El término
«violencia», en su sentido más elemental, refiere al daño ejercido sobre las
personas por parte de otros seres humanos. Los experimentos totalitarios del
siglo XX ampliaron este uso de la violencia, a una escala y una intensidad inéditas
en la historia de la humanidad, y es en este contexto donde cabe encuadrar esta
obra perenne de Hannah Arendt. Para la filosofía política, la violencia objeto
de su estudio tiene dos caras: la violencia organizada del Estado o aquella que
irrumpe frente al mismo. Esto ha hecho que muchos pensasen que la violencia es
sobre todo una forma de ejercicio del poder. La posición de partida de la
autora en Sobre la violencia consiste en el estudio minucioso de la violencia
política en sus encarnaciones extremas dentro del mundo contemporáneo y en su
cuidadosa separación entre violencia y poder político; este último es el
resultado de la acción cooperativa, mientras que la violencia del siglo XX está
ligada al alcance magnificador de la destrucción que proporciona la tecnología.
Estas reflexiones
han sido provocadas por los acontecimientos y debates de los últimos años,
vistos en la perspectiva del siglo XX que ha resultado ser, como Lenin predijo,
un siglo de guerras y revoluciones y, por consiguiente, un siglo de esa violencia
a la que corrientemente se considera su denominador común. Hay, sin embargo,
otro factor en la actual situación que, aunque no previsto por nadie, resulta por
lo menos de igual importancia. El desarrollo técnico de los medios de la violencia
ha alcanzado el grado en que ningún objetivo político puede corresponder concebiblemente
a su potencial destructivo o justificar su empleo en un conflicto armado. Por
eso, la actividad bélica -desde tiempo inmemorial arbitro definitivo e implacable
en las disputas internacionales- ha perdido mucho de su eficacia y casi todo su
atractivo. El ajedrez «apocalíptico» entre las superpotencias, es decir, entre las
que se mueven en el más alto plano de nuestra civilización, se juega conforme a
la regla de que «si uno de los dos “gana” es el final de los dos»; es un juego
que no tiene semejanza con ninguno de los juegos bélicos que le precedieron. Su
objetivo «racional» es la disuasión, no la victoria y la carrera de armamentos,
ya no una preparación para la guerra, sólo puede justificarse sobre la base de
que más y más disuasión es la mejor garantía de la paz. No hay respuesta a la
pregunta relativa a la forma en que podremos ser capaces de escapar de la
evidente demencia de esta posición.
Como la violencia -a
diferencia del poder o la fuerza- siempre necesita herramientas (como Engels afirmó
hace ya mucho tiempo), [y señala el general André Beaufre en
«Battlefields of the 1980's»: La guerra sólo es ya posible «en aquellas partes
del mundo no cubiertas por la disuasión nuclear», e incluso esta «guerra
convencional», a pesar de sus horrores, resulta ya limitada por la amenaza
siempre presente de una escalada hasta una guerra nuclear (en Calder, op. cit.,
p. 3].
la revolución tecnológica,
una revolución en la fabricación de herramientas, ha sido especialmente notada
en la actitud bélica. La verdadera sustancia de la acción violenta es regida
por la categoría medios-fin cuya principal característica, aplicada a los
asuntos humanos, ha sido siempre la de que el fin está siempre en peligro de
verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para
alcanzarlo. Como la finalidad dela acción humana, a diferencia del fin de los
bienes fabricados, nunca puede ser fiablemente prevista, los medios utilizados
para lograr objetivos políticos son más a menudo que lo contrario, de
importancia mayor para el mundo futuro que los objetivos propuestos.
Además, como los
resultados de la acción del hombre quedan más allá del control de quien actúa,
la violencia alberga dentro de sí un elemento adicional de arbitrariedad; en
ningún lugar desempeña la Fortuna, la buena o la mala suerte, un papel tan
fatal dentro de los asuntos humanos como en el campo de batalla, y esta intrusión
de lo profundamente inesperado no desaparece cuando algunos la denominan «hecho de azar» y
lo encuentro científicamente sospechoso; ni puede ser eliminada por
situaciones, guiones, teorías de juegos y cosas por el estilo. No existe certidumbre
en estas materias, ni siquiera una última certidumbre de destrucción mutua bajo ciertas circunstancias calculadas.
2. Reportfrom Iron
Mountain, Nueva York, 1967, la sátira sobre la forma de pensar de la Rand
Corporation y de otros «tanques de pensamiento», con su «tímida mirada hacia
más allá de la orilla de la paz», está probablemente más próxima a la realidad
que la mayoría de los más «serios» estudios. Su principal argumento, el de la
guerra, es tan esencial al funcionamiento de nuestra sociedad que no nos
atreveremos a abolirla a menos que descubramos formas aún más homicidas de
abordar nuestros problemas, sorprenderá sólo a quienes hayan olvidado hasta qué
punto se resolvió la crisis de desempleo de la Gran Depresión únicamente con el
estallido de la Segunda Guerra Mundial o a quienes convenientemente olvidan o
rechazan el grado del actual desempleo latente bajo las diferentes formas de
exceso de trabajadores empleados en muchas empresas.
El verdadero hecho
de que los comprometidos en el perfeccionamiento de los medios de destrucción
hayan alcanzado finalmente un nivel de desarrollo técnico en donde su objetivo,
principalmente la guerra, está a punto de desaparecer para siempre por virtud
de los medios a su disposición3 es como un irónico recuerdo de esa
imprevisibilidad absolutamente penetrante que hallamos en el momento en que nos
acercamos al dominio de la violencia, la razón principal de que la guerra siga
con nosotros no es un secreto deseo de muerte de la especie humana, ni de un
irreprimible instinto de agresión ni, final y más plausiblemente, los serios
peligros económicos y sociales inherentes al desarme4 sino el simple hecho de
que no haya aparecido todavía en la escena política un sustituto de este
árbitro final. ¿Acaso no tenía razón Hobbes cuando dijo:
«Acuerdos, sin la
espada, son sólo palabras»?
Ni es probable que
aparezca un sustituto mientras que esté identificada la independencia nacional,
es decir, la libertad del dominio exterior, y la soberanía del Estado, es
decir, la reivindicación de un poder irrefrenado e ilimitado en los asuntos
exteriores (Estados Unidos figura entre los pocos países donde es al menos
teóricamente posible una adecuada separación de libertad y soberanía hasta el
grado en que no se vean los cimientos de la República americana. Según la Constitución
los Tratados con el exterior son parte y parcela de la ley de la tierra y -como
el juez James Wilson señaló en 1793-, «El término soberanía le resulta
completamente desconocido a la Constitución de los Estados Unidos». Pero las
épocas de semejante claridad y de orgullosa separación del marco conceptual
político de la Nación-Estado europea han pasado hace ya largo tiempo; la
herencia de la Revolución americana ha sido olvidada y el Gobierno americano,
para bien y para mal, ha penetrado en la herencia de Europa como si fuera su
patrimonio, ignorante, ay, de que el declive del poder europeo fue precedido y
acompañado por una bancarrota política, la bancarrota de la Nación-Estado y de
su concepto de la soberanía). Que la guerra siga siendo la última ratio, la
vieja continuación de la política por medio de la violencia en los asuntos
exteriores de los países subdesarrollados, no es argumento contra la afirmación
de que ha quedado anticuada y el hecho de que sólo los pequeños países, sin
armas nucleares ni biológicas, pueden permitírsela, no es ningún consuelo. Para
nadie es un secreto que el famoso hecho de azar tiene más probabilidades de
surgir en aquellas partes del mundo donde el antiguo adagio «No hay alternativa
a la victoria» conserva un alto grado de plausibilidad.
En estas
circunstancias, hay, desde luego, pocas cosas más aterradoras que el prestigio
siempre creciente de los especialistas científicos en los organismos
consultivos del Gobierno durante las últimas décadas. Lo malo no es que tengan
la suficiente sangre fría como para «pensar lo impensable», sino que no
piensan. En vez de incurrir en semejante actividad, anticuada e inaprensible
para los computadores, se dedican a estimar las consecuencias de ciertas
configuraciones hipotéticamente supuestas sin, empero, ser capaces de probar
sus hipótesis con los hechos actuales. La quiebra lógica de estas hipotéticas
constituciones de los acontecimientos del futuro es siempre la misma: lo que en
principio aparece como una hipótesis, con o sin sus alternativas implicadas,
según sea el nivel de complejidad, se convierte en el acto, normalmente tras
unos pocos párrafos, en un «hecho» y entonces da nacimiento a toda una sarta de
no-hechos semejantes con el resultado de que queda olvidado el carácter
puramente especulativo de toda la empresa. Es innecesario decir que esto no es
ciencia sino seudociencia, el desesperado intento de las ciencias sociales y
del comportamiento, en palabras de Noam Chomsky, por imitar las características
superficiales de las ciencias que realmente tienen un significativo contenido
intelectual. Y la más obvia y «más profunda objeción a esta clase de teoría
estratégica no es su limitada utilidad sino su peligro, porque puede
conducirnos a creer que poseemos una comprensión de los acontecimientos y un
control sobre su fluir que no tenemos», como Richard N. Goodwin señaló
recientemente en un artículo que tuvo la rara virtud de detectar el «humor
inconsciente» característico de muchas de estas pomposas teorías seudocientíficas.
Los
acontecimientos, por definición, son hechos que interrumpen el proceso
rutinario y los procedimientos rutinarios; sólo en un mundo en el que nada de
importancia sucediera podrían llegar a ser ciertas las previsiones de los
futurólogos. Las previsiones del futuro no son nada más que proyecciones de
procesos y procedimientos automáticos presentes que sería probable que
sucedieran si los hombres no actuaran y si no ocurriera nada inesperado; cada
acción, para bien y para mal, y cada accidente necesariamente destruyen toda la
trama en cuyo marco se mueve la predicción y donde encuentra su prueba. (La
pasajera observación de Proudhon: «La fecundidad de lo inesperado excede con
mucho a la prudencia del estadista», sigue siendo por fortuna verdadera. Supera
aún más claramente a los cálculos del experto.) Llamar a tales hechos
inesperados, imprevistos e imprevisibles, «hechos de azar» o «últimas boqueadas
del pasado», condenándoles a la irrelevancia o al famoso «basurero de la
Historia»
es el más viejo
truco del oficio; el truco contribuye sin duda a aclarar la teoría, pero al
precio de alejarla más y más de la realidad. El peligro es que estas teorías no
sólo son plausibles porque obtienen su evidencia de las tendencias actualmente
discernibles, sino que, por obra de su consistencia interior, poseen un efecto
hipnótico; adormecen nuestro sentido común, que es nada menos que nuestro
órgano mental para percibir, comprender y tratar a la realidad y a los hechos.
Nadie consagrado a
pensar sobre la Historia y la Política puede permanecer ignorante del enorme
papel que la violencia ha desempeñado siempre en los asuntos humanos, y a
primera vista resulta más que sorprendente que la violencia haya sido
singularizada tan escasas veces para su especial consideración 6.
(En la última edición de la Encyclopedia of the Social Sciences «violencia» ni
siquiera merece una referencia.)
6. Existe desde
luego amplia bibliografía sobre la guerra y las actividades bélicas, pero se
refiere exclusivamente a los instrumentos de la violencia, no a la violencia
como tal.
Esto demuestra hasta qué punto han sido presupuestas y
luego olvidadas la violencia y su arbitrariedad; nadie pone en tela de juicio
ni examina lo
que
resulta completamente obvio. Aquellos que sólo vieron Violencia en los asuntos
humanos, convencidos de que eran «siempre fortuitos, no serios, imprecisos»
(Renan) o que Dios estaba siempre del lado de los batallones más fuertes, no
tuvieron más que decir sobre la violencia o la Historia. Cualquiera que busque
algún tipo de sentido en los relatos del pasado, está casi obligado a ver a la
violencia como un hecho marginal. Tanto si es Clausewitz, denominando a la
guerra «la continuación de la política por otros medios», como si es Engels,
definiendo
a la violencia como el
acelerador del desarrollo económico, siempre se presta relieve a la continuidad
política o económica, a la continuidad de un proceso que permanece determinado
por aquello que precedió a la acción violenta.
Por eso los
estudios de las relaciones internacionales afirmaban hasta hace poco que «es
una máxima que una resolución militar en discordia con las más profundas
fuentes culturales del poder nacional, no podría ser estable», o que, en
palabras de Engels, «dondequiera que la estructura del poder de un país
contradiga su desarrollo económico, es el poder político con sus medios de
violencia el que sufrirá la derrota».
Hoy todas aquellas
antiguas verdades acerca de la relación entre la guerra y la política y sobre
la violencia y el poder se han tornado inaplicables. La segunda guerra mundial
no fue seguida por la paz sino por una guerra fría y por el establecimiento del
complejo militar-industrial-laboral. Hablar de «la prioridad del potencial bélico como principal
fuerza estructuradora en la sociedad», mantener que «los sistemas económicos, las filosofías
políticas y los corporajuris sirven y
extienden el sistema bélico, y no al revés», concluir que «la guerra en sí
misma es el sistema social básico dentro
del cual chocan o conspiran otros
diferentes modos de organización social», parece más plausible que las fórmulas
decimonónicas de Engels o Clausewitz. Aún más concluyente que la simple
inversión propuesta por el anónimo autor de Report from Iron Mountain, en lugar
de ser la guerra «una extensión de la diplomacia (o de la política o de la
prosecución de objetivos económicos)»,
la paz es la continuación de la guerra por otros medios, es el actual
desarrollo de las técnicas bélicas. En palabras del físico ruso Sajarov, «una guerra termonuclear no puede ser
considera da una continuación de la
política por otros me dios (conforme a la fórmula de Clausewitz). Sería un medio
de suicidio universal».
Además sabemos que
«unas pocas armas en unos pocos momentos
podrían
barrer todas las demás fuentes de poder que han sido concebidas
armas biológicas que permitirían a «un pequeño grupo de individuos [...]
alterar el equilibrio estratégico» y que serían lo suficientemente baratas como
para poder ser fabricadas por «naciones incapaces de desarrollar fuerzas
nucleares estratégicas» ll , que «en unos pocos años», los soldados-robots
habrán dejado «completamente anticuados a los soldados humanos» y que,
finalmente, en la guerra convencional los países pobres son mucho menos
vulnerables que las grandes potencias, precisamente porque están
«subdesarrollados», y porque la superioridad técnica puede ser «más riesgo que
ventaja» en las guerras de guerrillas. Lo que estas desagradables novedades
añaden es una completa inversión en las futuras relaciones entre las pequeñas y
grandes potencias.
La cantidad de
violencia a disposición de cualquier país determinado puede muy bien no ser
pronto una indicación fiable de la potencia del país o una fiable garantía
contra la destrucción a manos de un país sustancialmente más pequeño y más débil.
Y esto aporta una ominosa semejanza con uno de los más viejos atisbos de la
ciencia política, el de que el poder no puede ser medido en términos de
riqueza, que una abundancia de riqueza puede erosionar al poder, que las
riquezas son particularmente peligrosas para el poder y el bienestar de las
Repúblicas. -Atisbo que no ha perdido su validez porque haya sido olvidado,
especialmente en esta época en que esa verdad ha adquirido una nueva dimensión
en su validez por tornarse también aplicable al arsenal de la violencia.
Cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el
instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los
asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución. La fuerte retórica
marxista de la Nueva Izquierda coincide con el firme crecimiento de la
convicción enteramente no marxista, proclamada por Mao Tsé-tung, según la cual
«el poder procede del cañón de un arma».
En realidad Marx conocía el papel de la violencia en la Historia pero le
parecía secundario; no era la violencia sino las contradicciones inherentes a
la sociedad antigua lo que provocaba el fin de ésta. La emergencia de una nueva
sociedad era precedida, pero no causada, por violentos estallidos, que él
comparó a los dolores que preceden, pero desde luego no causan, al hecho de un
nacimiento orgánico. De la misma manera consideró al Estado como un instrumento
de violencia en manos de la clase dominante; pero el verdadero poder de la
clase dominante no consistía en la violencia ni descansaba en ésta. Era definido
por el papel que la clase dominante desempeñaba en la sociedad o, más
exactamente, por su papel en el proceso de producción.
Se ha advertido a
menudo, y a veces deplorado, que la Izquierda revolucionaria bajo las
influencias de las enseñanzas de Marx desechara el empleo de los medios
violentos; la «dictadura del proletariado», abiertamente represiva en los
escritos de Marx, se instauraba después de la Revolución y era concebida, como
la dictadura romana, para un período estrictamente limitado. El asesinato
político, excepto en unos pocos casos de terror individual perpetrado por
pequeños grupos de anarquistas, era fundamentalmente la prerrogativa de la
Derecha, mientras que las rebeliones organizadas y armadas seguían siendo
especialidad de los militares. La Izquierda permaneció convencida de que «todas
las conspiraciones no sólo son inútiles sino perjudiciales. [Sabían] muy bien
que las revoluciones no se hacen intencional y arbitrariamente sino que son
siempre y en todas partes resultado necesario de circunstancias enteramente
independientes de la voluntad y guía de los partidos específicos y de las
clases en conjunto».
Al nivel de esta
teoría existen unas pocas excepciones. Georges Sorel, que al comienzo del siglo
trató de combinar el marxismo con la filosofía de Bergson -el resultado, aunque
en un nivel de complejidad mucho más bajo, es curiosamente similar a la actual
amalgama sartriana de existencialismo y marxismo- consideró la lucha de clases
en términos militares; sin embargo, acabó proponiendo nada más violento que el
famoso mito de la huelga general, forma de acción que consideraríamos
perteneciente más bien al arsenal de la política de la no violencia. Hace
cincuenta años incluso esta modesta propuesta le ganó la reputación de ser un
fascista a pesar de su entusiástica aprobación a Lenin y a la Revolución rusa.
Sartre, que en su prólogo a Los miserables de la Tierra de Fanon va mucho más
lejos en su glorificación de la violencia de lo que fue Sorel en sus famosas
Reflexiones sobre la Violencia -más incluso que el mismo Fanon cuya
argumentación pretende llevar a su conclusión- sigue mencionando las «manifestaciones
fascistas de Sorel». Esto muestra hasta qué grado ignora Sartre su básico
desacuerdo con Marx respecto de la violencia, especialmente cuando declara que
la «violencia indomable [...] es el hombre recreándose a sí mismo», y que a
través de la «loca furia» es como «los miserables de la Tierra» pueden «hacerse
hombres». Estas nociones resultan especialmente notables porque la idea del
hombre recreándose a sí mismo se halla estrictamente en la tradición del
pensamiento hegeliano y marxista. Es la verdadera base de todo el humanismo
izquierdista. Pero, según Hegel, el hombre se «produce» a sí mismo a través del
pensamiento, mientras que para Marx, que derribó el «idealismo» de Hegel, es el
trabajo, la forma humana de metabolismo con la naturaleza, el que cumple esta
función. Y aunque pueda afirmarse que todas las nociones relativas a la
recreación del hombre por sí mismo tienen en común una rebelión contra la
verdadera positividad de la condición humana -nada hay más obvio que el hecho
de que el hombre, tanto como miembro de la especie que como individuo, no debe
su existencia a sí mismo- y que por eso lo que Sartre, Marx y Hegel tienen en
común es más relevante que las actividades particulares a través de las cuales
habría surgido este no-hecho, no puede negarse que un foso separa las
actividades esencialmente pacíficas del pensamiento y del trabajo, de los
hechos de la violencia. «Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro
[...] quedan un hombre muerto y un hombre libre» afirma Sartre en su prólogo.
Ésta es una sentencia que Marx jamás podría haber escrito.
He citado a Sartre
para mostrar cómo este nuevo cambio hacia la violencia en el pensamiento de los
revolucionarios puede permanecer inadvertido incluso para uno de sus más
representativos y prominentes portavoces, y ello resulta aún más notable por no
ser una noción abstracta en la historia de las ideas. (Si se derriba la
concepción «idealista» del pensamiento se puede llegar a la concepción
«materialista» del trabajo; jamás se llegará a la noción de violencia.) Sin
duda alguna todo esto posee una lógica propia pero es una lógica que procede de
la experiencia y esta experiencia resulta profundamente desconocida para
cualquier generación anterior.
El pathos y el élan
de la Nueva Izquierda, su credibilidad, por decirlo así, se hallan íntimamente
conectadas al fantástico y suicida desarrollo de las armas modernas; ésta es la
primera generación que ha crecido bajo la sombra de la bomba atómica. Han
heredado de la generación de sus padres la experiencia de una intrusión masiva
de la violencia criminal en la política: supieron en la segunda enseñanza y en
la Universidad de la existencia de los campos de concentración y de exterminio,
del genocidio y de la tortura 18, de las grandes matanzas de
paisanos en guerra, sin las cuales ya no son posibles las operaciones militares
aunque queden restringidas a armas «convencionales».
18. Noam Chomsky advierte
ciertamente entre los motivos para una rebelión abierta «la negativa a ocupar
el lugar propio junto al "buen alemán" al que todos hemos aprendido a
despreciar». Op. cit., p. 368.
