII
terminó siendo sacralizado sin ser desencarnado. En ese momento, el conflicto
entre dos modelos, el eclesiástico y el laico, perdía decisivamente su
aspereza.
SIGLO
XII
X
EN LA CASA REAL
Para situar el frente
de este conflicto y percibir sus avances y sus retrocesos durante la segunda
mitad del siglo XIII, lo más sencillo es volver primero al más alto de los
linajes: al del rey de Francia. Ahí mejor que en otra parte se captan, por el desarrollo
de tres casos matrimoniales, los acuerdos y desacuerdos entre la moral de los
guerreros y la de los sacerdotes.
En 1152, Luis VII se
separó de su mujer Leonor. Ella se marchó con su herencia, el ducado de
Aquitania, del que se encargó su nuevo marido Enrique Plantagenêt. Debido a sus
consecuencias políticas, este acontecimiento doméstico fue examinado muy de
cerca por los historiadores del siglo XIX y del XX. Pero en aquella época ese
divorcio provocó grandes alborotos. Se habló de él. Se escribió mucho y durante
mucho tiempo. Aún subsiste todo un puñado de testimonios que resulta fructífero
releer. Uno de ellos expone la versión que se deseaba dar a los hechos en la
corte de Francia. En 1171, o antes quizá, un monje de Saint-Germain-des-Prés
escribió el elogio del «muy glorioso rey»[182]. La ocasión de este panegírico
fue quizá el nacimiento en 1165 de Felipe, el heredero varón que Dios daba por
fin a Luis como recompensa. Beneficio insigne, porque libraba a los franceses
—cito las palabras del autor— de ver al reino, como lo había estado durante
tanto tiempo el de Inglaterra, disputado por pretendientes. Está muy claro: el
Todopoderoso prefiere a Francia. Desde sus primeras frases, la historia escrita
en París, a la sombra del trono, es patriotera; hay que recordar esto cuando se
trata de aclarar la intriga a partir de este texto.
Cuando se convirtió en padre, el soberano
iba por su tercera esposa. La primera le había sido entregada en 1137. Él tenía
dieciséis años, ella entre trece y quince. Leonor no tenía hermano, su padre
acababa de morir. Ella heredaba. Por su matrimonio, Luis se convirtió en jefe
de la casa de Aquitania. Casó asimismo a la hermana de su mujer y, para
estrechar la alianza entre ambos linajes, la dio, a pesar de los impedimentos
de parentesco, a Raúl de Vermandois, primo hermano de su padre. Leonor tardó en
dar a luz. Tuvo una niña en 1145 y otra en 1149. La pareja volvía de Tierra
Santa. La historia oficial no dice nada de lo que pasó entre ambos esposos durante
el viaje.
Trata del divorcio en el capítulo XV. De
creerle, «parientes y primos del rey fueron a buscarle y, reunidos, le dijeron
que había una línea de consanguinidad entre él y Leonor, su esposa, cosa que
prometieron confirmar mediante juramento». De hecho, los cónyuges eran
parientes en cuarto y quinto grados. Después de casi treinta años, los
parientes habrían descubierto de pronto el incesto. «Sorprendido», el rey no
pudo soportar vivir más tiempo en el pecado. Se dirigió a los obispos, al de París,
del que era feligrés, al de Sens, metropolitano. En marzo de 1152, se reunieron
en Beaugency los cuatro arzobispos que tenían jurisdicción sobre el patrimonio
del marido y de la mujer, muchos de sus sufragáneos, «grandes y barones del
reino de Francia». Esta asamblea mixta probó la consanguinidad en presencia de
los dos esposos. El divorcio fue «celebrado», como era debido.
En este
punto, la Historia muestra a Leonor
precipitándose a un nuevo matrimonio.
«A toda prisa», volvió a Aquitania; «sin tardanza», se casó
con Enrique, duque de
Normandía. De hecho, escapó primero del conde de Blois, que
le acechaba, luego de Godofredo Plantagenêt, hermano de Enrique. Fue Enrique
quien se apoderó de ella en el mes de mayo, y la llevó a su lecho. En julio,
Luis VII le atacaba, ayudado por Godofredo, y la guerra continuó hasta el año
siguiente. En cuanto a Luis, le vemos como buen jefe de linaje, ocupado en
casar a sus dos hijas; la primera —que tenía ocho años— con el conde de Troyes,
la segunda —que no tenía más que tres— con el conde de Blois, que se consoló
así de haber fallado con la madre. Luego, el rey volvió a casarse.
No tuvo obstáculos. Al ser incestuoso, su
primer matrimonio no había existido. El monje de Saint-Germain se toma la
molestia, sin embargo, de justificar el segundo por dos razones. Luis quería
vivir ante todo «de acuerdo con la ley divina» que prescribe a los laicos el
estado conyugal; por otra parte, respetuoso con la moral de la estirpe, actuaba
«con la esperanza de tener un sucesor que después de él gobernase el reino de Francia».
En 1154, el «emperador» de España le dio su hija. Nació una criatura. De sexo
femenino, la recién nacida fue casi inmediatamente, en 1156, «aliada» (sociata) en matrimonio con Enrique,
hijo del rey de Inglaterra y de Leonor, nacido en marzo de 1155. El historiador
nos tranquiliza: ese matrimonio tan poco conforme, por la edad y el parentesco
de los cónyuges, con los preceptos canónicos más claros, fue concluido «por
arreglo (dispositio) obtenido de la
Iglesia romana». Dispositio, dispensatio,
el vocabulario aún fluctúa, pero funciona perfectamente el mecanismo que
permite, sin faltar al respeto de la autoridad pontificia, eludir la ley. Una
segunda hija nació en 1160; la reina murió del parto. El rey tomó otra mujer.
Muy deprisa: quince días después, según el historiador inglés Raoul de Dicet.
En realidad, esperó cinco semanas. Y nada más, porque el tiempo urgía, ya que
iba siendo mayor. El panegírico explica esa prisa. El rey se decidió, primero
«aconsejado e incitado por los arzobispos, obispos y demás barones del reino»;
el matrimonio del amo, en efecto, no era sólo asunto suyo, sino de la
incumbencia de toda su casa, en este caso de esa casa inmensa que, por los
vínculos de vasallaje, se extendía por todo el norte de Francia. Luis actuó
sobre todo «por su salvación», prefiriendo casarse que abrasarse (¿era todavía
tan fogoso?). Por fin se dice el motivo real: «Temía que el reino de Francia no
fuera gobernado por un heredero salido de su semilla». Para asegurarle ese
sucesor, escogieron a una hija de Thibaud de Blois: su padre no era rey; tenía
muchos hermanos, y no esperaba ninguna herencia, pero tenía en su favor su
sangre, la de Carlomagno, y su juventud, prenda de fertilidad. Esto hizo pasar
por alto su relación de parentesco, muy estrecha: Luis VII se casaba con la
hermana de su yerno. Cinco años después nació Felipe.
La Historia
pontificalis[183], redactada poco después del acontecimiento, en 1160-1161,
y por un testigo seguro, Juan de Salisbury, sitúa el divorcio bajo otra luz. Su
autor, en 1149, había visto a Luis y a Leonor atravesando la campiña romana al
regresar de la cruzada, conducidos hacia su señor, el papa Eugenio III. Éste
«aplacó enteramente la discordia que había surgido en Antioquía entre el rey y
la reina después de haber oído las quejas de cada uno de ellos [...]. Prohibió
que en adelante se mencionara la consanguinidad entre ellos; confirmó el
matrimonio; prohibió, verbalmente y por escrito, so pena de excomunión,
escuchar a quien atacase aquel matrimonio y quisiera disolverlo [...] Por
último, les hizo acostarse en una misma cama que había ataviado con sus propios
adornos más preciosos». Este episodio es de extremo interés. Entra en escena
personalmente el soberano pontífice; el monarca cuyas decisiones tienen
prelación sobre todas las demás en las estructuras que la Iglesia, al
reformarse, ha revestido. Resueltamente, el papa sitúa la exigencia de la
indisolubilidad por delante de la exogamia. No niega el incesto, sino que
prohíbe que se hable de él. Bloquea la máquina judicial: no habrá divorcio por
ninguna razón, sea la que fuere. Por último, el papa confirma el matrimonio,
digamos incluso que celebra nuevas nupcias, puesto que no contento con poner
término a la «discordia del espíritu», como dice la vida de Godeliva, reúne los
cuerpos, llevando a los esposos hacia el lecho suntuosamente adornado para ser
como el altar mayor del rito nupcial; en ese rito, el papa ocupa el lugar del
padre, bendiciendo a la pareja, exhortándola a vivir en la «caridad». En
efecto, tras haber oído las quejas de ambas partes, ha dado su sentencia en la
plenitud de su función pastoral. Ha reconciliado. El obispo también debe
hacerlo. ¿En qué caso? Véanse las colecciones canónicas en caso de sospecha de
adulterio. Según el derecho canónico, la fornicación es un motivo de
separación. Pero el divorcio pronunciado por este motivo excluye el nuevo
matrimonio. Y Luis, en ese momento, no tiene más que una hija y es rey. A
cualquier precio hay que hacer que tolere a su mujer. Vemos lo que la versión
parisina disimulaba cuidadosamente: el matrimonio regio no sólo estaba viciado
por el incesto. La Historia pontificalis —bien
informada, ya que la centralización romana hacía que todos los rumores llegaran
a la curia— dice más. Todo comenzó en Antioquía. El rey y la reina residían
allí, pues había que poner en orden el ejército. Eran los huéspedes del
príncipe Raimundo, tío de Leonor, y «la familiaridad del príncipe para con la
reina, sus conversaciones asiduas y casi ininterrumpidas, dieron que sospechar
al rey».
Conversaciones, palabras: primera etapa en el trayecto
ritual del amor cortesano, que era prólogo de otros placeres.
Cuando Luis VII decidió tomar de nuevo el
camino de Jerusalén, Leonor se negó a seguirle. ¿Cómo explicar la actitud de
Raimundo de Antioquía? ¿Jugaba tan sólo? Era su tío: ¿no estaría pensando en
recuperar a su sobrina para entregarla él mismo, con su magnífica herencia, y
no sin provecho, a éste o a aquél? Para ello era importante que pudiera casarse
de nuevo, por tanto, que se separase de su actual esposo no por fornicación,
sino por incesto. Y fue precisamente en Antioquía donde el parentesco fue
recordado, y no por los primos del rey, como la historia capeta querría hacer
creer, sino por el otro linaje. La reina «hizo mención de su familia, diciendo
que era ilícito permanecer más tiempo juntos, puesto que existía entre ellos un
parentesco en tercero y quinto grado». Leonor hablaba con verdad y Juan de
Salisbury añade: «Ya se había hablado de eso en Francia antes de que dejaran el
país, cuando el difunto Barthélemy, obispo de Laon, contaba los grados de
parentesco, pero sin poder asegurar si la supputatio
era fiel o infiel». Esta revelación turbó, al parecer, a Luis VII. De
hecho, ya lo estaba por miedo a ser engañado. Una carta del abad Suger le
comprometía a contener su «rencor» hasta la vuelta[184]. Pero «él amaba a la
reina con un cariño casi inmoderado [...]. La amaba [con amor, no de dilectio ni de caritas, con ese amor terrestre, carnal, que conduce al pecado]
vehementemente y de manera casi infantil». Según Juan de Salisbury, el error
del rey fue no comportarse como corresponde al senior, lo cual se reprochaba retrospectivamente a su abuelo
Felipe. En efecto, el mal se introduce en la pareja conyugal cuando el hombre
se entrega a la pasión y se pone bajo la férula de su mujer. Luis aceptó la
separación, pero antes consultó con su casa.
Tenemos aquí, mezclados con los asuntos
matrimoniales, junto a los parientes por la sangre, a los que lo son por el
vínculo vasallático. En el siglo XII la nueva moda era, para los jóvenes
vasallos, asediar a la dama, a la esposa de su amo, fingiendo, por broma,
raptársela. Pero su deber era también vigilarla y vigilar al señor: que no deje
a su mujer, que no tome otra sin consultar a sus «amigos». Cuando ocurre que el
jefe, puerilizado por el amor, no puede dominar firmemente la casa, ésta se
divide. Leonor tenía sus partidarios y se burlaba de los demás. Así, a uno de
los familiares más fieles, le llamaba, riendo, eunuco. Lo era, en efecto, espiritualmente,
puesto que era caballero del Temple. Este hombre, como los losengiers, los celosos de las novelas cortesanas, dio por despecho
este consejo al rey: llevarse a su mujer, y pronto; en cualquier caso no
divorciarse, porque «debido a que era pariente suya, podría acaecer oprobio
perpetuo para el reino de Francia si, entre otras desgracias, se decía del rey
que le habían quitado su esposa o que ella le había dejado». El peligro era la
vergüenza —que el rey sea «deshonrado por su mujer» como lo fue el Lobo
Ysengrin, burlado por Renart el Raposo. En cuanto al perpetuo oprobio, ¿no
sería la bastardía? Los dos esposos partieron juntos, rumiando su doble
amargura. ¿Logró aplacarlos Eugenio III? Él no habló de amor, sino de caritas; pero
también quería evitar el oprobio y para eso preparó la cama para los fines de
la procreación legítima. A despecho de la prohibición pontificia, Luis y
Leonor, tres años después, se divorciaban en Beaugency.
Los demás cronistas de la época confirman casi todas las
palabras de Juan de Salisbury[185]. Lamberto de Wattrelos[186], que quizá fue
uno de los primeros en escribir sobre el divorcio, acusa también al rey de
«puerilidad». Meditando sobre el fracaso de la tercera cruzada, Guillermo de
Tiro[187] ve la causa en el pecado de los príncipes. El peor pecado: la
lujuria, la de Raimundo de Antioquía, que quiso raptar (rapere) a la esposa del rey «con violencia y mediante ocultas
maquinaciones»; le resultaba fácil: Leonor era «de esas mujeres locas» a las
que les gusta jugar; imprudentemente, «ella descuidó la ley del matrimonio en
detrimento de la dignidad real»; fue «infiel al tálamo». Pesando sus palabras,
Guillermo revela lo que todos pensaban en Antioquía o en Tiro; el asunto era
trivial: un adulterio femenino. A finales del siglo XII, del lado inglés, los
historiadores hacen un juicio más severo. Sean favorables u hostiles al rey
Enrique II, arremeten contra Leonor. Guillermo de Newburgh atribuye la derrota
de Tierra Santa a la pasión del rey Luis[188]. Dio mal ejemplo, llevando
consigo en el santo peregrinaje a su esposa. Hubiera sido preciso que el
ejército siguiese siendo puro, sin mujeres, y los cruzados continentes, como
deben serlo los guerreros para ganar las batallas. Por lo tanto es la reina,
nueva Eva, tentadora y engañosa, la que tuvo la culpa del desastre. Para
Guillermo, como para Gervasio de Canterbury[189], fue adúltera; descontenta de
las costumbres del rey, se quejaba de haberse casado con un monje; soñaba con
otras «nupcias», «más conformes con sus costumbres»; digamos con su
temperamento. Obtuvo el divorcio mediante un juramento falso. Para Gerardo de
Gales[190], por último, es Melusina, el hada mala, y por su culpa quedó
corrompida la raza de los reyes de Inglaterra. La mejor parte se la lleva
Enrique Plantagenêt: él no fue pueril como Luis; era un «joven», en el buen
sentido de la palabra, el de las novelas corteses, el de la aventura; raptó,
fogosamente, a la mujer del rey de Francia y, por «el amor caballeresco», vengó
noblemente a su abuelo Fouque Réchin. El pecado en este asunto procedió de
Leonor, adúltera doblemente, ya que el padre de Enrique, Godofredo Plantagenêt,
cuando era senescal de Francia, «había usado de ella». Había prohibido
expresamente a su hijo tocarla por dos razones: «porque era la esposa de su
señor y porque su padre la había conocido antes. En el paroxismo de un enorme
exceso, el rey Enrique, según se dice, se atrevió a mancillar a la reina de
Francia con una copulación adúltera». Leonor «no se conducía como una reina,
sino como una ramera»; el cisterciense Helinando de Froimont no juzga necesario
decir nada más.
Esclarecedoras, manifestando a ese
altísimo nivel un gran respeto por las formas jurídicas en el seno de un
aparato de Iglesia jerarquizada donde todo es flexible, estas peripecias
permiten ver, sobre todo, treinta años después de la muerte de Yves de
Chartres, cómo se aplicaba el impedimento de matrimonio por parentesco. Las
autoridades mantenían en reserva la prohibición para servirse de ella
eventualmente: Guillermo de Newburgh dijo que las bodas de Leonor y de Enrique
fueron precipitadas; ¿no se aprestaban acaso los prelados del oeste, requeridos
por el rey de Francia, a impedirlas arguyendo una consanguinidad real? Quizá
con mayor frecuencia, la presunción de incesto preparaba la concesión de una
dispensa, esa gracia que de una forma u otra se pagaba. Pero el argumento
servía sobre todo a los laicos. Uno tras otro, Leonor y Luis VII lo utilizaron.
¿Creían ellos realmente en la mancilla? No pienso que el papa Eugenio III haya
creído en ella. A través de las líneas de relatos, cuyos autores son casi todos
familiares de las cortes, se trasluce también el juego de amor, sus figuras
rituales, sus alardes, las formas que en ese momento se adoptaban en la buena sociedad
para seducir. Más evidente es la libertad que había en las casas principescas
de cercar a la dama: Leonor no parece protegida en Antioquía y no lo estaba más
en París, si creemos la historia —quizá fabulosa— de sus relaciones con
Godofredo Plantagenêt. Tales disposiciones mantenían las sospechas, siempre
dispuestas a recaer sobre la esposa. Esta facilidad hacía también de la
seducción un mecanismo en las estrategias desplegadas en torno a las herencias,
más exactamente a la heredera que, sabiéndolo, jugaba su propia baza. En
cualquier caso, en el medio que analizo, el adulterio femenino no sólo parece
temido por los esposos. Es un rango social. Los losengiers lo saben bien, y lo aprovechan. Es el pretexto para el
divorcio. El hombre vacila en emplearlo porque le cubre de oprobio. Pero todos
están convencidos de que la fornicación de la esposa desune, rompe la unión de
los cuerpos. Los jefes de la Iglesia, cuando consiguen reconciliarlo, deben
repetir el rito nupcial. Por último, Luis VII, de quien se burlaron todas las
cortes, fue desde luego el buen esposo según la Iglesia, sometido, quizá
demasiado, al capricho de su mujer. Pero, sin duda, consideraba más imperiosas
aún las leyes de la estirpe, puesto que, olvidando la conminación papal, al
creerse avisado por el cielo que quince años después de su matrimonio le daba
una nueva hija, despidió a Leonor, porque si persistía en no dar a luz un
varón, Aquitania estaría perdida; aquella mujer no era de ninguna utilidad para
el linaje de los reyes de Francia, sino que era nociva. De acuerdo con los
obispos galicanos, se divorció de ella con total respeto para el derecho
canónico.
El divorcio de Raúl de Vermandois había
sido mucho menos fácil. El asunto estuvo pendiente durante seis años. En 1142,
para desposar a la hermana de Leonor, Raúl había despedido a su mujer, que era
pariente suya. Su hermano, obispo de Tournai; Barthélemy, obispo de Laon, y el
obispo de Senlis llegaron para contar y jurar los grados de consanguinidad.
Ésta era, sin embargo, menos cercana que la existente entre Raúl y la esposa
que se disponía a tomar. «El escándalo de perjurio —dice Herman de
Tournai[192]— se difundió por toda la región y fue llevado
hasta la corte apostólica por el conde Thibaud de Champagne: la mujer despedida
por Raúl era sobrina suya, y él no soportaba esa vergüenza». Thibaud defendió
el honor, ese bien de familia, y pidió justicia en Roma, donde se trataban las
causas principescas. El papa aceptó la queja. Le servía. Era un medio, al
impedir el matrimonio proyectado por el rey de Francia, de forzar a éste a
ceder en otros puntos, a propósito de las elecciones episcopales. Inocencio II
apoyaba a los cistercienses. San Bernardo se había puesto de parte del conde de
Champagne, su benefactor. Se movía y clamaba, con vehemencia, a la acción. Las
cartas del abad de Claraval, como las de Yves de Chartres, ponen de manifiesto,
desde el campo eclesiástico, todo un aspecto del asunto.
«Lo que la Iglesia ha unido», escribe
Bernardo al papa[193]; y que yo sepa, éste es el primero que afirma claramente
ese poder de la Iglesia: en 1084, para el biógrafo de Godelive, el vinculador
del matrimonio era Dios, y sólo Dios es, según los textos sagrados, el que une;
he aquí que ahora se atreven a decir que son los sacerdotes. Para san Bernardo,
no bendicen sólo la unión, sino que la anulan: la extensión de la jurisdicción
eclesiástica ha provocado esa sorprendente transferencia; «lo que la Iglesia ha
unido, ¿cómo podía la cámara (camera) desatarlo?».
La cámara: Bernardo, admirable escritor, juega con la ambigüedad. La cámara es
el lugar donde el señor debe hacer el amor, es la cama, y la palabra evoca la
carne, el pecado; pero la cámara, en todas las grandes casas señoriales, en
particular en la del papa, es también el escondite donde se guarda el dinero.
De hecho, en estos casos, es el dinero el que corrompe lo espiritual. Aparece
así ese actor cuyo papel no cesará de ampliarse en adelante, confiriendo a las
relaciones sociales y, sobre todo, a las conyugales cada vez más flexibilidad,
pero modificando también las actitudes mentales: en la ambición que lleva a los
hombres de alta cuna a tomar o a dejar tal o cual mujer, la afición por los
dineros se infiltra insidiosamente, aunque enmascarada todavía por la
preocupación de la gloria. Bernardo pone en guardia al papa. Que no se venda ni
una sola dispensa legitimando el matrimonio de Raúl.
La advertencia no era necesaria. En Lagny,
en tierras del conde de Champagne, pero muy cerca del dominio capeto, un legado
presidía un concilio. La sentencia fue semejante a la decretada siglo y medio
antes contra Roberto el Piadoso: Raúl debía tomar de nuevo a la primera esposa
so pena de excomunión; los tres obispos juramentados eran suspendidos por haber
ayudado al divorcio. Luis VII, el casamentero, quedaba a su vez deshonrado.
Tomó las armas. Vencido, el conde de Champagne cedió. No así Bernardo: estaba
en juego el poder de la Iglesia, toda la construcción gregoriana subordinando
lo temporal a lo espiritual. El abad escribió al papa para que no flaquease.
Presionó a Thibaud para que replicase. Con otros matrimonios: el de su hijo
mayor con la casa de Flandes y el de su hija con la casa del conde de Soissons.
El rey protestó inmediatamente. Hubieran tenido que consultarle, ya que estos proyectos
matrimoniales comprometían el futuro del feudo que el conde de Champagne tenía
de él. La discordia permite vislumbrar aquí las pretensiones del señor feudal:
quiere unirse a los hombres de la familia para controlar con ellos la
nupcialidad en las familias vasallas. ¿El pretexto? El feudo es hereditario.
Pasa de generación en generación, de un hombre a otro. Si ambos son de la misma
sangre, puede pensarse que esa sangre y la educación recibida predispondrán a
mantener la amistad, a servir lealmente al
feudo(4). Pero si el sucesor es
un yerno, vástago de otro linaje, nada asegura que se comportará como «amigo».
El señor de la tierra ha de dar su opinión antes de que las mujeres sean
prometidas.
En la
implacable postura que mantenía contra las manipulaciones de los clérigos,
Luis VII discutió la validez de los dos acuerdos de
esponsales concluidos por el de Champagne. En nombre de la costumbre feudal,
pero aduciendo asimismo el incesto: Herman de Tournai nos lo dice. Virando en
redondo, Bernardo se aferró entonces a la prohibición por causa de
parentesco[194], juzgándolo asunto carnal, como lo había hecho Enrique de
Lausana. Aquí se discierne la fuerza de la corriente, que en esos años, en la época
en que trabajaba Hugues de Saint-Victor, expulsaba lentamente, en nombre de la
espiritualidad, el concepto de incesto de esa posición supereminente que había
ocupado en el pensamiento de los reformadores de la sociedad cristiana en la
época de Yves de Chartres, relegándolo a un segundo plano, por lo que le unía
estrechamente al cuerpo y a la sangre. El vínculo conyugal une las almas. San
Bernardo acababa de proclamar que es atado por la Iglesia; ahora proclamaba que
ésta puede, cuando su poder está en juego, pasar por alto la afinidad de las
sangres y negarse a desatarlo. «De que haya consanguinidad —escribe— [entre los
prometidos de Champagne, de Flandes y de Soissons] no sé nada; yo nunca he
aprobado ni apruebo los matrimonios ilícitos a sabiendas [precisamente se niega
a saberlo]; pero habéis de saber que si impedís esas nupcias, desarmáis a la
Iglesia, y la priváis de gran parte de su fuerza». En ninguna parte se muestra
más abiertamente la relación fundamental entre el principio que lleva a ver en
el matrimonio un sacramento y la necesidad para la Iglesia de no ceder nada de
su poder.
Finalmente, Thibaud abandonó sus
proyectos. Pero Raúl y el rey de Francia no obtuvieron satisfacción hasta 1148.
Juan de Salisbury, entonces presente en el entorno de Eugenio III, cuenta en la
Historia pontificalis cómo[195] Raúl
había comprendido que necesitaba connivencias en el colegio cardenalicio, que
era la sede de las decisiones. «La intervención del dinero —escribe Juan de
Salisbury irónico— no debe excluirse». Todo fue arreglado so capa. Faltaba
solemnizarlo. Ante el consistorio que el papa celebraba en Reims, Raúl se
presentó en el día fijado. Seguro de sí, había jurado obedecer al mandamiento
pontificio. Su primera mujer estaba allí: dos consentimientos claramente
enunciados por palabras de presente son la base del matrimonio; su ruptura
requiere también que los dos cónyuges hablen cara a cara y que se les escuche.
