lunes, octubre 11, 2021

El porvenir es largo


 

 

Presentación

Los dos textos autobiográficos que se publican en este volumen se encontraron cuidadosamente guardados en sus archivos, después de que éstos se entregaran, en julio de 1991, al Institut Mérnoires de l'Édition Conternporaine (IMEC), con la misión de garantizar el adecuado uso científico y editorial de tal fondo.

 

Hay un intervalo de diez años en la redacción de los dos textos. Diez años en la mitad de los cuales, el 16 de noviembre de 1980, el destino de Louis Althusser oscila entre lo impensable y lo trágico con el homicidio de su esposa, Hélene, en su apartamento de la École Norrnale Supérieure, en la calle de Ulrn, París.

 

La lectura de estas dos autobiografías, cuya existencia, en especial la de El porvenir es largo, se había convertido casi en un mito, llevó a Francois Boddaert, el sobrino de Louis Althusser y su único heredero, a decidir su publicación corno primer volumen de la edición póstuma de varios inéditos encontrados en los Fondos Althusser.

 

Esta edición comprenderá, además de estos textos, su Diario de cautiverio, escrito durante su internamiento en un stalag* en Alemania entre 1940 y 1945, además de un volumen de obras más estrictamente filosóficas así como un conjunto de textos diversos (políticos, literarios...) y de correspondencia.

 

* Stalag por Stammlager: nombre dado a los campos de concentración alemanes, en los que se internaban prisioneros de guerra sin graduación. (N. de la Traductora.)

 

Para preparar la presente edición, hemos recogido muchos testimonios, en ocasiones divergentes, de amigos de Louis Althusser, que en un momento u otro han conocido o han pasado por la historia de estos manuscritos; algunos de ellos ya los había leído, total o parcialmente, en algún estadio de su redacción. También hemos reunido documentos de todo tipo (agendas, notas, recortes de prensa, correspondencia ... ) a menudo dispersos en los archivos, pero que podían servir de indicios, incluso de pruebas o referencias sobre las «fuentes» utilizadas por Louis Althusser.

 

La totalidad del dossier preparatorio de esta edición, comprendidos, naturalmente, los propios manuscritos y las distintas versiones o adiciones, se podrán consultar, lo que permitirá a los especialistas estudiar la génesis de estas autobiografías.

 

Nos limitaremos, pues, a indicar aquí los principales datos sobre la historia de estos textos que proyectan luz respecto de esta edición, las características materiales de los manuscritos y los criterios mantenidos para su transcripción, sabiendo que las circunstancias detalladas de su redacción serán extensamente expuestas y analizadas en el segundo volumen de la biografía de Louis Althusser.

 

El análisis de los documentos y los testimonios recogidos hasta el momento permiten avanzar con certeza los puntos siguientes: la redacción de El porvenir es largo se inició, aunque el proyecto de una autobiografía fuera muy anterior, a causa de la lectura, en Le Monde del 14 de marzo de 1985, de un comentario de Claude Sarraute titulado «Poco apetito». Consagrado esencialmente al asesinato antropofágico de una joven holandesa por el japonés Issei Sagawa y al éxito que consiguió inmediatamente en el Japón el libro donde él contaba su crimen, cuando lo mandaron de vuelta a su país después de un no ha lugar y de una breve estancia en un hospital psiquiátrico francés, el artículo de Claude Sarraute evocaba de paso otros «Casos»: «[ ... ] Todos, en los medios de comunicación, en cuanto vemos un nombre de prestigio mezclado en un proceso jugoso, Althusser, Thibault de Orleans, lo convertimos en un buen festín.

 

¿La víctima? La víctima no merece ni tres líneas. La vedette es el culpable[ ... ]». Después de este comentario, varios amigos de Louis Althusser le aconsejaron que protestara ante el periódico contra la alusión a un «proceso jugoso».

 

Él se atuvo a los consejos de otros amigos quienes, al tiempo que criticaban aquella actitud, consideraban sin embargo que, hasta cierto punto, Claude Sarraute ponía el dedo en el punto esencial, para él dramático: la ausencia de «proceso», debido al no ha lugar del que se había «beneficiado».

 

El 19 de marzo de 1985 escribió a uno de sus amigos más próximos, Dominique Lecourt -aunque no le remitió la carta- que no podría «reaparecer en la escena pública» sin haberse explicado previamente sobre lo que le había pasado, escribiendo «[ ... ] una especie de autobiografía, en la que se incluirían [sus] explicaciones sobre el drama y el "trato" tanto policial como judicial y hospitalario y, naturalmente, su origen».

 

La inquietud por escribir su autobiografía no era ciertamente nueva: ya en 1982 por ejemplo, al salir del primer confinamiento después del homicidio, redactó un texto teórico sobre el «materialismo del encuentro», que principiaba así: Escribo este libro en octubre de 1982, al salir de una prueba atroz de tres años de la que, quién sabe, quizás algún día cuente la historia, si alguna vez puede proyectar luz sobre otras, y sobre sus circunstancias y sobre lo que he sufrido (psiquiatría, etc.).

 

Puesto que en noviembre de 1980, en el curso de una crisis intensa e imprevisible de confusión mental, estrangulé a mi mujer, que lo era todo en el mundo para mí, a ella que me quería hasta el punto de querer morir ya que no podía vivir y, sin duda, yo, en mi perturbación y mi inconsciencia, le "presté el servicio" del que no se defendió, pero que causó su muerte». El texto continúa luego con consideraciones filosóficas y políticas y vuelve ya a las primeras alusiones autobiográficas.

 

En marzo de 1985, decidido por fin a contar la «historia», desde su punto de vista, Louis Althusser escribió a varios amigos suyos en el extranjero para pedirles que le mandaran todos los recortes de prensa que le concernían y que habían aparecido en sus países respectivos después de noviembre de 1980.

 

Hizo lo propio con la prensa francesa y recogió o pidió a sus amigos que le procuraran documentación abundante, sobre los problemas jurídicos del no ha lugar y sobre el artículo 64 del Código Penal de 1838, así como sobre el tema de los dictámenes psiquiátricos. Además pidió a algunos amigos íntimos que le facilitaran sus «diarios» correspondientes

a aquellos años, o le contaran los acontecimientos que, en ciertos aspectos, él no recordaba. Interrogó a su psiquiatra y a su psicoanalista sobre los tratamientos que siguió, las medicinas que tuvo que tomar (en ocasiones copia en limpio» sus explicaciones e interpretaciones), recoge en hojas sueltas o en agendas todo un conjunto de hechos, acontecimientos, comentarios, reflexiones, citas, palabras sueltas, en resumen, indicios, tanto factuales y personales, como políticos o psicoanalíticos. En sus archivos quedan las huellas de todo este trabajo de elaboración que sirvió para la redacción de El porvenir es largo.

 

La redacción misma y el mecanografiado de aquel texto se llevaría a cabo, con toda probabilidad, en pocas semanas, desde últimos de marzo a finales de abril o principios de mayo de 1985. El 11 de mayo, da a leer un manuscrito, sin duda completo, a Michelle Loi, y el 30, mecanografía una versión de un nuevo texto teórico titulado «¿Qué hacer?»; desde la segunda página, alude a la autobiografía que acaba de finalizar: «Expondré un primer principio fundamental de Maquiavelo que he comentado extensamente en mi pequeña obra: El porvenir es largo [ ... ]».

 

«Pequeña» es una cláusula de estilo, puesto que este texto tiene una longitud de cerca de trescientas páginas y constituye, creemos, el manuscrito más largo escrito por Louis Althusser, cuya obra publicada hasta ahora consiste en opúsculos y recopilaciones de artículos.

 

El 15 de junio, víctima de una profunda crisis de hipomanía, le hospitalizaron de nuevo en Soisy. Tal parece haber sido el calendario de la redacción de El porvenir es largo, un calendario que se corresponde con las fechas de algunos hechos o acontecimientos referidos en el cuerpo del texto (por ejemplo: «hace cuatro años, bajo el gobierno Mauroy», pág. 31, o «sólo seis meses, en octubre de 1984», pág. 171, o, también, «tengo sesenta y siete años», pág. 370). Los retoques posteriores parecen haber sido escasos.

 

El número de personas que pudieron leer la totalidad o una parte significativa de este manuscrito se limita a algunas muy próximas, como Stanislas Breton, Michelle Loi, Sandra Saloman, Paulette Tai'eb, André Tosel, Hélene Troizier o Claudine Normand.

 

Sabemos, por otra parte, que mencionó varias veces su existencia ante algunos editores y que les expresó su deseo de verlo publicado, sin mostrarles, no obstante, el manuscrito, o, cuando menos, la totalidad del mismo. Todo indica, pues, que Louis Althusser tomó precauciones extremas para que este manuscrito, contrariamente a lo que solía hacer con sus textos, no «circulara». Por otra parte, no existía en sus archivos ninguna fotocopia. Uno de sus amigos, André Tosel, cuenta que tuvo que leerlo, en mayo de 1986, en presencia suya, en su domicilio y sin tomar notas.

 

Añadiremos finalmente que para la redacción de El porvenir es largo, es evidente que Louis Althusser, en especial para los primeros capítulos, se inspiró en gran manera en su primera autobiografía titulada Los hechos, de la que había conservado dos versiones muy similares.

 

Este texto, Los hechos, que publicamos en la segunda parte de este volumen, lo escribió en 1976 (la indicación del año figura en la primera página) y muy verosímilmente a lo largo del segundo semestre.

 

Louis Althusser propuso y envió el texto a Régis Debray, quien lo destinaba al segundo número de la nueva revista, 9a ira, de la que había publicado un número cero en enero de 1976 y que acabaría por no aparecer. Conocida por algunos amigos de Louis Althusser, esta autobiografía también ha permanecido hasta hoy totalmente inédita.

 

El manuscrito original de El porvenir es largo consiste en trescientas veinte hojas de formato A4, de color verde o blanco, de las que una decena tienen el membrete de la École Normale Supérieure. La mayor parte han sido reagrupadas en una serie de «pliegos» grapados y numerados, que corresponden la mayor parte de las veces a distintos capítulos.

 

Excepción hecha de algunas páginas totalmente manuscritas, todas las hojas han sido -según su costumbre- directamente mecanografiadas por el propio Louis Althusser, a excepción, según parece, de la página de advertencia, cuyo mecanografiado original -que figuraba en el manuscrito- y la versión definitiva fueron realizadas por Paulette Tai'eb en otra máquina.

 

En la página de cubierta, manuscrita, Louis Althusser había escrito: El porvenires largo, seguido de un subtítulo tachado: Breve historia de un homicida, así como de otro título: De una noche el alba, igualmente tachado, que corresponde a una primera tentativa de introducción de la que sobreviven las nueve primeras hojas mecanografiadas, interrumpidas en mitad de una página.

 

Un buen número de folios mecanografiados de El porvenir es largo llevan múltiples correcciones y añadidos entre líneas, al margen, o bien al dorso de las hojas. Como tales modificaciones hacían el manuscrito bastante ilegible, Althusser mecanografió una nueva copia con nuevas correcciones.

 

Había conservado, en una carpeta aparte, la primera versión corregida de las setenta y una páginas iniciales, excluyendo la advertencia y las dos páginas preliminares con el relato del homicidio (capítulo 1). Pero a excepción de estas páginas, que permiten examinar las escasas variantes de una copia a otra, los archivos de Louis Althusser sólo contenían una versión original del texto.

 

Hay que añadir que Althusser había intercalado entre las páginas de su manuscrito algunas hojas blancas de pequeño formato, con membrete de la Ecole Normale Supérieure, referidas a la página del caso, con una pregunta o una observación más o menos lapidaria que indicaba su voluntad de retomar posteriormente la frase o el desarrollo en cuestión. También en muchos otros lugares, una indicación gráfica al margen, casi siempre con rotulador, indica que el texto no le satisfacía totalmente y que preveía correcciones.

 

Este manuscrito nos muestra también que el autor había imaginado distintas disposiciones del texto, hasta cuatro proyectos de paginación, que afectan en especial a la segunda parte, sin que nos haya sido posible reconstituir completamente las distintas versiones a las que tales paginaciones habrían dado lugar. Pero el manuscrito tal y como se encontró, y tal y como se publica aquí, estaba ordenado por el autor en una sucesión de capítulos en números romanos (con una omisión sin importancia al principio, lo que nos da veintidós capítulos en vez de veintiuno, que corresponden, en la versión final del manuscrito, a una paginación del 1 al 276, que no tiene en cuenta algunas inversiones de páginas y muchos añadidos para los que el autor ha dejado indicaciones, casi siempre muy precisas). Es esta versión la que se ha tenido en cuenta para la presente edición.

 

Finalmente, mencionaremos que no figuran en esta edición de El porvenir es largo dos capítulos titulados «Maquiavelo» y «Spinoza», que Althusser retiró finalmente y sustituyó por el «resumen», que aquí figura en las páginas 289 a 295.

 

Igual sucede en la segunda parte2 del capítulo consagrado a análisis políticos sobre el porvenir de la izquierda en Francia y la situación del Partido Comunista (a quien el capítulo XIX). Parece que Louis Althusser quería utilizar estas páginas para otra obra sobre La verdadera tradición materialista. Pero, además de estos tres capítulos que representan sesenta y un folios guardados en una carpeta que lleva ese título, no hay elementos de información más precisos sobre este proyecto de libro inacabado; esas páginas, en especial los dos capítulos sobre Maquiavelo y sobre Spinoza, serán quizás objeto de una publicación posterior. . . . . .

 

1. De «Pero antes de recurrir al propio Marx [ ... ]» a «[ ... ] Yo creo que no hemos agotado este pensamiento sin precedente y desgraciadamente sin continuación.» (N. del E.)

 

2. Después de «[ ... ] que no faltaría quien le echase en cara» (pág. 321). (N. del E.)

 

En definitiva, hemos decidido publicar el texto de El porvenir es largo, casi sin indicaciones de variantes, a excepción de unos pocos añadidos manuscritos al margen, cuyo lugar nos indicó con exactitud el autor y que damos en nota, remitiendo a los investigadores al dossier preparatorio y al manuscrito. Por lo demás, las indicaciones editoriales sumamente precisas de Althusser (subrayados, cambios de párrafos, inserciones de añadidos, etc.) se han seguido en su totalidad y sólo se han hecho pequeñas correcciones corrientes sobre la concordancia de tiempos y la puntuación; también se han aportado precisiones sobre los nombres de personas citadas.

 

Los errores factuales o de fechas se han dejado tal cual; para su eventual «verificación», el lector podrá referirse a la biografía de Althusser que prepara el autor de estas líneas. En algunos lugares, no obstante, la adición de una palabra o de una locución, señalada entre

corchetes, parece indispensable para la buena lectura del texto.

 

El manuscrito de los Hechos, por otra parte, consiste en un texto mecanografiado con muy pocas correcciones y añadidos, por lo que las variantes son mínimas y conciernen en especial al orden de los primeros párrafos. Louis Althusser sólo había guardado en sus archivos dos fotocopias de este manuscrito, que corresponden a dos versiones sucesivas muy parecidas la una a la otra.

 

Publicamos aquí la segunda de esas versiones, pero resulta evidente que el texto debió pasar por una o varias redacciones entonces, ya que en una carta a Sandra Salomon, en el curso del verano de 1976, Louis Althusser le anuncia: «podré [ ... ] volver a escribir mi "autobiografía" que aumentaré considerablemente con recuerdos reales y otros imaginarios (mis encuentros con Juan XXIII y con De Gaulle) y, en especial, con análisis de cosas que cuento, después de lo cual meteré en un anexo todos los fragmentos.

 

¿Te parece bien? Será la política desde dentro y desde afuera a la vez, lo que permitirá dejar aparecer cosas poco manoseadas[ ... ]».

 

Esta decisión editorial de no aplastar las dos autobiografías bajo las llamadas notas aclaratorias, salvo en las raras ocasiones en que se veía comprometida la propia comprensión del texto, manifiesta esencialmente su propio carácter. Se podrá leer como una biografía con tanta o tan poca razón como las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau o las Memorias del cardenal de Retz.

 

En un proyecto inicial de prefacio de El porvenir es largo titulado Dos palabras», Louis Althusser precisó que no intentaba describir su infancia tal y como fue, ni a los miembros de su familia en su realidad, sino restituir la representación que progresiva-mente se había hecho de ella: «No hablo de ellos más que tal y como los percibí y experimenté porque sé muy bien que, como en toda percepción psíquica, lo que pudieron ser ha sido ya resituado para siempre en las proyecciones fantasmagóricas de mi angustia».

 

En consecuencia, es una historia de sus afectos, de sus fantasmas, lo que él ha elaborado. Nos encontramos en plena fantasía, en el sentido vigoroso que esta palabra tenía aún en la época de Montaigne: el de una ilusión, incluso, una alucinación. «En realidad, a lo largo de estas asociaciones de recuerdos, escribe en El porvenir es largo, intento atenerme estrictamente a los hechos; pero las alucinaciones también son hechos.»

 

Y este punto nos lleva a la singularidad mayor de estos textos. Cada uno de ellos se sitúa deliberadamente en dos registros distintos: Los hechos en el de lo cómico; El porvenir es largo en el de lo trágico, lejos del criterio binario de lo verdadero y de lo falso, cuyas fronteras debe necesariamente delimitar la biografía.* ¿Hemos pasado por lo tanto al terreno de la ficción, es decir, de lo imaginario, encerrado en el sistema simbólico del texto, indicio de sí mismo?

 

* Para una discusión sobre las diferenciaciones, los lapsus, los interlineados de las dos autobiografías en relación con la vida real, véase Yann Moulier Boutang, Louis Althusser, une biographie, volumen 1, op. cit. (N. del E.)

 

En cierto sentido, sí, y el carácter muy trabajado de los manuscritos de que disponemos, con sus distintas etapas, nos llevará previsiblemente, como en toda creación literaria, a dar prioridad a la crítica interna del texto. Y, no obstante, tampoco podemos leerlo como una novela de Céline o un cuento de Borges, por citar dos autores a los que Althusser gustaba referirse.

 

Si entramos, con estos dos textos, en la escritura de la fantasía, de la alucinación, se debe a que la materia es la locura, es decir, la posibilidad para el sujeto de manifestarse como loco, luego como homicida y a pesar de todo, siempre, como filósofo y comunista.