Su primera reacción
fue la de una repulsión contra toda forma de violencia, un casi lógico
desposorio con la política de la no violencia. El enorme éxito de este
movimiento, especialmente en el campo de los derechos civiles, fue seguido por
el movimiento de resistencia contra la guerra del Vietnam, que ha continuado
siendo un factor importante en la determinación del clima de opinión en este
país. Pero no es un secreto que las cosas han cambiado desde entonces, que los
adheridos a la no violencia se encuentran a la defensiva y que sería fútil
afirmar que solamente los «extremistas» se aferran a la glorificación de la
violencia y han descubierto, como los campesinos argelinos de Fanon, que «sólo
la violencia renta» 19
19. Frantz Fanon, The Wretched of the Earth (1961 Grove
Press edition, 1968, p. 61. Estoy utilizando esta obra en razón de su
gran influencia sobre la actual generación estudiantil. El mismo Fanon, sin
embargo, se muestra respecto de la violencia mucho más dubitativo que sus
admiradores. Parece si sólo el primer capítulo del libro, «Concerning Violencc»
hubiese sido ampliamente leído. Fanon sabe que la «brutalidad pura y total
[que] , si no es inmediatamente combatida, conduce invariablemente a la derrota
del movimiento al cabo de unas pocas semanas» (p. 147).
Los nuevos militantes han sido denunciados como
anarquistas, nihilistas, fascistas, rojos, nazis y, con una justificación más
considerable, como «ludditas destrozadores de máquinas» 20
20 De Ned Ludd de Leicestershire,
Inglaterra, quien, a comienzos del siglo XIX, encabezó una revuelta para
destrozar las primeras máquinas de la Revolución industrial. (N. del T.)
Los estudiantes han
replicado con eslóganes igualmente desprovistos de significado referentes al
«Estado policial» o al «latente fascismo del postrer capitalismo», y, con una justificación
más considerable, a la «sociedad de consumo»21.
21. El último de estos
epítetos tendría sentido si pretendiera
ser descriptivo. Tras él sin embargo se esconde la ilusión en la
sociedad marxista de productores libres, en la liberación de las fuerzas productivas de la sociedad que ha
sido lograda en realidad no por la revolución sino por la ciencia y la
tecnología. Esta liberación, además) no
se ve acelerada sino seriamente retrasada en todos los países que han pasado
por una revolución. En otras palabras, tras su denuncia del consumo, se alza
la idealización de la producción, y con
ella la antigua adoración de la
productividad y de la creatividad. «El júbilo de la destrucción es un júbilo
creador» -sí, desde luego, si uno cree que el
«júbilo del trabajo» es productivo; la destrucción es el único «trabajo» que resta que puede realizarse con
sencillas herramientas sin la ayuda de máquinas, aunque las máquinas, evidentemente,
realicen esta tarea con mucha más eficacia-.
Su conducta ha sido
atribuida a todo tipo de factores sociales y psicológicos. En América, a la
excesiva tolerancia en su educación y en Alemania y Japón, a la excesiva
autoridad sobre ellos, en Europa oriental a la falta de libertad y en Occidente
a la excesiva libertad, en Francia a la desastrosa falta de empleos para los
estudiantes de sociología y en Estados
Unidos a la superabundancia de salidas
para todas las carreras -todo lo cual parece suficientemente plausible a
escala local pero se contra dice claramente con el hecho de que la rebelión
estudiantil es un fenómeno global-. Parece descartado un común denominador social del
movimiento, pero lo cierto es que esta
generación parece en todas partes caracterizada por su puro coraje, por
una sorprendente voluntad de acción y
por una no menos sorprendente confianza en la posibilidad de cambios. Mas estas
cualidades no son causas y si uno pregunta qué es lo que ha producido esta
evolución completamente inesperada en las universidades de todo el mundo parece
absurdo ignorar el factor más obvio y quizá más potente, para el cual no existe
precedente y analogía -el simple hecho de que el «progreso» tecnológico está
conduciendo en muchos casos directamente al desastre; que las ciencias
enseñadas y aprendidas por esta generación no parecen capaces de deshacer las
desastrosas consecuencias de su propia tecnología sino que han alcanzado una
fase en su desarrollo en la que «no hay una maldita cosa que hacer que no pueda
ser dedicada a la guerra». (En realidad nada resulta más importante para la
integridad de las universidades -que, según ha afirmado el senador Fulbright,
han traicionado la confianza pública al tornarse dependientes de los proyectos
de investigaciones patrocinados por el Gobierno- como un divorcio rigurosamente
ejercido respecto de la investigación orientada hacia la guerra y de todas las
empresas conexas; pero sería ingenuo esperar que este paso modificara la
naturaleza de la ciencia moderna o estorbara el esfuerzo bélico e ingenuo;
también sería negar que la limitación resultante puede muy bien conducir a una
reducción del nivel universitario. A lo único que este divorcio no conduciría
probablemente sería a una retirada general de los fondos federales; porque,
como señaló recientemente Jerome Lettwin, del Instituto Tecnológico de
Massachusetts, «El Gobierno no puede permitirse no ayudarnos» -de la misma
manera que las universidades no pueden permitirse el no aceptar fondos
federales; pero esto no significa tampoco que «deban aprender a esterilizar su apoyo
financiero»
posible tarea a la
vista del enorme aumento de poder de las universidades en las sociedades
modernas—. En suma, la proliferación aparentemente irresistible de técnicas y
de máquinas, en vez de amenazar solamente con el desempleo a ciertas clases,
amenaza la existencia de naciones enteras y, concebiblemente, de toda la
Humanidad.)
Es sólo natural que
la nueva generación sea más consciente que los de «más de treinta años» de la
posibilidad de la catástrofe. No porque sean más jóvenes sino porque ésta ha
sido su primera experiencia decisiva en el mundo. (Lo que para nosotros son
«problemas» se trata de cuestiones «construidas en la carne y en la sangre de
los jóvenes»). Si uno formula a un miembro de esa generación dos sencillas
preguntas: «¿Cómo quieres que sea el mundo dentro de cincuenta años?», y «¿cómo
quieres que sea tu vida dentro de cinco años?», las respuestas vienen a menudo
precedidas de un «con tal de que todavía haya mundo» y de un «con tal de que yo
siga vivo». En palabras de George Wald, «Con lo que nos enfrentamos es con una
generación que no está por ningún medio segura de poseer un futuro»29. Porque
el futuro, como Spender lo expresó, es «como una enterrada bomba de relojería,
que hace tic-tac en el presente». A la pregunta a menudo oída: ¿Quiénes
son los de la nueva generación?, se siente la tentación de responder,
los que oyen el tic-tac. Y a la otra pregunta ¿Quiénes son los que les niegan
profundamente?, la respuesta puede ser los que no saben, los que no conocen los
hechos o se niegan a enfrentarse con ellos tal como son.
La rebelión estudiantil es un fenómeno
global pero sus manifestaciones, desde luego, varían considerablemente de país
a país, a menudo de universidad a universidad. Esto es especialmente cierto por
lo que se refiere a la práctica de la violencia. La violencia ha seguido siendo
fundamentalmente una cuestión de teoría y retórica donde el choque entre
generaciones no ha coincidido con un choque entre tangibles intereses de grupo.
Así sucedió especialmente en Alemania donde los claustros de profesores se beneficiaban
del abarrotamiento de clases y seminarios.
En América, el
movimiento estudiantil resultó seriamente radicalizado allí donde la policía y
la brutalidad de la policía intervinieron en manifestaciones esencialmente no
violentas: ocupación de edificios de la administración, sentadas, etc. La
violencia seria entró sólo en escena con la aparición del Black Power en el
campus. Los estudiantes negros, la mayoría de los cuales habían sido admitidos
sin la necesaria aptitud académica, se consideraron y se organizaron como un
grupo de intereses, representantes de la comunidad negra. Su interés consistía
en reducir los niveles académicos. Se mostraron más prudentes que los rebeldes
blancos pero desde un principio resultó claro, aun antes de los incidentes de
la Universidad Cornell y del City College de Nueva York, que, con ellos, la
violencia no era cuestión de teoría y retórica.
Además, mientras la
rebelión estudiantil en los países occidentales no puede encontrar en parte
alguna apoyo popular fuera de las universidades y, como norma, halla una
violenta hostilidad en el momento en que recurre a medios violentos, una gran
minoría de la comunidad negra apoya la violencia verbal o real de los
estudiantes negros. La violencia negra puede comprenderse en analogía con la
violencia laboral en la América de hace una generación. Y, aunque por lo que yo
sé, sólo Staughton Lynd ha trazado explícitamente la analogía entre los
disturbios laborales y la rebelión estudiantil, parece que el establishment
académico, en su curiosa tendencia a condescender con más facilidad ante las
demandas de los negros, aun si son estúpidas y perjudiciales, que ante las
desinteresadas y habitualmente elevadas reivindicaciones morales de los
rebeldes blancos, piensa también en esos términos y se encuentra más a gusto
cuando se enfrenta con intereses más violencia que cuando es una cuestión de
«democracia participativa» no violenta.
La condescendencia
de las autoridades universitarias a las demandas negras ha sido explicada a
menudo por los «sentimientos de culpabilidad» de la comunidad blanca; creo que
es más probable que las universidades, así como los administradores y los
consejos de síndicos, sean a medias conscientes de la obvia verdad de una
conclusión del documento oficial Report on Violence in America: «La fuerza y la
violencia son probablemente técnicas eficaces de control social y de persuasión
cuando disfrutan de un completo apoyo popular».
La nueva e
innegable glorificación de la violencia por el movimiento estudiantil tiene una
curiosa peculiaridad: mientras la retórica de los nuevos militantes se halla
claramente inspirada por Fanon, sus argumentos teóricos contienen habitualmente
nada más que un batiburrillo de residuos marxistas. Y esto resulta además
completamente desconcertante para cualquiera que haya leído a Marx o a Engels.
¿Quién podría
denominar marxista a una ideología que ha puesto su fe en los «gandules sin
clase», que cree que «en el lumpenproletariado hallará la rebelión su
vanguardia» y que confía en que los «gánsters iluminarán el camino al
pueblo»?34 . Sartre, con su gran fortuna para las palabras, ha proporcionado
expresión a la nueva fe. «La violencia», cree ahora basándose en el libro de
Fanon, «como la lanza de Aquiles, puede curar las heridas que ha infligido». Si
esto fuera cierto, la venganza sería una panacea para la mayoría de nuestros
males. Este mito es más abstracto, está más apartado de la realidad que el mito
de Sorel relativo a la huelga general. Está a la par con los peores excesos
retóricos de Fanon, tales como el de que «es preferible el hambre con dignidad
al pan comido en la esclavitud». No son necesarias historia o teoría algunas
para refutar esta declaración; el más superficial observador de los procesos
que experimenta el cuerpo humano sabe que no es cierto. Pero si hubiese dicho
que el pan comido con dignidad era preferible al pastel comido en la esclavitud
la nota retórica se habría perdido.
Leyendo estas
irresponsables y grandiosas declaraciones —y las que yo he citado son muy
representativas, exceptuando que Fanon consigue permanecer más cerca de la
realidad que la mayoría de ellos— y observándolas en la perspectiva de lo que
sabemos sobre la Historia de las rebeliones y las revoluciones se siente la
tentación de negar su significado, de adscribirlas a una moda pasajera o a la
ignorancia y nobleza del sentimiento de quienes se ven expuestos a
acontecimientos y evoluciones sin precedentes, sin medios para abordarlos
mentalmente y que reviven curiosamente pensamientos y emociones de los que Marx
había esperado liberar a la revolución de una vez por todas. ¿Quién ha llegado
siquiera a dudar del sueño de la violencia, de que los oprimidos «sueñan al
menos una vez» en colocarse en el lugar de los opresores, que el pobre sueña
con las propiedades del rico, que los perseguidos sueñan con intercambiar «el
papel de la presa por el del cazador» y el final del reinado donde «los últimos
serán los primeros, y los primeros los últi La realidad como la ve Marx, es que
los sueños jamás llegan a ser ciertos 36. La rareza de las rebeliones de
esclavos y de las revueltas de los desheredados y oprimidos resulta notoria; en
las pocas ocasiones en que se produjeron fue precisamente una «loca furia» la
que convirtió todos los sueños en pesadillas. En ningún caso, por lo que yo sé,
ha sido la fuerza de estos estallidos «volcánicos», en palabra de Sartre,
«igual a la presión ejercida sobre ellos». Identificar a los movimientos de
liberación nacional con tales estallidos es profetizar su ruina, completamente
al margen del hecho de que esa improbable victoria no determinaría un cambio en
el mundo (o en el sistema) sino sólo en las personas. Pensar, finalmente, que
existe algo semejante a una «Unidad del Tercer Mundo», al que podría dirigirse
el nuevo eslogan de la era de la descolonización «Nativos de todos los países
subdesarrollados, uníos» (Sartre) es repetir las peores ilusiones de Marx a una
escala aún más grande y con una menos considerable justificación. El Tercer
Mundo no es una realidad sino una ideología. 37
37. Los estudiantes,
entre las dos superpotencias e igualmente desilusionados del Este y del Oeste,
«inevitablemente anhelan una tercera ideología, desde la de la China de Mao a
la de la Cuba de Castro». Sus apelaciones a Mao, Castro, Che Guevara y Ho Chi
Minh son como conjuros seudorreligiosos y salvadores de otro mundo; también
apelarían a Tito si Yugoslavia estuviera más lejana y si su ideología resultara
menos próxima. Es diferente el caso del movimiento del Black Power; su
compromiso ideológico con una inexistente «unidad del 'Tercer Mundo» no es puro
desatino romántico. Ellos tienen un interés obvio en la dicotomía negro-blanco;
esto también es, desde luego, simple escapismo, una escapada a un mundo soñado
en el que los negros constituirían una abrumadora mayoría de la población del
mundo.
Sigue cabiendo
preguntarse por qué tantos de los nuevos predicadores de la violencia no son
conscientes de su decisivo desacuerdo con las enseñanzas de Karl Marx o, por
decirlo de otra manera, por qué se aferran con tal testarudez a conceptos y
doctrinas que no solamente se han visto refutados por la evolución de los
hechos sino que son claramente incompatibles con su propia política. El único
eslogan positivo que el nuevo movimiento ha subrayado, la reivindicación de la
«democracia participativa» que ha tenido eco en todo el mundo y que constituye
el más significativo denominador común de las rebeliones en el este y en el
oeste, procede de lo mejor de la tradición revolucionaria -el sistema de
consejos, el siempre derrotado pero único fruto auténtico de cada revolución del
siglo XVIII-. Mas no puede hallarse ninguna referencia a este objetivo ni en
las palabras ni en la sustancia de las enseñanzas de Marx y de Lenin; ambos
apuntaban por el contrario a una sociedad en la que la necesidad de una acción
pública y de la participación en los asuntos públicos se «esfumarían»38
junto con el Estado.
38. Parece como si pudiera acusarse a
Marx y a Lenin de una contradicción semejante. ¿Acaso no glorificó Marx a la
Comuna de París de 1871 y acaso no deseaba Lenin dar «todo el poder a los
soviets»? Pero para Marx la Comuna era sólo un órgano transitorio de la acción
revolucionaria, «una palanca para desarraigar las bases económicas de [...] la
clase dominante», que Engels certeramente identificó con la también transitoria
«dictadura del Proletariado». (El caso de Lenin es más complicado. Pero fue
Lenin quien castró a los soviets y dio todo el poder al Partido.
Por obra de una
curiosa timidez en cuestiones teóricas, en curioso contraste con su valor en la
práctica, el eslogan de la Nueva Izquierda, ha permanecido en una fase
declamatoria y ha sido invocado más que inarticuladamente contra la democracia
representativa occidental (que se halla a punto de perder incluso su función
simplemente representativa por obra de las maquinarias de los grandes partidos,
que «representan» no a los afiliados sino a sus funcionarios) y contra las
burocracias monopartidistas orientales que descartan la participación como
principio.
Aún más
sorprendente en esta curiosa lealtad al pasado es la aparente ignorancia de la
Nueva Izquierda del grado en que el carácter moral de la rebelión -ahora un
hecho completamente reconocido 39- choca con su retórica
marxista.
39. «Su idea revolucionaria», como declara
Spender «es la pasión moral». Noam Chomsky cita realidades: «El hecho es que la
mayoría del millar de tarjetas de alistamiento y de otros documentos devueltos
al Departamento de Justicia el 20 de octubre (de 1967) procedían de hombres que
podían escapar al servicio militar pero que insistían en compartir la suerte de
quienes eran menos privilegiados.» Lo mismo puede decirse de las manifestaciones
de los resistentes al alistamiento y de las sentadas en universidades y otros
centros de enseñanza superior. La situación en otros países es similar. Der
Spiegel describe, por ejemplo, las frustrantes y a menudo humillantes
condiciones de los ayudantes de investigación en Alemania. Siempre es la misma
historia: los grupos de intereses no se unen a los rebeldes.
Nada, desde luego,
en el movimiento es más sorprendente que su desinterés; Peter Steinfels, en un
notable artículo sobre la «Revolución francesa de 1968» publicado en Commonwealth
tenía toda la razón cuando escribió: «Péguy podría haber sido patrono apropiado
de la revolución cultural, con su desprecio por el mandarinato de la Sorbona
[y] su fórmula, "La revolución social será moral o no será.»
En realidad, todo
movimiento revolucionario ha sido dirigido por revolucionarios que se veían impulsados
por la compasión o por una pasión por la justicia, y esto, desde luego, es
también cierto por lo que se refiere a Marx o a Lenin. Pero Marx, como sabemos,
había marcado efectivamente como «tabús» tales emociones -si hoy el establishment
despacha los argumentos morales como «sentimentalismo», está mucho más cerca de
la ideología marxista que los rebeldes- y resolvió el problema de los
dirigentes «desinteresados» con la noción de la vanguardia de la Humanidad, que
encarna los intereses últimos de la Historia humana .
Pero, primeramente
habían de defender los intereses realistas y nada teóricos de la clase
trabajadora e identificarse con ellos; solamente esto les proporcionaba una
firme base fuera de su grupo. Y esto es, precisamente, lo que les ha faltado
desde el comienzo a los rebeldes modernos y lo que han sido incapaces de hallar
fuera de las universidades a pesar de su desesperada búsqueda. Es
característica la hostilidad de los trabajadores de todo el mundo a este movimiento
41 y en los Estados Unidos el completo colapso de cualquier
cooperación con el movimiento del Black Power, cuyos estudiantes se hallan más
firmemente enraizados en su propia comunidad y
por eso disfrutan de una mejor posición para negociar en las
universidades, ha constituido la más amarga decepción para los rebeldes
blancos.
41. Checoslovaquia
parece ser una excepción. Sin embargo, el movimiento de reforma por el que
lucharon en primera fila los estudiantes fue apoyado por toda la nación, sin
ninguna distinción de clases. Hablando en términos marxistas los estudiantes
checoslovacos, y probablemente los de todos los países del Este, tienen un
apoyo excesivo, mejor que escaso, de la comunidad, para encajar en el esquema
de Marx.
(Cuestión muy
distinta es la de que les resulte conveniente a los miembros del Black Power
negarse a desempeñar el papel del proletariado respecto de líderes
«desinteresados» de diferente color). No es, por eso, sorprendente que en
Alemania, antigua cuna del movimiento juvenil, un grupo de estudiantes proponga
ahora enrolar en sus filas a «todos los grupos juveniles organizados». Resulta
obvio lo absurdo de esta propuesta.
No estoy segura de
que llegue eventualmente a hacerse evidente la explicación de estas contradicciones;
pero sospecho que la razón profunda de esta lealtad a una doctrina típicamente
decimonónica tiene algo que ver con el concepto de Progreso, con una
repugnancia a apartarse de una noción que solía unir al Liberalismo, el
Socialismo y el Comunismo en la «Izquierda», pero que en parte alguna alcanzó
el nivel de plausibilidad y complejidad que hallamos en los escritos de Karl
Marx. (Las contradicciones han sido siempre el talón de Aquiles del pensamiento
liberal; combinaba una firme lealtad al Progreso con una no menos estricta
negativa a glorificar la Historia en términos marxistas y hegelianos, que eran
los únicos que podían justificar y garantizar ese Progreso.)
La noción de que
existiera algo semejante a un progreso de la Humanidad en su totalidad era
desconocida antes del siglo XVII, evolucionó hasta transformarse en opinión
corriente entre los hommes de lettres del siglo y se convirtió en un dogma casi
universalmente aceptado durante el siglo XIX. Pero la diferencia entre las
primitivas nociones y la de su última fase es decisiva. El siglo XVII, en este
aspecto especialmente representado por Pascal y Fontenelle, pensaba en el
progreso como en una acumulación de conocimientos a través de los siglos,
mientras que para el siglo XVIII la palabra implicaba una «educación de la
Humanidad» cuyo final coincidiría con la llegada del hombre a la mayoría de
edad. El Progreso no era ilimitado y la sociedad sin clases marxista
considerada como el reino de la libertad que podría ser el final de la Historia
-interpretada a menudo como una secularización de la escatología cristiana o
del mesianismo judío- lleva todavía la marca distintiva de la Época de la
Ilustración. Al comienzo del siglo XIX, sin embargo, tales limitaciones
desaparecieron. Entonces, en palabra de Proudhon, el movimiento es «sólo las
leyes del movimiento son eternas». Este movimiento no tiene ni principio ni fin,
Por lo que se refiere al hombre, todo lo
que podemos decir es que «hemos nacido perfectibles pero nunca seremos
perfectos». La idea de Marx, tomada de Hegel,
según la cual cada sociedad antigua alberga en su seno las semillas de sus sucesores de la
misma manera que cada organismo vivo lleva en sí las semillas de su futura
prole es, desde luego, no sólo la más ingeniosa sino también la única garantía
conceptual posible para la sempiterna continuidad del progreso en la Historia;
y como se supone que el movimiento del progreso surge de los choques entre
fuerzas antagónicas, es posible interpretar cada «regreso» como un retroceso
necesario pero temporal.