El papa Eugenio se disponía a echar abajo un juicio pronunciado por todos sus
predecesores sucesivos, una sentencia desde hacía años, cuya equidad era
contestada por muy pocos. Abrió el proceso, dirigiéndose primero a la esposa, y
detrás de ella a los hombres de su linaje que habían ido a apoyarla. Defensor
de las mujeres repudiadas, el obispo de Roma le prometió benevolencia. «Te
quejas de que se hayan negado a oírte, de que se ha cometido violencia contigo;
la parte contraria te ha hecho daño; yo te introduzco de nuevo en el área de la
justicia, a fin de que libremente tú y los tuyos, lo mismo que el conde por sí
mismo, podáis alegar lo que queráis». La esposa, la única legítima por el
momento, manifestó entonces que no quería volver junto a un marido cuyo animus le había sido arrebatado. Dio las
gracias y dijo que escucharía de buen grado lo que iban a decir los
adversarios. Avanzaron entonces los paladines de Raúl «para jurar, con la mano
sobre los Evangelios, el parentesco que ya otra vez habían falsificado». A la
cabeza, iba Barthélemy de Laon, un santo, amigo de Norberto y de san Bernardo.
Prudentemente, el papa le detuvo cuando su mano se dirigía hacia el libro para
prestar juramento. Pero el testimonio fue admitido. Acto seguido se pronunció
el divorcio. El matrimonio era incestuoso; era nulo; el hombre y la mujer
tenían licencia para contraer otro. Sin embargo, quedó convenido que el conde
de Vermandois restituiría su dote a la que había sido su esposa. Se supo
entonces, no sin asombro, que el conde Thibaud ya había recibido las
compensaciones. Se ponía al descubierto toda la ficción del ceremonial. Algunos
se escandalizaron, entre ellos san Bernardo. Furioso al ver triunfar al conde
que «durante mucho tiempo había escandalizado a la Iglesia», profetizó: «Nada
bueno saldrá de su cama». La predicción, prosigue Juan de Salisbury, quedó
verificada en parte. La segunda esposa murió enseguida. Dejaba tres hijos. El
muchacho contrajo la lepra, signo evidente de corrupción. Las dos hijas,
herederas debido a esa muerte, se casaron y muy bien, una con el conde de
Flandes y la otra con el conde de Nevers, pero fueron estériles. El cielo
castigaba el adulterio en sus frutos. Raúl tomó una tercera mujer y poco
después cayó enfermo. Su médico le prohibió hacer el amor, pero estaba uxorius, es decir, esclavizado por la
mujer, prisionero de su libido y no
obedeció; tres días después, murió. Saquemos la doble moraleja de la historia.
Parece que Juan de Salisbury no pensaba que la sangre del conde de Vermandois
estuviera corrompida por el incesto. ¿Quién podía creerlo nocivo todavía, más
allá del tercer grado? Raúl había sido castigado principalmente por dos
pecados: la concupiscencia (por no haber sabido dominarse, en cualquier caso
por no haber sabido dominar a su mujer) y su indocilidad: había «escandalizado
a la Iglesia». Y ésta es la segunda lección: el pecador que se somete a la
jurisdicción de los sacerdotes es perdonado. El buen cristiano debe prestarse
al juego. Un juego sutil y que complican a la vez esa «codicia», a la que se ve
invadir hasta los más altos grados de la jerarquía eclesiástica, y la discordancia
de los textos. Apoyándose en ellos, Eugenio III pudo disolver en Reims y atar
de nuevo en Tusculum al año siguiente, actuando en cada ocasión «para bien» de
la Iglesia. Lo esencial era que la autoridad de ésta fuera reconocida.
Lo fue cada vez más en la segunda mitad
del siglo XII. Los papas eran ahora sabios, como Alejandro III (1159-1180), que
antes fue el ilustre jurista Rolando. Expulsado de Roma por Federico
Barbarroja, residió mucho tiempo en Francia, como amigo del rey Luis VII y fue
allí, asumiendo el papel de Yves de Chartres, aunque con más majestad, donde
dio respuesta a los obispos que le preguntaban sobre el matrimonio, donde
decidió y dictó sentencias, más atento que ninguno de sus antecesores a los
asuntos matrimoniales, ateniéndose a los principios de indisolubilidad desde el
intercambio de promesas; solemnidad de los esponsales ante la iglesia
necesariamente en presencia del sacerdote, y reservándose usar, con liberalidad
y flexibilidad, el poder de desatar y de dispensar, en función de las
circunstancias y de las personas. Durante su pontificado se aceleró, en el
progreso general, el movimiento que llevaba a acomodar la moral predicada por
la Iglesia con la moral predicada por los responsables de los linajes. Sin
embargo, después de él estalló una última crisis en la casa capeta, crisis
también indisociable de las sinuosidades de la política.
El 28 de abril de 1180 casaron al joven
Felipe, hijo de Luis VII. Su padre ya no estaba en condiciones de actuar. Desde
su último casamiento, se inclinaba hacia el de Champagne, mientras que el
adolescente, por natural oposición, se inclinaba hacia Balduino, conde de
Flandes. Éste era de ascendencia carolingia. Conocía la profecía de la que se
hablaba en toda la región: siete generaciones después de Hugo Capeto —la
séptima era la de Felipe—, la corona de Francia volvería a la descendencia
directa de
Carlomagno[196]. El propio Balduino no tenía hijos: su
mujer padecía en sus entrañas el castigo de la rebeldía de su padre, Raúl de
Vermandois. Sin embargo, él la conservaba a su lado. Su repugnancia a un
repudio que todos habrían juzgado más que permitido, necesario, medio siglo
antes, es un signo de la presión victoriosa que ejercía la moral clerical sobre
el comportamiento de la nobleza. No obstante, Balduino disponía de una sobrina,
a la que amaba y trataba como a una hija, y cuyo padre, el conde de Hainaut,
también carólido, estaba aún más fascinado por la leyenda de Carlomagno. Isabel
había sido prometida el año anterior solemnemente al hijo del conde de
Champagne. Ese pacto fue roto. Tenía nueve años y se convirtió en la sponsa de Felipe, que tenía quince. La
boda se celebraría en cuanto ella fuera núbil. En 1184 se consideró que ya lo
era, pero las alianzas se habían invertido en ese tiempo. Felipe sufría ahora
el ascendiente de sus tíos maternos de Champagne, que trataban de romper el
matrimonio antes de que fuera consumado. Con este fin, se reunió en Senlis un
concilio. Allí se comenzaba a hablar de consanguinidad. Los cronistas de
Flandes y de Hainaut refieren que la joven Isabel deambulaba por las calles de
la ciudad, descalza, seguida por los leprosos y los indigentes que clamaban con
ella por su derecho bajo las ventanas de palacio. Felipe volvió a admitir a su
esposa, pero «sin comunicar con ella en la cama y por el deber conyugal». Ella
era jovencita pero gran cantidad de muchachas, casadas, estaban encinta a su
edad. Esperó. En 1187, dio a luz un hijo, Luis, y tres años después, moría,
quizá por haber sido madre tan pronto. Había cumplido su función. Su tío y su
tía la habían dotado generosamente, y el viudo conservó en su poder, en nombre
de su hijo, aquel suntuoso maritagium.
Felipe partió entonces para la cruzada.
Cuando regresó, enfermo y desasosegado, quiso volverse a casar como lo había
hecho por dos veces su padre y por las mismas razones: porque «ardía», y el
deber dinástico así lo exigía, ya que el pequeño Luis era enclenque y muchos
pensaban en la profecía. Necesitaba una hija de rey, de buenísima sangre. El 14
de agosto de 1193, Felipe casó con Ingeborg de Dinamarca. Todo estaba dispuesto
para coronarla al día siguiente de las bodas, pero aquella mañana el rey dijo
que no la quería. De súbito, durante la noche nupcial, el amor, como le ocurrió
al marido de santa Godelive, se le había trocado en repulsión. El monje Rigord
explica: como el padre de Guibert de Nogent, el recién casado no había podido
cumplir con su deber «impedido por un maleficio». Pero el rey no podía esperar
siete años a que se le pasara la impotencia. En Compiégne, ante una asamblea de
barones y de obispos presidida por el arzobispo de Reims, quince testigos
juramentados, doce de los cuales procedían de la casa real, enumeraron con gran
pompa los grados de parentesco, probando que los esposos eran parientes en
cuarto grado. Utilizaron el medio más sencillo. Pero el hermano de Ingeborg, el
rey de Dinamarca, no soportó la vergüenza mejor que Thibaud de Champagne. Lo
mismo que éste, recurrió al papa: se había contado mal; él presentaba
genealogías exactas. Celestino III puso en guardia a Felipe y, prudente, se
detuvo ahí. En junio de 1196, el rey tomó otra esposa, Inés, hija del duque de
Merania. Ingeborg estaba viva y él, por consiguiente, era bígamo. Un nuevo
papa, Inocencio III, desde su advenimiento en 1198, le invitaba, apoyándose en
sus pretensiones teocráticas, a expulsar de su lecho la «basura» y poner fin,
de esta forma, no sólo al adulterio, sino al incesto, ya que la hermana de Inés
tenía por marido a un sobrino de Felipe Augusto. El legado Pedro de Capua no
llegó hasta la excomunión. Pero lanzó sobre el reino el interdicto, que
implicaba interrupción de todo servicio religioso. Los tratos comenzaron. Se
prolongaron durante quince años; según se sintiera o no en posición de fuerza,
el rigor o la indulgencia alternaban. Además, los prelados no aplicaban la
sentencia de interdicto. Y como mucho más preocupante se planteaba el problema
de la herejía, que por entonces proliferaba —era la época de la gran llamarada
cátara—, bastó que Felipe simulara someterse y aceptara el juicio de los
cardenales para que la sanción fuese levantada. El proceso se abrió en Soissons
en 1201 ante dos legados, uno de la familia del rey, conciliador, y el otro,
antiguo benedictino, irreductible. Durante dos semanas, los juristas
discutieron con aspereza. Un buen día, Felipe se retiró bruscamente, llevándose
consigo a Ingeborg. Para Rigord, «escapaba de las garras de los romanos».
En ese momento, el papa necesitaba más que
nunca la amistad capeta, y los enviados del rey trataban de ganarse a la curia.
En agosto, Inés murió; Ingeborg seguía viva; estando abandonada, escapaba al
peligro de las sucesivas maternidades. Felipe ya no era bígamo, pero vivía en
pecado: en 1205, una «señorita de Arrás» le daba un pequeño bastardo. ¿Podía
dejarse su alma en peligro? Él protestaba: se le trataba con mayor dureza que a
Federico Barbarroja, que a Juan sin Tierra, que a su padre Luis VII. Y sus
gentes tramaban proyectos de matrimonio que pudieran satisfacer a Inocencio
III. Éste se ablandaba. En noviembre de 1201, había legitimado al niño y a la
niña nacidos de Inés de Merania. Se justificaba declarando que obraba así por
el bien común, al hacer menos aventurada la sucesión de la corona. ¿Era además
Felipe tan culpable? Había ido a Compiegne y había reconocido la autoridad de
la Iglesia. Paso a paso, se encaminaron hacia un compromiso. El pretexto de consanguinidad
no podía ya servir, decididamente. Usaron otro: el matrimonio no había sido
consumado, y se recordaba una decisión de Alejandro III autorizando el nuevo
casamiento de un muchacho de quince años que la noche de bodas había estropeado
definitivamente a su esposa tres años más joven. El obstáculo lo ponía
Ingeborg: se negaba obstinadamente a admitir que no había sido conocida. Por
más que los casuistas sugirieran una distinción entre la «mezcla de sexos» y la
«mezcla de espermas en el vaso femenino», hubo que pensar en una última
escapatoria: que la reina aceptase tomar el velo. Pero en abril de 1213, cuando
se disponía, sostenido por el papa, a invadir Inglaterra, Felipe anunció que
volvía a tomar a su mujer. Tenía cerca de cincuenta años. Luis, su hijo,
acababa de engendrar un varón. El asunto estaba solucionado.
Había durado mucho y, a lo largo de sus
vicisitudes, hizo reflexionar bastante a los doctores. Imaginemos en ese
momento el intenso esfuerzo intelectual, los canonistas aplicados a reducir las
contradicciones entre los textos normativos, todos los procuradores de justicia
solicitados por cada ciudad para resolver dificultades concretas y, por último,
en París, los comentaristas de la Escritura partiendo de la metáfora del matrimonio
y continuando la reflexión sobre las relaciones entre el cuerpo eclesiástico y
la inspiración divina. Esta reflexión desemboca ahora en la imagen de la
coronación de la Virgen, el gran espectáculo que los escultores colocaron en el
tímpano de Senlis en la misma época en que Felipe rechazaba a Ingeborg.
Representar a la Virgen-Iglesia al lado del Cristo esposo, a su nivel,
significaba la igualdad de los cónyuges en el seno de la asociación conyugal.
Pero el gesto de la coronación, anulando la subordinación del hijo a su madre,
infundía también la idea de que el esposo es el jefe de su mujer, la cual,
colmada por sus dones, queriendo lo que él quiere, le está necesariamente
sometida. De todas formas, por el despliegue de los simbolismos, el matrimonio
era exaltado: en las glosas del Apocalipsis (Guy Lobrichon me lo ha hecho
observar) desde principios del siglo XIII no se encuentra nada que sitúe en un
grado menor de dignidad el estado conyugal.
Pero los maestros de las escuelas
parisienses, preocupados por formar predicadores eficaces, orientaban la
«lección», la lectura comentada de la divina página con objeto de sacar de ella
lecciones morales. Volvían el texto sagrado a lo cotidiano, a la realidad
social, por medio de anécdotas edificantes. Entre estos sabios, muchos de ellos
estaban vinculados a la capilla real; habían estado implicados directamente en
el asunto del divorcio, mezclados con sus procedimientos. Así, Pedro, chantre
del cabildo de Notre-Dame[197]. A través de las notas que subsisten de su
enseñanza, se le ve preocupado por la institución matrimonial, por la
incertidumbre, por el laxismo que entonces había respecto a ella: «El
matrimonio es el principal sacramento de la Iglesia. Lo es por la autoridad de
aquel que lo fundó y en razón del lugar, el Paraíso, donde fue instituido [...]
Me asombro, pues, de que esté sometido a tantas variaciones: ningún otro varía
tanto»[198]. La culpa de ello es la arbitrariedad pontificia. El papa se ha
convertido en maestro del derecho: «En su poder está fundar los decretos,
interpretarlos, abrogarlos»: el arzobispo de Lyon, Jean Bellesmains (1182-1193)
decía a los clérigos de París al partir para Roma que desconfiaran, ya que iban
a caer sobre gentes acostumbradas a hacer juegos malabares con los textos. Ese
malabarismo era provechoso: permitía vender mejor las dispensas, concederlas
incluso a primos de tercer grado. Otro maestro, Robert de Courçon, tomó por
ejemplo el caso de
Leonor[199]. Considerando la indulgencia que le permitió
primero permanecer junto a Luis VII y luego casarse con Enrique Plantagenêt, se
preguntaba: el poder pontificio, al consentir tales derogaciones, ¿actuaba
realmente en favor de la «utilidad» de la comunidad cristiana? Observad las
guerras que resultaron de ello. Sin embargo, para estos moralistas los
responsables de esa fluctuación eran sobre todo los curiales, las gentes de la corte, de la curia romana, así como
también de todas esas cortes satélites que se movían junto a cada obispo.
Denunciaban la codicia de los legistas y todo el tráfico de dinero por el que
los casos eran enviados del tribunal pontificio a las jurisdicciones locales,
más indulgentes. Pedro el chantre evoca un recuerdo personal. Una pareja de
primos suyos fue a consultarle. Estas gentes se sabían casadas «más acá del
séptimo grado». Estaban turbadas: el rápido desarrollo de la predicación, de la
confesión privada aguzaba el sentimiento de culpabilidad entre los laicos. ¿Qué
hacer para tranquilizarse? «Id a Roma, pero no paréis hasta haber obtenido una
sentencia clara de confirmación o de divorcio». Su caso les trajo muchos
quebraderos de cabeza: los mandaron al arzobispo de Sens, quien los remitió al
obispo de París, el cual confirmó el matrimonio. Era lo más prudente, aunque
poco conforme con los principios que Yves de Chartres se había esforzado por
instituir. Y además de ello, el tiempo perdido, el dinero gastado y
distribuido. Robert de Courçon[200], por su parte, censura a esos hombres que
«en toda la Iglesia de las Galias, son pagados para celebrar el divorcio [para
jurar la consanguinidad] y que rompen el vínculo matrimonial como si lo
hicieran con algo vil»; el contraste, realmente escandaloso, entre tal
desenvoltura y la sacralidad que por todos los medios trata de revestir la
ceremonia matrimonial. Étienne
Langton trae de Inglaterra, de donde viene, una
anécdota[201]: el rey, como su predecesor Enrique I, quería «celebrar una boda
entre personas ilegítimas». Escribió al papa para obtener una dispensa y un
cardenal vio las cartas: «Yo creía al rey más sagaz», dijo, «existían otras
vías, más cortas». Y el maestro saca la moraleja: «La iglesia permite muchas
cosas y disimula lo que no aprueba». Conclusión: hipocresía, perjurio, y ese
sonar de dineros al contarlos, se burlan de las leyes del matrimonio. Algo no
marcha, y eso es precisamente lo que pone en contradicción la exigencia de
exogamia con la de indisolubilidad.
Pedro el chantre oyó[202] a un caballero a
punto de casarse decir de su mujer: «Me gusta porque la dote es fuerte;
indudablemente está unida a mí por una afinidad de tercer grado, que no es, sin
embargo, lo bastante cercana para que me separe de ella; pero cuando quiera, y
si deja de gustarme, en razón de esa afinidad podré conseguir el divorcio».
Este exemplum lo muestra crudamente:
«El embrollo de los vínculos de consanguinidad y de afinidad convierte en
infinitas las transgresiones». Y son los pobres los que pierden. Así pues, el
dinero lo corrompe todo. Conviene releer el Levítico,único texto sagrado que
puede justificar el interdicto: se verá que es muy discreto; prohíbe unirse a
diez personas, no más. ¿En nombre de qué ir más lejos? ¿Puede ampliarse más el
cariño? Se sabe de sobra que éste ya no es natural pasado el cuarto grado de
consanguinidad, el segundo de afinidad. Para hacerlo nacer y mantener más allá,
hay que permitir los matrimonios. Todo invita a restringir el concepto de
incesto, a rebajar en tres puntos la barrera. Para gran detrimento de los
cardenales, de los abogados y de los testigos juramentados profesionales, los
padres del concilio de Letrán confirmaron en 1215 esa proposición conciliadora.
XI
LITERATURA
Pasado
1150, comienzan a disiparse las brumas que ocultaban a nuestros ojos la
práctica del matrimonio. La pantalla subsiste: la palabra siguen teniéndola
gentes de Iglesia. Pero pierde su opacidad y, sobre todo, deforma menos. Entre
los escritos que nos han llegado, se multiplican aquellos que fueron compuestos
para agradar a los nobles, para divertirlos y, a la vez, tranquilizarlos y
educarlos. Esta literatura, evidentemente, no muestra la realidad de los
comportamientos, sino lo que se quería que fuesen. Despliega un sistema de
valores, y ese sistema sigue estando fuertemente marcado por la ideología
clerical: no oímos lo que decía por sí misma la aristocracia, sino por los
discursos que se le hacían, que le hacían los clérigos. Sobre este discurso, ejerce
su presión cada uno de los modelos antagonistas, el profano y el eclesiástico.
No obstante, según los géneros literarios, uno de ellos prevalece sobre el
otro.
El peso de la ideología clerical llega a
su cénit en el sermón. Conocemos algunos que datan de esa época. Jacques Le
Goff me ha señalado tres, inéditos, que Jacques de Vitry compuso a finales del
reinado de Felipe Augusto[203]. Estaban escritos en latín, y los proponía como
modelo a sus cofrades. Los predicadores los trasladaban a lengua vulgar.
Hablaban ante hombres y mujeres, que estaban ante ellos
puestos en dos grupos distintos.
Pero era a los hombres a quienes se dirigían, haciendo
hincapié en algunos puntos. Constantemente reaparece un primer tema, que domina
el discurso: la mujer es mala, tan lúbrica como la víbora, tan resbaladiza como
la anguila, además de curiosa, indiscreta y desabrida. A los maridos les gusta
oír eso. Algunos tienen hijas: que las preparen cuidadosamente para el estado
que les conviene, la conyugalidad, que las aparten de esos cantos de amor, de
esos juegos de manos que aficionan al placer; al concluir el compromiso, que
respeten las normas; nada de clandestinidad; nada de matrimonio con un clérigo;
las «sacerdotisas» son las yeguas del diablo. El matrimonio fue instituido en
el Paraíso, la Iglesia es su imagen; por consiguiente, todo debe atarse ante su
puerta. Otros oyentes todavía no han tomado mujer: que se apresuren; evitarán
el pecado de fornicación, los pecados de homosexualidad, de bestialismo. A esa
esposa deberán dominarla. Eva no fue sacada de los pies de Adán, es decir, la
mujer no debe ser tratada a patadas. Pero tampoco fue sacada Eva de su cabeza;
la mujer, pues, no debe mandar. Sólo en un plano son iguales los esposos: en el
plano de los deberes conyugales. El marido debe responder a las demandas de su
mujer. No obstante, a él incumbe controlar. En este punto exacto se sitúa la
«regla» de este ordo particular: el
orden de los cónyuges. Esta regla es precisa. Conformarse a ella es más
trabajoso que en los demás órdenes de la Iglesia. En efecto, el esposo debe
negarse durante las épocas prohibidas; debe conservar la mesura —como se sabe
el diluvio castigó el abuso sexual— y cuando obedece a la esposa, que cuide de
no apartarse de las reglas de la naturaleza: usar mal del sexo es uno de los
peligros de la conyugalidad. Pero mucho peor es el adulterio: naturalmente, el
de la mujer. Ahí está el pecado, multiforme: la fe jurada es transgredida, la
bendición del sacerdote despreciada; la esposa que se desvía del buen camino
comete un robo: «El amante tiene el pan blanco, el marido el pan moreno»; las
consecuencias, por último, son espantosas: ¿quién es el padre de ese niño? ¿No
va a frustrar en la sucesión a los legítimos herederos? Tomando por mujer a la
que él cree una extraña, ¿no va a desposar a su hermana? El primer deber de los
maridos es, por tanto, mostrarse vigilantes: que no permitan a su mujer
emperifollarse de manera muy seductora, porque atizaría el deseo de otro. A la
menor sospecha, que la rechacen, para librarse de la falta. La predicación
resulta zafia: precisamente por eso surtía efecto.
Una manera más eficaz
de transmitir el mensaje era escenificarlo. La innovación mayor, en el tiempo
que considero, fue sostener la exhortación en lengua vulgar mediante los
artificios del teatro. El Jeud’Adam[204]está
mal fechado, mal localizado. Esa paraliturgia del tiempo de Navidad fue sin
duda construida —no puede decirse mejor— entre 1150 y 1170 y, verosímilmente,
cerca del foco más brillante de creación literaria: la corte de Enrique
Plantagenêt. En cualquier caso, es seguro que el texto fue escrito para un
público aristocrático; montado en el interior de una iglesia, y recurriendo,
según lo demuestran las indicaciones escénicas anotadas en el manuscrito, a
todos los resortes de una dramaturgia ya muy hábil. Lo principal del tema es el
pecado original, es decir, el matrimonio. En el Paraíso, o sea, en el lugar
mismo en que fue instituido el sacramento, el
Jeu reúne
a cuatro personajes: el marido, Adán; Eva, la mujer; Dios, el bien; Satán, el
mal. El texto comentado del Génesis, repartido por las cuatro esquinas de este
cuadrado pedagógico, penetra con fuerza, por medio de la versificación, en el
espíritu de los laicos. La Iglesia pretende inculcarles su moral matrimonial.
En primer lugar expone las intenciones de
Dios, la forma que quiso dar inicialmente a la asociación conyugal, a la que se
debería volver, rectificando lo que desde entonces la ha perturbado. Maurice
Accarie ha observado bien que esta forma ejemplar es de estructura feudal. A
esos príncipes, a esos caballeros se les muestra a Adán como vasallo del
Creador, ligado a él tanto en el honor como por los gestos del homenaje y las
palabras de la fe; provisto de un feudo que el Señor confiscará si es felón.
Pero la jerarquía tiene tres grados: la mujer está situada en un plano
inferior, vasalla del hombre y segunda vasalla de Dios. Como buen soberano, el
Todopoderoso ordena a Adán que gobierne a Eva mediante la
Razón y a Eva que sirva a Adán de buen grado, que le preste
«ayuda», que le sirva de «auxiliar» porque, a su vez, será recompensada: «Si
ayudas convenientemente a Adán, te pondré junto a él en mi gloria». El
vocabulario empleado hace del contrato matrimonial el homólogo del contrato
vasallático. Como éste, une a dos seres iguales en naturaleza, pero
necesariamente desiguales en poder, uno de los cuales debe servir al otro. En
la relación conyugal, se refleja a nivel subalterno la relación primaria, la
que somete la criatura al Creador. Se comprende mejor lo que fue el pecado de
nuestros primeros padres: Satán se ha insinuado para romper ese ordenamiento,
para establecer entre el hombre y la mujer, y al mismo tiempo entre Dios y el
hombre, la igualdad, la paridad, es decir, el desorden. A Adán le sugiere: «Tú
serás semejante al Creador». El autor de esta pieza admirable, muy libre
respecto al texto de las Escrituras, imaginó en efecto que Adán fue tentado
primero. Por dos veces. Pero él resistió por la fuerza de su razón. Satán
decidió entonces actuar sobre la sensualidad y se volvió hacia el lado
femenino. Ante la manzana que le tiende, Eva habla de su sabor, de su brillo,
del placer, de ese placer que procuran los sentidos. Eva representa la parte
débil de la naturaleza humana, irracional, sensitiva. Sucumbe, y si Adán se
pierde, si cede, es por haber consentido en cierto momento mirar a su mujer
como a su igual: «Yo te creeré porque tú eres mi igual». Ése es su pecado: al
abdicar, cayó de su posición preeminente.
