Gordon Thomas
1 --Detrás del espejo
Cuando titilaba la luz roja del
teléfono del dormitorio, se activaba automáticamente un sofisticado aparato de
grabación en un apartamento de París cercano al centro Pompidou, en el
bullicioso distrito cuarto. El técnico en comunicaciones israelí que había
volado desde Tel Aviv para conectar la grabadora había instalado también la luz
que servía para evitar que oír el teléfono a altas horas de la madrugada
despertara las sospechas de los vecinos. El técnico era uno de los yahalomin,
miembro de un equipo del Mossad que se encargaba de las comunicaciones seguras
en los pisos francos de la agencia secreta de inteligencia de Israel.
El apartamento de París era como
todos, con la puerta principal a prueba de bombas y ventanas cuyos vidrios, al
igual que los de la Casa Blanca, eran capaces de burlar los detectores. Había
muchos así en las principales ciudades del mundo, de compra o alquilados por
largos períodos. Muchos permanecían deshabitados durante largo tiempo,
preparados para el momento en que fueran necesarios para una operación.
Una de estas operaciones se había llevado a cabo
desde el apartamento de París a partir de junio de 1997, época en que llegó
monsieur Maurice. Hablaba un francés fluido con un leve acento centroeuropeo. A lo largo
de los años, sus vecinos habían conocido a muchos como él: hombres, y a veces
mujeres, que llegaban repentinamente, pasaban semanas o meses entre ellos y
desaparecían sin previo aviso. Al igual que sus antecesores, Maurice había
evitado con cortesía toda indagación sobre su persona o su trabajo.
Maurice era un katsa, un agente del
Mossad.
Físicamente no llamaba la atención;
incluso se había dicho de él que, en una calle desierta, habría pasado
prácticamente desapercibido. Lo reclutaron en los buenos tiempos, cuando la
fama del Mossad era todavía legendaria. Descubrieron su potencial cuando,
durante el servicio militar obligatorio israelí, tras el período de
entrenamiento básico, fue destinado a inteligencia de las Fuerzas Aéreas. Se
había destacado tanto por su facilidad para los idiomas (hablaba francés,
inglés y alemán) como por otras cualidades: era hábil para rellenar los vacíos
en el análisis de un caso, especular conclusiones y conocía los límites de las
conjeturas. Pero, sobre todo, era un manipulador nato: sabía persuadir,
engatusar, y en último término, amenazar.
Desde su salida de la academia del
Mossad, en 1982, había trabajado en Europa, Sudáfrica y Oriente. En repetidas
ocasiones lo había hecho fingiendo ser empresario, escritor o vendedor. Había
utilizado diversos nombres y biografías obtenidos del archivo que mantenía el
Mossad. Ahora era Maurice, nuevamente un empresario.
Durante sus numerosas misiones había
oído hablar de las purgas en «el Instituto», el nombre por el que el personal
se refería al Mossad: rumores dañinos sobre carreras malogradas y truncadas, de
cambios en la cúpula. Cada nuevo director tenía sus propias prioridades pero
ninguno había remediado la desmoralización de la agencia. La pérdida de moral
aumentó con el nombramiento de Benyamin Netanyahu, el primer ministro más joven
de Israel. Hombre de probada experiencia en inteligencia, se suponía que debía
saber cómo funcionaban las cosas en la agencia; cuándo escuchar, hasta dónde
llegar. No obstante, desde el comienzo, Netanyahu sorprendió a los agentes
experimentados deteniéndose en detalles operativos. Al principio, esto se interpretó como un
entusiasmo innecesario, una nueva escoba dispuesta a barrer hasta el último
rincón para asegurar que no quedaran secretos por conocer. Pero las cosas
adquirieron un tono alarmante cuando también la esposa del primer ministro,
Sara, quiso husmear detrás del espejo en el mundo de la inteligencia israelí.
Había invitado a su casa a agentes de alto rango para hacerles preguntas. Según
ella, seguía el ejemplo de Hillary Clinton y su interés por la CÍA.
En los pasillos impersonales del
cuartel general del Mossad en Tel Aviv sonaron voces escandalizadas porque Sara
Netanyahu había exigido ver los perfiles psicológicos de los líderes mundiales
a quienes ella y su esposo recibirían o
visitarían. En especial, había pedido detalles sobre la vida sexual del
presidente Bill Clinton. También quiso revisar los legajos de los diplomáticos
israelíes en cuyas embajadas residirían durante sus viajes al extranjero y se
interesó en particular por la limpieza de las cocinas y la frecuencia con que
se cambiaba la ropa de cama en sus suites de huéspedes.
Estupefactos por sus demandas, los
oficiales del Mossad le habían explicado a la esposa de Netanyahu que obtener
información de esa índole no formaba parte de sus tareas de inteligencia.
Algunos veteranos habían sido
apartados de las labores centrales de inteligencia y asignados a operaciones de
poca envergadura, que requerían poco más que inventar algo de papeleo, por lo
general nunca leído. Al darse cuenta de que sus carreras se estancaban, habían
renunciado. Ahora, dispersos a lo largo
de Israel, ocupaban su tiempo en la lectura, principalmente sobre historia, e
intentando aceptar el hecho de que ellos también eran cosa del pasado. Por todo esto Maurice se alegraba de estar
fuera de Tel Aviv; en acción una vez más.
La operación que lo trajo a París le
había dado otra oportunidad de demostrar que era un agente cuidadoso y
metódico, capaz de cumplir lo que se esperaba de él. En este caso la tarea era
relativamente sencilla: no existía verdadero peligro físico, únicamente el
riesgo de la vergüenza en caso de que las autoridades francesas lo descubrieran
y lo deportaran discretamente, sin ningún escándalo. El embajador israelí sabía
que Maurice se encontraba en París pero desconocía el motivo. Ésta era la
práctica habitual: si las cosas salían mal, el diplomático podía alegar
desconocimiento.
La tarea de Maurice era reclutar a un
informador. En el idioma esotérico del Mossad, esto se llamaba el «contacto
frío», sobornar a un natural del país. Al cabo de dos meses de trabajo
paciente, Maurice creía que estaba a punto de tener éxito.
Su blanco era Henri Paul, asistente
jefe del hotel Ritz de París, que además ejercía como chofer de los huéspedes
célebres.
Uno de ellos había sido Jonathan
Aitken, ministro del último gobierno conservador de Gran Bretaña. Aitken era el
encargado de coordinar ventas de armas y había tejido una amplia red de
contactos con vendedores de Oriente Medio. Esto había llevado a que World in
action, un programa informativo de televisión, y el periódico Guardian hicieran
públicos informes desfavorables sobre los vínculos de Aitken con hombres que no
pertenecían normalmente al entorno de un ministro. Aitken presentó una demanda
por calumnias e injurias. Quien había pagado los gastos de Aitken cuando éste
se había hospedado en el Ritz para encontrarse con sus contactos árabes se
había convertido en el eje central del juicio. Aitken declaró bajo juramento
que su esposa se había encargado de la cuenta.
A través de un tercero, el Mossad
había hecho saber a los investigadores de la defensa que la señora Aitken no
había estado en París. El caso se vino abajo. Así el Mossad, que durante mucho
tiempo había considerado las actividades de Aitken una amenaza para Israel, lo
destruyó de manera eficaz.
En 1999, después de un largo juicio
penal en Londres, Aitken fue declarado culpable de testificar en falso y
sentenciado a prisión. Para entonces, su mujer lo había dejado, y el hombre que
había recorrido los pasillos del poder durante muchos años se enfrentaba a un
futuro incierto.
Recibió el apoyo, si no la simpatía,
de alguien inesperado: Ari ben Menashe. Un hombre que había sufrido los rigores
de una cárcel neoyorquina después de su propia caída en desgracia como
coordinador de inteligencia para el primer ministro Yitzhak Shamir. Esta
posición le había valido un claro conocimiento de cómo funcionaba el Mossad y
los otros servicios de inteligencia israelíes. Consideraba a Aitken «una
persona consumida por su propia creencia de que podía ser más astuto que
cualquiera. Pero cometió el error de subestimar al Mossad. Ellos no toman
prisioneros».
A diferencia de Jonathan Aitken, cuyo
futuro después de salir de prisión resulta poco prometedor, Ben Menashe ha
vivido una recuperación espectacular. En 1999 ya cuenta con una red de
inteligencia bien establecida en Montreal, Canadá. Entre sus numerosos clientes
hay varios países africanos y algunos europeos. Las multinacionales también
solicitan sus servicios porque tienen la seguridad de que Menashe preservará su
anonimato.
Forman parte del personal varios ex
oficiales del servicio de inteligencia canadiense y muchos otros que han
trabajado en agencias israelíes o europeas. La compañía proporciona servicios
completos de protección económica e industrial. Sus miembros se mueven muy bien
entre los traficantes de armas y dominan las reglas de negociación con los
secuestradores. No hay ciudad en donde no tengan contactos, muchos de ellos
establecidos por Ben Menashe durante sus días como protagonista en el mundo de
la inteligencia israelí.
Él y sus asociados están siempre al
día en cuanto a los cambios de aliados políticos y pueden predecir a menudo qué
gobierno del tercer mundo va a caer y cuál lo reemplazará. Pequeña y compacta,
la compañía de Menashe sigue el esquema del Mossad, «moviéndonos como ladrones
en la noche. Así debe ser en nuestro negocio», tal como admite alegremente. Un
negocio con el que se obtienen cuantiosas ganancias.
Menashe ha conseguido la ciudadanía
canadiense y se encuentra una vez más trabajando «con los príncipes y reyes de
este mundo [...] los famosos y aquellos que usan sus fortunas para comprar la
mejor protección. Para ellos, todo conocimiento es poder y parte de mi trabajo
es aportar esa vital información».
En Londres es un huésped distinguido
del Savoy. En París, el Ritz lo recibe con especial deferencia. Ben Menashe no
tardó en descubrir que el hotel seguía siendo punto de encuentro para los
vendedores de armas y sus contactos europeos. Lo tanteó con sus colegas del
Mossad. Por ellos supo hasta qué punto el Ritz se había vuelto fundamental en
la estrategia de la agencia. Ben Menashe, un investigador por naturaleza -«hace
tiempo aprendí que nada de lo que escucho es desechable»- .decidió que
vigilaría el curso de las acciones. Una decisión que lo involucraría en el
destino de Diana, la princesa de Gales y su amante, Dodi al Fayed, el hijo
playboy del multimillonario dueño del Ritz, Mohammed al Fayed.
El Mossad había decidido mantener un
informador en el Ritz que aportara detalles sobre sus actividades. En primer
lugar había intervenido el sistema informático del hotel y obtenido una lista
del personal. Nadie de la dirección se perfilaba como posible candidato y el
personal no tenía el acceso necesario a los huéspedes para realizar la tarea.
Pero la responsabilidad de Henri Paul en el ámbito de la seguridad implicaba
que debía tener acceso sin restricciones a todos los sectores del hotel. Su
llave maestra le permitía abrir la caja de seguridad de cualquier huésped.
Nadie haría preguntas si solicitaba una copia de la cuenta de algún cliente, ni
llamaría la atención si pedía ver el registro telefónico para averiguar
detalles de las llamadas realizadas por los vendedores de armas y sus
contactos. Podía saber a qué mujer había contratado un vendedor para una cita.
Como chofer de los huéspedes selectos, Paul estaría en posición de escuchar sus
conversaciones, observar su comportamiento, ver adonde iban y con quién se
encontraban.
El paso siguiente fue establecer el
perfil psicológico de Paul. A lo largo de varias semanas, un katsa residente en
París recopiló información sobre su pasado. Utilizando varias pantallas, entre
ellas la de empleado de una compañía aseguradora y vendedor de teléfonos, el
katsa había averiguado que Paul era soltero, sin ninguna relación estable, que
vivía en un apartamento de alquiler módico y conducía un Mini negro, aunque le
gustaban de coches veloces y las motos de competición. El personal del hotel
aseguraba que le gustaba la bebida y hubo insinuaciones de que había contratado
algunas veces los servicios de una prostituta de lujo que solía atender a
algunos huéspedes del hotel.
La información fue evaluada por un
psicólogo del Mossad. Determinó que Henri Paul era potencialmente vulnerable y
consideró que una presión creciente, unida a la promesa de una importante
retribución económica para financiar su vida social, sería la mejor manera de
reclutarlo. El proceso podía ser largo y requería paciencia y destreza. En vez
de continuar utilizando al katsa residente, Maurice sería enviado a París.
Como en cualquier operación del
Mossad de estas características, Maurice había seguido algunos de los
procedimientos habituales. Primero, en sucesivas visitas, se había
familiarizado con el Ritz y su entorno. Había identificado rápidamente a Henri
Paul, un hombre musculoso que se pavoneaba al andar para demostrar que no
buscaba la aprobación de nadie.
Maurice observó la curiosa relación
que mantenía Paul con los fotógrafos apostados en la puerta del Ritz en la
espera de una instantánea de algún huésped rico y famoso. De vez en cuando, les
ordenaba retirarse, y generalmente lo hacían: daban una vuelta a la manzana en
moto antes de regresar. Algunas veces, durante esas breves vueltas, Paul se
asomaba por la puerta de servicio a bromear con los paparazzi.
Por la noche, Maurice lo había visto
beber con varios de ellos en uno de los bares cercanos al Ritz que solía
frecuentar con otros empleados del hotel.
En los informes a Tel Aviv, Maurice
comentó la capacidad de Paul para ingerir grandes cantidades de alcohol y
aparentar estar totalmente fresco. También confirmó que la aptitud de Paul para
el papel de informador pesaba más que sus hábitos personales: tenía acceso a lo
esencial y ocupaba un puesto de confianza.
En algún momento de su discreta
vigilancia, Maurice descubrió de qué manera quebrantaba Paul esa confianza.
Recibía dinero de los paparazzi a cambio de datos sobre los movimientos de los
huéspedes, de modo que pudieran estar en el momento justo para
fotografiarlos. El intercambio de
información por dinero se realizaba en algún bar o en la angosta calle Cambon,
junto a la entrada de servicio del hotel.
A mediados de agosto ese intercambio
se había centrado en la llegada de Diana, princesa de Gales, y su amante, Dodi
al Fayed, hijo del dueño del Ritz. Se hospedarían en la fabulosa Suite
Imperial.
Todo el personal tenía órdenes
estrictas de mantener en secreto los detalles de la llegada de Diana, bajo
amenaza de despido inmediato. No obstante, Paul había continuado arriesgando su
carrera al proporcionar detalles de la inminente visita a numerosos fotógrafos.
Le habían pagado más que nunca.
Maurice había notado que Paul bebía
con mayor frecuencia y había escuchado quejas. El personal afirmaba que el jefe
de seguridad se había vuelto demasiado exigente: hacía poco que había despedido
a una camarera por robar jabón de una de las habitaciones. Varios empleados
dijeron que tomaba pastillas y se preguntaban si no sería para controlar los
cambios de humor. Todos coincidían en que Paul se había vuelto impredecible:
estaba de buen humor y al cabo de un momento hacía gala de una furia apenas
controlada por alguna falta imaginaria. Maurice decidió que era el momento de
entrar en acción.
El primer encuentro tuvo lugar en el
bar Harry de la calle Daunou. Cuando Paul entró, Maurice ya estaba tomándose
una copa. El katsa del Mossad entabló conversación y el otro aceptó un trago cuando
Maurice le comentó que unos amigos suyos se habían hospedado en el Ritz; agregó
que les había sorprendido cuántos árabes ricos se alojaban en el hotel.
Paul contestó que muchos árabes eran
unos maleducados arrogantes que pretendían que saltara apenas levantaban un
dedo. Los sauditas eran los peores. Maurice comentó que le habían dicho que los
huéspedes judíos eran igualmente difíciles. Paul estaba en total desacuerdo.
Insistió en que eran huéspedes excelentes.
Al concluir la noche acordaron verse al
cabo de unos días para cenar en un restaurante próximo al Ritz. Durante la
cena, Paul confirmó mucho de lo que había averiguado el katsa. El jefe de
seguridad del hotel habló de su pasión por los coches veloces y por las
avionetas. Pero era difícil disfrutar de estas aficiones con su salario.
Ése bien pudo ser el momento en que
Maurice comenzó a presionar. Conseguir dinero era el inconveniente de tales
aficiones, aunque no un problema sin solución. Casi con toda seguridad, esto
despertó el interés de Paul.
Lo que siguió se fue desarrollando a
su ritmo: Maurice ofreciendo la carnada y Paul demasiado ansioso por atraparla.
Una vez mordido el anzuelo, Maurice empezaría a tirar del sedal con las
técnicas que había aprendido en la academia del Mossad.
En algún momento Maurice habría
planteado la posibilidad de ayudarlo, tal vez mencionando que trabajaba para
una compañía que constantemente buscaba formas de actualizar su base de datos y
pagaría bien a quien contribuyera a ello. Éste era uno de los comienzos
preferidos por los agentes del Mossad en las operaciones de contacto frío. De
ahí a decirle a Paul que sin duda muchos huéspedes del hotel tendrían
información que podía interesar a la compañía, quedaba un solo paso.
Paul, quizás incómodo con el giro de
la conversación, tal vez titubeara. Entonces Maurice habría pasado a la etapa
siguiente y dicho que aunque, por supuesto, entendía sus reservas, no dejaban
de sorprenderlo. Después de todo, era de público conocimiento que Paul ya
recibía dinero de los paparazzi a cambio de información. ¿Por qué entonces
rechazar una oportunidad de ganar dinero en serio?
Retrospectivamente, Ari ben Menashe
es de la opinión que, hasta este momento, la operación se desarrollaba
siguiendo los parámetros clásicos. «Desde mi punto de vista, no hay nadie mejor
que Maurice (su nombre en esa misión) para estas cosas. Una operación de
contacto frío requiere verdadera sutileza. Si uno se mueve demasiado rápido, el
pez se libera del anzuelo. Si se toma demasiado tiempo, pronto la sospecha se
junta con el miedo. El reclutamiento es un arte en sí mismo y un europeo como
Henri Paul es muy diferente de un árabe de la franja de Gaza.»
La indiscutible habilidad de Maurice
para lanzar su propuesta, acompañada de revelaciones sobre cuánto sabía acerca
de la vida de Paul, sería exhibida con una mezcla de persuasión y una sutil
presión elemental. Obviamente surtió efecto sobre Paul.
Aunque no preguntara, probablemente
se diera cuenta de que el hombre que tenía sentado enfrente era un agente
secreto, o por lo menos un reclutador de algún servicio.
Ése podría haber sido el motivo de su
respuesta. Según una fuente de la inteligencia israelí con cierto conocimiento
del asunto, Henri Paul fue derecho al grano: «¿Se le estaba pidiendo que espiara?
Y si era así, ¿cuál era el trato? Tal cual. Sin vueltas ni medias tintas. Cuál
era exactamente el trato, y para quién trabajaría en realidad. A estas alturas
Maurice tuvo que decidir. ¿Le diría a Paul que iba a trabajar para el Mossad?
No hay un procedimiento establecido para algo así. Cada blanco es distinto.
Pero Henri Paul había picado».
De ser así, Maurice probablemente le
dijo a Paul qué se esperaba de él: obtener información sobre los huéspedes, tal
vez hasta realizar escuchas clandestinas en sus suites y anotar todas sus
visitas. Discutieron respecto del pago y se planteó el ofrecimiento de abrir
una cuenta en algún banco suizo o, si fuese necesario, de pagarle en efectivo.
Maurice daría a entender que tales asuntos no representaban problema alguno. En
este punto incluso pudo haberle revelado a Paul que trabajaría para el Mossad.
Todo esto habría sido normal para la conclusión con éxito de una operación de
contacto frío.
Muy probablemente Paul se asustó por
lo que se le pedía que hiciera. No era una cuestión de lealtad hacia el Ritz:
como otros empleados, trabajaba en el hotel por el salario relativamente alto y
los beneficios. Paul sentía un temor comprensible a meterse en algo que lo
superaba; podía terminar preso si lo descubrían espiando a los huéspedes.
Sin embargo, si iba a la policía,
¿qué harían? Tal vez ya estuvieran al tanto de la propuesta. Si rechazaba la
oferta, ¿entonces qué? Si la gerencia del hotel se enteraba de que ya había
traicionado el atributo más preciado del Ritz —la discreción— al informar a los
paparazzi, podía ser despedido e incluso procesado.
En los últimos días de agosto de
1997, para Henri Paul parecía no haber salida. Continuó bebiendo, tomando
pastillas, durmiendo mal y amedrentando a los empleados. Era un hombre que se
tambaleaba al borde del abismo.
Maurice mantuvo el acoso. Con frecuencia
se las ingeniaba para estar en el bar donde Paul bebía en sus horas libres. La
mera presencia del katsa servía de recordatorio para Paul de por qué se lo
estaba presionando. Maurice continuó visitando el Ritz, tomando el aperitivo en
uno de los bares del hotel, almorzando en el restaurante, tomando el café de la
tarde en la confitería. A Henri Paul debía parecerle que Maurice se había
convertido en su sombra. Esto solamente incrementaría la presión, recordándole
que no había escapatoria.
La visita inminente de la princesa
Diana y Dodi al Fayed acentuaba aún más la tensión. A Paul se le había
encargado su seguridad mientras permanecieran en el hotel, con especial énfasis
puesto en mantener alejados a los paparazzi.
Al mismo tiempo los fotógrafos lo
llamaban a su teléfono móvil buscando información sobre la visita; se le
ofrecían abultadas sumas de dinero por aportar detalles. La tentación de
aceptar era otro dilema. A cada paso lo acosaban.
Aunque lograba ocultarlo, Paul se
estaba derrumbando mentalmente. Tomaba antidepresivos, somníferos y anfetaminas
para poder pasar el día. La combinación de drogas no haría más que entorpecer
su capacidad para tomar decisiones razonadas.
Posteriormente, Ben Menashe juzgó que
de haber estado él a cargo de la operación se habría retirado en ese
momento.
Henri Paul podía esconder su estado
mental frente a muchos, pero para un agente experimentado como Maurice,
entrenado para observar tales cosas, el deterioro debió de ser muy obvio.
Seguramente, Maurice le había hecho saber al hombre a cargo en Tel Aviv, Danny
Yatom, que debía soltar al pez... Pero por razones que sólo Yatom conoce, no lo
hizo. Hacía sólo un año que Yatom estaba al mando. Quería crearse una
reputación. La vanidad, tanto como la arrogancia, es uno de los grandes
peligros en el trabajo de inteligencia. Yatom tiene mucho de las dos cosas y
eso está bien mientras no interfiera con la realidad. Y la realidad era que el
Mossad debió haberse retirado.
No lo hizo. Se dejaron llevar por la
obsesiva necesidad de Yatom de tener a su hombre dentro del Ritz. Pero otros
hechos que nadie pudo prever progresaban hacia su propio climax.
El parpadeo de la luz —señal de una
llamada urgente— que despertó a Maurice fue registrado por la grabadora a la
1.58 del domingo 31 de agosto de 1997. El mensajero trabajaba en la unidad de
accidentes de la gendarmería de París y había sido reclutado por el Mossad
hacía unos años. Los ordenadores del Mossad lo definían como un mabuab, un
informador no judío. En el escalafón de los contactos parisinos de Maurice
estaba cerca de la base.
No obstante, la información que le
brindaba sobre un accidente de tráfico dejó atónito a Maurice. Menos de una
hora antes un Mercedes había chocado contra uno de los pilares de cemento
reforzado del túnel situado bajo la Place de l'Alma, un sitio famoso por los
accidentes.
Los muertos eran la princesa Diana,
Dodi al Fa-yed, hijo de Mohammed, el egipcio dueño de la famosa tienda Harrods,
y Henri Paul. El guardaespaldas de la pareja estaba gravemente herido. Horas
después del accidente, Maurice regresó a Tel Aviv dejando a su paso preguntas
que permanecerían sin respuesta.
¿Cuánto había incidido su presión en
el accidente? ¿Era posible que Henri Paul hubiera perdido control del Mercedes
porque no encontraba otra manera de escapar de las garras del Mossad? ¿Había
alguna relación entre esa presión y el elevado nivel de drogas hallado en su
sangre? ¿Acaso había abandonado el Ritz con sus tres pasajeros mientras su mente
cavilaba sobre qué decisión tomar? Además de responsable de un terrible
accidente, ¿era también víctima de una agencia de inteligencia implacable?
Las preguntas se seguirían gestando
en la mente de Mohammed al Fayed. En febrero de 1998, anunció públicamente: «No
fue un accidente. En lo profundo de mi corazón estoy convencido de ello. La
verdad no podrá permanecer oculta por siempre».
Cinco meses después, la cadena
televisiva británica ITV transmitió un documental en el que se decía que Henri
Paul tenía vínculos estrechos con la inteligencia francesa. No los tenía. El
programa también insinuaba que una agencia de inteligencia no identificada
había estado involucrada en las muertes; la agencia habría actuado porque el
establishment británico temía que el amor de Diana por Dodi tuviera
«repercusiones políticas», puesto que él era egipcio. Hasta el día de hoy los vínculos del Mossad
con Henri Paul han continuado siendo un secreto muy bien guardado, como siempre
quiso la agencia. El Mossad no actuó a petición de nadie de fuera de Israel. En
realidad, pocos que no pertenezcan al servicio creen aún en la participación
del Mossad en la muerte de quien fuera en ese momento la mujer más famosa del
mundo.
Mohammed al Fayed, alentado por lo
que consideraba una campaña difamatoria de los medios británicos de
comunicación, ha seguido sosteniendo que alguna fuerza de inteligencia había
sido dirigida en contra de su hijo y Diana. En julio de 1998 dos reporteros de
la revista Time publicaron un libro que sugería que Henri Paul pudo haber
tenido algún vínculo con la inteligencia francesa. Ni Al Fayed ni los
periodistas aportaron pruebas firmes de que Paul fuera un agente secreto o al
menos un informador, y ninguno de ellos estuvo cerca de identificar su vínculo
con el Mossad.
En julio de 1998 Mohammed al Fayed
formuló numerosas preguntas en una carta que envió a cada uno de los miembros
del Parlamento británico, instándolos a plantearlas en la Cámara de los
Comunes. Alegaba que «hay una fuerza empeñada en ocultar las respuestas que
busco». Su comportamiento fue interpretado como la reacción de un padre dolido.
Las preguntas merecen ser replanteadas, no para dilucidar el papel del Mossad
en las últimas semanas de la vida de Henri Paul, sino porque la tragedia ha
adquirido un ímpetu que únicamente los verdaderos hechos pueden frenar.
Al Fayed escribió acerca de un
«complot» para eliminar a Diana y a su hijo, e intentó vincular todo tipo de
sucesos disparatados con sus preguntas:
¿Por qué habían tardado una hora y
cuarenta minutos en llevar a la princesa a un hospital? ¿Por qué algunos de los
fotógrafos se habían abstenido de entregar algunas de las fotografías que
habían tomado? ¿Por qué había habido un robo en la casa de Londres de un
fotógrafo que trabajaba con tomas de los paparazzi ? ¿Por qué de ninguna de las
cámaras de circuito cerrado de ese sector de París se ha sacado un solo plano
de cinta de vídeo? ¿Por qué ninguna cámara de control de velocidad de todo el
trayecto tenía película y los radares estaban apagados? ¿Por qué el lugar del
accidente fue reabierto al tráfico al cabo de unas cuantas horas? ¿Quién era la
persona que había en la puerta del Ritz equipada como un fotógrafo de prensa?
¿Quiénes eran los dos hombres no identificados entre la multitud que luego
habían estado en el bar del Ritz? El
Mossad no tenía ningún interés en la relación entre Diana y Dodi. Su único
interés era reclutar a Paul como informador en el Ritz. Respecto del fotógrafo
misterioso: en el pasado, el Mossad había permitido que sus agentes se hicieran
pasar por fotógrafos. Bien pudo ser Maurice el que vigilaba la entrada del
hotel. Los dos hombres del bar tal vez tuvieran alguna relación con el Mossad.
Sin duda reconfortaría a Mohammed al Fayed que esto fuese cierto. Hacia 1999, la creencia de Al Fayed en un
complot se había reforzado hasta transformarse en la certeza de lo que él
llamaba «una abierta conspiración criminal». Insistía en que había sido urdida
por el MIS y el MI6 en colaboración con la inteligencia francesa y el Mossad
«manipulando desde las sombras». A
quienes quisieran escucharlo, que por cierto son cada vez menos, mencionaba a
un conocido editor de periódico y a un amigo íntimo de Diana que mantenían
estrechos contactos con los servicios de inteligencia británicos.
Las razones que tenían estos
servicios para involucrarse en la «conspiración» se recortaban claramente en la
cabeza de Al Fayed. «El establishment y las altas esferas habían tomado la
decisión de que Diana no se casara con un musulmán. Porque el futuro rey de
Inglaterra no podía tener a un árabe como padrastro y a otro como abuelo.
Existía también el temor de que yo proporcionara el dinero para que Diana se
convirtiera en rival de la reina de Inglaterra. El establishment habría hecho
cualquier cosa para acabar con la relación de mi hijo con la única mujer a la
que amó.»
Jamás se presentaron pruebas para una
acusación que seguramente habría acelerado el fin de la familia real británica
y preparado el camino para una crisis de confianza capaz de derribar cualquier
gobierno.
Sin embargo, Al Fayed autorizó a su
portavoz, Laurie Meyer, un ex enlace con una de las cadenas televisivas de
Rupert Murdoch, para que declarara ante la prensa: «Mohammed cree firmemente
que Di y Dodi fueron asesinados por agentes leales a la corona británica y que
otras agencias estuvieron involucradas en el hecho. Cree además que existe un
racismo profundamente enraizado en el establishment.»
Para confirmar que se había llevado a
cabo el asesinato más alevoso, Al Fayed empleó a un ex detective de Scotland
Yard, John MacNamara. A principios de 1999, el mesurado investigador recorría
el mundo en busca de pruebas. Durante su estancia en Ginebra, Suiza, se
encontró con un antiguo oficial del MI6, Richard Tomlinson, que decía haber
visto documentos en el cuartel general del MI6, a orillas del Támesis.
Tomlinson insistía en que los papeles
describían «un plan para asesinar al líder serbio Slobodan Milosevic que tiene
inusuales similitudes con la forma en que Di y Dodi murieron. El documento
establecía que el "accidente" debía ocurrir en un túnel, donde las
probabilidades de muerte por choque son muy altas. Recomendaba el uso de un
láser como arma para deslumbrar al conductor del vehículo señalado como
blanco».
A pesar de todos sus esfuerzos,
MacNamara no encontró pruebas por su cuenta que corroboraran las declaraciones
de Tomlinson y todos sus intentos de obtener el citado documento del MI6
fracasaron.
Luego llegaron noticias, confirmadas
a regañadientes, de que la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos
había reunido 1.050 páginas de documentos sobre la pareja.
Inmediatamente Al Fayed se lanzó a
una batalla legal en Washington para obtener los papeles. «Cuantos más
obstáculos se le ponen, más crece su determinación», declaró el leal Meyer.
Pero, como muchos otros, no tiene demasiadas esperanzas: «llevaría años abrirse
paso dentro del sistema».
Parte de la razón era que Diana y
Dodi habían estado bajo vigilancia de ECHELON, uno de los sistemas de seguridad
más sofisticados y ultrasecretos de la agencia norteamericana. La red
electrónica global tiene proporciones asombrosas. Conecta los satélites con una
serie de ordenadores paralelos de alta velocidad. El sistema permite a la
agencia norteamericana y a quienes comparten esta información, entre ellos los
británicos, interceptar y decodificar cualquier comunicación realizada en el
mundo, en tiempo real. Buscando las contraseñas apropiadas ECHELON identifica y
envía mensajes de interés a sus usuarios.
Después de su divorcio del príncipe
Carlos, Diana había iniciado una campaña para acabar con las minas antipersona.
La princesa era franca, sincera, y no tardó en conseguir mucho apoyo, algo que
no fue bien visto por la Administración Clinton ni por Londres y otras
capitales europeas. La consideraban una entrometida, alguien que no tenía ni
idea de sobre qué estaba hablando.
«Lo cierto es que la fabricación de
minas terrestres creaba miles de empleos. Nadie quería que se usaran las minas
pero tampoco que la gente se quedara sin trabajo porque a Diana se le había
metido aquello entre ceja y ceja», me comentó una fuente en Washington que
insistió, como es lógico, en que no desvelara su identidad.
La llegada de Dodi a la vida de Diana
implicó que automáticamente se volviera parte de las actividades de ECHELON.
Sin saberlo, cada una de sus conversaciones íntimas era silenciosamente
registrada por algún satélite.
En 1997 el nombre de Mohammed al
Fayed había sido agregado a la lista de investigaciones de la computadora
global. ECHELON puede muy bien haber sido el primer ente ajeno a su círculo
íntimo en enterarse de sus esperanzas sobre la boda de su hijo con una princesa
real y luego, de su intención de anunciar públicamente el compromiso la noche
de su muerte.
Hay mucho en los documentos de la
Agencia Nacional de los Estados Unidos que puede causar sorpresas en el futuro;
las palabras de la propia Diana prueban que estaba decidida a casarse con su
amante.
Sólo tuve conocimiento del papel de
ECHELON en esta historia poco antes de la publicación de la primera edición de
este libro, en 1999. Fue entonces cuando me di cuenta de cuánto habían afectado
a Mohammed al Fayed la muerte de su hijo y de Diana, la experiencia impactante
de verse expuesto a un dolor incontrolable, su ira y su creencia en una
conspiración que la alimentaba.
Una tarde de marzo, me encontré con
Al Fayed en su oficina privada del quinto piso de Harrods. Sus guardaespaldas
controlaban a todos los visitantes. Al Fayed me dijo que «son todos antiguos
soldados de las fuerzas especiales, totalmente leales a mí. Les pago bien y
ellos se aseguran de que viva. He sido amenazado muchas veces. Mi coche es a
prueba de balas». Me hizo estas
revelaciones en un tono tenso mientras entraba en el salón. No supe si
tomármelas como una advertencia o como una garantía de que podía responderle en
confianza a todo cuanto quería saber.
No perdió el tiempo. Me pidió de
inmediato acceso a todos mis contactos con el Mossad. «Usted me da los nombres
y ellos me dan la información que quiero. Le doy un millón de libras en
cualquier moneda, libre de impuestos. Yo me ocupo de todo.»
Me habían advertido que Al Fayed
tenía algo de mercader de feria. Durante los veinte minutos que siguieron me
soltó una diatriba para la que no me sentía preparado. Atacó a la reina, al
príncipe Felipe de Edimburgo y a figuras muy conocidas a quienes llamó
«prostitutas y proxenetas» del establishment. Reservó su mayor virulencia
contra los servicios de inteligencia, que calificó de «asesinos».
Tomando mi libro, cuyos márgenes
había subrayado y escrito, dijo otra vez: «La gente del Mossad puede decirme la
verdad. Tráigamelos y lo haré un hombre feliz». Antes de que pudiera responder,
lanzó un ataque contra Henri Paul:
Yo confiaba en él, confiaba
realmente. Hubiera hecho cualquier cosa por él porque a Dodi le caía bien. Mi
hijo, como yo, era muy confiado. Ésa era una de las razones por las que Diana
lo amaba y quería que fuera su esposo, el padre de sus hijos. Pero ellos no
querían. La reina y su marido, sus lacayos, el detestable hermano de Diana, el
conde de Spencer [...] ninguno de ellos quería. Ninguno de ellos quería un TCO
en su familia. ¿Sabe usted lo que es un TCO? Un Taimado Caballero Oriental. No
vieron que Dodi era realmente un caballero. Mancharon su nombre mientras vivía
y siguen haciéndolo ahora que ha muerto. Sin embargo Diana necesitaba lo que
siempre me dijo, «alguien en quien confiar después de todo lo que había sufrido
[...]».
Estas palabras no expresan la
intensidad de su tono, las palabrotas que usó, la ampulosidad de sus gestos ni,
sobre todo, el tormento de su rostro. Mohammed al Fayed era un hombre agónico.
Yo sólo podía escucharlo mientras se desahogaba.
«¿Sabía usted que Diana, seguramente,
estaba embarazada de ocho semanas y que Dodi, mi hijo, era el padre? ¿Sabía que
en el hospital de París, después de su muerte, le extrajeron los órganos y
volvió a Londres momificada? ¿Sabía que la última vez que nos vimos me confesó
cuánto amaba a Dodi y qué felices eran?»
Dije que no sabía nada. Mohammed al
Fayed se quedó mudo un rato, al borde de las lágrimas, perdido en un mundo
interior.
Luego continuó: «Dígame quién puede
ayudarme a descubrir la verdad sobre el plan que causó la muerte de mi hijo y
su amada Diana».
Le dije que tenía dos personas en
mente. Una era Victor Ostrovsky y la otra, Ari ben Menashe.
«Encuéntrelos. Tráigalos», ordenó
Mohammed al Fayed. Y en ese momento no era sólo la estampa de un faraón.
Me llevó una semana dar con ellos.
Ostrovsky vivía en Arizona; sólo hablaría conmigo a través de un intermediario,
un periodista que trabaja para una revista árabe. Al final Ostrovsky tuvo una
conversación con MacNamara que a nada condujo.
Ari ben Menashe había regresado de
África cuando lo llamé a Montreal. Le conté mi encuentro con Al Fayed y dijo:
«No es del todo ilógico lo que cuenta. Hasta ahí ya lo sabíamos nosotros. Hubo
una fuerte presencia de los servicios alrededor de Diana y Dodi el día de su
muerte».
Acordó encontrarse con Al Fayed en
Londres a principios de abril. El relato de su encuentro es similar al mío. Ben
Menashe, un hombre de modales inmejorables, se sintió francamente horrorizado
por el lenguaje agresivo que Al Fayed utilizaba para atacar a los miembros de
la familia real. A pesar de todo, convino en seguir investigando en Tel Aviv
para ver si se podía agregar algo a la información publicada en la primera
edición de este libro.
Diez días después, se reencontró con
Al Fayed en su oficina de Harrods y le dijo que un buen número de servicios de
inteligencia podrían tener que responder por el caso. Ben Menashe agregó que
pondría a su equipo a trabajar con mucho gusto; sugirió unos honorarios de
750.000 dólares anuales más gastos.
Mientras tanto y por mi cuenta, había
continuado haciendo mis propias averiguaciones para establecer el papel que
ECHELON había jugado en los últimos días de Diana y Dodi. Descubrí a través de fuentes en Washington
que la pareja estuvo bajo vigilancia durante el crucero de una semana por
Cerdeña, en el Jonikal, un yate de 60 metros propiedad de Mohammed al Fayed.
ECHELON había rastreado incluso la persecución de los paparazzi que los seguían
en lanchas rápidas, motos o coches. Una y otra vez, el Jonikal había eludido a
sus perseguidores. Pero ECHELON captó la pena de Diana al saberse acosada. Las
conversaciones entre ella y Dodi y con su guardaespaldas, Trevor Rhys-Jones,
grabadas por ECHELON, reflejan su humor tenso. Aquella noche del viernes 28 de
agosto de 1997 le dijo a Dodi que quería ir a París lo antes posible.
En pocas horas se hicieron los
arreglos. Un avión llegó al aeropuerto privado de Cerdeña al día siguiente.
Tomas Muzzu, un anciano sardo con experiencia como guía turístico de las
celebridades, fue el encargado de llevarlos hasta el aeropuerto.
El relato de Muzzu sobre la
conversación en el coche confirma lo que ECHELON había grabado. «Hablaban en
inglés con palabras cariñosas. De vez en cuando, Dodi, que hablaba bien el
italiano, se dirigía a mí. Luego volvía al inglés. No hablo muy bien ese idioma
pero me dieron la impresión de ser una pareja muy enamorada haciendo planes
para el futuro.» Mis fuentes insisten en
que las cintas de ECHELON muestran a la pareja hablando de matrimonio y de una
vida en común. Dodi le aseguraba continuamente que iba a garantizar su
intimidad utilizando los servicios de protección de su padre.
El jet privado partió de Cerdeña
después de un aviso al control de tráfico aéreo europeo en Bruselas para tener
prioridad en el despegue. Durante las dos horas de viaje hasta el aeropuerto de
Le Bourget, quince kilómetros al norte de París, los ocupantes fueron seguidos
por ECHELON y sus conversaciones captadas por un satélite que las enviaba a los
ordenadores de Fort Meade, en Maryland.
A pesar de que mi fuente no podía
aportar ninguna prueba concreta, pensaba que los puntos relevantes de la
conversación eran enviados al cuartel general de comunicaciones en Gran Bretaña
y de ahí derivados a través de la red hacia Whitehall, donde todo lo que Diana
pudiera decir o hacer se convertía en un asunto de sumo interés para las
autoridades. Le planteé todo esto a Ari
ben Menashe. Su respuesta fue grata pero frustrante: «Estás muy cerca de dar en
el clavo. Pero no puedo decirte cuan cerca».
Su posición era muy clara: esperaba
firmar un lucrativo contrato con Mohammed al Fayed.
Cualquier información debía pasar
primero por él.
Al final, el contrato no se
concretaría. Al Fayed quería ver primero qué «pruebas» podía mostrarle Ben
Menashe antes de acordar un pago. Ben Menashe, más acostumbrado a tratar con
gobiernos que con «un hombre con los modales de un comerciante de feria», se
encontró soportando «una serie de llamados telefónicos un tanto histéricos de
MacNamara, insistiendo en que debía mostrarle documentos. Eso era bastante
sorprendente para un hombre que, por su paso por Scotland Yard, debería tener
cierta experiencia sobre cómo funcionan los servicios de seguridad. Le dije que
el Mossad no repartía documentos así como así. Tuve que explicarle, como a un
policía de ronda nuevo, los hechos de la vida en el mundo de la
inteligencia».
Frustrado, Al Fayed rehusaba quedarse
en silencio. Su desventurado vocero, Laurie Meyer, se encontró librando nuevas
batallas con los medios que cuestionaban cada vez con más fuerza la opinión de
Al Fayed sobre un «complot del establishment para asesinar a mi hijo y su
futura esposa».
Observando a distancia, Ari ben
Menashe sentía que Al Fayed «era el peor enemigo de sí mismo. A partir de todos
los interrogatorios que realicé, sin ningún costo para él, el tipo de
investigación preliminar que hacía antes de que mi compañía se hiciera cargo de
trabajos como ése, resultaba claro que la familia real como tal no tenía ningún
cargo al que responder. Bien puede ser que privadamente no desearan que Diana
se casara con Dodi. Pero eso dista mucho de afirmar que querían asesinar a la
pareja. Dicho esto, sí descubrí algunas pruebas concluyentes que indican el
compromiso de servicios de seguridad al momento de su muerte. Hay preguntas
serias que hacer y que responder. Pero Al Fayed no obtendrá respuestas del modo
en que sigue actuando. Básicamente, no entiende la mentalidad de la gente a la
que trata de convencer. Y para peor, está rodeado por lacayos y aduladores que
le dicen lo que quiere escuchar».
A principios de mayo de 1999, John
MacNamara voló a Ginebra, Suiza, para reunirse con Richard Tomlinson, un ex
oficial del MI6. Tomlinson, a quien alguna vez le habían pronosticado un gran
futuro en la inteligencia británica, llevaba cuatro años realizando una
implacable campaña contra sus antiguos empleadores. Originalmente reclutado en
la Universidad de Cambridge por un «caza talentos» del MI6, lo habían echado
intempestivamente en la primavera de 1995, después de contarle a su jefe de sus
crecientes dificultades emocionales.
En una
conversación telefónica me dijo: «Mi honestidad me costó mi trabajo. Los
"poderesque-sean" decidieron que a pesar de mis magníficos
resultados, me faltaba un labio superior rígido.»
Tomlinson me explicó que había
tratado de demandar al MI6 por despido injusto, pero el gobierno británico
consiguió evitar que la causa llegara a la corte. Luego, la oferta de un
soborno —las palabras de Tomlinson fueron «efectivo a cambio de mi silencio»—
fue retirada, cuando un editor australiano, al que Tomlinson le había enviado
el resumen de un libro sobre su carrera en el MI6, presentó el documento a esta
agencia para verificar si su publicación daría lugar a acciones legales. El M16
actuó rápidamente. Tomlinson fue arrestado cuando estaba por abandonar Gran
Bretaña, y sentenciado a dos años de cárcel por violar el Acta de Secretos de
Estado.
Liberado de prisión en abril de 1998,
Tomlinson se trasladó primero a París y luego a Suiza. Allí comenzó a usar
cafés Internet para publicar detalles sumamente embarazosos de las operaciones
del MI6. Eso incluyó delatar a un topo de alto nivel en el Banco Central de
Alemania, afirmando que el hombre —de nombre clave Orcadia— había revelado a
Gran Bretaña secretos económicos de su país. También dio a conocer detalles de
un complot del MI6 para asesinar al presidente de Serbia, Slobodan Milosevic,
en 1992.
Luego llegó el momento en que, de ser
simplemente un ex espía descontento más, pasó a integrar el mundo de Mohammed
al Fayed, ya bastante poblado de figuras conspiratorias.
Para el multimillonario, Tomlinson
—en ese entonces casi sin un penique— fue «como un signo del cielo», me dijo Al
Fayed, que persuadió a Tomlinson de contarle todo lo que sabía al juez francés
que investigaba las muertes de Diana y Dodi.
En una declaración jurada, Tomlinson
sostuvo que el MI6 estaba implicado en la muerte de la pareja. Agentes del
servicio habían estado dos semanas en París antes del hecho y habían tenido varias
reuniones con Henri Paul, «que era un informante pago del MI6». Más adelante,
en la misma declaración, Tomlinson decía que «a Paul lo había cegado un flash
de alto poder mientras conducía por el túnel, una técnica que coincide con los
métodos del MI6 en otros asesinatos».
Esas afirmaciones lo introdujeron aún
más en el círculo íntimo de Al Fayed. El ex agente ahora era más que «un signo
del cielo». Se había convertido, en palabras de Al Fayed, «en el hombre que
podía desentrañar la terrible verdad de un incidente de tal magnitud e
importancia histórica».
Fue para alentar a Tomlinson a seguir
adelante con su campaña que MacNamara había volado a Ginebra.
Tomlinson tenía constantes problemas
de insolvencia desde que había llegado a la ciudad. Apenas podía pagar la renta
de su apartamento. Sus intentos de ganar dinero escribiendo artículos de viaje
habían terminado en nada. Sus intentos de emplearse como detective privado
también habían fracasado, porque temía que agentes del MI6 «me secuestraran» si
debía viajar por Europa. A instancias del MI6, le habían negado el ingreso en
los Estados Unidos, Australia y Francia. Sólo Suiza le había ofrecido asilo,
sobre la base de que toda violación del Acta de Secretos de Estado era «un
delito político» y por lo tanto no estaba sujeto a extradición.
Las fuentes del MI6 con las que hablé
sugieren que MacNamara había ido a ver a Tomlinson con la idea de resolver los
apuros financieros del ex espía. Lo cierto es que, poco después, Tomlinson
tenía suficientes fondos para lanzar lo que él llamó «mi opción nuclear».
Usando un sofisticado programa Microsoft que había instalado en su ordenador de
última tecnología, Tomlinson comenzó a publicar en su sitio web —creado
especialmente y sumamente caro— los nombres de un centenar de oficiales del MI6
en actividad, entre ellos doce que, sostenía, habían estado involucrados en un
complot para asesinar a Diana y a Dodi.
No había ninguna prueba clara y
fehaciente contra ninguno de esos agentes. Pero sus nombres aparecieron expuestos
en todo el mundo.
Un MI6 confundido trató
desesperadamente de cerrar el sitio web, pero ni bien se las arreglaba para
cerrar uno, se abría otro. En Londres, el Ministerio de Relaciones Exteriores
admitía que la violación de seguridad era la más grave desde la Guerra Fría «y
que la vida de algunos agentes del MI6 y de sus contactos ha sido puesta en
riesgo». Por supuesto, los que estaban señalados como agentes en Irán, Irak,
Líbano y otros países de Oriente Medio tuvieron que ser retirados en forma urgente.
Pero ni Tomlinson ni Mohammed al
Fayed podían haber calculado un efecto.
Tan grave fue la violación de
seguridad que la afirmación de que un puñado de agentes del MI6 habían estado
involucrados en un complot contra Diana pasó virtualmente inadvertida. Fue
desechada, juzgándosela parte de la obsesión de Al Fayed.
En junio de 1999 las cosas se
complicaron cuando el sitio web de Harrods, propiedad de Al Fayed, publicó el
nombre de un oficial de alto rango del MI6. En el sitio se alegaba que el agente,
que en ese momento prestaba servicio en los Balcanes, había orquestado una
«campaña sucia» para difamar a Al Fayed y «arruinar su reputación».
El Ministerio de Defensa de Gran
Bretaña tomó la inusual medida de advertir públicamente que la difusión había
puesto en peligro al agente y a sus contactos en Kosovo y Serbia. La identidad del agente apareció revelada al
lado del libro en línea del sitio en el que miles de visitantes dejaban
mensajes concernientes a las muertes de Diana y Dodi.
Laurie Meyer, el vocero de Harrods,
prometió hacer quitar el nombre del agente: «Obviamente se trata de un error»,
dijo.
Entonces el periódico alemán Bild, de
amplia circulación, informó que Richard Tomlinson tenía pruebas de que Henri
Paul había instalado un micrófono oculto en la suite imperial del hotel Ritz y
tenía cintas de los «últimos momentos íntimos» de Diana y Dodi. Poco antes de
que Paul los condujera hacia su muerte, la pareja había pasado varias horas a
solas en la suite.
Las cintas, según el Bild, eran
objeto de una intensa búsqueda por parte del MI6.
Para ese momento, Earl Spencer, el
hermano de Diana, decidió intervenir. Le dijo a la televisión norteamericana
que, en todo caso, «el romance que mi hermana tenía con Dodi al Fayed no era
más que una aventura de verano. Ella no tenía absolutamente ninguna intención
de casarse con él».
Mohammed al Fayed señaló, no sin
razón, que Spencer y Diana eran muy poco confidentes al momento de la muerte de
ella.
Nada de esto fue sorpresa alguna para
Ari ben Menashe. Él nunca dejó de prestar atención a la interminable saga de
intentos de Al Fayed «de demostrar su fijación de que la reina y el príncipe
Felipe organizaron un complot para matar a Diana».
El muy experimentado oficial de
inteligencia israelí sentía que, «al unir su suerte con Richard Tomlinson, Al
Fayed perdió terreno. Ahora sólo le queda recurrir a los tabloides. Pero yo sé
a ciencia cierta que si hubiera encarado las cosas adecuadamente y hubiese
organizado una investigación seria, habría dado con algunos resultados muy
sorprendentes. Había un caso que investigar. Pero las pistas frieron embarradas
por el mismo Al Fayed. Tal vez ni siquiera sea su error. Está rodeado de gente
que le dice que mire aquí, no allí. Para algunos de ellos, mantener vigente
todo el asunto es una especie de pensión asegurada. Saben que con cada nueva
teoría a medio cocer que le presentan, Al Fayed gastará más dinero en seguirla.
En el camino pisotea las pruebas que acaso haya habido para descubrir».
Así están las cosas al momento de
escribir esto. ¿Puede Tomlinson presentar algo nuevo? ¿Pudo haber hallado Ben
Menashe pruebas que finalmente demostraran que la creencia en una conspiración
sostenida por Al Fayed tenía fundamentos? ¿Diana realmente estaba embarazada al
momento de su muerte? ¿Mohammed al Fayed estaba tan enceguecido por el dolor y
la ira que hizo encajar su tesis con los hechos?
