Primera
Parte
La levedad y el peso.
1
La idea del eterno retorno es misteriosa y con
ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez
haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa
repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito
demencial?
El mito del eterno retorno viene a decir, per
negatio-nem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no
retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha
sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada
significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra
entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de
la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos,
trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados
africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?
Cambia: se convierte en un bloque que
sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable. Si la Revolución francesa tuviera que
repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de
Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años
sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se
vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita
entre el Robespierre que apareció sólo
una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a
cortarle la cabeza a los franceses.
Digamos, por tanto, que la idea del eterno
retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un
modo distinto ha como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de
su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar
condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la
desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la
guillotina.
No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una
sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de
las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la
viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de
concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de
que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida,
un tiempo que no volverá?
Esta reconciliación con Hitler demuestra la
profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la
inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano
y, por tanto, todo cínicamente permitido.
2
Si cada uno de los instantes de nuestra vida
se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como
Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno
descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es
el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más
pesada (das schwerste Gewicht).
Pero
si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden
aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es
de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga más pesada nos
destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la
poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del
cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de
la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras
de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el contrario, la ausencia absoluta de
carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto,
se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus
movimientos sean tan libres como insignificantes.
Entonces,
¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue el interrogante que
se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el
mundo estaba dividido en principios contradictorios: luz-oscuridad;
sutil-tosco; calor-frío; ser-no ser.
Uno de los polos de la
contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el
otro negativo. Semejante división entre polos positivos y negativos puede
parecemos puerilmente simple.
Con una excepción: ¿qué es lo
positivo, el peso o la levedad?
Parménides
respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una
cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y
equívoca de todas las contradicciones.
3
Pienso en Tomás desde hace
años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me lo iluminó esta
reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso, mirando a través del
patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe hacer.
Se encontró por primera vez a Teresa hace unas
tres semanas en una pequeña ciudad checa. Pasaron juntos apenas una hora. Lo
acompañó a la estación y esperó junto a él hasta que tomó el tren. Diez días
más tarde vino a verle a Praga. Hicieron el amor ese mismo día. Por la noche le
dio fiebre y se quedó toda una semana con gripe en su casa.
Sintió entonces un inexplicable amor por una
chica casi desconocida; le pareció un niño al que alguien hubiera colocado en
un cesto untado con pez y lo hubiera mandado río abajo para que Tomás lo
recogiese a la orilla de su cama.
Teresa se quedó en su casa una semana, hasta
que sanó, y luego regresó a su ciudad, a unos doscientos kilómetros de Praga. Y
entonces llegó ese momento del que he hablado y que me parece la llave para entrar
en la vida de Tomás: está junto a la ventana, mira a través del patio hacia la
pared del edificio de enfrente y piensa:
¿Debe invitarla a venir a vivir a Praga? Le
daba miedo semejante responsabilidad. Si la invitase ahora, vendría junto a él
a ofrecerle toda su vida.
¿O ya no debe dar señales de vida? Eso
significaría que Teresa seguiría siendo camarera en un restaurante de una
ciudad perdida y que él ya no la vería nunca más.
¿Quería
que ella viniera a verle, o no quería?
Miraba a
través del patio hacia la pared de enfrente y buscaba una respuesta.
Se acordaba una y otra vez de cuando estaba
acostada en su cama: no le recordaba a nadie de su vida anterior. No era ni una
amante ni una esposa. Era un niño al que
había sacado de un cesto untado de pez y había colocado en la orilla de
su cama. Ella se durmió. El se arrodilló a su lado. Su respiración afiebrada se
aceleró y se oyó un débil gemido. Apretó su cara contra la de ella y le susurró
mientras dormía palabras tranquilizadoras. Al cabo de un rato sintió que su respiración se serenaba y
que la cara de ella ascendía instintivamente hacia la suya. Sintió en su boca
el suave olor de la fiebre y lo aspiró como si quisiera llenarse de las
intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó que ya llevaba muchos
años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo la clara sensación de
que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se acostaría a su lado y querría
morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió en ese momento la cara en la almohada junto a la
cabeza de ella y permaneció así durante mucho tiempo.
Ahora estaba junto a la ventana e invocaba ese
momento. ¿Qué podía ser sino el amor que había llegado de ese modo para que él
lo reconociese?
Pero ¿era amor? La sensación de que quería
morir junto a ella era evidentemente desproporcionada: ¡era la segunda vez que
la veía en la vida! ¿No se trataba más bien de la histeria de un hombre que en
lo más profundo de su alma ha tomado conciencia de su incapacidad d e amar y que por eso mismo empieza a fingir amor ante
sí mismo? ¡Y su subconsciente era tan cobarde que había elegido para esa
comedia precisamente a una pobre camarera de una ciudad perdida, que no tenía
prácticamente la menor posibilidad de entrar a formar parte de su vida!
Miraba a través del patio la sucia pared y se
daba cuenta de que no sabía si se trataba de histeria o de amor.
Y le dio pena que, en una situación como
aquélla, en la que un hombre de verdad sería capaz de tomar inmediatamente una
decisión, él dudase, privando así de su significado al momento más hermoso que
había vivido jamás (estaba arrodillado
junto a su cama y pensaba que no podría sobrevivir a su muerte).
Se enfadó consigo mismo, pero luego se le
ocurrió que en realidad era bastante natural que no supiera qué quería:
El hombre nunca puede saber qué debe querer,
porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas
precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores.
¿Es
mejor estar con Teresa o quedarse solo?
No existe posibilidad alguna de comprobar cuál
de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre
lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su
obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué valor puede tener la vida si el
primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto.
Pero ni siquiera boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un
borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es
nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro.
«Einmal ist keinmal», repite Tomás para sí el
proverbio alemán. Lo que sólo ocurre una vez es como si no ocurriera nunca. Si
el hombre sólo puede vivir una vida es como si no viviera en absoluto.
4
Pero luego, un día, en un
descanso entre dos operaciones, la enfermera le avisó que le llamaban al teléfono.
En el auricular oyó la voz de. Teresa. Le llamaba desde la estación. Se alegró.
Era una lástima que para esa misma noche ya hubiera quedado en ir a visitar a
unos amigos, de modo que la invitó a venir a su casa al día siguiente. En
cuanto colgó se arrepintió de no haberle dicho que viniera en seguida. ¡Si aún
tenía tiempo de aplazar la visita! Se puso a pensar en qué podría hacer Teresa
en Praga teniendo que esperar nada menos que treinta y seis horas hasta verlo,
y le dieron ganas de coger el coche e ir a buscarla por las calles de la
ciudad.
Llegó al día siguiente al anochecer, llevaba
un bolso colgado del hombro con una correa larga y le pareció más elegante que
la otra vez. Tenía en la mano un libro grueso. Era Ana Karenina de Tolstoi. Su
comportamiento era alegre, incluso un tanto ruidoso, y trataba de que pareciera
que había ido a verle por casualidad, gracias a una feliz coincidencia: estaba
en Praga por motivos de trabajo o quizá (sus explicaciones eran muy confusas)
para ver si encontraba un trabajo.
Estaban
acostados, más tarde, desnudos y fatigados, los dos juntos en la cama. Era ya
de noche. El le preguntó dónde se alojaba, para llevarla en coche. Le respondió
tímidamente que todavía no había buscado hotel y que la maleta la tenía en la consigna
de la estación.
Ayer mismo había tenido miedo de que, si la
invitaba a visitarle en Praga, viniera a ofrecerle toda su vida. Cuando ahora
le dijo que tenía la maleta en la consigna, se dio cuenta de inmediato de que
en esa maleta estaba toda la vida de ella y de que la había dejado
momentáneamente en la estación antes de ofrecérsela.
Cogió el coche que estaba aparcado delante del
edificio, fue hasta la estación, recogió
la maleta (era grande y enormemente pesada) y regresó a casa, con la maleta y
con ella.
¿Cómo es posible que se decidiera con tanta
rapidez cuando había estado casi catorce días dudando y sin ser capaz de
enviarle ni siquiera una postal con un saludo?
El mismo estaba sorprendido. Estaba actuando
en contra de sus principios. Hace diez años se divorció de su primera mujer y
vivió el divorcio con el ánimo festivo con que otros celebran su boda. Se daba
cuenta de que no había nacido para
convivir con una mujer y de que sólo podía encontrarse plenamente a sí mismo
viviendo como un solterón. Puso todo su empeño en organizarse tal sistema de
vida que nunca pudiera ya entrar en su casa una mujer con su maleta. Ese era el
motivo por el cual no tenía en su casa más que una cama. A pesar de que era una
cama bastante ancha, Tomás les decía a todas sus amantes que era incapaz de
dormir si compartía la cama con alguien y las llevaba a todas a medianoche a
sus casas. Por lo demás, la primera vez que Teresa se quedó en su casa con la
gripe, nunca durmió con ella. La primera noche él la pasó en un sofá grande y
la noche siguiente se marchó al hospital, donde tenía su despacho y en él una
camilla que utilizaba durante las guardias.
Pero
esta vez se durmió a su lado. Por la mañana se despertó y comprobó que Teresa,
que aún
dormía, lo tenía cogido de la
mano. ¿Habrían estado así durante toda la noche? Le parecía difícil
creerlo.
Ella respiraba profundamente entre sueños,
apretaba su mano (con fuerza, no fue capaz de lograr que se la soltara), y la
maleta enormemente pesada estaba a su lado, junto a la cama.
Temía intentar que le soltara la mano, por no
despertarla, y con mucho cuidado se dio media vuelta hasta apoyarse en un
costado para poder observarla mejor.
Volvió a imaginar que Teresa era un niño al
que alguien había colocado en un cesto untado con pez y lo había mandado río
abajo. ¡No se puede dejar que un cesto con un niño dentro navegue por un río embravecido! ¡Si la
hija del faraón no hubiera rescatado de las olas el cesto del pequeño Moisés,
no hubiera existido el Antiguo Testamento ni toda nuestra civilización! Hay
tantos mitos que comienzan con alguien que salva a un niño abandonado. ¡Si
Pólibo no se hubiera hecho cargo del pequeño Edipo, Sófocles no hubiera escrito
su más bella tragedia!
Tomás no se daba cuenta en aquella ocasión de
que las metáforas son peligrosas. Con las metáforas no se juega. El amor puede
surgir de una sola metáfora.
5
Vivió apenas dos años con su primera mujer y
concibió con ella un hijo. Cuando tramitaron el divorcio, el juez otorgó el
niño a la madre y condenó a Tomás a pagar por él un tercio de su sueldo. Al
mismo tiempo le garantizó que tendría derecho a ver al niño un domingo de cada
dos.
Pero cada vez que tenía que ver a su hijo, la
madre inventaba alguna excusa. Si les hubiera llevado costosos regalos,
seguramente habría habido menos obstáculos para los encuentros. Comprendió que
tenía que pagarle a la madre, y pagarle por anticipado, por el cariño del hijo.
Se imaginó cómo iba a pretender quijotescamente inculcar en el futuro al hijo
sus opiniones, que eran diametralmente opuestas a las de la madre. Ya se sentía
cansado de antemano. Un domingo, cuando la madre volvió a anular en el último
momento una cita con su hijo, decidió de repente que ya no quería volver a
verle nunca en la vida.
Además ¿por qué iba a tener que sentir por
este niño, al que no lo unía nada más que una noche imprudente, algo más que
por otra persona cualquiera? ¡Pagará puntualmente lo que le corresponda, pero
que nadie le pida que luche por el derecho a su hijo en nombre de quién sabe
qué sentimientos paternales!
Por supuesto que nadie estuvo de acuerdo con
semejante postura. Sus propios padres condenaron su actitud y dijeron que, si
Tomás se negaba a interesarse por su hijo, ellos harían lo propio con el suyo.
Mantuvieron en cambio excelentes relaciones con la nuera, jactándose ante los
amigos de su comportamiento ejemplar y de su sentido de la justicia.
De ese modo consiguió librarse en poco tiempo
de su mujer, su hijo, su madre y su padre. Lo único que le quedó de todos ellos
fue el miedo a las mujeres. Las deseaba, pero les tenía miedo. Entre el miedo y
el deseo no tenía más remedio que buscar una especie de compromiso; lo
denominaba «amistad erótica». A sus amantes les decía: sólo una relación no
sentimental, en la que uno no reivindique la vida y la libertad del otro, puede
hacer felices a los dos.
Quería tener la seguridad de que la amistad
erótica nunca llegaría a convertirse en la agresividad del amor, y por eso
mantenía largas pausas entre los encuentros con cada una de sus amantes. Estaba
convencido de que éste era un método perfecto y lo propagaba entre sus amigos:
«Hay que mantener la regla del número tres. Es posible ver a una mujer varias
veces seguidas, pero en tal caso no más de tres veces. También es posible
mantener una relación durante años, pero con la condición de que entre cada
encuentro pasen al menos tres semanas».