Luego quedó lleno de rencor. Ante la
mirada de Dios, se esconde desalentado: «He sucumbido a los malos consejos de
la mala esposa que me ha traicionado». Expulsado del Paraíso, continúa
echándole la culpa a Eva. Pero ésta, en el gran monólogo con que se cierra la
primera parte del espectáculo, muestra el ejemplo de la humanidad que redime,
la de María, nueva Eva. Se pone en manos de Dios, del soberano. A él le
corresponde juzgar, no a su marido: él ha faltado a sus deberes señoriales,
insultándola, negándole su ayuda. Desde entonces ella se siente liberada para
con él de su palabra: remite ésta al señor superior. Eva, contrita, asume
asimismo su culpabilidad. Esta lección de contrición adquiere toda su
importancia en un momento en que la pastoral tiende a organizarse en torno del
sacramento de penitencia, llamando al arrepentimiento, a la sumisión, al
recibimiento de la gracia que distribuyen los sacerdotes. Por fin, Eva muestra
el ejemplo de la esperanza: llegará un día que barra el pecado del mundo. Ése
es el significado de toda la obra. Adán y Eva figuran aquí, como figurarán
pronto en el pórtico de las catedrales, a la cabeza de una larga teoría de
personajes proféticos que anuncian la venida del Mesías.
Moral y teología son inseparables.
El matrimonio aparece en posición
ventajosa, en el corazón mismo de una formación ideológica, de una imagen de la
sociedad perfecta. Con la teoría de los tres órdenes funcionales, constituye la
piedra clave del edificio social. El universo está jerarquizado. El orden se
propaga en él de un grado a otro, esperando todo superior obediencia reverente
de su subordinado, debiéndole él dar a cambio consuelo. Esta relación de
desigualdad necesaria se expresa por el simbolismo de la desponsatio, cuyo paralelismo es manifiesto con el simbolismo del
homenaje: el mismo intercambio de fe en la paridad, igual arrodillarse ante
aquel al que se ha de servir y, en el gesto del marido poniendo el anillo, como
en el del señor entregando la vara de investidura, el mismo signo de
condescendencia generosa. Ambos ritos constituyen, tanto el uno como el otro,
una muralla contra el desorden, las bases de la paz común. Uno y otro fueron
instituidos en el Paraíso, en la perfección: ratio dominando a sensus. Conviene
recordar constantemente este origen puesto que en el mundo, a partir del pecado
se ve a la sensualidad siempre dispuesta a dominar. La rebelión es permanente:
la de los súbditos y la de las mujeres.
El
Jeu fue puesto en escena, al parecer, en un momento en que se percibían en
el fondo del pueblo sometido estremecimientos de turbulencia; en que la herejía
estallaba por todas partes, virulenta. Diabólica, invitaba a tratar a las
mujeres como a iguales. San Bernardo había repetido, contra este peligro, todas
las acusaciones de corrupción que propalaba Guibert de Nogent. Se empezaba a
condenar a los monasterios dobles de hombres y mujeres, en los que la
superioridad de lo masculino se cuestionaba; a proponer formas nuevas de vida
espiritual, idóneas para apartar de las sectas desviantes a aquellas multitudes
de mujeres núbiles, privadas de maridos, para relegarlas a los beaterios, y
mediante formas más duras de exclusión, para quitarles toda posibilidad de perjudicar,
como a los leprosos. Y yo me pregunto si la fuerte ola de reacción contra las
tendencias de emancipación femenina no fue también algo responsable del cambio
de actitud cuyos primeros signos se advierten en el último tercio del siglo XII
en los linajes aristocráticos, que incitaban a dejar que más jóvenes tomaran
mujer, porque más valía poner a las muchachas bajo el control de un esposo. La
buena sociedad estaba atenta. Le agradaba oír remitir conjuntamente a la
creación de la especie humana la institución feudo-señorial y la de la relación
de conyugalidad: sobre estas dos bases se fundaba un reparto tranquilizador de
los poderes. El obispo Étienne de Fougères hablaba en su dialecto, en otro
sermón, de las mujeres —por supuesto de las damas nobles, pues las otras no
cuentan—, exhortando a mantenerlas vigiladas. Entregadas a sí mismas, su
personalidad se desborda; van en busca del placer cerca de las gentes del
servicio, o lo toman entre ellas. Estos discursos antifeministas,
antiheréticos, más aún, antiigualitarios, eran también anticorteses. Condenando
aquellas diversiones mundanas en que se veía a los hombres fingir inclinarse
ante las mujeres, mientras estimulaban el amor compartido y jugaban a servirlas
—escándalo— como se debe servir a un señor. En sus palabras finales, el Jeu d’Adam invitaba a apartarse de los
poetas.
Sin embargo, ciertos clérigos empezaban a
hacer concesiones mucho mayores a la ideología profana. Como André le
Chapelain, que en la cancillería del joven rey Felipe, redactaba entre 1186 y
1190 un tratado Del amor[205]. Amor: se
trata por supuesto de eso, no de ese intercambio de reverencia y dilección que
conviene entre buenos esposos. No se trata por consiguiente del matrimonio,
sino de ese juego que, menos complacientes, otras gentes de Iglesia condenaban.
Hemos de decir que el libro concluye con la reprobación del amor: es mejor no
amar. Escrita, en la versión confiada a la escritura, en latín, y en el tono de
la escolástica, la obra es educativa. Dedicada a un laico que todavía no está
casado, pretende enseñar cómo devolver al orden, a la «honestidad», los
comportamientos amorosos. No creo falsa su conclusión. El recorrido educativo
lleva, de peldaño en peldaño, a lo espiritual, a distanciarse de lo carnal, es
decir de la mujer. Sería, sin embargo, peligroso conceder una parte demasiado
restringida a la ironía en este escrito parisino, cuya parte esencial trata, en
diálogo, de los buenos modales, de la forma elegante de practicar el amor
cortesano; ese juego, cuya fama triunfaba por entonces en la casa del rey,
sobre las tradiciones de austeridad.
Para justificar esa diversión, André la
distingue del amor villano, popular, del amor brutal. El amor del que habla
tiene sus leyes. Lejos de perturbar el orden social, el orden moral, contribuye
a afirmarlo, en la medida en que se mantiene separado del matrimonio, dominio
contiguo pero estrictamente separado. «El amor no puede desarrollar sus formas
entre dos cónyuges, porque los amantes son mutuamente generosos en todo, gratuitamente,
sin razón de necesidad, mientras que los cónyuges están obligados por deber a
obedecer mutuamente a su voluntad y a no rehusarse nada». Notemos, entre
paréntesis, que este amor no es platónico. Pero —liberalidad, largueza— se
despliega en la gratuidad, en los márgenes lúdicos, fuera de lo serio de la
vida. Por eso mismo este escrito rodea el objeto de mi estudio, el matrimonio.
Pero al rodearlo, lo delimita y revela, en negativo, lo que debe ser según la
moral cortés. André muestra así, platicando, a un hombre, a una mujer[206]. Uno
es muy noble, y la otra también, pero en menor grado. En posición de
superioridad social, el varón enseña. A su compañera que pregunta si, puesto
que carece de mácula, no es mejor el amor conyugal que el amor cortés, responde
de modo negativo. En efecto, si el amor, el amor recio, vivo, que procede del
cuerpo —no la claridad— crece en el matrimonio, lleva el placer hasta el
exceso, y eso es pecado. «Más aún: cuando se mancilla una cosa sagrada abusando
de ella, uno es castigado con más severidad que cuando se cometen los excesos
habituales». Y es más grave en una mujer casada que en otra cualquiera. En
efecto, como enseña la ley de la Iglesia, a aquel que ama a su mujer con
excesivo ardor se le considera culpable de adulterio. Tal es, en efecto, la
doctrina enunciada por san Jerónimo, y recientemente por Pedro Lombardo: «La
obra de alumbramiento está permitida en el matrimonio, pero las voluptuosidades
al modo de las rameras están condenadas»[207], y por Alain de Lille: «El amator (amador, amante) apasionado por
su esposa es adúltero»[208]. Otorguemos a la sonrisa, por supuesto, el lugar
que le corresponde. Queda la convicción profunda de que el matrimonio no es un
juego: es fuera de él donde se juega. El matrimonio es orden y por
consiguiente, obligación. Al margen de ese orden, en la parte exterior de la
vida, se sitúa, como la prostitución, el juego amoroso. La función benéfica del
amor cortés y de la prostitución es precisamente sacar el exceso de calor, el
fervor fuera de la célula conyugal a fin de mantenerla en el estado de
retención que le conviene. Ahora, es el clérigo, el capellán el que habla.
Seguro de ser oído por todos los varones solteros, celosos de quienes no lo
son, pero también por los seniores, cabezas
de linaje, para quienes la conyugalidad no debe perder el recato: no se trata a
la esposa, uxor, como se trata a su
amiga, amica. Por ello este campo de
libertad, de búsqueda aventurera, se abre sólo a los hombres. El sexto diálogo
del libro II establece formalmente la distinción entre dos morales: la
masculina y la femenina[209]. A los hombres, e incluso a los hombres casados,
les está permitido el vagabundeo, si no pasan los límites, si en la caza del
placer no llegan hasta deshacer matrimonios nobles: «Esto se tolera en los
hombres porque está en sus hábitos y porque es privilegio de su sexo realizar
todo lo que en este mundo es deshonesto por naturaleza». En cambio, a las
mujeres les corresponde ser púdicas y reservadas; si se abandonan a varios amantes,
transgreden la regla: están excluidas de la compañía de las damas honestas. ¿En
qué, pues, difiere en rigor la enseñanza del tratado Del amor de la enseñanza del Jeu
d’Adam y del tratado de Étienne de Fougères? En uno y otros el hombre
domina, dirige el juego. Esta ética es la suya, edificada sobre un sentimiento
primordial, el miedo a las mujeres, y sobre la voluntad bien clara de tratar a
las mujeres como objetos.
André escribía en realidad para el
príncipe. Sacaba partido de su saber, de su habilidad de escritura, y servía a
su patrón retorciendo frases para enseñanza y diversión de la corte. A finales
del siglo XIII el príncipe pretende domeñar a la caballería. Hay que atraerla,
pues, retenerla a su lado. Su corte debe ser agradable, difundir no sólo, como
antaño, las alegrías del cuerpo, sino también las del espíritu. La generosidad
del patrón, esa virtud necesaria, se manifiesta también en esos encantos. Pero
la corte debe ser asimismo educadora. Cumple su función política, contribuye
bajo la mirada del amo al mantenimiento del orden público, formando a sus
comensales en las buenas formas, enseñándoles a vivir según la honestas, reforzando los cimientos de un
sistema de valores. Esta pequeña sociedad cerrada está llena de adolescentes que
se preparan para convertirse en caballeros. La enseñanza se dirige en primer
lugar a esa parte turbulenta de la compañía cortés, la «juventud». Estos
jóvenes, estos «bachilleres» aprenden, imitando a los mayores, la manera de
acosar a la caza, la de combatir. Pero en el intervalo de esos ejercicios
físicos, aprenden a comportarse bien escuchando relatos, anécdotas ejemplares,
ilustraciones del sueño que la buena sociedad busca por sí misma, situando este
sueño en dos planos, o bien completamente al margen de lo real, en la ficción,
en lo imaginario, o sobre una trama de hechos vividos, en la memoria real, en
la historia.
Estos relatos
muestran, además, cómo comportarse conveniente-mente con las mujeres. Los de
pura invención se inclinan del lado del fuego y dan al matrimonio un lugar poco
importante, y sobre todo muy externo. Ese lugar varía según los géneros. Los
cantos épicos, que celebran la valentía militar y la lealtad vasallática,
marginan a las figuras femeninas. Siendo esposas de los héroes, esas mujeres
tienen papeles pequeñísimos, ya sea del lado bueno o del malo de la intriga.
Algunas son excelentes auxiliares, sustentadoras, proveedoras, compañeras como
se las podría desear. Otras son o bien brujas, o bien impúdicas, cargadas de
esa maldad que constituye el peligro del matrimonio. Todo esto en trasfondo,
apenas esbozado, fugaz. Se habla más de los cónyuges en los cuentecillos
jocosos. ¿De qué se ríen? Del marido engañado. Pero el que se ríe de sí mismo,
se ríe de dientes para fuera. Por tanto, en estos fabliaux, los hombres ridículos aparecen rara vez entre la buena
sociedad. Son burgueses, profesionales, campesinos, o bien animales de
fábula[210]. Sin embargo, la corte sirve de marco a algunas de estas
narraciones. Aparece en todas las novelas. Y en ellas se ve a pocos maridos
escapando del infortunio. Las disposiciones de la escena ponen de manifiesto
que los entes de la casa aristocrática se prestan al adulterio de la dama. Ella
se encuentra fácilmente con su amante en el huerto o en la cámara. No hay muro
que contenga en el lai de Ignauré, por ejemplo, a cierto señor de
gozar, una tras otra, a las mujeres de sus doce pares. El obstáculo viene
precisamente de que no hay una retirada segura. La esposa es espiada desde
todas partes, rodeada de envidiosos al acecho: los rivales del feliz elegido,
las damas que él ha desdeñado, el marido mismo que, al envejecer, se vuelve
celoso. A veces, sorprendido en flagrante delito, se apoderan de ella y de su
cómplice. Se les ata tal como están y se llama a los testigos, «clamando por la
ciudad». Es lo que hace el rey Marco cuando descubre la falta de Isolda.
La vergüenza, en efecto, debe ser pública, comprobada, para
poder vengarse legítimamente. El derecho del esposo es matar. Por más que
Tristán reclama la prueba, se ofrece para combatir en un campo cerrado con tres
barones, Marco se dispone, como antaño Fouque Nerra, a quemar al mismo tiempo a
la esposa y al amante desenmascarado. Es el desenlace natural. Por eso los
novelistas, a fin de prolongar el relato, se recrean cuando pueden en la
sospecha de adulterio. Describen entonces la realidad de los procedimientos:
Isolda propone primero someterse a la ordalía; se le dispensa de ello, como
exigen los obispos; presta entonces el juramento purgatorio y, ya sabemos
mediante qué artificio, sale de ese mal paso. El interés de esos testimonios
consiste en que demuestran que tales infracciones a la ley del matrimonio no
dependían de la justicia de Iglesia. Se trata de causas profanas. Y yo añado:
privadas, puramente domésticas. Corresponde a las gentes de la casa observar el
efecto del hierro candente, oír a la esposa disculparse, poniendo a Dios por
testigo y tocando los evangelios o las reliquias. El marido, desde luego, no
decide solo. Tiene que tomar consejo. Pero este consejo nunca es requerido
fuera de la casa, fuera de la familia, y el clero no se mezcla en ello. Hablo
del marido. Sus propias correrías no dan evidentemente lugar a procedimientos y
no son tema de novela. Porque lo que está en cuestión es el honor. El honor es
un asunto de hombres y depende de la conducta de las mujeres. Éstas no son
siempre constantes: se viola mucho en las casas nobles. Si es cierto que
Godofredo Plantagenêt se apoderó de Leonor, la jovencísima mujer de su señor,
¿no la tomó acaso por la fuerza? Pero véase el Roman de Renart, el caso de Lionne, la reina; Renart se ha
deslizado en su cama, ha gozado de ella contra su voluntad; sin embargo, es
juzgada culpable: violada o no, ha gozado fuera de su matrimonio. Y los que se
ríen están de parte de su raptor. Éste encarna la potencia de la virilidad
asoladora. Porque no hay que engañarse: lo que los escritos de esa época llaman
«amor», en latín o en los dialectos, es simplemente el deseo, el deseo de un
hombre, y sus proezas sexuales. Incluso en las novelas que se dicen corteses.
Este género de amor constituye el tema de
ellas. Violento, súbito: como una llamarada, se irradia, irresistible.
Calentando la sangre, induciendo al varón a lograr por todos los medios lo que
María de Francia llama «demasía»[211]. Ese deseo choca contra las barreras que
habrá que derribar, una tras otra. Amores siempre contrariados. El amante va de
prueba en prueba. Este recorrido es pedagógico. Para llegar a su plenitud
viril, el caballero debe seguirlo tanto tiempo como dure su «juventud» mientras
no esté situado entre los cabezas de familia. Por regla general, el objeto de su
codicia, al mismo tiempo que su iniciadora, es una mujer casada, la esposa de
su señor, que suele ser su tío. En efecto, el amor nace en el centro mismo de
esa promiscuidad doméstica, propicia a los adulterios, a los incestos que tanto
inquietaban a Bourchard de Worms y a Yves de Chartres. El héroe soltero se ha
marchado de casa de su padre. Los jóvenes, por lo general, hacen su aprendizaje
en una casa, a menudo en la del hermano de su madre. Esta práctica se desprende
de la habitual desigualdad de rango en las parejas aristocráticas. El linaje
materno, de más alta alcurnia, recibiéndolos en su seno desde que están en la
edad de razón, estrecha su influencia sobre los muchachos, portadores de la
sangre de los antepasados, nacidos en otro linaje. En cada morada noble, el
patrón mantiene así, durante años, a los hijos de sus hermanas que no están
consagrados al servicio de Dios. Él los educa, los arma, los casa, como
verdadero padre; y el mito, en el caso de Carlomagno y de Roldán, hace derivar
esta paternidad afectiva hasta la paternidad de sangre, incestuosa... Sus
sobrinos le sirven como hijos, pero desean a su esposa. Igual que en otras
instancias la Virgen María, ésta ocupa en su corazón el lugar de la madre de la
que los ha separado muy pronto el exilio de la casa natal. Ése es el reflejo en
la intriga cortesana de las relaciones reales de convivencia: si nunca se ha
hablado del amor entre el tío y la mujer de su sobrino, es que el sobrino se
instala al casarse en un hogar distinto.
El amor, por tanto, tiene su germen en la
amistad, cuyo lugar natural es el parentesco: Te he amado —dice Isolda a
Tristán— «porque tú eras su sobrino, y porque hacías más por su gloria que
todos los demás». Por la reverencia misma que debe sentir hacia su marido, la
mujer del tío tiene el deber de amar a su sobrino. Su papel en la casa es
cooperar en su educación. Ella le domina mediante esa función pedagógica. Es,
además, mayor que él, no mucho, pero siempre mayor, lo cual la coloca en
situación de «señor» en el sentido etimológico de esa palabra, y a él en
situación de «vasallo», de muchacho. Así puede explicarse que los gestos, las
posturas, las palabras de los rituales del vasallaje se hayan incorporado
fácilmente al ritual del amor cortesano. Invirtiendo la jerarquía de los sexos:
Eva domina a Adán y tiene la responsabilidad de su caída. La novela es la
historia de su pecado. Consumado, el adulterio permanece sin embargo estéril.
En efecto, hay que tratar seriamente el asunto de la bastardía. Se le teme
demasiado. No es decente divertirse a sus expensas.
De este
modo, la dama se presta, dominada ella misma por el deseo. Se ofrece.
Como a la mujer de Putifar, le ocurre no retener en su mano
más que la punta de un manto. Se vuelve entonces celosa. Pérfida, miente: el
héroe la ha perseguido, violentado. El joven se resiste a veces. Contenido por
la lealtad, negándose a traicionar a su señor, o bien porque espera un amor
compartido, lícito, que le dará una esposa. Huye de la cólera de su tío. Se
marcha a la aventura.
En los relatos de los recorridos
aventureros se trasluce aún lo real. En el siglo XII, la mayoría de los
muchachos se ven obligados a buscar fortuna. Vagan, de torneo en torneo,
demostrando su valentía, arriesgando su vida con la esperanza de ganar la fama
y, si superan a sus rivales, una mujer. Traspuesto al sueño, este itinerario
peligroso cruza en realidad dos mundos. Uno se parece a éste de aquí abajo. Se
ve a los caballeros errantes albergados en la noche por honrados hidalgüelos
cuya casa está llena de «doncellas». Muy dóciles. Maestras en dar masajes, a
veces hasta el alba, al guerrero molido[212]. Si el héroe es agradable, el amor
las espolea: al fin y al cabo, son mujeres. Y usan de su cuerpo libremente:
Tanto se han besado y
abrazado
que Gauvin la flor le tomó
y perdió el nombre de doncella,
más le agradó, y no dijo que no.
Estas mujeres complacientes no se
preocupan de los vínculos de parentesco. Arol descubre una mañana que la mano
que se había llevado «a la mejilla» pertenecía a su prima: agradeció al cielo
el haberse contenido. Salvo este caso, estos juegos son tanto menos culpables
por cuanto esas muchachas que no tienen esposo no piensan en el matrimonio. En
cualquier caso afrontan el peligro que evoca María de Francia en Milon: la cólera del recién casado al
descubrir la noche de bodas que la doncella no lo es.
¿Exageración novelesca? ¿Habrá que creer que, en la vida
cotidiana, los hombres prudentes velaban con más celo por la virginidad de sus
hijas?
Pero a veces, la vida errante, salvando
invisibles fronteras, se abisma en un universo de maravillas donde uno se
encuentra cerca de fuentes claras donde van a bañarse, desnudas, hermosas
jóvenes, finas y blancas. Desconocidas, sin nombre. Por eso, peligrosas. Son
quizá parientes —nuevo indicio: los clérigos novelistas aprovechan cualquier
ocasión para despertar en su auditorio el temor del incesto—. O bien hadas. El
deseo masculino, brutal, no se contiene ante estas mujeres extrañas: la mayor
parte de las veces son violadas. Pero éstas se unen luego al raptor;
caritativas, generosas; le dan riqueza e hijos. Retraídas, sin embargo, e
inaccesibles. Misteriosas. Alzan en torno al amante todo un muro de
prohibiciones. Si las infringe, se ve arrastrado a la desgracia. Considero a
estos seres fabulosos como otros tantos sustitutos de la madre lejana. Lo que
era Nuestra Señora para Guibert de Nogent, las hadas lo fueron para tantos
caballeros frustrados, segundones, abandonados desde su nacimiento a las
nodrizas; en su mayor parte huérfanos de madre desde muy jóvenes. Cuando creían
apoderarse, mediante la violencia y con el peligro, de aquellas encantadoras,
flexibles y dominantes, creían, victoriosos de su ansiedad, volver al seno
caluroso de los primeros días.
La literatura de creación, como el arte de
amar de André le Chapelain, parece dar vueltas en torno al matrimonio. Sin
decirlo, tiende irresistiblemente hacia él. Porque en el alma de los «jóvenes»
que se alimentan de él, las pulsiones se contradicen. Soñaban con minar la
institución matrimonial de la que estaban excluidos, pero al mismo tiempo
esperaban poner fin a esa exclusión. Su esperanza era casarse, a pesar de todos
los obstáculos. Al final de toda aventura, brilla por tanto un maligno: la
mujer perfecta que uno coge, de la que uno se impregna, en la que se engendran
hijos hermosos. Los valores del matrimonio están ahí, en los cimientos más
profundos de la intriga novelesca. El Conte
du manteau habla de un objeto mágico, que a lo largo de una reunión
cortesana, pone de manifiesto la infidelidad de cada esposa; sin embargo, hay
un marido no traicionado; solitario, encarna la esperanza, el fin de la
búsqueda incierta. En los lais atribuidos
a María de Francia, el amor ideal es aquel cuyo fin es el matrimonio. María de
Francia escribía en el último tercio del siglo XII. Pasados los años sesenta,
en los círculos mundanos de la Francia del norte, en las cortes que dan el tono
y lanzan las nuevas modas de vestir, de hablar, de pavonearse, se adivina una
preocupación por establecer con la mínima diferencia posible las fantasías de
la persecución amorosa y del compromiso matrimonial. Chrétien de Troyes
pretendía responder al gusto de su público, el más refinado de aquel tiempo.
Examinando más de cerca el cuidado que puso para entrelazar amor y conyugalidad
en las intrigas que construyó entre 1170 y 1180, ¿no se llegará a captar mejor
el robustecimiento de semejante preocupación? Más allá del brusco viraje que en
el Conte du Graal vino a sublimar,
bajo las apariencias de un voto de castidad, los renunciamientos a que la
«juventud» se veía forzada durante las largas pruebas de la educación
caballeresca, lo mejor de la producción literaria nos enseña, siempre con mayor
insistencia, que el amor, el amor de cuerpo y de corazón, se realiza en el
matrimonio y en esa procreación legítima negada a las mujeres infieles, a las
Ginebras demasiado quemadas por la pasión para que su esperma sea fecundo. La
lealtad, el dominio de sí mismo duramente adquirido, son valores viriles, que
garantizan, por la firme unión de la pareja bajo la autoridad marital, el
arraigo del linaje y la perpetuación dinástica. El joven héroe del primer Roman de la Rose se aventura en el
jardín. La flor que le tienta es un capullo, apenas abierto: una doncella, no
una dama. Y el bachiller se apresta a cogerla con buena intención: para hacer
de la elegida su mujer. En la linde del siglo XIII, en una sociedad
que pierde poco a poco sus rigideces, donde las coacciones que limitaban la
nupcialidad masculina van relajándose, entre estas expresiones de un sueño que
son novelas y poemas subsiste una clara distinción entre los juegos eróticos
que André le Chapelain mantiene fuera del marco conyugal y la conjunción
caritativa que debería unir a los esposos. Pero estas dos actitudes masculinas
respecto al otro sexo parecen convenir ahora, cada una, a las dos etapas que normalmente
se suceden en la vida de un hombre bien nacido. Un periodo de predación que le
está permitido, tiempo de proeza y de persecución, de amores que Georges
Dumézil calificaría de segunda función. Pero llega un momento en que le
conviene renunciar a las correrías aventureras e instalarse, ya maduro, en la
tranquilidad, en la sabiduría. El paso de una edad a otra se lleva a cabo
ritualmente, y el matrimonio ocupa un lugar entre estos ritos. A propósito de
éstos, sin embargo, descubrimos otro rasgo, común a todas estas obras de
ficción cuya función es instruir deleitando: no tienen en cuenta las formas que
requiere la Iglesia. No hay sacerdotes en los relatos, a no ser en las posturas
libidinosas y grotescas que les prestan los cuentos jocosos.
Eremitas, marginales, de los que ni siquiera se sabe si son
clérigos, son los únicos que llevan el mensaje cristiano a los amantes y a los
esposos. ¿No demuestra esta indiferencia que los conflictos se han aplacado en
realidad? La bendición nupcial será, en adelante, una formalidad admitida
comúnmente. Pertenece a esa cotidianidad sobre la que las novelas nada tienen
que decir. Conformismo, concesiones recíprocas: se han amortiguado ya los
choques entre las dos morales. En la literatura cortesana parece reflejarse perfectamente,
a finales del reinado de Felipe Augusto, esa especie de paz en que las formas
del matrimonio europeo, tras rudas sacudidas, se han estabilizado por los
siglos. Sin embargo, ¿de qué vale la literatura de evasión? Deforma, sí,
pero ¿dónde, hasta qué punto? Llega el momento de volver la vista a otros
relatos que cuentan historias verdaderas. En ellos lo imaginario tiene su
papel, pero, forzosamente, no se aparta tanto de lo real.