Estas preguntas volverán a formularse
ya bien entrado el nuevo siglo. Pero tal vez nunca sean suficientemente
contestadas para satisfacer a Mohammed al Fayed, o para convencer a quienes
piensan de él que es un hombre peligrosamente equivocado que está usando
grandes sumas de dinero para establecer una verdad que acaso, sólo acaso, les
convenga más mantener bajo llave a todos los que están directamente
involucrados.
Algunos colegas de Maurice creían que
el intento de reclutar a Henri Paul era una prueba añadida de que el Mossad
estaba fuera de control: realizaba operaciones internacionales en forma
irresponsable sin tener en cuenta las posibles consecuencias para sí mismo,
para Israel, para la paz en Oriente Medio y, fundamentalmente, para la relación
con su aliado más antiguo y cercano, Estados Unidos. Varios oficiales alegaban
que desde que Benyamin Netanyahu se había convertido en primer ministro en
1996, las cosas habían empeorado.
Un miembro veterano de la comunidad
de inteligencia israelí ha dicho: «La gente está viendo que con frecuencia
quienes trabajan para el Mossad son matones disfrazados de patriotas. Eso es
malo para nosotros y para la moral, y al final tendrá efectos perjudiciales
sobre la relación del Mossad con otros servicios».
Otro oficial experimentado fue
igualmente tajante: «Netanyahu se comporta como si el Mossad fuese su propia
versión de la corte del rey Arturo; algo nuevo todos los días para no aburrir a
sus caballeros. Por eso las cosas se han puesto tan mal en el Mossad. Es
necesario hacer sonar una alarma antes de que sea demasiado tarde».
Lo primero que he aprendido durante
un cuarto de siglo escribiendo acerca de los servicios secretos es que el
engaño y la desinformación son su as en la manga, además de la subversión, la
corrupción, el chantaje y algunas veces el asesinato. Los agentes se entrenan
para mentir, servirse de las amistades y abusar de ellas. Justamente lo opuesto
del dicho de que un caballero no lee la correspondencia de otro.
Mi primer encuentro con sus métodos
fue mientras investigaba algunos de los grandes escándalos de espionaje de la
Guerra Fría: la divulgación de los secretos norteamericanos sobre la bomba
atómica por parte de Klaus Fuchs, y la puesta en peligro del MI5 y MI6
británicos a manos de Guy Burgess, Donald Maclean y Kim Philby. Cada uno hizo
de la traición y el doble discurso su característica principal. También fui uno
de los primeros escritores en tener acceso a la obsesión de la CÍA por el
control mental, una fijación que la agencia se vio obligada a reconocer diez
años después de que apareciera mi libro sobre el tema, Journey into madness
(Viaje hacia la locura). La negación es el arte negro que todos los servicios
de inteligencia han perfeccionado desde hace mucho tiempo.
No obstante, me ayudaron enormemente
dos oficiales de inteligencia profesionales: Joachim Kraner, mi suegro, ya
fallecido, que manejaba una red del MI6 en Dresden en los años posteriores a la
segunda guerra mundial, y Bill Buckley, jefe de destacamento de la CÍA en
Beirut. Físicamente se parecían: altos, delgados y esbeltos. Sus ojos revelaban
poco (salvo para decir que si no eras parte de la solución, debías ser parte
del problema). Intelectualmente eran formidables y, en ocasiones, sus críticas
hacia las agencias a las que servían eran muy duras.
Ambos me recordaban constantemente
que se puede captar mucho de lo que Bill llamaba «murmullos en el aire»: una
escaramuza mortal en un callejón sin nombre; el aguantar el aliento colectivo
cuando un agente o una red era descubierta; una operación encubierta que puede
echar por la borda años de esfuerzo diplomático; un retazo de información
casual que completaba un determinado rompecabezas de inteligencia. Joachim
agregó que «a veces, unas palabras dichas de manera casual, podían ayudar a
dilucidar un asunto».
Orgullosos de pertenecer a lo que
llamaban «la segunda profesión más antigua», no sólo eran mis amigos, sino que
me convencieron de que los servicios secretos son la clave para entender
completamente las relaciones internacionales, la política global, la diplomacia
y, por supuesto, el terrorismo. A través de ellos logré contactos en numerosas
agencias de inteligencia civiles y militares: la BND de Alemania, la DGSE de
Francia, la CÍA, y los servicios canadienses y británicos.
Joachim murió estando ya retirado;
Bill fue asesinado por fundamentalistas islámicos que lo secuestraron en Beirut
y dieron comienzo a la crisis de rehenes occidentales en esa ciudad. También conocí a miembros de la comunidad de
inteligencia israelí, que inicialmente me ayudaron informándome sobre el pasado
de Mehmet Ali Agca, el fanático turco que intentó asesinar al papa Juan Pablo
II en la plaza de San Pedro del Vaticano, en mayo de 1981. Esos contactos
fueron organizados por Simón Wiesenthal, el famoso cazador de nazis y una
«fuente» inestimable del Mossad durante más de cuarenta años. Gracias a su fama
y reputación, Wiesenthal aún encuentra que las puertas se le abren con
facilidad, sobre todo en Washington.
Fue en aquella ciudad, en marzo de
1986, donde aprendí algo más sobre la enredada relación entre los servicios
secretos de Estados Unidos e Israel. Estaba allí para entrevistar a William
Casey, el entonces jefe de la CÍA, como parte de mi investigación para Journey
into madness, que trata en parte de la muerte de Bill Buckley.
A pesar de su traje a medida, Casey
era una figura en decadencia. Tenía la cara angulosa, pálida y los ojos
irritados; parecía que su energía vital se iba agotando tras cinco años al
frente de la CÍA.
Mientras bebía agua mineral me indicó
las condiciones de nuestro encuentro. Nada de apuntes ni grabaciones. Luego
sacó una hoja de papel en la cual estaban escritos sus datos personales. Había
nacido en Nueva York el 13 de marzo de 1913 y obtenido su título de abogado en
la Universidad St. John's. Fue destinado a la Reserva Naval de Estados Unidos
en 1943 y al cabo de pocos mesestransferido a la Oficina de Servicios
Estratégicos, la antecesora de la CÍA. En 1944 se convirtió en jefe de la
Sucursal de Inteligencia Especial de la OSE en Europa.
Inmediatamente vino la presidencia de
la Comisión de Seguridad y Valores (1971¬1973); luego, en rápida sucesión, fue
subsecretario de Estado para asuntos económicos (1973-1974); presidente del
Banco de Exportación-Importación de Estados Unidos (1974-1976) y miembro de la
Asesoría en Inteligencia Exterior del presidente. En 1980 se convirtió en jefe
de la campaña de Ronald Reagan a la presidencia. Un año después, Reagan lo
nombró director de la CÍA. Era el decimotercer hombre en ocupar el cargo de
mayor poder dentro de los servicios secretos de Estados Unidos.
En respuesta a mi comentario de que
parecía haber sido un hombre de confianza en varios puestos, Casey tomó otro
sorbito de agua y murmuró que «no quería entrar en detalles personales».
Volvió a meterse el papel en el
bolsillo y esperó mi primera pregunta: qué podía contarme acerca de Bill
Buckley, que aproximadamente dos años antes había sido secuestrado en Beirut y
ahora estaba muerto. Quería saber qué había hecho la CÍA para tratar de
salvarlo. Yo había estado en Oriente Medio, incluso en Israel, tratando de
informarme al respecto.
«¿Habló con Admoni o alguno de los
suyos?», me interrumpió Casey. En 1982, Nahum Admoni se había convertido en
jefe del Mossad. En el circuito social de la embajada de Tel Aviv tenía fama de
duro. Casey describió a Admoni como «un judío que querría ganar un concurso de
mear una noche lluviosa en Gdansk». Más concretamente, Admoni había nacido en
Jerusalén en 1929, hijo de inmigrantes polacos de clase media.
Se había educado en el Rehavia
Gymnasium de la ciudad y desarrolló aptitudes lingüísticas que le valieron el
grado de teniente como oficial de inteligencia en la guerra de independencia de
1948. «Admoni entiende media docena de idiomas», fue el comentario de Casey. Luego Admoni estudió relaciones
internacionales y enseñó la materia en la academia del Mossad, en las afueras
de Tel Aviv. También trabajó como agente encubierto en Etiopía, París y
Washington, donde se había vinculado en forma estrecha con los predecesores de
Casey, Richard Helms y William Colby. Estos puestos lo habían convertido en un
burócrata contemporizador, que cuando llegó a jefe del Mossad, según Casey,
«mantenía la casa en orden. Un hombre muy sociable: tiene tan buen ojo para las
mujeres como para los intereses de Israel».
Casey lo describía como un agente
que, según él, había «escalado posiciones por su habilidad para evitar los
"callos" de sus superiores».
Continuó hablando en el mismo
tono:
Nadie llega a sorprender tanto como
quien se tiene por un amigo. Cuando nos dimos cuenta de que Admoni no iba a
hacer nada, Bill Buckley estaba muerto. ¿Recuerda cómo eran las cosas allá en
aquella época? Había habido una masacre de casi mil palestinos en los dos
campos de refugiados en Beirut. La milicia cristiana del Líbano perpetraba las
matanzas, los judíos observaban como en una especie de inversión de la Biblia.
El hecho es que Admoni colaboraba con el rufián de Gemayel.
Bashir Gemayel era el líder de los
falangistas y luego se convirtió en presidente del Líbano.
Nosotros manejábamos a Gemayel
también, pero nunca confié en ese mal nacido. Y Admoni trabajó con Gemayel
mientras Buckley era torturado. No sabíamos exactamente en qué lugar de Beirut
tenían a Bill. Le pedimos a Admoni que lo averiguara. Prometió que lo haría.
Esperamos y esperamos. Mandamos a nuestro mejor hombre a trabajar con el Mossad
en Tel Aviv. Dijimos que el dinero no era ningún problema. Admoni seguía
diciendo: está bien, entendido.
Casey bebió un poco más de agua,
encerrado en su cápsula del tiempo. Pronunció las siguientes palabras sin
expresión, como un presidente de jurado entregando el veredicto. A continuación Admoni intentó convencernos de
que la OLP era responsable del secuestro. Sabíamos que los israelíes siempre estaban
dispuestos a culpar a Yasser Arafat de cualquier cosa, y al principio nuestra
gente no lo creía. Pero Admoni parecía de fiar. Hizo un buen planteamiento.
Cuando nos dimos cuenta de que no había sido Arafat, Buckley ya estaba muerto.
Lo que no sabíamos era que el Mossad también jugaba sucio: proveía al Hezbolá
de armamento para matar a los cristianos y al mismo tiempo proporcionaba más
armas a los cristianos para que mataran a los palestinos.
La visión parcial de Casey de lo que
la CÍA pensaba ahora respecto de lo sucedido con Bill Buckley era que el Mossad
no había hecho nada para salvarlo, deliberadamente, con la esperanza de que
fuese culpada la OLP y así frustrar las esperanzas de Arafat de ganarse las
simpatías de Washington; una visión escalofriante de la relación entre dos
servicios de inteligencia supuestamente amigos.
Casey había demostrado que, más allá
de las colectas y otras muestras de solidaridad entre norteamericanos y judíos,
existía una faceta de los vínculos entre Estados Unidos e Israel que había
convertido el Estado judío en una superpotencia regional por temor al enemigo
árabe. Antes de despedirnos, Casey hizo
una última reflexión: «Una nación crea la comunidad de inteligencia que
necesita. América depende del conocimiento técnico, porque nos interesa
descubrir más que gobernar en secreto. Israel se comporta de otra manera. El
Mossad asocia en concreto sus actos con la supervivencia del país».
Durante mucho tiempo, gracias a esta
actitud, el Mossad ha sido inmune a un escrutinio meticuloso. Pero en los dos
años de investigación para este libro, una serie de equivocaciones —de
escándalos en algunos casos— han expuesto el servicio a la opinión pública de
Israel. Se han hecho preguntas que rara vez han obtenido respuesta y han comenzado
a aparecer grietas en la armadura protectora que el Mossad ha usado contra ese
mundo externo.
He hablado con más de cien personas
contratadas, de modo directo o indirecto, por distintos servicios de
inteligencia.
Las entrevistas se extendieron a lo
largo de dos años y medio. Mucha de la gente clave del Mossad aceptó hablar
ante un grabador. Esas grabaciones ocupan ochenta horas y unas 5.800 páginas de
transcripción. Hay también unos quince anotadores llenos de notas
complementarias. Ese material, como mis libros anteriores, encontrarán su lugar
en la sección investigación de una biblioteca universitaria. Varias de las
personas con las que hablé insistieron en que debería concentrarme en hechos
recientes; el pasado sólo debe usarse para ilustrar eventos relativos al papel
del Mossad a la vanguardia del espionaje y la inteligencia actual. Muchas de las
entrevistas les fueron realizadas a partícipes en los hechos que jamás habían
sido interrogados; a menudo era imposible sacarles una explicación sencilla
acerca de su comportamiento o el de terceros. Muchos fueron sorprendentemente
francos, aunque no todos estaban dispuestos a ser identificados. En el caso de
personal del Mossad en activo, las leyes israelíes prohíben que sus nombres
sean publicados. Algunas fuentes no israelíes solicitaron y recibieron una
garantía de anonimato.
En las tablas informativas que
intentan componer y publicar los periódicos, muchas fuentes ocupan espacios en
blanco. Todavía se toman muy en serio el anonimato y piden ser mencionados en
estas páginas con algún alias: eso no resta validez a sus testimonios. Los
motivos personales para romper el silencio pueden ser muchos: la necesidad de
asegurarse un lugar en la historia; el deseo de justificar sus actos; anécdotas
de ancianos y, tal vez, incluso expiación. Lo mismo puede decirse de los que
aceptaron ser identificados.
Quizás el motivo más importante que
los llevó a romper el silencio fuese el temor real y sincero de que una
organización a la que habían servido con orgullo corría peligro desde dentro y
que la única forma de salvarla era revelar lo que había logrado en el pasado y
lo que estaba haciendo en el presente. Para entender ambas cosas es necesario
saber cómo y por qué fue creada.
2--Antes del comienzo
Desde el amanecer, los fieles habían
llegado al muro más sagrado del mundo, la única reliquia que existe del segundo
templo de Herodes el Grande en Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones. Jóvenes
y viejos, delgados y gordos, barbudos y calvos: todos se habían abierto paso
por las calles angostas.
Oficinistas caminaban al lado de
pastores de las colinas situadas al otro lado de Jerusalén; jóvenes que
acababan de hacer su bar mitzvah desfilaban orgullosamente con ancianos.
Maestros de las escuelas religiosas de la ciudad se encontraban codo a codo con
comerciantes que habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los
pueblos que bordean el mar de Galilea.
Todos iban vestidos de negro, cada
uno llevaba un libro de rezos y se paraba ante el enorme muro a recitar partes
de las Escrituras.
Los judíos han hecho esto a lo largo
de los siglos. Pero este viernes de septiembre de 1929 era distinto. Los
rabinos habían instado a que tantos hombres como fuera posible se unieran en un
rezo colectivo y demostraran la convicción de su derecho a hacerlo. No era
solamente una expresión de su fe, sino también una muestra visible de su
sionismo y un recordatorio a la población árabe, ampliamente superior en
número, de que no serían intimidados.
Durante meses habían corrido
insistentes rumores de que crecía el descontento de los musulmanes por lo que
ellos interpretaban como expansión sionista. Los temores habían comenzado con
la Declaración Balfour de 1917 y su compromiso con una patria judía oficial en
Palestina. Para los árabes que allí vivían y que podían remontarse en sus
orígenes hasta el Profeta, esto era un ultraje. Veían amenazadas las tierras
que habían cultivado durante siglos, que les serían incluso arrebatadas por los
sionistas y sus protectores británicos llegados al finalizar la Gran Guerra
para poner Palestina bajo su mandato. Los ingleses gobernaban como en otros
lugares del Imperio, procurando complacer a ambas partes; era una fórmula
catastrófica. Las tensiones entre árabes y judíos iban en aumento. Hubo
escaramuzas y derramamientos de sangre, muchas veces allí donde los judíos
pretendían levantar sinagogas y escuelas religiosas. Pero éstos seguían
empecinados en ejercer sus «derechos de rezo» en el Muro de las Lamentaciones
de Jerusalén. Para ellos era parte esencial de su fe.
A mediodía había cerca de mil hombres
recitando las antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia
tranquilizadora.
De pronto, con asombrosa rapidez, una
lluvia de piedras, latas y botellas rotas cayó sobre los congregados. Los
árabes habían lanzado el ataque desde varios puntos alrededor del muro. Sonaron
los primeros disparos de los musulmanes. Caían judíos y eran arrastrados por
otros que huían. Por milagro no hubo muertos, aunque sí muchos heridos.
Esa noche se reunieron los líderes de
la Yishuv, la comunidad judía de Palestina. Reconocieron de inmediato que su
manifestación, planeada con tanto cuidado, había tenido un fallo fundamental:
no conocer de antemano las intenciones árabes de atacarlos.
Uno de los presentes en la reunión
habló por todos: «Debemos recordar las Escrituras. Desde los tiempos del rey
David nuestro pueblo ha dependido de una buena inteligencia».
Entre dulces y café turco se gestó lo
que algún día sería el servicio de inteligencia más destacado del mundo
moderno: el Mossad. Pero aún faltaba casi un cuarto de siglo para su creación.
Lo único que los líderes de la Yishuv sugirieron en esa cálida noche de
septiembre fue realizar una colecta entre todos los judíos del lugar. El dinero
recaudado sería usado para sobornar a árabes todavía tolerantes con los judíos
que pudieran mantenerlos al corriente de futuros ataques.
Mientras tanto, los judíos seguirían
ejerciendo su derecho a rezar en el Muro de las Lamentaciones. No dependerían
de los británicos para protección, sino que serían defendidos por la Haganah,
la recientemente creada milicia judía. En los meses siguientes, una combinación
de las advertencias previas con la presencia de la milicia evitó los ataques
árabes. Se recuperó una relativa calma entre árabes y judíos que se mantuvo
durante cinco años.
Durante ese tiempo los judíos
continuaron ampliando en secreto su servicio de inteligencia. No tenía nombre
oficial ni cúpula. Reclutaron simpatizantes árabes de diversos oficios:
vendedores ambulantes que trabajaban en el barrio árabe de Jerusalén,
limpiabotas que lustraban los zapatos de los oficiales británicos, estudiantes
del prestigioso colegio Arab Rouda, maestros y comerciantes. Todos ellos
pasaron a engrosar la nómina. Cualquier judío podía reclutar a un espía árabe
con la condición de no compartir la información. Poco a poco la Yishuv obtuvo
datos de valor no sólo sobre los árabes, sino también sobre las intenciones
británicas.
La llegada al poder de Hitler en 1933
marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes hacia Palestina. En 1936 más de
trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos llegaron a
Tierra Santa sumidos en la pobreza más absoluta. De alguna manera la Yishuv les
consiguió alojamiento y comida. Al cabo de unos meses los judíos constituían un
tercio de la población. Los árabes reaccionaron igual que antes: desde los
minaretes de cien mezquitas se alzó el grito de los mullahs, para empujar a los
sionistas de vuelta al mar. En cada
mafafeth árabe, lugar de reuniones de los consejeros locales, se alzaron las
mismas voces de protesta: debemos impedir que los judíos nos quiten nuestras
tierras; debemos impedir que los británicos les den armas y los entrenen.
A su vez los judíos protestaban
exactamente por lo opuesto: los ingleses instaban a los árabes a robarles
tierras que habían adquirido de manera legal.
Los británicos siguieron intentando
apaciguar a unos y otros y fracasaron. En 1936, los enfrentamientos esporádicos
se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos y británicos. Estos
últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los judíos entendieron que
sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran con renovada furia.
Jóvenes judíos de todo el territorio
se apresuraron a unirse a la Haganah. Se convirtieron en el núcleo de un
formidable ejército en la sombra: curtidos, excelentes tiradores y tan astutos
como los zorros del desierto.
La red de informadores árabes se
amplió. Se creó un departamento político en la Haganah para llevar al
desacuerdo mediante la desinformación. Hombres que llegaron a ser legendarios
en la inteligencia israelí se formaron en esa etapa inicial previa al comienzo
de la segunda guerra mundial. La Haganah —que significa «defensa» en hebreo— se
convirtió en la mejor informada de las fuerzas de Tierra Santa.
La segunda guerra mundial trajo
nuevamente una paz endeble a Palestina. Tanto árabes como judíos presentían el
futuro lúgubre que les esperaba si ganaban los nazis. Los primeros datos sobre
lo que ocurría en los campos de exterminio de Europa habían llegado a la
Yishuv. David ben Gurión y Yitzhak Rabin
se contaban entre los que concurrieron a una reunión en Haifa en 1942. Hubo
consenso: los supervivientes del holocausto debían ser traídos a su hogar
espiritual, Eretz Israel. Nadie sabía calcular cuántos serían, pero todos
coincidían en que la llegada de los refugiados avivaría la confrontación con
los árabes, y esta vez los británicos se pondrían abiertamente en contra de los
judíos. Gran Bretaña había afirmado de manera tajante que no aceptaría a los
supervivientes en Palestina, una vez derrotado Hitler, con el pretexto de que
eso crearía un desequilibrio de población.
La insistencia de Ben Gurión para
ampliar la capacidad de inteligencia de la Haganah obtuvo pleno apoyo en la
reunión. Se reclutarían más informadores. Se crearía una unidad de contraespionaje
para descubrir a los judíos que colaboraban con los británicos y desenmascarar
a «judíos comunistas y disidentes en nuestro seno». La nueva unidad se llamaba
Rigul Hegdi y la dirigía un hombre que había pertenecido a la Legión Extranjera
francesa y trabajaba encubierto como vendedor ambulante.
No tardó en entregar a mujeres judías
que se relacionaban con oficiales del Mandato, comerciantes que comerciaban con
los británicos, dueños de cafés que confraternizaban con ellos. En el silencio
de la noche, los sospechosos eran llevados ante un tribunal militar de la
Haganah; los culpables eran sentenciados a recibir una dura paliza o ejecutados
de un tiro en la nuca. Un anticipo de la crueldad que luego demostraría el
Mossad.
En 1945 la Haganah contaba con una
unidad encargada de conseguir armamento. Las partidas de armas italianas y
alemanas capturadas en el norte de África tras la derrota de Rommel eran
pasadas de contrabando a través del desierto del Sinaí a Palestina por soldados
judíos que servían en las Fuerzas Aliadas. Las armas llegaban en camiones
destartalados y caravanas de camellos y eran almacenadas en las cuevas del
desierto donde Jesús fue tentado por el diablo. Uno de esos escondites se
encontraba cerca de donde luego se descubrirían los Rollos del mar Muerto.
Cuando la derrota de Japón en 1945
puso fin a la guerra, los judíos que habían servido en las unidades de
inteligencia militar aliada llegaron para ofrecer su experiencia a la Haganah.
Se habían dado las consignas para encarar lo que Ben Gurión pronosticaba: «la
guerra por nuestra independencia».
Sabía que el detonante sería el
bricha, el nombre hebreo de la operación sin precedentes para traer
supervivientes del holocausto en Europa. Primero llegaron cientos, luego
millares y, por fin, decenas de millares. Muchos aún vestían su ropa de los
campos de concentración; cada uno llevaba un tatuaje con el número de
identificación nazi. Llegaban por tierra y ferrocarril a través de los Balcanes
y luego cruzaban el Mediterráneo hasta las costas de Israel. Cada barco
disponible había sido comprado o alquilado por los grupos humanitarios judíos
de los Estados Unidos, muchas veces a precios desorbitados. Cualquier cosa que
flotara fue puesta al servicio de la operación. No se había dado una evacuación
semejante desde Dunkerque, en 1940.
Esperando a los supervivientes en las
playas, entre Haifa y Tel Aviv, se encontraban algunos de los soldados
británicos evacuados en aquella ocasión. Estaban allí para cumplir las órdenes
de su Gobierno de evitar la entrada de los supervivientes del holocausto. Hubo
enfrentamientos desagradables, pero a veces los soldados, quizá recordando su
propio rescate, hacían la vista gorda a la llegada de alguna tanda de
refugiados.
Ben Gurión decidió que estas muestras
de compasión no eran suficientes. Había llegado la hora de que finalizara el
Mandato. Esto sólo se podía lograr por la fuerza. Hacia 1946 había reunido
todos los movimientos judíos clandestinos. Se dio la orden de lanzar una
ofensiva guerrillera tanto contra los británicos como contra los árabes.
Cada comandante judío sabía que era
una jugada peligrosa: pelear en ambos frentes agotaría sus recursos hasta el
límite. Las consecuencias de un fracaso serían catastróficas. Ben Gurión ordenó
una política de «todo vale». La lista de atrocidades no tardó en ser
espeluznante. Hubo judíos fusilados bajo la sospecha de colaborar con la
Haganah. Los soldados británicos eran acribillados y sus cuarteles
bombardeados. Se llegó a una ferocidad medieval.
Para la Haganah, la inteligencia era
fundamental, especialmente para hacer creer a los enemigos que los judíos
contaban con más hombres de los que en realidad podían reunir. Los británicos
se encontraron persiguiendo a un enemigo desconcertante. Comenzó a bajar la
moral entre las fuerzas del Mandato.
Estados Unidos percibió una brecha e
intentó negociar un trato en la primavera de 1946: urgió a Gran Bretaña a
permitir la entrada en Palestina de cien mil supervivientes del holocausto. La
propuesta fue rechazada y las luchas continuaron. Finalmente, en febrero de
1947, Gran Bretaña accedió a abandonar Palestina en mayo de 1948. Desde ese
momento la ONU se ocuparía de lo que llegaría a ser el Estado de Israel.
Conscientes de que tenían por delante
un conflicto decisivo con los árabes para garantizar la continuidad de la joven
nación, Ben Gurión y sus comandantes sabían que debían continuar dependiendo de
su superior inteligencia. Se obtuvo información vital sobre la moral y la
fuerza militar de los árabes. Espías judíos apostados en El Cairo y Ammán
robaron los planes de ataque de los Ejércitos egipcio y jordano. Cuando comenzó
la guerra de la independencia, los israelíes lograron victorias militares
espectaculares. Pero a medida que continuaban las luchas se hizo evidente para
Ben Gurión que el triunfo debía basarse en una distinción clara entre objetivos
militares y políticos. Cuando finalmente llegó la victoria, en 1949, esa
distinción aún no estaba bien definida y esto llevó a desacuerdos internos en
la inteligencia israelí en lo referente a sus obligaciones en tiempos de
paz.
En vez de manejar la situación con su
habitual agudeza, Ben Gurión —el primer Ministro de Israel—, organizó cinco
servicios de inteligencia para que operasen tanto de manera interna como en el
exterior. El servicio extranjero se formó según el modelo de los servicios de
seguridad de Francia y Gran Bretaña. Ambos estuvieron dispuestos a trabajar con
los israelíes. También se establecieron contactos con la Oficina de Servicios Estratégicos
(OSE) de Estados Unidos, en Washington, a través del jefe de contraespionaje de
la agencia en Italia, James Jesús Angleton. Su vinculación con los jóvenes
espías de Israel jugaría un papel esencial en los futuros vínculos entre ambas
agencias de inteligencia.
Sin embargo, a pesar de este comienzo
prometedor, el sueño de Ben Gurión de una inteligencia integrada trabajando en
armonía se extinguió con los dolores de parto de una nación que luchaba por una
identidad coherente. Las demostraciones de poder estaban a la orden del día
mientras ministros y funcionarios luchaban por escalar posiciones. Había
choques de todo orden. ¿Quién coordinaría una estrategia general de
inteligencia? ¿Quién reclutaría espías? ¿Quién evaluaría la información sin procesar?
¿Quién interpretaría esa información para los líderes políticos del país?
La lucha más encarnizada se daba
entre el Ministerio de Defensa y el de Asuntos Exteriores: ambos reclamaban el
derecho a actuar en el extranjero. Isser Harel, por entonces un joven agente,
opinaba que sus colegas «se planteaban el trabajo de inteligencia de un modo
romántico y aventurero. Simulaban ser expertos en las costumbres del mundo
entero [...] e intentaban comportarse como espías internacionales de ficción
disfrutando de su gloria mientras vivían a la sombra de la fina línea divisoria
entre la ley y el libertinaje».
Mientras tanto seguía muriendo gente
asesinada por los terroristas árabes con sus bombas y cazabobos. Aún amenazaban
los Ejércitos de Siria, Egipto, Jordania y el Líbano. Tras ellos, millones de
árabes estaban dispuestos a iniciar jihad, la guerra santa. Ninguna nación del
mundo había nacido en un entorno tan hostil como Israel.
A Ben Gurión le producía una
sensación casi mesiánica el modo en que su pueblo buscaba que él lo protegiera
como siempre habían hecho los grandes líderes de Israel. Pero sabía que no era
ningún profeta; sólo un curtido luchador callejero que había ganado la guerra
de la independencia contra un enemigo árabe que contaba con una fuerza
combinada veinte veces superior a la suya. No se había logrado un triunfo mayor
desde que el pastorcillo David matara a Goliat y derrotara a los
filisteos.
Sin embargo, el enemigo no se había
retirado. Se había vuelto más astuto y más despiadado. Atacaba como un ladrón,
de noche, mataba sin escrúpulos y desaparecía.
Durante cuatro largos años se
mantuvieron las rivalidades, riñas y discusiones en cada reunión presidida por
Ben Gurión, en su intento por resolver los conflictos internos de los servicios
de inteligencia. Un prometedor plan del Ministerio de Asuntos Exteriores de
utilizar a un diplomático francés como espía en El Cairo había sido frustrado
por el Ministerio de Defensa, que quería que uno de sus propios hombres
realizara el trabajo. El joven oficial, sin verdadera experiencia en
inteligencia, fue capturado por oficiales de seguridad egipcios a las pocas
semanas. Agentes israelíes en Europa fueron descubiertos trabajando en el
mercado negro para financiar su labor porque el presupuesto oficial era
insuficiente para cubrir los gastos de espionaje. Los intentos por reclutar
fuerzas drusas moderadas en el Líbano cesaron por desacuerdos entre agencias
rivales sobre su utilización. Con frecuencia, estrategias brillantes se
malograban por culpa de las sospechas mutuas. La ambición desmedida estaba
presente en todos los ámbitos.
Hombres poderosos del momento —el
ministro de Asuntos Exteriores israelí, el jefe del Ejército y embajadores—
peleaban por imponer su servicio preferido sobre los demás. Uno quería que
todos los esfuerzos se concentraran en conseguir información económica y
política. Otro exclusivamente en la fuerza militar del enemigo. El embajador en
Francia insistió en que la inteligencia debía funcionar como lo había hecho la
Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, con todos los judíos
movilizados. El embajador en Washington quería que sus espías estuviesen
protegidos por fueros diplomáticos e «integrados en el funcionamiento habitual
de la embajada, para situarlos por encima de toda sospecha». El ministro
israelí en Bucarest deseaba que sus espías trabajaran según las normas del KGB,
y que fueran igualmente despiadados. El ministro en Buenos Aires quería que los
agentes se concentraran en el papel de la Iglesia católica para ayudar a los
nazis a establecerse en la Argentina. Ben Gurión había escuchado cada propuesta
con paciencia.
Finalmente, el 2 de marzo de 1951,
llamó a los jefes de las cinco agencias de inteligencia a su oficina. Les dijo
que era su intención encuadrar las actividades de inteligencia en el exterior
en una nueva agencia llamada Ha Mossad le Teum (Instituto de Coordinación).
Contaría con un presupuesto inicial de veinte mil libras israelíes, de las
cuales cinco mil estarían destinadas a «misiones especiales, pero únicamente
con mi autorización previa». La nueva agencia se nutriría del personal de las
agencias existentes. En el uso cotidiano se llamaría simplemente Mossad.
«A todos los fines políticos y
administrativos» el Mossad estaría bajo el mando del Ministerio de Asuntos
Exteriores. Sin embargo, su plana mayor contaría con representantes de las
demás organizaciones dentro de la comunidad de inteligencia israelí: Shin Bet,
seguridad interna; Aman, inteligencia militar, aérea y naval. La función de los
oficiales sería mantener informado al Mossad de las necesidades específicas de
sus «clientes». En caso de desacuerdo sobre alguna solicitud, el asunto sería
enviado a la oficina del primer ministro.
Ben Gurión lo planteó con su habitual
claridad, sin rodeos: «Ustedes entregarán al Mossad una lista de lo que
necesitan. El Mossad saldrá a conseguirlo. No es asunto suyo saber dónde lo
consiguen ni cuánto cuesta».
Ben Gurión actuaría como elemento de
control para el nuevo servicio. En un memorando a su primer jefe, Reuven
Shiloah, el primer ministro ordenó: «El Mossad trabajará bajo mi tutela,
actuará siguiendo mis instrucciones y me rendirá cuentas constantemente».
Las reglas del juego habían sido
fijadas.
Veintiocho años después de aquella
reunión de septiembre de 1929, los judíos tenían el servicio de inteligencia
más formidable del mundo.
Los comienzos del Mossad, al igual
que los de Israel, fueron todo menos fáciles. El servicio se había hecho cargo
de una red de espionaje en Iraq que llevaba algunos años funcionando bajo el
control del Departamento Político de las Fuerzas de Defensa de Israel. La
función principal del grupo era infiltrarse en los estamentos superiores de las
fuerzas militares iraquíes y formar una red de inmigración clandestina para
sacar a judíos iraquíes del país y llevarlos a Israel.
En mayo de 1951, tan sólo nueve
semanas después de que Ben Gurión firmara el decreto de creación del Mossad,
agentes de seguridad iraquíes en Bagdad desbarataron la red. Dos agentes
israelíes fueron arrestados, junto con docenas de judíos iraquíes y árabes que
habían sido sobornados para que manejasen la red de escape, que se extendía a
lo largo de todo Oriente Medio. Veintiocho personas fueron procesadas por
espionaje. Los dos agentes fueron condenados a muerte y diecisiete de los
procesados a cadena perpetua; los demás fueron liberados «como muestra de la
equidad de la justicia iraquí».
Con el tiempo, ambos agentes fueron
liberados de la cárcel iraquí, donde habían sido sometidos a terribles torturas,
a cambio de una importante suma de dinero depositado en la cuenta suiza del
ministro del Interior iraquí.
Inmediatamente se produjo otra
debacle. Theodore Gross, un espía veterano del Departamento Político, trabajaba
ahora con el Mossad de acuerdo con el nuevo orden. En enero de 1952, Isser
Harel, por entonces jefe del Shin Bet, servicio de seguridad interna israelí,
obtuvo «pruebas irrefutables» de que Gross era un doble agente del servicio
secreto egipcio. Harel decidió viajar a Roma, donde persuadió a Gross de que
volviese con él a Tel Aviv tras convencerlo de que iba a ocupar un puesto de
mando en el Shin Bet. Gross fue juzgado en secreto, condenado y sentenciado a
quince años de prisión. Moriría en la cárcel.
Reuven Shiloah, abatido y quebrado,
renunció a su cargo. Fue reemplazado por Harel, que permaneció once años al
frente del Mossad, un período nunca igualado.
Los miembros de la plana mayor que le
dieron la bienvenida en aquella mañana de septiembre de 1952, difícilmente pudieron
quedar impresionados por el aspecto físico de Harel. No llegaba al metro y
medio, tenía unas orejas enormes y hablaba hebreo con un fuerte acento
centroeuropeo; su familia había emigrado de Letonia en 1930. Parecía que
hubiese dormido con la ropa puesta.
Sus primeras palabras a la plana
mayor fueron: «El pasado ha terminado. No habrá más errores. Avanzaremos
juntos. No hablaremos con nadie salvo con nosotros mismos».
Ese mismo día dio un ejemplo de a qué
se refería. Después del almuerzo llamó a su chofer. Cuando el hombre preguntó
adonde se dirigían, le contestó que el destino era secreto. Prescindió del
chofer y partió conduciendo él mismo. Regresó con una caja de bagels para el
personal. Pero había dejado claro su objetivo: nadie más que él haría las
preguntas.
Ése fue el momento decisivo que le
valió el afecto de su desmoralizada plantilla. Se propuso darles ánimos con su
ejemplo. Viajó en secreto a países árabes hostiles para organizar personalmente
las redes del Mossad. Entrevistó a cada individuo que quería unirse al
servicio. Buscaba a aquellos que, al igual que él, habían vivido en un
kibbutz.
«La gente así conoce a nuestro
enemigo —le dijo a un ayudante que cuestionó su política—. Los kibbutzniks
viven junto a los árabes. Han aprendido no sólo a pensar como ellos, sino a
pensar más rápido.»
La paciencia de Harel era tan
legendaria como sus estallidos de ira; su lealtad hacia sus hombres alcanzó
igual fama. Sospechaba de todo el que fuera ajeno a su círculo, hasta
considerarlo «un oportunista sin principios». Se negaba a tratar con aquellas
personas a las que tildaba de «racistas disfrazados de nacionalistas,
especialmente en cuanto a la religión». Cada vez demostraba un mayor desagrado
por los judíos ortodoxos.
Había gran
cantidad de ellos en el Gobierno de Ben Gurión; su resentimiento hacia Isser
Harel creció rápidamente y buscaron revancha. Pero el astuto jefe del Mossad se
había asegurado de mantener una estrecha relación con otro kibbutznik: el
primer ministro.
Los logros del Mossad le fueron de
gran ayuda. Los agentes de Harel habían contribuido al éxito de las escaramuzas
en el Sinaí contra los egipcios. Tenía espías ubicados en cada capital árabe
que aportaban un flujo continuo de información valiosa. Otro golpe estratégico tuvo
lugar cuando viajó a Washington en 1954 para conocer a Allen Dulles, que
acababa de ser nombrado jefe de la CÍA. Harel le regaló al veterano jefe de
espías una daga con la inscripción «El Guardián de Israel nunca duerme ni se
descuida».
Dulles le respondió: «Puede contar
conmigo para permanecer en vela junto a usted».
Con estas palabras se inició la
colaboración entre la CÍA y el Mossad. Dulles se encargó de que el Mossad
tuviera tecnología de punta: dispositivos de escucha y rastreo, cámaras a control
remoto y aparatos que Harel reconoció que ni siquiera sabía que existían.
Además crearon entre los dos el primer canal de retroalimentación entre ambas
agencias, a través del cual podían comunicarse de manera segura en caso de
emergencia. El canal prescindía de la vía diplomática habitual con eficacia,
muy a pesar del Departamento de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores
israelí. Eso no mejoró en absoluto la posición de Harel en los círculos
diplomáticos.
En 1961 Harel ideó una operación para
traer a miles de judíos marroquíes a Israel. Un año después, el incansable jefe
del Mossad estaba en el sur de Sudán brindando asistencia a los rebeldes
proisraelíes contra el régimen. Ese mismo año también ayudó al rey Haile
Selassie de Etiopía a aplastar un intento de golpe: el monarca era un antiguo
aliado de Israel.
Pero en Israel los judíos ortodoxos
del Gabinete se quejaban cada vez más. Según ellos Harel se había vuelto
insoportablemente autoritario e indiferente a su sensibilidad religiosa, era un
hombre con sus propias prioridades, y tal vez, incluso aspiraba al puesto
político más alto del país. La antena política de Ben Gurión estaba alerta y su
relación con Harel se enfrió. Si antes le había dado carta blanca, ahora exigía
que le informase hasta de los menores detalles de una operación. Harel se
sentía molesto con la rienda corta, pero no dijo nada. La campaña de rumores en
su contra se intensificó.
En febrero de 1962, las suspicacias
se unieron en torno a la suerte de un niño de ocho años, Joselle Schumacher. El
niño había sido secuestrado por una secta ultraortodoxa hacía dos años.
El abuelo materno del niño, Nahman
Shtarkes, era miembro de la secta Neturei Karta, los Guardianes del Muro de
Jerusalén. Se sospechó que era cómplice del secuestro. Se había llevado a cabo
una intensa búsqueda policial que no arrojó pistas sobre su paradero. Nahman
fue brevemente encarcelado por negarse a colaborar con la investigación. Los
judíos ortodoxos habían convertido al anciano en un mártir; miles de ellos desfilaron
con pancartas que comparaban a Ben Gurión con los nazis por encarcelar a un
anciano. Nahman fue liberado por razones de salud, pero las protestas
continuaron.
Los asesores políticos de Ben Gurión
le advirtieron que el asunto podía costarle las próximas elecciones. Peor aún,
en caso de otra guerra con los árabes, algunos grupos ortodoxos podían llegar a
apoyarlos. En pie de guerra, el primer ministro mandó llamar a Harel y ordenó
al Mossad encontrar al niño. Harel argumentó que no era tarea para el
servicio.
Luego diría: «El ambiente se heló.
Repitió que me estaba dando una orden. Le dije que por lo menos necesitaba leer
el expediente policial. El primer ministro me concedió una hora». El expediente era extenso pero, mientras lo
leía, algo conmovió profundamente a Isser Harel: el derecho de los padres de
criar a su hijo sin la presión del fanatismo religioso.
Joselle había nacido en marzo de
1953, hijo de Arthur e Ida Schumacher. Debido a las dificultades económicas,
Joselle había sido enviado a vivir con su abuelo en Jerusalén. El niño se
encontró en un enclave religioso, aislado espiritualmente del resto de la
ciudad. Nahman instruyó al niño en las costumbres de la secta. Cuando los
padres de Joselle lo visitaron, Nahman los criticó airadamente por lo que él
consideraba su descarrío religioso.
El anciano pertenecía a una
generación cuya fe la había ayudado a sobrevivir al holocausto. Su hija y su
yerno sentían que su deber principal era construir una vida para sí mismos en
la joven nación. A menudo, rezar había pasado a un segundo plano.
Cansados de las críticas permanentes
de Nahman, los padres de Joselle dijeron que se querían llevar al niño. Nahman
se opuso, argumentando que trasladar al niño interrumpiría su adiestramiento en
una vida religiosa que le serviría cuando fuese adulto. Hubo más intercambios
coléricos. En su siguiente viaje a Jerusalén, Joselle había desaparecido.
Tanto los judíos ortodoxos como los
liberales aprovecharon el incidente para dar bombo a un asunto que continuaba
dividiendo a la nación. Un claro ejemplo de esto era el hecho de que el Partido
Laborista de Ben Gurión sólo pudiera mantenerse en el poder con el apoyo
conjunto de varios grupos religiosos opositores en el Knesset. A cambio, estos
grupos habían conseguido mayores concesiones para las estrictas leyes de la
ortodoxia. Pero sus demandas no tenían fin. Los judíos liberales exigían que
Joselle fuera devuelto a su familia.
Una vez leído el expediente, Harel le
dijo a Ben Gurión que movilizaría los recursos del Mossad. Formó un equipo
compuesto por cuarenta agentes para localizar a Joselle. Muchos de ellos se
oponían abiertamente a lo que consideraban el uso indebido de sus
habilidades.
Harel aplacó sus críticas con un
breve discurso: «Aunque estaremos operando fuera de nuestro ámbito habitual,
éste no deja de ser un caso muy importante. Es importante por su faceta social
y religiosa. Es importante porque el prestigio y la autoridad de nuestro
Gobierno están en juego. Es importante por el aspecto humanitario del
caso».
En las primeras semanas de la
investigación, el equipo descubrió cuan difícil sería descubrir la verdad. Un
futuro jefe del Shin Bet, por entonces agente del Mossad, se dejó las patillas
largas y con bucles a la usanza de los ultraortodoxos e intentó infiltrarse en
sus filas. Fracasó. A otro agente se le ordenó mantener vigilada una escuela
judía. Fue descubierto a los pocos días. Un tercero intentó infiltrarse en un
grupo hasídico en viaje a Jerusalén para sepultar a un familiar dentro de los
muros de la ciudad. Fue descubierto de inmediato porque no pronunció las
oraciones correspondientes.
Esos fracasos sólo consiguieron que
Harel se empecinara más. Le comunicó a su equipo que estaba seguro de que el
niño ya no estaba en Israel sino en Europa
o quizá más lejos. Trasladó su cuartel general de operaciones a una casa
segura en París. Desde allí envió a sus hombres a cada comunidad ortodoxa de
Italia, Austria, Francia y Gran Bretaña. Cuando esto no dio resultado, envió a
los agentes a Sudamérica y Estados Unidos.
La investigación se reavivaba con
episodios extraños. Diez agentes del Mossad se unieron al servicio sabatino en
una sinagoga del suburbio londinense de Hendon. La congregación enfurecida
llamó a la policía para que arrestara a los «impostores religiosos» después de
que a uno se le despegara la barba falsa. Los agentes fueron liberados tras la
intervención del embajador israelí. Un venerado rabino ortodoxo viajó invitado
a París con el pretexto de que una familia adinerada deseaba que oficiara una
ceremonia de circuncisión. Fue recibido en el aeropuerto por dos hombres que
vestían los tradicionales sobretodos y sombreros negros de los judíos
ortodoxos. Eran agentes del Mossad. Su informe tiene un aire de novela negra.
«Fue llevado a un prostíbulo de
Pigalle, completamente engañado. Dos prostitutas pagadas por nosotros
aparecieron repentinamente y se le tiraron encima. Tomamos fotografías con una
Polaroid, se las enseñamos y le aseguramos que se las enviaríamos a su
congregación si no revelaba el paradero del niño. El rabino finalmente nos
convenció de que no tenía ni idea y destruimos las fotografías delante de
él.»
Otro rabino, Shai Freyer, cayó en la
cada vez más intensa búsqueda de Isser Harel por el mundo del judaismo
ortodoxo. El rabino fue raptado por agentes del Mossad mientras viajaba de
París a Ginebra. Cuando se convencieron, tras un riguroso interrogatorio, de
que nuevamente se encontraban ante un callejón sin salida, Harel ordenó que
Freyer fuese mantenido prisionero en una casa segura de Suiza hasta que
finalizara la búsqueda. Temía que el rabino alertase a la comunidad
ortodoxa.
Apareció otra pista prometedora:
Madeleine Freí, hija de una familia aristocrática francesa y heroína de la
Resistencia en la segunda guerra mundial. Madeleine había salvado a un gran
número de niños judíos de la deportación hacia los campos de exterminio nazis.
Al finalizar la guerra se había convertido al judaismo.
Los informes solicitados revelaron
que visitaba Israel con frecuencia y pasaba su tiempo con miembros de la secta
Neturei Karta. En varias ocasiones se había encontrado con el abuelo de
Joselle. Su última visita a Israel coincidía con la fecha del secuestro del
niño. Desde entonces Madeleine no había vuelto a Israel.
En agosto de 1962, agentes del Mossad
la siguieron hasta las afueras de París. Cuando se presentaron, los agredió
físicamente. Uno de los agentes llamó a Isser Harel.
Él le explicó a Madeleine «el gran
daño» hecho a los padres de Joselle. Tenían el derecho moral de criar a su hijo
como ellos desearan. A ningún padre se le debía negar ese derecho. Madeleine
insistía en que no sabía nada de Joselle. Harel vio que sus propios hombres le
creían.
Pidió el pasaporte de Madeleine.
Debajo de su fotografía había una de su hija. Le pidió a un agente que le
trajera una fotografía de Joselle. Las estructuras facia¬les de ambos niños
eran casi idénticas. Harel llamó a Tel Aviv.
[Al cabo de un par de horas] tenía
todo lo que necesitaba saber, desde detalles de su vida amorosa durante su
época de estudiante hasta su decisión de unirse al movimiento ortodoxo tras
renunciar a su fe católica. Volví con Madeleine y le dije, como si lo supiera,
que le había teñido el cabello a Joselle para disfrazarlo y lo había sacado de
Israel de manera clandestina. Ella lo negó rotundamente. Le dije que debía
comprender que el futuro del país que amaba corría un grave peligro, que en las
calles de Jerusalén las personas que ella quería se estaban arrojando piedras
unas a otras. Aún se negaba a admitir nada. Le dije que el niño tenía una madre
que lo amaba tanto como ella amaba a todos aquellos niños que había ayudado en
la segunda guerra mundial.
El recordatorio funcionó. De repente
Madeleine comenzó a explicar que había viajado por mar hasta Haifa, como una
turista que visitaba Israel. En el barco se había hecho amiga de una familia de
inmigrantes recientes que tenían una hija de la edad de Joselle. Ella había
desembarcado junto a la niña en Haifa y el agente de inmigración había creído
que era hija de Madeleine. Redactó una nota al respecto en su acta. Una semana
después, bajo las narices de la policía israelí, embarcó en un vuelo a Zurich
con su «hija». Madeleine incluso había persuadido a Joselle para que vistiera
ropa de niña y permitiera que le tiñesen el cabello.
Joselle había pasado una temporada
interno en una escuela ortodoxa, en Suiza, donde ejercía como maestro el rabino
Shai Freyer. Después de su arresto, Madeleine viajó con Joselle a Nueva York y
lo alojó con una familia de la secta Neturei Karta. Harel tenía una última
pregunta: «¿Me dará el nombre y la dirección de la familia?».
Hubo un largo silencio antes de que
Madeleine dijera con calma: «Vive en el 126 de la calle Penn, en Brooklyn,
Nueva York. Se lo conoce como Yankale Gertner».
Por primera vez desde que se
conocían, Harel le sonrió. «Gracias Madeleine. Quisiera felicitarla
ofreciéndole trabajo en el Mossad. Su talento podría servir bien a
Israel.» Madeleine rechazó la oferta.
Agentes del Mossad viajaron a Nueva
York. Los esperaba un equipo del FBI autorizado a cooperar por el procurador
general de Estados Unidos, Robert Kennedy. Había recibido una petición personal
de Ben Gurión para hacerlo. Los agentes se trasladaron hasta el apartamento de
la calle Penn. La señora Gertner les abrió la puerta. Los agentes ignoraron a
la mujer y entraron en el apartamento. Su esposo estaba rezando. A su lado
había un niño de cara pálida con una kipá cubriéndole la cabeza y patillas con
bucles enmarcando su rostro. «Hola Joselle,
hemos venido para llevarte a casa», dijo con suavidad uno de los agentes. Ocho meses habían transcurrido desde que el
Mossad iniciara su búsqueda. La operación había costado cerca de un millón de
dólares estadounidenses.
El regreso a salvo de Joselle no
ayudó a cerrar la brecha religiosa en el país. Sucesivos gobiernos seguirían
tambaleándose y cayendo según el capricho de pequeños grupos ultraortodoxos
integrantes del Knesset.
Con el éxito de haber encontrado al
niño, Isser Harel regresó a Israel para enfrentarse a un poderoso nuevo
crítico, el general Meir Amit, el recién nombrado jefe de Aman, la inteligencia
militar. Tal como Harel había conspirado contra su predecesor, ahora él era el
blanco de las añladas críticas de Amit a la operación de rescate de
Joselle.
Amit, un temible comandante de campo,
se había acercado a Ben Gurión en las siempre variables arenas políticas de
Israel. Le dijo al primer ministro que Harel había «derrochado recursos», que
toda la operación de rescate era un signo de que el jefe de inteligencia había
permanecido demasiado tiempo en el cargo. Olvidando que él mismo había ordenado
a Harel organizar la operación, Ben Gurión estuvo de acuerdo. El 25 de marzo,
herido por muchas semanas de intensas críticas, a la edad de cincuenta años,
Isser Harel renunció. Hombres maduros estuvieron al borde de las lágrimas
cuando estrechó sus manos y abandonó el cuartel general del Mossad. Todos
sabían que aquello marcaba el fin de una época.