 

Nos encontramos en presencia de un prodigioso testimonio de la locura, en el sentido en que, contrariamente a los «documentos nosológicos» tales como la Memoria del Presidente Schreber, estudiado por Freud, o la de Pierre Riviere, presentado por Michel Foucault, se comprende en ellos cómo un intelectual, de una inteligencia superior y filósofo de profesión, vive su locura, su conversión médica en enfermedad mental a cargo de la institución psiquiátrica, así como los ropajes analíticos con que se adorna. En este sentido, este bloque autobiográfico, con su núcleo constitutivo presente desde Los hechos, forma en verdad el correlato indispensable de ‘La historia de la locura de Michel Foucault.

 

Escrito por un sujeto a quien él no ha lugar había sustraído de hecho la calidad de filósofo, Para una discusión sobre las diferenciaciones, los lapsus, los textos de las dos autobiografías en relación con la vida inextricable mezcla de hechos y de fantasmas», El porvenir es largo descubre sin duda experimentalmente, en un ser de carne y de sangre, aquello cuyo lugar había señalado Foucault: la oscilación de la línea divisoria entre locura y razón. ¿Cómo el pensamiento puede estar adosado a la locura sin ser sencillamente su rehén o su desazón monstruosa? ¿Cómo la historia de una vida puede deslizarse por la locura y su narrador ser consciente de ello hasta este punto? ¿Cómo imaginar al autor de una obra semejante? ¿El caso Althusser» puede dejarse en manos de los médicos, los jueces, los bien pensantes de la línea divisoria entre el pensamiento público y el deseo privado? Con los dos textos de la historia de su vida, sin duda él se les ha escapado en su destino póstumo.

 

En este sentido, estos textos autobiográficos ocupan con naturalidad y, digámoslo, con autoridad, su lugar, que es un lugar esencial, dentro de la obra de Louis Althusser. Sólo la lectura, inevitablemente plural, contradictoria, que se hará de ellos, nos dirá qué trastornos provocarán en la obra en sí y en la mirada que se proyecta sobre ella, aunque no sea aún posible prejuzgar el sentido y la extensión de tales trastornos.

Olivier Corpet

Yann Moulier Boutang

 

Nuestro agradecimiento a todos los que nos han permitido realizar la edición de este volumen. En primer lugar a Franvois Boddaert, heredero de Louis Althusser, quien decidió publicar estos textos y nos ha testimoniado incesantemente su confianza.

 

También a Régis Debray, Sandra Saloman, Paulette Ta'ieb, Michelle Loi, Dominique Lecourt, André Tosel, Stanislas Breton, Hélene Troizier, Gabriel Albiac, Fernanda Navarro, Jean-Pierre Salgas... por los documentos y testimonios valiosos que nos han facilitado, que permitieron efectuar la edición de estos textos en las mejores condiciones posibles. No deben ser responsabilizados de la misma, lo que asumimos totalmente. Nuestro agradecimiento también va destinado a los colaboradores del IMEC que nos prestaron su ayuda y, muy particularmente, a Sandrine Samson quien ha realizado una gran parte de la clasificación del Fondo Althusser.

 

Es probable que consideren sorprendente que no me resigne al silencio después de la acción que cometí y, también, del no ha lugar que la sancionó y del que, como se suele decir, me he beneficiado. Sin embargo, de no haber tenido tal beneficio, hubiera debido comparecer; y si hubiera comparecido habría tenido que responder.

 

Este libro es la respuesta a la que, en otras circunstancias, habría estado obligado. Y cuanto pido, es que se me conceda; que se me conceda ahora lo que entonces habría sido una obligación.

 

Naturalmente, tengo consciencia de que la respuesta que intento aquí no sigue ni las reglas de una comparecencia, que no tuvo lugar, ni la forma en que se habría desarrollado. No obstante, me pregunto si la ausencia de dicha comparecencia, pasada y para siempre, de sus reglas y su forma, no muestra, en definitiva, más aun lo que yo había intentado decir para la evaluación pública y su libertad. En cualquier caso, así lo deseo. Es mi destino no pensar en calmar una inquietud más que exponiéndome indefinidamente a otras.

 

Tal y como he conservado el recuerdo intacto y preciso hasta sus mínimos detalles, grabado en mí a través de todas mis pruebas y para siempre, entre dos noches, aquella de la que salía sin saber cuál era, y aquella en la que entraría, ya diré cuándo y cómo: he aquí la escena del homicidio tal y como lo viví.

 

De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi apartamento de l'École Normale. Una luz gris de noviembre -era el domingo 16, hacia las nueve de la mañana- entra por la izquierda, por una ventana alta, encuadrada desde hace años por unas cortinas muy viejas, rojo Imperio, desgarradas por el tiempo y quemadas por el sol, e ilumina los pies de mi cama.

 

Frente a mí: Hélene, tumbada de espaldas, también en bata. Sus caderas reposan sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la moqueta del suelo.

 

Arrodillado muy cerca de ella, inclinado sobre su cuerpo, estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espalda y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio, el amigo Clerc, un futbolista- profesional, experto en todo.

 

Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.

 

La cara de Hélene está inmóvil y serena, sus ojos abiertos, miran al techo. Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios. Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que

es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡He estrangulado a Hélene! Me precipito y, en un estado de intenso pánico, corriendo con todas mis fuerzas, atravieso el apartamento, bajo la escalerilla con pasamanos de hierro que lleva al patio delantero con rejas altas y me dirijo, siempre corriendo, hacia la enfermería donde sabía que podría encontrar al doctor Étienne, que vive en el primer piso. No me cruzo con nadie, es domingo, la École está medio vacía y aún duerme.

 

Siempre gritando, subo la escalera del médico de cuatro en cuatro: «¡He estrangulado a Hélene!». Llamo con violencia a la puerta del médico, quien, también él en bata, acaba por abrir, sorprendido. Grito sin parar que he estrangulado a Hélene, cojo al médico por el cuello de la bata: que venga urgentemente a verla, si no prenderé fuego a la École.

 

Étienne no me cree, «es imposible». Bajamos a toda prisa y henos aquí a los dos frente a Hélene. Sigue con los mismos ojos fijos y aquel poco de lengua entre los dientes y los labios. Etienne la ausculta: «No hay nada que hacer, es demasiado tarde». Y yo: «Pero, ¿no se la puede reanimar?». «No.»

 

Entonces Étienne me pide algunos minutos y me deja solo. Más tarde comprendería que debió de telefonear al Director, al hospital, a la comisaría, ¿qué sé yo? Espero, con un temblor interminable.

 

Las largas cortinas rojas desgarradas y a jirones cuelgan de los dos lados de la ventana, una de ellas, la de la derecha, totalmente contra el bajo de la cama. Vuelvo a ver a nuestro amigo Jacques Martin a quien, un día de agosto de 1964, encontraron muerto en su minúscula habitación del distrito XVI, tendido en la cama desde hacía varios días y con el largo tallo de una rosa escarlata sobre el pecho: un mensaje silencioso para los dos, que le apreciábamos desde hacía veinte años, en recuerdo de Beloyannis, un mensaje de ultratumba. Entonces cojo una de las estrechas partes desgarradas de la alta cortina roja y, sin romperla, la pongo sobre el pecho de Hélene, donde reposará sesgada, del saliente del hombro derecho hasta el seno izquierdo.

 

Vuelve Étienne. Aquí todo se me nubla. Me pone, según parece, una inyección, vuelvo con él a mi despacho y veo a alguien (no sé quién) recogiendo libros prestados de la biblioteca de la École. Etienne habla del hospital. Y yo me hundo en la noche. Me «despertaría», no sé cuándo, en Sainte-Anne.

 

Que mis lectores me perdonen. Escribo este pequeño libro, primero, para mis amigos y después, si es posible, para mí. Muy pronto comprenderán mis razones.

 

Mucho después del drama, he sabido que dos personas próximas a mí (que, sin duda, no fueron las únicas) habían deseado que yo no fuera objeto del no ha lugar que sancionaron los tres exámenes médico-legales efectuados en Sainte-Anne, durante la semana siguiente a la muerte de Hélene, sino que compareciera en una sala de lo criminal.

 

Fue, por desgracia, sólo un buen deseo.

 

Gravemente afectado (confusión mental, delirio onírico), yo no estaba en condiciones de aguantar la comparecencia ante una instancia pública; el juez de instrucción que me examinó no pudo sacarme una palabra. Por añadidura, demandado de oficio y puesto bajo tutela por un decreto del prefecto de policía, yo ya no gozaba de libertad ni de mis derechos cívicos. Privado de toda elección, en realidad me encontraba metido en un procedimiento oficial que no podía eludir, al que sólo podía someterme.

 

Tal procedimiento. posee. evidentes ventajas: provee al acusado a quien se Juzga como no responsable de sus actos. Pero esconde también temibles inconvenientes, que son menos conocidos.

 

Ciertamente, después de la experiencia de tan larga prueba, ¡qué poco me cuesta comprender a mis amigos! Cuando hablo de prueba, no sólo me refiero a lo que había vivido en mi internamiento, sino a lo que viví posteriormente, y también, soy consciente de ello, a lo que me condenaron a vivir hasta el fin de mis días si no intervenía personal y públicamente para hacer oír mi propio testimonio. ¡Tantas personas en mi lugar de buen o mal grado, se han ofrecido hasta hoy a hablar o a callarse en nombre mío! El destino del no ha lugar es, en realidad, la losa sepulcral del silencio.

 

El mandamiento judicial de no ha lugar que se pronunció a mi favor en febrero de 1981 se resume, en realidad, en el famoso artículo 64 del Código Penal, en su versión de 1838: artículo que continúa en vigor a pesar de treinta y dos tentativas de reforma que no han tenido éxito.

 

Hace cuatro años, bajo el gobierno Mauroy, se sometió de nuevo a una comisión este delicado tema, que cuestiona todo un aparato de poderes administrativos, judiciales y penales unidos al saber, a las prácticas y a la ideología psiquiátrica del confinamiento. Esta comisión ya no se reúne. Aparentemente no ha encontrado mejor solución.

 

En efecto, el Código Penal opone, a partir de 1838, el estado de no responsabilidad de un criminal que ha perpetrado su acto en estado de «demencia» o «bajo apremio» al estado de responsabilidad puro y simple reconocido a todo hombre considerado «normal».

 

El estado de responsabilidad abre la vía del procedimiento clásico: comparecencia ante un tribunal, de apelación pública en la que se enfrentan las intervenciones del Ministerio Público, que habla en nombre de los intereses de la sociedad, con testigos, abogados de la defensa y de la parte civil que se expresan públicamente y con el acusado, que presenta él mismo su interpretación personal de los hechos.

 

Todo esté procedimiento, marcado por la publicidad, se cierra con la deliberación secreta de los jurados que se pronuncian públicamente sea a favor de la absolución, sea por una pena de encarcelamiento, mediante la cual el criminal reconocido como tal es castigado con una pena de prisión concreta, con la que se supone que «paga» su deuda a la sociedad y, en consecuencia, «Se lava» de su crimen. El estado de no responsabilidad jurídico-legal, por el contrario, interrumpe el procedimiento de comparecencia pública y contradictoria ante un tribunal.

 

Destina al homicida, previa y directamente, a un confinamiento en un hospital psiquiátrico. El criminal se encuentra entonces «sin posibilidad de perjudicar» a la sociedad, pero por un tiempo indeterminado, y se le considera obligado a recibir los cuidados psiquiátricos que requiere su estado de «enfermo mental».

 

Si el homicida es absuelto después de su proceso público, puede volver a casa con la cabeza alta (al menos en principio, porque la opinión puede indignarse de ·verlo absuelto, y puede hacérselo sentir. Siempre hay voces expertas en este tipo de escándalo que toman el relevo de la mala conciencia pública).

 

Si se le condena al encarcelamiento o al confinamiento psiquiátrico, el criminal o el homicida desaparecen de la vida social: durante un tiempo definido por la ley en el caso de encarcelamiento (que las reducciones de condena pueden acortar); por un tiempo indefinido en el caso del confinamiento psiquiátrico, con una circunstancia agravante: se le considera privado de su sano juicio y, en consecuencia, de su libertad de decidir, por lo que el homicida internado puede perder la personalidad jurídica, delegada a un «tutor» (un hombre de ley), que posee su firma y actúa en su nombre y lugar, mientras que cualquier otro condenado sólo la pierde en «materia criminal» .

 

Debido a que el homicida o el criminal son considerados peligrosos, tanto por lo que respecta a sí mismos (suicidio) como a la sociedad (reincidencia), se le deja sin posibilidad de perjudicar mediante el confinamiento ya sea carcelario, ya sea psiquiátrico.

 

Para finalizar, advirtamos la cantidad de hospitales psiquiátricos que, a pesar de los progresos recientes, son todavía una especie de especie de prisiones, y que siguen existiendo para los enfermos «peligrosos» (agitados y violentos) servicios de seguridad o de fuerza como los fosos profundos y alambradas, las camisas de fuerza físicas o «químicas», que provocan malos recuerdos. Los servicios de fuerza a menudo son peores que en muchas prisiones.

 

Encarcelamiento por un lado, confinamiento por otro: no es sorprendente ver que el paralelismo de su condición induce a la opinión pública, que no está informada, a una especie de asimilación. En cualquier caso, el encarcelamiento o el confinamiento constituyen la sanción normal del homicidio. Excepto en los casos urgentes, los llamados agudos, que no se cuestionan, la hospitalización comporta daños, tanto sobre el paciente, que a menudo pasa a ser crónico, como para el médico, obligado a vivir también él en un mundo cerrado en el que se le considera supuestamente obligado a «saber» todo sobre el paciente y que a menudo vive en un cara a cara angustioso con el enfermo, al que domina con harta frecuencia a base de una insensibilidad afectiva y una creciente agresividad.

 

Pero, eso no es todo. La opinión de la calle considera con frecuencia que el criminal o el homicida, potencialmente reincidente y, en consecuencia

constantemente «peligroso», debe o debería quedar indefinidamente apartado de la vida social: hasta el fin de su vida. Por esta razón oímos cómo se levanta tanta indignación, que algunos, cultivando con fines partidistas la angustia y la culpabilidad sociales, convierten en una especialidad, en nombre de la seguridad de las personas y de los bienes, contra los permisos de salida o las liberaciones anticipadas que se conceden a los condenados de «buena conducta», antes del término de su condena. Por eso el tema de la condena a «perpetuidad» es la obsesión de tantos comentarios, no sólo como sustitutiva de la pena de muerte, sino como la sanción «natural» de toda una serie de crímenes que se consideran especialmente odiosos para la seguridad de «niños, ancianos y policías». En tales condiciones, ¿cómo el «loco», que es considerado incluso más «peligroso» que el criminal corriente porque es mucho más «imprevisible», iba a escapar a la misma reacción de aprehensión, puesto que su destino de encerrado por naturaleza lo une al destino del culpable en su «sano juicio»?

 

Sin embargo, hay que ir más lejos. La condición de no ha lugar en realidad expone al loco internado a muchas otras prevenciones por parte de la opinión de la calle.

 

En la inmensa mayoría de los casos, en efecto, el culpable reconocido que comparece ante un tribunal sale condenado a una pena generalmente limitada en el tiempo, dos años, cinco años, veinte años; y sabemos que la cadena perpetua, cuando menos hasta ahora, puede dar lugar a reducciones de pena. Se considera que durante el tiempo de su encarcelamiento «paga su deuda con la sociedad». Una vez pagada esta «deuda», puede volver normalmente y con todas sus consecuencias a la vida sin tener en principio que rendir cuentas a nadie. Digo «en principio», puesto que la realidad no es tan sencilla, no a inmediata-mente con el derecho; son testigos de ello por ejemplo, la confusión tan extendida inculpado (considerado inocente mientras que no se presenten pruebas de su culpabilidad) y el culpable; las huellas largo tiempo percibidas del escándalo local o nacional, los ecos de la acusación, amplia y desconsideradamente transmitidos por la prensa y los medios de comunicación bajo el pretexto de la información, rumores todos que pueden perseguir durante mucho tiempo no sólo al acusado inocente absuelto, sino al criminal condenado que ha purgado «honradamente» su pena. Pero, al fin y al cabo, la ideología de la. «deuda» y de la «deuda saldada» a la sociedad, juega a pesar de todo a favor del condenado que ha purgado su pena y, hasta cierto punto, incluso protege al criminal liberado; y, por añadidura, la ley le concede recursos contra toda imputación contraria a la «cosa juzgada»: el criminal en regla

con la sociedad o el amnistiado  pueden incoar procesos por difamación cuando alguien saca a colación contra ellos un pasado infamante. Tenemos mil ejemplos. La pena «extingue» pues el crimen y, con la ayuda del tiempo, el aislamiento y el silencio, el antiguo criminal puede rehacer su vida. Gracias a Dios, aquí tampoco faltan ejemplos.

 

No pasa lo mismo en el caso del «loco» homicida. Cuando lo internan, es evidentemente sin límite de tiempo previsible, incluso si se sabe, o se debería saber, que en principio todo estado agudo es transitorio. Pero es bien cierto que los médicos con harta frecuencia si no siempre, son incapaces, incluso en casos agudos, de fijar un plazo aproximado para un pronóstico de curación. Más aún, el «diagnóstico» pronunciado inicialmente no deja a de variar, porque en psiquiatría no hay más diagnóstico que el evolutivo: es la evolución del estado del paciente lo único que permite fijar y, en consecuencia, modificar ese diagnóstico. Y con él, naturalmente, fijar y modificar el tratamiento y las perspectivas de pronóstico.

 

Ahora bien, para la opinión de la calle, que una cierta prensa cultiva sin distinguir jamás la «locura, con sus estados agudos pero pasajeros, de la «enfermedad mental», que es un destino, se tiene de entrada al loco por enfermo mental, y quien dice enfermo mental entiende evidente-mente enfermo perpetuo y, como consecuencia, internable e internado de por vida: «Lebenstodt», como bien dice la prensa alemana.

 

Durante todo el tiempo en que está internado, el enfermo mental, salvo si consigue matarse, evidentemente continúa viviendo, pero en el aislamiento y el silencio del asilo. Bajo su losa sepulcral está como muerto para quienes no le visitan; pero ¿quién le visita? Y como no está verdaderamente muerto, como no ha anunciado, si es persona conocida, su muerte (la muerte de los desconocidos no cuenta), lentamente se transforma en una especie de «muerto viviente», o más bien, ni muerto ni vivo, sin poder dar señales de vida, salvo a sus allegados o a los que se preocupan por él. (Caso rarísimo, ¡cuántos internos no reciben prácticamente nunca visitas! Lo he constatado con mis propios ojos tanto en Sainte-Anne como en cualquier parte.) Como no puede, por añadidura, expresarse públicamente, el interno figura de hecho, me arriesgo al término, en la sección de los siniestros balances de todas las guerras y de todas las catástrofes del mundo: el balance de los desaparecidos.