XII
LOS SEÑORES DE AMBOISE
El hijo mayor del conde de Guines espera a
que su padre muera. Se ha casado recientemente. En esa época, ya no es muy
joven. Es un hombre de aire libre, curtido por los ejercicios corporales. Caza,
recorre los torneos en compañía de camaradas. Cuando llueve mucho y durante
mucho tiempo, no sabe qué hacer, se aburre, y con él toda la banda de jóvenes
que le escoltan. Para matar el tiempo, encerrado en el refugio, hace que le
cuenten historias. Uno de los jóvenes sabe de las proezas de Carlomagno; otro,
las aventuras de Tierra Santa; un primo del amo, un hombre de su sangre, sabe
de las hazañas de sus antepasados. Guarda esas proezas almacenadas en su
memoria; a él es a quien piden que remonte grado a grado la genealogía si un
buen día conviene disolver un matrimonio, pero por regla general apela al
recuerdo para distraer a su casa. También habla para enseñar. En efecto, lo
mismo que Roldán, que Godofredo de Bouillon, que Gauvain, los antepasados son
modelos de conducta buena y hermosa, y la relación de sus gestas toca en lo
vivo a los hombres que frecuentan los lugares donde ellos vivieron, persuadidos
estos mismos descendientes de esos difuntos lejanos o comensales de los hombres
que de ellos descienden de que, cuando cabalgan, charlan, rezan o hacen el
amor, su primer deber es seguir el ejemplo de aquellos valientes que, antes de
ellos, se reunieron allí para la alegría y para la gloria. La historia familiar
alimenta más que cualquier otra en el entorno del señor la preocupación de no
degenerar, de evitar que se evaporen las virtudes que lleva la sangre de esos
hombres, jóvenes y viejos, en quien la antigua valentía debe encarnarse de
generación en generación.
En la segunda mitad del siglo XII, cuando
la cultura caballeresca dejó de ser enteramente oral y gestual, la memoria
ancestral fue confiada a la escritura como las canciones y los cuentos. La
tarea de fijarla corresponde a un técnico, un hombre de Iglesia, perteneciente
al linaje, en cualquier caso vinculado a la casa, ya sea uno de esos clérigos
domésticos sujetos a los servicios litúrgicos, o bien un canónigo de la
colegiata que en la Francia del norte estaba unida a cualquier castillo de
cierta importancia. De ese letrado se esperaba que cuidase la forma, que
magnificase el recuerdo para darle un aspecto monumental. Esta exigencia de
solemnidad explica que los escritos de este género cuyos textos conservamos
hayan sido redactados todos ellos, hasta los inicios del siglo XIII, en latín,
en el lenguaje de las ceremonias funerarias y de los libros doctos. En un latín
pomposo, adornado con todos los ornamentos de la retórica. En el curso de la
transcripción, la memoria no sólo se hacía menos fluctuante, ni se cubría
únicamente de adornos, sino que era ampliada, profundizada. El escritor se
apoyaba en esos esquemas genealógicos que se construían para conseguir que los
tribunales eclesiásticos pronunciasen la disolución de un matrimonio por
consanguinidad. Semejante marco inicial obliga a estos relatos a descender los
escalones de una filiación. Por ello, en cada generación, la articulación mayor
es —observémoslo— un pacto conyugal, legítimo y prolífico: X engendró a Y de Z,
su
esposa. Sin embargo, el redactor tenía el medio de
traspasar el umbral del recuerdo personal avivado por procesos de divorcio, y
de completar lo que había visto por sí mismo, oído y recogido de informadores
más ancianos, con lo que podía leer en el pergamino de los libros y de las
Cartas. Capaz de un trabajo análogo al que yo estoy realizando, husmeando por
los archivos, detectando trazos borrados, se desveló por agradar a sus primos,
a sus amos, por remontarse hasta los orígenes de la estirpe, hasta el
antepasado fundador, el maravilloso. Para cumplir su papel, remodeló sobre todo
el recuerdo, y tanto más libremente cuanto ese recuerdo era borroso. A los
antepasados más lejanos, a aquellos de quienes sólo quedaba un sepulcro, un
epitafio, un nombre mencionado en un cartulario, tenía campo libre para
atribuirles comportamientos que en su entorno se consideraban ejemplares, proyectar
sobre esas sombras todos los atributos fantasmáticos exaltados por la ideología
del linaje. Ésta marca también profundamente lo que la gesta contaba de las
personalidades cuyo recuerdo era menos incierto, porque el patrón que había
encargado escribirla deseaba que se hablara en cierto tono de su padre o de su
abuelo; esperaba ser pintado él mismo en posición halagadora, conforme con ese
código del que me esfuerzo por descubrir lo que proponía y lo que reprobaba. La
literatura genealógica constituye, pues, la más generosa de las fuentes de
donde saco mi información, por lo que informa del presente y no del pasado.
Revela en qué momento fueron compuestos esos escritos, la conciencia de sí de
las grandes familias. Esos textos son escasísimos. Y sin embargo, estoy
convencido de que ese género literario florecía en el noroeste de Francia a
finales del siglo XII, mientras empezaba a despuntar una cultura laica. Los más
altos príncipes no eran los únicos en favorecer su brote. Señores de menos
alcurnia los imitaban. El reforzamiento de las grandes formaciones políticas
amenazaba la autonomía de su poder; para resistir a esas presiones, creyeron
oportuno recordar que también su linaje era antiguo y glorioso: la genealogía
era un arma defensiva. No se sabe qué uso se hacía de estos relatos, dónde,
cuándo y ante quién y por quién eran leídos. Ciertos indicios sugieren que
quizá fueron escritos o reescritos con ocasión precisamente de un matrimonio.
Cuando se constituía una célula conyugal, cuando tomaba el relevo, ¿no era
conveniente implantar el recuerdo vivificado de las glorias familiares para la
instrucción del nuevo señor y de su esperada descendencia? Es seguro que estas
obras eran de destino interno, privado, y por eso se han perdido en su mayoría.
Algunas fueron salvadas casualmente, porque lejanos descendientes de estos
linajes, capaces todavía de mecenazgo, hicieron copiar los manuscritos
doscientos o trescientos años después, en los siglos XIV y XV, en una época en
que las casas nobles comenzaban a formar bibliotecas bien conservadas.
El más antiguo de estos residuos data de
1155: procede de Turena, región de la bella retórica. Este texto soberbio
celebra las virtudes de los señores de Amboise[214]. El panegírico, no obstante
—quizá debido a esto sobrevivió mejor—, concierne también a otras personas; el
autor, un canónigo de la colegiata de Amboise, no escribía sólo para los
descendientes de esos héroes; se dirigía al jefe de otro linaje, a Enrique
Plantagenêt, conde de Anjou, hacía poco coronado rey de Inglaterra. Esta prosa
es, en efecto, de tonalidad muy particular. Es un lamento, una queja. La
desgracia acaba de herir a la familia. Está siendo decapitada. El que la
dirigía, buen vasallo de los condes de Anjou, los servía en la guerra, en aquella
guerra que el rey de Francia, ayudado por el conde de Blois, había declarado
contra el nuevo marido de Leonor. Ha caído en una emboscada y acaba de morir en
cautiverio. Sus hijos son aún niños. Sus castillos han sido tomados o van a
serlo. Desde el fondo del desamparo, se lanza una llamada al señor del feudo.
Doctamente cortés, el escrito es una defensa, un alegato. Su función en primera
instancia, no es instruir a los sucesores del vencido, sino captar como último
la benevolencia de su dueño.
Con esta intención,
el habilísimo escritor, citando abundantemente a Cicerón, hace página tras
página el elogio de la amistad vasallática. Empieza describiendo Amboise, sus
antigüedades: la tenure feudal es la
raíz de esa larga amistad; la concesión de la considerable fortuna obliga,
desde generaciones, a deberes recíprocos a las dos estirpes, la de los vasallos
y la de los señores. Luego se hace un paralelo de la historia de los dos
linajes, pero respetando la jerarquía. Se encuentra primero la gesta de los condes
de Anjou. Se elogia sobre todo su valentía militar, ese vigor viril del que se
espera que dé pruebas el descendiente cuando venga en su ayuda. Los actores de
este primer relato son, por consiguiente, hombres. Nada se dice de sus hijas,
nada o casi nada de su esposa. Todos son valientes, a excepción de uno, Fouque
Réchin, que antaño se había mostrado enemigo encarnizado de la casa de Amboise.
Por eso queda en la sombra. En su juventud, prometía; pero, al envejecer, el
deseo por las mujeres se apoderó de él, le llevó a la inercia, al
abotargamiento; o esa flojera en los placeres de la cama que con tanta
frecuencia se oye reprochar, en los documentos de esa época, a los señores que
tardan en morir. Libidinoso, su pecado fue haber deseado demasiado a Bertrada,
mujerzuela ambiciosa que finalmente provocó al rey Felipe a raptarla. Este
texto parcial es la fuente principal de las acusaciones de rapto y de
lubricidad de que fue objeto el Capeto hasta nuestros días por parte de los
historiadores. Tras las hazañas de los condes, se describen las de sus
vasallos. Su linaje presenta una estructura semejante, pero su fundación, más
tardía, data de finales del siglo X, y esos varones muestran virtudes
diferentes. Menos fogosos, pero muy prudentes, leales, buenos consejeros. Uno
solo se diferenció de todos los demás: el último, Sulpicio II, víctima de su
desmesura y de su codicia. Fue duramente castigado. No es que hubiera amado
demasiado a las mujeres, pero por un momento olvidó las obligaciones a que le
obligaba el homenaje. Porque el honor de los señores de Amboise era no haber
roto nunca la fe vasallática. Esta constancia en la amistad les confería en la
adversidad el derecho de reclamar la ayuda y el consejo del señor.
Esta amistad nace del homenaje, que, como
su nombre indica, une a los hombres. Es por tanto una virtud masculina, y los
guerreros ocupan el proscenio. La gesta de los señores de Amboise designa por
su nombre a setenta. Pero también nombra a veinticinco mujeres. Algunas son
algo más que simples figurantes, y son, precisamente, esposas. El excepcional
interés de este texto es situar en primer plano a personajes femeninos que no
pertenecen a la fábula, situarlas en la función que cumplen, y revelar la
imagen que entonces los hombres se hacían de ellas. Imagen ideal, por supuesto.
La obra es panegírica. Los antepasados, las damas, esas mujeres que fueron
conducidas vírgenes a la cama del jefe de la casa, jamás han sido embaucadoras
ni adúlteras, ni fueron jamás repudiadas. Ayudaron a sus maridos a realzar el
honor familiar. Todas salvo una, la última, Inés, esposa del señor
desgraciado[215]. Vive todavía y es madre de unos muchachos que son la
esperanza del linaje; pero es viuda; quizá haya abandonado la casa; de
cualquier modo, algunos piensan despojarla de su dote de viudedad y expulsarla.
Es de buenísima familia, descendiente de los Donzy-Saint-Aignan, emparentados
con la casa real. Pero ¿no es eso lo que la sitúa en el lado malo? En 1155, el
Capeto y sus amigos son los peores adversarios del conde de Anjou y de sus
vasallos. Sólo ella es objeto de críticas: aturdida, pusilánime y, más aún,
sospechosa de traición; en el momento de mayor peligro, con su marido entre
rejas, «sin discernimiento [...] sin tomar consejo» entregó doscientos prisioneros
valerosamente capturados por los infantes del castillo de Amboise y que quizá
hubieran podido ser cambiados por el señor. Por lo tanto, no supo mantener su
papel. La maternidad la invitaba a sutituir al amo desaparecido, a tomar bajo
su mano el señorío, a mantenerlo, costara lo que costase, hasta que del linaje
surgiese un hombre, un valiente que la liberase de aquella suplencia. Hubiera
sido deseable verla semejante a esas heroínas, que aparecen de vez en cuando en
las crónicas, virtuosas, erguidas sobre las murallas de la fortaleza sitiada,
vociferantes, enardeciendo el ánimo de los defensores.
Inés sirve también
de realce. Su debilidad hace más esplendente la virtud de su suegra,
recientemente muerta, de Jaligny, una hija del conde de Fouque Réchin, y por
consiguiente, tía abuela del rey Enrique Plantagenêt. «Afortunada» ésta, ante
todo por su sangre, su raza y por lo que le venía de su padre, pero también por
lo que le correspondía de la calidad de su esposo y de sus hijos. Toda la honra
de esta mujer emana, como se ve, de los hombres. Del hombre que dio a luz. A
estos méritos prestados, les debió el mostrarse activa y esa «audacia viril»,
como dice expresamente el texto, que la liberó de las debilidades femeninas.
Hecho memorable: se comportó como un hombre. Apenas casada, se la vio marchar a
la región de su madre —naturalmente con el consentimiento de su esposo—, pero
sola. Intentaron quitarle su herencia y ella la defendió, la conservó para sus
hijos. Luego, «virilmente», superó las tribulaciones, al modo de las mujeres
fuertes de la Biblia. Siguió siendo viril o, mejor dicho, lo fue más aún
cuando, llegado el momento perdió a su marido. Hubo entonces de enfrentarse a
su hijo mayor, Sulpicio II, al que quizá echaba a perder algo su unión nefasta
con una mujer demasiado débil. Él pretendía administrar su dote de viudedad y
ella se revolvió pidiendo justicia al señor del feudo. El conde de Anjou, buen
príncipe, defensor de viudas, muy feliz ante la ocasión de contener a un
vasallo que se había vuelto levantisco, obligó con las armas en la mano al
señor de Amboise a respetar los derechos de su madre. Segura de sí, Isabel
volvió a partir hacia el Bourbonnais para establecer a su tercer hijo en la
hacienda que poseía en propiedad y regresó luego para terminar sus días en la
casa que tenía en Amboise, cerca del monasterio de Saint-Thomas, como buena viuda,
muy devota. Se dedicaba a reprender a su hijo mayor, a mantenerle libre de
orgullo. Ya anciana, «llena de días», fue la buena consejera, sustituyendo al
padre difunto, tan prudente como debe serlo un senior: «¿Por qué te has lanzado a esa guerra sin consultarme? No
podías encontrar mejor consejo»[216]. Antes de morir, tullida, aún pudo tomar
bajo su égida al mayor de sus nietos, huérfano, despojado de todo, cuya madre
era incapaz. Pero su propia mano le cedió lo que aún tenía: la herencia de
Jaligny que dejaba vacante la muerte del último de sus hijos. Sola, en pie en
medio de los escombros de la fortuna militar, tiesa, acorazada por la parálisis
y por su valor, Isabel es una excepción en esta galería de retratos ejemplares.
Da una lección a los hombres, sobreviviendo a los peligros de la maternidad y
sobreviviendo a su esposo. Virago, es
una de esas pocas mujeres de corazón que los hombres de aquella época
respetaban, cuando, despojadas de su feminidad, habían llegado a ser sus
iguales.
Las virtudes corrientes esperadas de la
esposa se descubren en otro retrato, en el de una antepasada muerta unos
sesenta años antes, Dionisia. Descansaba en el monasterio de Pontlevoy: todos
los años, en el aniversario de su muerte, su memoria era recordada en las
liturgias funerarias. Ocho palabras latinas bastan a su elogio porque definen
qué era la perfección de lo femenino a los ojos de los hombres: pia filia, morigera conjux, domina clemens,
utilis mater. Hija, esposa, dama y madre, a lo largo de toda su vida,
Dionisia estuvo sometida al hombre, padre, esposo, hijo, incluso cuñado, que
llevó la casa en que ella vivió. Hasta su matrimonio permaneció pia, obediente a las órdenes; aceptó al
marido que le escogieran. Su destino era convertirse en conjux. Fue entonces lo que todas las cónyuges deberían ser, morigera, complaciente, dócil. Señora,
sin embargo, domina, dotada de poder,
que no era escaso, porque su hombre había venido a establecerse en su casa, en
la casa de sus antepasados, y había recibido de ella la mayor parte de su
poder. Pero el matrimonio la había puesto bajo el imperio de aquel hombre. Era
él quien reinaba en el castillo de Chaumont en el mismo lugar que los
antepasados varones de Dionisia habían ocupado. Relegada ella misma a una
posición lateral, de pie junto al trono de justicia, como la Virgen al lado de
Cristo Juez, intercediendo, «clemente», introduciendo un poco de mansedumbre en
la función señorial; adjunta, cuando todos los derechos del amo eran los suyos.
¿Le devolvió autoridad la maternidad? Tampoco. Como madre, debía de ser «útil».
¿A quién? A otros hombres, a los hijos nacidos de sus
entrañas.
Ése es el papel asignado a la mujer en el
gran desfile que a esta sociedad caballeresca, masculina, le gusta ver
convertido en espectáculo. La mujer es un objeto, de gran valor, cuidadosamente
guardado por todas las ventajas que procura. Como Dionisia, viuda, aún muy
joven, con hijos todavía pequeños. Los hombres de su sangre, que el matrimonio
de esta heredera había defraudado, se aprestaban a caer sobre aquella presa:
iban a apoderarse de ella para volver a casarla a su gusto. El linaje del
marido difunto se aferró a aquel bien tan preciado y Dionisia fue encerrada con
sus hijas en la sala del castillo con doble vuelta de llave. Se había dado al
guardián de la fortaleza orden de velar aquel tesoro como a la niña de sus
ojos. ¿Velar sobre qué? ¿Sobre una persona? Lo que tan celosamente era vigilado
no era sino un vientre, una matriz, el órgano procreador, el lugar secreto en
el que, de sangres mezcladas, se formaban futuros guerreros y herederos. He ahí
por qué el verdadero trono de la mujer es su lecho de parturienta. Una noche,
las gentes del señor de Amboise se apoderaron de una torre de piedra. Penetrando
en la planta baja por la bodega, habían llegado a horadar el techo y a subir
hasta la sala: en aquel lugar seguro descubrieron a la esposa del caballero que
guardaba el edificio. No se había levantado aún de su parto. Mataron al
vigilante, plantaron la bandera de su amo en la cima de su edificio, pero luego
tomaron a la joven madre delicadamente, y sobre su lecho de enferma, cuidando
que no pusiera el pie en el suelo —no estaba purificada— la llevaron como un
santo sacramento hasta la cabaña donde dormía su marido[217]. Y es un lecho de
parturienta, el de la Natividad, lo que los escultores, poco antes de que fuera
redactado el relato que examino, se atrevieron a representar, triunfante, al
pie de la Virgen de majestad, sobre uno de los tímpanos del pórtico real de
Chartres. Debido a que debe dar a luz, la mujer es un objeto de valor, repito.
Entendámonos: objeto de intercambio. Es una pieza en un tablero, pero los que
juegan son los hombres.
Los jugadores se reparten en dos campos:
unos toman este peón, otros lo ceden. Pero dentro del segundo grupo, varios
equipos hacen su partida. En la áspera competición cuya prenda son las mujeres,
a mediados del siglo XII se percibe que entre los donadores, entre aquellos que
en los castillos combinan su golpe para ganar lo más posible, los parientes de
la mujer están flanqueados por un lado por su señor, y por el otro por sus
vasallos. La historia de los señores de Amboise trata muy especialmente del
vínculo personal creado por el homenaje, de ese parentesco de elección cuyos
nudos se entremezclan a los de la sangre. Muestra claramente uno de los efectos
del progreso de la feudalización: en adelante, la mayoría de los bienes nobles
son tenures feudales; los derechos
que las alianzas transfieren de una casa a otra están casi todos insertos en la
red de obligaciones vasalláticas. Esto justifica que, en el curso de las
conversaciones preliminares, intervenga el hombre que controla el feudo, pero
también otros hombres, vasallos y feudatarios, directamente concernidos por la
viudedad, por la dote, por la calidad del hijo que, nacido de la unión
proyectada, se convertirá en su señor o en el de su hijo. El poseedor eminente
del feudo por un lado y, por otro, la mesnada vasallática reunida en aquel
feudo, y que participa de sus beneficios, creen no ser extraños a la elección
del marido, ese caballero del que uno recibirá los homenajes y los servicios y
a quien los otros prestarán el homenaje y cuyos beneficios recibirán. Así pues,
las estrategias se complican en el incesante comercio de que son objeto las
mujeres. Esto es lo que se puede distinguir en ese juego. La
fuerte presencia de los personajes femeninos en la historia de la familia de
Amboise no es sorprendente. Dos razones llevan a conservar vivísimo el recuerdo
de las antepasadas. Por ellas se habían anudado antaño relaciones, muy útiles
en este momento de grave peligro, con los principales poderes de la región.
Pero sobre todo los castillos, el dominio, las tierras, absolutamente todo lo
que sostenía actualmente el honor del linaje había sido aportado por ellas al
matrimonio. En siglo y medio, en cinco generaciones, cuatro matrimonios
sucesivos habían amenazado el enorme conjunto señorial que colocaba al señor de
Amboise entre las principales potencias de Turena. Por el primero, el
antepasado fundador, cepa del linaje, se había implantado en el país. Uno de
sus hijos, un segundón, Lisois, gracias al segundo matrimonio, se estableció en
uno de los tres castillos de Amboise, la torre de piedra. Su hijo mayor,
Sulpicio, adquirió, casándose con Dionisia, el dominio del castillo de
Chaumont. A Hugo, su hijo, otra mujer, Isabel, le aportó un maritagium soberbio; el resto de Amboise
cedido por su hermano y la herencia borbonesa de su madre, Jaligny, lo que al
menos los varones de su linaje no habían conseguido recuperar. Ahora bien, lo
que aparece aquí de forma resplandeciente es el papel de la amistad
vasallática. Porque, en la casa de Amboise en 1155, se gustaba recordar que los
antepasados, uno tras otro, habían obtenido esas esposas miríficas de su señor;
todas y cada una habían sido la recompensa de su valentía, el precio de su
abnegación. Generosidad del señor, pero también poder de éste. Cada vez había
impuesto su ley al hombre que, por derecho de sangre, tenía en su poder a la
joven. Había suplantado a este hombre, había decidido y elegido él mismo al
marido, obligando al casamentero titular a ratificar esta decisión, esta
elección. La gesta dice poco del más antiguo de estos pactos, contemporáneo de
la gran mutación de que he hablado, por el cual durante los decenios que
enmarcan el año 1000, las relaciones de parentesco en la alta aristocracia
revistieron gradualmente la forma de los linajes. Es posible que la imagen de
la realidad se haya enturbiado en la memoria familiar. Ésta, es un hecho,
atribuye ciento cincuenta años más tarde una función mayor al matrimonio en la
constitución de las dinastías señoriales. Hugo I, el antepasado, era un «leal»
de Hugo Capeto, su ahijado también, sin duda —lleva un nombre capeto—, y el
nombre que dio él mismo a su hijo prueba que era originario de la región
capeta, el Orleanesado[218]. «Mientras que daba un conde a los de Le Mans»,
Hugo Capeto le dio la hija del señor de Lavardin. El establecimiento era
modesto. Lisois, su hijo, partió como Hugo a la aventura y se vinculó al conde
de Anjou, Fouque Nerra. Éste, si creemos el recuerdo genealógico, buscaba cómo
retribuir el servicio de este leal, que tras largos años se le había hecho
necesario; cómo vincularle sólidamente a su futuro sucesor, Godofredo Martel.
En el esplendor de sus victorias, forzó al propietario de la torre de Amboise a
ceder a su nieta. Lisois la tomó hacia 1030, con la torre. Vencido por
Godofredo Martel y seguramente prisionero, el señor de Chaumont hubo de
entregar, bajo coacción, su nieta al hijo mayor de Lisois y dotarla con todos
sus bienes. Correspondía al conde Fouque Réchin casar a Isabel, su hija. Este
derecho le fue arrebatado por el hombre que guerreaba contra él, su propio
hijo. Éste buscaba aliados con todas sus fuerzas y entregó su hermanastra a
Hugo II para convertirle en aliado seguro. Al menos tres de esas cuatro esposas
habían sido presas de guerra, partes de ese botín que el vencedor repartía
entre sus compañeros de armas. Observemos bien que para asegurarse de esas
cautivas y de los bienes que éstas aportaban, los beneficiarios de estos dones,
Lisois primero y luego Sulpicio, hubieron de instalarse en casa de su mujer,
domeñar difícilmente una parentela hostil, hacerse admitir, llegar incluso a
optar por reposar después de su muerte junto a difuntos del linaje extraño. Y
el autor de la gesta disimula lo mejor que puede lo que de hecho había de rapto
en estos antiquísimos matrimonios. En cambio, exalta la imagen del buen señor,
distribuyendo herederas entre los jóvenes de su séquito que mejor le habían
servido.
Esta imagen, idónea para enardecer a los
jóvenes que en las grandes y pequeñas cortes se afanaban, a fuerza de hazañas,
por ganar los favores de un patrón, ocupaba en la segunda mitad del siglo XII
una sólida posición en el seno de la ideología caballeresca. La vemos
reaparecer en una de las anécdotas que más tarde se añadió al texto primitivo
de la gesta. Cuenta —y se adivina que está inventada, sin relación con los
indicios diseminados en las Cartas— cómo fue fundada la casa de
Château-Renault[219]. En 1044, el conde Godofredo Martel se había apoderado de
Turena; como en Chaumont, cambiaba a los vencidos en leales. Tenía «consigo»,
dice la leyenda, «dos nobles adolescentes en su bando [...], uno se llamaba
Reginaldo, como su padre y el otro Godofredo, como el conde del que era
ahijado». El conde de Anjou armó caballero al primero (usando de todos los
lazos posibles, los que anudan los ritos del bautismo y los de la investidura
de armas), luego le devolvió a su padre (una de las funciones de las casas
principescas aparece aquí bien visible: los jóvenes guerreros recibían en ella
su formación en el oficio militar, así como sus atributos simbólicos; servía
también de exutorio, albergaba a estos hijos que atestaban la morada de sus
padres y que no tenían nada propio mientras éstos vivieran. Estas cortes fueron
el crisol en el que se forjó la coraza de fidelidad, de sumisión cuasi filial,
de benevolencia cuasi paternal sobre la que se construyó el sistema político
que nosotros llamamos feudal). Este hijo, siendo el primogénito, se encontraba
colocado. Sucedió rápidamente a su padre, que partió hacia Jerusalén para
dejarle sitio. Su hermano estaba celoso por ello, reclamaba ser a su vez armado
caballero y sobre todo recibir una tierra. Ahora bien, precisamente Godofredo
Martel necesitaba un hombre seguro, capaz de edificar un castillo nuevo en
aquel país que acababa de conquistar. «El joven» fue por tanto armado y dotado,
y el conde «le dio también por mujer a la sobrina de su esposa [una de las
muchachas de las que podía disponer y que, al no ser de su sangre, no ofrecía
el peligro de que algún día le reclamase algo de su patrimonio], una muchacha
muy noble y muy bella [claro está]». El recién casado construyó, por una parte,
la fortaleza, y por otra se ocupó de engendrar: pronto nació un hijo varón.