Este sistema le daba a Tomás la posibilidad de
no separarse de sus amantes permanentes, teniendo al mismo tiempo una
considerable cantidad de amantes pasajeras. No siempre encontraba comprensión.
La que mejor le entendía de todas sus amigas era Sabina. Era una pintora. Le
decía: «Te quiero porque eres el polo opuesto al kitsch. En el reino del kitsch
serías un monstruo. No hay ninguna película
rusa o americana en la que pudieras existir más que como ejemplo de
maldad».
A ella
acudió cuando necesitó encontrar un empleo en Praga para Teresa. Tal como lo
exigían
las reglas tácitas de la
amistad erótica, Sabina le prometió que haría lo posible y, en efecto, pronto
encontró un puesto en el laboratorio fotográfico de un semanario. El puesto no
requería preparación especial, sin embargo elevó a Teresa del status de
camarera al del gremio de la prensa. Ella misma acompañó a Teresa a la redacción,
mientras Tomás decía para sus adentros que jamás había tenido una amiga mejor
que Sabina.
6
El acuerdo tácito sobre la amistad erótica
presuponía que Tomás dejaba el amor fuera de su vida. En cuanto incumpliese
esta condición, sus demás amantes se encontrarían en una posición secundaria y
se rebelarían.
Por eso buscó para Teresa un piso de alquiler
al que ella tuvo que llevar su pesada maleta. Quería velar por ella,
defenderla, disfrutar de su presencia, pero no sentía necesidad de cambiar su
estilo de vida. Por eso no quería que se supiera que Teresa dormía en su casa.
Dormir juntos era, en realidad, el corpus delicti del amor.
Nunca dormía con las demás amantes. Cuando iba
a verlas a sus casas, la cuestión era sencilla, podía irse cuando quería. Peor
era cuando ellas estaban en casa de él y había que explicarles que a medianoche
debía llevarlas a sus casas porque tenía problemas de insomnio y era incapaz de
dormir en la inmediata proximidad de otra persona. Aquello no estaba muy lejos
de la verdad, pero la causa principal era peor y no se atrevía a contársela: en
el mismo momento en que terminaba el acto amoroso sentía un deseo insuperable
de quedarse solo; despertarse en medio de la noche junto a una persona extraña
le desagradaba; levantarse por la mañana junto con alguien le producía rechazo;
no tenía ganas de que nadie oyese cómo se limpiaba los dientes en el cuarto de
baño y la intimidad del desayuno para dos no le atraía.
Por
eso se sorprendió tanto cuando se despertó y Teresa cogía con fuerza su mano.
La miraba y no podía entender qué había pasado. Se acordaba de las horas que
acababan de pasar y le parecía que de ellas se desprendía el perfume de quién
sabe qué felicidad desconocida.
Desde entonces los dos disfrutaban durmiendo
juntos. Diría casi que el objetivo del acto amoroso no era para ellos el placer
sino el sueño que venía después de aquél. Ella, en particular, no podía dormir
sin él. Cuando alguna vez se quedaba sola en su piso alquilado (que iba
convirtiéndose cada vez más en una simple tapadera), no podía conciliar el
sueño en toda la noche. En sus brazos se dormía por más excitada que estuviera.
El le susurraba al oído historias que inventaba para ella, cosas sin sentido,
palabras que repetía monótonamente, consoladoras o chistosas. Aquellas palabras
se convertían en visiones confusas que la transportaban hasta el primer sueño.
Tenía el sueño de ella totalmente en su poder y ella se dormía en el instante
que él elegía.
Cuando dormían, se aferraba a él como la
primera noche: se cogía con fuerza de su muñeca, de su dedo, de su tobillo. Si
quería alejarse sin despertarla, debía utilizar algún truco. Liberaba el dedo
(la muñeca, el tobillo) de su encierro, lo cual siempre la despertaba a medias,
porque ni aun dormida dejaba de vigilar atentamente lo que él hacía. Se calmaba
cuando en lugar de su muñeca ponía en su mano algún objeto (un pijama
retorcido, un zapato, un libro) que ella luego apretaba firmemente como si
fuera parte del cuerpo de él.
Una vez, mientras la adormecía y ella no había
pasado aún de la primera antesala del sueño, de modo que todavía era capaz de
responder a sus preguntas, le dijo: «Bueno. Yo ahora me voy». «¿Adonde?», le
preguntó. «Me voy», dijo con voz severa. «¡Voy contigo!», dijo y se incorporó.
«No, no puedes. Me voy para siempre», dijo y salió de la habitación al
vestíbulo. Ella se levantó y con los ojos entrecerrados fue tras él. No llevaba
más que un camisón corto, sin nada debajo. Su cara permanecía impasible,
inexpresiva, pero sus movimientos eran enérgicos. El salió del vestíbulo al
pasillo (el pasillo común del edificio) y cerró la puerta. Ella la abrió
bruscamente y fue tras él, convencida en su sueño de que quería irse para
siempre y de que debía detenerlo. El bajó las escaleras hasta el primer
descansillo y allí la esperó. Ella llegó hasta él, lo cogió de la mano y se lo
llevó de regreso a la cama.
Tomás se decía: hacer el amor
con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones no sólo
distintas sino casi
contradictorias. El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien
(este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres),
sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación
con una única mujer).
7
En medio de la noche empezó a
gemir en sueños. Tomás la despertó, pero al ver su cara le dijo con odio:
«¡Vete! ¡Vete!». Después le contó lo que había soñado: estaban en algún lugar
juntos ellos dos y Sabina. Entraron en una habitación grande. En medio había
una cama, como en un escenario de teatro. Tomás le ordenó que se quedara de pie
en un rincón y después, delante de ella, hizo el amor con Sabina. Esa visión le
producía un dolor que no podía soportar. Quería interrumpir el dolor del alma
mediante el dolor del cuerpo y se metía agujas en las uñas. «Dolía tanto»,
decía, y mantenía los puños cerrados como si los dedos estuvieran heridos de
verdad.
La abrazó y ella lentamente (aún estuvo mucho
tiempo temblando) fue durmiéndose en sus brazos. Cuando, al día siguiente, volvió a pensar en aquel
sueño, recordó algo. Abrió el cajón del escritorio y sacó un paquete de cartas que
le había enviado Sabina. Pronto encontró el siguiente párrafo: «Quisiera hacer
el amor contigo en mi estudio, como en un escenario. Alrededor habría gente y
no podrían acercarse ni un paso. Pero no podrían quitarnos los ojos de
encima...».
Lo peor era que la carta llevaba fecha. Era
reciente, de una época en la que hacía tiempo ya que Teresa vivía en casa de
Tomás.
«¡Has
estado revolviendo mis cartas!», le espetó.
No lo
negó y dijo: «¡Entonces échame!».
Pero no la echó. Tenía la imagen de ella ante
los ojos, pegada a la pared del estudio de Sabina, clavándose agujas bajo las
uñas. Cogió sus dedos, los acarició, se los llevó a los labios y los besó como
si aún hubiera en ellos huellas de sangre.
Pero a partir de entonces fue como si todo se
aliara en contra suya. Casi todos los días ella se enteraba de algún detalle de
la vida amorosa secreta de él.
Al principio él lo había negado todo. Cuando
las pruebas se hicieron demasiado evidentes, procuró demostrar que su poligamia
no era en nada contradictoria con su amor por ella. No era consecuente: a ratos
negaba sus infidelidades y a ratos volvía a justificarlas.
Una vez llamó a una mujer para quedar con
ella. Al terminar la conversación oyó un extraño sonido que venía de la habitación
contigua, como un sonoro castañeteo de dientes.
Por casualidad, ella había ido a su casa sin
que él lo advirtiese. Llevaba en la mano un frasco de calmante, se lo estaba
bebiendo y el temblor de la mano hacía que el cristal le golpeara los dientes. Se lanzó hacia ella como si la salvara de un
naufragio. El frasco con la valeriana cayó al suelo y estropeó la alfombra.
Ella se resistió, quería soltarse, y él tuvo que mantenerla abrazada durante un
cuarto de hora como con una camisa de fuerza antes de conseguir calmarla.
Sabía que la situación en la que se encontraba
no tenía justificación posible, porque se asentaba en una absoluta
desigualdad.
Antes de que ella descubriera su
correspondencia con Sabina habían estado con un grupo de amigos en un bar.
Celebraban el nuevo empleo de Teresa. Había dejado el laboratorio y se había
convertido en fotógrafa del semanario. Como a él no le gustaba bailar, un joven
colega se hizo cargo de Teresa. El aspecto que tenían en la pista de baile era
estupendo y Teresa le parecía más hermosa que nunca. Advertía asombrado con qué
precisión y obediencia Teresa se adelantaba en una fracción de segundo a la
voluntad de su compañero. Era como si
aquel baile demostrara que su espíritu de sacrificio, aquella especie de deseo
entusiástico de hacer todo lo que quería Tomás, antes de que él lo dijera, no
estuviera ni mucho menos necesariamente ligado a la personalidad de Tomás, sino
a punto para responder a la llamada de cualquier otro hombre que encontrara en
su lugar. Nada más fácil que imaginar que Teresa y su compañero eran amantes.
¡La facilidad con que podía evocarse aquella imagen le dolía! Se dio cuenta de
que el cuerpo de Teresa, sin el menor inconveniente, era imaginable unido
amorosamente a cualquier otro cuerpo masculino y le dio un ataque de malhumor.
No reconoció que estaba celoso hasta muy entrada la noche, cuando regresaron a
casa.
Aquellos celos absurdos, que no se referían
más que a una posibilidad teórica, eran la prueba de que consideraba que su
fidelidad era una condición imprescindible. ¿Cómo podía entonces reprocharle
que ella tuviera celos de sus amantes, éstas sí absolutamente reales?
8
Durante el día, Teresa trataba (aunque con
éxito sólo parcial) de creer en lo que decía Tomás y de estar alegre como lo
había estado hasta entonces. Pero los celos domados durante el día se
manifestaban con tanta mayor fiereza en sus sueños, que terminaban siempre en
un lamento del que él tenía que despertarla.
Los sueños se repetían como variaciones sobre
temas o como seriales de televisión. Con frecuencia se reiteraban, por ejemplo
los sueños sobre gatas que le saltaban a la cara y le clavaban las uñas.
Podemos encontrar una explicación bastante sencilla para esto: en el argot
checo, gata es la denominación de una mujer guapa. Teresa se sentía amenazada
por las mujeres, por todas las mujeres. Todas las mujeres eran amantes en
potencia de Tomás y ella les tenía miedo.
En otro ciclo de sueños, la enviaban a la
muerte. Una vez, en medio de la noche, él la despertó cuando gritaba
aterrorizada y ella le contó: «Había una gran piscina cubierta. Seríamos unas
veinte. Todas mujeres. Todas estábamos desnudas y teníamos que marchar
alrededor de la piscina. Del techo colgaba un cesto y dentro de él había un
hombre de pie. Llevaba un sombrero de ala ancha que dejaba en sombras su cara,
pero yo sabía que eras tú. Nos dabas órdenes. Gritabas. Mientras marchábamos teníamos
que cantar y hacer flexiones. Cuando alguna hacía mal la flexión, tú le
disparabas con una pistola y ella caía muerta a la piscina. Y en ese momento
todas empezaban a reírse y a cantar en voz aún más alta. Tú no nos quitabas los
ojos de encima y, cuando alguna volvía a hacer algo mal, le disparabas. La
piscina estaba llena de cadáveres que flotaban justo debajo de la superficie
del agua. ¡Y yo me daba cuenta de que ya
no tenía fuerza para hacer la siguiente flexión y de que me ibas a
matar!». El tercer ciclo de sueños se
refería a ella ya muerta.
Yacía en un coche fúnebre grande como un
camión de mudanzas. A su lado no había más que mujeres muertas. Había tantas
que las puertas tenían que quedar abiertas y las piernas de algunas
sobresalían.
Teresa
gritaba: «¡Si yo no estoy muerta! ¡Si lo siento todo!».
«Nosotras
también lo sentimos todo», reían los cadáveres.
Reían exactamente con la misma risa que
aquellas mujeres vivas que alguna vez le habían dicho con satisfacción que era
del todo normal que ella tuviera un día los dientes estropeados, los ovarios
enfermos y arrugas en la cara, porque ellas también tenían los dientes
estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en la cara. ¡Con la misma risa
ahora le explicaban que estaba muerta y que así es cómo tenía que ser!