 

Si hablo de esta extraña condición es porque la he vivido y, hasta cierto punto, la vivo aún hoy. Incluso después de liberado, al cabo de dos años de confinamiento psiquiátrico, soy, para una opinión que conoce mi nombre, un desaparecido. Ni muerto ni vivo, no sepultado aún pero «sin obra», esa magnífica expresión de Foucault para designar la locura: desaparecido.

 

Ahora bien a diferencia de un muerto, cuya defunción pone 'un punto final a la vida del individuo que sepultamos bajo la tierra de una tumba, un desaparecido hace correr a la opinión el riesgo singular del poder (como ahora es mi caso) reaparecer a plena luz de la vida (Foucault ha escrito de sí mismo: «al pleno sol de la libertad polaca», cuando se sintió curado). Ahora bien, hay que saber con claridad -y lo constatamos cada día- que este estatuto singular de desaparecido que puede reaparecer determina una especie de malestar y de mala conciencia en lo que a él respecta, pues la opinión percibe sordamente una desaparición que no es capaz de poner fin definitivamente a la existencia social de un criminal o de un homicida internado. En realidad lleva emparejada la angustia de muerte y de su amenaza, pulsión insoslayable.

 

Para la opinión de la calle, el asunto debería saldarse definitivamente con el internamiento, y la mala conciencia sorda pero difusa, que acompaña al acontecimiento con los latidos de la aprensión, aumenta con el temor de que no sea para siempre. Y si ocurre que el «loco» internado reaparece a plena luz, incluso con el aval de médicos competentes, he aquí a la opinión forzada a buscar y encontrar un compromiso entre esta evidencia inesperada pero muy molesta y el anterior escándalo del homicidio que despierta el retorno del criminal, que se dice y a quien se dice «curado».

 

Ahora bien, esto es infinitamente frecuente en el caso de crisis aguda.

¿Qué podrá hacer? ¿Reincidir? ¡Tenemos tantos ejemplos! ¿Es posible que el «loco», haya vuelto a ser «normal»? Pero, si éste es el caso, ¿entonces no lo era ya en el momento del crimen? En la conciencia sorda y ciega, porque está cegada por toda una ideología espontánea (aunque también cultivada) del crimen, de la muerte, de la «deuda perpetua», del loco» peligroso e imprevisible, he aquí que el proceso que nunca tuvo lugar está a punto de reanudarse, o mejor, de empezar al fin, en la plaza pública, sin que, no más que antes, el homicida loco tenga el más mínimo derecho de explicarse.

 

En definitiva hay que llegar a este punto extrañamente paradójico. El hombre al que se acusa de un crimen y que no se beneficia de un no ha lugar, con toda seguridad ha tenido que pasar la dura prueba de la comparecencia pública ante un tribunal. Pero, por lo menos, todo se convierte en materia de acusación, de defensa y de explicaciones personales públicas. En este procedimiento «contradictorio», el homicida

acusado tiene por lo menos la posibilidad, reconocida por la ley, de poder contar con testigos públicos, con alegatos públicos de sus defensores y con los considerandos públicos de la acusación; y, por encima de todo, tiene el derecho y el privilegio sin precio de expresarse y explicarse públicamente en su nombre y en persona, sobre su vida, su crimen y su porvenir. Que sea condenado o absuelto, por lo menos ha podido explicarse él mismo públicamente, y la prensa está obligada, por lo menos en conciencia, a reproducir públicamente sus explicaciones y el resultado del proceso que pone punto final legal y públicamente al asunto. Si se considera injustamente condenado, el homicida puede proclamar su inocencia, y sabemos que el clamor público ha acabado (y en casos muy importantes) por abrir de nuevo el proceso y llegar a la absolución del acusado. Puede haber comités que acepten públicamente su defensa. Por todos estos derroteros, él no se encuentra ni solo ni sin recursos públicos: es la institución de la publicidad de procedimientos y deliberaciones lo que el legislador italiano Beccaria, en el siglo XVIII. Y posteriormente Kant, consideraban ya como la garantía suprema para todo inculpado.

 

Ahora bien, lamento decirlo, éste no es el caso de un homicida beneficiario de un no ha lugar. Dos circunstancias, inscritas con extremo rigor en el hecho y el derecho del procedimiento, le prohíben todo derecho a una explicación pública: el internamiento y la anulación  subsiguiente de su personalidad Jurídica por una parte y el secreto médico por otra.

 

¿Qué le llega al público? Que se ha perpetrado un crimen a través de la prensa conoce el resultado de la autopsia del cadáver (la víctima ha muerto como consecuencia de una «estrangulación», ni una palabra más). Le llega después el anuncio del no ha lugar, según el artículo 64, unos meses más tarde, sin más comentario.

 

Pero el público no sabrá nada de los detalles, considerandos y resultados de los exámenes periciales médico-legales secretos, en los que los expertos, designados por la autoridad administrativa, han procedido en el entretanto. El público no sabrá nada del diagnóstico (provisional) que resulta de aquellos exámenes periciales y de las primeras observaciones

clínicas de los médicos. No sabrá nada de sus puntos de vista, de su diagnóstico y pronóstico en el curso del internamiento del paciente, nada de tratamientos prescritos al paciente internado, nada de las dificultades a veces terribles con las que los médicos deben enfrentarse y de los angustiosos callejones sin salida a los que llegan en ocasiones, mientras mantienen las apariencias. Y, naturalmente, ignorará todas las reacciones del homicida «no culpable», los esfuerzos desesperados que realiza para intentar comprender y explicarse las razones, próximas o lejanas, de un drama en el que se ha visto literalmente arrojado bajo la inconsciencia y el delirio. Y cuando salga del hospital (si sale ... ) el público lo ignorará todo de su nuevo estado, de las razones de su libertad reencontrada, del terrible período de «transición» al que debe enfrentarse las más de las veces solo incluso aunque no esté aislado, y del lento y doloroso progreso que, paso a paso insensiblemente le

conducirá al umbral de la supervivencia y de la vida.

 

Me refiero a la opinión pública (es decir, a su ideología) y al público: los dos términos no recubren quizás el mismo contenido. Pero poco importa ahora. Porque es raro un público que no esté contaminado por la opinión pública, es decir por una cierta ideología reinante en estos asuntos de crimen, de muerte, de desaparición y de extraña resurrección: una ideología que pone en juego todo un aparato medicolegal y penal, sus instituciones y sus principios.

 

Pero también me gustaría hablar de los allegados, de los familiares y amigos, e incluso, si se da el caso, de los conocidos. Los íntimos, cuando han vivido por su parte y a su manera un drama al que siguen sin ver explicación, si les ha trastornado, se ven divididos por una parte entre la realidad de un drama atroz y la explotación que de él hace cierta prensa, que vende a base del escándalo, y por otra parte por su afecto hacia el homicida, al que conocen muy bien y a veces (no siempre) quieren. Desgarrados, no consiguen hacer coincidir la imagen de su pariente o amigo y la figura de este hombre que se ha convertido en un homicida. También ellos, desamparados, buscan una explicación que no les dan o que les parece irrisoria cuando un médico osa confiarles una hipótesis: ¡ «palabras, palabras»! ¿Y a quién podrían dirigirse sino a los médicos que lo cuidan para hacerse una primera idea de lo incomprensible? Caen entonces bajo la figura del «saber psiquiátrico», al que se añade el secreto profesional, sobre hombres obligados esencialmente por el silencio de su deontología, sobre hombres que a menudo no están seguros de sí mismos, excepto cuando se sobreponen a su propia incertidumbre, e incluso a su angustia, cuando encauzan en el prójimo los efectos de su propia miseria interior (éste es el caso más frecuente).

 

Muy a menudo se dispara una extraña «dialéctica » entre la angustia del paciente  que, en los casos, graves y los más intensos, los más cargados también de amenazas y de consecuencias (como fue mi caso) alcanza muy pronto al médico y las enfermeras… y la angustia de los parientes. Para el médico, es necesario «aguantar» tanto contra la propia  angustia y contra la angustia del «equipo de cuidados» como contra la de los parientes. Pero «aguantar» no se simula fácilmente: nada es menos tranquilizador  para el paciente y para los parientes que esta lucha demasiado evidente y perceptible que el médico mantiene contra lo que, muy a menudo, puede parecerle como un posible destino irreversible. Sí en el horizonte del pensamiento del médico y de la espera de los parientes se dibuja también, aunque por otras razones, el destino de un internamiento perpetuo para el paciente.

 

Que el enfermo reaparezca en la vida, se reinstale en ella al precio de esfuerzos gigantescos tanto sobre sí mismo como sobre todos los obstáculos reales o fantasmagóricos que le cierran el paso, incluso si los íntimos le asisten verdadera, constante, indefectiblemente (como fue mi caso), no impide que vivan en la misma angustia: ¿podrá salvarse algún día? Hay momentos en que ya no se cree en ello.

¿Y si alguna vez, en el mismo hospital, «volviera a empezar»? ¿Volviera a matar quizás, a pesar de las protecciones, pero sobre todo volviera a caer en la enfermedad? Y, si fuera necesario hospitalizado de nuevo para hacer frente a una recaída en una crisis aguda, ¿podría volver a salir alguna vez? Y si a pesar de todo consiguiera sobrevivir, ¿a qué precio? ¿Acaso no se verá para siempre marcado por el drama Y sus consecuencias? ¿Seguirá siendo para siempre un hombre postrado (¡hay tantos casos!) o se precipitará en la locura de una manía irreprimible con iniciativas peligrosas que ni él ni nadie pueden controlar?

 

Y más grave aún, ¿cómo concordar las explicaciones que cada uno ha esbozado por su cuenta (tantos íntimos, tantas explicaciones; cada uno tiene su propio «después» para intentar comprender y soportar lo insoportable), para ver aunque sólo sea con alguna claridad el drama del homicidio de una mujer a la que no siempre conocieron bien, pero sobre la que, por algunos indicios y apariencias superficiales y de humor, se habían -forzosamente- forjado cuando menos una idea propia y no siempre favorable (no siempre se soporta fácilmente a la amiga de un amigo); cómo, pues, concordar sus ideas propias sobre el drama con las «explicaciones» que su amigo se propone y les propone, explicaciones íntimas, confidencias, que a menudo sólo son desconcertantes búsquedas a tientas, y en cualquier caso en la noche de la «locura», de una imposible claridad?

 

Aquí tenemos a los amigos en una posición singular. En el período que ha precedido al drama y al interminable tiempo de hospitalización, poseen a menudo observaciones y detalles que el enfermo, preso de la profunda amnesia que le protege como una defensa, ha olvidado. Ellos conocen, pues, mejor que él muchos episodios, excepto el del momento

del drama mismo. Tienen dudas respecto a transmitir a su amigo lo que saben, por miedo a despertar en él la terrible angustia del drama y de sus consecuencias; en especial las alusiones malignas de cierta prensa (sobre todo cuando es el caso de un hombre conocido»), las reacciones de unos y otros, y quizás, en especial el silencio de algunos, ellos también muy allegados. Saben muy bien que cada uno de ellos ha buscado por su cuenta, o ha hecho todo lo posible para olvidar (una tentativa imposible) y que sus confidencias corren el riesgo de lacerar, debido a las reacciones de su amigo, su solidaridad fraternal: no sólo la fraternidad que les une a su amigo, sino la fraternidad misma que les unía entre ellos. Lo que está en juego, en realidad, no es sólo el destino de su amigo, sino también, quizás, sin duda, seguramente, el destino de la propia amistad entre ellos.

 

Ésta es la razón por la que, puesto que hasta el momento cualquiera ha podido hablar en mi lugar, ya que el procedimiento jurídico me ha prohibido toda explicación pública, he decidido explicarme públicamente.

 

En principio lo hago para mis amigos y, si es posible para mí: para levantar esta pesada losa sepulcral que reposa sobre mí: Sí, para liberarme solo, por mis propios medios, sin el consejo o la consulta a quien quiera. Sí, para liberarme de la condición en que la gravedad. extrema de mi estado me había situado (mis médicos creyeron en dos ocasiones que, físicamente, me moría), de mi crimen y también y en especial, de los efectos equívocos del mandamiento de no ha lugar del que me he beneficiado, sin poder ni de hecho ni de derecho oponerme a su procedimiento. Porque es bajo la losa sepulcral del no ha lugar, del silencio y de la muerte pública bajo la que me he visto obligado a sobrevivir y a aprender a vivir.

 

Éstos son los efectos nefastos del no ha lugar y he aquí por qué he decidido explicarme públicamente sobre el drama que he vivido. No pretendo nada más que levantar la losa sepulcral bajo la que el procedimiento de no ha lugar me enterró a perpetuidad para dar a todo el mundo las informaciones de que dispongo.

 

Naturalmente se me concederá el favor de considerar que intervengo con el máximo humano de garantías objetivas: no pretendo entregar al público solo los elementos de mi subjetividad. Así pues, he consultado larga y cuidadosamente a los numerosos médicos que me han cuidado no sólo durante mi confinamiento, sino mucho antes e incluso después.

 

También he consultado cuidadosamente a buen número de amigos que han seguido de cerca todo lo que me pasó, no sólo durante mi confinamiento sino mucho antes (dos de ellos han mantenido día tras día un diario de navegación, desde julio de 1980 hasta julio de 1982). También he consultado especialistas en farmacología y biología médica sobre puntos importantes. También he cotejado la mayor parte de los artículos de prensa aparecidos con ocasión del homicidio de mi mujer, no sólo en Francia sino en muchos países extranjeros en los que soy conocido.

 

Por otra parte, he podido constatar que aparte de raras excepciones (de inspiración manifiestamente política) la prensa había sido muy «correcta». Y he hecho lo que nadie había sabido o podido hacer hasta ahora: he juntado y confrontado, como si se tratara del caso de un tercero, toda la «documentación» disponible, a la luz de lo que he vivido e inversamente. Y he decidido con toda lucidez y responsabilidad tomar por fin a mi vez la palabra para explicarme públicamente. Deliberadamente me guardaré de toda polémica. Ahora tomo la palabra: naturalmente se verá que sólo me comprometo a mí mismo.

 

Me han dicho: «Volverás a sacar a la luz todo el caso. Es mejor que te calles y que no "revuelvas las aguas"». Me han dicho: «Sólo hay una solución, el silencio y la resignación, el peso de la sociedad es tal que tu explicación no puede cambiar nada». No creo en semejantes precauciones. No creo en forma alguna que mis «explicaciones» vayan a relanzar la polémica sobre mi caso. Por el contrario, creo que me encuentro en disposición no sólo de explicarme con cierta claridad sobre mí mismo, sino también de llevar a los otros a reflexionar sobre una experiencia concreta en la que la «confesión» crítica no tiene ningún precedente (aparte de la admirable confesión de Pierre Riviere que publicó Michel Foucault, y, sin duda, de otras que ningún editor ha querido publicar por razones filosóficas o políticas).

 

Una experiencia vivida en las formas más agudas y más atroces, que me supera, en verdad, porque pone en tela de juicio y en juego gran número de cuestiones jurídicas, penales, médicas, analíticas, institucionales y, en definitiva, ideológicas y sociales, es decir aparatos que interesarán quizás a algunos de nuestros contemporáneos, y que pueden ayudarles a ver un poco más claro en los grandes debates recientes sobre el derecho penal, el psicoanálisis, la psiquiatría, el encierro psiquiátrico y sus relaciones incluso en la conciencia de los médicos, que no escapan a las condiciones y a los efectos de las instituciones sociales de todo orden.

 

Por desgracia no soy Rousseau. Pero al dar forma a este proyecto de escribir sobre mí y el drama que he vivido y vivo aún, a menudo he pensado en su audacia inaudita. No porque pretenda decir con él, como al principio de las Confesiones: «Concibo una empresa que nunca tuvo ejemplo». No. Pero creo poder suscribir honradamente su declaración: «Diré en voz alta: he aquí lo que he hecho, lo que he pensado, lo que fui». Y yo añadiría sencillamente: «Lo que yo he comprendido o creído comprender, aquello de lo que yo ya no soy totalmente el dueño, sino en lo que me he convertido».

 

Una advertencia: lo que sigue no es un diario, ni memorias, ni autobiografía. Sacrificando todo lo demás, sólo he querido expresar el impacto de los efectos emotivos que han marcado mi existencia y le han dado su forma: aquella en la que me reconozco y en la que pienso que se me podrá reconocer.

 

Esta relación escrita sigue en ocasiones un orden temporal, a veces lo anticipa, otras recurre a la memoria: no para confundir los momentos, sino muy al contrario para destacar de nuevo, a través del encuentro de los tiempos, lo que constituye de forma durable las afinidades maestras y evidentes de los afectos alrededor de los cuales, por así decirlo, me formé.

 

Este método se me impuso con naturalidad: cualquiera lo podrá juzgar por sus efectos. Igual que podrá juzgar por sus efectos el dominio en mi vida de ciertas formaciones violentas que no hace mucho denominé Aparatos Ideológicos de Estado (AlE) y a los que no he podido, ante mi propia sorpresa, dejar a un lado para comprender lo que me sucedió.

 

III

Nací el16 de octubre de 1918, a las cuatro y media de la madrugada, en la casa forestal del Bois de Boulogne, en el municipio de Birmandreis, a quince kilómetros de Argel.

 

Me han dicho que mi abuelo, Pierre Berger, bajó corriendo hasta la parte alta de la ciudad para avisar a una doctora rusa, conocida de mi abuela; que aquella mujer, grosera, jovial y entusiasta, trepó hasta la casa, hizo de comadrona de mi madre y, viendo mi gruesa cabeza, aseguró: «¡Éste no es como los demás!». Esta frase, transformada, iba a perseguirme durante mucho tiempo. Recuerdo que mi prima y mi hermana repetían al referirse a mí, cuando yo bordeaba la adolescencia: «Louis es un "tipaparte"». Las dos palabras se convertían en una sola.

 

Cuando vine al mundo, mi padre se encontraba ausente desde hacía nueve meses: primero en el frente, después retenido en Francia hasta que le desmovilizaron. Durante seis meses no tuve, pues, padre en mi cabecera y hasta marzo de 1919 viví con mi madre sola, en compañía de mi abuelo y mi abuela maternos.

