NOTA PRELIMINAR
En Las ciudades invisibles
no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada
una un nombre de mujer; el libro consta de capítulos breves, cada uno de los
cuales debería servir de punto de partida de una reflexión válida para
cualquier ciudad o para la ciudad en general.
El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos,
como poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones. Cuando
escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto las páginas
escritas, según las ideas que se me pasan por la cabeza, o apuntes de cosas que
quisiera escribir. Tengo una carpeta para los objetos, una carpeta para los
animales, una para las personas, una carpeta para los personajes históricos y
otra para los héroes de la mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro
estaciones y una sobre los cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las
ciudades y los paisajes de mi vida y en otra ciudades imaginarias, fuera del
espacio y del tiempo. Cuando una carpeta empieza a llenarse de folios, me pongo
a pensar en el libro que puedo sacar de ellos.
Así en los últimos años llevé conmigo este libro de las
ciudades, escribiendo de vez en cuando, fragmentariamente, pasando por fases
diferentes. Durante un período se me ocurrían sólo ciudades tristes, y en otro
sólo ciudades alegres; hubo un tiempo en que comparaba la ciudad con el cielo
estrellado, en cambio en otro momento hablaba siempre de las basuras que se van
extendiendo día a día fuera de las ciudades. Se había convertido en una suerte
de diario que seguía mis humores y mis reflexiones; todo terminaba por
transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía, las exposiciones de
arte que visitaba, las discusiones con mis amigos.
Pero todas esas páginas no constituían todavía un libro: un
libro (creo yo) es algo con un principio y un fin (aunque no sea una novela en
sentido estricto), es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas,
quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez
varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir. Alguno de
vosotros me dirá que esta definición puede servir para una novela con una
trama, pero no para un libro como éste, que debe leerse como se leen los libros
de poemas o de ensayos o, como mucho, de cuentos. Pues bien, quiero decir
justamente que también un libro así, para ser un libro, debe tener una
construcción, es decir, es preciso que se pueda descubrir en él una trama, un
itinerario, un desenlace.
Nunca he escrito libros de poesía, pero sí muchos libros de
cuentos, y me he encontrado frente al problema de dar un orden a cada uno de
los textos, problema que puede llegar a ser angustioso. Esta vez, desde el
principio, había encabezado cada página con el título de una serie: Las ciudades y la memoria, Las ciudades y el
deseo, Las ciudades y los signos; llamé Las
ciudades y la forma a una cuarta serie, título que resultó ser demasiado
genérico y la serie terminó por distribuirse entre otras categorías. Durante un
tiempo, mientras seguía escribiendo ciudades, no sabía si multiplicar las
series, o si limitarlas a unas pocas (las dos primeras eran fundamentales) o si
hacerlas desaparecer todas. Había muchos textos que no sabía cómo clasificar y
entonces buscaba definiciones nuevas. Podía hacer un grupo con las ciudades un
poco abstractas, aéreas, que terminé por llamar Las ciudades sutiles. Algunas
podía definirlas como Las ciudades dobles,
pero después me resultó mejor distribuirlas en otros grupos. Hubo otras series
que no preví de entrada; aparecieron al final, redistribuyendo textos que había
clasificado de otra manera, sobre todo como “memoria” y “deseo”, por ejemplo Las ciudades y los ojos (caracterizadas
por propiedades visuales) y Las ciudades
y los intercambios, caracterizadas por intercambios: intercambios de
recuerdos, de deseos, de recorridos, de destinos. Las continuas y las escondidas,
en cambio, son dos series que escribí adrede,
es decir con una intención precisa, cuando ya había empezado a entender la
forma y el sentido que debía dar al libro. A partir del material que había
acumulado fue como estudié la estructura más adecuada, porque quería que estas
series se alternaran, se entretejieran, y al mismo tiempo no quería que el
recorrido del libro se apartase demasiado del orden cronológico en que se
habían escrito los textos. Al final decidí que habría 11 series de 5 textos cada
una, reagrupados en capítulos formados por fragmentos de series diferentes que
tuvieran cierto clima común. El sistema con arreglo al cual se alternan las
series es de lo más simple, aunque hay quien lo ha estudiado mucho para
explicarlo.
Todavía no he dicho lo primero que debería haber aclarado: Las ciudades invisibles se presentan
como una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador
de los tártaros. (En la realidad histórica, Kublai, descendiente de Gengis Kan,
era emperador de los mongoles, pero en su libro Marco Polo lo llama Gran Kan de
los Tártaros y así quedó en la tradición literaria.) No es que me haya
propuesto seguir los itinerarios del afortunado mercader veneciano que en el
siglo XIII había llegado a China, desde donde partió para visitar, como
embajador del Gran Kan, buena parte del Lejano Oriente. Hoy el Oriente es un
tema reservado a los especialistas, y yo no lo soy. Pero en todos los tiempos
ha habido poetas y escritores que se inspiraron en El Millón como en una escenografía fantástica y exótica: Coleridge
en un famoso poema, Kafka en El mensaje
del emperador, Buzzati en El desierto
de los tártaros. Sólo Las mil y una
noches puede jactarse de una suerte parecida: libros que se convierten en
continentes imaginarios en los que encontrarán su espacio otras obras
literarias; continentes del “allende”, hoy cuando podría decirse que el
“allende” ya no existe y que todo el mundo tiende a uniformarse.
A este emperador melancólico que ha comprendido que su
ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un viajero
imaginario le habla de ciudades imposibles, por ejemplo una ciudad microscópica
que va ensanchándose y termina formada por muchas ciudades concéntricas en
expansión, una ciudad telaraña suspendida sobre un abismo, o una ciudad
bidimensional como Moriana.
Cada capítulo del libro va precedido y seguido por un texto
en cursiva en el que Marco Polo y Kublai Kan reflexionan y comentan. El primero
de ellos fue el primero que escribí y sólo más adelante, habiendo seguido con
las ciudades, pensé en escribir otros. Mejor dicho, el primer texto lo trabajé
mucho y me había sobrado mucho material, y en cierto momento seguí con diversas
variantes de esos elementos restantes (las lenguas de los embajadores, la
gesticulación de Marco) de los que resultaron parlamentos diversos. Pero a
medida que escribía ciudades, iba desarrollando reflexiones sobre mi trabajo,
como comentarios de Marco Polo y del Kan, y estas reflexiones tomaban cada una
por su lado; y yo trataba de que cada una avanzara por cuenta propia. Así es
como llegué a tener otro conjunto de textos que procuré que corrieran paralelos
al resto, haciendo un poco de montaje en el sentido de que ciertos diálogos se
interrumpen y después se reanudan; en una palabra, el libro se discute y se
interroga a medida que se va haciendo.
Creo que lo que el libro evoca no es sólo una idea atemporal
de la ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces implícita y otras
explícita, una discusión sobre la ciudad moderna. A juzgar por lo que me dicen
algunos amigos urbanistas, el libro toca sus problemáticas en varios puntos y
esto no es casualidad porque el trasfondo es el mismo. Y la metrópoli de los big numbers no aparece sólo al final de
mi libro; incluso lo que parece evocación de una ciudad arcaica sólo tiene
sentido en la medida en que está pensado y escrito con la ciudad de hoy delante
de los ojos.
¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo
como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil
vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de
la vida urbana y Las ciudades invisibles
son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles. Se habla hoy con
la misma insistencia tanto de la destrucción del entorno natural como de la
fragilidad de los grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios
en cadena, paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad demasiado
grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la
“megalópolis”, la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el mundo, domina
también mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes y apocalipsis hay
muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi
temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones
secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que
puedan valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de
muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque,
como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques
no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de
recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices
que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades
infelices.
Casi todos los críticos se han
detenido en la frase final del libro: “buscar y saber reconocer quién y qué, en
medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Como
son las últimas líneas, todos han considerado que es la conclusión, la
“moraleja de la fábula”. Pero este libro es poliédrico y en cierto modo está
lleno de conclusiones, escritas siguiendo todas sus aristas, e incluso no menos
epigramáticas y epigráficas que esta última. Es cierto que si esta frase se
ubica al final del libro no es por casualidad, pero empecemos por decir que el
final del último capítulo tiene una conclusión doble, cuyos elementos son
necesarios: sobre la ciudad utópica (que aunque no la descubramos no podemos
dejar de buscarla) y sobre la ciudad infernal. Y aún más: ésta es sólo la
última parte del texto en cursiva sobre los atlas del Gran Kan, por lo demás
bastante descuidado por los críticos, y que desde el principio hasta el final
no hace sino proponer varias “conclusiones” posibles de todo el libro. Pero
está también la otra vertiente, la que sostiene que el sentido de un libro
simétrico debe buscarse en el medio: hay críticos psicoanalistas que han
encontrado las raíces profundas del libro en las evocaciones venecianas de
Marco Polo, como un retorno a los primeros arquetipos de la memoria, mientras
estudiosos de semiología estructural dicen que donde hay que buscar es en el
punto exactamente central del libro, y han encontrado una imagen de ausencia,
la ciudad llamada Baucis. Es aquí evidente que el parecer del autor está de
más: el libro, como he explicado, se fue haciendo un poco por sí solo, y
únicamente el texto tal como es autorizará o excluirá esta lectura o aquélla.
Como un lector más, puedo decir que en el capítulo V, que desarrolla en el
corazón del libro un tema de levedad extrañamente asociado al tema de la
ciudad, hay algunos de los textos que considero mejores por su evidencia
visionaria, y tal vez esas figuras más filiformes (“ciudades sutiles” u otras)
son la zona más luminosa del libro.
Esto es todo lo que puedo decir.
Italo Calvino
Conferencia pronunciada por Calvino en inglés, el 29 de marzo de 1983,
para los estudiantes de la Graduate Writing División de la Columbio University
de Nueva York
I
No es que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le
describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el
emperador de los tártaros sigue escuchando al joven veneciano con más
curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores. En la
vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud
desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio
de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación
como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes
después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros;
un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada
grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el
derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y
resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar,
que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos
anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el
momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido
la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su
corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle
remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de
su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la
filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1
Partiendo de allá y caminando tres jornadas hacia levante, el
hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas
en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de
cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas sobre una torre. Todas
estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras
ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre,
cuando Los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas
juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de mujer
grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche
igual a ésta y haber sido aquella vez felices.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA.
Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le
acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los
palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se
fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el
forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde
las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores.
Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños;
con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a
avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar
la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya
recuerdos.
LAS CIUDADES Y EL DESEO.
De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir
que cuatro torres de aluminio se elevan desde sus murallas flanqueando siete
puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso cuya agua alimenta
cuatro verdes canales que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios,
cada uno de trescientas casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que
las muchachas casaderas de cada barrio se enmaridan con jóvenes de otros barrios
y sus familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la
exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer
círculos a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad
en el pasado el presente el futuro; o bien decir como el camellero que me
condujo allí: “Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente caminaba
rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos dientes y
miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima tocaban el clarín,
todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles coloreados. Hasta entonces yo
sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en
Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años
siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las
rutas de las caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos
caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea”.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA.
Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la
Ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuantos peldaños son
sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de
Zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No está
hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y
los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo de un farol y los pies
colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido desde el farol hasta la
barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el recorrido del cortejo
nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del adúltero
que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una canaleta y el gato que
la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea de tiro
de la cañonera que aparece de improviso desde detrás del cabo y la bomba que
destruye la canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que
sentados en el muelle para remendar las redes se cuentan por centésima vez la
historia de la cañonera del usurpador, de quien se dice que era un hijo
adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.
En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como
una esponja y se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy debería contener
todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las
líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las
ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos,
en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras,
muescas, incisiones, cañonazos.
LAS CIUDADES Y EL DESEO.
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el
hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y
sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a
buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la
carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo
estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he
visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y
a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera
esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino
despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se
encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos
juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún
deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú
no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a
veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si
durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios,
tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por
toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles y las
piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido
como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano
anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el
resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que
son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se
adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El
ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas
indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de
guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones
delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo
un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que
en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar
detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las
cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la
puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno
con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el
fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no
tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden
de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la
casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los
comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo
de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el
palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el
tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la
ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras
crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se
define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura
de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido.
Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde
corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre
ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA.
Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora,
ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque
deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en los
recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto,
en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las
puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin mostrar en ellas hermosuras
o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza por
figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar
o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la
noche, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el
orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la
fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del
vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta
ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula en cuyas
casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de
varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales,
fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y
cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste
que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más
sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria.
Pero inútilmente he partido de viaje para visitar la ciudad:
obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora
languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado.
LAS CIUDADES Y EL DESEO.
De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La
ciudad se presenta diferente al que viene de tierra y al que viene del
mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano
los pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de ventilación
blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa en un barco, sabe que es una
ciudad pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto, un velero a
punto de partir, con el viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o
un vapor con su caldera vibrando en la carena de hierro, y piensa en todos los
puertos, en las mercancías de ultramar que las grúas descargan en los muelles,
en las hosterías donde tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a
botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una
mujer que se peina.
En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de
una giba de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre
dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la
piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas
confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una
larga caravana que lo lleva del desierto del mar hacia el oasis de agua dulce a
la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de espesos muros encalados,
de patios embaldosados sobre los cuales bailan descalzas las danzarinas, y
mueven los brazos un poco dentro del velo, un poco fuera.
Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y
así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos
desiertos.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS.
De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos bien
claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por la
cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto con una
traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón el
empedrado de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se
vuelve loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas, no hay puma que no
sea criado por un capricho de muchacha. La ciudad es redundante: se repite para
que algo llegue a fijarse en la mente.
Vuelvo también yo de Zirma: mi recuerdo comprende dirigibles
que vuelan en todos los sentidos a la altura de las ventanas, calles de tiendas
donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes subterráneos
atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que estaban conmigo
en el viaje, en cambio, juran que vieron un solo dirigible suspendido entre las
agujas de la ciudad, un solo tatuador que disponía sobre su mesa agujas y
tintas y dibujos perforados, una sola mujer gorda apantallándose en la
plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la
ciudad empiece a existir.
LAS CIUDADES SUTILES.
Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos, surge sobre un
profundo lago subterráneo. Dondequiera que los habitantes, excavando en la
tierra largos agujeros verticales, han conseguido sacar agua, hasta allí y no
más lejos se ha extendido la ciudad: su perímetro verdeante repite el de las
orillas oscuras del lago sepulto, un paisaje invisible condiciona el visible,
todo lo que se mueve al sol es impelido por la ola que bate encerrada bajo el
cielo calcáreo de la roca.
En consecuencia, religiones de dos especies se dan en Isaura.
Los dioses de la ciudad, según algunos, habitan en las profundidades, en el
lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según otros, los dioses habitan
en los cubos que suben colgados de la cuerda cuando aparecen fuera del brocal
de los pozos, en las roldanas que giran, en los cabrestantes de las norias, en
las palancas de las bombas, en las palas de los molinos de viento que suben el
agua de las perforaciones, en los andamiajes de tela metálica que encauzan el
enroscarse de las sondas, en los tanques posados en zancos sobre los techos, en
los arcos delgados de los acueductos, en todas las columnas de agua, las
tuberías verticales, los sifones, los rebosaderos, subiendo hasta las veletas
que coronan las aéreas estructuras de Isaura, ciudad que se vuelve toda hacia
lo alto.
Enviados a inspeccionar las remotas provincias, los mensajeros y los
recaudadores de impuestos del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio real
de Kemenfú y a los jardines de magnolias a cuya sombra Kublai paseaba
escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran persas sirios coptos
turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno de sus súbditos y sólo
a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su existencia
a Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan los mensajeros referían
noticias escuchadas en lenguas que les eran incomprensibles: de ese opaco
espesor sonoro emergían las cifras percibidas por el fisco imperial, los
nombres y los patronímicos de los funcionarios depuestos y decapitados, las
dimensiones de los canales de riego que los magros ríos alimentaban en tiempos
de sequía. Pero cuando el que hacia el relato era el joven veneciano, una
comunicación diferente se establecía entre él y el emperador. Recién llegado y
absolutamente ignaro de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse
sino con gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de
animales, o con objetos que iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz,
cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante de sí como piezas de ajedrez. De
vuelta de las misiones a que Kublai lo destinaba, el ingenioso extranjero
improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era
designada por el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en
una red, otra ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el fuego sin
quemarse, una tercera por una calavera que apretaba entre los dientes verdes de
moho una perla cándida y redonda. El Gran Kan descifraba los signos, pero el
nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo incierto: no sabía nunca
si Marco quería representar una aventura que le había sucedido en el viaje, una
hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o
una charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro que fuese,
todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, que una vez vistos
no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Kan el imperio se reflejaba
en un desierto de datos frágiles e intercambiables como granos de arena de los
cuales emergían para cada ciudad y provincia las figuras evocadas por los
logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco se
familiarizó con la lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos
de tribus. Sus relatos eran ahora los más precisos y minuciosos que el Gran Kan
pudiera desear y no había cuestión o curiosidad a la que no respondiesen, y sin
embargo, toda noticia sobre un lugar remitía la mente del emperador a aquel
primer gesto u objeto con el que Marco lo había designado. El nuevo dato
recibía un sentido de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un
sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó Kublai, no es sino un zodiaco de
fantasmas de la mente.
—El día que conozca
todos los emblemas— preguntó a Marco—
¿conseguiré al fin
poseer mi imperio?
Y el veneciano:
—Señor, no lo creas:
ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas.
II
—Los otros embajadores me advierten de carestías, de concusiones, de conjuras, o bien me señalan minas de turquesas recién descubiertas, precios ventajosos de las pieles de marta, propuestas de suministros de armas damasquinas. ¿Y tú? — preguntó a Polo el Gran Kan—. Vuelves de comarcas tan lejanas y todo lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al que toma el fresco por la noche sentado en el umbral de su casa. ¿De que te sirve, entonces, viajar tanto? — Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu palacio, sopla un poco de viento — respondió Marco Polo—. Cualquiera que sea la comarca que mis palabras evoquen en torno a ti, la verás desde un observatorio situado como el tuyo, aunque en el lugar del palacio real haya una aldea lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso.
— Mi mirada es la del que esta absorto y medita, lo admito. ¿Pero y la
tuya? Atraviesas archipiélagos, tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo
que no te movieses de aquí.
El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con él era para seguir
mejor el hilo de sus razonamientos; y que sus respuestas y objeciones se
situaban en un discurso que ya se desenvolvía por cuenta propia en la cabeza
del Gran Kan. O sea que entre ellos era indiferente que se enunciaran en voz
alta problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera rumiándolos en
silencio. En realidad estaban mudos, con los ojos entrecerrados, recostados
sobre almohadones, meciéndose en hamacas, fumando largas pipas de ámbar.
Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba su respuesta) que
cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía
las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí, y recorría las
etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto del cual había zarpado, y
los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una
placita de Venecia donde corría de pequeño.
Llegado a este punto Kublai Kan lo interrumpía o imaginaba que lo
interrumpía, o Marco Polo imaginaba que lo interrumpía con una pregunta como:
—¿Avanzas con la cabeza siempre vuelta hacia atrás? —o bien:—¿Lo que ves está
siempre a tus espaldas? —o mejor:—¿ Tu viaje se desarrolla sólo en el pasado?.
Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que
Kublai hubiese imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí
mismo que aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y
aunque se tratara del pasado era un pasado que cambiaba a medida que él
avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario
cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un
día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero
encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no
eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.
Marco entra en una ciudad; ve a alguien vivir en una plaza una vida o un instante que podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese detenido en el tiempo tanto tiempo antes, o bien si tanto tiempo antes, en una encrucijada, en vez de tomar por una calle hubiese tomado por la opuesta y después de una larga vuelta hubiese ido a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas.
—¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese momento la pregunta del Kan,
que podía también formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de
Marco:
—El allá es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá
LAS CIUDADES Y L A MEMORIA.
En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al
mismo tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan como era:
la misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de ómnibus,
el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con sombrilla blanca
en el lugar de la fabrica de explosivos. Ocurre que para no decepcionar a los
habitantes, el viajero elogia la ciudad de las postales y la prefiere a la
presente, aunque cuidándose de contener dentro de las reglas precisas su
pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de
Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana,
no compensan cierta gracia perdida, que, sin embargo, se puede disfrutar solo
ahora en las viejas postales, mientras antes, con la Maurilia provinciana
delante de los ojos, no se veía realmente nada gracioso, y mucho menos se vería
hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli
tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede
evocar con nostalgia lo que era.
Hay que cuidarse de decirles que a veces ciudades diferentes
se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin
haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de
los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las
facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se
han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros. Es inútil
preguntarse si estos son mejores o peores que los antiguos, dado que no existe
entre ellos ninguna relación, así como las viejas postales no representan a
Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia
como ésta.
LAS CIUDADES Y EL DESEO.
En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un
palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando dentro de
cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son las
formas que la ciudad habría podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese
llegado a ser como hoy la vemos. En todas las épocas hubo alguien que, mirando
a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad
ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la
misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros
ahora era solo un juguete en una esfera de vidrio.
Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada
habitante lo visita, elige la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla
imaginando que se refleja en el estanque de las medusas donde se recogía el
agua del canal (si no hubiese sido
desecado), que recorre desde lo alto del baldaquín la avenida reservada a los
elefantes (ahora expulsados de la ciudad), que resbala a lo largo de la espiral
del minarete de caracol (perdida ya la base sobre la cual debía levantarse).
En el mapa de tu imperio, oh gran Kan, deben ubicarse tanto
la gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras de las esferas de vidrio. No
porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son sólo supuestas. Una
encierra aquello que se acepta como necesario mientras todavía no lo es; las
otras, aquello que se imagina como posible y un minuto después deja de serlo.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS.
El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le
espera al cabo del camino, se pregunta cómo será el palacio real, el cuartel,
el molino, el teatro, el bazar. En cada ciudad del imperio cada edificio es
diferente y esta dispuesto en un orden distinto; pero apenas el forastero llega
a la ciudad desconocida y echa la mirada sobre aquel racimo de pagodas y
desvanes y cuchitriles, siguiendo la maraña de canales, huertos, basurales, de
pronto distingue cuáles son los palacios de los príncipes, cuáles los templos
de los grandes sacerdotes, la posada, la prisión, el barrio de los lupanares.
Así —dice alguien— se confirma la hipótesis de que cada hombre lleva en la
mente una ciudad hecha sólo de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma,
y las ciudades particulares la rellenan.
No así en Zoe. En cada lugar de esta ciudad se podría
sucesivamente dormir, fabricar arneses, cocinar, acumular monedas de oro,
desvestirse, reinar, vender, interrogar oráculos. Cualquier techo piramidal
podría cubrir tanto el lazareto de los leprosos como las termas de las
odaliscas. El viajero da vueltas y vueltas y no tiene sino dudas: como no
consigue distinguir los puntos de la ciudad, aun los puntos que están claros en
su mente se le mezclan. Deduce esto: si la existencia en todos sus momentos es
toda ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisible.
¿Pero por qué, entonces, la ciudad? ¿Que línea separa el dentro del fuera, el
estruendo de las ruedas del aullido de los lobos?
LAS CIUDADES SUTILES.
Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de
admirable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes,
y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a
distinta altura, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escalas
de cuerda y veredas suspendidas, coronadas por miradores cubiertos de techos
cónicos, cubas de depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas,
sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los
fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si
quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por
superposiciones sucesivas del primero y por siempre indescifrable diseño. Pero
lo cierto es que si a quien vive en Zenobia se le pide que describa como vería
feliz la vida, es siempre una ciudad como Zenobia la que imagina, con sus
pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia quizá totalmente distinta,
flameante de estandartes y de cintas , pero obtenida siempre combinando elementos
de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia
entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las
ciudades en estas dos especies, sino en otras dos: las que a través de los años
y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los
deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 1
A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para ven ir hasta aquí no es solo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice —como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes” —los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tu sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
...Recién llegado y sin saber nada de las lenguas del Levante, Marco Polo
no podía expresarse sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado
salado, collares de colmillos de jabalí, y señalándolos con gestos, saltos,
gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y el grito
del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran
evidentes para el emperador; los objetos podían querer decir cosas diferentes:
un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proximidad de una guerra, ya la
abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el tiempo
que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican
clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai todo hecho o noticia referidos por
su inarticulado informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no
colmado de palabras. Las descripciones de ciudades visitadas por Marco Polo
tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensamiento en medio de
ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron
sustituyendo los objetos y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados,
verbos a secas, después giros de frase,
discursos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había
aprendido a hablar la lengua del emperador, o el emperador a entender la lengua
del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que
antes; es cierto que las palabras servían mejor que los objetos y los gestos
para catalogar las cosas más importantes de cada provincia y ciudad:
monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo, cuando Polo empezaba
a decir cómo debía ser la vida en aquellos lugares, día por día, noche tras
noche, le faltaban las palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a
muecas, a miradas.
Así, para cada ciudad, a las noticias fundamentales enunciadas con
vocablos precisos, hacía seguir un comentario mudo, alzando las manos de palma,
de dorso o de canto, en movimientos rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos.
Una nueva especie de diálogo se estableció entre ambos: las blancas manos del
Gran Kan, cargadas de anillos, respondía con movimientos compuestos a aquellas ágiles
y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento entre ambos, las manos
empezaron a asumir actitudes estables que correspondían cada una a un
movimiento del ánimo en su alternancia y repetición. Y mientras el vocabulario
de las cosas se renovaba con los muestrarios de las mercancías, el repertorio
de los comentarios mudos tendía a cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de
recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían la mayor
parte del tiempo callados e inmóviles.
III
Kublai Kan había advertido que las ciudades de Marco Polo se parecían,
como si el paso de una a la otra no implicara un viaje sino un cambio de
elementos. Ahora, de cada ciudad que Marco le describía, la mente del Gran Kan
partía por cuenta propia, y desmontada la ciudad parte por parte, la
reconstruía de otro modo, sustituyendo ingredientes, desplazándolos,
invirtiéndolos.
Marco entretanto continuaba refiriendo su viaje pero el emperador ya no
lo escuchaba, lo interrumpía:
— De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades y tu
verificarás si existen y si son como yo las he pensado. Empezaré a preguntarte
por una ciudad en gradas, expuesta al siroco, en un golfo en media luna. Ahora
diré alguna de las maravillas que contiene: una piscina de vidrio alta como una
catedral para seguir la natación y el vuelo de los peces golondrina y extraer
auspicios; una palmera que con las hojas al viento toca el arpa; una plaza
rodeada por una mesa de mármol en forma de herradura, con el mantel también de
mármol, aderezada con manjares y bebidas todos de mármol.
—Sir, estabas distraído. De esa ciudad justamente te estaba hablando
cuando me interrumpiste.
—¿La conoces? ¿Dónde
está? ¿Cuál es su nombre?
—No tiene nombre ni lugar. Te repito la razón por la cual la describía:
del número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se
suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una
perspectiva, un discurso. Ocurre con las ciudades como con los sueños: todo lo
imaginable puede ser soñado pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo
que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los
sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso
sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa
esconda otra.
—No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan —, y mis sueños están
compuestos o por la mente o por el azar.
— También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni
la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no
disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da
a una pregunta tuya.
—O la pregunta que te hace obligándote a responder, como Tebas por boca
de la Esfinge.
LAS CIUDADES Y EL DESEO.
Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre
llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran
sobre sí mismas como un ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas
tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad
desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda.
Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del
sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos;
decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las
calles cada uno rehizo el recorrido de su persecución; en el punto donde había
perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el
sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron
esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el
sueño ni en la vigilia, vio nunca mis a la mujer. Las calles de la ciudad eran
aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya
con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacia tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un
sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles
del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más
al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había
desaparecido no le quedara modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían que era lo que
atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 4
De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero
en tierras lejanas, ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia,
porque no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una
mañana, un jardín de magnolias se espejeaba en lagunas azules, yo andaba entre
los setos seguro de descubrir bellas y jóvenes damas bañándose: pero en el
fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de los suicidas con la piedra
sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí
las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas mas altas, atravesé seis
patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas:
los forzados con negras cadenas al pie izaban rocas de basalto de una cantera
que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entre en la
gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las
encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos
desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el mas
remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo, se me aparecieron los ojos
atontados de un adolescente tendido en una estera, que no quitaba los labios de
una pipa de opio.