Horas más tarde, un hombre alto,
delgado y agraciado entró por la puerta: Meir Amit tomaba el mando. Nadie
necesitó que le dijeran que se avecinaban cambios radicales.
Quince minutos después de acomodarse
tras su escritorio, el nuevo jefe del Mossad mandó llamar a sus jefes de área.
Permanecieron de pie en grupo mientras los inspeccionaba en silencio. Luego,
con la voz vigorosa que había dirigido innumerables ataques en el campo de
batalla, habló.
No habría más operaciones para
recuperar niños extraviados ni ninguna intromisión política innecesaria. Él
protegería a cada uno de las críticas externas, pero nada los mantendría en sus
puestos si le fallaban. Pelearía por obtener más dinero del presupuesto de
defensa para equipos de última generación y recursos de refuerzo. Esto no
significaba sin embargo que olvidara el bien que valoraba por encima de
cualquier otro: el humint, el arte del trabajo de la inteligencia humana.
Quería que ésa fuera la mayor destreza del Mossad.
Su personal descubrió que trabajaba
para un hombre que veía más allá de las operaciones día a día para lograr
resultados en años venideros. La adquisición de tecnología militar pasó a
formar parte de este planteamiento.
Poco después de que Meir Amit
asumiera el mando, un hombre que se presentó como Salman entró en la embajada israelí
en París con una propuesta asombrosa. Por un millón de dólares estadounidenses
en efectivo podía garantizar la entrega de la aeronave de combate más secreta
del mundo, el Mig-21 ruso. Salman había concluido su oferta a un diplomático
israelí con una extraña petición: «Envíe a alguien a Bagdad, llame a este
número y pregunte por Joseph. Y tenga disponible nuestro millón de
dólares».
El diplomático envió su informe al
katsa residente de la embajada. Había sido uno de los que sobrevivió a la purga
que se produjo tras la designación de Meir Amit. El hombre cursó el informe a
Tel Aviv junto con el número telefónico que había dado Salman.
Durante días Meir Amit sopesó y
consideró la oferta. Salman podía ser un farsante o un loco, o incluso formar
parte de un complot iraquí para atrapar a un agente del Mossad. Existía un
riesgo real de que otros agentes secretos en Iraq pudieran resultar
comprometidos. Pero la perspectiva de echar mano a un Mig-21 era
irresistible.
Su autonomía de vuelo, altitud, velocidad,
armamento y el poco tiempo que requería su mantenimiento lo habían convertido
en el principal avión de combate del mundo árabe. Los jefes de las Fuerzas
Aéreas israelíes hubiesen pagado gustosos varios millones sólo por echar un
vistazo a sus planos, y no digamos por el avión mismo. Meir Amit «se acostaba
pensando en ello. Se despertaba pensando en ello. Pensaba en ello bajo la ducha
y durante la cena. Pensaba en ello en cada momento libre que tenía. Mantenerse
al tanto del sistema de armamento avanzado de un enemigo era una prioridad para
cualquier servicio de inteligencia. Poder realmente echarle mano casi nunca
sucedía».
El primer paso era enviar un agente a
Bagdad. Meir Amit le facilitó un alias, tan inglés como el nombre de su
pasaporte, George Bacon: «A nadie se le ocurriría que un judío tuviera un
nombre así». Bacon viajaría a Bagdad como el gerente de ventas de una compañía
con sede en Londres para ofrecer equipos hospitalarios de rayos X.
Llegó a Bagdad en un vuelo de Iraqi
Airways con varias muestras de equipamiento y demostró lo bien que había
asimilado su entrenamiento al vender varios artículos a los hospitales. A
comienzos de su segunda semana en Bagdad, Bacon llamó al número que había dado
Salman. Los informes de Bacon al Mossad estaban llenos de descripciones muy
gráficas. Utilicé un teléfono público
del vestíbulo del hotel. El riesgo de que estuviera intervenido era menor que
si usaba el teléfono de mi habitación. Contestaron de inmediato. Una voz
preguntó en persa quién hablaba. Yo respondí en inglés, disculpándome, que me
había equivocado de número. Entonces la voz preguntó, esta vez en inglés, quién
hablaba. Dije que era un amigo de Joseph. ¿Había alguien allí con ese nombre?
Me dijeron que esperara. Pensé que tal vez estuvieran rastreando la llamada,
que era una trampa al fin y al cabo. Entonces se oyó por la línea una voz muy
educada. Dijo que era Joseph y que se alegraba de que hubiese llamado. Luego
preguntó si conocía París. Pensé: ¡Contacto!
Bacon acordó una cita en una cafetería
de Bagdad para el mediodía siguiente. A la hora señalada, un hombre sonriente
se presentó como Joseph. Tenía profundos surcos en el rostro y el cabello
blanco. Un informe posterior del agente nuevamente transmitía el surrealismo
del momento:
Joseph dijo lo complacido que estaba
de verme, como si fuese algún pariente muy esperado. Luego comenzó a hablar
sobre el clima y de cómo ha¬bía bajado la calidad del servicio en los cafés
como aquél. Yo pensé «aquí estoy, en un país hostil cuyo servicio de seguridad
sin duda me mataría a la mínima oportunidad, escuchando divagar a un anciano».
Decidí que quienquiera que fuera, cualquiera que fuera su vínculo con Salman en
París, Joseph definitivamente no era un oficial de contraespionaje iraquí. Eso
me calmó. Le dije que mis amigos estaban muy interesados en la mercancía que
había mencionado su amigo.
El respondió: «Salman es mi sobrino,
vive en París. Es camarero en un café. Todos los buenos camareros se han ido de
aquí». ¿Entonces Joseph se inclinó sobre la mesa y dijo: «¿Has venido por el
Mig? Puedo hacer los arreglos. Pero costará un millón de dólares». Así, tal
cual. Bacon se dijo que tal vez, después
de todo, Joseph era más de lo que aparentaba ser. Tenía un sereno aire de
certeza. Pero cuando comenzó a interrogarlo, el viejo sacudió la cabeza. «Aquí
no. Nos pueden estar escuchando.»
Acordaron encontrase nuevamente al
día siguiente a orillas del Eufrates, que atraviesa la ciudad. Esa noche Bacon
durmió muy poco preguntándose si, después de todo, no estaba siendo reclutado,
si no por la inteligencia iraquí, por unos estafadores muy astutos que
utilizaban a Joseph como portavoz.
La reunión del día siguiente reveló
un poco más sobre los antecedentes y motivos de Joseph. Provenía de una familia iraquí judía pobre.
De niño había trabajado como sirviente para una familia rica de cristianos
maronitas en Bagdad. Después de treinta años de servicio leal había sido
repentinamente despedido, acusado injustamente de robar comida. Con cincuenta
años, se encontró en la calle. Demasiado viejo para conseguir otro empleo,
subsistió con una modesta pensión. También había decidido investigar sus raíces
judías. Habló de su búsqueda con su hermana viuda, Manu, cuyo hijo, Muñir, era
piloto de las Fuerzas Aéreas iraquíes. Manu admitió que ella también tenía un
fuerte deseo de ir a Israel. Pero, ¿cómo iban a lograrlo? En Irak el hecho de
mencionar la idea era ya arriesgarse a ser encarcelados. Dejar a alguien atrás
garantizaría que las autoridades lo castigaran severamente, tal vez incluso lo
mataran. ¿Y de dónde sacarían el dinero? Ella había suspirado y dicho que era
un sueño imposible.
Pero la idea arraigó en la mente de
Joseph. En varias ocasiones Muñir había contado que su comandante se jactaba de
que Israel pagaría una fortuna por un Mig como el que él pilotaba. «Tal vez
hasta un millón de dólares, tío Joseph.»
La suma había entusiasmado a Joseph.
Podía sobornar oficiales, establecer una vía de escape. Con ese dinero podía de
alguna manera sacar a toda la familia de Irak. Cuanto más lo pensaba, más
factible le parecía. Muñir amaba a su madre: haría cualquier cosa por ella,
hasta robar su avión por un millón de dólares. Y no habría necesidad de que
Joseph organizara la huida de la familia. Dejaría que los israelíes se
encargaran de eso. Todo el mundo sabía que eran astutos para estas cosas. Por
eso había enviado a Salman a la embajada.
— ¡Y ahora estás aquí mi amigo! —le
dijo Joseph a Bacon.
— ¿Qué hay de Muñir? ¿Sabe algo de
todo este asunto?
— Ah, sí. Está de acuerdo en robar elMig. Pero
quiere la mitad del dinero por adelantado ahora y, el resto, justo antes de
hacerlo. Bacon quedó asombrado. Todo lo que había escuchado parecía verdad y
factible. Pero antes debía informar a Meir Amit.
En Tel Aviv, el jefe del Mossad escuchó
durante una tarde entera mientras Bacon lo ponía al corriente de cada
detalle.
— ¿Adonde desea Joseph que se
transfiera el pago? —preguntó finalmente Meir Amit.
— A un banco suizo. Tiene un primo
que necesita atención médica urgente inexistente en Bagdad. Las autoridades
iraquíes le darán permiso para viajar a Suiza. Lo que pretende es que cuando
llegue ya le hayamos transferido el dinero.
— Un hombre ingenioso, tu Joseph
—comentó Meir Amit sarcástico—. Una vez que el dinero esté depositado en esa
cuenta, nunca lo recuperaremos. Le hizo una pregunta más a Bacon.
— ¿Por qué confías en Joseph?
— Confío en él porque es la única
opción —respondió Bacon.
Meir Amit autorizó que se depositara
medio millón de dólares en la central del Crédit Suisse de Ginebra. Se estaba
jugando más que el dinero. Sabía que no sobreviviría si Joseph resultaba ser el
astuto farsante que algunos oficiales del Mossad aún creían que era.
Había llegado el momento de informar
al primer ministro Ben Gurión y a su jefe de gabinete, Yitzhak Rábin. Ambos
dieron luz verde a la operación. Meir Amit no les dijo que había tomado una
medida más; había retirado toda la red del Mossad de Irak.
Si la misión fracasaba, no quería que
le costara la cabeza a nadie más que a mí. Organicé cinco equipos. El primero
era el enlace de comunicaciones entre Bagdad y yo. Se pondrían en contacto por
radio únicamente si se desencadenaba una crisis; de lo contrario, no quería
tener noticias suyas. El segundo debía estar en Bagdad sin que nadie lo
supiera. Ni Bacon, ni el primer equipo. Estaba allí para sacar a Bacon del país
si había problemas, y a Joseph también, si era posible. El tercer equipo debía
vigilar a la familia. El cuarto debía organizar a los kurdos que ayudarían, en
la última etapa, a sacar a la fa¬milia. Israel les estaba proporcionando
armamento. El quinto equipo debía enlazar con Washington y Turquía. Para salir
de Irak el avión debía sobrevolar el espacio aéreo turco para llegar a
nosotros. Washington, que tenía bases en el norte de Turquía, debía persuadir a
los turcos de que colaboraran diciendo que el destino final del Mig era Estados
Unidos. Ahora sabía que los iraquíes temían que algún piloto desertara a
Occidente y, por lo tanto, mantenían los tanques de combustible a la mitad de
su capacidad. No podíamos hacer nada al respecto.
Todavía se planteaban otros
problemas. Joseph había decidido que no sólo su familia inmediata sino también
algunos primos lejanos debían tener la oportunidad de escapar al duro régimen
iraquí. En total quería que cuarenta y tres personas fueran trasladadas por vía
aérea a un lugar seguro.
Meir Amit accedió, sólo para afrontar
una nueva preocupación. Desde Bagdad, Bacon envió un mensaje en clave: Muñir
estaba teniendo dudas.
[El jefe del Mossad] presintió lo que
estaba sucediendo. Primero y principal, Muñir era iraquí. Irak había sido bueno
con él. Traicionar a su país por Israel no le sentaba bien. Nosotros éramos el
enemigo. Toda su vida le habían enseñado eso. Decidí que la única manera de
convencerlo era dicién-dole que el Mig iría directamente a América. Así que
viajé a Washington para ver a Richard Helms, entonces director de la CÍA.
Escuchó y dijo que no había problema.
Siempre era muy accesible. Arregló todo para que el agregado militar de Estados
Unidos en Bagdad se reuniera con Muñir. El agregado confirmó que el avión sería
entregado a Estados Unidos. Le hizo un discurso sobre cómo estaría ayudando a
América a alcanzar a los rusos. Muñir se lo tragó y aceptó seguir adelante..
A partir de entonces la operación
continuó a su propio ritmo. El primo de Joseph recibió su permiso de salida y
viajó a Ginebra. Desde allí, envío una postal: «Las instalaciones hospitalarias
son excelentes. Me aseguran una completa recuperación». El mensaje era la señal
de que los quinientos mil dólares restantes habían sido depositados.
Tranquilizado por la noticia, Joseph
le dijo a Bacon que la familia estaba lista. La noche anterior al vuelo de
Muñir, Joseph los llevó en una caravana de vehículos hacia el norte, al fresco
de las montañas. Los puestos de control iraquíes no los molestaron: todos los
veranos muchos residentes se mudaban huyendo del calor de Bagdad. En el monte
aguardaban los kurdos junto al equipo de enlace israelí. Guiaron a la familia
por las montañas hasta helicópteros de las Fuerzas Aéreas turcas. Volando por
debajo de los radares, cruzaron de regreso a Turquía.
Un agente israelí hizo una llamada a
Muñir diciendo que su hermana había dado a luz a una niña, sin inconvenientes.
Otro mensaje en clave había sido transmitido.
Al amanecer de la mañana siguiente,
el 15 de agosto de 1966, Muñir despegó para un ejercicio de rutina. Una vez
alejado de la pista, llevó el Mig a plena potencia y cruzó la frontera con
Turquía antes de que los demás pilotos recibieran la orden de dispararle.
Escoltado por varios Phantom de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Muñir
aterrizó en una base aérea turca, se reabasteció de combustible y despegó
nuevamente. Por los auriculares escuchó el mensaje, esta vez sin cifrar: «Toda
su familia está a salvo y en camino para encontrarse con usted».
Una hora después, el Mig aterrizó en
una base aérea militar, en el norte de Israel.
El Mossad se había convertido en un
protagonista de la escena mundial para tener en cuenta. En la comunidad de
inteligencia de Israel la manera de hacer las cosas en el futuro se
clasificaría como «AA» (antes de Amit) o «DM» (después de Meir).
3 --Los nombres de Glilot
Al salir de la autopista, al norte de
Tel Aviv, Meir Amit mantuvo la velocidad un poco por encima del límite
permitido. Burlar discretamente el sistema se había vuelto parte de su vida
desde que, casi cuarenta años antes, planeara el robo de un jet iraquí.
Se negaba temerariamente a seguir el
reglamento como parte de su condición de galileo: había nacido en la ciudad
favorita del rey Herodes, Tiberíades, cerca de la costa del mar de Galilea y
había pasado la mayor parte de su juventud en un kibbutz. Mucho tiempo atrás
todo rastro de acento regional había sido borrado por su madre, maestra de
oratoria, quien también le había legado ese sentido de la independencia, su
intolerancia con los tontos y un apenas oculto desprecio por los de ciudad. Y,
por encima de todo, había alentado su capacidad de análisis y su habilidad para
pensar en dos cosas a la vez.
En su larga carrera se había servido
de todo ello para detectar las intenciones del enemigo. A menudo no podía
esperar confirmación para actuar: los motivos y el engaño constituían el núcleo
de su trabajo. A veces, sus críticos en el servicio de inteligencia israelí se
mostraban preocupados por lo que consideraban raptos de imaginación. Sólo tenía
una respuesta: lean el archivo sobre el robo del Mig.
En aquella mañana de marzo de 1997 en
que salía de Tel Aviv, Meir Amit estaba oficialmente retirado. Pero nadie en el
servicio se lo creía: sus vastos conocimientos eran demasiado valiosos para
dejarlo apartado.
El día anterior, Meir Amit había
regresado de Ho Chi Minh, la antigua Saigón, donde había visitado a ex
oficiales de inteligencia del Vietcong. Habían intercam¬biado experiencias y
encontrado un punto en común en lo referente a superar a un enemigo más
poderoso: los vietnamitas contra los norteamericanos; los israelíes contra los
árabes. Meir Amit había realizado muchos viajes a lugares donde sus maniobras
secretas alguna vez habían creado el caos: Ammán, El Cairo, Moscú. Nadie se
atrevía a preguntar el propósito de tales visitas, al igual que durante sus
cinco años al frente del Mossad, entre 1963 y 1968, nadie se había atrevido a
poner en tela de juicio el valor de sus fuentes o sus métodos.
Durante ese período había convertido
un equipo de inteligencia en una obra de arte. Ninguna otra agencia era
comparable en cuanto a recaudar información. Había enviado gran cantidad de
espías a cada país árabe, a Europa, a Sudamérica, África y Estados Unidos.
Sus katsas se habían infiltrado en el
Mukabarat jordano, el mejor de los servicios árabes, y en la inteligencia
militar siria, la más cruel. Eran hombres con una sangre fría y unos nervios
tan templados que quedaban fuera del alcance de la imaginación de cualquier
novelista.
Poco después de convertirse en
director general, Meir Amit hizo circular por la agencia un memorando robado
por un agente en la oficina de Yasser Arafat: «El Mossad tiene un dossier sobre
cada uno de nosotros. Conoce nuestros nombres y direcciones. Sabemos que hay
dos fotografías nuestras en cada expediente. Una con la cabeza cubierta y otra
con la cabeza descubierta, de modo que siempre saben qué aspecto tenemos».
Para crear más miedo, Meir Amit había
contratado a un número de informadores árabes sin precedentes. Trabajaba según
el principio de la ley de probabilidades: siempre encontraría un número
suficiente para sus propósitos. Los árabes sobornados traicionaban a los
terroristas de la OLP: revelaban la ubicación de sus arsenales y refugios y
comunicaban sus planes de viaje. Por cada terrorista muerto por el Mossad, Meir
Amit pagaba al informador una recompensa de un dólar.
En la escalada hacia la guerra de los
Seis Días, en 1967, hubo un katsa o un informador en cada base egipcia o
cuartel militar. No había menos de tres en el Alto Mando de El Cairo, oficiales
de carrera que habían sido convencidos por Meir Amit. Cómo lo había logrado
llegó a ser su secreto mejor guardado: «Hay cosas que es mejor dejarlas como
están».
A cada informador y agente le había
dado las mismas instrucciones: necesitaba no sólo «las líneas generales» sino
«los pequeños detalles». ¿Cuánto tenía que caminar un piloto desde el barracón
hasta la cantina para comer? ¿Cuánto le costaba a un militar superar el
proverbial atasco de tráfico de El Cairo? ¿Tenía una amante el hombre clave de
una operación? Sólo él comprendía cabalmente qué utilidad podían tener esas
minucias disparatadas.
.Un katsa había conseguido un trabajo
de camarero en una base militar del frente de combate. Cada semana aportaba
detalles sobre el estado de los aviones y el estilo de vida de los pilotos y
los técnicos. Sus hábitos con la bebida y sus placeres sexuales eran parte de
la información enviada secretamente por radio a Tel Aviv.
El recientemente creado Departamento
de Psicología de Guerra trabajaba a destajo preparando expedientes de pilotos
egipcios, personal de tierra y oficiales de Estado Mayor: su habilidad para el
vuelo, si habían logrado el rango por mérito
o influencias, si tenían problemas con el alcohol, frecuentaban
prostíbulos o tenían predilección por los chicos.
Por las noches, Meir Amit revisaba
los expedientes buscando debilidades en hombres susceptibles de ser
chantajeados y obligados a trabajar para él. «No era-una tarea agradable pero
la inteligencia es a menudo un trabajo sucio.»
Las familias de los militares
egipcios empezaron a recibir cartas misteriosas mataselladas en El Cairo que
contenían detalles explícitos sobre el comportamiento de sus seres queridos.
Los informadores comunicaron a Tel Aviv que numerosos incidentes familiares
obligaban a los miembros de las tripulaciones aéreas a pedir la baja por motivos
de salud. Los oficiales del Estado Mayor recibían mediante llamadas anónimas
informes sobre la vida privada de alguno de sus colegas. Una maestra de escuela
atendió la amable llamada de una mujer que intentaba explicarle que el bajo
rendimiento de un alumno se debía a que su padre, un oficial de alto rango,
tenía un amante varón. La llamada tuvo como consecuencia el suicidio del
acusado. Esta campaña implacable causó considerables conflictos en el Ejército
egipcio y aportó una gran satisfacción a Meir Amit.
A principios de 1967 se hizo
evidente, por los informes de la red de espionaje en Egipto, que su líder,
Gamal Abdel Nasser, se estaba preparando para entrar en guerra con Israel. Se
reclutaron, por las buenas o por las malas, más informadores que ayudaran al
Mossad a saberlo todo sobre las Fuerza Aéreas egipcias y los mandos
militares.
En mayo de 1967 estaban en
condiciones de informar a los mandos de las Fuerzas Aéreas israelíes el preciso
momento del día en que les convenía asestar un golpe mortal contra las bases
egipcias. Los analistas del Mossad habían elaborado una descripción notable de
la vida en todas las bases aéreas egipcias.
Entre las 7:30 y 7:45 de la mañana,
los radares de las bases se encontraban en su momento más vulnerable. Durante
esos quince minutos, el personal saliente se retiraba cansado del turno de
noche, mientras que los reemplazos no estaban todavía completamente atentos y,
a menudo, llegaban tarde al servicio debido a retrasos en los comedores. Los
pilotos desayunaban entre las 7:15 y las 7:45. Después, normalmente, volvían a
los barracones a buscar su equipo de vuelo. El recorrido duraba diez minutos de
promedio. La mayoría de los aviadores pasaban algunos minutos en el baño antes
de volver a las filas. Llegaban a las 8 de la mañana, hora oficial de
incorporarse al servicio. A esa hora, el personal de tierra había comenzado a
sacar los aviones de los hangares para armarlos y llenar los depósitos de
combustible. Durante los quince minutos siguientes, las pistas esta¬ban repletas
de camiones de combustible y municiones.
También se conocían con minuciosidad
los movimientos de los militares del Alto Mando egipcio en El Cairo. De
promedio, un oficial tardaba treinta minutos en llegar al trabajo desde su casa
de los suburbios. Los planificadores de estrategia nunca estaban en sus
escritorios antes de las 8:15 de la mañana. Solían pasar diez minutos colocando
sus cosas, tomando café o intercambiando chismes con sus colegas. El oficial
promedio nunca empezaba a estudiar las señales de tráfico aéreo nocturno en las
bases antes de las 8:30 de la mañana.
Meir Amit le sugirió al comandante
aéreo israelí que el mejor momento para que sus aviones llegaran al blanco
sería entre las 8:00 y las 8:30 de la mañana. En esos treinta minutos estarían
en condiciones de pulverizar las bases enemigas porque en ese lapso el personal
clave del Alto Mando en El Cairo no estaría en condiciones de repeler el
ataque.
La mañana del 5 de junio de 1967, las
Fuerzas Aéreas israelíes atacaron a las
8:01 con un efecto devastador,
volando bajo sobre el Sinaí para bombardear violentamente a discreción. A ratos
el cielo se volvía negro rojizo debido a las llamas de los camiones de
combustible y a las municiones que estallaban.
En Tel Aviv, Meir Amit, sentado
mirando por la ventana de su oficina hacia el sur, sabía que sus analistas de
inteligencia habían decidido el curso de la guerra. Ese fue uno de los ejemplos
más asombrosos de su extraordinaria habilidad, más notable aún si se considera
el reducido número de agentes del Mossad.
Desde que se hizo cargo de la
organización, Meir Amit se resistió a convertir el Mossad en una versión de la
CÍA o el KGB. Esos servicios empleaban miles y miles de analistas, científicos,
estrategas y planificadores para apoyar a sus agentes de campo. Los iraníes e
iraquíes contaban con aproximadamente diez mil agentes, y hasta la DGI cubana
sumaba cerca de mil agentes en activo.
Pero Meir Amit había insistido en que
el Mossad se mantuviera con un personal permanente que no superara los mil
doscientos hombres. Cada uno sería reclutado especialmente y debía poseer
varias capacidades: un científico debía ser apto para trabajo de espionaje en
caso de necesidad; un katsa usaría sus conocimientos especializados para
entrenar a otros.
Para todos ellos, Amit sería el
memune, que en hebreo significa «primero entre iguales». El título implicaba el
libre acceso al primer ministro del momento y el rito anual de presentar el
presupuesto del Mossad ante el Gabinete israelí.
Mucho antes de la guerra de los Seis
Días ya había creado la reputación del Mossad: sembraba el terror entre sus
enemigos, se infiltraba en sus filas, se apropiaba de sus secretos y los mataba
con escalofriante eficiencia. Pronto el Mossad alcanzó proporciones míticas.
Gran parte de su éxito se basaba en
las reglas que seguía para reclutar a los agentes de campo, que en última
instancia eran los responsables del éxito del Mossad. Y comprendía
perfectamente los profundos y complejos motivos que los llevaban a estrechar su
mano, después de la selección, en un gesto que significaba que se ponían
enteramente a sus órdenes. Aunque muchas
cosas habían cambiado en el Mossad, Meir Amit sabía, en aquel día de marzo de
1997, que sus criterios de selección seguían intactos:
Ningún katsa motivado principalmente
por el dinero será aceptado en el Mossad. El fanático sionista no tiene cabida
en él; el fanatismo enturbia la comprensión de un trabajo que requiere calma,
claridad de juicio, previsión y equilibrio. La gente quiere unirse al Mossad
por todo tipo de razones. A unos los atrae el glamour; a otros, la idea de
aventura. Algunos creen que mejorará su condición; son gente pequeña que desea
ser grande. Unos pocos desean el secreto poder que creen alcanzar en el Mossad.
Ninguna de estas razones es aceptable.
Y siempre, siempre, hay que
asegurarse de que el agente de campo tiene un total apoyo. Cuidarán a su
familia, se asegurarán de que sus hijos sean felices. AI mismo tiempo deberán
protegerlo: si su mujer cree que tiene una amante, deben asegurarle que no es
así; si la tiene, no se lo dirán. Si es ella la que se descarría, vuelvan a
conducirla por el camino recto. No se lo cuenten al marido. Nada debe
distraerlo. El trabajo de un buen jefe de espías es tratar a su gente como a su
propia familia. Háganle sentir que están siempre a su lado, noche y día, sin
que importe la hora. Así se compra la lealtad y se logra que un katsa haga lo
que se le ordena. Y entonces, lo que ustedes quieran será importante.
Cada agente pasaba tres años de
entrenamiento intensivo, incluida la extrema violencia física durante un
interrogatorio. Él o ella se convertían en expertos tiradores con el arma
elegida por el Mossad: la Beretta calibre 22.
Los primeros agentes enviados fuera
de los países árabes se instalaron en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y
Alemania. En Norteamérica había agentes residentes en Nueva York y Washington.
El de Nueva York tenía una responsabilidad especial: estar al corriente de las
misiones diplomáticas ante la ONU y los distintos grupos étnicos de la ciudad.
El de Washington cumplía una misión similar, con el añadido de «vigilar» la
Casa Blanca. Otros agentes operaban en
áreas localizadas de tensión y regresaban a casa cuando la misión
concluía.
Meir Amit amplió también
considerablemente la organización con departamentos destinados a operaciones de
inteligencia en el exterior y relaciones con otros servicios, principalmente la
CÍA y el Mió británico. El Departamento de Investigaciones contaba con quince
secciones o «escritorios» cuyo objetivo eran los países árabes. Estados Unidos,
Canadá, América Latina, Gran Bretaña, el resto de Europa y la Unión Soviética
contaban con sus propios escritorios. Esta infraestructura iba a cubrir, con
los años, China, Sudáfrica y el Vaticano. Pero en esencia el Mossad seguiría
siendo una organización reducida.
No pasaba un día sin que llegaran
fajos de noticias desde las secciones del extranjero, que se hacían circular
por el deslustrado y alto edificio gris en el paseo del Rey Saúl. Según el
punto de vista de Meir Amit «si lograban que alguien se sintiera más orgulloso,
mejor. Y por supuesto, hacían que nuestro enemigo pareciera más temible».
Los katsas del Mossad eran fríamente
eficientes y astutos más allá de lo imaginable; estaban preparados para
responder al fuego con más fuego. Se realizaban operaciones para iniciar
disturbios que sembraban la enemistad entre los países árabes; se hacía
circular contrapropaganda y se reclutaban informadores según la divisa de Amit:
«Divide y vencerás». Sus hombres de¬mostraban en todo cuanto hacían sangre fría
y profesionalidad. Se movían como ladrones en la oscuridad y dejaban a su paso
muerte y destrucción. Nadie estaba a salvo de su venganza.
Concluida una misión, regresaban para
presentar un informe a la oficina de Meir Amit, situada en la esquina de la
calle que lleva el nombre del rey guerrero. Desde allí dirigió personalmente a
dos espías que harían historia en el Mossad. Al recordar sus contribuciones le
invadía la nostalgia y sonreía como si se autojustificara mientras repasaba los
detalles biográficos.
Eli Cohén nació en Alejandría,
Egipto, el 16 de diciembre de 1924. Como sus padres, era un judío ortodoxo
devoto. En diciembre de 1956 estuvo entre los judíos expulsados de Egipto después
de la crisis de Suez. Llegó a Haifa y se sintió extranjero en su nueva tierra.
En 1957 fue reclutado para el servicio de contraespionaje militar israelí, pero
su trabajo como analista le resultaba aburrido. Averiguó cómo ingresar en el
Mossad, pero fue rechazado. Meir Amit recordaba: «Oímos decir que nuestro
rechazo ofendió profundamente a Eli Cohén. Renunció al Ejército y se casó con
una iraquí llamada Nadia».
Durante dos años, Cohén llevó una
vida común trabajando en la oficina de archivos de una compañía de seguros en
Tel Aviv. Sin que él lo supiera, Meir Amit había revisado su currículo en una
selección realizada entre los aspirantes rechazados. Estaba buscando «un
determinado tipo de agente para un determinado tipo de trabajo». No había
encontrado ninguno apropiado entre los que estaban en activo, así que se le
ocurrió revisar los expedientes de los rechazados. Cohén parecía la única
posibilidad. Fue puesto bajo vigilancia. Los informes semanales del oficial de
reclutamiento describían sus hábitos minuciosos y su devoción hacia su esposa y
su recién formada familia. Era muy trabajador, rápido para captar las cosas y
respondía bien bajo presión. Finalmente se le comunicó que el Mossad lo
encontraba apto para el servicio.
Eli comenzó un curso intensivo de
seis meses en la academia de entrenamiento del Mossad. Expertos en sabotaje le
enseñaron a fabricar explosivos y bombas de relojería con los elementos más
simples. Aprendió combate cuerpo a cuerpo y se convirtió en un experto tirador
y un perfecto ladrón. Descubrió los misterios de cifrar y descifrar; aprendió a
usar una radio, tintas invisibles y a esconder mensajes. Constantemente
sorprendía a los instructores con su facilidad para todo. Su fenomenal memoria
se debía a que de joven había memorizado capítulos enteros de las Escrituras.
En el informe de graduación se decía que poseía todas las cualidades necesarias
para un katsa. Sin embargo, Meir Amit todavía dudaba.
«Me pregunté cientos de veces si Eli
podría hacer lo que yo quisiera. Por supuesto, nunca le demostré desconfianza.
Nunca permití que pensara que estaría siempre a un paso de la trampa que lo
mandaría al otro mundo. Los mejores cerebros del Mossad le enseñaron todo
cuanto sabían. Finalmente, decidí trabajar con Eli.»
Meir Amit pasó semanas inventando una
pantalla para su protegido. Pasaron mucho tiempo sentados, estudiando mapas y
fotos de Buenos Aires, hasta que su nueva identidad, Kamil Amin Taabes, le
resultara a Cohén totalmente familiar. El jefe del Mossad vio «qué rápido
aprendía Eli el lenguaje de un exportador e importador sirio. Memorizó la
diferencia entre listas de mercancías y certificados de flete, contratos y
garantías, todo lo que necesitaba saber. Era como un camaleón, lo absorbía
todo. Ante mis ojos Cohén se evaporó y apareció Taabes, el sirio que jamás
había abandonado el deseo de volver a su hogar en Damasco. Cada día Eli se
sentía más confiado, más seguro y ansioso por probar que podía representar bien
su papel, como un campeón mundial de maratón entrenado para puntuar desde el
comienzo de la carrera. Pero la suya podía durar por años. Habíamos hecho todo
lo posible para enseñarle cómo vivir su nueva vida; el resto dependía de él.
Todos lo sabíamos. No hubo grandes despedidas. Simplemente salió de Israel por
el mismo camino que tomaban todos mis espías».
En la capital siria, Cohén no tardó en establecerse en la comunidad
empresarial y cultivó un distinguido círculo de amistades entre las que se
contaba Maazi Zahreddin, sobrino del presidente de Siria.
Zahreddin era un hombre jactancioso,
desesperado por demostrar que su país era invencible. Cohén le siguió la
corriente. No tardaron en llevarlo a una visita a los fortificados Altos del
Golán. Vio los profundos bunkeres de hormigón que albergaban la artillería de
largo alcance enviada por Rusia. Incluso se le permitió tomar fotografías. Al
cabo de pocas horas Cohén pasaba un informe a Tel Aviv sobre la llegada de
doscientos tanques rusos T-54. Obtuvo incluso un plano completo de la
estrategia siria para ocupar el norte de Israel. La información no tenía
precio.
A pesar de que Cohén continuaba
confirmando su creencia de que un solo agente valía más que una división entera
de soldados, de repente Meir Amit empezó a inquietarse. Cohén siempre había
sido un fanático del fútbol. Al día siguiente de que un equipo visitante
derrotara a Israel en Tel Aviv, rompió la regla de «sólo negocios» en su
transmisión. Comunicó a su operador: «Ya es hora de que comencemos a vencer en
el campo de juego».
Otros mensajes no autorizados fueron
descifrados: «Manden a mi esposa un saludo de aniversario» o «Feliz cumpleaños
para mi hija».
Meir Amit estaba furioso en su fuero
interno. Pero entendía muy bien las presiones que Cohén sufría, y esperaba que
el comportamiento de Cohén fuera «sólo una anomalía temporal, frecuente en los
mejores agentes. Traté de meterme en su cabeza. ¿Estaba desesperado y lo
demostraba bajando la guardia? Traté de pensar como él, sabiendo que yo había
reescrito su vida. Debía probar y medir cien factores. Pero, en definitiva, lo
único importante era si Eli podría hacer su trabajo». Meir Amit decidió que sí.
Una noche de enero de 1965, Eli Cohén
esperaba en su habitación de Damasco el momento de transmitir. Cuando preparaba
el receptor, los oficiales de la inteligencia siria irrumpieron en el
apartamento. Cohén había sido localizado por una de las unidades móviles de
detección más sofisticadas del mundo, de fabricación rusa.
Bajo interrogatorio, se lo obligó a
enviar un mensaje al Mossad. Los sirios no se dieron cuenta del sutil cambio en
la velocidad y el ritmo de la transmisión. En Tel Aviv, Meir Amit se enteró de
que Cohén había sido apresado. Dos días después, Siria confirmó su
captura.
«Fue como perder a alguien de la
familia. Uno se hace siempre las mismas preguntas cuando se pierde a un agente.
¿Podríamos haberlo salvado? ¿Quién lo traicionó? ¿Se debió a su propio descuido
o a alguien cercano a él? ¿Estaba hundido y no nos dimos cuenta? ¿Sentía algún
deseo de morir? Eso también pasa. ¿O fue sólo mala suerte? Uno se pregunta y se
pregunta; jamás obtiene una respuesta cierta, pero hacer preguntas es una
manera de soportarlo.»
En ningún momento los sirios lograron
quebrar a Eli Cohén, a pesar de las torturas a las que lo sometieron antes de
condenarlo a muerte.
Meir Amit pasaba casi todo su tiempo
tratando de salvarlo. Nadia Cohén se lanzó por su parte a una campaña
internacional de publicidad en favor de su marido: reclamó ante el Papa, la
reina de Inglaterra, primeros ministros y presidentes. Meir Amit trabajaba en
secreto. Viajó a Europa para ver a los jefes de los servicios secretos francés
y alemán. No podían hacer nada. Realizó acercamientos informales con la Unión
Soviética. Peleó sin tregua hasta el 18 de mayo de 1965, día en que, poco
después de las dos de la madrugada, un convoy salió de la prisión de El Maza,
en Damasco. En uno de los camiones iba Eli Cohén.
Con él viajaba el primado de los
rabinos de Siria, Nissim Andabo, de ochenta años. Superado por las
circunstancias, el rabino lloraba abiertamente. Eli Cohén trataba de calmarlo.
El convoy llegó a la plaza de El Marga, en el centro de Damasco. Allí Eli
recitó una oración hebrea para el momento de la muerte: «Dios todopoderoso
perdona todos mis pecados y faltas».
Poco después de las tres y media,
ante la mirada de miles de sirios, bajo la intensa luz de las cámaras de
televisión, Eli subió al cadalso.
En Tel Aviv, Nadia Cohén vio morir a
su marido y trató de suicidarse. Fue llevada a un hospital y le salvaron la vida.
Al día siguiente, en una ceremonia
privada, Meir Amit rindió tributo a Eli Cohén. Luego volvió a su trabajo de
dirigir a su segundo agente destacado.
Wolfgang Lotz, un judío alemán, había
llegado a Palestina poco después de que Hitler tomara el poder. Meir Amit lo
había elegido entre una lista de candidatos para una misión de espionaje en
Egipto. Mientras Lotz se sometía al mismo entrenamiento intenso que Cohén, Meir
Amit meditaba cuidadosamente la pantalla que usaría su agente. Decidió transformarlo
en un instructor de equitación, un refugiado alemán que había servido en el
Afrika Korps durante la segunda guerra mundial y había regresado a Egipto para
abrir una academia. El trabajo le daría
acceso a la alta sociedad cairota que se congregaba alrededor del círculo
ecuestre.
Lotz no tardó en reunir una nutrida
clientela. Eran sus alumnos el jefe de la inteligencia militar egipcia y el
jefe de seguridad de la zona del canal de Suez. Emulando a Cohén, Lotz logró
que sus flamantes amigos hicieran alarde de las formidables defensas egipcias:
las rampas de lanzamiento de cohetes en el Sinaí y en la frontera del
Negev.
También obtuvo una lista de los
científicos nazis que vivían en El Cairo y trabajaban en los programas egipcios
de armamento. Fueron sistemáticamente eliminados por agentes del Mossad.
Finalmente, dos años después,
arrestaron y condenaron a Lotz. Los egipcios, conscientes de que era demasiado
valioso para matarlo, lo mantuvieron vivo a la espera de canjearlo por soldados
egipcios en una futura guerra con Israel. De nuevo Meir Amit se sintió
profundamente apenado por la captura de su agente.
Escribió al entonces presidente de
Egipto, Gamal Abdel Nasser, solicitándole canjear a Lotz y su esposa por
prisioneros de guerra egipcios que Israel tenía en su poder. Nasser se negó.
Amit ejerció presión psicológica.
«Permitimos que los prisioneros
egipcios supieran que Nasser rehusaba entregar dos israelíes a cambio de su
liberación. Los dejamos escribir a sus casas. Las cartas expresaban claramente
sus sentimientos al respecto.»
Meir Amit escribió a Nasser otra vez,
alegando que Israel le reconocería públicamente el mérito de haber conseguido
la liberación de los prisioneros, sin mencionar el intercambio por Lotz y su
esposa. Nasser se negó nuevamente. Entonces Amit llevó la causa ante el
comisionado de las Naciones Unidas encargado de mantener la paz en el Sinaí. El
funcionario voló a El Cairo y obtuvo la seguridad de que Lotz y su esposa
serían liberados «en una fecha próxima».
Meir Amit entendió el mensaje velado.
Un mes más tarde Lotz y su esposa salían en secreto de El Cairo hacia Ginebra.
Pocas horas después estaban de regreso en su oficina.
Meir Amit se dio cuenta de que sus
katsas necesitaban apoyo sobre el terreno. Creó los sayanim, ayudantes
voluntarios judíos. Cada sayan era un ejemplo de la cohesión de todas las
comunidades judías en el mundo. Aunque leal a su país de origen, en última
instancia el sayan admitiría una fidelidad superior: la fidelidad mística hacia
Israel y a la necesidad de protegerlo contra sus enemigos.
Aquellos hombres cumplían muchas
funciones. Uno que se dedicara al alquiler de coches podía proporcionar a un
agente un vehículo sin el habitual papeleo. El que tenía una inmobiliaria podía
ofrecer alojamiento. El que trabajaba en un banco podía retirar fondos fuera
del horario habitual. Un médico, curar heridas de bala sin informar a las
autoridades. Todos ellos percibían dinero únicamente para cubrir gastos.
Entre todos recopilaban datos técnicos y cualquier clase de información: rumores en una fiesta, un comentario hecho en la radio, un párrafo de los periódicos, una historia inconclusa en una cena. Proporcionaban pistas a los agentes. Sin sus sayanim, el Mossad no podía actuar. Una vez más, el legado de Amit estaba destinado a permanecer, pero a gran escala. En 1998 había más de cuatro mil colaboradores en Gran Bretaña y casi cuatro veces más en Estados Unidos. Mientras que el Mossad de Meir Amit había trabajado con un presupuesto exiguo, ahora, para mantener sus operaciones mundiales, la agencia gastaba varios cientos de millones de dólares al mes para pagar a los colaboradores, los pisos francos, la logística y los gastos operativos. Amit también había dejado otro recuerdo de su época: un lenguaje propio. Su sistema de escritura de informes se llamaba naka; «luz del día», y significaba alerta máxima; un kidon era un miembro del equipo de asesinos; un neviot, un especialista en vigilancia; yahalomin, la unidad que proporcionaba comunicaciones a los agentes de campo; safanim eran los que tenían como blanco la
a los agentes de campo;
safanim eran los que tenían como blanco la OLP; un balder era un correo; un
slick, un sitio seguro para guardar documentos, y las falsificaciones se
llamaban teuds.
Aquella mañana de marzo
de 1997, mientras conducía para encontrarse con el pasado, Meir Amit sabía que
muchas cosas habían cambiado en el Mossad. Presionado por las exigencias
políticas, en especial por el primer ministro Benyamin Netanyahu, el Mossad se
había aislado peligrosamente de otros servicios extranjeros a los que Meir Amit
había cortejado con paciencia. Una cosa era vivir según el credo «Primero y
último, siempre Israel» y otra muy distinta, tal como él decía, «ser pescado
con las manos en los bolsillos de los amigos». La palabra clave era «pescado»,
agregaba con una ligera sonrisa.
Un ejemplo era la
creciente penetración del Mossad en Estados Unidos a través del espionaje
económico, científico y tecnológico. Una unidad especial, cuyo nombre en clave
era Al, en hebreo «arriba», merodeaba por Silicon Valley y la ruta 128 a Boston
en busca de secretos de alta tecnología. En un informe al Comité de
Inteligencia del Senado, la CÍA había identificado a Israel como uno de los
seis países «cuyo esfuerzo por apropiarse de secretos económicos
norteamericanos está dirigido y orquestado desde el Gobierno».
El presidente de la
inteligencia interna de Alemania había advertido a los jefes de departamento
que el Mossad constituía la primera amenaza en lo referente a apoderarse de los
últimos secretos cibernéticos de la república. La Dirección General de
Seguridad francesa tomó también sus precauciones cuando un agente del Mossad
fue detectado cerca del centro de interpretación de imágenes por satélite, en
Creil. Israel había tratado durante mucho tiempo de incrementar su ca¬pacidad
espacial para igualarla a su potencial nuclear terrestre. El servicio de
contraespionaje británico, el MI5, incluía en su informe al primer ministro
Tony Blair detalles de los esfuerzos del Mossad por conseguir importantes datos
científicos y defensivos en el Reino Unido.
No es que Meir Amit se
opusiera a tales acciones en sí mismas, pero consideraba que a menudo parecían
tomarse sin un plan previo y sin pensar en las consecuencias a largo
plazo.
Lo mismo se podía decir
del modo en que el Departamento de Psicología llevaba a cabo sus campañas. En
su época, habían establecido una red global de contactos con los medios de
comunicación y la utilizaban con gran maestría. Un incidente terrorista en
Europa producía una llamada al contacto en una agencia de noticias que aportaba
elementos de suficiente interés para la historia, imprimiéndole el sesgo que le
interesaba al Departamento. La unidad incluso creaba notas de prensa para los
agregados en las embajadas de Israel que po¬dían ser confiadas a un periodista
durante un cóctel o cena, cuando el «secreto», sigilosamente compartido, podía
arruinar discretamente una reputación.
Aunque, en esencia, esa
mala publicidad persistía, había una diferencia crucial: la elección de los
blancos o víctimas. Meir Amit opinaba que la decisión se basaba muy a menudo en
necesidades políticas, ya fuese la de distraer la atención de alguna maniobra
diplomática provechosa para Israel en Oriente Medio o la de recuperar su
popularidad fluctuante, especialmente en Estados Unidos.
Cuando el vuelo 800 de
Trans World cayó al sur de la costa de Long Island, el 17 de julio de 1996, con
un saldo de 230 muertos, el Departamento inició una campaña sugiriendo que
podía tratarse de un atentado orquestado por Irán o Iraq, las dos bestias
negras de Israel. Miles de historias mediáticas divulgaron el rumor. Tras
gastar quinientos mil dólares e invertir miles de horas de trabajo, el
investigador del FBI James K. Kallstrom descartó un año después que se hubiera
tratado de una bomba o que hubiese alguna prueba criminal del origen de la
tragedia. En privado dijo a sus colegas: «Si hubiera una manera de acusar a
esos mal nacidos de Tel Aviv por la pérdida de tiempo, me gustaría conocerla.
Tuvimos que revisar cada palabra que divulgaron en los medios.»
El Departamento actuó
otra vez después de la bomba de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Se hizo correr
la voz de que el artefacto tenía todo el aspecto de haber sido fabricado por
alguien que había aprendido el oficio en el valle del Beká, en el Líbano.
La historia tomó fuerza
inmediatamente y el fantasma del terrorismo se cernió sobre el público
norteamericano, ya comprensiblemente atemorizado. El único sospechoso fue un
infortunado guardia de seguridad de los juegos sin ninguna vinculación con el
terrorismo internacional; de ese modo, los rumores se desvane¬cieron.
Meir Amit comprendía la
necesidad de recordarle al mundo la presencia del terrorismo, «pero la
advertencia debía ser fundada, algo en lo que siempre insistí». Tras la crítica
se encogió de hombros, como si algo en su interior hubiera extinguido esa
chispa de irritabilidad. Mucho antes había aprendido a ocultar sus sentimientos
y a ser impreciso en los detalles. Durante años su fuerza había residido en el
disimulo.
En su opinión, la
espiral descendente del Mossad había empezado cuando el primer ministro Yitzhak
Rabin fue asesinado en Tel Aviv en noviembre de 1995. Un poco antes de que
Rabin fuera acribillado por un extremista judío —un signo del profundo malestar
que Amit veía en la sociedad israelí— el entonces director general del Mossad,
Shabtai Shavit, había advertido a su personal de vigilancia que podría
cometerse un atentado contra el primer ministro; Y de acuerdo con uno de sus
allegados, la posibilidad se ignoró por demasiado vaga «para constituir una
verdadera amenaza».
Durante el período de
Meir Amit, el Mossad no tenía poder para actuar dentro de Israel, del mismo
modo que la CÍA no lo tiene para hacerlo dentro de Estados Unidos. Sin embargo,
a pesar de sus críticas, a Meir Amit le agradaba decir que el Mossad había
compartido el destino de Israel. Durante su jefatura, el impacto de sus logros
había repercutido en todo el mundo. Atribuía muchos de esos logros a la
lealtad, una cualidad que ahora parecía pasada de moda. Los agentes todavía hacían
su trabajo, tan peligroso y sucio como siempre, pero estaban pendientes de ser
tenidos en cuenta no sólo por sus superiores sino también por alguna figura
política de peso. Esa interferencia era la culpable de la frecuente paranoia de
poner en duda la entidad de Israel como una verdadera democracia.
Junto a la autopista,
entre la localidad de Herzliya y Tel Aviv, hay un recinto erizado de antenas.
Es la escuela de entrenamiento del Mossad. La ubicación de este edificio es una
de las primeras cosas que aprende cualquier espía de las embajadas extranjeras
en Tel Aviv. Sin embargo, para la prensa israelí, revelar su existencia
significa un proceso judicial seguro. En 1996 hubo un intenso debate en la
comunidad de inteligencia sobre qué actitud adoptar cuando un diario de Tel
Aviv publicó el nombre del último director general del Mossad, el austero Danny
Yatom. Se habló de arrestar al periodista osado y a su editor. Al final, cuando
se dieron cuenta de que el nombre ya había sido publicado en todo el mundo no
sucedió nada. Meir Amit se oponía
firmemente a tal publicidad: «Nombrar a un jefe en activo es grave. El
espionaje es un asunto secreto y poco agradable. No importa lo que alguien haya
hecho, se lo debe proteger de los extraños. Se lo puede tratar tan duramente
como sea necesario dentro de la organización. Pero para el mundo exterior, debe
permanecer intocable y, lo que es mejor, limpio y en el anonimato».
En su gestión como
director general, su alias había sido Ram. La palabra tenía un eco agradable a
Viejo Testamento para un chico criado en el indomable espíritu de los pioneros,
cuando toda la Palestina árabe se había alzado contra los británicos y los
judíos. Desde la infancia se había entrenado para la dureza. Físicamente
enjuto, Meir Amit se volvió fuerte y apto, sostenido por la creencia de que
aquélla era su tierra: Eretz Israel, la tierra de Israel. No importaba que el
resto del mundo la siguiera llamando Palestina hasta 1947, cuando las Naciones
Unidas propusieron su división.
El nacimiento de la
nación de Israel estuvo al borde de su inmediata aniquilación cuando las tropas
árabes trataron de recuperar el territorio. Seiscientos judíos murieron. Nadie
sabe cuántos árabes cayeron. La visión de tantos cadáveres hizo madurar a Meir
Amit, proceso que se completó con la llegada de los supervivientes de los
campos de concentración nazis, cada uno de ellos con un odioso tatuaje en la
piel.
«Esa marca era un
recordatorio de la innata perversidad humana.» Dichas por otro estas palabras parecerían
banales, pero Meir Amit les daba dignidad.
Su carrera militar era
la biografía de un soldado destinado a llegar a la cima: comandante de compañía
en la guerra por la independencia de 1948; dos años después, comandante de
brigada bajo las órdenes de Moshe Dayan y, al cabo de cinco, jefe de
operaciones del Ejército, el segundo cargo en importancia de las Fuerzas de
Defensa israelíes. Un accidente, el fallo de un paracaídas al abrirse, puso fin
a su carrera militar. El Gobierno israelí lo envió a la Universidad de Columbia
a estudiar administración de empresas. Volvió a Israel sin ninguna
ocupación.
Moshe Dayan propuso que
Amit fuera jefe de inteligencia militar. A pesar de una oposición inicial por
su falta de experiencia en la materia fue nombrado: «La única ventaja que yo
tenía era que había sido comandante militar y conocía la importancia de un buen
servicio de inteligencia para ayudar a los soldados en combate». El 25 de marzo
de 1963 se hizo cargo del Mossad, de manos de Isser Harel. Sus logros fueron
tantos que para exponerlos haría falta un libro aparte. Fue el hombre que
introdujo en el Mossad la política de asesinar a sus enemigos, que estableció
una relación de trabajo secreta con el KGB mientras millones de judíos eran
perseguidos, que refino el papel de las mujeres y la seducción sexual en el
trabajo de inteligencia, que aprobó la penetración en el palacio del rey
Hussein de Jordania antes de que el monarca hashemita se convirtiera en espía
de la CÍA en el mundo árabe.
