viernes, octubre 15, 2021

MOSSAD La historia secreta

 


Gordon Thomas

1 --Detrás del espejo 

Cuando titilaba la luz roja del teléfono del dormitorio, se activaba automáticamente un sofisticado aparato de grabación en un apartamento de París cercano al centro Pompidou, en el bullicioso distrito cuarto. El técnico en comunicaciones israelí que había volado desde Tel Aviv para conectar la grabadora había instalado también la luz que servía para evitar que oír el teléfono a altas horas de la madrugada despertara las sospechas de los vecinos. El técnico era uno de los yahalomin, miembro de un equipo del Mossad que se encargaba de las comunicaciones seguras en los pisos francos de la agencia secreta de inteligencia de Israel. 

El apartamento de París era como todos, con la puerta principal a prueba de bombas y ventanas cuyos vidrios, al igual que los de la Casa Blanca, eran capaces de burlar los detectores. Había muchos así en las principales ciudades del mundo, de compra o alquilados por largos períodos. Muchos permanecían deshabitados durante largo tiempo, preparados para el momento en que fueran necesarios para una operación. 

Una de estas operaciones se había llevado a cabo desde el apartamento de París a partir de junio de 1997, época en que llegó monsieur Maurice. Hablaba un francés fluido con un leve acento centroeuropeo. A lo largo de los años, sus vecinos habían conocido a muchos como él: hombres, y a veces mujeres, que llegaban repentinamente, pasaban semanas o meses entre ellos y desaparecían sin previo aviso. Al igual que sus antecesores, Maurice había evitado con cortesía toda indagación sobre su persona o su trabajo. 

Maurice era un katsa, un agente del Mossad. 

Físicamente no llamaba la atención; incluso se había dicho de él que, en una calle desierta, habría pasado prácticamente desapercibido. Lo reclutaron en los buenos tiempos, cuando la fama del Mossad era todavía legendaria. Descubrieron su potencial cuando, durante el servicio militar obligatorio israelí, tras el período de entrenamiento básico, fue destinado a inteligencia de las Fuerzas Aéreas. Se había destacado tanto por su facilidad para los idiomas (hablaba francés, inglés y alemán) como por otras cualidades: era hábil para rellenar los vacíos en el análisis de un caso, especular conclusiones y conocía los límites de las conjeturas. Pero, sobre todo, era un manipulador nato: sabía persuadir, engatusar, y en último término, amenazar. 

Desde su salida de la academia del Mossad, en 1982, había trabajado en Europa, Sudáfrica y Oriente. En repetidas ocasiones lo había hecho fingiendo ser empresario, escritor o vendedor. Había utilizado diversos nombres y biografías obtenidos del archivo que mantenía el Mossad. Ahora era Maurice, nuevamente un empresario. 

Durante sus numerosas misiones había oído hablar de las purgas en «el Instituto», el nombre por el que el personal se refería al Mossad: rumores dañinos sobre carreras malogradas y truncadas, de cambios en la cúpula. Cada nuevo director tenía sus propias prioridades pero ninguno había remediado la desmoralización de la agencia. La pérdida de moral aumentó con el nombramiento de Benyamin Netanyahu, el primer ministro más joven de Israel. Hombre de probada experiencia en inteligencia, se suponía que debía saber cómo funcionaban las cosas en la agencia; cuándo escuchar, hasta dónde llegar. No obstante, desde el comienzo, Netanyahu sorprendió a los agentes experimentados deteniéndose en detalles operativos.  Al principio, esto se interpretó como un entusiasmo innecesario, una nueva escoba dispuesta a barrer hasta el último rincón para asegurar que no quedaran secretos por conocer. Pero las cosas adquirieron un tono alarmante cuando también la esposa del primer ministro, Sara, quiso husmear detrás del espejo en el mundo de la inteligencia israelí. Había invitado a su casa a agentes de alto rango para hacerles preguntas. Según ella, seguía el ejemplo de Hillary Clinton y su interés por la CÍA. 

En los pasillos impersonales del cuartel general del Mossad en Tel Aviv sonaron voces escandalizadas porque Sara Netanyahu había exigido ver los perfiles psicológicos de los líderes mundiales a quienes ella y su esposo recibirían  o visitarían. En especial, había pedido detalles sobre la vida sexual del presidente Bill Clinton. También quiso revisar los legajos de los diplomáticos israelíes en cuyas embajadas residirían durante sus viajes al extranjero y se interesó en particular por la limpieza de las cocinas y la frecuencia con que se cambiaba la ropa de cama en sus suites de huéspedes. 

Estupefactos por sus demandas, los oficiales del Mossad le habían explicado a la esposa de Netanyahu que obtener información de esa índole no formaba parte de sus tareas de inteligencia. 

Algunos veteranos habían sido apartados de las labores centrales de inteligencia y asignados a operaciones de poca envergadura, que requerían poco más que inventar algo de papeleo, por lo general nunca leído. Al darse cuenta de que sus carreras se estancaban, habían renunciado.  Ahora, dispersos a lo largo de Israel, ocupaban su tiempo en la lectura, principalmente sobre historia, e intentando aceptar el hecho de que ellos también eran cosa del pasado.  Por todo esto Maurice se alegraba de estar fuera de Tel Aviv; en acción una vez más. 

La operación que lo trajo a París le había dado otra oportunidad de demostrar que era un agente cuidadoso y metódico, capaz de cumplir lo que se esperaba de él. En este caso la tarea era relativamente sencilla: no existía verdadero peligro físico, únicamente el riesgo de la vergüenza en caso de que las autoridades francesas lo descubrieran y lo deportaran discretamente, sin ningún escándalo. El embajador israelí sabía que Maurice se encontraba en París pero desconocía el motivo. Ésta era la práctica habitual: si las cosas salían mal, el diplomático podía alegar desconocimiento. 

La tarea de Maurice era reclutar a un informador. En el idioma esotérico del Mossad, esto se llamaba el «contacto frío», sobornar a un natural del país. Al cabo de dos meses de trabajo paciente, Maurice creía que estaba a punto de tener éxito. 

Su blanco era Henri Paul, asistente jefe del hotel Ritz de París, que además ejercía como chofer de los huéspedes célebres. 

Uno de ellos había sido Jonathan Aitken, ministro del último gobierno conservador de Gran Bretaña. Aitken era el encargado de coordinar ventas de armas y había tejido una amplia red de contactos con vendedores de Oriente Medio. Esto había llevado a que World in action, un programa informativo de televisión, y el periódico Guardian hicieran públicos informes desfavorables sobre los vínculos de Aitken con hombres que no pertenecían normalmente al entorno de un ministro. Aitken presentó una demanda por calumnias e injurias. Quien había pagado los gastos de Aitken cuando éste se había hospedado en el Ritz para encontrarse con sus contactos árabes se había convertido en el eje central del juicio. Aitken declaró bajo juramento que su esposa se había encargado de la cuenta. 

A través de un tercero, el Mossad había hecho saber a los investigadores de la defensa que la señora Aitken no había estado en París. El caso se vino abajo. Así el Mossad, que durante mucho tiempo había considerado las actividades de Aitken una amenaza para Israel, lo destruyó de manera eficaz. 

En 1999, después de un largo juicio penal en Londres, Aitken fue declarado culpable de testificar en falso y sentenciado a prisión. Para entonces, su mujer lo había dejado, y el hombre que había recorrido los pasillos del poder durante muchos años se enfrentaba a un futuro incierto. 

Recibió el apoyo, si no la simpatía, de alguien inesperado: Ari ben Menashe. Un hombre que había sufrido los rigores de una cárcel neoyorquina después de su propia caída en desgracia como coordinador de inteligencia para el primer ministro Yitzhak Shamir. Esta posición le había valido un claro conocimiento de cómo funcionaba el Mossad y los otros servicios de inteligencia israelíes. Consideraba a Aitken «una persona consumida por su propia creencia de que podía ser más astuto que cualquiera. Pero cometió el error de subestimar al Mossad. Ellos no toman prisioneros». 

A diferencia de Jonathan Aitken, cuyo futuro después de salir de prisión resulta poco prometedor, Ben Menashe ha vivido una recuperación espectacular. En 1999 ya cuenta con una red de inteligencia bien establecida en Montreal, Canadá. Entre sus numerosos clientes hay varios países africanos y algunos europeos. Las multinacionales también solicitan sus servicios porque tienen la seguridad de que Menashe preservará su anonimato. 

Forman parte del personal varios ex oficiales del servicio de inteligencia canadiense y muchos otros que han trabajado en agencias israelíes o europeas. La compañía proporciona servicios completos de protección económica e industrial. Sus miembros se mueven muy bien entre los traficantes de armas y dominan las reglas de negociación con los secuestradores. No hay ciudad en donde no tengan contactos, muchos de ellos establecidos por Ben Menashe durante sus días como protagonista en el mundo de la inteligencia israelí. 

Él y sus asociados están siempre al día en cuanto a los cambios de aliados políticos y pueden predecir a menudo qué gobierno del tercer mundo va a caer y cuál lo reemplazará. Pequeña y compacta, la compañía de Menashe sigue el esquema del Mossad, «moviéndonos como ladrones en la noche. Así debe ser en nuestro negocio», tal como admite alegremente. Un negocio con el que se obtienen cuantiosas ganancias. 

Menashe ha conseguido la ciudadanía canadiense y se encuentra una vez más trabajando «con los príncipes y reyes de este mundo [...] los famosos y aquellos que usan sus fortunas para comprar la mejor protección. Para ellos, todo conocimiento es poder y parte de mi trabajo es aportar esa vital información». 

En Londres es un huésped distinguido del Savoy. En París, el Ritz lo recibe con especial deferencia. Ben Menashe no tardó en descubrir que el hotel seguía siendo punto de encuentro para los vendedores de armas y sus contactos europeos. Lo tanteó con sus colegas del Mossad. Por ellos supo hasta qué punto el Ritz se había vuelto fundamental en la estrategia de la agencia. Ben Menashe, un investigador por naturaleza -«hace tiempo aprendí que nada de lo que escucho es desechable»- .decidió que vigilaría el curso de las acciones. Una decisión que lo involucraría en el destino de Diana, la princesa de Gales y su amante, Dodi al Fayed, el hijo playboy del multimillonario dueño del Ritz, Mohammed al Fayed. 

El Mossad había decidido mantener un informador en el Ritz que aportara detalles sobre sus actividades. En primer lugar había intervenido el sistema informático del hotel y obtenido una lista del personal. Nadie de la dirección se perfilaba como posible candidato y el personal no tenía el acceso necesario a los huéspedes para realizar la tarea. Pero la responsabilidad de Henri Paul en el ámbito de la seguridad implicaba que debía tener acceso sin restricciones a todos los sectores del hotel. Su llave maestra le permitía abrir la caja de seguridad de cualquier huésped. Nadie haría preguntas si solicitaba una copia de la cuenta de algún cliente, ni llamaría la atención si pedía ver el registro telefónico para averiguar detalles de las llamadas realizadas por los vendedores de armas y sus contactos. Podía saber a qué mujer había contratado un vendedor para una cita. Como chofer de los huéspedes selectos, Paul estaría en posición de escuchar sus conversaciones, observar su comportamiento, ver adonde iban y con quién se encontraban. 

El paso siguiente fue establecer el perfil psicológico de Paul. A lo largo de varias semanas, un katsa residente en París recopiló información sobre su pasado. Utilizando varias pantallas, entre ellas la de empleado de una compañía aseguradora y vendedor de teléfonos, el katsa había averiguado que Paul era soltero, sin ninguna relación estable, que vivía en un apartamento de alquiler módico y conducía un Mini negro, aunque le gustaban de coches veloces y las motos de competición. El personal del hotel aseguraba que le gustaba la bebida y hubo insinuaciones de que había contratado algunas veces los servicios de una prostituta de lujo que solía atender a algunos huéspedes del hotel. 

La información fue evaluada por un psicólogo del Mossad. Determinó que Henri Paul era potencialmente vulnerable y consideró que una presión creciente, unida a la promesa de una importante retribución económica para financiar su vida social, sería la mejor manera de reclutarlo. El proceso podía ser largo y requería paciencia y destreza. En vez de continuar utilizando al katsa residente, Maurice sería enviado a París. 

Como en cualquier operación del Mossad de estas características, Maurice había seguido algunos de los procedimientos habituales. Primero, en sucesivas visitas, se había familiarizado con el Ritz y su entorno. Había identificado rápidamente a Henri Paul, un hombre musculoso que se pavoneaba al andar para demostrar que no buscaba la aprobación de nadie. 

Maurice observó la curiosa relación que mantenía Paul con los fotógrafos apostados en la puerta del Ritz en la espera de una instantánea de algún huésped rico y famoso. De vez en cuando, les ordenaba retirarse, y generalmente lo hacían: daban una vuelta a la manzana en moto antes de regresar. Algunas veces, durante esas breves vueltas, Paul se asomaba por la puerta de servicio a bromear con los paparazzi. 

Por la noche, Maurice lo había visto beber con varios de ellos en uno de los bares cercanos al Ritz que solía frecuentar con otros empleados del hotel. 

En los informes a Tel Aviv, Maurice comentó la capacidad de Paul para ingerir grandes cantidades de alcohol y aparentar estar totalmente fresco. También confirmó que la aptitud de Paul para el papel de informador pesaba más que sus hábitos personales: tenía acceso a lo esencial y ocupaba un puesto de confianza. 

En algún momento de su discreta vigilancia, Maurice descubrió de qué manera quebrantaba Paul esa confianza. Recibía dinero de los paparazzi a cambio de datos sobre los movimientos de los huéspedes, de modo que pudieran estar en el momento justo para fotografiarlos.  El intercambio de información por dinero se realizaba en algún bar o en la angosta calle Cambon, junto a la entrada de servicio del hotel. 

A mediados de agosto ese intercambio se había centrado en la llegada de Diana, princesa de Gales, y su amante, Dodi al Fayed, hijo del dueño del Ritz. Se hospedarían en la fabulosa Suite Imperial. 

Todo el personal tenía órdenes estrictas de mantener en secreto los detalles de la llegada de Diana, bajo amenaza de despido inmediato. No obstante, Paul había continuado arriesgando su carrera al proporcionar detalles de la inminente visita a numerosos fotógrafos. Le habían pagado más que nunca. 

Maurice había notado que Paul bebía con mayor frecuencia y había escuchado quejas. El personal afirmaba que el jefe de seguridad se había vuelto demasiado exigente: hacía poco que había despedido a una camarera por robar jabón de una de las habitaciones. Varios empleados dijeron que tomaba pastillas y se preguntaban si no sería para controlar los cambios de humor. Todos coincidían en que Paul se había vuelto impredecible: estaba de buen humor y al cabo de un momento hacía gala de una furia apenas controlada por alguna falta imaginaria. Maurice decidió que era el momento de entrar en acción. 

El primer encuentro tuvo lugar en el bar Harry de la calle Daunou. Cuando Paul entró, Maurice ya estaba tomándose una copa. El katsa del Mossad entabló conversación y el otro aceptó un trago cuando Maurice le comentó que unos amigos suyos se habían hospedado en el Ritz; agregó que les había sorprendido cuántos árabes ricos se alojaban en el hotel. 

Paul contestó que muchos árabes eran unos maleducados arrogantes que pretendían que saltara apenas levantaban un dedo. Los sauditas eran los peores. Maurice comentó que le habían dicho que los huéspedes judíos eran igualmente difíciles. Paul estaba en total desacuerdo. Insistió en que eran huéspedes excelentes. 

Al concluir la noche acordaron verse al cabo de unos días para cenar en un restaurante próximo al Ritz. Durante la cena, Paul confirmó mucho de lo que había averiguado el katsa. El jefe de seguridad del hotel habló de su pasión por los coches veloces y por las avionetas. Pero era difícil disfrutar de estas aficiones con su salario. 

Ése bien pudo ser el momento en que Maurice comenzó a presionar. Conseguir dinero era el inconveniente de tales aficiones, aunque no un problema sin solución. Casi con toda seguridad, esto despertó el interés de Paul. 

Lo que siguió se fue desarrollando a su ritmo: Maurice ofreciendo la carnada y Paul demasiado ansioso por atraparla. Una vez mordido el anzuelo, Maurice empezaría a tirar del sedal con las técnicas que había aprendido en la academia del Mossad. 

En algún momento Maurice habría planteado la posibilidad de ayudarlo, tal vez mencionando que trabajaba para una compañía que constantemente buscaba formas de actualizar su base de datos y pagaría bien a quien contribuyera a ello. Éste era uno de los comienzos preferidos por los agentes del Mossad en las operaciones de contacto frío. De ahí a decirle a Paul que sin duda muchos huéspedes del hotel tendrían información que podía interesar a la compañía, quedaba un solo paso. 

Paul, quizás incómodo con el giro de la conversación, tal vez titubeara. Entonces Maurice habría pasado a la etapa siguiente y dicho que aunque, por supuesto, entendía sus reservas, no dejaban de sorprenderlo. Después de todo, era de público conocimiento que Paul ya recibía dinero de los paparazzi a cambio de información. ¿Por qué entonces rechazar una oportunidad de ganar dinero en serio? 

Retrospectivamente, Ari ben Menashe es de la opinión que, hasta este momento, la operación se desarrollaba siguiendo los parámetros clásicos. «Desde mi punto de vista, no hay nadie mejor que Maurice (su nombre en esa misión) para estas cosas. Una operación de contacto frío requiere verdadera sutileza. Si uno se mueve demasiado rápido, el pez se libera del anzuelo. Si se toma demasiado tiempo, pronto la sospecha se junta con el miedo. El reclutamiento es un arte en sí mismo y un europeo como Henri Paul es muy diferente de un árabe de la franja de Gaza.» 

La indiscutible habilidad de Maurice para lanzar su propuesta, acompañada de revelaciones sobre cuánto sabía acerca de la vida de Paul, sería exhibida con una mezcla de persuasión y una sutil presión elemental. Obviamente surtió efecto sobre Paul. 

Aunque no preguntara, probablemente se diera cuenta de que el hombre que tenía sentado enfrente era un agente secreto, o por lo menos un reclutador de algún servicio.

Ése podría haber sido el motivo de su respuesta. Según una fuente de la inteligencia israelí con cierto conocimiento del asunto, Henri Paul fue derecho al grano: «¿Se le estaba pidiendo que espiara? Y si era así, ¿cuál era el trato? Tal cual. Sin vueltas ni medias tintas. Cuál era exactamente el trato, y para quién trabajaría en realidad. A estas alturas Maurice tuvo que decidir. ¿Le diría a Paul que iba a trabajar para el Mossad? No hay un procedimiento establecido para algo así. Cada blanco es distinto. Pero Henri Paul había picado». 

De ser así, Maurice probablemente le dijo a Paul qué se esperaba de él: obtener información sobre los huéspedes, tal vez hasta realizar escuchas clandestinas en sus suites y anotar todas sus visitas. Discutieron respecto del pago y se planteó el ofrecimiento de abrir una cuenta en algún banco suizo o, si fuese necesario, de pagarle en efectivo. Maurice daría a entender que tales asuntos no representaban problema alguno. En este punto incluso pudo haberle revelado a Paul que trabajaría para el Mossad. Todo esto habría sido normal para la conclusión con éxito de una operación de contacto frío. 

Muy probablemente Paul se asustó por lo que se le pedía que hiciera. No era una cuestión de lealtad hacia el Ritz: como otros empleados, trabajaba en el hotel por el salario relativamente alto y los beneficios. Paul sentía un temor comprensible a meterse en algo que lo superaba; podía terminar preso si lo descubrían espiando a los huéspedes. 

Sin embargo, si iba a la policía, ¿qué harían? Tal vez ya estuvieran al tanto de la propuesta. Si rechazaba la oferta, ¿entonces qué? Si la gerencia del hotel se enteraba de que ya había traicionado el atributo más preciado del Ritz —la discreción— al informar a los paparazzi, podía ser despedido e incluso procesado. 

En los últimos días de agosto de 1997, para Henri Paul parecía no haber salida. Continuó bebiendo, tomando pastillas, durmiendo mal y amedrentando a los empleados. Era un hombre que se tambaleaba al borde del abismo. 

Maurice mantuvo el acoso. Con frecuencia se las ingeniaba para estar en el bar donde Paul bebía en sus horas libres. La mera presencia del katsa servía de recordatorio para Paul de por qué se lo estaba presionando. Maurice continuó visitando el Ritz, tomando el aperitivo en uno de los bares del hotel, almorzando en el restaurante, tomando el café de la tarde en la confitería. A Henri Paul debía parecerle que Maurice se había convertido en su sombra. Esto solamente incrementaría la presión, recordándole que no había escapatoria. 

La visita inminente de la princesa Diana y Dodi al Fayed acentuaba aún más la tensión. A Paul se le había encargado su seguridad mientras permanecieran en el hotel, con especial énfasis puesto en mantener alejados a los paparazzi. 

Al mismo tiempo los fotógrafos lo llamaban a su teléfono móvil buscando información sobre la visita; se le ofrecían abultadas sumas de dinero por aportar detalles. La tentación de aceptar era otro dilema. A cada paso lo acosaban. 

Aunque lograba ocultarlo, Paul se estaba derrumbando mentalmente. Tomaba antidepresivos, somníferos y anfetaminas para poder pasar el día. La combinación de drogas no haría más que entorpecer su capacidad para tomar decisiones razonadas. 

Posteriormente, Ben Menashe juzgó que de haber estado él a cargo de la operación se habría retirado en ese momento. 

Henri Paul podía esconder su estado mental frente a muchos, pero para un agente experimentado como Maurice, entrenado para observar tales cosas, el deterioro debió de ser muy obvio. Seguramente, Maurice le había hecho saber al hombre a cargo en Tel Aviv, Danny Yatom, que debía soltar al pez... Pero por razones que sólo Yatom conoce, no lo hizo. Hacía sólo un año que Yatom estaba al mando. Quería crearse una reputación. La vanidad, tanto como la arrogancia, es uno de los grandes peligros en el trabajo de inteligencia. Yatom tiene mucho de las dos cosas y eso está bien mientras no interfiera con la realidad. Y la realidad era que el Mossad debió haberse retirado. 

No lo hizo. Se dejaron llevar por la obsesiva necesidad de Yatom de tener a su hombre dentro del Ritz. Pero otros hechos que nadie pudo prever progresaban hacia su propio climax. 

El parpadeo de la luz —señal de una llamada urgente— que despertó a Maurice fue registrado por la grabadora a la 1.58 del domingo 31 de agosto de 1997. El mensajero trabajaba en la unidad de accidentes de la gendarmería de París y había sido reclutado por el Mossad hacía unos años. Los ordenadores del Mossad lo definían como un mabuab, un informador no judío. En el escalafón de los contactos parisinos de Maurice estaba cerca de la base. 

No obstante, la información que le brindaba sobre un accidente de tráfico dejó atónito a Maurice. Menos de una hora antes un Mercedes había chocado contra uno de los pilares de cemento reforzado del túnel situado bajo la Place de l'Alma, un sitio famoso por los accidentes. 

Los muertos eran la princesa Diana, Dodi al Fa-yed, hijo de Mohammed, el egipcio dueño de la famosa tienda Harrods, y Henri Paul. El guardaespaldas de la pareja estaba gravemente herido. Horas después del accidente, Maurice regresó a Tel Aviv dejando a su paso preguntas que permanecerían sin respuesta. 

¿Cuánto había incidido su presión en el accidente? ¿Era posible que Henri Paul hubiera perdido control del Mercedes porque no encontraba otra manera de escapar de las garras del Mossad? ¿Había alguna relación entre esa presión y el elevado nivel de drogas hallado en su sangre? ¿Acaso había abandonado el Ritz con sus tres pasajeros mientras su mente cavilaba sobre qué decisión tomar? Además de responsable de un terrible accidente, ¿era también víctima de una agencia de inteligencia implacable? 

Las preguntas se seguirían gestando en la mente de Mohammed al Fayed. En febrero de 1998, anunció públicamente: «No fue un accidente. En lo profundo de mi corazón estoy convencido de ello. La verdad no podrá permanecer oculta por siempre». 

Cinco meses después, la cadena televisiva británica ITV transmitió un documental en el que se decía que Henri Paul tenía vínculos estrechos con la inteligencia francesa. No los tenía. El programa también insinuaba que una agencia de inteligencia no identificada había estado involucrada en las muertes; la agencia habría actuado porque el establishment británico temía que el amor de Diana por Dodi tuviera «repercusiones políticas», puesto que él era egipcio.  Hasta el día de hoy los vínculos del Mossad con Henri Paul han continuado siendo un secreto muy bien guardado, como siempre quiso la agencia. El Mossad no actuó a petición de nadie de fuera de Israel. En realidad, pocos que no pertenezcan al servicio creen aún en la participación del Mossad en la muerte de quien fuera en ese momento la mujer más famosa del mundo. 

Mohammed al Fayed, alentado por lo que consideraba una campaña difamatoria de los medios británicos de comunicación, ha seguido sosteniendo que alguna fuerza de inteligencia había sido dirigida en contra de su hijo y Diana. En julio de 1998 dos reporteros de la revista Time publicaron un libro que sugería que Henri Paul pudo haber tenido algún vínculo con la inteligencia francesa. Ni Al Fayed ni los periodistas aportaron pruebas firmes de que Paul fuera un agente secreto o al menos un informador, y ninguno de ellos estuvo cerca de identificar su vínculo con el Mossad. 

En julio de 1998 Mohammed al Fayed formuló numerosas preguntas en una carta que envió a cada uno de los miembros del Parlamento británico, instándolos a plantearlas en la Cámara de los Comunes. Alegaba que «hay una fuerza empeñada en ocultar las respuestas que busco». Su comportamiento fue interpretado como la reacción de un padre dolido. Las preguntas merecen ser replanteadas, no para dilucidar el papel del Mossad en las últimas semanas de la vida de Henri Paul, sino porque la tragedia ha adquirido un ímpetu que únicamente los verdaderos hechos pueden frenar. 

Al Fayed escribió acerca de un «complot» para eliminar a Diana y a su hijo, e intentó vincular todo tipo de sucesos disparatados con sus preguntas: 

¿Por qué habían tardado una hora y cuarenta minutos en llevar a la princesa a un hospital? ¿Por qué algunos de los fotógrafos se habían abstenido de entregar algunas de las fotografías que habían tomado? ¿Por qué había habido un robo en la casa de Londres de un fotógrafo que trabajaba con tomas de los paparazzi ? ¿Por qué de ninguna de las cámaras de circuito cerrado de ese sector de París se ha sacado un solo plano de cinta de vídeo? ¿Por qué ninguna cámara de control de velocidad de todo el trayecto tenía película y los radares estaban apagados? ¿Por qué el lugar del accidente fue reabierto al tráfico al cabo de unas cuantas horas? ¿Quién era la persona que había en la puerta del Ritz equipada como un fotógrafo de prensa? ¿Quiénes eran los dos hombres no identificados entre la multitud que luego habían estado en el bar del Ritz?  El Mossad no tenía ningún interés en la relación entre Diana y Dodi. Su único interés era reclutar a Paul como informador en el Ritz. Respecto del fotógrafo misterioso: en el pasado, el Mossad había permitido que sus agentes se hicieran pasar por fotógrafos. Bien pudo ser Maurice el que vigilaba la entrada del hotel. Los dos hombres del bar tal vez tuvieran alguna relación con el Mossad. Sin duda reconfortaría a Mohammed al Fayed que esto fuese cierto.  Hacia 1999, la creencia de Al Fayed en un complot se había reforzado hasta transformarse en la certeza de lo que él llamaba «una abierta conspiración criminal». Insistía en que había sido urdida por el MIS y el MI6 en colaboración con la inteligencia francesa y el Mossad

«manipulando desde las sombras». A quienes quisieran escucharlo, que por cierto son cada vez menos, mencionaba a un conocido editor de periódico y a un amigo íntimo de Diana que mantenían estrechos contactos con los servicios de inteligencia británicos. 

Las razones que tenían estos servicios para involucrarse en la «conspiración» se recortaban claramente en la cabeza de Al Fayed. «El establishment y las altas esferas habían tomado la decisión de que Diana no se casara con un musulmán. Porque el futuro rey de Inglaterra no podía tener a un árabe como padrastro y a otro como abuelo. Existía también el temor de que yo proporcionara el dinero para que Diana se convirtiera en rival de la reina de Inglaterra. El establishment habría hecho cualquier cosa para acabar con la relación de mi hijo con la única mujer a la que amó.» 

Jamás se presentaron pruebas para una acusación que seguramente habría acelerado el fin de la familia real británica y preparado el camino para una crisis de confianza capaz de derribar cualquier gobierno. 

Sin embargo, Al Fayed autorizó a su portavoz, Laurie Meyer, un ex enlace con una de las cadenas televisivas de Rupert Murdoch, para que declarara ante la prensa: «Mohammed cree firmemente que Di y Dodi fueron asesinados por agentes leales a la corona británica y que otras agencias estuvieron involucradas en el hecho. Cree además que existe un racismo profundamente enraizado en el establishment.» 

Para confirmar que se había llevado a cabo el asesinato más alevoso, Al Fayed empleó a un ex detective de Scotland Yard, John MacNamara. A principios de 1999, el mesurado investigador recorría el mundo en busca de pruebas. Durante su estancia en Ginebra, Suiza, se encontró con un antiguo oficial del MI6, Richard Tomlinson, que decía haber visto documentos en el cuartel general del MI6, a orillas del Támesis. 

Tomlinson insistía en que los papeles describían «un plan para asesinar al líder serbio Slobodan Milosevic que tiene inusuales similitudes con la forma en que Di y Dodi murieron. El documento establecía que el "accidente" debía ocurrir en un túnel, donde las probabilidades de muerte por choque son muy altas. Recomendaba el uso de un láser como arma para deslumbrar al conductor del vehículo señalado como blanco». 

A pesar de todos sus esfuerzos, MacNamara no encontró pruebas por su cuenta que corroboraran las declaraciones de Tomlinson y todos sus intentos de obtener el citado documento del MI6 fracasaron. 

Luego llegaron noticias, confirmadas a regañadientes, de que la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos había reunido 1.050 páginas de documentos sobre la pareja. 

Inmediatamente Al Fayed se lanzó a una batalla legal en Washington para obtener los papeles. «Cuantos más obstáculos se le ponen, más crece su determinación», declaró el leal Meyer. Pero, como muchos otros, no tiene demasiadas esperanzas: «llevaría años abrirse paso dentro del sistema». 

Parte de la razón era que Diana y Dodi habían estado bajo vigilancia de ECHELON, uno de los sistemas de seguridad más sofisticados y ultrasecretos de la agencia norteamericana. La red electrónica global tiene proporciones asombrosas. Conecta los satélites con una serie de ordenadores paralelos de alta velocidad. El sistema permite a la agencia norteamericana y a quienes comparten esta información, entre ellos los británicos, interceptar y decodificar cualquier comunicación realizada en el mundo, en tiempo real. Buscando las contraseñas apropiadas ECHELON identifica y envía mensajes de interés a sus usuarios. 

Después de su divorcio del príncipe Carlos, Diana había iniciado una campaña para acabar con las minas antipersona. La princesa era franca, sincera, y no tardó en conseguir mucho apoyo, algo que no fue bien visto por la Administración Clinton ni por Londres y otras capitales europeas. La consideraban una entrometida, alguien que no tenía ni idea de sobre qué estaba hablando. 

«Lo cierto es que la fabricación de minas terrestres creaba miles de empleos. Nadie quería que se usaran las minas pero tampoco que la gente se quedara sin trabajo porque a Diana se le había metido aquello entre ceja y ceja», me comentó una fuente en Washington que insistió, como es lógico, en que no desvelara su identidad. 

La llegada de Dodi a la vida de Diana implicó que automáticamente se volviera parte de las actividades de ECHELON. Sin saberlo, cada una de sus conversaciones íntimas era silenciosamente registrada por algún satélite. 

En 1997 el nombre de Mohammed al Fayed había sido agregado a la lista de investigaciones de la computadora global. ECHELON puede muy bien haber sido el primer ente ajeno a su círculo íntimo en enterarse de sus esperanzas sobre la boda de su hijo con una princesa real y luego, de su intención de anunciar públicamente el compromiso la noche de su muerte. 

Hay mucho en los documentos de la Agencia Nacional de los Estados Unidos que puede causar sorpresas en el futuro; las palabras de la propia Diana prueban que estaba decidida a casarse con su amante. 

Sólo tuve conocimiento del papel de ECHELON en esta historia poco antes de la publicación de la primera edición de este libro, en 1999. Fue entonces cuando me di cuenta de cuánto habían afectado a Mohammed al Fayed la muerte de su hijo y de Diana, la experiencia impactante de verse expuesto a un dolor incontrolable, su ira y su creencia en una conspiración que la alimentaba. 

Una tarde de marzo, me encontré con Al Fayed en su oficina privada del quinto piso de Harrods. Sus guardaespaldas controlaban a todos los visitantes. Al Fayed me dijo que «son todos antiguos soldados de las fuerzas especiales, totalmente leales a mí. Les pago bien y ellos se aseguran de que viva. He sido amenazado muchas veces. Mi coche es a prueba de balas».  Me hizo estas revelaciones en un tono tenso mientras entraba en el salón. No supe si tomármelas como una advertencia o como una garantía de que podía responderle en confianza a todo cuanto quería saber. 

No perdió el tiempo. Me pidió de inmediato acceso a todos mis contactos con el Mossad. «Usted me da los nombres y ellos me dan la información que quiero. Le doy un millón de libras en cualquier moneda, libre de impuestos. Yo me ocupo de todo.» 

Me habían advertido que Al Fayed tenía algo de mercader de feria. Durante los veinte minutos que siguieron me soltó una diatriba para la que no me sentía preparado. Atacó a la reina, al príncipe Felipe de Edimburgo y a figuras muy conocidas a quienes llamó «prostitutas y proxenetas» del establishment. Reservó su mayor virulencia contra los servicios de inteligencia, que calificó de «asesinos». 

Tomando mi libro, cuyos márgenes había subrayado y escrito, dijo otra vez: «La gente del Mossad puede decirme la verdad. Tráigamelos y lo haré un hombre feliz». Antes de que pudiera responder, lanzó un ataque contra Henri Paul: 

Yo confiaba en él, confiaba realmente. Hubiera hecho cualquier cosa por él porque a Dodi le caía bien. Mi hijo, como yo, era muy confiado. Ésa era una de las razones por las que Diana lo amaba y quería que fuera su esposo, el padre de sus hijos. Pero ellos no querían. La reina y su marido, sus lacayos, el detestable hermano de Diana, el conde de Spencer [...] ninguno de ellos quería. Ninguno de ellos quería un TCO en su familia. ¿Sabe usted lo que es un TCO? Un Taimado Caballero Oriental. No vieron que Dodi era realmente un caballero. Mancharon su nombre mientras vivía y siguen haciéndolo ahora que ha muerto. Sin embargo Diana necesitaba lo que siempre me dijo, «alguien en quien confiar después de todo lo que había sufrido [...]». 

Estas palabras no expresan la intensidad de su tono, las palabrotas que usó, la ampulosidad de sus gestos ni, sobre todo, el tormento de su rostro. Mohammed al Fayed era un hombre agónico. Yo sólo podía escucharlo mientras se desahogaba. 

«¿Sabía usted que Diana, seguramente, estaba embarazada de ocho semanas y que Dodi, mi hijo, era el padre? ¿Sabía que en el hospital de París, después de su muerte, le extrajeron los órganos y volvió a Londres momificada? ¿Sabía que la última vez que nos vimos me confesó cuánto amaba a Dodi y qué felices eran?» 

Dije que no sabía nada. Mohammed al Fayed se quedó mudo un rato, al borde de las lágrimas, perdido en un mundo interior. 

Luego continuó: «Dígame quién puede ayudarme a descubrir la verdad sobre el plan que causó la muerte de mi hijo y su amada Diana». 

Le dije que tenía dos personas en mente. Una era Victor Ostrovsky y la otra, Ari ben Menashe. 

«Encuéntrelos. Tráigalos», ordenó Mohammed al Fayed. Y en ese momento no era sólo la estampa de un faraón. 

Me llevó una semana dar con ellos. Ostrovsky vivía en Arizona; sólo hablaría conmigo a través de un intermediario, un periodista que trabaja para una revista árabe. Al final Ostrovsky tuvo una conversación con MacNamara que a nada condujo.

Ari ben Menashe había regresado de África cuando lo llamé a Montreal. Le conté mi encuentro con Al Fayed y dijo: «No es del todo ilógico lo que cuenta. Hasta ahí ya lo sabíamos nosotros. Hubo una fuerte presencia de los servicios alrededor de Diana y Dodi el día de su muerte». 

Acordó encontrarse con Al Fayed en Londres a principios de abril. El relato de su encuentro es similar al mío. Ben Menashe, un hombre de modales inmejorables, se sintió francamente horrorizado por el lenguaje agresivo que Al Fayed utilizaba para atacar a los miembros de la familia real. A pesar de todo, convino en seguir investigando en Tel Aviv para ver si se podía agregar algo a la información publicada en la primera edición de este libro. 

Diez días después, se reencontró con Al Fayed en su oficina de Harrods y le dijo que un buen número de servicios de inteligencia podrían tener que responder por el caso. Ben Menashe agregó que pondría a su equipo a trabajar con mucho gusto; sugirió unos honorarios de 750.000 dólares anuales más gastos. 

Mientras tanto y por mi cuenta, había continuado haciendo mis propias averiguaciones para establecer el papel que ECHELON había jugado en los últimos días de Diana y Dodi.  Descubrí a través de fuentes en Washington que la pareja estuvo bajo vigilancia durante el crucero de una semana por Cerdeña, en el Jonikal, un yate de 60 metros propiedad de Mohammed al Fayed. ECHELON había rastreado incluso la persecución de los paparazzi que los seguían en lanchas rápidas, motos o coches. Una y otra vez, el Jonikal había eludido a sus perseguidores. Pero ECHELON captó la pena de Diana al saberse acosada. Las conversaciones entre ella y Dodi y con su guardaespaldas, Trevor Rhys-Jones, grabadas por ECHELON, reflejan su humor tenso. Aquella noche del viernes 28 de agosto de 1997 le dijo a Dodi que quería ir a París lo antes posible. 

En pocas horas se hicieron los arreglos. Un avión llegó al aeropuerto privado de Cerdeña al día siguiente. Tomas Muzzu, un anciano sardo con experiencia como guía turístico de las celebridades, fue el encargado de llevarlos hasta el aeropuerto. 

El relato de Muzzu sobre la conversación en el coche confirma lo que ECHELON había grabado. «Hablaban en inglés con palabras cariñosas. De vez en cuando, Dodi, que hablaba bien el italiano, se dirigía a mí. Luego volvía al inglés. No hablo muy bien ese idioma pero me dieron la impresión de ser una pareja muy enamorada haciendo planes para el futuro.»  Mis fuentes insisten en que las cintas de ECHELON muestran a la pareja hablando de matrimonio y de una vida en común. Dodi le aseguraba continuamente que iba a garantizar su intimidad utilizando los servicios de protección de su padre. 

El jet privado partió de Cerdeña después de un aviso al control de tráfico aéreo europeo en Bruselas para tener prioridad en el despegue. Durante las dos horas de viaje hasta el aeropuerto de Le Bourget, quince kilómetros al norte de París, los ocupantes fueron seguidos por ECHELON y sus conversaciones captadas por un satélite que las enviaba a los ordenadores de Fort Meade, en Maryland. 

A pesar de que mi fuente no podía aportar ninguna prueba concreta, pensaba que los puntos relevantes de la conversación eran enviados al cuartel general de comunicaciones en Gran Bretaña y de ahí derivados a través de la red hacia Whitehall, donde todo lo que Diana pudiera decir o hacer se convertía en un asunto de sumo interés para las autoridades.  Le planteé todo esto a Ari ben Menashe. Su respuesta fue grata pero frustrante: «Estás muy cerca de dar en el clavo. Pero no puedo decirte cuan cerca». 

Su posición era muy clara: esperaba firmar un lucrativo contrato con Mohammed al Fayed.

Cualquier información debía pasar primero por él. 

Al final, el contrato no se concretaría. Al Fayed quería ver primero qué «pruebas» podía mostrarle Ben Menashe antes de acordar un pago. Ben Menashe, más acostumbrado a tratar con gobiernos que con «un hombre con los modales de un comerciante de feria», se encontró soportando «una serie de llamados telefónicos un tanto histéricos de MacNamara, insistiendo en que debía mostrarle documentos. Eso era bastante sorprendente para un hombre que, por su paso por Scotland Yard, debería tener cierta experiencia sobre cómo funcionan los servicios de seguridad. Le dije que el Mossad no repartía documentos así como así. Tuve que explicarle, como a un policía de ronda nuevo, los hechos de la vida en el mundo de la inteligencia». 

Frustrado, Al Fayed rehusaba quedarse en silencio. Su desventurado vocero, Laurie Meyer, se encontró librando nuevas batallas con los medios que cuestionaban cada vez con más fuerza la opinión de Al Fayed sobre un «complot del establishment para asesinar a mi hijo y su futura esposa». 

Observando a distancia, Ari ben Menashe sentía que Al Fayed «era el peor enemigo de sí mismo. A partir de todos los interrogatorios que realicé, sin ningún costo para él, el tipo de investigación preliminar que hacía antes de que mi compañía se hiciera cargo de trabajos como ése, resultaba claro que la familia real como tal no tenía ningún cargo al que responder. Bien puede ser que privadamente no desearan que Diana se casara con Dodi. Pero eso dista mucho de afirmar que querían asesinar a la pareja. Dicho esto, sí descubrí algunas pruebas concluyentes que indican el compromiso de servicios de seguridad al momento de su muerte. Hay preguntas serias que hacer y que responder. Pero Al Fayed no obtendrá respuestas del modo en que sigue actuando. Básicamente, no entiende la mentalidad de la gente a la que trata de convencer. Y para peor, está rodeado por lacayos y aduladores que le dicen lo que quiere escuchar». 

A principios de mayo de 1999, John MacNamara voló a Ginebra, Suiza, para reunirse con Richard Tomlinson, un ex oficial del MI6. Tomlinson, a quien alguna vez le habían pronosticado un gran futuro en la inteligencia británica, llevaba cuatro años realizando una implacable campaña contra sus antiguos empleadores. Originalmente reclutado en la Universidad de Cambridge por un «caza talentos» del MI6, lo habían echado intempestivamente en la primavera de 1995, después de contarle a su jefe de sus crecientes dificultades emocionales. 

En una conversación telefónica me dijo: «Mi honestidad me costó mi trabajo. Los "poderesque-sean" decidieron que a pesar de mis magníficos resultados, me faltaba un labio superior rígido.» 

Tomlinson me explicó que había tratado de demandar al MI6 por despido injusto, pero el gobierno británico consiguió evitar que la causa llegara a la corte. Luego, la oferta de un soborno —las palabras de Tomlinson fueron «efectivo a cambio de mi silencio»— fue retirada, cuando un editor australiano, al que Tomlinson le había enviado el resumen de un libro sobre su carrera en el MI6, presentó el documento a esta agencia para verificar si su publicación daría lugar a acciones legales. El M16 actuó rápidamente. Tomlinson fue arrestado cuando estaba por abandonar Gran Bretaña, y sentenciado a dos años de cárcel por violar el Acta de Secretos de Estado. 

Liberado de prisión en abril de 1998, Tomlinson se trasladó primero a París y luego a Suiza. Allí comenzó a usar cafés Internet para publicar detalles sumamente embarazosos de las operaciones del MI6. Eso incluyó delatar a un topo de alto nivel en el Banco Central de Alemania, afirmando que el hombre —de nombre clave Orcadia— había revelado a Gran Bretaña secretos económicos de su país. También dio a conocer detalles de un complot del MI6 para asesinar al presidente de Serbia, Slobodan Milosevic, en 1992. 

 

Luego llegó el momento en que, de ser simplemente un ex espía descontento más, pasó a integrar el mundo de Mohammed al Fayed, ya bastante poblado de figuras conspiratorias. 

Para el multimillonario, Tomlinson —en ese entonces casi sin un penique— fue «como un signo del cielo», me dijo Al Fayed, que persuadió a Tomlinson de contarle todo lo que sabía al juez francés que investigaba las muertes de Diana y Dodi. 

En una declaración jurada, Tomlinson sostuvo que el MI6 estaba implicado en la muerte de la pareja. Agentes del servicio habían estado dos semanas en París antes del hecho y habían tenido varias reuniones con Henri Paul, «que era un informante pago del MI6». Más adelante, en la misma declaración, Tomlinson decía que «a Paul lo había cegado un flash de alto poder mientras conducía por el túnel, una técnica que coincide con los métodos del MI6 en otros asesinatos». 

Esas afirmaciones lo introdujeron aún más en el círculo íntimo de Al Fayed. El ex agente ahora era más que «un signo del cielo». Se había convertido, en palabras de Al Fayed, «en el hombre que podía desentrañar la terrible verdad de un incidente de tal magnitud e importancia histórica». 

Fue para alentar a Tomlinson a seguir adelante con su campaña que MacNamara había volado a Ginebra. 

Tomlinson tenía constantes problemas de insolvencia desde que había llegado a la ciudad. Apenas podía pagar la renta de su apartamento. Sus intentos de ganar dinero escribiendo artículos de viaje habían terminado en nada. Sus intentos de emplearse como detective privado también habían fracasado, porque temía que agentes del MI6 «me secuestraran» si debía viajar por Europa. A instancias del MI6, le habían negado el ingreso en los Estados Unidos, Australia y Francia. Sólo Suiza le había ofrecido asilo, sobre la base de que toda violación del Acta de Secretos de Estado era «un delito político» y por lo tanto no estaba sujeto a extradición. 

Las fuentes del MI6 con las que hablé sugieren que MacNamara había ido a ver a Tomlinson con la idea de resolver los apuros financieros del ex espía. Lo cierto es que, poco después, Tomlinson tenía suficientes fondos para lanzar lo que él llamó «mi opción nuclear». Usando un sofisticado programa Microsoft que había instalado en su ordenador de última tecnología, Tomlinson comenzó a publicar en su sitio web —creado especialmente y sumamente caro— los nombres de un centenar de oficiales del MI6 en actividad, entre ellos doce que, sostenía, habían estado involucrados en un complot para asesinar a Diana y a Dodi. 

No había ninguna prueba clara y fehaciente contra ninguno de esos agentes. Pero sus nombres aparecieron expuestos en todo el mundo. 

Un MI6 confundido trató desesperadamente de cerrar el sitio web, pero ni bien se las arreglaba para cerrar uno, se abría otro. En Londres, el Ministerio de Relaciones Exteriores admitía que la violación de seguridad era la más grave desde la Guerra Fría «y que la vida de algunos agentes del MI6 y de sus contactos ha sido puesta en riesgo». Por supuesto, los que estaban señalados como agentes en Irán, Irak, Líbano y otros países de Oriente Medio tuvieron que ser retirados en forma urgente. 

Pero ni Tomlinson ni Mohammed al Fayed podían haber calculado un efecto. 

Tan grave fue la violación de seguridad que la afirmación de que un puñado de agentes del MI6 habían estado involucrados en un complot contra Diana pasó virtualmente inadvertida. Fue desechada, juzgándosela parte de la obsesión de Al Fayed. 

En junio de 1999 las cosas se complicaron cuando el sitio web de Harrods, propiedad de Al Fayed, publicó el nombre de un oficial de alto rango del MI6. En el sitio se alegaba que el agente, que en ese momento prestaba servicio en los Balcanes, había orquestado una «campaña sucia» para difamar a Al Fayed y «arruinar su reputación». 

El Ministerio de Defensa de Gran Bretaña tomó la inusual medida de advertir públicamente que la difusión había puesto en peligro al agente y a sus contactos en Kosovo y Serbia.  La identidad del agente apareció revelada al lado del libro en línea del sitio en el que miles de visitantes dejaban mensajes concernientes a las muertes de Diana y Dodi. 

Laurie Meyer, el vocero de Harrods, prometió hacer quitar el nombre del agente: «Obviamente se trata de un error», dijo. 

Entonces el periódico alemán Bild, de amplia circulación, informó que Richard Tomlinson tenía pruebas de que Henri Paul había instalado un micrófono oculto en la suite imperial del hotel Ritz y tenía cintas de los «últimos momentos íntimos» de Diana y Dodi. Poco antes de que Paul los condujera hacia su muerte, la pareja había pasado varias horas a solas en la suite. 

Las cintas, según el Bild, eran objeto de una intensa búsqueda por parte del MI6. 

Para ese momento, Earl Spencer, el hermano de Diana, decidió intervenir. Le dijo a la televisión norteamericana que, en todo caso, «el romance que mi hermana tenía con Dodi al Fayed no era más que una aventura de verano. Ella no tenía absolutamente ninguna intención de casarse con él». 

Mohammed al Fayed señaló, no sin razón, que Spencer y Diana eran muy poco confidentes al momento de la muerte de ella.

Nada de esto fue sorpresa alguna para Ari ben Menashe. Él nunca dejó de prestar atención a la interminable saga de intentos de Al Fayed «de demostrar su fijación de que la reina y el príncipe Felipe organizaron un complot para matar a Diana». 

El muy experimentado oficial de inteligencia israelí sentía que, «al unir su suerte con Richard Tomlinson, Al Fayed perdió terreno. Ahora sólo le queda recurrir a los tabloides. Pero yo sé a ciencia cierta que si hubiera encarado las cosas adecuadamente y hubiese organizado una investigación seria, habría dado con algunos resultados muy sorprendentes. Había un caso que investigar. Pero las pistas frieron embarradas por el mismo Al Fayed. Tal vez ni siquiera sea su error. Está rodeado de gente que le dice que mire aquí, no allí. Para algunos de ellos, mantener vigente todo el asunto es una especie de pensión asegurada. Saben que con cada nueva teoría a medio cocer que le presentan, Al Fayed gastará más dinero en seguirla. En el camino pisotea las pruebas que acaso haya habido para descubrir». 