—¿Donde esta el sabio? —El fumador señaló fuera de la
ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la
peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo:
—Los signos
forman una lengua, pero no la que crees conocer.
Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta
entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría
entender el lenguaje de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las
fustas para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las
caballerizas y en los picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a
caballo con los muslos desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas,
y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de
aserrín y lo aprietan con duros pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la
música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden
en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de
arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único
deseo será partir. Se que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo
mas alto de la fortaleza y esperar que una nave pase por allá arriba. ¿Pero
pasará alguna vez? No hay lenguaje sin engaño.
LAS CIUDADES SUTILES. 3
Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida,
si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no
tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una
ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían
estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de
caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo
blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han
quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su
trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus
instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión
de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se
puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre
las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de
no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas
suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se
peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de
agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos,
los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de
agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y
náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil
avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar
nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su
invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido
construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las
ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen
contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 2
En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles
no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los
encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas,
las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan
un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su
hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de
negro que representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo
y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo
blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un
intercambio de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan
flechas, estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones en un
instante se agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un
guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un
efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para
guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del
bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros,
seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un
dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve continuamente a
Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus
efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar
una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques,
de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 1
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con
casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los
parapetos de balaustres. Así el viajero ve al llegar dos ciudades. una directa
sobre el lago y una de reflejo invertida. No existe o sucede algo en una
Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de
manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del
agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas
que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con
sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los
espejos de sus armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la
vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las
imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y
al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel
contra piel buscando como ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando
los asesinos empujan el cuchillo en las venas negras del cuello y cuanta más
sangre coagulada sale a borbotones más hunden el filo que resbala entre los
tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa
como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo.
El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega No
todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos
ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede en
Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo un
rostro o gesto invertidos punto por punto. Las dos Valdradas viven una para la
otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman.
El Gran Kan ha soñado
una ciudad; la describe a Marco Polo:
—El puerto esta expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son altos
sobre el agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra bajan
resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el fondeadero
a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las familias. Las
despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace frío; todos
llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la demora, el
viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los que se
quedan; desde la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la
barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura
empequeñecida, desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra
el escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con
los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo
blanco.
— Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad — dice el
Kan a Marco—. Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad.
—Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en
aquel muelle —dice Marco—, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y
tiene un simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos.
IV
Los labios apretados en el tubo de ámbar de la pipa, la barba aplastada
contra el gorjal de amatistas, los dedos de los pies curvados nerviosamente en
las pantuflas de seda, Kublai Kan escuchaba los relatos de Marco Polo sin alzar
la vista. Eran las noches en que una congoja hipocondríaca pesaba sobre su
corazón.
—Tus ciudades no existen. Quizás no han existido nunca. Con seguridad no
existirán más. ¿Por qué te solazas en fábulas consoladoras? Bien sé que mi
imperio se pudre como un cadáver en el pantano, cuya pestilencia infecta tanto
a los cuervos que lo picotean como al bambú que crece fertilizado por su
miasma. ¿Por qué no me hablas de eso? ¿Por qué mientes al emperador de los
tártaros, extranjero?
Polo sabía seguir el
humor sombrío del soberano.
—Sí, el imperio está enfermo y, lo que es peor, trata de acostumbrarse a
sus llagas. El fin de mis exploraciones es este: escrutando las huellas de
felicidad que todavía se entrevén, mido su penuria. Si quieres saber cuánta
oscuridad tienes alrededor, has de aguzar la mirada para ver las débiles luces
lejanas.
A veces, el Kan era presa, en cambio, de accesos de euforia Se alzaba
sobre los cojines, medía a largos pasos las alfombras tendidas bajo sus pies
sobre la hierba, se asomaba a las balaustradas de las terrazas para dominar con
ojo alucinado la extensión de los jardines del palacio real iluminados por
farolillos colgados de los cedros.
—Y sin embargo —decía—, sé que mi imperio está hecho de la materia de los
cristales, y agrega sus moléculas siguiendo un dibujo perfecto. En medio del
hervor de los elementos toma forma un diamante espléndido y durísimo, una
inmensa montaña facetada y transparente. ¿Por qué tus impresiones de viaje se
detienen en las engañosas apariencias y no captan este proceso incontenible?
¿Por qué induces a melancolías inesenciales? ¿Por qué escondes al emperador la
grandeza de su destino?
Y Marco:
—Mientras a una orden tuya, sir, la ciudad una y última alza sus muros
sin mácula, yo recojo las cenizas de las otras ciudades posibles que
desaparecen para cederle lugar y no podrán ser reconstruidas ni recordadas más.
Sólo si conoces el residuo de infelicidad que ninguna piedra preciosa llegará a
resarcir, podrás calcular el número exacto de quilates a que debe tender el
diamante final, y no errarás los cálculos de tu proyecto desde el
principio.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 5
Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe
confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe. Y sin embargo, entre
la una y el otro hay una relación. Si te describo Olivia, ciudad rica en
productos y beneficios, para significar su prosperidad no tengo otro medio sino
hablar de palacios de filigrana y cojines con flecos en Los antepechos de los
ajimeces; más allá de la reja de un patio, una girándula de surtidores riega un
prado donde un pavo real blanco hace la rueda. Pero con este discurso tu
comprendes en seguida que Olivia está envuelta en una nube de hollín y de
pringue que se pega a las paredes de las casas; que en la red de vías los
remolques, en sus maniobras, aplastan a los peatones contra los muros. Si he de
contarte la laboriosidad de los habitantes, hablo de las tiendas de los
talabarteros olorosas de cuero, de las mujeres que parlotean mientras tejen
tapetes de rafia, de los canales pensiles cuyas cascadas mueven las palas de
los molinos: pero la imagen que estas palabras evocan en tu conciencia
iluminada es el gesto que acerca al mandril hasta los dientes de la fresa
repetidos por millares de manos millares de veces en el tiempo fijado por los
turnos de los equipos. Si he de explicarte cómo el espíritu de Olivia tiende a
una vida libre y a una civilización refinada, te hablaré de damas que navegan
cantando por la noche en canoas iluminadas entre las orillas de un verde
estuario; pero es sólo para recordarte que en los suburbios donde desembarcan
todas las noches hombres y mujeres como filas de sonámbulos, hay siempre quien
en la oscuridad rompe a reír, da rienda suelta a las bromas y a los sarcasmos.
Esto quizá no lo sabes: que para hablar de Olivia no podría
pronunciar otro discurso. Si hubiera verdaderamente una Olivia de ajimeces y
pavos reales, de talabarteros y tejedores de alfombras y canoas y estuarios,
sería un mísero agujero negro de moscas, y para describírtelo tendría que
recurrir a las metáforas del hollín, del chirriar de las ruedas, de los gestos
repetidos, de los sarcasmos. La mentira no está en las palabras, está en las
cosas.
LAS CIUDADES SUTILES. 4
La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En
una está la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón
de cadenas, la rueda de las jaulas giratorias, el pozo de la muerte con los
motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con el racimo de trapecios
colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y cemento,
con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y todo lo
demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su
tiempo de estadía ha terminado, la desclavan, la desmontan y se la llevan para
trasplantarla en los terrenos baldíos de otra media ciudad.
Así todos los años llega el día en que los peones desprenden
los frontones de mármol, desarman los muros de piedra, los pilones de cemento,
desmontan el ministerio, el monumento, los muelles, la refinería de petróleo,
el hospital, los cargan en remolques para seguir de plaza en plaza el
itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia de los tiros al blanco y
de los carruseles, con el grito suspendido de la navecilla de la montaña rusa
invertida, y comienza a contar cuántos meses, cuántos días tendrá que esperar
antes de que vuelva la caravana y la vida entera recomience.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 3
Al entrar en el territorio que tiene a Eutropia por capital,
el viajero ve no una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre
sí, desparramadas en un vasto y ondulado altiplano. Eutropia es no una sino
todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola esta habitada, las otras vacías;
y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los habitantes de
Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie soporta más su trabajo,
sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o
que saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina
que esta allí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tomara otro
trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará noches en
otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de
mudanza en mudanza, entre ciudades que por la exposición o el declive o los
cursos de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas diferencias de
las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes
diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la otra ocurre
casi sin sacudidas; la variedad esta asegurada por los múltiples trabajos, de
modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un oficio que ya ha
sido el suyo.
Así la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose
para arriba y para abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven
a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas
con acentos diversamente combinados; abren bocas alternadas en bostezos
iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica
a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, patrón de la ciudad, cumplió este
ambiguo milagro.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 2
Es el humor de quien la mira el que da a la ciudad de Zemrude
su forma. Si pasas silbando, con la nariz levantada detrás del silbido, la
conocerás de abajo para arriba: antepechos, cortinas que se agitan, surtidores.
Si caminas con el mentón sobre el pecho, con las uñas clavadas en las palmas,
tus miradas se enredarán al ras del suelo en el agua de la calzada, las
alcantarillas, las espinas de pescado, los papeles sucios. No puedo decir que
un aspecto de la ciudad sea más verdadero que el otro, pero de la Zemrude de
arriba oyes hablar sobre todo a quien la recuerda hundido en la Zemrude de
abajo, recorriendo todos los días los mismos tramos de calle y encontrando por
la mañana el malhumor del día anterior incrustado al pie de las paredes. Para
todos, tarde o temprano, llega el día en que bajamos la mirada a lo largo de
los caños de las canaletas y no conseguimos despegarlos más del pavimento. El
caso inverso no está excluido, pero es más raro: por eso seguimos dando vueltas
por las calles de Zemrude con los ojos que ahora cavan debajo de los sótanos,
de los cimientos, de los pozos.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 1
Poco sabría decirte de Aglaura fuera de las cosas que los
habitantes mismos de la ciudad repiten desde siempre: una serie de virtudes proverbiales,
otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a
las reglas. Antiguos observadores, que no hay razón para no suponer veraces,
atribuyeron a Aglaura su durable surtido de cualidades, confrontándolas con
aquellas de otras ciudades de sus tiempos. Ni la Aglaura que se dice ni la
Aglaura que se ve ha cambiado quizá mucho desde entonces, pero lo que era
excéntrico se ha vuelto usual, extrañeza lo que pasaba por norma, y las
virtudes y los defectos han perdido excelencia o desdoro en un concierto de
virtudes y defectos diversamente distribuidos. En este sentido no hay nada de
cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen
sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los juicios
dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella. El resultado es éste: la
ciudad que dicen tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras la
ciudad que existe en su lugar existe menos.
Por eso, si quisiera describirte Aglaura ateniéndome a cuanto
he visto y probado personalmente, debería decirte que es una ciudad desteñida,
sin carácter, puesta allí a la buena de Dios. Pero tampoco esto sería
verdadero: a ciertas horas, en ciertos escorzos de camino, ves abrírsete la
sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnifico; quisieras decir qué es,
pero todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te
obliga a repetir antes que a decir.
Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que
crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece
en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos
ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por
falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado.
—De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades —había dicho el
Kan—.
Tú en tus viajes
verificarás si existen.
Pero las ciudades visitadas por Marco Polo eran siempre distintas de las
pensadas por el emperador.
—Y sin embargo, he construido en mi mente un modelo de ciudad, de la cual
se pueden deducir todas las ciudades posibles —dijo Kublai—. Aquel encierra
todo lo que responde a la norma. Como las ciudades que existen se alejan en
diverso grado de la norma, me basta prever las excepciones a la norma y
calcular sus combinaciones más probables.
—También yo he pensado en un modelo de ciudad de la cual deduzco todas
las otras— respondió Marco—. Es una ciudad hecha sólo de excepciones,
impedimentos, contradicciones, incongruencias, contrasentidos. Si una ciudad
así es cuanto hay de más improbable, disminuyendo el numero de los elementos
fuera de la norma aumentan las posibilidades de que la ciudad verdaderamente
sea.
Por lo tanto basta que yo sustraiga excepciones a mi modelo, y en
cualquier orden que proceda llegare a encontrarme delante de una de las
ciudades que, si bien siempre a modo de excepción, existen. Pero no puedo
llevar mi operación más allá de cierto límite: obtendría ciudades demasiado
verosímiles para ser verdaderas.
V
Desde la alta balaustrada del palacio el Gran Kan mira crecer el imperio.
La primera en dilatarse había sido la línea de los confines englobando los
territorios conquistados, pero la avanzada de los regimientos encontraba
comarcas semidesiertas, míseras aldeas de cabañas, aguazales donde se daba mal
el arroz, poblaciones magras, ríos secos, cañas. “Es hora de que mi imperio, ya
demasiado crecido hacia afuera — pensaba el Kan—, empiece a crecer hacia
adentro, y soñaba bosques de granadas maduras cuya corteza se raja, cebúes
asándose y rezumantes de grasa, vetas metalíferas que manan en desmoronamientos
de pepitas brillantes. .
Ahora muchas estaciones de abundancia han colmado los graneros. Los ríos
en crecida han arrastrado bosques de vigas destinadas a sostener los techos de
bronce de los templos y palacios. Caravanas de esclavos han desplazado montañas
de mármol serpentino a través del continente. El Gran Kan contempla un imperio
recubierto de ciudades que pesan sobre la tierra y sobre los hombres,
abarrotado de riquezas y pletórico, sobrecargado de ornamentos y de
obligaciones, complicado de mecanismos y de jerarquías, hinchado, tenso,
turbio.
“Su propio peso es el que está aplastando al imperio, piensa Kublai, y en
sus sueños aparecen ciudades ligeras como cometas, ciudades caladas como
encajes, ciudades transparentes como mosquiteros, ciudades nervadura de hoja,
ciudades línea de la mano, ciudades filigrana para verlas a través de su opaco
y ficticio espesor.
—Te contaré lo que soñé anoche —dice a Marco —. En medio de una tierra
chata y amarilla sembrada de meteoritos y de rocas erráticas, veía elevarse a
lo lejos las agujas de una ciudad de pináculos afinados, hechos de modo que la
luna en su viaje pueda posarse ya sobre uno ya sobre otro, o mecerse colgada de
los cables de las grúas.