 

Los dos eran hijos de campesinos pobres de la región de Fours, en el Morvan (Nievre). De jóvenes, los dos cantaban el domingo en la iglesia. Mi abuelo, el joven Pierre Berger, al fondo de la iglesia, en la tribuna que corona la gran puerta de entrada junto a la cuerda que tira de la campana, con los chicos del pueblo. Mi abuela, la joven Madeleine Nectoux, cerca del coro, con las chicas. Madeleine iba al colegio de las monjas, que arreglaron el casamiento. Decidieron que Pierre Berger era un chico honrado y que cantaba bien. Era bajo y robusto, algo reservado, pero bajo su joven bigote, un guapo mozo. El casamiento se hizo como entonces en aquella tierra: sin historias. Pero ni del lado de los parientes de mi abuelo, ni del lado de los parientes de mi abuela, había tierra suficiente para instalar y alimentar a la joven pareja. Era necesario encontrar una posición en otra parte. Era la época de Jules Ferry y de la

epopeya colonial de Francia. Mi abuelo, nacido cerca de los bosques y sin deseos de abandonarlos, soñaba con un puesto de guarda forestal en Madagascar.

 

Madeleine no lo veía con los mismos ojos. Desde antes del casamiento, había precisado sus opiniones tajantes: «Guarda forestal, de acuerdo, pero no más lejos que Argelia, ¡si no, yo no me caso contigo! ». Mi abuelo tuvo que ceder; fue la primera vez, pero no la última. Mi abuela era una mujer lúcida, sabía lo que quería, pero siempre se mostraba serena y mesurada en sus decisiones y propósitos. Toda la vida fue el elemento de equilibrio dentro de la pareja.

 

Así, los Berger se expatriaron a Argelia, donde mi abuelo llevó a cabo una carrera de guarda forestal en las montañas más remotas y salvajes de Argelia, cuyos nombres me han vuelto a la memoria porque se convirtieron, a partir de los años sesenta, en los lugares más importantes de refugio y combate de la resistencia argelina.

 

Mi abuelo arruinó su salud en interminables viajes diurnos y nocturnos a caballo. Era apreciado por los árabes y los bereberes. Su labor consistía en proteger los bosques contra las cabras que trepaban por los árboles y devoraban los brotes tiernos, pero en especial tenía que luchar contra los fuegos, que podían quemar los bosques. También estaba encargado

de trazar las rutas en los accidentes de un relieve difícil y supervisar las obras. Una noche, con la nieve cubriendo todo el macizo de Chréa, partió solo a pie por la montaña para socorrer a un equipo sueco que se había aventurado hasta allí y se había perdido.

 

Mi abuelo consiguió, nadie supo nunca cómo, encontrarlos y les condujo, tres días y tres noches después, extenuados, hasta la casa forestal. Le condecoraron por este acto de abnegación: aún conservo su cruz.

 

Durante todo el tiempo de sus viajes y obras, mi abuela se quedaba sola, día y noche, en la casa forestal aislada en el bosque. Insisto sobre este punto, que no deja de tener importancia. Arrojados sin transición del campo de Morvan, donde reinaba la convivencia campesina tradicional, a los bosques más remotos y salvajes de Argelia, mis abuelos vivieron casi cuarenta años prácticamente solos, incluso cuando les llegaron sus dos hijas. La única sociedad de la que podían disfrutar era la de los árabes y de los bereberes del lugar, nunca los mismos, y la inspección irregular (una vez cada año) de los «jefes» de los Bosques y Montes de Argelia, entre ellos un tal M. de Peyrimoff, para quien mi abuelo alimentaba y almohazaba un bello caballo de raza, que sólo utilizaba aquel señor. Aparte de esto, algunas visitas muy escasas a los caseríos cercanos o a los pueblos alejados. Esto era todo.

 

Mi abuelo no paraba nunca. Constantemente inquieto, refunfuñando. incesantemente, no se permitía ni un instante de respiro, siempre en camino o preparándose para partir.

 

Cuando se iba, a menudo para muchos días y noches, mi abuela se quedaba sola. Ella me ha hablado a menudo de la insurrección de «Marguerite». Estaba sola en la casa del guarda forestal con sus dos hijas y las tropas de árabes exaltados posiblemente pasarían por los alrededores inmediatos y, a pesar de que mi abuelo y mi abuela gozaba  del afecto de los indígenas del lugar, como aquellas tropas venían de otros sitios muy lejanos, se podía temer lo peor de su furia. La noche de mayor riesgo, mi abuela la pasó sin dormir, con sus dos hijitas (una de ellas mi futura madre) durmiendo sin temor a su vera. Pero ella estuvo toda la noche con un fusil de caza cargado sobre las rodillas. Me dijo: dos balas en el cañón para mis dos hijas y una tercera al alcance de la mano para mí. Hasta la mañana.

 

La insurrección tuvo lugar lejos de allí. Doy noticia de este recuerdo encubridor contado por mi abuela mucho tiempo después, porque se me

quedó como uno de mis terrores de niño. He conservado otro, también contado por mi abuela, que me hizo estremecer. Era en otra casa forestal, en el macizo de Zacear, a gran distancia de Blida, la ciudad más próxima. Mi futura madre y su hermana, de unos seis y cuatro años aproximadamente, jugaban en un ancho y rápido reguero de agua fresca que discurría al aire libre entre dos orillas de cemento. Un poco más lejos el agua se precipitaba en un sifón y ya no se la veía reaparecer. Mi futura madre cayó en el reguero, fue arrastrada por la corriente y estaba a punto de desaparecer dentro del sifón, cuando mi abuela llegó para salvarla en el último minuto agarrándola por los cabellos. 

Había, pues, amenazas de muerte en mi cabeza de niño, y cuando mi abuela me contaba aquellos episodios dramáticos, se trataba de mi propia madre, de su muerte. He temblado por ello durante mucho tiempo, de forma natural (ambivalencia), como si lo hubiera inconscientemente deseado. 

Aislados como estaban, no sé cómo mi futura madre y su hermana pequeña pudieron estudiar. Imagino que mi abuela se ocupó de ello. Sobrevino la guerra. Mi abuelo fue movilizado en su lugar de residencia

y como final de su carrera M. de Peyrimoff le hizo ocupar el puesto de la bella casa forestal del Bois de Boulogne que dominaba toda la ciudad de Argelia. Era mucho menos aislado y el trabajo menos duro. Sin embargo la ciudad se encontraba a quince kilómetros y era necesario recorrer cuatro kilómetros a pie hasta la estación de Colonne-Voirol para coger el tranvía, que llevaba a la plaza del Gouvernement, en plena ciudad, muy cerca de Bab-elOued, a las calles bulliciosas y hormigueantes de los blancos (franceses, españoles, malteses, libaneses y otros mediterráneos que hablaban el «sabir»). Pero mi abuelo y mi abuela no bajaban nunca a la ciudad, salvo en muy raras ocasiones. En una de ellas, en las oficinas locales de los Bois et Forets, conocieron a un funcionario, llamado Althusser, casado y padre de dos chicos, Charles, el mayor, y Louis. 

¡Otra familia de emigrados recientes! No he conocido al abuelo Althusser, pero a la madre sí, una extraordinaria mujer tiesa como un palo de escoba, de un hablar áspero y un carácter cortante. La he visto poco, porque mi padre no le tenía mucho cariño, pagándola con la misma moneda con que ella le pagaba a él y a todos nosotros. 

Otro recuerdo que escuece. Los Althusser, en 1871, después de la guerra entre Napoleón 111 y Bismarck habían optado por Francia, y como muchos alsacianos que quisieron seguir siendo franceses, había sido convenientemente «deportados» a Argelia por el gobierno de la época. 

Cuando el padre Berger fue trasladado al Bois de Boulogne, mi futura madre (Lucienne) y su hermana pequeña (Juliette) pudieron asistir a la escuela de Colonne-Voirol. Mi madre fue una alumna ejemplar, juiciosa, virtuosa como nadie y tan disciplinada hacia los maestros como lo era con ~u propia madre. Mi tía, por el contrario, era la fantasiosa de la familia, la única, Dios sabe por qué.

Los Berger y los Althusser se vieron de vez en cuando. Los Althusser «subían» a veces el domingo a la casa forestal y los niños respectivos crecían y, como se encontraban relativamente acordes en edad (es decir, las niñas mucho más jóvenes que los niños, detalle cuya importancia se verá más adelante) los padres decidieron casarlos. No sé por qué a Louis, el menor, con Lucienne y al mayor, Charles, con Juliette. Es decir, lo sé muy bien: para respetar las afinidades que se habían manifestado e impuesto desde un primer momento. Porque Louis también era un alumno muy bueno, muy juicioso y muy puro, interesado por la literatura y la poesía: iba a preparar el examen de ingreso en la Normale Supérieure de Saint-Cloud. Mi padre, el mayor, acababa de conseguir el diploma de primera enseñanza, por lo que mi abuela paterna le puso sin más a trabajar como ordenanza en un banco: el abuelo paterno no dijo ni una palabra al respecto. En realidad, no había en la familia bastante dinero para pagar los estudios de dos muchachos y mi abuela paterna detestaba a Charles, su hijo mayor. Cuando lo puso a trabajar, él contaba trece años. 

He conservado un par de recuerdos de aquella abuela imposible. Uno, más bien divertido pero lleno de sentido, procede de mi padre, quien a menudo me explicó el asunto de Fachoda. Al anuncio de la amenaza de guerra entre Inglaterra y Francia por un trozo de fortaleza en África, mi abuela paterna no vaciló: ordenó al instante a mi padre que corriera inmediatamente a comprar veinte kilos de azúcar y treinta kilos de judías, buena receta contra el hambre, porque las judías que se conservan bien, excepto las «charencons» y es algo que alimenta como la carne. A menudo he pensado en aquellas judías desde que supe que constituían la base de la nutrición de los países miserables de la América Latina, y siempre me ha encantado hartarme de ellas (pero eso lo he heredado de mi abuelo materno de Morvan), de esas gruesas y rojas judías italianas de las que ofrecí un plato a Franca, la espléndida muchacha siciliana de la que me iba a enamorar ciegamente mientras que ella callaba, para llevarlo en su corazón. 

En otra ocasión (no fue nada divertido y esta vez es un recuerdo propio) estaba con aquella terrible abuela en un apartamento que dominaba la avenida al borde del mar, en la que tenía lugar en Argel el gran desfile de tropas del 14 de julio, bajo un sol de plomo, ante todos los barcos engalanados del puerto. No sé por qué estábamos en aquel apartamento demasiado lujoso para nosotros. Después del desfile de las tropas, la abuela, a quien me daba asco besar, ya que esa mujer-hombre tenía bigotes bajo la nariz y pelos por toda la cara, que «picaban», y no poseía nada agradable, ni siquiera una sonrisa, sacó de un rincón una raqueta barata (yo estaba empezando por entonces a jugar al tenis con la familia). Era un regalo para mí. No vi más que la rigidez de escoba de mi abuela y la rigidez del mango de mala calidad de mi raqueta. Repulsión. Decididamente, no podía soportar a las mujeres-hombres incapaces de un solo gesto de amor y de generosidad. 

Llegó, pues, la guerra. Mi madre (aún adolescente o casi cuando lo conoció, dieciséis años cuando lo trató, y que no se había relacionado ni siquiera como amigo, con ningún hombre antes que él), se encontraba a gusto en compañía de Louis. Como él, adoraba los estudios en los que todo sucede en la cabeza, y sobre todo no en el cuerpo, bajo la enseñanza y la protección de buenos maestros llenos de virtud y de certezas. Razón para comprenderse en profundidad. Tan juiciosos y puros -en especial, puros- el uno como el otro, viviendo en el mismo mundo de especulaciones y de perspectivas etéreas, sin implicación alguna del cuerpo, aquella «cosa» peligrosa, muy pronto se convirtieron en cómplices para intercambiar sus pasiones puras y sus sueños incorpóreos. Más adelante, yo diría ante un amigo, que me lo ha recordado, esta frase terrible: «Lo fastidioso es que existen los cuerpos, o peor aún, los sexos». 

En la familia consideraban a Lucienne y Louis como prometidos y, muy pronto, los prometieron. Cuando Charles y Louis se fueron a la guerra, Charles en artillería, Louis en lo que iba a convertirse en la aviación, mi madre sostuvo una interminable correspondencia pura con Louis. Mi madre siempre conservó un paquete de cartas cerrado que me intrigaba. De vez en cuando los hermanos, por turno o juntos, llegaban de permiso. Mi padre enseñaba a todo el mundo las fotografías de sus gigantescos cañones de largo alcance, con él delante, siempre de pie. 

Un día, aproximadamente a principios de 1917, mi padre se presentó solo en la casa forestal del Bois de Boulogne, y anunció a la familia Berger que su hermano Louis había muerto en el cielo de Verdún, en un aeroplano en el que servía como observador. Después Charles llevó aparte a mi madre en el gran jardín y acabó por proponerle (estas palabras me las ha repetido numerosas veces mi tía Juliette) «ocupar

junto a ella el puesto de Louis». Al fin y al cabo, mi madre era guapa, joven y deseable y mi padre quería muy sinceramente a su hermano Louis. Con toda seguridad, puso en su declaración toda la delicadeza posible. Mi madre sin duda se sintió trastornada por el anuncio de la muerte de Louis, a quien amaba profundamente a su manera, pero sorprendida y desconcertada por la inesperada declaración de Charles. Pero al fin y al cabo todo quedaba en la familia, y los padres no podían menos que estar de acuerdo. Tal y como era y como yo la he conocido, sensata, virtuosa, sumisa y respetuosa, sin más ideas propias que las que intercambiaba con Louis, ella aceptó. 

El casamiento religioso se debió celebrar en febrero de 1918, en el curso de un permiso de Charles. Entretanto, ya hacía un año que mi madre ejercía como maestra en Argel, en una escuela primaria cerca del parque Galland en la que, a falta de Louis, había encontrado hombres a quienes podía escuchar y con los que podía hablar de temas tan puros como siempre: maestros de la buena época, concienzudos, responsables de su oficio y de su misión, algo mayores que ella (algunos habrían podido ser su padre), respetuosos de pies a cabeza de su condición de muchacha. Por vez primera se había hecho un mundo propio, que le satisfacía conocer y frecuentar, pero nunca fuera de clase. Entonces un buen día llega mi padre del frente y se celebra el matrimonio. 

Mi madre siempre me ha ocultado los detalles de aquel horrible casamiento, del que evidentemente yo no puedo tener ningún recuerdo personal, pero del que mi tía, la hermana pequeña de mi madre, mucho tiempo después y en numerosas ocasiones, me ha hablado. Si aquellas explicaciones tardías me han impresionado tanto, habrá sido seguramente con razón: las debí revestir de un horror personal para inscribirlas en el linaje repetitivo de otros choques afectivos de la misma tonalidad y violencia. Muy pronto se verá cuáles son. 

Celebrada la ceremonia, mi padre pasó algunos días con mi madre antes de partir para el frente. Según parece, mi madre conservó un triple recuerdo atroz: el de haber sido violada en su cuerpo por la violencia sexual de su marido, el de ver dilapidados por él, en una noche de francachela, todos sus ahorros de jovencita (¿quién no comprendería a mi padre, que iba a volver al frente, Dios sabe, si quizás para morir?; pero también era un hombre muy sensual que, antes que mi madre había tenido -¡horror!- aventuras de soltero e incluso una amante llamada Louise [ese nombre ... ], a la que había abandonado para siempre sin una palabra una vez casado, una misteriosa muchacha pobre de la que también me habló mi tía como de la persona cuyo nombre nadie debía pronunciar en la familia). Y por último, decidió sin apelación que' mi madre debía abandonar inmediatamente su trabajo de maestra, y por tanto el mundo de su elección, pues tendrá hijos y él la quiere para él solo en el hogar. 

Vuelve a partir hacia el frente, dejando a mi madre trastornada, robada y violada, desgarrada en su cuerpo, despojada del poco dinero que había economizado pacientemente (una reserva, no se sabe nunca: sexo y dinero aquí se asocian estrechamente), se parada sin remisión de la vida que había conseguido labrarse y amar. Si doy estos detalles, es porque seguramente debieron concurrir a formar posteriormente, y por tanto a confirmar y reforzar en el inconsciente de mi «espíritu» la imagen de una madre mártir y sangrante como una herida. Aquella madre asociada a recuerdos (referidos también mucho tiempo más tarde), a episodios de una amenaza de muerte precoz (evitada por milagro), iba a convertirse en la madre sufriente, consagrada a un dolor exteriorizado y llena de reproches, martirizada en su casa por su propio marido, todas las heridas abiertas: masoquista y, en consecuencia, terriblemente sádica, tanto en la relación con mi padre que había ocupado el puesto de Louis (y por lo tanto formaba parte de su muerte), como en relación a mí (puesto que ella no podía sino desear mi muerte, como aquel Louis, a quien amaba, había muerto). Ante este doloroso horror, yo debía sentir sin cesar una inmensa angustia sin fondo, así como la compulsión de dedicarme en cuerpo y alma a ella, de ofrecerme sacrificialmente a socorrerla para salvarme de una culpabilidad imaginaria y salvarla a ella de su martirio y de su marido, con la convicción inextirpable de que ésa era mi misión suprema y mi suprema razón de vivir. 

Por añadidura, mi madre se consideraba arrojada, esta vez por su marido, en una nueva soledad sin recurso posible, y conmigo en una soledad a dos. Cuando vine al mundo me bautizaron con el nombre de Louis. Lo sé demasiado bien. Louis: un nombre que, durante mucho tiempo, me ha provocado literalmente horror. Me parecía demasiado corto, con una sola vocal y la última, la i, acababa en un agudo que me hería (cf. más adelante el fantasma de la estaca). 

Sin duda decía también demasiado en mi lugar: oui, y me sublevaba contra aquel «SÍ» que era el «SÍ» al deseo de mi madre, no al mío. Y en especial significaba: lui, este pronombre de tercera persona, que, sonando como la llamada de un tercero anónimo, me despojaba de toda personalidad propia, y aludía a aquel hombre tras de mí: Lui, era Louis,* (Juego de palabras del autor con la fonética francesa: «Louis», Luis; «lui», en castellano «él». «Él era Louis»; «Oui», en castellano, «SÍ». (N. de la T.), mi tío, a quien mi madre amaba, no a mí. 