Así están las cosas al momento de escribir esto. ¿Puede Tomlinson presentar algo nuevo? ¿Pudo haber hallado Ben Menashe pruebas que finalmente demostraran que la creencia en una conspiración sostenida por Al Fayed tenía fundamentos? ¿Diana realmente estaba embarazada al momento de su muerte? ¿Mohammed al Fayed estaba tan enceguecido por el dolor y la ira que hizo encajar su tesis con los hechos? 

Estas preguntas volverán a formularse ya bien entrado el nuevo siglo. Pero tal vez nunca sean suficientemente contestadas para satisfacer a Mohammed al Fayed, o para convencer a quienes piensan de él que es un hombre peligrosamente equivocado que está usando grandes sumas de dinero para establecer una verdad que acaso, sólo acaso, les convenga más mantener bajo llave a todos los que están directamente involucrados. 

Algunos colegas de Maurice creían que el intento de reclutar a Henri Paul era una prueba añadida de que el Mossad estaba fuera de control: realizaba operaciones internacionales en forma irresponsable sin tener en cuenta las posibles consecuencias para sí mismo, para Israel, para la paz en Oriente Medio y, fundamentalmente, para la relación con su aliado más antiguo y cercano, Estados Unidos. Varios oficiales alegaban que desde que Benyamin Netanyahu se había convertido en primer ministro en 1996, las cosas habían empeorado. 

Un miembro veterano de la comunidad de inteligencia israelí ha dicho: «La gente está viendo que con frecuencia quienes trabajan para el Mossad son matones disfrazados de patriotas. Eso es malo para nosotros y para la moral, y al final tendrá efectos perjudiciales sobre la relación del Mossad con otros servicios». 

Otro oficial experimentado fue igualmente tajante: «Netanyahu se comporta como si el Mossad fuese su propia versión de la corte del rey Arturo; algo nuevo todos los días para no aburrir a sus caballeros. Por eso las cosas se han puesto tan mal en el Mossad. Es necesario hacer sonar una alarma antes de que sea demasiado tarde». 

Lo primero que he aprendido durante un cuarto de siglo escribiendo acerca de los servicios secretos es que el engaño y la desinformación son su as en la manga, además de la subversión, la corrupción, el chantaje y algunas veces el asesinato. Los agentes se entrenan para mentir, servirse de las amistades y abusar de ellas. Justamente lo opuesto del dicho de que un caballero no lee la correspondencia de otro. 

Mi primer encuentro con sus métodos fue mientras investigaba algunos de los grandes escándalos de espionaje de la Guerra Fría: la divulgación de los secretos norteamericanos sobre la bomba atómica por parte de Klaus Fuchs, y la puesta en peligro del MI5 y MI6 británicos a manos de Guy Burgess, Donald Maclean y Kim Philby. Cada uno hizo de la traición y el doble discurso su característica principal. También fui uno de los primeros escritores en tener acceso a la obsesión de la CÍA por el control mental, una fijación que la agencia se vio obligada a reconocer diez años después de que apareciera mi libro sobre el tema, Journey into madness (Viaje hacia la locura). La negación es el arte negro que todos los servicios de inteligencia han perfeccionado desde hace mucho tiempo. 

No obstante, me ayudaron enormemente dos oficiales de inteligencia profesionales: Joachim Kraner, mi suegro, ya fallecido, que manejaba una red del MI6 en Dresden en los años posteriores a la segunda guerra mundial, y Bill Buckley, jefe de destacamento de la CÍA en Beirut. Físicamente se parecían: altos, delgados y esbeltos. Sus ojos revelaban poco (salvo para decir que si no eras parte de la solución, debías ser parte del problema). Intelectualmente eran formidables y, en ocasiones, sus críticas hacia las agencias a las que servían eran muy duras. 

Ambos me recordaban constantemente que se puede captar mucho de lo que Bill llamaba «murmullos en el aire»: una escaramuza mortal en un callejón sin nombre; el aguantar el aliento colectivo cuando un agente o una red era descubierta; una operación encubierta que puede echar por la borda años de esfuerzo diplomático; un retazo de información casual que completaba un determinado rompecabezas de inteligencia. Joachim agregó que «a veces, unas palabras dichas de manera casual, podían ayudar a dilucidar un asunto». 

Orgullosos de pertenecer a lo que llamaban «la segunda profesión más antigua», no sólo eran mis amigos, sino que me convencieron de que los servicios secretos son la clave para entender completamente las relaciones internacionales, la política global, la diplomacia y, por supuesto, el terrorismo. A través de ellos logré contactos en numerosas agencias de inteligencia civiles y militares: la BND de Alemania, la DGSE de Francia, la CÍA, y los servicios canadienses y británicos. 

Joachim murió estando ya retirado; Bill fue asesinado por fundamentalistas islámicos que lo secuestraron en Beirut y dieron comienzo a la crisis de rehenes occidentales en esa ciudad.  También conocí a miembros de la comunidad de inteligencia israelí, que inicialmente me ayudaron informándome sobre el pasado de Mehmet Ali Agca, el fanático turco que intentó asesinar al papa Juan Pablo II en la plaza de San Pedro del Vaticano, en mayo de 1981. Esos contactos fueron organizados por Simón Wiesenthal, el famoso cazador de nazis y una «fuente» inestimable del Mossad durante más de cuarenta años. Gracias a su fama y reputación, Wiesenthal aún encuentra que las puertas se le abren con facilidad, sobre todo en Washington. 

Fue en aquella ciudad, en marzo de 1986, donde aprendí algo más sobre la enredada relación entre los servicios secretos de Estados Unidos e Israel. Estaba allí para entrevistar a William Casey, el entonces jefe de la CÍA, como parte de mi investigación para Journey into madness, que trata en parte de la muerte de Bill Buckley. 

A pesar de su traje a medida, Casey era una figura en decadencia. Tenía la cara angulosa, pálida y los ojos irritados; parecía que su energía vital se iba agotando tras cinco años al frente de la CÍA. 

Mientras bebía agua mineral me indicó las condiciones de nuestro encuentro. Nada de apuntes ni grabaciones. Luego sacó una hoja de papel en la cual estaban escritos sus datos personales. Había nacido en Nueva York el 13 de marzo de 1913 y obtenido su título de abogado en la Universidad St. John's. Fue destinado a la Reserva Naval de Estados Unidos en 1943 y al cabo de pocos mesestransferido a la Oficina de Servicios Estratégicos, la antecesora de la CÍA. En 1944 se convirtió en jefe de la Sucursal de Inteligencia Especial de la OSE en Europa. 

Inmediatamente vino la presidencia de la Comisión de Seguridad y Valores (1971¬1973); luego, en rápida sucesión, fue subsecretario de Estado para asuntos económicos (1973-1974); presidente del Banco de Exportación-Importación de Estados Unidos (1974-1976) y miembro de la Asesoría en Inteligencia Exterior del presidente. En 1980 se convirtió en jefe de la campaña de Ronald Reagan a la presidencia. Un año después, Reagan lo nombró director de la CÍA. Era el decimotercer hombre en ocupar el cargo de mayor poder dentro de los servicios secretos de Estados Unidos. 

En respuesta a mi comentario de que parecía haber sido un hombre de confianza en varios puestos, Casey tomó otro sorbito de agua y murmuró que «no quería entrar en detalles personales». 

Volvió a meterse el papel en el bolsillo y esperó mi primera pregunta: qué podía contarme acerca de Bill Buckley, que aproximadamente dos años antes había sido secuestrado en Beirut y ahora estaba muerto. Quería saber qué había hecho la CÍA para tratar de salvarlo. Yo había estado en Oriente Medio, incluso en Israel, tratando de informarme al respecto. 

«¿Habló con Admoni o alguno de los suyos?», me interrumpió Casey. En 1982, Nahum Admoni se había convertido en jefe del Mossad. En el circuito social de la embajada de Tel Aviv tenía fama de duro. Casey describió a Admoni como «un judío que querría ganar un concurso de mear una noche lluviosa en Gdansk». Más concretamente, Admoni había nacido en Jerusalén en 1929, hijo de inmigrantes polacos de clase media. 

Se había educado en el Rehavia Gymnasium de la ciudad y desarrolló aptitudes lingüísticas que le valieron el grado de teniente como oficial de inteligencia en la guerra de independencia de 1948. «Admoni entiende media docena de idiomas», fue el comentario de Casey.  Luego Admoni estudió relaciones internacionales y enseñó la materia en la academia del Mossad, en las afueras de Tel Aviv. También trabajó como agente encubierto en Etiopía, París y Washington, donde se había vinculado en forma estrecha con los predecesores de Casey, Richard Helms y William Colby. Estos puestos lo habían convertido en un burócrata contemporizador, que cuando llegó a jefe del Mossad, según Casey, «mantenía la casa en orden. Un hombre muy sociable: tiene tan buen ojo para las mujeres como para los intereses de Israel». 

Casey lo describía como un agente que, según él, había «escalado posiciones por su habilidad para evitar los "callos" de sus superiores». 

Continuó hablando en el mismo tono: 

Nadie llega a sorprender tanto como quien se tiene por un amigo. Cuando nos dimos cuenta de que Admoni no iba a hacer nada, Bill Buckley estaba muerto. ¿Recuerda cómo eran las cosas allá en aquella época? Había habido una masacre de casi mil palestinos en los dos campos de refugiados en Beirut. La milicia cristiana del Líbano perpetraba las matanzas, los judíos observaban como en una especie de inversión de la Biblia. El hecho es que Admoni colaboraba con el rufián de Gemayel. 

Bashir Gemayel era el líder de los falangistas y luego se convirtió en presidente del Líbano. 

Nosotros manejábamos a Gemayel también, pero nunca confié en ese mal nacido. Y Admoni trabajó con Gemayel mientras Buckley era torturado. No sabíamos exactamente en qué lugar de Beirut tenían a Bill. Le pedimos a Admoni que lo averiguara. Prometió que lo haría. Esperamos y esperamos. Mandamos a nuestro mejor hombre a trabajar con el Mossad en Tel Aviv. Dijimos que el dinero no era ningún problema. Admoni seguía diciendo: está bien, entendido. 

Casey bebió un poco más de agua, encerrado en su cápsula del tiempo. Pronunció las siguientes palabras sin expresión, como un presidente de jurado entregando el veredicto.  A continuación Admoni intentó convencernos de que la OLP era responsable del secuestro. Sabíamos que los israelíes siempre estaban dispuestos a culpar a Yasser Arafat de cualquier cosa, y al principio nuestra gente no lo creía. Pero Admoni parecía de fiar. Hizo un buen planteamiento. Cuando nos dimos cuenta de que no había sido Arafat, Buckley ya estaba muerto. Lo que no sabíamos era que el Mossad también jugaba sucio: proveía al Hezbolá de armamento para matar a los cristianos y al mismo tiempo proporcionaba más armas a los cristianos para que mataran a los palestinos. 

La visión parcial de Casey de lo que la CÍA pensaba ahora respecto de lo sucedido con Bill Buckley era que el Mossad no había hecho nada para salvarlo, deliberadamente, con la esperanza de que fuese culpada la OLP y así frustrar las esperanzas de Arafat de ganarse las simpatías de Washington; una visión escalofriante de la relación entre dos servicios de inteligencia supuestamente amigos. 

Casey había demostrado que, más allá de las colectas y otras muestras de solidaridad entre norteamericanos y judíos, existía una faceta de los vínculos entre Estados Unidos e Israel que había convertido el Estado judío en una superpotencia regional por temor al enemigo árabe.  Antes de despedirnos, Casey hizo una última reflexión: «Una nación crea la comunidad de inteligencia que necesita. América depende del conocimiento técnico, porque nos interesa descubrir más que gobernar en secreto. Israel se comporta de otra manera. El Mossad asocia en concreto sus actos con la supervivencia del país». 

Durante mucho tiempo, gracias a esta actitud, el Mossad ha sido inmune a un escrutinio meticuloso. Pero en los dos años de investigación para este libro, una serie de equivocaciones —de escándalos en algunos casos— han expuesto el servicio a la opinión pública de Israel. Se han hecho preguntas que rara vez han obtenido respuesta y han comenzado a aparecer grietas en la armadura protectora que el Mossad ha usado contra ese mundo externo. 

He hablado con más de cien personas contratadas, de modo directo o indirecto, por distintos servicios de inteligencia. 

Las entrevistas se extendieron a lo largo de dos años y medio. Mucha de la gente clave del Mossad aceptó hablar ante un grabador. Esas grabaciones ocupan ochenta horas y unas 5.800 páginas de transcripción. Hay también unos quince anotadores llenos de notas complementarias. Ese material, como mis libros anteriores, encontrarán su lugar en la sección investigación de una biblioteca universitaria. Varias de las personas con las que hablé insistieron en que debería concentrarme en hechos recientes; el pasado sólo debe usarse para ilustrar eventos relativos al papel del Mossad a la vanguardia del espionaje y la inteligencia actual. Muchas de las entrevistas les fueron realizadas a partícipes en los hechos que jamás habían sido interrogados; a menudo era imposible sacarles una explicación sencilla acerca de su comportamiento o el de terceros. Muchos fueron sorprendentemente francos, aunque no todos estaban dispuestos a ser identificados. En el caso de personal del Mossad en activo, las leyes israelíes prohíben que sus nombres sean publicados. Algunas fuentes no israelíes solicitaron y recibieron una garantía de anonimato. 

En las tablas informativas que intentan componer y publicar los periódicos, muchas fuentes ocupan espacios en blanco. Todavía se toman muy en serio el anonimato y piden ser mencionados en estas páginas con algún alias: eso no resta validez a sus testimonios. Los motivos personales para romper el silencio pueden ser muchos: la necesidad de asegurarse un lugar en la historia; el deseo de justificar sus actos; anécdotas de ancianos y, tal vez, incluso expiación. Lo mismo puede decirse de los que aceptaron ser identificados. 

Quizás el motivo más importante que los llevó a romper el silencio fuese el temor real y sincero de que una organización a la que habían servido con orgullo corría peligro desde dentro y que la única forma de salvarla era revelar lo que había logrado en el pasado y lo que estaba haciendo en el presente. Para entender ambas cosas es necesario saber cómo y por qué fue creada. 

 

2--Antes del comienzo 

Desde el amanecer, los fieles habían llegado al muro más sagrado del mundo, la única reliquia que existe del segundo templo de Herodes el Grande en Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones. Jóvenes y viejos, delgados y gordos, barbudos y calvos: todos se habían abierto paso por las calles angostas. 

Oficinistas caminaban al lado de pastores de las colinas situadas al otro lado de Jerusalén; jóvenes que acababan de hacer su bar mitzvah desfilaban orgullosamente con ancianos. Maestros de las escuelas religiosas de la ciudad se encontraban codo a codo con comerciantes que habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los pueblos que bordean el mar de Galilea. 

Todos iban vestidos de negro, cada uno llevaba un libro de rezos y se paraba ante el enorme muro a recitar partes de las Escrituras. 

Los judíos han hecho esto a lo largo de los siglos. Pero este viernes de septiembre de 1929 era distinto. Los rabinos habían instado a que tantos hombres como fuera posible se unieran en un rezo colectivo y demostraran la convicción de su derecho a hacerlo. No era solamente una expresión de su fe, sino también una muestra visible de su sionismo y un recordatorio a la población árabe, ampliamente superior en número, de que no serían intimidados. 

Durante meses habían corrido insistentes rumores de que crecía el descontento de los musulmanes por lo que ellos interpretaban como expansión sionista. Los temores habían comenzado con la Declaración Balfour de 1917 y su compromiso con una patria judía oficial en Palestina. Para los árabes que allí vivían y que podían remontarse en sus orígenes hasta el Profeta, esto era un ultraje. Veían amenazadas las tierras que habían cultivado durante siglos, que les serían incluso arrebatadas por los sionistas y sus protectores británicos llegados al finalizar la Gran Guerra para poner Palestina bajo su mandato. Los ingleses gobernaban como en otros lugares del Imperio, procurando complacer a ambas partes; era una fórmula catastrófica. Las tensiones entre árabes y judíos iban en aumento. Hubo escaramuzas y derramamientos de sangre, muchas veces allí donde los judíos pretendían levantar sinagogas y escuelas religiosas. Pero éstos seguían empecinados en ejercer sus «derechos de rezo» en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Para ellos era parte esencial de su fe. 

A mediodía había cerca de mil hombres recitando las antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia tranquilizadora. 

De pronto, con asombrosa rapidez, una lluvia de piedras, latas y botellas rotas cayó sobre los congregados. Los árabes habían lanzado el ataque desde varios puntos alrededor del muro. Sonaron los primeros disparos de los musulmanes. Caían judíos y eran arrastrados por otros que huían. Por milagro no hubo muertos, aunque sí muchos heridos. 

Esa noche se reunieron los líderes de la Yishuv, la comunidad judía de Palestina. Reconocieron de inmediato que su manifestación, planeada con tanto cuidado, había tenido un fallo fundamental: no conocer de antemano las intenciones árabes de atacarlos. 

Uno de los presentes en la reunión habló por todos: «Debemos recordar las Escrituras. Desde los tiempos del rey David nuestro pueblo ha dependido de una buena inteligencia». 

Entre dulces y café turco se gestó lo que algún día sería el servicio de inteligencia más destacado del mundo moderno: el Mossad. Pero aún faltaba casi un cuarto de siglo para su creación. Lo único que los líderes de la Yishuv sugirieron en esa cálida noche de septiembre fue realizar una colecta entre todos los judíos del lugar. El dinero recaudado sería usado para sobornar a árabes todavía tolerantes con los judíos que pudieran mantenerlos al corriente de futuros ataques. 

Mientras tanto, los judíos seguirían ejerciendo su derecho a rezar en el Muro de las Lamentaciones. No dependerían de los británicos para protección, sino que serían defendidos por la Haganah, la recientemente creada milicia judía. En los meses siguientes, una combinación de las advertencias previas con la presencia de la milicia evitó los ataques árabes. Se recuperó una relativa calma entre árabes y judíos que se mantuvo durante cinco años. 

Durante ese tiempo los judíos continuaron ampliando en secreto su servicio de inteligencia. No tenía nombre oficial ni cúpula. Reclutaron simpatizantes árabes de diversos oficios: vendedores ambulantes que trabajaban en el barrio árabe de Jerusalén, limpiabotas que lustraban los zapatos de los oficiales británicos, estudiantes del prestigioso colegio Arab Rouda, maestros y comerciantes. Todos ellos pasaron a engrosar la nómina. Cualquier judío podía reclutar a un espía árabe con la condición de no compartir la información. Poco a poco la Yishuv obtuvo datos de valor no sólo sobre los árabes, sino también sobre las intenciones británicas. 

La llegada al poder de Hitler en 1933 marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes hacia Palestina. En 1936 más de trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos llegaron a Tierra Santa sumidos en la pobreza más absoluta. De alguna manera la Yishuv les consiguió alojamiento y comida. Al cabo de unos meses los judíos constituían un tercio de la población. Los árabes reaccionaron igual que antes: desde los minaretes de cien mezquitas se alzó el grito de los mullahs, para empujar a los sionistas de vuelta al mar.  En cada mafafeth árabe, lugar de reuniones de los consejeros locales, se alzaron las mismas voces de protesta: debemos impedir que los judíos nos quiten nuestras tierras; debemos impedir que los británicos les den armas y los entrenen. 

A su vez los judíos protestaban exactamente por lo opuesto: los ingleses instaban a los árabes a robarles tierras que habían adquirido de manera legal. 

Los británicos siguieron intentando apaciguar a unos y otros y fracasaron. En 1936, los enfrentamientos esporádicos se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos y británicos. Estos últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los judíos entendieron que sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran con renovada furia. 

Jóvenes judíos de todo el territorio se apresuraron a unirse a la Haganah. Se convirtieron en el núcleo de un formidable ejército en la sombra: curtidos, excelentes tiradores y tan astutos como los zorros del desierto. 

La red de informadores árabes se amplió. Se creó un departamento político en la Haganah para llevar al desacuerdo mediante la desinformación. Hombres que llegaron a ser legendarios en la inteligencia israelí se formaron en esa etapa inicial previa al comienzo de la segunda guerra mundial. La Haganah —que significa «defensa» en hebreo— se convirtió en la mejor informada de las fuerzas de Tierra Santa. 

La segunda guerra mundial trajo nuevamente una paz endeble a Palestina. Tanto árabes como judíos presentían el futuro lúgubre que les esperaba si ganaban los nazis. Los primeros datos sobre lo que ocurría en los campos de exterminio de Europa habían llegado a la Yishuv.  David ben Gurión y Yitzhak Rabin se contaban entre los que concurrieron a una reunión en Haifa en 1942. Hubo consenso: los supervivientes del holocausto debían ser traídos a su hogar espiritual, Eretz Israel. Nadie sabía calcular cuántos serían, pero todos coincidían en que la llegada de los refugiados avivaría la confrontación con los árabes, y esta vez los británicos se pondrían abiertamente en contra de los judíos. Gran Bretaña había afirmado de manera tajante que no aceptaría a los supervivientes en Palestina, una vez derrotado Hitler, con el pretexto de que eso crearía un desequilibrio de población. 

La insistencia de Ben Gurión para ampliar la capacidad de inteligencia de la Haganah obtuvo pleno apoyo en la reunión. Se reclutarían más informadores. Se crearía una unidad de contraespionaje para descubrir a los judíos que colaboraban con los británicos y desenmascarar a «judíos comunistas y disidentes en nuestro seno». La nueva unidad se llamaba Rigul Hegdi y la dirigía un hombre que había pertenecido a la Legión Extranjera francesa y trabajaba encubierto como vendedor ambulante. 

No tardó en entregar a mujeres judías que se relacionaban con oficiales del Mandato, comerciantes que comerciaban con los británicos, dueños de cafés que confraternizaban con ellos. En el silencio de la noche, los sospechosos eran llevados ante un tribunal militar de la Haganah; los culpables eran sentenciados a recibir una dura paliza o ejecutados de un tiro en la nuca. Un anticipo de la crueldad que luego demostraría el Mossad. 

En 1945 la Haganah contaba con una unidad encargada de conseguir armamento. Las partidas de armas italianas y alemanas capturadas en el norte de África tras la derrota de Rommel eran pasadas de contrabando a través del desierto del Sinaí a Palestina por soldados judíos que servían en las Fuerzas Aliadas. Las armas llegaban en camiones destartalados y caravanas de camellos y eran almacenadas en las cuevas del desierto donde Jesús fue tentado por el diablo. Uno de esos escondites se encontraba cerca de donde luego se descubrirían los Rollos del mar Muerto. 

Cuando la derrota de Japón en 1945 puso fin a la guerra, los judíos que habían servido en las unidades de inteligencia militar aliada llegaron para ofrecer su experiencia a la Haganah. Se habían dado las consignas para encarar lo que Ben Gurión pronosticaba: «la guerra por nuestra independencia». 

Sabía que el detonante sería el bricha, el nombre hebreo de la operación sin precedentes para traer supervivientes del holocausto en Europa. Primero llegaron cientos, luego millares y, por fin, decenas de millares. Muchos aún vestían su ropa de los campos de concentración; cada uno llevaba un tatuaje con el número de identificación nazi. Llegaban por tierra y ferrocarril a través de los Balcanes y luego cruzaban el Mediterráneo hasta las costas de Israel. Cada barco disponible había sido comprado o alquilado por los grupos humanitarios judíos de los Estados Unidos, muchas veces a precios desorbitados. Cualquier cosa que flotara fue puesta al servicio de la operación. No se había dado una evacuación semejante desde Dunkerque, en 1940. 

Esperando a los supervivientes en las playas, entre Haifa y Tel Aviv, se encontraban algunos de los soldados británicos evacuados en aquella ocasión. Estaban allí para cumplir las órdenes de su Gobierno de evitar la entrada de los supervivientes del holocausto. Hubo enfrentamientos desagradables, pero a veces los soldados, quizá recordando su propio rescate, hacían la vista gorda a la llegada de alguna tanda de refugiados. 

Ben Gurión decidió que estas muestras de compasión no eran suficientes. Había llegado la hora de que finalizara el Mandato. Esto sólo se podía lograr por la fuerza. Hacia 1946 había reunido todos los movimientos judíos clandestinos. Se dio la orden de lanzar una ofensiva guerrillera tanto contra los británicos como contra los árabes. 

Cada comandante judío sabía que era una jugada peligrosa: pelear en ambos frentes agotaría sus recursos hasta el límite. Las consecuencias de un fracaso serían catastróficas. Ben Gurión ordenó una política de «todo vale». La lista de atrocidades no tardó en ser espeluznante. Hubo judíos fusilados bajo la sospecha de colaborar con la Haganah. Los soldados británicos eran acribillados y sus cuarteles bombardeados. Se llegó a una ferocidad medieval. 

Para la Haganah, la inteligencia era fundamental, especialmente para hacer creer a los enemigos que los judíos contaban con más hombres de los que en realidad podían reunir. Los británicos se encontraron persiguiendo a un enemigo desconcertante. Comenzó a bajar la moral entre las fuerzas del Mandato. 

Estados Unidos percibió una brecha e intentó negociar un trato en la primavera de 1946: urgió a Gran Bretaña a permitir la entrada en Palestina de cien mil supervivientes del holocausto. La propuesta fue rechazada y las luchas continuaron. Finalmente, en febrero de 1947, Gran Bretaña accedió a abandonar Palestina en mayo de 1948. Desde ese momento la ONU se ocuparía de lo que llegaría a ser el Estado de Israel. 

Conscientes de que tenían por delante un conflicto decisivo con los árabes para garantizar la continuidad de la joven nación, Ben Gurión y sus comandantes sabían que debían continuar dependiendo de su superior inteligencia. Se obtuvo información vital sobre la moral y la fuerza militar de los árabes. Espías judíos apostados en El Cairo y Ammán robaron los planes de ataque de los Ejércitos egipcio y jordano. Cuando comenzó la guerra de la independencia, los israelíes lograron victorias militares espectaculares. Pero a medida que continuaban las luchas se hizo evidente para Ben Gurión que el triunfo debía basarse en una distinción clara entre objetivos militares y políticos. Cuando finalmente llegó la victoria, en 1949, esa distinción aún no estaba bien definida y esto llevó a desacuerdos internos en la inteligencia israelí en lo referente a sus obligaciones en tiempos de paz. 

En vez de manejar la situación con su habitual agudeza, Ben Gurión —el primer Ministro de Israel—, organizó cinco servicios de inteligencia para que operasen tanto de manera interna como en el exterior. El servicio extranjero se formó según el modelo de los servicios de seguridad de Francia y Gran Bretaña. Ambos estuvieron dispuestos a trabajar con los israelíes. También se establecieron contactos con la Oficina de Servicios Estratégicos (OSE) de Estados Unidos, en Washington, a través del jefe de contraespionaje de la agencia en Italia, James Jesús Angleton. Su vinculación con los jóvenes espías de Israel jugaría un papel esencial en los futuros vínculos entre ambas agencias de inteligencia. 

Sin embargo, a pesar de este comienzo prometedor, el sueño de Ben Gurión de una inteligencia integrada trabajando en armonía se extinguió con los dolores de parto de una nación que luchaba por una identidad coherente. Las demostraciones de poder estaban a la orden del día mientras ministros y funcionarios luchaban por escalar posiciones. Había choques de todo orden. ¿Quién coordinaría una estrategia general de inteligencia? ¿Quién reclutaría espías? ¿Quién evaluaría la información sin procesar? ¿Quién interpretaría esa información para los líderes políticos del país? 

La lucha más encarnizada se daba entre el Ministerio de Defensa y el de Asuntos Exteriores: ambos reclamaban el derecho a actuar en el extranjero. Isser Harel, por entonces un joven agente, opinaba que sus colegas «se planteaban el trabajo de inteligencia de un modo romántico y aventurero. Simulaban ser expertos en las costumbres del mundo entero [...] e intentaban comportarse como espías internacionales de ficción disfrutando de su gloria mientras vivían a la sombra de la fina línea divisoria entre la ley y el libertinaje». 

Mientras tanto seguía muriendo gente asesinada por los terroristas árabes con sus bombas y cazabobos. Aún amenazaban los Ejércitos de Siria, Egipto, Jordania y el Líbano. Tras ellos, millones de árabes estaban dispuestos a iniciar jihad, la guerra santa. Ninguna nación del mundo había nacido en un entorno tan hostil como Israel. 

A Ben Gurión le producía una sensación casi mesiánica el modo en que su pueblo buscaba que él lo protegiera como siempre habían hecho los grandes líderes de Israel. Pero sabía que no era ningún profeta; sólo un curtido luchador callejero que había ganado la guerra de la independencia contra un enemigo árabe que contaba con una fuerza combinada veinte veces superior a la suya. No se había logrado un triunfo mayor desde que el pastorcillo David matara a Goliat y derrotara a los filisteos. 

Sin embargo, el enemigo no se había retirado. Se había vuelto más astuto y más despiadado. Atacaba como un ladrón, de noche, mataba sin escrúpulos y desaparecía. 

Durante cuatro largos años se mantuvieron las rivalidades, riñas y discusiones en cada reunión presidida por Ben Gurión, en su intento por resolver los conflictos internos de los servicios de inteligencia. Un prometedor plan del Ministerio de Asuntos Exteriores de utilizar a un diplomático francés como espía en El Cairo había sido frustrado por el Ministerio de Defensa, que quería que uno de sus propios hombres realizara el trabajo. El joven oficial, sin verdadera experiencia en inteligencia, fue capturado por oficiales de seguridad egipcios a las pocas semanas. Agentes israelíes en Europa fueron descubiertos trabajando en el mercado negro para financiar su labor porque el presupuesto oficial era insuficiente para cubrir los gastos de espionaje. Los intentos por reclutar fuerzas drusas moderadas en el Líbano cesaron por desacuerdos entre agencias rivales sobre su utilización. Con frecuencia, estrategias brillantes se malograban por culpa de las sospechas mutuas. La ambición desmedida estaba presente en todos los ámbitos. 

Hombres poderosos del momento —el ministro de Asuntos Exteriores israelí, el jefe del Ejército y embajadores— peleaban por imponer su servicio preferido sobre los demás. Uno quería que todos los esfuerzos se concentraran en conseguir información económica y política. Otro exclusivamente en la fuerza militar del enemigo. El embajador en Francia insistió en que la inteligencia debía funcionar como lo había hecho la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, con todos los judíos movilizados. El embajador en Washington quería que sus espías estuviesen protegidos por fueros diplomáticos e «integrados en el funcionamiento habitual de la embajada, para situarlos por encima de toda sospecha». El ministro israelí en Bucarest deseaba que sus espías trabajaran según las normas del KGB, y que fueran igualmente despiadados. El ministro en Buenos Aires quería que los agentes se concentraran en el papel de la Iglesia católica para ayudar a los nazis a establecerse en la Argentina. Ben Gurión había escuchado cada propuesta con paciencia. 

Finalmente, el 2 de marzo de 1951, llamó a los jefes de las cinco agencias de inteligencia a su oficina. Les dijo que era su intención encuadrar las actividades de inteligencia en el exterior en una nueva agencia llamada Ha Mossad le Teum (Instituto de Coordinación). Contaría con un presupuesto inicial de veinte mil libras israelíes, de las cuales cinco mil estarían destinadas a «misiones especiales, pero únicamente con mi autorización previa». La nueva agencia se nutriría del personal de las agencias existentes. En el uso cotidiano se llamaría simplemente Mossad. 

«A todos los fines políticos y administrativos» el Mossad estaría bajo el mando del Ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, su plana mayor contaría con representantes de las demás organizaciones dentro de la comunidad de inteligencia israelí: Shin Bet, seguridad interna; Aman, inteligencia militar, aérea y naval. La función de los oficiales sería mantener informado al Mossad de las necesidades específicas de sus «clientes». En caso de desacuerdo sobre alguna solicitud, el asunto sería enviado a la oficina del primer ministro. 

Ben Gurión lo planteó con su habitual claridad, sin rodeos: «Ustedes entregarán al Mossad una lista de lo que necesitan. El Mossad saldrá a conseguirlo. No es asunto suyo saber dónde lo consiguen ni cuánto cuesta». 

Ben Gurión actuaría como elemento de control para el nuevo servicio. En un memorando a su primer jefe, Reuven Shiloah, el primer ministro ordenó: «El Mossad trabajará bajo mi tutela, actuará siguiendo mis instrucciones y me rendirá cuentas constantemente». 

Las reglas del juego habían sido fijadas. 

Veintiocho años después de aquella reunión de septiembre de 1929, los judíos tenían el servicio de inteligencia más formidable del mundo. 

Los comienzos del Mossad, al igual que los de Israel, fueron todo menos fáciles. El servicio se había hecho cargo de una red de espionaje en Iraq que llevaba algunos años funcionando bajo el control del Departamento Político de las Fuerzas de Defensa de Israel. La función principal del grupo era infiltrarse en los estamentos superiores de las fuerzas militares iraquíes y formar una red de inmigración clandestina para sacar a judíos iraquíes del país y llevarlos a Israel. 

En mayo de 1951, tan sólo nueve semanas después de que Ben Gurión firmara el decreto de creación del Mossad, agentes de seguridad iraquíes en Bagdad desbarataron la red. Dos agentes israelíes fueron arrestados, junto con docenas de judíos iraquíes y árabes que habían sido sobornados para que manejasen la red de escape, que se extendía a lo largo de todo Oriente Medio. Veintiocho personas fueron procesadas por espionaje. Los dos agentes fueron condenados a muerte y diecisiete de los procesados a cadena perpetua; los demás fueron liberados «como muestra de la equidad de la justicia iraquí». 

Con el tiempo, ambos agentes fueron liberados de la cárcel iraquí, donde habían sido sometidos a terribles torturas, a cambio de una importante suma de dinero depositado en la cuenta suiza del ministro del Interior iraquí. 

Inmediatamente se produjo otra debacle. Theodore Gross, un espía veterano del Departamento Político, trabajaba ahora con el Mossad de acuerdo con el nuevo orden. En enero de 1952, Isser Harel, por entonces jefe del Shin Bet, servicio de seguridad interna israelí, obtuvo «pruebas irrefutables» de que Gross era un doble agente del servicio secreto egipcio. Harel decidió viajar a Roma, donde persuadió a Gross de que volviese con él a Tel Aviv tras convencerlo de que iba a ocupar un puesto de mando en el Shin Bet. Gross fue juzgado en secreto, condenado y sentenciado a quince años de prisión. Moriría en la cárcel. 

Reuven Shiloah, abatido y quebrado, renunció a su cargo. Fue reemplazado por Harel, que permaneció once años al frente del Mossad, un período nunca igualado. 

Los miembros de la plana mayor que le dieron la bienvenida en aquella mañana de septiembre de 1952, difícilmente pudieron quedar impresionados por el aspecto físico de Harel. No llegaba al metro y medio, tenía unas orejas enormes y hablaba hebreo con un fuerte acento centroeuropeo; su familia había emigrado de Letonia en 1930. Parecía que hubiese dormido con la ropa puesta. 

Sus primeras palabras a la plana mayor fueron: «El pasado ha terminado. No habrá más errores. Avanzaremos juntos. No hablaremos con nadie salvo con nosotros mismos». 

Ese mismo día dio un ejemplo de a qué se refería. Después del almuerzo llamó a su chofer. Cuando el hombre preguntó adonde se dirigían, le contestó que el destino era secreto. Prescindió del chofer y partió conduciendo él mismo. Regresó con una caja de bagels para el personal. Pero había dejado claro su objetivo: nadie más que él haría las preguntas.

Ése fue el momento decisivo que le valió el afecto de su desmoralizada plantilla. Se propuso darles ánimos con su ejemplo. Viajó en secreto a países árabes hostiles para organizar personalmente las redes del Mossad. Entrevistó a cada individuo que quería unirse al servicio. Buscaba a aquellos que, al igual que él, habían vivido en un kibbutz. 

«La gente así conoce a nuestro enemigo —le dijo a un ayudante que cuestionó su política—. Los kibbutzniks viven junto a los árabes. Han aprendido no sólo a pensar como ellos, sino a pensar más rápido.» 

La paciencia de Harel era tan legendaria como sus estallidos de ira; su lealtad hacia sus hombres alcanzó igual fama. Sospechaba de todo el que fuera ajeno a su círculo, hasta considerarlo «un oportunista sin principios». Se negaba a tratar con aquellas personas a las que tildaba de «racistas disfrazados de nacionalistas, especialmente en cuanto a la religión». Cada vez demostraba un mayor desagrado por los judíos ortodoxos. 

Había gran cantidad de ellos en el Gobierno de Ben Gurión; su resentimiento hacia Isser Harel creció rápidamente y buscaron revancha. Pero el astuto jefe del Mossad se había asegurado de mantener una estrecha relación con otro kibbutznik: el primer ministro. 

Los logros del Mossad le fueron de gran ayuda. Los agentes de Harel habían contribuido al éxito de las escaramuzas en el Sinaí contra los egipcios. Tenía espías ubicados en cada capital árabe que aportaban un flujo continuo de información valiosa. Otro golpe estratégico tuvo lugar cuando viajó a Washington en 1954 para conocer a Allen Dulles, que acababa de ser nombrado jefe de la CÍA. Harel le regaló al veterano jefe de espías una daga con la inscripción «El Guardián de Israel nunca duerme ni se descuida». 

Dulles le respondió: «Puede contar conmigo para permanecer en vela junto a usted». 

Con estas palabras se inició la colaboración entre la CÍA y el Mossad. Dulles se encargó de que el Mossad tuviera tecnología de punta: dispositivos de escucha y rastreo, cámaras a control remoto y aparatos que Harel reconoció que ni siquiera sabía que existían. Además crearon entre los dos el primer canal de retroalimentación entre ambas agencias, a través del cual podían comunicarse de manera segura en caso de emergencia. El canal prescindía de la vía diplomática habitual con eficacia, muy a pesar del Departamento de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores israelí. Eso no mejoró en absoluto la posición de Harel en los círculos diplomáticos. 

En 1961 Harel ideó una operación para traer a miles de judíos marroquíes a Israel. Un año después, el incansable jefe del Mossad estaba en el sur de Sudán brindando asistencia a los rebeldes proisraelíes contra el régimen. Ese mismo año también ayudó al rey Haile Selassie de Etiopía a aplastar un intento de golpe: el monarca era un antiguo aliado de Israel. 

Pero en Israel los judíos ortodoxos del Gabinete se quejaban cada vez más. Según ellos Harel se había vuelto insoportablemente autoritario e indiferente a su sensibilidad religiosa, era un hombre con sus propias prioridades, y tal vez, incluso aspiraba al puesto político más alto del país. La antena política de Ben Gurión estaba alerta y su relación con Harel se enfrió. Si antes le había dado carta blanca, ahora exigía que le informase hasta de los menores detalles de una operación. Harel se sentía molesto con la rienda corta, pero no dijo nada. La campaña de rumores en su contra se intensificó. 

En febrero de 1962, las suspicacias se unieron en torno a la suerte de un niño de ocho años, Joselle Schumacher. El niño había sido secuestrado por una secta ultraortodoxa hacía dos años. 

El abuelo materno del niño, Nahman Shtarkes, era miembro de la secta Neturei Karta, los Guardianes del Muro de Jerusalén. Se sospechó que era cómplice del secuestro. Se había llevado a cabo una intensa búsqueda policial que no arrojó pistas sobre su paradero. Nahman fue brevemente encarcelado por negarse a colaborar con la investigación. Los judíos ortodoxos habían convertido al anciano en un mártir; miles de ellos desfilaron con pancartas que comparaban a Ben Gurión con los nazis por encarcelar a un anciano. Nahman fue liberado por razones de salud, pero las protestas continuaron. 

Los asesores políticos de Ben Gurión le advirtieron que el asunto podía costarle las próximas elecciones. Peor aún, en caso de otra guerra con los árabes, algunos grupos ortodoxos podían llegar a apoyarlos. En pie de guerra, el primer ministro mandó llamar a Harel y ordenó al Mossad encontrar al niño. Harel argumentó que no era tarea para el servicio. 

Luego diría: «El ambiente se heló. Repitió que me estaba dando una orden. Le dije que por lo menos necesitaba leer el expediente policial. El primer ministro me concedió una hora».  El expediente era extenso pero, mientras lo leía, algo conmovió profundamente a Isser Harel: el derecho de los padres de criar a su hijo sin la presión del fanatismo religioso. 

Joselle había nacido en marzo de 1953, hijo de Arthur e Ida Schumacher. Debido a las dificultades económicas, Joselle había sido enviado a vivir con su abuelo en Jerusalén. El niño se encontró en un enclave religioso, aislado espiritualmente del resto de la ciudad. Nahman instruyó al niño en las costumbres de la secta. Cuando los padres de Joselle lo visitaron, Nahman los criticó airadamente por lo que él consideraba su descarrío religioso. 

El anciano pertenecía a una generación cuya fe la había ayudado a sobrevivir al holocausto. Su hija y su yerno sentían que su deber principal era construir una vida para sí mismos en la joven nación. A menudo, rezar había pasado a un segundo plano. 

Cansados de las críticas permanentes de Nahman, los padres de Joselle dijeron que se querían llevar al niño. Nahman se opuso, argumentando que trasladar al niño interrumpiría su adiestramiento en una vida religiosa que le serviría cuando fuese adulto. Hubo más intercambios coléricos. En su siguiente viaje a Jerusalén, Joselle había desaparecido. 

Tanto los judíos ortodoxos como los liberales aprovecharon el incidente para dar bombo a un asunto que continuaba dividiendo a la nación. Un claro ejemplo de esto era el hecho de que el Partido Laborista de Ben Gurión sólo pudiera mantenerse en el poder con el apoyo conjunto de varios grupos religiosos opositores en el Knesset. A cambio, estos grupos habían conseguido mayores concesiones para las estrictas leyes de la ortodoxia. Pero sus demandas no tenían fin. Los judíos liberales exigían que Joselle fuera devuelto a su familia. 

Una vez leído el expediente, Harel le dijo a Ben Gurión que movilizaría los recursos del Mossad. Formó un equipo compuesto por cuarenta agentes para localizar a Joselle. Muchos de ellos se oponían abiertamente a lo que consideraban el uso indebido de sus habilidades. 

Harel aplacó sus críticas con un breve discurso: «Aunque estaremos operando fuera de nuestro ámbito habitual, éste no deja de ser un caso muy importante. Es importante por su faceta social y religiosa. Es importante porque el prestigio y la autoridad de nuestro Gobierno están en juego. Es importante por el aspecto humanitario del caso». 

En las primeras semanas de la investigación, el equipo descubrió cuan difícil sería descubrir la verdad. Un futuro jefe del Shin Bet, por entonces agente del Mossad, se dejó las patillas largas y con bucles a la usanza de los ultraortodoxos e intentó infiltrarse en sus filas. Fracasó. A otro agente se le ordenó mantener vigilada una escuela judía. Fue descubierto a los pocos días. Un tercero intentó infiltrarse en un grupo hasídico en viaje a Jerusalén para sepultar a un familiar dentro de los muros de la ciudad. Fue descubierto de inmediato porque no pronunció las oraciones correspondientes. 

Esos fracasos sólo consiguieron que Harel se empecinara más. Le comunicó a su equipo que estaba seguro de que el niño ya no estaba en Israel sino en Europa  o quizá más lejos. Trasladó su cuartel general de operaciones a una casa segura en París. Desde allí envió a sus hombres a cada comunidad ortodoxa de Italia, Austria, Francia y Gran Bretaña. Cuando esto no dio resultado, envió a los agentes a Sudamérica y Estados Unidos. 

La investigación se reavivaba con episodios extraños. Diez agentes del Mossad se unieron al servicio sabatino en una sinagoga del suburbio londinense de Hendon. La congregación enfurecida llamó a la policía para que arrestara a los «impostores religiosos» después de que a uno se le despegara la barba falsa. Los agentes fueron liberados tras la intervención del embajador israelí. Un venerado rabino ortodoxo viajó invitado a París con el pretexto de que una familia adinerada deseaba que oficiara una ceremonia de circuncisión. Fue recibido en el aeropuerto por dos hombres que vestían los tradicionales sobretodos y sombreros negros de los judíos ortodoxos. Eran agentes del Mossad. Su informe tiene un aire de novela negra. 

«Fue llevado a un prostíbulo de Pigalle, completamente engañado. Dos prostitutas pagadas por nosotros aparecieron repentinamente y se le tiraron encima. Tomamos fotografías con una Polaroid, se las enseñamos y le aseguramos que se las enviaríamos a su congregación si no revelaba el paradero del niño. El rabino finalmente nos convenció de que no tenía ni idea y destruimos las fotografías delante de él.» 

Otro rabino, Shai Freyer, cayó en la cada vez más intensa búsqueda de Isser Harel por el mundo del judaismo ortodoxo. El rabino fue raptado por agentes del Mossad mientras viajaba de París a Ginebra. Cuando se convencieron, tras un riguroso interrogatorio, de que nuevamente se encontraban ante un callejón sin salida, Harel ordenó que Freyer fuese mantenido prisionero en una casa segura de Suiza hasta que finalizara la búsqueda. Temía que el rabino alertase a la comunidad ortodoxa. 

Apareció otra pista prometedora: Madeleine Freí, hija de una familia aristocrática francesa y heroína de la Resistencia en la segunda guerra mundial. Madeleine había salvado a un gran número de niños judíos de la deportación hacia los campos de exterminio nazis. Al finalizar la guerra se había convertido al judaismo. 

Los informes solicitados revelaron que visitaba Israel con frecuencia y pasaba su tiempo con miembros de la secta Neturei Karta. En varias ocasiones se había encontrado con el abuelo de Joselle. Su última visita a Israel coincidía con la fecha del secuestro del niño. Desde entonces Madeleine no había vuelto a Israel. 

En agosto de 1962, agentes del Mossad la siguieron hasta las afueras de París. Cuando se presentaron, los agredió físicamente. Uno de los agentes llamó a Isser Harel. 

Él le explicó a Madeleine «el gran daño» hecho a los padres de Joselle. Tenían el derecho moral de criar a su hijo como ellos desearan. A ningún padre se le debía negar ese derecho. Madeleine insistía en que no sabía nada de Joselle. Harel vio que sus propios hombres le creían. 

Pidió el pasaporte de Madeleine. Debajo de su fotografía había una de su hija. Le pidió a un agente que le trajera una fotografía de Joselle. Las estructuras facia¬les de ambos niños eran casi idénticas. Harel llamó a Tel Aviv. 

[Al cabo de un par de horas] tenía todo lo que necesitaba saber, desde detalles de su vida amorosa durante su época de estudiante hasta su decisión de unirse al movimiento ortodoxo tras renunciar a su fe católica. Volví con Madeleine y le dije, como si lo supiera, que le había teñido el cabello a Joselle para disfrazarlo y lo había sacado de Israel de manera clandestina. Ella lo negó rotundamente. Le dije que debía comprender que el futuro del país que amaba corría un grave peligro, que en las calles de Jerusalén las personas que ella quería se estaban arrojando piedras unas a otras. Aún se negaba a admitir nada. Le dije que el niño tenía una madre que lo amaba tanto como ella amaba a todos aquellos niños que había ayudado en la segunda guerra mundial. 

El recordatorio funcionó. De repente Madeleine comenzó a explicar que había viajado por mar hasta Haifa, como una turista que visitaba Israel. En el barco se había hecho amiga de una familia de inmigrantes recientes que tenían una hija de la edad de Joselle. Ella había desembarcado junto a la niña en Haifa y el agente de inmigración había creído que era hija de Madeleine. Redactó una nota al respecto en su acta. Una semana después, bajo las narices de la policía israelí, embarcó en un vuelo a Zurich con su «hija». Madeleine incluso había persuadido a Joselle para que vistiera ropa de niña y permitiera que le tiñesen el cabello. 

Joselle había pasado una temporada interno en una escuela ortodoxa, en Suiza, donde ejercía como maestro el rabino Shai Freyer. Después de su arresto, Madeleine viajó con Joselle a Nueva York y lo alojó con una familia de la secta Neturei Karta. Harel tenía una última pregunta: «¿Me dará el nombre y la dirección de la familia?». 

Hubo un largo silencio antes de que Madeleine dijera con calma: «Vive en el 126 de la calle Penn, en Brooklyn, Nueva York. Se lo conoce como Yankale Gertner». 

Por primera vez desde que se conocían, Harel le sonrió. «Gracias Madeleine. Quisiera felicitarla ofreciéndole trabajo en el Mossad. Su talento podría servir bien a Israel.»  Madeleine rechazó la oferta. 

Agentes del Mossad viajaron a Nueva York. Los esperaba un equipo del FBI autorizado a cooperar por el procurador general de Estados Unidos, Robert Kennedy. Había recibido una petición personal de Ben Gurión para hacerlo. Los agentes se trasladaron hasta el apartamento de la calle Penn. La señora Gertner les abrió la puerta. Los agentes ignoraron a la mujer y entraron en el apartamento. Su esposo estaba rezando. A su lado había un niño de cara pálida con una kipá cubriéndole la cabeza y patillas con bucles enmarcando su rostro.  «Hola Joselle, hemos venido para llevarte a casa», dijo con suavidad uno de los agentes.  Ocho meses habían transcurrido desde que el Mossad iniciara su búsqueda. La operación había costado cerca de un millón de dólares estadounidenses. 

El regreso a salvo de Joselle no ayudó a cerrar la brecha religiosa en el país. Sucesivos gobiernos seguirían tambaleándose y cayendo según el capricho de pequeños grupos ultraortodoxos integrantes del Knesset. 

Con el éxito de haber encontrado al niño, Isser Harel regresó a Israel para enfrentarse a un poderoso nuevo crítico, el general Meir Amit, el recién nombrado jefe de Aman, la inteligencia militar. Tal como Harel había conspirado contra su predecesor, ahora él era el blanco de las añladas críticas de Amit a la operación de rescate de Joselle. 

Amit, un temible comandante de campo, se había acercado a Ben Gurión en las siempre variables arenas políticas de Israel. Le dijo al primer ministro que Harel había «derrochado recursos», que toda la operación de rescate era un signo de que el jefe de inteligencia había permanecido demasiado tiempo en el cargo. Olvidando que él mismo había ordenado a Harel organizar la operación, Ben Gurión estuvo de acuerdo. El 25 de marzo, herido por muchas semanas de intensas críticas, a la edad de cincuenta años, Isser Harel renunció. Hombres maduros estuvieron al borde de las lágrimas cuando estrechó sus manos y abandonó el cuartel general del Mossad. Todos sabían que aquello marcaba el fin de una época. 