Acabados al mismo tiempo, el muchacho y el castillo recibieron el mismo nombre,
Reginaldo. Es un hermoso ejemplo de la estrecha conexión entre el matrimonio, el
servicio leal, la preocupación dinástica y la casa, fuerte, en la que la
estirpe arraiga.
Desde luego, el recuerdo y lo imaginado
están inextricablemente mezclados. La historia de los señores de Amboise revela
esencialmente cómo soñaban con tomar mujer, en la época del rey Luis VII, los
caballeros aún muy numerosos a los que la disciplina del linaje obligaba a
permanecer célibes. Hay que descartar sin apelación ese testimonio, negarse a
ver en el más antiguo antepasado de que se acordaban entonces los caballeros un
aventurero feliz, dotado de una esposa por el jefe de guerra al que había
servido de todo corazón. Lamberto de Wattrelos, canónigo, el autor de los Annales de Cambrai, escribe por la misma
época su genealogía. Para él, el fundador de la casa cuyo apellido lleva es un
hermano de su bisabuelo que vivió cien años antes. Vasallo del obispo de
Cambrai, según todas las apariencias había sido instalado también por su señor
y casado por él. Sea cual fuere la realidad de las primeras épocas feudales, lo
importante es esta otra realidad: la caballería, a mediados del siglo XII, se
enorgullecía de sus antepasados raptores y de sus abuelas de la mejor sangre, a
las que un héroe victorioso había cedido generosamente auxiliares de su
poderío.
Encuentro una de las ilustraciones más
hermosas de este sueño, y al mismo tiempo del vivir matrimonial contemporáneo,
en un pequeño relato[220] que el monje Juan de Marmoutier, para divertir y
enseñar a Enrique Plantagenêt, escribió hacia 1170 en la parte del gran texto
genealógico que concernía no a los señores de Amboise, sino a los condes de
Anjou. Exemplum que muestra al actual
jefe de la estirpe lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, por medio de
la celebración de un antepasado, el más lejano cuya existencia esté atestiguada
por documentos de archivos, Enjeuger. La casa de Anjou, más poderosa, era
también mucho más antigua que la de Amboise. Enjeuger vivía en el umbral del
siglo X. Perdido el personaje en la noche de los tiempos, el narrador podía
florear su nombre a su gusto, arreglar a ese ser fantasmático, disfrazarle,
atribuirle palabras y acciones. Juan decidió vestir a este primer actor de su
teatro pedagógico de «joven», de caballero alegre, que debía la fortuna
solamente a sus virtudes. Partía de una simple frase. El manuscrito que se
dedicó a adornar intentaba explicar los vínculos que unían al conde de Anjou al
Gâtinais por la valentía de ese antepasado que, habiendo salvado el honor de
una mujer de aquella región, «se había hecho querer mucho por la familia [de
esa mujer] y por casi todos los nobles». Naturalmente, la fantasía toma a ese
personaje femenino como trampolín. Sin embargo, el autor es monje: no habla de
amor, sino de matrimonio. En el punto de partida hay tres personajes: un rey de
Francia, a quien Juan llama Luis porque ignora su nombre; su vasallo, el conde
de Gâtinais, que muere dejando una hija única; un servidor del rey, su
chambelán, también valiente y muy hermoso. A este último quisiera darle el rey
la heredera como recompensa. En 1170, el derecho feudal autorizaba al señor de
los vasallos difuntos a casar a sus huérfanas, y a Enrique Plantagenêt le
gustaba que lo recordasen. En esta ocasión el obstáculo procedía no de la
familia, sino de la muchacha. El chambelán había prestado homenaje al conde;
ella protestó: «No es ni decente ni justo poner sobre mí a mi hombre y mi
vasallo». Hacía falta su consentimiento: las personas a quienes se dirigía Juan
de Marmoutier lo juzgaban ahora necesario. Debidamente amonestada por la reina,
encerrada en la habitación de las damas —que no era lo que frecuentemente se
dice que fue, sino un pequeño mundo cerrado, taimado, el palenque de un
evidente terrorismo interno— la doncella acabó por ceder. Aun así, el rey hubo
de obtener el «consejo», el asentimiento de los «amigos», es decir, de toda la
«familia» de vasallos vinculados al condado de Gâtinais. Lo concedieron. Sólo
faltaba preparar el ceremonial del matrimonio. Observémoslo: en Turena, cuando
se escribió esta historia, la solemnidad no implicaba ya dos fases, sino tres:
entre la «confirmación del don», es decir, el intercambio
de palabras de presentes, la promesa proferida personalmente por cada uno de
los esposos y la «celebración de las nupcias», la deductio jovial de la recién casada hasta su nueva morada, se
intercalaba la «bendición». El escritor era eclesiástico. Pero dedicaba su
creación a los señores más cortesanos de la época. Ese amplio mundo admitía
perfectamente la intervención del sacerdote en pleno centro del rito de paso.
La iglesia se había marcado ese punto.
Por medio de esta unión debidamente
bendecida, el chambelán, dominando ahora a su mujer a pesar de la antigua
sumisión vasallática, se hizo con el señorío. Pero durante diez años no
consiguió fecundar a su esposa. Estaba enfermo y una mañana apareció asfixiado
en su lecho. Inmediatamente corrió el rumor: es ella; ella lo ha matado. ¿Dónde
está el amante? La acusación, como era lógico, fue lanzada por la familia del
muerto, y en primer lugar por su jefe, que era el segundo de la casa, el
senescal. Fue él quien inició el clamor, la querella. Es el losengier de las novelas. La emoción de
estas gentes no puede extrañar: habían llegado al mismo tiempo que el difunto a
aquella mansión, que no pertenecía a su antiguo dueño, sino a la dama. Viuda,
ésta se volvería a casar, entraría allí un nuevo amo que instalaría su propia
mesnada y obligaría a la antigua a largarse de allí.
Había que impedir, pues, que aquella mujer los perjudicara,
y para ello prohibirle el matrimonio para siempre. ¿Bastaría con declararla
convicta de infidelidad? Más seguro era añadir a la queja de adulterio, que
dependía de lo privado, de lo doméstico, la de «muerte súbita», que afectaría a
la justicia pública. La presunción de ese crimen permitió apelar a los
tribunales del rey. Ante esta asamblea, la acusada propuso lavarse de su culpa
mediante juramento. Esta apelación al juicio de Dios habría debido satisfacer
de no haberse tratado más que de fornicación; pero además estaba el asesinato:
la prueba requerida era el duelo judicial. El acusador se declaró presto al
combate. Era conocido, famoso en la región por la fuerza de sus brazos. ¿Quién
podría resistírsele? La viuda clamó, llamando en su auxilio a los hombres de su
sangre. Todos tuvieron miedo, tan fuerte era la sospecha que en tales
circunstancias pesaba sobre la esposa. La mujer abandonada, «viuda»,
desamparada por todos sus parientes; la prueba lo demostraba: era culpable.
Entonces llegó Enjeuger. Tenía dieciséis años y debutaba todavía con las armas.
No pertenecía al linaje de la desvalida, pero era su ahijado. El vínculo de
parentesco era espiritual: mejor aún. El joven que vivía en la casa del conde
le había servido día y noche, le sabía enfermo. Tenía la certeza, pues, de que
la muerte era natural; seguro de sí, combatió y venció. David triunfó sobre
Goliat. La dama era inocente con toda evidencia. Sin embargo, decidió terminar
sus días en el convento. ¿Qué pasaría con la herencia? ¿Quién se haría con el
feudo? ¿Sus primos que no se habían atrevido a luchar por ella? ¿O bien el
joven héroe que no era pariente suyo por la carne, sino por el espíritu? El
rey, por supuesto, decidió desheredar a los parientes contumaces. En su
tribunal, declaró a Enjeuger «hijo de madre»: la simple decisión del príncipe —pensamos
que Enrique Plantagenêt no oyó estas palabras con desagrado— es capaz de
modificar la «naturaleza»; en efecto, el príncipe, intérprete en este caso de
la intención divina, consagraba la superioridad de lo espiritual sobre lo
carnal. Enjeuger, adolescente, célibe, no conquistó el feudo a golpe de riñón,
uniéndose con una heredera, sino con la fuerza de su corazón, y también con la
de su mano aún torpe, ayudada por Dios. Como un predestinado, el antepasado
fundador de la casa de Anjou cumplía ya en su edad juvenil con una de las
funciones reales: defendía los derechos de las viudas. Este discurso podía
entusiasmar a todos los jóvenes de la corte. También el senior se sentía satisfecho, añorante de su propia juventud, y muy
seguro de su poderío.
El desconocido narrador que compuso la
primera versión de la doble genealogía que analizo evita indicar cómo Sulpicio
II, el pobre diablo que acababa de morir, tomó esposa. Puede creerse que,
zigzagueando entre los dos señores de sus feudos, el conde de Anjou y el conde
de Blois, fuera casado por el segundo: lo cual, en esta apelación al
Plantagenêt, no era para decirlo muy alto. Pero en 1170, cuando escribía Juan
de Marmoutier, y ya en 1155, el reflujo de las violencias impedía a los
príncipes feudales apoderarse con las armas en la mano, como lo habían hecho
antes sus abuelos, de mujeres para darlas a sus vasallos. La que recibió
Enjeuger no fue conquistada, y ya se ha visto que el rey, cuando en este relato
ficticio en que se reflejan conductas ideales, por primera vez y no sin
dificultad dispone de la mano de esa muchacha, no utiliza la fuerza, sino su
poder señorial. A finales del siglo XII, cuando los dueños de los principados
grandes o pequeños habían agotado los recursos de su casa, cuando sus hijas,
sobrinas o bastardas se encontraban ya colocadas, necesitaban negociar, hacer
valer sus prerrogativas, pretextar el derecho de regalía de proteger a la viuda
y al huérfano, y también ese derecho de paternidad que les daba su posición en
la jerarquía de los honores, para conseguir que los parientes de su difunto
vasallo le permitiesen dar a las mujeres, vírgenes o no, a las que ese
fallecimiento dejaba
«desoladas», un marido de su elección. Los parientes
resistían cuanto podían esa intrusión. Tras una minuciosa investigación, la
costumbre otorgó por aquella época al duque de Normandía la «donación» de las
hijas de su hombre cuando éstas heredaban el feudo; pero se le prohibía
cederlas sin consejo y sin la aprobación de los «amigos», de los varones de su
sangre[221]. Era en verdad asunto de poder respectivo. Asunto sobre todo de
chalaneo, de dinero. «En las provincias de Galia y de Inglaterra —escribe
Robert de Courçon[222]— el príncipe de la tierra se apodera del patrimonio de
los huérfanos; da en matrimonio a las jóvenes y a las viudas a gentes menos
nobles a cambio de dinero, vendiendo así la generositas
de esas jóvenes».
Siendo feudatarios de los condes de Anjou,
los señores de Amboise ¿consiguieron casar libremente a sus hijas? Las casaron
a todas y al parecer a su gusto. Eran en verdad pocas: las esposas con que les
había gratificado su señor fueron moderadamente fecundas. De la suya, Lisois
engendró cinco hijos, de los que tres muchachas llegaron a la edad adulta;
Sulpicio I, tres, dos de ellas hijas; Hugo II, cuatro, una de ellas hija. En
total, seis hijas. Los señores no las entregaron a vasallos sino a iguales, a
rivales, a los dueños de los castillos vecinos, enemigos en potencia, con
objeto de conseguir su amistad o al menos de reducir su poder de agresión. En
efecto, mediante el matrimonio (repetían los moralistas de la Iglesia cuando se
extenuaron para justificar la obligación de la exogamia), la «caridad» y el
amor se amplía. Lo que esperaban los donantes de mujeres era ante todo la paz.
¿La obtuvieron? ¿Obtuvieron más? Este texto permite entrever lo que, por otra
parte, no aparece casi nunca: el provecho que el jefe de una gran casa podía
sacar cuando casaba a las hijas. Sulpicio I tuvo por cuñados a poderosos
señores. Uno que era propietario del castillo de Roche-Corbon: fue un amigo muy
fiel; enfermo, Sulpicio prefirió ir a morir a la casa de él, y la alianza,
estrecha, indefectible, duraba todavía en 1155; en la tercera generación, los
primos continuaban apoyándose, consultándose, combatiendo unos en ayuda de
otros. Pero entre Sulpicio y los maridos de sus otras dos hermanas, el señor de
La Motte-Foucois y el señor de Montrichard, el vínculo de afinidad no impidió
el odio. Puede pensarse incluso que lo avivó. Al casarse, ambos cuñados
contaban con explotar a fondo los derechos de sus mujeres. Veían ante todo en
el hermano de éstas, no al amigo, sino el obstáculo a su ambición. Trataban de
destruirlos por todos los medios, por los peores. El azar hizo que en la guerra
llevaran la peor parte. Uno de ellos, Foucois, fue muerto vilmente: hecho
prisionero, le cortaron la cabeza; por accidente, dice el cronista, ya que el
señor de Amboise no había sido avisado y los infantes de su bando, unos
patanes, cometieron el crimen sin él saberlo. Él mismo estaba expuesto a una
desgracia semejante. Como se ve, una hermana casada era floja protección contra
el peligro. ¿Podía contarse al menos con que de la consanguinidad naciera el
amor? Es decir, ¿esperar, y contar con los sobrinos?
Una
vez mezcladas las sangres, era en la segunda generación donde la alianza daba
sus frutos, cuando los sobrinos, criados en la casa de su tío materno,
aprendían a amarlo. A condición de que la hermana, la madre de los muchachos,
sobreviviese un tiempo suficiente a sus maternidades; a condición de que el
cuñado, viudo temprano, no volviera a casarse; a condición también de que su
mujer, la madrastra, no se empeñase, como todas ellas se sentían inclinadas a
hacerlo, a desheredar a los hijos del primer matrimonio. El caso se presentó en
dos ocasiones: las mujeres, agotadas, morían pronto. Hugo II —que es el
verdadero héroe de la historia, el parangón de las virtudes del linaje— se vio
cogido entre dos deberes: tenía que velar por los hijos de su hermana difunta y
combatir eventualmente para defender sus intereses, «temiendo que los hijos de
la segunda esposa quitasen la tierra a sus sobrinos»; sin embargo, respetuoso
con la amistad que debía al marido de su hermana, «permaneció mucho tiempo sin
decir nada, negándose a guerrear contra Archimbaud, puesto que era su cuñado».
En 1155 se planteó el mismo problema: la hermana de Sulpicio II dejaba, al
morir, dos niños pequeños nacidos en el castillo de Déols. En verdad, el riesgo
era menor en esta ocasión. Su madre, Dionisia —tan útil a la estirpe como la
abuela venerada cuyo nombre llevaba— «había reunido tanta belleza y tantas
virtudes que el viudo, todavía joven, no deseaba otra compañera». Esto es lo
que se esperaba de las mujeres cuando se las radicaba en otra familia: que
diesen al mundo hijos fuertes y que no muriesen demasiado pronto, o bien que el
poder prolongado de los encantos propios de su sangre fuera lo bastante vivo
para seguir cautivando a su esposo más allá de la muerte.
¿Qué ocurría cuando el fruto de estos
matrimonios era una hija, cuando la sobrina, huérfana, era la heredera?
Foucois, cuñado de Sulpicio I, decapitado, no tenía más que una hija, Corba,
cuya lamentable historia se nos cuenta. De su abuelo heredaba uno de los tres
castillos de Amboise; estaba en aquel entonces derruido, pero quedaba el
emplazamiento y por tanto el derecho de reconstruir la fortaleza y de explotar
todos los poderes que irradiaban a su alrededor. La muerte de su padre ponía,
naturalmente, a la huérfana bajo la autoridad de su pariente varón más próximo,
que era Sulpicio, el hermano de su madre. Él se guardó mucho de casarla, pero
el conde de Anjou, Fouque Réchin, la acechaba. Sus vasallos de Amboise eran
cada vez más arrogantes; él se afanaba en debilitarlos; La Motte-Foucois era un
feudo de su dependencia; no obstante, los derechos del señor feudal todavía no
primaban (estamos a finales del siglo XI) sobre los del parentesco. La
desaparición prematura de Sulpicio I y la minoridad de Hugo II situaron al
conde en una posición ventajosa. Negociando, obtuvo el acuerdo del hermano de
Sulpicio, jefe provisional de la casa. Corba fue cedida a un caballero,
familiar de Fouque, que guardaba para sí el tercer castillo de Amboise. Era la
época del concilio de Clermont y la cruzada se había predicado ya. El marido de
Corba y su primo, el joven Hugo, partieron juntos. Se supo que el esposo había
sido muerto en el sitio de Nicea. «Entonces Fouque Réchin unió en matrimonio a
Corba, viuda, con un hombre de mucha edad, Achard de Saintes, que se había
convertido en el guardián del castillo condal»[223]. Este hombre recibió a la
esposa de su predecesor en el cargo con naturalidad, pero no gratuitamente:
Achard pagó muy caro, como lo precisa el texto. El vendedor era el conde, que
no juzgó necesario consultar a la familia: Corba era la esposa de un hombre
suyo, y su deber era velar por ella; los hombres de su estirpe nada tenían que
decir. Además, el único vástago de los señores de Amboise estaba muy lejos, a
la aventura; ¿volvería? Hugo volvió, enfermo, pero vivo. «Achard, aterrorizado,
llevó a Corba, su mujer, a Tours, a casa de su hermano, mayordomo del
monasterio de Saint-Martin». Una casa de canónigo era un refugio seguro. Pero
ella tenía que salir todos los días para hacer sus devociones. Afortunadamente,
la iglesia no estaba lejos y, en la nave, mujeres y hombres se hallaban
confinados en sus lugares respectivos; por el camino iba muy bien guardada. El
lugar de la plegaria era, sin embargo, propicio para las conversaciones
furtivas. Fue allí donde la joven casada habló con «un servidor de Amboise»;
«ella le dijo cómo podían apoderarse de ella, y un día de fiesta, mientras
asistía a maitines, Auger, el citado servidor, entró en la iglesia: había
dejado a unos amigos a la puerta. Sacó a Corba, la montaron en un caballo y se
la llevaron. La ocultaron en casa de un herrero que pertenecía a la servidumbre
de Chaumont, donde se alojaba Auger. Un primo, avisado, vino a por ella con
muchos caballeros y sargentos y la condujo a Chaumont. Su marido, aquejado por
la enfermedad y por la pena de haber perdido a su mujer, murió pronto». El
linaje había triunfado. Inmediatamente, Corba fue casada de nuevo con un amigo.
Este partió en 1101 para Tierra Santa en compañía de
Guillermo de Aquitania, el trovador. Este príncipe no
marchaba nunca tan lejos sin mujeres, dando mal ejemplo: Corba fue llevada
también por su marido. Pero Dios castiga a los malos cruzados que no pueden
pasarse sin la esposa. Fueron vencidos en Asia Menor, un desastre, debido
quizá, en principio, a la mala reputación del duque Guillermo: cien mil
cautivos, dice el texto. Y en el lote, Corba, raptada por los turcos «con
muchas mujeres de los francos». Sus parientes de Turena se consolaron, ya que
no tenía hijos. Era lo esencial: ya no había peligro de ver escaparse la
herencia ni a un nuevo marido, quizá mal escogido, campando sobre las ruinas
medianeras del castillo de Amboise. Esta historia lo demuestra: quien casaba a
su hija podía esperar, por ella, quedarse con la herencia de su esposo. Era el
sueño. Para que se convirtiera en realidad, era precisa, realmente, una serie
de felices casualidades y la vigilancia más estricta.
En tres generaciones, seis muchachos —y
otras tantas muchachas— alcanzaron la madurez en la casa de Amboise. No era
mucho, pero sí lo bastante para provocar la ramificación del linaje y la
dispersión de su patrimonio. Este peligro fue evitado. El tronco genealógico
quedó liso, carente de ramas adventicias. Sin embargo, ninguno de los hijos
legítimos fue dedicado a la Iglesia, ni se hizo profesar de monje o canónigo.
Pero desde el origen de la dinastía, en cada generación, sólo uno de los hijos,
el mayor, fue casado.
Lisois murió muy viejo porque —según dice
el texto destinado a los muchachos jóvenes de la familia— había permanecido
casto durante su adolescencia. Tenía dos hijos; repartió entre ellos sus
propiedades. De modo desigual: el segundo recibió las posesiones marginales,
poco seguras. En cualquier caso, su padre no le había buscado esposa.
Permaneció soltero. Su docilidad le valió aparecer en el relato como paladín de
la amistad fraterna. De virtudes parejas a las de su hermano Sulpicio, había
permanecido como su fiel segundo. Sin embargo, la tentación fue fuerte.
Mientras que Hugo II, todavía un niño, estaba detenido como rehén en la corte
de Anjou, Sulpicio cayó enfermo. Reunió a todos sus hombres en el salón de
Chaumont y les hizo jurar que conservarían para su hijo el honor y la tierra.
El peligro procedía del tío, tal vez ambicioso. Hubo de prestar un juramento
especial, prometiendo «que no menoscabaría el honor del muchacho, que no le
arrebataría su tierra, que no atentaría contra su vida ni contra los miembros
de su cuerpo». No fue perjuro y se comportó como buen tutor, ante el asombro de
todos. Y cuando fue sepultado, sin hijos legítimos, junto a su hermano, Hugo II
debió a la abnegación sorprendente de este tío el poder reunir de nuevo bajo su
poder toda la herencia de su abuelo, unida a la inmensa fortuna que recibía de
su madre. Hugo era hijo único, pero tenía a su vez tres hijos. En 1128, siguió
al conde Fouque de Anjou a Jerusalén. Había entrado ya en los sesenta años y
antaño fue cruzado; ahora deseaba esperar la resurrección cerca del valle de Josafat.
Antes de partir para ese viaje sin retorno, dispuso sus bienes como había hecho
su padre. Godofredo Plantagenêt se quedaba entonces con el condado. Hugo le
hizo aceptar, de grado o por fuerza, el homenaje de su hijo mayor Sulpicio II.
A éste «le dio toda su tierra y obligó a sus hombres a jurársela». Nueva
ceremonia solemne, esta vez en el castillo de Montrichard. Hugo exhortó a su
hijo y los vasallos prestaron juramento. El peligro no estaba conjurado: esta
vez procedía de los hermanos, frustrados en sus esperanzas. El señor de Amboise
se atrevía a aplicar el derecho de primogenitura. Era demasiado pronto para
ello. El segundo hijo, Hugo, tercero de su nombre, reclamó su parte. Vivía
entonces en la corte de Godofredo de Plantagenêt. Éste le había armado
caballero, y sostuvo su reivindicación, como sostendría también a su madre,
Isabel, cuando reclamó su viudedad a Sulpicio II, y por las mismas razones: el
interés del señor de un feudo demasiado grande, y por ello peligroso, era
desmantelarlo obligando al reparto. Pero Hugo III recibió asimismo el apoyo de
parte de los caballeros del castillo de Amboise, tal vez compañeros suyos de la
infancia, hombres en cualquier caso que al tomar su partido esperaban
recompensas. Aquí vemos claramente la doble intervención del señor y de los
vasallos, y cómo los vínculos de amistad anudados por la concesión feudal se
mezclaban con los lazos de la sangre y complicaban la política de linajes. Hugo
II resistió: ofreció al hijo segundo la hacienda que él administraba en nombre
de su esposa, Jaligny. El muchacho se obstinó y lo rechazó. Las tierras
borbonesas sirvieron entonces para resarcir al menor de los tres hijos. En
cuanto al segundo, le obligaron primero a cruzarse: la expedición a Tierra
Santa tenía la ventaja de descongestionar los linajes. Cuando volvió,
arreglaron para casarle con una heredera. Sin duda recibió a ésta de manos del
rey de Francia, de quien se había hecho amigo —naturalmente, puesto que su
padre le era hostil—. «Con esta mujer», su señor le concedía un pequeño señorío
turonense. Así pues, se encontraba casado y situado por el Capeto, como siglo y
medio antes lo había sido su antepasado y homónimo, también segundón.
Estabilidad. Los tres hijos de Hugo II tuvieron así su propia casa. El
patrimonio no había sufrido. Sólo habían sido separados del conjunto los bienes
aportados por la madre; parecía normal cederlos en patrimonio al hijo menor.
Pero sólo el mayor tuvo descendencia. Casualmente, sus hermanos murieron sin
herederos, ambos asesinados.
Sulpicio II se dedicó a casar cuanto antes
a su hijo mayor, obrando en esta ocasión con toda independencia respecto a sus
señores los condes. Se daba prisa para aprovechar la ocasión de ganar con esta
alianza otra fortaleza vecina, Château-Renault, recientemente heredada por una
hija única, muy joven, como su prometido. No fue entregada por su familia ni
por el señor de su padre. El señor de Amboise la recibió de manos de los
caballeros del castillo que ejercieron ahí el papel del padre difunto. Es
fácilmente explicable esa sustitución. La guarnición estaba vinculada a su jefe
por complejas relaciones de solidaridad: vínculos de vasallaje, pero también
lazos de familia, igualmente ligados por matrimonios. En Château-Renault, la
compañía vasallática escogió pues, por sí misma, al hombre que, más tarde, en
nombre de su esposa, la conduciría al combate. En otras ocasiones se la ve
rechazar, descontenta, al nuevo marido: los caballeros de Chaumont habían
estado a punto de expulsar al cuñado de Dionisia, entonces tutor de su sobrino.
Los de La Haye asesinaron a un yerno y a su hermano que les importunaban con su
soberbia. No obstante, el pacto de esponsales concluido de forma muy precoz por
Sulpicio II fue roto por causa de consanguinidad. El señor de las Roche-Corbon,
fiel primo pero no tanto que llegara hasta el perjurio, había acudido para
contar los grados y jurar. En realidad, era el conde de Blois, señor del feudo
quien, desde lejos, utilizando este medio y poniendo en movimiento a la
justicia episcopal, impidió este matrimonio que él no había decidido y que le
preocupaba. Sulpicio II hubo de devolver a la joven. En efecto, como medida de
seguridad la había encerrado rápidamente en su casa.