Y Polo:
—La ciudad que has soñado es Lalage. Esas invitaciones a hacer alto en el
cielo nocturno las dispusieron sus habitantes para que la luna conceda a todas
las cosas de la ciudad el don de crecer y volver a crecer sin fin.
—Hay algo que no sabes— añadió el Kan—. Agradecida, la luna ha otorgado a la ciudad de Lalage un privilegio más raro: crecer en ligereza.
LAS CIUDADES SUTILES. 5
Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia,
ciudadtelaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está
en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se
camina sobre tos travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los
intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en
cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé mas abajo el fondo
del despeñadero.
Esta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de
sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas
de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como
navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de
cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos,
lámparas, macetas con plantas de follaje colgante. Suspendida en el abismo, la
vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades.
Sabes que la red no sostiene más que eso.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 4
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida
de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas,
blancos o negros o grises o blanquinegros según indiquen relaciones de
parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos
que ya no se puede pasar entre medio, los habitantes se van: se desmontan las
casas; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos.
Desde la ladera de un monte, acampados con sus trastos, los prófugos
de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en
la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son
nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos
una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular
que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus
casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las
ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos
de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas
que buscan una forma.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 3
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va
a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del
suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la
ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en
tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad
toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días
luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que
odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman
tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia
abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra,
hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 2
Dioses de dos especies protegen la ciudad de Leandra. Unos y
otros son tan pequeños que no se ven y tan numerosos que no se pueden contar.
Unos están sobre las puertas de las casas, en el interior, cerca del perchero y
el paragüero; en las mudanzas siguen a las familias y se instalan en los nuevos
alojamientos a la entrega de las llaves. Los otros están en la cocina, se
esconden de preferencia bajo las ollas, o en la campana de la chimenea, o en el
sucucho de las escobas: forman parte de la casa y cuando la familia que la
habitaba se va, ellos se quedan con los nuevos inquilinos; tal vez ya estaban
allí cuando la casa aún no existía, entre las malas hierbas del solar,
escondidos en una lata oxidada; si se echa abajo la casa y en su lugar se
construye un palomar para cincuenta familias, se los encuentra multiplicados en
las cocinas de otros tantos apartamentos. Para distinguirlos llamaremos a unos
Penates y a los otros Lares.
En una casa no es que los Lares estén siempre con los Lares y
los Penates con los Penates: se frecuentan, pasean juntos por las cornisas de
estuco, por los caños del agua caliente, comentan las cosas de la familia, es
fácil que se peleen, pero pueden también llevarse bien durante años; Viéndolos
todos en fila no se distingue cuál es uno cuál el otro. Los Lares han visto
pasar entre sus paredes a Penates de las más diversas procedencias y
costumbres; a los Penates les toca acomodarse codo con codo con los Lares de
ilustres palacios en decadencia, llenos de dignidad, o con Lares de chabolas,
quisquillosos y desconfiados.
La verdadera esencia de Leandra es tema de discusiones sin
fin. Los Penates creen que son ellos el alma de la ciudad, aunque hayan llegado
el año anterior, y que se llevan consigo a Leandra cuando emigran. Los Lares
consideran a los penates huéspedes provisionales, inoportunos, invasores; la
verdadera Leandra es la de ellos, que da forma a todo lo que contiene, la
Leandra que estaba allí antes de que todos estos intrusos llegaran, y que se
quedará cuando todos se hayan ido.
En común tienen esto: que sobre cuanto sucede en la familia y
en la ciudad siempre tienen algo que criticar, los Penates sacando a relucir
los viejos, los bisabuelos, las tías segundas, la familia de otro tiempo; los
Lares el ambiente tal como era antes de que lo arruinaran. Pero no es que vivan
sólo de recuerdos: urden proyectos sobre la carrera que harán los niños cuando
sean grandes (los Penates), sobre lo que podría llegar a ser aquella casa o
aquella zona (los Lares) si estuviese en buenas manos. Prestando atención
especialmente de noche, en las casas de Leandra, se los oye parlotear y
parlotear, hacerse reproches, echarse pullas, resoplidos, risitas irónicas.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 1
En Melania, cada vez que uno entra en la plaza, se encuentra
en mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y el parásito al salir por una
puerta se encuentran con el joven pródigo y la meretriz; o bien el padre avaro
desde el umbral dirige las últimas recomendaciones a la hija enamorada y es
interrumpido por el criado tonto que va a llevar un billete a la celestina. Uno
vuelve a Melania años después y encuentra el mismo diálogo que continúa;
entretanto han muerto el parásito, la celestina, el padre avaro; pero el
soldado fanfarrón, la hija enamorada, el enano tonto han ocupado sus puestos,
sustituidos a su vez por el hipócrita, la confidente, el astrólogo.
La población de Melania se renueva: los interlocutores mueren
uno por uno y entretanto nacen los que se ubicarán a su vez en el diálogo, éste
en un papel, aquél en el otro. Cuando alguien cambia de papel o abandona la
plaza para siempre o entra por primera vez, se producen cambios en cadena,
hasta que todos los papeles se distribuyen de nuevo; pero entre tanto al viejo
colérico continúa respondiendo la criadilla ocurrente, el usurero no deja de
perseguir al joven desheredado, la nodriza de consolar a la entenada, aunque
ninguno de ellos conserve los ojos y la voz que tenía en la escena precedente.
Sucede a veces que un solo interlocutor desempeña al mismo
tiempo dos o más papeles: tirano, benefactor, mensajero; o que un papel se
desdobla, se multiplica, se atribuye a cien, a mil habitantes de Melania: tres
mil para el hipócrita, treinta mil para el gorrón, cien mil hijos de reyes
caídos en desgracia que esperan el reconocimiento.
Con el paso del tiempo hasta los papeles no son exactamente los mismos que antes; es cierto que la acci6n que impulsan a través de intrigas y golpes de escena lleva a un desenlace final cualquiera, que sigue acercándose aun cuando la madeja parezca enredarse más y aumentar los obstáculos. El que se asoma a la plaza en momentos sucesivos comprende que de un acto a otro el diálogo cambia, aunque las vidas de los habitantes de Melania sean demasiado breves como para advertirlo.
Marco Polo describe un
puente, piedra por piedra.
—¿Pero cuál es la
piedra que sostiene el puente? — pregunta Kublai Kan.
—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla — responde
Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.
Kublai permanece
silencioso, reflexionando. Después añade:
—¿Por qué me hablas de
las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.
Polo responde:
—Sin piedras no hay arco.
VI
—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —
preguntaba Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del
baldaquino de seda del bucentauro imperial, para señalar los puentes que se
arquean sobre los canales, los palacios principescos cuyos umbrales de mármol
se sumergen en el agua, el ir venir de los botes livianos que dan vueltas en
zigzag impulsados por largos remos, las gabarras que descargan cestas de
hortalizas en las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las
cúpulas, los campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de
la laguna.
El emperador, acompañando por su dignatario extranjero, visitaba Quinsai,
antigua capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la corona del
Gran Kan.
—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera existir
una ciudad semejante ésta.
El emperador trato de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajo la
mirada. Kublai permaneció silencioso todo el día.
Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo
exponía al soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan
terminaba las noches saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta
que su primer bostezo daba al séquito de pajes la señal de encender las
antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del Augusto Sueño. Pero esta
vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.
—Dime una ciudad más—
insistía.
—...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y
levante...—proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y
comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse
inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir,
ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no
hablas jamás.
Marco Polo inclinó la
cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa
crees que te hablaba?
El emperador no
pestañeó.
—Sin embargo, no te he
oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo
una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y
de Venecia cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera
ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida,
describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que
recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del
antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes
como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 5
En Smeraldina, ciudad acuática, una retícula de canales y una
retícula de calles se superponen y se entrecruzan. Para ir de un lugar a otro
siempre puedes elegir entre el recorrido terrestre y el recorrido en barca, y
como la línea más breve entre dos puntos en Smeraldina no es una recta sino un
zigzag que se ramifica en tortuosas variantes, las calles que se abren a cada
transeúnte no son solo dos sino muchas, y aumentan aún más para quien alterna
trayectos en barca y transbordos a tierra firme. Así el tedio de recorrer cada
día las mismas calles es ahorrado a los habitantes de Smeraldina. Y eso no es
todo: la red de pasajes no se dispone en un solo estrato, sino que sigue un
subibaja de escalerillas, galerías, puentes convexos, calles suspendidas.
Combinando sectores de los diversos trayectos sobreelevados o de superficie,
cada habitante se permite cada día la distracción de un nuevo itinerario para
ir a los mismos lugares. Las vidas mas rutinarias y tranquilas en Smeraldina
transcurren sin repetirse.
A mayores constricciones están expuestas, aquí como en otras
partes, las vidas secretas y venturosas. Los gatos de Smeraldina, los ladrones,
los amantes clandestinos se desplazan por calles más altas y discontinuas,
saltando de un techo a otro, dejándose caer de una azotea a un balcón,
contorneando canaletas de tejado con paso de funámbulos. Más abajo, los ratones
corren en la oscuridad de las cloacas uno detrás de la cola del otro, junto a
los conspiradores y a los contrabandistas; atisban desde alcantarillas y
sumideros, se escabullen por intersticios y callejas, arrastran de un
escondrijo a otro cortezas de queso, mercancías prohibidas, barriles de
pólvora, atraviesan la compacidad de la ciudad perforada por la irradiación de
las galerías subterráneas.
Un mapa de Smeraldina debería comprender, señalados en tintas
de diversos colores, todos estos trazados, sólidos y líquidos, evidentes y
ocultos. Mas difícil es fijar en el papel los caminos de las golondrinas, que
cortan el aire sobre los techos, caen a lo largo de parábolas invisibles con
las alas quietas, se desvían para tragar un mosquito, vuelven a subir en
espiral rozando un pináculo, dominan desde cada punto de sus senderos de aire
todos los puntos de la ciudad.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 4
Al llegar a Fílides, te complaces en observar cuantos puentes
distintos uno del otro atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre
pilastras, sobre barcas, colgantes, con parapetos calados; cuantas variedades
de ventanas se asoman a las calles: en ajimez, moriscas, lanceoladas, ojivales,
coronadas por lunetas o por rosetones; cuántas especies de pavimentos cubren el
suelo: cantos rodados, lastrones, grava, baldosas blancas y azules. En cada uno
de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista: una mata de alcaparras que
asoma por los muros de la fortaleza, las estatuas de tres reinas sobre una
ménsula, una cúpula en forma de cebolla con tres cebollitas enhebradas en la
aguja. “Feliz el que tiene todos los días a Fillide delante de los ojos y no
termina nunca de ver las cosas que contiene”, exclamas, con la pesadumbre de
tener que dejar la ciudad después de haberla sólo rozado con la mirada.
Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el
resto de tus días. Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los
rosetones, las estatuas sobre las ménsulas, las cúpulas. Como todos los
habitantes de Fílides, sigues líneas en zigzag de una calle a la otra,
distingues zonas de sol y zonas de sombra, aquí una puerta, allá una escalera,
un banco donde puedes apoyar el cesto, una cuneta donde el pie tropieza si no
te fijas. Todo el resto de la ciudad es invisible. Fílides es un espacio donde
se trazan recorridos entre puntos suspendidos en el vacío, el camino más corto
para llegar a la tienda de aquel comerciante evitando la ventanilla de aquel
acreedor. Tus pasos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos sino
adentro, sepulto y borrado: si entre dos soportales uno sigue pareciéndote más
alegre es porque por el pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas
bordadas, o bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal
que ya no recuerdas dónde estaba.
Millones de ojos se alzan hasta ventanas puentes alcaparras y
es como si recorrieran una página en blanco. Muchas son las ciudades como
Fílides que se sustraen a las miradas, salvo si las atrapas por sorpresa.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 3
Durante mucho tiempo Pirra fue para mi una ciudad en
astillada en las laderas de un golfo, con ventanas altas y torres, cerrada como
una copa, con una plaza profunda en el centro como un pozo y con un pozo en el
centro. Nunca la había visto. Era una de las tantas ciudades donde no he
llegado jamás, que me imagino solamente a través del nombre:
Eufrasia, Otilia, Márgara, Getulia. Pirra tenía su lugar
entre ellas, distinta de cada una, como cada una inconfundible para los ojos de
la mente.
Llego el día en que mis viajes me llevaron a Pirra. Apenas
puse el pie, todo lo que imaginaba quedo olvidado; Pirra se había convertido en
lo que es Pirra; y yo creía haber sabido siempre que el mar no está a la vista
de la ciudad, escondido por una duna de la costa baja y ondulada; que las
calles corren largas y rectas; que las casas están reagrupadas con intervalos,
no altas, y las separan terrenos con depósitos de carpinterías y aserraderos;
que el viento mueve la girándula de las bombas hidráulicas. Desde aquel momento
el nombre Pirra evoca en mi mente esa vista, esa luz, ese zumbido, ese aire en
el que vuela un polvo amarillento: es evidente que significa y no podía
significar sino eso.
Mi mente sigue conteniendo un gran número de ciudades que no
he visto ni veré, nombres que llevan consigo una figura o fragmento o
deslumbramiento de figura imaginada: Getulia, Otilia, Eufrasia, Márgara.
También la ciudad alta sobre el golfo esta siempre allí, con la plaza cerrada
en torno al pozo, pero no puedo ya llamarla con un nombre, ni recordar como
podía darle un nombre que significa otra cosa.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 2
Jamás en mas viajes había avanzado hasta Adelma. Oscurecía
cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la amarra y la
ató a la bita se parecía a uno que había sido soldado conmigo, y había muerto.
Era la hora de la venta del pescado al por mayor. Un viejo cargaba una cesta de
erizos en una carretilla; creí reconocerlo; cuando me volví había desaparecido
en una calleja, pero comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya
siendo yo niño, no podía seguir estando entre los vivos. Me turbó la vista de
un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: mi
padre pocos días antes de morir tenia los ojos amarillos y la barba hirsuta
como él, exactamente. Aparté la mirada; no me atrevía a mirar a nadie más a la
cara.
Pensé: —Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no
se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad
verdadera, habitada por vivos, bastaría seguir mirándola fijo para que las
semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. En
un caso o en el otro, es mejor que no insista en mirarlos—.