Horas más tarde, un hombre alto, delgado y agraciado entró por la puerta: Meir Amit tomaba el mando. Nadie necesitó que le dijeran que se avecinaban cambios radicales. 

Quince minutos después de acomodarse tras su escritorio, el nuevo jefe del Mossad mandó llamar a sus jefes de área. Permanecieron de pie en grupo mientras los inspeccionaba en silencio. Luego, con la voz vigorosa que había dirigido innumerables ataques en el campo de batalla, habló. 

No habría más operaciones para recuperar niños extraviados ni ninguna intromisión política innecesaria. Él protegería a cada uno de las críticas externas, pero nada los mantendría en sus puestos si le fallaban. Pelearía por obtener más dinero del presupuesto de defensa para equipos de última generación y recursos de refuerzo. Esto no significaba sin embargo que olvidara el bien que valoraba por encima de cualquier otro: el humint, el arte del trabajo de la inteligencia humana. Quería que ésa fuera la mayor destreza del Mossad. 

Su personal descubrió que trabajaba para un hombre que veía más allá de las operaciones día a día para lograr resultados en años venideros. La adquisición de tecnología militar pasó a formar parte de este planteamiento. 

Poco después de que Meir Amit asumiera el mando, un hombre que se presentó como Salman entró en la embajada israelí en París con una propuesta asombrosa. Por un millón de dólares estadounidenses en efectivo podía garantizar la entrega de la aeronave de combate más secreta del mundo, el Mig-21 ruso. Salman había concluido su oferta a un diplomático israelí con una extraña petición: «Envíe a alguien a Bagdad, llame a este número y pregunte por Joseph. Y tenga disponible nuestro millón de dólares». 

El diplomático envió su informe al katsa residente de la embajada. Había sido uno de los que sobrevivió a la purga que se produjo tras la designación de Meir Amit. El hombre cursó el informe a Tel Aviv junto con el número telefónico que había dado Salman. 

Durante días Meir Amit sopesó y consideró la oferta. Salman podía ser un farsante o un loco, o incluso formar parte de un complot iraquí para atrapar a un agente del Mossad. Existía un riesgo real de que otros agentes secretos en Iraq pudieran resultar comprometidos. Pero la perspectiva de echar mano a un Mig-21 era irresistible. 

Su autonomía de vuelo, altitud, velocidad, armamento y el poco tiempo que requería su mantenimiento lo habían convertido en el principal avión de combate del mundo árabe. Los jefes de las Fuerzas Aéreas israelíes hubiesen pagado gustosos varios millones sólo por echar un vistazo a sus planos, y no digamos por el avión mismo. Meir Amit «se acostaba pensando en ello. Se despertaba pensando en ello. Pensaba en ello bajo la ducha y durante la cena. Pensaba en ello en cada momento libre que tenía. Mantenerse al tanto del sistema de armamento avanzado de un enemigo era una prioridad para cualquier servicio de inteligencia. Poder realmente echarle mano casi nunca sucedía». 

El primer paso era enviar un agente a Bagdad. Meir Amit le facilitó un alias, tan inglés como el nombre de su pasaporte, George Bacon: «A nadie se le ocurriría que un judío tuviera un nombre así». Bacon viajaría a Bagdad como el gerente de ventas de una compañía con sede en Londres para ofrecer equipos hospitalarios de rayos X. 

Llegó a Bagdad en un vuelo de Iraqi Airways con varias muestras de equipamiento y demostró lo bien que había asimilado su entrenamiento al vender varios artículos a los hospitales. A comienzos de su segunda semana en Bagdad, Bacon llamó al número que había dado Salman. Los informes de Bacon al Mossad estaban llenos de descripciones muy gráficas.  Utilicé un teléfono público del vestíbulo del hotel. El riesgo de que estuviera intervenido era menor que si usaba el teléfono de mi habitación. Contestaron de inmediato. Una voz preguntó en persa quién hablaba. Yo respondí en inglés, disculpándome, que me había equivocado de número. Entonces la voz preguntó, esta vez en inglés, quién hablaba. Dije que era un amigo de Joseph. ¿Había alguien allí con ese nombre? Me dijeron que esperara. Pensé que tal vez estuvieran rastreando la llamada, que era una trampa al fin y al cabo. Entonces se oyó por la línea una voz muy educada. Dijo que era Joseph y que se alegraba de que hubiese llamado. Luego preguntó si conocía París. Pensé: ¡Contacto! 

Bacon acordó una cita en una cafetería de Bagdad para el mediodía siguiente. A la hora señalada, un hombre sonriente se presentó como Joseph. Tenía profundos surcos en el rostro y el cabello blanco. Un informe posterior del agente nuevamente transmitía el surrealismo del momento: 

Joseph dijo lo complacido que estaba de verme, como si fuese algún pariente muy esperado. Luego comenzó a hablar sobre el clima y de cómo ha¬bía bajado la calidad del servicio en los cafés como aquél. Yo pensé «aquí estoy, en un país hostil cuyo servicio de seguridad sin duda me mataría a la mínima oportunidad, escuchando divagar a un anciano». Decidí que quienquiera que fuera, cualquiera que fuera su vínculo con Salman en París, Joseph definitivamente no era un oficial de contraespionaje iraquí. Eso me calmó. Le dije que mis amigos estaban muy interesados en la mercancía que había mencionado su amigo. 

El respondió: «Salman es mi sobrino, vive en París. Es camarero en un café. Todos los buenos camareros se han ido de aquí». ¿Entonces Joseph se inclinó sobre la mesa y dijo: «¿Has venido por el Mig? Puedo hacer los arreglos. Pero costará un millón de dólares». Así, tal cual.  Bacon se dijo que tal vez, después de todo, Joseph era más de lo que aparentaba ser. Tenía un sereno aire de certeza. Pero cuando comenzó a interrogarlo, el viejo sacudió la cabeza. «Aquí no. Nos pueden estar escuchando.» 

Acordaron encontrase nuevamente al día siguiente a orillas del Eufrates, que atraviesa la ciudad. Esa noche Bacon durmió muy poco preguntándose si, después de todo, no estaba siendo reclutado, si no por la inteligencia iraquí, por unos estafadores muy astutos que utilizaban a Joseph como portavoz. 

La reunión del día siguiente reveló un poco más sobre los antecedentes y motivos de Joseph.  Provenía de una familia iraquí judía pobre. De niño había trabajado como sirviente para una familia rica de cristianos maronitas en Bagdad. Después de treinta años de servicio leal había sido repentinamente despedido, acusado injustamente de robar comida. Con cincuenta años, se encontró en la calle. Demasiado viejo para conseguir otro empleo, subsistió con una modesta pensión. También había decidido investigar sus raíces judías. Habló de su búsqueda con su hermana viuda, Manu, cuyo hijo, Muñir, era piloto de las Fuerzas Aéreas iraquíes. Manu admitió que ella también tenía un fuerte deseo de ir a Israel. Pero, ¿cómo iban a lograrlo? En Irak el hecho de mencionar la idea era ya arriesgarse a ser encarcelados. Dejar a alguien atrás garantizaría que las autoridades lo castigaran severamente, tal vez incluso lo mataran. ¿Y de dónde sacarían el dinero? Ella había suspirado y dicho que era un sueño imposible. 

Pero la idea arraigó en la mente de Joseph. En varias ocasiones Muñir había contado que su comandante se jactaba de que Israel pagaría una fortuna por un Mig como el que él pilotaba. «Tal vez hasta un millón de dólares, tío Joseph.» 

La suma había entusiasmado a Joseph. Podía sobornar oficiales, establecer una vía de escape. Con ese dinero podía de alguna manera sacar a toda la familia de Irak. Cuanto más lo pensaba, más factible le parecía. Muñir amaba a su madre: haría cualquier cosa por ella, hasta robar su avión por un millón de dólares. Y no habría necesidad de que Joseph organizara la huida de la familia. Dejaría que los israelíes se encargaran de eso. Todo el mundo sabía que eran astutos para estas cosas. Por eso había enviado a Salman a la embajada. 

— ¡Y ahora estás aquí mi amigo! —le dijo Joseph a Bacon. 

— ¿Qué hay de Muñir? ¿Sabe algo de todo este asunto? 

 — Ah, sí. Está de acuerdo en robar elMig. Pero quiere la mitad del dinero por adelantado ahora y, el resto, justo antes de hacerlo. Bacon quedó asombrado. Todo lo que había escuchado parecía verdad y factible. Pero antes debía informar a Meir Amit. 

 En Tel Aviv, el jefe del Mossad escuchó durante una tarde entera mientras Bacon lo ponía al corriente de cada detalle. 

— ¿Adonde desea Joseph que se transfiera el pago? —preguntó finalmente Meir Amit. 

— A un banco suizo. Tiene un primo que necesita atención médica urgente inexistente en Bagdad. Las autoridades iraquíes le darán permiso para viajar a Suiza. Lo que pretende es que cuando llegue ya le hayamos transferido el dinero. 

 

— Un hombre ingenioso, tu Joseph —comentó Meir Amit sarcástico—. Una vez que el dinero esté depositado en esa cuenta, nunca lo recuperaremos. Le hizo una pregunta más a Bacon. 

— ¿Por qué confías en Joseph? 

— Confío en él porque es la única opción —respondió Bacon. 

 

Meir Amit autorizó que se depositara medio millón de dólares en la central del Crédit Suisse de Ginebra. Se estaba jugando más que el dinero. Sabía que no sobreviviría si Joseph resultaba ser el astuto farsante que algunos oficiales del Mossad aún creían que era. 

Había llegado el momento de informar al primer ministro Ben Gurión y a su jefe de gabinete, Yitzhak Rábin. Ambos dieron luz verde a la operación. Meir Amit no les dijo que había tomado una medida más; había retirado toda la red del Mossad de Irak. 

Si la misión fracasaba, no quería que le costara la cabeza a nadie más que a mí. Organicé cinco equipos. El primero era el enlace de comunicaciones entre Bagdad y yo. Se pondrían en contacto por radio únicamente si se desencadenaba una crisis; de lo contrario, no quería tener noticias suyas. El segundo debía estar en Bagdad sin que nadie lo supiera. Ni Bacon, ni el primer equipo. Estaba allí para sacar a Bacon del país si había problemas, y a Joseph también, si era posible. El tercer equipo debía vigilar a la familia. El cuarto debía organizar a los kurdos que ayudarían, en la última etapa, a sacar a la fa¬milia. Israel les estaba proporcionando armamento. El quinto equipo debía enlazar con Washington y Turquía. Para salir de Irak el avión debía sobrevolar el espacio aéreo turco para llegar a nosotros. Washington, que tenía bases en el norte de Turquía, debía persuadir a los turcos de que colaboraran diciendo que el destino final del Mig era Estados Unidos. Ahora sabía que los iraquíes temían que algún piloto desertara a Occidente y, por lo tanto, mantenían los tanques de combustible a la mitad de su capacidad. No podíamos hacer nada al respecto. 

Todavía se planteaban otros problemas. Joseph había decidido que no sólo su familia inmediata sino también algunos primos lejanos debían tener la oportunidad de escapar al duro régimen iraquí. En total quería que cuarenta y tres personas fueran trasladadas por vía aérea a un lugar seguro. 

Meir Amit accedió, sólo para afrontar una nueva preocupación. Desde Bagdad, Bacon envió un mensaje en clave: Muñir estaba teniendo dudas. 

[El jefe del Mossad] presintió lo que estaba sucediendo. Primero y principal, Muñir era iraquí. Irak había sido bueno con él. Traicionar a su país por Israel no le sentaba bien. Nosotros éramos el enemigo. Toda su vida le habían enseñado eso. Decidí que la única manera de convencerlo era dicién-dole que el Mig iría directamente a América. Así que viajé a Washington para ver a Richard Helms, entonces director de la CÍA. Escuchó y dijo que no  había problema. Siempre era muy accesible. Arregló todo para que el agregado militar de Estados Unidos en Bagdad se reuniera con Muñir. El agregado confirmó que el avión sería entregado a Estados Unidos. Le hizo un discurso sobre cómo estaría ayudando a América a alcanzar a los rusos. Muñir se lo tragó y aceptó seguir adelante.. 

A partir de entonces la operación continuó a su propio ritmo. El primo de Joseph recibió su permiso de salida y viajó a Ginebra. Desde allí, envío una postal: «Las instalaciones hospitalarias son excelentes. Me aseguran una completa recuperación». El mensaje era la señal de que los quinientos mil dólares restantes habían sido depositados. 

Tranquilizado por la noticia, Joseph le dijo a Bacon que la familia estaba lista. La noche anterior al vuelo de Muñir, Joseph los llevó en una caravana de vehículos hacia el norte, al fresco de las montañas. Los puestos de control iraquíes no los molestaron: todos los veranos muchos residentes se mudaban huyendo del calor de Bagdad. En el monte aguardaban los kurdos junto al equipo de enlace israelí. Guiaron a la familia por las montañas hasta helicópteros de las Fuerzas Aéreas turcas. Volando por debajo de los radares, cruzaron de regreso a Turquía. 

Un agente israelí hizo una llamada a Muñir diciendo que su hermana había dado a luz a una niña, sin inconvenientes. Otro mensaje en clave había sido transmitido. 

Al amanecer de la mañana siguiente, el 15 de agosto de 1966, Muñir despegó para un ejercicio de rutina. Una vez alejado de la pista, llevó el Mig a plena potencia y cruzó la frontera con Turquía antes de que los demás pilotos recibieran la orden de dispararle. Escoltado por varios Phantom de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Muñir aterrizó en una base aérea turca, se reabasteció de combustible y despegó nuevamente. Por los auriculares escuchó el mensaje, esta vez sin cifrar: «Toda su familia está a salvo y en camino para encontrarse con usted». 

Una hora después, el Mig aterrizó en una base aérea militar, en el norte de Israel. 

El Mossad se había convertido en un protagonista de la escena mundial para tener en cuenta. En la comunidad de inteligencia de Israel la manera de hacer las cosas en el futuro se clasificaría como «AA» (antes de Amit) o «DM» (después de Meir). 

 

3 --Los nombres de Glilot 

Al salir de la autopista, al norte de Tel Aviv, Meir Amit mantuvo la velocidad un poco por encima del límite permitido. Burlar discretamente el sistema se había vuelto parte de su vida desde que, casi cuarenta años antes, planeara el robo de un jet iraquí. 

Se negaba temerariamente a seguir el reglamento como parte de su condición de galileo: había nacido en la ciudad favorita del rey Herodes, Tiberíades, cerca de la costa del mar de Galilea y había pasado la mayor parte de su juventud en un kibbutz. Mucho tiempo atrás todo rastro de acento regional había sido borrado por su madre, maestra de oratoria, quien también le había legado ese sentido de la independencia, su intolerancia con los tontos y un apenas oculto desprecio por los de ciudad. Y, por encima de todo, había alentado su capacidad de análisis y su habilidad para pensar en dos cosas a la vez. 

En su larga carrera se había servido de todo ello para detectar las intenciones del enemigo. A menudo no podía esperar confirmación para actuar: los motivos y el engaño constituían el núcleo de su trabajo. A veces, sus críticos en el servicio de inteligencia israelí se mostraban preocupados por lo que consideraban raptos de imaginación. Sólo tenía una respuesta: lean el archivo sobre el robo del Mig. 

En aquella mañana de marzo de 1997 en que salía de Tel Aviv, Meir Amit estaba oficialmente retirado. Pero nadie en el servicio se lo creía: sus vastos conocimientos eran demasiado valiosos para dejarlo apartado. 

El día anterior, Meir Amit había regresado de Ho Chi Minh, la antigua Saigón, donde había visitado a ex oficiales de inteligencia del Vietcong. Habían intercam¬biado experiencias y encontrado un punto en común en lo referente a superar a un enemigo más poderoso: los vietnamitas contra los norteamericanos; los israelíes contra los árabes. Meir Amit había realizado muchos viajes a lugares donde sus maniobras secretas alguna vez habían creado el caos: Ammán, El Cairo, Moscú. Nadie se atrevía a preguntar el propósito de tales visitas, al igual que durante sus cinco años al frente del Mossad, entre 1963 y 1968, nadie se había atrevido a poner en tela de juicio el valor de sus fuentes o sus métodos. 

Durante ese período había convertido un equipo de inteligencia en una obra de arte. Ninguna otra agencia era comparable en cuanto a recaudar información. Había enviado gran cantidad de espías a cada país árabe, a Europa, a Sudamérica, África y Estados Unidos. 

Sus katsas se habían infiltrado en el Mukabarat jordano, el mejor de los servicios árabes, y en la inteligencia militar siria, la más cruel. Eran hombres con una sangre fría y unos nervios tan templados que quedaban fuera del alcance de la imaginación de cualquier novelista. 

Poco después de convertirse en director general, Meir Amit hizo circular por la agencia un memorando robado por un agente en la oficina de Yasser Arafat: «El Mossad tiene un dossier sobre cada uno de nosotros. Conoce nuestros nombres y direcciones. Sabemos que hay dos fotografías nuestras en cada expediente. Una con la cabeza cubierta y otra con la cabeza descubierta, de modo que siempre saben qué aspecto tenemos». 

Para crear más miedo, Meir Amit había contratado a un número de informadores árabes sin precedentes. Trabajaba según el principio de la ley de probabilidades: siempre encontraría un número suficiente para sus propósitos. Los árabes sobornados traicionaban a los terroristas de la OLP: revelaban la ubicación de sus arsenales y refugios y comunicaban sus planes de viaje. Por cada terrorista muerto por el Mossad, Meir Amit pagaba al informador una recompensa de un dólar. 

En la escalada hacia la guerra de los Seis Días, en 1967, hubo un katsa o un informador en cada base egipcia o cuartel militar. No había menos de tres en el Alto Mando de El Cairo, oficiales de carrera que habían sido convencidos por Meir Amit. Cómo lo había logrado llegó a ser su secreto mejor guardado: «Hay cosas que es mejor dejarlas como están». 

A cada informador y agente le había dado las mismas instrucciones: necesitaba no sólo «las líneas generales» sino «los pequeños detalles». ¿Cuánto tenía que caminar un piloto desde el barracón hasta la cantina para comer? ¿Cuánto le costaba a un militar superar el proverbial atasco de tráfico de El Cairo? ¿Tenía una amante el hombre clave de una operación? Sólo él comprendía cabalmente qué utilidad podían tener esas minucias disparatadas. 

.Un katsa había conseguido un trabajo de camarero en una base militar del frente de combate. Cada semana aportaba detalles sobre el estado de los aviones y el estilo de vida de los pilotos y los técnicos. Sus hábitos con la bebida y sus placeres sexuales eran parte de la información enviada secretamente por radio a Tel Aviv. 

El recientemente creado Departamento de Psicología de Guerra trabajaba a destajo preparando expedientes de pilotos egipcios, personal de tierra y oficiales de Estado Mayor: su habilidad para el vuelo, si habían logrado el rango por mérito  o influencias, si tenían problemas con el alcohol, frecuentaban prostíbulos o tenían predilección por los chicos. 

Por las noches, Meir Amit revisaba los expedientes buscando debilidades en hombres susceptibles de ser chantajeados y obligados a trabajar para él. «No era-una tarea agradable pero la inteligencia es a menudo un trabajo sucio.» 

Las familias de los militares egipcios empezaron a recibir cartas misteriosas mataselladas en El Cairo que contenían detalles explícitos sobre el comportamiento de sus seres queridos. Los informadores comunicaron a Tel Aviv que numerosos incidentes familiares obligaban a los miembros de las tripulaciones aéreas a pedir la baja por motivos de salud. Los oficiales del Estado Mayor recibían mediante llamadas anónimas informes sobre la vida privada de alguno de sus colegas. Una maestra de escuela atendió la amable llamada de una mujer que intentaba explicarle que el bajo rendimiento de un alumno se debía a que su padre, un oficial de alto rango, tenía un amante varón. La llamada tuvo como consecuencia el suicidio del acusado. Esta campaña implacable causó considerables conflictos en el Ejército egipcio y aportó una gran satisfacción a Meir Amit. 

A principios de 1967 se hizo evidente, por los informes de la red de espionaje en Egipto, que su líder, Gamal Abdel Nasser, se estaba preparando para entrar en guerra con Israel. Se reclutaron, por las buenas o por las malas, más informadores que ayudaran al Mossad a saberlo todo sobre las Fuerza Aéreas egipcias y los mandos militares. 

En mayo de 1967 estaban en condiciones de informar a los mandos de las Fuerzas Aéreas israelíes el preciso momento del día en que les convenía asestar un golpe mortal contra las bases egipcias. Los analistas del Mossad habían elaborado una descripción notable de la vida en todas las bases aéreas egipcias. 

Entre las 7:30 y 7:45 de la mañana, los radares de las bases se encontraban en su momento más vulnerable. Durante esos quince minutos, el personal saliente se retiraba cansado del turno de noche, mientras que los reemplazos no estaban todavía completamente atentos y, a menudo, llegaban tarde al servicio debido a retrasos en los comedores. Los pilotos desayunaban entre las 7:15 y las 7:45. Después, normalmente, volvían a los barracones a buscar su equipo de vuelo. El recorrido duraba diez minutos de promedio. La mayoría de los aviadores pasaban algunos minutos en el baño antes de volver a las filas. Llegaban a las 8 de la mañana, hora oficial de incorporarse al servicio. A esa hora, el personal de tierra había comenzado a sacar los aviones de los hangares para armarlos y llenar los depósitos de combustible. Durante los quince minutos siguientes, las pistas esta¬ban repletas de camiones de combustible y municiones. 

También se conocían con minuciosidad los movimientos de los militares del Alto Mando egipcio en El Cairo. De promedio, un oficial tardaba treinta minutos en llegar al trabajo desde su casa de los suburbios. Los planificadores de estrategia nunca estaban en sus escritorios antes de las 8:15 de la mañana. Solían pasar diez minutos colocando sus cosas, tomando café o intercambiando chismes con sus colegas. El oficial promedio nunca empezaba a estudiar las señales de tráfico aéreo nocturno en las bases antes de las 8:30 de la mañana. 

Meir Amit le sugirió al comandante aéreo israelí que el mejor momento para que sus aviones llegaran al blanco sería entre las 8:00 y las 8:30 de la mañana. En esos treinta minutos estarían en condiciones de pulverizar las bases enemigas porque en ese lapso el personal clave del Alto Mando en El Cairo no estaría en condiciones de repeler el ataque. 

La mañana del 5 de junio de 1967, las Fuerzas Aéreas israelíes atacaron a las 

8:01 con un efecto devastador, volando bajo sobre el Sinaí para bombardear violentamente a discreción. A ratos el cielo se volvía negro rojizo debido a las llamas de los camiones de combustible y a las municiones que estallaban. 

En Tel Aviv, Meir Amit, sentado mirando por la ventana de su oficina hacia el sur, sabía que sus analistas de inteligencia habían decidido el curso de la guerra. Ese fue uno de los ejemplos más asombrosos de su extraordinaria habilidad, más notable aún si se considera el reducido número de agentes del Mossad. 

Desde que se hizo cargo de la organización, Meir Amit se resistió a convertir el Mossad en una versión de la CÍA o el KGB. Esos servicios empleaban miles y miles de analistas, científicos, estrategas y planificadores para apoyar a sus agentes de campo. Los iraníes e iraquíes contaban con aproximadamente diez mil agentes, y hasta la DGI cubana sumaba cerca de mil agentes en activo. 

Pero Meir Amit había insistido en que el Mossad se mantuviera con un personal permanente que no superara los mil doscientos hombres. Cada uno sería reclutado especialmente y debía poseer varias capacidades: un científico debía ser apto para trabajo de espionaje en caso de necesidad; un katsa usaría sus conocimientos especializados para entrenar a otros. 

Para todos ellos, Amit sería el memune, que en hebreo significa «primero entre iguales». El título implicaba el libre acceso al primer ministro del momento y el rito anual de presentar el presupuesto del Mossad ante el Gabinete israelí. 

Mucho antes de la guerra de los Seis Días ya había creado la reputación del Mossad: sembraba el terror entre sus enemigos, se infiltraba en sus filas, se apropiaba de sus secretos y los mataba con escalofriante eficiencia. Pronto el Mossad alcanzó proporciones míticas. 

Gran parte de su éxito se basaba en las reglas que seguía para reclutar a los agentes de campo, que en última instancia eran los responsables del éxito del Mossad. Y comprendía perfectamente los profundos y complejos motivos que los llevaban a estrechar su mano, después de la selección, en un gesto que significaba que se ponían enteramente a sus órdenes.  Aunque muchas cosas habían cambiado en el Mossad, Meir Amit sabía, en aquel día de marzo de 1997, que sus criterios de selección seguían intactos: 

Ningún katsa motivado principalmente por el dinero será aceptado en el Mossad. El fanático sionista no tiene cabida en él; el fanatismo enturbia la comprensión de un trabajo que requiere calma, claridad de juicio, previsión y equilibrio. La gente quiere unirse al Mossad por todo tipo de razones. A unos los atrae el glamour; a otros, la idea de aventura. Algunos creen que mejorará su condición; son gente pequeña que desea ser grande. Unos pocos desean el secreto poder que creen alcanzar en el Mossad. Ninguna de estas razones es aceptable. 

Y siempre, siempre, hay que asegurarse de que el agente de campo tiene un total apoyo. Cuidarán a su familia, se asegurarán de que sus hijos sean felices. AI mismo tiempo deberán protegerlo: si su mujer cree que tiene una amante, deben asegurarle que no es así; si la tiene, no se lo dirán. Si es ella la que se descarría, vuelvan a conducirla por el camino recto. No se lo cuenten al marido. Nada debe distraerlo. El trabajo de un buen jefe de espías es tratar a su gente como a su propia familia. Háganle sentir que están siempre a su lado, noche y día, sin que importe la hora. Así se compra la lealtad y se logra que un katsa haga lo que se le ordena. Y entonces, lo que ustedes quieran será importante. 

Cada agente pasaba tres años de entrenamiento intensivo, incluida la extrema violencia física durante un interrogatorio. Él o ella se convertían en expertos tiradores con el arma elegida por el Mossad: la Beretta calibre 22. 

Los primeros agentes enviados fuera de los países árabes se instalaron en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. En Norteamérica había agentes residentes en Nueva York y Washington. El de Nueva York tenía una responsabilidad especial: estar al corriente de las misiones diplomáticas ante la ONU y los distintos grupos étnicos de la ciudad. El de Washington cumplía una misión similar, con el añadido de «vigilar» la Casa Blanca.  Otros agentes operaban en áreas localizadas de tensión y regresaban a casa cuando la misión concluía. 

Meir Amit amplió también considerablemente la organización con departamentos destinados a operaciones de inteligencia en el exterior y relaciones con otros servicios, principalmente la CÍA y el Mió británico. El Departamento de Investigaciones contaba con quince secciones o «escritorios» cuyo objetivo eran los países árabes. Estados Unidos, Canadá, América Latina, Gran Bretaña, el resto de Europa y la Unión Soviética contaban con sus propios escritorios. Esta infraestructura iba a cubrir, con los años, China, Sudáfrica y el Vaticano. Pero en esencia el Mossad seguiría siendo una organización reducida. 

No pasaba un día sin que llegaran fajos de noticias desde las secciones del extranjero, que se hacían circular por el deslustrado y alto edificio gris en el paseo del Rey Saúl. Según el punto de vista de Meir Amit «si lograban que alguien se sintiera más orgulloso, mejor. Y por supuesto, hacían que nuestro enemigo pareciera más temible». 

Los katsas del Mossad eran fríamente eficientes y astutos más allá de lo imaginable; estaban preparados para responder al fuego con más fuego. Se realizaban operaciones para iniciar disturbios que sembraban la enemistad entre los países árabes; se hacía circular contrapropaganda y se reclutaban informadores según la divisa de Amit: «Divide y vencerás». Sus hombres de¬mostraban en todo cuanto hacían sangre fría y profesionalidad. Se movían como ladrones en la oscuridad y dejaban a su paso muerte y destrucción. Nadie estaba a salvo de su venganza. 

Concluida una misión, regresaban para presentar un informe a la oficina de Meir Amit, situada en la esquina de la calle que lleva el nombre del rey guerrero. Desde allí dirigió personalmente a dos espías que harían historia en el Mossad. Al recordar sus contribuciones le invadía la nostalgia y sonreía como si se autojustificara mientras repasaba los detalles biográficos. 

Eli Cohén nació en Alejandría, Egipto, el 16 de diciembre de 1924. Como sus padres, era un judío ortodoxo devoto. En diciembre de 1956 estuvo entre los judíos expulsados de Egipto después de la crisis de Suez. Llegó a Haifa y se sintió extranjero en su nueva tierra. En 1957 fue reclutado para el servicio de contraespionaje militar israelí, pero su trabajo como analista le resultaba aburrido. Averiguó cómo ingresar en el Mossad, pero fue rechazado. Meir Amit recordaba: «Oímos decir que nuestro rechazo ofendió profundamente a Eli Cohén. Renunció al Ejército y se casó con una iraquí llamada Nadia». 

Durante dos años, Cohén llevó una vida común trabajando en la oficina de archivos de una compañía de seguros en Tel Aviv. Sin que él lo supiera, Meir Amit había revisado su currículo en una selección realizada entre los aspirantes rechazados. Estaba buscando «un determinado tipo de agente para un determinado tipo de trabajo». No había encontrado ninguno apropiado entre los que estaban en activo, así que se le ocurrió revisar los expedientes de los rechazados. Cohén parecía la única posibilidad. Fue puesto bajo vigilancia. Los informes semanales del oficial de reclutamiento describían sus hábitos minuciosos y su devoción hacia su esposa y su recién formada familia. Era muy trabajador, rápido para captar las cosas y respondía bien bajo presión. Finalmente se le comunicó que el Mossad lo encontraba apto para el servicio. 

Eli comenzó un curso intensivo de seis meses en la academia de entrenamiento del Mossad. Expertos en sabotaje le enseñaron a fabricar explosivos y bombas de relojería con los elementos más simples. Aprendió combate cuerpo a cuerpo y se convirtió en un experto tirador y un perfecto ladrón. Descubrió los misterios de cifrar y descifrar; aprendió a usar una radio, tintas invisibles y a esconder mensajes. Constantemente sorprendía a los instructores con su facilidad para todo. Su fenomenal memoria se debía a que de joven había memorizado capítulos enteros de las Escrituras. En el informe de graduación se decía que poseía todas las cualidades necesarias para un katsa. Sin embargo, Meir Amit todavía dudaba. 

«Me pregunté cientos de veces si Eli podría hacer lo que yo quisiera. Por supuesto, nunca le demostré desconfianza. Nunca permití que pensara que estaría siempre a un paso de la trampa que lo mandaría al otro mundo. Los mejores cerebros del Mossad le enseñaron todo cuanto sabían. Finalmente, decidí trabajar con Eli.» 

Meir Amit pasó semanas inventando una pantalla para su protegido. Pasaron mucho tiempo sentados, estudiando mapas y fotos de Buenos Aires, hasta que su nueva identidad, Kamil Amin Taabes, le resultara a Cohén totalmente familiar. El jefe del Mossad vio «qué rápido aprendía Eli el lenguaje de un exportador e importador sirio. Memorizó la diferencia entre listas de mercancías y certificados de flete, contratos y garantías, todo lo que necesitaba saber. Era como un camaleón, lo absorbía todo. Ante mis ojos Cohén se evaporó y apareció Taabes, el sirio que jamás había abandonado el deseo de volver a su hogar en Damasco. Cada día Eli se sentía más confiado, más seguro y ansioso por probar que podía representar bien su papel, como un campeón mundial de maratón entrenado para puntuar desde el comienzo de la carrera. Pero la suya podía durar por años. Habíamos hecho todo lo posible para enseñarle cómo vivir su nueva vida; el resto dependía de él. Todos lo sabíamos. No hubo grandes despedidas. Simplemente salió de Israel por el mismo camino que tomaban todos mis espías».  En la capital siria, Cohén no tardó en establecerse en la comunidad empresarial y cultivó un distinguido círculo de amistades entre las que se contaba Maazi Zahreddin, sobrino del presidente de Siria. 

Zahreddin era un hombre jactancioso, desesperado por demostrar que su país era invencible. Cohén le siguió la corriente. No tardaron en llevarlo a una visita a los fortificados Altos del Golán. Vio los profundos bunkeres de hormigón que albergaban la artillería de largo alcance enviada por Rusia. Incluso se le permitió tomar fotografías. Al cabo de pocas horas Cohén pasaba un informe a Tel Aviv sobre la llegada de doscientos tanques rusos T-54. Obtuvo incluso un plano completo de la estrategia siria para ocupar el norte de Israel. La información no tenía precio. 

A pesar de que Cohén continuaba confirmando su creencia de que un solo agente valía más que una división entera de soldados, de repente Meir Amit empezó a inquietarse. Cohén siempre había sido un fanático del fútbol. Al día siguiente de que un equipo visitante derrotara a Israel en Tel Aviv, rompió la regla de «sólo negocios» en su transmisión. Comunicó a su operador: «Ya es hora de que comencemos a vencer en el campo de juego». 

Otros mensajes no autorizados fueron descifrados: «Manden a mi esposa un saludo de aniversario» o «Feliz cumpleaños para mi hija». 

Meir Amit estaba furioso en su fuero interno. Pero entendía muy bien las presiones que Cohén sufría, y esperaba que el comportamiento de Cohén fuera «sólo una anomalía temporal, frecuente en los mejores agentes. Traté de meterme en su cabeza. ¿Estaba desesperado y lo demostraba bajando la guardia? Traté de pensar como él, sabiendo que yo había reescrito su vida. Debía probar y medir cien factores. Pero, en definitiva, lo único importante era si Eli podría hacer su trabajo».  Meir Amit decidió que sí. 

Una noche de enero de 1965, Eli Cohén esperaba en su habitación de Damasco el momento de transmitir. Cuando preparaba el receptor, los oficiales de la inteligencia siria irrumpieron en el apartamento. Cohén había sido localizado por una de las unidades móviles de detección más sofisticadas del mundo, de fabricación rusa. 

Bajo interrogatorio, se lo obligó a enviar un mensaje al Mossad. Los sirios no se dieron cuenta del sutil cambio en la velocidad y el ritmo de la transmisión. En Tel Aviv, Meir Amit se enteró de que Cohén había sido apresado. Dos días después, Siria confirmó su captura. 

«Fue como perder a alguien de la familia. Uno se hace siempre las mismas preguntas cuando se pierde a un agente. ¿Podríamos haberlo salvado? ¿Quién lo traicionó? ¿Se debió a su propio descuido o a alguien cercano a él? ¿Estaba hundido y no nos dimos cuenta? ¿Sentía algún deseo de morir? Eso también pasa. ¿O fue sólo mala suerte? Uno se pregunta y se pregunta; jamás obtiene una respuesta cierta, pero hacer preguntas es una manera de soportarlo.» 

En ningún momento los sirios lograron quebrar a Eli Cohén, a pesar de las torturas a las que lo sometieron antes de condenarlo a muerte. 

Meir Amit pasaba casi todo su tiempo tratando de salvarlo. Nadia Cohén se lanzó por su parte a una campaña internacional de publicidad en favor de su marido: reclamó ante el Papa, la reina de Inglaterra, primeros ministros y presidentes. Meir Amit trabajaba en secreto. Viajó a Europa para ver a los jefes de los servicios secretos francés y alemán. No podían hacer nada. Realizó acercamientos informales con la Unión Soviética. Peleó sin tregua hasta el 18 de mayo de 1965, día en que, poco después de las dos de la madrugada, un convoy salió de la prisión de El Maza, en Damasco. En uno de los camiones iba Eli Cohén. 

Con él viajaba el primado de los rabinos de Siria, Nissim Andabo, de ochenta años. Superado por las circunstancias, el rabino lloraba abiertamente. Eli Cohén trataba de calmarlo. El convoy llegó a la plaza de El Marga, en el centro de Damasco. Allí Eli recitó una oración hebrea para el momento de la muerte: «Dios todopoderoso perdona todos mis pecados y faltas». 

Poco después de las tres y media, ante la mirada de miles de sirios, bajo la intensa luz de las cámaras de televisión, Eli subió al cadalso. 

En Tel Aviv, Nadia Cohén vio morir a su marido y trató de suicidarse. Fue llevada a un hospital y le salvaron la vida. 

Al día siguiente, en una ceremonia privada, Meir Amit rindió tributo a Eli Cohén. Luego volvió a su trabajo de dirigir a su segundo agente destacado. 

Wolfgang Lotz, un judío alemán, había llegado a Palestina poco después de que Hitler tomara el poder. Meir Amit lo había elegido entre una lista de candidatos para una misión de espionaje en Egipto. Mientras Lotz se sometía al mismo entrenamiento intenso que Cohén, Meir Amit meditaba cuidadosamente la pantalla que usaría su agente. Decidió transformarlo en un instructor de equitación, un refugiado alemán que había servido en el Afrika Korps durante la segunda guerra mundial y había regresado a Egipto para abrir una academia.  El trabajo le daría acceso a la alta sociedad cairota que se congregaba alrededor del círculo ecuestre. 

Lotz no tardó en reunir una nutrida clientela. Eran sus alumnos el jefe de la inteligencia militar egipcia y el jefe de seguridad de la zona del canal de Suez. Emulando a Cohén, Lotz logró que sus flamantes amigos hicieran alarde de las formidables defensas egipcias: las rampas de lanzamiento de cohetes en el Sinaí y en la frontera del Negev. 

También obtuvo una lista de los científicos nazis que vivían en El Cairo y trabajaban en los programas egipcios de armamento. Fueron sistemáticamente eliminados por agentes del Mossad. 

Finalmente, dos años después, arrestaron y condenaron a Lotz. Los egipcios, conscientes de que era demasiado valioso para matarlo, lo mantuvieron vivo a la espera de canjearlo por soldados egipcios en una futura guerra con Israel. De nuevo Meir Amit se sintió profundamente apenado por la captura de su agente. 

Escribió al entonces presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, solicitándole canjear a Lotz y su esposa por prisioneros de guerra egipcios que Israel tenía en su poder. Nasser se negó. Amit ejerció presión psicológica. 

«Permitimos que los prisioneros egipcios supieran que Nasser rehusaba entregar dos israelíes a cambio de su liberación. Los dejamos escribir a sus casas. Las cartas expresaban claramente sus sentimientos al respecto.» 

Meir Amit escribió a Nasser otra vez, alegando que Israel le reconocería públicamente el mérito de haber conseguido la liberación de los prisioneros, sin mencionar el intercambio por Lotz y su esposa. Nasser se negó nuevamente. Entonces Amit llevó la causa ante el comisionado de las Naciones Unidas encargado de mantener la paz en el Sinaí. El funcionario voló a El Cairo y obtuvo la seguridad de que Lotz y su esposa serían liberados «en una fecha próxima». 

Meir Amit entendió el mensaje velado. Un mes más tarde Lotz y su esposa salían en secreto de El Cairo hacia Ginebra. Pocas horas después estaban de regreso en su oficina. 

Meir Amit se dio cuenta de que sus katsas necesitaban apoyo sobre el terreno. Creó los sayanim, ayudantes voluntarios judíos. Cada sayan era un ejemplo de la cohesión de todas las comunidades judías en el mundo. Aunque leal a su país de origen, en última instancia el sayan admitiría una fidelidad superior: la fidelidad mística hacia Israel y a la necesidad de protegerlo contra sus enemigos. 

Aquellos hombres cumplían muchas funciones. Uno que se dedicara al alquiler de coches podía proporcionar a un agente un vehículo sin el habitual papeleo. El que tenía una inmobiliaria podía ofrecer alojamiento. El que trabajaba en un banco podía retirar fondos fuera del horario habitual. Un médico, curar heridas de bala sin informar a las autoridades. Todos ellos percibían dinero únicamente para cubrir gastos. 

Entre todos recopilaban datos técnicos y cualquier clase de información: rumores en una fiesta, un comentario hecho en la radio, un párrafo de los periódicos, una historia inconclusa en una cena. Proporcionaban pistas a los agentes. Sin sus sayanim, el Mossad no podía actuar.  Una vez más, el legado de Amit estaba destinado a permanecer, pero a gran escala. En 1998 había más de cuatro mil colaboradores en Gran Bretaña y casi cuatro veces más en Estados Unidos. Mientras que el Mossad de Meir Amit había trabajado con un presupuesto exiguo, ahora, para mantener sus operaciones mundiales, la agencia gastaba varios cientos de millones de dólares al mes para pagar a los colaboradores, los pisos francos, la logística y los gastos operativos. Amit también había dejado otro recuerdo de su época: un lenguaje propio. Su sistema de escritura de informes se llamaba naka; «luz del día», y significaba alerta máxima; un kidon era un miembro del equipo de asesinos; un neviot, un especialista en vigilancia; yahalomin, la unidad que proporcionaba comunicaciones a los agentes de campo; safanim eran los que tenían como blanco la 


a los agentes de campo; safanim eran los que tenían como blanco la OLP; un balder era un correo; un slick, un sitio seguro para guardar documentos, y las falsificaciones se llamaban teuds. 

Aquella mañana de marzo de 1997, mientras conducía para encontrarse con el pasado, Meir Amit sabía que muchas cosas habían cambiado en el Mossad. Presionado por las exigencias políticas, en especial por el primer ministro Benyamin Netanyahu, el Mossad se había aislado peligrosamente de otros servicios extranjeros a los que Meir Amit había cortejado con paciencia. Una cosa era vivir según el credo «Primero y último, siempre Israel» y otra muy distinta, tal como él decía, «ser pescado con las manos en los bolsillos de los amigos». La palabra clave era «pescado», agregaba con una ligera sonrisa. 

Un ejemplo era la creciente penetración del Mossad en Estados Unidos a través del espionaje económico, científico y tecnológico. Una unidad especial, cuyo nombre en clave era Al, en hebreo «arriba», merodeaba por Silicon Valley y la ruta 128 a Boston en busca de secretos de alta tecnología. En un informe al Comité de Inteligencia del Senado, la CÍA había identificado a Israel como uno de los seis países «cuyo esfuerzo por apropiarse de secretos económicos norteamericanos está dirigido y orquestado desde el Gobierno». 

El presidente de la inteligencia interna de Alemania había advertido a los jefes de departamento que el Mossad constituía la primera amenaza en lo referente a apoderarse de los últimos secretos cibernéticos de la república. La Dirección General de Seguridad francesa tomó también sus precauciones cuando un agente del Mossad fue detectado cerca del centro de interpretación de imágenes por satélite, en Creil. Israel había tratado durante mucho tiempo de incrementar su ca¬pacidad espacial para igualarla a su potencial nuclear terrestre. El servicio de contraespionaje británico, el MI5, incluía en su informe al primer ministro Tony Blair detalles de los esfuerzos del Mossad por conseguir importantes datos científicos y defensivos en el Reino Unido. 

No es que Meir Amit se opusiera a tales acciones en sí mismas, pero consideraba que a menudo parecían tomarse sin un plan previo y sin pensar en las consecuencias a largo plazo. 

Lo mismo se podía decir del modo en que el Departamento de Psicología llevaba a cabo sus campañas. En su época, habían establecido una red global de contactos con los medios de comunicación y la utilizaban con gran maestría. Un incidente terrorista en Europa producía una llamada al contacto en una agencia de noticias que aportaba elementos de suficiente interés para la historia, imprimiéndole el sesgo que le interesaba al Departamento. La unidad incluso creaba notas de prensa para los agregados en las embajadas de Israel que po¬dían ser confiadas a un periodista durante un cóctel o cena, cuando el «secreto», sigilosamente compartido, podía arruinar discretamente una reputación. 

Aunque, en esencia, esa mala publicidad persistía, había una diferencia crucial: la elección de los blancos o víctimas. Meir Amit opinaba que la decisión se basaba muy a menudo en necesidades políticas, ya fuese la de distraer la atención de alguna maniobra diplomática provechosa para Israel en Oriente Medio o la de recuperar su popularidad fluctuante, especialmente en Estados Unidos. 

Cuando el vuelo 800 de Trans World cayó al sur de la costa de Long Island, el 17 de julio de 1996, con un saldo de 230 muertos, el Departamento inició una campaña sugiriendo que podía tratarse de un atentado orquestado por Irán o Iraq, las dos bestias negras de Israel. Miles de historias mediáticas divulgaron el rumor. Tras gastar quinientos mil dólares e invertir miles de horas de trabajo, el investigador del FBI James K. Kallstrom descartó un año después que se hubiera tratado de una bomba o que hubiese alguna prueba criminal del origen de la tragedia. En privado dijo a sus colegas: «Si hubiera una manera de acusar a esos mal nacidos de Tel Aviv por la pérdida de tiempo, me gustaría conocerla. Tuvimos que revisar cada palabra que divulgaron en los medios.» 

El Departamento actuó otra vez después de la bomba de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Se hizo correr la voz de que el artefacto tenía todo el aspecto de haber sido fabricado por alguien que había aprendido el oficio en el valle del Beká, en el Líbano. 

La historia tomó fuerza inmediatamente y el fantasma del terrorismo se cernió sobre el público norteamericano, ya comprensiblemente atemorizado. El único sospechoso fue un infortunado guardia de seguridad de los juegos sin ninguna vinculación con el terrorismo internacional; de ese modo, los rumores se desvane¬cieron. 

Meir Amit comprendía la necesidad de recordarle al mundo la presencia del terrorismo, «pero la advertencia debía ser fundada, algo en lo que siempre insistí». Tras la crítica se encogió de hombros, como si algo en su interior hubiera extinguido esa chispa de irritabilidad. Mucho antes había aprendido a ocultar sus sentimientos y a ser impreciso en los detalles. Durante años su fuerza había residido en el disimulo. 

En su opinión, la espiral descendente del Mossad había empezado cuando el primer ministro Yitzhak Rabin fue asesinado en Tel Aviv en noviembre de 1995. Un poco antes de que Rabin fuera acribillado por un extremista judío —un signo del profundo malestar que Amit veía en la sociedad israelí— el entonces director general del Mossad, Shabtai Shavit, había advertido a su personal de vigilancia que podría cometerse un atentado contra el primer ministro; Y de acuerdo con uno de sus allegados, la posibilidad se ignoró por demasiado vaga «para constituir una verdadera amenaza». 

Durante el período de Meir Amit, el Mossad no tenía poder para actuar dentro de Israel, del mismo modo que la CÍA no lo tiene para hacerlo dentro de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de sus críticas, a Meir Amit le agradaba decir que el Mossad había compartido el destino de Israel. Durante su jefatura, el impacto de sus logros había repercutido en todo el mundo. Atribuía muchos de esos logros a la lealtad, una cualidad que ahora parecía pasada de moda. Los agentes todavía hacían su trabajo, tan peligroso y sucio como siempre, pero estaban pendientes de ser tenidos en cuenta no sólo por sus superiores sino también por alguna figura política de peso. Esa interferencia era la culpable de la frecuente paranoia de poner en duda la entidad de Israel como una verdadera democracia. 

Junto a la autopista, entre la localidad de Herzliya y Tel Aviv, hay un recinto erizado de antenas. Es la escuela de entrenamiento del Mossad. La ubicación de este edificio es una de las primeras cosas que aprende cualquier espía de las embajadas extranjeras en Tel Aviv. Sin embargo, para la prensa israelí, revelar su existencia significa un proceso judicial seguro. En 1996 hubo un intenso debate en la comunidad de inteligencia sobre qué actitud adoptar cuando un diario de Tel Aviv publicó el nombre del último director general del Mossad, el austero Danny Yatom. Se habló de arrestar al periodista osado y a su editor. Al final, cuando se dieron cuenta de que el nombre ya había sido publicado en todo el mundo no sucedió nada.  Meir Amit se oponía firmemente a tal publicidad: «Nombrar a un jefe en activo es grave. El espionaje es un asunto secreto y poco agradable. No importa lo que alguien haya hecho, se lo debe proteger de los extraños. Se lo puede tratar tan duramente como sea necesario dentro de la organización. Pero para el mundo exterior, debe permanecer intocable y, lo que es mejor, limpio y en el anonimato». 

En su gestión como director general, su alias había sido Ram. La palabra tenía un eco agradable a Viejo Testamento para un chico criado en el indomable espíritu de los pioneros, cuando toda la Palestina árabe se había alzado contra los británicos y los judíos. Desde la infancia se había entrenado para la dureza. Físicamente enjuto, Meir Amit se volvió fuerte y apto, sostenido por la creencia de que aquélla era su tierra: Eretz Israel, la tierra de Israel. No importaba que el resto del mundo la siguiera llamando Palestina hasta 1947, cuando las Naciones Unidas propusieron su división. 

El nacimiento de la nación de Israel estuvo al borde de su inmediata aniquilación cuando las tropas árabes trataron de recuperar el territorio. Seiscientos judíos murieron. Nadie sabe cuántos árabes cayeron. La visión de tantos cadáveres hizo madurar a Meir Amit, proceso que se completó con la llegada de los supervivientes de los campos de concentración nazis, cada uno de ellos con un odioso tatuaje en la piel. 

«Esa marca era un recordatorio de la innata perversidad humana.» Dichas por otro estas palabras parecerían banales, pero Meir Amit les daba dignidad. 

Su carrera militar era la biografía de un soldado destinado a llegar a la cima: comandante de compañía en la guerra por la independencia de 1948; dos años después, comandante de brigada bajo las órdenes de Moshe Dayan y, al cabo de cinco, jefe de operaciones del Ejército, el segundo cargo en importancia de las Fuerzas de Defensa israelíes. Un accidente, el fallo de un paracaídas al abrirse, puso fin a su carrera militar. El Gobierno israelí lo envió a la Universidad de Columbia a estudiar administración de empresas. Volvió a Israel sin ninguna ocupación. 