Juan de Marmoutier había separado la
genealogía de los condes de Anjou de la genealogía de los señores de Amboise.
La había manipulado. Hacia 1180, escribió todo un libro en honor del primer
difunto de la estirpe: es la Histoire de
Geoffroi, duc des Normands et comte des Angevins[224]. La obra fue dedicada
al obispo de Le Mans: el duque estaba sepultado en la catedral, bajo la placa
de esmalte que todavía se ve allí; el prelado velaba sobre la tumba que él
mismo había hecho adornar y era el ordenador de las liturgias funerarias;
mantenía el recuerdo del difunto. La costumbre era conservar cerca del sepulcro
de los santos y de los príncipes muy poderosos, para ser leídos ritualmente de
vez en cuando, la relación de sus acciones y el elogio de sus virtudes.
Godofredo no había elegido establecer su tumba en Rouen: su casa no se
encontraba allí, pero sí la de su esposa; habría podido escoger Angers; escogió
Le Mans, porque aquí era donde se había iniciado su vida de adulto;
inmediatamente después de su matrimonio, en 1128, se había instalado en la
morada de su madre, esperando que su padre dejase libre el palacio angevino. Es
precisamente este matrimonio lo que Juan de Marmoutier sitúa al principio de su
relato. Veamos cómo lo cuenta.
Como
Eustaquio de Boulogne, Godofredo recibió una esposa por su fama. Enrique
I, duque de Normandía, rey de Inglaterra, desaparecido su
único hijo en el naufragio de la Nave
Blanca, no tenía más que una heredera, Matilde, a quien la muerte del
emperador, su marido, dejaba vacante. Supo —de hecho buscaba desde hacía tiempo
un medio de apoderarse de nuevo como fuera del condado de Maine— que existía un
hombre de buen linaje, valiente en el combate, que no «degeneraba», sino todo
lo contrario. Lo eligió. Se hicieron tratos con el padre del héroe. Fueron
dadas palabras: «Palabras de futuro». Se llegó a las ceremonias conclusivas.
Godofredo no era caballero. No se era caballero todavía a su edad. Pero era
decoroso que un recién casado lo fuese: iba a dirigir una casa; debía sostener
en su mano la espada, esa espada de la justicia que Godofredo blandió para la
eternidad en su efigie funeraria. Enrique obtuvo el derecho de armar caballero
por sí mismo a su futuro yerno: era una forma de tenerlo mejor en sus manos
mediante esa especie de paternidad, espiritual aunque completamente profana,
atribuida al padrino de caballería. Se decidió proceder a la entrega de armas
en Rouen, justo antes de los esponsales, en Pentecostés. Por regla general, la
ceremonia de armar tenía lugar en ese día de primavera: el Espíritu Santo
descendía sobre los nuevos caballeros. El joven llegó la víspera escoltado por
una tropa de donceles, sus compañeros de aprendizaje, que recibían con él el
«sacramento», la insignia de su dignidad militar. La cuadrilla fue introducida
en casa de su suegro. Éste esperaba sentado en la sala. Se levantó, avanzó
hacia el hombre a quien había elegido para engendrar a sus nietos, le estrechó
entre sus brazos, le besó varias veces en el rostro. Luego le hizo sentar a su
lado en el mismo banco, con el mismo rango, como están sentados uno junto a
otro Godeliva y su marido, la dama y su amante en las pláticas amorosas, la
Virgen y su Hijo que se dispone a coronarla. En estos ademanes, de evidente
analogía con los del homenaje, expresando ambos la sumisión en la igualdad, yo
veo un rito de adopción. Godofredo fue recibido, dice la Historia, «como un hijo» en la casa de su esposa. Unido a esa casa
por aquel que todavía la dominaba, y que tenía empeño en esta ostensible
integración: quien casa a una heredera pretende asegurar su poder sobre el
hombre que ocupará su puesto. Sigue una especie de prueba, de palabra: un
diálogo, una confabulatio entre el
mayor, que interroga, y el joven, que responde lo mejor que puede,
discretamente, demostrando que, a pesar de su juventud, no sólo era hábil con
las armas, sino con la palabra, y capaz de tener sabiduría, la virtud de los seniores. Era importante ponerle a
prueba en ese momento, cuando iba a tomar mujer y a sentarse a gobernar el
señorío. El matrimonio tuvo lugar el domingo siguiente a la ceremonia. No en
Rouen, sino en Le Mans, cerca de la casa de Godofredo, donde la pareja iría a
unirse por la noche. Los novios fueron conducidos allí por el padre de la
joven. El padre del muchacho los esperaba. Al describir detalladamente la
ceremonia de caballería, Juan de Marmoutier no evocaba ningún rito religioso.
Sólo habla de ellos cuando describe el matrimonio. No hay alusión al lecho, al
dormitorio. Sólo habla de la misa, de la bendición nupcial y, antes, del acto
esencial, la cesión de la esposa por su padre. Tras la investigación realizada
por el obispo —simple trámite, puesto que la consanguinidad de los cónyuges era
evidente para todos—, las palabras rituales de entrega se intercambiaron a la puerta
de la Iglesia. Juan introduce aquí la afirmación dogmática, que no se encuentra
tan clara en ningún otro texto de la época: «Es el consentimiento el que hace
el matrimonio». El texto estaba dedicado al obispo de Le Mans, pero se dirigía
al príncipe, a Enrique Plantagenêt, hijo de Godofredo. Que se le presentase el
matrimonio de esta forma demuestra que la sociedad mundana aplicaba ya las
consignas de la Iglesia. En el plano ritual por lo menos, el modelo laico y el
modelo eclesiástico aparecen plenamente de acuerdo cuando Juan de Marmoutier
redactaba su historia, aproximadamente en 1180, en la Francia del noroeste.
XIII
LOS
CONDES DE GUÎNES
Para terminar, voy a desplazar ligeramente
el campo de observación. Saltando dos decenios, fijándome en la época del
divorcio de Felipe Augusto y dirigiéndome al norte del reino, a la región de
Bouvines, para aprovechar el cúmulo de informaciones que me proporciona la
historia paralela de dos estirpes, la de los condes de Guînes y la de los
señores de Ardres[225].
Entre 1201 y 1206, Lambert acababa de
escribirla. Era un clérigo que servía en el castillo de Ardres, unido al amo de
esa fortaleza por un parentesco subalterno: sacerdote, aunque casado y sin
ocultarlo, y padre al menos de dos hijos, sacerdotes como él (y esto un siglo
después de la gran ofensiva gregoriana contra el concubinato sacerdotal: aquí
puede medirse todavía la distancia entre la teoría moral de la Iglesia y la
práctica), había casado muy honorablemente a una de sus hijas en una rama
bastarda de la familia señorial. Lambert se jactaba de ser «maestro», orgulloso
de una cultura adquirida en las escuelas, camarada de aquellos otros graduados
que el conde de Guînes, padre de su amo, criaba en su casa, que discutían con
él, leían, traducían para él los libros de las bibliotecas eclesiásticas y,
sobre todo, textos (el Cantar de los Cantares,san Agustín) que servían de
referencia a los teólogos del matrimonio. De hecho, su obra da muestras de una
retórica experta, un hermoso conocimiento de la poesía antigua, pero también
una atención dirigida a lo más reciente de la producción literaria cortesana.
La forma es latina, culta; el autor, sin embargo, observa de forma muy
laicizada los hechos que relata «a la gloria de los altos señores de Guînes y
de Ardres»[226], ensalzando conjuntamente ambas casas, el pequeño condado
encajonado entre Flandes y Boulogne y el señorío que se había constituido con
fuerza en el interior de ese condado, en torno a un poderoso castillo. Cuando
Lambert escribe, esas dos casas estaban unidas desde hacía unos cuarenta años.
El vínculo está anudado por un matrimonio, el del actual conde Balduino II, y
los dos patrimonios van a unirse pronto en las manos del hijo mayor de
Balduino, Arnoldo. Ya tiene el de su difunta madre porque se lo ha arrebatado a
su padre. En 1194 se ha establecido en Ardres, con su mujer, heredera de un
castillo vecino, Bourbourg.
Lambert lo dice explícitamente: con
ocasión de esas bodas, para agradar al conde Balduino, emprende la tarea de
alzar un monumento literario exaltando a los antepasados de ambos esposos. Le
correspondía hacer esa tarea, ya que pertenecía a la servidumbre de Arnoldo, héroe
del relato; vivía en compañía de ese caballero, primo de Arnoldo, que
conservaba en su memoria las hazañas de los antepasados. Pero como su amo era
el hijo del conde de Guînes y como en su persona se unían dos linajes, dos
ascendencias, Lambert debía honrar paralelamente ambos. Respetuoso con las
jerarquías como lo era el historiador de los señores de Amboise, comenzó
naturalmente por la de los Guînes, la eminente; eran condes y recibían homenaje
del castillo de Ardres; pero sobre todo, porque lo masculino primaba sobre lo
femenino y por ello la ascendencia paterna debía ir la primera. Los dos relatos
están construidos sobre una trama genealógica, marco obligado: desciende de
matrimonio en matrimonio, articulándose no en las fechas, muy escasas y la mayor
parte de las veces falsa, sino en la mención de esas uniones sucesivas. En cada
peldaño se intercala la biografía de un varón, el que dirigió la casa porque
era el primer nacido de un matrimonio legítimo o porque había desposado en
matrimonio legítimo a la mayor de las hijas.
Todo el recuerdo y todo el destino de
estos matrimonios sobre los que se basa el recuerdo descansan sobre la
institución matrimonial. En el origen de cada uno de los dos linajes, como en
el origen del género humano, en un pasado brumoso, casi fuera del tiempo,
mítico, se sitúa una copulación fundadora. En la linde del linaje de los
condes, el dominante, la imaginación alza una imagen viril, la del hombre que
tomó una mujer, como Balduino de Guînes había tomado antiguamente a la heredera
de Ardres; mientras que se considera que el linaje de los señores, el dominado,
tuvo su origen en una mujer, una mujer que fue entregada, pasiva, a un hombre.
Esta disposición simbólica de uno y otro sexo respondía a la previsión de un
pequeño potentado que, aunque iletrado, se vanagloriaba de su gran cultura. En
el universo mental y en un sistema de valores, refleja la función primordial
que cumplía el matrimonio en la realidad social.
Lambert describe la morada de su amo, el
castillo de Ardres; le maravilla por su organización interna, de una modernidad
admirable. Reconstruido en el primer tercio del siglo XII, la obra es de
madera, pero el espacio doméstico se encuentra fraccionado, desmultiplicado: es
un «inextricable laberinto». Ahora bien —y esto confirma la impresión que deja
la lectura de todos los textos de la época— esta compleja morada está concebida
para albergar a una sola pareja procreadora, una sola de esas células
conyugales que constituían la estructura fundamental de esa sociedad. No se
advierte que se haya dispuesto ningún lugar, bajo los techos del castillo, para
otras parejas. La disposición de los lugares no establece más que el del dueño
en la permanencia y la legitimidad. En el piso intermedio, el de la vivienda, la
sala única —aquella donde, en el castillo de Chaumont, Dionisia y sus hijas
estaban encerradas, donde reposaba la parturienta en la torre de Amboise— está
aquí tabicada. En el centro, aislada, formando, como el corazón, el núcleo de
todo el organismo, como una matriz propia para las fecundaciones, para las
germinaciones, hay una habitación: «la gran habitación del señor y de su
esposa, donde se acuestan juntos»[227]. Una cama, una sola donde por la noche
se fabrica el porvenir de la estirpe. El resto de la gente, numerosa, duerme en
otra parte, en los recovecos, y los que están casados —como el sacerdote
Lambert— se alojan aparte, en las cabañas del patio, como el guardián del
castillo de Amboise. Dentro de la casa, las demás habitaciones están reservadas
a los hijos legítimos de la pareja señorial. En un dormitorio común, una
especie de incubadora, colindante con la habitación donde han sido concebidos y
han venido al mundo, se encuentran encerrados los niños y las nodrizas que los
cuidan; en el piso superior, el de los vigilantes, el del último retiro, están
instalados los adolescentes: han sobrevivido a los peligros de la infancia y
son la esperanza de la familia. Aquí hay dos piezas separadas, una para los
chicos, otra para las chicas. Los jóvenes varones van allí de paso «cuando
quieren». Su sitio, en efecto, no está aquí, sino fuera, en el espacio
subdividido de la aventura y de las iniciaciones caballerescas: el bosque, y la
corte, pero una corte que no es paterna: aprenden a comportarse junto al hermano
de su madre o junto al señor de su padre. Las muchachas están guardadas en la
habitación «como es debido», vigiladas hasta su matrimonio. En cualquier caso,
no hay local previsto para albergar al mayor de los hijos cuando tome esposa:
la casa no está hecha para dos hogares. Mientras el padre no haya muerto, ni se
haya retirado a un claustro, ni haya tomado el camino de Jerusalén dejando
libre la habitación, el lecho, el heredero no puede casarse. Quien le
proporcione una esposa, debe procurarle también otro alojamiento, que a menudo
está en Le Mans, o aquí, en Ardres, la casa de su difunta madre. Esa
organización de la residencia no deja de influir en las prácticas
matrimoniales.
Obligaba, ante todo, a prolongar el
intervalo entre los esponsales y las bodas. El acuerdo entre las familias se
concertaba a menudo demasiado pronto: la hija del anciano conde de Namur no
tenía un año cuando fue cedida, en 1186, al hijo del conde de Champagne, que la
llevó a casa de su padre. Las niñas, prometidas a los muchachos de los linajes,
iban de este modo a reunirse en los brazos de las nodrizas, y luego en el
gineceo, con aquellas que se encontraban allí desde su nacimiento. Expuestas,
al crecer, a la codicia de los varones y ante todo de su futuro suegro, ¡cuántas
fueron violadas, sobre todo, cuando los dos linajes habían cambiado de opinión
y roto el pacto! No siempre se preocupaban de devolverlas ni de reclamarlas, en
particular cuando estaban, como la hija del conde de Namur, provistas de una
herencia que tentaba a un conde, a un primo: esa «esposa» desaparecía en el
olvido. ¿Cómo habría podido ella, a una edad tan tierna, manifestar esa
adhesión voluntaria, ese consentimiento que exigía la autoridad eclesiástica y
que los laicos, en ese medio social, juzgaban también ahora necesario?
Desposando a niños, los jefes de casa deseaban el engendramiento duradero, y
por consiguiente, actuaban honradamente y multiplicaban los gestos y las
fórmulas. En la familia de Guînes se había procedido a la desponsatio del conde actual, Balduino II, diez años antes de que
Thomas Becket le armara caballero[228]. Tenía, por lo tanto, menos de diez años
de edad. La prometida era mucho más joven. Todavía no hablaba. Lambert cuenta
que fue llevada en medio de las dos familias reunidas para que se la viese
públicamente, solemnemente, aceptar al que habían escogido para dárselo por
esposo. Reconocieron como asentimiento del bebé su hilaritas: la niña sonrió, y la aplaudieron: estaba, pues, de
acuerdo, y desde ese momento era sponsa. El
padre de Balduino sobrevivió unos veinte años a la ceremonia. El joven
desposado no esperó tanto tiempo para desflorar a su mujer y fecundarla: ya le
había dado cinco hijos cuando heredó el condado. Pero, entre tanto, su suegro
había muerto; su suegra se había vuelto a casar: la «gran habitación» de Ardres
estaba vacante para sus nupcias.
Lambert describe con profusión las del
hijo mayor de Balduino, Arnoldo[229]. Durante mucho tiempo había tascado el
freno. Fue armado caballero en 1181, y durante trece años había buscado esposa:
el principado de Guînes había adquirido importancia y era menos fácil casar al
heredero. En la región se obraba con cautela, de modo que la caza de esposas
resultaba arriesgada. Tras largas persecuciones infructuosas, levantaron por
fin una pieza: una muchacha cuyo hermano, dueño del castillo de Bourbourg,
acababa de morir.
Arnoldo se precipitó sobre ella. Estaba ya prometido a una
de las hijas del conde de Saint-Pol, de buen linaje, pero de escasas
esperanzas. Pero no vaciló: esta primera desponsatio
fue rota: la Historia no dice
cómo. ¿Fue tan sencillo? También se necesitaban dispensas porque la joven de
Bourbourg era prima de Arnoldo en cuarto grado. No llegaron hasta Roma; sin
embargo, para ese nivel social, el acuerdo del «ordinario», el obispo de
Thérouanne no bastaba; fue obtenido del arzobispo. Pudo entonces anudarse el
pacto para el compromiso entre corazones que es el matrimonio, según aceptaban
ya en aquel momento unánimemente los laicos... Arnoldo «se unió y se acopló en
matrimonio a su legítima esposa» mediante el intercambio de consentimientos y
mediante la entrega de la dote de viudedad; el castillo de Ardres, que Arnoldo
había heredado de su madre y del que podía disponer libremente en vida de su
padre, constituyó el sponsalicium. El
relato reviste extremado interés cuando llega a la segunda fase, la ceremonia
nupcial. A diferencia de Juan de Marmoutier, Lambert no dice casi nada de las
formalidades religiosas. Cuenta sin embargo que, encargado de las liturgias en
la casa de los nuevos esposos, le correspondía tocar las campanas. Se negó:
Arnoldo estaba excomulgado, por haber destruido en una de sus cabalgadas un
molino que pertenecía a una viuda y estaba, por tanto, en la paz de Dios. Ahora
bien, en Reims, se había comprado la absolución al mismo tiempo que la
dispensa. Lambert, que lo ignoraba, incurrió en la cólera del conde de Guînes,
que fue terrible. Para redimirse, dice, escribió la Historia. Para agradar a su amo. Y por esto, sin duda, muestra las
nupcias tal como las veían los laicos.
A sus ojos, lo importante no sucedía en la
iglesia, sino, llegada la noche, en la mansión de la pareja, en la habitación.
Los dos esposos están en la cama. Lambert, con otros dos sacerdotes, hijos
suyos, y un cuarto personaje, dan la vuelta a la cama exorcizándolos: asperjan
a los casados con agua bendita, inciensan el lecho, lo sacralizan, hacen de él
una especie de altar, llamando sobre él la bendición divina. Su misión consiste
en rechazar con esos gestos y con esas palabras un poco de esa maldad que el
juego sexual va a derramar forzosamente en aquel lugar. No obstante, la acción
de los sacerdotes tiene menos peso que la del último oficiante, el padre del
novio. El de la esposa era quien había desempeñado el papel principal,
entregando a su hija con su propia mano a la luz del día y al aire libre, y
poniéndola en manos de otro hombre. Este papel corresponde al padre del marido,
del engendrador, en ese momento nocturno, en ese espacio cerrado: el de la
sombra y de la gestación, después de que los dos cónyuges hayan sido conducidos
dentro de su morada, y la esposa penetre en el linaje que la recibe para que,
prestando su vientre a la siembra, asegure su perpetuación. Evidentemente, lo
religioso no está ausente de los ritos que realiza este laico: con los ojos
puestos en el cielo, con una fórmula tomada de las actas apócrifas del apóstol
Tomás, suplica a Dios que bendiga a su hijo y a su nuera, ya —cree él—, tras el
intercambio de consentimientos, «unidos por la santa ley del santo acoplamiento
y por el ritual matrimonial». Que vivan en concordia, en el acuerdo de los
corazones; que procreen —después del espíritu viene la carne—, «que su semilla
se propague a lo largo de los días y a través de las edades». Para eso están
acostados juntos. Nadie espera que durante tres noches se obliguen a la
continencia: se espera que la esposa sea fecundada esa misma noche. Tras haber
alcanzado con estas palabras la bendición divina, Balduino les otorga la suya.
Bendice a los esposos como Abraham bendijo a Isaac y éste a Jacob. Como
patriarca, transmite de ese modo los carismas familiares de que es actual
poseedor. En esta operación, en el sentido más fuerte del término, generosa,
generatriz, es donde desea mostrarse y en la cual el sacerdote Lambert,
dócilmente, lo descubre. Por esta apelación a la fertilidad y por la
importancia que le concede este relato de un matrimonio, sale a plena luz la
concepción loca de la conyugalidad, sacralizada en la superficie, y carnal, sin
embargo, en su fondo. La carne es rehabilitada, reconciliada por la bendición
de los sacerdotes, y todos, parientes, amigos, vecinos de ambos sexos, se
asocian al placer de los esposos, «mediante diversiones y juegos con alegría y
exultación»[230].
La Historia
de los condes de Guînes no cuenta nada o casi nada de la perversidad
femenina. Lambert elogia la pureza de las esposas. Afirma que todas ellas
entraron vírgenes en el lecho nupcial. Los hombres a quienes sirve y cuyo
pensamiento expresa tienen gran cuidado de mantener enclaustradas a sus hijas
hasta el matrimonio, en la habitación alta, a fin de que no pierdan valor. Las
casas nobles, cuando pueden, utilizan un lugar de encierro más seguro aún: un
pequeño convento de monjas. En Bourbourg, ese convento se encuentra en el
interior del castillo; el de Guînes, fundado por una condesa en 1117, está
pegado a él. Este monasterio doméstico acoge a las mujeres sobrantes de la
familia; las viudas, las muchachas demasiado jóvenes para ser desposadas o las
que no han encontrado pretendiente. Esas mujeres rezan. No obstante, los rezos
eficaces brotan de las bocas masculinas. La principal función del convento es,
pues, vigilar y, accesoriamente, educar; en él las mujeres son «iniciadas en
los estudios liberales»[231]; por eso, cuando salen de él para casarse, son,
por regla general, menos analfabetas que sus esposos, y ése es otro factor de
cierto poder femenino. En el castillo de Bourbourg es una tía quien, sin haber
tomado el velo, gobierna la pequeña cuadrilla, «tanto a las criadas como a las
monjas». Estas comunidades representan la forma sofisticada, algo depurada por
la disciplina religiosa de sus poderes maléficos, del gineceo, de esa parte de
la casa propia de las mujeres. Están, como en la «habitación de las damas»,
bajo el dominio de matronas a veces temibles. Como Gertrudis, esposa de
Arnoldo, el viejo de Ardres. Su sangre era de muy alta calidad, pero vehemente.
Era tanto más violenta cuanto que se sentía de mejor cuna en la pareja. Lambert
la muestra codiciosa, abrumando a impuestos a las chozas campesinas; al no
poder una madre miserable entregar el cordero de la tasa pascual, la dama se
hizo dar una hija pequeña y cuando ésta creció, sacó provecho de ella, como
hubiera hecho con una oveja, haciéndola cubrir por un macho, con lo cual
obtendría nuevos siervos. Otra mujer, ligera, como había tantas en las
mansiones de la aristocracia, una «chica hermosa», dice Lambert, al verse
embarazada, acudió a la dueña del castillo para acusar a un hombre de la casa
de haberla forzado; se puso «a servir», «por las manos», se esclavizó,
integrándose así al rebaño que conducía la castellana: el hijo que esperaba
pertenecería en adelante a Gertrudis, que, como buen ama de su casa, obligó al
presunto sobornador a casarse. Esto aclara en parte lo que podía ser el matrimonio
en el pueblo sometido, del que no se sabe casi nada. Lo
que Lambert escribe ilustra las palabras de André le Chapelain: cada uno de los
dos sexos está regido por una moral distinta. A las muchachas de la
aristocracia se les impone la contención, mientras que el panegírico elogia a
los muchachos por su petulancia sexual. El capítulo 88 se refiere al antiguo,
al conde Balduino, «a su prudencia y a su negligencia», afectando
imparcialmente y no exteriorizando solamente las virtudes, sino los defectos.
Por supuesto, son los defectos en los que estriba el orgullo del amo: «Desde el
principio de su adolescencia hasta su vejez, sus riñones fueron estimulados por
la intemperancia de una libido impaciente». Las chicas muy jóvenes, las
vírgenes, le agradaban especialmente. ¿Pecado? Nada de eso: el fingido reproche
es un elogio. Balduino ha hecho «más que David, que Sansón, e incluso que
Júpiter»[232]. Este rayo lanzado desde todas partes no fue infecundo. Durante
el relato, Lambert menciona la existencia de cinco bastardos varones, dos de
los cuales fueron canónigos. Es discreto, ya que, al relatar los funerales del
impetuoso viejo, en 1206, el cronista de la abadía de Ardres, necrópolis de los
condes de Guînes, cuenta entre la asistencia a treinta y tres hijos o hijas,
«nacidos bien de su esposa, o bien de otra parte». De su mujer, Balduino no
había tenido más que diez hijos que le sobrevivieron: otros veintitrés lloraban
su muerte, mezclados con los vástagos legítimos.
Esta sociedad masculina no reprueba tales
excesos genéticos entre los hombres. Más bien los elogia, y mucho, cuando los
ardores no van a aplacarse en el vientre de una sirvienta o de una prostituta.
Cuando Lambert habla de las compañeras con las que se divirtieron un rato los
jóvenes de la estirpe, lo primero que dice es que todas eran «bellas». Era una
excusa. Alain de Lille, en su manual de confesión invita a indagar: aquella con
quien fue cometido el pecado, ¿era hermosa? En caso afirmativo, conviene
moderar la penitencia[233]. Para Lambert, todas estas muchachas eran también
«nobles». Es decir, que su padre era de buena sangre, que era, bien un vasallo,
o bien, más frecuentemente, un bastardo de la familia. Mujeres núbiles, no
casadas todavía, peor guardadas que las hijas del amo, que vivían en la casa o
en sus cercanías, formaban allí una especie de reserva en la que el ardor de
los hijos legítimos encontraba donde desfogarse. Fuera del matrimonio, se ve de
nuevo que la consanguinidad no perturba apenas la diversión sexual. Hablando de
Arnoldo, fundador de la estirpe de Ardres, Lambert le atribuye dos bastardos
nacidos de dos madres diferentes. Arnoldo II engendró en su juventud tres
hijos, cuando corría aventuras en Inglaterra, y luego un cuarto, con una mujer
«noble»; los cuatro resultaron, como él, excelentes caballeros. Con su mujer
legítima tuvo dos chicos. El mayor, antes de casarse, al no estar vacante el
lecho, terminó por impacientarse y nacieron dos bastardos; el hijo de uno de
ellos fue yerno de Lambert. En cuanto a su hermano, embarazó primero con un
niño a una hija, hasta entonces virgen, del canónigo Raúl. Este hombre de
iglesia, uno de los bastardos de Arnoldo I, era por consiguiente tío del padre
de su nieto. Cantaba los oficios en la colegiata construida cerca del castillo de
Ardres, que desempañaba más o menos el mismo papel que el convento de
muchachas: albergaba a los varones sobrantes, en particular los ilegítimos.