De pronto sintió ganas de hacer pis. Gritó:
«¡Pero si tengo ganas de hacer pis! ¡Eso prueba que no estoy muerta!».
Y ellas volvieron a reírse: «¡Es normal que
tengas ganas de hacer pis! Todas esas sensaciones permanecerán durante mucho
tiempo. Es como cuando a alguien le amputan una mano y sigue sintiéndola mucho
después. Nosotras ya no tenemos orina y sin embargo siempre tenemos ganas de
hacer pis».
Teresa se abrazó en la cama a Tomás: «¡Y todas me tuteaban, como si me conocieran de
toda la vida, como si fueran amigas mías y yo sentía pánico de tener que
quedarme con ellas para siempre!».
9
Todos los idiomas derivados
del latín forman la palabra «compasión» con el prefijo «com-» y la palabra pas-sio que significaba originalmente
«padecimiento» Esta palabra se
traduce a otros idiomas, por ejemplo al checo, al polaco, al alemán, al sueco,
mediante un sustantivo compuesto de un prefijo del mismo significado, seguido
de la palabra «sentimiento»; en checo: sou-cit;
en polaco: wspólczucie; en alemán: Mit-gefühl; en sueco: med-kánsla.
En los idiomas derivados del latín, la palabra
«compasión» significa: no podemos mirar impertérritos el sufrimiento del otro;
o: participamos de los sentimientos de aquel que sufre. En otra palabra, en la
francesa pitié (en la inglesa pity, en la italiana pieta, etc.), que tiene
aproximadamente el mismo significado, se nota incluso cierta indulgencia hacia
aquel que sufre. Avoir de la pifié pour une femme significa que nuestra situación
es mejor que la de la mujer, que nos inclinamos hacia ella, que nos
rebajamos.
Este es el motivo por el cual la palabra
«compasión» o «piedad» produce desconfianza; parece que se refiere a un
sentimiento malo, secundario, que no tiene mucho en común con el amor. Querer a
alguien por compasión significa no quererlo de verdad.
En los idiomas que no forman la palabra
«compasión» a partir de la raíz del «padecimiento» (passio), sino del
sustantivo «sentimiento», estas palabras se utilizan aproximadamente en el
mismo sentido, sin embargo es imposible afirmar que se refieran a un
sentimiento secundario, malo. El secreto poder de su etimología ilumina la
palabra con otra luz y le da un significado más amplio: tener compasión
significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él
cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión
(en el sentido de jvspó/czucie, Mitgefübl, madkansld] significa también la
máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es
en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado.
Cuando Teresa soñó que se clavaba agujas entre
las uñas, reveló así que había espiado en los cajones de Tomás. Si se lo
hubiera hecho alguna otra mujer, no hubiera vuelto a hablar con ella en la
vida. Teresa lo sabía y por eso le dijo: «¡Entonces, échame!». Pero no sólo no
la echó, sino que le cogió la mano y le besó las yemas de los dedos, porque en
ese momento él mismo sentía el dolor debajo de las uñas de ella, como si los
nervios de sus dedos condujeran directamente a la corteza cerebral de él. Un
hombre que no goce del diabólico regalo denominado compasión no puede hacer
otra cosa que condenar lo que hizo Teresa, porque la vida privada del otro es
sagrada y los cajones que contienen su correspondencia íntima no se abren. Pero
como la compasión se había convertido en el sino (o la maldición) de Tomás, le
pareció que había sido él mismo quien había estado arrodillado ante el cajón
abierto del escritorio, sin poder separar los ojos de las frases que había
escrito Sabina. Comprendía a Teresa y no sólo era incapaz de enfadarse con
ella, sino que la quería aún más.
10
Los gestos de Teresa se volvían cada vez más
bruscos y alterados. Habían pasado dos años desde que descubrió sus
infidelidades y la situación era cada vez peor. No tenía salida.
¿Es que realmente no podía abandonar sus
amistades eróticas? No podía. Eso le hubiera destrozado. No tenía fuerzas
suficientes para dominar su apetito por las demás mujeres. Además le parecía
innecesario. Nadie sabía mejor que él que sus aventuras no amenazaban para nada
a Teresa. ¿Por qué iba a prescindir de ellas? Le parecía igualmente absurdo que
pretender renunciar a ir al fútbol.
¿Pero podía aún hablarse de satisfacción? En el mismo momento en que
salía a ver a alguna de sus amantes, notaba una sensación de rechazo hacia ella
y se prometía que era la última vez que iría a verla.
Tenía ante sí la imagen de Teresa y para no
pensar en ella necesitaba emborracharse rápidamente. ¡Desde que conocía a
Teresa era incapaz de hacer el amor con otras mujeres sin alcohol! Pero
precisamente el aliento que sabía a alcohol era la huella que le permitía a
Teresa comprobar con mayor facilidad sus infidelidades.
Había caído en la trampa: en cuanto iba tras
ellas, desaparecían sus apetencias, pero bastaba un día sin ellas para que
marcara algún número de teléfono y fijara un encuentro.
Con Sabina se sentía un poco mejor, porque
sabía que era discreta y que no había peligro de que lo pusiera en evidencia.
Su estudio le daba la bienvenida como un recuerdo de su vida pasada, la idílica
vida de un hombre soltero.
Quién
sabe si él mismo se daba cuenta de cuánto había cambiado: tenía miedo de llegar
tarde a casa porque allí le esperaba Teresa. En cierta ocasión, Sabina advirtió
que Tomás observaba el reloj mientras hacían e l amor y trataba de acelerar su
culminación.
Ella se dedicó entonces a pasearse lentamente
por el estudio y se detuvo ante un cuadro que estaba sin terminar en el
caballete mirando de reojo a Tomás que se vestía apresuradamente.
Ya
estaba vestido, sólo tenía un pie descalzo. Echó una mirada a su alrededor y se
puso a gatas, buscando algo debajo de la mesa.
Ella le dijo: «Cuando te miro, tengo la
sensación de que te estás convirtiendo en el eterno tema de mis cuadros. El
encuentro entre dos mundos. La doble exposición. Tras la silueta de Tomás el
libertino reluce la increíble figura del enamorado romántico. O al revés: a
través de la figura del Tristán que no piensa más que en su Teresa se vislumbra
el hermoso mundo traicionado por el libertino».
Tomás se
puso de pie; oía las palabras de Sabina sin prestarles atención.
— ¿Qué
estás buscando? —le preguntó.
—Un
calcetín.
Registraron
juntos la habitación y él volvió a ponerse a gatas y a buscar debajo de la
mesa.
—Aquí no
hay ningún calcetín tuyo —dijo Sabina-. Seguro que no lo has traído.
—Cómo
no lo iba a traer —gritó Tomás mirando el reloj—. ¡No iba a venir con un solo
calcetín!
—Es una posibilidad que no hay que descartar.
Últimamente andas muy distraído. Siempre vas con prisa, mirando el reloj y no
es de extrañar que te olvides de ponerte un calcetín.
Estaba
ya decidido a ponerse el zapato sin calcetín.
—Afuera
hace frío —dijo Sabina—. Te presto una media mía.
Le dio
una media larga blanca, de ganchillo.
El sabía perfectamente que aquélla era una
venganza por haber mirado el reloj mientras hacían el amor. Sabina había
escondido su calcetín en alguna parte. Hacía frío de verdad y no le quedaba más
remedio que aceptarla. Se fue a su casa con un calcetín en un pie y una media
blanca de mujer en el otro, arremangada sobre el tobillo.
Su situación no tenía salida: para sus amantes
estaba marcado con la oprobiosa señal de su amor a Teresa y, para Teresa, con
la oprobiosa señal de sus aventuras con sus amantes.
11
Para mitigar sus sufrimientos
se casó con ella (por fin pudieron dejar el piso de alquiler en el que hacía
tiempo ella ya no vivía) y le consiguió un cachorro.
La madre era una San Bernardo de un compañero
suyo. El padre de los cachorros, el pastor alemán de los vecinos. Nadie quería
a los pequeños bastardos y a su compañero le daba pena sacrificarlos.
Tomás elegía uno de los cachorros a sabiendas
de que los que no eligiera iban a tener que morir. Se sentía como un presidente
de la república cuando tiene ante sí a cuatro condenados a muerte y sólo puede
indultar a uno. Al fin eligió un cachorro, una perrita cuyo cuerpo parecía
recordar al del pastor mientras que la cabeza era la de la madre, la San
Bernardo. Lo llevó a Teresa. Cogió la perrita, la apretó contra su pecho e
inmediatamente le meó la blusa.
Se pusieron a buscarle un nombre. Tomás quería
que por el nombre se supiera que el perro era de Teresa y se acordó del libro
que llevaba bajo el brazo cuando llegó a Praga sin avisar. Propuso que al
cachorro lo llamaran Tolstoi.
—No
puede llamarse Tolstoi —replicó Teresa— porque es una señorita. Podría ser Ana
Karenina.
—No puede ser Ana Karenina, porque ninguna
mujer puede tener un morro tan chistoso como éste — dijo Tomás—. Se parece más
bien a Karenin. Sí, el señor Karenin. Así es como me lo imaginaba.
— ¿Pero
no afectará a su sexualidad que la llamemos Karenin?
—Es posible que una perra a la que sus amos
llaman permanentemente como a un perro desarrolle tendencias lesbianas.
Las palabras de Tomás se hicieron realidad de
un modo curioso. A pesar de que habitualmente las perras tienen más apego a sus
amos que a sus amas, en el caso de Karenin era al revés. Decidió enamorarse de
Teresa. Tomás le estaba agradecido. Le acariciaba la cabeza y le decía: «Haces
bien Karenin. Esto es precisamente lo que yo quería de ti. Si yo solo no basto,
tú tienes que ayudarme».
Pero ni aún con la ayuda de Karenin logró
hacerla feliz. Se dio cuenta de ello aproximadamente al décimo día en que su
país fuera ocupado por los tanques rusos. Era el mes de agosto de 1968 y a
Tomás le llamaba todos los días por teléfono el director del hospital de Zurich
con el que se habían hecho amigos en alguna conferencia internacional. Temía
por lo que le pudiera pasar y le ofrecía un puesto de trabajo.
12
Si Tomás rechazaba la oferta del suizo casi
sin pensarlo era por Teresa. Suponía que no iba a querer marcharse. Además ella
había pasado los siete primeros días de la ocupación en una especie de éxtasis
que casi parecía felicidad. Andaba por la calle con su cámara repartiendo fotos
a los periodistas extranjeros que se pegaban por obtenerlas. En cierta ocasión,
mientras con excesivo descaro fotografiaba de cerca a un oficial que apuntaba
con su revólver a la gente, la detuvieron y le hicieron pasar la noche en un
puesto de mando ruso. La amenazaron con fusilarla, pero en cuanto la dejaron en
libertad, volvió a salir a la calle y volvió a hacer fotos.
Por eso
Tomás se quedó sorprendido cuando al décimo día de la ocupación le dijo:
— ¿Y tú
por qué no quieres ir a Suiza?
— ¿Y por
qué iba a tener que irme?
—Aquí
tienen cuentas pendientes contigo.
—
¿Y con quién no las tienen? —dijo Tomás con un gesto de despreocupación—. Pero
dime:
¿tú serías capaz de vivir en
el extranjero?
— ¿Y
por qué no?
—Te he visto arriesgar tu vida por este país.
¿Cómo es posible que ahora estés dispuesta a abandonarlo?
—Desde
que volvió Dubcek todo ha cambiado —dijo Teresa.
Era verdad: la euforia general sólo duró los
siete primeros días de la ocupación. Las autoridades del país habían sido
capturadas por el ejército ruso como si fueran criminales, nadie sabía dónde
estaban, todos temblaban por su vida y el odio a los rusos embriagaba cual
alcohol a la gente. Era una fiesta ebria de odio. Las ciudades checas estaban
adornadas con miles de carteles pintados a mano, con textos irónicos,
epigramas, poemas, caricaturas de Brezhnev y su ejército, del que todos se
reían como de una banda de analfabetos. Pero no hay fiesta que dure
eternamente. Mientras tanto, los rusos obligaron a los representantes del
Estado detenidos a firmar en Moscú una especie de compromiso. Dubcek regresó
con ellos a Praga y después leyó en la radio su discurso. Tras seis días de
cárcel estaba tan destrozado que no podía hablar, se atragantaba, se quedaba
sin aliento, de modo que entre frase y frase había pausas interminables que
duraban casi medio minuto.
El compromiso alcanzado salvó al país de lo
peor: de los fusilamientos y de las deportaciones en masa a Siberia que
espantaban a todos. Pero uña cosa ya estaba clara: Bohemia iba a tener que inclinarse
ante el conquistador; iba a tener que atragantarse ya para siempre, que
tartamudear, que quedarse sin aliento como Alexander Dubcek. Se había acabado
la fiesta. Habían llegado los días hábiles de la humillación.