Moshe Dayan propuso que Amit fuera jefe de inteligencia militar. A pesar de una oposición inicial por su falta de experiencia en la materia fue nombrado: «La única ventaja que yo tenía era que había sido comandante militar y conocía la importancia de un buen servicio de inteligencia para ayudar a los soldados en combate». El 25 de marzo de 1963 se hizo cargo del Mossad, de manos de Isser Harel. Sus logros fueron tantos que para exponerlos haría falta un libro aparte. Fue el hombre que introdujo en el Mossad la política de asesinar a sus enemigos, que estableció una relación de trabajo secreta con el KGB mientras millones de judíos eran perseguidos, que refino el papel de las mujeres y la seducción sexual en el trabajo de inteligencia, que aprobó la penetración en el palacio del rey Hussein de Jordania antes de que el monarca hashemita se convirtiera en espía de la CÍA en el mundo árabe. 

Las técnicas que creó para lograr esas cosas siguen vigentes. Pero ningún extraño sabrá jamás cómo fueron puestas en funcionamiento. Con las mandíbulas apretadas, todo lo que diría es: «Existen secretos y existen mis secretos». 

Cuando llegó el momento de dejar una nueva mano al timón del Mossad partió sin alboroto, tras reunir a sus hombres para recordarles que, si alguna vez el ser judíos y trabajar para el Mossad significaba un conflicto entre su ética personal y las exigencias del Estado, debían renunciar inmediatamente. Luego, después de estrecharles la mano, se fue para siempre. 

Pero ningún jefe nuevo del Mossad dejaba de ir a visitarlo para tomar un café con él en su oficina de la calle Jabotinsky, en el suburbio de Ramat Gan. En tales ocasiones, la puerta de Meir Amit permanecía cerrada y el teléfono desconectado. 

«Mi madre siempre decía que una confianza defraudada es un amigo perdido», explicaba en inglés con la sonrisa de un viejo astuto. 

Fuera de su familia cercana —una pequeña tribu de hijos, nietos, primos y varias generaciones de parientes— pocos conocen realmente a Meir Amit. No hubiera permitido que fuera de otro modo. 

Aquella mañana de marzo de 1997, al volante, Meir Amit tenía un aspecto sorprendentemente joven, más cercano a los sesenta que a los setenta y cinco años cumplidos. El físico que en otro tiempo le había permitido pasar un test completo de estrés a un ritmo insuperable se había suavizado; una leve barriga se insinuaba debajo de la chaqueta bien cortada. Sin embargo, seguía teniendo unos ojos temiblemente penetrantes y una mirada inescrutable mientras conducía por la avenida de eucaliptos. 

Ni él mismo podía contar las veces que había recorrido aquel trayecto, pero cada visita le recordaba una vieja verdad: «que sobrevivir siendo judío es defenderse hasta la muerte».  La misma convicción se pintaba en los rostros de los soldados que esperaban transporte bajo los árboles, fuera del campo de entrenamiento de Glilot, al norte de Tel Aviv. 

Se contoneaban con cierta insolencia: estaban haciendo el servicio militar obligatorio en las Fuerzas Armadas israelíes, imbuidos de la creencia de que servían en el mejor Ejército del mundo. 

Pocos miraron dos veces a Meir Amit. Para ellos era otro anciano que venía a rememorar viejos tiempos en un monumento de guerra próximo al lugar. Israel es una tierra de monumentos levantados en honor de los paracaidistas, los pilotos, los artilleros y la infantería. Los memoriales honran a los muertos en cinco guerras oficiales y casi cincuenta años de refriegas fronterizas e incursiones contra los guerrilleros. Sin embargo, en una nación que venera a sus soldados caídos de una manera nunca vista desde que los romanos ocuparon su tierra, no hay otro monumento en Israel, ni en el mundo, como el que Meir Amit contribuyó a crear. 

Se levanta dentro del perímetro del campo de entrenamiento y consiste en varios edificios de cemento y una masa de muros de arenisca con la forma de un cerebro humano. Meir Amit eligió esa forma porque «la inteligencia es cosa mental, no una figura de bronce en pose heroica». 

El monumento rinde tributo a 557 hombres y mujeres de la comunidad de inteligencia, de los cuales 71 servían en el Mossad. 

Murieron en todos los rincones del mundo: en los desiertos de Irak, en las montañas de Irán, en las selvas de Sudamérica, la jungla de África, las calles de Europa. Cada uno a su modo trató de vivir según el lema del Mossad: «Harás la guerra con las armas del engaño». 

Meir Amit conocía a muchos de ellos personalmente; a algunos los había enviado a la muerte en misiones que iban «más allá del peligro, pero eso es lamentablemente inevitable en este trabajo. La muerte de una persona debe ser valorada en función de la seguridad nacional. Siempre ha sido así». 

En las suaves paredes de arenisca están grabados los nombres y las fechas de defunción. No hay otros indicios acerca de las circunstancias en que murieron: la horca en los países árabes, destino de los espías judíos; el cuchillo asesino en un callejón sin nombre; la piadosa liberación después de meses de tortura en prisión. Nadie lo sabrá nunca. Incluso Meir Amit a veces sólo tenía sospechas y se guardaba para sí esos pensamientos oscuros. 

El monumento en forma de cerebro es sólo parte del complejo. Dentro de los edificios de cemento se encuentra el archivo que guarda las biografías de los agentes muertos. La vida anterior y el servicio militar de cada persona están debidamente documentados, pero no su misión final. El aniversario de cada agente tiene su día conmemorativo en una pequeña sinagoga. 

Detrás de la sinagoga hay un anfiteatro donde las familias de los muertos se reúnen en el día del servicio de inteligencia. Algunas veces, les habla Meir Amit. 

Después visitan el museo, lleno de aparatos: un transmisor en la base de una plancha, un micrófono en una cafetera, tinta invisible en frascos de perfume y la auténtica grabadora que captó la conversación entre Hussein de Jordania y el presidente Nasser de Egipto previa a la guerra de los Seis Días. 

Meir Amit había coloreado las historias de los hombres que usaron el equipo con el brillo del mito heroico. Señalaba el disfraz que usó Ya'a Boqa'i para entrar y salir de Jordania hasta que fue capturado y ejecutado en Ammán, en 1949. Y la radio de cristal que Max Binnet y Moshe Marzuk usaron para dirigir la más fructífera red de espionaje en Egipto antes de morir penosamente en prisión. 

Para Meir Amit, todos eran sus «gedeones». Gedeón fue el juez del Antiguo Testamento que salvó a Israel de una gran fuerza enemiga gracias a su inteligencia superior. 

Finalmente llegaba el momento de ir hacia el laberinto acompañado por el cuidador del museo. Paraban delante de cada nombre grabado e inclinaban imperceptiblemente la cabeza; después seguían caminando. De repente, llegó a su fin. No más muertos a los que saludar con reverencia: sólo un amplio espacio para más nombres en la lápida color arena. 

Por un momento, Meir Amit se perdió en el ensueño. En hebreo le susurró al guarda: «Pase lo que pase, debemos asegurarnos de que este lugar no desaparezca nunca». 

Como quien no quiere la cosa, Meir Amit agregó que en la oficina del presidente sirio Hafiz al Assad hay solamente un cuadro: una fotografía del lugar de la victoria de Saladino sobre los Cruzados en 1187, que había conducido a los árabes a la reconquista de Jerusalén. 

Para Amit, el apego de Assad a esa fotografía tiene un profundo significado para Israel. «Nos ve del mismo modo que Saladino vio a los cristianos, como alguien a quien vencer. Hay muchos que comparten esa aspiración. Algunos incluso pretenden ser nuestros amigos. Debemos mantenernos especialmente vigilantes con ellos...» 

Se detuvo, dijo adiós al guarda y caminó de vuelta a su coche como si ya hubiera hablado demasiado; como si lo que había dicho pudiera añadir energía a los rumores que comenzaban a circular en el servicio de inteligencia israelí. Otra crisis en la actual alianza entre el Mossad y la inteligencia norteamericana estaba a punto de desatarse con resultados devastadores para Israel. 

Ya atrapado en el hervidero del escándalo, se encontraba uno de los agentes más pintorescos y despiadados que había servido bajo la dirección de Meir Amit; un hombre que se había asegurado un lugar en la historia como raptor de Adolf Eichmann y que, sin embargo, aún seguía jugando con fuego. 

 

4 --El espía de la máscara de hierro 

Los ricos residentes del suburbio de Afeka, al norte de Tel Aviv, solían ver a Rafael Rafi Eitan, un hombre de edad, regordete y miope, totalmente sordo del oído derecho desde la guerra de la independencia, volviendo a casa con trozos de cañería, cadenas de bicicleta y todo tipo de chatarra. Vestido con unos pantalones y una camisa ordinarios, la cara cubierta con una máscara de soldador, moldeaba la basura hasta convertirla en esculturas surrealistas.  Algunos vecinos se preguntaban si no sería una forma de evadirse de lo que había hecho en el pasado. Sabían que había matado por su país, no en el campo de batalla sino en encuentros secretos que formaban parte de la guerra subterránea que Israel libraba contra los enemigos del Estado. Ningún vecino sabía a ciencia cierta cuántos hombres había matado Rafi con sus propias manos, cortas y poderosas. Todo lo que les había contado era que: «Cada vez que mataba a un hombre, necesitaba ver sus ojos. Entonces me calmaba y concentraba sólo en lo que debía hacer. Luego lo hacía. Eso es todo». 

Y acompañaba sus palabras con la sonrisa que usan los hombres fuertes cuando buscan la aprobación de los débiles. 

Rafi Eitan había sido durante un cuarto de siglo director adjunto de operaciones del Mossad. Pero una vida detrás del escritorio, leyendo informes y enviando a otros a hacer su trabajo, no era para él. En cuanto veía la oportunidad, salía en alguna misión y viajaba por el mundo siempre decidido y motivado por una filosofía que supo reducir a una breve frase: «Si no eres parte de la solución, entonces eres parte del problema». 

No había habido otro como él. Poseía una brutal sangre fría, astucia, habilidad para improvisar a una velocidad tremenda, capacidad innata para desbaratar el mejor plan y perseguir incansablemente a su presa. Todas esas cualidades se habían juntado en la operación que le dio fama: el rapto de Adolf Eichmann, el burócrata nazi que simbolizaba todo el horror de la solución final de Hitler. 

Para sus vecinos de la calle Shay, Rafi Eitan era una figura reverenciada: el hombre que había vengado a sus parientes muertos, el antiguo guerrillero que había tenido la oportunidad de demostrar al mundo que ningún nazi estaba a salvo. Nunca se cansaban de visitarlo y escucharle contar los detalles de una operación que aún no tiene parangón por su osadía. Rodeado de valiosos objetos de arte, Rafi Eitan solía cruzar los brazos musculosos, inclinar la cabeza cuadrada hacia un lado y permanecer un momento en silencio, dejando que sus oyentes se transportaran al tiempo en que, contra todo pronóstico, nació Israel. Luego, con voz poderosa, la voz de un actor capaz de representar cualquier papel, sin olvidar nada, empezaba a contar a sus amigos de confianza cómo había capturado a Adolf Eichmann. Primero describía el escenario para una de las historias de secuestro más dramáticas de todos los tiempos. 

Después de la segunda guerra mundial, la caza de criminales nazis fue llevada a cabo principalmente por supervivientes del holocausto. Se hacían llamar nokmin, «vengadores». No se molestaban en llevar a juicio a los nazis. Simplemente ejecutaban a los que encontraban. Rafi Eitan no tenía noticia de que se hubieran equivocado alguna vez de persona. Oficialmente, en Israel había poco interés en perseguir a criminales de guerra. Era un asunto de prioridades. Como nación, Israel todavía estaba al borde del abismo, rodeada por estados árabes hostiles. Se vivía día a día. El país estaba casi en la bancarrota. No había dinero para enmendar los males del pasado. 

En 1957, el Mossad recibió la impactante noticia de que Eichmann había sido visto en la Argentina. Rafi Eitan, una estrella en ascenso debido a sus exitosas in¬cursiones contra los árabes, fue elegido para capturar a Eichmann y llevarlo a juicio en Israel. 

Se le dijo que el resultado tendría múltiples beneficios. Sería un acto de justicia divina para su pueblo. Recordaría al mundo lo que pasó en los campos de concentración y aseguraría que nunca más volviera a suceder. Colocaría al Mossad al frente de la comunidad de inteligencia internacional. Ningún otro servicio se había atrevido a realizar una operación semejante. Los riesgos eran igualmente grandes. Trabajaría a miles de kilómetros de su país, viajando con documentos falsos, confiado sólo en sus propios recursos y en un entorno hostil. La Argentina era un santuario de nazis. El equipo del Mossad podía terminar en la cárcel o muerto. 

Durante dos largos años Rafi Eitan esperó pacientemente a que se confirmara la primera identificación: el hombre que vivía en un suburbio de clase media de Buenos Aires, bajo el alias de Ricardo Klement, era Adolf Eichmann. 

Cuando se dio la orden de partir, Rafi Eitan se volvió frío como el hielo. Había meditado todo lo que podía salir mal. Las repercusiones políticas, diplomáticas y, para él, profesionales, serían enormes. También se había preguntado qué iba a pasar si después de capturar a Eichmann intervenía la policía argentina. «Decidí que estrangularía a Eichmann con mis propias manos. Si me apresaban, argumentaría ante los tribunales que se trataba del bíblico ojo por ojo.» 

Con fondos del Mossad, El Al, la aerolínea nacional de Israel, había adquirido un avión Britannia para el largo vuelo a Buenos Aires. Rafi Eitan subrayaba: «Mandamos a alguien a

Inglaterra a comprarlo. Entregó el dinero y nosotros nos quedamos con el avión. Oficialmente, el vuelo a la Argentina llevaba a la delegación israelí a los festejos del ciento cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo. Ninguno de los delegados sabía a qué íbamos ni tampoco que habíamos construido una celda especial en el fondo de la aeronave para llevar a Eichmann». 

Rafi Eitan y su equipo llegaron a Buenos Aires el 1 de mayo de 1960. Se mudaron a uno de los siete pisos francos que habían alquilado previamente. Uno de ellos llevaba el nombre hebreo de Maoz, «Fortaleza». El apartamento serviría como base de operaciones. Otra de las viviendas se llamaba Tira, «Palacio», y estaba destinada a albergar a Eichmann después de su captura. Las otras servirían en caso de que Eichmann tuviera que ser trasladado debido a la presión policial. Una docena de coches habían sido alquilados para la operación. 

Con todo listo, Rafi Eitan se sentía confiado y seguro. Las dudas sobre el fracaso habían desaparecido: la expectativa de la acción se había impuesto a la tensión de la espera. Durante tres días, él y sus hombres mantuvieron una discreta vigilancia sobre Eichmann, que en otro tiempo había viajado en un Mercedes con chofer y ahora tomaba un ómnibus y bajaba en la calle Garibaldi, en las afueras de la ciudad, tan puntualmente como alguna vez había firmado las órdenes para enviar gente a los campos de exterminio. 

La noche del 10 de mayo de 1960 eligió para el golpe a un chofer y dos hombres que deberían reducir a Eichmann una vez que estuviera en el coche. Uno de los hombres había sido entrenado para dominar a un individuo en plena calle. Rafi Eitan se sentaría junto al chofer, «listo para ayudar de cualquier manera». 

La operación fue planeada para la noche siguiente. A las ocho de la tarde del día 11 de mayo, el equipo del coche entró en la calle Garibaldi. 

No había tensión. Todos estaban más allá del bien y del mal. Nada que decir. Rafi Eitan consultó el reloj: eran las ocho y tres minutos. A las ocho y cinco llegó un ómnibus. Vieron apearse a Eichmann. A Rafi Eitan le pareció que «tenía aspecto de cansado, quizá como después de un día de mandar a mi gente a los campos de exterminio». 

La calle estaba vacía. Detrás de mí, oí a nuestro especialista en secuestros abrir la puerta del coche. Marchábamos justo detrás de Eichmann. Iba cami¬nando rápido, como si quisiera llegar pronto a casa para cenar. Podía escuchar la respiración profunda del especialista, tal como se le había enseñado en el entrenamiento. Había logrado bajar el tiempo del rapto a doce segundos. Salir, tomar al objetivo por el cuello y arrastrarlo al interior del coche. Salir, tirón, adentro. El coche se acercó a Eichmann. Apenas tuvo tiempo de darse vuelta y mirar con asombro al especialista que salía del vehículo. El hombre tropezó con el cordón de uno de sus zapatos y estuvo a punto de caer. Por un momento Rafi Eitan quedó anonadado. Había recorrido medio mundo para atrapar al hombre responsable de mandar a seis millones de judíos a la muerte y podían perderlo sólo por un cordón mal atado. Eichmann apretó el paso. Rafi Eitan saltó del coche. 

Lo agarré por el cuello con tanta fuerza que vi cómo se le desorbitaban los ojos. Un poco más y lo hubiera estrangulado. El especialista ya estaba de pie, con la puerta del coche abierta. Arrojé a Eichmann al asiento trasero. El especialista entró rápidamente sentándose casi encima de Eichmann. El asunto no duró más de cinco segundos. 

Desde el asiento delantero, Eitan percibía la respiración pesada de Eichmann que trataba de recobrar el aliento. El especialista trató de relajarle la mandíbula y Eichmann se calmó. Incluso preguntó qué significaba aquel ultraje. 

Nadie le habló. En silencio llegaron a su refugio, a cinco kilómetros de distancia. Rafi Eitan obligó a Eichmann a quitarse la ropa. Luego cotejó sus medidas con las de un archivo de la SS que había conseguido. No se sorprendió al ver que Eichmann había logrado borrarse el tatuaje de la SS. Pero sus medidas concordaban con las del archivo: el tamaño de la cabeza, la distancia del codo a la muñeca y de la rodilla al tobillo. Tenía a Eichmann encadenado a una cama. Durante diez horas fue dejado en completo silencio. Rafi Eitan «quería aumentar su sensación de desamparo. Justo antes del amanecer, Eichmann cayó en un pozo depresivo. Le pregunté su nombre. Dio su nombre español. Yo dije "no, no, su nombre alemán". Respondió con su alias, el que había usado para escapar de Alemania. Dije otra vez "no, no, no. Su nombre verdadero, su nombre de la SS". Se estiró en la cama como si quisiera ponerse en posición de firme y contestó alto y claro: "Adolf Eichmann". No le pregunté nada más. Ya no era necesario». 

Durante los siete días siguientes Eichmann y sus captores permanecieron encerrados en la casa. Sin embargo, nadie hablaba con él. Comía, se bañaba e iba al baño en completo silencio.  Para Rafi Eitan «guardar silencio era más que una necesidad operativa. No queríamos demostrarle a Eichmann que estábamos nerviosos. Eso le habría dado esperanzas. Y la esperanza vuelve peligroso a un hombre acorralado. Necesitaba que se sintiera tan desprotegido como mi gente cuando él la enviaba en tren a los campos». 

La decisión de cómo transportarlo al avión de El Al que esperaba para regresar con la delegación estuvo teñida de humor negro. Primero lo vistieron con el uniforme de vuelo sobrante que habían traído de Israel. Luego lo obligaron a beberse una botella de whisky que lo dejó sumido en un estado de profundo sopor. 

Rafi Eitan y su equipo se pusieron los uniformes, que rociaron deliberadamente con whisky.  Le colocaron una gorra en la cabeza a Eichmann y lo arrastraron hasta el asiento trasero del coche. Partieron hacia la base militar donde esperaba el Britannia, listo para salir, con los motores encendidos. 

A la entrada de la base, los soldados argentinos dieron el alto al vehículo. En el asiento de atrás, Eichmann roncaba. Rafi Eitan rememoró: «El auto olía como una destilería. ¡Ése fue el momento en que ganamos el Oscear del Mossad! Hicimos de judíos borrachos que no podían aguantar el licor argentino. Los guardias parecían divertidos y ni siquiera miraron a Eichmann». 

Cinco minutos después de la medianoche del 21 de mayo de 1960, el Britannia despegó con Adolf Eichmann todavía roncando en una celda en la parte de atrás del avión. 

Después de un largo juicio, Eichmann fue hallado culpable de crímenes contra la humanidad. El día de su ejecución, el 31 de mayo de 1962, Rafi Eitan se encontraba en el recinto de la prisión de Ramla: «Eichmann me miró y dijo: "Llegará la hora de que me sigas, judío". Yo le contesté: "Pero no es hoy, Adolf, no es hoy". Inmediatamente la trampa se abrió. Eichmann emitió un leve sonido de ahogo. Se percibió el olor de la defecación, luego sólo el sonido de la cuerda al estirarse. Un sonido muy satisfactorio». 

Se había construido un horno especial para quemar el cadáver. Al cabo de pocas horas las cenizas habían sido esparcidas en el mar sobre un área extensa. Ben Gurión había ordenado que no quedaran rastros que pudieran alentar a los simpatizantes de Eichmann a convertirlo en un nazi de culto. Israel lo quería borrado de la faz de la tierra. Después, el horno fue desmantelado y nunca más se usó. Esa noche Rafi Eitan se paró frente al mar, sintiéndose finalmente en paz, «sabiendo que había cumplido mi misión. Ésa es siempre una sensación placentera». 

Como jefe adjunto de operaciones del Mossad, el ajetreo de Rafi Eitan lo llevó por toda Europa para encontrar y ejecutar a terroristas árabes. Para esto usaba bombas activadas por control remoto, la Beretta del Mossad y, cuando se requería estricto silencio, sus propias manos para estrangular a su víctima con un alambre de acero o con un golpe letal. Siempre mataba sin remordimientos. 

Cuando volvía a casa, pasaba horas en su horno al aire libre, cubierto de chispas, totalmente concentrado en doblegar el metal a su voluntad. Luego se iba otra vez, en viajes que muchas veces requerían varios transbordos antes de llegar al destino final. Para cada viaje elegía una identidad y una nacionalidad diferentes, a las que daba cuerpo con diversos pasaportes robados o falsificados por el Mossad. 

Entre matanza y matanza, su otra ocupación era reclutar sayanim. Utilizaba un discurso que despertaba el patriotismo de los judíos. 

Les decía: «Durante dos mil años nuestro pueblo soñó. Durante dos mil años los judíos hemos rezado por nuestra liberación. En canciones, en prosa, en nuestro corazón hemos mantenido vivo el sueño y el sueño nos había mantenido con vida. Ahora se ha realizado». Luego agregaba: «Para asegurarnos de que continúe, necesitamos a gente como usted». 

En los cafés de París, en restaurantes a orillas del Rin, en Madrid, en Bruselas, en Londres, repetía sus dramáticas palabras. La mayoría de las veces, con su visión de lo que significaba ser judío ahora atraía a nuevos colaboradores. Ante quienes dudaban, mezclaba diestramente lo personal y lo político, combinando cuentos de su época en la Haganah con anécdotas cariñosas sobre Ben Gurión y otros líderes. La resistencia que quedaba se derrumbaba. 

Pronto tuvo más de cien hombres y mujeres en toda Europa para cumplir sus requerimientos: abogados, maestras, dentistas, médicos, sastres, empleados, amas de casa, secretarias. Tenía un grupo particularmente preferido: los judíos alemanes que habían regresado a su tierra después del holocausto. Rafi Eitan los llamaba sus «espías supervivientes». 

Trabajando duro en la caldera del Mossad, Rafi Eitan tuvo el cuidado de distanciarse del politiqueo que continuaba acosando a la comunidad de inteligencia. Por supuesto, sabía lo que pasaba: estaba al tanto de las maniobras del Aman, la inteligencia militar, y el Shin Bet por reducir en parte la suprema autoridad del Mossad. Había oído hablar acerca de las camarillas que se formaban y se volvían a formar y de los informes secretos que hacían llegar al escritorio del primer ministro. Pero bajo Meir Amit, el Mossad había permanecido firme como una roca y acabado con todos los intentos de mirar su posición privilegiada. 

Luego, un día, Meir Amit dejó de estar al frente; sus vigorosas zancadas por los corredores se apagaron junto con su mirada penetrante y aquella sonrisa que jamás parecía llegar a sus labios. Después de su partida, los colegas habían pedido a Rafi Eitan que les permitiera hacer piña a su favor como sustituto de Amit; según ellos tenía las cualidades necesarias, era popular y contaba con la lealtad del servicio. Pero antes de que Rafi Eitan pudiera decidir, el puesto fue para un candidato del Partido Laborista, el insulso y pedante Zvi Zamir. Rafi Eitan dimitió. No tenía problemas con el nuevo jefe: simplemente le pareció que el Mossad ya no sería un sitio cómodo para él. Bajo las órdenes de Meir Amit, se había despachado a sus anchas; pensó que Zamir haría «las cosas sólo según el reglamento. Eso no era para mí». 

Rafi Eitan se estableció como asesor privado. Ofreció su experiencia a compañías que tenían que reforzar la seguridad o a individuos ricos que necesitaban personal entrenado que los defendiera de actos terroristas. 

Pero el trabajo escaseó pronto. Rafi Eitan hizo saber que estaba listo para reincorporarse al camino vertiginoso del servicio de inteligencia. 

Cuando Yitzhak Rabin llegó a primer ministro en 1974, nombró jefe del Mossad a Yitzhak Hofi, un hombre agresivo y comprometido que debía responder ante el halcón Ariel Sharon, consejero de Rabin en materia de defensa. Sharon no tardó en hacer de Eitan su asistente personal. Hofi se encontró trabajando con un hombre que compartía con él una actitud despiadada en las operaciones de inteligencia. 

Tres años más tarde, en otro recambio de Gobierno, un nuevo primer ministro, Menahem Begin, nombró a Rafi Eitan consejero personal sobre cuestiones de terrorismo. La primera acción de Eitan fue matar a los palestinos que habían organizado la masacre de once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich. Los asesinos materiales ya habían sido ejecutados por el Mossad. 

El primero en morir estaba en el vestíbulo del edificio de apartamentos donde residía; en Roma, y fue acribillado a quemarropa; recibió once balazos, uno por cada atleta asesinado. Cuando el siguiente terrorista levantó el auricular del teléfono de su piso de París, una bomba colocada en el receptor y activada por control remoto le voló la cabeza. Otro terrorista dormía en un cuarto de hotel en Nicosia cuando fue desintegrado por una bomba similar. Para crear pánico entre los miembros de Septiembre Negro, la organización que había asesinado a los atletas, los sayanim árabes del Mossad publicaron sus esquelas en los periódicos y sus familias recibieron flores y tarjetas de pésame poco antes de que cada uno de ellos fuera ejecutado. 

Rafí Eitan se dispuso a encontrar y eliminar a su jefe, Ali Hassan Salameh, conocido en todo el mundo árabe como el Príncipe Rojo. Desde Munich se había desplazado de una capital árabe a otra para enseñar estrategia a grupos terroristas. Una y otra vez, cuando Rafi Eitan estaba listo para dar el golpe, el Príncipe Rojo se escabullía. Pero finalmente se estableció entre los fabricantes de bombas de Beirut. Rafi Eitan conocía bien la ciudad. No obstante, decidió refrescar su memoria. Actuando como un comerciante griego, viajó al Líbano. A los pocos días conocía el paradero y los movimientos de Salameh. 

Eitan regresó a Tel Aviv e hizo sus planes. Tres agentes del Mossad que podían pasar por árabes cruzaron al Líbano y entraron en la ciudad. Uno de ellos alquiló un coche. El segundo sujetó una serie de bombas al chasis, el techo y los paneles de las puertas. El tercer agente estacionó el vehículo en la ruta que el Príncipe Rojo tomaba para ir a su oficina todos los días. Con los relojes de precisión que Rafi Eitan les había proporcionado, el auto quedó preparado para explotar justo en el momento en que pasara Salameh. Y así fue: el hombre voló en pedazos. 

Rafi Eitan había demostrado que jugaba nuevamente en el terreno de la inteligencia israelí. Pero el primer ministro Begin decidió que era demasiado valioso para arriesgarlo en parecidas aventuras. Le ordenó que se limitara a ser su asesor. 

Pero él deseaba estar en medio de la acción, no varado detrás de un escritorio  o asistiendo a una interminable sucesión de reuniones estratégicas. Empezó a importunar a Begin para que le diera algo que hacer. Después de algunas dudas, ya que Eitan era un excelente consejero en cuestiones de antiterrorismo, Begin lo nombró para uno de los cargos más delicados de la comunidad de inteligencia; un cargo que lo satisfaría intelectualmente y le permitiría poner manos a la obra. Fue nombrado director de la Oficina de Enlace Científico, conocida por su sigla hebrea como LAKAM. 

Creada en 1960, había funcionado como unidad de espionaje del Ministerio de Defensa para obtener datos científicos «por todos los medios disponibles». En un principio eso había significado robar o sobornar para conseguir información. Desde el principio, el trabajo de LAKAM había sido entorpecido por la hostilidad del Mossad, que consideraba esa unidad el «chico nuevo del barrio». Isser Harel y Meir Amit habían tratado de que LAKAM se cerrara o fuera absorbida por el Mossad. Pero Shimon Peres, ministro de Defensa, había insistido tercamente en que su ministerio necesitaba una agencia de información propia. Lenta y laboriosamente, LAKAM había desarrollado sus actividades y abierto oficinas en Nueva York, Boston y Los Angeles, centros punteros de la ciencia. Todas las semanas, el personal de LAKAM embarcaba puntualmente cajas y publicaciones técnicas hacia Israel, sabiendo que el FBI mantenía sus actividades bajo vigilancia. 

Esta vigilancia se acrecentó a partir de 1968, cuando uno de los ingenieros que construía el caza Mirage IIIC francés fue descubierto después de haber robado más de doscientos mil planos. Se lo condenó a cuatro años y medio de prisión por haber proporcionado a LAKAM los datos para construir su propia réplica del Mirage. Desde entonces LAKAM no había tenido otros grandes éxitos. 

Para Rafi Eitan el recuerdo del golpe del Mirage fue un factor decisivo. Lo que se había logrado antes podía volver a lograrse. Se haría cargo de un LAKAM moribundo y lo transformaría en una fuerza para ser tenida en cuenta. 

Trabajando en modestas oficinas, en un lugar apartado de Tel Aviv, hizo saber a su gente, impresionada por estar al mando de una figura legendaria, que sus conocimientos científicos eran en el mejor de los casos pobres. Pero añadió que aprendía rápido. 

Se sumergió en el mundo de la ciencia, buscando blancos potenciales. Dejaba su casa al amanecer y a menudo regresaba después de medianoche con paquetes de informes técnicos que leía durante horas. Le quedaba poco tiempo libre para dedicarse a la escultura de chatarra. En los escasos momentos que le dejaba la gran cantidad de datos que debía asimilar, restableció contacto con su antiguo servicio, el Mossad, cuyo nuevo director, Nahum Admoni, como Eitan, albergaba profundas sospechas acerca de las intenciones de Estados Unidos en Oriente Medio. De cara a la galería, Washington continuaba manifestando su abierto compromiso con Israel y la CÍA mantenía abierto el canal de comunicación que Isser Harel y Dulles habían establecido. Pero Admoni se quejaba de que la información proveniente de esa fuente tenía escasa importancia. 

También estaba preocupado por los informes de sus agentes y colaboradores residentes en Washington. Habían descubierto discretas reuniones entre funcionarios de alto rango del Departamento de Estado y algunos líderes árabes cercanos a Yasser Arafat en las que se discutía la manera de presionar a Israel para que flexibilizara su posición frente a las exigencias palestinas. Admoni le dijo a Eitan que ya no podía considerar a Estados Unidos «un amigo en las buenas y en las malas». 

Esta actitud se vio reforzada por un incidente que golpearía el sentimiento de invulnerabilidad norteamericano más que ningún otro evento desde la guerra de Vietnam. 

En agosto de 1983, los agentes del Mossad descubrieron que se planeaba un ataque contra las fuerzas norteamericanas en Beirut, enviadas por la ONU para preservar la paz. Los agentes habían identificado un camión Mercedes Benz cargado con media tonelada de explosivos. Según los convenios, el Mossadtendría que haber pasado la información a la CÍA. 

Pero en una reunión celebrada en el cuartel general del Mossad, se comunicó al personal que

«debía asegurarse de que nuestra gente vigile el camión. En cuanto a los yanquis, no estamos aquí para protegerlos. Pueden hacer su propio trabajo. Si empezamos a hacer demasiado por los yanquis estaremos cagando en nuestro propio umbral». 

El 23 de octubre de 1983, mientras era seguido de cerca por los agentes del Mossad, el camión se estrelló a toda velocidad contra el cuartel del Octavo Batallón de Infantería de Marina estacionado en Beirut. Doscientos cuarenta y un soldados norteamericanos murieron. 

La reacción de los altos cargos del Mossad, según el ex oficial Víctor Ostrovsky fue: «Querían meter sus narices en este asunto del Líbano, pues que paguen las consecuencias». 

Esta actitud había animado a Rafi Eitan a pensar seriamente en concentrarse en Estados Unidos. Su comunidad científica era la más avanzada del mundo y su tecnología militar no tenía parangón. Para LAKAM, echar mano a alguno de esos datos habría sido un golpe tremendo. El primer obstáculo que habría que superar sería encontrar un informante lo suficientemente bien situado como para aportar el material. 

Con la colaboración de los sayanim norteamericanos que había ayudado a reclutar estando en el Mossad, corrió la voz de que necesitaba a alguien de Estados Unidos, con conocimientos científicos y proisraelí. Durante meses, nada pasó. 

Luego, en abril de 1984, Aviem Sella, un coronel de las Fuerzas Aéreas israelíes que se encontraba de permiso para estudiar informática en la Universidad de Nueva York, asistió a la fiesta de un rico ginecólogo judío en el East Side de Manhattan. Sella se había convertido en una especie de estrella de la comunidad judía de la ciudad por ser el piloto que tres años antes había dirigido el ataque en el que se destruyó un reactor nuclear en Irak. 

En la fiesta había un joven reservado, de sonrisa tímida, que no se sentía demasiado cómodo entre el grupo de doctores, abogados y banqueros. Le dijo a Sella que se llamaba Jonathan Pollard y que se encontraba allí con la única intención de conocerlo. Avergonzado por la adulación, Sella le dio conversación educadamente. Ya estaba a punto de marcharse cuando Pollard le reveló que no sólo que era un sionista comprometido sJno que trabajaba para ía inteligencia naval estadounidense. Inmediatamente, el astuto Sella averiguó que Pollard estaba destinado en el Centro de Alerta Antiterrorista, uno de los más secretos de la Marina, en Suitland, Maryland. Una de las tareas de Pollard consistía en el seguimiento de todo el material secreto sobre las actividades terroristas a nivel mundial. Tan importante era su trabajo que contaba con el acceso de seguridad más alto de la inteligencia norteamericana.  Seíía no podía creer lo que estaba oyendo, especialmente cuando Pollard empezó a darle detalles concretos sobre incidentes en los que Vos servicios norteamericanos no habían colaborado con los israelíes. Sella empezó a preguntarse si Pollard no sería parte de una operación del FBI para reclutar a un israelí. 

Sin embargo, había algo en el vehemente Pollard que inspiraba confianza. Esa noche, Sella llamó a Tel Aviv y habló con su comandante en el servicio de inteligencia de las Fuerzas Aéreas. El oficial pasó la llamada al jefe del Estado Mayor. Se le ordenó profundizar en su relación con Pollard. 

Empezaron a encontrarse: en la pista de hielo de la plaza Rockefeller, en un café de la calle 48, en Central Park. En cada ocasión, Pollard le entregaba documentos secretos para confirmar la verdad de lo que decía. Sella enviaba el material a Tel Aviv, disfrutando la emoción de formar parte de una importante operación de inteligencia. De modo que quedó bastante sorprendido cuando le comunicaron que el Mossad lo sabía todo sobre Pollard; se había ofrecido para espiar dos años antes y había sido rechazado por «inestable». Un katsa de Nueva York lo había descrito como «un hombre solitario [...] con una visión distorsionada sobre Israel». 

Reacio a abandonar su papel en una operación ciertamente más excitante que estar sentado en una clase frente a un ordenador, Sella buscó la manera de mantener el asunto en marcha. Durante su estancia en Nueva York había conocido al agregado científico en el consulado de Israel. Se llamaba Yosef Yagur y era el hombre de Rafi Eitan para todas las operaciones de LAKAM en Estados Unidos. 

Sella invitó a Yagur a cenar con Pollard. Durante la comida, Pollard repetía que se negaba información a Israel para que se defendiera de los terroristas porque Estados Unidos no deseaba arruinar sus relaciones con los productores de petróleo árabes. 

Esa noche, utilizando un teléfono seguro del consulado, Yagur telefoneó a Eitan. Era muy temprano en Tel Aviv pero Rafi Eitan se encontraba trabajando en su oficina. Casi amanecía cuando colgó el teléfono. Estaba feliz: ya tenía a su informador. 

Durante los tres meses siguientes Yagur y Sella frecuentaron a Pollard y su futura esposa, Anne Henderson. Los llevaron a restaurantes caros, espectáculos de Broadway, estrenos de cine. Pollard seguía entregando información valiosa. Rafi Eitan no podía más que maravillarse de la calidad del material. Decidió que había llegado el momento de conocer a su fuente. 

En noviembre de 1984, Sella y Yagur invitaron a Pollard y Henderson a viajar a París con todos los gastos pagados. Yagur le dijo a Pollard que el viaje era «una pequeña recompensa por todo lo que estaba haciendo por Israel». Volaron juntos en primera clase; los recogió un coche con chófer que los condujo al hotel Bristol. Rafi Eitan estaba esperándolos. 

Al final de la velada Eitan había hecho los arreglos necesarios para que Pollard continuara su tarea de espionaje. Las cosas ya no seguirían siendo improvisadas. Sella, cumplido su papel, desaparecería de la escena. Yagur se convertiría en el contacto oficial de Pollard. Se planeó un sistema adecuado para la entrega de documentos. Pollard los entregaría en el apartamento de Irit Erb, una secretaria de la embajada en Washington. Habían instalado, en la cocina de su casa, una fotocopiadora de alta velocidad para duplicar el material. Las visitas se intercalarían con idas a diferentes túneles de lavado. Mientras lavaban el coche de Pollard, éste entregaría los documentos a Yagur, cuyo coche también estaría siendo lavado. Debajo del tablero habría una copiadora a pilas. El apartamento1 de Erb y los túneles de lavado estaban cerca del aeropuerto internacional de Washington, de modo que Yagur podía volar rápido desde Nueva York, ida y vuelta y, desde el consulado, transmitir el material a Tel Aviv con absoluta seguridad. 

Rafi Eitan regresó a Tel Aviv a esperar los resultados. Excedieron sus más delirantes expectativas: detalles del envío de armas rusas a Siria y otros países árabes, incluida la ubicación precisa de los misiles SS-21 y SA-5; mapas y fotografías de satélite de los arsenales iraquíes, sirios e iraníes, incluida la ubicación de las plantas de fabricación de armas químicas.  Rafi Eitan se hizo una idea inmediata de los métodos de espionaje de Estados Unidos, no sólo en Oriente Medio sino también en Sudáfrica. Pollard había entregado informes de agentes de la CÍA que proporcionaban un plano global de la red de espionaje en todo el país. Uno de los documentos contenía un informe detallado de cómo Sudáfrica había detonado un artefacto nuclear, el 14 de septiembre de 1979, al sur del océano Indico. El Gobierno de Pretoria se había apresurado a negar que la nación se hubiera convertido en una potencia nuclear. Rafi Eitan logró que el Mossad distribuyera copias del material sobre Sudáfrica y destruyó prácticamente la red de la CÍA. Doce agentes se vieron forzados a abandonar precipitadamente el país. 

Durante los once meses siguientes continuó desvalijando a la inteligencia norteamericana. Más de mil documentos secretos fueron pasados a Israel. Allí, Rafi Eitan los devoraba antes de entregarlos al Mossad. Los datos permitieron a Nahum Admoni advertir al Gobierno de coalición de Shimon Peres de qué modo responder a las políticas norteamericanas en Oriente Medio, de una manera antes imposible. Un taquígrafo de las reuniones dominicales del Gabinete aseguró que «oír a Admoni resultaba casi como estar sentado en el despacho oval. No sólo conocíamos los últimos pensamientos de Washington acerca de nuestros asuntos sino que teníamos suficiente tiempo para responder antes de tomar una decisión». 

Pollard se había convertido en un factor crucial en los misterios políticos de Israel y en los vericuetos de la toma de decisiones. Rafi Eitan autorizó la emisión de un pasaporte israelí para Pollard a nombre de Danny Cohén y le asignó una generosa suma mensual. A cambio, le pidió a Pollard información sobre las escuchas secretas de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana en Israel y los métodos de espionaje electrónico en la embajada israelí en Washington y sus otras sedes diplomáticas en todo el país. 

Antes de que Pollard pudiera obtener la información fue arrestado, el 21 de noviembre de 1985, en el exterior de la embajada de Israel en Washington. Horas más tarde, Yagur, Sella y el secretario de la embajada habían tomado un avión de El Al, antes de que el FBI pudiera detenerlos. En Israel desaparecieron entre los brazos protectores de la comunidad de inteligencia. Pollard fue sentenciado á cadena perpetua y su mujer, a cinco años. 

En 1999 Pollard se sintió reconfortado por los esfuerzos incansables de los grupos judíos para liberarlo. La Conferencia de Organizaciones Judías Americanas, un consorcio de más de cincuenta grupos, había mantenido una campaña sostenida para que lo dejaran libre sobre la base de que no había cometido alta traición contra Estados Unidos «porque Israel era y sigue siendo un aliado». Grupos religiosos, igualmente influyentes, tales como la Unión de Congregaciones Hebreas y la Unión Ortodoxa, prestaron su apoyo. El profesor de derecho en Harvard, Alan M. Dershowitz, que había sido abogado de Pollard, dijo que nada demostraba que Pollard hubiera puesto en peligro «la capacidad de inteligencia de la nación ni traicionado datos de inteligencia internacionales». 

Alarmada por lo que consideraba una hábil campaña de relaciones públicas orquestada desde Israel, la comunidad de inteligencia norteamericana dio un paso inusual. Salió al paso de la opinión pública y expuso los hechos sobre la traición de Pollard. Fue una decisión audaz y peligrosa. No sólo echaría luz sobre materiales delicados sino que movilizaría al cada vez más poderoso lobby judío contra ellos. Se había visto lo ocurrido con otros en la frenética atmósfera de Washington. Cualquier reputación podía ser discretamente empañada durante un cóctel diplomático o en una tranquila cena en Georgetown. 

Los servicios secretos temían que Clinton «en uno de sus arranques quijotescos», según me relató un oficial de la CÍA, pusiera en libertad a Pollard antes de que terminara su mandato, si con eso se aseguraba de que Israel participara en un acuerdo de paz que le supusiera un último éxito en política exterior. El director de la CÍA en el momento de escribir este libro, George Tenet, le advirtió que «la liberación de Pollard va a desmoralizar a la comunidad de inteligencia». Clinton se limitó a responder: «Ya veremos, ya veremos». 

En Tel Aviv, Rafi Eitan ha seguido de cerca cada movimiento y dicho a sus amigos «que cuando llegue el día en que Pollard salga hacia Israel, me encantaría tomar una taza de café con él». 

Entretanto, Eitan siguió regocijándose por el éxito de otra operación montada contra Estados Unidos que llevó a Israel a convertirse en la primera potencia nuclear de Oriente Medio. 

 

5 --La espada nuclear de Gedeón 

En 1945, en la oscuridad de un cine de Tel Aviv, Rafi Eitan había visto nacer la era nuclear sobre Hiroshima. Mientras los soldados que lo rodeaban silbaban y festejaban frente a las imágenes del noticiero que mostraban la devastación de la ciudad japonesa, tuvo sólo dos pensamientos: ¿Podría Israel poseer alguna vez un arma tan poderosa? ¿Y si sus vecinos árabes la conseguían primero? 

De vez en cuando, a lo largo de los años, había vuelto a plantearse esas preguntas. De tener Egipto una bomba atómica hubiera ganado la guerra de Suez y no habría estallado la guerra de los Seis Días o la del Yom Kippur. Israel se hubiera convertido en un desierto radiactivo. Con un arma nuclear, Israel sería invencible. 

En esos días, para un agente cuyo trabajo consistía principalmente en matar terroristas, tales preguntas tenían solamente un interés académico y responderlas era cosa de otros. Sin embargo, cuando se hizo cargo de LAKAM, comenzó a considerar el asunto seriamente. Ahora tenía sólo una pregunta: ¿Cómo podía contribuir a que Israel dispusiera de un escudo nuclear? 

Leyendo toda la noche, fortalecido por las cuarenta cápsulas de vitaminas que tomaba por día, descubrió de qué modo los políticos y los científicos israelíes estaban divididos en lo referente a la cuestión nuclear. En los archivos encontraba detalles de airadas reuniones de Gabinete, amargos monólogos de los científicos y siempre, la imponente voz del primer ministro Ben Gurión, abriéndose paso entre la angustia, las protestas y las interminables argumentaciones. 

El problema había comenzado en 1956, año en que Francia envió un reactor de veinticuatro megavatios a Israel. Ben Gurión anunció que su propósito era crear una «estación de bombeo» para convertir el desierto «en un paraíso agrícola desalinizando casi cinco mil millones de metros cúbicos de agua de mar por año». 

El anuncio tuvo como consecuencia la renuncia de seis de los siete miembros de la Comisión de Energía Atómica israelí bajo pretexto de que el reactor se convertiría «en el precursor del oportunismo político que va a unir al mundo en contra de nosotros». Los estrategas militares los apoyaron. Yigal Allon, héroe de la guerra de la independencia, condenó radicalmente «la opción nuclear»; Yitzhak Rabin, que pronto se convertiría en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas fue igualmente explícito en su protesta. Incluso Ariel Sharon, líder de los halcones israelíes, se opuso con vehemencia al proyecto de un arsenal nuclear porque «tenemos el mejor ejército convencional de la región». 

Ignorando toda oposición, Ben Gurión ordenó que el reactor fuera emplazado en el desierto del Negev, cerca del desolado asentamiento de Dimona. Antaño posta de caravanas en la ruta entre El Cairo y Jerusalén, Dimona se había convertido en un lugar olvidado por el tiempo. Pocos mapas marcaban su posición en el desierto, al sur de Tel Aviv. Pero de entonces en adelante, a ningún cartógrafo le sería permitido precisar el sitio donde Israel daba sus primeros pasos hacia la era nuclear 

La cúpula plateada de Dimona, que servía de refugio al reactor, se levantaba sobre el calor del desierto. Kirya le Mehekar Gariny, el nombre hebreo de Dimona, daba empleo a más de 2.500 científicos y técnicos. Trabajaban dentro de la planta más fortificada de la tierra. La arena que rodeaba el perímetro cercado era revisada continuamente en busca de rastros de intrusos. Los pilotos sabían que cualquier aeronave que volara dentro de una zona de exclusión de ocho kilómetros podía ser derribada. Los ingenieros habían excavado una cámara a veinticinco metros de profundidad para albergar el reactor, parte de un complejo subterráneo conocido como Machon-Dos. En el centro se encontraba la planta separadora-reprocesadora que había sido embarcada en Francia como «maqui¬naria textil». 

Por sí solo, el reactor no podía proporcionar a Israel una bomba nuclear. Para producirla se necesitaba material radiactivo, uranio o plutonio. El pequeño grupo de potencias nucleares había acordado no proporcionar más de un gramo de estas sustancias a nadie que no perteneciera al «club». Imponente como parecía, el reactor de Dimona era poco más que un adorno hasta que recibiera aquellos materiales. 

Tres meses después de instalado el reactor, fue abierta una pequeña compañía procesadora de materiales nucleares en una vieja acería de la segunda guerra mundial, en el desabrido pueblo de Apollo, Pensilvania. La compañía se llamaba Numec. Su principal ejecutivo era el doctor Salman Shapiro. 

En la base de datos del ordenador de LAKAM con la lista de judíos norteamericanos destacados en ciencias, Shapiro figuraba también como un importante recaudador de fondos para Israel. Rafi Eitan supo que había encontrado una respuesta potencial para que Dimona obtuviera material radiactivo. Ordenó una investigación completa sobre los antecedentes de Shapiro y todo el personal de la corporación. La investigación le fue encargada al katsa de Washington. 

Iniciado el proceso, Rafi Eitan se encontró inmerso en una historia que conectaba el calor del desierto de Dimona con los fríos corredores de la Casa Blanca. 

Entre los datos que había enviado el agente de Washington había una copia de un memorando redactado el 20 de febrero de 1962 por la Comisión Nacional de Energía Atómica en el que advertía duramente a Shapiro que «cualquier falta de la compañía al cumplimiento de las normas de seguridad sería punible según la ley, incluidas el Acta de Energía Atómica de 1954 y las leyes de espionaje». 

La amenaza aumentó la sensación de Rafi Eitan de que había encontrado el camino hacia la industria nuclear norteamericana. Numec parecía ser una compañía no sólo con escasa seguridad sino también con un manejo relajado de los libros y una gerencia que dejaba mucho que desear para cualquier sabueso nuclear norteamericano. Esas mismas deficiencias la convertían en un blanco atractivo. 

Hijo de un rabino ortodoxo, Salman Shapiro poseía una brillantez que lo había hecho llegar lejos. Se había doctorado en química en la Universidad Johns Hopkins a la edad de veintiocho años. Su capacidad de trabajo lo había convertido en un miembro importante del equipo de investigación y desarrollo en el laboratorio de la Westinghouse. La compañía tenía un contrato de la Marina norteamericana para la fabricación de reactores destinados a submarinos. Los datos sobre la familia de Shapiro indicaban que algunos de sus parientes eran víctimas del holocausto y que él mismo «con su típica discreción» había enviado fondos al Instituto Tecnológico de Haifa para la enseñanza de ciencia e ingeniería. En 1957, Shapiro dejó la Westinghouse y fundó la Numec. La empresa contaba con veinticuatro accionistas, todos partidarios de Israel. Shapiro se encontró a la cabeza de una pequeña compañía en una industria despiadada. Sin embargo, Numec había logrado varios contratos para recuperar uranio enriquecido, un proceso que normalmente conllevaba una cierta pérdida de material. No había manera de decir qué cantidad se perdía ni en qué momento. La noticia hizo que Rafi Eitan tragara vitaminas con renovado entusiasmo. 