Pese al esfuerzo de los clérigos reformadores, este establecimiento religioso
no se había convertido, en el siglo XII, en un reducto de castidad. Este mismo
hijo menor —y que por ser menor había de tardar en casarse— tuvo dos hijos con
una «noble» a la que también había desflorado, hija ésta de otro canónigo y de
una «noble dama». Dos hijos de la misma madre: es decir, que la unión no era un
capricho, sino un concubinato. Por tanto, no se había perdido la costumbre de
este tipo de conyugalidad estable, mantenida, sin embargo, fuera de la plena
legitimidad a fin de que los hijos también lo estuvieran y no vinieran con
pretensiones de herencia. Uno de estos bastardos, una muchacha, era, según dice
Lambert, muy famosa: había dado un hijo al hermano del conde Balduino de Guînes
y otro a un canónigo, éste del cabildo de Thérouanne.
En esa época y en este lugar, la bastardía
se inscribe en las estructuras de la buena sociedad. Era tan normal que los
bastardos, principalmente los de sexo masculino, no eran ocultados ni
rechazados. Tan nobles como los demás, debían a su sangre ciertas
prerrogativas. Tenían derecho «por privilegio de consanguinidad» al conturbernium, a la cama y a la mesa en
la casa de su padre[234]. La casa les estaba abierta de par en par. Uno de los
bastardos de Arnoldo el viejo había apostatado en Oriente. A su regreso seguía
siendo «sarraceno»; sin embargo, se le recibió, pero como se empeñase en comer
carne en viernes, hubo que expulsarle con todo el dolor del corazón. Estos
muchachos compartían la existencia de sus medio-hermanos legítimos. Quizá
incluso, dado que no tenían esperanzas de heredar, eran menos rebeldes; se ve
en ellos más seguridad que en los segundones nacidos de la esposa. No están
celosos del mayor: son sus amigos íntimos; algunos, no obstante, se muestran a
veces belicosos. El otro bastardo de Arnoldo el viejo, «noble por el nacimiento
y por las armas», se alió a un caballero «poderoso», bastardo como él, hijo del
canónigo Raúl, es decir, del hermano de su abuelo. Los dos dilapidaron con sus
cabalgadas de saqueo una parte del patrimonio ancestral. Pero fue una
excepción, y se conservaba su humillante recuerdo. Por regla general, el buen
señor vela por su progenitura ilegítima lo mismo que por la otra. Cuida de
educarlos. Arma caballeros a los muchachos. Alnoldo II hizo caballeros a todos
sus hijos, «tanto a los concebidos en los placeres de Venus como a los nacidos
del vientre de su esposa»[235]. Balduino II es vivamente felicitado por haber
educado muy bien a sus bastardos y haber casado muy bien a sus bastardas.
Observemos, no obstante, que, de creer a
Lambert, los hombres de los dos linajes no han gozado de los «placeres de
Venus» más que de solteros —caballeros «jóvenes» o canónigos— o de viudos.
Mientras dispusieron de una esposa, nada transciende en el relato de su
divagación sexual. Según la moral enseñada por la Historia, el área de la licencia ha de desplegarse fuera de un
cercado: la célula conyugal. Aquí es donde está permitido poner en duda la
veracidad del relato. André le Chapelain veía a los maridos mucho más libres,
lo mismo que Gislebert de Mons, historiador de los condes de Hainaut. Éste se
asombra del comportamiento del entonces amo del condado, a quien no estima.
Casado con una mujer muy devota, respetaba sus deseos de castidad y no se
consolaba en otra parte; «despreciando a todas las demás mujeres, se puso a amarla
a ella sola, con un amor ferviente [amor:
el amor esta vez en el seno de la pareja conyugal, pero desencarnado] y,
cosa muy rara en los hombres, se entregó a una sola mujer y le bastó con ella».
Para Gislebert, evidentemente, esta fidelidad no es virtud, es debilidad; es en
tan alto señor como una tara de la que uno puede burlarse. Los esposos habían
aceptado las obligaciones que imponía la Iglesia: no repudiaban ya a su mujer.
Tácitamente ¿no se les concedía más libertad? Al menos Lambert, no tan cínico
como Gislebert, o sin duda menos libre, no muestra más que maridos prudentes y
amantes de su esposa. Es el caso de Balduino II, el mujeriego. Guerreaba en
Inglaterra cuando supo que el embarazo de la condesa —el décimo por lo menos—
era peligroso. Se apresuró a acudir, llevando consigo buenos médicos. Éstos
dijeron que la futura madre estaba perdida y que no quedaba más que
«consolarla». Balduino, enfermo de pena, según cuenta Lambert, se encerró días
y días, sin querer abandonar su lecho[236]. ¿Manifestación ritual de duelo?
¿Dolor verdadero? En cualquier caso, elogio del esposo. El elogio del padre
está más cimentado. La hacienda del matrimonio es, en efecto, la progenitura:
«Antes de todo y en todo, el conde de Guînes se alegraba de la gloriosa expansión
de sus hijos y se aplicaba con todo poder y todo su cariño a encumbrarlos». Lo
conseguía principalmente decidiendo sobre su matrimonio.
Casarse con prudencia y casar
prudentemente a sus hijos no era tan fácil. Tomaré el caso del conde Manassé de
Guînes, que vivió en el primer tercio del siglo XII. Había triunfado en su
propio matrimonio: los servicios prestados al otro lado del Canal de la Mancha
le habían valido para recibir una esposa bien dotada. Pero sólo había obtenido
hijas de ella. Sólo una se había casado y tampoco había procreado más que una
hija «jorobada y enfermiza». La inquietud minaba al conde, sus cabellos
encanecían: «Temía, sobre todo al no existir semilla alguna salida de su
cuerpo, tener que mendigar a una de sus hermanas un heredero de otra semilla,
porque todos sus hermanos habían muerto sin heredero»[237]. Observemos ante
todo que se consideraba que la semilla se transmitía exclusivamente por los
varones; además que, prudentemente, el padre había alejado a sus hijos menores,
a fin de que sus pretensiones no desparramaran la herencia. Uno de ellos,
cruzado, se había convertido en conde de Beirut, pero no había tenido hijos. El
otro, colocado en el cabildo de Thérouanne, estaba destinado a no engendrar
hijos legítimos. El peligro de la desheredación le había hecho abandonar el
estado eclesiástico, pero demasiado tarde: convertido en caballero, desapareció
sin haber procreado varones. Las hermanas de Manassé se habían revelado
fecundas, pero fecundadas por «otra semilla». Se ve la obsesión de la semilla y
la importancia de las dos columnas principales de la ideología del linaje: la
primacía de la sucesión masculina (a pesar de una convivencia continua,
generadora de amistad más cálida, el hijo de la hermana no vale tanto como el
hijo del hermano: quizá se le ame más, pero se prefiere al otro como heredero);
primacía de la línea directa: todo jefe de casa desea la «supervivencia», la
semilla «de su propio cuerpo». Y por eso se extenúa engendrando.
Manassé de Guînes no creía posible ya
fecundar el vientre de su esposa. Otros señores, de más edad que él, daban
pruebas de mayor obstinación y no dudaban, para conseguir sus fines, en cambiar
de esposa. Como el conde Enrique de Namur, quien ya muy maduro se había casado
con Laura, la viuda de Raúl de Vermandois. Para ella, era ya su cuarto, quizá
su quinto esposo y ninguno de ellos la había embarazado; el mismo Enrique no lo
consiguió. Volvió a cambiar: colocó a Laura en un convento y en 1168 tomó a
Inés, hija del conde de Gueldre. Su cuñado, el conde de Hainaut, que acechaba
la herencia, le dejó hacer: Enrique estaba ya fuera de edad. De hecho, conservó
a Inés «durante cuatro años sin unirse nunca a ella en la cama y terminó por
devolverla a su padre». En la corte de Hainaut respiraron. Pero en otoño de
1185, dio un golpe de efecto: «Inés, a la que había abandonado durante quince
años, fue aceptada (era su mujer, aunque el matrimonio no estuviera consumado),
y ella concibió inmediatamente una hija a la que dio a luz en el mes de julio».
Una hija; siempre lo mismo: su padre la utilizó sin demora, casándola en la
cuna con el heredero del condado de Champagne.
Manassé, por su parte, no decidió tomar
otra esposa. Aquí vemos el respeto a la indisolubilidad triunfar sobre el deseo
de sobrevivir mediante la propia semilla. ¿Victoria de la ideología
eclesiástica? ¿O bien del amor conyugal? En última instancia, el conde, para no
«mendigar» un sucesor en las familias en que sus hermanas estaban casadas,
trató de utilizar a su nieta, aunque la idea no fuera muy satisfactoria. La
casó. La decisión no procedía, evidentemente, de la interesada ni de su padre,
el señor de Bourbourg. Éste, al quedar viudo, se había vuelto a casar,
perdiendo así los derechos de fiscalización de los bienes que debían recaer en
su hija. Se le pidió solamente su conformidad, su «apoyo». Intervino la abuela:
sin duda fue ella la que encontró al esposo, un inglés. Las posesiones que
había aportado al casarse sirvieron para dotar con ellas a la niña, reforzando
sus atractivos; dice el texto que ella «aconsejó». Pero el casamentero fue su
marido, porque era jefe de casa, el mayor de los varones y todo el patrimonio
de gloria y de honor, toda la riqueza del linaje estaban en su poder. Ésa era
la regla. Fue respetada más tarde cuando Arnoldo, el héroe del relato, tomó
esposa[238]. Ya no era joven, y sin embargo estaba sometido: se casó «por
consejo» de su padre. En cuanto a su mujer —en esto estribaba su valor— no
tenía padre, ni hermano, ni tío, fue cedida por un grupo de hombres. No por los
caballeros del castillo de Bourbourg, sino por sus parientes, los cuatro
hermanos de Béthune —entre ellos Conon, el poeta—: sus tíos maternos que
hablaban en nombre de una mujer, viuda, su hermana, anciana señora que estaba
en posesión de la herencia. El hijo de la hermana mayor del padre, el varón que
dirigía entonces el linaje paterno, los acompañaba; tenían también que
intervenir, porque los bienes que con el matrimonio cambiaban de mano procedían
de sus antepasados. Es evidente que el derecho de casar pertenecía siempre a un
hombre, a aquel que ostentaba el poder en la casa. Cuando se trataba de una
muchacha, requería el consejo de su esposa, puesto que la dote de la joven
desposada se tomaba con frecuencia de los bienes dotales de su madre o de su
tía.
Todos los jefes de casa perseguían los
mismos objetivos. Su sueño era casar a todas sus hijas. Ellas habían nacido
para esto, engendradas «para procrear a su vez vástagos de buena raza»[239].
Vástago, retoño; por la dispersión de estos esquejes femeninos, llevar la
sangre de los antepasados a otras moradas, unirse a ellas de esta forma. Las
hijas servían para las alianzas. Casadas, y vueltas a casar cuando enviudaban,
siempre que se encontrara quien las tomase. Junto a Guînes, el vizconde de
Merck consiguió colocar a sus nueve hijas. El conde Balduino II colocó a las
suyas como pudo, de mala manera, con caballeros vasallos. El señor de Bourbourg
no casó más que tres de sus cinco hijas, la primera bien, la segunda menos
bien, la tercera muy lejos, en Renania. Las dos últimas envejecieron en el
convento doméstico, consoladas por la convicción de que la virginidad ocupa el
peldaño más alto en la escala de los méritos[240].
En efecto, en el mercado matrimonial, la
oferta de mujeres superaba a la demanda. Los padres llevaban la política de los
señores de Amboise: impedían que la mayoría de sus hijos tomaran mujer
legítima. El mismo Enrique de Bourbourg, que tenía siete hijos, colocó a dos en
la Iglesia; otros tres fueron víctimas de los peligros reales de la vida
caballeresca, uno se mató «todavía adolescente», otro siendo «ya caballero» y
el tercero, «cegado en un torneo» había perdido su capacidad para gobernar el
señorío. El mayor se casó dos veces, pero fue en vano, porque murió sin hijos.
Quedaba el último, muy joven. A la muerte de su padre, le hicieron casarse con
la viuda de su hermano, sin preocuparse del impedimento por afinidad: importaba
conservar la buena alianza con la casa de Béthune. De la pareja nació un hijo,
que no vivió mucho tiempo, y una hija. Enrique de Bourbourg, con doce hijos
vivos, habría podido considerar asegurado el destino del linaje. Pero, por
haber restringido demasiado el matrimonio de sus hijos, su herencia recayó en
hembra. Tomando a la huérfana, Arnoldo de Ardres se apoderó de ella. Este caso
permite advertir el peligro de la disciplina de los linajes. Aun así, parecía
más urgente evitar la ramificación de la estirpe. Se quería que la semilla
sobreviviera, pero en un solo tallo. Era, pues, forzoso limitar los
nacimientos. ¿Mediante la contracepción? Unas palabras de Herman de Tournai
sugieren que no se ignoraban las recetas para ello[241]: la condesa Clemencia
de Flandes, «habiendo engendrado tres hijos en tres años y temiendo que, si
nacían más, se disputaran Flandes, actuó según las prácticas femeninas (arte muliebri) para no engendrar más».
Usando esos secretos bien guardados entre las mujeres, esas mixturas que
describe Bourchard de Worms, en virtud de las cuales las esposas adúlteras
podían ser estériles como en las novelas. Y fue castigada por esto; Herman ni
lo sospechaba: todos los hijos de la condesa murieron sin hijos, lo que
transfirió el «honor» al yerno de Hainaut. No obstante, resulta difícil creer
que tales procedimientos se hayan usado mucho en las parejas legítimas.
Pensemos en los diez hijos adultos de Balduino de Guînes, en los doce de
Enrique de Bourbourg. Para restringir el número de herederos posibles, se
controlaba la nupcialidad masculina.
Convendría verificar, reconstruyendo
cuanto fuera posible las genealogías nobiliarias, si lo que muestran los
relatos que analizo es cierto, si esa práctica restrictiva —casar sólo al hijo
primogénito— fue empleada tan generalmente en la aristocracia de la Francia
septentrional en el siglo XII (en época anterior, los documentos están
demasiado diseminados para que la investigación sea convincente) como
aparentemente lo fue en los caballeros de los alrededores de Cluny. Un
recientísimo estudio muestra la estrategia, sinuosa y sin embargo eficaz[242]. Aswalo,
señor de Seignelay, contemporáneo de Manassé de Guînes, había tenido cinco
hijos. Uno murió joven, otro fue arzobispo de Sens.
Los otros tres se casaron, lo que parece contradecir esto
que adelanto. Pero consideremos
las circunstancias. El primero se casó, como era normal. El
segundo se casó, pero tras la muerte de su hermano: era entonces tutor de sus
sobrinos, responsable del linaje, y estaba obligado a asegurar la supervivencia
si, por desgracia, los muchachos cuya responsabilidad tenía desaparecían, como
tan frecuentemente ocurría en la violencia de los torneos y de los juegos
militares. Tampoco el tercero fue casado por su padre ni por su hermano, sino
que corrió el albur y, ya tarde, encontró una heredera; establecido en la
hacienda de su mujer, no pidió nada de la herencia paterna. El matrimonio de
los dos segundones fue fecundo. Aswalo tuvo de ellos cinco nietos. Pero tres de
ellos hicieron carrera en la Iglesia, y buena carrera. Los dos muchachos
caballeros participaron, en 1189, en la tercera cruzada y no volvieron. Uno
solo de los vástagos tuvo descendencia: el hijo mayor del hijo mayor. Tuvo
cuatro hijos; uno de ellos procreó hijos legítimos; los otros tres acompañaron
a los primos hermanos de su padre y murieron como ellos en la expedición a
Tierra Santa. El azar tuvo su papel en el debilitamiento de las ramas
adventicias. Y esta familia estaba en buenísima posición para colocar a sus
hijos en los cabildos catedralicios. Lejos de mí la idea de negar que el
entusiasmo religioso haya podido llevar a los muchachos de ese linaje a tomar
la ruta de Jerusalén y profesar en la Iglesia. Pero ¿habrían escogido tantos de
ellos esos caminos si los dirigentes de la casa, atentos a preservar la
cohesión del honor, no les hubieran animado vehementemente a ello?
De las casas de Guînes y de Ardres
salieron asimismo jóvenes para ocupar puestos eclesiásticos —canónigos
prolíficos, pero no herederos legítimos—, o bien caballeros para guerrear
provechosamente en Inglaterra o en Palestina. En cualquier caso, los dos
árboles genealógicos que Lambert esboza son muy expresivos: varios hijos en
casi todas las generaciones, y sin embargo, ninguna rama secundaria. Son
semejantes al de los señores de Amboise. Esto confirma mi idea y sugiere que la
caballería de la Francia del norte, controlando estrictamente el matrimonio de
los hijos y por este medio la expansión de las familias, aseguró como la de la
región de Mâcon, la estabilidad de su preeminencia social. No se ve que en las
cortes del siglo XII se hayan multiplicado las casas nobles. Por el contrario,
parece que una restricción demasiado prudente provocó su rarefacción y la
concentración de las fortunas.
No obstante, se aprecian en la política
matrimonial cambios que han influido en el curso de ese siglo sobre la historia
de las herencias. Desde el año 1000 —dejo a un lado los antepasados más lejanos
a los que Lambert atribuye esposas imaginarias—, los primogénitos de Guînes y
de Ardres, destinados a dirigir el grupo familiar, se habían casado todos con
mujeres de alto rango y que procedían de lejos. El conde Balduino I recibió una
hija del conde de Holanda, su hijo Manassé a la hija del oficial mayor de la
casa real inglesa; Arnoldo, el fundador del señorío de Ardres, senescal del
conde de Boulogne, estuvo casado primero con la heredera de un castillo del
Boulonnais y luego con la viuda del conde de Saint-Pol, lo que le valió,
durante la minoría de sus hijastros, administrar su fortuna, servirse de ella
ampliamente y, en particular, adquirir reliquias con las que enriqueció la
colegiata de Ardres. Estos hombres estaban entonces al servicio de príncipes
poderosos: Balduino servía al conde de Flandes, Manassé al duque de Normandía,
Arnoldo al conde de Boulogne. Según todas las apariencias, tal como en la misma
época los antepasados de los señores de Amboise, debieron al don de gentes de
su patrón conseguir esas compañeras afortunadas y lejanas. Pasado 1100, el
campo y la calidad de las alianzas se debilitaron. Balduino II y Arnoldo el
joven desposaron a mujeres menos encopetadas, pero más cercanas a su casa. En
mi opinión, este cambio deriva de la independencia que desde entonces gozaba la
casa. Su jefe ya no podía contar con la generosidad de un señor y debía
encontrar por sí mismo a su nuera. Poseyendo ya antepasados gloriosos, se
preocupaba ante todo por fortificar su señorío, es decir, reunir tierras.
Atisbaba qué podía ganar lo más cerca de su patrimonio. A las mujeres de muy
buena raza, descendientes de Carlomagno, que abundaban en la región; prefería
por tanto —comenzaban a modificarse las actitudes mentales, dando la sed de
gloria paso, insensiblemente, a la afición por acumular bienes materiales—
hijas primogénitas, sin hermanos, cuya herencia fuera considerable y que
estuviera bien situada. La ventaja consistía en tomar mujer de calidad inferior
a la propia aceptando el venir a menos. El padre de Balduino II se decidió a
ello. Casó a su hijo mayor con la heredera, entonces niña de pecho, del señor
Ardres, que era vasallo suyo. En la familia, desde hacía generaciones, los
cónyuges no eran de igual rango y, por vez primera, la desigualdad cambiaba de
sentido: el esposo aventajaba a la esposa en nobleza. Semejante elección debió
sorprender. En cualquier caso, Lambert se dedica a justificarla[243]: Balduino
—dice— consintió (la decisión no procedía de hecho de un muchacho de diez años,
sino de su padre) en rebajarse (inclinavit):
«Siguiendo el ejemplo de muchos nobles, duques, reyes, emperadores», tomó a
la hija de uno de sus feudatarios. Pero precisamente el conde de Guînes,
considerado como un pequeño emperador en su dominio, aceptaba inclinarse para
consolidar sus Estados: preparaba a su presunto heredero para hacerse con el
feudo móvil más hermoso del condado, igual que algunos años antes Luis VI, rey
de Francia, había decidido dar por esposa a su hijo a Leonor de Aquitania. En
esa época, por el efecto conjugado de la fuerte mortandad de jóvenes, de la
degeneración biológica y de los obstáculos puestos a la prolificidad de los
varones, las buenas presas, las muchachas capaces —si uno conseguía hacerse con
ellas— de aportar grandes herencias, no escaseaban. El señorío de Bourbourg
cayó en manos de una mujer. El señorío de Ardres recayó primero en la hermana
de Arnoldo III y de Balduino y luego en la hija única de este último. Tres
mujeres fueron sucesivamente herederas del señorío de Guînes: la hija del conde
Manassé; después de ella, su hija, y, por último, una de las hermanas del
conde. A veces los segundones encontraban una ganga, escapando así al celibato
al que los condenaba su lugar de nacimiento. En el siglo XII, el caso no parece
frecuente, y los caballeros aventureros de quienes se sabe que agarraron así la
fortuna por los pelos eran todos de buena raza, hijos de un poderoso señor. En
efecto, no bastaba con hacerse con la muchacha. El esposo debía imponerse a los
parientes de su mujer, descontentos de ver a un intruso instalarse en la tierra
de sus antepasados. La disputa, como atestigua el relato, era ardua.
Cuando Manassé murió tristemente en el castillo
de Guînes, el marido de su nieta, Alberto, llamado el Jabalí, caballero inglés,
avisado inmediatamente por su suegro Enrique de Bourbourg, corrió a prestar
homenaje al conde de Flandes por el considerable feudo que iba a parar a su
enclenque esposa. Un varón que llevaba la sangre de los condes de Guînes se
sublevó: Arnoldo, uno de los sobrinos de Manassé, hijo de su hermana más joven
y del castellano de Gante. Este segundón trataba de elevarse en el mundo. Como
era usual entre los «jóvenes», había ido a vivir al lado de su tío materno y le
había presionado para que le estableciera. El tío no tenía hijos. Este muchacho
le agradaba y había terminado por ceder y entregarle en feudo una fortaleza,
satélite de su castillo[244]. Arnoldo de Gante disponía así de una morada, por
tanto de un lecho nupcial, podía dotar a una esposa: se casó. Su mujer, hija
del castellano de Saint-Omer, descendía de Carlomagno; Lambert no deja de
indicarlo: es la abuela de su protagonista. A la muerte de Manassé, su tío
Arnoldo, su bienhechor y señor de su feudo, reclamó la herencia. Tomó las armas
contra el señor de Bourbourg, el cual, mientras su yerno llegaba, defendía
sobre el terreno los derechos de su hija.
Lambert dice que esa guerra era injusta.
Lo era. No obstante, la convicción de que el derecho de los varones prima sobre
el de las mujeres hacía proliferar empresas militares semejantes. Hugo de
Bourbourg lo había padecido él mismo: había creído contraer una unión
fructífera casándose con una hija del señor de Alost, pero el tío paterno de la
joven le arrebató la dote «por la violencia», no dejando a su sobrina más que
«una pequeña parte»; el usurpador abandonó esos pobres restos sobre los que no
tenía ningún derecho, ya que la desposada los había recibido de su madre[245].
La crónica del monasterio de Ardres da cuenta de huérfanos jóvenes a quienes el
hermano de su padre, su tutor, despojó de igual forma de su herencia. El juego
de las relaciones avunculares aparece aquí con toda nitidez:
si bien el tío materno protege, naturalmente, el tío
paterno es un rival, inclinado por naturaleza al expolio.
La
guerra hizo acudir a todos los aventureros del país. Algunos se unieron a Arnoldo
de Gante, y entre ellos el hermano segundo del señor de Ardres, Balduino, un
«joven», que iba también buscando gloria y provecho. Durante el asedio, fue
herido. Los caballeros protegidos por fuertes corazas rara vez lo eran y este
accidente fue considerado como una advertencia: el cielo veía con malos ojos el
bando que había escogido Balduino. Esto es al menos lo que le decían los monjes
de la Capelle-Sainte-Marie, que habían puesto los ojos en la colegiata de
Ardres y aislaban a los protectores de este establecimiento alimentando
cuidadosamente el sentido de pecado que tenían. Balduino abandonó a Arnoldo y
se unió a su adversario. Después de chalanear, ofreció su brazo al señor de
Bourbourg, cuya causa era justa, a condición de que le diese a su hija, que,
junto con sus esperanzas, era lo que se ventilaba en el combate. Ahora bien, la
hija no era viuda. Su esposo, Alberto el Jabalí, gozaba de buena salud. Era,
pues, preciso que se separara de él. Para hacerse con un aliado más útil que su
yerno, que estaba demasiado lejos, Enrique inició los procedimientos de
divorcio. Mandó a Inglaterra una embajada mixta compuesta, observémoslo, por
clérigos y caballeros. Estas gentes negociaron y se llegó a un acuerdo. «En el
día fijado, conforme a las reglas de justicia civil y eclesiástica, la unión
fue disuelta»[246]. Legal y solemnemente, porque la esposa estaba enferma y
«por otras razones». ¿Cuáles? ¿Se arguyó un matrimonio no consumado? No hay
ninguna alusión a este caso de ruptura, mientras que, sin embargo, en torno a
Lambert cuando escribía su Historia, no
se hablaba de otra cosa que de Felipe Augusto y de sus sucesivos
pretextos. Enferma como estaba, Balduino tomó a la mujer ya libre y trató de
hacer valer sus derechos, pero la esposa, que realmente estaba mal, no soportó
aquellas nuevas bodas y sucumbió. Ese día, Arnoldo de Gante se encontraba en el
castillo de Ardres del que se había apoderado[247]. Pidió a uno de sus
hermanos, antes monje y a la sazón caballero —buen ejemplo de comunicación
entre la cultura profana y la de los «letrados»—, que le explicara el salmo
«Pon tu esperanza en el Señor». El hermano respondió: «Ya eres rico». A esa
misma hora moría la nieta de Manassé, privando de sus esperanzas a Balduino de
Ardres. Pero un nuevo obstáculo surgió en la persona de un primo al que Arnoldo
no había visto jamás. Llegaba a galope tendido desde Borgoña. Era Godofredo,
señor de
Semur-en-Brionnais. Basándose en su nacimiento, reclamaba
la herencia. Su madre era otra hermana de Manassé, también muy bien casada,
aunque muy lejos; como era mayor que la madre de Arnoldo, Godofredo pretendía
tener mejores derechos. Esta vez no hubo guerra, sino conversaciones. Reunidos
los árbitros, dictaron una sentencia favorable a Arnoldo. «Puesto que no
existía ya sobre la tierra de Guînes semilla que hubiera salido de Manassé», la
herencia revertía sobre los colaterales; indudablemente la primogenitura
beneficiaba a la madre de Godofredo, pero como estaba muerta, sus derechos se
habían extinguido o, en cualquier caso, eran superados por los de la hermana
menor, viva. Así se concebía el derecho sucesorio: negando que el muerto
pudiera usurpar al vivo y afirmando la primacía de la descendencia, incluso la
femenina, sobre los colaterales.