Las técnicas que creó
para lograr esas cosas siguen vigentes. Pero ningún extraño sabrá jamás cómo
fueron puestas en funcionamiento. Con las mandíbulas apretadas, todo lo que
diría es: «Existen secretos y existen mis secretos».
Cuando llegó el momento
de dejar una nueva mano al timón del Mossad partió sin alboroto, tras reunir a
sus hombres para recordarles que, si alguna vez el ser judíos y trabajar para
el Mossad significaba un conflicto entre su ética personal y las exigencias del
Estado, debían renunciar inmediatamente. Luego, después de estrecharles la
mano, se fue para siempre.
Pero ningún jefe nuevo
del Mossad dejaba de ir a visitarlo para tomar un café con él en su oficina de
la calle Jabotinsky, en el suburbio de Ramat Gan. En tales ocasiones, la puerta
de Meir Amit permanecía cerrada y el teléfono desconectado.
«Mi madre siempre decía
que una confianza defraudada es un amigo perdido», explicaba en inglés con la
sonrisa de un viejo astuto.
Fuera de su familia
cercana —una pequeña tribu de hijos, nietos, primos y varias generaciones de
parientes— pocos conocen realmente a Meir Amit. No hubiera permitido que fuera
de otro modo.
Aquella mañana de marzo
de 1997, al volante, Meir Amit tenía un aspecto sorprendentemente joven, más
cercano a los sesenta que a los setenta y cinco años cumplidos. El físico que
en otro tiempo le había permitido pasar un test completo de estrés a un ritmo
insuperable se había suavizado; una leve barriga se insinuaba debajo de la
chaqueta bien cortada. Sin embargo, seguía teniendo unos ojos temiblemente
penetrantes y una mirada inescrutable mientras conducía por la avenida de
eucaliptos.
Ni él mismo podía
contar las veces que había recorrido aquel trayecto, pero cada visita le
recordaba una vieja verdad: «que sobrevivir siendo judío es defenderse hasta la
muerte». La misma convicción se pintaba
en los rostros de los soldados que esperaban transporte bajo los árboles, fuera
del campo de entrenamiento de Glilot, al norte de Tel Aviv.
Se contoneaban con
cierta insolencia: estaban haciendo el servicio militar obligatorio en las
Fuerzas Armadas israelíes, imbuidos de la creencia de que servían en el mejor
Ejército del mundo.
Pocos miraron dos veces
a Meir Amit. Para ellos era otro anciano que venía a rememorar viejos tiempos
en un monumento de guerra próximo al lugar. Israel es una tierra de monumentos
levantados en honor de los paracaidistas, los pilotos, los artilleros y la
infantería. Los memoriales honran a los muertos en cinco guerras oficiales y
casi cincuenta años de refriegas fronterizas e incursiones contra los
guerrilleros. Sin embargo, en una nación que venera a sus soldados caídos de
una manera nunca vista desde que los romanos ocuparon su tierra, no hay otro
monumento en Israel, ni en el mundo, como el que Meir Amit contribuyó a
crear.
Se levanta dentro del
perímetro del campo de entrenamiento y consiste en varios edificios de cemento
y una masa de muros de arenisca con la forma de un cerebro humano. Meir Amit
eligió esa forma porque «la inteligencia es cosa mental, no una figura de
bronce en pose heroica».
El monumento rinde
tributo a 557 hombres y mujeres de la comunidad de inteligencia, de los cuales
71 servían en el Mossad.
Murieron en todos los
rincones del mundo: en los desiertos de Irak, en las montañas de Irán, en las
selvas de Sudamérica, la jungla de África, las calles de Europa. Cada uno a su
modo trató de vivir según el lema del Mossad: «Harás la guerra con las armas del
engaño».
Meir Amit conocía a
muchos de ellos personalmente; a algunos los había enviado a la muerte en
misiones que iban «más allá del peligro, pero eso es lamentablemente inevitable
en este trabajo. La muerte de una persona debe ser valorada en función de la
seguridad nacional. Siempre ha sido así».
En las suaves paredes
de arenisca están grabados los nombres y las fechas de defunción. No hay otros
indicios acerca de las circunstancias en que murieron: la horca en los países
árabes, destino de los espías judíos; el cuchillo asesino en un callejón sin
nombre; la piadosa liberación después de meses de tortura en prisión. Nadie lo
sabrá nunca. Incluso Meir Amit a veces sólo tenía sospechas y se guardaba para
sí esos pensamientos oscuros.
El monumento en forma
de cerebro es sólo parte del complejo. Dentro de los edificios de cemento se
encuentra el archivo que guarda las biografías de los agentes muertos. La vida
anterior y el servicio militar de cada persona están debidamente documentados,
pero no su misión final. El aniversario de cada agente tiene su día
conmemorativo en una pequeña sinagoga.
Detrás de la sinagoga
hay un anfiteatro donde las familias de los muertos se reúnen en el día del
servicio de inteligencia. Algunas veces, les habla Meir Amit.
Después visitan el
museo, lleno de aparatos: un transmisor en la base de una plancha, un micrófono
en una cafetera, tinta invisible en frascos de perfume y la auténtica grabadora
que captó la conversación entre Hussein de Jordania y el presidente Nasser de
Egipto previa a la guerra de los Seis Días.
Meir Amit había
coloreado las historias de los hombres que usaron el equipo con el brillo del
mito heroico. Señalaba el disfraz que usó Ya'a Boqa'i para entrar y salir de
Jordania hasta que fue capturado y ejecutado en Ammán, en 1949. Y la radio de
cristal que Max Binnet y Moshe Marzuk usaron para dirigir la más fructífera red
de espionaje en Egipto antes de morir penosamente en prisión.
Para Meir Amit, todos
eran sus «gedeones». Gedeón fue el juez del Antiguo Testamento que salvó a
Israel de una gran fuerza enemiga gracias a su inteligencia superior.
Finalmente llegaba el
momento de ir hacia el laberinto acompañado por el cuidador del museo. Paraban
delante de cada nombre grabado e inclinaban imperceptiblemente la cabeza;
después seguían caminando. De repente, llegó a su fin. No más muertos a los que
saludar con reverencia: sólo un amplio espacio para más nombres en la lápida
color arena.
Por un momento, Meir
Amit se perdió en el ensueño. En hebreo le susurró al guarda: «Pase lo que
pase, debemos asegurarnos de que este lugar no desaparezca nunca».
Como quien no quiere la
cosa, Meir Amit agregó que en la oficina del presidente sirio Hafiz al Assad
hay solamente un cuadro: una fotografía del lugar de la victoria de Saladino
sobre los Cruzados en 1187, que había conducido a los árabes a la reconquista
de Jerusalén.
Para Amit, el apego de
Assad a esa fotografía tiene un profundo significado para Israel. «Nos ve del
mismo modo que Saladino vio a los cristianos, como alguien a quien vencer. Hay
muchos que comparten esa aspiración. Algunos incluso pretenden ser nuestros
amigos. Debemos mantenernos especialmente vigilantes con ellos...»
Se detuvo, dijo adiós
al guarda y caminó de vuelta a su coche como si ya hubiera hablado demasiado;
como si lo que había dicho pudiera añadir energía a los rumores que comenzaban
a circular en el servicio de inteligencia israelí. Otra crisis en la actual
alianza entre el Mossad y la inteligencia norteamericana estaba a punto de
desatarse con resultados devastadores para Israel.
Ya atrapado en el
hervidero del escándalo, se encontraba uno de los agentes más pintorescos y
despiadados que había servido bajo la dirección de Meir Amit; un hombre que se
había asegurado un lugar en la historia como raptor de Adolf Eichmann y que,
sin embargo, aún seguía jugando con fuego.
4 --El espía de la
máscara de hierro
Los ricos residentes
del suburbio de Afeka, al norte de Tel Aviv, solían ver a Rafael Rafi Eitan, un
hombre de edad, regordete y miope, totalmente sordo del oído derecho desde la
guerra de la independencia, volviendo a casa con trozos de cañería, cadenas de
bicicleta y todo tipo de chatarra. Vestido con unos pantalones y una camisa
ordinarios, la cara cubierta con una máscara de soldador, moldeaba la basura
hasta convertirla en esculturas surrealistas.
Algunos vecinos se preguntaban si no sería una forma de evadirse de lo
que había hecho en el pasado. Sabían que había matado por su país, no en el
campo de batalla sino en encuentros secretos que formaban parte de la guerra
subterránea que Israel libraba contra los enemigos del Estado. Ningún vecino
sabía a ciencia cierta cuántos hombres había matado Rafi con sus propias manos,
cortas y poderosas. Todo lo que les había contado era que: «Cada vez que mataba
a un hombre, necesitaba ver sus ojos. Entonces me calmaba y concentraba sólo en
lo que debía hacer. Luego lo hacía. Eso es todo».
Y acompañaba sus
palabras con la sonrisa que usan los hombres fuertes cuando buscan la
aprobación de los débiles.
Rafi Eitan había sido
durante un cuarto de siglo director adjunto de operaciones del Mossad. Pero una
vida detrás del escritorio, leyendo informes y enviando a otros a hacer su
trabajo, no era para él. En cuanto veía la oportunidad, salía en alguna misión
y viajaba por el mundo siempre decidido y motivado por una filosofía que supo
reducir a una breve frase: «Si no eres parte de la solución, entonces eres
parte del problema».
No había habido otro
como él. Poseía una brutal sangre fría, astucia, habilidad para improvisar a
una velocidad tremenda, capacidad innata para desbaratar el mejor plan y
perseguir incansablemente a su presa. Todas esas cualidades se habían juntado
en la operación que le dio fama: el rapto de Adolf Eichmann, el burócrata nazi
que simbolizaba todo el horror de la solución final de Hitler.
Para sus vecinos de la
calle Shay, Rafi Eitan era una figura reverenciada: el hombre que había vengado
a sus parientes muertos, el antiguo guerrillero que había tenido la oportunidad
de demostrar al mundo que ningún nazi estaba a salvo. Nunca se cansaban de
visitarlo y escucharle contar los detalles de una operación que aún no tiene
parangón por su osadía. Rodeado de valiosos objetos de arte, Rafi Eitan solía
cruzar los brazos musculosos, inclinar la cabeza cuadrada hacia un lado y
permanecer un momento en silencio, dejando que sus oyentes se transportaran al
tiempo en que, contra todo pronóstico, nació Israel. Luego, con voz poderosa,
la voz de un actor capaz de representar cualquier papel, sin olvidar nada,
empezaba a contar a sus amigos de confianza cómo había capturado a Adolf
Eichmann. Primero describía el escenario para una de las historias de secuestro
más dramáticas de todos los tiempos.
Después de la segunda
guerra mundial, la caza de criminales nazis fue llevada a cabo principalmente
por supervivientes del holocausto. Se hacían llamar nokmin, «vengadores». No se
molestaban en llevar a juicio a los nazis. Simplemente ejecutaban a los que
encontraban. Rafi Eitan no tenía noticia de que se hubieran equivocado alguna
vez de persona. Oficialmente, en Israel había poco interés en perseguir a
criminales de guerra. Era un asunto de prioridades. Como nación, Israel todavía
estaba al borde del abismo, rodeada por estados árabes hostiles. Se vivía día a
día. El país estaba casi en la bancarrota. No había dinero para enmendar los
males del pasado.
En 1957, el Mossad
recibió la impactante noticia de que Eichmann había sido visto en la Argentina.
Rafi Eitan, una estrella en ascenso debido a sus exitosas in¬cursiones contra
los árabes, fue elegido para capturar a Eichmann y llevarlo a juicio en
Israel.
Se le dijo que el
resultado tendría múltiples beneficios. Sería un acto de justicia divina para
su pueblo. Recordaría al mundo lo que pasó en los campos de concentración y
aseguraría que nunca más volviera a suceder. Colocaría al Mossad al frente de
la comunidad de inteligencia internacional. Ningún otro servicio se había
atrevido a realizar una operación semejante. Los riesgos eran igualmente
grandes. Trabajaría a miles de kilómetros de su país, viajando con documentos
falsos, confiado sólo en sus propios recursos y en un entorno hostil. La
Argentina era un santuario de nazis. El equipo del Mossad podía terminar en la
cárcel o muerto.
Durante dos largos años
Rafi Eitan esperó pacientemente a que se confirmara la primera identificación:
el hombre que vivía en un suburbio de clase media de Buenos Aires, bajo el
alias de Ricardo Klement, era Adolf Eichmann.
Cuando se dio la orden
de partir, Rafi Eitan se volvió frío como el hielo. Había meditado todo lo que
podía salir mal. Las repercusiones políticas, diplomáticas y, para él,
profesionales, serían enormes. También se había preguntado qué iba a pasar si
después de capturar a Eichmann intervenía la policía argentina. «Decidí que
estrangularía a Eichmann con mis propias manos. Si me apresaban, argumentaría
ante los tribunales que se trataba del bíblico ojo por ojo.»
Con fondos del Mossad,
El Al, la aerolínea nacional de Israel, había adquirido un avión Britannia para
el largo vuelo a Buenos Aires. Rafi Eitan subrayaba: «Mandamos a alguien a
Inglaterra a comprarlo.
Entregó el dinero y nosotros nos quedamos con el avión. Oficialmente, el vuelo
a la Argentina llevaba a la delegación israelí a los festejos del ciento
cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo. Ninguno de los delegados sabía
a qué íbamos ni tampoco que habíamos construido una celda especial en el fondo
de la aeronave para llevar a Eichmann».
Rafi Eitan y su equipo
llegaron a Buenos Aires el 1 de mayo de 1960. Se mudaron a uno de los siete
pisos francos que habían alquilado previamente. Uno de ellos llevaba el nombre
hebreo de Maoz, «Fortaleza». El apartamento serviría como base de operaciones.
Otra de las viviendas se llamaba Tira, «Palacio», y estaba destinada a albergar
a Eichmann después de su captura. Las otras servirían en caso de que Eichmann
tuviera que ser trasladado debido a la presión policial. Una docena de coches
habían sido alquilados para la operación.
Con todo listo, Rafi
Eitan se sentía confiado y seguro. Las dudas sobre el fracaso habían
desaparecido: la expectativa de la acción se había impuesto a la tensión de la
espera. Durante tres días, él y sus hombres mantuvieron una discreta vigilancia
sobre Eichmann, que en otro tiempo había viajado en un Mercedes con chofer y
ahora tomaba un ómnibus y bajaba en la calle Garibaldi, en las afueras de la
ciudad, tan puntualmente como alguna vez había firmado las órdenes para enviar
gente a los campos de exterminio.
La noche del 10 de mayo
de 1960 eligió para el golpe a un chofer y dos hombres que deberían reducir a
Eichmann una vez que estuviera en el coche. Uno de los hombres había sido
entrenado para dominar a un individuo en plena calle. Rafi Eitan se sentaría
junto al chofer, «listo para ayudar de cualquier manera».
La operación fue
planeada para la noche siguiente. A las ocho de la tarde del día 11 de mayo, el
equipo del coche entró en la calle Garibaldi.
No había tensión. Todos
estaban más allá del bien y del mal. Nada que decir. Rafi Eitan consultó el
reloj: eran las ocho y tres minutos. A las ocho y cinco llegó un ómnibus.
Vieron apearse a Eichmann. A Rafi Eitan le pareció que «tenía aspecto de
cansado, quizá como después de un día de mandar a mi gente a los campos de
exterminio».
La calle estaba vacía.
Detrás de mí, oí a nuestro especialista en secuestros abrir la puerta del
coche. Marchábamos justo detrás de Eichmann. Iba cami¬nando rápido, como si
quisiera llegar pronto a casa para cenar. Podía escuchar la respiración
profunda del especialista, tal como se le había enseñado en el entrenamiento.
Había logrado bajar el tiempo del rapto a doce segundos. Salir, tomar al
objetivo por el cuello y arrastrarlo al interior del coche. Salir, tirón, adentro.
El coche se acercó a Eichmann. Apenas tuvo tiempo de darse vuelta y mirar con
asombro al especialista que salía del vehículo. El hombre tropezó con el cordón
de uno de sus zapatos y estuvo a punto de caer. Por un momento Rafi Eitan quedó
anonadado. Había recorrido medio mundo para atrapar al hombre responsable de
mandar a seis millones de judíos a la muerte y podían perderlo sólo por un
cordón mal atado. Eichmann apretó el paso. Rafi Eitan saltó del coche.
Lo agarré por el cuello
con tanta fuerza que vi cómo se le desorbitaban los ojos. Un poco más y lo
hubiera estrangulado. El especialista ya estaba de pie, con la puerta del coche
abierta. Arrojé a Eichmann al asiento trasero. El especialista entró
rápidamente sentándose casi encima de Eichmann. El asunto no duró más de cinco
segundos.
Desde el asiento
delantero, Eitan percibía la respiración pesada de Eichmann que trataba de
recobrar el aliento. El especialista trató de relajarle la mandíbula y Eichmann
se calmó. Incluso preguntó qué significaba aquel ultraje.
Nadie le habló. En
silencio llegaron a su refugio, a cinco kilómetros de distancia. Rafi Eitan
obligó a Eichmann a quitarse la ropa. Luego cotejó sus medidas con las de un
archivo de la SS que había conseguido. No se sorprendió al ver que Eichmann
había logrado borrarse el tatuaje de la SS. Pero sus medidas concordaban con
las del archivo: el tamaño de la cabeza, la distancia del codo a la muñeca y de
la rodilla al tobillo. Tenía a Eichmann encadenado a una cama. Durante diez
horas fue dejado en completo silencio. Rafi Eitan «quería aumentar su sensación
de desamparo. Justo antes del amanecer, Eichmann cayó en un pozo depresivo. Le
pregunté su nombre. Dio su nombre español. Yo dije "no, no, su nombre
alemán". Respondió con su alias, el que había usado para escapar de
Alemania. Dije otra vez "no, no, no. Su nombre verdadero, su nombre de la
SS". Se estiró en la cama como si quisiera ponerse en posición de firme y
contestó alto y claro: "Adolf Eichmann". No le pregunté nada más. Ya
no era necesario».
Durante los siete días
siguientes Eichmann y sus captores permanecieron encerrados en la casa. Sin
embargo, nadie hablaba con él. Comía, se bañaba e iba al baño en completo
silencio. Para Rafi Eitan «guardar
silencio era más que una necesidad operativa. No queríamos demostrarle a
Eichmann que estábamos nerviosos. Eso le habría dado esperanzas. Y la esperanza
vuelve peligroso a un hombre acorralado. Necesitaba que se sintiera tan
desprotegido como mi gente cuando él la enviaba en tren a los campos».
La decisión de cómo
transportarlo al avión de El Al que esperaba para regresar con la delegación
estuvo teñida de humor negro. Primero lo vistieron con el uniforme de vuelo
sobrante que habían traído de Israel. Luego lo obligaron a beberse una botella
de whisky que lo dejó sumido en un estado de profundo sopor.
Rafi Eitan y su equipo
se pusieron los uniformes, que rociaron deliberadamente con whisky. Le colocaron una gorra en la cabeza a
Eichmann y lo arrastraron hasta el asiento trasero del coche. Partieron hacia
la base militar donde esperaba el Britannia, listo para salir, con los motores
encendidos.
A la entrada de la
base, los soldados argentinos dieron el alto al vehículo. En el asiento de
atrás, Eichmann roncaba. Rafi Eitan rememoró: «El auto olía como una
destilería. ¡Ése fue el momento en que ganamos el Oscear del Mossad! Hicimos de
judíos borrachos que no podían aguantar el licor argentino. Los guardias
parecían divertidos y ni siquiera miraron a Eichmann».
Cinco minutos después
de la medianoche del 21 de mayo de 1960, el Britannia despegó con Adolf
Eichmann todavía roncando en una celda en la parte de atrás del avión.
Después de un largo
juicio, Eichmann fue hallado culpable de crímenes contra la humanidad. El día
de su ejecución, el 31 de mayo de 1962, Rafi Eitan se encontraba en el recinto
de la prisión de Ramla: «Eichmann me miró y dijo: "Llegará la hora de que
me sigas, judío". Yo le contesté: "Pero no es hoy, Adolf, no es
hoy". Inmediatamente la trampa se abrió. Eichmann emitió un leve sonido de
ahogo. Se percibió el olor de la defecación, luego sólo el sonido de la cuerda
al estirarse. Un sonido muy satisfactorio».
Se había construido un
horno especial para quemar el cadáver. Al cabo de pocas horas las cenizas
habían sido esparcidas en el mar sobre un área extensa. Ben Gurión había
ordenado que no quedaran rastros que pudieran alentar a los simpatizantes de
Eichmann a convertirlo en un nazi de culto. Israel lo quería borrado de la faz
de la tierra. Después, el horno fue desmantelado y nunca más se usó. Esa noche
Rafi Eitan se paró frente al mar, sintiéndose finalmente en paz, «sabiendo que
había cumplido mi misión. Ésa es siempre una sensación placentera».
Como jefe adjunto de
operaciones del Mossad, el ajetreo de Rafi Eitan lo llevó por toda Europa para
encontrar y ejecutar a terroristas árabes. Para esto usaba bombas activadas por
control remoto, la Beretta del Mossad y, cuando se requería estricto silencio,
sus propias manos para estrangular a su víctima con un alambre de acero o con
un golpe letal. Siempre mataba sin remordimientos.
Cuando volvía a casa,
pasaba horas en su horno al aire libre, cubierto de chispas, totalmente
concentrado en doblegar el metal a su voluntad. Luego se iba otra vez, en
viajes que muchas veces requerían varios transbordos antes de llegar al destino
final. Para cada viaje elegía una identidad y una nacionalidad diferentes, a
las que daba cuerpo con diversos pasaportes robados o falsificados por el
Mossad.
Entre matanza y
matanza, su otra ocupación era reclutar sayanim. Utilizaba un discurso que
despertaba el patriotismo de los judíos.
Les decía: «Durante dos
mil años nuestro pueblo soñó. Durante dos mil años los judíos hemos rezado por
nuestra liberación. En canciones, en prosa, en nuestro corazón hemos mantenido
vivo el sueño y el sueño nos había mantenido con vida. Ahora se ha realizado».
Luego agregaba: «Para asegurarnos de que continúe, necesitamos a gente como
usted».
En los cafés de París,
en restaurantes a orillas del Rin, en Madrid, en Bruselas, en Londres, repetía
sus dramáticas palabras. La mayoría de las veces, con su visión de lo que
significaba ser judío ahora atraía a nuevos colaboradores. Ante quienes
dudaban, mezclaba diestramente lo personal y lo político, combinando cuentos de
su época en la Haganah con anécdotas cariñosas sobre Ben Gurión y otros
líderes. La resistencia que quedaba se derrumbaba.
Pronto tuvo más de cien
hombres y mujeres en toda Europa para cumplir sus requerimientos: abogados,
maestras, dentistas, médicos, sastres, empleados, amas de casa, secretarias.
Tenía un grupo particularmente preferido: los judíos alemanes que habían
regresado a su tierra después del holocausto. Rafi Eitan los llamaba sus «espías
supervivientes».
Trabajando duro en la
caldera del Mossad, Rafi Eitan tuvo el cuidado de distanciarse del politiqueo
que continuaba acosando a la comunidad de inteligencia. Por supuesto, sabía lo
que pasaba: estaba al tanto de las maniobras del Aman, la inteligencia militar,
y el Shin Bet por reducir en parte la suprema autoridad del Mossad. Había oído
hablar acerca de las camarillas que se formaban y se volvían a formar y de los
informes secretos que hacían llegar al escritorio del primer ministro. Pero
bajo Meir Amit, el Mossad había permanecido firme como una roca y acabado con
todos los intentos de mirar su posición privilegiada.
Luego, un día, Meir
Amit dejó de estar al frente; sus vigorosas zancadas por los corredores se
apagaron junto con su mirada penetrante y aquella sonrisa que jamás parecía
llegar a sus labios. Después de su partida, los colegas habían pedido a Rafi
Eitan que les permitiera hacer piña a su favor como sustituto de Amit; según
ellos tenía las cualidades necesarias, era popular y contaba con la lealtad del
servicio. Pero antes de que Rafi Eitan pudiera decidir, el puesto fue para un
candidato del Partido Laborista, el insulso y pedante Zvi Zamir. Rafi Eitan
dimitió. No tenía problemas con el nuevo jefe: simplemente le pareció que el
Mossad ya no sería un sitio cómodo para él. Bajo las órdenes de Meir Amit, se
había despachado a sus anchas; pensó que Zamir haría «las cosas sólo según el
reglamento. Eso no era para mí».
Rafi Eitan se
estableció como asesor privado. Ofreció su experiencia a compañías que tenían
que reforzar la seguridad o a individuos ricos que necesitaban personal
entrenado que los defendiera de actos terroristas.
Pero el trabajo escaseó
pronto. Rafi Eitan hizo saber que estaba listo para reincorporarse al camino
vertiginoso del servicio de inteligencia.
Cuando Yitzhak Rabin
llegó a primer ministro en 1974, nombró jefe del Mossad a Yitzhak Hofi, un
hombre agresivo y comprometido que debía responder ante el halcón Ariel Sharon,
consejero de Rabin en materia de defensa. Sharon no tardó en hacer de Eitan su
asistente personal. Hofi se encontró trabajando con un hombre que compartía con
él una actitud despiadada en las operaciones de inteligencia.
Tres años más tarde, en
otro recambio de Gobierno, un nuevo primer ministro, Menahem Begin, nombró a
Rafi Eitan consejero personal sobre cuestiones de terrorismo. La primera acción
de Eitan fue matar a los palestinos que habían organizado la masacre de once
atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich. Los asesinos materiales ya
habían sido ejecutados por el Mossad.
El primero en morir
estaba en el vestíbulo del edificio de apartamentos donde residía; en Roma, y
fue acribillado a quemarropa; recibió once balazos, uno por cada atleta
asesinado. Cuando el siguiente terrorista levantó el auricular del teléfono de
su piso de París, una bomba colocada en el receptor y activada por control
remoto le voló la cabeza. Otro terrorista dormía en un cuarto de hotel en
Nicosia cuando fue desintegrado por una bomba similar. Para crear pánico entre
los miembros de Septiembre Negro, la organización que había asesinado a los
atletas, los sayanim árabes del Mossad publicaron sus esquelas en los
periódicos y sus familias recibieron flores y tarjetas de pésame poco antes de
que cada uno de ellos fuera ejecutado.
Rafí Eitan se dispuso a
encontrar y eliminar a su jefe, Ali Hassan Salameh, conocido en todo el mundo
árabe como el Príncipe Rojo. Desde Munich se había desplazado de una capital
árabe a otra para enseñar estrategia a grupos terroristas. Una y otra vez,
cuando Rafi Eitan estaba listo para dar el golpe, el Príncipe Rojo se
escabullía. Pero finalmente se estableció entre los fabricantes de bombas de
Beirut. Rafi Eitan conocía bien la ciudad. No obstante, decidió refrescar su
memoria. Actuando como un comerciante griego, viajó al Líbano. A los pocos días
conocía el paradero y los movimientos de Salameh.
Eitan regresó a Tel
Aviv e hizo sus planes. Tres agentes del Mossad que podían pasar por árabes
cruzaron al Líbano y entraron en la ciudad. Uno de ellos alquiló un coche. El
segundo sujetó una serie de bombas al chasis, el techo y los paneles de las
puertas. El tercer agente estacionó el vehículo en la ruta que el Príncipe Rojo
tomaba para ir a su oficina todos los días. Con los relojes de precisión que
Rafi Eitan les había proporcionado, el auto quedó preparado para explotar justo
en el momento en que pasara Salameh. Y así fue: el hombre voló en pedazos.
Rafi Eitan había
demostrado que jugaba nuevamente en el terreno de la inteligencia israelí. Pero
el primer ministro Begin decidió que era demasiado valioso para arriesgarlo en
parecidas aventuras. Le ordenó que se limitara a ser su asesor.
Pero él deseaba estar
en medio de la acción, no varado detrás de un escritorio o asistiendo a una interminable sucesión de
reuniones estratégicas. Empezó a importunar a Begin para que le diera algo que
hacer. Después de algunas dudas, ya que Eitan era un excelente consejero en
cuestiones de antiterrorismo, Begin lo nombró para uno de los cargos más
delicados de la comunidad de inteligencia; un cargo que lo satisfaría
intelectualmente y le permitiría poner manos a la obra. Fue nombrado director
de la Oficina de Enlace Científico, conocida por su sigla hebrea como LAKAM.
Creada en 1960, había
funcionado como unidad de espionaje del Ministerio de Defensa para obtener
datos científicos «por todos los medios disponibles». En un principio eso había
significado robar o sobornar para conseguir información. Desde el principio, el
trabajo de LAKAM había sido entorpecido por la hostilidad del Mossad, que
consideraba esa unidad el «chico nuevo del barrio». Isser Harel y Meir Amit
habían tratado de que LAKAM se cerrara o fuera absorbida por el Mossad. Pero
Shimon Peres, ministro de Defensa, había insistido tercamente en que su
ministerio necesitaba una agencia de información propia. Lenta y
laboriosamente, LAKAM había desarrollado sus actividades y abierto oficinas en
Nueva York, Boston y Los Angeles, centros punteros de la ciencia. Todas las
semanas, el personal de LAKAM embarcaba puntualmente cajas y publicaciones
técnicas hacia Israel, sabiendo que el FBI mantenía sus actividades bajo
vigilancia.
Esta vigilancia se
acrecentó a partir de 1968, cuando uno de los ingenieros que construía el caza
Mirage IIIC francés fue descubierto después de haber robado más de doscientos
mil planos. Se lo condenó a cuatro años y medio de prisión por haber
proporcionado a LAKAM los datos para construir su propia réplica del Mirage.
Desde entonces LAKAM no había tenido otros grandes éxitos.
Para Rafi Eitan el
recuerdo del golpe del Mirage fue un factor decisivo. Lo que se había logrado
antes podía volver a lograrse. Se haría cargo de un LAKAM moribundo y lo
transformaría en una fuerza para ser tenida en cuenta.
Trabajando en modestas
oficinas, en un lugar apartado de Tel Aviv, hizo saber a su gente, impresionada
por estar al mando de una figura legendaria, que sus conocimientos científicos
eran en el mejor de los casos pobres. Pero añadió que aprendía rápido.
Se sumergió en el mundo
de la ciencia, buscando blancos potenciales. Dejaba su casa al amanecer y a
menudo regresaba después de medianoche con paquetes de informes técnicos que
leía durante horas. Le quedaba poco tiempo libre para dedicarse a la escultura
de chatarra. En los escasos momentos que le dejaba la gran cantidad de datos
que debía asimilar, restableció contacto con su antiguo servicio, el Mossad,
cuyo nuevo director, Nahum Admoni, como Eitan, albergaba profundas sospechas
acerca de las intenciones de Estados Unidos en Oriente Medio. De cara a la
galería, Washington continuaba manifestando su abierto compromiso con Israel y
la CÍA mantenía abierto el canal de comunicación que Isser Harel y Dulles
habían establecido. Pero Admoni se quejaba de que la información proveniente de
esa fuente tenía escasa importancia.
También estaba
preocupado por los informes de sus agentes y colaboradores residentes en
Washington. Habían descubierto discretas reuniones entre funcionarios de alto
rango del Departamento de Estado y algunos líderes árabes cercanos a Yasser
Arafat en las que se discutía la manera de presionar a Israel para que
flexibilizara su posición frente a las exigencias palestinas. Admoni le dijo a
Eitan que ya no podía considerar a Estados Unidos «un amigo en las buenas y en
las malas».
Esta actitud se vio
reforzada por un incidente que golpearía el sentimiento de invulnerabilidad
norteamericano más que ningún otro evento desde la guerra de Vietnam.
En agosto de 1983, los
agentes del Mossad descubrieron que se planeaba un ataque contra las fuerzas
norteamericanas en Beirut, enviadas por la ONU para preservar la paz. Los
agentes habían identificado un camión Mercedes Benz cargado con media tonelada
de explosivos. Según los convenios, el Mossadtendría que haber pasado la
información a la CÍA.
Pero en una reunión
celebrada en el cuartel general del Mossad, se comunicó al personal que
«debía asegurarse de
que nuestra gente vigile el camión. En cuanto a los yanquis, no estamos aquí
para protegerlos. Pueden hacer su propio trabajo. Si empezamos a hacer
demasiado por los yanquis estaremos cagando en nuestro propio umbral».
El 23 de octubre de
1983, mientras era seguido de cerca por los agentes del Mossad, el camión se
estrelló a toda velocidad contra el cuartel del Octavo Batallón de Infantería
de Marina estacionado en Beirut. Doscientos cuarenta y un soldados
norteamericanos murieron.
La reacción de los
altos cargos del Mossad, según el ex oficial Víctor Ostrovsky fue: «Querían
meter sus narices en este asunto del Líbano, pues que paguen las
consecuencias».
Esta actitud había
animado a Rafi Eitan a pensar seriamente en concentrarse en Estados Unidos. Su
comunidad científica era la más avanzada del mundo y su tecnología militar no
tenía parangón. Para LAKAM, echar mano a alguno de esos datos habría sido un
golpe tremendo. El primer obstáculo que habría que superar sería encontrar un
informante lo suficientemente bien situado como para aportar el material.
Con la colaboración de
los sayanim norteamericanos que había ayudado a reclutar estando en el Mossad,
corrió la voz de que necesitaba a alguien de Estados Unidos, con conocimientos
científicos y proisraelí. Durante meses, nada pasó.
Luego, en abril de
1984, Aviem Sella, un coronel de las Fuerzas Aéreas israelíes que se encontraba
de permiso para estudiar informática en la Universidad de Nueva York, asistió a
la fiesta de un rico ginecólogo judío en el East Side de Manhattan. Sella se
había convertido en una especie de estrella de la comunidad judía de la ciudad
por ser el piloto que tres años antes había dirigido el ataque en el que se
destruyó un reactor nuclear en Irak.
En la fiesta había un
joven reservado, de sonrisa tímida, que no se sentía demasiado cómodo entre el
grupo de doctores, abogados y banqueros. Le dijo a Sella que se llamaba
Jonathan Pollard y que se encontraba allí con la única intención de conocerlo.
Avergonzado por la adulación, Sella le dio conversación educadamente. Ya estaba
a punto de marcharse cuando Pollard le reveló que no sólo que era un sionista
comprometido sJno que trabajaba para ía inteligencia naval estadounidense.
Inmediatamente, el astuto Sella averiguó que Pollard estaba destinado en el
Centro de Alerta Antiterrorista, uno de los más secretos de la Marina, en
Suitland, Maryland. Una de las tareas de Pollard consistía en el seguimiento de
todo el material secreto sobre las actividades terroristas a nivel mundial. Tan
importante era su trabajo que contaba con el acceso de seguridad más alto de la
inteligencia norteamericana. Seíía no
podía creer lo que estaba oyendo, especialmente cuando Pollard empezó a darle
detalles concretos sobre incidentes en los que Vos servicios norteamericanos no
habían colaborado con los israelíes. Sella empezó a preguntarse si Pollard no
sería parte de una operación del FBI para reclutar a un israelí.
Sin embargo, había algo
en el vehemente Pollard que inspiraba confianza. Esa noche, Sella llamó a Tel
Aviv y habló con su comandante en el servicio de inteligencia de las Fuerzas
Aéreas. El oficial pasó la llamada al jefe del Estado Mayor. Se le ordenó
profundizar en su relación con Pollard.
Empezaron a
encontrarse: en la pista de hielo de la plaza Rockefeller, en un café de la
calle 48, en Central Park. En cada ocasión, Pollard le entregaba documentos
secretos para confirmar la verdad de lo que decía. Sella enviaba el material a
Tel Aviv, disfrutando la emoción de formar parte de una importante operación de
inteligencia. De modo que quedó bastante sorprendido cuando le comunicaron que
el Mossad lo sabía todo sobre Pollard; se había ofrecido para espiar dos años
antes y había sido rechazado por «inestable». Un katsa de Nueva York lo había
descrito como «un hombre solitario [...] con una visión distorsionada sobre
Israel».
Reacio a abandonar su
papel en una operación ciertamente más excitante que estar sentado en una clase
frente a un ordenador, Sella buscó la manera de mantener el asunto en marcha.
Durante su estancia en Nueva York había conocido al agregado científico en el
consulado de Israel. Se llamaba Yosef Yagur y era el hombre de Rafi Eitan para
todas las operaciones de LAKAM en Estados Unidos.
Sella invitó a Yagur a
cenar con Pollard. Durante la comida, Pollard repetía que se negaba información
a Israel para que se defendiera de los terroristas porque Estados Unidos no
deseaba arruinar sus relaciones con los productores de petróleo árabes.
Esa noche, utilizando
un teléfono seguro del consulado, Yagur telefoneó a Eitan. Era muy temprano en
Tel Aviv pero Rafi Eitan se encontraba trabajando en su oficina. Casi amanecía
cuando colgó el teléfono. Estaba feliz: ya tenía a su informador.
Durante los tres meses
siguientes Yagur y Sella frecuentaron a Pollard y su futura esposa, Anne
Henderson. Los llevaron a restaurantes caros, espectáculos de Broadway,
estrenos de cine. Pollard seguía entregando información valiosa. Rafi Eitan no
podía más que maravillarse de la calidad del material. Decidió que había
llegado el momento de conocer a su fuente.
En noviembre de 1984,
Sella y Yagur invitaron a Pollard y Henderson a viajar a París con todos los
gastos pagados. Yagur le dijo a Pollard que el viaje era «una pequeña
recompensa por todo lo que estaba haciendo por Israel». Volaron juntos en
primera clase; los recogió un coche con chófer que los condujo al hotel
Bristol. Rafi Eitan estaba esperándolos.
Al final de la velada
Eitan había hecho los arreglos necesarios para que Pollard continuara su tarea
de espionaje. Las cosas ya no seguirían siendo improvisadas. Sella, cumplido su
papel, desaparecería de la escena. Yagur se convertiría en el contacto oficial
de Pollard. Se planeó un sistema adecuado para la entrega de documentos.
Pollard los entregaría en el apartamento de Irit Erb, una secretaria de la
embajada en Washington. Habían instalado, en la cocina de su casa, una
fotocopiadora de alta velocidad para duplicar el material. Las visitas se
intercalarían con idas a diferentes túneles de lavado. Mientras lavaban el
coche de Pollard, éste entregaría los documentos a Yagur, cuyo coche también
estaría siendo lavado. Debajo del tablero habría una copiadora a pilas. El
apartamento1 de Erb y los túneles de lavado estaban cerca del aeropuerto
internacional de Washington, de modo que Yagur podía volar rápido desde Nueva
York, ida y vuelta y, desde el consulado, transmitir el material a Tel Aviv con
absoluta seguridad.
Rafi Eitan regresó a
Tel Aviv a esperar los resultados. Excedieron sus más delirantes expectativas:
detalles del envío de armas rusas a Siria y otros países árabes, incluida la
ubicación precisa de los misiles SS-21 y SA-5; mapas y fotografías de satélite
de los arsenales iraquíes, sirios e iraníes, incluida la ubicación de las
plantas de fabricación de armas químicas.
Rafi Eitan se hizo una idea inmediata de los métodos de espionaje de
Estados Unidos, no sólo en Oriente Medio sino también en Sudáfrica. Pollard
había entregado informes de agentes de la CÍA que proporcionaban un plano
global de la red de espionaje en todo el país. Uno de los documentos contenía
un informe detallado de cómo Sudáfrica había detonado un artefacto nuclear, el
14 de septiembre de 1979, al sur del océano Indico. El Gobierno de Pretoria se
había apresurado a negar que la nación se hubiera convertido en una potencia nuclear.
Rafi Eitan logró que el Mossad distribuyera copias del material sobre Sudáfrica
y destruyó prácticamente la red de la CÍA. Doce agentes se vieron forzados a
abandonar precipitadamente el país.
Durante los once meses
siguientes continuó desvalijando a la inteligencia norteamericana. Más de mil
documentos secretos fueron pasados a Israel. Allí, Rafi Eitan los devoraba
antes de entregarlos al Mossad. Los datos permitieron a Nahum Admoni advertir
al Gobierno de coalición de Shimon Peres de qué modo responder a las políticas
norteamericanas en Oriente Medio, de una manera antes imposible. Un taquígrafo
de las reuniones dominicales del Gabinete aseguró que «oír a Admoni resultaba
casi como estar sentado en el despacho oval. No sólo conocíamos los últimos pensamientos
de Washington acerca de nuestros asuntos sino que teníamos suficiente tiempo
para responder antes de tomar una decisión».
Pollard se había
convertido en un factor crucial en los misterios políticos de Israel y en los
vericuetos de la toma de decisiones. Rafi Eitan autorizó la emisión de un
pasaporte israelí para Pollard a nombre de Danny Cohén y le asignó una generosa
suma mensual. A cambio, le pidió a Pollard información sobre las escuchas
secretas de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana en Israel y los
métodos de espionaje electrónico en la embajada israelí en Washington y sus
otras sedes diplomáticas en todo el país.
Antes de que Pollard
pudiera obtener la información fue arrestado, el 21 de noviembre de 1985, en el
exterior de la embajada de Israel en Washington. Horas más tarde, Yagur, Sella
y el secretario de la embajada habían tomado un avión de El Al, antes de que el
FBI pudiera detenerlos. En Israel desaparecieron entre los brazos protectores
de la comunidad de inteligencia. Pollard fue sentenciado á cadena perpetua y su
mujer, a cinco años.
En 1999 Pollard se
sintió reconfortado por los esfuerzos incansables de los grupos judíos para
liberarlo. La Conferencia de Organizaciones Judías Americanas, un consorcio de
más de cincuenta grupos, había mantenido una campaña sostenida para que lo
dejaran libre sobre la base de que no había cometido alta traición contra
Estados Unidos «porque Israel era y sigue siendo un aliado». Grupos religiosos,
igualmente influyentes, tales como la Unión de Congregaciones Hebreas y la
Unión Ortodoxa, prestaron su apoyo. El profesor de derecho en Harvard, Alan M.
Dershowitz, que había sido abogado de Pollard, dijo que nada demostraba que
Pollard hubiera puesto en peligro «la capacidad de inteligencia de la nación ni
traicionado datos de inteligencia internacionales».
Alarmada por lo que
consideraba una hábil campaña de relaciones públicas orquestada desde Israel,
la comunidad de inteligencia norteamericana dio un paso inusual. Salió al paso
de la opinión pública y expuso los hechos sobre la traición de Pollard. Fue una
decisión audaz y peligrosa. No sólo echaría luz sobre materiales delicados sino
que movilizaría al cada vez más poderoso lobby judío contra ellos. Se había
visto lo ocurrido con otros en la frenética atmósfera de Washington. Cualquier
reputación podía ser discretamente empañada durante un cóctel diplomático o en
una tranquila cena en Georgetown.
Los servicios secretos
temían que Clinton «en uno de sus arranques quijotescos», según me relató un
oficial de la CÍA, pusiera en libertad a Pollard antes de que terminara su
mandato, si con eso se aseguraba de que Israel participara en un acuerdo de paz
que le supusiera un último éxito en política exterior. El director de la CÍA en
el momento de escribir este libro, George Tenet, le advirtió que «la liberación
de Pollard va a desmoralizar a la comunidad de inteligencia». Clinton se limitó
a responder: «Ya veremos, ya veremos».
En Tel Aviv, Rafi Eitan
ha seguido de cerca cada movimiento y dicho a sus amigos «que cuando llegue el
día en que Pollard salga hacia Israel, me encantaría tomar una taza de café con
él».
Entretanto, Eitan
siguió regocijándose por el éxito de otra operación montada contra Estados
Unidos que llevó a Israel a convertirse en la primera potencia nuclear de
Oriente Medio.
5 --La espada nuclear
de Gedeón
En 1945, en la
oscuridad de un cine de Tel Aviv, Rafi Eitan había visto nacer la era nuclear
sobre Hiroshima. Mientras los soldados que lo rodeaban silbaban y festejaban
frente a las imágenes del noticiero que mostraban la devastación de la ciudad
japonesa, tuvo sólo dos pensamientos: ¿Podría Israel poseer alguna vez un arma
tan poderosa? ¿Y si sus vecinos árabes la conseguían primero?
De vez en cuando, a lo
largo de los años, había vuelto a plantearse esas preguntas. De tener Egipto
una bomba atómica hubiera ganado la guerra de Suez y no habría estallado la
guerra de los Seis Días o la del Yom Kippur. Israel se hubiera convertido en un
desierto radiactivo. Con un arma nuclear, Israel sería invencible.
En esos días, para un
agente cuyo trabajo consistía principalmente en matar terroristas, tales
preguntas tenían solamente un interés académico y responderlas era cosa de
otros. Sin embargo, cuando se hizo cargo de LAKAM, comenzó a considerar el
asunto seriamente. Ahora tenía sólo una pregunta: ¿Cómo podía contribuir a que
Israel dispusiera de un escudo nuclear?
Leyendo toda la noche,
fortalecido por las cuarenta cápsulas de vitaminas que tomaba por día,
descubrió de qué modo los políticos y los científicos israelíes estaban
divididos en lo referente a la cuestión nuclear. En los archivos encontraba
detalles de airadas reuniones de Gabinete, amargos monólogos de los científicos
y siempre, la imponente voz del primer ministro Ben Gurión, abriéndose paso
entre la angustia, las protestas y las interminables argumentaciones.
El problema había
comenzado en 1956, año en que Francia envió un reactor de veinticuatro
megavatios a Israel. Ben Gurión anunció que su propósito era crear una
«estación de bombeo» para convertir el desierto «en un paraíso agrícola
desalinizando casi cinco mil millones de metros cúbicos de agua de mar por
año».
El anuncio tuvo como
consecuencia la renuncia de seis de los siete miembros de la Comisión de
Energía Atómica israelí bajo pretexto de que el reactor se convertiría «en el
precursor del oportunismo político que va a unir al mundo en contra de nosotros».
Los estrategas militares los apoyaron. Yigal Allon, héroe de la guerra de la
independencia, condenó radicalmente «la opción nuclear»; Yitzhak Rabin, que
pronto se convertiría en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas fue
igualmente explícito en su protesta. Incluso Ariel Sharon, líder de los
halcones israelíes, se opuso con vehemencia al proyecto de un arsenal nuclear
porque «tenemos el mejor ejército convencional de la región».
Ignorando toda
oposición, Ben Gurión ordenó que el reactor fuera emplazado en el desierto del
Negev, cerca del desolado asentamiento de Dimona. Antaño posta de caravanas en
la ruta entre El Cairo y Jerusalén, Dimona se había convertido en un lugar
olvidado por el tiempo. Pocos mapas marcaban su posición en el desierto, al sur
de Tel Aviv. Pero de entonces en adelante, a ningún cartógrafo le sería
permitido precisar el sitio donde Israel daba sus primeros pasos hacia la era
nuclear
La cúpula plateada de
Dimona, que servía de refugio al reactor, se levantaba sobre el calor del
desierto. Kirya le Mehekar Gariny, el nombre hebreo de Dimona, daba empleo a
más de 2.500 científicos y técnicos. Trabajaban dentro de la planta más
fortificada de la tierra. La arena que rodeaba el perímetro cercado era
revisada continuamente en busca de rastros de intrusos. Los pilotos sabían que
cualquier aeronave que volara dentro de una zona de exclusión de ocho
kilómetros podía ser derribada. Los ingenieros habían excavado una cámara a
veinticinco metros de profundidad para albergar el reactor, parte de un
complejo subterráneo conocido como Machon-Dos. En el centro se encontraba la
planta separadora-reprocesadora que había sido embarcada en Francia como
«maqui¬naria textil».
Por sí solo, el reactor
no podía proporcionar a Israel una bomba nuclear. Para producirla se necesitaba
material radiactivo, uranio o plutonio. El pequeño grupo de potencias nucleares
había acordado no proporcionar más de un gramo de estas sustancias a nadie que
no perteneciera al «club». Imponente como parecía, el reactor de Dimona era
poco más que un adorno hasta que recibiera aquellos materiales.
Tres meses después de
instalado el reactor, fue abierta una pequeña compañía procesadora de
materiales nucleares en una vieja acería de la segunda guerra mundial, en el
desabrido pueblo de Apollo, Pensilvania. La compañía se llamaba Numec. Su
principal ejecutivo era el doctor Salman Shapiro.
En la base de datos del
ordenador de LAKAM con la lista de judíos norteamericanos destacados en
ciencias, Shapiro figuraba también como un importante recaudador de fondos para
Israel. Rafi Eitan supo que había encontrado una respuesta potencial para que
Dimona obtuviera material radiactivo. Ordenó una investigación completa sobre
los antecedentes de Shapiro y todo el personal de la corporación. La
investigación le fue encargada al katsa de Washington.
Iniciado el proceso,
Rafi Eitan se encontró inmerso en una historia que conectaba el calor del
desierto de Dimona con los fríos corredores de la Casa Blanca.
Entre los datos que
había enviado el agente de Washington había una copia de un memorando redactado
el 20 de febrero de 1962 por la Comisión Nacional de Energía Atómica en el que
advertía duramente a Shapiro que «cualquier falta de la compañía al
cumplimiento de las normas de seguridad sería punible según la ley, incluidas
el Acta de Energía Atómica de 1954 y las leyes de espionaje».
La amenaza aumentó la
sensación de Rafi Eitan de que había encontrado el camino hacia la industria
nuclear norteamericana. Numec parecía ser una compañía no sólo con escasa
seguridad sino también con un manejo relajado de los libros y una gerencia que
dejaba mucho que desear para cualquier sabueso nuclear norteamericano. Esas
mismas deficiencias la convertían en un blanco atractivo.
Hijo de un rabino ortodoxo,
Salman Shapiro poseía una brillantez que lo había hecho llegar lejos. Se había
doctorado en química en la Universidad Johns Hopkins a la edad de veintiocho
años. Su capacidad de trabajo lo había convertido en un miembro importante del
equipo de investigación y desarrollo en el laboratorio de la Westinghouse. La
compañía tenía un contrato de la Marina norteamericana para la fabricación de
reactores destinados a submarinos. Los datos sobre la familia de Shapiro
indicaban que algunos de sus parientes eran víctimas del holocausto y que él
mismo «con su típica discreción» había enviado fondos al Instituto Tecnológico
de Haifa para la enseñanza de ciencia e ingeniería. En 1957, Shapiro dejó la
Westinghouse y fundó la Numec. La empresa contaba con veinticuatro accionistas,
todos partidarios de Israel. Shapiro se encontró a la cabeza de una pequeña
compañía en una industria despiadada. Sin embargo, Numec había logrado varios
contratos para recuperar uranio enriquecido, un proceso que normalmente
conllevaba una cierta pérdida de material. No había manera de decir qué
cantidad se perdía ni en qué momento. La noticia hizo que Rafi Eitan tragara
vitaminas con renovado entusiasmo.
Sabía hasta qué punto
la ya tensa relación entre Estados Unidos e Israel por la pretensión del Estado
judío de convertirse en potencia nuclear se había deteriorado con la visita de
Ben Gurión a Washington en 1960. En una serie de reuniones con funcionarios del
Departamento de Estado, se le advirtió claramente que la aspiración de Israel
de contar con armas nucleares influiría en el equilibrio de poderes en Oriente
Medio. En febrero de 1961, el presidente Kennedy escribió a Ben Gurión para
sugerirle que Dimona fuese inspeccionada periódicamente por inspectores de la
Agencia Internacional de Energía Atómica.