Sabía hasta qué punto la ya tensa relación entre Estados Unidos e Israel por la pretensión del Estado judío de convertirse en potencia nuclear se había deteriorado con la visita de Ben Gurión a Washington en 1960. En una serie de reuniones con funcionarios del Departamento de Estado, se le advirtió claramente que la aspiración de Israel de contar con armas nucleares influiría en el equilibrio de poderes en Oriente Medio. En febrero de 1961, el presidente Kennedy escribió a Ben Gurión para sugerirle que Dimona fuese inspeccionada periódicamente por inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica. 

Alarmado, Ben Gurión voló a Nueva York a encontrarse con Kennedy en el Waldorf Astoria. El líder israelí estaba muy preocupado por lo que estimaba «implacables presiones norteamericanas». Pero Kennedy se mantuvo firme: debía hacerse una inspección. Ben Gurión cedió, tratando de disimular su contrariedad. Volvio a casa convencido de que «un católico en la Casa Blanca es mal negocio para los judíos». El primer ministro se volvió hacia el único hombre en quien podía confiar en Washington, Abraham Feinberg, un sionista partidario de las aspiraciones nucleares de Israel. 

Por un lado, el neoyorquino era el principal recaudador de fondos judío para el Partido Demócrata. Feinberg no ocultó sus intenciones al juntar millones de dólares para la campaña: cada dólar estaba destinado a que el partido apoyara a Israel en el Congreso. También había aportado discretamente millones de dólares para crear Dimona. El dinero llegó en cheques de caja al Banco de Israel en Tel Aviv, para evitar la injerencia del control de cambio israelí. Ben Gurión le dijo a Feinberg: «Trate de que el muchacho se sitúe: que entienda la realidad de la vida». 

El método de Feinberg consistió en una directa presión política, del mismo tipo que había enfurecido a Kennedy cuando estaba en campaña. En aquel entonces, Feinberg le dijo francamente: «Estamos dispuestos a pagar sus cuentas si nos deja el control de su política en Oriente Medio». Kennedy había prometido darle a Israel todas las oportunidades posibles. Feinberg había acordado una contribución inicial de quinientos mil dólares para la campaña y «más para después». 

Ahora usaba el mismo acercamiento directo: si el presidente Kennedy insistía en el asunto de la inspección a Dimona, «no podría contar con el apoyo financiero de los judíos en la próxima campaña electoral». Un refuerzo poderoso vino en su auxilio. El secretario de Estado, Robert S. McNamara, le dijo a Kennedy que podía «entender por qué Israel quiere una bomba nuclear». 

Sin embargo, Kennedy estaba decidido e Israel tuvo que aceptar una inspección en Dimona. En el último momento, el presidente hizo dos concesiones. A cambio del acceso a Dimona, Estados Unidos vendería a Israel misiles Halcón tierra-aire, por entonces el arma de defensa más moderna del mundo. Y la inspección no sería llevada a cabo por una comisión internacional sino por un equipo norteamericano, que anunciaría su llegada con semanas de antelación. 

Rafi Eitan se entusiasmaba contando detalladamente cómo los israelíes habían engañado a los inspectores norteamericanos. 

Un centro de operaciones falso fue construido sobre el verdadero en Dimona, con paneles de control y medidores informatizados, que estimaban la producción de un hipotético reactor ocupado en un programa de riego para convertir el Negev en pastos exuberantes. El área que contenía el agua pesada, traída de contrabando desde Noruega y Francia, fue colocada fuera de los límites de la inspección «por razones de seguridad personal». El volumen de agua pesada hubiera sido la prueba de que el reactor estaba siendo preparado para otros fines. 

Cuando llegaron los norteamericanos, los israelíes se sintieron aliviados al descubrir que ninguno de ellos hablaba hebreo. Disminuía aún más la posibilidad de que los inspectores descubrieran las verdaderas intenciones de Dimona. 

El escenario estaba listo para Rafi Eitan. 

Lograr acceso a la planta de Numec fue relativamente fácil. La embajada de Israel en Washington pidió permiso a la Comisión de Energía Atómica para que «un equipo de nuestros científicos visitara la planta para entender mejor las preocupaciones de los inspectores en el reciclado de los residuos nucleares». La autorización fue concedida, aunque el FBI estaba llevando a cabo una operación de vigilancia sobre Shapiro para descubrir si había sido reclutado como espía por Israel. 

No lo había sido, ni lo sería nunca. Rafi Eitan se sentía satisfecho de que Shapiro fuera un auténtico patriota, un sionista que creía en el derecho de Israel a defenderse de sus enemigos. Shapiro no sólo era rico por herencia familiar e inversiones en el mercado bursátil, sino que su fortuna personal se había incrementado largamente con las ganancias de Numec. De todos modos, al contrario que Jonathan Pollard, Shapiro no era un traidor: su amor por Estados Unidos era manifiesto. Rafi Eitan sabía que incluso el intento de reclutarlo sería contraproducente; Shapiro debía permanecer fuera de la operación que empezaba a cristalizar en su mente. 

No obstante, algunos riesgos eran inevitables. Para saber más acerca de Numec, Eitan había enviado a dos agentes de LAKAM hasta Apollo: Abraham Hermoni, cuya cobertura diplomática en la embajada era la de «consejero científico» y Jeryham Kafkafi, un katsa que operaba en Estados Unidos como escritor independiente sobre temas científicos. 

Ambos agentes recorrieron la planta de reciclado, pero no se les permitió tomar fotos. Shapiro señaló que sería una transgresión de las normas de la Comisión de Energía Atómica. Los agentes se llevaron la impresión de que Shapiro era cálido pero, en opinión de Hermoni, «un hombre que estaba en otra cosa». 

Rafi Eitan decidió que ya era hora de viajar a Apollo. Reunió un grupo de «inspectores», que incluía a dos científicos de Dimona con conocimientos especializados en el tratamiento de residuos nucleares. Otro miembro del equipo constaba como director del «Departamento de Electrónica de la Universidad de Tel Aviv, Israel». No existía tal cargo en el campus: el hombre era un oficial de seguridad de LAKAM cuya tarea consistiría en encontrar el modo de robar los residuos nucleares de Numec. Hermoni también formaba parte de él: su trabajo sería señalar las áreas de escasa seguridad que había descubierto durante su visita previa. Rafi Eitan viajaba con su propio nombre como «consejero científico del primer ministro de Israel».  Los delegados recibieron la aprobación de la embajada norteamericana en Tel Aviv y se les dio el permiso. Rafi Eitan les advirtió que estarían bajo vigilancia del FBI desde el momento en que aterrizaran en Nueva York. Pero sorprendentemente, sus ojos experimentados no vieron prueba alguna de ello. 

La llegada de los israelíes a Apollo coincidió con el regreso de Shapiro de una gira por las universidades norteamericanas en busca de científicos «amistosos» con Israel que quisieran ir a ese país para ayudarlo a «solucionar sus problemas técnicos y científicos». El se haría cargo de todos sus gastos y compensaría cualquier disminución de sus sueldos. 

Durante la estancia en Apollo, Eitan y su equipo se alojaron en un motel y pasaron la mayor parte del tiempo en la planta de Numec, estudiando los problemas de convertir hexafluoruro de uranio gaseoso en uranio altamente enriquecido. Shapiro explicó que la Comisión de Energía Atómica los obligaba a pagar multas por cada gramo de material enriquecido que no pudiera con¬tabilizarse. 

Rafi Eitan y sus espías abandonaron Apollo tan sigilosamente como habían llegado. 

- Lo que siguió sólo puede deducirse de los informes del FBI y aun así quedan sin responder inquietantes preguntas sobre las sospechas de Shapiro acerca de lo que había detrás de la visita de Eitan. Un informe del FBI declaraba que, un mes después de que los israelíes se hubieran marchado, Numec se asoció con el Gobierno de Israel en un negocio descrito como «la pasteurización de comida y la esterilización de materiales médicos por medio de radiación». 

Otro informe incluye la queja de que «con un cartel de advertencia pegado a cada contenedor que alertaba sobre su contenido radiactivo, nadie se atrevía a abrirlos o revisarlos y nadie estaba dispuesto a permitirnos hacerlo». 

La razón de la negativa se debía a que la embajada de Israel había dejado bien claro al Departamento de Estado que ante cualquier intento de inspeccionar los contenedores éstos serían puestos bajo inmunidad diplomática. El Departamento de Estado llamó al Departamento de Justicia y advirtió sobre las consecuencias diplomáticas que produciría quebrar tal inmunidad. Todo lo que los burlados agentes del FBI podían hacer era observar cómo se llevaban los contenedores en aviones de carga de El Al desde el aeropuerto Idleward. A pesar de sus esfuerzos, el jefe del cuartel de la CÍA en Tel Aviv, John Hadden, dijo que no podía afirmar que los contenedores terminaran en Dimona. El FBI contabilizó nueve envíos en los seis meses siguientes a la visita de Rafi Eitan. Notaban que los contenedores llegaban al anochecer y partían antes del amanecer. Iban cuidadosamente recubiertos de plomo, necesario para transportar uranio enriquecido, y cada uno etiquetado con un sello en hebreo que señalaba Haifa como su destino final. 

En varias ocasiones los agentes vieron «chimeneas», bidones para almacenar uranio enriquecido, colocadas en contenedores de acero en el patio de carga de Numec. Cada chimenea llevaba un número que indicaba que provenía de las bóvedas de alta seguridad de la compañía. Pero el FBI nada podía hacer. Un informe hablaba de la presión política del Departamento de Estado para no desencadenar un incidente diplomático. «Al cabo de diez meses, los embarques cesaron abruptamente. El FBI supuso que, para entonces, ya había llegado a Dimona suficiente cantidad de material radiactivo». Durante las entrevistas a Shapiro que la agencia llevó a cabo posteriormente, éste negó que hubiera facilitado a Israel materiales para la fabricación de bombas atómicas. El FBI anotó que su registro de archivos de la compañía mostraba que había una discrepancia en la cantidad de material procesado. Shapiro insistió en que la explicación más lógica para la «pérdida» de uranio era que se hubiera filtrado en el suelo o desvanecido en el aire. Faltaban cincuenta kilos de material. Shapiro nunca fue acusado de ningún crimen. 

En años posteriores Rafi Eitan tenía disculpa si pensaba que era fácil robar materiales atómicos después de la caída de la Unión Soviética. Prueba de esto fue el incidente que tuvo lugar en el aeropuerto Sheremeteyevo de Moscú, el 10 de agosto de 1994. 

A las 12.45 del mediodía, Justiano Torres, sobriamente vestido con un traje gris de ejecutivo, llegó deliberadamente tarde para el vuelo 3369 de Lufthansa a Munich. A pesar de su fuerza física, transpiraba bajo el peso de una flamante maleta Delsey de cuero negro. 

Torres sacó su billete de primera clase y sonrió a la empleada. La sonrisa quedó grabada por la cámara instalada detrás del escritorio para registrar todos sus movimientos. 

Otras cámaras lo habían filmado durante meses. Guardados en cintas estaban sus encuentros con un científico ruso despedido, Igor Tashanka: sus citas en los parques, sus paseos en bote por el río Moscú y, finalmente, la reunión en que Tashanka le entregó la maleta y recibió a cambio 5.000 dólares. En todos los sentidos Torres había hecho un negocio fabuloso: la maleta contenía material radiactivo. 

Justiano Torres era el correo de un cartel colombiano de la droga que había ampliado horizontes con un tráfico aún más letal. La maleta contenía, en recipientes sellados, los doscientos gramos de plutonio 239 que Tashanka le había vendido. Tenían un valor de 50 millones de dólares. El plutonio era tan peligroso que aun el contacto con una partícula microscópica habría sido fatal. Lo que había en la maleta era suficiente para armar una pequeña bomba atómica. 

Para Uri Saguy, jefe de la inteligencia militar israelí, la perspectiva constituía «la pesadilla de cualquier persona con dos dedos de frente: un grupo terrorista con acceso a suficiente material atómico como para devastar Tel Aviv o cualquier otra ciudad. En el trabajo diario de inteligencia, el problema de la amenaza nuclear es de máxima prioridad». 

Los servicios de inteligencia israelíes sabían desde mucho tiempo antes que los terroristas podían fabricar una bomba nuclear elemental. Un norteamericano, graduado en física en los años setenta, había descrito cómo llevar a cabo cada uno de los procesos requeridos. La publicación de su obra causó una gran consternación en el Mossad. 

Los posibles escenarios del Día del Juicio comenzaron a plantearse. Una bomba podía llegar desarmada en un barco o de contrabando por la frontera terrestre y luego ser armada en Israel. El arma sería detonada por control remoto a menos que se cumplieran exigencias imposibles. ¿Seguiría firme el Gobierno? Los analistas del Mossad decidieron que no habría rendición. Esta expectativa se basaba en la profunda comprensión de la mentalidad terrorista de entonces: en los años setenta, aun los grupos más extremistas hubieran dudado en detonar una bomba atómica debido al precio político que tendrían que haber pagado por ello. Habrían sido considerados parias incluso por aquellas naciones que los apoyaban en secreto. 

El colapso del comunismo soviético había renovado los temores del Mossad. Se había generado un escenario de nuevas incertidumbres: nadie podía asegurar cómo se iban a desarrollar las políticas dentro de Rusia. Ya el Mossad había descubierto que los rusos exportaban misiles Scud, pagados en efectivo por varios países de Oriente Medio. 

Técnicos soviéticos habían ayudado a Argelia a construir un reactor nuclear. Rusia tenía una gran reserva de armamento biológico que incluía una superplaga capaz de matar a millones de personas. ¿Qué pasaría si sólo una pequeña parte fuera a parar a manos de los terroristas? Incluso un jarrito lleno del germen podía diezmar Tel Aviv. Pero el temor de que Rusia vendiera su arsenal nuclear era la preocupación más acuciante. Para Uri Saguy ésa era una amenaza «que nadie podía ignorar». 

Los psicólogos del Mossad trazaron perfiles de los científicos rusos y sus posibles motivos para entregar materiales: algunos lo harían sólo por dinero y otros, por complejas razones ideológicas. La lista de instalaciones soviéticas desde donde podía salir el material era penosamente larga. El director general del Mossad, Shabtai Shavit, envió a Moscú a dos agentes con órdenes concretas de infiltrarse en la comunidad científica. 

Lila era una de ellos. Nacida de padres judíos, en Beirut, se había graduado en física por la Universidad Hebrea de Jerusalén y trabajaba en la sección de inteli¬gencia científica del Mossad. Había seguido los encuentros de Torres con Tashanka y el progreso del intercambio.  Lila y su colega habían trabajado codo a codo con agentes del Mossad en Alemania y otros lugares. Las pistas la habían conducido a Colombia y de vuelta a Oriente Medio. Otros agentes del Mossad habían seguido las reuniones en El Cairo, Damasco y Bagdad. Se encontraron nuevos indicios: Bosnia parecía una posible ruta para el contrabando de plutonio 239 hacia su destino final, Irak. Pero, no por primera vez, probar la complicidad del régimen de Saddam resultaba muy difícil. 

Ese era el motivo por el que Torres viajaba en una intachable línea aérea comercial con su carga mortífera. La decisión de permitirlo había sido sopesada por los servicios de inteligencia alemán y ruso. Concluyeron que el riesgo de explosión era ínfimo. Ambos Gobiernos acordaron permitir a Torres viajar con su carga para que los guiara hacia el usuario final del producto. Israel no había sido consultada. La operación era oficialmente germanorusa. Ya en el pasado, el Mossad había sido un socio oculto mientras las otras agencias se atribuían los méritos. 

Desde su puesto en las puertas de salida del aeropuerto, aquella mañana de agosto, Lila supo que su papel en aquel caso había concluido. Un agente del Mossad, de nombre clave Adler, ocupaba su posición en el hotel Excelsior de Munich, donde Torres iba a efectuar la entrega. Otro agente, Mort, esperaba la llegada del vuelo 3 3 69. 

Un tercer agente, Ib, iba sentado dos asientos por detrás de Torres durante las tres horas de vuelo hacia el oeste. Al otro lado del pasillo viajaba Viktor Sidorenko, viceministro de energía atómica de Rusia. Una de sus responsabilidades era proteger el material nuclear de su país. Rusia contaba con alrededor de ciento treinta toneladas de plutonio para uso bélico, suficientes para fabricar dieciséis mil bombas atómicas, cada una de ellas doblemente potente que la que destruyó Hiroshima. 

Sidorenko había recibido una gran cantidad de informes alarmantes que destacaban la relajación de los controles y la falta de moral del personal en los cientos de institutos científicos y centros de investigación que tenían acceso a materiales radiactivos. Unos meses antes, un trabajador de una planta nuclear en los Urales había sido arrestado llevando bolitas de uranio en una bolsa de plástico. Cinco kilos de uranio habían sido sustraídos por los trabajadores de otra planta de Minsk, que los escondieron en sus casas. Los robos sólo habían sido descubiertos cuando un kilo del material fue vendido por veinte botellas de vodka. Sidorenko viajaba a Alemania para tranquilizar al Gobierno del canciller Helmut Kohl y asegurarle que casos como éstos no volverían a repetirse; los alemanes amenazaban con sanciones. 

A las 5.45 de la tarde, perfectamente puntual, el vuelo 3369 aterrizó en Munich y avanzó hasta la terminal C. El primero en bajar fue Viktor Sidorenko. Lo recogió un coche que lo llevó a una zona de alta seguridad. Allí se le comunicó que Tashanka acababa de ser arrestado en Moscú. Torres ingresó en el área de arribos. La presencia de policías alemanes fuertemente armados no lo sorprendió. Munich había exagerado las medidas de seguridad después de la masacre de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos. Torres hizo una llamada al hotel Excelsior y se comunicó con la habitación 23. Esperando allí, se encontraba un español, Javier Arratibel, cuyo pasaporte lo describía como industrial. De hecho, era el comprador del plutonio. Debía llamar a un hombre a quien sólo conocía como Julio O. 

Las llamadas habían sido escuchadas por agentes alemanes. Mientras Torres caminaba hacia la cinta para retirar su maleta, era observado por el superintendente de la policía de Munich, Wolfgang Stoephasios y por el oficial principal de inteligencia. 

Torres recogió su maleta y caminó hacia la salida con luz verde. Ib y Mort lo seguían. No podían hacer nada más. No tenían poder para arrestarlo allí. Stoephasios salió de su oficina. Fue la señal para el comienzo de la acción. En un instante, Torres fue rodeado y arrastrado a la fuerza. La maleta fue llevada a una habitación. Dentro esperaba una persona vestida de blanco con un contador Geiger. Con él había expertos en bombas. Usaron una máquina portátil de rayos X para ver si la maleta estaba cargada con explosivos. No lo parecía. Tampoco se oyó el ruido delator del Geiger detectando alguna fuga radiactiva. Abrieron la maleta. Dentro, envueltos en plástico grueso, estaban los contenedores de plutonio 239. Fueron extraídos, guardados en cajas a prueba de bombas y llevados a un camión blindado. Desde allí los trasladaron a un complejo de energía atómica alemán. 

En el hotel Excelsior Arratibel fue arrestado. Pero el siguiente hombre de la cadena, Julio O, había cruzado la frontera hacia Hungría, punto de entrada hacia el oeste de los contrabandistas rusos. 

Los hombres del Mossad informaron a Tel Aviv de lo ocurrido. Allí, el director general, Shabtai Shavit consideró el resultado otra pequeña victoria en la interminable batalla contra el terrorismo nuclear. Pero no era el único que pensaba cuántas maletas se habrían filtrado y cuánto faltaba para que hubiese una explosión nuclear a menos que se cumplieran determinadas exigencias. 

A unos kilómetros de distancia del lugar donde Shavit se hacía estaspreguntas, Rafi Eitan, el hombre que había dirigido lo que el FBI y la CÍA consideraban el robo de material nuclear de la planta de Numec en Apollo, seguía pasando su tiempo libre con las estatuas de chatarra. Aparentemente se encontraba en paz con el mundo. Ambas operaciones, la Pollard y la Apollo se habían desvanecido de su memoria; cuando lo presionaban decía que no recordaba el nombre de pila de Pollard o de Shapiro. LAKAM estaba oficialmente cerrado. Rafi Eitan insistía en que su trabajo actual era muy diferente de lo que había hecho antes: era director de una pequeña compañía naviera en La Habana, donde también tenía intereses en una fábrica de pesticidas agrícolas. 

Declaraba mantener una estrecha relación con Fidel Castro, «que probablemente no agrade a los norteamericanos». 

No había vuelto a pisar Estados Unidos desde su viaje a Apollo. Decía que no tenía ningún interés en hacerlo, porque sospechaba que todavía tendría que responder muchas preguntas acerca de Jonathan Pollard y lo ocurrido después de su visita a Numec. 

Entonces, en abril de 1997, el nombre de Rafi Eitan comenzó a reflotar en relación con un espía del Mossad en Washington, identificado por el FBI como Mega. 

Su propia fuente bien situada en el Mossad le había contado a Eitan que el FBI había comenzado a investigar la participación de Mega en el manejo del asunto Pollard. ¿Había sido Mega la fuente del material ultrasecreto que Pollard había entregado? El FBI había interrogado recientemente a Pollard en prisión y él había admitido que ni siquiera su salvoconducto de alta seguridad hubiera sido suficiente para obtener algunos de los documentos que su jefe, el fúnebre Yagur, le había solicitado. El FBI sabía que esos documentos se abrían mediante una contraseña secreta que cambiaba frecuentemente, incluso a diario. No obstante, Yagur parecía conocer los códigos en cuestión de horas para dárselos a Pollard. ¿Habían sido entregados por Mega? ¿Era Mega el segundo espía israelí en Washington, tal como sospechaba el FBI? ¿Cuan cercano había estado a Rafi Eitan? Estas eran las preguntas peligrosas que se formulaban en Washington y que podían deteriorar las relaciones entre la capital norteamericana y Tel Aviv. 

Después de que el FBI lo identificara como el titiritero de Pollard, Rafi Eitan había aceptado que su trabajo en la inteligencia israelí no podía continuar. Deseaba terminar sus días sin afrontar otro riesgo que el de chamuscarse con el soldador que blandía para realizar sus esculturas. 

Instintivamente se dio cuenta de que los acontecímientes de Washington representaban una amenaza para él, que podía ser raptado por la CÍA al entrar y salir de Cuba y ser llevado a Washington para un interrogatorio, con resultados imprevisibles. Y lo que era peor, el descubrimiento de la existencia de Mega pondría a trabajar las mentes de los altos cargos de la inteligencia israelí, del Va'adat Rashei Hesherytin, el Comité de Jefes de Servicio, cuya función primaria es coordinar todas las actividades de inteligencia y seguridad interior y en el extranjero. 

Pero ni siquiera ellos conocían la identidad de Mega. Todo lo que se les había dicho era que ocupaba un alto cargo en la administración Clinton. 

Si el presidente lo había heredado del Gobierno de Bush, era otro secreto bien guardado. Sólo los miembros pertinentes del Mossad sabían cuánto tiempo había ocupado Mega su puesto.  Los componentes del comité sabían, sin embargo, que la contrainteligencia del FBI creía que la falta de acción contra el Mossad se debía al poder de la comunidad judía en Washington y a la resistencia de las sucesivas administraciones a enfrentarse con ella. 

Una vez más se podía recurrir a ese lobby para sofocar el fuego que se había generado desde que el FBI detectara por primera vez a Mega. El 16 de febrero de 1997, la Agencia Nacional de Seguridad había entregado al FBI la grabación de una charla telefónica nocturna, realizada desde la embajada israelí, entre un oficial de inteligencia del Mossad, identificado como Dov, y su superior en Tel Aviv, cuyo nombre no había sido revelado. 

Dov había pedido consejo acerca de recurrir a Mega para pedirle copia de una carta del secretario de Estado, Warren Christopher, al jefe de la OLP, Yasser Arafat. La carta contenía una serie de garantías ofrecidas por Christopher a Arafat, el 16 de enero, acerca de la retirada de tropas israelíes de la ciudad de Hebrón, en la orilla occidental. Dov recibió de Tel Aviv la orden de «olvidar la carta. Esto no es algo para lo que usamos a Mega». 

La breve conversación fue la primera pista que tuvo el FBI sobre la importancia de Mega. El nombre no había sido oído antes, durante la estrecha vigilancia sobre la embajada israelíy sus diplomáticos. Por ordenador, el FBI redobló la búsqueda de la identidad de Mega y la centró en quienes trabajaban allí o bien tenían acceso a algún funcionario del Consejo de Seguridad Nacional, el organismo que aconseja al presidente en materia de inteligencia y defensa. Su sede está en la Casa Blanca y entre sus miembros se cuentan el vicepresidente y los secretarios de Estado y Defensa. El director de la CÍA y el presidente del Estado Mayor Conjunto actúan como consejeros. La base permanente está encabezada por el consejero del presidente en seguridad nacional. 

De qué manera habían descubierto los israelíes que su canal de comunicación seguro con Tel Aviv había sido violado seguía siendo un misterio tan bien guardado como la identidad de Mega. Como todas las sedes diplomáticas israelíes, la embajada en Washington estaba completamente al día en los adelantos técnicos más sofisticados para codificar e interceptar transmisiones: una parte significativa de estos equipos había sido adaptada sobre planos robados a Estados Unidos. 

El 27 de febrero de 1997, una agradable mañana de primavera en Tel Aviv, los miembros del Comité de Jefes de Servicio salieron de sus oficinas en distintos lugares de la ciudad y se dirigieron, por la amplia calle Rehov Shaul Hamaleku, hacia una entrada bien custodiada en un alto muro blanco coronado de alambre espinoso. Todo lo que se veía detrás de los muros eran los techos de los edificios. Elevándose entre ellos se alzaba una sólida torre de cemento, visible en todo Tel Aviv. A diversas alturas había numerosos racimos de antenas electrónicas. La torre era el centro del cuartel general de las Fuerzas de Defensa Israelíes. El complejo se conoce como Kyria, que significa simplemente «lugar». 

Poco después de las once, los jefes de inteligencia utilizaron sus tarjetas magnéticas para acceder a un edificio cercano a la torre. Como la mayoría de las oficinas gubernamentales israelíes, el salón de conferencias tenía un aspecto miserable. 

Presidía la reunión Danny Yatom, nombrado jefe del Mossad por el primer ministro Benyamin Netanyahu. Yatom tenía una reputación de duro muy al estilo de Netanyahu. Los rumores que corrían por Tel Aviv afirmaban que el nuevo jefe del Mossad había cubierto al acorralado primer ministro cuando su pintoresca vida privada amenazaba su carrera. Los hombres sentados alrededor de la mesa de cedro escucharon atentamente cuando Yatom trazó una estrategia en caso de que el asunto de Mega llegara a un punto crítico. 

Israel presentaría una protesta por la violación de su status diplomático, por el uso de micrófonos en su embajada en Washington, una maniobra que indudablemente avergonzaría a la Administración Clinton. 

Luego, los colaboradores en los medios de prensa norteamericanos recibirían instrucciones de divulgar historias sobre la decodificación incorrecta de Mega por la palabra hebrea Elga, nombre en argot con que el Mossad se refería a la CÍA. Además, la palabra Mega era parte de un vocablo bien conocido por la inteligencia norteamericana. Megawatt era el nombre en clave que habían usado hasta hacía poco tiempo para referirse a la inteligencia compartida. Los sayanim añadirían que otra palabra, kilowatt, era usada para referirse a datos compartidos sobre terrorismo. 

Pero por el momento, no se haría nada, concluyó Yatom. 

En marzo de 1997, al recibir información del agente en Washington, Yatom se dispuso a entrar en acción. Mandó un equipo de yahalonim para seguir el informe del agente sobre repetidas conversaciones de carácter sexual del presidente Clinton con una ex becaria de la Casa Blanca, Mónica Lewinsky. Éste efectuaba sus llamadas desde el despacho oval al apartamento de Lewinsky, en el complejo Watergate. Sabiendo que la Casa Blanca estaba enteramente protegida por contramedidas electrónicas, los yahalonim se concentraron en el apartamento de la chica. Empezaron a interceptar llamadas sexuales explícitas del presidente a la becaria. Las grabaciones eran enviadas por cartera diplomática a Tel Aviv. 

El 27 de marzo, Clinton invitó una vez más a Lewinsky al despacho oval y le reveló que creía que una embajada extranjera estaba grabando sus conversaciones. No le dio más detalles pero, poco después, el affaire terminó. 

En Tél Aviv, los estrategas del Mossad calibraban cómo usar unas conversaciones tan comprometedoras; eran apropiadas para el chantaje, pero nadie sugirió que se pudiera chantajear al presidente de Estados Unidos. Algunos, sin embargo, vieron las cintas como un recurso útil si Israel se encontraba contra la pared en Oriente Medio y sin el apoyo de Clinton. Hubo un consenso generalizado de que el FBI también debía conocer las conversaciones entre Clinton y Lewinsky. Algunos sugirieron a Yatom que usara el canal privado con Washington para hacer saber al FBI que el Mossad estaba al tanto de tales conversaciones: sería una forma nada sutil de obligar a la agencia a abandonar su caza de Mega. Otros analistas propusieron una política de espera argumentando que la información sería explosiva cualquiera que fuese el momento en que se revelara. Este punto de vista prevaleció. 

En septiembre de 1998 se publicó el informe Starr. Yatom ya había dejado el cargo. El informe contenía una breve referencia a las advertencias de Clinton en marzo de 1997 sobre la intervención del teléfono de Lewinsky por parte de una embajada extranjera. 

Starr no había insistido en el tema cuando Lewinsky declaró ante el Gran Jurado sobre su affaire con Clinton. Sin embargo, el FBI pudo haber considerado esto como una prueba mayor de que no podía desenmascarar a Mega. 

Seis meses después, el 5 de marzo de 1998, el New York Post publicó una historia de portada sobre las revelaciones contenidas en este libro. El artículo del Post empezaba así: «Israel chantajeó al presidente Clinton con las grabaciones de sus conversaciones sexuales con Mónica Lewinsky, según se afirma en un famoso libro de reciente publicación. El precio que pagó Clinton por el silencio del Mossad fue disuadir al FBI de que continuara con la cacería de un "topo" israelí de alto rango». 

Al cabo de pocas horas, esta completa distorsión de los hechos relatados en el libro (que yo había repasado cuidadosamente con fuentes en Israel y que Ari ben Menashe, ex consejero de inteligencia del Gobierno israelí podía confirmar) había aparecido, a través de la versión del Post, en todos los diarios del mundo. 

El punto esencial de mi historia, que el fiscal Kenneth Starr no había llevado a cabo el procesamiento de Clinton, se perdió. Starr había anotado en su informe, que el 29 de marzo de 1997 «él [Clinton] le dijo a ella [Lewinsky] que sospechaba que una embajada extranjera [no especificó cuál] estaba grabando las conversaciones. Si alguien preguntaba alguna vez sobre el sexo telefónico, ella debía contestar que estaban al tanto de que sus conversaciones eran escuchadas durante todo el día y que el sexo era simplemente una simulación». 

Las palabras del presidente indicaban de manera clara que se daba cuenta de que se había convertido en un blanco potencial para el chantaje. Al hablar con Lewinsky por un teléfono público —tampoco hay pruebas de que intentara asegurar el teléfono de la joven—, el presidente se había expuesto claramente a las escuchas extranjeras y, lo que es más, a las microondas de la Agencia Nacional de Seguridad. Dado que todo presidente electo recibe, rutinariamente, los informes de dicha agencia, también debería haber sabido que sus llamadas a Mónica podían terminar en la fábrica de rumores de Washington. 

Una idea del pánico que mis revelaciones causaron en la Casa Blanca se detecta en esta declaración que hicieron los portavoces, Barry Toiv y David Leavy, ante la prensa: 

P: ¿Por qué se dijo que el presidente le había comentado a Mónica Lewinsky que estaba preocupado porque grababan sus conversaciones? 

Toiv: Bueno, aparte del testimonio del presidente sobre el caso, no hemos comentado detalles como ése y no vamos a empezar a hacerlo ahora. 

P: Cuando el presidente se enteró de esto, ¿estaba preocupado o molesto? 

Toiv: Para ser honesto, desconozco la reacción del presidente en cuanto al libro. 

P: ¿Por qué le dijo eso a Mónica Lewinsky? ¿Por qué le advirtió eso? Toiv: Yo no he contestado esa pregunta (risas). Lo siento. 

P: Sé que no la ha contestado, pero es muy pertinente. 

 

Toiv: Bueno, una vez más, no haremos comentarios sobre detalles, aparte de lo que el presidente ha declarado. 

 P: No entiendo por qué le parece legítimo no comentar los supuestos comentarios del presidente sobre las escuchas de un Gobierno extranjero. 

 Toiv: Ha habido preguntas sobre toda clase de comentarios y testimonios, pero nosotros no vamos a añadir nada a las declaraciones del propio presidente. 

P: Eso es porque según ustedes dicen es indecoroso y se refiere a «exo. Se refiere a la seguridad nacional de Estados Unidos y a los supuestos comentarios del presidente sobre las escuchas de un Gobierno extranjero. ¿Y van a seguir sin hacer comentarios? 

Toiv: No voy a añadir nada nuevo a su declaración. 

P: No lo está negando. 

Leavy: Obviamente no sabemos nada sobre un topo en la Casa Blanca. Pero es una antigua práctica de la gente que habla en este estrado derivar las reclamaciones a las autoridades apropiadas que hacen este tipo de investigaciones. 

P: ¿Hubo algún intento del presidente por intervenir en cualquier tipo de investigación para encontrar al topo? 

Leavy: No. No hay ninguna base para tales afirmaciones. 

P: Bueno, sí hay una base. Hay un testimonio de Lewinsky, bajo juramento, que atribuye al presidente un comentario sobre las grabaciones de una embajada extranjera... 

Leavy: Y Barry ya contestó esa pregunta. 

P: Su contestación fue que no va a hacer comentarios. Eso no es una respuesta, con todo respeto. Leavy: Déjenme decir dos cosas. Tbiv: No añadiré nada a mis comentarios. Leavy: Sí. Definitivamente, yo tampoco voy a agregar nada a los comentarios de Barry. Pero permítanme decir sólo esto. Tomamos todas las precauciones para asegurar las llamadas telefónicas del presidente. No existe ninguna base para las afirmaciones del libro. 

P: ¿Se lo ha dicho la CÍA o el FBI? ¿O simplemente se trata de un reflejo condicionado? 

Leavy. Pueden tomarlo como un hecho probado. 

P: Entiendo que aseguraran sus comunicaciones. Pero si él toma el teléfono y llama a cualquier ciudadano común a las dos y media de la madrugada, ¿qué nos asegura que ese teléfono no está intervenido? ¿Acaso su sistema de seguridad prevé tales situaciones?  Leavy: Se hacen algunas afirmaciones muy serias en este libro y lo que yo estoy diciendo es que no tienen ningún fundamento. Así que lo dejamos ahí. 

Ningún periódico serio intentó desentrañar unas respuestas tan reveladoras. 

Resultó que el Mossad no era la única organización que había grabado las conversaciones sexuales. El senador republicano por Arizona, Jon Kyl, miembro del selecto comité de inteligencia, declaró a su diario local, el Arizona Republic, «que una agencia de inteligencia puede haber grabado conversaciones telefónicas entre el presidente Clinton y Mónica Lewinsky. Hay distintas agencias en el Gobierno cuyo negocio es grabar ciertas cosas por ciertas razones, y fue una de ellas». 

Kyl se negó a identificar la agencia y/o agencias: «eso es algo sobre lo que no puedo entrar en detalles». De sus fuentes agregó: «En virtud de quienes son, poseen credibilidad. Pueden suponer que se trata de gente que durante algún tiempo formó parte del Gobierno federal». Siguió comparando la existencia de las cintas con las flagrantes pruebas del escándalo Watergate. 

Esas explosivas declaraciones de un respetado político jamás llegaron a ser de dominio público. 

De acuerdo con una fuente importante de la inteligencia israelí, Rafi Eitan había recibido una llamada telefónica de Yatom para recordarle la necesidad de que se mantuviera alejado de Estados Unidos en el futuro inmediato. 

Rafi Eitan no necesitaba que le dijeran lo irónico que resultaría que lo atraparan con la misma técnica que lo había convertido en leyenda: el rapto de Adolf Eichmann. Peor sería todavía que lo eliminaran con los métodos que le habían forjado una reputación entre los hombres que consideraban el asesinato parte de su trabajo. 

 

6-- Vengadores 

Una tarde cálida, a mediados de octubre de 1995, un técnico de la división de seguridad interna del Mossad, Autahat Paylut Medienit, usaba un detector manual para rastrear micrófonos en un apartamento de la calle Pinsker, en el centro de Tel Aviv. El apartamento era uno de los muchos refugios del Mossad en la ciudad. La búsqueda indicaba la importancia de la reunión que iba a celebrarse allí. Satisfecho de encontrarlo limpio, el hombre abandonó el apartamento. 

Los muebles parecían de saldo: nada combinaba. Algunos cuadros pobremente enmarcados colgaban en las paredes: vistas turísticas de Israel. Cada habitación tenía su teléfono sin registrar. En la cocina, en lugar de utensilios domésticos había un ordenador provisto de módem, una cortadora de papel, un fax y, en el lugar del horno, una caja fuerte. 

Generalmente los pisos francos servían de alojamiento a estudiantes de la escuela de espías del Mossad, situada en las afueras de la ciudad, mientras aprendían el trabajo de calle: cómo seguir a alguien o evitar ser descubiertos, preparar un buzón de correspondencia seguro e intercambiar información camuflada en un periódico. Noche y día, las calles de Tel Aviv se convertían en un campo de pruebas bajo los ojos vigilantes de los entrenadores. De regreso en los refugios, las lecciones continuaban: cómo instruir a un agente que parte hacia una misión en el extranjero; cómo escribir cartas con tintas especiales o usar un ordenador para generar información capaz de ser transmitida en lapsos de una frecuencia determinada. 

Una parte sustancial de las interminables horas de entrenamiento consistía en trabar relaciones con la gente común, incapaz de albergar la más mínima sospecha. Yaakov Cohén, que trabajó veinticinco años como agente en todo el mundo, creía que una de las razones de su éxito eran las lecciones aprendidas durante esas clases: «Todos se convertían en instrumentos. Podía mentirles porque la verdad no era parte de mi relación con ellos. Lo único que importaba era usarlos en beneficio de Israel. Desde el comienzo aprendí esa filosofía: hacer lo correcto para el Mossad y para Israel». 

Aquellos que no podían vivir según ese credo eran rápidamente separados del servició. Para David Kimche, considerado uno de los mejores agentes del Mossad: «Es la vieja historia. Muchos son los llamados y pocos los elegidos. En ese sentido somos un poco como la Iglesia católica. Aquellos que se quedan, entablan relaciones que los acompañarán durante toda su vida. Vivimos según la regla del "hoy por ti, mañana por mí". Se aprende a poner la propia vida en manos de la gente. No hay mayor confianza que ésa entre los seres humanos». 

Llegado el momento en que cada hombre o mujer dejaba el refugio para que lo ocupara el siguiente grupo, esa filosofía se había grabado en su mente. Ahora eran katsas listos para partir en alguna misión o para ser examinados. Eran conocidos como «saltadores» porque operaban en el extranjero durante un corto período, así que, inevitablemente, llamaban a los refugios «trampolines». Sus superiores desaprobaban tanta imaginación descriptiva.  Finalmente, los refugios eran usados como lugares de encuentro con un informador o para interrogar a un sospechoso al que cabía la posibilidad de reclutar como topo. 

El único indicio de la cantidad de gente que trabajaba como topo fue proporcionada por un ex oficial menor del Mossad, Víctor Ostrovsky. Declaró que en 1991 había «casi treinta y cinco mil en todo el mundo, veinte mil en activo y quince mil en la reserva. Se llamaba "negros" a los agentes árabes y "blancos" a los que no lo eran. Los "avisadores" son agentes usados estratégicamente para advertir sobre preparativos de guerra: un médico de un hospital sirio que nota la llegada de un gran número de drogas y medicinas; un empleado portuario que observa un incremento en la actividad de los buques de guerra». 

Algunos de estos agentes habían recibido su primera instrucción en un piso como el que había sido meticulosamente revisado aquella tarde de octubre. Más tarde, un grupo de oficiales superiores de la inteligencia israelí se sentarían alrededor de la mesa del comedor para decidir un asesinato que contaría con la total aprobación del primer ministro Yitzhak Rabin. 

En los tres años que llevaba en el cargo, Rabin había asistido a numerosos funerales de las víctimas de atentados terroristas. Caminaba en cada ocasión detrás de los portadores del ataúd y veía llorar a los ancianos mientras escuchaban la plegaria final. Con cada muerte «había hecho un duelo en mi propio corazón». Después leía otra vez las palabras del profeta Ezequiel: «Y los enemigos sabrán que soy el Señor cuando haga caer mi venganza sobre ellos». 

Esta no era la primera vez que se hacía sentir la venganza de Rabin; él mismo había participado muchas veces en algún acto de revancha. El más notable había sido el asesinato del asistente de Yasser Arafat, Khalil al Wazir, conocido en todo el mundo y por el ordenador central del Mossad como Abu Jihad, la voz de la Guerra Santa, que vivía en Túnez. En 1988, Rabin había sido ministro de Defensa de Israel cuando, en ese mismo apartamento de la calle Pinsker, se tomó la decisión de que Abu Jihad debía morir. 

 

Durante dos meses, agentes del Mossad llevaron a cabo un exhaustivo reconocimiento de la finca de Abu Jihad, en el paraje de Sidi Bou Said, en las afueras de Túnez. Caminos de acceso, puntos de entrada, altura y tipo de cercas, ventanas, puertas, cerraduras, defensas, recorrido de los guardias: todo fue grabado y revisado una y otra vez. 

Observaron a la mujer de Abu Jihad jugando con sus hijos y se acercaron a ella cuando iba de compras o a la peluquería. Escucharon las conversaciones telefónicas de su marido, pusieron micrófonos en su dormitorio y los oyeron mientras hacían el amor. Calcularon las distancias entre las habitaciones, averiguaron qué hacían los vecinos cuando estaban en casa y anotaron los modelos, colores y marcas de todos los coches que entraban y salían de la finca. 

La regla que Meir Amít había establecido muchos años antes para cometer asesinatos aún seguía clara en sus mentes: «Piensen como su blanco y dejen de identificarse con él sólo cuando aprieten el gatillo». 

Satisfecho, el equipo regresó a Tel Aviv. Durante un mes, practicaron su misión letal en una finca segura del Mossad, cerca de Haifa, que se parecía a la de Jihad. Desde el momento en que entraran en la casa, sólo tardarían veintidós segundos en eliminar a su blanco. 

El 16 de abril de 1988 se dio la orden de llevar a cabo la operación. 

Esa noche varios Boeing 707 de las Fuerzas Aéreas israelíes partieron desde una base militar al sur de Tel Aviv. Uno de ellos llevaba a Yitzhak Rabin y a otros oficiales de alto rango. Su avión se encontraba en permanente contacto seguro con el equipo ejecutor, ya en su puesto y conducido por un agente cuyo nombre en clave era Espada. Otro de los aviones iba cargado de equipo para bloquear y rastrear comunicaciones. Dos 707 más llevaban combustible de repuesto. Muy por encima de la finca, la flotilla de aviones volaba en círculo, siguiendo cada movimiento en tierra a través de una radio de frecuencia segura. Un poco después de la medianoche del 17 de abril, los oficiales de los aviones recibieron el comunicado de que Abu Jihad había regresado a casa en el Mercedes Benz que Arafat le regalara con motivo de su boda. Previamente, el equipo había instalado aparatos de escucha muy sensibles, capaces de registrar todo lo que sucedía dentro. 

Desde su punto de observación, cerca de la finca, Espada comunicó por micrófono que Abu Jihad subía las escaleras, caminaba hacia su dormitorio, cuchicheaba con su esposa, iba de puntillas a besar a su hijo dormido y, finalmente, se dirigía a su estudio de la planta baja. Los detalles fueron recibidos en el avión de combate electrónico, una versión del AWAC norteamericano, y derivados a la nave de Rabin. A las doce y diecisiete minutos, éste ordenó proceder. 

Fuera de la casa, el chófer de Abu Jihad dormía en el Mercedes. Uno de los hombres de Espada se adelantó, apoyó una Beretta con silenciador en su oído y apretó el gatillo. El hombre cayó muerto sobre el asiento delantero. 

Luego, Espada y otro miembro del grupo colocaron explosivos en la base de la pesada puerta principal de hierro: un nuevo tipo de explosivo plástico «silencioso» que hacía poco ruido al despegar las puertas de sus goznes limpiamente. Dos guardaespaldas de Jihad, que se encontraban en el vestíbulo de entrada, quedaron tan sorprendidos por la voladura de las puertas que no atinaron a mo¬verse. También les dispararon con silenciador. 

Espada corrió hacia el estudio y encontró a Jihad viendo vídeos de la OLP. Cuando se puso de pie, Espada le disparó dos veces en el pecho. Abu Jihad cayó pesadamente al suelo. Su agresor se acercó rápidamente y le asestó dos tiros más en la frente. 

Cuando salía de la habitación se topó con la mujer de Abu Jihad. Llevaba a su hijito en brazos. «Vuelva a su habitación», le ordenó en árabe. 

Luego él y sus hombres se desvanecieron en la noche. Desde el momento en que entraron en la casa hasta que se fueron habían pasado sólo trece segundos, nueve segundos vitales menos que en su mejor ensayo. 

Por primera vez un asesinato israelí mereció la condena pública. El ministro Ezer Weizman advirtió que «liquidar gente no va a mejorar el proceso de paz». 

No obstante, los asesinatos continuaron. 

Dos meses después, la policía sudafricana se vio obligada a revelar un secreto que la presión de Israel la había forzado a mantener: el Mossad había ejecutado a un hombre de negocios de Johannesburgo, Alan Kidger, por proporcionar equipo de alta tecnología a Irán e Irak para fabricar armas bioquímicas. Kidger había sido encontrado con los brazos y las piernas amputados. El jefe de policía de Johannesburgo, el coronel Charles Landman, declaró que la muerte era «un claro mensaje del Gobierno de Israel, a través de su Mossad». 

Seis semanas antes de la ejecución de Abu Jihad, el Mossad había jugado un papel importante en otro asesinato controvertido, el de tres miembros del IRA desarmados. Resultaron muertos a balazos una tarde de domingo en Gibraltar por un grupo de tiradores de los Servicios Aéreos Especiales británicos. 

En años anteriores, algunos de sus colegas de la inteligencia británica habían sido invitados a Tel Aviv, por Rafi Eitan, para presenciar de qué manera el Mossad ejecutaba a terroristas árabes en los arrabales de Beirut y en el valle del Beká. 

Cuatro meses antes de la matanza de Gibraltar, los agentes del Mossad habían iniciado su propia vigilancia sobre Mairead Farrell, Sean Savage y Daniel McCann, en la creencia de que una vez más se encontraban «en vías de comprar armas a los árabes». 

El estrecho interés del Mossad en las actividades del IRA se remontaba a los tiempos del Gobierno de Margaret Thatcher, cuando Rafi Eitan había sido invitado a Belfast, en el más absoluto secreto, para instruir a las fuerzas de seguridad sobre las crecientes conexiones entre los terroristas irlandeses y Hezbolá. 

Llegué un día de lluvia. Llovió todos los días mientras estuve en Irlanda. Les conté a los británicos todo lo que sabíamos. Luego fui a dar un paseo por la provincia, hacia la frontera con la república de Irlanda. Tuve buen cuidado de no cruzar. Imaginen lo que hubiera dicho el Gobierno irlandés si me pescaban. Antes de partir, arreglé con los SAS para que vinieran a Israel a ver algunos de nuestros métodos para el tratamiento de terroristas. 

Desde esos tempranos comienzos se había creado una estrecha relación entre los SAS y el Mossad. Oficiales de alto rango del servicio secreto israelí volaban a menudo al cuartel general de los SAS, en Hereford, para instruir a la División Aérea Especial sobre operaciones en Oriente Medio. Por lo menos en una ocasión, unidades conjuntas del Mossad y los SAS siguieron el rastro de varios miembros importantes del IRA, desde Belfast a Beirut, y los fotografiaron en reuniones con miembros de Hezbolá. 

En octubre de 1987, los agentes del Mossad siguieron el rastro del carguero Eksund en su desplazamiento por el Mediterráneo con ciento veinte toneladas de armas a bordo, incluidos misiles, lanzadores de granadas, ametralladoras, explosivos y detonadores. Todo había sido adquirido a través de los contactos del IRA en Beirut. El Eksund fue interceptado por las autoridades francesas. 

Incapaz de progresar con las autoridades irlandesas —debido a la oposición de Israel al papel de Irlanda en el mantenimiento de la paz en el Líbano—, el Mossad utilizaba a los SAS como conducto para advertir a Dublín sobre otros embarques de armas para el IRA. 

Los agentes del Mossad que seguían los pasos del comando del IRA en España se dieron cuenta rápidamente de que no estaban allí para encontrarse con traficantes de armas o para establecer contacto con ETA, el grupo terrorista vasco. No obstante, el Mossad continuó tras los pasos de la Unidad Antiterrorista española, que también seguía al trío irlandés.

Al principio, la actitud de los españoles fue mantenerlos a distancia. Ésta era su operación, en la que por primera vez trabajaban seriamente con el MI5 y los SAS para ocuparse del IRA. Comprensiblemente, los españoles querían asegurarse la gloria en caso de que la operación fuera un éxito. El Mossad les hizo saber que sólo quería ayudar. Aliviados, los españoles comenzaron a colaborar con los israelíes; cuando perdieron el rastro de Mairead Farrell, un katsa la localizó. Descubrió que había alquilado otro coche, un Fiesta blanco, y lo había estacionado con sesenta y cuatro kilos de Semtex y treinta y seis kilos de granadas de metralla, en un aparcamiento subterráneo de Marbella. 

El lugar de veraneo de moda no sólo es el refugio favorito contra el crudo sol del desierto donde muchos árabes famosos pasan su tiempo soñando con el día en que el odiado Israel sea vencido, sino que está a un tiro de piedra de Puerto Banús, donde muchos millonarios del petróleo atracan sus yates de lujo. 

El Mossad había temido durante mucho tiempo que esos yates atravesaran el Mediterráneo con armas y explosivos de contrabando para los terroristas árabes. El coche de Farrell podía estar estacionado allí con ese propósito: listo para ser llevado a bordo de un crucero hacia Tierra Santa. 