Aquel nombre había sido escogido por mi padre, en recuerdo de su hermano Louis muerto en el cielo de Verdún, pero en especial por mi madre, en recuerdo de aquel Louis a quien ella había amado y no dejó, durante toda su vida, de amar. 

IV

De todo el tiempo que pasamos en Argel (hasta 1930), guardo dos tipos de recuerdos insostenible y felizmente contrastados. Los de mis padres con los que compartía la vida en familia y de la escuela donde iba, y los de mis abuelos matemos durante todo el tiempo que vivieron en la casa forestal del Bois de Boulogne. 

El recuerdo más lejano que conservo de mi padre (pero es tan «precoz» que tal vez sea sólo un recuerdo encubridor recompuesto después), es el instante mismo de su regreso de Francia, seis meses después del fin de la guerra. Esto es lo que veo o creí ver. Mi madre que me da vergüenza con la obscenidad de sus senos casi al descubierto, distendida, me tiene sobre sus rodillas, y entonces se abre la puerta de la planta baja, que da al gran jardín, hasta el infinito del mar y del cielo: en su encuadre, sobre el fondo del aire de primavera, surge una silueta muy alta y delgada, y tras ella, sobre su cabeza, en lo alto de las nubes, el largo cigarro negro del Dixmude, aquel dirigible alemán cedido a Francia a título de reparaciones de guerra, que se iba a precipitar en un instante en el fuego y el mar. No sé ni cuándo, ni, en especial, cómo, debí posteriormente componer o recomponer aquella imagen, en la que mi padre aparece con el fondo de un símbolo demasiado claro, sexo y muerte en la catástrofe. Pero aquella asociación, incluso si es el efecto de una elaboración, sin duda tiene su importancia, como se verá, en el cortejo de mis marcas inaugurales. 

Mi padre era un hombre de alta estatura (un metro ochenta y cuatro), con una bella cara alargada, en la que destacaba una nariz afilada y muy correcta («un emperador romano»), que lucía un fino bigote que conservó sin variar hasta la muerte, y con una frente alta que respiraba inteligencia y astucia. En realidad era verdaderamente muy inteligente y no sólo con inteligencia práctica. Por otra parte dio pruebas de ello en su trabajo, pues aunque entró en el banco como un simple ordenanza, y armado sólo con el diploma de enseñanza primaria, subió sin dificultad todos los escalones de la Compagnie Algérienne, integrada más tarde en el Banque de l'Union Parisienne, y después en el Crédit du Nord. Llegó a director general de las sucursales marroquíes de la Compagnie Algérienne, luego a director de la importante plaza de Marsella, después de una doble etapa, en un principio en Marsella como apoderado con poderes ejecutivos y luego en Lyon como subdirector. 

Su competencia y su entendimiento de los temas financieros y de los negocios, sin hablar de las técnicas y de la organización de la producción (le encantaba hacerse explicar sobre el terreno todos los negocios en que intervenía su banco) fueron muy apreciados por sus superiores de París, de ahí sus ascensos y desplazamientos sucesivos y las peregrinaciones (entre Argel, Marsella, Casablanca y Lyon) que impuso a nuestra reducida familia así como las innumerables mudanzas de las que mi madre no dejaba de quejarse abiertamente a quien quisiera escucharla también sobre este capítulo, era una queja constante por la que yo sufría terriblemente. 

Mi padre, en el fondo muy autoritario, y muy independiente desde todos los puntos de vista, incluso y quizás en especial en lo que se refería a los suyos, había separado de una vez por todas los dominios y los poderes: a su mujer sólo el hogar y los hijos, para él su trabajo, el dinero y el mundo exterior. Con respecto a esta división nunca admitió la menor disputa. Jamás tomó la más mínima iniciativa por lo que se refería a nuestra casa ni a nuestra educación. En este terreno, mi madre tenía todos los poderes. En compensación, él nunca habló en casa de su trabajo ni de sus relaciones de fuera (aparte de dos de sus amigos a quienes nos hizo conocer, uno de los cuales tenía un coche que en una ocasión nos condujo hasta las nieves de Chréa). Sólo seis meses antes de su muerte, en el pequeño pabellón de Viroflay en el que vivía desde su jubilación, mi padre habló. Hay que decir que fui yo quien tuvo la audacia, tan tardía, de preguntarle; además, él presentía que el fin estaba próximo, la «decrepitud», como decía. Me contó que él supo de siempre lo que le esperaba en el banco. 

Cuando estaba en Lyon al principio del gobierno de Vichy (hasta 1942), se había negado a tomar parte en una asociación de banqueros que preconizaban la revolución nacional. Pasó lo mismo en Marruecos cuando el general Juin juró «hacer morder el polvo» a Mohammed V, mi padre, que era el personaje más importante de la banca marroquí, mientras que el conjunto de los directores de banco cortejaba al Gobernador general, él permaneció ostensiblemente, a la vista de todos, en una reserva declarada. Cuando se jubiló, poseía la suficiente competencia, experiencia y títulos para que la dirección general de París

tomara, como era la costumbre y en su propio interés, la decisión de incluirlo en su grupo. «Sabía que nunca lo harían, yo no era de la familia, ni de la escuela politécnica, ni protestante, ni casado con una de sus hijas. 

Agradecieron los servicios prestados sin una palabra. ¡Pero qué competencia y qué amplitud de miras! Cuando le pregunté ese día sobre

la coyuntura económica y financiera, aquel hombre mayor, ya muy menguado físicamente pero con la cabeza clara, me hizo una notable exposición sobre la situación no sólo económica y financiera, sino también política, que me dejó estupefacto por su inteligencia, su agudeza, su sentido de los problemas y de los conflictos sociales. Yo había vivido al lado de aquel hombre, sin sospecharlo. Pero durante toda su vida había callado respecto a sí mismo y nunca me había atrevido a interrogarlo, a hacerle hablar sobre su persona. Por otra parte, ¿me habría respondido? Debo confesar, además, que yo había odiado a mi padre durante mucho tiempo por hacer sufrir a mi madre, lo que yo vivía como un martirio para ella y, en consecuencia, también para mí. 

Sin embargo en Marsella después de la guerra, en una ocasión en que fui a buscarle a su despacho, entraron unos colaboradores para mostrarle unos expedientes. Tenía fama de decidir sin vacilación. En silencio, pasó revista a los expedientes, levantó la cabeza y dijo algunas palabras a los dos colaboradores que esperaban delante de él. Unas palabras medio masculladas, medio barruntadas, totalmente ininteligibles para mí. Sus colaboradores salieron de la habitación sin preguntarle nada. «¡Pero no han comprendido nada!» «No te preocupes», ya comprenderán. 

De esta manera, por azar, supe cómo mi padre dirigía su banco. Más adelante me confirmó esta impresión uno de sus antiguos colaboradores al que me encontré en París: «A su padre, apenas si le comprendíamos,

muy a menudo salíamos sin habernos atrevido a pedirle que repitiera sus frases». «¿Y entonces?». «Entonces, nos tocaba a nosotros actuar.»

Mi padre «gobernaba» de esta manera: sin hacerse comprender nunca verdaderamente, una manera quizás de dejar a sus colaboradores frente a una responsabilidad que ellos sabían sancionada, pero no definida explícitamente. Sin duda conocían su oficio, sin duda hacía tiempo que él los había formado en su escuela, sin duda conocían lo bastante bien a mi padre para comprender hacia qué lado se inclinaba. 

¡Su propio chófer no siempre le entendía, cuando se trataba de un nuevo itinerario! De esta manera, mi padre se había convertido en un personaje campechano pero autoritario y hasta cierto punto enigmático en sus borborigmos, a quien sus empleados habían aprendido, si no querían ser reñidos con brusquedad, a prever sus decisiones, que eran casi ininteligibles. Dura escuela del «gobierno de los hombres», que ni Maquiavelo hubiera imaginado y cuyo éxito fue sorprendente. Antiguos colaboradores de mi padre que conocí después de su muerte me confirmaron su extraña conducta y sus efectos. No le habían olvidado y hablaban de él con una admiración que rayaba la devoción: no había nadie como él. Un «tipaparte. 

Nunca he sabido qué parte de conciencia deliberada o de indecisión interna, incluso de malestar interior, entraba en el comportamiento de mi padre en su relación con el prójimo, y hasta consigo mismo. Toda su capacidad y su inteligencia debían conjugarse con una profunda incomodidad para expresarse claramente ante los demás, con una reserva no tanto de principios como de hechos, en la que subyacía una reticencia anclada en el alma. Aquel hombre autoritario, dominado a veces por arrebatos violentos, al mismo tiempo y en el fondo se veía paralizado en su expresión por una especie de impotencia a mostrarse ante los demás, temor que le abocaba a la reserva y le hacía poco apto para las decisiones claramente expresadas. Además, sin duda, de otra convicción silenciosa para sí misma, que debía provenir de sus humildes orígenes. Sin duda fue aquella reserva sin expresión manifiesta la que hizo que tanto en Lyon como en Casablanca él fuera un personaje que no entrara en el juego de la gente de casta y de las autoridades de la época. Hay que ver cómo los conflictos y oposiciones de clase pueden, en definitiva, situarse. 

Si hablo tanto de mi padre es porque en casa nos reservaba exactamente el mismo trato. Ciertamente había prescrito y abandonado exclusivamente a mi madre el dominio del hogar, la educación, la vida cotidiana de los niños y de todas las cuestiones anejas: vestidos, vacaciones, teatro, música, qué sé yo ... No intervenía nunca -o muy rara vez- más que con breves tartamudeos, y únicamente para demostrar su mal humor. Por lo menos sabíamos que estaba furioso, pero nunca la razón. Sentía una auténtica adoración por mi madre tal como la había confinado en sus deberes: «¡La vibrante Mme. Althusser! », le gustaba repetir en ocasiones, en especial frente a terceros, citando la expresión de su director de Argel, M. Rongier, que había sabido distinguirlo, y a quien él veneraba. Por el contrario, mi madre no dejaba de hablar sin freno ni control, con una espontaneidad inconsciente e infantil, y para mi gran sorpresa (y para mi vergüenza), mi padre se lo disculpaba todo en público. A mi hermana y a mí nunca nos decía nada. Pero en vez de liberarnos en nuestros deseos, nos ·aterrorizaba con sus silencios inescrutables, o al menos me aterrorizaba a mí. 

Ante todo, me impresionaba por su fuerza. Alto y fuerte, sabía que 'guardaba en su armario el revólver de ordenanza y temblaba de que algún día pudiera utilizarlo. Como aquella noche en Argel en la que, para responder al ruido de los vecinos del rellano, se lanzó en pleno furor con gritos dementes acompañados de un estruendo de cacerolas y sacó su arma. 

Temblaba ante la idea de que aquello acabara con un enfrentamiento físico y disparos. Por suerte o por miedo, en seguida se hizo el silencio.

Muy a menudo, durante la noche, mientras dormía emitía terribles aullidos de lobo a la caza o acorralado, ruidos interminables, de una violencia insostenible, que nos obligaban a metemos bajo la cama. Mi madre no conseguía despertarle de sus pesadillas.

Para nosotros, cuando menos para mí, la noche se convertía en terror y vivía constantemente con el temor de sus insoportables gritos bestiales, que nunca he podido olvidar. Más tarde, cuando adopté la mayor agresividad en la defensa de mi madre mártir contra él, cuando ya le había provdcado suficientemente para su gusto, se enderezaba, se

levantaba de la mesa antes de acabar su comida, soltaba una única palabra, «¡Fautré!» (Fautré, palabra inventada por el padre de Louis Althusser. Sin duda procede de la contracción de faute-outre (allez vous (aire), foutre, algo así como «Vete a hacer puñetas». (N. de la T.), daba un portazo y desaparecía en la noche. Se apoderaba de nosotros, o al menos de mí, una angustia atroz: había abandonado a mi madre, nos había abandonado (mi madre parecía indiferente). ¿Se había ido para siempre? ¿Volvería o desaparecería para siempre? Nunca supe qué hacía en este caso, sin duda se perdía en la noche de las calles. Pero en cada ocasión, al cabo de un tiempo que me parecía interminable, volvía a casa y, sin decir palabra, se iba a la cama, solo. Siempre me pregunté qué podía decir seguidamente a mi madre, la mártir, o si le decía algo. Lo imaginaba incapaz de decirle no importa qué. Y tanto antes como después de su estallido, en cualquier caso nos correspondía el mismo hombre, incapaz

de tratarnos de otra manera que obrando silenciosa y ostensiblemente a su «antojo». Luego, todo pasaba. 

Pero esto era sólo un aspecto del personaje. Cuando se encontraba entre mis amigos, lejos de las preocupaciones del trabajo, demostraba una ironía mordaz irresistible. Se burlaba con la gente y se burlaba a costa de ella, acumulaba agudezas y pullas provocativas, siempre más o menos cargadas de alusiones sexuales, con una inventiva increíble, arrinconando a sus interlocutores con su risa cómplice e inquieta: tenía demasiada personalidad y nadie podía decir la última palabra delante de él. Nadie, y en especial mi madre, no podía entrar en su juego ni aguantar sus asaltos. Sin duda era otra defensa más para evitar decir lo que pensaba o quería, quizás porque no sabía verdaderamente lo que quería, pero no quería, bajo el velo de una ironía desbocada, más que disimular un malestar y una indecisión profundos. Por encima de todo le

gustaba jugar de esta manera con las mujeres de sus amigos. ¡Menudo espectáculo! Y yo sufría por mi madre al verle cortejadas de forma tan «escandalosa ». Le excitaba en especial la mujer de uno de sus colegas del despacho, uno de los pocos amigos que conocíamos. Se llamaba Suzy, era una mujer muy guapa y extrovertida, segura de sus encantos y encantada de que la provocaran de aquella manera. Mi padre se lanzaba al asalto delante de nosotros y era una justa erótica interminable que derretía a Suzy en la confusión, la risa y el placer. En silencio, yo sufría por mi madre y por la idea que habría debido hacerme de mi padre.

En realidad, aquel hombre fuerte era profundamente sensual, le gustaban el vino y las carnes sangrantes, tanto como las mujeres. Un buen día, en Marsella, mi madre se encaprichó de un tal doctor Omo, otro espíritu puro en que cayó su ingenuidad. Tenía una hermosa casa de campo en los jardines t1oridos al norte de la ciudad, donde cultivaba las verduras para su dieta y predicaba el vegetarianismo estricto (en pequeños recipientes con su nombre que vendía bastante caros). 

Mi madre entonces nos obligó a seguir a mi hermana y a mí, junto con ella, un régimen puramente vegetariano. ¡Y eso duró seis años enteros! Mi padre no puso ninguna objeción, pero exigió cada día su bistec sangrante. Nosotros comíamos coles, castañas y una mezcla de miel y almendras apiladas ostensiblemente delante de él, que cortaba con toda tranquilidad su carne, para manifestarle nuestra común desaprobación. A veces a mí se me ocurría provocarle y atacarle con una violencia extrema: él nunca respondía, pero algún día se marchó: «¡Fautré!». 

Ciertamente, mi padre buscaba en ocasiones mi complicidad. Alguna vez me llevó al estadio, donde le encantaba entrar sin pagar, bajo la mirada avisada de un empleado de su banco que redondeaba un poco sus ingresos controlando las entradas. Me fascinaba su arte de «colarse». Yo no me hubiera atrevido ni a pensarlo, aleccionado como estaba por mi madre y mis maestros en los grandes principios de honradez y de virtud. Mal ejemplo que me ha dejado un espantoso recuerdo, a la entrada de un campo de tenis. Mi padre entró sin pagar como de costumbre. Yo, tras de él, no pude entrar. Me dejó solo. Pero con el tiempo me inspiraría seriamente en su arte de «colarse». Entraba, yo le seguía, asistíamos al partido, que se desarrollaba en un ambiente tumultuoso. Recuerdo que en dos ocasiones, en Saint-Eugene, hubo disparos entre el público. ¡Siempre disparos! (Qué símbolo ...) Temblaba como si me los destinaran a mí. 

De esta época conservo un recuerdo horrible. En clase nos estaban explicando entonces las Cruzadas, con los pueblos saqueados e incendiados, sus habitantes pasados a cuchillo: la sangre corría en los arroyos de las calles. También empalaban a un buen' número de naturales del lugar. Yo me imaginaba siempre a uno, reposando sin ningún apoyo sobre el palo que se hundía lentamente por el ano hasta el interior del vientre y hasta su corazón y sólo entonces moría en

medios de atroces sufrimientos. Su sangre resbalaba por el palo y por sus piernas hasta el suelo. ¡Qué terror! Era a mí a quien atravesaban entonces con el palo (quizás por culpa de aquel Louis muerto que siempre estaba detrás de mí). De esta época conservo otro recuerdo que debí de encontrar en un libro. Una víctima estaba encerrada en una virgen de hierro armada de arriba abajo de largas puntas finas y duras que le atravesaban lentamente los ojos, el cráneo y el corazón. Era yo quien estaba encerrado en la virgen de hierro. ¡Qué forma más atroz de morir lentamente! Temblaba durante mucho rato y lo soñaba por la noche. Se me crea o no, no estoy haciendo ni aquí ni en otra parte, «autoanálisis», dejo este asunto a todos esos pequeños maliciosos de una «teoría analítica» a la medida de sus obsesiones y de sus fantasmas propios. Yo refiero únicamente las distintas «impresiones» que me han marcado de por vida, en su forma inaugural y su filiación posterior. 

En otra ocasión, En otra ocasión, mi padre, que había vuelto de la guerra con innumerables fotos de su división de artillería en las que aparecía siempre plantado ante gigantescos cañones, piezas de largo alcance, me llevó a un campo de tiro militar en Kouba. Hizo que apuntara con un pesado fusil de guerra. Sentí un terrible choque en el hombro y caí de espaldas con el insoportable ruido de la detonación. A lo lejos se movieron banderas para indicar que había errado el blanco. 

Contaba quizás unos nueve años. Mi padre estaba orgulloso de mí. Yo me sentía siempre aterrorizado. Pero cuando, más tarde, me admitieron (de los primeros de la lista, yo, tan buen alumno) en los exámenes de «becas» en 1929, mi padre me preguntó qué regalo quería. Respondí sin vacilar «Una carabina de 9 milímetros de la Fábrica de armas y bicicletas de Saint-Étienne», cuyo catálogo devoraba entonces (tantas cosas que nunca había tenido ni visto, al alcance del deseo ... ) y conseguí sin más mi carabina con cartuchos y balas, ante la reprobación de mi madre, pero sin que· mi padre discutiera ni por un momento mi elección ... Una carabina que iba a usar más adelante de manera tan extraña. 