Alarmado, Ben Gurión
voló a Nueva York a encontrarse con Kennedy en el Waldorf Astoria. El líder
israelí estaba muy preocupado por lo que estimaba «implacables presiones
norteamericanas». Pero Kennedy se mantuvo firme: debía hacerse una inspección.
Ben Gurión cedió, tratando de disimular su contrariedad. Volvio a casa
convencido de que «un católico en la Casa Blanca es mal negocio para los
judíos». El primer ministro se volvió hacia el único hombre en quien podía
confiar en Washington, Abraham Feinberg, un sionista partidario de las
aspiraciones nucleares de Israel.
Por un lado, el
neoyorquino era el principal recaudador de fondos judío para el Partido
Demócrata. Feinberg no ocultó sus intenciones al juntar millones de dólares
para la campaña: cada dólar estaba destinado a que el partido apoyara a Israel
en el Congreso. También había aportado discretamente millones de dólares para
crear Dimona. El dinero llegó en cheques de caja al Banco de Israel en Tel
Aviv, para evitar la injerencia del control de cambio israelí. Ben Gurión le
dijo a Feinberg: «Trate de que el muchacho se sitúe: que entienda la realidad
de la vida».
El método de Feinberg
consistió en una directa presión política, del mismo tipo que había enfurecido
a Kennedy cuando estaba en campaña. En aquel entonces, Feinberg le dijo
francamente: «Estamos dispuestos a pagar sus cuentas si nos deja el control de
su política en Oriente Medio». Kennedy había prometido darle a Israel todas las
oportunidades posibles. Feinberg había acordado una contribución inicial de
quinientos mil dólares para la campaña y «más para después».
Ahora usaba el mismo
acercamiento directo: si el presidente Kennedy insistía en el asunto de la
inspección a Dimona, «no podría contar con el apoyo financiero de los judíos en
la próxima campaña electoral». Un refuerzo poderoso vino en su auxilio. El
secretario de Estado, Robert S. McNamara, le dijo a Kennedy que podía «entender
por qué Israel quiere una bomba nuclear».
Sin embargo, Kennedy
estaba decidido e Israel tuvo que aceptar una inspección en Dimona. En el
último momento, el presidente hizo dos concesiones. A cambio del acceso a
Dimona, Estados Unidos vendería a Israel misiles Halcón tierra-aire, por
entonces el arma de defensa más moderna del mundo. Y la inspección no sería
llevada a cabo por una comisión internacional sino por un equipo
norteamericano, que anunciaría su llegada con semanas de antelación.
Rafi Eitan se
entusiasmaba contando detalladamente cómo los israelíes habían engañado a los
inspectores norteamericanos.
Un centro de
operaciones falso fue construido sobre el verdadero en Dimona, con paneles de
control y medidores informatizados, que estimaban la producción de un
hipotético reactor ocupado en un programa de riego para convertir el Negev en
pastos exuberantes. El área que contenía el agua pesada, traída de contrabando
desde Noruega y Francia, fue colocada fuera de los límites de la inspección
«por razones de seguridad personal». El volumen de agua pesada hubiera sido la
prueba de que el reactor estaba siendo preparado para otros fines.
Cuando llegaron los
norteamericanos, los israelíes se sintieron aliviados al descubrir que ninguno
de ellos hablaba hebreo. Disminuía aún más la posibilidad de que los
inspectores descubrieran las verdaderas intenciones de Dimona.
El escenario estaba
listo para Rafi Eitan.
Lograr acceso a la
planta de Numec fue relativamente fácil. La embajada de Israel en Washington
pidió permiso a la Comisión de Energía Atómica para que «un equipo de nuestros
científicos visitara la planta para entender mejor las preocupaciones de los
inspectores en el reciclado de los residuos nucleares». La autorización fue
concedida, aunque el FBI estaba llevando a cabo una operación de vigilancia
sobre Shapiro para descubrir si había sido reclutado como espía por
Israel.
No lo había sido, ni lo
sería nunca. Rafi Eitan se sentía satisfecho de que Shapiro fuera un auténtico
patriota, un sionista que creía en el derecho de Israel a defenderse de sus
enemigos. Shapiro no sólo era rico por herencia familiar e inversiones en el
mercado bursátil, sino que su fortuna personal se había incrementado largamente
con las ganancias de Numec. De todos modos, al contrario que Jonathan Pollard,
Shapiro no era un traidor: su amor por Estados Unidos era manifiesto. Rafi
Eitan sabía que incluso el intento de reclutarlo sería contraproducente;
Shapiro debía permanecer fuera de la operación que empezaba a cristalizar en su
mente.
No obstante, algunos
riesgos eran inevitables. Para saber más acerca de Numec, Eitan había enviado a
dos agentes de LAKAM hasta Apollo: Abraham Hermoni, cuya cobertura diplomática
en la embajada era la de «consejero científico» y Jeryham Kafkafi, un katsa que
operaba en Estados Unidos como escritor independiente sobre temas
científicos.
Ambos agentes
recorrieron la planta de reciclado, pero no se les permitió tomar fotos.
Shapiro señaló que sería una transgresión de las normas de la Comisión de
Energía Atómica. Los agentes se llevaron la impresión de que Shapiro era cálido
pero, en opinión de Hermoni, «un hombre que estaba en otra cosa».
Rafi Eitan decidió que
ya era hora de viajar a Apollo. Reunió un grupo de «inspectores», que incluía a
dos científicos de Dimona con conocimientos especializados en el tratamiento de
residuos nucleares. Otro miembro del equipo constaba como director del
«Departamento de Electrónica de la Universidad de Tel Aviv, Israel». No existía
tal cargo en el campus: el hombre era un oficial de seguridad de LAKAM cuya
tarea consistiría en encontrar el modo de robar los residuos nucleares de
Numec. Hermoni también formaba parte de él: su trabajo sería señalar las áreas
de escasa seguridad que había descubierto durante su visita previa. Rafi Eitan
viajaba con su propio nombre como «consejero científico del primer ministro de
Israel». Los delegados recibieron la
aprobación de la embajada norteamericana en Tel Aviv y se les dio el permiso.
Rafi Eitan les advirtió que estarían bajo vigilancia del FBI desde el momento
en que aterrizaran en Nueva York. Pero sorprendentemente, sus ojos
experimentados no vieron prueba alguna de ello.
La llegada de los
israelíes a Apollo coincidió con el regreso de Shapiro de una gira por las
universidades norteamericanas en busca de científicos «amistosos» con Israel
que quisieran ir a ese país para ayudarlo a «solucionar sus problemas técnicos
y científicos». El se haría cargo de todos sus gastos y compensaría cualquier
disminución de sus sueldos.
Durante la estancia en
Apollo, Eitan y su equipo se alojaron en un motel y pasaron la mayor parte del
tiempo en la planta de Numec, estudiando los problemas de convertir
hexafluoruro de uranio gaseoso en uranio altamente enriquecido. Shapiro explicó
que la Comisión de Energía Atómica los obligaba a pagar multas por cada gramo
de material enriquecido que no pudiera con¬tabilizarse.
Rafi Eitan y sus espías
abandonaron Apollo tan sigilosamente como habían llegado.
- Lo que siguió sólo puede
deducirse de los informes del FBI y aun así quedan sin responder inquietantes
preguntas sobre las sospechas de Shapiro acerca de lo que había detrás de la
visita de Eitan. Un informe del FBI declaraba que, un mes después de que los
israelíes se hubieran marchado, Numec se asoció con el Gobierno de Israel en un
negocio descrito como «la pasteurización de comida y la esterilización de
materiales médicos por medio de radiación».
Otro informe incluye la
queja de que «con un cartel de advertencia pegado a cada contenedor que
alertaba sobre su contenido radiactivo, nadie se atrevía a abrirlos o
revisarlos y nadie estaba dispuesto a permitirnos hacerlo».
La razón de la negativa
se debía a que la embajada de Israel había dejado bien claro al Departamento de
Estado que ante cualquier intento de inspeccionar los contenedores éstos serían
puestos bajo inmunidad diplomática. El Departamento de Estado llamó al
Departamento de Justicia y advirtió sobre las consecuencias diplomáticas que
produciría quebrar tal inmunidad. Todo lo que los burlados agentes del FBI
podían hacer era observar cómo se llevaban los contenedores en aviones de carga
de El Al desde el aeropuerto Idleward. A pesar de sus esfuerzos, el jefe del
cuartel de la CÍA en Tel Aviv, John Hadden, dijo que no podía afirmar que los
contenedores terminaran en Dimona. El FBI contabilizó nueve envíos en los seis
meses siguientes a la visita de Rafi Eitan. Notaban que los contenedores
llegaban al anochecer y partían antes del amanecer. Iban cuidadosamente recubiertos
de plomo, necesario para transportar uranio enriquecido, y cada uno etiquetado
con un sello en hebreo que señalaba Haifa como su destino final.
En varias ocasiones los
agentes vieron «chimeneas», bidones para almacenar uranio enriquecido, colocadas
en contenedores de acero en el patio de carga de Numec. Cada chimenea llevaba
un número que indicaba que provenía de las bóvedas de alta seguridad de la
compañía. Pero el FBI nada podía hacer. Un informe hablaba de la presión
política del Departamento de Estado para no desencadenar un incidente
diplomático. «Al cabo de diez meses, los embarques cesaron abruptamente. El FBI
supuso que, para entonces, ya había llegado a Dimona suficiente cantidad de
material radiactivo». Durante las entrevistas a Shapiro que la agencia llevó a
cabo posteriormente, éste negó que hubiera facilitado a Israel materiales para
la fabricación de bombas atómicas. El FBI anotó que su registro de archivos de
la compañía mostraba que había una discrepancia en la cantidad de material procesado.
Shapiro insistió en que la explicación más lógica para la «pérdida» de uranio
era que se hubiera filtrado en el suelo o desvanecido en el aire. Faltaban
cincuenta kilos de material. Shapiro nunca fue acusado de ningún crimen.
En años posteriores
Rafi Eitan tenía disculpa si pensaba que era fácil robar materiales atómicos
después de la caída de la Unión Soviética. Prueba de esto fue el incidente que
tuvo lugar en el aeropuerto Sheremeteyevo de Moscú, el 10 de agosto de 1994.
A las 12.45 del mediodía,
Justiano Torres, sobriamente vestido con un traje gris de ejecutivo, llegó
deliberadamente tarde para el vuelo 3369 de Lufthansa a Munich. A pesar de su
fuerza física, transpiraba bajo el peso de una flamante maleta Delsey de cuero
negro.
Torres sacó su billete
de primera clase y sonrió a la empleada. La sonrisa quedó grabada por la cámara
instalada detrás del escritorio para registrar todos sus movimientos.
Otras cámaras lo habían
filmado durante meses. Guardados en cintas estaban sus encuentros con un
científico ruso despedido, Igor Tashanka: sus citas en los parques, sus paseos
en bote por el río Moscú y, finalmente, la reunión en que Tashanka le entregó
la maleta y recibió a cambio 5.000 dólares. En todos los sentidos Torres había
hecho un negocio fabuloso: la maleta contenía material radiactivo.
Justiano Torres era el
correo de un cartel colombiano de la droga que había ampliado horizontes con un
tráfico aún más letal. La maleta contenía, en recipientes sellados, los
doscientos gramos de plutonio 239 que Tashanka le había vendido. Tenían un
valor de 50 millones de dólares. El plutonio era tan peligroso que aun el
contacto con una partícula microscópica habría sido fatal. Lo que había en la
maleta era suficiente para armar una pequeña bomba atómica.
Para Uri Saguy, jefe de
la inteligencia militar israelí, la perspectiva constituía «la pesadilla de
cualquier persona con dos dedos de frente: un grupo terrorista con acceso a
suficiente material atómico como para devastar Tel Aviv o cualquier otra
ciudad. En el trabajo diario de inteligencia, el problema de la amenaza nuclear
es de máxima prioridad».
Los servicios de
inteligencia israelíes sabían desde mucho tiempo antes que los terroristas
podían fabricar una bomba nuclear elemental. Un norteamericano, graduado en
física en los años setenta, había descrito cómo llevar a cabo cada uno de los
procesos requeridos. La publicación de su obra causó una gran consternación en
el Mossad.
Los posibles escenarios
del Día del Juicio comenzaron a plantearse. Una bomba podía llegar desarmada en
un barco o de contrabando por la frontera terrestre y luego ser armada en
Israel. El arma sería detonada por control remoto a menos que se cumplieran
exigencias imposibles. ¿Seguiría firme el Gobierno? Los analistas del Mossad
decidieron que no habría rendición. Esta expectativa se basaba en la profunda
comprensión de la mentalidad terrorista de entonces: en los años setenta, aun
los grupos más extremistas hubieran dudado en detonar una bomba atómica debido
al precio político que tendrían que haber pagado por ello. Habrían sido
considerados parias incluso por aquellas naciones que los apoyaban en
secreto.
El colapso del
comunismo soviético había renovado los temores del Mossad. Se había generado un
escenario de nuevas incertidumbres: nadie podía asegurar cómo se iban a
desarrollar las políticas dentro de Rusia. Ya el Mossad había descubierto que
los rusos exportaban misiles Scud, pagados en efectivo por varios países de
Oriente Medio.
Técnicos soviéticos
habían ayudado a Argelia a construir un reactor nuclear. Rusia tenía una gran
reserva de armamento biológico que incluía una superplaga capaz de matar a
millones de personas. ¿Qué pasaría si sólo una pequeña parte fuera a parar a
manos de los terroristas? Incluso un jarrito lleno del germen podía diezmar Tel
Aviv. Pero el temor de que Rusia vendiera su arsenal nuclear era la
preocupación más acuciante. Para Uri Saguy ésa era una amenaza «que nadie podía
ignorar».
Los psicólogos del
Mossad trazaron perfiles de los científicos rusos y sus posibles motivos para
entregar materiales: algunos lo harían sólo por dinero y otros, por complejas
razones ideológicas. La lista de instalaciones soviéticas desde donde podía
salir el material era penosamente larga. El director general del Mossad,
Shabtai Shavit, envió a Moscú a dos agentes con órdenes concretas de
infiltrarse en la comunidad científica.
Lila era una de ellos.
Nacida de padres judíos, en Beirut, se había graduado en física por la
Universidad Hebrea de Jerusalén y trabajaba en la sección de inteli¬gencia
científica del Mossad. Había seguido los encuentros de Torres con Tashanka y el
progreso del intercambio. Lila y su
colega habían trabajado codo a codo con agentes del Mossad en Alemania y otros
lugares. Las pistas la habían conducido a Colombia y de vuelta a Oriente Medio.
Otros agentes del Mossad habían seguido las reuniones en El Cairo, Damasco y
Bagdad. Se encontraron nuevos indicios: Bosnia parecía una posible ruta para el
contrabando de plutonio 239 hacia su destino final, Irak. Pero, no por primera
vez, probar la complicidad del régimen de Saddam resultaba muy difícil.
Ese era el motivo por
el que Torres viajaba en una intachable línea aérea comercial con su carga
mortífera. La decisión de permitirlo había sido sopesada por los servicios de
inteligencia alemán y ruso. Concluyeron que el riesgo de explosión era ínfimo.
Ambos Gobiernos acordaron permitir a Torres viajar con su carga para que los
guiara hacia el usuario final del producto. Israel no había sido consultada. La
operación era oficialmente germanorusa. Ya en el pasado, el Mossad había sido
un socio oculto mientras las otras agencias se atribuían los méritos.
Desde su puesto en las
puertas de salida del aeropuerto, aquella mañana de agosto, Lila supo que su
papel en aquel caso había concluido. Un agente del Mossad, de nombre clave
Adler, ocupaba su posición en el hotel Excelsior de Munich, donde Torres iba a
efectuar la entrega. Otro agente, Mort, esperaba la llegada del vuelo 3 3 69.
Un tercer agente, Ib,
iba sentado dos asientos por detrás de Torres durante las tres horas de vuelo
hacia el oeste. Al otro lado del pasillo viajaba Viktor Sidorenko, viceministro
de energía atómica de Rusia. Una de sus responsabilidades era proteger el
material nuclear de su país. Rusia contaba con alrededor de ciento treinta
toneladas de plutonio para uso bélico, suficientes para fabricar dieciséis mil
bombas atómicas, cada una de ellas doblemente potente que la que destruyó
Hiroshima.
Sidorenko había recibido
una gran cantidad de informes alarmantes que destacaban la relajación de los
controles y la falta de moral del personal en los cientos de institutos
científicos y centros de investigación que tenían acceso a materiales
radiactivos. Unos meses antes, un trabajador de una planta nuclear en los
Urales había sido arrestado llevando bolitas de uranio en una bolsa de
plástico. Cinco kilos de uranio habían sido sustraídos por los trabajadores de
otra planta de Minsk, que los escondieron en sus casas. Los robos sólo habían
sido descubiertos cuando un kilo del material fue vendido por veinte botellas
de vodka. Sidorenko viajaba a Alemania para tranquilizar al Gobierno del
canciller Helmut Kohl y asegurarle que casos como éstos no volverían a
repetirse; los alemanes amenazaban con sanciones.
A las 5.45 de la tarde,
perfectamente puntual, el vuelo 3369 aterrizó en Munich y avanzó hasta la
terminal C. El primero en bajar fue Viktor Sidorenko. Lo recogió un coche que
lo llevó a una zona de alta seguridad. Allí se le comunicó que Tashanka acababa
de ser arrestado en Moscú. Torres ingresó en el área de arribos. La presencia
de policías alemanes fuertemente armados no lo sorprendió. Munich había
exagerado las medidas de seguridad después de la masacre de atletas israelíes
en los Juegos Olímpicos. Torres hizo una llamada al hotel Excelsior y se
comunicó con la habitación 23. Esperando allí, se encontraba un español, Javier
Arratibel, cuyo pasaporte lo describía como industrial. De hecho, era el
comprador del plutonio. Debía llamar a un hombre a quien sólo conocía como
Julio O.
Las llamadas habían
sido escuchadas por agentes alemanes. Mientras Torres caminaba hacia la cinta
para retirar su maleta, era observado por el superintendente de la policía de
Munich, Wolfgang Stoephasios y por el oficial principal de inteligencia.
Torres recogió su
maleta y caminó hacia la salida con luz verde. Ib y Mort lo seguían. No podían
hacer nada más. No tenían poder para arrestarlo allí. Stoephasios salió de su
oficina. Fue la señal para el comienzo de la acción. En un instante, Torres fue
rodeado y arrastrado a la fuerza. La maleta fue llevada a una habitación.
Dentro esperaba una persona vestida de blanco con un contador Geiger. Con él
había expertos en bombas. Usaron una máquina portátil de rayos X para ver si la
maleta estaba cargada con explosivos. No lo parecía. Tampoco se oyó el ruido
delator del Geiger detectando alguna fuga radiactiva. Abrieron la maleta.
Dentro, envueltos en plástico grueso, estaban los contenedores de plutonio 239.
Fueron extraídos, guardados en cajas a prueba de bombas y llevados a un camión
blindado. Desde allí los trasladaron a un complejo de energía atómica
alemán.
En el hotel Excelsior
Arratibel fue arrestado. Pero el siguiente hombre de la cadena, Julio O, había
cruzado la frontera hacia Hungría, punto de entrada hacia el oeste de los
contrabandistas rusos.
Los hombres del Mossad
informaron a Tel Aviv de lo ocurrido. Allí, el director general, Shabtai Shavit
consideró el resultado otra pequeña victoria en la interminable batalla contra
el terrorismo nuclear. Pero no era el único que pensaba cuántas maletas se
habrían filtrado y cuánto faltaba para que hubiese una explosión nuclear a
menos que se cumplieran determinadas exigencias.
A unos kilómetros de
distancia del lugar donde Shavit se hacía estaspreguntas, Rafi Eitan, el hombre
que había dirigido lo que el FBI y la CÍA consideraban el robo de material
nuclear de la planta de Numec en Apollo, seguía pasando su tiempo libre con las
estatuas de chatarra. Aparentemente se encontraba en paz con el mundo. Ambas
operaciones, la Pollard y la Apollo se habían desvanecido de su memoria; cuando
lo presionaban decía que no recordaba el nombre de pila de Pollard o de
Shapiro. LAKAM estaba oficialmente cerrado. Rafi Eitan insistía en que su
trabajo actual era muy diferente de lo que había hecho antes: era director de
una pequeña compañía naviera en La Habana, donde también tenía intereses en una
fábrica de pesticidas agrícolas.
Declaraba mantener una
estrecha relación con Fidel Castro, «que probablemente no agrade a los
norteamericanos».
No había vuelto a pisar
Estados Unidos desde su viaje a Apollo. Decía que no tenía ningún interés en
hacerlo, porque sospechaba que todavía tendría que responder muchas preguntas
acerca de Jonathan Pollard y lo ocurrido después de su visita a Numec.
Entonces, en abril de
1997, el nombre de Rafi Eitan comenzó a reflotar en relación con un espía del
Mossad en Washington, identificado por el FBI como Mega.
Su propia fuente bien
situada en el Mossad le había contado a Eitan que el FBI había comenzado a
investigar la participación de Mega en el manejo del asunto Pollard. ¿Había
sido Mega la fuente del material ultrasecreto que Pollard había entregado? El
FBI había interrogado recientemente a Pollard en prisión y él había admitido
que ni siquiera su salvoconducto de alta seguridad hubiera sido suficiente para
obtener algunos de los documentos que su jefe, el fúnebre Yagur, le había
solicitado. El FBI sabía que esos documentos se abrían mediante una contraseña
secreta que cambiaba frecuentemente, incluso a diario. No obstante, Yagur
parecía conocer los códigos en cuestión de horas para dárselos a Pollard.
¿Habían sido entregados por Mega? ¿Era Mega el segundo espía israelí en Washington,
tal como sospechaba el FBI? ¿Cuan cercano había estado a Rafi Eitan? Estas eran
las preguntas peligrosas que se formulaban en Washington y que podían
deteriorar las relaciones entre la capital norteamericana y Tel Aviv.
Después de que el FBI
lo identificara como el titiritero de Pollard, Rafi Eitan había aceptado que su
trabajo en la inteligencia israelí no podía continuar. Deseaba terminar sus
días sin afrontar otro riesgo que el de chamuscarse con el soldador que blandía
para realizar sus esculturas.
Instintivamente se dio
cuenta de que los acontecímientes de Washington representaban una amenaza para
él, que podía ser raptado por la CÍA al entrar y salir de Cuba y ser llevado a
Washington para un interrogatorio, con resultados imprevisibles. Y lo que era
peor, el descubrimiento de la existencia de Mega pondría a trabajar las mentes
de los altos cargos de la inteligencia israelí, del Va'adat Rashei Hesherytin,
el Comité de Jefes de Servicio, cuya función primaria es coordinar todas las
actividades de inteligencia y seguridad interior y en el extranjero.
Pero ni siquiera ellos
conocían la identidad de Mega. Todo lo que se les había dicho era que ocupaba
un alto cargo en la administración Clinton.
Si el presidente lo
había heredado del Gobierno de Bush, era otro secreto bien guardado. Sólo los
miembros pertinentes del Mossad sabían cuánto tiempo había ocupado Mega su
puesto. Los componentes del comité
sabían, sin embargo, que la contrainteligencia del FBI creía que la falta de
acción contra el Mossad se debía al poder de la comunidad judía en Washington y
a la resistencia de las sucesivas administraciones a enfrentarse con ella.
Una vez más se podía
recurrir a ese lobby para sofocar el fuego que se había generado desde que el
FBI detectara por primera vez a Mega. El 16 de febrero de 1997, la Agencia
Nacional de Seguridad había entregado al FBI la grabación de una charla
telefónica nocturna, realizada desde la embajada israelí, entre un oficial de
inteligencia del Mossad, identificado como Dov, y su superior en Tel Aviv, cuyo
nombre no había sido revelado.
Dov había pedido
consejo acerca de recurrir a Mega para pedirle copia de una carta del
secretario de Estado, Warren Christopher, al jefe de la OLP, Yasser Arafat. La
carta contenía una serie de garantías ofrecidas por Christopher a Arafat, el 16
de enero, acerca de la retirada de tropas israelíes de la ciudad de Hebrón, en
la orilla occidental. Dov recibió de Tel Aviv la orden de «olvidar la carta.
Esto no es algo para lo que usamos a Mega».
La breve conversación
fue la primera pista que tuvo el FBI sobre la importancia de Mega. El nombre no
había sido oído antes, durante la estrecha vigilancia sobre la embajada
israelíy sus diplomáticos. Por ordenador, el FBI redobló la búsqueda de la
identidad de Mega y la centró en quienes trabajaban allí o bien tenían acceso a
algún funcionario del Consejo de Seguridad Nacional, el organismo que aconseja
al presidente en materia de inteligencia y defensa. Su sede está en la Casa
Blanca y entre sus miembros se cuentan el vicepresidente y los secretarios de
Estado y Defensa. El director de la CÍA y el presidente del Estado Mayor
Conjunto actúan como consejeros. La base permanente está encabezada por el
consejero del presidente en seguridad nacional.
De qué manera habían
descubierto los israelíes que su canal de comunicación seguro con Tel Aviv
había sido violado seguía siendo un misterio tan bien guardado como la
identidad de Mega. Como todas las sedes diplomáticas israelíes, la embajada en
Washington estaba completamente al día en los adelantos técnicos más
sofisticados para codificar e interceptar transmisiones: una parte
significativa de estos equipos había sido adaptada sobre planos robados a
Estados Unidos.
El 27 de febrero de
1997, una agradable mañana de primavera en Tel Aviv, los miembros del Comité de
Jefes de Servicio salieron de sus oficinas en distintos lugares de la ciudad y
se dirigieron, por la amplia calle Rehov Shaul Hamaleku, hacia una entrada bien
custodiada en un alto muro blanco coronado de alambre espinoso. Todo lo que se
veía detrás de los muros eran los techos de los edificios. Elevándose entre
ellos se alzaba una sólida torre de cemento, visible en todo Tel Aviv. A
diversas alturas había numerosos racimos de antenas electrónicas. La torre era
el centro del cuartel general de las Fuerzas de Defensa Israelíes. El complejo
se conoce como Kyria, que significa simplemente «lugar».
Poco después de las
once, los jefes de inteligencia utilizaron sus tarjetas magnéticas para acceder
a un edificio cercano a la torre. Como la mayoría de las oficinas
gubernamentales israelíes, el salón de conferencias tenía un aspecto
miserable.
Presidía la reunión
Danny Yatom, nombrado jefe del Mossad por el primer ministro Benyamin
Netanyahu. Yatom tenía una reputación de duro muy al estilo de Netanyahu. Los
rumores que corrían por Tel Aviv afirmaban que el nuevo jefe del Mossad había
cubierto al acorralado primer ministro cuando su pintoresca vida privada
amenazaba su carrera. Los hombres sentados alrededor de la mesa de cedro
escucharon atentamente cuando Yatom trazó una estrategia en caso de que el
asunto de Mega llegara a un punto crítico.
Israel presentaría una
protesta por la violación de su status diplomático, por el uso de micrófonos en
su embajada en Washington, una maniobra que indudablemente avergonzaría a la
Administración Clinton.
Luego, los
colaboradores en los medios de prensa norteamericanos recibirían instrucciones
de divulgar historias sobre la decodificación incorrecta de Mega por la palabra
hebrea Elga, nombre en argot con que el Mossad se refería a la CÍA. Además, la
palabra Mega era parte de un vocablo bien conocido por la inteligencia
norteamericana. Megawatt era el nombre en clave que habían usado hasta hacía
poco tiempo para referirse a la inteligencia compartida. Los sayanim añadirían
que otra palabra, kilowatt, era usada para referirse a datos compartidos sobre
terrorismo.
Pero por el momento, no
se haría nada, concluyó Yatom.
En marzo de 1997, al
recibir información del agente en Washington, Yatom se dispuso a entrar en
acción. Mandó un equipo de yahalonim para seguir el informe del agente sobre
repetidas conversaciones de carácter sexual del presidente Clinton con una ex
becaria de la Casa Blanca, Mónica Lewinsky. Éste efectuaba sus llamadas desde
el despacho oval al apartamento de Lewinsky, en el complejo Watergate. Sabiendo
que la Casa Blanca estaba enteramente protegida por contramedidas electrónicas,
los yahalonim se concentraron en el apartamento de la chica. Empezaron a interceptar
llamadas sexuales explícitas del presidente a la becaria. Las grabaciones eran
enviadas por cartera diplomática a Tel Aviv.
El 27 de marzo, Clinton
invitó una vez más a Lewinsky al despacho oval y le reveló que creía que una
embajada extranjera estaba grabando sus conversaciones. No le dio más detalles
pero, poco después, el affaire terminó.
En Tél Aviv, los
estrategas del Mossad calibraban cómo usar unas conversaciones tan
comprometedoras; eran apropiadas para el chantaje, pero nadie sugirió que se
pudiera chantajear al presidente de Estados Unidos. Algunos, sin embargo,
vieron las cintas como un recurso útil si Israel se encontraba contra la pared
en Oriente Medio y sin el apoyo de Clinton. Hubo un consenso generalizado de
que el FBI también debía conocer las conversaciones entre Clinton y Lewinsky.
Algunos sugirieron a Yatom que usara el canal privado con Washington para hacer
saber al FBI que el Mossad estaba al tanto de tales conversaciones: sería una
forma nada sutil de obligar a la agencia a abandonar su caza de Mega. Otros
analistas propusieron una política de espera argumentando que la información
sería explosiva cualquiera que fuese el momento en que se revelara. Este punto
de vista prevaleció.
En septiembre de 1998
se publicó el informe Starr. Yatom ya había dejado el cargo. El informe
contenía una breve referencia a las advertencias de Clinton en marzo de 1997
sobre la intervención del teléfono de Lewinsky por parte de una embajada
extranjera.
Starr no había
insistido en el tema cuando Lewinsky declaró ante el Gran Jurado sobre su
affaire con Clinton. Sin embargo, el FBI pudo haber considerado esto como una
prueba mayor de que no podía desenmascarar a Mega.
Seis meses después, el
5 de marzo de 1998, el New York Post publicó una historia de portada sobre las
revelaciones contenidas en este libro. El artículo del Post empezaba así:
«Israel chantajeó al presidente Clinton con las grabaciones de sus
conversaciones sexuales con Mónica Lewinsky, según se afirma en un famoso libro
de reciente publicación. El precio que pagó Clinton por el silencio del Mossad
fue disuadir al FBI de que continuara con la cacería de un "topo"
israelí de alto rango».
Al cabo de pocas horas,
esta completa distorsión de los hechos relatados en el libro (que yo había
repasado cuidadosamente con fuentes en Israel y que Ari ben Menashe, ex
consejero de inteligencia del Gobierno israelí podía confirmar) había
aparecido, a través de la versión del Post, en todos los diarios del mundo.
El punto esencial de mi
historia, que el fiscal Kenneth Starr no había llevado a cabo el procesamiento
de Clinton, se perdió. Starr había anotado en su informe, que el 29 de marzo de
1997 «él [Clinton] le dijo a ella [Lewinsky] que sospechaba que una embajada
extranjera [no especificó cuál] estaba grabando las conversaciones. Si alguien
preguntaba alguna vez sobre el sexo telefónico, ella debía contestar que
estaban al tanto de que sus conversaciones eran escuchadas durante todo el día
y que el sexo era simplemente una simulación».
Las palabras del
presidente indicaban de manera clara que se daba cuenta de que se había
convertido en un blanco potencial para el chantaje. Al hablar con Lewinsky por
un teléfono público —tampoco hay pruebas de que intentara asegurar el teléfono
de la joven—, el presidente se había expuesto claramente a las escuchas
extranjeras y, lo que es más, a las microondas de la Agencia Nacional de
Seguridad. Dado que todo presidente electo recibe, rutinariamente, los informes
de dicha agencia, también debería haber sabido que sus llamadas a Mónica podían
terminar en la fábrica de rumores de Washington.
Una idea del pánico que
mis revelaciones causaron en la Casa Blanca se detecta en esta declaración que
hicieron los portavoces, Barry Toiv y David Leavy, ante la prensa:
P: ¿Por qué se dijo que
el presidente le había comentado a Mónica Lewinsky que estaba preocupado porque
grababan sus conversaciones?
Toiv: Bueno, aparte del
testimonio del presidente sobre el caso, no hemos comentado detalles como ése y
no vamos a empezar a hacerlo ahora.
P: Cuando el presidente
se enteró de esto, ¿estaba preocupado o molesto?
Toiv: Para ser honesto,
desconozco la reacción del presidente en cuanto al libro.
P: ¿Por qué le dijo eso
a Mónica Lewinsky? ¿Por qué le advirtió eso? Toiv: Yo no he contestado esa
pregunta (risas). Lo siento.
P: Sé que no la ha
contestado, pero es muy pertinente.
Toiv: Bueno, una vez
más, no haremos comentarios sobre detalles, aparte de lo que el presidente ha
declarado.
P: No entiendo por qué le parece legítimo no
comentar los supuestos comentarios del presidente sobre las escuchas de un
Gobierno extranjero.
Toiv: Ha habido preguntas sobre toda clase de
comentarios y testimonios, pero nosotros no vamos a añadir nada a las
declaraciones del propio presidente.
P: Eso es porque según
ustedes dicen es indecoroso y se refiere a «exo. Se refiere a la seguridad
nacional de Estados Unidos y a los supuestos comentarios del presidente sobre
las escuchas de un Gobierno extranjero. ¿Y van a seguir sin hacer
comentarios?
Toiv: No voy a añadir
nada nuevo a su declaración.
P: No lo está
negando.
Leavy: Obviamente no sabemos
nada sobre un topo en la Casa Blanca. Pero es una antigua práctica de la gente
que habla en este estrado derivar las reclamaciones a las autoridades
apropiadas que hacen este tipo de investigaciones.
P: ¿Hubo algún intento
del presidente por intervenir en cualquier tipo de investigación para encontrar
al topo?
Leavy: No. No hay
ninguna base para tales afirmaciones.
P: Bueno, sí hay una
base. Hay un testimonio de Lewinsky, bajo juramento, que atribuye al presidente
un comentario sobre las grabaciones de una embajada extranjera...
Leavy: Y Barry ya
contestó esa pregunta.
P: Su contestación fue
que no va a hacer comentarios. Eso no es una respuesta, con todo respeto.
Leavy: Déjenme decir dos cosas. Tbiv: No añadiré nada a mis comentarios. Leavy:
Sí. Definitivamente, yo tampoco voy a agregar nada a los comentarios de Barry.
Pero permítanme decir sólo esto. Tomamos todas las precauciones para asegurar
las llamadas telefónicas del presidente. No existe ninguna base para las
afirmaciones del libro.
P: ¿Se lo ha dicho la
CÍA o el FBI? ¿O simplemente se trata de un reflejo condicionado?
Leavy. Pueden tomarlo
como un hecho probado.
P: Entiendo que
aseguraran sus comunicaciones. Pero si él toma el teléfono y llama a cualquier
ciudadano común a las dos y media de la madrugada, ¿qué nos asegura que ese
teléfono no está intervenido? ¿Acaso su sistema de seguridad prevé tales
situaciones? Leavy: Se hacen algunas
afirmaciones muy serias en este libro y lo que yo estoy diciendo es que no
tienen ningún fundamento. Así que lo dejamos ahí.
Ningún periódico serio
intentó desentrañar unas respuestas tan reveladoras.
Resultó que el Mossad
no era la única organización que había grabado las conversaciones sexuales. El
senador republicano por Arizona, Jon Kyl, miembro del selecto comité de
inteligencia, declaró a su diario local, el Arizona Republic, «que una agencia
de inteligencia puede haber grabado conversaciones telefónicas entre el
presidente Clinton y Mónica Lewinsky. Hay distintas agencias en el Gobierno
cuyo negocio es grabar ciertas cosas por ciertas razones, y fue una de
ellas».
Kyl se negó a
identificar la agencia y/o agencias: «eso es algo sobre lo que no puedo entrar
en detalles». De sus fuentes agregó: «En virtud de quienes son, poseen credibilidad.
Pueden suponer que se trata de gente que durante algún tiempo formó parte del
Gobierno federal». Siguió comparando la existencia de las cintas con las
flagrantes pruebas del escándalo Watergate.
Esas explosivas
declaraciones de un respetado político jamás llegaron a ser de dominio
público.
De acuerdo con una
fuente importante de la inteligencia israelí, Rafi Eitan había recibido una
llamada telefónica de Yatom para recordarle la necesidad de que se mantuviera
alejado de Estados Unidos en el futuro inmediato.
Rafi Eitan no
necesitaba que le dijeran lo irónico que resultaría que lo atraparan con la
misma técnica que lo había convertido en leyenda: el rapto de Adolf Eichmann.
Peor sería todavía que lo eliminaran con los métodos que le habían forjado una
reputación entre los hombres que consideraban el asesinato parte de su
trabajo.
6-- Vengadores
Una tarde cálida, a
mediados de octubre de 1995, un técnico de la división de seguridad interna del
Mossad, Autahat Paylut Medienit, usaba un detector manual para rastrear
micrófonos en un apartamento de la calle Pinsker, en el centro de Tel Aviv. El
apartamento era uno de los muchos refugios del Mossad en la ciudad. La búsqueda
indicaba la importancia de la reunión que iba a celebrarse allí. Satisfecho de
encontrarlo limpio, el hombre abandonó el apartamento.
Los muebles parecían de
saldo: nada combinaba. Algunos cuadros pobremente enmarcados colgaban en las
paredes: vistas turísticas de Israel. Cada habitación tenía su teléfono sin
registrar. En la cocina, en lugar de utensilios domésticos había un ordenador
provisto de módem, una cortadora de papel, un fax y, en el lugar del horno, una
caja fuerte.
Generalmente los pisos
francos servían de alojamiento a estudiantes de la escuela de espías del Mossad,
situada en las afueras de la ciudad, mientras aprendían el trabajo de calle:
cómo seguir a alguien o evitar ser descubiertos, preparar un buzón de
correspondencia seguro e intercambiar información camuflada en un periódico.
Noche y día, las calles de Tel Aviv se convertían en un campo de pruebas bajo
los ojos vigilantes de los entrenadores. De regreso en los refugios, las
lecciones continuaban: cómo instruir a un agente que parte hacia una misión en
el extranjero; cómo escribir cartas con tintas especiales o usar un ordenador
para generar información capaz de ser transmitida en lapsos de una frecuencia
determinada.
Una parte sustancial de
las interminables horas de entrenamiento consistía en trabar relaciones con la
gente común, incapaz de albergar la más mínima sospecha. Yaakov Cohén, que
trabajó veinticinco años como agente en todo el mundo, creía que una de las
razones de su éxito eran las lecciones aprendidas durante esas clases: «Todos
se convertían en instrumentos. Podía mentirles porque la verdad no era parte de
mi relación con ellos. Lo único que importaba era usarlos en beneficio de
Israel. Desde el comienzo aprendí esa filosofía: hacer lo correcto para el
Mossad y para Israel».
Aquellos que no podían
vivir según ese credo eran rápidamente separados del servició. Para David
Kimche, considerado uno de los mejores agentes del Mossad: «Es la vieja
historia. Muchos son los llamados y pocos los elegidos. En ese sentido somos un
poco como la Iglesia católica. Aquellos que se quedan, entablan relaciones que
los acompañarán durante toda su vida. Vivimos según la regla del "hoy por
ti, mañana por mí". Se aprende a poner la propia vida en manos de la
gente. No hay mayor confianza que ésa entre los seres humanos».
Llegado el momento en
que cada hombre o mujer dejaba el refugio para que lo ocupara el siguiente
grupo, esa filosofía se había grabado en su mente. Ahora eran katsas listos
para partir en alguna misión o para ser examinados. Eran conocidos como
«saltadores» porque operaban en el extranjero durante un corto período, así
que, inevitablemente, llamaban a los refugios «trampolines». Sus superiores
desaprobaban tanta imaginación descriptiva.
Finalmente, los refugios eran usados como lugares de encuentro con un
informador o para interrogar a un sospechoso al que cabía la posibilidad de
reclutar como topo.
El único indicio de la
cantidad de gente que trabajaba como topo fue proporcionada por un ex oficial
menor del Mossad, Víctor Ostrovsky. Declaró que en 1991 había «casi treinta y
cinco mil en todo el mundo, veinte mil en activo y quince mil en la reserva. Se
llamaba "negros" a los agentes árabes y "blancos" a los que
no lo eran. Los "avisadores" son agentes usados estratégicamente para
advertir sobre preparativos de guerra: un médico de un hospital sirio que nota
la llegada de un gran número de drogas y medicinas; un empleado portuario que
observa un incremento en la actividad de los buques de guerra».
Algunos de estos
agentes habían recibido su primera instrucción en un piso como el que había sido
meticulosamente revisado aquella tarde de octubre. Más tarde, un grupo de
oficiales superiores de la inteligencia israelí se sentarían alrededor de la
mesa del comedor para decidir un asesinato que contaría con la total aprobación
del primer ministro Yitzhak Rabin.
En los tres años que
llevaba en el cargo, Rabin había asistido a numerosos funerales de las víctimas
de atentados terroristas. Caminaba en cada ocasión detrás de los portadores del
ataúd y veía llorar a los ancianos mientras escuchaban la plegaria final. Con
cada muerte «había hecho un duelo en mi propio corazón». Después leía otra vez
las palabras del profeta Ezequiel: «Y los enemigos sabrán que soy el Señor
cuando haga caer mi venganza sobre ellos».
Esta no era la primera
vez que se hacía sentir la venganza de Rabin; él mismo había participado muchas
veces en algún acto de revancha. El más notable había sido el asesinato del
asistente de Yasser Arafat, Khalil al Wazir, conocido en todo el mundo y por el
ordenador central del Mossad como Abu Jihad, la voz de la Guerra Santa, que
vivía en Túnez. En 1988, Rabin había sido ministro de Defensa de Israel cuando,
en ese mismo apartamento de la calle Pinsker, se tomó la decisión de que Abu
Jihad debía morir.
Durante dos meses,
agentes del Mossad llevaron a cabo un exhaustivo reconocimiento de la finca de
Abu Jihad, en el paraje de Sidi Bou Said, en las afueras de Túnez. Caminos de
acceso, puntos de entrada, altura y tipo de cercas, ventanas, puertas,
cerraduras, defensas, recorrido de los guardias: todo fue grabado y revisado
una y otra vez.
Observaron a la mujer
de Abu Jihad jugando con sus hijos y se acercaron a ella cuando iba de compras
o a la peluquería. Escucharon las conversaciones telefónicas de su marido,
pusieron micrófonos en su dormitorio y los oyeron mientras hacían el amor.
Calcularon las distancias entre las habitaciones, averiguaron qué hacían los
vecinos cuando estaban en casa y anotaron los modelos, colores y marcas de
todos los coches que entraban y salían de la finca.
La regla que Meir Amít
había establecido muchos años antes para cometer asesinatos aún seguía clara en
sus mentes: «Piensen como su blanco y dejen de identificarse con él sólo cuando
aprieten el gatillo».
Satisfecho, el equipo
regresó a Tel Aviv. Durante un mes, practicaron su misión letal en una finca
segura del Mossad, cerca de Haifa, que se parecía a la de Jihad. Desde el
momento en que entraran en la casa, sólo tardarían veintidós segundos en
eliminar a su blanco.
El 16 de abril de 1988
se dio la orden de llevar a cabo la operación.
Esa noche varios Boeing
707 de las Fuerzas Aéreas israelíes partieron desde una base militar al sur de
Tel Aviv. Uno de ellos llevaba a Yitzhak Rabin y a otros oficiales de alto
rango. Su avión se encontraba en permanente contacto seguro con el equipo
ejecutor, ya en su puesto y conducido por un agente cuyo nombre en clave era
Espada. Otro de los aviones iba cargado de equipo para bloquear y rastrear
comunicaciones. Dos 707 más llevaban combustible de repuesto. Muy por encima de
la finca, la flotilla de aviones volaba en círculo, siguiendo cada movimiento
en tierra a través de una radio de frecuencia segura. Un poco después de la
medianoche del 17 de abril, los oficiales de los aviones recibieron el
comunicado de que Abu Jihad había regresado a casa en el Mercedes Benz que
Arafat le regalara con motivo de su boda. Previamente, el equipo había
instalado aparatos de escucha muy sensibles, capaces de registrar todo lo que
sucedía dentro.
Desde su punto de
observación, cerca de la finca, Espada comunicó por micrófono que Abu Jihad
subía las escaleras, caminaba hacia su dormitorio, cuchicheaba con su esposa,
iba de puntillas a besar a su hijo dormido y, finalmente, se dirigía a su
estudio de la planta baja. Los detalles fueron recibidos en el avión de combate
electrónico, una versión del AWAC norteamericano, y derivados a la nave de
Rabin. A las doce y diecisiete minutos, éste ordenó proceder.
Fuera de la casa, el
chófer de Abu Jihad dormía en el Mercedes. Uno de los hombres de Espada se
adelantó, apoyó una Beretta con silenciador en su oído y apretó el gatillo. El
hombre cayó muerto sobre el asiento delantero.
Luego, Espada y otro
miembro del grupo colocaron explosivos en la base de la pesada puerta principal
de hierro: un nuevo tipo de explosivo plástico «silencioso» que hacía poco
ruido al despegar las puertas de sus goznes limpiamente. Dos guardaespaldas de
Jihad, que se encontraban en el vestíbulo de entrada, quedaron tan sorprendidos
por la voladura de las puertas que no atinaron a mo¬verse. También les
dispararon con silenciador.
Espada corrió hacia el
estudio y encontró a Jihad viendo vídeos de la OLP. Cuando se puso de pie,
Espada le disparó dos veces en el pecho. Abu Jihad cayó pesadamente al suelo.
Su agresor se acercó rápidamente y le asestó dos tiros más en la frente.
Cuando salía de la
habitación se topó con la mujer de Abu Jihad. Llevaba a su hijito en brazos.
«Vuelva a su habitación», le ordenó en árabe.
Luego él y sus hombres
se desvanecieron en la noche. Desde el momento en que entraron en la casa hasta
que se fueron habían pasado sólo trece segundos, nueve segundos vitales menos
que en su mejor ensayo.
Por primera vez un
asesinato israelí mereció la condena pública. El ministro Ezer Weizman advirtió
que «liquidar gente no va a mejorar el proceso de paz».
No obstante, los
asesinatos continuaron.
Dos meses después, la
policía sudafricana se vio obligada a revelar un secreto que la presión de
Israel la había forzado a mantener: el Mossad había ejecutado a un hombre de
negocios de Johannesburgo, Alan Kidger, por proporcionar equipo de alta
tecnología a Irán e Irak para fabricar armas bioquímicas. Kidger había sido
encontrado con los brazos y las piernas amputados. El jefe de policía de
Johannesburgo, el coronel Charles Landman, declaró que la muerte era «un claro
mensaje del Gobierno de Israel, a través de su Mossad».
Seis semanas antes de
la ejecución de Abu Jihad, el Mossad había jugado un papel importante en otro
asesinato controvertido, el de tres miembros del IRA desarmados. Resultaron
muertos a balazos una tarde de domingo en Gibraltar por un grupo de tiradores
de los Servicios Aéreos Especiales británicos.
En años anteriores,
algunos de sus colegas de la inteligencia británica habían sido invitados a Tel
Aviv, por Rafi Eitan, para presenciar de qué manera el Mossad ejecutaba a
terroristas árabes en los arrabales de Beirut y en el valle del Beká.
Cuatro meses antes de
la matanza de Gibraltar, los agentes del Mossad habían iniciado su propia
vigilancia sobre Mairead Farrell, Sean Savage y Daniel McCann, en la creencia
de que una vez más se encontraban «en vías de comprar armas a los árabes».
El estrecho interés del
Mossad en las actividades del IRA se remontaba a los tiempos del Gobierno de
Margaret Thatcher, cuando Rafi Eitan había sido invitado a Belfast, en el más
absoluto secreto, para instruir a las fuerzas de seguridad sobre las crecientes
conexiones entre los terroristas irlandeses y Hezbolá.
Llegué un día de
lluvia. Llovió todos los días mientras estuve en Irlanda. Les conté a los
británicos todo lo que sabíamos. Luego fui a dar un paseo por la provincia,
hacia la frontera con la república de Irlanda. Tuve buen cuidado de no cruzar.
Imaginen lo que hubiera dicho el Gobierno irlandés si me pescaban. Antes de
partir, arreglé con los SAS para que vinieran a Israel a ver algunos de
nuestros métodos para el tratamiento de terroristas.
Desde esos tempranos
comienzos se había creado una estrecha relación entre los SAS y el Mossad.
Oficiales de alto rango del servicio secreto israelí volaban a menudo al
cuartel general de los SAS, en Hereford, para instruir a la División Aérea
Especial sobre operaciones en Oriente Medio. Por lo menos en una ocasión,
unidades conjuntas del Mossad y los SAS siguieron el rastro de varios miembros
importantes del IRA, desde Belfast a Beirut, y los fotografiaron en reuniones
con miembros de Hezbolá.
En octubre de 1987, los
agentes del Mossad siguieron el rastro del carguero Eksund en su desplazamiento
por el Mediterráneo con ciento veinte toneladas de armas a bordo, incluidos
misiles, lanzadores de granadas, ametralladoras, explosivos y detonadores. Todo
había sido adquirido a través de los contactos del IRA en Beirut. El Eksund fue
interceptado por las autoridades francesas.
Incapaz de progresar
con las autoridades irlandesas —debido a la oposición de Israel al papel de
Irlanda en el mantenimiento de la paz en el Líbano—, el Mossad utilizaba a los
SAS como conducto para advertir a Dublín sobre otros embarques de armas para el
IRA.
Los agentes del Mossad
que seguían los pasos del comando del IRA en España se dieron cuenta
rápidamente de que no estaban allí para encontrarse con traficantes de armas o
para establecer contacto con ETA, el grupo terrorista vasco. No obstante, el
Mossad continuó tras los pasos de la Unidad Antiterrorista española, que
también seguía al trío irlandés.
Al principio, la
actitud de los españoles fue mantenerlos a distancia. Ésta era su operación, en
la que por primera vez trabajaban seriamente con el MI5 y los SAS para ocuparse
del IRA. Comprensiblemente, los españoles querían asegurarse la gloria en caso
de que la operación fuera un éxito. El Mossad les hizo saber que sólo quería
ayudar. Aliviados, los españoles comenzaron a colaborar con los israelíes;
cuando perdieron el rastro de Mairead Farrell, un katsa la localizó. Descubrió
que había alquilado otro coche, un Fiesta blanco, y lo había estacionado con
sesenta y cuatro kilos de Semtex y treinta y seis kilos de granadas de
metralla, en un aparcamiento subterráneo de Marbella.
El lugar de veraneo de
moda no sólo es el refugio favorito contra el crudo sol del desierto donde
muchos árabes famosos pasan su tiempo soñando con el día en que el odiado
Israel sea vencido, sino que está a un tiro de piedra de Puerto Banús, donde
muchos millonarios del petróleo atracan sus yates de lujo.
El Mossad había temido
durante mucho tiempo que esos yates atravesaran el Mediterráneo con armas y
explosivos de contrabando para los terroristas árabes. El coche de Farrell
podía estar estacionado allí con ese propósito: listo para ser llevado a bordo
de un crucero hacia Tierra Santa.