Algo más adelante, el castillo de Ardres
fue objeto de un proceso análogo. Balduino se había convertido en amo, por
casualidad y no sin desembolsos: los criados de la cocina habían matado a su
hermano mayor. El difunto tenía una esposa que él guardaba en la casa; era una
niña; jugaba con las doncellas de la casa; su tiempo se repartía entre las
muñecas, los oficios religiosos y largas zambullidas en el vivero; los
caballeros del castillo se divertían viéndola nadar allí en camisón blanco.
Petronila, joven viuda, no era núbil, y sin embargo estaba casada; el señorío
constituía su dote de viudedad. Balduino había tenido, por lo tanto, que
ponerse de acuerdo con el tío de la niña, el conde de Flandes, y éste, para
aceptar recuperar a su sobrina, aún intacta, reclamó ser «resarcido por una compensación
dotal». Como era demasiado fuerte, para conseguirla, Balduino vendió la
colegiata a los monjes de la Capelle. Éstos rasparon los relicarios y el señor
de Ardres recibió los recortes de oro y plata. Entregó la mayor parte a los
parientes de Petronila y guardó el resto para irse a la cruzada. Desapareció en
Tierra Santa. Dos de sus sobrinos reivindicaron entonces su hacienda. El
tribunal de arbitraje se la concedió a aquel cuya madre, más joven que su
hermana, estaba viva. No obstante, el beneficiario hubo de entregar al
competidor una fuerte compensación: cien marcos de plata.
Las estrategias matrimoniales se
modificaron de nuevo en la siguiente generación, la de Balduino II, y en esta
ocasión de un modo considerable: el control ejercido por los jefes de linaje
sobre la nupcialidad de los muchachos se aflojó y autorizaron a los segundones
a fundar un hogar. Eso hizo, en los últimos años del siglo, el conde de Guînes.
Tenía seis hijos. Uno de ellos era clérigo; otro había sido muerto «en la flor
de la juventud»: esos jóvenes jugaban con la muerte. El mayor fue casado. Pero
también lo fueron los otros tres. Recibieron de su padre, como antaño su abuelo
había recibido de su tío, la morada sin la que no se podía tomar mujer. Una
casa fuerte, dueña de un señorío satélite, pero pequeño y ante todo marginal,
constituido por adquisiciones recientes o por tierras ganadas a los
pantanos[248]. En los linajes de la vecindad se hacía lo mismo: en esa época,
el señor de Fismes casaba a sus cuatro hijos. Lo que se advierte —por la
prospección arqueológica y por el examen de los documentos de archivos— de una
historia del hábitat caballeresco permite pensar que la mayor parte de las
casas nobles comenzaron entonces a dispersarse. Alrededor de los viejos
castillos, que regentaban los primogénitos, se multiplicaron mansiones
modestas, rodeadas de fosos, fortificadas, réplicas reducidas de la fortaleza
donde la dinastía hundía sus raíces.
La ramificación de los viejos troncos
provocó la expansión demográfica: en los primeros decenios del siglo XIII, el
número de hombres de buena familia, caballeros o que esperaban serlo, creció
rápidamente. Se trata de una mutación profunda, que altera las estructuras de
la aristocracia, sus comportamientos, sus ritos, su posición en el conjunto del
cuerpo social. Había que comprender por qué ya no pareció tan necesaria la
estricta disciplina que, durante tanto tiempo, en cualquier caso desde que fue
posible una historia de las familias caballerescas, había mantenido a tantos
hombres en el celibato en la «juventud», aumentando este grupo numeroso y
tumultuoso que gravitó con un peso tan grande sobre la evolución de la
economía, del poder y de la cultura[249].
Bajo la violenta presión de este cuerpo,
cuyos miembros aspiraban a evadirse tomando mujer legítima, la barrera cedió.
Pero ¿por qué? ¿Por qué los segundones alcanzaron, en los alrededores de 1200,
lo que deseaban? Tan preocupados como sus padres por mantener gloriosamente su
estado, por propagar lo más lejos y con el mayor esplendor la fama de su
sangre, ¿poseían ahora los caballeros y sus señores los medios para mostrar
menos parsimonia y no tratar de modo tan distinto a sus hijos, apostándolo todo
a uno solo, y manteniendo a todos los demás en una posición mezquina? Todo
permite creer que, en efecto, era más fácil, especialmente como consecuencia de
una concentración de las fortunas, resultante de la prudencia ancestral. Es
evidente también que, en la región que estudio, los confines del Boulonnais y
de Flandes, como en todo el resto de la Francia del norte, el movimiento de las
estructuras hizo incrementarse en los últimos decenios del siglo XII la riqueza
de los linajes aristocráticos y, al mismo tiempo, la hizo más móvil. Los
señoríos reportaban más porque se ponían en explotación las tierras incultas,
porque el instrumento fiscal se perfeccionaba, porque cada vez se tomaba de los
bienes producidos por los trabajadores una porción más importante para los
diezmos, para la explotación de los molinos, las herrerías, los hornos de pan y
el derecho feudal y de justicia. Y en esta sangría, se aumentaba la parte del
numerario, de los dineros, de las piezas de dinero. El señorío rendía mejor
sobre todo porque los súbditos se multiplicaban. En efecto, era la época de un
fuerte flujo de población rústica. Este flujo repercutió, por el juego de las
relaciones de producción, en el nivel de los explotadores. De este modo se
distendieron las trabas que, durante cinco o seis generaciones, habían impedido
a las familias nobles expandirse.
La flexibilidad procedía también del
fortalecimiento de las grandes formaciones políticas, que aceleraba fuertemente
la circulación de riquezas de arriba abajo de la clase dominante: los grandes
príncipes recogían con una mano y distribuían con la otra. Recaudaban las
grandes demasías de las herencias y las multas, vendían las exenciones de
servicio, y compraban otras asistencias, distribuían los sueldos, las
gratificaciones, las prebendas, es decir, el dinero. Había descontracción: la
tierra contaba menos, la herencia no tenía tanta importancia ya. Antiguamente,
el mantenimiento de la preeminencia aristocrática exigía que sólo una pequeña
parte de los varones jóvenes se estableciese y que los otros viviesen al margen
del patrimonio de bienes raíces en la gratuidad, el juego y la aventura,
neutralizados, y en el verdadero sentido de la palabra, esterilizados por esa
agitación misma. En adelante, el Estado aseguraba ese mantenimiento
garantizando los privilegios en nombre de la teoría de los tres órdenes,
mientras que el movimiento de la moneda introducía en las relaciones sociales
una elasticidad que caló pronto en las prácticas matrimoniales.
Hay que tomar en consideración, además, la
evolución concomitante del derecho. El de las tenures feudales se fijó en el curso del siglo XII. Pareció menos
peligroso trocear la hacienda ancestral, cuando se aplicó la costumbre de la
nobleza que obligaba a los hijos segundones a tener en feudo del mayor la
porción de herencia que les era atribuida para que fundasen un hogar. El
procedimiento era corriente a finales del siglo XII. Lambert de Ardres proyecta
su uso en el lejanísimo pasado en que puede situar libremente las formas
ideales de comportarse: habla[250]de un imaginario conde de Ponthieu que por los
alrededores del año 1000 había repartido sus tierras entre sus cuatro hijos: al
mayor le correspondió el condado, la casa de los abuelos y sus pertenencias;
los dos siguientes recibieron Boulogne uno, el otro Saint-Pol, pero hubieron de
prestar por esos bienes homenaje a su hermano. Al más joven, el padre le legó
un supuesto derecho sobre el condado de Guînes; como no logró hacerlo valer,
recibió una heredera, la del condado de Saint-Valéry. De hecho, las
disposiciones atribuidas a este padre fantasmal son exactamente las que había
adoptado el conde Balduino II. Como su hermano menor se revolvía, le
proporcionó a la nieta del conde de Saint-Pol, y para que pudiera desposarla le
cedió, aunque en feudo y con el asentimiento de Arnoldo, su hijo, una modesta herencia.
Luego casó a sus segundones con las hijas de sus vasallos con la misma
prudencia, pues los hizo sus feudatarios; luego lo serían de su heredero, que
de este modo mantendría su poder sobre la totalidad del patrimonio.
Por aquella época, esta práctica se
difundió por toda Francia septentrional y tan rápidamente que, temiendo el rey
Felipe que minase los cimientos de la servidumbre feudal, creyó conveniente
oponerse a su extensión. Lo que puede conocerse de las disposiciones
testamentarias que decidieron entonces algunos grandes señores muestra cómo el
recurso conjunto al dinero y al vínculo vasallático facilitó el matrimonio de
los hijos. En 1190, Raúl I de Coucy se aprestaba a seguir al rey a ultramar.
Repartió sus bienes entre sus hijos y sus hijas. Aplicó estrictamente el
derecho de primogenitura: la herencia que él mismo había recibido de su padre
pasaría entera a su hijo primogénito. A los demás, que eran caballeros, les
dejaba algo: entre ellos fueron repartidas las riquezas nuevas, las adquisiciones
recientes y las «villas nuevas», así como las tierras que acababan de
conquistar los plebeyos; podrían tomar mujer, pero deberían prestar homenaje al
heredero principal. De sus hijas ya casadas, Raúl nada dice: habían recibido ya
su dote. Para la que no lo estaba, de sus reservas monetarias constituyó para
ella una renta, y otra para el último hijo, que tenía destinado el estado
eclesiástico y que entonces se hallaba estudiando. El conde de Hainaut,
Balduino V, dispuso de la misma forma su sucesión: el segundo hijo, casado,
recibió la herencia de su madre en forma de un feudo tomado del mayor; al
último, rebelde y dedicado a los torneos, le fue legada una renta en dinero,
pero con la reserva de que también rindiese el homenaje ligio: esta tenure muy flexible, un feudo «de
bolsa», fácil de confiscar, le permitiría quizá encontrar una esposa.
Al acercarse el siglo XIII se inició,
pues, una fase de relajación. Los jefes de Estado no vieron sin duda con malos
ojos multiplicarse las casas nobles, desparramarse así el haz de poderes cuyo
nudo formaban las viejas fortalezas, reducirse la distancia entre sus barones y
sus segundos vasallos y poblarse más el orden de caballería al que tenían por
el apoyo más seguro de su poder. Se daban cuenta de que las nuevas políticas
matrimoniales llevaban también a este orden a sentar la cabeza, porque
suprimían a la «juventud», esa masa turbulenta de guerreros mantenidos,
respecto a sus hermanos primogénitos, en una posición poco más elevada que la
de los bastardos, pedigüeños, prestos a raptar a las mujeres que se les
negaban, y que trataban de compensar su frustración en la moral forjada por
ellos mismos, que exaltaba la rapiña y la independencia agresiva. Los
caballeros entraban por último en el marco que los dirigentes de la Iglesia
asignaban a todos los laicos: en las disciplinas de la conyugalidad. Para la
mayoría de ellos, la «juventud» ya no debía ser un estado, una especie de ordo en que el hombre permanecía
confinado hasta la muerte, sino un periodo de la existencia que finalizaba el
día de sus nupcias, cuando, forzados a la prudencia, se convertían en
responsables de su propia casa.
Evidentemente, todos conservaban la
nostalgia de su juventud. Lambert cuida de hacer también su apología en su
ejemplar relato. Sabe agradar al anciano, el conde Balduino II, cuando le
muestra, siempre ardiente en su viudedad, persiguiendo y capturando a las
muchachas como un joven. Frente al elogio de los padres —plegando su casa a la
autoridad de su prudencia y escogiendo de lejos, para aquellos de sus hijos que
destinen al matrimonio, el mejor partido posible— y frente al elogio de las
hijas, tan piadosas y obedientes, sitúa el elogio de los jóvenes raptores.
Viene a exaltar lo que la moral de los jefes de casa condenaban como un delito,
lo que la moral de los «bachilleres» situaba el primero entre los actos
valerosos: el rapto. No obstante, en una sociedad que día a día se hacía menos
brutal, las conveniencias obligaban a la sublimación de esta hazaña. El joven
caballero no se apoderaba ya de una mujer por la fuerza: ganaba sus favores por
su valor, por la aureola de gloria que había conseguido durante los torneos o
en otras competiciones: las del amor. El torneo —que estaba en gran boga en ese
momento— no sólo servía para el entrenamiento militar ni de derivativo para la
fogosidad de los jóvenes. Era una especie de feria itinerante, de exhibición de
posibles maridos, galleando ante los ojos de las damas y, sobre todo, ante los
de los casamenteros. Todos los héroes de esta crónica se presentan durante su
juventud como excelentes competidores de torneos, y si uno de ellos, el segundo
Arnoldo, señor de Ardres, obligado a casarse sólo porque su padre había muerto
y porque no tenía tío, pudo tomar mujer en la gloriosa casa de los señores de
Alost, es, dice Lambert, porque los ecos de sus proezas deportivas habían
llegado hasta el jefe de ese linaje, que le entregó a su hermana[251]. La
ideología de la juventud se despliega más, sin embargo, en la descripción de
las mímicas del amor cortés. Se descubren en dos ocasiones, en dos coyunturas
maestras del discurso: en los dos extremos de la cadena genealógica, Lambert
realza la figura de un joven varón, de un caballero errante, seductor.
Los autores de genealogías principescas
establecían de buen grado, en lo más recóndito del recuerdo, un aventurero
venido de no se sabía dónde que había fundado la dinastía junto a la esposa que
había conquistado. Este papel está desempeñado aquí, a principios del siglo X,
por Sigfrido, procedente del país vikingo, el país de Ingeborg y del salvaje
legendario[252]. Su vagabundeo le llevó a la región de Guînes, una tierra que
antaño habían expoliado sus antepasados. Joven y valiente, fue acogido en la
casa del conde de Flandes y se convirtió en compañero de armas del heredero.
Lambert lo imagina —cosa totalmente anacrónica— armado caballero y provisto de
un feudo como lo estaban en época menos remota los jóvenes comensales de los
príncipes. No obstante, fue al amor a lo que debió su fortuna. Sobrepasaba en
clase a todos los demás caballeros y la hermana del conde se enamoró de él.
Como Leonor, se dejó atraer a los «coloquios»; «jugando», su amigo la embarazó.
Los «jóvenes» practicaban este juego en el siglo XII, pero tomaban por
compañeras a las hijas de los vasallos de sus padres y las consecuencias eran
menos graves. Sigfrido había seducido a la hija de su señor, atentando contra su
honor. Era felón. Una vez hecho, escapó a Guînes. Allí murió de amor «como otro
André [le Chapelain]». Nació el hijo. Era un chico, pero bastardo. Por suerte,
su primo, el nuevo conde de Flandes, le llevó a la pila bautismal, le educó, le
armó caballero y finalmente le concedió en feudo Guînes, el alodio de su padre.
De esta forma se implantó el linaje. En el otro extremo se encuentra Arnoldo,
el amo de Lambert, recién casado[253]. Sobre él, el historiador ya no imagina:
relata lo que ha visto y aquello de que se enorgullecen en la casa en que
sirve. Para que la fama personal de su hijo mayor, añadida a la fama del
linaje, resplandezca a los ojos de aquellos que buscaban un esposo para su
hija, el conde Balduino organizó, según la costumbre, al día siguiente del
espaldarazo a Arnoldo, una gira de torneos. Lo envió a lucirse lejos, escoltado
por dos escuderos, dos criados y un clérigo que llevaba las cuentas:
había que ser generoso, pero razonablemente. Pasó el
tiempo. El padre dejó un día de entregar la pensión. Arnoldo hubo de vivir como
pudo. Continuaba participando en torneos.
Tras cinco años, acabó por atraer las miradas de una
heredera. Rica, demasiado rica, también de alto copete: santa Ida, cuyo nombre
llevaba, era su tatarabuela, Godofredo de Bouillon, tío tatarabuelo; como la
difunta reina de Francia, era sobrina del conde Felipe de Flandes, condesa ella
misma de Boulogne por su madre. Ya la habían desposado dos hombres. Viuda dos
veces, claramente de más edad que Arnoldo, se divertía. Enviaba al joven
mensajes. Incluso, con algún pretexto, fue a visitarle a su casa. Se iniciaron
conversaciones con su tío. Entonces apareció Renaud de Dammartin, que no se
anduvo con rodeos: ante las mismas barbas de Arnoldo se llevó a todo galope a
Ida a Lorena. Arnoldo le persiguió. Le detuvieron. El obispo de Verdún, en
connivencia, le mandó apresar: durante su vagabundeo, privado de dinero, se
había apoderado de las tasas que se recogían para preparar la tercera cruzada.
Le mantuvieron preso todo el tiempo necesario. Fue timado.
Veamos la versión que del asunto se dio en
su casa. Ida había amado a Arnoldo, o bien, «por ligereza y picardía
femeninas», había fingido amarle; Arnoldo, por su parte, había amado a Ida, o
bien, «por prudencia y astucia masculinas», había fingido amarla. En efecto,
«ganando los favores de la condesa, él aspiraba mediante este amor, verdadero o
simulado, a la tierra y a la dignidad del condado de Boulogne». No se puede
hablar más claro. Lambert ha leído las novelas cortesanas, pero lo que cuenta
del amor sitúa a éste exactamente en el lado concreto de la vida. Lambert
desmitifica el «amor de caballero». Lo muestra tal cual es: esencialmente
misógino. La mujer es un objeto despreciable: las palabras que califican el
comportamiento de la dama elegida, en verdad «ligera» y «pérfida», son
explícitas. Exaltando la alegría y el placer, pidiendo transgredir la triple
prohibición del rapto, del adulterio y de la fornicación, el amor cortés parece
desafiar a la vez el poder de los casamenteros, las exhortaciones de los
sacerdotes y la moral conyugal. Esta contestación es en realidad aparente. De
hecho, los jefes de casa, Balduino detrás de
Arnoldo, el conde de Flandes detrás de Ida, dirigían toda
la trama. De hecho, las gentes de Iglesia eran poco exigentes en materia sexual
cuando no estaba por medio el matrimonio. De hecho, las paradas amorosas
preludiaban, como bien se ve aquí, a las ceremonias nupciales. Bajo estos
escarceos quedaban disimuladas las asperezas de la política de linajes. A
finales del siglo XII, cuando la Iglesia moderaba el rigor de sus decretos,
cuando todos los jóvenes, en la nueva flexibilidad de las relaciones sociales,
tenían esperanza de casarse, el acuerdo se establecía entre dos modelos de
comportamiento, el de los célibes y el de los hombres casados. Se hacían
complementarios. Los jóvenes estaban invitados a dar pruebas de su «virtud»
fuera de la casa, a fin de que los que entregaban a las mujeres fingieran
dejarlos a ellos mismos capturar a su esposa. Después de su matrimonio podían
seguir haciendo torneos durante algún tiempo. Pero al tomar el mando del
señorío después de su padre, al convertirse en «hombres nuevos» —lo que le
ocurrió cuando heredó el condado a Balduino de Guînes, padre ya de cinco hijos
y, sin embargo, todavía indissolutus—,
les correspondía vivir en adelante con prudencia, asentados en su casa, con la
dama a su lado y vinculados a ella, como quería Hugo de Saint-Victor, de «forma
única y singular en al amor compartido».
A lo largo de estos dos siglos, la imagen
ha cobrado poco a poco nitidez. Bajo el reinado de Felipe Augusto, se discierne
bastante bien cómo tomaba mujer un caballero y cómo usaba de ella. ¿Eran tan
diferentes estas maneras cuatro siglos y medio después, en tiempos de Molière,
o seis siglos después, en tiempos del abate Fabre, del Languedoc? Todavía
subsisten hoy algunos restos de la envoltura ritual: petición en matrimonio,
contrato hecho ante notario, desposorios, misa nupcial y las damas de honor se
reparten el velo de la casada. Lo que he tratado de captar, partiendo de textos
cada vez menos lacónicos, es la instauración de fuertes estructuras que hoy
están a punto de desmoronarse antes nuestros ojos.
Digo bien: instauración, y bien difícil.
Se ha señalado que la imagen, al clarificarse, se modificaba. Al día siguiente
del año 1000, en el momento en que el historiador descubre las primeras
proclamaciones de una teoría de la sociedad que atribuye a tres categorías de
hombres tres funciones complementarias, descubre, enfrentadas, dos concepciones
del buen matrimonio: la que desde hacía mucho tiempo guiaba la conducta de los
guerreros y la que desde hacía muchísimo tiempo trataban de hacer aceptar los
sacerdotes, y advierte que en una primera época, una y otra se endurecieron.
Hacia el año 1100, el conflicto parece alcanzar su intensidad plena; luego se
aplaca y a principios del siglo XIII, cuando la ideología de los tres órdenes
se convierte en una de las bases del poder monárquico, el acuerdo está logrado.
¿Ha triunfado el modelo propuesto por la Iglesia sobre el otro? ¿Ha
transformado el cristianismo la sociedad?
Al principio, en aquella región, en el
grupo social que he elegido para observarlo, el cristianismo penetraba ya en
todos los rincones de la vida. Pero era otro cristianismo. Esos guerreros
temían todos ellos a Dios, incluso los más violentos, los más codiciosos,
aquellos que ardían de deseo por las mujeres, incluso el conde Juan de
Soissons: estoy seguro de ello. Todas las gentes de las que he hablado dieron a
manos llenas dinero que sirvió para reconstruir catedrales, y no fue la
esperanza de saqueos fabulosos ni el afán de ver países lo que los llevó a
caminar durante meses, en medio del peligro y la miseria, hacia la tumba de Cristo.
Igual que los heréticos, muchos confiaban en la palabra de Jesús: el Reino no
es de este mundo. Para reposar en paz en su sepulcro, para ganar el Paraíso,
esperaban de los sacerdotes, al contrario que los heréticos, los gestos
salvadores que les lavarían de sus pecados. Sin embargo, les negaban el derecho
de cambiar las costumbres, de obligarlos a actuar en la tierra de modo distinto
a como habían actuado sus abuelos. Ahora bien, en el gran impulso de progreso
que arrastraba todo, al interiorizarse lo religioso, supieron que los ritos
sirven de poco cuando los actos, cuando las intenciones son culpables. Esta
sociedad se hacía lentamente más permeable al mensaje evangélico. En esa misma
época, la sociedad de las gentes de Iglesia también se hacía más permeable.
Meditando sobre el sentido de la encarnación, los servidores de Dios tomaban
insensiblemente conciencia de que no era preciso atenerse a las liturgias, y de
que alcanzarían mejor su objetivo si no alteraban con demasiada rudeza la
naturaleza y la realidad social.
El
espíritu cambió y el cuerpo no permaneció inmóvil. Durante un siglo, el XI, el
del endurecimiento, la forma de producción señorial se
impuso difícilmente en los tumultos, en la disputa encarnizada por el poder.
Conservar éste, extenderlo, imponía la concentración. El grupo de los guerreros
cristalizó en linajes, aferrados a la tierra, al derecho de mandar, de
castigar, de explotar al pueblo campesino. Para resistir a las agresiones de lo
temporal, la Iglesia se cristalizó en el rigor de sus principios. El matrimonio
es un instrumento de control, y los dirigentes de la Iglesia lo utilizaron para
enfrentarse a los laicos y con la esperanza de subyugarlos. Los dirigentes de
los linajes lo utilizaron de otra manera para mantener intacto su poder. El
momento en que el combate en el que se ventilaban las prácticas matrimoniales
fue más impetuoso es también aquel en que se descubren los primeros efectos del
crecimiento rural: las ciudades salían de su sopor, los caminos se animaban, la
moneda se difundía, favoreciendo la reunión de Estados. Todo comenzaba a
adquirir movilidad. Todo se flexibilizó en el desarrollo prodigioso del siglo
XII. Asegurado y convenientemente repartido su poder, la clase dominante se
distendió. Mientras se precipitaba la evolución del cristianismo hacia lo que
llegó a ser, en el momento en que yo he situado el final de mi investigación,
Francisco de Asís, los sacerdotes y los guerreros reunidos bajo la autoridad
del príncipe terminaron por ponerse de acuerdo sobre lo que debía ser el
matrimonio para que no fuera perturbado el orden establecido. La sociedad y el
cristianismo se habían transformado juntos. Uno de los modelos no fue vencido
por el otro: se combinaron.
¿No me habré equivocado, sin embargo, al
hablar de dos modelos y de dos bandos? Aquí, los jóvenes se oponían a los
viejos; allá, los heréticos a los rigoristas, separados por los conciliadores
que, al llegar el tiempo de la calma, los dominaron. Con éstos se entendieron
los viejos. Este entendimiento permitió la acomodación entre los dos modelos
del buen matrimonio, y el establecimiento de ese marco fundamental que
constituyeron durante siglos las nuevas estructuras de conyugalidad. Pero éstas
se hallaban flanqueadas por dos formas de control complementarias: una, el
celibato impuesto a los servidores de Dios, era idónea para satisfacer a los
rigoristas y para desarmar a los heréticos; otra, las reglas del amor cortés,
para disciplinar la petulancia en lo que quedaba de «juventud». Así se
estableció un sistema muy sólido. Sin embargo, no habría que olvidar, entre
todos estos hombres que, solos, vociferaban y gritaban lo que habían hecho o lo
que pensaban en hacer, a las mujeres. Se habla mucho de ellas. ¿Qué se sabe de
ellas?
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