Todo esto se lo decía Teresa a Tomás y él
sabía que era verdad, pero que por debajo de esa verdad había otro motivo más,
aún más esencial, para que Teresa quisiera irse de Praga: no era feliz con la
vida que había llevado hasta entonces.
Los días más hermosos de su vida los había
vivido fotografiando en las calles a los soldados rusos y exponiéndose al
peligro. Fueron los únicos días en los que el serial televisivo de sus sueños
se interrumpió y sus noches fueron felices. Los rusos le trajeron en sus
tanques el equilibrio interior. Ahora, terminada ya la fiesta, vuelve a tener
miedo de sus noches y querría huir de ellas. Sabe ya que hay situaciones en las
que es capaz de sentirse fuerte y satisfecha y por eso desea ir a recorrer el
mundo, con la esperanza de volver a encontrar situaciones similares.
— ¿Y no te importa —le preguntó Tomás— que
Sabina también haya emigrado a Suiza? —
Ginebra no es Zurich —dijo Teresa—. Seguro que allí me molestará menos de lo
que me molestaba en Praga.
La persona que desea abandonar el lugar en
donde vive no es feliz. Por eso Tomás aceptó el deseo de emigrar de Teresa,
como el culpable acepta la condena. Se sometió a ella y un buen día se
encontró, con Teresa y Karenin, en la mayor ciudad de Suiza
13
Compró una cama para el piso vacío (aún no
tenían dinero para los demás muebles) y se puso a trabajar con la furia de una
persona que empieza una nueva vida después de los cuarenta.
Llamó varias veces a Sabina a Ginebra. Había
tenido la suerte de que una exposición de cuadros suyos se inaugurara una
semana antes de la invasión rusa, de modo que los suizos amantes de la pintura
se dejaron llevar por la ola de simpatía
hacia el pequeño país y compraron todos sus cuadros. «Gracias a los rusos me he hecho rica»,
bromeaba por teléfono e invitaba a Tomás a visitarla en su nuevo estudio que al
parecer no era muy distinto del que Tomás conocía ya de Praga.
Le hubiera gustado visitarla pero no
encontraba disculpa alguna que justificara su viaje ante Teresa. Así que Sabina
vino a Zurich. Se alojó en un hotel. Tomás fue a visitarla al terminar su
jornada de trabajo, llamó por teléfono desde la recepción y subió a su
habitación. Ella le abrió la puerta y apareció ante él con sus hermosas y
largas piernas, sin vestir, sólo con el sujetador y las bragas. En la cabeza
llevaba un sombrero hongo negro. Le miró largamente, inmóvil y sin decir
palabra. Tomás también permanecía en silencio. De pronto se dio cuenta de que
estaba emocionado. Le quitó el sombrero y lo colocó encima de la mesa, junto a
la cama. Después hicieron el amor sin decir ni una sola palabra.
Cuando salió del hotel hacia su casa de Zurich
(en la que ya desde hacía tiempo había una mesa, sillas, sillones, alfombra) se
dijo, feliz, que llevaba consigo su modo de vida igual que un caracol su casa.
Teresa y Sabina representaban los dos polos de su vida, dos polos lejanos,
irreconciliables, y sin embargo ambos hermosos.
Sólo
que precisamente porque él llevaba consigo su modo de vida a todas partes, como
parte de su cuerpo, Teresa seguía teniendo los mismos sueños.
Llevaban ya en Zurich seis o siete meses
cuando llegó una noche tarde a casa y encontró encima de la mesa una carta. Ella le comunicaba que había
regresado a Praga. Regresaba porque no tenía fuerzas para vivir en el
extranjero. Sabía que debía haberle servido de apoyo a Tomás, pero sabía
también que no era capaz de hacerlo. Había pensado ingenuamente que en el
extranjero cambiaría. Había creído que después de lo que había vivido durante los
días de la ocupación ya no volvería a ser puntillosa, que se volvería mayor,
sagaz, fuerte, pero se había sobreestimado. Es para él una carga y no quiere
serlo. Quiere sacar las conclusiones pertinentes antes de que sea demasiado
tarde. Y le pide disculpas por haberse llevado a Karenin.
Tomó un somnífero fuerte y a pesar de eso no
se durmió hasta la madrugada. Por suerte era sábado y podía quedarse en casa.
Analizaba la situación por quincuagésima vez: las fronteras entre su país y el
resto del mundo ya no están abiertas como cuando emprendieron el viaje. Ya no
hay telegrama ni teléfono alguno que sea capaz de devolverle a Teresa. Las
autoridades no la dejarán salir. Su partida es
increíblemente definitiva.
14
La conciencia de que era absolutamente
impotente le hizo el efecto de un mazazo, pero al mismo tiempo lo tranquilizó.
Nadie le obligaba a tomar ninguna decisión. No tiene que mirar a la pared del
edificio de enfrente y preguntarse si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha
decidido todo por su cuenta.
Fue al restaurante a almorzar. Estaba triste
pero durante la comida pareció como si la desesperación inicial se hubiera
fatigado, como si hubiera perdido fuerza y no hubiera quedado de ella más que
melancolía. Miraba hacia atrás, hacia los años que había vivido con ella, y le
parecía que su historia común no podía haberse cerrado mejor de lo que se había
cerrado. Si aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera
podido terminarla de otro modo:
Teresa llegó un día a su lado sin que él la
hubiera invitado. Otro día, del mismo modo, se fue. Llegó con una pesada
maleta. Con una pesada maleta se fue.
Pagó, salió del restaurante y se puso a pasear
por las calles, lleno de una melancolía que se hacía cada vez más hermosa.
Había pasado siete años de su vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos
años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido.
El amor que había entre él y Teresa era bello,
pero también fatigoso: tenía que estar
permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo,
manteniéndola contenta, consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor,
siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose
culpable, justificándose y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido
ahora y permanecía la belleza.
Se acercaba la noche del sábado, por primera
vez paseaba solo por Zurich y aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de
cada esquina se escondía la aventura. El futuro había vuelto a convertirse en
un secreto. Su vida de soltero le había sido devuelta, una vida para la cual
antes estaba seguro de haber nacido, seguro de que era la única que le permitía
ser tal como de verdad era. Hacía ya
siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado por
los ojos de ella. Era como si le hubiera atado al tobillo una bola de hierro.
Su paso era ahora, de pronto, mucho más ligero. Casi flotaba. Se hallaba en el
campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.
(¿Tenía ganas de telefonear a Sabina a
Ginebra? ¿De llamar a alguna de las mujeres que había conocido en Zurich en los
últimos meses? No, no tenía la menor intención de hacerlo. Intuía que, si se
reuniera con alguna mujer, el recuerdo de Teresa se haría al instante
insoportable-mente doloroso.)
15
Aquel extraño encantamiento melancólico duró
hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Teresa irrumpió en su
mente: sentía el estado de ánimo de ella cuando le escribía la carta de
despedida; sentía cómo le temblaban las manos; la veía arrastrando la pesada
maleta en una mano, la correa de Karenin en la otra; se la imaginaba abriendo
la cerradura de la casa de Praga y sentía en
su propio corazón la orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la
puerta.
Durante aquellos dos hermosos días de
melancolía su compasión no había hecho más que descansar. La compasión dormía,
como duerme el minero el domingo después de una serrana de trabajo duro para el
lunes poder bajar otra vez al tajo.
Atendía a un paciente y, en lugar de verlo a
él, veía a Teresa. El mismo se lo reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses
en ella! Se decía: precisamente porque estoy enfermo de compasión, es bueno que
se haya ido y que ya no la vea. ¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi
compasión, de esa enfermedad que antes no conocía y con cuyo bacilo me
contagió!
El sábado y el domingo sintió la dulce levedad
del ser, que se acercaba a él desde las profundidades del futuro. El lunes cayó
sobre él un peso hasta entonces desconocido. Las toneladas de hierro de los
tanques rusos no eran nada en comparación con aquel peso. No hay nada más
pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el
dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la
imaginación, prolongado en mil ecos.
Se hacía reproches para no rendirse a la
compasión y la compasión lo oía con la cabeza gacha, como si se sintiera
culpable. La compasión sabía que se estaba aprovechando de sus poderes y sin embargo
se mantenía calladamente en sus trece, de modo que al quinto día de la partida
de ella Tomás le comunicó al director del hospital (al mismo que después de la
invasión rusa le llamaba a diario a
Praga) que debía regresar de
inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que su actitud tenía que parecerle al
director irresponsable e imperdonable. Tenía ganas de confesárselo todo, de
hablarle de Teresa y de la carta que había dejado para él en la mesa. Pero no
lo hizo. Desde el punto de vista de un médico suizo, la actuación de Teresa
tenía que parecer histérica y antipática. Y Tomás no estaba dispuesto a
permitir que nadie pensase mal de ella.
El
director estaba verdaderamente afectado.
Tomás se
encogió de hombros y dijo: «Es muss sein. Es muss sein».
Era una alusión. La última frase del último
cuarteto de Beethoven está escrita sobre estos dos motivos: Para que el sentido
de estas palabras quedase del todo claro, Beethoven encabezó toda la frase
final con las siguientes palabras: «Der schwer gefasste Entschluss»: «Una
decisión de peso».
Con aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía
a referirse, en realidad, a Teresa, porque había sido precisamente ella la que
le había obligado a comprar los discos de los cuartetos y las sonatas de
Beethoven.
La alusión resultó más adecuada de lo que él
hubiera podido suponer, porque el director era un gran aficionado a la música.
Se sonrió ligeramente y dijo en voz baja, imitando la melodía de
Beethoven: «¿Muss es
sein?»
Tomás
dijo una vez más: «Ja, es muss sein».
16
A diferencia de Parménides, para Beethoven el
peso era evidentemente algo positivo. «Der Schwer gefasste Entschluss», una
decisión de peso, va unida a la voz del Destino («es muss sein»); el peso, la
necesidad y el valor son tres conceptos internamente unidos: sólo aquello que
es necesario, tiene peso; sólo aquello que tiene peso, vale.
Esta convicción nació de la música de
Beethoven y, aunque es posible (y puede que hasta probable) que sus autores
hayan sido más bien los comentaristas de Beethoven y no el propio compositor,
hoy la compartimos casi todos: la grandeza del nombre consiste en que carga con
su destino como Atlas cargaba con la esfera celeste a sus espaldas. El héroe de
Beethoven es un levantador de pesos metafísicos.
Tomás partió hacia la frontera suiza y yo me
imagino al propio Beethoven, melenudo y huraño, dirigiendo la orquesta de los
bomberos locales y tocándole, para su despedida de la emigración, una marcha
llamada «Es muss sein!».
Pero luego Tomás atravesó la frontera checa y
se topó con una columna de tanques soviéticos. Tuvo que detener el coche en un
cruce de caminos y esperar media hora a que pasaran. Un horrible soldado en
uniforme negro dirigía el tráfico en el cruce, como si todas las carreteras
checas fueran de su propiedad.
«Es muss
sein», repetía Tomás, pero pronto empezó a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser
así?
Sí, era
insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en
Praga.
¿Pero
cuánto tiempo le torturaría la compasión? ¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un
mes?
¿O sólo una semana?
¿Cómo
podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?
Cualquier colegial puede hacer experimentos
durante la clase de física y comprobar si determinada hipótesis científica es
cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene la posibilidad
de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso nunca llega a
averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o no.
Con estos pensamientos abrió la puerta de la
casa. Karenin le saltó a la cara y le hizo así más fácil el momento del
encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa (unas ganas que aún sentía en Zurich,
en el momento de subir al coche) habían desaparecido por completo. Le parecía que
estaba frente a ella en medio de una planicie nevada y que los dos temblaban de
frío.
17
Desde el primer día de la ocupación, los
aviones rusos volaban durante toda la noche sobre Praga. Tomás se había
desacostumbrado a aquel ruido y no podía dormir.
Daba vueltas en la cama mientras Teresa dormía
y se acordaba de lo que había dicho hacía tiempo en una conversación
intrascendente. Estaban hablando de su amigo
Z. y ella afirmó: «Si no te hubiera encontrado a ti, seguro que me
hubiera enamorado de él».
Ya en esa ocasión aquellas palabras le
produjeron a Tomás una extraña melancolía. Y es que de pronto se dio cuenta de
que era mera casualidad el que Teresa lo amase a él y no a su amigo Z. Se dio
cuenta de que, además del amor de ella por Tomás, hecho realidad, existe en el
reino de lo posible una cantidad infinita de amores no realizados por otros
hombres.