El equipo del Mossad mantuvo
su vigilancia sobre el vehículo. También localizó a Farrell al volante de otro
Fiesta, el mismo que había utilizado para transportar por España a Savage y
McCann durante las últimas tres semanas. Dos de los agentes siguieron a la
unidad del IRA cuando se dirigía al sur, hacia Puerto Banús. Diez minutos
después de dejar Marbella, Farrell se desvió y continuó por la costa.
Por la radio de su
automóvil, usando la frecuencia de la policía, el katsa advirtió a los
españoles que el trío del IRA se dirigía hacia Gibraltar. Los españoles
alertaron a las autoridades británicas. Los equipos de los SAS tomaron
posiciones. Horas más tarde, Farrell, McCann y Savage fueron liquidados a
balazos. No se les dio ninguna oportunidad de rendirse. Fueron ejecutados.
Una semana después,
Stephen Lander, el oficial del MI5, se arrogó oficialmente el éxito de la
operación. El que luego sería director general del MI5 telefoneó a Admoni para
agradecerle la colaboración del Mossad en el asesinato.
Aquella noche de
octubre de 1995, en el piso de la calle Pinsker, estaba todo listo para la
reunión que decidiría el siguiente asesinato. La víctima de la ejecución era el
jefe religioso de la Jihad, la Guerra Santa islámica, Fathi Shiqaqi. El Mossad
había establecido que su grupo era responsable de la muerte de más de veinte
pasajeros israelíes de un autobús destruido el mes de enero anterior por dos
terroristas suicidas en la pequeña ciudad de Beit Lid.
Con el incidente, el
número de ataques terroristas superaba los diez mil en el último cuarto de
siglo. Durante ese período, más de cuatrocientos israelíes habían sido
asesinados y, otros mil, heridos. Muchos de los responsables de este catálogo
de matanzas y mutilaciones habían sido cazados y ejecutados en situaciones que
el katsa Yaakov Cohén describía como «esos callejones sin nombre donde un
cuchillo puede ser más efectivo que una pistola, donde se trata de matar o
morir».
En este mundo
despiadado, Shiqaqi había sido endiosado por su gente. Él en persona había garantizado
a los terroristas de Beit Lvl el perdón por transgredir la ey inviolable del
islam contra el suicidio. Con ese fin, había estudiado el Corán en busca de
razones filosóficas sobre la opresión que infunde nuevas fuerzas a los
oprimidos. Para conseguir terroristas suicidas explotaba las debilidades de
jóvenes desequilibrados que, como los kamikazes japoneses durante la segunda
guerra mundial, se encaminaban a su propio fin en estado de fervor religioso.
Después, Shiqaqi había pagado las esquelas en el periódico de la Jihad y, en
las oraciones del viernes, había alabado su sacrificio y asegurado a las
familias que sus seres queridos se habían ganado un lugar en el paraíso.
En la tensión de las
calles donde actuaba la organización se había vuelto una cuestión de honor
familiar entregar un hijo a Shiqaqi para el sacrificio. Aquellos que morían
eran recordados todos los días, después de que el muecín iniciara su lamento
llamando a la oración de los fieles a través de los altavoces cascados. En la
oscura frialdad de las mezquitas al sur del Líbano, su memoria se mantenía
viva.
Elegidos los nuevos
reclutas y seleccionado el blanco, Shiqaqi entregaba a los jóvenes a los
fabricantes de bombas. Eran los estrategas que estudiaban las fotos del blanco
y calculaban qué cantidad de explosivos sería necesaria. Como antiguos
alquimistas, trabajaban por experiencia e instinto, y su lenguaje estaba lleno
de palabras mortales: «oxidante», «densificador», «plastilinas» y«depresores de
congelamiento». Ésta era la gente de Shiqaqi. Usando la frase de uno de los
líderes de su peor enemigo, Israel, les decía a todos: «Peleamos, luego
existimos».
Aquella noche de
octubre, cuando su suerte iba a ser echada en una casa de Tel Aviv, Shiqaqi
estaba en su casa de Damasco con su esposa, Fathia. El apartamento no se
parecía en absoluto a los miserables campos de refugiados donde lo veneraban.
Las costosas alfombras y tapices eran regalo de los ayatolás iraníes. Había una
foto enmarcada en oro con Muammar al Gaddafi, recuerdo del líder libio y un
juego de café de plata, regalo del presidente de Siria. La vestimenta de
Shiqaqi nada tenía que ver con la sencilla túnica que usaba en su cruzada entre
las masas pobres del sur del Líbano. En casa, usaba ropa de los mejores
tejidos, comprada en la calle Savile de Londres, y calzaba zapatos hechos a
medida en Roma, no las sandalias de bazar que llevaba en público.
Mientras comía su
cuscús favorito, Fathi aseguraba a su esposa que estaría a salvo en su futuro
viaje a Libia para conseguir más fondos de Gaddafi. Esperaba regresar con un
millón de dólares, la suma total que había pedido por fax al cuartel general
revolucionario de Libia, en Trípoli. Como de costumbre, el dinero sería lavado
a través de un banco libio en La Valletta, Malta. Shiqaqi pensaba pasar menos
de un día en la isla antes de tomar un avión de regreso a casa.
Las noticias de su
escala en Malta habían entusiasmado a sus dos hijos adolescentes, que le
hicieron un encargo: media docena de camisas cada uno, de una tienda de Malta
donde había comprado en otras ocasiones.
Fathia Shiqaqi diría
después: «Mi marido insistía en que si los israelíes planeaban algún movimiento
en su contra ya habrían actuado. Los judíos siempre responden rápido a un
incidente. Pero mi marido estaba seguro de que en su caso no harían nada que
pudiera enojar a Siria».
Hasta tres meses antes,
Shiqaqi hubiera juzgado correctamente las intenciones de Tel Aviv. A principios
del verano de 1995, Rabin había desistido del plan de poner una bomba en su apartamento
del suburbio occidental de Damasco. Uri Saguy, por entonces jefe de
inteligencia militar y cabeza suprema efectiva de la inteligencia israelí,
incluso con autoridad sobre el Mossad, le había comunicado a Rabin que había
detectado «un cambio de marea en Damasco. Assad sigue siendo nuestro enemigo en
la superficie, pero la única manera de vencerlo es hacer lo inesperado. Y eso
significa abandonar los Altos del Golán. Sacar a nuestra gente de allí. Es un
precio alto. Pero es el único modo de conseguir una paz duradera».
Rabin le había hecho
caso. Sabía cuánto le habían costado a Saguy los Altos del Golán. Había pasado
la mayor parte de su carrera militar defendiendo ese terreno escarpado. Había
sido herido cuatro veces defendiéndolo. Sin embargo, estaba dispuesto a dejar
de lado todas esas consideraciones por la paz de Israel.
El primer ministro
había pospuesto los planes del Mossad para eliminar a Shiqaqi, mientras Saguy
continuaba explorando la posibilidad de materializar sus esperanzas.
Estas se habían
marchitado con el calor del verano y Rabin, ahora ganador del Premio Nobel de
la Paz, había ordenado la ejecución de Shiqaqi.
Shabtai Shavit, en su
última operación de envergadura como jefe del Mossad, ordenó a un agente
«negro» de Damasco proseguir con la vigilancia del apartamento de Shiqaqi. El
equipo norteamericano del agente era suficientemente sofisticado como para
anular los circuitos defensivos de su sistema de comunicaciones ruso.
Los detalles del
inminente viaje de Shiqaqi a Libia y Malta fueron comunicados a Tel Aviv. Aquella noche de octubre de 1995, los jefes
de los tres servicios de inteligencia más poderosos de Israel se abrieron paso
entre la multitud, caminando por la calle Pinsker. Todos ellos apoyaban las
condiciones para ejecutar a un enemigo de Israel que Meir Amit había planteado
claramente mientras estaba al frente del Mossad.
No habría matanzas de
líderes políticos; éstos debían ser tratados por medios políticos. No se
mataría a la familia de los terroristas; si sus miembros se interponían en el
camino, ése no era nuestro problema. Cada ejecución tenía que ser autorizada
por el primer ministro del momento. Y todo debía ha¬cerse según el reglamento.
Había que redactar un acta de la decisión tomada. Todo limpio y claro. Nuestras
acciones no deben ser vistas como crímenes patrocinados por el Estado sino como
la última sanción judicial que el Estado puede ofrecer. No deberíamos ser
diferentes del verdugo o de cualquier ejecutor legalmente nombrado. Desde la exitosa cacería de los nueve
terroristas que habían asesinado a los atletas israelíes en los Juegos
Olímpicos de 1972, todos los asesinatos habían seguido al pie de la letra estas
reglas. Casi veintitrés años después de que Meir Amit estableciera las normas
para las matanzas por razones de Estado, sus sucesores se encaminaban hacia el
piso de la calle Pinsker.
El primero en llegar
fue Shabtai Shavit. Sus colegas opinaban con malevolencia que tenía aspecto de
conserje de hotel barato, con la ropa cuidadosamente planchada y un apretón de
manos que nunca mantenía firme. Llevaba tres años en el cargo y daba la
impresión de que no sabía cuánto tiempo iba a durar en él.
Luego llegó el general
de brigada Doran Tamir, oficial principal de inteligencia de las Fuerzas de
Defensa israelíes. Ágil y en la flor de la vida, todo en él expresaba la
autoridad que proviene de muchos años de mando.
Por último llegó Uri
Saguy. Entró en el piso como un dios guerrero en su camino hacia un futuro aún
más brillante que su posición de director de Aman, el servicio de inteligencia
militar. Cortés y autoexigente, continuaba provocando la división de opiniones
entre sus iguales porque aseguraba que, a pesar de sus renovadas bravatas,
Siria estaba dispuesta a hablar de paz.
La relación entre los tres
hombres era, según Shavit «cautelosamente cordial».
Uri Saguy dijo: «No
podemos compararnos unos con otros. Como jefe de Aman, yo podía darles
indicaciones. Había competencia entre nosotros pero, mientras sirviéramos al
mismo propósito, estaba bien».
Durante dos horas
estuvieron sentados alrededor de la mesa revisando el plan para asesinar a
Shiqaqi. Su ejecución sería un acto de pura venganza, el principio del ojo por
ojo bíblico que para los israelíes justificaba tales matanzas. Aunque, a veces,
el Mossad mataba a quienes se negaban tercamente a apoyar las aspiraciones de
Israel. Entonces, en vez de arriesgarse a que su talento cayera en manos
enemigas, también los eliminaba sin piedad.
El doctor Gerald Bull,
un científico canadiense, era el mayor experto mundial en balística de cañones.
Israel había hecho muchos intentos infructuosos de comprar sus conocimientos.
En cada ocasión Bull había dejado claro su falta de aprecio por el Estado
judío.
En cambio, había
ofrecido sus servicios a Saddam Hussein para construir una super arma capaz de
lanzar proyectiles con cabeza nuclear, química o bacteriológica desde Irak,
directamente hacia Israel. El supercañón medía ciento cincuenta metros de largo
y estaba fabricado con treinta y dos toneladas de acero procedente de firmas
británicas. En 1989, se había probado un prototipo en un polígono de Mosul, al
norte de Irak. Saddam Hussein había ordenado que se construyeran tres armas, a
un coste de veinte millones de dólares. Bull fue contratado como consejero por
un millón de dólares. El proyecto llevaba el nombre en clave de Babilonia.
Su compañía, la
Corporación de Investigaciones Espaciales, estaba registrada en Bruselas como
empresa dedicada al diseño de armas. Desde allí había enviado instrucciones a
los proveedores europeos, veinte de ellos de Gran Bretaña, para comprar
componentes de alta tecnología.
El 17 de febrero de
1990, un katsa de Bruselas obtuvo copias de documentos que describían las metas
técnicas de Babilonia: la superarma consistiría realmente en un misil balístico
de alcance intermedio. El corazón del sistema de lanzamiento del arma estaría
formado por misiles Scud, agrupados en racimos de ocho, que darían a las
cabezas un alcance de 2.000 kilómetros. Eso colocaría en el punto de mira no sólo
a Israel, sino también a muchas ciudades europeas. Bull creía posible fabricar
un supercañón capaz de acertar directamente en Londres desde Bagdad.
El director general del
Mossad, Admoni, solicitó de inmediato audiencia al primer ministro, Yitzhak Shamir.
Un antiguo guerrillero urbano que había combatido a los ingleses sin cuartel
durante las últimas semanas de dominio británico, Shamir era la clase de líder
político que agradaba al Mossad, listo para apoyar la destrucción de los
enemigos de Israel si, llegado el momento crítico, todo lo demás fallaba. En
los años sesenta, cuando los fabricantes de cohetes nazis trabajaban en Egipto
para crear armas de largo alcance, capaces de llegar hasta Israel a través del
Sinaí, Shamir había sido convocado por el Mossad por su experiencia en la
planificación de asesinatos. Su especialidad durante el Mandato había sido
desarrollar métodos para eliminar soldados británicos. Shamir había enviado a
antiguos miembros de su grupo clandestino a asesinar a los científicos alemanes.
Algunos de estos verdugos habían sido miembros fundadores de la unidad kidon
del Mossad.
Shamir pasó poco tiempo
estudiando el expediente del Mossad sobre Bull. El servicio había hecho su
trabajo, impecable como de costumbre, y rastreado la carrera de Bull hasta la
época en que, con veintidós años, se había doctorado en física y se había
puesto a trabajar para el Gobierno canadiense. Allí había tenido encontronazos
con los funcionarios de carrera que sembraron las semillas de lo que se
convertiría en un eterno odio por los burócratas. Se había instalado como
consejero privado, un «pistolero a sueldo» según constaba literalmente en su
expediente con un humor bastante macabro.
Su reputación como
inventor de armamento se afianzó cuando en 1976 diseñó un obús calibre 45 capaz
de alcanzar blancos situados a 37 kilómetros de distancia: por entonces, el
alcance máximo de la única arma comparable que poseía la OTAN de veinticinco
kilómetros. Pero, una vez más, Bull se sintió molesto con las actitudes
gubernamentales. Los miembros de la OTAN no pudieron adquirir el arma porque
los principales fabricantes europeos contaban con lobbies políticos muy
efectivos. Bull acabó vendiendo el arma a Sudáfrica.
Luego se mudó a China
para ayudar al Ejército Revolucionario del Pueblo a desarrollar sus misiles.
Bull mejoró los cohetes Gusano de seda dándoles un mayor alcance y una mayor
carga explosiva. Posteriormente, China vendió series de esos cohetes a Saddam
Hussein. Al principio Irak los utilizó en la larga guerra contra su país
vecino, Irán. Pero en las plataformas de lanzamiento iraquíes quedaron
suficientes Gusanos de seda para hacer creer a Israel que serían usados en su
contra.
Entretanto, el proyecto
Babilonia seguía adelante. Ya se había probado la capacidad de fuego de un
prototipo más avanzado. Los oponentes al régimen de Saddam, reclutados por
Israel como informadores del Mossad, revelaron que las cabezas de los misiles
habían sido diseñadas para transportar armas biológicas y químicas.
La tarde del 20 de
marzo de 1990, el primer ministro Yitzhak Shamir acordó con Nahum Admoni que
Bull debía morir.
Dos días después de que
se tomara la decisión, un equipo de dos hombres llegó a Bruselas. Allí los
esperaba el agente que había vigilado las actividades de Bull.
A las 6:45 de la tarde
del 22 de marzo, los tres hombres se dirigieron en un coche alquilado al
edificio donde vivía Bull. Cada ocupante llevaba un arma en una pistolera, bajo
la chaqueta. Veinte minutos más tarde, Bull,
un hombre de sesenta y un años, acudía a la llamada del timbre de su lujoso
apartamento. Recibió cinco disparos en la cabeza y el cuello. Sus atacantes se
alternaron para dispararle. Quedó tendido en la puerta. Más tarde, el hijo de
Bull, Michael, insistió en que su padre había sido prevenido de que el Mossad
iba a eliminarlo. No podía decir quién le había hecho la advertencia ni por qué
su padre la había ignorado.
Una vez que el equipo
estuvo a salvo en casa, el Departamento de Psicología difundió rumores en los
medios de comunicación de que Gerald Bull había muerto porque pensaba renegar
de su trato con Saddam Hussein. Ahora, cinco años después, las tácticas usadas
para ejecutar a Bull, un científico a quien Israel consideraba tan terrorista
como Fathi Shiqaqi, iban a ser puestas en práctica una vez más, por orden
expresa de otro primer ministro, Yitzhak Rabin.
El 24 de octubre de
1995, dos hombres de casi treinta años cuyos nombres en clave eran Gil y Ran
salieron de Tel Aviv en vuelos separados. Ran voló a Atenas y Gil, a Roma. En
los respectivos aeropuertos de llegada recibieron un pasaporte británico nuevo
que les entregó un colaborador local. Llegaron a Malta en un vuelo de la tarde
y se registraron en el hotel Diplomat, en el puerto de La Valletta.
Esa mañana, a Ran le
fue enviada una moto. Dijo al personal del hotel que pensaba usarla para
recorrer la isla.
Nadie en el
establecimiento recordaba que los dos hombres tuvieran algún contacto. Pasaron
la mayor parte del tiempo en sus habitaciones. Cuando uno de los botones
comentó que el maletín Samsonite de Gil era muy pesado, éste le guiñó un ojo y
le dijo que estaba lleno de lingotes de oro.
Esa noche, un carguero
que había salido de Haifa hacia Italia envió un mensaje por radio a las
autoridades del puerto maltes diciendo que tenía una avería en las máquinas y
que, mientras la reparaba, el buque permanecería anclado cerca de la isla. A
bordo del carguero iban Shabtai Shavit y un. grupo de técnicos en
comunicaciones del Mossad. Establecieron contacto por radio con Gil, cuyo
maletín contenía un receptor pequeño pero potente.
» Los cierres del
maletín debían ser abiertos en sentido contrario a las agujas del reloj para
desactivar los fusibles de las dos cargas colocadas en la tapa, diseñadas para
explotar en la cara de cualquiera que intentara abrirlo en el sentido de las
agujas del reloj. La antena romboidal de la radio, un cable de fibra óptica de
cuatrocientos metros, estaba enrollado para formar un disco de quince
centímetros de diámetro. El disco estaba conectado a cuatro polos soldados en
una esquina del Samsonite. Durante esa noche Gil recibió numerosos mensajes
desde el barco.
Fathi Shiqaqi había llegado
ese día, más temprano, en el ferry Trípoli-La Valletta. Iba acompañado por
guardaespaldas libios que se habían quedado a bordo; eran responsables de la
seguridad de Shiqaqi mientras estuviera en el barco. Antes de desembarcar se
había afeitado la barba. Se identificó ante las autoridades maltesas de
inmigración como Ibrahim Dawish, con pasaporte libio. Después de registrarse en
el hotel Diplomat pasó varias horas en cafés, frente al mar, tomando infinidad
de tazas de café y comiendo tortas árabes. Hizo varias llamadas
telefónicas.
Al día siguiente,
Shiqaqi iba con las camisas prometidas a sus hijos caminando por la costa,
cuando dos hombres en una moto se le acercaron. Uno de ellos le disparó seis
tiros a quemarropa en la cabeza. Murió instantáneamente. Los motoristas
desaparecieron. Ninguno de ellos fue encontrado. Una hora más tarde un bote de
pesca salió de La Valletta y ancló junto al carguero. Poco después, el capitán
comunicó a las autoridades del puerto que las máquinas habían sido reparadas de
manera provisional pero que debía regresar a Haifa para un arreglo
definitivo.
En Irán, patria
espiritual de Shiqaqi, los dignatarios religiosos impusieron un día de duelo
nacional. En Tel Aviv, cuando se le pidió un comentario sobre el hecho, Yitzhak
Rabin respondió: «Desde luego, no estoy triste».
Unos días después, el 4
de noviembre de 1995, Rabin fue asesinado en una manifestación por la paz en
Tel Aviv, cerca de la casa donde se había orquestado la ejecución de Shiqaqi.
Rabin murió a manos de un judío fanático, Yigal Amir, que en muchos sentidos
poseía la misma falta de piedad que el primer ministro tanto había admirado en
el Mossad.
Yitzhak Rabin, el
halcón que se había convertido en paloma, el poderoso líder político que se
había dado cuenta de que la única posibilidad de paz en Oriente Medio era,
parafraseando su libro favorito, la Biblia, «convertir las espadas en arados y
trabajar la tierra con nuestros vecinos árabes», fue asesinado por uno de los
suyos porque no quiso aceptar que sus enemigos judíos iban a comportarse con la
misma ferocidad que sus adversarios árabes, ambos decididos a destruir el
futuro.
En 1998 había cuarenta
y ocho miembros en la unidad kidon, seis de ellos mujeres. Todos veinteañeros y
muy aptos. Vivían y trabajaban lejos del cuartel general del Mossad en Tel
Aviv, en un área restringida de una base militar en el desierto del Negev. La
instalación podía ser adaptada para parecerse a una calle o edificio donde se
debía llevar a cabo el asesinato. Había coches para la huida y una pista con
obstáculos que sortear.
Los instructores eran
ex miembros de la unidad que supervisaban las prácticas con todo tipo de armas
y enseñaban a esconder bombas, administrar una inyección letal entre la
multitud y hacer que una muerte pareciera accidental. Los kidon veían películas
sobre asesinatos logrados —el del presidente Kennedy, por ejemplo—, estudiaban
las caras y hábitos de los blancos potenciales almacenados en sus ordenadores
de alta seguridad memorizaban los cambiantes planos de las ciudades más
importantes, así como las instalaciones de puertos y aeropuertos.
La unidad trabajaba en
equipos de cuatro, que viajaban con regularidad al extranjero para
familiarizarse con Londres, París, Frankfurt y otras ciudades europeas.
Realizaban también ocasionales viajes a Nueva York, Los Angeles y Toronto.
Durante estas salidas, el equipo iba acompañado de instructores que observaban
su habilidad para planear operaciones sin llamar la atención. Los blancos se
elegían entre los colaboradores locales que se ofrecían como voluntarios; se
les decía solamente que formaban parte de un ejercicio de seguridad para
proteger una sinagoga o un banco. Los voluntarios se encontraban con que eran
asaltados en plena calle y arrojados al interior de un coche o despertaban en
mitad de la noche frente al cañón de una pistola.
Los kidon se tomaban
estos ejercicios muy seriamente, porque cada equipo estaba al tanto de lo que
se conocía como «el fracaso Lillehammer».
En julio de 1973, en
plena cacería de los asesinos de los atletas israelíes de Munich, el Mossad
recibió el dato de que Ali Hassan Salameh, el Príncipe Rojo, que había planeado
la operación, se encontraba trabajando de camarero en el pueblecito de
Lillehammer, en Noruega.
El entonces director de
operaciones, Michael Harari, había reunido un equipo que no pertenecía a la
unidad kidon; sus miembros estaban desparramados por todo el mundo,
persiguiendo a los restantes terroristas que habían participado en la masacre.
El equipo de Harari no tenía experiencia sobre el terreno, pero él confiaba en
que su propio bagaje como katsa, en Europa, fuera suficiente. Formaban parte
del grupo dos mujeres, Sylvia Rafael y Marianne Gladnikoff, y un argelino,
Kemal Bename, que había sido correo de Septiembre Negro hasta que Harari lo
convenció para que se convirtiera en agente doble.
La operación se había
encaminado al desastre desde el principio. La llegada de una docena de
extranjeros a Lillehammer, donde no había habido ningún asesinato durante
cuarenta años, levantó todo tipo de sospechas. La policía local empezó a
vigilarlos. Los oficiales estaban cerca cuando Harari y su equipo mataron a un
camarero marroquí llamado Ahmed Bouchiki que no tenía ninguna relación con el
terrorismo y que ni siquiera se parecía a Salameh. Harari y parte de su
escuadrón pudieron escapar. Pero seis agentes del Mossad fueron apresados,
incluidas las dos mujeres.
Lo confesaron todo y
revelaron por primera vez los métodos de asesinato del Mossad, así como otros
detalles igualmente comprometedores acerca de las actividades clandestinas del
servicio. Las mujeres, junto a sus colegas, fueron acusadas de asesinato en
segundo grado y sentenciadas a cinco años de prisión.
A su vuelta a Israel,
Harari fue despedido y toda la red subterránea del Mossad en Europa — refugios,
apartados postales y teléfonos secretos— tuvo que ser abandonada. Aquello había
ocurrido seis años antes de que Ali Hassan Salameh muriera finalmente en la
operación organizada por Rafi Eitan, que dijo, «Lillehammer fue un ejemplo de
lo que pasa cuando se usa a gente inadecuada para un trabajo inadecuado. Nunca
debió haber ocurrido y no debe volver a ocurrir».
Pero pasó.
El 31 de julio de 1997,
un día después de que dos terroristas suicidas de Hamas mataran a quince personas
e hirieran a otras ciento cincuenta y siete en un mercado de Jerusalén, el jefe
del Mossad, Danny Yatom, asistió a una reunión presidida por el primer ministro
Benyamin Netanyahu. El primer ministro había asistido a una conmovedora
conferencia de prensa, en la que había prometido no descansar hasta que los
patrocinadores de esos terroristas suicidas dejaran de ser una amenaza.
Públicamente, Netanyahu
se mostraba tranquilo y decidido, sus respuestas eran medidas y magistrales:
Hamas no escaparía a las represalias, pero la forma en que serían encaradas no
era materia de discusión. Éste era el Bibi de los días de Netanyahu en la CNN,
durante la guerra del Golfo, cuando se había ganado repetidas alabanzas por sus
declaraciones terminantes sobre las reacciones de Saddam Hussein y cómo eran
vistas en Israel.
Pero ese día sofocante,
lejos de las cámaras y rodeado sólo por Yatom, otros oficiales superiores de
inteligencia y sus propios asesores políticos, Netanyahu ofrecía una imagen muy
diferente. No se mostraba frío ni analítico. Todo lo contrario: en la repleta
sala de conferencias contigua a su oficina, interrumpía frecuentemente para
gritar que iba «a atrapar a esos mal nacidos de Hamas, aunque sea lo último que
haga».
Añadió, según ha
contado uno de los presentes, que «ustedes están aquí para decirme cómo va a
suceder esto. Y no quiero leer nada en los diarios acerca de la venganza de
Bibi. Se trata de justicia. Un justo pago».
Los términos de la
acción quedaban claros.
Yatom, acostumbrado a
los cambios de humor del primer ministro, estaba sentado en silencio mientras
Netanyahu seguía vociferando. «Quiero sus cabezas. Los quiero muertos. No me
interesa cómo se haga, sólo quiero que se haga. Y quiero que se haga cuanto
antes.»
La tensión creció
cuando Netanyahu pidió a Yatom una lista de todos los líderes de Hamas y sus
respectivos paraderos. Ningún primer ministro había pedido antes detalles tan
delicados en la etapa inicial de una operación. Más de uno pensó que Bibi
estaba sugiriendo que iba a ponerse manos a la obra en aquel asunto.
El hecho de que el
servicio estuviera siendo forzado a acercarse demasiado a Netanyahu aumentó la
inquietud de varios oficiales del Mossad. Quizá consciente de este hecho, Yatom
le contestó que entregaría la lista más adelante. En cambio, el jefe del Mossad
sugirió que «era el momento de ver el lado práctico de las cosas». Localizar a
los líderes de Hamas sería como «buscar ratas concretas en las cloacas de
Beirut».
Una vez más, Netanyahu
saltó. No quería excusas, quería acción. Y quería que empezara «aquí y
ahora».
Al final de la reunión,
varios oficiales de inteligencia tenían la impresión de que Bibi Netanyahu
había cruzado la delgada línea que separa la conveniencia política de las
exigencias operativas. No había ningún hombre en la sala que no se diera cuenta
de que Netanyahu necesitaba imperiosamente un golpe de publicidad para
convencer a la gente de que su política de dureza frente al terrorismo, que lo
había llevado al poder, no era sólo retórica. Había superado escándalo tras
escándalo y salido indemne al dejar que otros cargaran con las culpas. Su
popularidad estaba más baja que nunca. Su vida personal no dejaba de salir en
la prensa. Necesitaba desesperadamente demostrar que todavía estaba al mando. Entregar
la cabeza de un líder de Hamas era un medio efectivo para lograrlo.
Un oficial superior
habló, indudablemente, por todos, cuando dijo: «Si bien estábamos de acuerdo en
que cortar la cabeza de la serpiente era eliminarla, las prisas nos preocupaban.
Toda la perorata de Bibi sobre una acción inmediata era una completa tontería.
Cualquier operación de ese tipo requiere una cuidadosa planificación; Bibi
quería resultados, como si aquello fuera un juego de ordenador o alguna de esas viejas películas de acción
que suele ver. Pero el mundo real no funciona así». Yatom ordenó un completo rastreo de los
países árabes y envió katsas a Gaza y a la franja occidental para descubrir más
sobre el paradero de las figuras que controlan Hamas desde las sombras. A lo
largo de agosto de 1997, fue llamado varias veces por el primer ministro para
informar sobre sus progresos. No había ninguno. En la comunidad de inteligencia
israelí corrían los comentarios acerca de cómo el primer ministro había
ordenado que Yatom pusiera más hombres sobre el terreno y se empezaba a
sospechar que si no veía resultados rápidos iba a iniciar «otras acciones». Si
Netanyahu intentaba que esto fuera una torpe amenaza al jefe del Mossad, no
tuvo éxito. Yatom decía simplemente «que estaba haciendo todo lo posible». La
implicación tácita era que, si el primer ministro deseaba despedirlo, estaba en
su derecho, pero que en el debate público que inmediatamente seguiría Netanyahu
debería responder a preguntas sobre su propio papel. Pero el primer ministro
continuaba presionando para que mataran a un líder de Hamas y para que lo
hicieran lo antes posible.
En septiembre de 1997
Netanyahu había empezado a llamar a Yatom noche y día para exigirle resultados.
El presionado jefe del Mossad cedió. Sacó agentes de otras sedes. Según uno de
ellos: «Que Yatom reorganizara el mapa era un sometimiento a las demandas de
Bibi. Yatom es un tipo duro, pero cuando llegaba el tira y afloja no podía
compararse con Bibi, que había empezado a recordarle qué rápido había
organizado su hermano el raid sobre Entebbe. La comparación no tenía pies ni
cabeza. Pero así son las cosas con Bibi: echa mano de cualquier cosa que lo
ayude a lograr sus propósitos».
El 9 de septiembre
llegaron noticias a Tel Aviv de que Hamas había golpeado otra vez y herido a
dos guardaespaldas de la embajada israelí, recientemente abierta en Ammán,
capital de Jordania.
Tres días más tarde,
antes de que empezara el sabbat, Netanyahu invitó a almorzar a Yatom en su
residencia de Jerusalén. Los dos hombres comieron sopa, ensalada y un plato de
carne regados con cerveza y agua mineral. El primer ministro inmediatamente
sacó a colación el ataque de Ammán. ¿Cómo pudieron los tiradores acercarse
tanto para disparar? ¿Cómo no había existido ninguna advertencia previa? ¿Qué
estaba haciendo al respecto el destacamento del Mossad?
Yatom interrumpió a
Netanyahu en medio de su discurso: había un líder de Hamas, llamado Khalid
Meshal, que dirigía la oficina política de la organización en la ciudad. Meshal
había pasado semanas viajando por varias ciudades árabes, pero ya había
regresado a Ammán. Netanyahu estaba
fascinado. «Entonces vayan y derríbenlo —dijo a través de la mesa—. Carguemelo.
Mande a su gente para hacerlo.»
Tenso por seis semanas
de implacable presión por parte de un primer ministro que había demostrado no
tener ni idea de la delicadeza que requería cualquier operación de
inteligencia, el jefe del Mossad le dio una precisa lección. Con ojos echando
chispas detrás de las gafas, le advirtió que lanzar un ataque en Ammán
destruiría la relación con Jordania que su antecesor, Yitzhak Rabin, había
establecido. Matar a Meshal en suelo jordano pondría en peligro todas las
operaciones del Mossad en un país que había brindado un flujo continuo de
información sobre Siria, Irak y los extremistas palestinos. Yatom sugirió que
sería mejor esperar a que Meshal abandonara otra vez el país para dar el
golpe.
«Excusas. Eso es todo
lo que me da —gritó Netanyahu—. Quiero acción y la quiero ahora. La gente
quiere acción. Pronto será Rosh Hashanah [el Año Nuevo judío]. Este será mi
regalo.» Desde ese momento, cada
movimiento de Yatom debía ser aprobado personalmente por Netanyahu. Ningún otro
primer ministro israelí se había tomado un interés tan personal en una operación
de asesinato patrocinada por el Estado.
Khalid Meshal, de
cuarenta y un años, era un hombre fuerte y barbudo. Vivía cerca del palacio
real de Hussein y, según las referencias, era un marido devoto y padre de siete
hijos. Era, además de educado y culto, una figura poco conocida en el
movimiento fundamentalista islámico. Pero los datos recopilados por la sede del
Mossad en Ammán indicaban que Meshal era la fuerza conductora de los ataques
terroristas suicidas contra civiles israelíes.
Los detalles sobre los
movimientos de Meshal habían llegado junto con una fotografía tomada a
escondidas y una petición personal a Yatom de que tratara de convencer a
Netanyahu de no proseguir con el plan de asesinato en Ammán. Una acción tan
salvaje pondría en peligro los dos años de importante trabajo de
contraespionaje que el Mossad había llevado a cabo con la cooperación de
Jordania.
Netanyahu rechazó la
petición. Según él pronosticaba fracaso, algo que no estaba dispuesto a
tolerar.
Mientras tanto, un
kidon de ocho agentes se había estado preparando: un equipo de dos hombres
daría el golpe a plena luz del día; los otros proporcionarían el apoyo
necesario, incluidos los vehículos. El equipo regresaría a Israel cruzando el
puente de Allenby, próximo ajerusalén.
El arma elegida por el
Mossad era inusual, no una pistola sino un aerosol lleno de gas nervioso. Por
primera vez, una unidad kidon usaría este método letal, aun¬que había sido
perfeccionado mucho tiempo antes por la KGB y otras agencias del bloque soviético.
Los científicos rusos recientemente emigrados a Israel habían sido reclutados
por el Mossad para crear un surtido de toxinas mortales, como tabun, sarin y
soman, agentes nerviosos prohibidos por los tratados internacionales. Las
sustancias producían una muerte inmediata o retardada; en ambos casos, la
víctima perdía el control sobre sus órganos internos y sufría un dolor tan
extremo que la muerte se convertía en un alivio piadoso. Esta forma de
ejecución había sido la elegida para Meshal.
El 24 de septiembre de
1997 el equipo kidon voló a Ammán, desde Roma, Atenas y París, donde sus
miembros habían permanecido varios días. Algunos de ellos viajaban con
pasaportes franceses e italianos. Los verdugos contaban con pasaportes
canadienses, a nombre de Barry Beads y Sean Kendall. Se registraron en el hotel
Intercontinental, como turistas. Los otros katsas se alojaron en la embajada
israelí, a corta distancia.
Beads y Kendall se
reunieron con los demás al día siguiente. Los dos hombres inspeccionaron el
aerosol una vez más. Los agentes especulaban con que podía producir desde
alucinaciones hasta un ataque al corazón, antes de la muerte. Fueron informados
sobre los últimos movimientos de Meshal por el jefe de destacamento, quien
había estado en Londres, en 1978, cuando un desertor búlgaro, Georgi Markov,
fue asesinado con un gas nervioso. Un transeúnte lo había pinchado con la punta
del paraguas. Markov había tenido una muerte terrible, causada por ricino, un
veneno mortal hecho con semillas de esa planta. El transeúnte era un agente del
KGB que jamás fue encontrado.
Con ese comentario
optimista, Beads y Kendall regresaron al hotel antes de medianoche.
Ordenaron que les
llevaran el desayuno a la habitación: café, jugo de naranja y galletitas
danesas. A las nueve en punto de la mañana siguiente, Beads apareció en el
vestíbulo y firmó el recibo de uno de los coches alquilados, un Toyota azul. El
segundo, un Hyundai verde, llegó un poco más tarde y fue reclamado por Kendall.
Dijo a los conserjes que él y «su amigo» iban a explorar el sur del país.
A las diez de la mañana
Meshal era conducido al trabajo por su chófer; viajaba en el asiento trasero
con tres de sus hijos menores, un varón y dos niñas. Beads lo seguía a una
distancia prudente en su coche alquilado. Otros miembros del grupo estaban en
la calle, con otros coches.
Cuando entraron en el
distrito del Jardín, el chófer le comunicó a Meshal que los estaban siguiendo.
Meshal usó el teléfono del automóvil para averiguar la matrícula y el
propietario del coche de Beads en las oficinas centrales de la policía
jordana.
Cuando el Toyota
alquilado pasó junto a ellos, los hijos de Meshal saludaron a Beads, tal como
lo habían hecho con otros conductores. El agente del Mossad los ignoró.
Enseguida, el Hyundai verde de Kendall se adelantó y ambos vehículos
desaparecieron en el tráfico.
Al cabo de un momento
la policía de Ammán llamó para informar a Meshal que el coche había sido
alquilado por un turista canadiense. Meshal se relajó y miró a sus hijos, que
saludaban a los automovilistas apoyados en las ventanillas. Cada mañana se
turnaban para acompañar a su papá al trabajo, antes de que el chófer los
llevara al colegio.
Poco antes de las diez
y media el chófer frenó en la calle Wasfi al Tal, donde se había congregado una
multitud frente a las oficinas de Hamas. Allí estaban Kendall y Beads. Su
presencia no provocaba alarma; muchos turistas curiosos se acercaban a la sede
de Hamas para conocer sus aspiraciones.
Meshal besó rápidamente
a sus hijos antes de apearse. Beads se adelantó como si quisiera estrechar su
mano. Kendall estaba a su lado, manoseando una bolsa de plástico.
—¿El señor Meshal?
—preguntó Beads amablemente.
Meshal lo miró con
desconfianza. En ese momento, Kendall extrajo el aerosol y trató de rociar su
contenido en el oído izquierdo de Meshal.
El líder de Hamas retrocedió
sorprendido, secándose el lóbulo de la oreja,
Kendall hizo otro
intento de rociar la sustancia en el oído de Meshal. A su alrededor, la
multitud empezaba a recobrarse de la sorpresa y muchas manos se extendieron
tratando de sujetar a los agentes.
—Corre —dijo Beads en
hebreo.
Seguido por Kendall,
corrió hacia su auto, estacionado calle arriba. El chófer de Meshal había visto
todo lo ocurrido y dio marcha atrás para embestir al Toyota.
Meshal se tambaleaba,
gimiendo. La gente trataba de sostenerlo. Algunos pedían a gritos una
ambulancia.
Beads, con Kendall a su
lado sosteniendo todavía el aerosol usado a medias, logró evitar la embestida
del chófer y aceleró calle arriba.
Otros vehículos
salieron en su persecución. Uno de los conductores llevaba un teléfono móvil y
pedía que se bloquearan las calles. El chófer usaba el del coche para llamar a
la policía.
Para entonces los
refuerzos del kidon habían llegado. Uno de ellos paró y avisó a Beads para que
pasara a su coche. Cuando los dos agentes salieron del Toyota, otro vehículo
les cortó el paso. Bajaron muchos hombres armados. Obligaron a Beads y a
Kendall a tirarse al suelo. Poco después llegó la policía. Al darse cuenta de
que nada podían hacer, los otros miembros del kidon se alejaron y regresaron
sanos y salvos a Israel.
Beads y Kendall fueron
menos afortunados. Los llevaron a la comisaría central de Ammán, donde
presentaron sus pasaportes canadienses e insistieron en que eran víctimas de un
«terrible complot». La llegada de Samih Batihi, el formidable jefe de
contraespionaje jordano, puso fin a la ficción. Les dijo que sabía quiénes
eran: acababa de hablar con el jefe de destacamento del Mossad. Según Batihi,
el jefe de los espías «se había sincerado. Admitió que era su gente y que Israel
trataría el asunto directamente con el rey».
Batihi ordenó que los
dos agentes fueran encerrados por separado, pero que no se les hiciera ningún
daño.
Entretanto, Meshal
había ingresado en la unidad de cuidados intensivos del principal hospital de
Ammán. Se quejaba de un campanilleo persistente en su oído izquierdo, «una
sensación de escalofríos, como una descarga eléctrica en el cuerpo» y creciente
dificultad para respirar.
Los médicos le
conectaron un respirador artificial.
Las noticias del fracaso
de la operación llegaron a Yatom, mediante una llamada segura del jefe de
destacamento, desde la embajada israelí en Ammán. Se dijo que ambos hombres
estaban «más que furiosos» por el desastre.
Cuando Yatom llegó a la
oficina de Netanyahu, el primer ministro había recibido una llamada del rey
Hussein de Jordania por la línea directa que los ponía en contacto en caso de
emergencia. El tono de la conversación fue comentado más tarde por un oficial
de inteligencia israelí: «Hussein le hizo dos preguntas a Bibi: A qué carajo
estaba jugando y si tenía el antídoto para el gas tóxico».
El rey dijo que se
sentía como un hombre cuya hija hubiese sido violada por su mejor amigo y que
si Netanyahu pensaba negarlo todo debía saber que sus dos agentes habían confesado
en un vídeo dirigido a Madeleine Albright, la secretaria de Estado, que iba ya
camino de Washington. Netanyahu quedó encorvado sobre el teléfono, «blanco como
alguien a quien han pescado con las manos en la masa».
Netanyahu se ofreció a
volar hasta Ammán «para explicar el asunto» al rey. Hussein le dijo que no
perdiera el tiempo. El oficial de inteligencia recordaba: «Se notaba el hielo
en la línea desde Jordania. Bibi ni siquiera protestó cuando Hussein le dijo
que esperaba que ahora Israel pusiera en libertad al jeque Ahmed Yassin, un
líder de Hamas encarcelado desde hacía algún tiempo, así como a otros
prisioneros palestinos. La llamada duró cinco minutos. Debió de haber sido el
peor momento de la carrera política de Bibi».
Los hechos seguían
ahora su propio curso. Al cabo de una hora, el antídoto contra el gas nervioso
había sido transportado en un avión militar a Ammán y se le había administrado
a Meshal. Empezó a recuperarse y, pocos días después, se encontraba
suficientemente bien como para ofrecer una conferencia de prensa en la que
ridiculizó al Mossad. El jefe del destacamento de Ammán y Samih Bahiti tuvieron
una breve reunión, en el transcurso de la cual llamaron a Yatom. El director
general prometió fervientemente que jamás se volvería a repetir un intento de
asesinato en suelo jordano. Al día siguiente, Madeleine Albright realizó dos
llamadas breves a Netanyahu: le hizo saber qué pensaba sobre lo ocurrido, en un
lenguaje por momentos tan subido como el del rey Hussein.
Sabiendo que sus
pasaportes estaban comprometidos, el Gobierno de Canadá llamó a su embajador en
Israel, un movimiento muy próximo a la ruptura de relaciones diplomáticas. Cuando los detalles empezaron a ser
conocidos, Netanyahu recibió tales críticas de la prensa local e internacional,
que hubieran obligado a cualquier hombre a renunciar.
En una semana, el jeque
Yassin fue liberado y regresó como un héroe a Gaza. Para entonces, Kendall y
Beads estaban de vuelta en Israel, sin sus pasaportes canadienses. Estos habían
sido devueltos «a la custodia» de la embajada de Canadá en Ammán.
Los dos katsas nunca
volvieron a la unidad kidon; se les asignaron tareas burocráticas de carácter
general en Tel Aviv. Como dijo un oficial de inteligencia: «Eso podía
significar que estarían a cargo de la seguridad de los baños del
edificio».
Pero Yatom ya era un
jefe desautorizado. Su plana mayor sentía que había sido incapaz de hacerle
frente a Netanyahu. La moral en el Mossad sufrió otro bajón. La oficina del
primer ministro filtró el rumor de «que Yatom se vaya, es sólo cuestión de
tiempo».
Yatom trató de frenar
la marea de abatimiento en que se estaban hundiendo. Adoptó lo que llamaba «su
pose prusiana». Trató de intimidar a su personal. Hubo iracundas
confrontaciones y amenazas de renuncia.
En febrero de 1998,
Yatom renunció en un intento de abortar lo que consideraba «un inminente
motín». El primer ministro Netanyahu no envió a su caído jefe de inteligencia
la usual carta de agradecimiento por los servicios prestados.
Yatom dejó el cargo con
las primeras olas que empezaban a levantarse sobre el asesinato del primer
ministro, Yitzhak Rabin. Un concienzudo periodista de investigación, Barry
Chamish, había reunido por su cuenta informes médicos y balísticos y
declaraciones de testigos oculares: de los guardaespaldas de Rabin, su esposa,
médicos y enfermeras, así como de miembros de la inteligencia israelí con
quienes había hablado. Muchas de estas pruebas se habían presentado ante un
tribunal a puerta cerrada.
En 1999, Chamish,
arriesgando su vida, había empezado a publicar en Internet algunos de sus
descubrimientos. Son una fantástica repetición de las dudas que plantea la
actuación de un tirador solitario en el asesinato del presidente Kennedy, en
1963. Las conclusiones extraídas por Chamish resultan, como mínimo, fascinantes
y convincentes. Ha determinado que «la teoría del pistolero, aceptada por la
Comisión Shamgar del Gobierno israelí, sobre el asesinato de Rabin, es una
tapadera para lo que debía ser la puesta en escena de un asesinato fallido
destinado a reavivar la decreciente popularidad del primer ministro ante el
electorado». Yogal Amir acordó hacer el papel de tirador solitario con su
controlador o controladores en la comunidad de inteligencia israelí.
Amir disparó una bala
de fogueo. Y disparó sólo un tiro, no los tres mencionados. Las pruebas
periciales de laboratorio de la policía israelí demuestran que el proyectil
encontrado en la escena del crimen no corresponde al arma de Amir. No se vio
sangre en el cuerpo de Rabin. Y, además, subsiste el misterio de cómo el coche
de Rabin se perdió durante ocho o diez minutos en lo que debió haber sido un
viaje de cuarenta y cinco segundos hasta el hospital, con las calles vacías,
acordonadas por la policía para la manifestación a favor de la paz.
La afirmación más
explosiva de Chamish, entre otras, y que todavía debe ser refutada por algún
oficial de inteligencia en activo, es que «durante ese extraño viaje al
hospital en un vehículo conducido por un chófer experimentado, Rabin recibió
dos disparos de bala reales procedentes del arma de su propio guardaespaldas,
Yoram Rubin. Las dos balas extraídas del cuerpo de Rabin se perdieron durante
once horas. Después, Rubin se suicidó».
Chamish habló con los
tres cirujanos que lucharon para salvar la vida del primer ministro. El
periodista estudió los testimonios de los policías que habían estado presentes
cuando Amir disparó. Los oficiales declararon que, cuando fue llevado al coche,
Rabin no tenía heridas visibles. Los cirujanos se mostraron terminantes. Cuando
el primer ministro llegó al hospital mostraba señales claras de una herida
masiva en el pecho y de un severo daño en la espina dorsal, a la altura del
cuello. Los cirujanos insistieron en que no era posible que un disparo
semejante pasara inadvertido en el lugar del atentado y que luego el herido
llegara al hospital con daños generalizados.
La Comisión Shamgar
concluyó que no había pruebas de que tales heridas existieran. En consecuencia,
los médicos dejaron de hablar del asunto.
Además de las
investigaciones de Chamish existen declaraciones juradas independientes que
sostienen su argumento: «Lo que ocurrió es insondable y una conspiración».
En la audiencia del
proceso, Amir había dicho al tribunal: «Si digo la verdad, todo el sistema se
derrumbará. Sé lo suficiente como para destruir este país».
Un agente del Shin Bet
que estaba cerca de Amir cuando éste disparó contra Rabin testificó: «Oí a un
policía que pedía calma a la gente y decía que era una bala de fogueo». La
prueba se presentó a puerta cerrada.
Lea Rabin declaró en la
misma audiencia que su marido ni siquiera cayó hasta que no le dispararon desde
muy cerca. «Seguía de pie y con buen aspecto».
El perfil de Barry
Chamish no es el de «un loco de las conspiraciones». Es muy cuidadoso con lo
que escribe y contrasta cada prueba con testimonios que la corroboren. Ha
tardado en emitir un juicio y da la impresión de que tiene mucho más para
decir, pero que no lo hará por el momento. Más aún, es una rareza en la actual
generación de periodistas israelíes: un hombre que se mueve por su cuenta, no
debe nada a nadie y, lo más importante, es de fiar.
Ha puesto en Internet
todas las pruebas recabadas, en parte como seguro y en parte porque desea que
la verdad salga a la luz. También es lo suficientemente realista como para
aceptar que quizá los hechos nunca lleguen a ser juzgados de la manera
apropiada.
7-- El espía
refinado
Una húmeda mañana de
primavera de 1977, David Kimche instruía a los paisajistas árabes sobre los
arreglos de su jardín, en un suburbio de Tel Aviv. Sus modales reservados y su
tono de voz suave, más adecuado para una universidad que para tratar con
obreros, delataban que Kimche descendía de generaciones de administradores que
habían hecho ondear la Union Jack británica sobre grandes extensiones de
territorio.
Nacido en Inglaterra,
hijo de judíos de clase media, los modales impecables de Kimche dibujaban la
imagen de un inglés de pies a cabeza. La ropa cortada a medida realzaba una
figura que se mantenía en buena forma gracias al ejercicio y a una dieta
estricta. Kimche parecía tener veinte años menos de los que tenía, casi
sesenta, debido a su aspecto juvenil. Cada uno de sus gestos, mientras hablaba
con los jardineros —el sacudirse el pelo de la frente, las largas pausas, la
mirada pensativa—, sugería una vida entera pasada en un claustro
universitario.
En realidad, David
Kimche había sido lo que Meir Amit llamaba «una de las fábricas intelectuales»
detrás de muchas operaciones del Mossad. Su capacidad de razonamiento se unía a
un valor asombroso. Era capaz de sorprender al más astuto con un movimiento
inesperado, y eso le había valido el respeto incluso de sus colegas más
cínicos. Pero muchas veces su intelectualismo los había apartado de él: era
demasiado distante y abstracto para sus modos mundanos. Varios de ellos
pensaban, como Rafi Eitan, «que si le decían buenos días a David su mente
pensaría al instante cuan bueno era y cuánto faltaba para la noche».
Dentro del Mossad,
Kimche era considerado el epítome del espía caballero con la astucia de un gato
de callejón. Su incorporación al redil del Mossad empezó después de dejar la
Universidad de Oxford con una matrícula en ciencias sociales, en 1968. Al cabo
de pocos meses, el Mossad, dirigido desde hacía no mucho por Meir Amit, que deseaba
incorporar a sus filas graduados universitarios para complementar la dureza de
hombres como Rafi Eitan, que habían aprendido su oficio en la calle, lo
reclutó.
Cómo, dónde y por quién
fue reclutado era una de las cosas que mantendría para siempre guardada bajo
siete llaves. Los rumores de la comunidad de inteligencia proponían variados
escenarios: que había firmado después de una cena con un editor de Londres, un
judío que ejercía como reclutador desde mucho tiempo antes; que la propuesta
llegó en una sinagoga de Golders Green; que un pariente lejano había dado el
paso inicial.