Una verdulera pesaba unas berzas en la romana y las ponía en
una canasta colgada de una cuerdecita que una muchacha bajaba desde un balcón.
La muchacha era igual a una de mi pueblo que se volvió loca de amor y se mató.
La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: —Uno llega a un momento de la vida en que de la gente
que ha conocido son mas los muertos que los vivos. Y la mente se niega a
aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que
encuentra, imprime los viejos calcos, para cada una encuentra la máscara que
más se adapta.
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados
bajo garrafones y barriles; las caras estaban ocultas por costales usados como
capuchas. “Ahora se las levantan y los reconozco”, pensaba con impaciencia y
con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la
mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por
caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como para hacerse
reconocer, como para reconocerme, como si me hubieran reconocido. Quizá yo
también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas
había llegado a Adelma y ya era uno de ellos, me había pasado de su lado,
confuso en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: —”Tal vez Adelma es la ciudad a la que se llega al
morir y donde cada uno encuentra las personas que ha conocido. Es señal de que
estoy muerto también yo”. Pensé además: —Es señal de que el más allá no es
feliz—.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 1
En Eudossia, que se extiende hacia arriba y hacia abajo, con
callejas tortuosas, escaleras, callejones sin salida, tugurios, se conserva una
alfombra en la que puedes contemplar la verdadera forma de la ciudad. A primera
vista nada parece semejar menos a Eudossia que el dibujo de la alfombra,
ordenado en figuras simétricas que repiten sus motivos a lo largo de líneas
rectas y circulares, entretejida de hebras de colores esplendorosos, la alternancia
de cuyas tramas puedes seguir a lo largo de toda la urdimbre. Pero si te
detienes a observarla con atención, te convences de que a cada lugar de la
alfombra corresponde un lugar de la ciudad y que todas las cosas contenidas en
la ciudad están comprendidas en el dibujo, dispuestas según sus verdaderas
relaciones que escapan a tu ojo distraído por el ir y venir, el hormigueo, el
gentío. Toda la confusión de Eudossia, los rebuznos de los mulos, las manchas
del negro de humo, el olor del pescado, es lo que aparece en la perspectiva
parcial que tu percibes; pero la alfombra prueba que hay un punto desde el cual
la ciudad muestra sus verdaderas proporciones, el esquema geométrico implícito
en cada uno de sus mínimos detalles.
Perderse en Eudossia es fácil: pero cuando te concentras en
mirar la alfombra reconoces la calle que buscabas en un hilo carmesí o índigo o
amaranto que a través de una larga vuelta te hace entrar en un recinto de color
púrpura que es tu verdadero punto de llegada. Cada habitante de Eudossia
confronta con el orden inmóvil de la alfombra una imagen suya de la ciudad, una
angustia suya, y cada uno puede encontrar escondida entre los arabescos una
respuesta, el relato de su vida, las vueltas del destino.
Sobre la relación misteriosa de dos objetos tan diversos como
la alfombra y la ciudad se interrogó a un oráculo. Uno de los dos objetos — fue
la respuesta— tiene la forma que los dioses dieron al cielo estrellado y a las
órbitas en que giran los mundos; el otro no es más que su reflejo aproximativo,
como toda obra humana.
Los augures estaban seguros desde hacía ya tiempo de que el armónico diseño de la alfombra era de factura divina; en este sentido se interpreto el oráculo, sin suscitar controversias. Pero del mismo modo tú puedes extraer la conclusión opuesta: que el verdadero mapa del universo es la ciudad de Eudossia tal como es, una mancha que se extiende sin forma, con calles todas en zigzag, casas que se derrumban una sobre otra en la polvareda, incendios, gritos en la oscuridad.
—...¡Entonces el tuyo es realmente un viaje en la memoria! —El Gran Kan,
siempre con el oído atento, se sobresaltaba en la hamaca cada vez que percibía
en el discurso de Marco una inflexión melancólica. —¡Para librarte de tu carga
de nostalgia has ido tan lejos! —exclamaba, o bien—:
—Con la bodega llena de añoranzas vuelves de tus expediciones! —y añadía,
con sarcasmo—:
—¡Magras adquisiciones, a decir verdad, para un mercader de la
Serenísima!
Este era el punto al que tendían todas las preguntas de Kublai sobre el
pasado y sobre el futuro; hacía una hora que jugaba como el gato con el ratón,
y finalmente ponía a Marco en aprietos, cayéndole encima, plantándole una
rodilla sobre el pecho, aferrándolo por la barba:
—Esto era lo que quería saber de ti: confiesa que contrabandeas: ¡estados de ánimo, estados de gracia,
elegías!
Frases y actos quizá sólo pensados, mientras los dos, silenciosos e
inmóviles, miraban subir lentamente el humo de sus pipas. La nube ya se
disolvía en un hilo de viento, ya quedaba suspendida en mitad del aire; y la
respuesta estaba en aquella nube. El soplo se llevaba el humo, Marco pensaba en
los vapores que nublan la extensión del mar y las cadenas de montañas y al
despejarse dejan el aire seco y diáfano revelando ciudades lejanas. Mas allá de
aquella pantalla de humores volátiles quería llegar su mirada: la forma de las
cosas se distingue mejor en lontananza.
O bien la nube se detenía apenas salida de los labios, densa y lenta, y remitía a otra visión: las exhalaciones que se estancan sobre los techos de las metrópolis, el humo opaco que no se dispersa, la capa de miasmas que pesa sobre las calles bituminosas. No las frágiles nieblas de la memoria ni la seca transparencia, sino los tizones de las vidas quemadas que forman una costra sobre la ciudad, la espina hinchada de materia vital que no se escurre más, el atasco de pasado presente futuro que bloquea las existencias calcificadas en la ilusión del movimiento: esto encontrabas al término del viaje.
VII
Kublai:—No sé cuándo has tenido tiempo de visitar todos los países que me
describes. A mí me parece que nunca te has movido de estos jardines.
Polo:—Todo lo que veo y hago cobra sentido en un espacio de la mente
donde reina la misma calma que aquí, la misma penumbra, el mismo silencio
recorrido por crujidos de hojas. En el momento en que me concentro en la
reflexión, me encuentro siempre en este jardín, a esta hora de la noche, en tu
augusta presencia, aunque siempre remontando sin un instante de descanso un río
verde de cocodrilos o contando las barricas de pescado salado que bajan a la
bodega.
Kublai: —Tampoco yo estoy seguro de estar aquí, paseando entre las
fuentes de pórfido, escuchando el eco de los surtidores, y no cabalgando con
costras de sudor y sangre a la cabeza de mi ejército, conquistando los países
que tú tendrás que describir, o tronchando los dedos de los asaltantes que
escalan los muros de una fortaleza asediada.
Polo: —Tal vez este jardín existe sólo a la sombra de nuestros párpados
bajos, y nunca hemos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla,
yo de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que
entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está
permitido retirarnos aquí vestidos con quimonos de seda, para considerar lo que
estamos viendo y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos.
Kublai: —Quizá este diálogo nuestro se desenvuelve entre dos harapientos
apodados Kublai Kan y Marco Polo, que revuelven en un basural, amontonan
chatarra oxidada, pedazos de trapo, papeles viejos, y ebrios con unos pocos
tragos de mal vino, ven resplandecer a su alrededor todos los tesoros del
Oriente.
Polo: —Quizá del mundo ha quedado un terreno baldío cubierto de albañales y el jardín colgante del palacio del Gran Kan. Son nuestros párpados los que los separan, pero no se sabe cuál está adentro y cuál afuera.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 5
Vadeado el río, traspuesto el paso, el hombre encuentra
enfrente, de pronto, la ciudad de Moriana, con sus puertas de alabastro
transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostienen los
frontones con incrustaciones de piedra serpentina, sus villas todas de vidrio
como acuarios donde nadan las sombras de las bailarinas de escamas plateadas
bajo las arañas de luces en forma de medusa. Si no es su primer viaje, el
hombre sabe ya que las ciudades como ésta tienen un reverso: basta recorrer un
semicírculo y será visible la faz oculta de Moriana, una extensión de metal
oxidado, tela de costal, ejes erizados de clavos, caños negros de hollín,
montones de latas, muros ciegos con inscripciones desteñidas, asientos de
sillas desfondadas, cuerdas buenas sólo para colgarse de una viga podrida.
De parte a parte parece que la ciudad continuara en
perspectiva multiplicando su repertorio de imágenes: en cambio no tiene
espesor, consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con
una figura de este lado y otra del otro, que no pueden despegarse ni mirarse.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 4
Clarice, ciudad gloriosa, tiene una historia atormentada.
Varias veces decayó y volvió a florecer, teniendo siempre a la primera Clarice
como modelo inigualable de todo esplendor, por comparación con la cual el
estado presente de la ciudad no deja de suscitar nuevos suspiros a cada vuelta
de las estrellas.
En los siglos de degradación la ciudad, vaciada por las
pestilencias, rebajada de estatura por los derrumbes de viguerías y cornisas y
por los desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida por incuria o ausencia
de los encargados de la conservación, se repoblaba lentamente al reemerger de
sótanos y madrigueras hordas de supervivientes que como ratones hormigueaban
movidos por la manía de hurgar y roer, y también de arrebañar residuos y
frangollar, como pájaros haciendo su nido.
Se dedicaban a todo lo que podía sacarse de donde estaba para
ponerlo en otro lugar a fin de darle otro uso: los cortinajes de brocado
terminaban por hacer de sábanas; en las urnas cinerarias de mármol plantaban
albahaca; las verjas de hierro forjado arrancadas de las ventanas de los
gineceos servían para asar carne de gato sobre fuegos de madera taraceada.
Puesta en pie por fragmentos desparejos de la Clarice inservible, tomaba forma
una Clarice de la sobrevivencia, toda tugurios y cuchitriles , charcos
infectos, conejeras. Y sin embargo, del antiguo esplendor de Clarice no se
había perdido casi nada, todo estaba allí, solo que dispuesto en un orden
diferente pero adecuado no menos que antes a las exigencias de los habitantes.
A los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una
Clarice mariposa suntuosa brotaba de la Clarice crisálida menesterosa; la nueva
abundancia hacia rebosar la ciudad de materiales, edificios, objetos nuevos;
otras gentes afluían del exterior; nada ni nadie tenía que ver con la Clarice o
las Clarices de antes; y cuanto más se asentaba triunfalmente la nueva ciudad
en el lugar y en el nombre de la primera Clarice, más advertía que se alejaba
de ella, que la destruía no menos rápidamente que los ratones y el moho: no
obstante el orgullo del nuevo fasto, en el fondo del corazón se sentía extraña,
incongruente, usurpadora.
Y ahora los fragmentos del primer esplendor, que se había
salvado adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados,
custodiados bajo campanas de vidrio, encerrados en vitrinas, posados en cojines
de terciopelo, y no porque pudieran servir todavía para algo sino porque a
través de ellos se hubiera querido recomponer una ciudad de la cual nadie sabía
ya nada.
Otros deterioros, otras lozanías se han sucedido en Clarice.
Las poblaciones y las costumbres cambiaron varias veces; quedaron el nombre, la
ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva Clarice, compacta
como un cuerpo viviente con sus olores y su respiración, exhibe como un collar
lo que queda de las antiguas Clarices fragmentarias y muertas. No se sabe
cuándo los capiteles corintios estuvieron en lo alto de sus columnas; sólo se
recuerda uno de ellos que durante muchos años sostuvo en un gallinero la cesta
donde las gallinas ponían los huevos y de allí paso al Museo de los Capiteles,
en fila con los otros ejemplares de la colección. El orden de sucesión de las eras
se ha perdido; que ha habido una primera Clarice es creencia difundida, pero no
hay pruebas que lo demuestren; los capiteles podrían haber estado antes en los
gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podía haberse sembrado
antes albahaca que huesos de difuntos. De seguro se sabe sólo esto: cierto
numero de objetos se desplaza en un determinado espacio, ya sumergido por una
cantidad de objetos nuevos, ya consumiéndose sin recambio; la regla es
mezclarlos cada vez y hacer la prueba nuevamente de ponerlos juntos. Tal vez
Clarice ha sido siempre solo un revoltijo de trastos desportillados,
desparejos, en desuso.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 3
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a
huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos
brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo
tierra. Esos cadáveres, desecados de manera que no quede sino el esqueleto
revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para seguir con las ocupaciones
de antes. De éstas, son los momentos despreocupados los que gozan de
preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas puestas, o en
actitudes de danza o con el gesto de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los
comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo
menos aquellos que los vivos han desempeñado con mas satisfacción que fastidio:
el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una
oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero jabona con la brocha
seca el hueso del pómulo de un actor mientras éste repasa su papel clavando en
el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordena una
osamenta de vaquillona.
Claro, son muchos los vivos que piden para después de muertos
un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis esta atestada de
cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas,
mantenidas, generales, más de cuantos contó nunca ciudad viviente.
La obligación de acompañar abajo a los muertos y de
acomodarlos en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de
encapuchados. Ningún otro tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que
se sabe de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no
deja de darles una mano; los encapuchados después de muertos seguirán en el
mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos ya
están muertos y siguen andando arriba y abajo. Desde luego, la autoridad de
esta congregación en la Eusapia de los vivos esta muy extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en
la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no
muchas, pero sí fruto de reflexión ponderada, no de caprichos pasajeros. De un
año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos,
para no ser menos, todo lo que los encapuchados cuentan de las novedades de los
muertos también quieren hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a
copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido
los muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad.
Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los
vivos y cuáles los muertos.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 2
Se atribuye a Bersabea esta creencia: que suspendida en el
cielo existe otra Bersabea donde se ciernen las virtudes y los sentimientos más
elevados de la ciudad, y que si la Bersabea terrena toma como modelo la
celeste, llegará a ser una sola cosa con ella. La imagen que la tradición
divulga es la de una ciudad de oro macizo, con pernos de plata y puertas de
diamante, una ciudad joya, toda taraceas y engarces, como puede resultar del
estudio más laborioso aplicado a las materias más apreciadas. Fieles a esta
creencia, los habitantes de Bersabea honran todo lo que les evoca la ciudad
celeste: acumulan metales nobles y piedras raras, renuncian a los abandonos
efímeros, elaboran formas de compuesto decoro.