Todos consideramos impensable que el amor de
nuestra vida pueda ser algo leve, sin peso; creemos que nuestro amor es algo
que tenía que ser; que sin él nuestra vida no sería nuestra vida. Nos parece
que el propio huraño Beethoven, con su terrible melena, toca para nuestro gran
amor su «es muss sein!».
Tomás se acordaba del comentario de Teresa
sobre el amigo Z. y constataba que la historia del amor de su vida no iba
acompañada del sonido de ningún «es muss sein!», sino más bien por el de «es
kónnte auch anders sein»: también podía haber sido de otro modo.
Hace siete años se produjo casualmente en el hospital de la ciudad de Teresa un
complicado caso de enfermedad cerebral, a causa del cual llamaron con urgencia
a consulta al director del hospital de Tomás. Pero el director tenía
casualmente una ciática, no podía
moverse y envió en su lugar a Tomás a aquel hospital local. En la ciudad había
cinco hoteles, pero Tomás fue a parar casualmente justo a aquél donde trabajaba
Teresa. Casualmente le sobró un poco de tiempo para ir al restaurante antes de
la salida del tren. Teresa
casualmente estaba de servicio y
casualmente atendió la mesa de Tomás.
Hizo falta que se produjeran seis casualidades para empujar a Tomás hacia
Teresa, como si él mismo no tuviera ganas.
Regresó a Bohemia por su causa. Una decisión
tan trascendental se basaba en un amor tan casual que no hubiera existido si su
jefe no hubiera tenido la ciática hacía siete años. Y aquella mujer, aquella
personificación de la casualidad absoluta yace ahora a su lado y respira
profundamente mientras duerme.
Estaba ya bien entrada la noche. Sentía que le
empezaba a doler el estómago, tal como solía ocurrirle en los momentos de
angustia.
La respiración de ella se transformó una o dos
veces en un suave ronquido. Tomás no sentía en su interior ninguna clase de
compasión. Lo único que sentía era la presión en el estómago y la desesperación
por haber regresado.
Segunda
Parte
El alma y el cuerpo
1
Sería estúpido que el autor tratase de
convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron
del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una
situación básica. Tomás nació de la frase «einmal ist keinmal». Teresa nació de
una barriga que hacía ruido.
Cuando entró por primera vez en casa de Tomás,
empezaron a sonarle las tripas. No es de extrañarse, no había almorzado ni
cenado, sólo había comido a media mañana un sándwich en la estación antes de
tomar el tren. Concentrada en su arriesgado viaje, se había olvidado de la
comida. Pero aquel que no piensa en el cuerpo se convierte más fácilmente en su
víctima. Era terrible encontrarse delante de Tomás y oír a sus propias vísceras
hablar en voz alta. Tenía ganas de llorar. Por suerte Tomás la abrazó al cabo
de diez segundos y ella pudo olvidar los sonidos de su vientre.
2
Teresa nació por lo tanto de una situación que
desvela brutalmente la irreconciliable dualidad del cuerpo y el alma, de la
experiencia humana esencial.
Hace mucho tiempo, el hombre oía extrañado el
sonido de un golpeteo regular dentro de su pecho y no tenía ni idea de su
origen. No podía identificarse con algo tan extraño y desconocido como era el
cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro de ella había algo que miraba, escuchaba,
temía, pensaba y se extrañaba; ese algo, ese resto que quedaba al sustraerle el
cuerpo, eso era el alma.
Hoy, por supuesto, el cuerpo no es
desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que la
nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar
oxígeno a los pulmones. La cara no es más que una especie de tablero de
instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la
digestión, la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.
Desde que sabemos denominar todas sus partes,
el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el alma no es
más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad entre el
cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos
reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.
Pero basta que el hombre se enamore como un
loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas. La unidad del
cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa
repentinamente.
3
Ella trataba de verse a sí misma a través de
su cuerpo. Por eso se miraba con frecuencia al espejo. Como le daba miedo que
la sorprendiera su madre, sus miradas al espejo tenían el cariz de un vicio
secreto.
No era la vanidad lo que la atraía hacia el
espejo, sino el asombro al ver a su propio yo. Se olvidaba de que estaba viendo
el tablero de instrumentos de los mecanismos corporales. Le parecía ver su
alma, que se le daba a conocer en los rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz
no es más que la terminación de una manguera para llevar el aire a los
pulmones. Veía en ella la fiel expresión de su carácter.
Se miraba durante mucho tiempo y a veces le
molestaba ver en su cara los rasgos de su madre. Se miraba entonces con aún
mayor ahínco y trataba, con su fuerza de voluntad, de hacer abstracción de la
fisonomía de la madre, de restarla, de modo que en su cara quedase sólo lo que
era ella misma. Cuando lo lograba, aquél era un momento de embriaguez: el alma
salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega,
ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan.
4
No sólo era físicamente parecida a su madre,
sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la
vida de la madre, poco más o menos como la trayectoria de una bola de billar es
sólo la prolongación del movimiento de la mano del jugador, ¿Dónde y cuándo
empezó aquel movimiento que posteriormente se convirtió en la vida de Teresa?
Probablemente en el momento en que el abuelo
de Teresa, un comerciante praguense, empezó a manifestar en voz alta su
adoración por la belleza de su hija, la madre de Teresa. Ella tendría entonces
tres o cuatro años y él le contaba que se parecía a una de las madonas de
Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo recordó perfectamente y
cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del colegio, en lugar de prestar
atención al profesor, pensaba en cuál sería el cuadro al que se parecía.
Cuando llegó el momento de casarse tenía nueve
pretendientes. Todos se arrodillaban en círculo a su alrededor. Ella estaba en
medio como una princesa y no sabía a cuál elegir: uno era más guapo, el segundo
más gracioso, el tercero más rico, el cuarto más deportivo, el quinto era de
buena familia, el sexto le recitaba versos, el séptimo había viajado por todo
el mundo, el octavo tocaba el violín y el noveno era de todos el más varonil.
Pero todos estaban arrodillados del mismo modo y tenían los mismos callos en
las rodillas.
Si al final eligió al noveno no fue tanto
porque fuera de todos el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al
oído «¡ten cuidado, ten mucho cuidado!», mientras hacían el amor, él,
intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que casarse a toda prisa con él,
porque no consiguió a tiempo un médico que le hiciera un aborto. Así nació
Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de todos los rincones del país, se
inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La madre de Teresa no murmuraba. Callaba.
Pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que aquel
noveno.
Al igual que su hija, también la madre de
Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día comprobó que tenía un montón de
arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su matrimonio era un absurdo.
Encontró a un hombre nada varonil, que llevaba ya varias estafas y dos
divorcios. Odiaba a los amantes que tienen callos en las rodillas. Tenía unas
ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. Cayó de rodillas ante el
estafador y dejó al marido y a Teresa.
El hombre más varonil se convirtió en el
hombre más triste. Estaba tan triste que todo le daba lo mismo. Decía en todas
partes en voz alta lo que pensaba y la policía comunista, estupefacta ante sus
desorbitadas afirmaciones, lo detuvo, lo condenó y lo encarceló. A Teresa la
echaron de la casa precintada y fue a parar a la de su madre.
El hombre más triste murió al poco tiempo en
la cárcel, y la madre, el estafador y Teresa se trasladaron a un piso pequeño
en un pueblo de montaña. El padrastro de Teresa trabajaba en una oficina, la
madre, de vendedora, en una tienda. Parió otros tres hijos. Después volvió a
mirarse al espejo y comprobó que era vieja y fea.
5
Cuando constató que lo había perdido todo, se
puso a buscar al culpable. Todos tenían la culpa: culpable era el primer marido
varonil y no amado, que no le hizo caso cuando le susurró al oído que tuviera
cuidado; culpable era el segundo marido, no varonil y amado, que la arrastró de
Praga a una pequeña ciudad y que perseguía a una mujer tras otra, de modo que
ella no dejaba nunca de estar celosa. Ante ambos maridos era impotente. La
única persona que le pertenecía y no podía huir, el rehén que podía pagar por
todos los demás, era Teresa.
Por lo demás es posible que ella fuera
efectivamente la culpable del destino de su madre. Ella, es decir ese absurdo
encuentro entre el espermatozoide más varonil y el óvulo más hermoso. En ese
instante fatal que se llama Teresa fue dada la señal de partida de la larga
carrera de la vida arruinada de la madre.
La madre le explicaba permanentemente a Teresa
que ser madre significa sacrificarlo todo. Sus palabras resultaban convincentes
porque tras ellas estaba la vivencia de una mujer que lo había perdido todo por
su hija. Teresa la oye y cree que el principal valor de la vida es la
maternidad y que la maternidad es un gran sacrificio.
Si la maternidad es el Sacrificio
personificado, entonces el sino de la hija significa una Culpa que nunca es
posible expiar.
6
Claro que Teresa no conocía la historia de la
noche en la que su madre le susurró a su padre que tuviera cuidado. La
culpabilidad que sentía era oscura como el pecado original. Hacía todo lo
posible para expiarla. La madre la sacó del Instituto y ella se puso a trabajar
de camarera desde los quince años y todo lo que ganaba se lo entregaba. Estaba
dispuesta a hacer lo que fuera por merecer su amor. Se ocupaba de la casa,
atendía a sus hermanos, limpiaba y lavaba la ropa todos los domingos. Fue una
lástima, porque en el Instituto era la mejor dotada de toda la clase. Le
hubiera gustado llegar más alto, pero en esa pequeña ciudad no existía para
ella ningún más alto. Teresa lavaba la ropa y junto el fregadero tenía un libro
apoyado. Pasaba las hojas y sobre el libro caían gotas de agua.
En su hogar no existía la vergüenza. La madre
andaba por casa en ropa interior, algunas veces sin sostén, algunas veces, en
los días de verano, desnuda. El padrastro no andaba desnudo, pero entraba en el
cuarto de baño cada vez que Teresa se estaba bañando. Una vez cerró la puerta
del baño por ese motivo y la madre le hizo un escándalo: «¿Quién te crees que
eres? ¿Qué te has creído? ¿Te piensas que alguien va a comerse tus
encantos?».
(Esta situación demuestra claramente que el
odio hacia la hija era en la madre más fuerte que los celos hacia el marido. La
culpa de la hija era infinita e incluía también las infidelidades del marido. Y
el que la hija quisiera emanciparse y reclamase algunos derechos —por ejemplo
el de cerrar la puerta del cuarto de baño— era para la madre más inaceptable
que un eventual interés sexual del marido por Teresa.)
En cierta ocasión la madre se paseaba en
invierno desnuda con la luz encendida. Teresa se apresuró en seguida a correr
las cortinas para que no viesen a la madre desde la casa de enfrente. Oyó
detrás de sí la risa de ella. Un día más tarde vinieron a visitar a su madre
unas amigas: la vecina, una compañera de la tienda, la maestra local y unas dos
o tres mujeres más que tenían la costumbre de
reunirse periódicamente. Teresa, junto con el hijo de una de ellas, que
tenía dieciséis años, entró a verlas un momento a la habitación. La madre lo
aprovechó inmediatamente para contar que la hija había pretendido defender su
intimidad el día anterior. Se rió y todas las mujeres rieron con ella. Luego la
madre dijo: «Teresa no quiere hacerse a la idea de que el cuerpo humano mea y
echa pedos». Teresa estaba roja de vergüenza pero la madre continuaba: «¿Hay
algo de malo en eso?» y ella misma respondió de inmediato a su pregunta: soltó
una sonora ventosidad. Todas las mujeres se rieron.
7
La madre se suena la nariz ruidosamente, le
habla a la gente de su vida sexual, enseña su dentadura postiza. Con la lengua
sabe darle la vuelta dentro de la boca con asombrosa habilidad, de modo que, en
medio de una amplia sonrisa, el maxilar superior cae hacia la parte inferior de
la dentadura, adquiriendo su cara de repente un aspecto horrible.
Su actuación no es más que un solo gesto
brusco, con el cual se desprende de su belleza y de su juventud. En la época en
que nueve pretendientes se arrodillaban en círculo a su alrededor, ella cuidaba
celosamente su desnudez. Es como si el nivel de vergüenza pretendiera expresar
el nivel de valor que tiene su cuerpo. Ahora, cuando prescinde de la vergüenza,
lo hace de modo radical, como si con su desvergüenza quisiera hacer una solemne
tachadura sobre su vida y gritar que la juventud y la belleza, que había sobrevalorado,
no tienen en realidad valor alguno.
Me parece que Teresa es una prolongación de
ese gesto con el que su madre arrojó lejos de sí su vida de mujer hermosa.
(Y si la propia Teresa tiene movimientos
nerviosos y gestos poco armoniosos, no podemos extrañarnos: aquel gran gesto de
la madre, salvaje y autodestructivo, ha quedado dentro de Teresa, ¡se ha
convertido en Teresa!)