La única certeza es que
una mañana de primavera, a comienzos de los años sesenta, Kimche entró en el
cuartel general del Mossad en Tel Aviv como flamante miembro del Departamento
de Planes y Estrategia. A un lado del edificio había una sucursal del Banco de
Israel, varias oficinas comerciales y un café. Dudoso sobre qué hacer o adonde
ir, Kimche se quedó esperando en el vestíbulo sombrío. Qué distinto de la
imponente entrada de la CÍA, sobre la que había leído. En Langley, la agencia
proclamaba orgullosamente su existencia con una estrella de dieciséis puntas
sobre un escudo dominado por el perfil de un águila grabado sobre el suelo de
mármol y una inscripción que decía: «Agencia Central de Inteligencia de los
Estados Unidos de Norteamérica». Una placa recogía las palabras del apóstol
Juan sobre la verdad que nos hará libres. Detrás, había filas de ascensores
custodiados por hombres armados.
Pero aquí, en el casi
miserable vestíbulo del edificio del paseo del Rey Saúl, sólo había cajeros en
sus ventanillas y gente sentada en las sillas de plástico del café. Ninguno de
ellos parecía ni remotamente un empleado del Mossad. En el extremo más lejano
se abrió una puerta sin identificar y salió una figura conocida: el funcionario
consular de la embajada de Israel en Londres, que le había proporcionado sus
papeles de viaje. Mientras acompañaba a Kimche hacia la puerta, le explicó que
su condición de diplomático protegía su verdadero trabajo como katsa en
Londres. En la puerta, le entregó dos llaves y le dijo que en adelante serían
su único medio para entrar en el cuartel general del Mossad. Una de las llaves
abría la puerta y la otra, los ascensores -que subían los ocho pisos del edificio.
El cuartel general era un edificio dentro de otro, con sus propios servicios de
agua, electricidad y cloacas independientes del resto de la torre.
Se había convertido en
cuartel del Mossad poco después del fin de la guerra de Suez, en 1956. Ese año, en octubre, las fuerzas conjuntas
británicas, francesas e israelíes habían invadido Egipto para recuperar el
canal de Suez, nacionalizado por el presidente Gamal Nasser. La invasión tenía
el sello de la «diplomacia cañonera» que durante tanto tiempo había dominado la
zona. Estados Unidos casi no fue advertido de una invasión que resultó ser el
último aliento de la dominación inglesa y francesa en Oriente Medio. Washington
había ejercido una fuerte presión para detener la lucha, temiendo que la Unión
Soviética se pusiera a favor de Egipto y se produjera una confrontación de
superpotencias. Cuando la guerra terminó, a orillas del canal, Gran Bretaña y
Francia se encontraron con que habían sido reemplazadas por Estados Unidos como
poder foráneo dominante en la región. Pero Israel insistió en retener la tierra
que había conquistado en el desierto del Sinaí. Richard Helms, futuro director
de la CÍA, voló a Tel Aviv y fue recibido por la plana mayor del Mossad. Le
impresionaron como «un grupo de corredores de fincas sacando a relucir las
comodidades».
Mientras subían en el
ascensor, el guía de Kimche le explicó que en el primer piso se encontraba el
centro de comunicaciones y escuchas; ocupaban el siguiente las oficinas del
personal sin cualificar. Los pisos superiores eran para los analistas,
planificadores y el personal operativo. Investigación y Desarrollo contaba con
un piso propio. En el último, se encontraban las oficinas del director general
y sus ayudantes.
Kimche fue colocado
entre los planificadores y estrategas. Su oficina estaba equipada como todas
las demás: un escritorio de madera barata, un archivador de metal con una sola
llave, un teléfono negro y un directorio con la advertencia «No se lo lleve».
Una alfombra completaba el mobiliario. La oficina estaba pintada de verde
aceituna y ofrecía una buena vista panorámica de la ciudad. Después de trece
años, el edificio mostraba signos de desgaste, la pintura se había desconchado
en algunas paredes y las alfombras necesitaban un cambio.
Pero, a pesar de estos
defectos, David Kimche sentía que había llegado en un momento crucial. Meir
Amit estaba a punto de dejar su puesto para ser reemplazado por Rafi Eitan y
otros oficiales superiores del Mossad. ¿Kimche no tardó en conocer las manías
de sus colegas: el analista que invariablemente anteponía a sus palabras «esto
es una maniobra europea, en el clásico estilo Clausewitz»; el jefe del
departamento que señalaba una acción, echando hebras de tabaco negro en su pipa
y, cuando el humo blanco salía, tomaba decisiones; el estratega que
invariablemente terminaba sus informes diciendo que el espionaje era un
continuo aprendizaje sobre las debilidades humanas. Estos hombres, que se
habían ganado sus medallas, dieron la bienvenida al entusiasmo de Kimche y su
habilidad para desentrañar problemas. También captaron que entendía muy bien
que descubrir las artimañas del enemigo era tan importante como mantener las
del Mossad.
Parte de su trabajo
consistía en seguir los acontecimientos en Marruecos; allí había aún un gran
número de judíos viviendo bajo el régimen represor del rey Hassan. En un
intento de hacerles la vida más fácil, Kimche había entablado «una relación de
trabajo» con el temido servicio de seguridad del monarca, encontrando una causa
común en la necesidad de derrocar a Nasser, cuyo odio hacia Israel sólo era
comparable con el que sentía por el rey. Nasser veía en Hassan un obstáculo
para su sueño de establecer una poderosa coalición árabe, desde el canal de
Suez hasta la costa atlántica de Marruecos. La amenaza potencial para Israel de
tal coalición había persuadido a Meir Amit de entrenar a hombres del rey en
métodos de contraespionaje e interrogatorio que distaban poco de una tortura
sofisticada.
En Marruecos sobrevivía
una pequeña pero igualmente dura oposición, liderada por Mehdi ben Barka.
Kimche había estudiado la carrera de Ben Barka: fiel tutor del monarca, había
sido durante algún tiempo presidente de la Asamblea Nacional, una especie de
Parlamento inocuo que se limitaba a sellar los decretos cada vez más represivos
de Hassan. Finalmente, Ben Barka se había convertido en la única voz opositora
al monarca.
Una y otra vez, Ben
Barka había evitado ser capturado por los hombres del rey. Pero, sabiendo que
su arresto era sólo cuestión de tiempo, el carismático ex maestro de escuela se
había marchado a Europa. Desde allí continuaba planeando la caída de
Hassan.
Dos veces, el pequeño
pero eficiente movimiento de resistencia de Ben Barka había estado cerca de
tener éxito en su intento de eliminar al monarca por medio de bombas. El
enfurecido Hassan ordenó que Ben Barka fuera juzgado en rebeldía y condenado a
muerte. Éste respondió ordenando nuevos ataques contra el rey.
En mayo de 1965 Hassan
le pidió al Mossad que le prestara ayuda para lidiar con Ben Barka. La tarea de
evaluar esa solicitud le fue encomendada a David Kimche. Más adelante, ese
mismo mes, viajó a Londres con su pasaporte británico. Aparentemente, estaba de
vacaciones. Pero en realidad iba a dar los últimos toques a su plan. Equipado
con un segundo pasaporte legítimo, provisto por un sayan y con visado marroquí,
Kimche voló a Roma; pasó un día visitando la ciudad y moviéndose para
asegurarse de que no era seguido, y luego viajó a Marruecos.
En el aeropuerto de
Rabat fue recibido por Muhammed Oufkir, el temible ministro del Interior del
reino. Esa noche, en una cena animada por la danza del vientre de las mejores
bailarinas, Oufkir le reveló lo que deseaba el rey: la cabeza de Ben Barka.
Haciendo gala de un crudo sentido del humor y de su conocimiento de la historia
judía, Oufkir añadió: «Después de todo, su Salomé judía le pidió al rey Herodes
la cabeza de un revolucionario».
Kimche le contestó que,
si bien eso era correcto, no era un asunto que él mismo pudiera resolver.
Oufkir debía ir con él a Israel.
Al día siguiente, los
dos hombres volaron a Roma y, desde allí, tomaron un avión a Tel Aviv. Meir
Amit se reunió con ellos en un piso franco. Estuvo cortés, pero cauteloso.
Le dijo a Kimche que no
le entusiasmaba mucho la idea de hacer el trabajo sucio de Oufkir e insistió en
que «nuestro compromiso debe limitarse al trabajo preliminar».
Sin el conocimiento de
Meir Amit, Oufkir había hecho arreglos con una facción del servicio de
inteligencia francés para matar a Ben Barka, si éste podía ser sacado de su
fortaleza de Ginebra y llevado a Francia cruzando la frontera. Todavía reacio,
Meir Amit insistió en que el primer ministro, Levi Eshkol, debía autorizar
personalmente la intervención del Mossad. El primer ministro accedió.
El Mossad puso manos a
la obra. Un katsa nacido en Marruecos viajó a Ginebra y se infiltró en el
círculo de amistades de Ben Barka. Durante meses, el agente trabajó la versión
de que tenía acceso a un millonario francés que deseaba ver destronado a Hassan
para que Marruecos tuviera una verdadera democracia. Era Kimche quien había
inventado esta ficción. El 26 de octubre de 1965 se enteró de que Ben Barka,
«como el antiguo Pimpinela Escarlata», estaba a punto de viajar a París.
El centro de
comunicaciones del Mossad envió un mensaje clave a Oufkir, a Marruecos. Al día
siguiente, el ministro y un reducido equipo de la seguridad marroquí viajaron a
París. Esa noche, el ministro recibió información del grupo en servicio
francés. Preocupado porque había sido excluido del encuentro, el katsa que
había acompañado a Ben Barka hasta París llamó a Kimche pidiendo instrucciones.
Kimche consultó con Meir Amit. Ambos estuvieron de acuerdo en que «se estaba
cocinando algo desagradable y nosotros debíamos quedar limpios».
La noche siguiente, una
furgoneta del grupo francés estaba estacionada frente al restaurante de St.
Germain donde Ben Barka acudió a cenar creyendo que iba a conocer al
millonario. Después de esperar una hora sin que nadie apareciera, Ben Barka
abandonó el local. En cuanto pisó la acera, fue atrapado por dos agentes
franceses e introducido en la furgoneta. Lo llevaron a una finca del distrito
de Fontenay-le-Vicomte, que la facción utilizaba de vez en cuando para
interrogar a sospechosos. A lo largo de la noche, Oufkir supervisó el
interrogatorio y la tortura de Ben Barka hasta que, al amanecer, el hombre,
totalmente quebrado, fue ejecutado. Oufkir tomó fotos del cuerpo antes de que
lo enterraran en el jardín de la finca. El ministro volvió a casa con las pruebas
para el rey.
Cuando se descubrió el
cadáver, en Francia los clamores llegaron hasta el palacio presidencial.
Charles de Gaulle ordenó una investigación sin precedentes, que condujo a una
purga masiva del servicio de inteligencia francés. Su director, ansioso por
mantener la colaboración corporativa, luchó por mantener el nombre del Mossad
fuera del incidente. Pero De Gaulle, poco amigo de Israel, estaba convencido de
que el Mossad había estado involucrado en el asunto. Dijo a sus asistentes que
la operación llevaba «el sello de Tel Aviv». Sólo los israelíes, había
resoplado, mostrarían tal desprecio por las leyes internacionales. La estrecha
relación entre Israel y Francia, entablada durante la guerra de Suez, en 1956,
había concluido. De Gaulle ordenó inmediatamente que los envíos de armas a
Israel cesaran, así como toda cooperación en materia de inteligencia. Meir Amit
«recordaría el chaparrón que caía desde París».
Para Kimche, «fue
heroico el modo en que Meir Amit manejó la situación. Podía haber tratado de
culparme a mí o a otros involucrados en la operación. En cambio, insistió en
asumir toda la responsabilidad. Era un verdadero líder».
El Gobierno del primer
ministro Eshkol, golpeado por la reacción de París, se distanció del jefe del
Mossad. Cuanto más insistía Meir Amit en que el papel del Mossad había sido
«marginal», poco más que «facilitar algunos pasaportes y coches», más insistía
su predecesor, Isser Harel, en que el asunto Ben Barka jamás hubiera tenido
lugar durante su gestión. Meir Amit advirtió al primer ministro que se
hundirían juntos bajo semejantes críticas. Eshkol respondió creando un comité
de investigación, encabezado por el ministro de Asuntos Exteriores. El comité
concluyó que Meir Amit debía renunciar, pero éste se negó a menos que Eshkol
también lo hiciera. La partida quedó en tablas. Poco después de un año, Meir
Amit admitió que la muerte de Ben Barka ya no habría de causarle más problemas.
Pero había sido un aviso peligroso.
Para entonces, Kimche
se ocupaba de otras cuestiones. Los palestinos habían entrenado un comando
secreto para explotar un flanco débil de la seguridad que ni siquiera el Mossad
había previsto: el secuestro de aviones en pleno vuelo. Una vez que el avión
era tomado durante el trayecto, se lo desviaba hacia un país árabe amistoso.
Allí los pasajeros eran retenidos para pedir sustanciales sumas de dinero como
rescate o para ser intercambiados por prisioneros árabes en poder de Israel.
Había un beneficio añadido: la propaganda que la difusión mundial del secuestro
supondría para la causa de la OLP.
En julio de 1968, un
vuelo de El Al procedente de Roma fue desviado hacia Argelia. El Mossad quedó
anonadado por la audacia de la operación. Un equipo de katsas voló a Argelia,
mientras Kimche y otros estrategas trabajaban contra reloj para urdir un plan y
liberar a los aterrorizados pasajeros. Pero la masiva presencia de los medios
de comunicación impedía cualquier intento de asaltar el avión. Kimche recomendó
hacer tiempo con la esperanza de que la historia perdiera actualidad y los
katsas pudieran efectuar su maniobra. Pero los se¬cuestradores lo habían
previsto y comenzaron a amenazar con una carnicería a menos que se cumpliera su
exigencia: la liberación de los prisioneros palestinos de las cárceles de Israel.
Kimche se dio cuenta: «Estábamos entre la espada y la pared». Fue uno de los
que recomendaron, a regañadientes, liberar a los presos a cambio de los
pasajeros, «siendo plenamente consciente de las consecuencias de esa acción.
Prepararía el camino para nuevos secuestros y aseguraría que la causa de la OLP
iba a recibir, en el futuro, total cobertura de los medios. Israel quedaba a la
defensiva. Y también los Gobiernos occidentales que no tenían respuesta frente
a los secuestros. Sin embargo, ¿qué otra cosa podíamos hacer sino esperar
sombríamente el siguiente ataque?». Y los ataques se sucedieron, cada uno mejor
preparado que el anterior. En poco tiempo, media docena más de aviones
comerciales fueron tomados por los secuestradores, que no sólo eran expertos en
esconder armas y explosivos a bordo, sino que también estaban entrenados para
pilotar el avión u ocupar el lugar de la tripulación. En el desierto libio
practicaban el intercambio de disparos en la cabina de un avión porque sabían
que El Al había introducido guardias armados en sus vuelos: una de las primeras
medidas que Kimche recomendó. También había predicho con acierto que los
secuestradores conocerían las leyes de los distintos países involucrados, de
modo que, si eran capturados, sus colegas pudieran servirse de esas leyes para
liberarlos, mediante la negociación o con amenazas.
Kimche sabía que el
Mossad iba a necesitar un incidente que le permitiera vencer a los
secuestradores con las dos armas que le habían dado renombre: astucia y
crueldad. Y así como los secuestradores aprovechaban la publicidad, Kimche
quería una operación cuyo resultado despertara la admiración por Israel, tanta
como la que había producido el secuestro de Eichmann. El incidente que Kimche
necesitaba debía tener mucho dramatismo, considerable riesgo y un final feliz
contra todo pronóstico. Esos elementos debían combinarse para demostrar que el
Mossad lideraba el contraataque.
El 27 de junio de 1976,
un avión de Air France repleto de pasajeros judíos en ruta de París a Tel Aviv
fue secuestrado tras hacer escala en el aeropuerto de Atenas, famoso por su
falta de seguridad. Los secuestradores eran miembros de la facción extremista
Wadi Haddad y exigieron dos cosas: la liberación de cuarenta palestinos
prisioneros en Israel y de otros doce que se encontraban en prisiones europeas
y la libertad de dos terroristas alemanes arrestados en Kenia cuando trataban
de derribar un jet de El Al, con un cohete Sam-7, mientras despegaba del
aeropuerto de Nairobi.
Después de hacer escala
en Casablanca, y cuando se le negó permiso para aterrizar en Jartum, el avión
voló a Entebbe, Uganda. Desde allí, los secuestradores anunciaron que el avión
sería dinamitado con todos sus pasajeros a bordo si no se cumplían sus
exigencias. El 30 de junio vencía el último plazo.
En las sesiones
secretas del Gabinete de Tel Aviv, la jactanciosa imagen pública de no rendirse
ante el terrorismo comenzó a marchitarse. Los ministros se ponían a favor de
liberar a los prisioneros palestinos. El primer ministro Rabin mostró un
informe del Shin Bet para demostrar que había un precedente para liberar a
criminales convictos. El jefe del Estado Mayor, Mordechai Gur, anunció que no
podía recomendar una acción militar, debido a que la inteligencia con que
contaban en Entebbe era insuficiente. Mientras continuaban sus angustiosas
deliberaciones, llegaron noticias de Entebbe: los pasajeros judíos habían sido
separados del resto y los demás, tras ser liberados, se encontraban camino de
París.
Ésa era la jugada de
apertura que necesitaba el Mossad. Yitzhak Hofi, jefe del Mossad en la que
sería su hora más gloriosa, argumentó poderosa y apasionadamente que debía
montarse una operación de rescate. Sacó a relucir el plan que Rafi Eitan había
usado para capturar a Eichmann. Existían similitudes: Rafi Eitan y sus hombres
habían trabajado lejos de casa, en un ambiente hostil. Habían improvisado
mientras hacían el trabajo, utilizando las argucias de un jugador de póquer.
Podía volver a hacerse. Empapado en sudor, con la voz ronca de tanto argumentar
y rogar, Hofi miró fijamente a los miembros del Gabinete. «Si dejamos que
nuestra gente muera, se abrirán las compuertas. Ningún judío estará a salvo en
parte alguna.
Hitler obtendría una
victoria desde la tumba.»
«Muy bien —dijo Rabin—.
Lo intentaremos.»
Kimche y todos los
estrategas del Mossad fueron movilizados. El primer paso consistía en abrir un
canal de comunicación seguro entre Tel Aviv y Nairobi; Hofi había alimentado
los contactos secretos entre el Mossad y la inteligencia keniana iniciados por
Meir Amit. El enlace tuvo resultados inmediatos. Media docena de katsas
llegaron a Nairobi y fueron alojados en un piso franco del servicio de
inteligencia de Kenia. Constituirían la cabeza de puente para el asalto principal.
Entretanto, Kimche había solucionado otro problema. Cualquier misión de rescate
requeriría una parada para repostar combustible en Nairobi. Por teléfono,
consiguió la autorización de Kenia en cuestión de horas, basada en «razones
humanitarias».
Pero todavía quedaba el
formidable problema de llegar hasta Entebbe. La OLP había tomado el aeropuerto
como su propio punto de entrada en Uganda, desde donde la organización dirigía
sus operaciones contra el régimen proisraelí de Sudáfrica. Idi Amin, el despótico
dictador de Uganda, le había entregado a la OLP la residencia del embajador
israelí como cuartel general, después de romper relaciones con Jerusalén en
1972.
Kimche sabía que era
esencial conocer si la OLP todavía se encontraba en el país. Sus guerrillas
experimentadas serían una fuerza difícil de vencer en el corto tiempo
disponible para la misión: las fuerzas israelíes sólo podían estar en tierra
durante minutos o, de lo contrario, se exponían a un furioso contraataque.
Kimche mandó a dos katsas en lancha desde Nairobi, a través del lago Victoria.
Atracaron cerca de Entebbe y encontraron los cuarteles de la OLP desiertos: los
palestinos se habían mudado hacía poco a Angola.
Luego, con el golpe de
suerte que toda operación necesita, uno de los guardias kenianos de seguridad
que había acompañado a los katsas descubrió que un pariente de su mujer era uno
de los guardianes de los rehenes. El keniano se infiltró en el aeropuerto y
pudo ver que los rehenes estaban a salvo, pero contó quince guardias muy nerviosos
y tensos. La información fue comunicada por radio a Tel Aviv.
Entretanto, otros dos
agentes, ambos pilotos experimentados, alquilaron un Cessna y salieron de
Nairobi con la excusa de tomar fotografías aéreas del lago Victoria para un
folleto turístico. Su avión pasó directamente sobre el aeropuerto de Entebbe,
lo que les permitió tomar buenas fotos de las pistas y los edificios
circundantes. La película fue enviada a Tel Aviv. Allí, Kimche recomendó
todavía otra estrategia para confundir a los secuestradores.
En el transcurso de
varias conversaciones telefónicas con el palacio de Amin, los negociadores de
Tel Aviv dejaron claro que su Gobierno estaba dispuesto a aceptar los términos
de los secuestradores. Un diplomático de un consulado europeo en Uganda fue
utilizado para añadir credibilidad a esta rendición aparente; lo llamaron
«confidencialmente» para ver si podía negociar unos términos aceptables para
los terroristas. Kimche dijo al emisario: «Debe ser algo no demasiado
humillante para Israel pero al mismo tiempo no demasiado inaceptable para los
secuestradores». El diplomático corrió hacia el aeropuerto con las noticias y
empezó a redactar las frases adecuadas. Todavía lo estaba haciendo cuando la
Operación Trueno comenzó su última etapa.
Un Boeing 707 israelí
sin identificar, preparado para ser usado como hospital aéreo, aterrizó en el
aeropuerto de Nairobi. Lo pilotaban hombres de las fuerzas de defensa que
conocían el aeropuerto de Entebbe. Entretanto, seis katsas del Mossad habían
rodeado el aeropuerto: cada agente llevaba una radio de alta frecuencia y un
aparato electrónico para interferir el radar de la torre de control. Nunca
había sido probado en combate.
Cincuenta paracaidistas
israelíes salieron del avión hospital al amparo de la oscuridad y se dirigieron
a toda velocidad hacia el lago Victoria. Inflaron botes de goma y remaron hacia
la costa de Uganda, listos para atacar el aeropuerto de Entebbe. En Tel Aviv,
la operación de rescate había sido ensayada a la perfección; cuando llegó el
momento, una escuadrilla de Hércules C-130 cruzó el mar Rojo, se dirigió hacia
el sur, repostó combustible en Nairobi y luego, volando por encima de los
árboles, se precipitó sobre el aeropuerto de Entebbe. La interferencia del radar funcionó perfectamente.
Las autoridades del aeropuerto todavía se preguntaban qué había pasado cuando
los tres Hércules y el avión sanitario aterrizaron. Los comandos corrieron
hacia el edificio donde se encontraban los rehenes. Quedaban sólo los judíos;
todos los de otras nacionalidades habían sido liberados por Amin, que
disfrutaba su momento de esplendor en la escena mundial. Los paracaidistas de
apoyo jamás fueron llamados. Remaron a través del lago de vuelta a Nairobi.
Allí serían recogidos por otro transporte israelí y llevados a casa.
En cinco minutos —dos
menos de lo calculado— los rehenes fueron liberados y los terroristas, junto a
dieciséis guardias ugandeses que custodiaban a los prisioneros, eliminados. La
fuerza de ataque sufrió una baja: el teniente coronel Yonatan Netanyahu,
hermano mayor del futuro primer ministro Benyamin Netanyahu. Solía decir que su
política dura contra los terroristas se debía a la muerte de Yonatan. También
murieron tres rehenes.
El deseo de Kimche de
un contragolpe al terrorismo que encabezara los titulares se hizo realidad con
creces. El rescate de Entebbe fue un episodio que, aún más que el secuestro de
Eichmann, pasó a ser la carta de presentación del Mossad.
Kimche se encontró cada
vez más involucrado en los esfuerzos del Mossad contra la OLP. Esta lucha
mortal se llevaba a cabo más allá de las fronteras de Israel, en las calles de
las ciudades europeas. Kimche fue uno de los estrategas que preparó el terreno
para los asesinos del Mossad, los kidon. Dieron golpes en París, Munich, Atenas
y Chipre. Para Kimche, las matanzas eran algo lejano, como el piloto de un
bombardero que no ve dónde caen las bombas. Las muertes ayudaron a incrementar
la permanente sensación de invulnerabilidad del Mossad. La información que
aportaban los estrategas indicaba que los kidon iban siempre un paso por
delante del enemigo.
Una mañana, Kimche
llegó a su oficina y encontró a sus colegas casi en estado de conmoción. Uno de
sus katsas más experimentados había sido asesinado en Madrid por un miembro de
la OLP. El asesino había sido un contacto que el katsa estaba cultivando en un
esfuerzo por infiltrarse en el grupo.
Pero no había tiempo
para el luto. Cada mano disponible se dispuso a devolver golpe por golpe. Para
Kimche «era un tiempo en que no esperábamos piedad ni tampoco la
teníamos». La implacable presión
continuó: se trataba de encontrar nuevos caminos para acercarse a la conducción
de la OLP y descubrir lo suficiente sobre sus movimientos internos como para
asesinar a sus líderes. Según Kimche «cortar la cabeza era la única manera de
evitar que la cola siguiera meneándose». Yasser Arafat era la primera cabeza en
la lista de blancos de los kidon.
En 1973 otra amenaza
más seria había empezado a tomar cuerpo en la mente de Kimche: la posibilidad
de una segunda guerra árabe a gran escala, liderada por Egipto, contra
Israel.
Pero el Mossad era una
voz solitaria dentro de la comunidad de inteligencia israelí. Las
preocupaciones de Kimche, apoyadas por sus superiores, eran rechazadas de plano
por Aman, la inteligencia militar. Sus estrategas señalaban que Egipto había
expulsado a sus veinte mil consejeros militares soviéticos, lo que debía
interpretarse como una indicación clara de que el presidente Sadat buscaba una
solución política para Oriente Medio.
Kimche no quedó
convencido. Por toda la información que llegaba a su escritorio, cada vez
estaba más seguro de que Sadat lanzaría un ataque por sorpresa, simplemente
porque para Israel era imposible aceptar las pretensiones árabes: Egipto quería
que le devolvieran las tierras conquistadas y la creación de un Estado
palestino dentro de Israel. Kimche opinaba que aun haciendo estas concesiones,
la OLP continuaría su campaña sangrienta hasta que Israel se arrodillara.
La alarma de Kimche
aumentó cuando Sadat reemplazó a su ministro de Defensa por un halcón, cuyo
primer acto fue reforzar las defensas a lo largo del canal de Suez. Los
comandantes egipcios realizaban visitas regulares a otras capitales árabes para
buscar apoyo. Sadat había firmado un nuevo convenio para comprar armas a la
Unión Soviética.
Para Kimche, las
señales eran ominosas: «No era una cuestión de cuándo se iniciaría la guerra
sino de en qué día preciso».
Pero los jefes de
inteligencia de Aman continuaron subestimando las advertencias del Mossad.
Dijeron a las autoridades militares que, aun si la guerra parecía a punto de
estallar, habría «al menos un plazo de cinco días de advertencia», tiempo más
que suficiente para que las Fuerzas Aéreas israelíes repitieran sus éxitos de
la guerra de los Seis Días.
Kimche suponía que
seguramente los árabes habían aprendido de los errores del pasado. Se lo tildó
de miembro de «un Mossad obsesionado por la guerra», una acusación que no
cuadraba con un hombre tan cuidadoso de sus palabras. Todo lo que pudo hacer
fue vigilar los preparativos egipcios y tratar de deducir una probable fecha de
ataque.
El calor ardiente de
aquel agosto de 1973 dio paso a un septiembre más fresco. Los últimos informes
de los katsas, desde la orilla del canal de Suez en el Sinaí, demostraban que
los preparativos egipcios estaban llegando a su punto culminante. Los
ingenieros militares se encontraban dando los toques finales a los pontones
para que las tropas y los carros blindados cruzaran el curso de agua. Cuando el
Mossad convenció al ministro de Asuntos Exteriores de exponer su preocupación
por los preparativos bélicos ante las Naciones Unidas, el representante egipcio
dijo tranquilizadoramente que eran «actividades de rutina». Para Kimche, esas
palabras tenían «la misma credibilidad» que las pronunciadas por el embajador
japonés en Washington la víspera del ataque a Pearl Harbor.
Sin embargo, Aman
aceptó la explicación egipcia. Lo más increíble para Kimche fue que, para
octubre, allí donde sus ojos inquisidores se posaban había cada vez más signos
de problemas candentes: Libia había nacionalizado las compañías petroleras
extranjeras y en los países productores del Golfo se hablaba de cortar los
suministros de petróleo a los países occidentales.
A pesar de todo, los
estrategas de Aman seguían mal interpretando el panorama de manera lamentable.
Cuando los jets de las Fuerzas Aéreas israelíes fueron sorprendidos por los Mig
sobre Siria, con el resultado de doce aviones sirios derribados —debido al
conocimiento táctico de los pilotos israelíes, aprendido en el Mig robado a
Irak— el hecho fue visto por Aman como una evidencia de que si los árabes
volvían a la guerra serían derrotados de igual modo.
La noche del 5 al 6 de
octubre, el Mossad recibió la prueba más clara de que las hostilidades eran
inminentes, quizá cuestión de pocas horas. Sus katsas e informadores en Egipto
informaban que el Alto Mando egipcio había entrado en alerta roja. La evidencia
no podía seguir siendo ignorada.
A las 6 de la mañana,
el jefe del Mossad, Zvi Zamir, se reunió con los jefes de Aman en el Ministerio
de Defensa. El edificio estaba casi desierto: era Yom Kippur, la más sagrada de
las fiestas judías, que guardaban aun los judíos no practicantes. Todos los
servicios públicos, incluida la radio, estaban cerrados. La radio siempre había
sido el medio para movilizar a los miembros de la reserva en caso de emergencia
nacional.
Finalmente, obligados a
la acción por las pruebas irrefutables que presentaba el Mossad, las alarmas
comenzaron a sonar en todo Israel anunciando que el país estaba a punto de ser
sometido a un ataque desde dos frentes, Siria por el norte y Egipto por el
sur.
La guerra empezó a la
1.55 de la tarde, hora local, mientras el Gabinete de Israel estaba reunido en
una sesión de emergencia, mal informado por los estrategas de Aman, que
anunciaban el inicio de las hostilidades para las 6 de la tarde, hora que
resultó ser una mera conjetura.
Nunca en la historia de
la inteligencia israelí había ocurrido tan calamitoso fracaso en la predicción
de los hechos. La gran cantidad de pruebas impecables que Kimche y otros habían
proporcionado fue totalmente ignorada.
Tras el fin de la
guerra, cuando Israel había arrebatado la victoria de las garras de la derrota,
hubo una purga masiva en los escalafones superiores de Aman. El Mossad reinaba,
una vez más, supremo sobre la comunidad de inteligencia, aunque también allí
hubo un cambio clave: Zamir fue relevado de su puesto, acusado de no haber sido
suficientemente explícito con sus homólogos de Aman. Su lugar fue ocupado por
Yitzhak Hofi.
Kimche recibió su
llegada con sentimientos encontrados. En algunos sentidos, Hofi se parecía a
Meir Amit: el mismo porte erguido, la misma experiencia de combate, las mismas
maneras incisivas y una total incapacidad de tolerancia con los necios. Pero
Hofi también era franco hasta la rudeza y la tirantez entre ambos databa de los
días en que, entre otras tareas, habían instruido reclutas en la escuela de
entrenamiento del Mossad. Hofi, con su mentalidad de kibbutz no apta para
tonterías, había demostrado poca paciencia con el lánguido intelectualismo de
Kimche y su refinado acento inglés cuando se dirigía a los estudiantes. Pero
Kimche no sólo era ya un agente maduro, sino también el segundo de Hofi. Había
sido promovido a director general adjunto poco antes de que Zamir dejara el
cargo. Hofi y Kimche aceptaron que debían dejar a un lado sus diferencias
personales para que el Mossad continuara actuando con la máxima eficiencia.
Se le encomendó a
Kimche una de las tareas más difíciles dentro del Mossad: fue puesto a cargo de
la «cuenta libanesa». La guerra civil en el Líbano había empezado dos años
después de la guerra del Yom Kippur y, cuando Kimche se hizo cargo de «la
cuenta», los cristianos libaneses libraban una batalla perdida. Tal como, años
antes, Salman había ido a la embajada israelí en París para dar los primeros
pasos en el robo del Mig iraquí, en septiembre de 1975 un emisario de los
cristianos fue hasta allí para solicitar a Israel las armas necesarias para
evitar su aniquilación. La solicitud terminó en el escritorio de Kimche, que
vio en ella una oportunidad para que el Mossad se introdujera en «la
carpintería libanesa».
Le dijo a Hofi que
políticamente tenía sentido «apoyar en parte» a los cristianos contra los
musulmanes que estaban decididos a destruir Israel. Una vez más su
interpretación fue aceptada. Israel daría a las milicias cristianas armas para
enfrentarse a los musulmanes, pero no las suficientes como para que representaran
una nueva amenaza. El Mossad empezó a embarcar armas hacia el Líbano. Luego,
Kimche colocó oficiales del Mossad en los puestos de comando cristianos.
Aparentemente estaban allí para sacar el máximo partido del armamento pero, en
realidad, los oficiales proporcionaban a Kimche un continuo flujo de
información que le permitía trazar un mapa del desarrollo de la guerra civil.
Dicha información permitió al Mossad lanzar con éxito una serie de ataques
contra fortalezas de la OLP en el sur del Líbano.
Pero la relación del
servicio con los cristianos se agrió en el verano de 1976, cuando los líderes
de las milicias invitaron al Ejército sirio a brindarle ayuda adicional contra
el Hezbolá proiraní. Ese grupo era visto como una amenaza en Damasco. En pocos días,
miles de experimentados combatientes sirios entraron en el Líbano moviéndose
hacia la frontera con Israel. Muy tarde comprobaron las milicias cristianas
que, en palabras de Kimche, «se habían comportado como Caperucita Roja
invitando al lobo».
Una vez más, los
cristianos libaneses recurrieron al Mossad en busca de ayuda. Kimche advirtió
que su red para la provisión de armamento, cuidadosamente construida, era
insuficiente. Se necesitaba una operación logística a gran escala. Fueron
enviados tanques, misiles antitanque y otras armas. La guerra civil del Líbano
estaba fuera de control.
Bajo esa tapadera,
Kimche dirigió su propia guerrilla contra la bestia negra de Israel, la OLP.
Pronto se extendió contra los libaneses chiítas. El Líbano se convirtió en un
campo de prácticas para depurar las tácticas del Mossad, no sólo en asesinatos
sino en acción psicológica. Fue una época de halcones para los hombres que
trabajaban desde la torre gris, en el paseo del Rey Saúl.
Dentro del edificio,
las relaciones entre Kimche y Hofi se estaban deteriorando. Había rumores de
violentos desacuerdos sobre cuestiones prácticas; de que Hofi temía que Kimche
ambicionara su puesto; de que Kimche sentía que no se apreciaba debidamente su
indudable cooperación. Incluso en la actualidad, Kimche se refiere a ello sólo
para decir «que nunca le daría fundamento a un rumor comentándolo».
Una mañana de primavera
de 1980, David Kimche usó su tarjeta de acceso sin restricciones, que había
reemplazado las dos llaves, para entrar en el edificio. Al llegar a su oficina
se le comunicó que Hofi deseaba verlo inmediatamente. Kimche caminó por el
pasillo hacia la oficina del director general, llamó, entró y cerró la puerta
tras de sí.
Lo que allí ocurrió ha
pasado a formar parte de la leyenda del Mossad como un episodio de voces cada
vez más airadas y acusaciones mutuas. La discusión duró veinte minutos de
infarto. Luego Kimche salió de la oficina con los labios apretados. Su carrera
en el Mossad había terminado. Pero sus actividades de inteligencia en favor de
Israel estaban a punto de entrar en un terreno familiar: Estados Unidos. Esta
vez no se trataría del robo de materiales nucleares sino del escándalo que
llegó a ser conocido como Irán-contra.
Tras plantearse su
futuro una temporada, Kimche aceptó el cargo de director general del Ministerio
de Asuntos Exteriores israelí. Era el puesto ideal dada su capacidad lógica
para desentrañar situaciones. Le ofrecía la oportunidad de utilizar sus
aptitudes en el ámbito internacional, mucho más allá del Líbano.
En Estados Unidos, el
culebrón del presidente Nixon y su Watergate se había precipitado hacia un
final ineludible. La CÍA estaba bajo sospecha, de un modo nunca visto desde el
asesinato de Kennedy, a causa de las cada vez más numerosas revelaciones sobre
las actividades de la agencia durante la Administración Nixon.
Kimche estudió todos
los aspectos del drama, «asimilando las lecciones de una catástrofe que nunca
debió haber ocurrido. El golpe de gracia fue que Nixon guardó esas cintas. No
tendría que haberlo hecho jamás. Sin ellas, probablemente todavía sería
presidente».
Más cerca de casa, lo
que ocurría en Irán, un asunto de permanente interés para Israel, también lo
mantenía ocupado. Con Jomeini y sus ayatolás firmemente al mando, Kimche se
sentía verdaderamente impresionado del modo en que la CÍA y el Departamento de
Estado se habían equivocado al juzgar la situación.
Pero ahora había un
nuevo presidente en la Casa Blanca, Ronald Reagan, que prometía un nuevo
amanecer para la CÍA. Kimche sabía por sus contactos en Washington que la
agencia se convertiría en el «as en la manga» de Reagan en materia de política
exterior. A la cabeza de la CÍA estaba William Casey.
Instintivamente, Kimche
supo que no era amigo de Israel pero que no resultaría difícil manipularlo en
caso de necesidad.
Durante los dos años
siguientes, como parte de su trabajo, Kimche siguió de cerca las actividades de
la CÍA en Afganistán y América Central. Muchas de ellas lo impresionaron por
ser «anticuadas operaciones de inteligencia combinadas con algún asesinato
brutal». Luego, una vez más, la atención
de Kimche se volvió hacia Irán y hacia lo que había ocurrido en Beirut.
Unos meses después de
que Kimche se hiciera cargo de sus tareas en el Ministerio de Asuntos
Exteriores, Israel había empezado a armar a Irán, con el apoyo tácito de
Estados Unidos. Israel había aportado la ayuda necesaria para debilitar al
régimen de Bagdad como parte de la vieja táctica de Jerusalén que Kimche
llamaba «jugar a dos bandas».
Tres años más tarde,
dos hechos habían influido en la situación: se había producido una masacre de
marines norteamericanos en Beirut y Estados Unidos albergaba la creciente
sospecha de que no sólo el Mossad conocía previamente el ataque sino que
también el servicio de inteligencia iraní había ayudado a prepararlo. Se
presionó a Israel para que dejara de entregar armas a Teherán. La tensión
aumentó con el rapto, tortura y muerte de William Buckley, jefe de la sede de
la CÍA en Beirut. En rápida sucesión, otros siete norteamericanos fueron
tomados como rehenes por grupos apoyados por Irán.
Para la dura
Administración Reagan, que había llegado al poder con la promesa de aniquilar
el terrorismo, la idea de ciudadanos norteamericanos languideciendo bajo los escombros
de Beirut exigía acción inmediata. Pero una represalia quedaba completamente
descartada: la opción de bombardear Teherán, como sugería Reagan, fue rechazada
incluso por sus consejeros más duros. Una misión de rescate también fracasaría,
aseguraron los jefes de la Fuerza Delta.
En ese punto, tuvo
lugar una conversación entre el presidente y Robert McFarlane, un ex marine,
consejero de seguridad nacional. Kimche recordaba que McFarlane le había
relatado el diálogo de este modo:
— ¿Qué es lo que más
necesitan los iraníes, señor presidente? —Dígamelo usted, Bob.
—Armas para luchar
contra Iraq.
—Entonces les damos lo
que quieren y a cambio nos devuelven a nuestra gente.
Reagan y McFarlane,
contra el consejo de Casey y otros jefes de inteligencia, hicieron un
razonamiento simple: con armar a Irán no sólo se lograría que los mullabs
presionaran al grupo de Beirut para que liberara a los rehenes, sino que
mejorarían las relaciones con Teherán. Podría incluso obtenerse el beneficio
añadido de debilitar la posición de Moscú en Irán. Se plantaron las semillas de
lo que se convertiría en el escándalo Irán-conrra.
El coronel de la Marina
Oliver North fue puesto a cargo de la entrega de armas. North y McFarlane
decidieron excluir a la CÍA de sus planes. Ambos eran hombres de acción. Así
que, en palabras de North, «era hora de meter a Israel en cintura». También
tenía el proyecto personal de visitar Tierra Santa: cristiano practicante,
North acariciaba la idea de seguir los pasos de Jesús.
El primer ministro de
Israel, Yitzhak Shamir, decidió que había una sola persona capaz de manejar la
solicitud de Washington con la seguridad de que los intereses de Israel serían
protegidos. El 3 de julio de 1983, David Kirnche viajó para encontrarse con
McFarlane en la Casa Blanca. Kimche dijo que pensaba que el trato, armas por
rehenes, funcionaría. Preguntó si la CÍA estaba «activamente involucrada». Se
le respondió que no.
A su vez, McFarlane le
preguntó hasta qué punto se comprometería el Mossad: «Después de todo, son los
tipos que hacen el trabajo secreto en el extranjero». Kimche le dijo que Rabin,
entonces ministro de Defensa, y Shamir habían decidido excluir al Mossad y
dejar el asunto en sus manos. McFarlane estuvo de acuerdo. Kimche no le había
dicho que el entonces jefe del Mossad, Nahum Admoni, compartía los temores de
Casey sobre un trato lleno de riesgos.
McFarlane condujo hasta el Hospital Naval de Bethesda para informar a
Reagan, que se reponía de una intervención en el colon, sobre los puntos de
vista de Kimche. El presidente hizo sólo una pregunta: «¿Aseguraba Kimche que
Israel mantendría el trato en secreto?». Una fuga podía dañar las relaciones de
Estados Unidos con otros países árabes moderados, ya temerosos del creciente
fundamentalismo de Teherán. McFarlane le aseguró que Israel iba a «cerrar las
escotillas». El trato se puso en marcha. Kimche regresó a Israel. Dos semanas
después volvía a Washington. En la cena, revélo a McFarlane su estrategia de
juego. Kimche recordaba la conversación de este modo:
—¿Quiere primero las
buenas o las malas noticias?
—Las buenas.
—Embarcaremos las armas
por ustedes, usando las mismas rutas anteriores. —No hay problema —dijo
McFarlane.
El método de Kimche
aseguraría que Estados Unidos no tuviera ningún contacto directo con Irán, de
modo que no se comprometiera la belicosa actitud de la Administración sobre el
manejo del terrorismo: el embargo de Estados Unidos a Irán quedaría intacto y
los rehenes, una vez libres, no habrían sido directamente canjeados por
armas.
Entonces McFarlane
quiso saber las malas noticias. Kimche dijo que sus contactos, bien situados en
Irán, dudaban de que los mullahs pudieran realmente lograr la liberación de los
rehenes. «Los grupos radicales se les están escapando de las manos», comentó a
su anfitrión. Si McFarlane estaba
desilusionado, no lo demostró. Al día siguiente, el Secretario de Estado,
George Shultz, le dijo a Reagan, ya de vuelta en el despacho oval, que los
riesgos eran muy elevados. ¿Qué ocurriría si los iraníes tomaban las armas y
luego revelaban el trato para avergonzar al «gran Satanás» como llamaban a
Estados Unidos? ¿No provocaría eso un acercamiento mayor de Irak hacia el bando
soviético? ¿Y qué pasaría con los rehenes?
Su situación podía empeorar. Toda la mañana continuó con sus argumentos.
Para el mediodía, Reagan estaba visiblemente cansado. Cuando se decidió, lo
hizo de manera repentina. El presidente acordó que Estados Unidos reemplazaría
todo el armamento que Israel vendiera a Irán. Una vez más, Kimche regresó a
casa con luz verde. Sin embargo, Shamir insistió en que debía dar todos los
pasos necesarios para «negar cualquier relación con el asunto en caso de que
hubiera problemas».
Con este fin, Kimche
reunió un pintoresco grupo de personajes para iniciar la operación.
Estaba Adnan Khashoggi,
un millonario saudí del petróleo con el hábito de comer caviar a espuertas y
buen ojo para las chicas de portada; Manacher Thorbanifer, un ex agente del
conocido SAVAK, servicio secreto del sha, que todavía se comportaba como un
espía y programaba encuentros en plena noche. También participaba el igualmente
misterioso Yakov Nimrodi, que había dirigido agentes de Aman y había sido
agregado militar de la embajada israelí en Teherán durante el reinado del sha.
Siempre invariablemente acompañado de Al Schwimmer, el silencioso fundador de
las Industrias Aéreas Israelíes.
Khashoggi cerró un
trato precursor de lo que vendría. Encabezó un consorcio que indemnizaría a
Estados Unidos si Irán no cumplía sus obligaciones y que protegería igualmente
a Irán si las armas no eran aceptables según las especificaciones. Por estas
garantías, el consorcio recibiría un diez por ciento en efectivo, en moneda
norteamericana, por la venta total de armas. A cambio, actuaría también como
parachoques para asegurar una inmunidad razonable a los Gobiernos de Estados
Unidos e Irán si algo salía mal. Todo el mundo entendió que el consorcio
trabajaría fuera del control político y estaría motivado exclusivamente por el
interés económico.
A fines de agosto de
1985, la primera carga de armas aterrizó en Teherán, procedente de Israel. El
14 de septiembre, un rehén norteamericano, el reverendo Benjamín Weir, fue
liberado en Beirut. A medida que se aceleraba el paso, más personajes dudosos
se agregaron al consorcio, entre ellos Miles Copeland, un ex agente de la CÍA,
que en la víspera de la caída del monarca había mandado gente a los mercados de
Teherán para que repartieran billetes de cien dólares a los que se animaran a
gritar « Viva el sha». Otras figuras turbias, como un ex oficial de los SAS que
dirigía una compañía en Londres y había prestado servicios al Mossad, también
participaron. Mientras tanto, los políticos de Israel y Washington miraban para
otro lado. Todo lo que importaba era que la operación se estaba llevando a cabo
bajo las narices de un mundo ignorante, al menos por el momento.
En total, Irán
recibiría ciento veintiocho tanques norteamericanos, doscientos mil cohetes
Katysha requisados en el Líbano, diez mil toneladas de obuses de todo calibre,
tres mil misiles aire-aire, cuatro mil rifles y casi cincuenta millones de
municiones.
Desde la base aérea de
Marama, en Arizona, más de cuatro mil misiles TOW fueron trasladados a
Guatemala para proseguir desde allí su camino hacia Tel Aviv. Desde Polonia y
Bulgaria, ocho mil misiles Sam 7 fueron embarcados, junto con mil AK-47. China
aportó cientos de misiles navales Gusano de seda, autos blindados y transportes
anfibios. Suecia mandó proyectiles de artillería de 105 mm y Bélgica, misiles
aire-aire.
Las armas fueron
embarcadas con certificados que indicaban Israel como destino final. Desde las
bases aéreas del Negev, el consorcio enviaba las armas a Teherán en aviones de
transporte especialmente contratados. El consorcio recibía «una comisión por el
flete» pagada por Irán con fondos de las cuentas suizas. La suma alcanzó unos
siete millones de dólares. Israel no recibió recompensa económica, sólo la
satisfacción de ver que Irán mejoraba su capacidad para matar a más iraquíes en
la larga guerra abierta entre ambos países. Para David Kimche era un ejemplo
más de la política del «divide y vencerás» que siempre había alentado. Sin embargo, sus bien entrenados instintos le
advertían que lo que había empezado como una «operación dulce» corría el
peligro de descontrolarse. En su opinión, «los hombres inadecuados tenían ahora
demasiado poder en el consorcio».
Su creación había
demostrado una vez más la realpolitik israelí: el país estaba listo para ayudar
a Estados Unidos porque reconocía que no podía sobrevivir sin el apoyo de
Washington en otras áreas. También era un modo de probar que Israel podía actuar
decisivamente en el escenario mundial y guardar el secreto.
Pero cuanto más duraba
la operación de intercambio de armas por rehenes, Kimche sentía que aumentaba
la posibilidad de que fueran descubiertos. En diciembre de 1985 avisó al
consorcio de que no podía seguir involucrado en sus actividades por más tiempo,
con la vieja excusa de que el trabajo en el ministerio lo superaba.
El consorcio le
agradeció su ayuda, le ofreció una cena de despedida en un hotel de Tel Aviv y
le comunicó que iba a ser reemplazado como enlace israelí por Amiram Nir,
consejero de Peres en materia de terrorismo. . Ese fue el momento, Kimche lo
admitiría después, en que el trato de armas por rehenes se empezó a deslizar
rápidamente hacia la autodestrucción. Si alguien podía descarrilarlo, ése era
Nir. Ex periodista, Nir había mostrado los signos alarmantes de considerar las
tareas de inteligencia en la vida real parte del mismo mundo descrito en las
novelas de James Bond que tanto le gustaban. Compartía esa debilidad fatal con
hombres del Mossad, que habían decidido también que los periodistas podían ser
útiles a sus propósitos.
En abril de 1999, David
Kimche demostró que no había perdido su habilidad para interpretar
correctamente la situación política en Oriente Medio. Yasser Arafat, el hombre
a quien alguna vez había planeado asesinar, «porque era mi enemigo de sangre,
seguro de que su muerte sería una gran victoria para Israel», se había
convertido ahora en «la mejor esperanza de Israel para una paz duradera. El
señor Arafat sigue sin ser mi idea de un perfecto vecino, pero es el único
líder palestino capaz de hacer concesiones a Israel y retener el poder y el
apoyo de su gente». Kimche creía que
había encontrado algo en común con Arafat. Estaba convencido de que el líder de
la OLP se había dado cuenta finalmente de algo que Kimche había entendido un
cuarto de siglo antes: «La verdadera amenaza que implica el fundamentalismo
islámico para el nuevo milenio».
Sentado en su pequeño estudio, que daba a un jardín pictórico, Kimche estaba en condiciones de emitir un juicio equilibrado. «No puedo perdonar a mi viejo enemigo por aprobar la muerte de mis compatriotas, décadas atrás. Pero también sería imperdonable negar a Arafat —y a los israelíes— la oportunidad de terminar para siempre con el derramamiento de sangre».
8 --Ora y el
monstruo
Aquel último viernes de
abril de 1988, el vestíbulo del hotel Meridien Palestina, en Bagdad, estaba
repleto como siempre, y el ánimo era entusiasta. Irak acababa de ganar una batalla
decisiva contra Irán en el golfo de Basra y había consenso en que la guerra se
encaminaba a su fin, después de siete años sangrientos.
La inminente victoria
iraquí podía ser atribuida, al menos en parte, a los extranjeros que se
hallaban sentados en el vestíbulo, con sus chaquetas de buen corte, los
pantalones impecablemente planchados y la sonrisa permanente de los hombres de
negocios con éxito. Eran vendedores de armas que esperaban colocar sus últimos
modelos, aunque nunca utilizaban esa palabra: preferían expresiones más
neutrales como «intercambio óptimo», «sistemas de control» o «capacidad de
crecimiento». Representaban a la industria de Europa, la Unión Soviética, China
y Estados Unidos. El lenguaje común de su negocio era el inglés, hablado en
gran variedad de dialectos.
Sus anfitriones
iraquíes no necesitaban traducción: se les ofrecía un surtido de bombas,
torpedos, minas y otros elementos de destrucción. Los folletos que pasaban de
mano en mano mostraban helicópteros con nombres de dibujo animado: Caballero
del mar, Cbinook, Caballo de mar. Un helicóptero Mamá grande podía transportar
un pequeño puente; otro, la Máquina increíble, podía trasladar un pelotón
entero. Los folletos anunciaban armas que disparaban dos mil tiros por minuto o
acertaban a un blanco en movimiento, en plena oscuridad, por medio de una mira
informatizada. Cualquier tipo de arma se encontraba a la venta.