Muy pronto me distinguí por un gran acierto en todo tipo de tiros: lanzar piedras sobre latas de conserva vacías, y también con la honda. Intentaba disparar contra los pájaros, pero fallaba siempre. Excepto un día, en la finca de mi abuelo en Bois-de-Velle, donde me puse a perseguir pollos que iban a picotear sus sembrados. A bastante distancia (unos veinte metros) divisé un bonito gallo rojo junto al cercado. Le disparé con mi honda y con terror vi que el gallo, alcanzado en pleno ojo, brincaba de dolor, golpeaba violentamente la cabeza contra el suelo y huía cloqueando. Mi corazón enloqueció durante horas. 

Por lo que se refiere a aquella carabina, sucedió lo siguiente. Al principio no la utilizaba más que para practicar con blancos de cartón, cosa que hacía bastante bien. Pero un día en que estábamos en una pequeña propiedad, Les Raves, que a mi padre se le había ocurrido comprar en alturas inaccesibles, recorrí el bosque con mi carabina en la mano en busca de alguna presa de pluma. De repente apercibí una tórtola y le disparé: cayó, la busqué en vano entre los helechos secos; en el fondo estaba persuadido de haber fallado, de que sólo se había dejado caer como un ardid, para escapar de mí. Seguí mi camino y se me ocurrió de repente, sin haber reflexionado, y con mayor motivo sin que supiera por qué, la idea de que, a fin de cuentas, podía probar de matarme. A continuación apunté el cañón del arma contra el vientre e iba a apretar el gatillo cuando una especie escrúpulo me detuvo, nunca he sabido por qué. 

Entonces abrí el cerrojo: había una bala dentro. ¿Cómo podía estar allí? Sin embargo, yo no la había metido. Nunca lo supe. Pero de repente me sentí bañado en sudor de pánico, temblaba de pies a cabeza y tuve que tenderme en el suelo durante un largo rato antes de volver a la casa de campo, más que pensativo. Una vez más se trataba de la muerte, pero en esta ocasión directamente de la mía. 

No entiendo por qué relaciono este recuerdo con otro, posterior, que desató en mí el mismo terror pánico. En Marsella, mi madre y yo habíamos salido de nuestro piso en la calle Sebastopol, y para acortar cogimos una larga calle transversal bordeada de altas paredes. Entonces vimos, a distancia en la acera de la derecha, a dos mujeres y un hombre. Las dos mujeres, desenfrenadas y gritonas, se pegaban violentamente. Una estaba en el suelo, la otra la arrastraba por los cabellos. El hombre, a un lado, inmóvil, contemplaba la escena sin intervenir. Cuando pasamos cerca del grupo lanzó para nosotros una advertencia perfectamente serena: «Tengan cuidado, ¡"ella" tiene un revólver!». Mi madre siguió su camino, erguida, la mirada al frente, sin querer ver ni oír, totalmente insensible. Ninguna emoción. Nunca me dijo ni una palabra de aquel incidente dramático. Resultaba claro para mí que hubiera tenido que intervenir. Pero yo era un cobarde. Debía de existir una relación singular entre mi madre y yo, mi madre y la muerte, mi padre y la muerte, yo y la muerte. No lo entendí hasta mucho, muchísimo más tarde, en mi análisis. 

¿Tuve verdaderamente un padre? Sin duda yo llevaba su apellido y él estaba allí. Pero en otro sentido, no. Porque nunca intervino en mi vida para orientarla en lo más mínimo, nunca me inició en la suya, que habría podido servirme de introducción, por ejemplo, en la defensa física en las peleas de muchachos, y más tarde en la virilidad. Sobre este último capítulo, una vez más fue mi madre quien proveyó por deber, a pesar del horror que le inspiraba todo lo que se refería al sexo. Al mismo tiempo, mi padre buscaba siempre manifiesta, aunque silenciosamente, mi complicidad: tanto en sus hábitos de colarse, como más adelante en sus alusiones a mis relaciones femeninas. Naturalmente nunca quería oír hablar de mujeres que yo pudiera conocer, ni de lo que hiciera con ellas, pero cada vez que salía, lanzaba para mí, ante mi madre silenciosa, una simple frase que no exigía ni comentario ni respuesta: «¡Hazla feliz!». ¿A quién? 

¡Sin duda pensaba que él había hecho feliz a mi madre! Ya se comprenderá que éste no había sido el caso: en el fondo mi padre era demasiado inteligente para hacerse, sobre este punto, la menor ilusión.

Mi madre de joven había sido una mujer muy guapa, once años menor que mi padre, una eterna criatura pasada sin transición de la tutela de los padres a la del marido, sin ninguna experiencia de la vida, tanto de los hombres como de las mujeres, con una única y eterna nostalgia en el corazón: el recuerdo de Louis, aquel antiguo prometido muerto en el cielo, así como de los maestros que había frecuentado en su efímero trabajo, del que mi padre la había apartado brutalmente. También había tenido, en Argel, una única amiga de su edad, tan pura como ella, que se había hecho médico, pero que había sido brutalmente arrancada de la vida por una tuberculosis.

Se llamaba Georgette. Cuando nació mi hermana, con toda naturalidad mi madre le puso el nombre de su amiga muerta: Georgette. Otro nombre de muerte. 

Pero mi madre, más bien bajita, rubia, con una cara regular y unos pechos muy bellos que vuelvo a ver con una especie de repulsión en mi memoria, es decir en sus fotografías, sin duda me quiso profundamente. Yo era el primer hijo de su cuerpo, y un chico, su orgullo. Cuando nació mi hermana, me confiaron el cuidado de velar en todo momento por ella, de acariciarla  y luego darle la mano para atravesar las calles con todas las precauciones al uso y, más adelante, velar por ella en todas las ocasiones. 

Llevé a término fielmente, tan bien como pude, esta misión de niño y de adolescente promovido a una labor de hombre, es decir de padre (mi padre sentía por mi hermana debilidades que me enfurecían, sospeché abiertamente tentativas incestuosas cuando la tenía sobre sus rodillas de una forma que me parecía obscena), misión que, por la solemne gravedad de la que se revestía, debía de ser aplastante para la criatura que yo era e incluso para un adolescente corno yo.

Mi madre no dejaba de explicarme que mi hermana era frágil (como ella, sin duda), porque era una mujer y aún conservo en la mente otro recuerdo obsceno que me horrorizó y me escandalizó. Nos encontrábamos en Marsella, mi madre bañaba a mi hermana desnuda en la bañera del piso. También desnudo, yo esperaba mi tumo. Vuelvo a oír a mi madre que me dice: «Ves, tu hermana es un ser frágil, está mucho más expuesta que un chico a los microbios» -y acompañaba el gesto a la palabra para demostrar mejor las cosas- «tú tienes sólo dos agujeros en el cuerpo, ella tiene tres». Sentí que la vergüenza me dominaba ante esta brutal intrusión de mi madre en el dominio de la sexualidad comparada. 

Ahora veo muy bien que mi madre se veía literalmente asaltada por fobias: tenía miedo de todo, de llegar tarde, miedo de no tener (bastante) dinero, miedo a las corrientes de aire (siempre tenía dolor de garganta, y yo también, hasta mi servicio militar en que me aparté de su lado), un miedo intenso a los microbios y su contagio, miedo de la multitud y de su ruido, miedo de los vecinos, miedo de los accidentes en la calle y en cualquier parte y, por encima de todo, miedo a las malas compañías y a frecuentar gente dudosa que puede acabar mal: digámoslo de una vez: por encima de todo miedo al sexo, al rapto y a la violación; es decir miedo a ser agredida en su integridad corporal y perder la problemática integridad de un cuerpo aún dividido. 

He conservado otro recuerdo de ella, que a mi entender lo sobrepasó todo en horror y en obscenidad. No es en absoluto un recuerdo encubridor, recubierto de impresiones posteriores, sino un recuerdo de los trece o catorce años, extremadamente preciso y aislado como tal, sin que ningún detalle se le haya superpuesto. Que la impresión haya sido reforzada acto seguido por otros incidentes del mismo tenor, es posible y verosímil, pero entonces no hicieron más que acentuar en su propio sentido la vergüenza atroz que sentí entonces y mi indignada rebelión. 

Nos encontrábamos en Marsella y yo tenía unos trece años. Desde hace unas semanas observo con intensa satisfacción que siento por la noche vivos y ardientes placeres que provienen de mi sexo, seguidos de un agradable apaciguamiento ... y que por las mañanas hay grandes manchas opacas en mis sábanas. ¿Supe que se trataba de poluciones nocturnas? No importa: en cualquier caso supe muy bien que se trataba de mi sexo. Ahora bien, una mañana después de levantarme como de costumbre y mientras tomaba mi café en la cocina, aparece mi madre, seria y solemne y me dice: «Ven, hijo mío». Me arrastra a mi dormitorio. En mi presencia abre las sábanas de mi cama, me señala con el dedo las grandes manchas opacas y endurecidas en las sábanas, me contempla un instante con un orgullo forzado mezclado con la convicción de que ha llegado un instante supremo y que tiene que estar a la altura de sus deberes y me declara: «Ahora, hijo mío, ¡eres un hombre!». 

Abrumado por la vergüenza, sentí en mí una rebelión insostenible contra ella. Que mi madre se permitiera registrar mis propias sábanas, en mi intimidad más recóndita, en el recogimiento íntimo de mi cuerpo desnudo, es decir en el lugar de mi sexo como lo hubiera hecho en mis calzoncillos, entre mis muslos para coger mi sexo entre sus manos y blandido (¡como si le perteneciera!), ella que sentía horror por todo sexo, que por añadidura se sometía como por obligación (yo me daba cuenta) a aquel gesto y a aquella declaración obscenos -en mi lugar, en cualquier caso en el lugar del hombre en el que me había convertido mucho antes de que ella se diera cuenta y sin que ella tuviera nada que ver eso es lo que me pareció, por lo menos así lo experimenté y lo experimento aún hoy, como el colmo de la degradación moral y de la obscenidad. Propiamente una violación y una castración. De esta manera yo había sido violado o castrado por mi madre, que a su vez se había sentido violada por mi padre (pero eso era asunto suyo, no mío). 

No nos librábamos, a fin de cuentas, de un destino familiar. Y que aquella obscenidad y aquella violación fueran obra de mi madre, que evidentemente actuaba contra natura para llevar a cabo lo que ella consideraba su deber (cuando habría sido el papel de mi padre, cumplir con esa obligación) remataba el cuadro del horror. No profiero ni una sola palabra, salgo dando un portazo, vago por las calles, desamparado y masticando un odio desmedido. 

Sufría en mi cuerpo y en mi libertad la ley de las fobias de mi madre. A mí que soñaba en jugar al fútbol con los granujas pobres a los que veía retozar desde lo alto de los cuatro pisos de nuestro apartamento de la calle Sebastopol, en un inmenso descampado, se me prohibía el fútbol: «¡Cuidado con las malas compañías, además te puedes romper una pierna!». A mí que me fascinaba la compañía de los niños de mi edad, con los que quería juntarme, para no sentirme solo, para ser admitido y reconocido por ellos como uno de los suyos, para intercambiar con ellos palabras, canicas, incluso puñetazos y aprender de ellos todo lo que yo ignoraba de la vida, para hacer amigos (yo no tenía ninguno entonces) ... ¡qué sueño! Prohibido. 

Cuando estábamos en Argel, mi madre me hacía siempre acompañar a la escuela municipal, que estaba a una distancia de nuestro domicilio (calle Station-Sanitaire de sólo trescientos metros, con una sola calle apacible que atravesar), por una criada indígena, que había contratado. 

Para no llegar tarde (aquella fobia de mi madre), llegábamos muy temprano delante de la escuela. Los chicos, franceses e indígenas, jugaban a las canicas junto a las paredes' o corrían a quien podía más con gran vocerío en la libertad de la infancia. Yo llegaba estirado como el cumplimiento del deber, acompañado de mi «mora» siempre silenciosa, despreciable y avergonzado hasta el fondo del alma por aquel privilegio de rico (aunque éramos pobres en aquel tiempo), y en vez de esperar fuera que se abriera la puerta de la escuela, tenía como protección de los antiguos colegas de mi madre el privilegio de entrar solo y antes que los demás y esperar en el patio la llegada de los maestros. Invariablemente, uno de ellos, un hombre flaco y bonachón, se paraba delante de mí y me preguntaba, nunca he sabido por qué: «Louis, ¿cuál es el fruto del haya?». «El hayuco» (como él me había enseñado). Me daba un cachete en la mejilla y se iba. Diez minutos largos después se acababa mi soledad: entraban todos los muchachos corriendo y gritando, para precipitarse en las clases, se habían acabado mis esperanzas de mezclarme con ellos. Soportaba, por decirlo así, en la vergüenza que me abrumaba de ser consecuentemente señalado como un «enchufado» de los maestros, aquella ceremonia insoportable, cuya única finalidad era tranquilizar a mi madre de todos los peligros de la calle: las malas compañías, el contagio de microbios, etc. 

Otro recuerdo violento. Un día me encuentro en el patio, es el recreo, juego a las canicas con un chico mucho más pequeño que yo. Soy bastante bueno jugando a las canicas y siempre gano. Así que me hago

con todas las canicas del muchacho. Pero él quiere a toda costa quedarse con una. Eso está en las reglas. y de repente, sin que sepa de dónde me viene ese impulso violento, le doy una fuerte bofetada en la mejilla. Él se escapa, e inmediatamente corro tras él, sin parar, para reparar lo irreparable: el mal que le he hecho. Decididamente, pelearme me resultaba intolerable. 

Y puesto que estoy metido en los recuerdos significativos de aquel tiempo, ahí va otro. Estoy en clase con un maestro muy bueno que es el que más me quiere de todos. El maestro está en la pizarra y nos da la espalda. En ese instante el chico que está justo tras de mí suelta un pedo. El maestro se vuelve y me mira con un aire desolado lleno de reproches: «Tú, Louis ... ». Yo no digo nada, tan convencido estoy de que he sido yo quién se ha echado un pedo. Me invade la vergüenza, como a todo auténtico culpable. En última instancia, le cuento el incidente a mi madre, que conocía muy bien al maestro que era quien la

había formado en la enseñanza y a quien ella apreciaba: «¿Estás seguro de que no has sido tú el que has» (no se atreve a pronunciar la palabra) «hecho esta cosa terrible? Es un hombre tan bueno, no puede equivocarse». Sin comentarios. 

Mi madre me quería profundamente, pero sólo mucho más tarde, a la luz de mi análisis, comprendí cómo. Delante de ella y lejos de ella siempre me sentía abrumado por no existir por y para mí mismo. 

Siempre he tenido la sensación de que habían dado mallas cartas y que no era a mí a quien quería ni a quien miraba siquiera. No la rebajo en absoluto si anoto este rasgo: la desdichada vivía como podía lo que le había sucedido: tener un hijo al que no había podido evitar llamarlo Louis, el nombre del hombre muerto a quien había amado y al que aún amaba en su alma. Cuando me miraba, sin duda no era a mí a quien veía, sino a mis espaldas, en el infinito de un cielo imaginario para siempre jamás marcado por la muerte, a otro, aquel otro Louis del que yo llevaba el nombre; pero yo no era aquel muerto en el cielo de Verdún y en el puro cielo de un pasado siempre presente. De esta manera me veía como atravesado por su mirada, yo desaparecía para mí en aquella

mirada que me sobrevolaba para reunirse en la lejanía de la muerte con el rostro de un Louis que no era yo, que nunca sería yo. Reorganizo ahora lo que he vivido y lo que he comprendido de ello. Podemos hacer toda la literatura y toda la filosofía que queramos sobre la muerte: la muerte, que circula por todas partes en la realidad social en la que está «invertida», al igual que la moneda, no se presenta en las mismas formas en la realidad y en los fantasmas. 

En mi caso, la muerte era la muerte de un hombre a quien mi madre amaba por encima de todo, más allá de mí. En su «amor» por mí, algo se me ha transido y me ha marcado desde la primera infancia, fijando por largo tiempo lo que debía ser mi destino. Ya no se trataba de un fantasma, sino de la realidad misma de mi vida. Así es como para cada

uno un fantasma se convierte en vida. 

Más tarde, de adolescente, cuando viví en Larochemillay con mis abuelos maternos, soñaba con llamarme Jacques, el nombre de mi ahijado, el hijo de la sensual Suzy Pascal. Quizás sea excesivo jugar con los fonemas del significante, pero la J de Jacques era un «jet», un chorro (el del esperma), la A' profunda (Jacques) la misma que la de Charles, el nombre de mi padre, la Q muy evidentemente la queue, la cola, y el Jacques como la Jacquerie, el de la sorda revuelta de los campesinos cuya existencia conocí entonces a través de mi abuelo. 

En cualquier caso, desde la primera infancia, me correspondió el nombre de un hombre que no cesó de vivir con amor en la cabeza de mi madre: el nombre de un muerto. 

V

Así pues, se puede reconstituir y, quizás, comprender la contradicción o más bien la ambivalencia en la que estaba condenado a vivir desde el principio. 

Por un lado, como todo niño a quien se amamanta, que vive en contacto físico, fisiológico y erótico con el cuerpo de la madre, que da el pecho, el calor del vientre, de la piel, de las manos, de la cara, de la voz, estaba unido visceral y eróticamente a mi madre, la quería como un hermoso niño lleno de salud y de vida puede querer a su madre. 

Pero supe muy pronto (los niños perciben de forma increíble lo que escapa a los adultos, aunque no sea «al nivel» de la consciencia donde se opere esta percepción) que aquella madre que yo quería en cuerpo y alma amaba a otro a través y por encima de mí, a un ser ausente en persona a través de mi presencia en nadie: un ser del que más adelante sólo sabría qué hacía mucho tiempo que estaba muerto. 

¿Quién puede decir cuándo esta «resolución en acto» se pudo producir? Hemos traducido résolution en acte literalmente, a pesar de la posibilidad de «pasaje en acto», como se traduce en ocasiones, y teniendo presente que, a veces, puede emplearse acting out. (N. de la T.). 