8
La madre pide justicia para sí y quiere que el
culpable sea castigado. Por eso insiste en que la hija permanezca con ella en
el mundo de la desvergüenza, donde la juventud y la belleza nada significan,
donde todo el mundo no es más que un enorme campo de concentración de cuerpos que
se parecen el uno al otro y en los que las almas son invisibles.
Ahora podemos comprender mejor el sentido del
vicio secreto de Teresa, sus frecuentes y prolongadas miradas al espejo. Era
una lucha contra su madre. Era un deseo de no ser un cuerpo como los demás
cuerpos, de ver en la superficie de la propia cara a los marinos del alma que
salieron corriendo de la bodega. No era fácil, porque el alma, triste, tímida,
atemorizada, estaba escondida en las profundidades de las entrañas de Teresa y
le daba vergüenza que la vieran.
Así ocurrió precisamente el día en que
encontró por primera vez a Tomás. Iba sorteando a los borrachos en su
restaurante, con el cuerpo inclinado bajo el peso de las cervezas que llevaba
en la bandeja y el alma estaba en algún lugar del estómago o del páncreas. Y
precisamente entonces la llamó Tomás. Aquella llamada fue importante porque
provenía de alguien que no conocía ni a su madre ni a los borrachos que
diariamente le dirigían los mismos comentarios vulgares. Su condición de
forastero lo situaba por encima de los demás.
Y había otra cosa más que lo situaba por
encima del resto: tenía en la mesa un libro abierto. En ese restaurante nunca
nadie había abierto un libro en la mesa. El libro era para Teresa la contraseña
de una hermandad secreta. Para defenderse del mundo de zafiedad que la rodeaba,
tenía una sola arma: los libros que le prestaban en la biblioteca municipal;
sobre todo las novelas: había leído muchísimas, desde Fielding hasta Thomas
Mann. Le brindaban la posibilidad de una huida imaginaria de una vida que no la
satisfacía, pero también tenían importancia para ella en tanto que objetos: le
gustaba pasear por la calle llevándolos bajo el brazo. Tenían para ella el
mismo significado que un bastón elegante para un dandy del siglo pasado. La
diferenciaban de los demás.
(La comparación entre el libro y el elegante
bastón de un dandy no es totalmente exacta. El bastón no sólo diferenciaba al
dandy, sino que además hacía que fuera moderno y estuviera a la moda. El libro
diferenciaba a Teresa pero la hacía pasada de moda. Claro que era demasiado
joven para que pudiera tener conciencia de que estaba fuera de la moda. Los
jovencitos que pasaban junto a ella llevando sus ruidosos transistores le
parecían tontos. No se daba cuenta de que eran, modernos.) El que la había llamado era al mismo tiempo
forastero y miembro de la hermandad
secreta. La llamó con voz amable y Teresa sintió que su alma pugnaba por salir
por todas las arterias, las venas y los poros para mostrársele.
9
Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, le
invadió una sensación de malestar al pensar que su encuentro con Teresa había
sido producido por seis casualidades improbables.
¿Pero un acontecimiento no es tanto más
significativo y privilegiado cuantas más casualidades sean necesarias para
producirlo?
Sólo la casualidad puede aparecer ante
nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se
repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla. Tratamos de leer
en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el
fondo de la taza.
Tomás
apareció ante Teresa en el restaurante como la casualidad absoluta. Estaba
sentado junto a un libro abierto. Levantó la vista hacia Teresa y sonrió: «Un
coñac».
En ese momento sonaba la música en la radio.
Teresa fue a la barra a buscar el coñac y giró el botón de la radio para que
sonase aún más alta. Reconoció a Beethoven. Le conocía de cuando vino a su
ciudad un cuarteto de Praga. Teresa (quien, como sabemos deseaba algo «más
elevado») fue al concierto. La sala estaba vacía. Además de ella sólo estaban
el farmacéutico local y su mujer. De modo que en el escenario había un cuarteto
de músicos y en la sala un trío de oyentes, pero los músicos fueron tan amables
que no suspendieron el concierto y tocaron toda la noche, para ellos solos, los
tres últimos cuartetos de Beethoven.
Después el farmacéutico invitó a los músicos a
cenar y le pidió a la oyente desconocida que les acompañara. Desde entonces Beethoven
se convirtió en la imagen del mundo al otro lado, del mundo que deseaba.
Mientras le llevaba el coñac a Tomás desde la barra, trataba de interpretar
aquella casualidad: ¿cómo es posible que precisamente mientras le lleva el
coñac a ese desconocido que le gusta, oiga a Beethoven?
No es la necesidad, sino la casualidad, la que
está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben
volar hacia él desde el primer momento, como los pájaros hacia los hombros de
San Francisco de Asís.
10
La llamó para decirle que quería la cuenta.
Cerró el libro (la contraseña de la hermandad secreta) y a ella le dieron ganas
de preguntarle qué estaba leyendo.
— ¿Me lo
puede apuntar a mi habitación? —preguntó él.
—
Sí—dijo—. ¿Qué número tiene?
Le enseñó la llave, a la cual estaba atada una
plaquita de madera y en ella pintado un seis de color rojo.
— Es
curioso —dijo ella— la número seis.
— ¿Qué
tiene de curioso? —preguntó él.
Se había acordado de que, cuando vivía en
Praga y sus padres aún no se habían divorciado, su casa llevaba el número seis.
Pero dijo otra cosa (y nosotros podemos valorar su astucia):
— Usted
tiene la habitación número seis y yo termino de trabajar a las seis.
— Y mi
tren sale a las siete —dijo el hombre desconocido.
No sabía qué decir, le dio la cuenta para que
la firmase y la llevó a la recepción. Cuando terminó de trabajar, el forastero
ya no estaba sentado a la mesa. ¿Habría comprendido su discreto mensaje? Salió
del restaurante muy nerviosa.
Enfrente había un parquecillo ralo, el pobre
parquecillo de una pequeña y sucia ciudad, que siempre había representado para
ella una pequeña isla de belleza: había un trozo de césped, cuatro chopos,
algunos bancos, un sauce llorón y una mata de forsythia.
Estaba sentado en un banco amarillo desde el
cual se veía la entrada al restaurante. ¡Precisamente en aquel banco había
estado sentada ayer con un libro en el regazo! En aquel momento supo (los
pájaros de la casualidad volaban hacia sus hombros) que aquel hombre
desconocido le estaba predestinado. La llamó, la invitó a que se sentase junto
a él. (Los marinos de su alma salieron corriendo a la cubierta del cuerpo.)
Luego lo acompañó a la estación y, al despedirse él, le dio su tarjeta con su
número de teléfono: «Si alguna vez viene por casualidad a Praga
11
Mucho más que la tarjeta que le entregó en el
último momento, fueron las instrucciones de la casualidad (el libro, Beethoven,
el número seis, el banco amarillo del parque) las que le dieron el valor para
irse de casa y cambiar su destino. Fueron posiblemente aquellas casualidades
(por lo demás bastante modestas, grises, francamente dignas de aquella ciudad
insignificante) las que pusieron su amor en movimiento y se convirtieron en una
fuente de energía que ella no agotará hasta el fin de su vida.
Nuestra vida cotidiana es bombardeada por
casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y
acontecimientos a los que se llama coincidencias. Coincidencia significa que
dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se encuentran:
Tomás aparece en el restaurante y al mismo tiempo suena la música de Beethoven.
La gente no se percata de la inmensa mayoría de estas coincidencias. Si en el
restaurante estuviera el carnicero local en lugar de Tomás, Teresa no se
hubiera dado cuenta de que en la radio sonaba Beethoven (aunque el encuentro
entre Beethoven y un carnicero es también una interesante coincidencia). Sin
embargo, el amor, que se estaba aproximando, había exacerbado su sentido de la
belleza y ella ya nunca olvidará aquella música. Cada vez que la oiga se
conmoverá. Todo lo que ocurra en ese momento a su alrededor estará iluminado
por aquella música y se hará hermoso.
Al comienzo de la novela que llevaba bajo el
brazo cuando llegó a casa de Tomás, Ana se encuentra con Vronsky en
circunstancias extrañas. Están en un andén en el cual alguien ha caído bajo las
ruedas del tren. Al final de la novela, la que se lanza bajo las ruedas del
tren es Ana. Esta composición simétrica, en la que aparece el mismo motivo al
comienzo y al final, puede parecer muy «novelada». De acuerdo, pero con la
condición de que la palabra «novelado» no se entienda en el sentido de
«inventado», «artificial», «que no se parece a la vida». Porque es precisamente
así como se componen las vidas humanas.
Se componen como una pieza de música. El
hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento
casual (la música de Beethoven, una muerte en la estación) en un motivo que
pasa ya a formar parte de la composición
de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor
el tema de su sonata. Ana se hubiera podido quitar la vida de otro modo. Pero
el motivo de la estación y la muerte, ese motivo inolvidable unido al
nacimiento del amor, la atraía con su oscura belleza en el momento de la
desesperación. Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes
de la belleza aun en los momentos de más profunda desesperación.
Por eso no es posible echarle en cara a la
novela que esté fascinada por los secretos encuentros de las casualidades (como
el encuentro de Vronsky, Ana, el andén y la muerte o el encuentro de Beethoven,
Tomás, Teresa y el coñac), pero es posible echarle en cara al hombre el estar
ciego en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su
vida pierda la dimensión de la belleza.
12
Tras haber sido despertada por los pájaros de
la casualidad, que se posaban en sus hombros, y sin decirle nada a su madre,
cogió una semana de vacaciones y tomó el tren. Iba con frecuencia al retrete a
mirarse al espejo y pedirle a su alma que en el día decisivo de su vida no
abandonase ni por un segundo la cubierta de su cuerpo. Mientras estaba así,
mirándose, de pronto se asustó: sintió una punzada en la garganta. ¿Iría a
enfermarse en el día decisivo de su vida?
Pero ya no haría marcha atrás. Le llamó desde
la estación y, cuando él abrió la puerta, su barriga empezó a hacer un ruido
horrible. Le daba vergüenza. Era como si tuviera en el vientre a su madre
riéndose para estropearle su encuentro con Tomás.
Al comienzo tuvo la sensación de que por culpa
de esos sonidos de mal gusto é l iba a
echarla, pero la abrazó. Ella se sentía agradecida de que no hiciera caso de sus ruidos y por eso lo besaba
apasionadamente y se le nublaba la vista. No había pasado un minuto y ya
estaban haciendo el amor. Mientras hacían el amor ella gritaba. En ese momento
ya tenía fiebre. Era una gripe. La embocadura de la manguera que lleva el
oxígeno a los pulmones estaba taponada y enrojecida.
Después llegó por segunda vez con una pesada
maleta en la que había metido todas sus cosas, decidida a no volver nunca más a
la pequeña ciudad. La invitó a que fuera a su casa al día siguiente.
Durmió en un hotel barato y por la
mañana llevó la maleta a la consigna de la estación y el resto
del día lo pasó vagando por
Praga con Ana Karenina bajo el brazo. A la noche tocó el timbre, él
abrió la puerta y ella no soltó el libro de la mano, como si fuera la entrada
al mundo de Tomás. Era consciente de que no tenía nada más que esta mísera
entrada y le daban ganas de llorar. Para no llorar, hablaba más que de
costumbre, en voz más alta y reía. Y nuevamente la tomó en sus brazos a poco de llegar e hicieron el
amor. Penetró en una niebla en la que no se veía nada, sólo se la oía gritar a
ella.
13
Aquello no era un suspiro, no era un gemido,
era realmente un grito. Gritaba tanto que Tomás separó la cabeza de su cara.
Creía que la voz que sonaba justo al lado de su oído le iba a romper el
tímpano. Aquel grito no era una expresión de sensualidad. La sensualidad es la
máxima movilización de los sentidos: una
persona observa atentamente a la otra y escucha cada uno de los sonidos que
produce. En cambio su grito pretendía aturdir a los sentidos para que no vieran
ni oyeran. Quien gritaba era el propio idealismo ingenuo de su amor que quería
ser la superación de todas las contradicciones, la superación de la dualidad
entre el cuerpo y el alma y quién sabe si la superación del tiempo.
¿Tenía los ojos cerrados? No, pero no miraba
con ellos hacia parte alguna, los tenía fijos en el vacío del techo. Por
momentos giraba bruscamente la cabeza hacia uno y otro lado.
Cuando se acabó el grito, se durmió a su lado
y le tuvo la mano cogida durante toda la noche. Desde los ocho años se dormía ya con las
manos entrelazadas, imaginando que tenía cogido al hombre que amaba, al hombre
de su vida. Podemos entender ahora que apretara la mano de Tomás con tal
terquedad: desde la infancia se había estado preparando y entrenando para ello.