Creen empero estos habitantes que otra Bersabea existe bajo
tierra, receptáculo de todo lo que tienen por despreciable e indigno, y es
constante su preocupación por borrar de la Bersabea de afuera todo vínculo o
semejanza con la gemela inferior. En lugar de los techos imaginan que haya en
la ciudad baja cajones de basura volcados, de los que se desprenden cortezas de
queso, papeles engrasados, agua de platos, restos de fideos, viejas vendas. O
que sin más su sustancia es aquella oscura y dúctil y densa como la pez que baja
por las cloacas prolongando el recorrido de las vísceras humanas, de negro
agujero en negro agujero, hasta aplastarse en el último fondo subterráneo, y
que de los mismos bolos perezosos enroscados allí abajo se elevan vuelta sobre
vuelta los edificios de una ciudad fecal, de entorchadas agujas.
En las creencias de Bersabea hay una parte de verdad y una de
error. Cierto es que dos proyecciones de si misma acompañan a la ciudad, una
celeste y otra infernal; pero acerca de su consistencia hay una equivocación.
El infierno que se incuba en el más profundo subsuelo de Bersabea es una ciudad
diseñada por los mas autorizados arquitectos, construida con los materiales mas
caros del mercado, que funciona en todo su mecanismo y relojería y engranaje
empavesada de flecos y borlas y volantes colgados de todos los caños y las
bielas.
Atenta a acumular sus quilates de perfección, Bersabea cree
virtud aquello que es ahora una oscura obsesión por llenar el vaso vacío de sí
misma; no sabe que los únicos momentos de abandono generoso son los del
desprender de sí, dejar caer, expandir. Sin embargo, en el cenit de Bersabea
gravita un cuerpo celeste donde resplandece todo el bien de la ciudad,
encerrado en el tesoro de las cosas desechadas: un planeta flameante de
peladuras de patata, paraguas desfondados, medias en desuso, centelleante de pedazos
de vidrio, botones perdidos, papeles de chocolate, pavimento de billetes de
tranvía, recortes de unas y de callos, cáscaras de huevo. La ciudad celeste es
ésta y por su cielo corren cometas de larga cola, lanzados a girar en el
espacio por el solo acto libre y feliz de que son capaces los habitantes de
Bersabea, ciudad que sólo cuando defeca no es avara calculadora interesada.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 1
La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada
mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones
apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del
refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas
retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los
restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de
dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de
embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana:
más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia
de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las
nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en
realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el
expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los
basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la
existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira
devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener
que pensar mas en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se
lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se
expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los
desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en
un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la
fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más
resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una
fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por
todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia,
más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede
quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única
forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los
desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el
desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta,
basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de
desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con fines de Leonia, está
cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en
erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas
son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan
recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de
derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de
paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios
de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en
vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes
finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará
toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades
vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse
en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.
Polo: —...Tal vez este jardín sólo asoma sus terrazas sobre el lago de
nuestra mente...
Kublai: —...y por lejos que nos lleven nuestras atormentadas empresas de
condotieros y de mercaderes, ambos custodiamos dentro de nosotros esta sombra
silenciosa, esta conversación pausada, esta noche siempre igual.
Polo: —A menos que sea cierta la hipótesis opuesta: que quienes se afanan
en los campamentos y en los puertos existan sólo porque los pensamos nosotros
dos, encerrados entre estos setos de bambú, inmóviles desde siempre.
Kublai: —Que no existan la fatiga, los alaridos, las heridas, el hedor,
sino solo esta planta de azalea.
Polo: —Que los cargadores, los picapedreros, los barrenderos, las
cocineras que limpian las entrañas de los pollos, las lavanderas inclinadas
sobre la piedra, las madres de familia que revuelven el arroz mientras
amamantan a los recién nacidos, existan sólo porque nosotros los pensamos.
Kublai: —A decir
verdad, yo no los pienso nunca.
Polo: —Entonces no
existen.
Kublai: —No creo que esa conjetura nos convenga. Sin ellos nunca
podríamos estar meciéndonos arrebujados en nuestras hamacas.
Polo: —Hay que excluir la hipótesis, entonces. Por lo tanto será cierta
la otra: que existan ellos y no nosotros.
Kublai: —Hemos demostrado que si existiéramos, no estaríamos aquí. Polo: —Pero en realidad estamos.
VIII
A los pies del trono del Gran Kan se extendía un pavimento de mayólica.
Marco Polo, informador mudo, exhibía el muestrario de las mercancías traídas de
sus viajes a los confines del imperio: un yelmo, una conchilla, un coco, un
abanico. Disponiendo en cierto orden los objetos sobre las baldosas blancas y
negras y desplazándolos uno tras otro con movimientos estudiados, el embajador
trataba de representar a los ojos del monarca las vicisitudes de su viaje, el
estado del imperio, las prerrogativas de las remotas cabezas de distrito.
Kublai era un atento jugador de ajedrez; siguiendo los gestos de Marco
observaba que ciertas piezas implicaban o excluían la vecindad de otras piezas
y se desplazaban según ciertas líneas. Desentendiéndose de la variedad de
formas de los objetos, definía el modo de disponerse los unos respecto de los
otros sobre el pavimento de mayólica. Pensó: “Si cada ciudad es como una
partida de ajedrez, el día que llegue a conocer sus reglas poseeré finalmente
mi imperio, aunque jamás consiga conocer todas las ciudades que contiene”.
En el fondo, era inútil que Marco para hablarle de sus ciudades
recurriese a tantas zarandajas: bastaba un tablero de ajedrez con sus piezas de
formas exactamente clasificables. A cada pieza se le podía atribuir cada vez un
significado apropiado: un caballo podía representar tanto un verdadero caballo
como un cortejo de carrozas, un ejército en marcha, un monumento ecuestre; y
una reina podía ser una dama asomada al balcón, una fuente, una iglesia de
cúpula puntiaguda, una planta de membrillo.
Al volver de su ultima misión, Marco Polo encontró al Kan esperándolo
sentado delante de un tablero de ajedrez. Con un gesto lo invitó a sentarse
frente a él y a describirle con la sola ayuda del juego las ciudades que había
visitado. El veneciano no se desanimó. El ajedrez del Gran Kan tenia grandes
piezas de marfil pulido: disponiendo sobre el tablero torres amenazadoras y caballos
espantadizos, agolpando enjambres de peones, trazando caminos rectos u oblicuos
como el paso majestuoso de la reina, Marco recreaba las perspectivas y los
espacios de ciudades blancas y negras en las noches de luna.
Al contemplar estos paisajes esenciales, Kublai reflexionaba sobre el
orden invisible que rige las ciudades, las reglas a las que responde su surgir
y cobrar forma y prosperar y adaptarse a las estaciones y marchitarse y caer en
ruinas. A veces le parecía que estaba a punto de descubrir un sistema coherente
y armonioso por debajo de las infinitas deformidades y desarmonías, pero ningún
modelo resistía la comparación con el juego de ajedrez. Quizá, en vez de
afanarse por evocar con el magro auxilio de las piezas de marfil visiones de
todos modos destinadas al olvido, bastaba jugar una partida según las reglas, y
contemplar cada estado sucesivo del tablero como una de las innumerables formas
que el sistema de las formas compone y destruye.
En adelante Kublai Kan no tenia necesidad de enviar a Marco Polo a
expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez.
El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los
saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las
incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde
peón, por las alternativas inexorables de cada partida.
El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada: la nada...
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 5
Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la
hora en que las luces se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo
la rosa del poblado: donde es más densa de ventanas, donde ralea en senderos
apenas iluminados, donde amontona sombras de jardines, y levanta torres con
luces de señales; y si la noche es brumosa, un esfumado claror se hincha como
una esponja lechosa al pie de las caletas.
Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños
trashumantes, los pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que recogen
raíces, todos miran hacia abajo y hablan de Irene. El viento trae a veces una
música de bombos y trompetas, el chisporroteo de los disparos en las luces de
una fiesta; a veces el desgranar de la metralla, la explosión de un polvorín en
el cielo amarillo de los fuegos encendidos por la guerra civil. Los que miran
desde arriba hacen conjeturas acerca de lo que está sucediendo en la ciudad, se
preguntan si estaría bien o mal encontrarse en Irene esa noche. No es que
tengan intención de ir —y de todos modos los caminos que bajan al valle son
malos— pero Irene imanta miradas y pensamientos del que esta allá en lo alto.
Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una
Irene como se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la ciudad que
los del altiplano llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por lo demás poco
importa: si se la viera estando en medio sería otra ciudad; Irene es un nombre
de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia.
La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para
el que está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la
primera vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre
diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he hablado
sino de Irene.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 4
Lo que hace a Argia diferente de las otras ciudades es que en
vez de aire tiene tierra. La tierra cubre completamente las calles, las
habitaciones están llenas de arcilla hasta el cielo raso, sobre las escaleras
se apoya otra escalera en negativo, encima de los techos de las casas pesan
estratos de terreno rocoso como cielos con nubes. Si los habitantes pueden dar
vueltas por la ciudad ensanchando las galerías de los gusanos y las fisuras por
las que se insinúan las raíces, no lo sabemos: la humedad demuele los cuerpos y
les deja pocas fuerzas; conviene que se queden quietos y tendidos, tan oscuro
está.
De Argia, desde aquí arriba, no se ve nada; hay quien dice:
—Está allá abajo— y no queda sino creerlo; los lugares están desiertos. De
noche, apoyando la oreja en el suelo, a veces se oye una puerta que golpea.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 3
El que llega a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las
cercas de tablas, los abrigos de arpillera, los andamios, las armazones
metálicas, los puentes de madera colgados de cables o sostenidos por
caballetes, las escalas de cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta:
—¿por qué la construcción de Tecla se hace tan larga?— los habitantes, sin
dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba abajo largos
pinceles: —Para que no empiece la destrucción —responden. E interrogados sobre
si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse y
hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz baja: —No sólo la ciudad.
Si, insatisfecho con la respuesta, alguno apoya el ojo en la
rendija de una empalizada, ve grúas que suben otras grúas, armazones que cubren
otras armazones, vigas que apuntalan otras vigas.
—¿Que sentido tiene este construir?—pregunta—. ¿Cuál es el
fin de una ciudad en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano que
siguen, el proyecto?
—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no
podemos interrumpir —responden.
El trabajo cesa al atardecer. Cae la noche sobre la obra en
construcción. Es una noche estrellada.
—Éste es el proyecto— dicen.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 2
Si al tocar tierra en Trude no hubiese leído el nombre de la
ciudad escrito en grandes letras, hubiera creído llegar al mismo aeropuerto del
que partiera. Los suburbios que tuve que atravesar no eran distintos de
aquellos otros, con las mismas casas amarillentas y verdosas. Siguiendo las
mismas flechas se contorneaban los mismos canteros de las mismas plazas. Las calles
del centro exponían mercancías embalajes enseñas que no cambiaban en nada. Era
la primera vez que iba a Trude, pero conocía ya el hotel donde acerté a
alojarme; ya había oído y dicho mis diálogos con compradores y vendedores de
chatarra; otras jornadas iguales a aquélla habían terminado mirando a través de
los mismos vasos los mismos ombligos ondulantes.
¿Por qué venir a Trude? me
preguntaba. Y ya quería irme.
—Puedes remontar el vuelo cuando quieras— me dijeron—, pero
llegaras a otra Trude, igual punto por punto; el mundo está cubierto por una
única Trude que no empieza ni termina, sólo cambia el nombre del aeropuerto.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 1
En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede
encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler
donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos las antenas las
claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las rayas de las calzadas,
los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de caballos. Ese punto
no se queda ahí: después de un año se lo encuentra grande como medio limón,
después como un hongo políporo, después como un plato de sopa. Y entonces se
convierte en una ciudad de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de
antes: una nueva ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la
empuja hacia afuera.
Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en
círculos concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un
anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto
amurallado, ceñidísimo, bien apretado,
del que brotan resecos los campanarios las torres los tejados las cúpulas,
mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un
cinturón que se desata. En Olinda no: las viejas murallas se dilatan,
llevándose consigo los barrios antiguos, que crecen en los confines de la
ciudad, manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos circundan
barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y afinados para dejar
sitio a los más recientes que empujan desde adentro; y así hasta el corazón de
la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus dimensiones reducidas
conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera Olinda y de todas las
Olindas que han brotado una de la otra; y dentro de ese círculo más interno ya
brotan —pero es difícil distinguirlas— la Olinda venidera y aquellas que
crecerán a continuación.
...El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el
porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una ganancia
o una perdida; ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate,
bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado
negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la
esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva,
de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias
ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada.
Entonces Marco Polo
habló:
—Tu tablero, sir, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela
sobre la cual se fija tu mirada luminosa fue tallada en un estrato del tronco
que creció un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras?
Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de despuntar
un día de primavera precoz, pero la helada de la noche la obligó a desistir.
—El Gran Kan no se había dado cuenta hasta entonces de que el extranjero
supiera expresarse con tanta fluidez en su lengua, pero no era esto lo que le
pasmaba—. Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una larva; no de
carcoma, porque apenas nacido hubiera seguido cavando, sino de un brugo que
royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarlo... Este
borde lo talló el ebanista con la gubia para que se adhiriera al cuadrado
vecino, más saliente...
La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y
vacío abismaba a Kublai; ya Polo le estaba hablando de los bosques de ébano, de
las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las
mujeres en las ventanas...
IX
El Gran Kan posee un atlas donde todas las ciudades del imperio y de los
reinos circunvecinos están dibujadas palacio por palacio y calle por calle, con
los muros, los ríos, los puentes, los puertos, las escolleras. Sabe que de los
informes de Marco Polo es inútil esperar noticias de aquellos lugares que por
lo demás conoce bien: cómo en Cambaluc, capital de la China, hay tres ciudades
cuadradas, una dentro de la otra, con cuatro templos cada una y cuatro puertas
que se abren según las estaciones; cómo en la isla de Java se enfurece el
rinoceronte hace estragos cargando con su cuerno asesino; cómo se pescan las
perlas en el fondo del mar, en las costas de Malabar.