Sus anfitriones
hablaban una jerga esotérica que los vendedores también entendían: «veinte en
el día», «treinta a mitad y mitad menos uno», veinte millones de dólares contra
entrega o treinta millones por un envío a pagar mitad en el acto y, la otra
mitad, el día anterior al embarque de las armas.
Vigilando este
cambiante mercado de comerciantes y clientes que bebían té de menta, se
encontraban los oficiales del Da'lrat al Mukhabarat al Amah, el principal
servicio de inteligencia de Irak, controlado por Sabba'a, el medio hermano de
Saddam Hussein, casi tan temible como él.
Algunos de esos
vendedores de armas habían estado en aquel mismo lugar siete años antes, cuando
sus azorados anfitriones les habían contado que Israel, un enemigo aún más
odiado que Irán, había dado un golpe poderoso contra la maquinaria militar
iraquí.
Desde la formación del
Estado judío, entre Israel e Irak había existido una situación de guerra
declarada. Israel había confiado en que sus fuerzas convencionales podían
derrotar a Irak. Pero en 1977, Israel descubrió que el Gobierno francés, que le
había proporcionado su capacidad nuclear, también había enviado un reactor y
«asistencia técnica» a Irak. La instalación se encontraba en Al Tuweitha, al
norte de Bagdad.
Las Fuerzas Aéreas
israelíes habían planeado bombardear el emplazamiento antes de que se volviera
demasiado «caliente», con las barras de uranio dentro del núcleo del reactor.
Destruirlo entonces habría causado muerte y contaminación masiva y convertido
Bagdad y una considerable parte del territorio iraquí en un desierto
radiactivo. Para Israel habría significado una condena mundial.
Por estas razones,
Yitzhak Hofi, el entonces jefe del Mossad, se opuso a la operación,
argumentando que, de cualquier manera, un ataque aéreo causaría la muerte de
muchos técnicos franceses y aislaría a Israel de los países europeos a los que
trataba de convencer de sus intenciones pacíficas. Bombardear el reactor
también significaría poner fin a la delicada maniobra de persuadir a Egipto
para que firmara un tratado de paz.
Se encontró con una
casa dividida. Varios de sus jefes de departamento argumentaban que no había
otra alternativa que neutralizar el reactor. Saddam era un enemigo despiadado;
una vez que tuviera un arma nuclear, no dudaría en usarla contra Israel. ¿Y
desde cuándo Israel se preocupaba por hacer amigos en Europa? Norteamérica era
lo único que interesaba y en Washington se rumoreaba que eliminar el reactor no
iba a costarles más que un tirón de orejas por parte del Gobierno.
Hofi probó una nueva
táctica. Sugirió que Estados Unidos presionara diplomáticamente a Francia para
que no enviara el reactor. Washington recibió un brusco desaire desde París.
Israel eligió entonces una ruta más directa. Hofi mandó un equipo de katsas a
hacer una incursión en la planta francesa de La Seyne-sur-Mer, cerca de Tbulon,
donde se construía el núcleo del reactor nuclear. Fue destruido por una
organización de la que nadie había oído hablar hasta entonces, el Grupo
Ecológico Francés. Hofi en persona había inventado el nombre.
Mientras los franceses
empezaban a construir un nuevo reactor, los iraquíes enviaron a París a Yahya
al Meshad, miembro de la Comisión de Energía Atómica, para arreglar el embarque
de combustible nuclear hacia Bagdad. Hofi mandó un equipo kidon para
asesinarlo. Mientras los otros patrullaban las calles circundantes, dos de
ellos usaron una llave maestra para entrar en la habitación de Meshad. Le
cortaron el cuello y lo apuñalaron en el corazón. El cuarto fue revuelto para
simular un robo. Una prostituta de la habitación contigua dijo a la policía que
había prestado servicios al científico pocas horas antes de su muerte. Más
tarde, ocupada con otro cliente, había oído un «movimiento inusual» en la
habitación de Al Meshad. Horas después de que declarara ante la policía fue
atropellada por un automóvil. El vehículo jamás fue encontrado. El equipo kidon
tomó un vuelo de El Al con destino a Tel Aviv.
A pesar de este nuevo
golpe, Irak, con la ayuda de Francia, continuó con sus intenciones de
convertirse en una potencia nuclear. En Tel Aviv, las Fuerzas Aéreas proseguían
con sus preparativos mientras los jefes de inteligencia discutían con Hofi por
sus continuas objeciones.
El jefe del Mossad se
vio desafiado por un adversario insólito. Su adjunto, Nahum Admoni, argüía que
destruir el reactor no sólo era esencial sino que daría «una lección a otros
árabes con ideas brillantes».
Para octubre de 1980,
el debate ocupaba todas las reuniones de gabinete del primer ministro Menahem
Begin. Se traían a colación viejos argumentos. Hofi se convirtió en una voz
solitaria contra el ataque. No obstante, siguió luchando y presentando alegatos
bien escritos, sabiendo que redactaba su propio obituario profesional.
Admoni ocultaba cada
vez menos su desprecio por la posición de Hofi. Los dos hombres, que habían
sido amigos íntimos, se convirtieron en fríos colegas. A pesar de todo,
transcurrieron seis meses de agrias discusiones entre el jefe del Mossad y su
personal superior hasta que el Estado Mayor ordenó el ataque, el 15 de marzo de
1981.
El ataque fue una obra
maestra de la táctica. Ocho cazabombarderos F-16, escoltados por seis cazas
F-15, pasaron en vuelo rasante sobre las dunas y el Jordán antes de partir como
rayos hacia Irak. Llegaron al blanco en el momento preciso, a las 5.34 de la
tarde, hora local, minutos después de que el personal francés abandonara el
lugar. Hubo nueve bajas. La planta nuclear quedó reducida a escombros. La
escuadrilla regresó sin novedad. La carrera de Hofi en el Mossad había
terminado. Admoni lo reemplazó.
Ahora, esa mañana de
abril de 1988, los traficantes de armas —que hacía siete años se habían
compadecido de sus huéspedes por el ataque israelí, antes de venderle a Iraq
mejores equipos de radar— se hubieran asombrado de saber que, en el hotel, un
agente del Mossad tomaba nota de sus nombres y sus ventas.
Ese viernes, un poco
más temprano, los tratos se habían interrumpido momentáneamente por la llegada
de Sabba'a al Tikriti, jefe de la policía secreta iraquí, acompañado por su
propia guardia pretoriana. E] medio hermano de Saddam Hussein se dirigió a los
ascensores para subir a la suite del último piso. Allí lo esperaba una
prostituta alta y curvilínea, traída de París para su placer. Se le pagaba muy
bien por un trabajo de alto riesgo. Algunas de las rameras anteriores habían
simplemente desaparecido del mapa después que Sabba'a terminara con ellas.
El jefe de seguridad se
fue a media tarde. Un poco después, de una suite contigua a la de la prostituta
salió un joven alto, vestido con una chaqueta de algodón azul y pantalones
livianos. Tenía un aire decadente y el hábito nervioso de pasarse la mano por
el bigote o restregarse la cara acentuaba su vulnerabilidad.
Se llamaba Farzad
Bazoft. En el registro del hotel, cuya copia había sido enviada como de
costumbre a Sabba'a, Bazoft constaba como «jefe de corresponsales extranjeros»
para el Observer, el periódico dominical inglés.
La descripción era
inexacta: sólo el personal fijo del periódico que trabajaba en el extranjero
podía ser considerado «corresponsal en el extranjero». Bazoft era un periodista
independiente que, durante el último año, había realizado colaboraciones para
el Observer y escrito varios artículos sobre temas de Oriente Medio. Bazoft
había admitido frente a otros periodistas que se encontraban en Bagdad, que
siempre se hacía pasar por «jefe de corresponsales» del Observer en viajes a
ciudades como Bagdad, porque con eso conseguía las mejores habitaciones
disponibles. La inocente mentira formaba parte de su encanto algo
infantil.
Había otra faceta más
oscura de la personalidad de Bazoft que sus colegas de la prensa desconocían y
que podía incluso ponerlos en peligro si se involucraban en las verdaderas
razones por las cuales estaba en Bagdad. Bazoft era espía del Mossad.
Lo habían reclutado
tres años antes, cuando llegó a Londres procedente de Teherán, donde sus
crecientes críticas al régimen de Jomeini habían puesto en peligro su vida.
Como a muchos antes que él, a Bazoft Londres le resultaba una ciudad ajena y
encontraba a los ingleses muy reservados. Había tratado de hacerse un lugar en
la comunidad iraní en el exilio y, durante una temporada, sus considerables
conocimientos sobre la estructura política de Teherán lo convirtieron en un
huésped bienvenido a la hora de cenar. Pero ver siempre los mismos rostros
familiares acabó por cansar al joven inquieto y ambicioso.
Bazoft había empezado a
buscar algo más excitante que disecar noticias de Teherán. Comenzó a establecer
contactos con Irak, el enemigo de Irán. A mediados de 1980, había un gran
número de iraquíes en Londres. Eran visitantes apreciados porque los británicos
veían en Iraq no sólo un buen comprador para sus productos, sino también una
nación que, bajo el régimen de Saddam Hussein, controlaría el amenazador
régimen fundamentalista islámico de Jomeini.
Bazoft decidió frecuentar a los iraquíes. Sus nuevos amigos eran más distendidos y estaban más dispuestos a «desmelenarse» que los iraníes. A cambio, quedaban cautivados por sus modales gentiles y sus interminables agudezas sobre los ayatolás de Teherán.
En una fiesta conoció a
un hombre de negocios iraquí, Abu al Hibid al que, una vez más ligeramente
ebrio al final de la noche, confesó su ambición de convertirse en reportero y
que sus héroes eran Bob Woodward y Cari Bernstein, los responsables de la caída
del presidente Nixon. Bazoft le dijo a Abu al Hibid que moriría feliz si
pudiera derribar a Jomeini. En aquel entonces, Bazoft escribía artículos para
un periódico iraní de escasa circulación entre los exiliados en Londres.
Abu al Hibid era el
alias de un katsa nacido en Irak.
En su siguiente informe
a Tel Aviv, incluyó una nota sobre Bazoft, su trabajo y sus aspiraciones. No
había nada inusual en ello: miles de nombres pasaban todas las semanas a
engrosar la base de datos del Mossad.
Pero Nahum Admoni
dirigía el Mossad con mucha ansiedad por desarrollar sus contactos en Irak. El
katsa de Londres recibió instrucciones de relacionarse con Bazoft. Invitado a
cenar varias veces, Bazoft se quejó a Al Hibid de que sus editores no
aprovechaban plenamente su potencial. Su anfitrión le sugirió que debía abrirse
paso en las altas esferas del periodismo inglés. Debía haber una oportunidad
para un reportero con buen dominio lingüístico y conocimientos sobre Irán.
Al-Hibid sugirió que la BBC podría ser un buen comienzo.
En la cadena de
radiotelevisión había varios sayanim cuyas tareas eran revisar los programas
que se emitían sobre Israel y vigilar a las personas contratadas por la BBC
para el servicio en lengua árabe. Si algún sajan tuvo algo que ver en la
contratación de Bazoft nunca se sabrá con certeza pero, muy poco después de
hablar con Al Hibid, le encargaron un trabajo de investigación. Lo hizo bien.
Siguió otro. Los editores de noticias podían confiar en Bazoft a la hora de
encontrar sentido a las intrigas de Teherán.
En Tel Aviv, Admoni
decidió que era el momento de hacer la siguiente jugada. Con las revelaciones
del Irán-contra saliendo a la luz en Estados Unidos, el jefe del Mossad decidió
exponer el papel de Yakov Nimrodi, un ex agente de Aman, en el floreciente
escándalo. Había sido miembro del consorcio creado por David Kimche y había
usado su propio historial de inteligencia para mantener al Mossad apartado de
lo que estaba ocurriendo. Hombre astuto y de habla fácil, Nimrodi había llevado
al secretario de Estado, George Shultz, a comentar que «el programa de Israel
no es el mismo que el nuestro y no podríamos confiar plenamente en ellos en lo
que concierne a Irán».
Cuando Kimche se retiró
del consorcio, Nimrodi permaneció en él un tiempo más. Pero, a medida que las
repercusiones desde Washington se volvían peores y más comprometedoras para
Israel, el ex agente de Aman se iba esfumando. Admoni, picado por la forma en
que Nimrodi había tratado al Mossad, tenía otros planes: humillaría
públicamente a Nimrodi y, al mismo tiempo, daría un espaldarazo a la carrera de
Bazoft para mayor beneficio del Mossad.
Al Hibid brindó suficientes detalles al reportero para que se diera
cuenta de que aquél podía ser su gran despegue. Llevó la historia al Observen
Fue publicada con referencias a «un misterioso israelí, Nimrodi, implicado en
el asunto Irán-contra». Pronto Bazoft se convirtió en colaborador habitual del
Observer, Finalmente, un premio codiciado para alguien que no formaba parte de
la plantilla, se le dio un escritorio propio. Significaba que no tendría que
seguir pagando los gastos telefónicos para rastrear una historia desde casa y
que podría además cargar los de entretenimiento. Pero todavía le seguirían
pagando sólo por lo que apareciera en el diario. Era un incentivo para
conseguir historias y para que realizara algún viaje a Oriente Medio. Mientras
estuviera viajando tendría todos los gastos pagados y, como todos los
periodistas, podría manipularlos para ganar algún dinero más del que de hecho
le correspondía. La escasez de dinero siempre había sido un problema para
Bazoft, algo que ocultaba cuidadosamente a sus colegas del periódico. Por
cierto, ninguno sospechaba que el reportero, que pasaba horas hablando por
teléfono en persa, era un ladrón convicto. Bazoft había pasado dieciocho meses
en la cárcel después de asaltar una sociedad constructora. En la sentencia, el
juez había ordenado que Bazoft fuera deportado tras su liberación. Bazoft apeló
sobre la base razonable de que sería ejecutado si lo enviaban de vuelta a Irán.
Aunque la apelación fue rechazada, se le concedió una «dispensa excepcional»
para permanecer en Gran Bretaña por tiempo indefinido. Las causas de una
decisión tan inusual han permanecido ocultas en alguna bóveda del Ministerio
del Interior.
Si el Mossad, habiendo
detectado el potencial de Bazoft, utilizó uno de sus bien situados
colaboradores en Whitehall para facilitar las cosas, sigue siendo una cuestión
sin respuesta. Pero la posibilidad no debe ser descartada.
Cuando Bazoft salió de
la cárcel empezó a sufrir episodios depresivos que combatía con un tratamiento
homeopático. Estos antecedentes habían sido desempolvados por el katsa del
Mossad. Más tarde, un escritor inglés, Rupert Alison, miembro conservador del
Parlamento y reconocido experto en materia de reclutamientos de inteligencia,
diría que una personalidad como la de Bazoft constituía un blanco perfecto para
el Mossad.
Un año después de
conocerse, Al Hibid reclutó a Bazoft. Cómo y dónde se hizo continúa siendo un
misterio. El dinero tuvo que ser un buen aliciente para Bazoft, siempre escaso
de recursos. Y para alguien que veía el mundo de un modo dramático, la
perspectiva de hacer realidad otro de sus sueños —ser espía como otro de los
corresponsales a los que admiraba, Philby, que también había trabajado en el
Observer como tapadera para sus actividades como espía soviético— puede que
también fuera otro factor decisivo.
Lo cierto es que Bazoft
comenzó a labrarse una reputación propia: sabía suplir la falta de estilo con
un sólido trabajo de investigación. Todo lo que descubría en Irán lo transmitía
al katsa de Londres. Al mismo tiempo que los artículos para el Observer, Bazoft
recibió encargos de la ITN, una agencia televisiva de noticias, y de los
diarios del grupo Mirror. En esa época,
el editor para noticias del extranjero del Daily Mirror era Nicholas Davies.
Tenía un don para el chisme, mucha resistencia a la bebida y siempre estaba
listo para pagar una ronda. Su acento del norte de Inglaterra no había
desaparecido: los colegas decían que se había pasado horas ensayando el tono
melifluo que usaba ahora. Las mujeres encontraban atractivos sus modales
sencillos y la manera imperiosa en que ordenaba la cena y elegía un buen vino.
Adoraban su carácter mundano, la manera en que hablaba de lugares lejanos como
si fueran parte de su propio feudo. Avanzada la noche y tras tomar otro trago,
relataba aventuras que los cínicos consideraban meras fabulaciones.
Ni por un momento,
nadie —ni sus colegas en el Mirror, ni su vasto círculo de amigos ajenos al
periódico, ni siquiera su esposa Janet, una australiana que había protagonizado
la famosa serie de la BBC Dr. Who— supo que Nahum Admoni había autorizado que
reclutaran a Davies.
Davies siempre insistió
en que, aunque «había existido un acercamiento», nunca había servido como
agente del Mossad y que su presencia en el vestíbulo del hotel aquella tarde de
un viernes de abril se debía sólo a su labor como periodista. Vigilaba a los
tratantes de armas mientras hacían su trabajo. No recordaba de qué había
hablado con Bazoft en el vestíbulo, pero dijo: «Me imagino que habrá sido sobre
lo que estaba sucediendo.» Se negó a concretar qué, una posición que mantuvo a
ultranza.
Ambos periodistas
habían viajado a Irak con otros colegas (entre ellos, el autor de este libro,
que lo hizo para la Asociación de Prensa, el servicio nacional de cable
británico). Durante el viaje desde Londres, Davies había entretenido a sus
colegas con historias indecorosas sobre Robert Maxwell, que había comprado la cadena
Mirror. Lo llamaba «un monstruo sexual con un apetito voraz para seducir a sus
secretarias». Dejó claro que estaba muy próximo a Maxwell, «aunque el capitán
Bob es un infierno, sabe que sé demasiado como para echarme». La pretensión de
Davies de ser invulnerable debido a lo que sabía acerca de la vida del magnate
fue considerada por todos una exageración.
Durante el vuelo Farzad
Bazoft se mantuvo silencioso, habló poco con los demás y se limitó a conversar
en persa con las azafatas. En el aeropuerto de Bagdad, su pericia como
traductor allanó las dificultades con los «guías» iraquíes asignados al grupo.
En un susurro, Davies aseguró que eran agentes de seguridad. «Estos cabrones
dormidos no reconocerían un espía aunque llevara un cartel», dijo Davies
proféticamente.
En el
Meridian-Palestina, el hombre del Daily Mirror informó a sus compañeros de
viaje que se encontraba allí porque estaba «asquerosamente aburrido de
Londres». Pero dejó claro que no tenía ninguna intención de seguir el
itinerario oficial, que incluía una visita al campo de batalla de Basra, donde
el Ejército iraquí estaba ansioso por hacer gala de los despojos de la guerra
tras su victoria sobre las fuerzas iraníes. Bazoft dijo que no creía que el
viaje al golfo interesara a su periódico.
Esa noche del viernes
de abril de 1988, después de pasar horas contemplando a los tratantes de armas
y mantener varias conversaciones con Davies, Farzad Bazoft comió solo en la
cafetería del hotel. Declinó una invitación para unirse a otros periodistas de
Londres con la excusa de que «debía revisar su agenda». Durante la comida le
avisaron para que atendiera una llamada telefónica en el vestíbulo. Volvió unos
minutos después con aspecto pensativo. Había pedido postre, pero repentinamente
dejó la mesa e ignoró los chistes groseros de otros periodistas que lo acusaban
de tener una chica escondida por ahí.
No regresó hasta el día
siguiente. Apareció aún más tenso y dijo, entre otros a Kim Fletcher, un
periodista independiente que trabajaba en ese momento para el Daily Mail, que
«todo está bien para ustedes, nacidos y criados en Gran Bretaña. Yo soy iraní y
eso me hace diferente». Fletcher no fue el único en preguntarse si aquello no
era «un nuevo gimoteo de Bazoft sobre las dificultades de tener un pasado como
el suyo».
Bazoft pasó el día
paseando por el vestíbulo del hotel o en su suite. Abandonó brevemente el
establecimiento dos veces. En el vestíbulo mantuvo varias conversaciones con
Davies, que más tarde declaró que Bazoft «andaba como cualquiera detrás de una
historia, preguntándose si lograría lo que deseaba». Por su parte, el editor de
la sección internacional del Mirror anunció que no pensaba escribir nada
«porque aquí no hay nada que pueda interesarle al capitán Bob».
Esa tarde, Bazoft dejó
una vez más el hotel. Como de costumbre, un iraquí lo siguió. Pero cuando
reapareció iba solo. Los periodistas le oyeron comentar a Davies «que no estaba
dispuesto a ser seguido como una perra en celo».
La risa de Davies no
logró animar a Bazoft. Una vez más se dirigió a su suite. Cuando volvió a
aparecer en el vestíbulo les dijo que no regresaría a Londres con ellos. «Ha
surgido algo», dijo en el tono misterioso que le gustaba usar de vez en
cuando.
«Tendría que ser una
historia muy buena para que yo me quedara aquí», comentó Fletcher. Horas después, Bazoft dejó el hotel. Aquélla
fue la última vez que sus compañeros lo vieron hasta que apareció en un vídeo
distribuido por el régimen iraquí en todo el mundo, siete semanas después de su
arresto, en el que confesaba ser un espía del Mossad.
Durante ese tiempo,
Bazoft llevó a cabo una misión que hubiera puesto a prueba la destreza del
katsa mejor entrenado. Se le había ordenado descubrir los avances en los planes
de Gerald Bull para fabricar una superarma en Irak. Que se le hubiera
encomendado tal tarea indicaba hasta qué punto sus superiores estaban
dispuestos a explotarlo. El Mossad también había tomado sus precauciones para
que, en caso de que Bazoft fuera atrapado, pareciera que trabajaba para una
compañía con sede en Londres, Sistemas de Defensa Limitada. Cuando Bazoft fue
arrestado cerca de uno de los enclaves de prueba de la superarma, los agentes
iraquíes encontraron en su poder documentos reveladores de su relación con la
compañía. La empresa ha negado toda relación con Bazoft o cualquier contacto
con el Mossad.
En el vídeo, Bazoft
tenía la mirada a veces perdida. Luego le centelleaban los ojos y echaba una
mirada rápida a la habitación. De fondo se veía una bonita cortina estampada
con profusión de zarcillos. Tenía el aspecto de alguien que no puede evitar que
lo aniquilen. Los psicólogos del Mossad
en Tel Aviv estudiaron cada fotograma. Para ellos, las etapas en la
desintegración de Bazoft seguían el mismo esquema que habían notado cuando extraían
confesiones de un terrorista capturado. Primero Bazoft habría experimentado
incredulidad, una negación instintiva de que lo que estaba pasando le estuviera
ocurriendo precisamente a él. Eso habría dado paso a una certeza sobrecogedora
y destructiva. Le estaba pasando a él. En esa etapa, el indefenso periodista
pudo haber experimentado dos reacciones: pánico paralizante y un compulsivo
deseo de hablar. Este era el momento del vídeo en el que confesó que trabajaba
para el Mossad.
Su tono monótono sugería
que había sufrido ataques de depresión exógena durante su cautiverio, como
resultado de haber sido separado de su ambiente habitual y de haber visto su
estilo de vida totalmente desbaratado. Se habría sentido continuamente cansado
y el sueño permitido no le sería suficiente. En ese punto la autoacusación
habría llegado a su punto más destructivo y su sensación de desesperanza,
maximizada. La culpa se habría apoderado de él. Como el prisionero de El
proceso de Kafka, se habría sentido «estúpido» por la manera en que se había
comportado y puesto en peligro a otros.
En el vídeo, los ojos
de Bazoft mostraban signos de que había sido drogado. Los farmacólogos del
Mossad encontraban imposible determinar qué tipo de drogas habían usado con
él.
Nahum Admoni sabía que
una confesión tan abyecta como la que contenía el vídeo era el preludio a la
ejecución de Bazoft. El jefe del Mossad ordenó a sus especialistas en acción
psicológica lanzar una campaña para desviar las preguntas embarazosas sobre la
relación del servicio con Bazoft.
Algunos miembros del
Parlamento inglés criticaron inmediatamente al Observer por enviar a Bazoft a
Irak. Al mismo tiempo, periodistas con credibilidad lanzaron el rumor de que
Saddam Hussein seguía atentamente por vídeo los interrogatorios a Bazoft. Bien
pudo haber sido cierto. Por lo menos, era un buen medio para recordar al mundo
que la tortura y el asesinato constituían elementos de la política de Irak.
Bazoft fue ejecutado en la horca en marzo de 1990. Sus últimas palabras fueron:
«No soy un espía israelí».
En Londres, Nicholas
Davies leyó la noticia de la ejecución en una nota de la agencia Reuters, que
llegó hasta su escritorio de la sección internacional del Daily Mirror. Como
hacía con todas las historias sobre Oriente Medio que consideraba importantes,
la llevó a la oficina de Robert Maxwell.
Desde 1974, el editor
había sido el sayan más poderoso de Gran Bretaña. Davies recordaba que «Bob
leyó la nota sin comentarios», pero que «honestamente» no podía recordar lo que
había sentido por la muerte de Bazoft.
En Tel Aviv, entre los
que se enteraron de la ejecución, se encontraba uno de los personajes más
pintorescos que había servido al espionaje israelí, Ari ben Menashe. Hasta ese
momento no había sabido de la existencia de Bazoft. Pero eso no impidió que el
apasionado Ben Menashe sintiera pena por «otro buen hombre que estaba en el
lugar equivocado en el momento equivocado». Juicios emocionales como ése habían
impedido al bien parecido y sagaz Ben Menashe ocupar puestos importantes en la
comunidad de inteligencia israelí. Sin embargo, durante diez años, de 1977 a
1987, había ocupado un cargo relevante en el Departamento de Relaciones
Exteriores de las Fuerzas Armadas israelíes, una de las organizaciones de
espionaje más poderosas,
El DRE había sido
creado en 1974 por el primer ministro Yitzhak Rabin. Dolido por la manera en
que la coalición sirioegipcia había sorprendido a Israel en la guerra del Yom
Kippur, había decidido que la única manera de evitar otro fracaso de inteligencia
semejante sería tener un perro guardián que vigilara a los otros servicios y,
al mismo tiempo, realizara su propia tarea de inteligencia,.
Cuatro ramas se habían
abierto para operar bajo el paraguas del DRE. La más importante era el SIM, que
proporcionaba «asistencia especial» para el creciente número de «movimientos de
liberación» en Irán, Irak y, en menor grado, Siria y Arabia Saudí. La segunda
rama, el RESH, proporcionaba enlaces con otros servicios de inteligencia
amigos. A la cabeza estaba la Oficina de Seguridad del Estado de Sudáfrica. El
Mossad tenía una unidad similar, llamada TEVEL, que también tenía lazos con la
inteligencia de la República Sudafricana. La relación entre el RESH y TEVEL era
a menudo tensa porque sus funciones se solapaban.
Un tercer departamento
del DRE, Relaciones Externas, se ocupaba de los agregados militares israelíes y
de todo el personal de las Fuerzas Armadas que trabajaba en el extranjero. El
departamento seguía también las actividades de los agregados militares
extranjeros en Israel. Eso causó otro conflicto, esta vez con el Shin Bet, que
hasta ese momento tenía la prerrogativa de informar sobre dichas actividades.
La cuarta rama del DRE se llamaba Inteligencia Doce. Destinada a tratar con el
Mossad, esta unidad había agriado todavía más las relaciones con los hombres
del edificio del paseo del Rey Saúl. Sentían que el DRE iba a disminuir su
poder.
Ben Menashe había sido
destinado al RESH con la responsabilidad específica de la «cuenta iraní». Llegó
en un momento en que Israel estaba a punto de perder a su más poderoso aliado
en la región. Durante más de un cuarto de siglo, el sha de Irán había trabajado
diligentemente entre bastidores para persuadir a los vecinos árabes de Israel
de que cesaran sus hostilidades contra el Estado judío. Aún continuaba
progresando de manera limitada, especialmente con el rey Hussein de Jordania,
cuando su propio trono fue barrido por la revolución fundamentalista islámica
del ayatolá Jomeini, en febrero de 1979. Jomeini entregó de inmediato la
embajada israelí en Teherán a la OLP. Igualmente rápido, Israel comenzó a
apoyar la guerra declarada de los guerrilleros kurdos contra el nuevo régimen.
Al mismo tiempo, continuaba proveyendo de armas a Irán para que las usara
contra Irak. La política de «matar por ambos lados» que David Kimche y otros
patrocinaban en el Mossad se encontraba en plena vigencia.
Ben Menashe se vio
envuelto pronto en el gran plan de David Kimche para el canje de armas por
rehenes con Irán. Los dos hombres viajaron juntos a Washington. Ben Menashe
presumía de haber paseado por los anchos pasillos de la Casa Blanca, conocido a
Reagan y departido en los mejores términos con sus principales asesores.
Encantador y con una
actitud temeraria, Ben Menashe era una figura popular en las fiestas de la
comunidad de inteligencia israelí, donde los políticos poderosos intercambiaban
anécdotas con los espías para beneficio mutuo. Pocos podían contar una historia
mejor que Ben Menashe. En el momento en que David Kimche iniciaba su
intercambio de armas por rehenes, Ben Menashe había sido nombrado «asesor
personal» del primer ministro Yitzhak Shamir en materia de inteligencia. Le
había comunicado que sabía «dónde estaban las pruebas de la infamia». Kimche
decidió que Ben Menashe era la persona ideal para trabajar con alguien a quien
admiraba más que a ningún otro oficial de inteligencia: Rafi Eitan. Con la
plena aprobación del primer ministro, Ben Menashe fue liberado de otras tareas para
trabajar con Eitan. Los dos hombres viajaron a Nueva York en marzo de 1981. Su
propósito, según Ben Menashe, era concreto: «Nuestros amigos en Teherán estaban
desesperados por tener equipo electrónico sofisticado para las Fuerzas Aéreas y
las tropas terrestres. Israel, por supuesto, deseaba ayudarlos lo más posible
en su guerra contra Irak».
Viajando con pasaporte
británico, el preferido del Mossad, instalaron una compañía en el distrito
financiero de Nueva York. Reclutaron un grupo de cincuenta corredores que
rastrearon toda la industria electrónica en busca del equipo adecuado. Todas
las ventas iban acompañadas de certificados en los que Israel constaba como
destino final. Ben Menashe recordaba: «Temamos fajos de certificados que
completábamos y enviábamos al archivo de Tel Aviv, por si alguien se tomaba la
molestia de revisarlo».
El equipo se enviaba
por avión a Tel Aviv. Allí, sin pasar por la aduana, era transferido a un
transporte aéreo contratado en Irlanda y enviado a Teherán. La idea de usar
pilotos irlandeses también había sido de Rafi Eitan. Había mantenido lo que
llamaba sus «contactos irlandeses». Cuando se trata de un negocio, los
irlandeses conocen las reglas. La única que interesa es el pago puntual».
A medida que crecía el
volumen de la operación en Nueva York se hizo necesario contar con una compañía
central para manejar los miles de millones de dólares que se movían en la
compraventa de armas. El nombre elegido para ella fue Ora, que en hebreo
significa «luz». En marzo de 1983, Rafi
Eitan le ordenó a Ben Menashe que reclutara a Davies para Ora. Seguramente el
viejo espía había oído hablar de Davies a través del Mossad y al mismo tiempo,
el servicio se habría puesto en contacto con Davies a través de Bazoft, que
había realizado trabajos independientes para el editor de internacionales del
Daily Mirror. Más adelante, ese mismo mes, Ben Menashe y Davies se encontraron
en el hotel Churchill de Londres. En el momento de despedirse, Ben Menashe
sabía que «era nuestro hombre». Al día siguiente almorzaron en casa de Davies.
La esposa de Davies, Janet, estaba presente. Ben Menashe se figuró
inmediatamente que el sofisticado Davies tenía miedo de perderla. «Eso era
bueno. Lo hacía vulnerable.»
El papel de Davies como
asesor de Ora fue finalmente definido en el hotel Dan Acadia, frente a la
playa, al norte de Tel Aviv. Ben Menashe rememoraba: «Acordamos que sería
nuestro conducto en Londres para las armas, nuestro intermediario en los tratos
con los iraníes y otros. Su dirección aparecería impresa en el membrete de Ora
y, durante el día, el número directo de su oficina —822¬3530— sería el usado
por nuestros contactos iraníes».
A cambio, Davies
recibiría una cantidad de dinero acorde con su fundamental papel en la
operación armas por rehenes. En total ganaría un millón y medio de dólares, que
sería depositado en bancos de Gran Caimán, Bélgica y Luxemburgo. Parte del
dinero sirvió para pagar su divorcio. Janet recibió un pago único de cincuenta
mil dólares. Davies liquidó sus deudas bancarias y compró una casa de cuatro
pisos. Se convirtió en la oficina europea de Ora y su número de teléfono —
231-0015—, en otro contacto para los tratantes de armas que habían empezado a
formar parte de la vida del periodista. En su condición de editor de noticias
internacionales, empezó a visitar Estados Unidos, Europa, Irán e Irak.
Ben Menashe notó con
aprobación que «en sus viajes se presentaba como representante del grupo Ora.
Solía organizar una reunión, usualmente los fines de semana, y volaba a la
ciudad convenida para acordar el número de armas requerido y la forma de
pago».
En 1987, el ayatolá
iraní Ali Akbar Hashemi Rafsanjani recibió un telegrama de Ora concerniente a
la venta de cuatro mil misiles TOW, a un coste de 13.800 dólares cada uno. El
telegrama concluía así: «Nicholas Davies es el representante de Ora autorizado
para firmar contratos».
Era una época de gloria
para Ari ben Menashe, Nicholas Davies y la poderosa figura que se perfilaba,
todavía más imponente, en el trasíbndo de los acontecimientos: Robert Maxwell.
Pero nadie sospechó ni por un momento la sombría verdad del tópico
hollywoodiense que Davies solía repetir: «No hay nada gratis en este
mundo».
9 --Dinero sucio, sexo
y mentiras
Las cosas tenían un
aspecto muy distinto esa mañana de marzo de 1985, cuando Ari ben Menashe tomó
el vuelo de British Airways Tel Aviv-Londres. Mientras saboreaba su desayuno
kosher, se decía que la vida nunca le había sido tan favorable. No sólo estaba
haciendo «mucho dinero» sino que había aprendido mucho trabajando codo a codo
con Kimche mientras corrían la aventura bizantina de venderle armas a Irán. De
paso, había mejorado su educación en el continuo intercambio entre los
políticos de Israel y sus jefes de inteligencia.
Para Ben Menashe, «el
tratante de armas medio era un niño de coro comparado con mis ex colegas».
Había detectado el problema: los efectos secundarios de la aventura de Israel
en el Líbano, que finalmente había abandonado, fueron destructivos y
desmoralizadores. Ansiosos por recuperar prestigio los políticos dieron todavía
más libertad a la inteligencia para librar una guerra sin cuartel contra la
OLP, a la que achacaban todos los problemas de Israel. El resultado fue que
hubo una sucesión de escándalos en los que sospechosos de terrorismo e incluso
sus familias fueron torturados y asesinados a sangre fría. Yitzhak Hofi, ex
jefe del Mossad, había formado parte de una comisión gubernamental creada,
después de una intensa presión pública, para investigar las atrocidades. Llegó
a la conclusión de que los oficiales de inteligencia habían mentido sin
excepción al tribunal acerca de la forma en que obtenían las confesiones. Los
métodos usados habían sido a menudo salvajes. El comité recomendó seguir los
«procedimientos adecuados».
Pero Ben Menashe sabía
que las torturas habían continuado: «Era bueno estar lejos de esas cosas
horribles». Consideraba muy diferente lo que él hacía al vender armas a Irán
para matar a innumerables iraquíes. Ni siquiera la desgracia de los rehenes de
Beirut, la verdadera razón por la que iba y venía, le preocupaba
verdaderamente. La razón última era el dinero. Aun después dé la partida de
Kimche, Ben Menashe pensó que la rueda se detendría sólo cuando él en persona
lo decidiera y que saldría del asunto convertido en multimillonario. Según sus
cálculos, el negocio de OSA valía cientos de millones, la mayor parte de ellos
generados en la casa del suburbio de Londres desde donde Davies dirigía las
operaciones internacionales. Ben Menashe
sabía que Davies había amasado una fortuna propia. Ganaba mucho más que las
setenta y cinco mil libras anuales que le pagaban en el periódico: su comisión
en ORA alcanzaba casi la misma cifra sólo en un mes. A Ben Menashe no le
importaba que el periodista «se llevara una tajada más grande del pastel;
quedaba lo suficiente para seguir andando. Todavía eran tiempos para beber
champaña».
Robert Maxwell lo
ofrecía a espuertas a las visitas que iban a su oficina del último piso del
Daily Mirror. Cuando el vuelo de British Airways aterrizara, Ben Menashe sería
conducido en una limusina enviada por el magnate: un signo más de la
importancia que Maxwell, según él, le concedía. Lo acompañaría Nahum Admoni,
director general del Mossad, que había tomado un vuelo posterior de El Al. Ben
Menashe planeó esperar a Admoni en el aeropuerto de Heathrow meditando sobre
cómo un poderoso barón de la prensa se había transformado en el sayan más
importante reclutado por el Mossad.
Maxwell había ofrecido
voluntariamente sus servicios al final de una reunión en Jerusalén con Shimon
Peres, poco tiempo después de formado el gobierno de coalición, en 1984. Uno de
los asesores de Peres recordaba el episodio: «un egocéntrico se encuentra con
un megalómano. Peres era altivo y autoritario. Pero Maxwell arremetía diciendo
cosas como "voy a invertir millones en Israel, voy a revitalizar la
economía". Parecía un político en campaña. Era pomposo, interrumpía, se
iba por la tangente o contaba chistes obscenos. Peres seguía sentado con su
sonrisa de esquimal».
Sabedor de que Maxwell
había cultivado durante años valiosos contactos en Europa del Este, Peres
arregló un encuentro entre Admoni y el magnate. La reunión tuvo lugar en la
suite presidencial del hotel Rey David, en Jerusalén, donde Maxwell se alojaba.
Los dos hombres encontraron un terreno común en sus orígenes centroeuropeos.
Maxwell había nacido en Checoslovaquia y ambos compartían un ardiente
compromiso con el sionismo y la creencia de que Israel debía subsistir por
derecho divino. También coincidían en su pasión por la comida y los buenos
vinos.
Admoni estaba vivamente
interesado en el punto de vista de Maxwell: Estados Unidos y la Unión Soviética
tenían idéntico deseó de alcanzar la dominación mundial, aunque a través de
métodos significativamente diferentes.
La anarquía
internacional formaba parte de la estrategia soviética, mientras que para
Washington el mundo se componía de «amigos» o «enemigos», más que de naciones
con intereses ideológicos en conflicto. Maxwell había expresado otras
intuiciones: el contacto secreto de la CÍA con la inteligencia china causaba
inquietud en el Departamento de Estado, que pensaba que podía influir en las
futuras relaciones diplomáticas y políticas.
El magnate había
retratado a dos hombres de sumo interés para Admoni. Maxwell dijo que cuando
conoció a Ronald Reagan tuvo la sensación de que el presidente era un optimista
empedernido que utilizaba su encanto para ocultar su verdadera condición de
político duro. Su defecto más peligroso era la simplificación, sobre todo en la
cuestión de Oriente Medio: su segundo o tercer pensamiento sobre ella no
lograba imponerse a un primer juicio precipitado.
Maxwell también había
conocido a William Casey, y juzgaba al director de la CÍA como un hombre de
miras estrechas que no sentía aprecio alguno por Israel.
Casey dirigía una
agencia con ideas anticuadas sobre el papel de la inteligencia en la actual
arena política mundial. Nada más evidente que el modo en que Casey había mal
interpretado las intenciones árabes en Oriente Medio.
Esas opiniones
coincidían exactamente con las de Nahum Admoni. Después de la reunión, fueron
en el automóvil de Admoni al cuartel general del Mossad, donde el propio
director general acompañó a su huésped en una visita a parte de las
instalaciones.
Ahora, un año después,
el 15 de marzo de 1985, volverían a encontrarse
Hasta que Admoni y Ben
Menashe no entraron en la oficina de Maxwell, situada en el barrio londinense
de High Holborn, su anfitrión no les comunicó que habría otra persona
compartiendo los bagels, el salmón ahumado y el café que Maxwell siempre tenía
disponibles en su suite.
Como un mago que saca
un conejo de la chistera, Maxwell les presentó a Viktor Chebrikov,
vicepresidente del KGB y uno de los agentes más poderosos del mundo.
Ben Menashe admitiría
con claridad que «a un líder del KGB encontrarse en la oficina de un editor
británico le hubiera parecido una fantasía imposible. Pero, en una época en la
que el presidente Gorbachov mantenía muy buenas relaciones con la primera
ministra Margaret Thatcher, era aceptable para Chebrikov encontrarse en
Londres».
Repantigados en los
sillones de cuero hechos a mano, Admoni y Ben Menashe dirigieron la
conversación. Querían saber si, en el caso de que «cantidades muy sustanciales»
de dinero fuesen transferidas a la Unión Soviética Chebrikov garantizaba que
los depósitos estarían a salvo. Se trataba de las ganancias de ORA con la venta
de armas norteamericanas a Irán.
Chebrikov preguntó de
cuánto dinero estaban hablando.
Ben Menashe le
respondió que de «cuatrocientos cincuenta millones iniciales de dólares
estadounidenses. Seguidos de cantidades semejantes. Quizás hasta mil millones o
más». Chebrikov miró a Maxwell para
asegurarse de que había oído correctamente. Maxwell asintió, moviendo la cabeza
con entusiasmo. «¡Esto es la perestroikal», exclamó.
Para Ben Menashe, la
simplicidad del asunto era un atractivo más. No habría un enjambre de
intermediarios llevándose comisiones. Sólo serían «Maxwell con sus contactos y
Chebrikov, debido al poder que poseía. Su participación constituía una garantía
de que los soviéticos no robarían los fondos. Se acordó que los cuatrocientos
cincuenta millones iniciales serían transferidos del Crédit Suisse al Banco de Budapest,
en Hungría. Desde allí, el dinero sería distribuido a otros bancos del bloque
soviético».
Una prima neta de ocho
millones le sería pagada a Robert Maxwell por negociar el trato. Los arreglos
quedaron sellados con un apretón de manos y Maxwell propuso un brindis por el
futuro capitalismo de Rusia. Después, sus huéspedes fueron transportados en un
helicóptero del magnate hasta el aeropuerto de Heathrow para tomar un vuelo a
casa.
Aparte de Nicholas
Davies, ningún periodista de los que se encontraban en el edificio del Daily
Mirror se enteró de que acababa de pasar inadvertida una noticia de primera. No
tardaría en escapárseles de las manos otra primicia cuando Maxwell traicionó
sus intereses profesionales tratando de proteger a Israel.
En el comienzo de su
relación con el Mossad, se acordó que Maxwell era demasiado valioso como para
involucrarlo en la rutina de recabar información. Según un miembro de la
comunidad de inteligencia israelí: «Maxwell era el máximo comodín del Mossad.
Abría las puertas de los despachos más encumbrados. El poder de sus periódicos
significaba que presidentes y primeros ministros estaban siempre dispuestos a
recibirlo. A causa de lo que era, le hablaban como si fuera de hecho un
gobernante, sin darse cuenta nunca de adonde iba a parar la información. Mucho
de lo que oía eran probablemente chismes, pero sin duda algunas cosas
resultaban pepitas de oro. Maxwell sabía cómo hacer preguntas. No había
recibido entrenamiento por parte nuestra, pero se le habían dado indicios de
las áreas a explorar». El 14 de
septiembre de 1986 Robert Maxwell llamó a Nahum Admoni por su línea directa con
noticias devastadoras. Un periodista colombiano independiente, Oscar Guerrero,
se había acercado al periódico dominical de Maxwell, el Sunday Mtrror, con una
historia sensacional que descubría la tapadera cuidadosamente elaborada acerca
del propósito real de Dimona. Guerrero decía actuar para un ex técnico que
había trabajado en la planta nuclear. Durante ese tiempo, el hombre había reunido,
en secreto, fotografías y otras pruebas para demostrar que Israel ya se había
convertido en una potencia nuclear de primera y que contaba con no menos de
cien artefactos atómicos de diverso poder destructivo.
Como
todas las llamadas del jefe del Mossad, ésta se grabó automáticamente. Según
ese mismo miembro de la inteligencia israelí declaró más tarde, la cinta
contenía el siguiente diálogo:
Admoni: ¿Cuál es el
nombre del técnico?
Maxwell: Vanunu.
Mordechai Vanunu.
Admoni: ¿Dónde está
ahora?
Maxwell: En Sydney,
Australia, creo.
Admoni: Lo llamo más
tarde.
La primera llamada de
Admoni fue para el primer ministro Shimon Peres, que ordenó tomar todas las
medidas para «controlar la situación». Con esas palabras, Peres autorizó una
operación que demostraría una vez más la despiadada eficiencia del Mossad.
El personal de Admoni
confirmó rápidamente que Vanunu había trabajado en Dimona desde febrero de 1977
hasta noviembre de 1986. Había sido asignado a Machon-Dos, una de las más
secretas de las diez unidades productivas de la planta. El edificio sin
ventanas parecía un almacén. Pero sus muros eran tan espesos que bloqueaban las
más poderosas lentes de los satélites. Dentro de la estructura acorazada, un
sistema de paredes falsas conducía a los ascensores que descendían seis pisos,
hasta el sitio donde se fabricaban las armas nucleares. El permiso de seguridad de Vanunu, le
permitía acceder a todos los rincones de Machon-Dos. Su pase especial de
seguridad, número 520, coincidía con su firma en la Oficina de Actas Oficiales
Secretas y le aseguraba absoluta inmunidad mientras cumplía las funciones de
menahil, controlador del turno noche. Un asombrado Admoni recibió la noticia de
que, durante meses, Vanunu había fotografiado secretamente las instalaciones de
Machon-Dos: los paneles de control y la maquinaria nuclear para la fabricación
de bombas. Las pruebas sugerían que había almacenado las películas en su
taquilla y las había sacado a escondidas del que se suponía que era el sitio
más seguro de Israel.
Admoni preguntó de qué
modo Vanunu había logrado todo esto y, tal vez, más. ¿Y si ya había mostrado el
material a la CÍA? ¿O a los rusos, los británicos o, incluso, los chinos? El
daño sería incalculable. Israel quedaría ante el mundo como un país mentiroso y
embustero, capaz de destruirlo en buena parte. ¿Quién era Vanunu? ¿Para quién
trabajaba?
Las respuestas llegaron
pronto. Vanunu era un judío marroquí, nacido el 13 de octubre de 1954 en
Marrakesh, donde sus padres eran modestos comerciantes. En 1963, cuando el
antisemitismo, siempre a flor de piel en Marruecos, se desbordó con extrema
violencia, la familia emigró a Israel y se estableció en la ciudad de
Bersheba.
Mordechai tuvo una
adolescencia común. Como todos los jóvenes, al llegar el momento fue llamado a
las filas del Ejército israelí. Ya empezaba a perder el pelo y parecía mayor a
los diecinueve años. Alcanzó el grado de sargento primero en una unidad
buscaminas, estacionada en los Altos del Golán. Finalizado el servicio militar,
ingresó en la Universidad Ramat Aviv, en Tel Aviv. Después de suspender dos
exámenes al final de su primer año de la carrera de física, abandonó los
estudios.
En el verano de 1976 se
presentó a un anuncio en el que se solicitaban técnicos aprendices para
trabajar en Dimona. Después de una prolongada entrevista con el oficial de
seguridad de la planta, fue aceptado para, la preparación y lo apuntaron a un
curso intensivo de física, química, matemáticas e inglés. Salió suficientemente
airoso como para entrar en Dimona a trabajar como técnico, en febrero de
1977.
Vanunu había sido
declarado prescindible en noviembre de 1986. En su expediente de Dimona
constaba que había dado muestras de tener «creencias de izquierda y proárabes».
Vanunu partió hacia Australia y llegó a Sidney en mayo del año siguiente. En
algún sitio a lo largo del viaje, que había seguido el conocido itinerario de
los jóvenes judíos hacia Extremo Oriente, Vanunu había renunciado a su otrora
firme fe judía y se había convertido al cristianismo. La figura que emergía de
las fuentes consultadas por Admoni era la de un joven poco atractivo, el
clásico solitario: no había hecho amigos en Dimona, no tenía novia y pasaba su
tiempo libre leyendo libros de filosofía y política. Los psicólogos del Mossad
le dijeron a Admoni que un hombre así podía ser temerario, tener los valores
distorsionados y, a menudo, estar desilusionado. Ese tipo de personalidad podía
volverse peligrosamente impredecible. En
Australia, Vanunu había conocido a Osear Guerrero, un periodista colombiano que
trabajaba en Sidney, mientras pintaba una iglesia. El dicharachero periodista
no tardó en inventarse una extraña historia para divertir a sus amigos del
conflictivo barrio King's Cross, en Sidney. Declaraba que había ayudado a un
importante científico nuclear israelí a desertar llevándose los planes secretos
para destruir a sus vecinos árabes y que, un paso por delante del Mossad, el
científico se ocultaba ahora en un refugio suburbano de Sidney mientras
Guerrero orquestaba «la venta del notición del siglo».
A Vanunu le molestaban
estos comentarios delirantes. Convertido en pacifista confeso, quería que su
historia apareciera en una publicación seria, para alertar al mundo sobre la
amenaza que significaba la capacidad nuclear de Israel. No obstante, Guerrero
se había puesto en contacto con la oficina en Madrid del Sunday Times y el
osado periódico londinense mandó un reportero a Sidney para entrevistar a
Vanunu.
Las fantasías de
Guerrero se hicieron evidentes cuando lo entrevistaron. El colombiano empezó a
sentir que perdía el control de la historia de Vanunu. Sus temores aumentaron
cuando el enviado del Sunday Times dijo que llevaría a Vanunu a Londres, donde
sus declaraciones iban a ser cabalmente investigadas. El periódico intentaba que
el técnico fuera examinado por uno de los principales científicos nucleares
británicos.
Guerrero vio a Vanunu y
su acompañante tomar el vuelo a Londres y sus recelos aumentaron
aceleradamente. Necesitaba consejo para manejar la situación. La única persona
a quien acudir que se le ocurría era un antiguo miembro del Servicio de
Inteligencia y Seguridad Australiano. Guerrero le dijo que le habían arrebatado
una historia impactante y describió exactamente lo que Vanunu había sacado de
Dimona: sesenta fotografías de Machon-Dos, con mapas y dibujos. Revelaban más
allá de toda duda que Israel era la sexta potencia nuclear del mundo.
Una vez más, Guerrero
no tuvo suerte. Había elegido al hombre equivocado. El ex agente del SISA se
puso en contacto con su antiguo jefe y le repitió lo que Guerrero le había
contado. Había un firme contacto de trabajo entre el Mossad y el SISA. El
primero aportaba información sobre los movimientos de los terroristas árabes
hacia el Pacífico. SISA informó al katsa agregado en la embajada israelí en
Canberra sobre la llamada de su ex empleado.
La información fue mandada inmediatamente por fax a Admoni. Para
entonces le habían llegado noticias aún más preocupantes.
En su viaje hacia
Australia, Vanunu había hecho una escala en Nepal y allí había visitado la
embajada soviética en Katmandú. ¿Acaso había mostrado sus pruebas a Moscú?
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