En realidad una
garantía que en su análisis final descansa en poco más que una metáfora no es
la más sólida base para construir sobre ella una doctrina, pero,
desgraciadamente, éste es un fallo que el marxismo comparte con muchas otras
grandes doctrinas filosóficas. Su gran ventaja se pone de relieve cuando se le
compara con otros conceptos de la Historia -tales como el de las «eternas
repeticiones», el de la aparición y caída de los imperios, el de la secuencia
fortuita de acontecimientos no relacionados entre sí- todos los cuales pueden
ser igualmente documentados y justificados pero ninguno de los cuales
garantizará un continuum de tiempo lineal y un continuo progreso en la
Historia. Y el único competidor en este terreno, la antigua noción de una
primitiva Edad de Oro, de la que se deriva todo lo demás, implica la
desagradable certidumbre de un continuo declive.
Desde luego existen
unos pocos melancólicos efectos marginales en la tranquilizadora idea de que
sólo necesitamos marchar hacia el futuro, de que no podemos dejar de contribuir
de cualquier modo al hallazgo de un mundo mejor. En primer lugar existe el
simple hecho de que el futuro general de la Humanidad nada tenga que ofrecer a
la vida individual, cuyo único futuro cierto es la muerte. Y si se prescinde de
esto y se piensa solamente en generalidades, existe el argumento obvio contra
el progreso según el cual, en palabras de Herzen, «El desarrollo
humano es una forma de deslealtad cronológica, dado que los últimos en llegar
son capaces de beneficiarse del trabajo de sus predecesores sin pagar el mismo
precio». En palabras de Kant, que «Será siempre asombroso [...] que las
generaciones primitivas parezcan sufrir el peso de una tarea, sólo en beneficio
de las generaciones posteriores [...] y de que solamente las últimas tendrán la
buena fortuna de habitar en el edificio [terminado]».
Sin embargo, estas
desventajas que sólo rara vez son advertidas, resultan sobrepujadas por una
enorme ventaja: la de que el progreso no sólo explica el pasado sin romper el
continuum temporal sino que puede servir
como guía de actuación en el futuro. Esto
fue lo que descubrió Marx cuando invirtió el
pensamiento de Hegel; cambió la dirección de la mirada del historiador;
en vez de observar al pasado, él podía mirar ahora confiadamente hacia el
futuro. El Progreso proporciona una respuesta a la inquietante pregunta ¿Y qué
haremos ahora? En su más bajo nivel, la respuesta señala: Vamos a trocar lo que
tenemos en algo mejor, más grande, etc. (La fe, a primera vista irracional, de
los liberales en el desarrollo, tan característica de todas nuestras actuales teorías
políticas y económicas, depende de esta noción.) En un nivel más complejo de la
Izquierda la respuesta nos indica que desarrollemos las contradicciones
presentes en su síntesis inherente. En cualquier caso, tenemos la seguridad de
que no puede suceder nada nuevo, y totalmente inesperado, nada que no sean los
resultados «necesarios» de lo que ya conocemos". Cuán tranquilizador es,
en palabras de Hegel, que «nada surgirá sino lo que esté ya allí».
No necesito añadir
que todas nuestras experiencias en este siglo, que nos ha enfrentado siempre
con lo totalmente inesperado, se hallan en flagrante contradicción con estas
nociones y doctrinas, cuya popularidad parece debida al hecho de que ofrecen un
refugio confortable, especulativo o seudocientífico, fuera de la realidad. Una
rebelión estudiantil casi exclusivamente inspirada por consideraciones morales
constituye, desde luego, uno de los acontecimientos totalmente imprevistos de
este siglo. Esta generación, formada casi exclusivamente como las que le
precedieron en los diferentes tipos de teorías políticas y sociales que la
impulsaban a reclamar su «parte del pastel», nos ha enseñado una lección sobre
la manipulación o, mejor dicho, sobre sus límites, que haríamos bien en no
olvidar. Los hombres pueden ser «manipulados» a través de la coacción física,
de la tortura o del hambre, y es posible formar arbitrariamente sus opiniones
mediante una deliberada y organizada aportación de noticias falsas, pero no lo
es en una sociedad libre mediante «persuasores ocultos», la televisión, la
publicidad y cualesquiera otros medios psicológicos. La refutación de una
teoría por la realidad ha sido siempre, en el mejor de los casos, una tarea
larga y precaria. Los adictos a la manipulación, los que la temen indebidamente
como quienes en ella ponen sus esperanzas difícilmente advierten cuándo vuelven
los pollos al gallinero. (Uno de los mejores ejemplos del estallido de una
teoría conducida al absurdo tuvo lugar durante los recientes disturbios del
«Parque del Pueblo» en Berkeley. Cuando la policía y la Guardia Nacional
atacaron a la bayoneta y con gases lanzados desde helicópteros a los desarmados
estudiantes -pocos de los cuales «habían lanzado algo más peligroso que
epítetos»-, algunos soldados de la Guardia Nacional fraternizaron abiertamente
con sus «enemigos» y uno de ellos arrojó sus armas afirmando: «No puedo
resistirlo más» ¿Qué es lo que sucedió? En la época ilustrada en que vivimos,
esta conducta sólo podía ser justificada por la locura: «fue sometido a un
examen psiquiátrico [y] se diagnosticó que padecía a consecuencia de agresiones.
El progreso, en
realidad, es el más serio y complejo artículo ofrecido en la tómbola de
supersticiones de nuestra época. La irracional creencia decimonónica en el
progreso ilimitado ha encontrado una aceptación universal principalmente por obra
del sorprendente desarrollo de las ciencias naturales, que, desde el comienzo
de la Edad Moderna, han sido ciencias «universales» y que, por eso, podían
mirar hacia adelante y contemplar una tarea inacabable en la exploración de la
inmensidad del Universo. No es en absoluto cierto que la ciencia, aunque ya no limitada
por la finitud de la Tierra y de su naturaleza, esté sujeta a un inacabable
progreso; resulta por definición obvio que la investigación estrictamente
científica en Humanidades, la llamada Geisteswissenschaften, que se
relaciona con los productos del espíritu humano, debe tener un final. La
incesante e insensata demanda de saber original en muchos campos donde ahora
sólo es posible la erudición, ha conducido, bien a la pura irrelevancia, el
famoso conocer cada vez más acerca de cada vez menos, bien al desarrollo de un seudosaber
que actualmente destruye su objeto.
Vale la pena
señalar que la rebelión de los jóvenes, hasta el grado en que no se encuentra
sólo moral o políticamente motivada, se haya dirigido principalmente contra la
glorificación del saber y de la ciencia, los cuales, aunque por diferentes
razones, han quedado, en su opinión, gravemente comprometidos. Y es cierto que
no resulta en absoluto imposible que hayamos llegado en ambos casos a un punto
de inflexión, al punto de retorno destructivo. Porque no sólo ha dejado de
coincidir el progreso de la ciencia con el progreso de la Humanidad (cualquiera
que sea lo que esto pueda significar) sino que ha llegado a entrañar el fin de
la Humanidad, de la misma manera que el progreso del saber puede acabar muy
bien con la destrucción de todo lo que ha hecho valioso a ese saber. En otras
palabras, e] progreso puede no servir ya como la medida con la que estimar los
progresos de cambio desastrosamente rápidos que hemos dejado desencadenar.
Como lo que nos
interesa fundamentalmente es la violencia debo prevenir aquí contra la tentación
de una falsa interpretación. Si consideramos a la Historia en términos de un
continuo proceso cronológico, cuyo progreso es inevitable, la violencia, en
forma de guerras y revoluciones puede presentarse como la única interrupción
posible. Si esto fuera cierto, si sólo el ejercicio de la violencia hiciera
posible la interrupción de procesos automáticos en el dominio de los asuntos
humanos, los predicadores de la violencia habrían conseguido una importante
victoria. (Teóricamente, por lo que yo sé, esta victoria nunca ha sido lograda,
pero me parece indiscutible que las quebrantadoras actividades estudiantiles de
los últimos años se hallan basadas en esta convicción.) Es función, sin
embargo, de toda acción, a diferencia del simple comportamiento, interrumpir lo
que de otra manera se hubiera producido automáticamente y, por eso,
previsiblemente.
Contra el fondo de
estas experiencias me propongo suscitar ahora la cuestión de la violencia en el
terreno político. No es fácil; lo que Sorel escribió hace sesenta años, «los
problemas de la violencia siguen siendo muy oscuros» l es tan cierto ahora como
lo era entonces. He mencionado la repugnancia general a tratar a la violencia
como a un fenómeno por derecho propio y debo ahora precisar esta afirmación. Si
comenzamos una discusión sobre el fenómeno del poder» descubrimos pronto que
existe un acuerdo entre todos los teóricos políticos, de la Izquierda a la
Derecha, según el cual la violencia no es sino la más flagrante manifestación
de poder. «Toda la política es una lucha por el poder; el último género de
poder es la violencia», ha dicho C. Wright Mills, haciéndose eco de la
definición del Estado de Max Weber: «El dominio de los hombres sobre los
hombres basado en los medios de la violencia legitimada, es decir,
supuestamente legitimada»2. Esta coincidencia resulta muy extraña, porque
equiparar el poder político con «la organización de la violencia» sólo tiene
sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión
de la clase dominante. Vamos por eso a estudiar a los autores que no creen que
el cuerpo político, sus leyes e instituciones, sean simplemente
superestructuras coactivas, manifestaciones secundarias de fuerzas subyacentes.
Vamos a estudiar, por ejemplo, a Bertrand de Jouvenel, cuyo libro Sobre el
poder es quizá el más prestigioso y, en cualquier caso, el más interesante de
los tratados recientes sobre el tema. «Para quien —escribe—, contempla el
despliegue de las épocas la guerra se presenta a sí misma como una actividad de
los Estados que pertenece a su esencia". Esto puede inducirnos a preguntar
si el final de la actividad bélica significaría el final de los Estados.
¿Acarrearía la desaparición de la violencia, en las relaciones entre los
Estados, el final del poder?
La respuesta,
parece, dependerá de lo que entendamos por poder. Y el poder resulta ser un
instrumento de mando mientras que el mando, nos han dicho, debe su existencia
«al instinto de dominación»4. Recordamos inmediatamente lo que Sartre afirmaba
sobre la violencia cuando leemos en Jouvenel que «un hombre se siente más
hombre cuando se impone a sí mismo y convierte a otros en instrumentos de su
voluntad», lo que le proporciona «incomparable placer». «El poder -decía
Voltaire- consiste en hacer que otros actúen como yo decida»; está presente
cuando yo tengo la posibilidad «de afirmar mi propia voluntad contra la
resistencia» de los demás, dice Max Weber, recordándonos la definición de
Clausewitz de la guerra como «un acto de violencia para obligar al oponente a
hacer lo que queremos que haga». El término, como ha dicho Strausz-Hupé,
significa «el poder del hombre sobre el hombre»6. Volviendo a Jouvenel, es
«Mandar y ser obedecido: sin lo cual no hay Poder, y no precisa de ningún otro
atributo para existir [...] La cosa sin la cual no puede ser: que la esencia es
el mando»**.
** Escojo mis
ejemplos al azar dado que difícilmente importa el autor que se elija. Sólo
ocasionalmente se puede escuchar una voz que disiente. Así, R. M. Mclver
declara: «El poder coactivo es un criterio del Estado pero no constituye su
esencia [...] Es cierto que no existe Estado allí donde no hay una fuerza
abrumadora [ ...l Pero el ejercicio de la fuerza no hace un Estado». Puede
advertirse cuán fuerte es esta tradición en. los intentos de Rousseau para
escapar a ella. Buscando un Gobierno de no-dominación, no halla nada mejor que
une forma de asociación.
Si la esencia del
poder es la eficacia del mando, entonces no hay poder más grande que el que emana
del cañón de un arma, y sería difícil decir en «qué forma difiere la orden dada
por un policía de la orden dada por un pistolero». (Son citas de la importante
obra The Notion of the State, de Alexandre Passerin d'Entràves, el único autor
que yo conozco que es consciente de la importancia de la distinción entre
violencia y poder. «Tenemos que decidir si, y en qué sentido, puede el
"poder') distinguirse de la (fuerza para averiguar cómo el hecho de
utilizar la fuerza conforme a la ley cambia la calidad de la fuerza en sí misma
y nos presenta una imagen enteramente diferente de las relaciones humanas»,
dado que la «fuerza, por el simple hecho de ser calificada, deja de ser
fuerza».
Pero ni siquiera
esta distinción, con mucho la más compleja y meditada de las que caben hallarse
sobre el tema, alcanza a la raíz del tema. El poder, en el concepto de Passerin
d'Entràves, es una fuerza «calificada» o «institucionalizada». En otras
palabras, mientras los autores más arriba citados definen a la violencia como
la más flamante manifestación de poder, Passerin d'Entràves define al poder
como un tipo de violencia mitigada. En su análisis final llega a los mismos
resultados). ¿Deben coincidir todos los autores, de la Derecha a la Izquierda,
de Bertrand de Jouvenel a Mao Tsé-tung en un punto tan básico de la filosofía
política como es la naturaleza del poder?
En términos de
nuestras tradiciones de pensamiento político estas definiciones tienen mucho a
su favor. No sólo se derivan de la antigua noción del poder absoluto que
acompañó a la aparición de la Nación-Estado soberana europea, cuyos primeros y
más importantes portavoces fueron Jean Bodin, en la Francia del siglo XX], y
Thomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII, sino que también coinciden con
los términos empleados desde la antigüedad griega para definir las formas de
gobierno como el dominio del hombre sobre el hombre -de uno o de unos pocos en
la monarquía y en la oligarquía, de los mejores o de muchos en la aristocracia
y en la democracia-.
Hoy debemos añadir
la última y quizá más formidable forma de semejante dominio: la burocracia o
dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsables
a los hombres, ni a uno ni a los mejores, ni a pocos ni a muchos, y que podría
ser adecuadamente definida como el dominio de Nadie. (Si, conforme el
pensamiento político tradicional, identificamos la tiranía como el Gobierno que
no está obligado a dar cuenta de sí mismo, el dominio de Nadie es claramente el
más tiránico de todos, pues no existe precisamente nadie al que pueda
preguntarse por lo que se está haciendo. Es este estado de cosas, que hace
imposible la localización de la responsabilidad y la identificación del
enemigo, una de las causas más poderosas de la actual y rebelde intranquilidad
difundida por todo el mundo, de su caótica naturaleza y de su peligrosa
tendencia a escapar a todo control, al enloquecimiento.)
Además, este
antiguo vocabulario es extrañamente confirmado y fortificado por la adición de
la tradición hebreo-cristiana y de su «imperativo concepto de la ley». Este
concepto no fue inventado por «políticos realistas» sino que es más bien el
resultado de una generalización muy anterior y casi automática de los
«Mandamientos» de Dios, según la cual «la simple relación del mando y de la
obediencia» bastaba para identificar la esencia de la ley. Finalmente,
convicciones científicas y filosóficas más modernas respecto de la naturaleza
del hombre han reforzado aún más estas tradiciones legales y políticas. Los
abundantes y recientes descubrimientos de un instinto innato de dominación y de
una innata agresividad del animal humano fueron precedidos por declaraciones
filosóficas muy similares.
Según John Stuart
Mill, «la primera lección de civilización [es] la de la obediencia», y él habla
de «los dos estados de inclinaciones [...] una es el deseo de ejercer poder
sobre los demás; la otra [...] la aversión a que el poder sea ejercido sobre
uno mismo». Si confiáramos en nuestras propias experiencias sobre estas
cuestiones, deberíamos saber que el instinto de sumisión, un ardiente deseo de
obedecer y de ser dominado por un hombre fuerte, es por lo menos tan prominente
en la psicología humana como el deseo de poder, y, políticamente, resulta quizá
más relevante. El antiguo adagio «Cuán apto es para mandar quien puede tan bien
obedecer», que en diferentes versiones ha sido conocido en todos los siglos y
en todas las naciones puede denotar una verdad psicológica: la de que la
voluntad de poder y la voluntad de
sumisión se hallan interconectadas. La «pronta sumisión a la tiranía», por
emplear una vez más las palabras de Mill, no está en manera alguna siempre
causada por una «extremada pasividad». Recíprocamente, una fuerte aversión a
obedecer viene acompañada a menudo por una aversión igualmente fuerte a dominar
y a mandar. Históricamente hablando, la antigua institución de la economía de
la esclavitud sería inexplicable sobre la base de la psicología de Mill. Su fin
expreso era liberar a los ciudadanos de la carga de los asuntos domésticos y
permitirles participar en la vida pública de la comunidad, donde todos eran
iguales; si fuera cierto que nada es más agradable que dar órdenes y dominar a
otros, cada dueño de una casa jamás habría abandonado su hogar.
Sin embargo, existe
otra tradición y otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados por
el tiempo. Cuando la Ciudad-Estado ateniense llamó a su constitución una
isonomía o cuando los romanos hablaban de la civitas como de su forma de
gobierno, pensaban en un concepto del poder y de la ley cuya esencia no se
basaba en la relación mando-obediencia. Hacia estos ejemplos se volvieron los
hombres de las revoluciones del siglo XVIII cuando escudriñaron los archivos de
la antigüedad y constituyeron una forma de gobierno, una república, en la que
el dominio de la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio
del hombre sobre el hombre, al que consideraron un «gobierno adecuado para
esclavos».
También ellos,
desgraciadamente, continuaron hablando de obediencia: obediencia a las leyes en
vez de a los hombres; pero lo que querían significar realmente era el apoyo a las
leyes a las que la ciudadanía había otorgado su consentimiento. Semejante apoyo
nunca es indiscutible y por lo que a su formalidad se refiere jamás puede
compararse con la «indiscutible obediencia» que puede exigir un acto de
violencia -la obediencia con la que puede contar un delincuente cuando me
arrebata la cartera con la ayuda de un cuchillo o cuando roba a un banco con la
ayuda de una pistola-. Es el apoyo del pueblo el que presta poder a las
instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la prolongación del
asentimiento que, para empezar, determinó la existencia de las leyes. Se supone
que bajo las condiciones de un Gobierno representativo el pueblo domina a
quienes le gobiernan. Todas las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones
de poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja
de apoyarlas. Esto es lo que Madison quería significar cuando decía que «todos
los Gobiernos descansan en la opinión» no menos cierta para las diferentes formas
de monarquía como para las democracias («Suponer que el dominio de la mayoría
funciona sólo en la democracia es una fantástica ilusión», como señala
Jouvenel: «El rey, que no es sino un individuo solitario, se halla más
necesitado del apoyo general de la sociedad que cualquier otra forma de
Gobierno». Incluso el tirano, el que manda contra todos, necesita colaboradores
en el asunto de la violencia aunque su número pueda ser más bien reducido). Sin
embargo, la fuerza de la opinión, esto es, el poder del Gobierno, depende del
número; se halla «en proporción con el número de los que con él están
asociados» y la tiranía, como descubrió Montesquieu, es por eso la más violenta
y menos poderosa de las formas de Gobierno. Una de las distinciones más obvias
entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que
la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa
en sus instrumentos. Un dominio mayoritario legalmente restringido, es decir, una
democracia sin constitución, puede resultar muy formidable en la supresión de
los derechos de las minorías y muy efectiva en el ahogo del disentimiento sin
empleo alguno de la violencia. Pero esto no significa que la violencia y el
poder sean iguales.
La extrema forma de
poder es la de Todos contra Uno, la extrema forma de violencia es la de Uno
contra Todos. Y esta última nunca es posible sin instrumentos. Afirmar, como se
hace a menudo, que una minoría pequeña y desarmada ha logrado con éxito y por
medio de la violencia -gritando o promoviendo un escándalo- interrumpir clases
en donde una abrumadora mayoría se había decidido porque continuaran, es por
eso desorientador. (En un reciente caso sucedido en una universidad alemana,
entre varios centenares de estudiantes hubo un solo «disidente» que pudo
reivindicar esa extraña victoria.) Lo que sucede en realidad en tales casos es
algo mucho más serio: la mayoría se niega claramente a emplear su poder y a
imponerse a los que interrumpen; el proceso académico se rompe porque nadie
desea alzar algo más que un dedo a favor del status quo. Contra lo que se alzan
las universidades es contra la «inmensa unidad negativa» de que habla Stephen
Spender en otro contexto. Todo lo cual prueba sólo que una minoría puede tener
un poder potencial mucho más grande del que cabría suponer limitándose a contar
cabezas en los sondeos de opinión. La mayoría simplemente observadora,
divertida por el espectáculo de una pugna a gritos entre estudiantes y
profesor, es ya en realidad un aliado latente de la minoría. (Para comprender
el absurdo de que se hable de pequeñas «minorías de militantes» basta sólo
imaginar lo que hubiera sucedido en la Alemania prehitleriana si unos pocos
judíos desarmados hubieran tratado de interrumpir la clase de un profesor
antisemita.)
Es, creo, una muy
triste reflexión sobre el actual estado de la ciencia política, recordar que
nuestra terminología no distingue entre palabras clave tales como «poder», «potencia», «fuerza» «autoridad»
y, finalmente, «violencia» -todas las cuales se refieren a fenómenos distintos
y diferentes, que difícilmente existirían si éstos no existieran-. (En palabras
de d'Entràves, «pujanza, poder, autoridad; todas éstas son palabras a cuyas
implicaciones exactas no se concede gran atención en el habla corriente;
incluso los más grandes pensadores las emplean al buen tuntún. Sin embargo, es
fácil suponer que se refieren a propiedades diferentes y que su significado debería
por eso ser cuidadosamente determinado y examinado [...] El empleo correcto de
estas palabras no es sólo una cuestión de gramática lógica, sino de perspectiva
histórica»). Emplearlas como sinónimos no sólo indica una cierta sordera a los
significados lingüísticos, lo que ya sería suficientemente serio, sino que
también ha tenido como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a
las que corresponden.