14
Una chica que, en lugar de llegar «más alto»,
tiene que servir cerveza a borrachos y los domingos lavarles la ropa sucia a
sus hermanos acumula dentro de sí una reserva de vitalidad que no podrían ni
soñar las personas que van a la universidad y bostezan en las bibliotecas.
Teresa había leído más que ellos, había aprendido de la vida más que ellos,
pero nunca será consciente de eso. Lo que diferencia a la persona que ha
cursado estudios de un autodidacta no es el nivel de conocimientos, sino cierto
grado de vitalidad y confianza en sí mismo. El entusiasmo con el cual Teresa se
lanzó a vivir en Praga era al mismo tiempo feroz y frágil. Como si esperara que
algún día alguien le dijera: «¡Tú no tienes nada que hacer aquí! ¡Regresa por
donde has venido!». Todas sus ganas de vivir pendían de un hilo: de la voz de
Tomás que una vez hizo que saliese a la superficie su alma tímidamente
escondida en sus entrañas.
Teresa consiguió un puesto en el laboratorio
fotográfico, pero eso no le bastaba. Quería ser ella misma quien hiciera las
fotografías. Sabina, la amiga de Tomás, le prestó tres o cuatro libros de
fotógrafos famosos, quedó con ella en una cafetería y le fue explicando lo que
había de interesante en las fotografías de cada libro. Teresa la escuchaba con
una silenciosa concentración, como la que pocos profesores han visto jamás en
las caras de sus alumnos.
Gracias a Sabina comprendió el parentesco
entre la fotografía y la pintura, obligando a Tomás a que la acompañara a todas
las exposiciones que había en Praga. Pronto consiguió colocar en el semanario
sus propias fotos y un día pasó del laboratorio al equipo de fotógrafos
profesionales de la revista.
Esa misma noche fueron a celebrar su ascenso
con los amigos a un bar y estuvieron bailando. Tomás se puso de mal humor y, al
insistir ella en que le dijese qué había pasado, terminó confesándole, cuando
llegaron a casa, que había sentido celos al verla bailar con su compañero.
«¿De verdad que tuviste celos?» le preguntó
casi diez veces, como si le estuviera comunicando que le habían dado el premio
Nóbel y ella no pudiera creérselo.
Luego le cogió por la cintura y empezó a
bailar con él por la habitación. Aquél no era un baile como el que había
bailado una hora antes en el bar. Era como una especie de bailoteo de aldea, un
brincar enloquecido durante el cual levantaba las piernas en el aire, daba
grandes saltos desmañados y lo arrastraba por la habitación de un lado a
otro.
Por
desgracia, al poco tiempo ella misma empezó a tener celos y sus celos no fueron
para Tomás como un premio Nóbel, sino como una carga de la que no se libraría
hasta poco antes de su muerte.
15
Marchaba alrededor de la piscina, desnuda,
junto a un montón de mujeres desnudas. Tomás estaba arriba en un cesto que
colgaba del techo de la piscina, les gritaba, las obligaba a cantar y a hacer
flexiones.
Cuando
alguna hacía mal un ejercicio, le disparaba.
Quiero volver una vez más a ese sueño: el
terror no empezaba en el momento en que Tomás disparaba el primer tiro. El
sueño era horroroso desde el comienzo. Ir desnuda junto a las demás mujeres
desnudas, marcando el paso, era para Teresa la imagen básica del horror. Cuando
vivía en casa de su madre no la dejaban cerrar con llave la puerta del cuarto
de baño. De ese modo, la madre quería decirle: tu cuerpo es como los demás
cuerpos; no tienes derecho alguno a la vergüenza; no tienes motivo alguno para
ocultar algo que se repite en decenas de millones de ejemplares. En el mundo de
la madre todos los cuerpos eran iguales y marchaban en fila uno tras otro. La
desnudez era para Teresa, desde su infancia, el signo de la uniformidad
obligatoria del campo de concentración; el signo de la humillación.
Y aún había otro horror, nada más empezar el
sueño: ¡todas las mujeres tenían que cantar! No era sólo que sus cuerpos fuesen
iguales, igualmente despreciables, que fueran meros mecanismos sonoros sin
alma, ¡sino que además las mujeres se alegraban de ello! ¡Aquélla era la alegre
solidaridad de los imbéciles! Las mujeres estaban felices de haberse deshecho
de la carga del alma, de ese ridículo orgullo, de la ilusión de la
excepcionalidad, felices de ser por fin todas iguales. Teresa cantaba con ellas
pero no se alegraba. Cantaba por temor a que, si no lo hiciera, las mujeres la
mataran.
¿Pero
qué significado tenía que Tomás les disparara y que cayeran una tras otra
muertas a la piscina?
Las mujeres que se alegran de ser idénticas e
indiferenciables celebran en realidad su
muerte futura, que hará que su identificación sea absoluta. Por eso el disparo
no era más que la feliz culminación de su marcha macabra. Por eso, después de
cada disparo de la pistola, empezaban a reír alegremente y, mientras el cadáver
se hundía bajo la superficie, ellas cantaban aún más alto.
¿Y por qué era precisamente Tomás el que
disparaba y por qué quería matar también a Teresa? Porque había sido él mismo quien había hecho
que Teresa fuera a parar allí. Eso era lo que quería decirle a Tomás el sueño,
ya que Teresa era incapaz de decírselo por su cuenta. Ella había venido a
buscarlo para huir del mundo de la madre, donde todos los cuerpos eran iguales.
Había venido a buscarlo para que su cuerpo se volviese único e irremplazable. Y
ahora él volvía a dibujar el signo de la igualdad entre ella y las otras: a
todas las besa igual, las acaricia igual, no hace ninguna, ninguna, ninguna
diferencia entre el cuerpo de Teresa y otros cuerpos. De ese modo la había
mandado de vuelta al mundo del que quería escapar. La había mandado a marchar
desnuda junto a otras mujeres desnudas.
16
Soñaba alternadamente tres seriales de sueños:
el primero, en el que la atacaban las gatas, hablaba de sus sufrimientos
mientras vivía; el segundo serial mostraba su ejecución en innumerables
variaciones; el tercero hablaba de su vida después de muerta, en la cual su
humillación se convertía en una situación que no tenía fin.
En estos sueños no había nada que descifrar.
Las acusaciones que iban dirigidas a Tomás eran tan claras que lo único que él
podía hacer era callar y acariciar la mano de Teresa con la cabeza gacha. Además de explícitos, aquellos sueños eran
hermosos. Esta es una circunstancia que se le escapó a Freud en su teoría de
los sueños. El sueño no es sólo un mensaje (eventualmente un mensaje cifrado),
sino también una actividad estética, un juego de la imaginación que representa
un valor en sí mismo. El sueño es una prueba de que la fantasía, la ensoñación
referida a lo que no ha sucedido, es una de las más profundas necesidades del
hombre. Esta es la raíz de la traicionera peligrosidad del sueño. Si el sueño
no fuera hermoso, sería posible olvidarlo rápidamente. Pero ella regresaba constantemente
a sus sueños, volvía a proyectárselos, los transformaba en leyendas. Tomás
vivía bajo el hipnótico encanto de la atormentadora belleza de los sueños de
Teresa.
«Teresa, Teresita, ¿a dónde te me escapas? Si
sueñas todos los días con la muerte, como si de verdad quisieras irte...» le
dijo mientras estaban sentados uno frente al otro en un bar.
Era de día, la razón y la voluntad estaban de
nuevo en el poder. Una gota de vino se deslizaba lentamente por el cristal de
la copa y Teresa decía: «No es culpa mía, Tomás. Lo entiendo. Sé que me
quieres. Sé que lo de las infidelidades no es ninguna tragedia...».
Lo miraba con amor, pero tenía miedo de la
noche siguiente, tenía miedo de sus sueños. Su vida estaba desdoblada. El día y
la noche luchaban por ella.
17
Aquel que quiere permanentemente «llegar más
alto» tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo.
¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída?
¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla
segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa
que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta
en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.
La comitiva de mujeres desnudas alrededor de
la piscina, los cadáveres en el coche fúnebre, que se alegraban de que Teresa
estuviese muerta como ellos, ése era el «abajo» que la espantaba, del cual ya
había huido una vez, pero que la seducía en secreto. Ese era su vértigo: era la
llamada de una dulce (casi alegre) renuncia a su destino y a su alma. Era la
llamada de la solidaridad de los imbéciles y en sus momentos de debilidad
sentía ganas de obedecer a esa llamada y volver a casa de su madre. Sentía
ganas de ordenar que los marinos del alma se retirasen de la cubierta del
cuerpo; de sentarse con las amigas de la madre y reírse de que una de ellas ha
soltado una sonora ventosidad; de marchar con ellas desnuda alrededor de la
piscina y de cantar.
18
Es cierto que hasta que se fue de casa Teresa
había estado luchando con su madre, pero no olvidemos que al mismo tiempo
sentía por ella un amor no correspondido. Hubiera sido capaz de hacer por ella
cualquier cosa con tal de que la madre se lo hubiera pedido con voz amorosa. Y
si encontró la fuerza necesaria para marcharse, fue porque nunca llegó a oír
esa voz.
Cuando la madre comprendió que su agresividad
había perdido su poder sobre la hija, empezó a escribirle a Praga cartas llenas
de lamentaciones. Se quejaba del marido, del jefe, de su salud, de sus hijos y
decía que Teresa era la única persona que le quedaba en la vida. A Teresa le
pareció que por fin oía la voz del amor materno, de ese amor que había estado
deseando durante veinte años, y tuvo ganas de volver. Sus ganas de volver
aumentaban porque se sentía débil. Las infidelidades de Tomás le descubrieron
de pronto su propia impotencia, y de la sensación de impotencia nació el
vértigo, el inmenso deseo de caer.
Una vez la llamó la madre. Parece que tiene
cáncer. Apenas le quedan ya unos meses de vida. Aquella noticia transformó en
rebelión la desesperación de Teresa por las infidelidades de Tomás; se echaba en
cara haber traicionado a la madre por un hombre que no la amaba. Estaba
dispuesta a olvidar todos los sufrimientos que la madre le había producido.
Ahora estaba dispuesta a comprenderla. En realidad las dos estaban en la misma
situación: la madre ama al padrastro igual que Teresa ama a Tomás y el
padrastro hace padecer a la madre con sus infidelidades igual que Tomás tortura
a Teresa.
Si la madre había sido mala
con Teresa, fue sólo porque sufría demasiado.
Le habló a Tomás de la enfermedad de la madre
y le comunicó que se tomaría una semana de vacaciones para ir a verla. Su voz estaba llena de
rebeldía.
Como si intuyese que lo que atraía a Teresa
hacia la madre era el vértigo, a Tomás le disgustó la idea del viaje. Llamó al
hospital de la pequeña ciudad. El sistema de control de los casos de cáncer es
muy preciso en Bohemia, de modo que le fue muy fácil comprobar que a la madre
de Teresa nunca le habían encontrado nada que fuese sospechoso de cáncer y que,
además, durante el último año no había ido nunca al médico.
Ella le hizo caso a Tomás y no fue a ver a su
madre. Pero ese mismo día se hizo un raspón en la rodilla al caerse en la
calle. Su andar se volvió inseguro y casi todos los días se caía en algún
sitio, se lastimaba con algo o, por lo menos, dejaba caer algo que tenía en la
mano.
Había en
ella un deseo insuperable de caer. Vivía en un vértigo permanente.
Aquel
que se cae está diciendo: «¡Levántame!». Tomás la levantaba pacientemente.
19
«Quisiera hacer el amor contigo en mi estudio,
como en un escenario. Alrededor habría gente y no podrían acercarse ni un paso.
Pero no podrían quitarnos los ojos de encima...»
Con el paso del tiempo, aquella imagen iba
perdiendo su crueldad inicial y empezaba a excitarla. Varias veces le recordó
al oído aquella situación a Tomás mientras hacían el amor. Se le ocurrió que existía una manera de
escapar de la condena que veía en las infidelidades de Tomás: ¡que la lleve
consigo!, ¡que la lleve cuando vaya a ver a sus amantes! Quizás ésa sea la
manera de convertir otra vez a su cuerpo en el primero y el único de todos. El
cuerpo de ella se volvería un alter ego de él, su ayudante y su asistente.
«Yo te desnudaré, te lavaré en el baño y
después te las traeré», le susurraba mientras estaban abrazados. Deseaba que se
convirtieran en un ser hermafrodita y que los cuerpos de las demás mujeres fuesen su juguete compartido.
20
Convertirse en el alter ego de su vida
poligámica. Tomás no quiere entenderlo, pero ella no podía librarse de aquella
imagen y trataba de estrechar relaciones con Sabina. Le propuso hacerle unas
fotos.