Resulta claro que la juzgo a posteriori por sus efectos, inscritos tantas veces en impresiones repetidas y ardientes en mi vida: tantas figuras inamovibles e insoslayables. En consecuencia, ¿cómo conseguir que me quisiera una madre que no me quería en persona y me condenaba así a no ser más que un pálido reflejo, el otro de un muerto, un muerto propiamente? Para salir de esta «contradicción » o más bien de esta ambivalencia, no tenía otro recurso excepto intentar seducir a mi madre (como se seduce a una persona de paso, a una extraña) para que ella consienta en mirarme y quererme por mí mismo. No sólo en el sentido corriente en el que el niño desea, como ya dijo Diderot, «acostarse con su madre», sino en sentido más profundo al que debía necesariamente decidirme, para ganar el amor de mi madre, para convertirme yo mismo en el hombre que ella amaba tras de mí, en el cielo puro de la muerte para siempre: seducirla mientras realizaba su deseo. 

¡Tarea posible e imposible!, porque yo no era aquel otro, no era en el fondo de mí aquel ser tan juicioso y tan puro que mi madre soñaba de mí. Cuanto más avanzaba, en realidad más experimentaba las formas, incluso violentas, de mi propio deseo, ante todo esa forma elemental: no vivir ni en el elemento ni en el fantasma de la muerte, sino existir por mí mismo, sí, sencillamente existir; ante todo dentro de mi cuerpo, que mi madre tanto despreciaba, porque a ella (como al Louis que ella seguía amando) le horrorizaba. De mí, niño, he conservado la imagen de un ser

delgado y blando, de estrechos hombros, que no serían nunca los de un hombre, con la cara blanca, abrumado por una frente demasiado pesada y perdido en la soledad de las alamedas blancas de un parque inmenso y vacío. Ni siquiera era un chico, sino una débil niñita. 

De aquella imagen, que me ha obsesionado durante tanto tiempo y cuyos efectos veremos después, limpia como un recuerdo encubridor, he encontrado por milagro el rastro material en una pequeña fotografía,

recogida entre los papeles de mi padre, después de su muerte. 

No hay duda, soy yo. Estoy de pie, en una de las inmensas alamedas del parque de Galland, en Argel, cerca de nuestra casa. En efecto, soy este chico delgado, blanco y endeble, sin hombros, la cabeza con la frente demasiado grande, coronada por un gran sombrero, pálido también. Al extremo de mis brazos, un minúsculo perro (el de M. Pascal, el marido de Suzy), está muy vivo, tira de su cadena. En la foto, aparte del perrito, estoy solo: nadie en las alamedas vacías. Se dirá que esta soledad puede no significar nada, que M. Pascal habría esperado a que

los paseantes desaparecieran. Pero éste es el hecho: aquella soledad, quizás querida por el fotógrafo, se ha reunido en mi recuerdo con la realidad y el fantasma de mi soledad y de mi fragilidad. 

Porque yo estoy absolutamente solo en Argel, como lo estaré durante mucho tiempo en Marsella y Lyon y más adelante terriblemente solo después de la muerte de Hélene. No tengo ningún auténtico compañero

de juego, ni siquiera entre los que me muevo bajo vigilancia en el patio de recreo, árabes, franceses, españoles, libaneses, hasta tal punto mi madre nos enseña a guardarnos (se) de toda relación dudosa, es decir de los microbios y de los influjos quién sabe de qué. Digo ningún compañero y a fortiori ningún amigo. Y cuando después de la escuela municipal me admitan en el instituto Lyautey de Argel, en sexto, ningún compañero, ni siquiera en el patio. 

Peor aún, en realidad conservo el recuerdo de chicos ricos perfectamente espabilados, altivos y despreciativos y únicos que no querían saber nada de mí, y de los magníficos coches deportivos que les esperaban a la salida, con su chófer al volante (entre otros un espléndido Voisin). Mi única compañía era la familia mi madre voluble y mi padre silencioso. El

resto era comer, dormir, deberes escolares en clase y en casa: con absoluta obediencia «libremente consentida». 

En el colegio de primera enseñanza fui un alumno ejemplar, querido por mis maestros. Pero en segunda enseñanza, en el Liceo de Argel me encontré totalmente perdido y completamente mediocre, a pesar de mis esfuerzos. Sólo en Marsella (de 1930 a 1936), y después en Lyon (de 1936 a 1939, en el preparatorio de Ulm) pasé a ser el primero de la clase. Gracias a mi madre me convertí en Marsella en boyscout de Francia y, naturalmente, en jefe de patrulla, consagrado por un capellán demasiado listo para ser honrado: había advertido en mi persona la culpabilidad que me llevaba a hacerme cargo de cualquier responsabilidad que se me propusiera. Era, pues, juicioso, demasiado juicioso, y puro, demasiado puro, como mi madre deseaba. Puedo decirlo sin riesgo de equivocarme: sí, de esta manera llevé a cabo -¡y durante cuánto tiempo!, ¡hasta los veintinueve años!- el deseo de mi madre: la pureza absoluta. 

Sí, realicé lo que mi madre deseaba y esperaba para toda eternidad (el inconsciente es eterno) de la persona del otro Louis, y lo hice para seducirla: la sensatez, la pureza, la virtud, el intelecto puro, la incorporeidad, el éxito escolar y para culminar una carrera «literaria» (mi padre hubiera preferido la Escuela Politécnica, lo supe más tarde, pero nunca lo comentó) y, para redondearlo, la entrada en la École Normale Supérieure, no la de Saint-Cloud, la de mi tío Louis, sino la de la calle Ulm. Después me convertí en el intelectual que todos conocen, que se negó obstinadamente a «ensuciarse las manos» en los medios de comunicación (¡oh pureza!), con mi nombre en las primeras páginas de algunos libros que mi madre leía con orgullo, en un filósofo conocido. 

¿Conseguí verdaderamente seducir a mi madre? Sí y no. Sí, porque al reconocer en mí la realización de su deseo, era feliz por mí y sentía un gran orgullo. No, porque en aquella seducción yo siempre tuve la impresión de no ser yo, de no existir verdaderamente, sino de existir sólo por artificios y en los artificios, justamente en los artificios de la seducción tomados por imposturas (del artificio a la impostura el camino

es corto) y en consecuencia que no había conquistado verdaderamente a mi madre, sino que la había artificial y artificiosamente seducido. 

Artificios; porque yo también tenía mis deseos o, si se quiere, simplificando al límite, mi deseo propio: lo imposible entonces. El deseo de vivir por mi cuenta, de reunirme con los chicos jugando al fútbol en el terreno baldío, de mezclarme con los amigos franceses y árabes de la escuela primaria, de jugar en los parques y los bosques con cualquier chaval, chicos o chicas, con quienes mi madre nos prohibía siempre el encuentro puesto que «no conocemos a sus padres», incluso si estaban a dos pasos, o sentados en el mismo banco: no era caso dirigirles la palabra, ¡no se sabe nunca con quién tienes tratos! Ya podía refunfuñar: yo consentía siempre. Sólo existía en el deseo de mi madre, nunca en el mío, inaccesible. 

Otro recuerdo de importancia. Nos encontramos, mi madre, mi hermana y yo en el monte del Bois de Boulogne, cerca de un áloe con un inmenso dardo (otra vez una especie de estaca). Llega una señora con dos críos: un niño y una niña. No sé cómo mi madre se resignó, pero empezamos a jugar. No por mucho tiempo. 

No sé qué me sucedió, pero al cabo de un momento ya estaba abofeteando a la niña mientras le decía: «¡No eres más que una Tourtecuisse!» Expresión intraducible -palabra inventada seguramente,

utilizada también en Los hechos. Parece proceder de tordre, torcer, y cuisse, nalga. (N. de la T.)

(Había leído esta palabra que me parecía muy significativa en un libro, sin saber muy bien qué podía significar.) Y todo lo que hizo mi madre fue arrastrarnos inmediatamente lejos de los niños y de la madre, sin decir una sola palabra. Otra vez se me había escapado un gesto súbito de violencia, como en el patio de la escuela. Pero en esta ocasión era sobre una niña. Recuerdo que no sentí vergüenza alguna ni ningún deseo de reparación. ¡Al menos eso de ganancia! 

Estaba desgarrado, pero sin recursos contra el deseo de mi madre y mi desgarramiento. Hacía todo lo que ella quería, ayudaba a mi hermana a atravesar las calles, tan peligrosas, cogiéndola con fuerza de la mano; compraba a la vuelta de la escuela los panecillos de chocolate, con la suma exacta que ella me  había dado, sin un céntimo propio en el bolsillo (¡hasta los dieciocho años!), puesto que siempre nos pueden robar y no se sabe nunca qué cosas nefastas o superfluas puede comprar un niño: sentido de la economía a ultranza que unía el miedo de una contaminación alimentaria y el miedo al robo. Hacía juiciosamente los deberes en casa y aguardaba las comidas. La única salida fue la que más adelante en Argel me llevó, siempre con mi hermana de la mano, hasta el apartamento de una pareja lánguida, flaca, descarnada e iluminada, no una pareja conyugal, sino una pareja compuesta por un hermano y una hermana (como nosotros) solteros y emparejados de por vida, a la que mi madre (partiendo de su pureza manifiesta) había otorgado su total confianza: mi hermana para aprender piano y yo violín, a fin de que pudiéramos más adelante tocar entre hermano y hermana, también nosotros. 

Nada pude contra tales coacciones. ¿Cómo habría podido, tal y como yo era? De este asunto resultó en mí un sólido odio hacia la música, reforzado más tarde por la obligación semanal materna (mi padre no asistía) de los conciertos clásicos en Marsella. Pero tranquilos: ahora toco para mi mayor placer el piano (en el que a falta de formación, improviso, como se verá más adelante). 

En efecto, ¿qué habría podido hacer contra aquellas coacciones musicales y de otra clase? No podía recurrir a nadie y sobre todo a nadie de dentro, es decir, a mi padre. Los únicos amigos que conocía eran los muy ocasionales amigos que mi padre nos traía. En realidad, uno solo: aquel M. Pascal, su colega de despacho, bajo sus órdenes, el pelo escaso, dulce como un melón y sin voluntad alguna delante de su mujer, la petulante Suzy. 

Un año en el que mi hermana había contraído la varicela (aquella criatura estaba siempre enferma) mi madre, para evitar el contagio (una vez más) pidió a los Pascal que me alojaran en su casa. Conocí entonces su blando nido de pareja sin hijos y sus manías, el esplendor de Suzy, voluptuosa, siempre con los pechos al aire, y su cálida autoridad, y el trajín de M. Pascal, que la hacía caso en todo como el perrito que llevaba atado a su cadena en el gran jardín del parque. En mi cama tenía siempre la misma pesadilla: de lo alto del armario surgía lentamente una inmensa bestia, una larga serpiente sin cabeza (¿castrada?), una especie de gusano de tierra gigantesco que bajaba hacia mí. Me despertaba gritando. Suzy venía corriendo y me apretaba largamente contra su generoso pecho. Yo me tranquilizaba. 

Una mañana me desperté tarde. Comprendí que M. Pascal había salido hacia su trabajo. Me levanté y, al aproximarme con precaución oí, tras la puerta de la cocina, que Suzy se afanaba (¿el café o los platos?). No sé cómo lo supe, pero supe que estaba desnuda en la cocina. Empujado por un deseo irresistible y seguro, vaya usted a saber cómo, de que no corro ningún riesgo, abro la puerta y la contemplo durante largo rato:    nunca había visto un cuerpo de mujer desnudo, los senos, el vientre y su vello púbico y sus nalgas fascinantes. ¿La atracción de la fruta prohibida (debía de tener unos diez años)?; ¿el esplendor sensual de sus formas desbordantes?; disfruté largo rato de mi placer. 

Luego ella se da cuenta de mi presencia y, lejos de reñirme, me atrae hacia sí y me retiene mucho tiempo, abrazándome contra sus senos y entre sus muslos cálidos. Nunca se habló nada entre nosotros después. Pero no he olvidado nunca aquel momento de «fusión» intensa y sin igual. 

Al año siguiente, después de que mi hermana contrajera la escarlatina (siempre enferma, la hermana), mi madre, para evitar de nuevo el «contagio», me mandó a casa de mis abuelos maternos, entonces «retirados» en su Morvan natal. 

VI

¡Los queridos abuelos! Aquella abuela derecha y delgada, con los ojos azul claro y sinceros, siempre activa pero a su ritmo y siempre generosa con todos, en especial conmigo, a quien adoraba sin demostrarlo, para todos refugio de serenidad y de paz. Sin ella mi abuelo nunca habría sobrevivido a sus trabajos extenuantes en los bosques de Argelia. Sus hijas ... debió de educarlas en los principios de salud y de virtud, que las convirtieron en muchachas rectas y puras. Aquel abuelo nervioso, inquieto, siempre renegando y protestando bajo su gorra y su bigote, pero bueno como nadie: los dos juntos formaban mi verdadera familia, mi única familia, mis únicos amigos en el mundo. 

Hay que reconocer que los vastos lugares en que viví cerca de ellos o con ellos, tenían elementos para exaltar a un niño, hasta entonces enclaustrado en la soledad de los estrechos pisos urbanos, a no ser que, muy verosímilmente, se tratara de su presencia y del amor que me tenían y que yo les devolvía, lo que transformara en paraíso de niño las casas, los bosques y los campos donde vivieron. 

En un principio, antes de que mi abuelo se jubilara para retornar a su Morvan natal, fue la gran casa forestal del Bois de Boulogne, que dominaba todo Argel, después la casita de Larochemillay (Nievre) con su jardín y sus campos de Bois-de-Velle. 

¡El Bois de Boulogne! Conservo un recuerdo extraordinario de su casa forestal agazapada en el centro de un inmenso jardín. Las habitaciones eran bajas y frescas. Entre ellas había un lavadero oscuro y misterioso por donde corría un agua eterna; un establo donde se olía la paja rubia de la cama de los animales, el maravilloso cagajón de caballo y el olor reluciente de dos espléndidos caballos de raza palpitando de vida bajo sus flancos lisos: los bellos animales de monta que mi abuelo y yo cuidábamos para los señores de la Dirección. Siempre he considerado a los caballos como los animales más bellos del mundo, infinitamente más bellos que los más bellos entre los seres humanos. Una noche, aquellas bestias protagonizaron un gran escándalo que no me dio miedo: ladrones de gallinas sin duda, pero los caballos, más vigilantes que los perros, les ahuyentaron. 

A veinte metros de la casa se alzaba una gran alberca alta y, cuando me levantaban en brazos, veía extraños peces pálidos, rojos, verdes y violetas, que se hundían lentamente bajo largas hierbas negras y flexibles que se movían. Más tarde, leyendo a Lorca, encontraría aquellos flexibles muslos de trucha de la mujer adúltera que se va al río: peces a través de cañas que se separan. 

Encontraba en la casa forestal parterres de flores fabulosas (aquellas anémonas, oh, aquellas fresias de perfume erótico y violento, aquellos ciclámenes tímidos y rosados, como el rosa femenino del sexo de Simone en Bandol más adelante en su follaje verdinegro), donde, en Pascua, iba con mi hermana a buscar los huevos de azúcar, a menudo ya roídos por las hormigas, que habían escondido para nosotros; y aquellos gigantescos gladiolos multicolor, de los que mi padre llevaba cada domingo un gran ramillete para dárselo, lejos de nuestra presencia, a una «joven muy bella», de apellido belga, a la que nosotros no vimos nunca. ¡Y aquel inmenso huerto, poblado de nísperos del Japón! ¡Aquellos nísperos! Daban frutos ovalados de color amarillo pálido, que contenían una pareja de huesos marrones duros, lisos y brillantes como testículos de hombre (pero por aquel entonces yo no sabía conscientemente nada, evidentemente), que acariciaba largo tiempo entre mis manos con un gozo extraño. Cuando mi tía Juliette, la fantasiosa de la familia, trepaba a los árboles, como una cabra, para arrancarlos de las ramas y dármelos a mí, que esperaba debajo oteando los bajos interesantes de sus faldas, su agua suave y azucarada se deshacía en la boca y liberaba los dos huesos resbaladizos. 

¡Qué sabor y qué placer! Pero aquellos mismos nísperos eran aún mejores cuando los recogía del suelo mismo, donde quemados por el sol había empezado a pudrirse en el perfume áspero y ácido de la tierra. Más allá, había otra pequeña alberca, ésta a mi altura, llena de un agua clara y chorreante (¿un manantial?) y completamente al fondo, detrás de altos cipreses negros, una docena de colmenas en hilera que un antiguo maestro bretón, M. Kerruet, inspeccionaba con frecuencia, con sombrero de paja en la cabeza, pero sin velo ni guantes, porque las abejas eran sus amigas. Ciertamente, no lo eran de todo el mundo, porque un día que mi abuelo se acercó quizás demasiado, nerviosas e inquietas por su nerviosismo y su inquietud, le saltaron en masa a la cara y se salvó gracias a una loca carrera para zambullirse en la alberca grande. Pero, curiosamente, en esta ocasión no concebí ningún horror. 

Pero, en especial, al fondo del jardín a la izquierda, se levantaba un inmenso y redondo algarrobo cuyas largas y lisas vainas oscuras (que me habría gustado probar, pero mi madre había sido tajante: ¡prohibido!) me fascinaban. El lugar era un observatorio imprevisto desde donde, solo, descubría a mis pies, tendida bajo el sol, minúscula e interminable,

la inmensa ciudad, sus calles, plazas, inmuebles y puerto, en el que reposaban grandes barcos inmóviles con chimeneas, y hormigueaban cientos de barcas en un lento movimiento perpetuo. De muy lejos, sobre el mar siempre liso y pálido, podía percibir primero un minúsculo humo en el horizonte, después, poco a poco, los mástiles y el casco, como inmóviles porque eran desesperadamente lentos: los navíos de la línea Marsella-Argel que acababan, si tenía suficiente paciencia, por atracar con infinitas precauciones y maniobras a lo largo de los raros muelles libres del puerto. Sabía que uno de ellos (después de tanto Général-Chanzy y demás) se llamaba Charles-Roux. Charles, como mi padre (por aquel entonces creía muy firmemente que todos los niños cuando llegaban a adultos, cambiaban de nombre para llamarse Charles, ¡nada excepto Charles!). 

Imaginaba que avanzaban porque había un juego de ruedas bajo su casco y me sorprendía que nadie se diera cuenta. 