En semejante
situación es siempre tentador introducir nuevas definiciones, pero -aunque me
someta brevemente a la tentación- de lo que se trata no es simplemente de una
cuestión de habla descuidada. Tras la aparente confusión existe una firme
convicción a cuya luz todas las distinciones serían, en el mejor de los casos,
de importancia menor: la convicción de que la más crucial cuestión política es,
y ha sido siempre, la de ¿Quién manda a Quién? Poder, potencia, fuerza,
autoridad y violencia no serían más que palabras para indicar los medios por
los que el hombre domina al hombre; se emplean como sinónimos porque poseen la
misma función. Sólo después de que se deja de reducir los asuntos públicos al
tema del dominio, aparecerán o, más bien, reaparecerán en su auténtica
diversidad los datos originales en el terreno de los asuntos humanos.
Estos datos, en
nuestro contexto, pueden ser enumerados de la siguiente manera:
Poder corresponde a la
capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente.
El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue
existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien
que está «en el poder» nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto
número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo, del
que el poder se ha originado (potestas in populo, sin un pueblo o un
grupo no hay poder), desaparece, «su poder» también desaparece. En su acepción
corriente, cuando hablamos de un «hombre poderoso» o de una «poderosa
personalidad», empleamos la palabra «poder» metafóricamente; a la que nos
referimos sin metáfora es a «potencia».
Potencia designa inequívocamente
a algo en una entidad singular, individual; es la propiedad inherente a un
objeto o persona y pertenece a su carácter, que puede demostrarse a sí mismo en
relación con otras cosas o con otras personas, pero es esencialmente
independiente de ellos. La potencia de, incluso, el más fuerte individuo puede
ser siempre superada por las de muchos que a menudo se combinarán, sin más
propósito que el de arruinar la potencia precisamente por obra de su
independencia peculiar. La casi instintiva hostilidad de los muchos hacia el
uno ha sido siempre, desde Platón a Nietzsche, atribuida al resentimiento, a la
envidia de los débiles respecto del fuerte, pero esta interpretación
psicológica yerra. Corresponde a la naturaleza de grupo y constituye su poder
para hacer frente a la independencia, propiedad de la potencia individual.
La Fuerza,
que utilizamos en el habla cotidiana como sinónimo de violencia, especialmente
si la violencia sirve como medio de coacción, debería quedar reservada en su
lenguaje terminológico, a las «fuerzas de la Naturaleza» o a la «fuerza de las
circunstancias», esto es, para indicar la energía liberada por movimientos físicos
o sociales.
La Autoridad,
palabra relativa al más esquivo de estos fenómenos y, por eso, como término, el
más frecuentemente confundido, puede ser atribuida a las personas -existe algo
como autoridad personal, por ejemplo, en la relación entre padre e hijo, entre
profesor y alumno- o a las entidades como, por ejemplo, al Senado romano o a
las entidades jerárquicas de la Iglesia (un sacerdote puede otorgar una
absolución válida aunque esté borracho). Su característica es el indiscutible
reconocimiento por aquellos a quienes se les pide obedecer; no precisa ni de la
coacción ni de la persuasión. (Un padre puede perder su autoridad, bien por
golpear a un hijo o bien por ponerse a discutir con él, es decir, bien por
comportarse con él como un tirano o bien por tratarle como a un igual.)
Permanecer investido de la autoridad exige respeto para la persona o para la
entidad. El mayor enemigo de la autoridad es, por eso, el desprecio y el más
seguro medio de minarla es la risa.
La Violencia, como
ya he dicho, se distingue por su carácter instrumental. Fenomenológicamente
está próxima a la potencia, dado que los instrumentos de la violencia, como
todas las demás herramientas, son concebidos y empleados para multiplicar la
potencia natural hasta que, en la última
fase de su desarrollo, puedan sustituirla.
Quizá no sea
superfluo añadir que estas distinciones, aunque en absoluto arbitrarias,
difícilmente corresponden a compartimentos estancos del mundo real, del que sin
embargo han sido extraídas. Así el poder institucionalizado en comunidades organizadas
aparece a menudo bajo la apariencia de autoridad, exigiendo un reconocimiento
instantáneo e indiscutible; ninguna sociedad podría funcionar sin él. (Un
pequeño y aislado incidente, sobrevenido en Nueva York, muestra lo que puede suceder
cuando se quiebra la auténtica autoridad en las relaciones sociales hasta el
punto de que ya no puede operar ni siquiera en su forma derivativa y puramente
funcional. Una avería de escasa importancia en el Metro las puertas de un tren que dejaron de
funcionar- determinó un grave bloqueo de una línea durante cuatro horas, que
afectó a más de cincuenta mil pasajeros, porque cuando las autoridades de la
red pidieron a los ocupantes del tren averiado que lo abandonasen, éstos
simplemente se negaron). Además, nada, como veremos, resulta tan corriente como
la combinación de violencia y poder, y nada es menos frecuente como hallarlos
en su forma pura y por eso extrema. De aquí no se deduce que la autoridad, el
poder y la violencia sean todos lo mismo.
Pero debe
reconocerse que resulta especialmente tentador en una discusión sobre lo que es
realmente uno de los tipos del poder, es decir, el poder del Gobierno, concebir
el poder en términos de mando y obediencia e igualar así al poder con la
violencia. Como en las relaciones exteriores y en las cuestiones internas
aparece la violencia como último recurso para mantener intacta la estructura
del poder frente a los retos individuales -el enemigo extranjero, el delincuente
nativo- parece como si la violencia fuese prerrequisito del poder y el poder
nada más que una fachada, el guante de terciopelo que o bien oculta una mano de
hierro o resultará pertenecer a un tigre de papel. En un examen más atento, sin
embargo, esta noción pierde gran parte de su plausibilidad. Para nuestro
objetivo, el foso entre la teoría y la realidad queda mejor ilustrado por el fenómeno
de la revolución.
Desde comienzos de
siglo, los teóricos de la revolución nos han dicho que las posibilidades
de la revolución han disminuido significativamente en proporción a la creciente
capacidad destructiva de las armas a disposición exclusiva de los Gobiernos*.
* Así Franz
Borkenau, reflexionando sobre la derrota de la revolución española, declara:
«En este tremendo contraste con las revoluciones anteriores queda reflejado un
hecho. Antes de estos últimos años, la contrarrevolución habitualmente dependía
del apoyo de las potencias reaccionarias que eran técnica e intelectualmente
inferiores a las fuerzas de la revolución. Esto ha cambiado con el advenimiento
del fascismo. Ahora cada revolución sufrirá probablemente el ataque de la más
moderna, más eficiente y más implacable maquinaria que exista. Esto significa
que ya ha pasado la época de las revoluciones libres de evolucionar según sus
propias leyes.» Esto fue escrito hace más de treinta años. la Guerra Civil
española vista por un testigo europeo. Cree que la intervención americana y
francesa en la guerra civil del Vietnam confirma el acierto de la predicción de
Borkenau «reemplazando al "fascismo" por el 'imperialismo liberal"». Pienso que este
ejemplo sirve más I para demostrar lo opuesto.
La historia de los
últimos setenta años, con su extraordinaria relación de revoluciones
victoriosas y fracasadas, nos cuenta algo muy diferente. ¿Estaban locos quienes
se alzaron contra tan abrumadoras probabilidades? Y, al margen de los ejemplos
de éxitos totales, ¿cómo pueden ser explicados incluso los éxitos temporales?
La realidad es que el foso entre los medios de violencia poseídos por el Estado
y los que el pueblo puede obtener, desde botellas de cerveza a cócteles Molotov
y pistolas, ha sido siempre tan enorme, que los progresos técnicos apenas significan
una diferencia. Las instrucciones de los textos relativos a «cómo hacer una
revolución», en una progresión paso a paso desde el disentimiento a la
conspiración, desde la resistencia a la rebelión armada, se hallan unánimemente
basados en la errónea noción de que las revoluciones son «realizadas». En un
contexto de violencia contra violencia la superioridad del Gobierno ha sido
siempre absoluta pero esta superioridad existe sólo mientras permanezca intacta
la estructura de poder del Gobierno -es decir, mientras que las órdenes sean
obedecidas y el Ejército o las fuerzas de policía estén dispuestos a emplear
sus armas-. Cuando ya no sucede así, la situación cambia de forma abrupta. No
sólo la rebelión no es sofocada, sino que las mismas armas cambian de manos -a
veces, como acaeció durante la revolución húngara, en el espacio de unas pocas
horas-. (Deberíamos saber algo al respecto después de todos esos años de lucha
inútil en Vietnam, donde durante mucho tiempo, antes de obtener una masiva
ayuda rusa, el Frente Nacional de Liberación luchó contra nosotros con armas
fabricadas en los Estados Unidos.) Sólo después de que haya sucedido esto,
cuando la desintegración del Gobierno haya permitido a los rebeldes armarse
ellos mismos, puede hablarse de un «alzamiento armado», que a menudo no llega a
producirse o sobreviene cuando ya no es necesario. Donde las órdenes no son ya
obedecidas, los medios de violencia ya no tienen ninguna utilidad; y la
cuestión de esta obediencia no es decidida por la relación mando-obediencia
sino por la opinión y, desde luego, por el número de quienes la comparten. Todo
depende del poder que haya tras la violencia. El repentino y dramático
derrumbamiento del poder que anuncia las revoluciones revela en un relámpago
cómo la obediencia civil -a las leyes, los dirigentes y las instituciones- no
es nada más que la manifestación exterior de apoyo y asentimiento.
Donde el poder se
ha desintegrado, las revoluciones se tornan posibles, si bien no
necesariamente. Sabemos de muchos ejemplos de regímenes profundamente
impotentes a los que se les ha permitido continuar existiendo durante largos
períodos de tiempo -bien porque no existía nadie que pusiera a prueba su
potencia y revelara su debilidad, bien porque fueron lo suficientemente
afortunados como para no aventurarse en una guerra y sufrir la derrota-.
La desintegración a
menudo sólo se torna manifiesta en un enfrentamiento directo; e incluso
entonces, cuando el poder está ya en la calle, se necesita un grupo de hombres
preparados para tal eventualidad que recoja ese poder y asuma su
responsabilidad. Hemos sido recientemente testigos del hecho de que haya
bastado una rebelión relativamente pacífica y esencialmente no violenta de los
estudiantes franceses para revelar la vulnerabilidad de todo el sistema
político, que se desintegró rápidamente ante las sorprendidas miradas de los
jóvenes rebeldes. Sin saberlo lo habían puesto a prueba; trataban
exclusivamente de retar al osificado sistema universitario y se vino abajo el
sistema del poder gubernamental junto con las burocracias de los grandes
partidos - una
especie de desintegración de todas las jerarquías-. Fue el típico caso de una
situación revolucionaria* que no evolucionó hasta llegar a ser una
revolución porque no había nadie, y menos que nadie los estudiantes, que
estuviera preparado para asumir el poder y las responsabilidades que supone.
* Stephen Spender, disiente:
«Lo que resultó tanto más aparente que la situación revolucionaria (fue) la no
revolucionaria.» Puede ser «difícil pensar que se está iniciando una revolución
cuando todo el mundo parece de tan buen humor». pero esto es lo que sucede
habitualmente al comienzo de las revoluciones, durante el gran éxtasis
primitivo de fraternidad.
Nadie, excepto,
desde luego, De Gaulle. Nada fue más característico de la seriedad de la situación
como su apelación al Ejército, su viaje para ver a Massu y a los generales en
Alemania, una marcha a Canossa (si es que ésta lo fue), a juzgar por 10 que
había sucedido unos años antes. Pero lo que buscaba y obtuvo fue apoyo, no
obediencia, y sus medios no fueron órdenes sino concesiones. Si las órdenes
hubieran bastado, jamás habría tenido que salir de París.
Nunca ha existido un
Gobierno exclusivamente basado en los medios de la violencia. Incluso el
dirigente totalitario, cuyo principal instrumento de dominio es la tortura,
necesita un poder básico -la policía secreta y su red de informadores-. Sólo el
desarrollo de los soldados robots, que he mencionado anteriormente, eliminaría
el factor human0 por completo y, permitiendo que un hombre pudiera, con oprimir
un botón, destruir lo que él quisiera' cambiaría esta influencia fundamental
del poder sobre la violencia. Incluso el más despótico dominio que conocemos,
el del amo sobre los esclavos, que siempre le superarán en número, no descansa
en la superioridad de los medios de coacción como tales' sino en una superior
organización del poder, en la solidaridad organizada de los amos. *
* En la antigua
Grecia, esa organización de poder era la POlis, cuyo mérito principal, según
Jenofonte, era el de permitir a los «ciudadanos actuar como protectores
recíprocos contra los ewlavos y criminales para que ningún ciudadano pudiera mo
rir de muerte violenta» (Gerón, IV, 3).
Un solo hombre sin
el apoyo de otros jamás tiene suficiente poder como para emplear la violencia
con éxito. Por eso, en las cuestiones internas, la violencia funciona como el
último recurso del poder contra los delincuentes o rebeldes -es decir, contra
los individuos singulares que se niegan a ser superados por el consenso de la
mayoría-. Y por lo que se refiere a la guerra, ya hemos visto en Vietnam cómo
una enorme superioridad en los medios de la violencia puede tornarse desvalida
si se enfrenta con un oponente mal equipado pero bien organizado, que es mucho
más poderoso. Esta lección, en realidad, puede aprenderse de la guerra de
guerrillas, al menos tan antigua como la derrota en España de los hasta
entonces invencibles ejércitos de Napoleón.
Pasemos por un
momento al lenguaje conceptual: el poder corresponde a la esencia de todos los
Gobiernos, pero no así la violencia. La violencia es, por naturaleza,
instrumental; como todos los medios siempre precisa de una guía y una
justificación hasta lograr el fin que persigue. Y lo que necesita justificación
por algo, no puede ser la esencia de nada. El fin de la guerra -fin concebido
en su doble significado- es la paz o la victoria; pero a la pregunta ¿Y cuál es
el fin de la paz?, no hay respuesta. La paz es un absoluto, aunque en la
Historia que conocemos los períodos de guerra hayan sido siempre más
prolongados que los períodos de paz. El poder pertenece a la misma categoría;
es, como dicen, «un fin en sí mismo». (Esto, desde luego, no es negar que los
Gobiernos realicen políticas y empleen su poder para lograr objetivos
prescritos. Pero la estructura del poder en sí mismo precede y sobrevive a
todos los objetos, de forma que el poder, lejos de constituir los medios para
un fin, es realmente la verdadera condición que permite a un grupo de personas
pensar y actuar en términos de categorías medios-fin.) Y como el Gobierno es
esencialmente poder organizado e institucionalizado, la pregunta: ¿cuál es el
fin del Gobierno?, tampoco tiene mucho sentido. La respuesta será, o bien la
que cabría dar por sentada -permitir a los hombres vivir juntos- o bien
peligrosamente utópica -promover la felicidad, o realizar una sociedad sin
clases o cualquier otro ideal no político, que si se examinara seriamente se
advertiría que sólo podía conducir a algún tipo de tiranía-.
El poder no
necesita justificación, siendo como es inherente a la verdadera existencia de
las comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad. El empleo de estas
dos palabras como sinónimo no es menos desorientador y perturbador que la
corriente ecuación de obediencia y apoyo. El poder surge allí donde las personas
se juntan y actúan concertadamente, pero deriva su legitimidad de la reunión
inicial más que de cualquier acción que pueda seguir a ésta.
La legitimidad,
cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la
justificación se refiere a un fin que se encuentra en un futuro.
La violencia puede
ser justificable pero nunca será legítima. Su justificación pierde
plausibilidad cuanto más se aleja en el futuro el fin propuesto. Nadie discute
el uso de la violencia en defensa propia porque el peligro no sólo resulta
claro sino que es actual y el fin que justifica los medios es inmediato.
Poder y violencia,
aunque son distintos fenómenos, normalmente aparecen juntos. Siempre que se
combinan el poder es, ya sabemos, el factor primario y predominante. La
situación, sin embargo, es enteramente diferente cuando tratamos con ambos en
su estado puro —como, por ejemplo, sucede cuando se produce una invasión y
ocupación extranjeras—. Hemos visto que la ecuación de la violencia con el
poder se basa en la concepción del Gobierno como dominio de un hombre sobre
otros hombres por medio de la violencia. Si un conquistador extranjero se
enfrenta con un Gobierno impotente y con una nación no acostumbrada al
ejercicio del poder político, será fácil para él conseguir semejante dominio.
En todos los demás
casos las dificultades serán muy grandes y el ocupante invasor tratará
inmediatamente de establecer Gobiernos «Quisling», es decir, de hallar una base
de poder nativo que apoye su dominio. El choque frontal entre los tanques rusos
y la resistencia totalmente no violenta del pueblo checoslovaco es un ejemplo
clásico de enfrentamiento de violencia y poder en sus estados puros.
En tal caso, el
dominio es difícil de alcanzar, si bien no resulta imposible conseguir. La
violencia, es preciso recordarlo, no depende del número o de las opiniones,
sino de los instrumentos, y los instrumentos de la violencia, como ya he dicho
antes, al igual que todas las herramientas, aumentan y multiplican la potencia
humana. Los que se oponen a la violencia con el simple poder pronto descubrirán
que se enfrentan no con hombres sino con artefactos de los hombres, cuya
inhumanidad y eficacia destructiva aumenta en proporción a la distancia que
separa a los oponentes. La violencia puede siempre destruir al poder; del cañón
de un arma brotan las órdenes más eficaces que determinan la más instantánea y
perfecta obediencia. Lo que nunca podrá brotar de ahí es el poder.
En un choque
frontal entre la violencia y el poder el resultado es difícilmente dudoso. Si
la enormemente poderosa y eficaz estrategia de resistencia no violenta de Gandhi
se hubiera enfrentado con un enemigo diferente -la Rusia de Stalin, la Alemania
de Hitler, incluso el Japón de la preguerra, en vez de enfrentarse con
Inglaterra-, el desenlace no hubiera sido la descolonización sino la matanza y
la sumisión. Sin embargo, Inglaterra en la India y Francia en Argelia tenían
buenas razones para ejercer la coacción. El dominio por la pura violencia entra
en juego allí donde se está perdiendo el poder; y precisamente la disminución
de poder del gobierno ruso -interior y exteriormente- se tornó manifiesta en su
«solución» del problema checoslovaco, de la misma manera que la disminución de poder
del imperialismo europeo se tornó manifiesta en la alternativa entre
descolonización y matanza.
Reemplazar al poder
por la violencia puede significar la victoria, pero el precio resulta muy
elevado, porque no sólo lo pagan los vencidos; también lo pagan los vencedores
en términos de su propio poder. Esto es especialmente cierto allí donde el
vencedor disfruta interiormente de las bendiciones del Gobierno constitucional.
Henry Steele Commager tiene enteramente la razón al decir: «Si destruimos el
orden mundial y destruimos la paz mundial debemos inevitablemente subvertir y
destruir primero nuestras propias instituciones políticas».
El muy temido
efecto de boomerang del «gobierno de las razas sometidas» (Lord Cromer) sobre
el gobierno doméstico durante la era imperialista significaba que el dominio
por la violencia en lejanas tierras acabaría por afectar al gobierno de
Inglaterra y que la última «raza sometida» sería la de los mismos ingleses. El
reciente ataque con gas en el campus de Berkeley; donde no sólo se empleó gas
lacrimógeno, sino también otro gas «declarado
gal por la Convención de Ginebra y empleado por el Ejército para dispersar
guerrillas en Vietnam», que fue lanzado mientras los soldados de la Guardia
Nacional equipados con máscaras antigás impedían que nadie «escapara de la zona
gaseada», es un excelente ejemplo de este fenómeno de reacción».
Se ha dicho a
menudo que la engendra la violencia y
psicológicamente esto completamente
cierto, al menos por lo que se refiere a las personas que posean una potencia
natural, moral o física.
Políticamente
hablando lo cierto es que la pérdida de poder se convierte en una tentación
para reemplazar al poder por la violencia -en 1968, durante la celebración de
la Convención Demócrata en Chicago, pudimos contemplar este proceso por
televisión- y que la violencia en sí misma concluye en impotencia. Donde la
violencia ya no es apoyada y sujetada por el poder se verifica la bien conocida
inversión en la estimación de medios y fines. Los medíos, los medios de
destrucción, ahora determinan el fin, con la consecuencia de que el fin será la
destrucción de todo poder.
En situación alguna
es más evidente el factor autoderrotante de la victoria de la violencia como en
el empleo del terror para mantener una dominación cuyos fantásticos éxitos y
eventuales fracasos conocemos, quizá mejor que cualquier generación anterior a
la nuestra. El terror no es lo mismo que la violencia; es, más bien, la forma
de Gobierno que llega a existir cuando la violencia, tras haber destruido todo
poder, no abdica sino que, por el contrario, sigue ejerciendo un completo
control. Se ha advertido a menudo que la eficacia del terror depende casi
enteramente del grado de atomización social. Todo tipo de oposición organizada
ha de desaparecer antes de que pueda desencadenarse con toda su fuerza el
terror.