Kublai pregunta a
Marco:
—Cuando regreses al Poniente, ¿repetirás a tu gente los mismos relatos
que me haces a mí?
—Yo hablo, hablo —dice Marco— pero el que me escucha retiene sólo las
palabras que espera. Una es la descripción del mundo a la que prestas oídos
benévolos, otra la que dará la vuelta de los corrillos de descargadores y
gondoleros en los muelles de mi casa el día de mi regreso, otra la que podría
dictar a avanzada edad, si cayera prisionero de piratas genoveses y me pusieran
al cepo en la misma celda junto con un escritor de novelas de aventuras. Lo que
comanda el relato no es la voz: es el oído.
— A veces me parece que tu voz me llega de lejos, mientras soy prisionero
de un presente vistoso e invivible en que todas las formas de convivencia
humana han llegado a un extremo de su ciclo y no es posible imaginar qué nuevas
formas adoptarán. Y escucho por tu voz las razones invisibles de que vivían las
ciudades y por las cuales, quizá, después de muertas, revivirán.
El Gran Kan posee un atlas cuyos dibujos figuran el orbe terráqueo todo
entero y continente por continente, los confines de los reinos más lejanos, las
rutas de los navíos, los contornos de las costas, los planos de las metrópolis
más ilustres y de los puertos más opulentos. Hojea los mapas bajo los ojos de
Marco Polo para poner a prueba su saber. El viajero reconoce Constantinopla en
la ciudad que corona desde tres orillas un largo estrecho, un golfo delgado y
un mar cerrado; recuerda que Jerusalén está asentada sobre dos colinas, de
altura desigual y frente a frente; no vacila en señalar Samarcanda y sus
jardines.
Para otras ciudades recurre a descripciones transmitidas de boca en boca,
o se lanza a adivinar basándose en escasos indicios: así Granada, irisada perla
de los Califas, Lübeck atildado puerto boreal, Tombuctú negra de ébano y blanca
de marfil, París donde millones de hombres vuelven a casa todos los días
empuñando una barra de pan. En miniaturas coloreadas el atlas representa
lugares habitados de forma insólita: un oasis escondido en un pliegue del
desierto del cual asoman sólo las copas de las palmeras es de seguro Nefta; un
castillo entre las arenas movedizas y las vacas que pacen en prados salados por
la marea no puede dejar de recordar el Monte Saint Michel; y no puede ser sino
Urbino un palacio que más que surgir entre las murallas de una ciudad contiene
una ciudad entre sus murallas.
El atlas representa también ciudades de las que ni Marco ni los geógrafos
saben si existen y donde están, pero que no podían faltar entre las formas de
ciudades posibles: una Cuzco de planta irradiada y multidividida que refleja el
orden perfecto de los cambios, una México verdeante sobre el lago dominado por
el palacio de Moctezuma, una Nóvgorod de cúpulas bulbosas, una Lhasa que
levanta blancos tejados sobre el techo nublado del mundo. Aun para ellas dice
Marco un nombre, no importa cuál, y bosqueja un itinerario para llegar. Se sabe
que los nombres de los lugares cambian tantas veces como lenguas extranjeras
hay; y que a cada lugar puede llegar desde otros lugares, por los caminos y las
rutas más diversos, quien cabalga, viaja en carreta, rema, vuela.
—Me parece que reconoces mejor las ciudades en el atlas que cuando las
visitas en persona —dice a Marco el emperador cerrando el libro de golpe.
Y Polo:
—Viajando uno se da cuenta de que las diferencias se pierden: cada ciudad
se va pareciendo a todas las ciudades, los lugares intercambian forma orden
distancias, un polvillo informe invade los continentes. Tu atlas guarda
intactas las diferencias: ese surtido de cualidades que son como las letras del
nombre.
El Gran Kan posee un atlas en el cual están reunidos los mapas de todas
las ciudades: las que elevan sus murallas sobre firmes cimientos, las que
cayeron en ruinas y fueron tragadas por la arena, las que existirán un día y en
cuyo lugar por ahora solo se abren las madrigueras de las liebres.
Marco Polo hojea los mapas, reconoce Jericó, Ur, Cartago, indica los
atracaderos en la desembocadura del Escamandro donde las naves aqueas esperaron
durante diez años el reembarco de los sitiadores, hasta que el caballo
clavijero de Ulises fue arrastrado a fuerza de cabrestantes por la Puerta
Escea. Pero hablando de Troya, le daba por atribuirle la forma de
Constantinopla y prever el asedio con que durante largos meses la cercaría
Mahoma quien, astuto como Ulises, habría hecho remolcar las naves por la noche
aguas abajo, desde el Bósforo hasta el Cuerno de Oro, contorneando Pera y
Gálata. Y de la mezcla de aquellas dos ciudades resultaba una tercera, que
podría llamarse San Francisco y tender puentes larguísimos y livianos sobre la
Puerta de Oro y sobre la bahía, y hacer trepar tranvías de cremallera por
calles en pendiente, y florecer como capital del Pacifico de allí a un milenio,
después del largo asedio de trescientos años que llevaría a la raza de los
amarillos y los negros y los pieles rojas a fundirse con la progenie
superviviente de los blancos en un imperio más vasto que el del Gran Kan.
El atlas tiene esta virtud: revela la forma de las ciudades que todavía
no poseen forma ni nombre. Esta la ciudad con la forma de Amsterdam,
semicírculo que mira hacia el septentrión, con canales concéntricos: de los
Príncipes, del Emperador, de los Señores; está la ciudad con la forma de York,
encajonada entre los altos paramos, amurallada, erizada de torres; está la
ciudad con la forma de Nueva Amsterdam llamada también Nueva York, atestada de
torres de vidrio y acero sobre una isla oblonga entre dos ríos, con calles como
profundos canales todos rectos salvo Broadway.
El catalogo de las formas es interminable: hasta que cada forma no haya
encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo. Donde las formas
agotan sus variaciones y se deshacen, comienza el fin de las ciudades. En los
últimos mapas de atlas se diluían retículas sin principio ni fin, ciudades en
forma de Los Ángeles, con la forma de Kyoto-Osaka, sin forma.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 5
Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad cuyos
habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de los muertos, el
cementerio. Pero la cualidad especial de Laudomia es la de ser, más que doble,
triple, comprendiendo una tercera Laudomia que es la de los no nacidos.
Las propiedades de la ciudad doble son notorias. Cuanto más
se apeñusca y se dilata la Laudomia de los vivos, más crece la extensión de las
tumbas fuera de los muros. Las calles de la Laudomia de los muertos son apenas
lo bastante anchas para que de vuelta el carro del sepulturero, y se asoman a
ellas edificios sin ventanas; pero el trazado de las calles y el orden de las
moradas repite el de la Laudomia viviente, y, como en ésta, las familias están
cada vez más hacinadas, en apretados nichos superpuestos. En las tardes de buen
tiempo la población viva visita a los muertos y descifra los propios nombres en
sus losas de piedra: a semejanza de la ciudad de los vivos ésta transmite una
historia de esfuerzos, cóleras, ilusiones, sentimientos; sólo que aquí todo se
ha vuelto necesario, sustraído al azar, encasillado, puesto en orden. Y para
sentirse segura la Laudomia viviente necesita bucear en la Laudomia de los
muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí de más o de
menos: explicaciones para más de una Laudomia, para ciudades diversas que
podían ser y no han sido, o razones parciales, contradictorias, engañosas.
Justamente Laudomia asigna una residencia igualmente vasta a
aquellos que aún deben nacer; es cierto que el espacio no guarda proporción con
su número que se supone inmenso, pero como es un lugar vacío, circundado de una
arquitectura de nichos y huecos y acanaladuras, y como es posible atribuir a
los no nacidos las dimensiones que se quiera, pensarlos grandes como ratones o
como gusanos de seda o como hormigas o huevos de hormiga, nada impide
imaginarlos erguidos o acurrucados debajo de cada objeto o ménsula que
sobresale de las paredes, sobre cada capitel o plinto, en fila o bien
desparramados, atentos a las obligaciones de sus vidas futuras, y contemplar en
una veta del mármol toda la Laudomia de aquí a cien o mil años, abarrotada de
multitudes vestidas de maneras nunca vistas, todos por ejemplo de barragán
color berenjena, o todos con plumas de pavo real en el turbante, y reconocer en
ellos a los descendientes propios y a los de las familias aliadas o enemigas,
de los deudores y acreedores, que van y vienen perpetuando los tráficos, las
venganzas, los noviazgos por amor o por interés. Los vivientes de Laudomia
frecuentan la casa de los no nacidos interrogándolos; los pasos resuenan bajo
las bóvedas vacías; las preguntas se formulan en silencio: y siempre preguntan
por ellos mismos, y no por los que vendrán; este se preocupa de dejar ilustre
memoria, aquel de hacer olvidar sus vergüenzas; todos quisieran seguir el hilo
de las consecuencias de los propios actos; pero cuanto más aguzan la mirada,
menos reconocen un trazo continuo; los que van a nacer en Laudomia aparecen
puntiformes como granitos de polvo, separados del antes y del después.
La Laudomia de los no nacidos no transmite, como la de los
muertos, seguridad alguna a los habitantes de la Laudomia viviente, sino sólo
zozobra. A los pensamientos de los visitantes terminan por abrirse dos caminos,
y no se sabe cuál reserva más angustia: o se piensa que el número de los que
van a nacer supera de muy lejos el de todos los vivos y todos los muertos, y
entonces en cada poro de la piedra se hacinan multitudes invisibles, apretadas
en las pendientes del embudo como en las gradas de un estadio, y como en cada
generación la descendencia de Laudomia se multiplica, en cada embudo se abren
centenares de embudos cada uno con millones de personas que deben nacer y
estiran el cuello y abren la boca para no sofocarse; o bien se piensa que
incluso Laudomia desaparecerá, no se sabe cuándo, y todos sus ciudadanos con
ella, esto es, las generaciones se sucederán hasta alcanzar cierta cifra y no
seguirán adelante, y entonces la Laudomia de los muertos y la de los no nacidos
son como las dos ampollas de un reloj de arena que no se invierte, cada paso
entre el nacimiento y la muerte es un granito de arena que atraviesa el
gollete, y habrá un ultimo habitante de Laudomia que nazca, un ultimo granito
por caer que ahora esta ahí esperando encima del montón.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 4
Llamados a dictar las normas para la fundación de Perinzia,
los astrónomos establecieron el lugar y el día según la posición de las
estrellas, trazaron las líneas cruzadas de las calles principales orientadas
una como el curso del sol y la otra como el eje en torno al cual giran los
cielos, dividieron el mapa según las doce casas del zodíaco de manera que cada
templo y cada barrio recibiese el justo influjo de las constelaciones
oportunas, fijaron el punto de los muros donde se abrirían las puertas
previendo que cada una encuadrase un eclipse de luna en los próximos mil años.
Perinzia —aseguraron— reflejaría la armonía del firmamento; la razón de la
naturaleza y la gracia de los dioses daría forma a los destinos de los
habitantes.
Siguiendo con exactitud los cálculos de los astrónomos, fue
edificada Perinzia; gentes diversas vinieron a poblarla; la primera generación
de los nacidos en Perinzia empezó a crecer entre sus muros, y aquellos a su vez
llegaron a la edad de casarse y tener hijos.
En las calles y plazas de Perinzia hoy encuentras lisiados,
enanos, jorobados, obesos, mujeres barbudas. Pero lo peor no se ve; gritos
guturales suben desde los s6tanos y los graneros, donde las familias esconden a
los hijos de tres cabezas o seis piernas.
Los astrónomos de Perinzia se encuentran frente a una difícil
opción: o admitir que todos sus cálculos están equivocados y sus cifras no
consiguen describir el cielo, o revelar que el orden de los dioses es
exactamente el que se refleja en la ciudad de los monstruos.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 3
Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la
misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he detenido a
contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un
puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora,
un gallinero, un lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo
azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a
nadie; fue sólo al año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas,
pude distinguir una cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después
de un año eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en
fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año,
apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras
mis: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de
ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero.
Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con
la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara
redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban
las mazorcas, después roían las raspas. Así un año tras otro he visto
desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por setos de sonrisas
tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. No se
puede creer, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuánta gente
puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben
de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de
una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre
de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar tan
lejos con la mirada.
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana
encuadra sólo una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los
niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas,
con un esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los
hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo mismo
que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos
alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se
acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están
sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama:
todas personas amables, por suerte.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 2
No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina
torciéndose las manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los
parapetos del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de un
mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien se machaca
los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las columnas de
números torcidas de los negociantes y los banqueros, o delante de las filas de
vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal que las cabezas agachadas te
ahorran miradas torvas. Dentro de las casas es peor, y no hay que entrar para
saberlo: en verano las ventanas aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde
una ventana ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un
pedazo de polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio
exclama: —¡Prenda mía, déjame probar!— a una joven posadera que levanta un
plato de estofado bajo la pérgola, contenta de servirlo al paragüero que
celebra un buen negocio, una sombrilla de encaje blanco comprada por una gran
dama para pavonearse en las carreras, enamorada de un oficial que le ha
sonreído al saltar el último seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo
que volaba sobre los obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín, pájaro
feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por
pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que
el filósofo dice: —También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible
que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a
tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo
que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera
sabe que existe”.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 5
Con tal arte fue construida Andria, que cada una de sus
calles corre siguiendo la órbita de un planeta y los edificios y los lugares de
la vida en común repiten el orden de las constelaciones y las posiciones de los
astros más luminosos: Antares, Alferaz, Capilla, las Cefeidas. El calendario de
las ciudades está regulado de modo que los trabajos y oficios y ceremonias se
disponen en un mapa que corresponde al firmamento en esa fecha: así los días en
la tierra y las noches en el cielo se reflejan mutuamente.
De manera que, a través de una reglamentación minuciosa, la
vida de las ciudades transcurre en calma como el movimiento de los cuerpos
celestes v adquiere la necesidad de los fenómenos no sometidos al arbitrio
humano. A los ciudadanos de Andria, alabando sus producciones industriosas y su
sosiego espiritual, me vi movido a declararles:
—Comprendo bien que vosotros, que os sentís parte de un cielo
inmutable, engranajes de una meticulosa relojería, os guardéis de introducir en
vuestra ciudad y en vuestras costumbres el más leve cambio. Andria es la sola
ciudad que conozco a la cual le conviene permanecer inmóvil en el tiempo.