El equipo del Mossad mantuvo su vigilancia sobre el vehículo. También localizó a Farrell al volante de otro Fiesta, el mismo que había utilizado para transportar por España a Savage y McCann durante las últimas tres semanas. Dos de los agentes siguieron a la unidad del IRA cuando se dirigía al sur, hacia Puerto Banús. Diez minutos después de dejar Marbella, Farrell se desvió y continuó por la costa. 

Por la radio de su automóvil, usando la frecuencia de la policía, el katsa advirtió a los españoles que el trío del IRA se dirigía hacia Gibraltar. Los españoles alertaron a las autoridades británicas. Los equipos de los SAS tomaron posiciones. Horas más tarde, Farrell, McCann y Savage fueron liquidados a balazos. No se les dio ninguna oportunidad de rendirse. Fueron ejecutados. 

Una semana después, Stephen Lander, el oficial del MI5, se arrogó oficialmente el éxito de la operación. El que luego sería director general del MI5 telefoneó a Admoni para agradecerle la colaboración del Mossad en el asesinato. 

Aquella noche de octubre de 1995, en el piso de la calle Pinsker, estaba todo listo para la reunión que decidiría el siguiente asesinato. La víctima de la ejecución era el jefe religioso de la Jihad, la Guerra Santa islámica, Fathi Shiqaqi. El Mossad había establecido que su grupo era responsable de la muerte de más de veinte pasajeros israelíes de un autobús destruido el mes de enero anterior por dos terroristas suicidas en la pequeña ciudad de Beit Lid. 

Con el incidente, el número de ataques terroristas superaba los diez mil en el último cuarto de siglo. Durante ese período, más de cuatrocientos israelíes habían sido asesinados y, otros mil, heridos. Muchos de los responsables de este catálogo de matanzas y mutilaciones habían sido cazados y ejecutados en situaciones que el katsa Yaakov Cohén describía como «esos callejones sin nombre donde un cuchillo puede ser más efectivo que una pistola, donde se trata de matar o morir». 

En este mundo despiadado, Shiqaqi había sido endiosado por su gente. Él en persona había garantizado a los terroristas de Beit Lvl el perdón por transgredir la ey inviolable del islam contra el suicidio. Con ese fin, había estudiado el Corán en busca de razones filosóficas sobre la opresión que infunde nuevas fuerzas a los oprimidos. Para conseguir terroristas suicidas explotaba las debilidades de jóvenes desequilibrados que, como los kamikazes japoneses durante la segunda guerra mundial, se encaminaban a su propio fin en estado de fervor religioso. Después, Shiqaqi había pagado las esquelas en el periódico de la Jihad y, en las oraciones del viernes, había alabado su sacrificio y asegurado a las familias que sus seres queridos se habían ganado un lugar en el paraíso. 

En la tensión de las calles donde actuaba la organización se había vuelto una cuestión de honor familiar entregar un hijo a Shiqaqi para el sacrificio. Aquellos que morían eran recordados todos los días, después de que el muecín iniciara su lamento llamando a la oración de los fieles a través de los altavoces cascados. En la oscura frialdad de las mezquitas al sur del Líbano, su memoria se mantenía viva. 

Elegidos los nuevos reclutas y seleccionado el blanco, Shiqaqi entregaba a los jóvenes a los fabricantes de bombas. Eran los estrategas que estudiaban las fotos del blanco y calculaban qué cantidad de explosivos sería necesaria. Como antiguos alquimistas, trabajaban por experiencia e instinto, y su lenguaje estaba lleno de palabras mortales: «oxidante», «densificador», «plastilinas» y«depresores de congelamiento». Ésta era la gente de Shiqaqi. Usando la frase de uno de los líderes de su peor enemigo, Israel, les decía a todos: «Peleamos, luego existimos». 

Aquella noche de octubre, cuando su suerte iba a ser echada en una casa de Tel Aviv, Shiqaqi estaba en su casa de Damasco con su esposa, Fathia. El apartamento no se parecía en absoluto a los miserables campos de refugiados donde lo veneraban. Las costosas alfombras y tapices eran regalo de los ayatolás iraníes. Había una foto enmarcada en oro con Muammar al Gaddafi, recuerdo del líder libio y un juego de café de plata, regalo del presidente de Siria. La vestimenta de Shiqaqi nada tenía que ver con la sencilla túnica que usaba en su cruzada entre las masas pobres del sur del Líbano. En casa, usaba ropa de los mejores tejidos, comprada en la calle Savile de Londres, y calzaba zapatos hechos a medida en Roma, no las sandalias de bazar que llevaba en público. 

 

Mientras comía su cuscús favorito, Fathi aseguraba a su esposa que estaría a salvo en su futuro viaje a Libia para conseguir más fondos de Gaddafi. Esperaba regresar con un millón de dólares, la suma total que había pedido por fax al cuartel general revolucionario de Libia, en Trípoli. Como de costumbre, el dinero sería lavado a través de un banco libio en La Valletta, Malta. Shiqaqi pensaba pasar menos de un día en la isla antes de tomar un avión de regreso a casa. 

Las noticias de su escala en Malta habían entusiasmado a sus dos hijos adolescentes, que le hicieron un encargo: media docena de camisas cada uno, de una tienda de Malta donde había comprado en otras ocasiones. 

Fathia Shiqaqi diría después: «Mi marido insistía en que si los israelíes planeaban algún movimiento en su contra ya habrían actuado. Los judíos siempre responden rápido a un incidente. Pero mi marido estaba seguro de que en su caso no harían nada que pudiera enojar a Siria». 

Hasta tres meses antes, Shiqaqi hubiera juzgado correctamente las intenciones de Tel Aviv. A principios del verano de 1995, Rabin había desistido del plan de poner una bomba en su apartamento del suburbio occidental de Damasco. Uri Saguy, por entonces jefe de inteligencia militar y cabeza suprema efectiva de la inteligencia israelí, incluso con autoridad sobre el Mossad, le había comunicado a Rabin que había detectado «un cambio de marea en Damasco. Assad sigue siendo nuestro enemigo en la superficie, pero la única manera de vencerlo es hacer lo inesperado. Y eso significa abandonar los Altos del Golán. Sacar a nuestra gente de allí. Es un precio alto. Pero es el único modo de conseguir una paz duradera». 

Rabin le había hecho caso. Sabía cuánto le habían costado a Saguy los Altos del Golán. Había pasado la mayor parte de su carrera militar defendiendo ese terreno escarpado. Había sido herido cuatro veces defendiéndolo. Sin embargo, estaba dispuesto a dejar de lado todas esas consideraciones por la paz de Israel. 

El primer ministro había pospuesto los planes del Mossad para eliminar a Shiqaqi, mientras Saguy continuaba explorando la posibilidad de materializar sus esperanzas. 

Estas se habían marchitado con el calor del verano y Rabin, ahora ganador del Premio Nobel de la Paz, había ordenado la ejecución de Shiqaqi. 

Shabtai Shavit, en su última operación de envergadura como jefe del Mossad, ordenó a un agente «negro» de Damasco proseguir con la vigilancia del apartamento de Shiqaqi. El equipo norteamericano del agente era suficientemente sofisticado como para anular los circuitos defensivos de su sistema de comunicaciones ruso. 

Los detalles del inminente viaje de Shiqaqi a Libia y Malta fueron comunicados a Tel Aviv.  Aquella noche de octubre de 1995, los jefes de los tres servicios de inteligencia más poderosos de Israel se abrieron paso entre la multitud, caminando por la calle Pinsker. Todos ellos apoyaban las condiciones para ejecutar a un enemigo de Israel que Meir Amit había planteado claramente mientras estaba al frente del Mossad. 

No habría matanzas de líderes políticos; éstos debían ser tratados por medios políticos. No se mataría a la familia de los terroristas; si sus miembros se interponían en el camino, ése no era nuestro problema. Cada ejecución tenía que ser autorizada por el primer ministro del momento. Y todo debía ha¬cerse según el reglamento. Había que redactar un acta de la decisión tomada. Todo limpio y claro. Nuestras acciones no deben ser vistas como crímenes patrocinados por el Estado sino como la última sanción judicial que el Estado puede ofrecer. No deberíamos ser diferentes del verdugo o de cualquier ejecutor legalmente nombrado.  Desde la exitosa cacería de los nueve terroristas que habían asesinado a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de 1972, todos los asesinatos habían seguido al pie de la letra estas reglas. Casi veintitrés años después de que Meir Amit estableciera las normas para las matanzas por razones de Estado, sus sucesores se encaminaban hacia el piso de la calle Pinsker. 

El primero en llegar fue Shabtai Shavit. Sus colegas opinaban con malevolencia que tenía aspecto de conserje de hotel barato, con la ropa cuidadosamente planchada y un apretón de manos que nunca mantenía firme. Llevaba tres años en el cargo y daba la impresión de que no sabía cuánto tiempo iba a durar en él. 

Luego llegó el general de brigada Doran Tamir, oficial principal de inteligencia de las Fuerzas de Defensa israelíes. Ágil y en la flor de la vida, todo en él expresaba la autoridad que proviene de muchos años de mando. 

Por último llegó Uri Saguy. Entró en el piso como un dios guerrero en su camino hacia un futuro aún más brillante que su posición de director de Aman, el servicio de inteligencia militar. Cortés y autoexigente, continuaba provocando la división de opiniones entre sus iguales porque aseguraba que, a pesar de sus renovadas bravatas, Siria estaba dispuesta a hablar de paz. 

La relación entre los tres hombres era, según Shavit «cautelosamente cordial». 

Uri Saguy dijo: «No podemos compararnos unos con otros. Como jefe de Aman, yo podía darles indicaciones. Había competencia entre nosotros pero, mientras sirviéramos al mismo propósito, estaba bien». 

Durante dos horas estuvieron sentados alrededor de la mesa revisando el plan para asesinar a Shiqaqi. Su ejecución sería un acto de pura venganza, el principio del ojo por ojo bíblico que para los israelíes justificaba tales matanzas. Aunque, a veces, el Mossad mataba a quienes se negaban tercamente a apoyar las aspiraciones de Israel. Entonces, en vez de arriesgarse a que su talento cayera en manos enemigas, también los eliminaba sin piedad. 

El doctor Gerald Bull, un científico canadiense, era el mayor experto mundial en balística de cañones. Israel había hecho muchos intentos infructuosos de comprar sus conocimientos. En cada ocasión Bull había dejado claro su falta de aprecio por el Estado judío. 

En cambio, había ofrecido sus servicios a Saddam Hussein para construir una super arma capaz de lanzar proyectiles con cabeza nuclear, química o bacteriológica desde Irak, directamente hacia Israel. El supercañón medía ciento cincuenta metros de largo y estaba fabricado con treinta y dos toneladas de acero procedente de firmas británicas. En 1989, se había probado un prototipo en un polígono de Mosul, al norte de Irak. Saddam Hussein había ordenado que se construyeran tres armas, a un coste de veinte millones de dólares. Bull fue contratado como consejero por un millón de dólares. El proyecto llevaba el nombre en clave de Babilonia. 

Su compañía, la Corporación de Investigaciones Espaciales, estaba registrada en Bruselas como empresa dedicada al diseño de armas. Desde allí había enviado instrucciones a los proveedores europeos, veinte de ellos de Gran Bretaña, para comprar componentes de alta tecnología. 

El 17 de febrero de 1990, un katsa de Bruselas obtuvo copias de documentos que describían las metas técnicas de Babilonia: la superarma consistiría realmente en un misil balístico de alcance intermedio. El corazón del sistema de lanzamiento del arma estaría formado por misiles Scud, agrupados en racimos de ocho, que darían a las cabezas un alcance de 2.000 kilómetros. Eso colocaría en el punto de mira no sólo a Israel, sino también a muchas ciudades europeas. Bull creía posible fabricar un supercañón capaz de acertar directamente en Londres desde Bagdad. 

El director general del Mossad, Admoni, solicitó de inmediato audiencia al primer ministro, Yitzhak Shamir. Un antiguo guerrillero urbano que había combatido a los ingleses sin cuartel durante las últimas semanas de dominio británico, Shamir era la clase de líder político que agradaba al Mossad, listo para apoyar la destrucción de los enemigos de Israel si, llegado el momento crítico, todo lo demás fallaba. En los años sesenta, cuando los fabricantes de cohetes nazis trabajaban en Egipto para crear armas de largo alcance, capaces de llegar hasta Israel a través del Sinaí, Shamir había sido convocado por el Mossad por su experiencia en la planificación de asesinatos. Su especialidad durante el Mandato había sido desarrollar métodos para eliminar soldados británicos. Shamir había enviado a antiguos miembros de su grupo clandestino a asesinar a los científicos alemanes. Algunos de estos verdugos habían sido miembros fundadores de la unidad kidon del Mossad. 

Shamir pasó poco tiempo estudiando el expediente del Mossad sobre Bull. El servicio había hecho su trabajo, impecable como de costumbre, y rastreado la carrera de Bull hasta la época en que, con veintidós años, se había doctorado en física y se había puesto a trabajar para el Gobierno canadiense. Allí había tenido encontronazos con los funcionarios de carrera que sembraron las semillas de lo que se convertiría en un eterno odio por los burócratas. Se había instalado como consejero privado, un «pistolero a sueldo» según constaba literalmente en su expediente con un humor bastante macabro. 

Su reputación como inventor de armamento se afianzó cuando en 1976 diseñó un obús calibre 45 capaz de alcanzar blancos situados a 37 kilómetros de distancia: por entonces, el alcance máximo de la única arma comparable que poseía la OTAN de veinticinco kilómetros. Pero, una vez más, Bull se sintió molesto con las actitudes gubernamentales. Los miembros de la OTAN no pudieron adquirir el arma porque los principales fabricantes europeos contaban con lobbies políticos muy efectivos. Bull acabó vendiendo el arma a Sudáfrica. 

Luego se mudó a China para ayudar al Ejército Revolucionario del Pueblo a desarrollar sus misiles. Bull mejoró los cohetes Gusano de seda dándoles un mayor alcance y una mayor carga explosiva. Posteriormente, China vendió series de esos cohetes a Saddam Hussein. Al principio Irak los utilizó en la larga guerra contra su país vecino, Irán. Pero en las plataformas de lanzamiento iraquíes quedaron suficientes Gusanos de seda para hacer creer a Israel que serían usados en su contra. 

Entretanto, el proyecto Babilonia seguía adelante. Ya se había probado la capacidad de fuego de un prototipo más avanzado. Los oponentes al régimen de Saddam, reclutados por Israel como informadores del Mossad, revelaron que las cabezas de los misiles habían sido diseñadas para transportar armas biológicas y químicas.  

La tarde del 20 de marzo de 1990, el primer ministro Yitzhak Shamir acordó con Nahum Admoni que Bull debía morir. 

Dos días después de que se tomara la decisión, un equipo de dos hombres llegó a Bruselas. Allí los esperaba el agente que había vigilado las actividades de Bull. 

A las 6:45 de la tarde del 22 de marzo, los tres hombres se dirigieron en un coche alquilado al edificio donde vivía Bull. Cada ocupante llevaba un arma en una pistolera, bajo la chaqueta.  Veinte minutos más tarde, Bull, un hombre de sesenta y un años, acudía a la llamada del timbre de su lujoso apartamento. Recibió cinco disparos en la cabeza y el cuello. Sus atacantes se alternaron para dispararle. Quedó tendido en la puerta. Más tarde, el hijo de Bull, Michael, insistió en que su padre había sido prevenido de que el Mossad iba a eliminarlo. No podía decir quién le había hecho la advertencia ni por qué su padre la había ignorado. 

Una vez que el equipo estuvo a salvo en casa, el Departamento de Psicología difundió rumores en los medios de comunicación de que Gerald Bull había muerto porque pensaba renegar de su trato con Saddam Hussein. Ahora, cinco años después, las tácticas usadas para ejecutar a Bull, un científico a quien Israel consideraba tan terrorista como Fathi Shiqaqi, iban a ser puestas en práctica una vez más, por orden expresa de otro primer ministro, Yitzhak Rabin. 

El 24 de octubre de 1995, dos hombres de casi treinta años cuyos nombres en clave eran Gil y Ran salieron de Tel Aviv en vuelos separados. Ran voló a Atenas y Gil, a Roma. En los respectivos aeropuertos de llegada recibieron un pasaporte británico nuevo que les entregó un colaborador local. Llegaron a Malta en un vuelo de la tarde y se registraron en el hotel Diplomat, en el puerto de La Valletta. 

Esa mañana, a Ran le fue enviada una moto. Dijo al personal del hotel que pensaba usarla para recorrer la isla. 

Nadie en el establecimiento recordaba que los dos hombres tuvieran algún contacto. Pasaron la mayor parte del tiempo en sus habitaciones. Cuando uno de los botones comentó que el maletín Samsonite de Gil era muy pesado, éste le guiñó un ojo y le dijo que estaba lleno de lingotes de oro. 

Esa noche, un carguero que había salido de Haifa hacia Italia envió un mensaje por radio a las autoridades del puerto maltes diciendo que tenía una avería en las máquinas y que, mientras la reparaba, el buque permanecería anclado cerca de la isla. A bordo del carguero iban Shabtai Shavit y un. grupo de técnicos en comunicaciones del Mossad. Establecieron contacto por radio con Gil, cuyo maletín contenía un receptor pequeño pero potente. 

» Los cierres del maletín debían ser abiertos en sentido contrario a las agujas del reloj para desactivar los fusibles de las dos cargas colocadas en la tapa, diseñadas para explotar en la cara de cualquiera que intentara abrirlo en el sentido de las agujas del reloj. La antena romboidal de la radio, un cable de fibra óptica de cuatrocientos metros, estaba enrollado para formar un disco de quince centímetros de diámetro. El disco estaba conectado a cuatro polos soldados en una esquina del Samsonite. Durante esa noche Gil recibió numerosos mensajes desde el barco. 

Fathi Shiqaqi había llegado ese día, más temprano, en el ferry Trípoli-La Valletta. Iba acompañado por guardaespaldas libios que se habían quedado a bordo; eran responsables de la seguridad de Shiqaqi mientras estuviera en el barco. Antes de desembarcar se había afeitado la barba. Se identificó ante las autoridades maltesas de inmigración como Ibrahim Dawish, con pasaporte libio. Después de registrarse en el hotel Diplomat pasó varias horas en cafés, frente al mar, tomando infinidad de tazas de café y comiendo tortas árabes. Hizo varias llamadas telefónicas. 

Al día siguiente, Shiqaqi iba con las camisas prometidas a sus hijos caminando por la costa, cuando dos hombres en una moto se le acercaron. Uno de ellos le disparó seis tiros a quemarropa en la cabeza. Murió instantáneamente. Los motoristas desaparecieron. Ninguno de ellos fue encontrado. Una hora más tarde un bote de pesca salió de La Valletta y ancló junto al carguero. Poco después, el capitán comunicó a las autoridades del puerto que las máquinas habían sido reparadas de manera provisional pero que debía regresar a Haifa para un arreglo definitivo. 

En Irán, patria espiritual de Shiqaqi, los dignatarios religiosos impusieron un día de duelo nacional. En Tel Aviv, cuando se le pidió un comentario sobre el hecho, Yitzhak Rabin respondió: «Desde luego, no estoy triste». 

Unos días después, el 4 de noviembre de 1995, Rabin fue asesinado en una manifestación por la paz en Tel Aviv, cerca de la casa donde se había orquestado la ejecución de Shiqaqi. Rabin murió a manos de un judío fanático, Yigal Amir, que en muchos sentidos poseía la misma falta de piedad que el primer ministro tanto había admirado en el Mossad. 

Yitzhak Rabin, el halcón que se había convertido en paloma, el poderoso líder político que se había dado cuenta de que la única posibilidad de paz en Oriente Medio era, parafraseando su libro favorito, la Biblia, «convertir las espadas en arados y trabajar la tierra con nuestros vecinos árabes», fue asesinado por uno de los suyos porque no quiso aceptar que sus enemigos judíos iban a comportarse con la misma ferocidad que sus adversarios árabes, ambos decididos a destruir el futuro. 

En 1998 había cuarenta y ocho miembros en la unidad kidon, seis de ellos mujeres. Todos veinteañeros y muy aptos. Vivían y trabajaban lejos del cuartel general del Mossad en Tel Aviv, en un área restringida de una base militar en el desierto del Negev. La instalación podía ser adaptada para parecerse a una calle o edificio donde se debía llevar a cabo el asesinato. Había coches para la huida y una pista con obstáculos que sortear. 

Los instructores eran ex miembros de la unidad que supervisaban las prácticas con todo tipo de armas y enseñaban a esconder bombas, administrar una inyección letal entre la multitud y hacer que una muerte pareciera accidental. Los kidon veían películas sobre asesinatos logrados —el del presidente Kennedy, por ejemplo—, estudiaban las caras y hábitos de los blancos potenciales almacenados en sus ordenadores de alta seguridad memorizaban los cambiantes planos de las ciudades más importantes, así como las instalaciones de puertos y aeropuertos. 

La unidad trabajaba en equipos de cuatro, que viajaban con regularidad al extranjero para familiarizarse con Londres, París, Frankfurt y otras ciudades europeas. Realizaban también ocasionales viajes a Nueva York, Los Angeles y Toronto. Durante estas salidas, el equipo iba acompañado de instructores que observaban su habilidad para planear operaciones sin llamar la atención. Los blancos se elegían entre los colaboradores locales que se ofrecían como voluntarios; se les decía solamente que formaban parte de un ejercicio de seguridad para proteger una sinagoga o un banco. Los voluntarios se encontraban con que eran asaltados en plena calle y arrojados al interior de un coche o despertaban en mitad de la noche frente al cañón de una pistola. 

Los kidon se tomaban estos ejercicios muy seriamente, porque cada equipo estaba al tanto de lo que se conocía como «el fracaso Lillehammer». 

En julio de 1973, en plena cacería de los asesinos de los atletas israelíes de Munich, el Mossad recibió el dato de que Ali Hassan Salameh, el Príncipe Rojo, que había planeado la operación, se encontraba trabajando de camarero en el pueblecito de Lillehammer, en Noruega. 

El entonces director de operaciones, Michael Harari, había reunido un equipo que no pertenecía a la unidad kidon; sus miembros estaban desparramados por todo el mundo, persiguiendo a los restantes terroristas que habían participado en la masacre. El equipo de Harari no tenía experiencia sobre el terreno, pero él confiaba en que su propio bagaje como katsa, en Europa, fuera suficiente. Formaban parte del grupo dos mujeres, Sylvia Rafael y Marianne Gladnikoff, y un argelino, Kemal Bename, que había sido correo de Septiembre Negro hasta que Harari lo convenció para que se convirtiera en agente doble. 

La operación se había encaminado al desastre desde el principio. La llegada de una docena de extranjeros a Lillehammer, donde no había habido ningún asesinato durante cuarenta años, levantó todo tipo de sospechas. La policía local empezó a vigilarlos. Los oficiales estaban cerca cuando Harari y su equipo mataron a un camarero marroquí llamado Ahmed Bouchiki que no tenía ninguna relación con el terrorismo y que ni siquiera se parecía a Salameh. Harari y parte de su escuadrón pudieron escapar. Pero seis agentes del Mossad fueron apresados, incluidas las dos mujeres. 

Lo confesaron todo y revelaron por primera vez los métodos de asesinato del Mossad, así como otros detalles igualmente comprometedores acerca de las actividades clandestinas del servicio. Las mujeres, junto a sus colegas, fueron acusadas de asesinato en segundo grado y sentenciadas a cinco años de prisión. 

A su vuelta a Israel, Harari fue despedido y toda la red subterránea del Mossad en Europa — refugios, apartados postales y teléfonos secretos— tuvo que ser abandonada. Aquello había ocurrido seis años antes de que Ali Hassan Salameh muriera finalmente en la operación organizada por Rafi Eitan, que dijo, «Lillehammer fue un ejemplo de lo que pasa cuando se usa a gente inadecuada para un trabajo inadecuado. Nunca debió haber ocurrido y no debe volver a ocurrir». 

Pero pasó. 

El 31 de julio de 1997, un día después de que dos terroristas suicidas de Hamas mataran a quince personas e hirieran a otras ciento cincuenta y siete en un mercado de Jerusalén, el jefe del Mossad, Danny Yatom, asistió a una reunión presidida por el primer ministro Benyamin Netanyahu. El primer ministro había asistido a una conmovedora conferencia de prensa, en la que había prometido no descansar hasta que los patrocinadores de esos terroristas suicidas dejaran de ser una amenaza. 

Públicamente, Netanyahu se mostraba tranquilo y decidido, sus respuestas eran medidas y magistrales: Hamas no escaparía a las represalias, pero la forma en que serían encaradas no era materia de discusión. Éste era el Bibi de los días de Netanyahu en la CNN, durante la guerra del Golfo, cuando se había ganado repetidas alabanzas por sus declaraciones terminantes sobre las reacciones de Saddam Hussein y cómo eran vistas en Israel. 

Pero ese día sofocante, lejos de las cámaras y rodeado sólo por Yatom, otros oficiales superiores de inteligencia y sus propios asesores políticos, Netanyahu ofrecía una imagen muy diferente. No se mostraba frío ni analítico. Todo lo contrario: en la repleta sala de conferencias contigua a su oficina, interrumpía frecuentemente para gritar que iba «a atrapar a esos mal nacidos de Hamas, aunque sea lo último que haga». 

Añadió, según ha contado uno de los presentes, que «ustedes están aquí para decirme cómo va a suceder esto. Y no quiero leer nada en los diarios acerca de la venganza de Bibi. Se trata de justicia. Un justo pago». 

Los términos de la acción quedaban claros. 

Yatom, acostumbrado a los cambios de humor del primer ministro, estaba sentado en silencio mientras Netanyahu seguía vociferando. «Quiero sus cabezas. Los quiero muertos. No me interesa cómo se haga, sólo quiero que se haga. Y quiero que se haga cuanto antes.» 

La tensión creció cuando Netanyahu pidió a Yatom una lista de todos los líderes de Hamas y sus respectivos paraderos. Ningún primer ministro había pedido antes detalles tan delicados en la etapa inicial de una operación. Más de uno pensó que Bibi estaba sugiriendo que iba a ponerse manos a la obra en aquel asunto. 

El hecho de que el servicio estuviera siendo forzado a acercarse demasiado a Netanyahu aumentó la inquietud de varios oficiales del Mossad. Quizá consciente de este hecho, Yatom le contestó que entregaría la lista más adelante. En cambio, el jefe del Mossad sugirió que «era el momento de ver el lado práctico de las cosas». Localizar a los líderes de Hamas sería como «buscar ratas concretas en las cloacas de Beirut». 

Una vez más, Netanyahu saltó. No quería excusas, quería acción. Y quería que empezara «aquí y ahora». 

Al final de la reunión, varios oficiales de inteligencia tenían la impresión de que Bibi Netanyahu había cruzado la delgada línea que separa la conveniencia política de las exigencias operativas. No había ningún hombre en la sala que no se diera cuenta de que Netanyahu necesitaba imperiosamente un golpe de publicidad para convencer a la gente de que su política de dureza frente al terrorismo, que lo había llevado al poder, no era sólo retórica. Había superado escándalo tras escándalo y salido indemne al dejar que otros cargaran con las culpas. Su popularidad estaba más baja que nunca. Su vida personal no dejaba de salir en la prensa. Necesitaba desesperadamente demostrar que todavía estaba al mando. Entregar la cabeza de un líder de Hamas era un medio efectivo para lograrlo. 

Un oficial superior habló, indudablemente, por todos, cuando dijo: «Si bien estábamos de acuerdo en que cortar la cabeza de la serpiente era eliminarla, las prisas nos preocupaban. Toda la perorata de Bibi sobre una acción inmediata era una completa tontería. Cualquier operación de ese tipo requiere una cuidadosa planificación; Bibi quería resultados, como si aquello fuera un juego de ordenador  o alguna de esas viejas películas de acción que suele ver. Pero el mundo real no funciona así».  Yatom ordenó un completo rastreo de los países árabes y envió katsas a Gaza y a la franja occidental para descubrir más sobre el paradero de las figuras que controlan Hamas desde las sombras. A lo largo de agosto de 1997, fue llamado varias veces por el primer ministro para informar sobre sus progresos. No había ninguno. En la comunidad de inteligencia israelí corrían los comentarios acerca de cómo el primer ministro había ordenado que Yatom pusiera más hombres sobre el terreno y se empezaba a sospechar que si no veía resultados rápidos iba a iniciar «otras acciones». Si Netanyahu intentaba que esto fuera una torpe amenaza al jefe del Mossad, no tuvo éxito. Yatom decía simplemente «que estaba haciendo todo lo posible». La implicación tácita era que, si el primer ministro deseaba despedirlo, estaba en su derecho, pero que en el debate público que inmediatamente seguiría Netanyahu debería responder a preguntas sobre su propio papel. Pero el primer ministro continuaba presionando para que mataran a un líder de Hamas y para que lo hicieran lo antes posible. 

En septiembre de 1997 Netanyahu había empezado a llamar a Yatom noche y día para exigirle resultados. El presionado jefe del Mossad cedió. Sacó agentes de otras sedes. Según uno de ellos: «Que Yatom reorganizara el mapa era un sometimiento a las demandas de Bibi. Yatom es un tipo duro, pero cuando llegaba el tira y afloja no podía compararse con Bibi, que había empezado a recordarle qué rápido había organizado su hermano el raid sobre Entebbe. La comparación no tenía pies ni cabeza. Pero así son las cosas con Bibi: echa mano de cualquier cosa que lo ayude a lograr sus propósitos». 

El 9 de septiembre llegaron noticias a Tel Aviv de que Hamas había golpeado otra vez y herido a dos guardaespaldas de la embajada israelí, recientemente abierta en Ammán, capital de Jordania. 

Tres días más tarde, antes de que empezara el sabbat, Netanyahu invitó a almorzar a Yatom en su residencia de Jerusalén. Los dos hombres comieron sopa, ensalada y un plato de carne regados con cerveza y agua mineral. El primer ministro inmediatamente sacó a colación el ataque de Ammán. ¿Cómo pudieron los tiradores acercarse tanto para disparar? ¿Cómo no había existido ninguna advertencia previa? ¿Qué estaba haciendo al respecto el destacamento del Mossad? 

Yatom interrumpió a Netanyahu en medio de su discurso: había un líder de Hamas, llamado Khalid Meshal, que dirigía la oficina política de la organización en la ciudad. Meshal había pasado semanas viajando por varias ciudades árabes, pero ya había regresado a Ammán.  Netanyahu estaba fascinado. «Entonces vayan y derríbenlo —dijo a través de la mesa—. Carguemelo. Mande a su gente para hacerlo.» 

Tenso por seis semanas de implacable presión por parte de un primer ministro que había demostrado no tener ni idea de la delicadeza que requería cualquier operación de inteligencia, el jefe del Mossad le dio una precisa lección. Con ojos echando chispas detrás de las gafas, le advirtió que lanzar un ataque en Ammán destruiría la relación con Jordania que su antecesor, Yitzhak Rabin, había establecido. Matar a Meshal en suelo jordano pondría en peligro todas las operaciones del Mossad en un país que había brindado un flujo continuo de información sobre Siria, Irak y los extremistas palestinos. Yatom sugirió que sería mejor esperar a que Meshal abandonara otra vez el país para dar el golpe. 

«Excusas. Eso es todo lo que me da —gritó Netanyahu—. Quiero acción y la quiero ahora. La gente quiere acción. Pronto será Rosh Hashanah [el Año Nuevo judío]. Este será mi regalo.»  Desde ese momento, cada movimiento de Yatom debía ser aprobado personalmente por Netanyahu. Ningún otro primer ministro israelí se había tomado un interés tan personal en una operación de asesinato patrocinada por el Estado. 

Khalid Meshal, de cuarenta y un años, era un hombre fuerte y barbudo. Vivía cerca del palacio real de Hussein y, según las referencias, era un marido devoto y padre de siete hijos. Era, además de educado y culto, una figura poco conocida en el movimiento fundamentalista islámico. Pero los datos recopilados por la sede del Mossad en Ammán indicaban que Meshal era la fuerza conductora de los ataques terroristas suicidas contra civiles israelíes. 

Los detalles sobre los movimientos de Meshal habían llegado junto con una fotografía tomada a escondidas y una petición personal a Yatom de que tratara de convencer a Netanyahu de no proseguir con el plan de asesinato en Ammán. Una acción tan salvaje pondría en peligro los dos años de importante trabajo de contraespionaje que el Mossad había llevado a cabo con la cooperación de Jordania. 

Netanyahu rechazó la petición. Según él pronosticaba fracaso, algo que no estaba dispuesto a tolerar. 

Mientras tanto, un kidon de ocho agentes se había estado preparando: un equipo de dos hombres daría el golpe a plena luz del día; los otros proporcionarían el apoyo necesario, incluidos los vehículos. El equipo regresaría a Israel cruzando el puente de Allenby, próximo ajerusalén. 

El arma elegida por el Mossad era inusual, no una pistola sino un aerosol lleno de gas nervioso. Por primera vez, una unidad kidon usaría este método letal, aun¬que había sido perfeccionado mucho tiempo antes por la KGB y otras agencias del bloque soviético. Los científicos rusos recientemente emigrados a Israel habían sido reclutados por el Mossad para crear un surtido de toxinas mortales, como tabun, sarin y soman, agentes nerviosos prohibidos por los tratados internacionales. Las sustancias producían una muerte inmediata o retardada; en ambos casos, la víctima perdía el control sobre sus órganos internos y sufría un dolor tan extremo que la muerte se convertía en un alivio piadoso. Esta forma de ejecución había sido la elegida para Meshal. 

El 24 de septiembre de 1997 el equipo kidon voló a Ammán, desde Roma, Atenas y París, donde sus miembros habían permanecido varios días. Algunos de ellos viajaban con pasaportes franceses e italianos. Los verdugos contaban con pasaportes canadienses, a nombre de Barry Beads y Sean Kendall. Se registraron en el hotel Intercontinental, como turistas. Los otros katsas se alojaron en la embajada israelí, a corta distancia. 

Beads y Kendall se reunieron con los demás al día siguiente. Los dos hombres inspeccionaron el aerosol una vez más. Los agentes especulaban con que podía producir desde alucinaciones hasta un ataque al corazón, antes de la muerte. Fueron informados sobre los últimos movimientos de Meshal por el jefe de destacamento, quien había estado en Londres, en 1978, cuando un desertor búlgaro, Georgi Markov, fue asesinado con un gas nervioso. Un transeúnte lo había pinchado con la punta del paraguas. Markov había tenido una muerte terrible, causada por ricino, un veneno mortal hecho con semillas de esa planta. El transeúnte era un agente del KGB que jamás fue encontrado. 

Con ese comentario optimista, Beads y Kendall regresaron al hotel antes de medianoche. 

Ordenaron que les llevaran el desayuno a la habitación: café, jugo de naranja y galletitas danesas. A las nueve en punto de la mañana siguiente, Beads apareció en el vestíbulo y firmó el recibo de uno de los coches alquilados, un Toyota azul. El segundo, un Hyundai verde, llegó un poco más tarde y fue reclamado por Kendall. Dijo a los conserjes que él y «su amigo» iban a explorar el sur del país. 

A las diez de la mañana Meshal era conducido al trabajo por su chófer; viajaba en el asiento trasero con tres de sus hijos menores, un varón y dos niñas. Beads lo seguía a una distancia prudente en su coche alquilado. Otros miembros del grupo estaban en la calle, con otros coches. 

Cuando entraron en el distrito del Jardín, el chófer le comunicó a Meshal que los estaban siguiendo. Meshal usó el teléfono del automóvil para averiguar la matrícula y el propietario del coche de Beads en las oficinas centrales de la policía jordana. 

Cuando el Toyota alquilado pasó junto a ellos, los hijos de Meshal saludaron a Beads, tal como lo habían hecho con otros conductores. El agente del Mossad los ignoró. Enseguida, el Hyundai verde de Kendall se adelantó y ambos vehículos desaparecieron en el tráfico. 

Al cabo de un momento la policía de Ammán llamó para informar a Meshal que el coche había sido alquilado por un turista canadiense. Meshal se relajó y miró a sus hijos, que saludaban a los automovilistas apoyados en las ventanillas. Cada mañana se turnaban para acompañar a su papá al trabajo, antes de que el chófer los llevara al colegio. 

Poco antes de las diez y media el chófer frenó en la calle Wasfi al Tal, donde se había congregado una multitud frente a las oficinas de Hamas. Allí estaban Kendall y Beads. Su presencia no provocaba alarma; muchos turistas curiosos se acercaban a la sede de Hamas para conocer sus aspiraciones. 

Meshal besó rápidamente a sus hijos antes de apearse. Beads se adelantó como si quisiera estrechar su mano. Kendall estaba a su lado, manoseando una bolsa de plástico. 

—¿El señor Meshal? —preguntó Beads amablemente. 

Meshal lo miró con desconfianza. En ese momento, Kendall extrajo el aerosol y trató de rociar su contenido en el oído izquierdo de Meshal. 

El líder de Hamas retrocedió sorprendido, secándose el lóbulo de la oreja, 

Kendall hizo otro intento de rociar la sustancia en el oído de Meshal. A su alrededor, la multitud empezaba a recobrarse de la sorpresa y muchas manos se extendieron tratando de sujetar a los agentes. 

—Corre —dijo Beads en hebreo. 

Seguido por Kendall, corrió hacia su auto, estacionado calle arriba. El chófer de Meshal había visto todo lo ocurrido y dio marcha atrás para embestir al Toyota. 

Meshal se tambaleaba, gimiendo. La gente trataba de sostenerlo. Algunos pedían a gritos una ambulancia. 

Beads, con Kendall a su lado sosteniendo todavía el aerosol usado a medias, logró evitar la embestida del chófer y aceleró calle arriba. 

Otros vehículos salieron en su persecución. Uno de los conductores llevaba un teléfono móvil y pedía que se bloquearan las calles. El chófer usaba el del coche para llamar a la policía. 

Para entonces los refuerzos del kidon habían llegado. Uno de ellos paró y avisó a Beads para que pasara a su coche. Cuando los dos agentes salieron del Toyota, otro vehículo les cortó el paso. Bajaron muchos hombres armados. Obligaron a Beads y a Kendall a tirarse al suelo. Poco después llegó la policía. Al darse cuenta de que nada podían hacer, los otros miembros del kidon se alejaron y regresaron sanos y salvos a Israel. 

Beads y Kendall fueron menos afortunados. Los llevaron a la comisaría central de Ammán, donde presentaron sus pasaportes canadienses e insistieron en que eran víctimas de un «terrible complot». La llegada de Samih Batihi, el formidable jefe de contraespionaje jordano, puso fin a la ficción. Les dijo que sabía quiénes eran: acababa de hablar con el jefe de destacamento del Mossad. Según Batihi, el jefe de los espías «se había sincerado. Admitió que era su gente y que Israel trataría el asunto directamente con el rey». 

Batihi ordenó que los dos agentes fueran encerrados por separado, pero que no se les hiciera ningún daño. 

Entretanto, Meshal había ingresado en la unidad de cuidados intensivos del principal hospital de Ammán. Se quejaba de un campanilleo persistente en su oído izquierdo, «una sensación de escalofríos, como una descarga eléctrica en el cuerpo» y creciente dificultad para respirar. 

Los médicos le conectaron un respirador artificial. 

Las noticias del fracaso de la operación llegaron a Yatom, mediante una llamada segura del jefe de destacamento, desde la embajada israelí en Ammán. Se dijo que ambos hombres estaban «más que furiosos» por el desastre. 

Cuando Yatom llegó a la oficina de Netanyahu, el primer ministro había recibido una llamada del rey Hussein de Jordania por la línea directa que los ponía en contacto en caso de emergencia. El tono de la conversación fue comentado más tarde por un oficial de inteligencia israelí: «Hussein le hizo dos preguntas a Bibi: A qué carajo estaba jugando y si tenía el antídoto para el gas tóxico». 

El rey dijo que se sentía como un hombre cuya hija hubiese sido violada por su mejor amigo y que si Netanyahu pensaba negarlo todo debía saber que sus dos agentes habían confesado en un vídeo dirigido a Madeleine Albright, la secretaria de Estado, que iba ya camino de Washington. Netanyahu quedó encorvado sobre el teléfono, «blanco como alguien a quien han pescado con las manos en la masa». 

Netanyahu se ofreció a volar hasta Ammán «para explicar el asunto» al rey. Hussein le dijo que no perdiera el tiempo. El oficial de inteligencia recordaba: «Se notaba el hielo en la línea desde Jordania. Bibi ni siquiera protestó cuando Hussein le dijo que esperaba que ahora Israel pusiera en libertad al jeque Ahmed Yassin, un líder de Hamas encarcelado desde hacía algún tiempo, así como a otros prisioneros palestinos. La llamada duró cinco minutos. Debió de haber sido el peor momento de la carrera política de Bibi». 

Los hechos seguían ahora su propio curso. Al cabo de una hora, el antídoto contra el gas nervioso había sido transportado en un avión militar a Ammán y se le había administrado a Meshal. Empezó a recuperarse y, pocos días después, se encontraba suficientemente bien como para ofrecer una conferencia de prensa en la que ridiculizó al Mossad. El jefe del destacamento de Ammán y Samih Bahiti tuvieron una breve reunión, en el transcurso de la cual llamaron a Yatom. El director general prometió fervientemente que jamás se volvería a repetir un intento de asesinato en suelo jordano. Al día siguiente, Madeleine Albright realizó dos llamadas breves a Netanyahu: le hizo saber qué pensaba sobre lo ocurrido, en un lenguaje por momentos tan subido como el del rey Hussein. 

Sabiendo que sus pasaportes estaban comprometidos, el Gobierno de Canadá llamó a su embajador en Israel, un movimiento muy próximo a la ruptura de relaciones diplomáticas.  Cuando los detalles empezaron a ser conocidos, Netanyahu recibió tales críticas de la prensa local e internacional, que hubieran obligado a cualquier hombre a renunciar. 

En una semana, el jeque Yassin fue liberado y regresó como un héroe a Gaza. Para entonces, Kendall y Beads estaban de vuelta en Israel, sin sus pasaportes canadienses. Estos habían sido devueltos «a la custodia» de la embajada de Canadá en Ammán. 

Los dos katsas nunca volvieron a la unidad kidon; se les asignaron tareas burocráticas de carácter general en Tel Aviv. Como dijo un oficial de inteligencia: «Eso podía significar que estarían a cargo de la seguridad de los baños del edificio». 

Pero Yatom ya era un jefe desautorizado. Su plana mayor sentía que había sido incapaz de hacerle frente a Netanyahu. La moral en el Mossad sufrió otro bajón. La oficina del primer ministro filtró el rumor de «que Yatom se vaya, es sólo cuestión de tiempo». 

Yatom trató de frenar la marea de abatimiento en que se estaban hundiendo. Adoptó lo que llamaba «su pose prusiana». Trató de intimidar a su personal. Hubo iracundas confrontaciones y amenazas de renuncia. 

En febrero de 1998, Yatom renunció en un intento de abortar lo que consideraba «un inminente motín». El primer ministro Netanyahu no envió a su caído jefe de inteligencia la usual carta de agradecimiento por los servicios prestados. 

Yatom dejó el cargo con las primeras olas que empezaban a levantarse sobre el asesinato del primer ministro, Yitzhak Rabin. Un concienzudo periodista de investigación, Barry Chamish, había reunido por su cuenta informes médicos y balísticos y declaraciones de testigos oculares: de los guardaespaldas de Rabin, su esposa, médicos y enfermeras, así como de miembros de la inteligencia israelí con quienes había hablado. Muchas de estas pruebas se habían presentado ante un tribunal a puerta cerrada. 

En 1999, Chamish, arriesgando su vida, había empezado a publicar en Internet algunos de sus descubrimientos. Son una fantástica repetición de las dudas que plantea la actuación de un tirador solitario en el asesinato del presidente Kennedy, en 1963. Las conclusiones extraídas por Chamish resultan, como mínimo, fascinantes y convincentes. Ha determinado que «la teoría del pistolero, aceptada por la Comisión Shamgar del Gobierno israelí, sobre el asesinato de Rabin, es una tapadera para lo que debía ser la puesta en escena de un asesinato fallido destinado a reavivar la decreciente popularidad del primer ministro ante el electorado». Yogal Amir acordó hacer el papel de tirador solitario con su controlador o controladores en la comunidad de inteligencia israelí. 

Amir disparó una bala de fogueo. Y disparó sólo un tiro, no los tres mencionados. Las pruebas periciales de laboratorio de la policía israelí demuestran que el proyectil encontrado en la escena del crimen no corresponde al arma de Amir. No se vio sangre en el cuerpo de Rabin. Y, además, subsiste el misterio de cómo el coche de Rabin se perdió durante ocho o diez minutos en lo que debió haber sido un viaje de cuarenta y cinco segundos hasta el hospital, con las calles vacías, acordonadas por la policía para la manifestación a favor de la paz. 

La afirmación más explosiva de Chamish, entre otras, y que todavía debe ser refutada por algún oficial de inteligencia en activo, es que «durante ese extraño viaje al hospital en un vehículo conducido por un chófer experimentado, Rabin recibió dos disparos de bala reales procedentes del arma de su propio guardaespaldas, Yoram Rubin. Las dos balas extraídas del cuerpo de Rabin se perdieron durante once horas. Después, Rubin se suicidó». 

Chamish habló con los tres cirujanos que lucharon para salvar la vida del primer ministro. El periodista estudió los testimonios de los policías que habían estado presentes cuando Amir disparó. Los oficiales declararon que, cuando fue llevado al coche, Rabin no tenía heridas visibles. Los cirujanos se mostraron terminantes. Cuando el primer ministro llegó al hospital mostraba señales claras de una herida masiva en el pecho y de un severo daño en la espina dorsal, a la altura del cuello. Los cirujanos insistieron en que no era posible que un disparo semejante pasara inadvertido en el lugar del atentado y que luego el herido llegara al hospital con daños generalizados. 

La Comisión Shamgar concluyó que no había pruebas de que tales heridas existieran. En consecuencia, los médicos dejaron de hablar del asunto. 

Además de las investigaciones de Chamish existen declaraciones juradas independientes que sostienen su argumento: «Lo que ocurrió es insondable y una conspiración». 

En la audiencia del proceso, Amir había dicho al tribunal: «Si digo la verdad, todo el sistema se derrumbará. Sé lo suficiente como para destruir este país». 

Un agente del Shin Bet que estaba cerca de Amir cuando éste disparó contra Rabin testificó: «Oí a un policía que pedía calma a la gente y decía que era una bala de fogueo». La prueba se presentó a puerta cerrada. 

Lea Rabin declaró en la misma audiencia que su marido ni siquiera cayó hasta que no le dispararon desde muy cerca. «Seguía de pie y con buen aspecto». 

El perfil de Barry Chamish no es el de «un loco de las conspiraciones». Es muy cuidadoso con lo que escribe y contrasta cada prueba con testimonios que la corroboren. Ha tardado en emitir un juicio y da la impresión de que tiene mucho más para decir, pero que no lo hará por el momento. Más aún, es una rareza en la actual generación de periodistas israelíes: un hombre que se mueve por su cuenta, no debe nada a nadie y, lo más importante, es de fiar. 

Ha puesto en Internet todas las pruebas recabadas, en parte como seguro y en parte porque desea que la verdad salga a la luz. También es lo suficientemente realista como para aceptar que quizá los hechos nunca lleguen a ser juzgados de la manera apropiada. 

 

7-- El espía refinado 

Una húmeda mañana de primavera de 1977, David Kimche instruía a los paisajistas árabes sobre los arreglos de su jardín, en un suburbio de Tel Aviv. Sus modales reservados y su tono de voz suave, más adecuado para una universidad que para tratar con obreros, delataban que Kimche descendía de generaciones de administradores que habían hecho ondear la Union Jack británica sobre grandes extensiones de territorio. 

Nacido en Inglaterra, hijo de judíos de clase media, los modales impecables de Kimche dibujaban la imagen de un inglés de pies a cabeza. La ropa cortada a medida realzaba una figura que se mantenía en buena forma gracias al ejercicio y a una dieta estricta. Kimche parecía tener veinte años menos de los que tenía, casi sesenta, debido a su aspecto juvenil. Cada uno de sus gestos, mientras hablaba con los jardineros —el sacudirse el pelo de la frente, las largas pausas, la mirada pensativa—, sugería una vida entera pasada en un claustro universitario. 

En realidad, David Kimche había sido lo que Meir Amit llamaba «una de las fábricas intelectuales» detrás de muchas operaciones del Mossad. Su capacidad de razonamiento se unía a un valor asombroso. Era capaz de sorprender al más astuto con un movimiento inesperado, y eso le había valido el respeto incluso de sus colegas más cínicos. Pero muchas veces su intelectualismo los había apartado de él: era demasiado distante y abstracto para sus modos mundanos. Varios de ellos pensaban, como Rafi Eitan, «que si le decían buenos días a David su mente pensaría al instante cuan bueno era y cuánto faltaba para la noche». 

Dentro del Mossad, Kimche era considerado el epítome del espía caballero con la astucia de un gato de callejón. Su incorporación al redil del Mossad empezó después de dejar la Universidad de Oxford con una matrícula en ciencias sociales, en 1968. Al cabo de pocos meses, el Mossad, dirigido desde hacía no mucho por Meir Amit, que deseaba incorporar a sus filas graduados universitarios para complementar la dureza de hombres como Rafi Eitan, que habían aprendido su oficio en la calle, lo reclutó. 

Cómo, dónde y por quién fue reclutado era una de las cosas que mantendría para siempre guardada bajo siete llaves. Los rumores de la comunidad de inteligencia proponían variados escenarios: que había firmado después de una cena con un editor de Londres, un judío que ejercía como reclutador desde mucho tiempo antes; que la propuesta llegó en una sinagoga de Golders Green; que un pariente lejano había dado el paso inicial. 