Esta atomización
—una palabra vergonzosamente pálida y académica para el horror que supone— es
mantenida e intensificada merced a la ubicuidad del informador, que puede ser
literalmente omnipresente porque ya no es simplemente un agente profesional a
sueldo de la policía, sino potencialmente cualquier persona con la que uno
establezca contacto.
Cómo se establece
un Estado policial completamente desarrollado y cómo funciona -o más bien cómo
nada funciona allí donde existe ese régimen-, puede conocerse a través de la
lectura de El Primer Círculo de Aleksandr Solzhenitsyn, que quedará como una de
las obras maestras de la literatura del siglo XX y que contiene ciertamente la
mejor documentación sobre el régimen de Stalin. La diferencia decisiva entre la
dominación totalitaria basada en el terror y las tiranías y dictaduras,
establecidas por la violencia, es que la primera se vuelve no sólo contra sus
enemigos, sino también contra sus amigos y auxiliares, temerosa de todo poder,
incluso del poder de sus amigos. El clímax del terror se alcanza cuando el
Estado policial comienza a devorar a sus propios hijos, cuando el ejecutor de
ayer se convierte en la víctima de hoy. Y éste es también el momento en el que
el poder desaparece por completo. Existen ahora muchas explicaciones plausibles
de la desestalinización de Rusia: ninguna, creo, tan contundente como la de que
los funcionarios stalinistas llegaran a comprender que una continuación del
Régimen conduciría no a una insurrección, contra la que el terror es desde
luego la mejor salvaguarda, sino a la parálisis de todo el país.
Para resumir:
políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violencia no son la
misma cosa. El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina
absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en
peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al
poder. Esto implica que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es
la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una
redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de
crearlo. La gran fe de Hegel y de Marx en su dialéctico «poder de negación», en
virtud del cual los opuestos no se destruyen sino que se desarrollan mutuamente
porque las contradicciones promueven y no paralizan el desarrollo, se basa en
un prejuicio filosófico mucho más antiguo: el que señala que el mal no es más
que un modus privativo del bien, que el bien puede proceder del mal; que, en
suma, el mal no es más que una manifestación temporal de un bien todavía
oculto. Tales opiniones acreditadas por el tiempo se han tornado peligrosas.
Son compartidas por muchos que nunca han oído hablar de Hegel o de Marx, por la
simple razón de que inspiran esperanza y barren el temor —una traicionera
esperanza empleada para barrer un legítimo temor—. Y al decir esto no pretendo
igualar a la violencia con el mal; sólo quiero recalcar que la violencia no
puede derivarse de su opuesto, que es el poder, y que, para comprender cómo es,
tendremos que examinar sus raíces y naturaleza.
Tres
Debe parecer presuntuoso hablar
en estos términos sobre la naturaleza y las causas de la violencia, cuando ríos
de dinero de las fundaciones van a parar a diversos proyectos de investigación
social, cuando ya se ha publicado un diluvio de libros sobre la materia, cuando
científicos eminentes -biólogos, fisiólogos, etólogos y zoólogos- han
participado en un esfuerzo general por resolver el «enigma» de la agresividad
del comportamiento humano y cuando, incluso, ha surgido una ciencia de nuevo
cuño, denominada «polemología». Puedo aducir, sin embargo, dos excusas.
En primer lugar,
aunque me parece fascinante gran parte del trabajo de los zoólogos, no consigo
ver cómo puede aplicarse a nuestro problema. Para saber que la gente luchará
por su patria, no creo que necesitásemos conocer los instintos del
«territorialismo de grupo» de las hormigas, los peces y los monos; y para
conocer que el hacinamiento origina irritación y agresividad, no creo que
necesitásemos experimentar con ratas. Habría bastado con pasar un día en los
barrios miserables de cualquier gran ciudad. Me sorprende y a veces me encanta
ver que algunos animales se comportan como hombres; no puedo discernir cómo esa
conducta puede servir para justificar o para condenar el comportamiento humano.
No consigo comprender por qué se nos exige «reconocer que el hombre se conduce
en gran manera como las especies territoriales de grupo», en vez de decirnos lo
inverso; es decir, que ciertas especies animales se comportan en gran manera como
los hombres. (Según Adolf Portmann, estos nuevos atisbos sobre el
comportamiento animal no salvan el foso entre el hombre y el animal; sólo
demuestran que «también sucede en los animales mucho más de lo que sabíamos que
sucedía en nosotros mismos").
Por qué, tras haber
«eliminado» todo antropomorfismo del comportamiento animal (cuestión muy
distinta es la de determinar si lo hemos logrado), tenemos que tratar de
averiguar «cuán "teromorfo" es el hombre»? ¿Acaso no resulta evidente
que el antropomorfismo y el teromorfismo en las ciencias del comportamiento
constituyen las dos caras del mismo «error»? Además, ¿por qué tenemos que
exigir del hombre que tome sus normas de conducta de otras especies animales si
le definimos como perteneciente al reino animal? Me temo que la respuesta sea
muy simple: es más fácil experimentar con animales, y no solamente por razones
humanitarias, como la de que no sea agradable meternos en jaulas; lo malo de
los hombres es que pueden engañar.
En segundo lugar,
los resultados de las investigaciones, tanto de las ciencias sociales como de
las naturales, tienden a considerar al comportamiento violento como una
reacción más «natural» de lo que estaríamos dispuestos a admitir sin tales
resultados. Se dice que la agresividad, definida como impulso instintivo,
tiende a realizar el mismo papel funcional en el marco de la Naturaleza que
desempeñan los instintos nutritivo y sexual en el proceso de vida de los
individuos y de las especies. Pero, a diferencia de estos instintos, que son
activados por
apremiantes necesidades corporales de una parte y por
estimulantes exteriores de otra, los instintos agresivos parecen ser en el
reino animal independientes de semejante provocación; por el contrario, la
falta de provocación lleva aparentemente a una frustración del instinto, a una
agresividad «reprimida», que, según los psicólogos, conduce a una acumulación
de «energía» cuya eventual explosión será mucho más peligrosa. (Es como si la
sensación de hambre en el hombre aumentara con la disminución del número de
personas hambrientas*).
*Para contrarrestar
el absurdo de esta conclusión se hace una distinción entre instintos endógenos
y espontáneos -como, por ejemplo, la agresión-, e impulsos reactivos, como el
hambre. Pero una distinción entre espontaneidad y reactividad carece de sentido
en una discusión sobre los impulsos innatos. En el mundo de la Naturaleza no
existe espontaneidad, propiamente hablando, y los instintos o impulsos
solamente manifiestan la forma muy compleja por la que todos los organismos
vivos, incluyendo al hombre, se hallan adaptados a sus procesos.
En esta
interpretación, la violencia sin provocación resulta «natural»; si ha perdido su explicación,
básicamente su función de autoconservación, se torna «irracional» y ésta es
supuestamente la razón por la que los hombres pueden ser más «bestiales» que
los otros animales. (Los libros nos recuerdan constantemente el generoso
comportamiento de los lobos que no matan al enemigo derrotado.)
Al margen por
completo de la desorientadora transposición de términos físicos tales como
«energía» y «fuerza» a terrenos biológicos y zoológicos, donde carecen de
sentido puesto que no pueden ser medidos, me temo que, tras los más recientes
«descubrimientos» nos acecha la antigua definición de la naturaleza del hombre,
la definición del hombre como animal racional, según la cual sólo diferimos de
las otras especies animales en el atributo adicional de la razón. La ciencia
moderna, partiendo a la ligera de esta antigua presunción, ha llegado tan lejos
como para «probar» que el hombre comparte
con algunas especies del reino animal todas las pro piedades, a excepción
del don adicional de la «razón» que hace del hombre una bestia más peligrosa.
El uso de la razón
nos torna peligrosamente «irracionales», porque esta razón es propiedad de
un «ser originariamente
instintivo". Los científicos saben,
desde luego, que el hombre es un fabricante
de herramientas que ha inventado esas armas de largo radio de acción que
le liberan de los límites «naturales» que hallamos en el reino animal, y que la
fabricación de herramientas es una actividad mental muy compleja*.
* Las armas de largo
radio de acción -que para los polemólogos han liberado los instintos agresivos
del hombre hasta el punto de que ya no funcionen los controles de salvaguardia
de la
especie-, son consideradas por Otto Klineberg más bien como una indicación de
«que la agresividad personal (no) desempeñó un importante papel como motivo de
una guerra». Los soldados, resulta tentador proseguir el argumento, no son
homicidas y los homicidas -es decir, los dotados de «agresividad personal»- ni
siquiera son probablemente buenos soldados.
Por eso, la ciencia
está llamada a curarnos de los efectos marginales de la razón manipulando y controlando
nuestros instintos, habitualmente mediante el hallazgo de vías pacíficas de
escape, después de haber desaparecido su «función de promover la vida». Una vez
más, la norma de conducta se hace derivar de las de otras especies animales en
las que la función de los instintos vitales no ha quedado destruida por la
intervención de la razón humana. Y la distinción específica entre el hombre y
la bestia no es ya ahora, estrictamente hablando, la razón (la lumen naturale
del animal humano) sino la ciencia, el conocimiento de esas normas y de las
técnicas para aplicarlas. Conforme a este punto de vista, el hombre actúa
irracionalmente y como una bestia si se niega a escuchar a los científicos o si
ignora sus últimos descubrimientos. Razonaré a continuación, en contra de estas
teorías y de sus implicaciones, que la violencia ni es bestial ni es
irracional, tanto si consideramos estos términos en las acepciones corrientes
que les prestan los humanistas, como si atendemos a los significados que le dan
las teorías científicas.
Es un lugar común
el señalar que la violencia brota a menudo de la rabia y la rabia puede ser,
desde luego, irracional y patológica, pero de la misma manera que puede serlo
cualquier otro afecto humano. Es sin duda posible crear condiciones bajo las
cuales los hombres sean deshumanizados -tales como los campos de concentración,
la tortura y el hambre- pero esto no significa que esos hombres se tornen
animales; y bajo tales condiciones, el más claro signo de deshumanización no es
la rabia ni la violencia sino la evidente ausencia de ambas. La rabia no es en
absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales;
nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o,
por lo que nos concierne, ante condiciones sociales que parecen incambiables.
La rabia sólo brota allí donde existen
razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se
modifican. Sólo reaccionamos con rabia cuando es ofendido nuestro sentido de la justicia y esta reacción no
refleja necesariamente en absoluto una ofensa personal, tal como se advierte en toda la historia de las
revoluciones, a las que invariablemente se vieron arrastrados miembros de las
clases altas que encabezaron las rebeliones de los vejados y oprimidos.
Recurrir a la violencia cuando uno se enfrenta con hechos o condiciones
vergonzosos, resulta enormemente tentador por la inmediación y celeridad
inherentes a aquélla. Actuar con una velocidad deliberada es algo que va contra
la índole de la rabia y la violencia, pero esto no significa que éstas sean
irracionales. Por el contrario, en la vida privada, al igual que en la pública,
hay situaciones en las que el único remedio apropiado puede ser la auténtica
celeridad de un acto violento. El quid no es que esto nos permita descargar
nuestra tensión emocional, fin que se puede lograr igualmente golpeando sobre
una mesa o dando un portazo. El quid está en que, bajo ciertas circunstancias,
la violencia -actuando sin argumentación ni palabras y sin consideración a las
consecuencias- es el único medio de restablecer el equilibrio de la balanza de
la justicia. (El ejemplo clásico es el de Billy Budd, matando al hombre que
prestó un falso testimonio contra él.) En este sentido, la rabia y la
violencia, que a veces -no siempre- la acompaña, figuran entre las emociones
humanas «naturales», y curar de ellas al hombre no sería más que deshumanizarle
o castrarle. Es innegable que actos semejantes en los que los hombres toman la
ley en sus propias manos en favor de la justicia, se hallan en conflicto con
las constituciones de las comunidades civilizadas; pero su carácter
antipolítico, tan manifiesto en el gran relato de Melville, no significa que
sean inhumanos o «simplemente» emocionales.
La ausencia de
emociones ni causa ni promueve la racionalidad. «El distanciamiento y la
ecuanimidad» frente a una «insoportable tragedia» pueden ser
«aterradores", especialmente cuando no son el resultado de un control sino
que constituyen una evidente manifestación de incomprensión. Para responder
razonablemente uno debe, antes que nada, sentirse «afectado», y lo opuesto de
lo emocional no es lo «racional», cualquiera que sea lo que signifique, sino o
bien la incapacidad para sentirse afectado, habitualmente un fenómeno
patológico, o el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento.
La rabia y la
violencia se tornan irracionales sólo cuando se revuelven contra sustitutos, y
esto, me temo, es precisamente lo que recomiendan los psiquiatras y los
polemólogos consagrados a la agresividad humana y lo que corresponde, iay!, a
ciertas tendencias y a ciertas actitudes irreflexivas de la sociedad en
general. Sabemos, por ejemplo, que se ha tornado muy de moda entre los
liberales blancos reaccionar ante las quejas de los negros con el grito «Todos
somos culpables» y que el Black Power se ha aprovechado con gusto de esta
«confesión» para instigar una irracional «rabia negra». Donde todos son
culpables, nadie lo es; las confesiones de una culpa colectiva son la mejor
salvaguardia contra el descubrimiento de los culpables, y la magnitud del
delito es la mejor excusa para no hacer nada. En este caso particular
constituye además una peligrosa y ofuscadora escalada del racismo hacia zonas
superiores y menos tangibles.
La da de realismo y
seudociencia» y de la «vacuidad» intelectual que existía tras todo esto,
especialmente en lo concerniente a las discusiones sobre la guerra del Vietnam.
verdadera grieta
entre negros y blancos no se cierra traduciéndola en conflicto aún menos
reconciliable entre la inocencia colectiva y la culpa colectiva. El «todos los
blancos son culpables» no es sólo un peligroso disparate sino que constituye
también un racismo a la inversa y sirve muy eficazmente para dar a las
auténticas quejas y a las emociones racionales de la población negra una salida
hacia la irracionalidad, un escape de la realidad.
Además, si
inquirimos históricamente las causas de probable transformación de los comprometidos
en enfurecidos, no es la injusticia la que figura a la cabeza de ellas sino
la hipocresía. Es demasiado bien conocido para estudiarlo aquí, el breve papel
de ésa en las fases posteriores de la Revolución Francesa, cuando la guerra que
Robespierre declaró a la hipocresía transformó el «despotismo de la libertad»
en el Reinado del Terror; pero es importante recordar que esta guerra había
sido declarada mucho antes por los moralistas franceses que vieron en la
hipocresía el vicio de todos los vicios y hallaron que era el supremo dominador
de la «buena sociedad», poco después denominada «sociedad burguesa». No han
sido muchos los autores de categoría que hayan glorificado a la violencia por
la violencia; pero esos pocos -Sorel, Pareto, Fanon- se encontraban impulsados
por un odio mucho más profundo hacia la sociedad burguesa y llegaron a una
ruptura más radical con sus normas morales que la Izquierda convencional,
principalmente inspirada por la compasión y por un ardiente deseo de justicia.
Arrancar la máscara de la hipocresía del rostro del enemigo, para
desenmascararle a él y a las tortuosas maquinaciones y manipulaciones que le
permiten dominar sin emplear medios violentos, es decir, provocar la acción,
incluso a riesgo del aniquilamiento, para que pueda surgir la verdad, siguen
siendo las más fuertes motivaciones de la violencia actual en las universidades
y en las calles. *
*Si se leen las
publicaciones de la SDS se advierte que frecuentemente recomendaban las
provocaciones a la policía como estrategia para «desenmascarar» la violencia de
las autoridades. Spender comenta que este género de violencia «conduce a una
ambigüedad en la que el provocador desempeña simultáneamente el papel de
asaltante y de víctima». La guerra contra la hipocresía alberga cierto número
de grandes peligros, algunos de los cuales he examinado brevemente en Sobre la
revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2004.
Y esta violencia,
hay que decirlo de nuevo, no es irracional. Como los hombres viven en un mundo
de apariencias y, al tratar con éstas, dependen de lo que se manifiesta, las declaraciones
hipócritas -a diferencia de las astutas, cuya naturaleza se descubre al cabo de
cierto tiempo- no pueden ser contrarrestadas por el llamado comportamiento
razonable. Sólo se puede confiar en las palabras si uno está seguro de que su
función es revelar y no ocultar. Lo que provoca la rabia es la apariencia de
racionalidad más que los intereses que existen tras esa apariencia. Usar de la
razón cuando la razón es empleada como trampa no es «racional»; de la misma
manera no es «irracional» utilizar un arma en defensa propia. Esta violenta
reacción contra la hipocresía, justificable en sus propios términos, pierde su razón
de ser cuando trata de desarrollar una estrategia propia con objetivos
específicos; se torna «irracional» en el momento en que se «racionaliza», es
decir, en el momento en que la reacción durante una pugna se torna acción y
cuando comienza la búsqueda de sospechosos acompañada de la búsqueda
psicológica de motivos ulteriores.
Aunque, como ya
señalé antes, la eficacia de la violencia no depende del número —un hombre con
una ametralladora puede reducir a centenares de personas—, éste, en la
violencia colectiva, destaca como su característica más peligrosamente
atractiva y no en absoluto porque ese número aporte seguridad. Resulta
perfectamente cierto que en la acción militar, como en la revolucionaria, «el
individualismo es el primer [valor] que desaparece» l ; en su lugar hallamos un
género de coherencia de grupo, nexo más intensamente sentido y que demuestra
ser mucho más fuerte, aunque menos duradero, que todas las variedades de la
amistad, civil o particular.
En realidad, en
todas las empresas ilegales, delictivas o políticas, el grupo, por su propia
seguridad, exigirá «que cada individuo realice una acción irrevocable» con la
que rompa su unión con la sociedad respetable, antes de ser admitido en la
comunidad de violencia. Pero una vez que un hombre sea admitido, caerá bajo el
intoxicante hechizo de «la práctica de la violencia [que] une a los hombres en
un todo, dado que cada individuo constituye un eslabón de violencia en la gran
cadena, una parte del gran organismo de la violencia que ha brotado».
Las palabras de
Fanon apuntan al bien conocido fenómeno de la hermandad en el campo de batalla
donde diariamente tienen lugar las acciones más nobles y altruistas. De todos
los niveladores, la muerte parece ser el más potente, al menos en las escasas y extraordinarias situaciones en las
que se le permite desempeñar un papel político. La muerte, tanto en lo que se
refiere al morir en este momento determinado como al conocimiento de la propia
mortalidad de uno, es quizá la experiencia más antipolítica que pueda existir.
Significa que desapareceremos del mundo de las apariencias y que dejaremos la compañía
de nuestros semejantes, que son las condiciones de toda política. Por lo que a
la experiencia humana concierne, la muerte indica un aislamiento y una
impotencia extremados. Pero, en enfrentamiento colectivo y en acción, la muerte
troca su talante; nada parece más capaz de intensificar nuestra vitalidad como
su proximidad. De alguna forma somos habitualmente conscientes principalmente de
que nuestra propia muerte es acompañada por la inmortalidad potencial del grupo
al que pertenecemos y, en su análisis final, de la especie y esa comprensión se
torna el centro de nuestra experiencia. Es como si la misma vida, la vida
inmortal de la especie, nutrida por el sempiterno morir de sus miembros
individuales, «brotara», se realizara en la práctica de la violencia.
Sería erróneo,
pienso, hablar de meros sentimientos. Al fin y al cabo una experiencia adecuada
halla aquí una de las propiedades más sobresalientes de la condición humana. En
nuestro contexto, sin embargo, lo interesante es que estas experiencias, cuya
fuerza elemental existe más allá de toda duda, nunca hayan encontrado una
expresión institucional y política, y que la muerte como niveladora
difícilmente desempeñe papel alguno en la filosofía política, aunque la
mortalidad humana -el hecho de que los hombres son «mortales», como los griegos
solían decir- haya sido reconocida como el más fuerte motivo de acción política
en el pensamiento político prefilosófico. Fue la certidumbre de la muerte la
que impulsó a los hombres a buscar fama inmortal en hechos y palabras y la que
les impulsó a establecer un cuerpo político que era potencialmente inmortal.
Por eso la política fue precisamente un medio por el que escapar de la igualdad
ante la muerte y lograr una distinción que aseguraba un cierto tipo de
inmortalidad. (Hobbes es el único filósofo político en cuya obra la muerte
desempeña un papel crucial en la forma del temor a una muerte violenta. Pero
para Hobbes lo decisivo no es la igualdad ante la muerte sino la igualdad del
temor, resultante de una igual capacidad para matar, poseída por cualquiera y
que persuade a los hombres en estado de naturaleza para ligarse entre sí y
constituir una comunidad.) En cualquier caso, y por lo que yo sé, no se ha
fundado ningún cuerpo político sobre la igualdad ante la muerte y su
actualización en la violencia; las escuadras suicidas de la Historia, que
fueron desde luego organizadas sobre este principio y por eso denominadas a
menudo «hermandades» pueden difícilmente ser consideradas como organizaciones
políticas. Pero es cierto que los fuertes sentimientos fraternales que engendra
la violencia colectiva han seducido a muchas buenas gentes con la esperanza de
que de allí surgiría una nueva comunidad y un «hombre nuevo». La esperanza es
ilusoria por la sencilla razón de que no existe relación humana más transitoria
que este tipo de hermandad, sólo actualizado por las condiciones de un peligro
inmediato para la vida de cada miembro.