Se miraron estupefactos.
—¿Pero por qué? ¿Y quien lo ha dicho?
—.
Y me llevaron a visitar una calle colgante abierta
recientemente sobre un bosque de bambú, un teatro de sombras en construcción en
el lugar de la perrera municipal, ahora trasladada a los pabellones del antiguo
lazareto, abolido por haberse curado los últimos apestados y — apenas
inaugurados— un puerto fluvial, una estatua de Tales, un tobogán.
—¿Y estas innovaciones no turban el ritmo astral de vuestra
ciudad? —pregunté.
—Tan perfecta es la correspondencia entre nuestra ciudad y el
cielo— respondieron—, que cada cambio de Andria comporta alguna novedad entre
las estrellas. —Los astrónomos escrutan con los telescopios después de cada
mudanza que ocurre en Andria, y señalan la explosión de una nova, o el paso del
anaranjado al amarillo de un remoto punto del firmamento, la expansión de una
nebulosa, la curva de una vuelta de la espiral de la Vía Láctea. Cada cambio
implica una cadena de otros cambios, tanto en Andria como entre las estrellas:
la ciudad y el cielo no permanecen jamás iguales.
Del carácter de los habitantes de Andria merecen recordarse
dos virtudes: la seguridad en sí mismos y la prudencia. Convencidos de que toda
innovación en la ciudad influye en el dibujo del cielo, antes de cada decisión
calculan los riesgos y las ventajas para ellos y para el conjunto de la ciudad
y de los mundos.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 4
Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en
medio de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y
la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos.
Te contestaré con un cuento.
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a
un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
—Hombre bendecido por el cielo— se detuvo a preguntarme—,
¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no
reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
—Compadéceme— repuso, soy un pastor trashumante. Nos toca a
veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos distinguirlas.
Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las
Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mi no tienen
nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro, y donde las
cabras se espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para
mantener junto el rebaño.
—Al contrario que tú— afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades
y no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y
toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas
ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos de casas
todos iguales: me había perdido. Pregunte a un transeúnte:
—Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos encontramos?
—¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que
caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir...
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor
de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que ya ni siquiera
hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios
en los cubos de desperdicios.
—¡No puede ser! —grité— También yo, no sé cuándo, entre en
una ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles. ¿Pero cómo he hecho para
llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, alejadísima de Cecilia,
y todavía no he salido de ella?
—Los lugares se han mezclado— dijo el cabrero—, Cecilia está
en todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado el Prado de la
Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de la plazoleta.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 3
Una Sibila, interrogada sobre el
destino de Marozia, dijo:
—Veo dos ciudades: una del ratón,
otra de la golondrina.
El oráculo fue interpretado así: Marozia es una ciudad donde
todos corren por galerías de plomo como bandas de ratones arrancándose de entre
los dientes los restos que caen de los dientes de los ratones más amenazadores;
pero está por empezar un nuevo siglo en el que todos en Marozia volarán como
las golondrinas por el cielo de verano, llamándose como en un juego, dando
volteretas con las alas inmóviles, despejando el aire de mosquitos y moscas.
—Es hora de que el siglo del ratón termine y empiece el de la
golondrina— dijeron los más resueltos. Y en realidad ya bajo el torvo y sórdido
predominio ratonil se sentía incubar, entre la gente menos notoria, un impulso
de golondrinas que apuntan hacia el aire transparente con un ágil coletazo y
dibujan con el filo de las alas la curva de un horizonte que se ensancha.
Volví a Marozia años después; la profecía de la Sibila se
considera cumplida desde hace tiempo; el viejo siglo quedó sepulto; el nuevo
esta en su culminaci6n. La ciudad sin duda ha cambiado, y quizá para mejor.
Pero las alas que he visto volar son las de los paraguas desconfiados bajo los
cuales párpados pesados bajan cuando los miran; gentes que creen volar las hay,
pero apenas si se levantan del suelo agitando hopalandas de murciélago.
Sucede, sin embargo, que, rozando los compactos muros de
Marozia, cuando menos te lo esperas ves abrirse una claraboya y aparecer una
ciudad diferente, que al cabo de un instante ha desaparecido.
Quizá todo está en saber qué palabras pronunciar, qué gestos
cumplir, y en qué orden y ritmo, o bien basta la mirada la respuesta el ademán
de alguien, basta que alguien haga algo por el solo gusto de hacerlo, y para
que su gusto se convierta en gusto de los demás: en ese momento todos los
espacios cambian, las alturas, las distancias, la ciudad se transfigura, se
vuelve cristalina, transparente como una libélula. Pero es preciso que todo
ocurra como por casualidad, sin darle demasiada importancia, sin la pretensi6n
de estar realizando una operación decisiva, teniendo bien presente que de un
momento a otro la Marozia de antes volverá a soldar su techo de piedra,
telarañas y moho sobre las cabezas.
¿El oráculo se equivocaba? No está dicho. Yo lo interpreto de
esta manera: Marozia consiste en dos ciudades: la del ratón y la de la
golondrina; ambas cambian en el tiempo, pero no cambia su relación: la segunda
es la que está por librarse de la prisión de la primera.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 5
Para hablarte de Pentesilea tendría que empezar por
describirte la entrada en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la
llanura polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a la
puerta, vigilada por aduaneros que echan miradas desconfiadas y torcidas a tus
bártulos. Hasta que no has llegado allí, estás afuera; pasas debajo de una
arquivolta y te encuentras dentro de la ciudad; su espesor compacto te
circunda; tallado en su piedra hay un dibujo que se te revelaría si sigues su trazado
todo en espigas.
Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace
horas que avanzas y no ves claro si estás ya en medio de la ciudad o todavía
afuera.
Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así
Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad diluida en
la llanura: conventillos pálidos que se dan la espalda en prados híspidos,
entre empalizadas de tablas y techos de zinc. Cada tanto en los bordes del
camino un espesarse de construcciones de magras fachadas, altas altas o bajas
bajas como un peine desdentado, parece indicar que de allí en adelante las
mallas de la ciudad se estrechan. Pero prosigues y encuentras otros terrenos
baldíos, después un suburbio oxidado de oficinas y depósitos, un cementerio, una
feria con sus carruseles, un matadero, te internas por una calle de tiendas
macilentas que se pierde entre manchones de campo despeluzado.
Las gentes que uno encuentra, si les
preguntas:
—¿Para Pentesilea? —Hacen un gesto circular que no sabes si
quiere decir: “Aquí”, o bien: “Más allá”, o “Doblando”, o si no: “Del lado
opuesto”.
—La ciudad— insistes en preguntar.
—Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas— te
responden algunos, y otros—: Nosotros volvemos aquí a dormir.
—¿Pero la ciudad donde se vive?
—preguntas.
—Ha de ser— dicen por allá— y algunos alzan el brazo
oblicuamente hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte,
mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.
—¿Entonces la he pasado sin darme cuenta?
—No, prueba a seguir adelante.
Así continuas, pasando de una periferia a otra, y llega la
hora de marcharse de Pentesilea. Preguntas por la calle para salir de la
ciudad, recorres el desgranarse de los suburbios desparramados como un pigmento
lechoso; llega la noche; se iluminan las ventanas ya más escasas ya más
numerosas.
Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado
distrito existe una Pentesilea reconocible y digna de que la recuerde quien
haya estado en ella, o bien si
Pentesilea es sólo periferia de sí misma y tiene su centro en cualquier lugar,
he renunciado a entenderlo. La pregunta que ahora comienza a rodar en tu cabeza
es más angustiosa: fuera de Pentesilea, ¿existe un fuera? ¿O por más que te
alejes de la ciudad no haces sino pasar de un limbo a otro y no consigues salir
de ella?
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 4
Invasiones recurrentes afligieron la ciudad de Teodora en los
siglos de su historia; por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y
amenazaba la supervivencia de los habitantes. Liberado el cielo de cóndores
hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el exterminio de las
arañas permitió multiplicarse y negrear las moscas; la victoria sobre las
termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma. Una por una las especies
inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir y se extinguieron. A fuerza
de destrozar escamas y caparazones, de arrancar élitros y plumas, los hombres
dieron a Teodora la exclusiva imagen de ciudad humana que todavía la distingue.
Pero antes, durante largos años, no se supo si la victoria
final no sería de la última especie que quedara para disputar a los hombres la
posesión de la ciudad: los ratones. De cada generación de roedores que los
hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz una
progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a todo veneno.
Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora volvían a poblarse de
hordas de ratas prolíficas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio
mortífero y versátil de los hombres logró la victoria sobre las desbordantes
actitudes vitales de los enemigos.
La ciudad, gran cementerio del reino animal, volvió a
cerrarse aséptica sobre las ultimas carroñas enterradas con las ultimas pulgas
y los últimos microbios. El hombre había restablecido finalmente el orden del
mundo perturbado por él mismo: no existía ninguna otra especie viviente que
volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había sido la fauna, la
biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los tomos de Buffon y de
Linneo.
Así creían por lo menos los habitantes de Teodora, lejos de
suponer que una fauna obligada se estaba despertando del letargo. Relegada
durante largas eras a escondrijos apartados, desde que fuera desposeída del
sistema por especies ahora extinguidas, la otra fauna volvía a la luz desde los
sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables, daba saltos desde
los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera de los durmientes.
Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los hircocervos, las
arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a tomar posesión de
su ciudad.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 5
Antes que hablarte de Berenice, ciudad injusta que corona con
triglifos ábacos metopas los engranajes de sus maquinarias trituradoras de
carne (los encargados del servicio de lustrado cuando asoman la barbilla sobre
las balaustradas y contemplan los atrios, las escalinatas, las pronaos, se
sienten todavía mas prisioneros y menguados de estatura), debería hablarte de
la Berenice oculta, la ciudad de los justos, que trajinan con material de
fortuna en la sombra de las trastiendas y debajo de las escaleras, anudando una
red de hilos y canos y poleas y pistones y contrapesos que se infiltra como una
planta trepadora entre las grandes ruedas dentadas (cuando éstas se paren, un
repiqueteo suave advertirá que un nuevo exacto mecanismo gobierna la ciudad);
antes que representarte las piscinas perfumadas de las termas, tendidos a cuyo
borde los injustos de Berenice urden con rotunda elocuencia sus intrigas y
observan con ojo de propietario las rotundas carnes de las odaliscas que se
bañan, tendría que decirte cómo los justos, siempre cautos para sustraerse al
espionaje de los sicofantes y a las redadas de los jenízaros, se reconocen por
el modo de hablar, especialmente por la pronunciación de las comas y de los
paréntesis; por las costumbres que mantienen austeras e inocentes eludiendo los
estados de ánimo complicados y recelosos; por la cocina sobria pero sabrosa,
que evoca una antigua edad de oro: sopa de arroz y apio, habas hervidas, flores
de calabacín fritas.
De estos datos es posible deducir una imagen de la Berenice
futura, que te aproximará al conocimiento de la verdad más que cualquier
noticia sobre la ciudad tal como hoy se muestra. Siempre que tengas en cuenta
esto que voy a decirte: en la semilla de la ciudad de los justos está oculta a
su vez una simiente maligna; la certeza y el orgullo de estar en lo justo —y de
estarlo más que tantos otros que se dicen justos más de lo justo-, fermentan en
rencores rivalidades despechos, y el natural deseo de desquite sobre los
injustos se tiñe de la manía de ocupar su sitio haciendo lo mismo que ellos.
Otra ciudad injusta, aunque siempre diferente de la primera, está pues
excavando su espacio dentro de la doble envoltura de las Berenices injusta y
justa.
Dicho esto, si no quiero que tus ojos perciban una imagen
deformada, debo señalar a tu atención una cualidad intrínseca de esta ciudad
injusta que germina secretamente en la secreta ciudad justa: y es el posible
despertar —como un concitado abrirse de ventanas— de un latente amor por lo
justo, no sometido todavía a reglas, capaz de recomponer una ciudad más justa
aún de lo que había sido antes de convertirse en recipiente de la injusticia.
Pero si se explora aún más en el interior de ese nuevo germen de lo justo, se
descubre una manchita que se extiende como la creciente inclinación a imponer
lo que es justo a través de lo que es injusto, y quizá éste es el germen de una
inmensa metrópoli...
De mi discurso habrás sacado la conclusión de que la verdadera Berenice es una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes, alternativamente justas e injustas. Pero lo que quería advertirte era otra cosa: que todas las Berenices futuras están ya presentes en este instante, envueltas una dentro de la otra, comprimidad, apretadas, inextricables.
El atlas del Gran Kan contiene también los mapas de las tierras
prometidas visitadas con el pensamiento pero todavía no descubiertas o
fundadas; la Nueva Atlántida, Utopía, la Ciudad del Sol, Océana, Tamoé,
Armonía, New-Lanark, Icaria.
Pregunta Kublai a
Marco:
—Tú que exploras en torno y ves los signos, sabrás decirme hacia cuál de
estos futuros nos impulsan los vientos propicios.
—Para llegar a esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar
la fecha de llegada. A veces me basta un escorzo abierto en mitad mismo de un
paisaje incongruente, un aflorar de luces en la niebla, el diálogo de dos
transeúntes que se encuentran en medio del trajín, para pensar que partiendo de
allí juntaré pedazo a pedazo la ciudad perfecta, hecha de fragmentos mezclados
con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno manda y
no sabe quién las recibe. Si te digo que la ciudad a la cual tiende mi viaje es
discontinua en el espacio y en el tiempo, ya más rala, ya más densa, no has de
creer que se puede dejar de buscarla. Quizá mientras nosotros hablamos esta
aflorando desparramada dentro de los confines de su imperio; puedo rastrearla,
pero de la manera que te he dicho.
El Gran Kan estaba hojeando ya en su atlas los mapas de las ciudades que
amenazan en las pesadillas y en las maldiciones: Enoch, Babilonia, Yahoo,
Butua, Brave New World.
Dice:
—Todo es inútil si el último fondeadero no puede ser sino la entrada
infernal, y allí en el fondo es donde, en una espiral cada vez más estrecha,
nos sorbe la corriente.
Y Polo:
—El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que
existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando
juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos:
aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La
segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber
reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar,
y darle espacio.
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