La única certeza es que una mañana de primavera, a comienzos de los años sesenta, Kimche entró en el cuartel general del Mossad en Tel Aviv como flamante miembro del Departamento de Planes y Estrategia. A un lado del edificio había una sucursal del Banco de Israel, varias oficinas comerciales y un café. Dudoso sobre qué hacer o adonde ir, Kimche se quedó esperando en el vestíbulo sombrío. Qué distinto de la imponente entrada de la CÍA, sobre la que había leído. En Langley, la agencia proclamaba orgullosamente su existencia con una estrella de dieciséis puntas sobre un escudo dominado por el perfil de un águila grabado sobre el suelo de mármol y una inscripción que decía: «Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica». Una placa recogía las palabras del apóstol Juan sobre la verdad que nos hará libres. Detrás, había filas de ascensores custodiados por hombres armados. 

Pero aquí, en el casi miserable vestíbulo del edificio del paseo del Rey Saúl, sólo había cajeros en sus ventanillas y gente sentada en las sillas de plástico del café. Ninguno de ellos parecía ni remotamente un empleado del Mossad. En el extremo más lejano se abrió una puerta sin identificar y salió una figura conocida: el funcionario consular de la embajada de Israel en Londres, que le había proporcionado sus papeles de viaje. Mientras acompañaba a Kimche hacia la puerta, le explicó que su condición de diplomático protegía su verdadero trabajo como katsa en Londres. En la puerta, le entregó dos llaves y le dijo que en adelante serían su único medio para entrar en el cuartel general del Mossad. Una de las llaves abría la puerta y la otra, los ascensores -que subían los ocho pisos del edificio. El cuartel general era un edificio dentro de otro, con sus propios servicios de agua, electricidad y cloacas independientes del resto de la torre. 

Se había convertido en cuartel del Mossad poco después del fin de la guerra de Suez, en 1956.  Ese año, en octubre, las fuerzas conjuntas británicas, francesas e israelíes habían invadido Egipto para recuperar el canal de Suez, nacionalizado por el presidente Gamal Nasser. La invasión tenía el sello de la «diplomacia cañonera» que durante tanto tiempo había dominado la zona. Estados Unidos casi no fue advertido de una invasión que resultó ser el último aliento de la dominación inglesa y francesa en Oriente Medio. Washington había ejercido una fuerte presión para detener la lucha, temiendo que la Unión Soviética se pusiera a favor de Egipto y se produjera una confrontación de superpotencias. Cuando la guerra terminó, a orillas del canal, Gran Bretaña y Francia se encontraron con que habían sido reemplazadas por Estados Unidos como poder foráneo dominante en la región. Pero Israel insistió en retener la tierra que había conquistado en el desierto del Sinaí. Richard Helms, futuro director de la CÍA, voló a Tel Aviv y fue recibido por la plana mayor del Mossad. Le impresionaron como «un grupo de corredores de fincas sacando a relucir las comodidades». 

Mientras subían en el ascensor, el guía de Kimche le explicó que en el primer piso se encontraba el centro de comunicaciones y escuchas; ocupaban el siguiente las oficinas del personal sin cualificar. Los pisos superiores eran para los analistas, planificadores y el personal operativo. Investigación y Desarrollo contaba con un piso propio. En el último, se encontraban las oficinas del director general y sus ayudantes. 

Kimche fue colocado entre los planificadores y estrategas. Su oficina estaba equipada como todas las demás: un escritorio de madera barata, un archivador de metal con una sola llave, un teléfono negro y un directorio con la advertencia «No se lo lleve». Una alfombra completaba el mobiliario. La oficina estaba pintada de verde aceituna y ofrecía una buena vista panorámica de la ciudad. Después de trece años, el edificio mostraba signos de desgaste, la pintura se había desconchado en algunas paredes y las alfombras necesitaban un cambio. 

Pero, a pesar de estos defectos, David Kimche sentía que había llegado en un momento crucial. Meir Amit estaba a punto de dejar su puesto para ser reemplazado por Rafi Eitan y otros oficiales superiores del Mossad. ¿Kimche no tardó en conocer las manías de sus colegas: el analista que invariablemente anteponía a sus palabras «esto es una maniobra europea, en el clásico estilo Clausewitz»; el jefe del departamento que señalaba una acción, echando hebras de tabaco negro en su pipa y, cuando el humo blanco salía, tomaba decisiones; el estratega que invariablemente terminaba sus informes diciendo que el espionaje era un continuo aprendizaje sobre las debilidades humanas. Estos hombres, que se habían ganado sus medallas, dieron la bienvenida al entusiasmo de Kimche y su habilidad para desentrañar problemas. También captaron que entendía muy bien que descubrir las artimañas del enemigo era tan importante como mantener las del Mossad. 

Parte de su trabajo consistía en seguir los acontecimientos en Marruecos; allí había aún un gran número de judíos viviendo bajo el régimen represor del rey Hassan. En un intento de hacerles la vida más fácil, Kimche había entablado «una relación de trabajo» con el temido servicio de seguridad del monarca, encontrando una causa común en la necesidad de derrocar a Nasser, cuyo odio hacia Israel sólo era comparable con el que sentía por el rey. Nasser veía en Hassan un obstáculo para su sueño de establecer una poderosa coalición árabe, desde el canal de Suez hasta la costa atlántica de Marruecos. La amenaza potencial para Israel de tal coalición había persuadido a Meir Amit de entrenar a hombres del rey en métodos de contraespionaje e interrogatorio que distaban poco de una tortura sofisticada. 

En Marruecos sobrevivía una pequeña pero igualmente dura oposición, liderada por Mehdi ben Barka. Kimche había estudiado la carrera de Ben Barka: fiel tutor del monarca, había sido durante algún tiempo presidente de la Asamblea Nacional, una especie de Parlamento inocuo que se limitaba a sellar los decretos cada vez más represivos de Hassan. Finalmente, Ben Barka se había convertido en la única voz opositora al monarca. 

Una y otra vez, Ben Barka había evitado ser capturado por los hombres del rey. Pero, sabiendo que su arresto era sólo cuestión de tiempo, el carismático ex maestro de escuela se había marchado a Europa. Desde allí continuaba planeando la caída de Hassan. 

 

Dos veces, el pequeño pero eficiente movimiento de resistencia de Ben Barka había estado cerca de tener éxito en su intento de eliminar al monarca por medio de bombas. El enfurecido Hassan ordenó que Ben Barka fuera juzgado en rebeldía y condenado a muerte. Éste respondió ordenando nuevos ataques contra el rey. 

En mayo de 1965 Hassan le pidió al Mossad que le prestara ayuda para lidiar con Ben Barka. La tarea de evaluar esa solicitud le fue encomendada a David Kimche. Más adelante, ese mismo mes, viajó a Londres con su pasaporte británico. Aparentemente, estaba de vacaciones. Pero en realidad iba a dar los últimos toques a su plan. Equipado con un segundo pasaporte legítimo, provisto por un sayan y con visado marroquí, Kimche voló a Roma; pasó un día visitando la ciudad y moviéndose para asegurarse de que no era seguido, y luego viajó a Marruecos. 

En el aeropuerto de Rabat fue recibido por Muhammed Oufkir, el temible ministro del Interior del reino. Esa noche, en una cena animada por la danza del vientre de las mejores bailarinas, Oufkir le reveló lo que deseaba el rey: la cabeza de Ben Barka. Haciendo gala de un crudo sentido del humor y de su conocimiento de la historia judía, Oufkir añadió: «Después de todo, su Salomé judía le pidió al rey Herodes la cabeza de un revolucionario». 

Kimche le contestó que, si bien eso era correcto, no era un asunto que él mismo pudiera resolver. Oufkir debía ir con él a Israel. 

Al día siguiente, los dos hombres volaron a Roma y, desde allí, tomaron un avión a Tel Aviv. Meir Amit se reunió con ellos en un piso franco. Estuvo cortés, pero cauteloso. 

Le dijo a Kimche que no le entusiasmaba mucho la idea de hacer el trabajo sucio de Oufkir e insistió en que «nuestro compromiso debe limitarse al trabajo preliminar». 

Sin el conocimiento de Meir Amit, Oufkir había hecho arreglos con una facción del servicio de inteligencia francés para matar a Ben Barka, si éste podía ser sacado de su fortaleza de Ginebra y llevado a Francia cruzando la frontera. Todavía reacio, Meir Amit insistió en que el primer ministro, Levi Eshkol, debía autorizar personalmente la intervención del Mossad. El primer ministro accedió. 

El Mossad puso manos a la obra. Un katsa nacido en Marruecos viajó a Ginebra y se infiltró en el círculo de amistades de Ben Barka. Durante meses, el agente trabajó la versión de que tenía acceso a un millonario francés que deseaba ver destronado a Hassan para que Marruecos tuviera una verdadera democracia. Era Kimche quien había inventado esta ficción. El 26 de octubre de 1965 se enteró de que Ben Barka, «como el antiguo Pimpinela Escarlata», estaba a punto de viajar a París. 

El centro de comunicaciones del Mossad envió un mensaje clave a Oufkir, a Marruecos. Al día siguiente, el ministro y un reducido equipo de la seguridad marroquí viajaron a París. Esa noche, el ministro recibió información del grupo en servicio francés. Preocupado porque había sido excluido del encuentro, el katsa que había acompañado a Ben Barka hasta París llamó a Kimche pidiendo instrucciones. Kimche consultó con Meir Amit. Ambos estuvieron de acuerdo en que «se estaba cocinando algo desagradable y nosotros debíamos quedar limpios». 

La noche siguiente, una furgoneta del grupo francés estaba estacionada frente al restaurante de St. Germain donde Ben Barka acudió a cenar creyendo que iba a conocer al millonario. Después de esperar una hora sin que nadie apareciera, Ben Barka abandonó el local. En cuanto pisó la acera, fue atrapado por dos agentes franceses e introducido en la furgoneta. Lo llevaron a una finca del distrito de Fontenay-le-Vicomte, que la facción utilizaba de vez en cuando para interrogar a sospechosos. A lo largo de la noche, Oufkir supervisó el interrogatorio y la tortura de Ben Barka hasta que, al amanecer, el hombre, totalmente quebrado, fue ejecutado. Oufkir tomó fotos del cuerpo antes de que lo enterraran en el jardín de la finca. El ministro volvió a casa con las pruebas para el rey. 

Cuando se descubrió el cadáver, en Francia los clamores llegaron hasta el palacio presidencial. Charles de Gaulle ordenó una investigación sin precedentes, que condujo a una purga masiva del servicio de inteligencia francés. Su director, ansioso por mantener la colaboración corporativa, luchó por mantener el nombre del Mossad fuera del incidente. Pero De Gaulle, poco amigo de Israel, estaba convencido de que el Mossad había estado involucrado en el asunto. Dijo a sus asistentes que la operación llevaba «el sello de Tel Aviv». Sólo los israelíes, había resoplado, mostrarían tal desprecio por las leyes internacionales. La estrecha relación entre Israel y Francia, entablada durante la guerra de Suez, en 1956, había concluido. De Gaulle ordenó inmediatamente que los envíos de armas a Israel cesaran, así como toda cooperación en materia de inteligencia. Meir Amit «recordaría el chaparrón que caía desde París». 

Para Kimche, «fue heroico el modo en que Meir Amit manejó la situación. Podía haber tratado de culparme a mí o a otros involucrados en la operación. En cambio, insistió en asumir toda la responsabilidad. Era un verdadero líder». 

El Gobierno del primer ministro Eshkol, golpeado por la reacción de París, se distanció del jefe del Mossad. Cuanto más insistía Meir Amit en que el papel del Mossad había sido «marginal», poco más que «facilitar algunos pasaportes y coches», más insistía su predecesor, Isser Harel, en que el asunto Ben Barka jamás hubiera tenido lugar durante su gestión. Meir Amit advirtió al primer ministro que se hundirían juntos bajo semejantes críticas. Eshkol respondió creando un comité de investigación, encabezado por el ministro de Asuntos Exteriores. El comité concluyó que Meir Amit debía renunciar, pero éste se negó a menos que Eshkol también lo hiciera. La partida quedó en tablas. Poco después de un año, Meir Amit admitió que la muerte de Ben Barka ya no habría de causarle más problemas. Pero había sido un aviso peligroso. 

Para entonces, Kimche se ocupaba de otras cuestiones. Los palestinos habían entrenado un comando secreto para explotar un flanco débil de la seguridad que ni siquiera el Mossad había previsto: el secuestro de aviones en pleno vuelo. Una vez que el avión era tomado durante el trayecto, se lo desviaba hacia un país árabe amistoso. Allí los pasajeros eran retenidos para pedir sustanciales sumas de dinero como rescate o para ser intercambiados por prisioneros árabes en poder de Israel. Había un beneficio añadido: la propaganda que la difusión mundial del secuestro supondría para la causa de la OLP. 

En julio de 1968, un vuelo de El Al procedente de Roma fue desviado hacia Argelia. El Mossad quedó anonadado por la audacia de la operación. Un equipo de katsas voló a Argelia, mientras Kimche y otros estrategas trabajaban contra reloj para urdir un plan y liberar a los aterrorizados pasajeros. Pero la masiva presencia de los medios de comunicación impedía cualquier intento de asaltar el avión. Kimche recomendó hacer tiempo con la esperanza de que la historia perdiera actualidad y los katsas pudieran efectuar su maniobra. Pero los se¬cuestradores lo habían previsto y comenzaron a amenazar con una carnicería a menos que se cumpliera su exigencia: la liberación de los prisioneros palestinos de las cárceles de Israel. Kimche se dio cuenta: «Estábamos entre la espada y la pared». Fue uno de los que recomendaron, a regañadientes, liberar a los presos a cambio de los pasajeros, «siendo plenamente consciente de las consecuencias de esa acción. Prepararía el camino para nuevos secuestros y aseguraría que la causa de la OLP iba a recibir, en el futuro, total cobertura de los medios. Israel quedaba a la defensiva. Y también los Gobiernos occidentales que no tenían respuesta frente a los secuestros. Sin embargo, ¿qué otra cosa podíamos hacer sino esperar sombríamente el siguiente ataque?». Y los ataques se sucedieron, cada uno mejor preparado que el anterior. En poco tiempo, media docena más de aviones comerciales fueron tomados por los secuestradores, que no sólo eran expertos en esconder armas y explosivos a bordo, sino que también estaban entrenados para pilotar el avión u ocupar el lugar de la tripulación. En el desierto libio practicaban el intercambio de disparos en la cabina de un avión porque sabían que El Al había introducido guardias armados en sus vuelos: una de las primeras medidas que Kimche recomendó. También había predicho con acierto que los secuestradores conocerían las leyes de los distintos países involucrados, de modo que, si eran capturados, sus colegas pudieran servirse de esas leyes para liberarlos, mediante la negociación o con amenazas. 

Kimche sabía que el Mossad iba a necesitar un incidente que le permitiera vencer a los secuestradores con las dos armas que le habían dado renombre: astucia y crueldad. Y así como los secuestradores aprovechaban la publicidad, Kimche quería una operación cuyo resultado despertara la admiración por Israel, tanta como la que había producido el secuestro de Eichmann. El incidente que Kimche necesitaba debía tener mucho dramatismo, considerable riesgo y un final feliz contra todo pronóstico. Esos elementos debían combinarse para demostrar que el Mossad lideraba el contraataque. 

El 27 de junio de 1976, un avión de Air France repleto de pasajeros judíos en ruta de París a Tel Aviv fue secuestrado tras hacer escala en el aeropuerto de Atenas, famoso por su falta de seguridad. Los secuestradores eran miembros de la facción extremista Wadi Haddad y exigieron dos cosas: la liberación de cuarenta palestinos prisioneros en Israel y de otros doce que se encontraban en prisiones europeas y la libertad de dos terroristas alemanes arrestados en Kenia cuando trataban de derribar un jet de El Al, con un cohete Sam-7, mientras despegaba del aeropuerto de Nairobi. 

Después de hacer escala en Casablanca, y cuando se le negó permiso para aterrizar en Jartum, el avión voló a Entebbe, Uganda. Desde allí, los secuestradores anunciaron que el avión sería dinamitado con todos sus pasajeros a bordo si no se cumplían sus exigencias. El 30 de junio vencía el último plazo. 

En las sesiones secretas del Gabinete de Tel Aviv, la jactanciosa imagen pública de no rendirse ante el terrorismo comenzó a marchitarse. Los ministros se ponían a favor de liberar a los prisioneros palestinos. El primer ministro Rabin mostró un informe del Shin Bet para demostrar que había un precedente para liberar a criminales convictos. El jefe del Estado Mayor, Mordechai Gur, anunció que no podía recomendar una acción militar, debido a que la inteligencia con que contaban en Entebbe era insuficiente. Mientras continuaban sus angustiosas deliberaciones, llegaron noticias de Entebbe: los pasajeros judíos habían sido separados del resto y los demás, tras ser liberados, se encontraban camino de París. 

Ésa era la jugada de apertura que necesitaba el Mossad. Yitzhak Hofi, jefe del Mossad en la que sería su hora más gloriosa, argumentó poderosa y apasionadamente que debía montarse una operación de rescate. Sacó a relucir el plan que Rafi Eitan había usado para capturar a Eichmann. Existían similitudes: Rafi Eitan y sus hombres habían trabajado lejos de casa, en un ambiente hostil. Habían improvisado mientras hacían el trabajo, utilizando las argucias de un jugador de póquer. Podía volver a hacerse. Empapado en sudor, con la voz ronca de tanto argumentar y rogar, Hofi miró fijamente a los miembros del Gabinete. «Si dejamos que nuestra gente muera, se abrirán las compuertas. Ningún judío estará a salvo en parte alguna.

Hitler obtendría una victoria desde la tumba.» 

«Muy bien —dijo Rabin—. Lo intentaremos.» 

Kimche y todos los estrategas del Mossad fueron movilizados. El primer paso consistía en abrir un canal de comunicación seguro entre Tel Aviv y Nairobi; Hofi había alimentado los contactos secretos entre el Mossad y la inteligencia keniana iniciados por Meir Amit. El enlace tuvo resultados inmediatos. Media docena de katsas llegaron a Nairobi y fueron alojados en un piso franco del servicio de inteligencia de Kenia. Constituirían la cabeza de puente para el asalto principal. Entretanto, Kimche había solucionado otro problema. Cualquier misión de rescate requeriría una parada para repostar combustible en Nairobi. Por teléfono, consiguió la autorización de Kenia en cuestión de horas, basada en «razones humanitarias». 

Pero todavía quedaba el formidable problema de llegar hasta Entebbe. La OLP había tomado el aeropuerto como su propio punto de entrada en Uganda, desde donde la organización dirigía sus operaciones contra el régimen proisraelí de Sudáfrica. Idi Amin, el despótico dictador de Uganda, le había entregado a la OLP la residencia del embajador israelí como cuartel general, después de romper relaciones con Jerusalén en 1972. 

Kimche sabía que era esencial conocer si la OLP todavía se encontraba en el país. Sus guerrillas experimentadas serían una fuerza difícil de vencer en el corto tiempo disponible para la misión: las fuerzas israelíes sólo podían estar en tierra durante minutos o, de lo contrario, se exponían a un furioso contraataque. Kimche mandó a dos katsas en lancha desde Nairobi, a través del lago Victoria. Atracaron cerca de Entebbe y encontraron los cuarteles de la OLP desiertos: los palestinos se habían mudado hacía poco a Angola. 

Luego, con el golpe de suerte que toda operación necesita, uno de los guardias kenianos de seguridad que había acompañado a los katsas descubrió que un pariente de su mujer era uno de los guardianes de los rehenes. El keniano se infiltró en el aeropuerto y pudo ver que los rehenes estaban a salvo, pero contó quince guardias muy nerviosos y tensos. La información fue comunicada por radio a Tel Aviv. 

Entretanto, otros dos agentes, ambos pilotos experimentados, alquilaron un Cessna y salieron de Nairobi con la excusa de tomar fotografías aéreas del lago Victoria para un folleto turístico. Su avión pasó directamente sobre el aeropuerto de Entebbe, lo que les permitió tomar buenas fotos de las pistas y los edificios circundantes. La película fue enviada a Tel Aviv. Allí, Kimche recomendó todavía otra estrategia para confundir a los secuestradores. 

En el transcurso de varias conversaciones telefónicas con el palacio de Amin, los negociadores de Tel Aviv dejaron claro que su Gobierno estaba dispuesto a aceptar los términos de los secuestradores. Un diplomático de un consulado europeo en Uganda fue utilizado para añadir credibilidad a esta rendición aparente; lo llamaron «confidencialmente» para ver si podía negociar unos términos aceptables para los terroristas. Kimche dijo al emisario: «Debe ser algo no demasiado humillante para Israel pero al mismo tiempo no demasiado inaceptable para los secuestradores». El diplomático corrió hacia el aeropuerto con las noticias y empezó a redactar las frases adecuadas. Todavía lo estaba haciendo cuando la Operación Trueno comenzó su última etapa. 

Un Boeing 707 israelí sin identificar, preparado para ser usado como hospital aéreo, aterrizó en el aeropuerto de Nairobi. Lo pilotaban hombres de las fuerzas de defensa que conocían el aeropuerto de Entebbe. Entretanto, seis katsas del Mossad habían rodeado el aeropuerto: cada agente llevaba una radio de alta frecuencia y un aparato electrónico para interferir el radar de la torre de control. Nunca había sido probado en combate. 

Cincuenta paracaidistas israelíes salieron del avión hospital al amparo de la oscuridad y se dirigieron a toda velocidad hacia el lago Victoria. Inflaron botes de goma y remaron hacia la costa de Uganda, listos para atacar el aeropuerto de Entebbe. En Tel Aviv, la operación de rescate había sido ensayada a la perfección; cuando llegó el momento, una escuadrilla de Hércules C-130 cruzó el mar Rojo, se dirigió hacia el sur, repostó combustible en Nairobi y luego, volando por encima de los árboles, se precipitó sobre el aeropuerto de Entebbe.  La interferencia del radar funcionó perfectamente. Las autoridades del aeropuerto todavía se preguntaban qué había pasado cuando los tres Hércules y el avión sanitario aterrizaron. Los comandos corrieron hacia el edificio donde se encontraban los rehenes. Quedaban sólo los judíos; todos los de otras nacionalidades habían sido liberados por Amin, que disfrutaba su momento de esplendor en la escena mundial. Los paracaidistas de apoyo jamás fueron llamados. Remaron a través del lago de vuelta a Nairobi. Allí serían recogidos por otro transporte israelí y llevados a casa. 

En cinco minutos —dos menos de lo calculado— los rehenes fueron liberados y los terroristas, junto a dieciséis guardias ugandeses que custodiaban a los prisioneros, eliminados. La fuerza de ataque sufrió una baja: el teniente coronel Yonatan Netanyahu, hermano mayor del futuro primer ministro Benyamin Netanyahu. Solía decir que su política dura contra los terroristas se debía a la muerte de Yonatan. También murieron tres rehenes. 

El deseo de Kimche de un contragolpe al terrorismo que encabezara los titulares se hizo realidad con creces. El rescate de Entebbe fue un episodio que, aún más que el secuestro de Eichmann, pasó a ser la carta de presentación del Mossad. 

Kimche se encontró cada vez más involucrado en los esfuerzos del Mossad contra la OLP. Esta lucha mortal se llevaba a cabo más allá de las fronteras de Israel, en las calles de las ciudades europeas. Kimche fue uno de los estrategas que preparó el terreno para los asesinos del Mossad, los kidon. Dieron golpes en París, Munich, Atenas y Chipre. Para Kimche, las matanzas eran algo lejano, como el piloto de un bombardero que no ve dónde caen las bombas. Las muertes ayudaron a incrementar la permanente sensación de invulnerabilidad del Mossad. La información que aportaban los estrategas indicaba que los kidon iban siempre un paso por delante del enemigo. 

Una mañana, Kimche llegó a su oficina y encontró a sus colegas casi en estado de conmoción. Uno de sus katsas más experimentados había sido asesinado en Madrid por un miembro de la OLP. El asesino había sido un contacto que el katsa estaba cultivando en un esfuerzo por infiltrarse en el grupo. 

Pero no había tiempo para el luto. Cada mano disponible se dispuso a devolver golpe por golpe. Para Kimche «era un tiempo en que no esperábamos piedad ni tampoco la teníamos».  La implacable presión continuó: se trataba de encontrar nuevos caminos para acercarse a la conducción de la OLP y descubrir lo suficiente sobre sus movimientos internos como para asesinar a sus líderes. Según Kimche «cortar la cabeza era la única manera de evitar que la cola siguiera meneándose». Yasser Arafat era la primera cabeza en la lista de blancos de los kidon. 

En 1973 otra amenaza más seria había empezado a tomar cuerpo en la mente de Kimche: la posibilidad de una segunda guerra árabe a gran escala, liderada por Egipto, contra Israel. 

Pero el Mossad era una voz solitaria dentro de la comunidad de inteligencia israelí. Las preocupaciones de Kimche, apoyadas por sus superiores, eran rechazadas de plano por Aman, la inteligencia militar. Sus estrategas señalaban que Egipto había expulsado a sus veinte mil consejeros militares soviéticos, lo que debía interpretarse como una indicación clara de que el presidente Sadat buscaba una solución política para Oriente Medio. 

Kimche no quedó convencido. Por toda la información que llegaba a su escritorio, cada vez estaba más seguro de que Sadat lanzaría un ataque por sorpresa, simplemente porque para Israel era imposible aceptar las pretensiones árabes: Egipto quería que le devolvieran las tierras conquistadas y la creación de un Estado palestino dentro de Israel. Kimche opinaba que aun haciendo estas concesiones, la OLP continuaría su campaña sangrienta hasta que Israel se arrodillara. 

La alarma de Kimche aumentó cuando Sadat reemplazó a su ministro de Defensa por un halcón, cuyo primer acto fue reforzar las defensas a lo largo del canal de Suez. Los comandantes egipcios realizaban visitas regulares a otras capitales árabes para buscar apoyo. Sadat había firmado un nuevo convenio para comprar armas a la Unión Soviética. 

Para Kimche, las señales eran ominosas: «No era una cuestión de cuándo se iniciaría la guerra sino de en qué día preciso». 

Pero los jefes de inteligencia de Aman continuaron subestimando las advertencias del Mossad. Dijeron a las autoridades militares que, aun si la guerra parecía a punto de estallar, habría «al menos un plazo de cinco días de advertencia», tiempo más que suficiente para que las Fuerzas Aéreas israelíes repitieran sus éxitos de la guerra de los Seis Días. 

Kimche suponía que seguramente los árabes habían aprendido de los errores del pasado. Se lo tildó de miembro de «un Mossad obsesionado por la guerra», una acusación que no cuadraba con un hombre tan cuidadoso de sus palabras. Todo lo que pudo hacer fue vigilar los preparativos egipcios y tratar de deducir una probable fecha de ataque. 

El calor ardiente de aquel agosto de 1973 dio paso a un septiembre más fresco. Los últimos informes de los katsas, desde la orilla del canal de Suez en el Sinaí, demostraban que los preparativos egipcios estaban llegando a su punto culminante. Los ingenieros militares se encontraban dando los toques finales a los pontones para que las tropas y los carros blindados cruzaran el curso de agua. Cuando el Mossad convenció al ministro de Asuntos Exteriores de exponer su preocupación por los preparativos bélicos ante las Naciones Unidas, el representante egipcio dijo tranquilizadoramente que eran «actividades de rutina». Para Kimche, esas palabras tenían «la misma credibilidad» que las pronunciadas por el embajador japonés en Washington la víspera del ataque a Pearl Harbor. 

Sin embargo, Aman aceptó la explicación egipcia. Lo más increíble para Kimche fue que, para octubre, allí donde sus ojos inquisidores se posaban había cada vez más signos de problemas candentes: Libia había nacionalizado las compañías petroleras extranjeras y en los países productores del Golfo se hablaba de cortar los suministros de petróleo a los países occidentales. 

A pesar de todo, los estrategas de Aman seguían mal interpretando el panorama de manera lamentable. Cuando los jets de las Fuerzas Aéreas israelíes fueron sorprendidos por los Mig sobre Siria, con el resultado de doce aviones sirios derribados —debido al conocimiento táctico de los pilotos israelíes, aprendido en el Mig robado a Irak— el hecho fue visto por Aman como una evidencia de que si los árabes volvían a la guerra serían derrotados de igual modo. 

La noche del 5 al 6 de octubre, el Mossad recibió la prueba más clara de que las hostilidades eran inminentes, quizá cuestión de pocas horas. Sus katsas e informadores en Egipto informaban que el Alto Mando egipcio había entrado en alerta roja. La evidencia no podía seguir siendo ignorada. 

A las 6 de la mañana, el jefe del Mossad, Zvi Zamir, se reunió con los jefes de Aman en el Ministerio de Defensa. El edificio estaba casi desierto: era Yom Kippur, la más sagrada de las fiestas judías, que guardaban aun los judíos no practicantes. Todos los servicios públicos, incluida la radio, estaban cerrados. La radio siempre había sido el medio para movilizar a los miembros de la reserva en caso de emergencia nacional. 

Finalmente, obligados a la acción por las pruebas irrefutables que presentaba el Mossad, las alarmas comenzaron a sonar en todo Israel anunciando que el país estaba a punto de ser sometido a un ataque desde dos frentes, Siria por el norte y Egipto por el sur. 

La guerra empezó a la 1.55 de la tarde, hora local, mientras el Gabinete de Israel estaba reunido en una sesión de emergencia, mal informado por los estrategas de Aman, que anunciaban el inicio de las hostilidades para las 6 de la tarde, hora que resultó ser una mera conjetura. 

Nunca en la historia de la inteligencia israelí había ocurrido tan calamitoso fracaso en la predicción de los hechos. La gran cantidad de pruebas impecables que Kimche y otros habían proporcionado fue totalmente ignorada. 

Tras el fin de la guerra, cuando Israel había arrebatado la victoria de las garras de la derrota, hubo una purga masiva en los escalafones superiores de Aman. El Mossad reinaba, una vez más, supremo sobre la comunidad de inteligencia, aunque también allí hubo un cambio clave: Zamir fue relevado de su puesto, acusado de no haber sido suficientemente explícito con sus homólogos de Aman. Su lugar fue ocupado por Yitzhak Hofi. 

Kimche recibió su llegada con sentimientos encontrados. En algunos sentidos, Hofi se parecía a Meir Amit: el mismo porte erguido, la misma experiencia de combate, las mismas maneras incisivas y una total incapacidad de tolerancia con los necios. Pero Hofi también era franco hasta la rudeza y la tirantez entre ambos databa de los días en que, entre otras tareas, habían instruido reclutas en la escuela de entrenamiento del Mossad. Hofi, con su mentalidad de kibbutz no apta para tonterías, había demostrado poca paciencia con el lánguido intelectualismo de Kimche y su refinado acento inglés cuando se dirigía a los estudiantes. Pero Kimche no sólo era ya un agente maduro, sino también el segundo de Hofi. Había sido promovido a director general adjunto poco antes de que Zamir dejara el cargo. Hofi y Kimche aceptaron que debían dejar a un lado sus diferencias personales para que el Mossad continuara actuando con la máxima eficiencia. 

Se le encomendó a Kimche una de las tareas más difíciles dentro del Mossad: fue puesto a cargo de la «cuenta libanesa». La guerra civil en el Líbano había empezado dos años después de la guerra del Yom Kippur y, cuando Kimche se hizo cargo de «la cuenta», los cristianos libaneses libraban una batalla perdida. Tal como, años antes, Salman había ido a la embajada israelí en París para dar los primeros pasos en el robo del Mig iraquí, en septiembre de 1975 un emisario de los cristianos fue hasta allí para solicitar a Israel las armas necesarias para evitar su aniquilación. La solicitud terminó en el escritorio de Kimche, que vio en ella una oportunidad para que el Mossad se introdujera en «la carpintería libanesa». 

Le dijo a Hofi que políticamente tenía sentido «apoyar en parte» a los cristianos contra los musulmanes que estaban decididos a destruir Israel. Una vez más su interpretación fue aceptada. Israel daría a las milicias cristianas armas para enfrentarse a los musulmanes, pero no las suficientes como para que representaran una nueva amenaza. El Mossad empezó a embarcar armas hacia el Líbano. Luego, Kimche colocó oficiales del Mossad en los puestos de comando cristianos. Aparentemente estaban allí para sacar el máximo partido del armamento pero, en realidad, los oficiales proporcionaban a Kimche un continuo flujo de información que le permitía trazar un mapa del desarrollo de la guerra civil. Dicha información permitió al Mossad lanzar con éxito una serie de ataques contra fortalezas de la OLP en el sur del Líbano. 

Pero la relación del servicio con los cristianos se agrió en el verano de 1976, cuando los líderes de las milicias invitaron al Ejército sirio a brindarle ayuda adicional contra el Hezbolá proiraní. Ese grupo era visto como una amenaza en Damasco. En pocos días, miles de experimentados combatientes sirios entraron en el Líbano moviéndose hacia la frontera con Israel. Muy tarde comprobaron las milicias cristianas que, en palabras de Kimche, «se habían comportado como Caperucita Roja invitando al lobo». 

Una vez más, los cristianos libaneses recurrieron al Mossad en busca de ayuda. Kimche advirtió que su red para la provisión de armamento, cuidadosamente construida, era insuficiente. Se necesitaba una operación logística a gran escala. Fueron enviados tanques, misiles antitanque y otras armas. La guerra civil del Líbano estaba fuera de control. 

Bajo esa tapadera, Kimche dirigió su propia guerrilla contra la bestia negra de Israel, la OLP. Pronto se extendió contra los libaneses chiítas. El Líbano se convirtió en un campo de prácticas para depurar las tácticas del Mossad, no sólo en asesinatos sino en acción psicológica. Fue una época de halcones para los hombres que trabajaban desde la torre gris, en el paseo del Rey Saúl. 

Dentro del edificio, las relaciones entre Kimche y Hofi se estaban deteriorando. Había rumores de violentos desacuerdos sobre cuestiones prácticas; de que Hofi temía que Kimche ambicionara su puesto; de que Kimche sentía que no se apreciaba debidamente su indudable cooperación. Incluso en la actualidad, Kimche se refiere a ello sólo para decir «que nunca le daría fundamento a un rumor comentándolo». 

Una mañana de primavera de 1980, David Kimche usó su tarjeta de acceso sin restricciones, que había reemplazado las dos llaves, para entrar en el edificio. Al llegar a su oficina se le comunicó que Hofi deseaba verlo inmediatamente. Kimche caminó por el pasillo hacia la oficina del director general, llamó, entró y cerró la puerta tras de sí. 

Lo que allí ocurrió ha pasado a formar parte de la leyenda del Mossad como un episodio de voces cada vez más airadas y acusaciones mutuas. La discusión duró veinte minutos de infarto. Luego Kimche salió de la oficina con los labios apretados. Su carrera en el Mossad había terminado. Pero sus actividades de inteligencia en favor de Israel estaban a punto de entrar en un terreno familiar: Estados Unidos. Esta vez no se trataría del robo de materiales nucleares sino del escándalo que llegó a ser conocido como Irán-contra. 

Tras plantearse su futuro una temporada, Kimche aceptó el cargo de director general del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí. Era el puesto ideal dada su capacidad lógica para desentrañar situaciones. Le ofrecía la oportunidad de utilizar sus aptitudes en el ámbito internacional, mucho más allá del Líbano. 

En Estados Unidos, el culebrón del presidente Nixon y su Watergate se había precipitado hacia un final ineludible. La CÍA estaba bajo sospecha, de un modo nunca visto desde el asesinato de Kennedy, a causa de las cada vez más numerosas revelaciones sobre las actividades de la agencia durante la Administración Nixon. 

Kimche estudió todos los aspectos del drama, «asimilando las lecciones de una catástrofe que nunca debió haber ocurrido. El golpe de gracia fue que Nixon guardó esas cintas. No tendría que haberlo hecho jamás. Sin ellas, probablemente todavía sería presidente». 

Más cerca de casa, lo que ocurría en Irán, un asunto de permanente interés para Israel, también lo mantenía ocupado. Con Jomeini y sus ayatolás firmemente al mando, Kimche se sentía verdaderamente impresionado del modo en que la CÍA y el Departamento de Estado se habían equivocado al juzgar la situación. 

Pero ahora había un nuevo presidente en la Casa Blanca, Ronald Reagan, que prometía un nuevo amanecer para la CÍA. Kimche sabía por sus contactos en Washington que la agencia se convertiría en el «as en la manga» de Reagan en materia de política exterior. A la cabeza de la CÍA estaba William Casey. 

Instintivamente, Kimche supo que no era amigo de Israel pero que no resultaría difícil manipularlo en caso de necesidad. 

Durante los dos años siguientes, como parte de su trabajo, Kimche siguió de cerca las actividades de la CÍA en Afganistán y América Central. Muchas de ellas lo impresionaron por ser «anticuadas operaciones de inteligencia combinadas con algún asesinato brutal».  Luego, una vez más, la atención de Kimche se volvió hacia Irán y hacia lo que había ocurrido en Beirut. 

Unos meses después de que Kimche se hiciera cargo de sus tareas en el Ministerio de Asuntos Exteriores, Israel había empezado a armar a Irán, con el apoyo tácito de Estados Unidos. Israel había aportado la ayuda necesaria para debilitar al régimen de Bagdad como parte de la vieja táctica de Jerusalén que Kimche llamaba «jugar a dos bandas».  

Tres años más tarde, dos hechos habían influido en la situación: se había producido una masacre de marines norteamericanos en Beirut y Estados Unidos albergaba la creciente sospecha de que no sólo el Mossad conocía previamente el ataque sino que también el servicio de inteligencia iraní había ayudado a prepararlo. Se presionó a Israel para que dejara de entregar armas a Teherán. La tensión aumentó con el rapto, tortura y muerte de William Buckley, jefe de la sede de la CÍA en Beirut. En rápida sucesión, otros siete norteamericanos fueron tomados como rehenes por grupos apoyados por Irán. 

Para la dura Administración Reagan, que había llegado al poder con la promesa de aniquilar el terrorismo, la idea de ciudadanos norteamericanos languideciendo bajo los escombros de Beirut exigía acción inmediata. Pero una represalia quedaba completamente descartada: la opción de bombardear Teherán, como sugería Reagan, fue rechazada incluso por sus consejeros más duros. Una misión de rescate también fracasaría, aseguraron los jefes de la Fuerza Delta. 

En ese punto, tuvo lugar una conversación entre el presidente y Robert McFarlane, un ex marine, consejero de seguridad nacional. Kimche recordaba que McFarlane le había relatado el diálogo de este modo: 

— ¿Qué es lo que más necesitan los iraníes, señor presidente? —Dígamelo usted, Bob. 

—Armas para luchar contra Iraq. 

—Entonces les damos lo que quieren y a cambio nos devuelven a nuestra gente. 

Reagan y McFarlane, contra el consejo de Casey y otros jefes de inteligencia, hicieron un razonamiento simple: con armar a Irán no sólo se lograría que los mullabs presionaran al grupo de Beirut para que liberara a los rehenes, sino que mejorarían las relaciones con Teherán. Podría incluso obtenerse el beneficio añadido de debilitar la posición de Moscú en Irán. Se plantaron las semillas de lo que se convertiría en el escándalo Irán-conrra. 

El coronel de la Marina Oliver North fue puesto a cargo de la entrega de armas. North y McFarlane decidieron excluir a la CÍA de sus planes. Ambos eran hombres de acción. Así que, en palabras de North, «era hora de meter a Israel en cintura». También tenía el proyecto personal de visitar Tierra Santa: cristiano practicante, North acariciaba la idea de seguir los pasos de Jesús. 

El primer ministro de Israel, Yitzhak Shamir, decidió que había una sola persona capaz de manejar la solicitud de Washington con la seguridad de que los intereses de Israel serían protegidos. El 3 de julio de 1983, David Kirnche viajó para encontrarse con McFarlane en la Casa Blanca. Kimche dijo que pensaba que el trato, armas por rehenes, funcionaría. Preguntó si la CÍA estaba «activamente involucrada». Se le respondió que no. 

A su vez, McFarlane le preguntó hasta qué punto se comprometería el Mossad: «Después de todo, son los tipos que hacen el trabajo secreto en el extranjero». Kimche le dijo que Rabin, entonces ministro de Defensa, y Shamir habían decidido excluir al Mossad y dejar el asunto en sus manos. McFarlane estuvo de acuerdo. Kimche no le había dicho que el entonces jefe del Mossad, Nahum Admoni, compartía los temores de Casey sobre un trato lleno de riesgos.  McFarlane condujo hasta el Hospital Naval de Bethesda para informar a Reagan, que se reponía de una intervención en el colon, sobre los puntos de vista de Kimche. El presidente hizo sólo una pregunta: «¿Aseguraba Kimche que Israel mantendría el trato en secreto?». Una fuga podía dañar las relaciones de Estados Unidos con otros países árabes moderados, ya temerosos del creciente fundamentalismo de Teherán. McFarlane le aseguró que Israel iba a «cerrar las escotillas». El trato se puso en marcha. Kimche regresó a Israel. Dos semanas después volvía a Washington. En la cena, revélo a McFarlane su estrategia de juego. Kimche recordaba la conversación de este modo: 

—¿Quiere primero las buenas o las malas noticias? 

—Las buenas. 

—Embarcaremos las armas por ustedes, usando las mismas rutas anteriores. —No hay problema —dijo McFarlane. 

El método de Kimche aseguraría que Estados Unidos no tuviera ningún contacto directo con Irán, de modo que no se comprometiera la belicosa actitud de la Administración sobre el manejo del terrorismo: el embargo de Estados Unidos a Irán quedaría intacto y los rehenes, una vez libres, no habrían sido directamente canjeados por armas. 

Entonces McFarlane quiso saber las malas noticias. Kimche dijo que sus contactos, bien situados en Irán, dudaban de que los mullahs pudieran realmente lograr la liberación de los rehenes. «Los grupos radicales se les están escapando de las manos», comentó a su anfitrión.  Si McFarlane estaba desilusionado, no lo demostró. Al día siguiente, el Secretario de Estado, George Shultz, le dijo a Reagan, ya de vuelta en el despacho oval, que los riesgos eran muy elevados. ¿Qué ocurriría si los iraníes tomaban las armas y luego revelaban el trato para avergonzar al «gran Satanás» como llamaban a Estados Unidos? ¿No provocaría eso un acercamiento mayor de Irak hacia el bando soviético? ¿Y qué pasaría con los rehenes?  Su situación podía empeorar. Toda la mañana continuó con sus argumentos. Para el mediodía, Reagan estaba visiblemente cansado. Cuando se decidió, lo hizo de manera repentina. El presidente acordó que Estados Unidos reemplazaría todo el armamento que Israel vendiera a Irán. Una vez más, Kimche regresó a casa con luz verde. Sin embargo, Shamir insistió en que debía dar todos los pasos necesarios para «negar cualquier relación con el asunto en caso de que hubiera problemas». 

Con este fin, Kimche reunió un pintoresco grupo de personajes para iniciar la operación. 

Estaba Adnan Khashoggi, un millonario saudí del petróleo con el hábito de comer caviar a espuertas y buen ojo para las chicas de portada; Manacher Thorbanifer, un ex agente del conocido SAVAK, servicio secreto del sha, que todavía se comportaba como un espía y programaba encuentros en plena noche. También participaba el igualmente misterioso Yakov Nimrodi, que había dirigido agentes de Aman y había sido agregado militar de la embajada israelí en Teherán durante el reinado del sha. Siempre invariablemente acompañado de Al Schwimmer, el silencioso fundador de las Industrias Aéreas Israelíes. 

Khashoggi cerró un trato precursor de lo que vendría. Encabezó un consorcio que indemnizaría a Estados Unidos si Irán no cumplía sus obligaciones y que protegería igualmente a Irán si las armas no eran aceptables según las especificaciones. Por estas garantías, el consorcio recibiría un diez por ciento en efectivo, en moneda norteamericana, por la venta total de armas. A cambio, actuaría también como parachoques para asegurar una inmunidad razonable a los Gobiernos de Estados Unidos e Irán si algo salía mal. Todo el mundo entendió que el consorcio trabajaría fuera del control político y estaría motivado exclusivamente por el interés económico. 

A fines de agosto de 1985, la primera carga de armas aterrizó en Teherán, procedente de Israel. El 14 de septiembre, un rehén norteamericano, el reverendo Benjamín Weir, fue liberado en Beirut. A medida que se aceleraba el paso, más personajes dudosos se agregaron al consorcio, entre ellos Miles Copeland, un ex agente de la CÍA, que en la víspera de la caída del monarca había mandado gente a los mercados de Teherán para que repartieran billetes de cien dólares a los que se animaran a gritar « Viva el sha». Otras figuras turbias, como un ex oficial de los SAS que dirigía una compañía en Londres y había prestado servicios al Mossad, también participaron. Mientras tanto, los políticos de Israel y Washington miraban para otro lado. Todo lo que importaba era que la operación se estaba llevando a cabo bajo las narices de un mundo ignorante, al menos por el momento. 

En total, Irán recibiría ciento veintiocho tanques norteamericanos, doscientos mil cohetes Katysha requisados en el Líbano, diez mil toneladas de obuses de todo calibre, tres mil misiles aire-aire, cuatro mil rifles y casi cincuenta millones de municiones. 

Desde la base aérea de Marama, en Arizona, más de cuatro mil misiles TOW fueron trasladados a Guatemala para proseguir desde allí su camino hacia Tel Aviv. Desde Polonia y Bulgaria, ocho mil misiles Sam 7 fueron embarcados, junto con mil AK-47. China aportó cientos de misiles navales Gusano de seda, autos blindados y transportes anfibios. Suecia mandó proyectiles de artillería de 105 mm y Bélgica, misiles aire-aire. 

Las armas fueron embarcadas con certificados que indicaban Israel como destino final. Desde las bases aéreas del Negev, el consorcio enviaba las armas a Teherán en aviones de transporte especialmente contratados. El consorcio recibía «una comisión por el flete» pagada por Irán con fondos de las cuentas suizas. La suma alcanzó unos siete millones de dólares. Israel no recibió recompensa económica, sólo la satisfacción de ver que Irán mejoraba su capacidad para matar a más iraquíes en la larga guerra abierta entre ambos países. Para David Kimche era un ejemplo más de la política del «divide y vencerás» que siempre había alentado.  Sin embargo, sus bien entrenados instintos le advertían que lo que había empezado como una «operación dulce» corría el peligro de descontrolarse. En su opinión, «los hombres inadecuados tenían ahora demasiado poder en el consorcio». 

Su creación había demostrado una vez más la realpolitik israelí: el país estaba listo para ayudar a Estados Unidos porque reconocía que no podía sobrevivir sin el apoyo de Washington en otras áreas. También era un modo de probar que Israel podía actuar decisivamente en el escenario mundial y guardar el secreto. 

Pero cuanto más duraba la operación de intercambio de armas por rehenes, Kimche sentía que aumentaba la posibilidad de que fueran descubiertos. En diciembre de 1985 avisó al consorcio de que no podía seguir involucrado en sus actividades por más tiempo, con la vieja excusa de que el trabajo en el ministerio lo superaba. 

El consorcio le agradeció su ayuda, le ofreció una cena de despedida en un hotel de Tel Aviv y le comunicó que iba a ser reemplazado como enlace israelí por Amiram Nir, consejero de Peres en materia de terrorismo. . Ese fue el momento, Kimche lo admitiría después, en que el trato de armas por rehenes se empezó a deslizar rápidamente hacia la autodestrucción. Si alguien podía descarrilarlo, ése era Nir. Ex periodista, Nir había mostrado los signos alarmantes de considerar las tareas de inteligencia en la vida real parte del mismo mundo descrito en las novelas de James Bond que tanto le gustaban. Compartía esa debilidad fatal con hombres del Mossad, que habían decidido también que los periodistas podían ser útiles a sus propósitos. 

En abril de 1999, David Kimche demostró que no había perdido su habilidad para interpretar correctamente la situación política en Oriente Medio. Yasser Arafat, el hombre a quien alguna vez había planeado asesinar, «porque era mi enemigo de sangre, seguro de que su muerte sería una gran victoria para Israel», se había convertido ahora en «la mejor esperanza de Israel para una paz duradera. El señor Arafat sigue sin ser mi idea de un perfecto vecino, pero es el único líder palestino capaz de hacer concesiones a Israel y retener el poder y el apoyo de su gente».  Kimche creía que había encontrado algo en común con Arafat. Estaba convencido de que el líder de la OLP se había dado cuenta finalmente de algo que Kimche había entendido un cuarto de siglo antes: «La verdadera amenaza que implica el fundamentalismo islámico para el nuevo milenio». 

Sentado en su pequeño estudio, que daba a un jardín pictórico, Kimche estaba en condiciones de emitir un juicio equilibrado. «No puedo perdonar a mi viejo enemigo por aprobar la muerte de mis compatriotas, décadas atrás. Pero también sería imperdonable negar a Arafat —y a los israelíes— la oportunidad de terminar para siempre con el derramamiento de sangre».  

8 --Ora y el monstruo 

Aquel último viernes de abril de 1988, el vestíbulo del hotel Meridien Palestina, en Bagdad, estaba repleto como siempre, y el ánimo era entusiasta. Irak acababa de ganar una batalla decisiva contra Irán en el golfo de Basra y había consenso en que la guerra se encaminaba a su fin, después de siete años sangrientos. 

La inminente victoria iraquí podía ser atribuida, al menos en parte, a los extranjeros que se hallaban sentados en el vestíbulo, con sus chaquetas de buen corte, los pantalones impecablemente planchados y la sonrisa permanente de los hombres de negocios con éxito. Eran vendedores de armas que esperaban colocar sus últimos modelos, aunque nunca utilizaban esa palabra: preferían expresiones más neutrales como «intercambio óptimo», «sistemas de control» o «capacidad de crecimiento». Representaban a la industria de Europa, la Unión Soviética, China y Estados Unidos. El lenguaje común de su negocio era el inglés, hablado en gran variedad de dialectos. 

Sus anfitriones iraquíes no necesitaban traducción: se les ofrecía un surtido de bombas, torpedos, minas y otros elementos de destrucción. Los folletos que pasaban de mano en mano mostraban helicópteros con nombres de dibujo animado: Caballero del mar, Cbinook, Caballo de mar. Un helicóptero Mamá grande podía transportar un pequeño puente; otro, la Máquina increíble, podía trasladar un pelotón entero. Los folletos anunciaban armas que disparaban dos mil tiros por minuto o acertaban a un blanco en movimiento, en plena oscuridad, por medio de una mira informatizada. Cualquier tipo de arma se encontraba a la venta. 