Pero éste es sólo
un aspecto de la cuestión. Fanon remata su elogio de la violencia señalando que
en este tipo de lucha el pueblo comprende «que la vida es una pugna
inacabable», que la violencia es un elemento de la vida. ¿No parece esto
plausible? ¿Acaso los hombres no han equiparado siempre a la muerte con el
«descanso eterno», y no se deduce de ahí que mientras tengamos vida tendremos
pugna e intranquilidad? ¿Acaso no es ese descanso una clara manifestación de
ausencia de vida y de vejez? ¿No es la acción violenta una prerrogativa de los
jóvenes, de quienes presumiblemente se hallan completamente vivos? ¿No son, por
eso, lo mismo el elogio de la vida que el elogio de la violencia? Sorel, en
cualquier caso, pensaba así hace sesenta años. Antes que Spengler, predijo él
la «Decadencia de Occidente», tras haber observado claros signos de abatimiento
en la lucha de clases en Europa. La burguesía -aseguraba- había perdido la
«energía» para desempeñar un papel en la lucha de clases; Europa sólo podría
salvarse si se podía convencer al proletariado para que utilizara la violencia,
reafirmando las distinciones de clase y despertando el instinto de lucha de la
burguesía.
He aquí, pues, cómo
mucho antes de que Konrad Lorenz descubriera la función promovedora de vida que
la agresión desempeña en el reino animal, era elogiada la violencia como
manifestación de la fuerza de la vida y, específicamente, de su creatividad.
Sorel, inspirado
por Bergson, apuntaba a una filosofía de la creatividad concebida para
«productores» y dirigida polémicamente contra la sociedad de consumo y sus
intelectuales; ambos grupos eran, en su opinión, parásitos. La imagen del
burgués —pacífico, complaciente, hipócrita, inclinado al placer, sin voluntad
de poder, tardío producto del capitalismo más que representante de éste— y la
imagen del intelectual, cuyas teorías son «construcciones», en vez de
«expresiones de la voluntad» 15 resultan esperanzadoramente contrarrestadas en
su obra por la imagen del trabajador. Sorel ve al trabajador como el
«productor», que creará las nuevas «cualidades morales que son necesarias para
mejorar la producción», destruir «los Parlamentos [que] están atestados como
juntas de accionistas» y que oponen a
«la imagen del Progreso... la imagen de la catástrofe total» cuando un «género
de irresistible ola anegará a la antigua civilización» 17 . Los nuevos valores
no resultan ser muy nuevos. Son un sentido del honor, un deseo de fama y gloria, el espíritu de lucha sin odio y
«sin el espíritu de venganza» y la indiferencia ante las ventajas materiales. Son, desde luego, las virtudes
que se hallan evidentemente ausentes de
la sociedad burguesa 18. «La guerra social, al apelar al honor que tan naturalmente
cunde en todo ejército organizado, puede eliminar los malvados sentimientos
contra los cuales la moral seguiría siendo impotente. Aunque no hubiese más
razón que ésta [...] me parecería una razón harto decisiva en pro de los
apologistas de la violencia».
Mucho puede
aprenderse de Sorel acerca de los motivos que impulsan a los hombres a
glorificar la violencia en abstracto. Incluso más puede aprenderse de su
inteligente contemporáneo italiano, también de formación francesa, Vilfredo
Pareto. Fanon, que poseía con la práctica de la violencia una intimidad
infinitamente más grande que la de uno u otro, fue influido considerablemente
por Sorel y empleó sus categorías, aunque su propia experiencia las contradecía
claramente.
La experiencia decisiva
que convenció a Sorel como a Pareto para subrayar la importancia del factor de
la violencia en las revoluciones fue el affaire Dreyfus en Francia, cuando, en
palabras de Pareto, se sintieron «sorprendidos al ver que empleaban [los
partidarios de Dreyfus] contra sus oponentes los mismos villanos métodos que
ellos habían denunciado». En esta coyuntura descubrieron lo que hoy denominamos
el Establishment y que antes se llamaba el Sistema y fue ese descubrimiento el
que les impulsó al elogio de la acción violenta y el que a Pareto, por su
parte, le hizo desesperar de la clase trabajadora. (Pareto comprendió que la
rápida integración de los trabajadores en el cuerpo social y político de la
nación equivalía realmente a «una
alianza entre la burguesía y los trabajadores», al «aburguesamiento» de los
trabajadores, lo que entonces, según él, daba paso a un nuevo sistema, que
denominó «pluto-democracia», forma mixta de Gobierno, ya que la plutocracia
corresponde al régimen burgués y la democracia al régimen de los trabajadores.)
La razón por la que Sorel mantuvo su fe marxista en la clase trabajadora fue la
de que los trabajadores eran los «productores», el único elemento creativo de
la sociedad, aquellos que, según Marx, estaban llamados a liberar las fuerzas
productivas de la Humanidad; lo malo era que tan pronto como los trabajadores
habían alcanzado un nivel satisfactorio en sus condiciones de trabajo y de
vida, se negaban tozudamente a seguir siendo proletarios y a desempeñar su
papel revolucionario.
Décadas después de que murieran Sorel y Pareto se tornó completamente
manifiesto algo más, incomparablemente más desastroso para esta concepción. El
enorme crecimiento de la productividad en el mundo moderno no fue en absoluto
debido a un aumento de la productividad de los trabajadores, sino
exclusivamente al desarrollo de la tecnología y esto no dependió ni de la clase
trabajadora ni de la burguesía, sino de los científicos.
Los «intelectuales»,
tan despreciados por Sorel y Pareto, dejaron repentinamente de ser un grupo
social marginal y surgieron como una nueva élite cuyo trabajo, tras haber
modificado en unas pocas décadas las condiciones de la vida humana, casi hasta
hacerlas irreconocibles, ha seguido siendo esencial para el funcionamiento de
la sociedad. Existen muchas razones por las que este nuevo grupo no se ha
constituido, al menos todavía, como una élite del poder; pero hay también
muchas razones para creer, con Daniel Bell, que «no sólo los mejores talentos
sino, eventualmente, todo el complejo de prestigio social y de estatus social,
acabará por enraizarse en las comunidades intelectual y científica». Sus
miembros se hallan más dispersos y están menos ligados por claros intereses que
los grupos del antiguo sistema de clases; por eso carecen de impulso para
organizarse a sí mismos y de experiencia en todas las cuestiones relativas al
poder. Además, estando mucho más vinculados a las tradiciones culturales, una
de las cuales es la tradición revolucionaria, se aferran con más tenacidad a
las categorías del pasado, lo que les impide comprender el presente y su propio
papel en éste. Es a menudo emocionante contemplar con qué nostálgicos
sentimientos los más rebeldes entre nuestros estudiantes esperan que surja el
«verdadero» ímpetu revolucionario de aquellos grupos de la sociedad que les
denuncian tanto más vehementemente cuanto más tienen que perder con algo que
podría alterar el suave funciona- miento
de la sociedad de consumo. Para lo mejor y para lo peor -y yo creo que existen
razones tanto para tener miedo como para tener esperanza- la realmente nueva y
potencialmente revolucionaria clase de la sociedad estará integrada por
intelectuales, y su poder potencial, todavía no comprendido, es muy grande,
quizá demasiado grande para el bien de la Humanidad, pero todo esto son
especulaciones.
Sea lo que fuere,
en este contexto nos interesa principalmente la extraña resurrección de las
filosofías vitalistas de Bergson y Nietzsche en su versión soreliana. Todos
sabemos hasta qué punto esta antigua combinación de violencia, vida y
creatividad figura en el rebelde estado mental de la actual generación. No hay
duda de que el énfasis prestado al puro hecho de vivir, y por eso a hacer el
amor como manifestación más gloriosa de la vida, es una respuesta a la
posibilidad real de construcción de una máquina del Juicio Final que destruya
toda vida en la Tierra. Pero no son nuevas las categorías en las que se
incluyen a sí mismos los nuevos glorificadores de la vida. Ver la productividad
de la sociedad en la imagen de la «creatividad» de la vida es por lo menos tan
viejo como Marx, creer en la violencia como fuerza promotora de la vida es por
lo menos tan viejo como Nietzsche y juzgar a la creatividad como el más elevado
bien del hombre es por lo menos tan viejo como Bergson.
Y esta
justificación biológica de la violencia, aparentemente tan nueva, está además
íntimamente ligada con los elementos más perniciosos de nuestras más antiguas
tradiciones de pensamiento político. Según el concepto tradicional de poder,
igualado como vimos a la violencia, el poder es expansionista por naturaleza.
Tiene «un impulso interno de
crecimiento», es creativo porque «le es propio el instinto de crecer».
De la misma manera
que en el reino de la vida orgánica todo crece o decae, se supone que en el
reino de los asuntos humanos, el poder puede sustentarse a sí mismo sólo a
través de la expansión; de otra manera,
se reduce y muere. «Lo que deja de crecer comienza a pudrirse», afirma un
antiguo adagio ruso de la época de Catalina la Grande. Los reyes, se nos ha
dicho, fueron muertos «no por obra de su tiranía ni por su debilidad». El
pueblo erige patíbulos, no como castigo moral al despotismo sino como castigo
biológico a la debilidad. (El subrayado es de la autora.) Las revoluciones, por
eso, estaban dirigidas contra los poderes establecidos «sólo desde un punto de
vista exterior». Su verdadero «efecto era dar al Poder un nuevo vigor y un
nuevo equilibrio y derribar los obstáculos que habían obstruido durante largo
tiempo su desarrollo».
Cuando Fanon habla
de la «locura creativa» presente en la acción violenta, sigue pensando en esta
tradición.
Nada, en mi
opinión, podría ser teóricamente más peligroso que la tradición de pensamiento
orgánico en cuestiones políticas, por la que el poder y la violencia son
interpretados en términos biológicos. Según son hoy comprendidos estos
términos, la vida y la supuesta creatividad de la vida son su denominador
común, de tal forma que la violencia es justificada sobre la base de la
creatividad. Las metáforas orgánicas de que está saturada toda nuestra presente
discusión de estas materias, especialmente sobre los disturbios —la noción de
una «sociedad enferma» de la que son síntoma los disturbios, como la fiebre es
síntoma de enfermedad— sólo pueden finalmente promover la violencia. De esta
forma, el debate entre quienes proponen medios violentos para restaurar «la ley
y el orden» y quienes proponen reformas no violentas comienza a parecerse
alarmantemente a una discusión entre dos médicos que debaten las ventajas de
una operación quirúrgica frente al tratamiento del paciente por otros medios.
Se supone que cuanto más enfermo esté el paciente, más probable será que la
última palabra corresponda al cirujano. Además, mientras hablamos en términos
no políticos, sino biológicos, los glorificadores de la violencia pueden
recurrir al innegable hecho de que en el dominio de la Naturaleza la
destrucción y la creación son sólo dos aspectos del proceso natural, de forma
tal que la acción violenta colectiva puede aparecer tan natural en calidad de
prerrequisito de la vida colectiva de la Humanidad como lo es la lucha por la
supervivencia y la muerte violenta en la continuidad de la vida dentro del
reino animal.
El peligro de
dejarse llevar por la engañosa plausibilidad de las metáforas orgánicas es
particularmente grande allí donde se trata del tema racial. El racismo, blanco
o negro, está por definición preñado de violencia porque se opone a hechos
orgánicos naturales —una piel blanca o una piel negra— que ninguna persuasión
ni poder puede modificar; todo lo que uno puede hacer, cuando ya están las
cartas echadas, es exterminar a sus portadores. El racismo, a diferencia de la
raza, no es un hecho de la vida, sino una ideología, y las acciones a las que
conduce no son acciones reflejas sino actos deliberados basados en teorías
seudocientíficas. La violencia en la lucha interracial resulta siempre homicida
pero no es «irracional»; es la consecuencia lógica y racional del racismo,
término por el que yo no entiendo una serie de prejuicios más bien vagos de una
u otra parte, sino un explícito sistema ideológico. Bajo la presión del poder,
los prejuicios, diferenciados tanto de los intereses como de las ideologías,
pueden ceder; como vimos que sucedió con el muy eficaz movimiento de los
derechos civiles, que era enteramente no violento («Hacia 1964 [...] la mayoría
de los americanos estaban convencidos de que la subordinación, y en menor grado
la segregación, constituían un mal»). Pero aunque los boicots, las sentadas y
las manifestaciones tuvieron éxito en la eliminación de las leyes y reglamentos
discriminatorios del sur, fracasaron notoriamente y se tornaron
contraproducentes cuando se enfrentaron con las condiciones sociales de los
grandes núcleos urbanos: las firmes necesidades de los guetos negros por un
lado, y por el otro los intereses dominantes de los grupos blancos de ingresos
más bajos, respecto a vivienda y enseñanza. Todo lo que este modo de acción
podía hacer, y desde luego hizo, file denunciar estas condiciones, llevarlas a
la calle, donde quedó expuesta peligrosamente la irreconciliabilidad básica de
los intereses.
Pero incluso la
violencia de hoy, los disturbios negros y la violencia potencial de la reacción
blanca no son todavía manifestaciones de ideologías racistas y de su lógica
homicida. (Los disturbios, se ha dicho recientemente, son «protestas
articuladas contra agravios genuinos»; además su «limitación y su selectividad
o [...] su racionalidad figuran ciertamente entre [sus] rasgos más cruciales».
Y lo mismo sucede con la reacción blanca, fenómeno que, contra todas las
predicciones, no se ha caracterizado hasta ahora por su violencia. Es la
reacción perfectamente racional de ciertos grupos de intereses que protestan
furiosamente de que se les singularice para que sean ellos quienes paguen todo
el precio de una política de integración mal concebida a cuyas consecuencias
pueden fácilmente escapar sus autores).
El peligro mayor
proviene de la otra dirección; como la violencia necesita siempre
justificación, una escalada de la violencia en las caIles pueden dar lugar a
una ideología verdaderamente racista que la justifique. El racismo, tan
sonoramente evidente en el «Manifiesto» de James Forman, es probablemente más
una reacción a los disturbios caóticos de los últimos años que su causa.
podría, desde luego, provocar una reacción blanca realmente violenta, cuyo
mayor peligro consistiría en la transformación de los prejuicios blancos en una
completa ideología racista, para la que «la ley y el orden» se convertirían en
una pura fachada. En este caso todavía improbable el clima de opinión en eh
país podría deteriorarse hasta el punto de que una mayoría de ciudadanos
deseara pagar el precio del terror invisible de un Estado policíaco a cambio de
contar con la ley y el orden en las calles. Nada de esto es lo que ahora
conocemos, un género de reacciÓn policíaca, completamente brutal y muy visible.
El comportamiento y
los argumentos en los conflictos de intereses no son notorios por su «racionalidad».
Nada, desgraciadamente, ha sido tan constantemente refutado por la realidad
como el credo del «ilustrado interés propio» en su versión literal igual que en
su más compleja variante marxista. Alguna experiencia más un poco de reflexión
nos enseñan, por el contrario, que va contra la verdadera naturaleza del
interés propio el ser ilustrado. Por tomar un ejemplo de la vida diaria, veamos
el conflicto de intereses entre inquilino y casero: un interés ilustrado se
concentraría en un edificio apto para vivienda humana; pero este interés es
completamente diferente del (y en la mayor parte de los casos opuesto al)
interés propio del casero en elevados beneficios y al del inquilino en un bajo
alquiler. La respuesta corriente de un árbitro, aparentemente portavoz de la
«ilustración», sería que, a largo plazo el interés del edificio es el verdadero
interés del casero y del inquilino, pero esta respuesta no tiene en cuenta el
factor tiempo, de importancia capital para todos los que intervienen en el
asunto. Interés propio es interés en el yo, y el yo puede morir o mudarse o
vender la casa.
Por obra de su
cambiante condición, es decir, en definitiva por la condición humana de la
mortalidad, el yo en cuanto yo no puede calcular en términos de intereses a
largo plazo, por ejemplo, el interés de un mundo que sobrevive a sus
habitantes. El deterioro de un edificio es cuestión de años; un aumento del
alquiler o un beneficio temporalmente bajo son cosas de hoy o de mañana. Y algo
similar mutatis mutandis sucede desde luego en los conflictos laborales y de
otro tipo. El interés propio, cuando se le pide someterse al «verdadero»
interés -es decir, al interés del mundo como distinto del interés del yo-
siempre replicará: Cerca está mi camisa pero más cerca está mi piel. Esto puede
que no sea muy razonable, pero es
completamente realista; es la no muy noble pero adecuada respuesta a la
discrepancia de tiempo entre las vidas particulares de los hombres y la
totalmente diferente esperanza de vida del mundo público. Esperar que gente que
no tiene la más ligera noción de lo que es la res publica, la cosa pública, se
comporte no violentamente y argumente racionalmente, en cuestiones de interés, no es ni realista ni
razonable.
La violencia,
siendo por su naturaleza un instrumento, es racional hasta el punto en que
resulte efectiva para alcanzar el fin que deba justificarla. Y dado que cuando
actuamos nunca conocemos con certeza las consecuencias eventuales de lo que
estamos haciendo, la violencia seguirá siendo racional sólo mientras persiga
fines a corto plazo. La violencia no promueve causas, ni la historia ni la
revolución, ni el progreso ni la reacción; pero puede servir para dramatizar
agravios y llevarlos a la atención pública. Como Conor Cruise O'Brien (en una
discusión sobre la legitimidad de la violencia en el «Teatro de las Ideas»)
señaló una vez, citando a William (YBrien, el agrario y agitador nacionalista
irlandés: A veces, «la violencia es el único camino para lograr una audiencia a la moderación». Pedir lo
imposible para obtener lo posible no es siempre contraproducente. Y desde
luego, la violencia, contra lo que sus profetas tratan de decirnos, es más un
arma de reforma que de revolución. Francia no hubiera obtenido su ley más
radical desde los tiempos de Napoleón para modificar su anticuado sistema de
enseñanza si los estudiantes franceses no se hubieran lanzado a la revuelta; si
no hubiera sido por los disturbios de la primavera, nadie en la Universidad de
Columbia hubiera soñado en aceptar la introducción de reformas*; y es
probablemente muy cierto que en Alemania occidental la existencia de «minorías
disidentes ni siquiera hubiese sido advertida si no hubiera sido porque éstas
se lanzaron a la provocación»**. Sin duda alguna, «la violencia renta»,
pero lo malo es que renta indiscriminadamente, tanto para clases sobre música
«soul» y de swahili como para reformas auténticas. Y como las tácticas de la
violencia y del quebrantamiento sólo tienen sentido cuando se emplean para
lograr objetivos a corto plazo, es más probable, como ha sido recientemente el
caso en los Estados Unidos, que el poder establecido acepte demandas estúpidas
y obviamente dañinas -como las de admitir estudiantes sin las calificaciones
necesarias e instruirles en materias inexistentes- si tales «reformas» pueden
efectuarse con relativa facilidad, que el que la violencia pueda ser efectiva
con respecto al objetivo, relativamente a largo plazo, del cambio estructural.
* «En Columbia,
hasta la revuelta del último año, por ejemplo, habían estado llenándose de
polvo en el despacho del Presidente un informe sobre la vida estudiantil y otro
sobre las viviendas del claustro de profesores».
** Rudi Dutschke,
citado en Der Spiegel, febrero 10 de 1969, p. 27. Günter Grass, manifestándose
en la misma forma tras el atentado contra Dutschke en la primavera de 1968,
subraya también la relación entre reformas y violencia: «El movimiento juvenil
de protesta ha revelado la fragilidad de nuestra democracia, insuficientemente afirmada.
En esto ha tenido éxito, pero dista de saberse adónde le conducirá semejante
éxito; o bien conseguirá que se realicen las tan demoradas reformas o la
incertidumbre ahora expuesta proporcionará a falsos profetas mercados prometedores y una publicidad
gratuita.».
Además, el peligro
de la violencia, aunque se mueva conscientemente dentro de un marco no violento
de objetivos a corto plazo, será siempre el de que los medios superen al fin.
Si los fines no se obtienen rápidamente, el resultado no será sólo una derrota
sino la introducción de la práctica de la violencia en todo el cuerpo político.
La acción es irreversible y siempre resulta improbable en caso de derrota un
retorno al status quo. La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el
mundo, pero el cambio más probable originará un mundo más violento. ***
***Otra cuestión que
aquí no podemos discutir es la referente al grado hasta el que es capaz de
reformarse a sí mismo todo el sistema universitario. Yo creo que no existe una
respuesta general. Aunque la rebelión estudiantil es un fenómeno global, los
mismos sistemas universitarios no son en absoluto uniformes y varían no sólo de
país a país sino de institución a institución; todas las soluciones al problema
deben proceder de, y corresponder a, condiciones estrictamente locales. De esta
forma, en algunos países, la crisis universitaria puede incluso ensancharse
hasta transformarse con una crisis gubernamental, como Der Spiegel juzgó
posible al referirse a la situación alemana.