Después salía en compañía de mi abuelo a los bosques. ¡Qué libertad! Con él, nunca existía el peligro ni lo prohibido. ¡Qué felicidad! Él, tan «gruñón», de un carácter que todo el mundo calificaba de imposible (como más tarde al de Hélene), me hablaba sin pretensiones como a un igual. Me enseñaba y me explicaba todos los árboles y todas las plantas. Los interminables eucaliptos, en especial, me fascinaban; me gustaba sentir bajo mi mano la escama de sus largas cortezas tubulares, que a menudo rodaban con gran estruendo de lo alto y colgaban luego sin fin, como brazos sin uso, o. harapos (los harapos, más adelante, de los que me gustaba vestirme, los harapos de las grandes cortinas rojas de mi dormitorio en la École Normale), en sus hojas tan lisas, tan largas, curvadas y puntiagudas, que con la estación pasaban del verde oscuro al rojo sangre, y su flor-fruto de polen delicado y con un perfume embrujador de «remedio farmacéutico». 

Había también el descubrimiento siempre nuevo de los ciclámenes rosas silvestres, siempre escondidos bajo sus hojas oscuras y de los que era necesario levantar el vestido para descubrir su rosa de carne íntima; espárragos silvestres, prietos como sexos erectos, que podía comer crudos cuando salían de la tierra. Después aquellos terribles áloes cubiertos de espinas y de picas que, en ocasiones (¿una vez cada diez años?) lanzaban al cielo un inmenso dardo lentamente coronado de una flor inaccesible. 

Vivía una intensa felicidad, libre y colmado, en compañía de mi abuelo y de mi abuela, i:ncluso cuando mis padres me acompañaban, en el paraíso de la casa forestal, su jardín y su inmenso bosque.

 

Aunque a veces, antes de llegar, había drama. En lo alto del bosque, siguiendo el camino de tierra que recorríamos a pie (cuatro kilómetros), se levantaba una alta casa blanca habitada por un capitán en ejercicio, un tal M. Lemaitre (este apellido ... ), su mujer, su hijo mayor de veinte años y su hija pequeña. 

Siempre era en domingo: el día libre de mi abuelo y también el día de descanso de M. Lemaitre. Cuando subíamos a la casa forestal, siempre se encontraba allí, en familia, pero con harta frecuencia estallaban terribles escenas entre el padre y el hijo. 

El hijo debía estudiar en su dormitorio y, cuando se negaba a hacerlo, su padre le encerraba con llave. Éste era el caso aquel domingo. El capitán, en pleno furor, nos explica las razones de la ausencia del hijo. De repente oímos un gran ruido de madera partida: el hijo echa abajo la puerta de su dormitorio, sale dando voces y desaparece en el bosque. 

Entonces el padre entra a toda prisa en la casa, vuelve revólver en mano y corre tras el hijo. ¡Otro padre violento, gritos y un revólver! Pero en esta ocasión se trataba de un hijo violento contra la violencia del padre. La madre calla. Aparte, sobre el primer peldaño de la segunda escalera de la casa, la niña, Madeleine, está sentada con la cara bañada en lágrimas. Me conmueve profundamente. Me siento a su lado, la tomo en brazos y me dedico a consolarla. Tengo la impresión de un inmenso acto de piedad y de abnegación por mi parte, como si encontrara otra vez (después de mi madre) una nueva y definitiva razón de ser y la misión oblativa de toda mi vida: salvar a aquella pequeña mártir. Por otro lado, aparte de mí, nadie se ocupa de ella, lo que incrementa mi exaltación. 

Vuelve el hijo. El padre detrás de él, empuñando el revólver, lo encierra de nuevo bajo llave en una habitación, y nosotros cambiamos aquella escena de violencia y desolación familiar por la paz de la casa forestal, muy cercana. En aquella ocasión aún había tenido mucho miedo, pero cómo decirlo, había encontrado una especie de felicidad gozosa al tomar en mis brazos a la pequeña Madeleine (el nombre de mi abuela. ¡Ay! estos nombres ... Lacan tiene mucha razón al insistir en el papel de los «significantes», después de que Freud hablara de las alucinaciones de nombres). 

Me dejaba atónito que mi abuelo, que no cesaba de renegar y de gruñir delante de todos y por cualquier cosa bajo su bigote aunque a media voz, fuera otra persona muy distinta conmigo. Sólo tengo que decir que nunca tuve miedo de que me abandonara. 

Si alguna vez permanecía en silencio conmigo, nunca sentí la menor angustia (¡qué diferencia con mi padre y mi madre!). Porque se callaba para hablarme. Y, en cada ocasión, era para mostrarme y explicarme las maravillas del monte que yo aún no conocía: sin pedirme nunca nada, sino todo lo contrario sin dejar de colmarme de dones y de sorpresas. 

Debió de ser entonces cuando me formé una primera idea de lo que pasa cuando amamos. Lo entendía así: cada vez un don sin intercambio, que me probaba que yo existía realmente. También me enseñaba, limítrofes del recinto de la casa forestal, las altas murallas de ladrillo de la Residencia de la reina Ranavalo, a quien nunca se veía. Más tarde supe que cuando las tropas francesas invadieron Madagascar en los gloriosos días de la campaña colonial, habían capturado a la reina del país y la habían recluido en aquella residencia forzada y estrechamente vigilada en la parte alta de Argel.

Más tarde, en Blida, encontré de la misma manera a un enorme negro con gafas, siempre protegido por un inmenso paraguas (se vendían tarjetas postales con él) que se acercaba a todas las personas que se encontraba casualmente y les alargaba la mano, diciéndoles «Amigos, ¡todos amigos!». Se trataba de Béhanzin, el antiguo emperador de Dahomey, también relegado en Argelia. Tal situación me pareció extraña: sin duda fue mi primera lección de política. 

VII

A partir de la jubilación de mi abuelo, creo que en 1925, tocaron a su fin la casa forestal (no la he vuelto a ver jamás) y sus maravillas. Mis abuelos se retiraron entonces a su tierra de origen, Morvan, donde compraron una casita en Larochemillay, un pueblecito a quince kilómetros de Chateau-Chinon y a once de Luzy, en una región accidentada y boscosa. Para mí, resultó otra maravilla. 

Ciertamente, estaba lejos de Argel, pero íbamos a pasar allí dilatados veranos, lo más frecuentemente sin mi padre que se quedaba trabajando en Argel. Para empezar, era necesario cruzar el mar, a bordo

de uno de los Gouverneur Général X ... que cubrían la línea, navíos lentos e incómodos, en los que ya sólo el olor de los pasillos y de las cabinas enmugrecidos por un tipo de grasa espesa, que olía a vómito, me mareaba, incluso antes de la salida. Siempre enfermé, como mi madre y mi hermana, pero nunca mi padre. 

En aquella época fue el descubrimiento rápido del puerto de Marsella, la Joliette, el equipaje, las Inquietudes de mi madre (¡si fueran a robarnos!); luego, el tren. ¡Ah!, ¡el tren! El olor de los grandes chorros de humo de las locomotoras de vapor, el ruido suave de sus bielas, las largas llamadas del silbido durante el trayecto (a saber por qué, por los pasos a nivel sin duda), después la llegada a las estaciones y a su salida el infinito y tranquilizador deslizamiento sobre los raíles, ritmado por el choque regular y tranquilizador de las conexiones. Cuando se está bien conectado, bien acordado, todo funciona. 

Mi madre temía constantemente un accidente. Yo no. El paisaje, desconocido, desfilaba tras los cristales. Comíamos sobre nuestras rodillas, cuando mi madre sacaba de su cesta las provisiones preparadas con anterioridad en Argel. 

Nunca conocimos los esplendores del vagón-restaurante: ¡economías! En Chagny cogíamos un ramal secundario: Chagny-Nevers. 

Cambiábamos de tren (¡cuidado con las maletas!) y subíamos a vagones más rústicos arrastrados por una lenta máquina asmática. Pero ya nos acercábamos a «casa». Muy pronto conocí y reconocí las estaciones, y sobre los taludes más cercanos de la línea del tren (que caminaba asmáticamente) intentaba apercibir a cualquier precio en medio de los hierbajos las primeras fresas silvestres con las que pensaba deleitarme: ¿habrían madurado ya? Al final llegábamos a la meta: a Millay, pequeña estación insignificante, pero allí empezaba la verdadera aventura. 

Detrás de la estación, una tartana nos esperaba. La primera vez fue bajo una lluvia intensa, que impedía ver nada, pero estábamos al abrigo de la capota de lona, encogidos por el frío. Pero casi siempre era a pleno sol. M. Ducreux, que se convertiría en alcalde de Laroche en 1936 en lugar del señor conde, conducía apaciblemente una hermosa yegua baya cuya grupa se llenaba rápidamente de espuma y su larga raja pulposa, que tenía ante mis ojos me interesaba intensamente. Seis kilómetros de subida, después los altos del Bois-de-Velle desde donde se descubría un inmenso paisaje de montañas frondosas (encinas, castaños, hayas, fresnos, carpes, además de avellanos y sauces), luego un descenso ligero pero bastante largo en el que la yegua adoptaba su trote habitual y, al final, el pueblo. La pendiente harto abrupta de un camino muy malo: pasábamos delante de la escuela municipal, de granito, después en seguida estaba «la casa», y mi abuela, muy erguida, que nos esperaba en el umbral. 

Ahora la casa no era muy espaciosa, pero tenía dos grandes sótanos frescos, un gran desván más o menos amueblado atiborrado de novelas de Delly publicadas en Le Petit Écho de la mode, que mi abuela había leído siempre, cobertizos para los conejos y un gran gallinero alambrado donde se paseaban las aves de corral llenas de su lenta suficiencia, pero el ojo siempre al acecho. Había una hermosa cisterna de cemento para recoger el agua de la lluvia (donde a veces caían gatos y para mi terror [más muertos] se ahogaban: ¡drama!). Y, en especial, un bello jardín en pendiente con una vista muy hermosa de una de las montañas más altas de Morvan: el Touleur. 

En aquel entonces no había ni agua corriente ni electricidad, naturalmente: íbamos a buscar el agua en cubos a casa de las dos solteronas de enfrente, y nos alumbrábamos con petróleo. ¡Ah! qué bonita luz daba, en especial cuando para ir de una habitación a otra te llevabas la luz contigo y las sombras pasaban sobre las paredes, móviles y a menudo desconcertantes: ¡qué seguridad llevar la luz contigo! 

Más adelante mi abuelo hizo excavar un auténtico pozo después de consultar a un zahorí quien, varita en mano, decidió que era allí, cerca del gran peral, y a. tal profundidad. Excavaron el pozo a mano, imaginaos, ¡y en plena capa de granito rosa! Menudo trabajo de fuerza y precisión: se excavaba con barrenos, que explotaban, y luego había que retirar los bloques y excavar de nuevo los agujeros de barreno con barras. Se encontró agua a la exacta profundidad predicha por el zahorí. 

De esta época procede mi auténtica admiración por el arte de los hombres de la varita de avellano, que trasladaría mucho más tarde al «tío Rocard», director del laboratorio de física de la École Normale y padre de Michel Rocard (un extraño para mí y, aparentemente, también para su «padre»), quien llevaba a cabo raros experimentos sobre el magnetismo físico, a pie con su varita por los jardines de la École los domingos (no había nadie que pudiera observarlo), en bicicleta, en coche ¡e, incluso, en avión! Aquel hombre fabuloso, sin encomendarse a nadie, había equipado los desaparecidos laboratorios de física de 1936, inmediatamente después de la penetración de las primeras tropas francesas en Alemania, fletando él mismo camiones militares y yendo a buscar todo el material que se necesitaba en los laboratorios alemanes y en las grandes fábricas. Lo que proporcionó a su laboratorio de física, uno de los primeros de Francia (donde trabajó Louis Kastler, quien consiguió el premio Nobel), con qué trabajar. El propio tío Rocard pasaba por ser «el padre de la bomba atómica francesa», lo que nunca se confirmó ni se desmintió; pero este título o pseudo título le valió la hostilidad política de la mayor parte de los alumnos de la École. 

Rocard fue el primero en el mundo que puso a punto un sistema de detección de explosiones atómicas sobre la base de la propagación por la corteza terrestre y la triangulación (había construido un buen número de casetas bastante cómodas en una veintena de lugares, muy a menudo inaccesibles, en Francia; invitó en una ocasión al doctor Étienne quien se quedó atónito, a mí no me extrañó); allí registraba el instante en que llegaban las ondas. En aquella época, estaba informado de la explosión de una bomba, incluso subterránea, un cuarto de hora antes que los norteamericanos y se sentía (modestamente) bastante orgulloso ... Le admiraba su capacidad de «piratería»: sabía escapar a la mayoría de impedimentos de la administración que despreciaba, y para gran escándalo de la dirección de la École, mantenía también una caja negra gracias a la cual, él, un físico, aceptó pagarme durante un año entero una mecanógrafa a media jornada, que mecanografió mi curso para científicos en 1967. 

No sólo esto, aquella genuina astucia, ingenio, audacia, ausencia total de prejuicios y aquella generosidad, son cosas que nunca he olvidado. Rocard padre, sordo o simulando que lo era cuando le convenía, imitado

(también él) por todos sus ayudantes en sus más mínimos gestos y acentos, farfullaba al dar sus órdenes como mi padre y era un maestro en «colarse», mucho más allá de las tímidas audacias de mi padre: fue para mí, después de mi abuelo, sin que él jamás lo supiera, mi verdadero segundo padre. 

Excavado el pozo, mi abuelo hizo construir en el borde una tapa de metal, y a unos cincuenta centímetros por encima un tejadillo de zinc para proteger la abertura. Sobre este tejadillo, cuando era la temporada, caían desde muy alto, día y noche, con un intermitente ruido seco que se oía desde la casa misma (aunque estábamos a cincuenta metros y detrás de las paredes) las minúsculas peras rojísimas, imposibles de cortar con el cuchillo, de las que mi abuela hacía una confitura prodigiosa que nunca más en mi vida he vuelto a encontrar en parte alguna. 

Aquel peral tenía holgadamente unos treinta metros de alto. Detrás, junto a los cercados y en un sendero provisional, se levantaban los altos muros de la escuela municipal desde donde, al llegar y al marcharse lanzando sus gritos tumultuosos, oíamos el rumor agudo de los alumnos en zuecos, sus juegos ruidosos antes de la entrada en clase, y luego, de repente, el silencio de las filas, las palmadas del maestro, los zuecos amontonados sobre la pequeña escalera y, por fin, el silencio profundo de la clase. 

Muy cerca, sobre el alto cerro, estaba el cementerio (donde reposan mis abuelos bajo una losa de granito gris) dos o tres abetos enclenques, y más allá, en el camino fangoso, el miserable barrio de los «pobres» (una familia entera, una mujer deformada por los numerosos partos, un viejo enfermo y un buen número de hijos en una sola pieza que apestaba). 

Más lejos había un trozo de camino llano y al final los bosques, en los que se entraba por un magnífico manantial, bajo muérdagos, la «fuente de Amor», y un lavadero público para mujeres muy frecuentado. 

Cerca de allí, en el linde del bosque, un día, en compañía de mi inquieta madre, descubrí un verdadero campo de setas nuevas, bastante raras en la región, erguidas bajo su sombrero y duras como sexos en erección: desarrollo sin propósito ni finalidad, fascinantes para mí, pero completamente indiferentes (cuando menos, en apariencia) para mi insensible madre. Sé demasiado bien por qué he conservado este intenso recuerdo: por aquel entonces no sabía qué hacer con mi propio sexo, pero sentía muy bien que lo tenía.

 

Recuerdo que más tarde, de adolescente; en el curso de los meses que pasé, como se va a ver, en casa de mis abuelos, me paseaba solo por la parte baja del jardín, en un lugar donde nadie podía verme, con mi sexo en plena erección bajo mi bata de escolar, acariciándolo sin intentar nada más, sin ningún fin: el placer sobreponiéndose a la vergüenza de lo prohibido. Ignoraba entonces totalmente las delicias de la masturbación, que descubriría por casualidad, una noche, en el cautiverio, ¡a la edad de veintisiete años!, y que desencadenó en mí una emoción tal que me desmayé. 

Los bosques variados en sus especies (también había muchos y bellos helechos y retamas, cortados en ocasiones por calveros donde se levantaba una gran ja) eran más bien accidentados, y se adornaban con manantiales claros y arroyos con cangrejos y ranas. 

Eran bastante accidentados pero de una grandeza apacible: el sol jugaba lentamente entre las hojas. ¡Un bosque muy distinto al de Argelia! A pesar de eso, mi abuelo, hijo de Morvan, me inició en ellos como antes. Me enseñó el corte justo de los mejores brotes del castaño (¡ah! su surtidor frágil y potente de savia ... ) para hacer el armazón de los cestos campesinos que me enseñó a confeccionar en la bodega, y me mostró los jóvenes tallos de sauce que había que trenzar entre los arcos del armazón. Me lo enseñó todo, los estanques, las ranas, los cangrejos, pero también toda la región y la gente que encontrábamos, con los que hablaba en su dialecto. 

Morvan era en aquella época una región de gran pobreza. Se vivía casi exclusivamente de la cría de bueyes blancos [a la charolaise], pero en especial de los cerdos y ... de los niños de la Inclusa, prohijados allí en buen número. Añádase a esto alguna cantidad de patatas, un poco de trigo, de centeno, de alforfón (que se daba muy bien, en compañía de los castaños), castañas y caza, incluidos jabalíes en invierno, algo de fruta, y se acabó el recuento. 

En el pueblo, sobre un promontorio, la iglesia, reciente, sin gracia ni relieve; y ante ella el clásico y horrible monumento a los muertos de la guerra de 1914 - 1918, cubierto de innumerables nombres, a los que se añadirían más tarde, como en todas partes, la lista de los muertos de 1939 - 1945, después el nombre de algunos deportados, y luego la lista de las víctimas de las guerras de Vietnam y de Argelia, triste balance que mostraba claramente que, como siempre, aquellas guerras habían diezmado la juventud campesina. Un antiguo combatiente de 1914 atendía la iglesia, decía la misa, a la que yo ayudaba como monaguillo, y daba el catecismo que más adelante aprendí en una minúscula habitación calentada en invierno por una pequeña estufa de leña que se ponía al rojo. El cura, de vuelta de todo, bonachón, con manga ancha para los pecados y en especial para los deseos sexuales o incluso para los actos, sin curiosidad morbosa en la confesión, siempre tranquilizador

para los niños, con su eterna pipa de trincheras en la boca, era la indulgencia en persona: otra figura del buen «padre».













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