Sus anfitriones hablaban una jerga esotérica que los vendedores también entendían: «veinte en el día», «treinta a mitad y mitad menos uno», veinte millones de dólares contra entrega o treinta millones por un envío a pagar mitad en el acto y, la otra mitad, el día anterior al embarque de las armas. 

Vigilando este cambiante mercado de comerciantes y clientes que bebían té de menta, se encontraban los oficiales del Da'lrat al Mukhabarat al Amah, el principal servicio de inteligencia de Irak, controlado por Sabba'a, el medio hermano de Saddam Hussein, casi tan temible como él. 

Algunos de esos vendedores de armas habían estado en aquel mismo lugar siete años antes, cuando sus azorados anfitriones les habían contado que Israel, un enemigo aún más odiado que Irán, había dado un golpe poderoso contra la maquinaria militar iraquí. 

Desde la formación del Estado judío, entre Israel e Irak había existido una situación de guerra declarada. Israel había confiado en que sus fuerzas convencionales podían derrotar a Irak. Pero en 1977, Israel descubrió que el Gobierno francés, que le había proporcionado su capacidad nuclear, también había enviado un reactor y «asistencia técnica» a Irak. La instalación se encontraba en Al Tuweitha, al norte de Bagdad. 

Las Fuerzas Aéreas israelíes habían planeado bombardear el emplazamiento antes de que se volviera demasiado «caliente», con las barras de uranio dentro del núcleo del reactor. Destruirlo entonces habría causado muerte y contaminación masiva y convertido Bagdad y una considerable parte del territorio iraquí en un desierto radiactivo. Para Israel habría significado una condena mundial. 

Por estas razones, Yitzhak Hofi, el entonces jefe del Mossad, se opuso a la operación, argumentando que, de cualquier manera, un ataque aéreo causaría la muerte de muchos técnicos franceses y aislaría a Israel de los países europeos a los que trataba de convencer de sus intenciones pacíficas. Bombardear el reactor también significaría poner fin a la delicada maniobra de persuadir a Egipto para que firmara un tratado de paz. 

Se encontró con una casa dividida. Varios de sus jefes de departamento argumentaban que no había otra alternativa que neutralizar el reactor. Saddam era un enemigo despiadado; una vez que tuviera un arma nuclear, no dudaría en usarla contra Israel. ¿Y desde cuándo Israel se preocupaba por hacer amigos en Europa? Norteamérica era lo único que interesaba y en Washington se rumoreaba que eliminar el reactor no iba a costarles más que un tirón de orejas por parte del Gobierno. 

Hofi probó una nueva táctica. Sugirió que Estados Unidos presionara diplomáticamente a Francia para que no enviara el reactor. Washington recibió un brusco desaire desde París. Israel eligió entonces una ruta más directa. Hofi mandó un equipo de katsas a hacer una incursión en la planta francesa de La Seyne-sur-Mer, cerca de Tbulon, donde se construía el núcleo del reactor nuclear. Fue destruido por una organización de la que nadie había oído hablar hasta entonces, el Grupo Ecológico Francés. Hofi en persona había inventado el nombre. 

Mientras los franceses empezaban a construir un nuevo reactor, los iraquíes enviaron a París a Yahya al Meshad, miembro de la Comisión de Energía Atómica, para arreglar el embarque de combustible nuclear hacia Bagdad. Hofi mandó un equipo kidon para asesinarlo. Mientras los otros patrullaban las calles circundantes, dos de ellos usaron una llave maestra para entrar en la habitación de Meshad. Le cortaron el cuello y lo apuñalaron en el corazón. El cuarto fue revuelto para simular un robo. Una prostituta de la habitación contigua dijo a la policía que había prestado servicios al científico pocas horas antes de su muerte. Más tarde, ocupada con otro cliente, había oído un «movimiento inusual» en la habitación de Al Meshad. Horas después de que declarara ante la policía fue atropellada por un automóvil. El vehículo jamás fue encontrado. El equipo kidon tomó un vuelo de El Al con destino a Tel Aviv. 

A pesar de este nuevo golpe, Irak, con la ayuda de Francia, continuó con sus intenciones de convertirse en una potencia nuclear. En Tel Aviv, las Fuerzas Aéreas proseguían con sus preparativos mientras los jefes de inteligencia discutían con Hofi por sus continuas objeciones. 

El jefe del Mossad se vio desafiado por un adversario insólito. Su adjunto, Nahum Admoni, argüía que destruir el reactor no sólo era esencial sino que daría «una lección a otros árabes con ideas brillantes». 

Para octubre de 1980, el debate ocupaba todas las reuniones de gabinete del primer ministro Menahem Begin. Se traían a colación viejos argumentos. Hofi se convirtió en una voz solitaria contra el ataque. No obstante, siguió luchando y presentando alegatos bien escritos, sabiendo que redactaba su propio obituario profesional. 

Admoni ocultaba cada vez menos su desprecio por la posición de Hofi. Los dos hombres, que habían sido amigos íntimos, se convirtieron en fríos colegas. A pesar de todo, transcurrieron seis meses de agrias discusiones entre el jefe del Mossad y su personal superior hasta que el Estado Mayor ordenó el ataque, el 15 de marzo de 1981. 

El ataque fue una obra maestra de la táctica. Ocho cazabombarderos F-16, escoltados por seis cazas F-15, pasaron en vuelo rasante sobre las dunas y el Jordán antes de partir como rayos hacia Irak. Llegaron al blanco en el momento preciso, a las 5.34 de la tarde, hora local, minutos después de que el personal francés abandonara el lugar. Hubo nueve bajas. La planta nuclear quedó reducida a escombros. La escuadrilla regresó sin novedad. La carrera de Hofi en el Mossad había terminado. Admoni lo reemplazó. 

Ahora, esa mañana de abril de 1988, los traficantes de armas —que hacía siete años se habían compadecido de sus huéspedes por el ataque israelí, antes de venderle a Iraq mejores equipos de radar— se hubieran asombrado de saber que, en el hotel, un agente del Mossad tomaba nota de sus nombres y sus ventas. 

Ese viernes, un poco más temprano, los tratos se habían interrumpido momentáneamente por la llegada de Sabba'a al Tikriti, jefe de la policía secreta iraquí, acompañado por su propia guardia pretoriana. E] medio hermano de Saddam Hussein se dirigió a los ascensores para subir a la suite del último piso. Allí lo esperaba una prostituta alta y curvilínea, traída de París para su placer. Se le pagaba muy bien por un trabajo de alto riesgo. Algunas de las rameras anteriores habían simplemente desaparecido del mapa después que Sabba'a terminara con ellas. 

El jefe de seguridad se fue a media tarde. Un poco después, de una suite contigua a la de la prostituta salió un joven alto, vestido con una chaqueta de algodón azul y pantalones livianos. Tenía un aire decadente y el hábito nervioso de pasarse la mano por el bigote o restregarse la cara acentuaba su vulnerabilidad. 

Se llamaba Farzad Bazoft. En el registro del hotel, cuya copia había sido enviada como de costumbre a Sabba'a, Bazoft constaba como «jefe de corresponsales extranjeros» para el Observer, el periódico dominical inglés. 

La descripción era inexacta: sólo el personal fijo del periódico que trabajaba en el extranjero podía ser considerado «corresponsal en el extranjero». Bazoft era un periodista independiente que, durante el último año, había realizado colaboraciones para el Observer y escrito varios artículos sobre temas de Oriente Medio. Bazoft había admitido frente a otros periodistas que se encontraban en Bagdad, que siempre se hacía pasar por «jefe de corresponsales» del Observer en viajes a ciudades como Bagdad, porque con eso conseguía las mejores habitaciones disponibles. La inocente mentira formaba parte de su encanto algo infantil. 

Había otra faceta más oscura de la personalidad de Bazoft que sus colegas de la prensa desconocían y que podía incluso ponerlos en peligro si se involucraban en las verdaderas razones por las cuales estaba en Bagdad. Bazoft era espía del Mossad. 

Lo habían reclutado tres años antes, cuando llegó a Londres procedente de Teherán, donde sus crecientes críticas al régimen de Jomeini habían puesto en peligro su vida. Como a muchos antes que él, a Bazoft Londres le resultaba una ciudad ajena y encontraba a los ingleses muy reservados. Había tratado de hacerse un lugar en la comunidad iraní en el exilio y, durante una temporada, sus considerables conocimientos sobre la estructura política de Teherán lo convirtieron en un huésped bienvenido a la hora de cenar. Pero ver siempre los mismos rostros familiares acabó por cansar al joven inquieto y ambicioso. 

Bazoft había empezado a buscar algo más excitante que disecar noticias de Teherán. Comenzó a establecer contactos con Irak, el enemigo de Irán. A mediados de 1980, había un gran número de iraquíes en Londres. Eran visitantes apreciados porque los británicos veían en Iraq no sólo un buen comprador para sus productos, sino también una nación que, bajo el régimen de Saddam Hussein, controlaría el amenazador régimen fundamentalista islámico de Jomeini. 

Bazoft decidió frecuentar a los iraquíes. Sus nuevos amigos eran más distendidos y estaban más dispuestos a «desmelenarse» que los iraníes. A cambio, quedaban cautivados por sus modales gentiles y sus interminables agudezas sobre los ayatolás de Teherán. 

En una fiesta conoció a un hombre de negocios iraquí, Abu al Hibid al que, una vez más ligeramente ebrio al final de la noche, confesó su ambición de convertirse en reportero y que sus héroes eran Bob Woodward y Cari Bernstein, los responsables de la caída del presidente Nixon. Bazoft le dijo a Abu al Hibid que moriría feliz si pudiera derribar a Jomeini. En aquel entonces, Bazoft escribía artículos para un periódico iraní de escasa circulación entre los exiliados en Londres. 

Abu al Hibid era el alias de un katsa nacido en Irak. 

En su siguiente informe a Tel Aviv, incluyó una nota sobre Bazoft, su trabajo y sus aspiraciones. No había nada inusual en ello: miles de nombres pasaban todas las semanas a engrosar la base de datos del Mossad. 

Pero Nahum Admoni dirigía el Mossad con mucha ansiedad por desarrollar sus contactos en Irak. El katsa de Londres recibió instrucciones de relacionarse con Bazoft. Invitado a cenar varias veces, Bazoft se quejó a Al Hibid de que sus editores no aprovechaban plenamente su potencial. Su anfitrión le sugirió que debía abrirse paso en las altas esferas del periodismo inglés. Debía haber una oportunidad para un reportero con buen dominio lingüístico y conocimientos sobre Irán. Al-Hibid sugirió que la BBC podría ser un buen comienzo. 

En la cadena de radiotelevisión había varios sayanim cuyas tareas eran revisar los programas que se emitían sobre Israel y vigilar a las personas contratadas por la BBC para el servicio en lengua árabe. Si algún sajan tuvo algo que ver en la contratación de Bazoft nunca se sabrá con certeza pero, muy poco después de hablar con Al Hibid, le encargaron un trabajo de investigación. Lo hizo bien. Siguió otro. Los editores de noticias podían confiar en Bazoft a la hora de encontrar sentido a las intrigas de Teherán. 

En Tel Aviv, Admoni decidió que era el momento de hacer la siguiente jugada. Con las revelaciones del Irán-contra saliendo a la luz en Estados Unidos, el jefe del Mossad decidió exponer el papel de Yakov Nimrodi, un ex agente de Aman, en el floreciente escándalo. Había sido miembro del consorcio creado por David Kimche y había usado su propio historial de inteligencia para mantener al Mossad apartado de lo que estaba ocurriendo. Hombre astuto y de habla fácil, Nimrodi había llevado al secretario de Estado, George Shultz, a comentar que «el programa de Israel no es el mismo que el nuestro y no podríamos confiar plenamente en ellos en lo que concierne a Irán». 

Cuando Kimche se retiró del consorcio, Nimrodi permaneció en él un tiempo más. Pero, a medida que las repercusiones desde Washington se volvían peores y más comprometedoras para Israel, el ex agente de Aman se iba esfumando. Admoni, picado por la forma en que Nimrodi había tratado al Mossad, tenía otros planes: humillaría públicamente a Nimrodi y, al mismo tiempo, daría un espaldarazo a la carrera de Bazoft para mayor beneficio del Mossad.  Al Hibid brindó suficientes detalles al reportero para que se diera cuenta de que aquél podía ser su gran despegue. Llevó la historia al Observen Fue publicada con referencias a «un misterioso israelí, Nimrodi, implicado en el asunto Irán-contra». Pronto Bazoft se convirtió en colaborador habitual del Observer, Finalmente, un premio codiciado para alguien que no formaba parte de la plantilla, se le dio un escritorio propio. Significaba que no tendría que seguir pagando los gastos telefónicos para rastrear una historia desde casa y que podría además cargar los de entretenimiento. Pero todavía le seguirían pagando sólo por lo que apareciera en el diario. Era un incentivo para conseguir historias y para que realizara algún viaje a Oriente Medio. Mientras estuviera viajando tendría todos los gastos pagados y, como todos los periodistas, podría manipularlos para ganar algún dinero más del que de hecho le correspondía. La escasez de dinero siempre había sido un problema para Bazoft, algo que ocultaba cuidadosamente a sus colegas del periódico. Por cierto, ninguno sospechaba que el reportero, que pasaba horas hablando por teléfono en persa, era un ladrón convicto. Bazoft había pasado dieciocho meses en la cárcel después de asaltar una sociedad constructora. En la sentencia, el juez había ordenado que Bazoft fuera deportado tras su liberación. Bazoft apeló sobre la base razonable de que sería ejecutado si lo enviaban de vuelta a Irán. Aunque la apelación fue rechazada, se le concedió una «dispensa excepcional» para permanecer en Gran Bretaña por tiempo indefinido. Las causas de una decisión tan inusual han permanecido ocultas en alguna bóveda del Ministerio del Interior. 

Si el Mossad, habiendo detectado el potencial de Bazoft, utilizó uno de sus bien situados colaboradores en Whitehall para facilitar las cosas, sigue siendo una cuestión sin respuesta. Pero la posibilidad no debe ser descartada. 

Cuando Bazoft salió de la cárcel empezó a sufrir episodios depresivos que combatía con un tratamiento homeopático. Estos antecedentes habían sido desempolvados por el katsa del Mossad. Más tarde, un escritor inglés, Rupert Alison, miembro conservador del Parlamento y reconocido experto en materia de reclutamientos de inteligencia, diría que una personalidad como la de Bazoft constituía un blanco perfecto para el Mossad. 

Un año después de conocerse, Al Hibid reclutó a Bazoft. Cómo y dónde se hizo continúa siendo un misterio. El dinero tuvo que ser un buen aliciente para Bazoft, siempre escaso de recursos. Y para alguien que veía el mundo de un modo dramático, la perspectiva de hacer realidad otro de sus sueños —ser espía como otro de los corresponsales a los que admiraba, Philby, que también había trabajado en el Observer como tapadera para sus actividades como espía soviético— puede que también fuera otro factor decisivo. 

Lo cierto es que Bazoft comenzó a labrarse una reputación propia: sabía suplir la falta de estilo con un sólido trabajo de investigación. Todo lo que descubría en Irán lo transmitía al katsa de Londres. Al mismo tiempo que los artículos para el Observer, Bazoft recibió encargos de la ITN, una agencia televisiva de noticias, y de los diarios del grupo Mirror.  En esa época, el editor para noticias del extranjero del Daily Mirror era Nicholas Davies. Tenía un don para el chisme, mucha resistencia a la bebida y siempre estaba listo para pagar una ronda. Su acento del norte de Inglaterra no había desaparecido: los colegas decían que se había pasado horas ensayando el tono melifluo que usaba ahora. Las mujeres encontraban atractivos sus modales sencillos y la manera imperiosa en que ordenaba la cena y elegía un buen vino. Adoraban su carácter mundano, la manera en que hablaba de lugares lejanos como si fueran parte de su propio feudo. Avanzada la noche y tras tomar otro trago, relataba aventuras que los cínicos consideraban meras fabulaciones. 

Ni por un momento, nadie —ni sus colegas en el Mirror, ni su vasto círculo de amigos ajenos al periódico, ni siquiera su esposa Janet, una australiana que había protagonizado la famosa serie de la BBC Dr. Who— supo que Nahum Admoni había autorizado que reclutaran a Davies. 

Davies siempre insistió en que, aunque «había existido un acercamiento», nunca había servido como agente del Mossad y que su presencia en el vestíbulo del hotel aquella tarde de un viernes de abril se debía sólo a su labor como periodista. Vigilaba a los tratantes de armas mientras hacían su trabajo. No recordaba de qué había hablado con Bazoft en el vestíbulo, pero dijo: «Me imagino que habrá sido sobre lo que estaba sucediendo.» Se negó a concretar qué, una posición que mantuvo a ultranza. 

Ambos periodistas habían viajado a Irak con otros colegas (entre ellos, el autor de este libro, que lo hizo para la Asociación de Prensa, el servicio nacional de cable británico). Durante el viaje desde Londres, Davies había entretenido a sus colegas con historias indecorosas sobre Robert Maxwell, que había comprado la cadena Mirror. Lo llamaba «un monstruo sexual con un apetito voraz para seducir a sus secretarias». Dejó claro que estaba muy próximo a Maxwell, «aunque el capitán Bob es un infierno, sabe que sé demasiado como para echarme». La pretensión de Davies de ser invulnerable debido a lo que sabía acerca de la vida del magnate fue considerada por todos una exageración. 

Durante el vuelo Farzad Bazoft se mantuvo silencioso, habló poco con los demás y se limitó a conversar en persa con las azafatas. En el aeropuerto de Bagdad, su pericia como traductor allanó las dificultades con los «guías» iraquíes asignados al grupo. En un susurro, Davies aseguró que eran agentes de seguridad. «Estos cabrones dormidos no reconocerían un espía aunque llevara un cartel», dijo Davies proféticamente. 

En el Meridian-Palestina, el hombre del Daily Mirror informó a sus compañeros de viaje que se encontraba allí porque estaba «asquerosamente aburrido de Londres». Pero dejó claro que no tenía ninguna intención de seguir el itinerario oficial, que incluía una visita al campo de batalla de Basra, donde el Ejército iraquí estaba ansioso por hacer gala de los despojos de la guerra tras su victoria sobre las fuerzas iraníes. Bazoft dijo que no creía que el viaje al golfo interesara a su periódico. 

Esa noche del viernes de abril de 1988, después de pasar horas contemplando a los tratantes de armas y mantener varias conversaciones con Davies, Farzad Bazoft comió solo en la cafetería del hotel. Declinó una invitación para unirse a otros periodistas de Londres con la excusa de que «debía revisar su agenda». Durante la comida le avisaron para que atendiera una llamada telefónica en el vestíbulo. Volvió unos minutos después con aspecto pensativo. Había pedido postre, pero repentinamente dejó la mesa e ignoró los chistes groseros de otros periodistas que lo acusaban de tener una chica escondida por ahí. 

No regresó hasta el día siguiente. Apareció aún más tenso y dijo, entre otros a Kim Fletcher, un periodista independiente que trabajaba en ese momento para el Daily Mail, que «todo está bien para ustedes, nacidos y criados en Gran Bretaña. Yo soy iraní y eso me hace diferente». Fletcher no fue el único en preguntarse si aquello no era «un nuevo gimoteo de Bazoft sobre las dificultades de tener un pasado como el suyo». 

Bazoft pasó el día paseando por el vestíbulo del hotel o en su suite. Abandonó brevemente el establecimiento dos veces. En el vestíbulo mantuvo varias conversaciones con Davies, que más tarde declaró que Bazoft «andaba como cualquiera detrás de una historia, preguntándose si lograría lo que deseaba». Por su parte, el editor de la sección internacional del Mirror anunció que no pensaba escribir nada «porque aquí no hay nada que pueda interesarle al capitán Bob». 

Esa tarde, Bazoft dejó una vez más el hotel. Como de costumbre, un iraquí lo siguió. Pero cuando reapareció iba solo. Los periodistas le oyeron comentar a Davies «que no estaba dispuesto a ser seguido como una perra en celo». 

La risa de Davies no logró animar a Bazoft. Una vez más se dirigió a su suite. Cuando volvió a aparecer en el vestíbulo les dijo que no regresaría a Londres con ellos. «Ha surgido algo», dijo en el tono misterioso que le gustaba usar de vez en cuando. 

«Tendría que ser una historia muy buena para que yo me quedara aquí», comentó Fletcher.  Horas después, Bazoft dejó el hotel. Aquélla fue la última vez que sus compañeros lo vieron hasta que apareció en un vídeo distribuido por el régimen iraquí en todo el mundo, siete semanas después de su arresto, en el que confesaba ser un espía del Mossad. 

Durante ese tiempo, Bazoft llevó a cabo una misión que hubiera puesto a prueba la destreza del katsa mejor entrenado. Se le había ordenado descubrir los avances en los planes de Gerald Bull para fabricar una superarma en Irak. Que se le hubiera encomendado tal tarea indicaba hasta qué punto sus superiores estaban dispuestos a explotarlo. El Mossad también había tomado sus precauciones para que, en caso de que Bazoft fuera atrapado, pareciera que trabajaba para una compañía con sede en Londres, Sistemas de Defensa Limitada. Cuando Bazoft fue arrestado cerca de uno de los enclaves de prueba de la superarma, los agentes iraquíes encontraron en su poder documentos reveladores de su relación con la compañía. La empresa ha negado toda relación con Bazoft o cualquier contacto con el Mossad. 

En el vídeo, Bazoft tenía la mirada a veces perdida. Luego le centelleaban los ojos y echaba una mirada rápida a la habitación. De fondo se veía una bonita cortina estampada con profusión de zarcillos. Tenía el aspecto de alguien que no puede evitar que lo aniquilen.  Los psicólogos del Mossad en Tel Aviv estudiaron cada fotograma. Para ellos, las etapas en la desintegración de Bazoft seguían el mismo esquema que habían notado cuando extraían confesiones de un terrorista capturado. Primero Bazoft habría experimentado incredulidad, una negación instintiva de que lo que estaba pasando le estuviera ocurriendo precisamente a él. Eso habría dado paso a una certeza sobrecogedora y destructiva. Le estaba pasando a él. En esa etapa, el indefenso periodista pudo haber experimentado dos reacciones: pánico paralizante y un compulsivo deseo de hablar. Este era el momento del vídeo en el que confesó que trabajaba para el Mossad. 

Su tono monótono sugería que había sufrido ataques de depresión exógena durante su cautiverio, como resultado de haber sido separado de su ambiente habitual y de haber visto su estilo de vida totalmente desbaratado. Se habría sentido continuamente cansado y el sueño permitido no le sería suficiente. En ese punto la autoacusación habría llegado a su punto más destructivo y su sensación de desesperanza, maximizada. La culpa se habría apoderado de él. Como el prisionero de El proceso de Kafka, se habría sentido «estúpido» por la manera en que se había comportado y puesto en peligro a otros. 

En el vídeo, los ojos de Bazoft mostraban signos de que había sido drogado. Los farmacólogos del Mossad encontraban imposible determinar qué tipo de drogas habían usado con él. 

Nahum Admoni sabía que una confesión tan abyecta como la que contenía el vídeo era el preludio a la ejecución de Bazoft. El jefe del Mossad ordenó a sus especialistas en acción psicológica lanzar una campaña para desviar las preguntas embarazosas sobre la relación del servicio con Bazoft. 

Algunos miembros del Parlamento inglés criticaron inmediatamente al Observer por enviar a Bazoft a Irak. Al mismo tiempo, periodistas con credibilidad lanzaron el rumor de que Saddam Hussein seguía atentamente por vídeo los interrogatorios a Bazoft. Bien pudo haber sido cierto. Por lo menos, era un buen medio para recordar al mundo que la tortura y el asesinato constituían elementos de la política de Irak. Bazoft fue ejecutado en la horca en marzo de 1990. Sus últimas palabras fueron: «No soy un espía israelí». 

En Londres, Nicholas Davies leyó la noticia de la ejecución en una nota de la agencia Reuters, que llegó hasta su escritorio de la sección internacional del Daily Mirror. Como hacía con todas las historias sobre Oriente Medio que consideraba importantes, la llevó a la oficina de Robert Maxwell. 

Desde 1974, el editor había sido el sayan más poderoso de Gran Bretaña. Davies recordaba que «Bob leyó la nota sin comentarios», pero que «honestamente» no podía recordar lo que había sentido por la muerte de Bazoft. 

En Tel Aviv, entre los que se enteraron de la ejecución, se encontraba uno de los personajes más pintorescos que había servido al espionaje israelí, Ari ben Menashe. Hasta ese momento no había sabido de la existencia de Bazoft. Pero eso no impidió que el apasionado Ben Menashe sintiera pena por «otro buen hombre que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado». Juicios emocionales como ése habían impedido al bien parecido y sagaz Ben Menashe ocupar puestos importantes en la comunidad de inteligencia israelí. Sin embargo, durante diez años, de 1977 a 1987, había ocupado un cargo relevante en el Departamento de Relaciones Exteriores de las Fuerzas Armadas israelíes, una de las organizaciones de espionaje más poderosas, 

El DRE había sido creado en 1974 por el primer ministro Yitzhak Rabin. Dolido por la manera en que la coalición sirioegipcia había sorprendido a Israel en la guerra del Yom Kippur, había decidido que la única manera de evitar otro fracaso de inteligencia semejante sería tener un perro guardián que vigilara a los otros servicios y, al mismo tiempo, realizara su propia tarea de inteligencia,. 

Cuatro ramas se habían abierto para operar bajo el paraguas del DRE. La más importante era el SIM, que proporcionaba «asistencia especial» para el creciente número de «movimientos de liberación» en Irán, Irak y, en menor grado, Siria y Arabia Saudí. La segunda rama, el RESH, proporcionaba enlaces con otros servicios de inteligencia amigos. A la cabeza estaba la Oficina de Seguridad del Estado de Sudáfrica. El Mossad tenía una unidad similar, llamada TEVEL, que también tenía lazos con la inteligencia de la República Sudafricana. La relación entre el RESH y TEVEL era a menudo tensa porque sus funciones se solapaban. 

Un tercer departamento del DRE, Relaciones Externas, se ocupaba de los agregados militares israelíes y de todo el personal de las Fuerzas Armadas que trabajaba en el extranjero. El departamento seguía también las actividades de los agregados militares extranjeros en Israel. Eso causó otro conflicto, esta vez con el Shin Bet, que hasta ese momento tenía la prerrogativa de informar sobre dichas actividades. La cuarta rama del DRE se llamaba Inteligencia Doce. Destinada a tratar con el Mossad, esta unidad había agriado todavía más las relaciones con los hombres del edificio del paseo del Rey Saúl. Sentían que el DRE iba a disminuir su poder. 

Ben Menashe había sido destinado al RESH con la responsabilidad específica de la «cuenta iraní». Llegó en un momento en que Israel estaba a punto de perder a su más poderoso aliado en la región. Durante más de un cuarto de siglo, el sha de Irán había trabajado diligentemente entre bastidores para persuadir a los vecinos árabes de Israel de que cesaran sus hostilidades contra el Estado judío. Aún continuaba progresando de manera limitada, especialmente con el rey Hussein de Jordania, cuando su propio trono fue barrido por la revolución fundamentalista islámica del ayatolá Jomeini, en febrero de 1979. Jomeini entregó de inmediato la embajada israelí en Teherán a la OLP. Igualmente rápido, Israel comenzó a apoyar la guerra declarada de los guerrilleros kurdos contra el nuevo régimen. Al mismo tiempo, continuaba proveyendo de armas a Irán para que las usara contra Irak. La política de «matar por ambos lados» que David Kimche y otros patrocinaban en el Mossad se encontraba en plena vigencia. 

Ben Menashe se vio envuelto pronto en el gran plan de David Kimche para el canje de armas por rehenes con Irán. Los dos hombres viajaron juntos a Washington. Ben Menashe presumía de haber paseado por los anchos pasillos de la Casa Blanca, conocido a Reagan y departido en los mejores términos con sus principales asesores. 

Encantador y con una actitud temeraria, Ben Menashe era una figura popular en las fiestas de la comunidad de inteligencia israelí, donde los políticos poderosos intercambiaban anécdotas con los espías para beneficio mutuo. Pocos podían contar una historia mejor que Ben Menashe. En el momento en que David Kimche iniciaba su intercambio de armas por rehenes, Ben Menashe había sido nombrado «asesor personal» del primer ministro Yitzhak Shamir en materia de inteligencia. Le había comunicado que sabía «dónde estaban las pruebas de la infamia». Kimche decidió que Ben Menashe era la persona ideal para trabajar con alguien a quien admiraba más que a ningún otro oficial de inteligencia: Rafi Eitan. Con la plena aprobación del primer ministro, Ben Menashe fue liberado de otras tareas para trabajar con Eitan. Los dos hombres viajaron a Nueva York en marzo de 1981. Su propósito, según Ben Menashe, era concreto: «Nuestros amigos en Teherán estaban desesperados por tener equipo electrónico sofisticado para las Fuerzas Aéreas y las tropas terrestres. Israel, por supuesto, deseaba ayudarlos lo más posible en su guerra contra Irak». 

Viajando con pasaporte británico, el preferido del Mossad, instalaron una compañía en el distrito financiero de Nueva York. Reclutaron un grupo de cincuenta corredores que rastrearon toda la industria electrónica en busca del equipo adecuado. Todas las ventas iban acompañadas de certificados en los que Israel constaba como destino final. Ben Menashe recordaba: «Temamos fajos de certificados que completábamos y enviábamos al archivo de Tel Aviv, por si alguien se tomaba la molestia de revisarlo». 

El equipo se enviaba por avión a Tel Aviv. Allí, sin pasar por la aduana, era transferido a un transporte aéreo contratado en Irlanda y enviado a Teherán. La idea de usar pilotos irlandeses también había sido de Rafi Eitan. Había mantenido lo que llamaba sus «contactos irlandeses». Cuando se trata de un negocio, los irlandeses conocen las reglas. La única que interesa es el pago puntual». 

A medida que crecía el volumen de la operación en Nueva York se hizo necesario contar con una compañía central para manejar los miles de millones de dólares que se movían en la compraventa de armas. El nombre elegido para ella fue Ora, que en hebreo significa «luz».  En marzo de 1983, Rafi Eitan le ordenó a Ben Menashe que reclutara a Davies para Ora. Seguramente el viejo espía había oído hablar de Davies a través del Mossad y al mismo tiempo, el servicio se habría puesto en contacto con Davies a través de Bazoft, que había realizado trabajos independientes para el editor de internacionales del Daily Mirror. Más adelante, ese mismo mes, Ben Menashe y Davies se encontraron en el hotel Churchill de Londres. En el momento de despedirse, Ben Menashe sabía que «era nuestro hombre». Al día siguiente almorzaron en casa de Davies. La esposa de Davies, Janet, estaba presente. Ben Menashe se figuró inmediatamente que el sofisticado Davies tenía miedo de perderla. «Eso era bueno. Lo hacía vulnerable.» 

El papel de Davies como asesor de Ora fue finalmente definido en el hotel Dan Acadia, frente a la playa, al norte de Tel Aviv. Ben Menashe rememoraba: «Acordamos que sería nuestro conducto en Londres para las armas, nuestro intermediario en los tratos con los iraníes y otros. Su dirección aparecería impresa en el membrete de Ora y, durante el día, el número directo de su oficina —822¬3530— sería el usado por nuestros contactos iraníes». 

A cambio, Davies recibiría una cantidad de dinero acorde con su fundamental papel en la operación armas por rehenes. En total ganaría un millón y medio de dólares, que sería depositado en bancos de Gran Caimán, Bélgica y Luxemburgo. Parte del dinero sirvió para pagar su divorcio. Janet recibió un pago único de cincuenta mil dólares. Davies liquidó sus deudas bancarias y compró una casa de cuatro pisos. Se convirtió en la oficina europea de Ora y su número de teléfono — 231-0015—, en otro contacto para los tratantes de armas que habían empezado a formar parte de la vida del periodista. En su condición de editor de noticias internacionales, empezó a visitar Estados Unidos, Europa, Irán e Irak. 

Ben Menashe notó con aprobación que «en sus viajes se presentaba como representante del grupo Ora. Solía organizar una reunión, usualmente los fines de semana, y volaba a la ciudad convenida para acordar el número de armas requerido y la forma de pago». 

En 1987, el ayatolá iraní Ali Akbar Hashemi Rafsanjani recibió un telegrama de Ora concerniente a la venta de cuatro mil misiles TOW, a un coste de 13.800 dólares cada uno. El telegrama concluía así: «Nicholas Davies es el representante de Ora autorizado para firmar contratos». 

Era una época de gloria para Ari ben Menashe, Nicholas Davies y la poderosa figura que se perfilaba, todavía más imponente, en el trasíbndo de los acontecimientos: Robert Maxwell. Pero nadie sospechó ni por un momento la sombría verdad del tópico hollywoodiense que Davies solía repetir: «No hay nada gratis en este mundo». 

 

9 --Dinero sucio, sexo y mentiras 

Las cosas tenían un aspecto muy distinto esa mañana de marzo de 1985, cuando Ari ben Menashe tomó el vuelo de British Airways Tel Aviv-Londres. Mientras saboreaba su desayuno kosher, se decía que la vida nunca le había sido tan favorable. No sólo estaba haciendo «mucho dinero» sino que había aprendido mucho trabajando codo a codo con Kimche mientras corrían la aventura bizantina de venderle armas a Irán. De paso, había mejorado su educación en el continuo intercambio entre los políticos de Israel y sus jefes de inteligencia. 

Para Ben Menashe, «el tratante de armas medio era un niño de coro comparado con mis ex colegas». Había detectado el problema: los efectos secundarios de la aventura de Israel en el Líbano, que finalmente había abandonado, fueron destructivos y desmoralizadores. Ansiosos por recuperar prestigio los políticos dieron todavía más libertad a la inteligencia para librar una guerra sin cuartel contra la OLP, a la que achacaban todos los problemas de Israel. El resultado fue que hubo una sucesión de escándalos en los que sospechosos de terrorismo e incluso sus familias fueron torturados y asesinados a sangre fría. Yitzhak Hofi, ex jefe del Mossad, había formado parte de una comisión gubernamental creada, después de una intensa presión pública, para investigar las atrocidades. Llegó a la conclusión de que los oficiales de inteligencia habían mentido sin excepción al tribunal acerca de la forma en que obtenían las confesiones. Los métodos usados habían sido a menudo salvajes. El comité recomendó seguir los «procedimientos adecuados». 

Pero Ben Menashe sabía que las torturas habían continuado: «Era bueno estar lejos de esas cosas horribles». Consideraba muy diferente lo que él hacía al vender armas a Irán para matar a innumerables iraquíes. Ni siquiera la desgracia de los rehenes de Beirut, la verdadera razón por la que iba y venía, le preocupaba verdaderamente. La razón última era el dinero. Aun después dé la partida de Kimche, Ben Menashe pensó que la rueda se detendría sólo cuando él en persona lo decidiera y que saldría del asunto convertido en multimillonario. Según sus cálculos, el negocio de OSA valía cientos de millones, la mayor parte de ellos generados en la casa del suburbio de Londres desde donde Davies dirigía las operaciones internacionales.  Ben Menashe sabía que Davies había amasado una fortuna propia. Ganaba mucho más que las setenta y cinco mil libras anuales que le pagaban en el periódico: su comisión en ORA alcanzaba casi la misma cifra sólo en un mes. A Ben Menashe no le importaba que el periodista «se llevara una tajada más grande del pastel; quedaba lo suficiente para seguir andando. Todavía eran tiempos para beber champaña». 

Robert Maxwell lo ofrecía a espuertas a las visitas que iban a su oficina del último piso del Daily Mirror. Cuando el vuelo de British Airways aterrizara, Ben Menashe sería conducido en una limusina enviada por el magnate: un signo más de la importancia que Maxwell, según él, le concedía. Lo acompañaría Nahum Admoni, director general del Mossad, que había tomado un vuelo posterior de El Al. Ben Menashe planeó esperar a Admoni en el aeropuerto de Heathrow meditando sobre cómo un poderoso barón de la prensa se había transformado en el sayan más importante reclutado por el Mossad. 

Maxwell había ofrecido voluntariamente sus servicios al final de una reunión en Jerusalén con Shimon Peres, poco tiempo después de formado el gobierno de coalición, en 1984. Uno de los asesores de Peres recordaba el episodio: «un egocéntrico se encuentra con un megalómano. Peres era altivo y autoritario. Pero Maxwell arremetía diciendo cosas como "voy a invertir millones en Israel, voy a revitalizar la economía". Parecía un político en campaña. Era pomposo, interrumpía, se iba por la tangente o contaba chistes obscenos. Peres seguía sentado con su sonrisa de esquimal». 

Sabedor de que Maxwell había cultivado durante años valiosos contactos en Europa del Este, Peres arregló un encuentro entre Admoni y el magnate. La reunión tuvo lugar en la suite presidencial del hotel Rey David, en Jerusalén, donde Maxwell se alojaba. Los dos hombres encontraron un terreno común en sus orígenes centroeuropeos. Maxwell había nacido en Checoslovaquia y ambos compartían un ardiente compromiso con el sionismo y la creencia de que Israel debía subsistir por derecho divino. También coincidían en su pasión por la comida y los buenos vinos. 

Admoni estaba vivamente interesado en el punto de vista de Maxwell: Estados Unidos y la Unión Soviética tenían idéntico deseó de alcanzar la dominación mundial, aunque a través de métodos significativamente diferentes. 

La anarquía internacional formaba parte de la estrategia soviética, mientras que para Washington el mundo se componía de «amigos» o «enemigos», más que de naciones con intereses ideológicos en conflicto. Maxwell había expresado otras intuiciones: el contacto secreto de la CÍA con la inteligencia china causaba inquietud en el Departamento de Estado, que pensaba que podía influir en las futuras relaciones diplomáticas y políticas. 

El magnate había retratado a dos hombres de sumo interés para Admoni. Maxwell dijo que cuando conoció a Ronald Reagan tuvo la sensación de que el presidente era un optimista empedernido que utilizaba su encanto para ocultar su verdadera condición de político duro. Su defecto más peligroso era la simplificación, sobre todo en la cuestión de Oriente Medio: su segundo o tercer pensamiento sobre ella no lograba imponerse a un primer juicio precipitado. 

Maxwell también había conocido a William Casey, y juzgaba al director de la CÍA como un hombre de miras estrechas que no sentía aprecio alguno por Israel. 

Casey dirigía una agencia con ideas anticuadas sobre el papel de la inteligencia en la actual arena política mundial. Nada más evidente que el modo en que Casey había mal interpretado las intenciones árabes en Oriente Medio. 

Esas opiniones coincidían exactamente con las de Nahum Admoni. Después de la reunión, fueron en el automóvil de Admoni al cuartel general del Mossad, donde el propio director general acompañó a su huésped en una visita a parte de las instalaciones. 

Ahora, un año después, el 15 de marzo de 1985, volverían a encontrarse

Hasta que Admoni y Ben Menashe no entraron en la oficina de Maxwell, situada en el barrio londinense de High Holborn, su anfitrión no les comunicó que habría otra persona compartiendo los bagels, el salmón ahumado y el café que Maxwell siempre tenía disponibles en su suite. 

Como un mago que saca un conejo de la chistera, Maxwell les presentó a Viktor Chebrikov, vicepresidente del KGB y uno de los agentes más poderosos del mundo. 

Ben Menashe admitiría con claridad que «a un líder del KGB encontrarse en la oficina de un editor británico le hubiera parecido una fantasía imposible. Pero, en una época en la que el presidente Gorbachov mantenía muy buenas relaciones con la primera ministra Margaret Thatcher, era aceptable para Chebrikov encontrarse en Londres». 

Repantigados en los sillones de cuero hechos a mano, Admoni y Ben Menashe dirigieron la conversación. Querían saber si, en el caso de que «cantidades muy sustanciales» de dinero fuesen transferidas a la Unión Soviética Chebrikov garantizaba que los depósitos estarían a salvo. Se trataba de las ganancias de ORA con la venta de armas norteamericanas a Irán. 

Chebrikov preguntó de cuánto dinero estaban hablando. 

Ben Menashe le respondió que de «cuatrocientos cincuenta millones iniciales de dólares estadounidenses. Seguidos de cantidades semejantes. Quizás hasta mil millones o más».  Chebrikov miró a Maxwell para asegurarse de que había oído correctamente. Maxwell asintió, moviendo la cabeza con entusiasmo. «¡Esto es la perestroikal», exclamó. 

Para Ben Menashe, la simplicidad del asunto era un atractivo más. No habría un enjambre de intermediarios llevándose comisiones. Sólo serían «Maxwell con sus contactos y Chebrikov, debido al poder que poseía. Su participación constituía una garantía de que los soviéticos no robarían los fondos. Se acordó que los cuatrocientos cincuenta millones iniciales serían transferidos del Crédit Suisse al Banco de Budapest, en Hungría. Desde allí, el dinero sería distribuido a otros bancos del bloque soviético». 

Una prima neta de ocho millones le sería pagada a Robert Maxwell por negociar el trato. Los arreglos quedaron sellados con un apretón de manos y Maxwell propuso un brindis por el futuro capitalismo de Rusia. Después, sus huéspedes fueron transportados en un helicóptero del magnate hasta el aeropuerto de Heathrow para tomar un vuelo a casa. 

Aparte de Nicholas Davies, ningún periodista de los que se encontraban en el edificio del Daily Mirror se enteró de que acababa de pasar inadvertida una noticia de primera. No tardaría en escapárseles de las manos otra primicia cuando Maxwell traicionó sus intereses profesionales tratando de proteger a Israel. 

En el comienzo de su relación con el Mossad, se acordó que Maxwell era demasiado valioso como para involucrarlo en la rutina de recabar información. Según un miembro de la comunidad de inteligencia israelí: «Maxwell era el máximo comodín del Mossad. Abría las puertas de los despachos más encumbrados. El poder de sus periódicos significaba que presidentes y primeros ministros estaban siempre dispuestos a recibirlo. A causa de lo que era, le hablaban como si fuera de hecho un gobernante, sin darse cuenta nunca de adonde iba a parar la información. Mucho de lo que oía eran probablemente chismes, pero sin duda algunas cosas resultaban pepitas de oro. Maxwell sabía cómo hacer preguntas. No había recibido entrenamiento por parte nuestra, pero se le habían dado indicios de las áreas a explorar».  El 14 de septiembre de 1986 Robert Maxwell llamó a Nahum Admoni por su línea directa con noticias devastadoras. Un periodista colombiano independiente, Oscar Guerrero, se había acercado al periódico dominical de Maxwell, el Sunday Mtrror, con una historia sensacional que descubría la tapadera cuidadosamente elaborada acerca del propósito real de Dimona. Guerrero decía actuar para un ex técnico que había trabajado en la planta nuclear. Durante ese tiempo, el hombre había reunido, en secreto, fotografías y otras pruebas para demostrar que Israel ya se había convertido en una potencia nuclear de primera y que contaba con no menos de cien artefactos atómicos de diverso poder destructivo. 

Como todas las llamadas del jefe del Mossad, ésta se grabó automáticamente. Según ese mismo miembro de la inteligencia israelí declaró más tarde, la cinta contenía el siguiente diálogo: 

Admoni: ¿Cuál es el nombre del técnico? 

Maxwell: Vanunu. Mordechai Vanunu. 

Admoni: ¿Dónde está ahora? 

Maxwell: En Sydney, Australia, creo. 

Admoni: Lo llamo más tarde. 

La primera llamada de Admoni fue para el primer ministro Shimon Peres, que ordenó tomar todas las medidas para «controlar la situación». Con esas palabras, Peres autorizó una operación que demostraría una vez más la despiadada eficiencia del Mossad. 

El personal de Admoni confirmó rápidamente que Vanunu había trabajado en Dimona desde febrero de 1977 hasta noviembre de 1986. Había sido asignado a Machon-Dos, una de las más secretas de las diez unidades productivas de la planta. El edificio sin ventanas parecía un almacén. Pero sus muros eran tan espesos que bloqueaban las más poderosas lentes de los satélites. Dentro de la estructura acorazada, un sistema de paredes falsas conducía a los ascensores que descendían seis pisos, hasta el sitio donde se fabricaban las armas nucleares.  El permiso de seguridad de Vanunu, le permitía acceder a todos los rincones de Machon-Dos. Su pase especial de seguridad, número 520, coincidía con su firma en la Oficina de Actas Oficiales Secretas y le aseguraba absoluta inmunidad mientras cumplía las funciones de menahil, controlador del turno noche. Un asombrado Admoni recibió la noticia de que, durante meses, Vanunu había fotografiado secretamente las instalaciones de Machon-Dos: los paneles de control y la maquinaria nuclear para la fabricación de bombas. Las pruebas sugerían que había almacenado las películas en su taquilla y las había sacado a escondidas del que se suponía que era el sitio más seguro de Israel. 

Admoni preguntó de qué modo Vanunu había logrado todo esto y, tal vez, más. ¿Y si ya había mostrado el material a la CÍA? ¿O a los rusos, los británicos o, incluso, los chinos? El daño sería incalculable. Israel quedaría ante el mundo como un país mentiroso y embustero, capaz de destruirlo en buena parte. ¿Quién era Vanunu? ¿Para quién trabajaba? 

Las respuestas llegaron pronto. Vanunu era un judío marroquí, nacido el 13 de octubre de 1954 en Marrakesh, donde sus padres eran modestos comerciantes. En 1963, cuando el antisemitismo, siempre a flor de piel en Marruecos, se desbordó con extrema violencia, la familia emigró a Israel y se estableció en la ciudad de Bersheba. 

Mordechai tuvo una adolescencia común. Como todos los jóvenes, al llegar el momento fue llamado a las filas del Ejército israelí. Ya empezaba a perder el pelo y parecía mayor a los diecinueve años. Alcanzó el grado de sargento primero en una unidad buscaminas, estacionada en los Altos del Golán. Finalizado el servicio militar, ingresó en la Universidad Ramat Aviv, en Tel Aviv. Después de suspender dos exámenes al final de su primer año de la carrera de física, abandonó los estudios. 

En el verano de 1976 se presentó a un anuncio en el que se solicitaban técnicos aprendices para trabajar en Dimona. Después de una prolongada entrevista con el oficial de seguridad de la planta, fue aceptado para, la preparación y lo apuntaron a un curso intensivo de física, química, matemáticas e inglés. Salió suficientemente airoso como para entrar en Dimona a trabajar como técnico, en febrero de 1977. 

Vanunu había sido declarado prescindible en noviembre de 1986. En su expediente de Dimona constaba que había dado muestras de tener «creencias de izquierda y proárabes». Vanunu partió hacia Australia y llegó a Sidney en mayo del año siguiente. En algún sitio a lo largo del viaje, que había seguido el conocido itinerario de los jóvenes judíos hacia Extremo Oriente, Vanunu había renunciado a su otrora firme fe judía y se había convertido al cristianismo. La figura que emergía de las fuentes consultadas por Admoni era la de un joven poco atractivo, el clásico solitario: no había hecho amigos en Dimona, no tenía novia y pasaba su tiempo libre leyendo libros de filosofía y política. Los psicólogos del Mossad le dijeron a Admoni que un hombre así podía ser temerario, tener los valores distorsionados y, a menudo, estar desilusionado. Ese tipo de personalidad podía volverse peligrosamente impredecible.  En Australia, Vanunu había conocido a Osear Guerrero, un periodista colombiano que trabajaba en Sidney, mientras pintaba una iglesia. El dicharachero periodista no tardó en inventarse una extraña historia para divertir a sus amigos del conflictivo barrio King's Cross, en Sidney. Declaraba que había ayudado a un importante científico nuclear israelí a desertar llevándose los planes secretos para destruir a sus vecinos árabes y que, un paso por delante del Mossad, el científico se ocultaba ahora en un refugio suburbano de Sidney mientras Guerrero orquestaba «la venta del notición del siglo». 

A Vanunu le molestaban estos comentarios delirantes. Convertido en pacifista confeso, quería que su historia apareciera en una publicación seria, para alertar al mundo sobre la amenaza que significaba la capacidad nuclear de Israel. No obstante, Guerrero se había puesto en contacto con la oficina en Madrid del Sunday Times y el osado periódico londinense mandó un reportero a Sidney para entrevistar a Vanunu. 

Las fantasías de Guerrero se hicieron evidentes cuando lo entrevistaron. El colombiano empezó a sentir que perdía el control de la historia de Vanunu. Sus temores aumentaron cuando el enviado del Sunday Times dijo que llevaría a Vanunu a Londres, donde sus declaraciones iban a ser cabalmente investigadas. El periódico intentaba que el técnico fuera examinado por uno de los principales científicos nucleares británicos. 

Guerrero vio a Vanunu y su acompañante tomar el vuelo a Londres y sus recelos aumentaron aceleradamente. Necesitaba consejo para manejar la situación. La única persona a quien acudir que se le ocurría era un antiguo miembro del Servicio de Inteligencia y Seguridad Australiano. Guerrero le dijo que le habían arrebatado una historia impactante y describió exactamente lo que Vanunu había sacado de Dimona: sesenta fotografías de Machon-Dos, con mapas y dibujos. Revelaban más allá de toda duda que Israel era la sexta potencia nuclear del mundo. 

Una vez más, Guerrero no tuvo suerte. Había elegido al hombre equivocado. El ex agente del SISA se puso en contacto con su antiguo jefe y le repitió lo que Guerrero le había contado. Había un firme contacto de trabajo entre el Mossad y el SISA. El primero aportaba información sobre los movimientos de los terroristas árabes hacia el Pacífico. SISA informó al katsa agregado en la embajada israelí en Canberra sobre la llamada de su ex empleado.  La información fue mandada inmediatamente por fax a Admoni. Para entonces le habían llegado noticias aún más preocupantes. 

En su viaje hacia Australia, Vanunu había hecho una escala en Nepal y allí había visitado la embajada soviética en Katmandú. ¿Acaso había mostrado sus pruebas a Moscú? 


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