Finalmente -volviendo
a la primitiva denuncia del sistema como tal, formulada por Sorel y Pareto-
cuanto más grande sea la burocratización de la vida pública, mayor será la
atracción de la violencia. En una burocracia completamente desarrollada no hay
nadie con quien discutir, a quien presentar agravios o sobre quien puedan
ejercerse las presiones de poder. La burocracia es la forma de Gobierno en la
que todo el mundo está privado de libertad política, del poder de actuar;
porque el dominio de Nadie no es la ausencia de dominio, y donde todos carecen
igualmente de poder tenemos una tiranía sin tirano. La característica crucial
de las rebeliones estudiantiles del mundo entero ha sido el haberse dirigido en
todas partes contra la burocracia dominante. Esto explica lo que a primera
vista parece tan inquietante: que las rebeliones del este exijan precisamente
aquellas libertades de expresión y pensamiento que los jóvenes rebeldes del
oeste afirman despreciar por irrelevantes. Al nivel de las ideologías, todo es
confuso; lo es mucho menos si partimos del hecho obvio de que las maquinarias
de los grandes partidos han logrado en todas partes imponerse a la voz de los
ciudadanos, incluso en aquellos países donde siguen intactas la libertad de
expresión y la de asociación. Los disidentes y los resistentes del este exigen
libertad de expresión y de pensamiento como condiciones preliminares de la
acción política; los rebeldes del oeste viven bajo condiciones en las que estos
preliminares ya no abren canales para la acción, para el ejercicio
significativo de la libertad. Lo que les importa es, desde luego, la Praxisentzug,
la suspensión de la acción, como Jens Litten, un estudiante alemán, la ha denominado
correctamente. La transformación del Gobierno en Administración, o de las
Repúblicas en burocracias y la desastrosa reducción del dominio público que la
ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad
Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos
cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos. (Hace
setenta años Pareto reconoció que la «libertad... por lo cual yo entiendo el
poder de actuar, se reduce cada día, salvo para los delincuentes, en los
llamados países libres y democráticos».) Lo que hace de un hombre un ser
político es su facultad de acción; le permite unirse a sus iguales, actuar
concertadamente y alcanzar objetivos y empresas en los que jamás habría
pensado, y aun menos deseado, si no hubiese obtenido este don para embarcarse
en algo nuevo. Filosóficamente hablando, actuar es la respuesta humana a la
condición de la natalidad. Como todos llegamos al mundo por virtud del
nacimiento, en cuanto recién llegados y principiantes somos capaces de comenzar
algo nuevo; sin el hecho del nacimiento, ni siquiera sabríamos qué es la
novedad, toda «acción» sería bien mero comportamiento, bien preservación.
Ninguna otra facultad excepto la del lenguaje, ni la razón ni la conciencia,
nos distingue tan radicalmente de todas las demás especies animales. Actuar y
comenzar no son lo mismo pero están íntimamente relacionados.
Ninguna de las
propiedades de la creatividad es expresada adecuadamente por metáforas
extraídas del proceso de la vida. Engendrar y parir no son más creativos de lo
que aniquilante es el morir; son sólo fases diferentes del mismo y periódico
ciclo al que están sujetos todos los seres vivos como si se hallaran en trance.
Ni la violencia ni el poder son un fenómeno natural, es decir, una
manifestación del proceso de la vida; pertenecen al terreno político de los
asuntos humanos cuya calidad esencialmente humana está garantizada por la
facultad humana de la acción, la capacidad de comenzar algo nuevo. Y creo que
puede demostrarse que ninguna otra capacidad humana ha sufrido hasta tal punto
a consecuencia del progreso de la Edad Moderna porque progreso, tal como hemos
llegado a concebirlo, significa crecimiento, el implacable progreso de más y
más, de más grande y más grande. Cuanto más grande se torna un país en términos
de población, de objetos y de posesiones, mayor será su necesidad de
administración y con ésta mayor el anónimo poder de los administradores.
Pavel Kohout, un
autor checo, escribiendo en el apogeo del experimento de la libertad en
Checoslovaquia, definió a un «ciudadano libre» como un «Ciudadano CoDominante».
Aludía nada más ni nada menos que a la «democracia participativa» de la que
tanto hemos oído hablar en Occidente durante los últimos años. Kohout añadió
que el mundo de hoy sigue necesitando grandemente de lo que puede ser «un nuevo
ejemplo» si «los próximos mil años no van a convertirse en una era de monos
supercivilizados»; o, peor aún, del «hombre convertido en pollo o rata»,
dominado por una «élite» cuyo poder se derive «de los sabios consejos [...] de
auxiliares intelectuales» quienes creen que los hombres de los «tanques de
pensamiento» son pensadores y que las computadoras pueden pensar; «los consejos
pueden resultar ser increíblemente insidiosos y, en vez de perseguir objetivos
humanos, pueden perseguir problemas completamente abstractos que han sido
transformados de manera imprevista en el cerebro artificial».
Este nuevo ejemplo
difícilmente será impuesto por la práctica de la violencia, aunque estoy
inclinada a pensar que parte considerable de la actual glorificación de la
violencia es provocada por una grave frustración de la facultad de acción en el
mundo moderno. Es sencillamente cierto que los disturbios de los guetos y los
disturbios de las universidades logran que «los hombres sientan que están
actuando unidos en una forma que rara vez les resulta posible»37. No sabemos si
estos acontecimientos son los comienzos de algo nuevo -el «nuevo ejemplo»- o
los estertores de una facultad que la Humanidad esté a punto de perder. Tal
como las cosas se encuentran ahora, cuando vemos cómo las superpotencias
encallan bajo el monstruoso peso de su propia grandeza, parece que habrá una
posibilidad de realización del «nuevo ejemplo», aunque sea en un pequeño país o
en sectores reducidos y bien definidos de las sociedades de masas de las
grandes potencias.
Los procesos de
desintegración que se han hecho tan manifiestos en los últimos años -el
deterioro de los servicios públicos: escuelas, policía, distribución de la
correspondencia, recogida de basuras, transportes, etc.; el índice de
mortalidad en las carreteras y los problemas de tráfico en las ciudades; la
polución del aire y del agua- son resultados automáticos de las necesidades de
las sociedades de masas que se han tornado tan indominables. Son acompañados y
a menudo acelerados por el simultáneo declive de los diversos sistemas de
partidos, todos de más o menos reciente origen y concebidos para servir las
necesidades políticas de las masas de población -en Occidente para hacer
posible el Gobierno representativo cuando ya no lo sería a través de la
democracia directa porque «no hay sitio para todos en la habitación» (John
Selden) y en el Este para hacer más efectivo el dominio absoluto sobre vastos
territorios-. La grandeza se ve afligida por la vulnerabilidad y las grietas en
la estructura del poder se ensanchan en todas partes menos en los pequeños
países. Y aunque nadie puede señalar con seguridad cuándo y dónde se llegará al
punto de ruptura, podemos observar, casi medir, cómo son insidiosamente
destruidas la fuerza y la flexibilidad de nuestras instituciones como si se
fueran vaciando gota a gota.
Además, existe la
reciente aparición de una curiosa nueva forma de nacionalismo, usualmente
concebida como inclinación hacia la Derecha, pero que, más probablemente,
constituye un indicio de un resentimiento creciente y mundial contra la
«grandeza» como tal. Mientras que antiguamente los sentimientos nacionales
tendían a unir a los diferentes grupos étnicos, concentrando sus sentimientos
políticos en la nación como conjunto, ahora vemos cómo un nacionalismo étnico
comienza a amenazar con disolver las más antiguas y mejor establecidas
Naciones-Estados.
Los escoceses y los
galeses, los bretones y los provenzales, grupos étnicos cuya afortunada
asimilación fue prerrequisito para la aparición de la Nación-Estado y que había
parecido completamente afirmada, se inclinan hacia el separatismo en rebeldía
contra los Gobiernos centralizados de Londres y de París. Y justo cuando la
centralización, bajo el impacto de la grandeza, resultaba ser contraproducente
en sus propios términos, este país, fundado, según el principio federal, en la
división de poderes y poderoso mientras que esta división fue respetada, se ha
lanzado de cabeza, con el aplauso unánime de todas las fuerzas «progresistas»,
a un experimento, nuevo para América, de administración centralizada:
preponderancia del Gobierno federal sobre los poderes de los Estados y erosión
del poder del Congreso por parte del poder del Ejecutivos . Es como si la más
próspera colonia europea deseara compartir el destino de las madres patrias en
su decadencia, repitiendo apresuradamente los mismos errores que los autores de
la Constitución trataron de corregir y eliminar.
Cualesquiera que
puedan ser las ventajas y desventajas administrativas de la centralización, su
resultado político es siempre el mismo: la monopolización del poder provoca la
desecación o el filtrado de todas las auténticas fuentes de poder en el país.
En los Estados Unidos, basados en una gran pluralidad de poderes y en sus
frenos y equilibrios mutuos, nos enfrentamos no sólo con la desintegración de
las estructuras del poder, sino con el hecho de que el poder, aparentemente
todavía intacto y libre de manifestarse por sí mismo, pierde su garra y se
torna ineficaz. Hablar de la importancia del poder ya no es una ingeniosa
paradoja.
La cruzada del
senador Eugene McCarthy en 1968 «para probar el sistema» sacó a la luz un
resentimiento popular contra las aventuras imperialistas, proporcionó un nexo
de unión entre la oposición del Senado y la de la calle, impuso, al menos
temporalmente, un cambio espectacular en la política y demostró cuán
rápidamente podía ser desalienada la mayoría de los jóvenes rebeldes, saltando
a la primera oportunidad, no para abolir el sistema, sino para hacerlo
funcionar de nuevo. Pero todo este poder pudo ser aplastado por la burocracia
del Partido, que, contra todas las tradiciones, prefirió perder la elección
presidencial con un candidato impopular que resultaba ser un apparatchik.
(Algo similar sucedió cuando Rockefeller perdió la candidatura ante Nixon
durante la Convención republicana.)
Hay otros ejemplos
que demuestran la curiosa contradicción inherente a la impotencia del poder.
Por obra de la enorme eficacia del trabajo científico en equipo, que es quizá
la más sobresaliente contribución americana a la ciencia moderna, podemos
controlar los más complicados procesos con una precisión tal que los viajes a
la Luna son menos peligrosos que las habituales excursiones de fin de semana;
pero la supuesta «mayor potencia de la Tierra» es incapaz de acabar una guerra,
claramente desastrosa para todos los que en ella intervienen, en uno de los más
pequeños países del globo. Es como si estuviéramos dominados por un hechizo de
cuento de hadas que nos permitiera hacer lo «imposible» a condición de perder
la capacidad de hacer lo posible, lograr hazañas fantásticas y extraordinarias
con tal de no ser ya capaces de atender debidamente a nuestras necesidades
cotidianas. Si el poder guarda alguna relación con el
nosotros-queremos-y-nosotros-podemos, a diferencia del simple nosotros-podemos,
entonces hemos de admitir que nuestro poder se ha tornado impotente. Los
progresos logrados por la ciencia nada tienen que ver con el Yo-quiero;
seguirán sus propias leyes inexorables, obligándonos a hacer lo que podemos,
prescindiendo de las consecuencias. ¿Se han separado el Yo-quiero y el
Yo-puedo? ¿Tenía Valéry razón cuando dijo hace cincuenta años:«¿Puede decirse
que todo lo que sabemos, es decir, todo lo que podemos, ha acabado por enfrentarse
con lo que somos?».
Una vez más,
ignoramos a dónde nos conducirán estas evoluciones, pero sabemos, o deberíamos
saber, que cada reducción de poder es una abierta invitación a la violencia;
aunque sólo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se
desliza de sus manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido
difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia.
El profesor B. C.
Parekh, de la Universidad de Hull, Inglaterra, me llamó amablemente la atención
sobre el siguiente párrafo en la sección sobre Feuerbach de La Ideología
Alemana (1846) de Marx y Engels, de la que Engels escribió más tarde: «La parte
concluida sólo demuestra cuán incompleto era en la época nuestro conocimiento
de la Historia de la Economía.» «Tanto para la producción en una escala masiva
de esta conciencia comunista, como para el éxito de la misma causa, es
necesaria la transformación del hombre en una escala de masas, una transformación
que sólo puede operarse en un movimiento práctico, en una revolución. Esta
revolución es necesaria por ello, no sólo porque la clase dominante no puede
ser derribada de otra manera, sino también porque el derrocamiento de una clase
en una revolución sólo puede tener éxito desprendiéndose de todo el estiércol
de los siglos y acoplándose para formar una nueva sociedad».
Incluso en estas
manifestaciones premarxistas, como en realidad eran, Marx habla de «la
transformación del hombre en una escala masiva» y de una «producción en masa de
conciencia», no de la liberación de un individuo a través de un aislado acto de
violencia.
El inconsciente
deslizamiento de la Nueva Izquierda, del marxismo, ha sido debidamente
advertido. Véanse especialmente los recientes comentarios sobre el movimiento
estudiantil formulados por Leonard Schapiro. Consideran que el nuevo énfasis
sobre la violencia constituye un tipo de orientación, bien hacia el socialismo
utópico premarxista (Aron), bien al anarquismo ruso de Nechaev y Bakunin
(Schapiro) que «tenían mucho que decir acerca de la importancia de la violencia
como factor de unidad, como fuerza de ligazón en una sociedad o grupo, un siglo
antes de que emergieran las mismas ideas en las obras de Jean Paul Sartre y de
Frantz Fanon».
El mismo Sartre en
su Crítica de la Razón Dialéctica proporciona un tipo de explicación hegeliana
a su adhesión a la violencia. Su punto de partida es el de que «la necesidad y
la escasez determinaron la base maniqueísta de acción y moral» en la Historia
presente, «cuya verdad está basada en la escasez [y] debe manifestarse a sí
misma en una reciprocidad
antagónica entre las clases». La agresión es la consecuencia
de la necesidad en un mundo donde «no hay bastante para todos». En tales
circunstancias la violencia ya no es un fenómeno marginal.
«La violencia y la
contraviolencia son quizá contingencias, pero son necesidades contingentes y la
consecuencia imperativa de cualquier intento de destruir esta inhumanidad es
que, al destruir en el adversario la inhumanidad del contra-hombre, yo puedo
destruir en él sólo la humanidad del hombre, y realizar en mí su inhumanidad.
Si yo mato, torturo, esclavizo... mi objeto es suprimir su libertad -es una
fuerza ajena, de demasiado.» Su modelo para una condición en la que
«cada uno es demasiado. Cada uno es redondante para el otro» es una cola de
autobús, cada uno de cuyos miembros, evidentemente «no se fija en los demás
excepto como número de una serie cuantitativa». Y concluye: «Recíprocamente
rehúsan cualquier relación entre cada uno de sus mundos interiores.» De aquí se
deduce que la praxis «es la negación de alteridad, que es ella misma una
negación», conclusión muy grata dado que la negación de una negación es una
afirmación.
El fallo del
argumento me parece obvio. Existe toda la diferencia del mundo entre «no
fijarse» y «rehusar», entre «rehusar cualquier relación» con alguien y «negar»
su diversidad; y para una persona cuerda hay una distancia considerable que
recorrer desde esta «negación» teórica a la muerte, la tortura y la
esclavización.
Constituyen, desde
luego, un grupo muy mezclado. Los estudiantes radicales se reúnen fácilmente
con individuos que han abandonado sus estudios, con hippies, drogadictos y
psicópatas. La situación se complica aún más merced a la insensibilidad de los
poderes establecidos ante las distinciones, a menudo sutiles, entre delito e
irregularidad, distinciones que son de gran importancia. Las sentadas y las
ocupaciones de edificios no son lo mismo que los incendios provocados y la
revuelta armada y la diferencia no es simplemente de grado. (Contra la opinión
de un miembro del Consejo de Síndicos de Harvard, la ocupación por los
estudiantes de un edificio de una Universidad no es lo mismo que la invasión
por el populacho de una sucursal del First National City Bank, por la simple
razón de que los estudiantes penetran en una propiedad cuyo uso les pertenece
tanto como al claustro de profesores y a la Administración de la Universidad.)
Aún más alarmante es la inclinación del Claustro y de la Administración a
tratar a los drogadictos y a los elementos delictivos con mayor tolerancia que
a los auténticos rebeldes.
Helmut Schelsky, el
investigador social alemán, describió en fecha temprana,1961, la posibilidad de
un «nihilismo metafísico», por lo que él entendía la radical negación social y
espiritual «de todo el proceso de reproducción científico-técnica del hombre»,
esto es, el decir no al «creciente mundo de una civilización científica».
Llamar «nihilista»
a esta actitud presupone una aceptación del mundo moderno como único posible.
El desafío de los jóvenes rebeldes se refiere precisamente a este punto. Tiene,
por lo demás, mucho sentido el invertir los términos y declarar, como Sheldon, Wolin
y John Schaar hicieron, «El mayor peligro en la actualidad es que lo
establecido y lo respetable parecen preparados a secundar la negación más profundamente
nihilista que parece posible, o sea, la negación del futuro a través de la
negaci6n de sus propios hijos, los portadores del futuro.»
Nathan Glazer, en
un artículo, escribe: «Los estudiantes radicales me recuerdan más a los
ludditas destrozadores de máquinas que a los sindicalistas socialistas que
lograron la ciudadanía y el poder para los trabajadores», y de esta impresión
deduce que Zbigniew (en un artículo sobre Columbia publicado en The New
Republic) pudo haber tenido razón en su diagnóstico: «Muy frecuente, las
revoluciones son los últimos espasmos del pasado, y por eso no son realmente
revoluciones sino contrarrevoluciones, que actúan en nombre de las
revoluciones.» ¿No resulta muy curiosa esta inclinación a marchar hacia adelante
a cualquier precio, en dos autores generalmente considerados como
conservadores? ¿Y no es aún más curioso que Glazer se mostrara ignorante de las
diferencias decisivas en I re la maquinaria inglesa de comienzos del siglo XIX
y la técnica desarrollada a mediados del siglo XX) que ha resultado ser
destructiva aun cuando parecía la más beneficiosa: el descubrimiento de la
energía nuclear, la automación, la Medicina, cuyos poderes curativos han
conducido a la superpoblación, que a su vez conducirá casi con certeza al
hambre masiva, la polución de la atmósfera, etc.?
Buscar precedentes
y analogías donde no existen, evitar la información y la reflexión sobre lo que
se está haciendo y diciendo en términos de los mismos acontecimientos, bajo el
pretexto de que debemos aprender las lecciones del pasado, especialmente las de
la época comprendida entre las dos guerras mundiales, se ha tornado
característica común a muchas grandes discusiones actuales. El espléndido y
documentado informe de Stephen Spender, citado más arriba, referente al
movimiento estudiantil, se halla enteramente libre de esta forma de escapismo.
Es uno de los pocos hombres de su generación que vive completamente el presente
y que recuerda lo suficiente su propia juventud como para ser consciente de las
diferencias en modo, estilo, pensamiento y acción. («Los estudiantes de hoy son
enteramente diferentes de los de Oxbridge, Harvard, Princeton o Heidelberg de
hace cuarenta años», p. 165.) Pero la actitud de Spender es compartida por
quienes, sea cual fuere su generación, se hallan verdaderamente preocupados por
el futuro del mundo y del hombre, a diferencia de los que prefieren jugar con
todo eso. (Wolin y Schaar, op. cit., hablan de «el revivir de un sentido de
destino compartido» como puente entre las generaciones, «de nuestros comunes
temores a que las armas científicas puedan destruir toda vida, a que la
tecnología desfigure crecientemente a los hombres que viven en la ciudad como
ya ha envilecido la tierra y oscurecido el cielo»; a «que el
"proceso" de la industria destruya la posibilidad de todo trabajo
interesante; y a que las comunicaciones" borren los últimos rastros de las
culturas diferenciadas que han sido herencia de todas las sociedades, menos de
las más ignorantes».)
Parece natural que
esta posición debería ser más corriente entre físicos y biólogos que entre los
consagrados a las ciencias sociales, aunque los estudiantes de las
especialidades primero señaladas tardaron más en unirse a la rebelión que sus
compañeros de Humanidades. Así, Adolf Portmann, el famoso biólogo suizo,
considera que el foso entre generaciones guarda escasa relación con un
conflicto entre lo Joven y lo Viejo; coincide con el desarrollo de la ciencia
nuclear; «el mundo resultante es enteramente nuevo. [Esto] no puede compararse
ni siquiera con la más poderosa revolución del pasado. Y George Wald de Harvard,
en su famoso discurso en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, declaró
acertadamente que tales maestros comprenden «las razones del desasosiego [de
sus estudiantes] aún mejor que ellos» y, aún más, que «lo comparten», op. cit.
La actual
politización de las universidades, acertadamente denunciada, es atribuida
habitualmente a los estudiantes rebeldes, a quienes se acusa de atacar a las
universidades porque éstas constituyen el eslabón más débil en la cadena del
poder establecido. Es perfectamente cierto que las universidades no podrían
sobrevivir si desaparecieran el «distanciamiento intelectual y la desinteresada
búsqueda de la verdad»; y que, lo que resulta aún peor, es improbable que una
sociedad civilizada de cualquier clase pueda sobrevivir a la desaparición de
estas curiosas instituciones cuya principal función social y política descansa
precisamente en su imparcialidad y en su independencia de la presión social y
del poder político. El poder y la verdad, ambos perfectamente legítimos por sus
propios derechos, son esencialmente fenómenos distintos y su prosecución
determina estilos de vida existencialmente diferentes: Zbignjew Brzezinski, advierte
este peligro pero, o se resigna o no se muestra al menos indebidamente alarmado
por la perspectiva.
La «Tecnotrónica»,
cree, nos conducirá a una nueva «supercultura» bajo la guía de los nuevos
«intelectuales orientados a la organización e inclinados a la aplicación»
(véase especialmente el reciente análisis crítico de Noam Chomsky. Pues bien,
es mucho más probable que esta nueva raza de intelectuales, anteriormente
denominados tecnócratas, nos conduzca a una época de tiranía y de profunda
esterilidad.
Sea como fuere, lo
cierto es que la politización de las universidades por el movimiento
estudiantil fue precedida por la politización de las universidades por los
poderes establecidos. Los hechos son sobradamente conocidos como para que sea
necesario subrayarlos, pero bueno es recordar que no se trata simplemente de
una cuestión de investigación bioética. Henry Steele Commager denunció
recientemente a «la Universidad como Agencia de empleos». Desde luego «por
mucha imaginación que se derroche no puede decirse que la Dow Chemical Company,
los Marines o la CIA sean empresas docentes» o instituciones cuya finalidad es
la búsqueda de la verdad. El alcalde John Lindsay suscitó la cuestión derecho
de la Universidad a «denominarse a sí misma una institución especial,
divorciada de pretensiones mundanas,
mientras que interviene en especulaciones inmobiliarias y ayuda a planear y
evacuar proyectos para los militares en Vietnam» (The New York Times, «The Week
in Review». Pretender que la Universidad es el «cerebro de la sociedad» o de la
estructura de poder es un disparate peligroso y arrogante; aunque sólo fuera
por el hecho de que la sociedad no es 'un «cuerpo», y menos aún, un cuerpo sin
cerebro.
Para evitar
equívocos: Estoy de acuerdo con Stephen Spender en que sería una locura que los
estudiantes destrozaran las
universidades (aunque son los únicos que podrían hacerlo efectivamente, por la
simple razón de que cuentan en su favor con el número, y por eso con el
verdadero poder) porque el campus constituye no sólo su base real sino la única
posible. «Sin la Universidad, no habría estudiantes» (p. 22). Pero las
universidades seguirán siendo una base para los estudiantes sólo mientras
proporcionen el único lugar en la sociedad donde el poder no tenga la última
palabra, pese a todas las perversiones e hipocresías en contra. En la actual
situación existe el peligro de que o bien los estudiantes, o bien, como en
Berkeley, el poder que sea, enloquezcan; si esto sucediera, los jóvenes
rebeldes habrían hilado una fibra más en lo que se ha denominado certeramente
«la trama del desastre» Richard A. Falk, de Princeton).
Fred M. Hechinger,
en un artículo, «Campus Crisis», publicado en The New York Times, «The Week in
Review» (4 de mayo de 1969), escribe: «Como las exigencias de los estudiantes
negros están habitualmente justificadas [...] la reacción es generalmente
favorable. Hecho característico de la actitud presente en estas cuestiones es
el de que el «Manifiesto a las Iglesias Cristianas Blancas, a las Sinagogas
Judías y a todas las demás Instituciones Racistas de los Estados Unidos»,
aunque hubiese sido leído y distribuido públicamente, y fuera por eso
ciertamente, «noticia apta para ser publicada», no fuese publicado hasta que la
New York Review of Books lo implicó sin la Introducción.
Su contenido, en
realidad, es una fantasía semianalfabeta y no puede ser tomado en serio. Pero
es algo más que una broma y para nadie resulta un secreto que la comunidad negra incurre ahora caprichosamente en semejantes fantasías. Es
comprensible que las autoridades se aterraran. Lo que no puede comprenderse ni
perdonarse es su falta de imaginación. ¿Acaso no resulta evidente que si Mr.
Forman y sus seguidores no encuentran oposición en la comunidad general y
aunque reciban un poco de dinero apaciguador, se verán forzados a tratar de
ejecutar un programa en el que quizá ni siquiera ellos creen?
En una carta a The
New York Times, Lynd menciona sólo «acciones quebrantadoras no violentas, tales
como huelgas y sentadas», ignorando para sus fines los tumultuosos disturbios
violentos de la clase trabajadora durante la década de los años veinte, y
suscita la cuestión de por qué estas tácticas «aceptadas por una generación en
las relaciones trabajo-capital [...] son rechazadas cuando se practican en el
campus [...] Cuando un dirigente sindical es expulsado del taller de una
fábrica, sus compañeros abandonarán el trabajo hasta que el agravio sea
satisfecho». Parece como si Lynd hubiera aceptado una imagen de la Universidad,
desgraciadamente no infrecuente entre síndicos y administradores, según la cual
el campus es propiedad del consejo de síndicos, que, para gobernar su
propiedad, contrata a una administración, la que a su vez contrata al claustro
de profesores para atender a sus clientes, los estudiantes. No hay realidad que
corresponda a esta imagen». Por agudos que puedan llegar a ser los conflictos
en el mundo académico, nunca se tratará de choque de intereses ni de guerra de
clases.
Derechos civiles, es
todo lo que se necesita decir sobre la materia: Los funcionarios universitarios deberían «dejar de capitular ante las estúpidas
demandas de los estudiantes negros»; es un error que el «sentimiento de
culpabilidad y el masoquismo de un grupo permitan a otro segmento de la
sociedad poseer armas en nombre de la justicia»; los estudiantes negros están
«sufriendo el shock de la integración» y buscando «una salida fácil a sus
problemas»; lo que los estudiantes negros necesitan es una «preparación
reparadora» para que «puedan conocer las Matemáticas y escribir correctamente»,
no «clases de música "soul"» (cita del Daily News, del 28 de abril de
1969).
iQué reflexión supone sobre el estado
moral e intelectual de la sociedad que se requiera tanto valor para hablar con
sentido común sobre estas cuestiones!
Aún más aterradora
es la perspectiva completamente probable de que, dentro de cinco o diez años,
esa «educación» en swahili (una clase de jerga del siglo XIX, hablada por los
traficantes árabes en marfil y en esclavos) híbrida mezcla de un dialecto bantú
con un enorme vocabulario de términos tomados del árabe; véase la Enciclopedia
Británica), en literatura africana y en otros temas inexistentes, será
interpretada como otra trampa del hombre blanco para impedir que los negros
adquieran una adecuada educación.
El «Manifiesto» de
James Forman (adoptado por la Conferencia Nacional de Desarrollo Económico
Negro), al que me he referido antes, y que presentó a las Iglesias y Sinagogas
«sólo como el comienzo de la reparación que nos es debida a quienes hemos sido
explotados y degradados, embrutecidos, asesinados y perseguidos», aparece como
un ejemplo clásico de tales fútiles sueños. Según éste, «se deduce de las leyes
de la revolución que serán los más oprimidos quienes harán la revolución» cuyo
objetivo último es que «debemos asumir la jefatura y el control total [...] de
todo lo que existe dentro de los Estados Unidos. Ya ha pasado la época en que
éramos los segundos en el mando y en la que el chico blanco figuraba a la
cabeza». Para lograr esta inversión será preciso «utilizar cualesquiera métodos
que sean necesarios, incluyendo el empleo de la fuerza y el poder de las armas
para derribar al colonizador». Y mientras que él, en nombre de la comunidad
(que, desde luego, en manera alguna, le secunda), «declara la guerra», se niega
a «compartir el poder con los blancos» y exige que «los blancos de este país
[...] consientan en aceptar la jefatura negra», al mismo tiempo apela «a todos
los cristianos y judíos para que practiquen la paciencia, la tolerancia, la
comprensión y la no violencia» durante el periodo que pueda ser necesario -«no importa que pueda tratarse de mil años»-
para conquistar el poder.
Jürgen Habermas,
uno de los más profundos e inteligentes estudiosos de las ciencias sociales en
Alemania, es un buen ejemplo de las dificultades que estos marxistas o
ex-marxistas encuentran al separarse de cualquier parte de la obra del maestro.
Señala varias veces que «ciertas categorías claves de la teoría de Marx,
principalmente, la lucha y la ideología de clases, ya no pueden ser aplicadas
sin esfuerzo• Una comparación con el ensayo de Andrei D. Sajarov muestra cuán
mucho más fácil resulta desprenderse de teorías y eslóganes desgastados
aquellos que desde la perspectiva de los
desastrosos experimentos del este.
Las sanciones de
las leyes, que, sin embargo, no constituyen su esencia, están dirigidas contra
los ciudadanos que j sin retirarles su apoyo, desean lograr una excepción en su
propio favor; el ladrón sigue esperando que el Gobierno protegerá su
recientemente adquirida propiedad. Se ha advertido que en los primeros sistemas
legales no existían sanciones de ningún género. El castigo para quien violaba
la ley era la expulsión o proscripción; al violar la ley; el delincuente se
había colocado él mismo fuera de la comunidad constituida por ésta.
Passerin d'Entrêves,
tomando en cuenta «la complejidad de la ley, incluso la de la ley del Estado»,
ha señalado que «hay desde luego leyes que son "directivas" más que
"imperativas", que son "aceptadas" más que
"impuestas" y cuyas "sanciones" no consisten necesariamente
en el posible uso de la fuerza por parte del "soberano"». Ha
comparado tales leyes con «las reglas de un juego, o las de mi club, o las de
la Iglesia». Las acato «porque para mí, a diferencia de otros conciudadanos
míos, estas reglas son "válidas"».
Creo que la
comparación de P. E. de la ley con las «reglas válidas del juego» puede ser
llevada más lejos. Porque la clave de estas reglas no es que yo me someta a
ellas voluntariamente o reconozca teóricamente su validez, sino que, en la
práctica, yo no puedo participar en el juego a menos que las acate; mi motivo
para la aceptación es mi deseo de jugar y como los hombres existen sólo en
pluralidad, mi deseo de jugar es idéntico a mi deseo de vivir. Cada hombre nace
en una comunidad con leyes preexistentes que «obedece» en primer lugar porque
no hay para él otra forma de participar en el gran juego del mundo. Yo puedo
desear cambiar las reglas del juego, como desea el revolucionario o lograr una
excepción para mí, como hace el delincuente; pero negarlas en principio no
significa mera «desobediencia» sino la negativa a entrar en la comunidad
humana. El dilema corriente -o bien la ley es absolutamente válida y por eso
precisa para su legitimación un legislador inmortal y divino, o bien la ley es
simplemente una orden que no tiene tras de sí más que el monopolio estatal de
la violencia- es una quimera. Tod.as las leyes son «"directivas' más que "imperativas"». Dirigen la
comunicación humana como las reglas dirigen el juego. Y la garantía última de
su validez está contenida en la antigua máxima romana "los contratos
están para cumplirse”.
Existe alguna
controversia sobre el objetivo de la visita de De Gaulle. La evidencia de los
acontecimientos mismos parece señalar que el precio que hubo de pagar por el
apoyo del Ejército fue la rehabilitación pública de sus enemigos: amnistía de
Salan, regreso de Bidault, y también el del coronel Lacheroy, a veces llamado
«el torturador de Argelia». No parece saberse mucho acerca de las
negociaciones. Se siente la tentación de pensar que la reciente rehabilitación
de Pétain, otra vez glorificado como el «vencedor de Verdún» y, lo que es más
importante, la increíble y ruidosamente falsa declaración de De Gaulle
inmediatamente después de su retorno, culpando al Partido Comunista de lo que
los franceses llaman ahora les événements, fueron parte del trato. Dios sabe
que el único reproche que el Gobierno podría haber formulado al Partido
comunista y a los Sindicatos sería el de que les faltó poder para impedir las circunstancias.
Sería interesante
saber si, y hasta qué grado, la creciente proporción de delitos no resueltos se
equipara no sólo con el bien conocido y espectacular crecimiento de delitos
perpetrados, sino también con un definido aumento de la brutalidad de la
policía. Un informe recientemente publicado, no indica cuántos delitos quedan
ahora resueltos -a diferencia de los señalados como «cancelado por detención»-
pero menciona en el sumario que la resolución por la policía de delitos graves
descendió durante 1967 en un 8 % (Sólo un 21,7 (0 21,9) % de todos los delitos
son «cancelados por detención», y de éstos sólo el 75 % llegan a los
tribunales, en donde sólo un 60 % de los acusados fueron hallados culpables!
Por eso, las probabilidades a favor del delincuente parecen tan elevadas que
resulta solamente natural el constante aumento de los delitos. Cualesquiera que
sean las causas de la reducción espectacular de la eficiencia policíaca, parece
evidente el declive del poder de la policía, y con éste, la posibilidad de que
aumente su brutalidad. Los estudiantes y los otros manifiestan tes son fáciles
objetivos para una policía que casi ha perdido la costumbre de capturar a un
delincuente.
Resulta difícil una
comparación con la situación de otros países por la diferencia de los métodos
estadísticos empleados. Sin embargo, aunque el crecimiento del número de
delitos no resueltos resulta ser un problema muy generalizado, parece que en
ningún lugar ha alcanzado proporciones tan alarmantes como en América. En
París, por ejemplo, la proporción de delitos resueltos descendió de un 62 % en
1967, a un 56% en 1968; en Alemania, de un 73,4 % en 1954 a un 52,2 % en 1967;
y en Suecia resultaron resueltos en 1967 el 41% de todos los delitos.
Solzhenitsyn
muestra con detalles concretos cómo resultaron frustrados por los métodos de
Stalin los intentos de realizar un desarrollo económico racional. Espero que
este libro acabará con el mito de que el terror y las enormes pérdidas en vidas
humanas fueron el precio que hubo que pagar por la rápida industrialización del
país. El progreso rápido fue realizado tras la muerte de Stalin, y lo que es
sorprendente en la Rusia de hoy es que el país siga atrasado en comparación no
sólo con Occidente, sino también con la mayoría de los países satélites. En
Rusia no parece existir mucha ilusión al respecto, si es que queda alguna. Las
generaciones más jóvenes, especialmente la de los veteranos de la segunda
guerra mundial, saben muy bien que sólo un milagro salvó a Rusia de la derrota
en 1941 y que ese milagro fue el hecho brutal de que el enemigo resultara ser
aún peor que el dictador nativo. Lo que alteró la balanza fue que el terror
policíaco quedara abatido por la presión de la situación de emergencia
nacional; las gentes, entregadas a ellas mismas, pudieron volver a reunirse y a
generar poder suficiente para derrotar al invasor extranjero. Cuando los
hombres regresaban de los campos de prisioneros de guerra o de su servicio en
las tropas de ocupación eran enviados inmediatamente, y por largos años, a
campos de trabajo y de concentración para que se rompieran en ellos los hábitos
de la libertad. Es precisamente esta generación, que probó la libertad durante
la guerra y el terror posterior, la que está desafiando la tiranía del presente
Régimen.
Nadie en su sano
juicio puede creer, como teorizaron recientemente ciertos grupos estudiantiles
alemanes, que sólo cuando el Gobierno ha sido forzado «a practicar abiertamente
la violencia» serán los rebeldes capaces de «luchar contra esta puerca sociedad
con medios adecuados para destruirla». Esta nueva versión vulgarizada
lingüísticamente (aunque apenas intelectualmente) del viejo disparate comunista
de los años treinta, según el cual la victoria del fascismo beneficiaba
completamente a quienes estaban en contra de éste, es o bien pura comedia la
variante «revolucionaria» de la hipocresía, o bien testimonio de la idiotez
política de los «creyentes». Con la excepción de que, hace cuarenta años, tras
ese disparate se hallaba la deliberada política prohitleriana de Stalin y no
simplemente una estúpida teorización.
En realidad no hay
razón para mostrarse particularmente sorprendido por el hecho de que los
estudiantes alemanes sean más dados a teorizar y menos aptos para la acción y
el discernimiento político que sus colegas de otros países, políticamente más
afortunados; ni de que «el aislamiento de las mentes inteligentes y vitales
[...] en Alemania» sea más pronunciado, la polarización más desesperada que en
otras partes y casi nulo su impacto sobre el clima político de su propio país,
si se exceptúa el fenómeno de la reacción. Yo coincidiría también con Spender
sobre el papel desempeñado en esta situación por el pasado todavía reciente, de
tal forma que los estudiantes «ofenden no sólo por su violencia sino porque son
recordatorios [...] tienen también la apariencia de fantasmas surgidos de
tumbas apresuradamente cubiertas de tierra». Y, sin embargo, después de que se
ha dicho y tenido en cuenta todo esto sigue existiendo el extraño e inquietante
hecho de que ninguno de los nuevos grupos izquierdistas de Alemania,
notoriamente extremistas por su vociferante oposición a las políticas
nacionalistas o imperialistas de otros países, se haya preocupado seriamente
del reconocimiento de la Línea Oder-Neisse, que, al fin y al cabo, es el tema
crucial de la política exterior alemana y la piedra de toque del nacionalismo
alemán desde la derrota del Régimen de Hitler.
Daniel se muestra
cautamente esperanzado porque sabe que la obra científica y técnica depende del
«conocimiento [que] es buscado, probado y codificado de una forma desinteresada».
Quizá este optimismo pueda estar justificado mientras que los científicos y los
tecnólogos, estando desinteresados del poder y preocupados sólo del prestigio
social, es decir, mientras ni dominen ni gobiernen. El pesimismo de Noam
Chomsky, «ni la Historia, ni la Psicología, ni la Sociología nos dan razón
particular -alguna para aguardar con esperanza la dominación de los nuevos
mandarines», puede ser excesivo; no existen todavía precedentes históricos y
los científicos e intelectuales que, con tan deplorable regularidad, se han
mostrado dispuestos a servir a cada Gobierno que estuviera en el poder, no han
sido «meritócratas» sino más bien escaladores sociales. Pero Chomsky tiene
enteramente razón al formular esta pregunta:
«¿Qué fundamentos
hay, en general, para suponer que quienes afirman que el poder está basado en
el conocimiento y en la técnica, sean más benignos en el ejercicio del poder
que quienes afirman que está basado en la riqueza o en el origen
aristocrático?». Y existe también razón para formular la pregunta
complementaria: ¿Qué fundamentos existen para suponer que el resentimiento,
contra una meritocracia, cuyo dominio esté exclusivamente basado en los dones
«naturales», es decir, en el poder de la mente, no sea más peligroso y más
violento que el resentimiento de los grupos anteriormente oprimidos, quienes al
menos tenían el consuelo de que su condición no estaba causada por «faltas»
propias? ¿No es plausible suponer que este resentimiento albergará todos los
rasgos homicidas de un antagonismo radical, a diferencia de los simples
conflictos de clases, puesto que también se referirá a datos naturales que no
pueden ser cambiados y por eso a una condición de las que sólo podría liberarse
uno mismo mediante el exterminio de quienes resulten tener un más elevado
cociente intelectual? Y como en semejante configuración será abrumador el poder
numérico de los desfavorecidos y nula la movilidad social. ¿No es probable que
el peligro de los demagogos, de los líderes populares sea tan grande que la
meritocracia se vea forzada a convertirse en tiranía y despotismo?
Stewart Alsop, en
un penetrante artículo, «The Wallace Man», en Newsweek, da la clave: «Puede ser
antiliberal por parte de un seguidor de Wallace no enviar a sus hijos a malas
escuelas en nombre de la integración, pero no es antinatural. Como tampoco lo
es que le preocupe la "vejación" de su mujer o que disminuya el valor
de su casa, que es todo lo que él tiene.» Cita también la más efectiva
manifestación de la demagogia de George Wallace: «Son 535 los miembros del
Congreso y muchos de esos liberales también tienen hijos. ¿Sabe usted cuántos
envían sus chicos a las escuelas públicas de Washington? Seis.»
Otro excelente
ejemplo de una mal concebida política de integración fue referido recientemente
por Neil Maxwell en The Wall Street Journal. El Gobierno federal promueve la
integración escolar en el sur, negando los fondos federales en los casos de
flagrante incumplimiento. En uno de tales casos se suspendió la entrega de una
ayuda anual de 200.000 dólares. «Del total, 175.000 estaban directamente
destinados a las escuelas negras. Los blancos elevaron pronto los impuestos
para reemplazar los otros 25.000 dólares.» En suma, lo que se suponía iba a
ayudar a la educación de los negros constituyó un «aplastante impacto» sobre su
sistema escolar existente y no produjo impacto alguno en las escuelas de los
blancos.
En el sombrío clima de expresiones ideológicas y ambigüedades del debate estudiantil en Occidente, estos temas rara vez han tenido la posibilidad de ser aclarados; desde luego, en palabras de Günter Grass, «esta comunidad, verbalmente tan radical, siempre ha buscado y hallado un escape». Es también cierto que esto resulta especialmente visible en los estudiantes alemanes y en otros miembros de la Nueva Izquierda. «No saben nada pero lo conocen todo», como, según Grass, lo resumió un joven historiador de Praga. Hans Magnus Enzensberger proclama la actitud general alemana; los checos padecen «un horizonte extremadamente limitado. Su sustancia política es escasa». (Véase Günter Grass, op. cit., pp. 138-142.)
En contraste con esta mezcla de estupidez e impertinencia, la
atmósfera de los rebeldes del este resulta refrescante aunque se tiembla al
pensar en el exorbitante precio que ha habido que pagar por eso. Jan Kavan, un
líder estudiantil checo, escribe: «A menudo me han dicho mis amigos de Europa occidental
que nosotros luchamos solamente por las libertades burgo-democráticas. Pero en
cierta manera yo no puedo distinguir entre libertades capitalistas y libertades
socialistas. Lo que yo reconozco son las libertades humanas básicas». Parece
seguro suponer que tendría una dificultad similar con la distinción entre
«violencia progresista y regresiva». Sin embargo, sería erróneo deducir, como
frecuentemente se hace, que los que habitan en los países occidentales no
tienen quejas legítimas, precisamente en materia de libertad. En realidad, es
sólo natural «que la actitud de los checos hacia los estudiantes occidentales
esté ampliamente coloreada por la envidia» (cita tomada de una publicación
estudiantil por Spender); pero también es cierto que ellos carecen de
experiencias menos brutales, y, sin embargo, decisivas, de frustración
política.
No hay comentarios:
Publicar un comentario