Sabina la invitó a su estudio y ella pudo ver,
por fin, aquella amplia habitación en medio de la cual había una cama ancha en
forma de cuadrado, como un podio.
«Es una vergüenza que no hayas venido nunca a
mi casa», le decía Sabina y le enseñaba los cuadros que estaban apoyados contra
la pared. Incluso sacó de alguna parte una obra antigua que había hecho cuando
aún estaba en la escuela. Representaba una fábrica en construcción. La había
pintado en una época en que la escuela exigía el más severo realismo (el arte
no realista era considerado entonces como una subversión del socialismo) y
Sabina, llevada por el espíritu deportivo de la apuesta, trataba de ser aún más
severa que los profesores y pintaba sus cuadros de modo que no se reconociesen
las huellas del pincel y pareciesen fotografías en color.
«Este cuadro se me estropeó. Me cayó una
mancha de pintura roja. Al principio estaba muy disgustada, pero luego aquella
mancha empezó a gustarme, porque parecía una grieta. Era como si la obra en
construcción no fuese una obra de verdad, sino un decorado teatral cuarteado,
sobre el cual la fábrica en construcción no estaba más que dibujada. Empecé a
jugar con la grieta, a ampliarla, a inventar lo que se podría ver a través de ella. Así pinté mi primer ciclo de
cuadros, a los que llamé tramoyas. Por supuesto que nadie podía verlos. Me
hubieran echado de la escuela. Delante había siempre un mundo realista perfecto
y detrás, como tras la tela rasgada de un decorado, se veía otra cosa,
misteriosa o abstracta.»
Hizo
una pausa y luego añadió: «Delante había una mentira comprensible y detrás una
verdad incomprensible».
Teresa la escuchaba nuevamente con esa
increíble concentración que pocos profesores han visto en la cara de un alumno
suyo y constataba que, en efecto, todos los cuadros de Sabina, antiguos o
actuales, hablan siempre de lo mismo, que son todos el encuentro simultáneo de
dos temas, de dos mundos, que son como fotografías producidas por una doble
exposición. Un paisaje detrás del cual reluce una lámpara de mesa. Una mano que
rasga desde atrás el lienzo sobre el que está pintado un bodegón idílico, con
manzanas, nueces y un árbol de navidad iluminado.
Sentía admiración por Sabina y, dado que la
pintora se comportaba muy amistosamente, aquella admiración no iba acompañada
por el miedo ni la desconfianza y se convertía en simpatía. Casi olvidó que había venido a hacerle
fotos. La propia Sabina se lo tuvo que recordar. Quitó la vista de los cuadros
y volvió a ver la cama que estaba en medio de la habitación como en un
escenario.
21
Junto a la cama había una mesa de noche y
encima de ella una pieza en forma de cabeza humana. Precisamente como las que
emplean los peluqueros para las pelucas. Pero en aquella cabeza no había una
peluca, sino un sombrero hongo. Sabina sonrió: «Era el sombrero de mi
abuelo».
Teresa sólo había visto un sombrero como
aquél, negro, duro, redondo, en película. Chaplin llevaba un sombrero de ésos.
Sonrió, cogió el sombrero y lo estuvo examinando durante mucho tiempo.
Luego dijo:
—
¿Quieres que te haga una foto con el sombrero puesto?
Sabina se rió de aquella pregunta durante
largo rato. Teresa dejó a un lado el sombrero, cogió la cámara y empezó a hacer
fotos.
Cuando
ya llevaban casi una hora, dijo de pronto:
— ¿No quieres que te fotografíe
desnuda?
— ¿Desnuda? —se rió Sabina.
— Sí —repitió Teresa
valientemente su proposición.
— Para eso necesitamos beber algo —dijo Sabina
y abrió una botella de vino.
Teresa se sentía débil, permanecía callada,
mientras Sabina se paseaba por la habitación con un vaso de vino y hablaba de
su abuelo que había sido alcalde de un pequeño pueblo; Sabina no le había
conocido; lo único que le había quedado de él era ese sombrero y una fotografía
en la que hay una tribuna en la cual están de pie, unos al lado de otros,
varios dignatarios de pueblo; uno de ellos es el abuelo, no queda nada claro
qué hacen en aquella tribuna, a lo mejor participan en alguna celebración, a lo
mejor están inaugurando un monumento a otro dignatario que también lleva
sombrero hongo en las celebraciones.
Sabina estuvo largo rato hablando del sombrero
y el abuelo, y cuando terminó el tercer vaso, dijo: «Espera» y se fue al cuarto
de baño.
Volvió vestida con un albornoz. Teresa cogió
la cámara y la apoyó contra la mejilla. Sabina abrió el albornoz ante
ella.
22
La cámara le servía a Teresa simultáneamente
como ojo mecánico con el cual observaba a la amante de Tomás y como velo con el
cual se cubría la cara ante ella.
Sabina necesitaba algo de tiempo antes de
decidirse a quitarse del todo el albornoz. La situación en la que se hallaba
era algo más complicada de lo que había previsto. Cuando llevaban ya varios
minutos de fotografías, se acercó a Teresa y le dijo: «Ahora te sacaré fotos yo
a ti. Desnúdate». La palabra
«desnúdate» la había oído Sabina muchas veces en boca de Tomás y se le había
quedado grabada. Era por lo tanto una orden de Tomás que ahora le dirigía la amante de Tomás a la mujer de
Tomás. El había unido a las dos mujeres con la misma frase mágica. Era su
manera de transformar inesperadamente una inocente conversación con mujeres en
una situación erótica: no mediante una caricia, un contacto, un elogio o un
ruego, sino con una orden que daba de repente, inesperadamente, con voz suave
pero con energía y autoridad, y manteniendo la distancia física: en esos
momentos nunca tocaba a la mujer. También a Teresa le decía con frecuencia,
exactamente en el mismo tono, «¡desnúdate!» y, aunque lo dijera con suavidad,
aunque apenas lo susurrase, era una orden y ella se sentía siempre excitada al
obedecerla. Ahora oía la misma palabra y el deseo de obedecer era quizás aún
mayor, porque obedecer a una persona extraña es particularmente demencial, una
demencia que en este caso resultaba aún más hermosa porque la orden no la daba
un hombre sino una mujer.
Sabina cogió su cámara y Teresa se desnudó.
Estaba ante Sabina desnuda y desarmada. Literalmente desarmada, es decir, sin la cámara con la que hasta
hacía un momento se cubría la cara y apuntaba a Sabina como con un arma. Estaba
entregada a la amante de Tomás. Aquella hermosa entrega la embriagaba. Deseaba
que los instantes durante los cuales estaba desnuda ante ella, no acabaran
nunca.
Creo que Sabina también percibió el particular
encanto de la situación; la mujer de su amante estaba ante ella, curiosamente
entregada y tímida. Apretó dos o tres veces el disparador y luego, como si
aquel encanto le hubiera dado miedo y quisiera alejarlo de sí, se echó a reír
sonoramente. Teresa también rió y las
dos mujeres se vistieron
23
Todos los anteriores crímenes del imperio ruso
tuvieron lugar bajo la cobertura de una discreta sombra. La deportación de
medio millón de lituanos, el asesinato de cientos de miles de polacos, la
liquidación de los tártaros de Crimea, todo eso quedó en la memoria sin
documentos fotográficos y, por lo tanto, como algo indemostrable, de lo que más
tarde o más temprano se afirmará que fue mentira. En cambio, la invasión de
Checoslovaquia en 1968 fue fotografiada y filmada por completo y está
depositada en los archivos de todo el mundo.
Los fotógrafos y los camarógrafos checos se
dieron cuenta de que sólo ellos podían hacer lo iónico que todavía podía
hacerse: conservar para un futuro lejano la imagen de la violencia. Teresa se
pasó siete días enteros en la calle fotografiando a los soldados y oficiales
rusos en todas las situaciones que resultaban comprometedoras para ellos. Los
rusos no sabían qué hacer. Habían recibido instrucciones precisas acerca de
cómo debían comportarse cuando alguien les disparase o les tirase piedras, pero
nadie les había dicho qué tenían que hacer cuando alguien les apuntase con el
objetivo de una cámara.
Sacó un montón de carretes. La mitad de ellos
se los regaló sin revelar a periodistas extranjeros (la frontera seguía
abierta, los periodistas venían al menos por unos días y agradecían cualquier
documento que pudieran conseguir). Muchas de aquellas fotos aparecieron en los
más diversos periódicos extranjeros: había tanques, puños amenazantes, casas
semiderruidas, muertos cubiertos con la ensangrentada bandera roja, blanca y
azul, jóvenes que iban en moto a una enloquecida velocidad alrededor de los
tanques y agitaban banderas nacionales con largos mástiles, jovencitas con
faldas increíblemente cortas que provocaban a los pobres soldados rusos,
sexualmente hambrientos, besándose ante sus ojos con viandantes desconocidos.
He dicho ya que la invasión rusa no fue sólo una tragedia sino también una
fiesta del odio, llena de una extraña (y ya inexplicable) euforia.
24
Teresa se llevó a Suiza unas cincuenta
fotografías que reveló ella misma
cuidadosamente con todo su arte. Fue a ofrecerlas a un gran semanario. El
redactor la recibió con amabilidad (todos los checos llevaban aún alrededor de
la cabeza la aureola de su desgracia, que enternecía a los buenos suizos), la
invitó a sentarse en un sillón, miró las fotos, las elogió y le explicó que
ahora, cuando ya había transcurrido cierto tiempo desde los acontecimientos, no
había («¡a pesar de que son muy hermosas!») posibilidad alguna de
publicarlas.
«¡Pero en Praga nada ha terminado!», protestó
e intentó explicarle en mal alemán que ahora, precisamente cuando el país está
ocupado, se crean en las fábricas, pese a todo, consejos de autogestión, que
los estudiantes están en huelga en protesta por la ocupación y que todo el país
sigue viviendo a su modo. ¡Eso es lo que resulta increíble! ¡Y ya no le
interesa a nadie!
El redactor se puso contento al ver entrar en
la habitación a una mujer enérgica, que interrumpió su conversación. La mujer
le entregó una carpeta y le dijo:
— Aquí
está el reportaje de la playa nudista.
El redactor era una persona fina y temía que
la checa que había fotografiado los tanques considerase que retratar a gente
desnuda en la playa era una frivolidad. Por eso colocó la carpeta muy lejos, al
borde de la mesa y le dijo en seguida a la mujer que acababa de llegar:
— Te
presento a una compañera tuya de Praga. Me ha traído unas fotos preciosas.
La mujer
le dio la mano a Teresa y cogió sus fotos.
— Échele
mientras tanto una mirada a las mías —dijo.
Teresa
estiró el brazo hasta la carpeta y sacó las fotos.
El
redactor le dijo a Teresa con voz casi de disculpa:
— Esto
es exactamente lo contrario de lo que ha fotografiado usted.
Teresa
dijo:
— Qué
va. Si es lo mismo.
Nadie entendió aquella frase y a mí mismo me
causa cierta dificultad explicar lo que quería decir Teresa al comparar a una
playa nudista con la invasión rusa. Estuvo observando las fotografías y se fijó
durante largo rato en una en la que aparecían los cuatro miembros de una
familia: la madre desnuda, inclinada hacia los hijos, de modo que le colgaban
unas grandes tetas, como le cuelgan a las cabras o a las vacas; detrás, el
padre igualmente inclinado, cuyo paquete parecía también una especie de ubre en
miniatura.
— ¿No le
gusta? —preguntó el redactor.
— Está
estupendamente hecha.
— Más bien parece que es el tema lo que le
choca —dijo la fotógrafa—. Se le nota en seguida que usted no es de las que van
a una playa nudista.
— No
—dijo Teresa.
El
redactor sonrió:
—
Al fin y al cabo, se nota de dónde viene. Los países comunistas son
terriblemente puritanos. La fotógrafa dijo con maternal
amabilidad:
— ¡No hay nada de particular en los cuerpos
desnudos! ¡Son normales! ¡Todo lo que es normal, es bello!
Teresa recordó a su madre cuando andaba
desnuda por la casa. Oía en su interior una risa que sonaba en algún lugar a
sus espaldas, mientras corría a cerrar las cortinas para que nadie viese a la
madre desnuda.
25
La
fotógrafa invitó a Teresa a tomar un café.
— Las fotos que ha hecho son muy interesantes.
He notado que tiene un enorme sentido del cuerpo femenino. ¡Ya sabe a lo que me
refiero! ¡Esas jóvenes en posturas provocativas!
— ¿Las que se besan frente a los tanques
rusos? —Sí. Sería usted una estupenda fotógrafa de moda. Claro que para eso
necesitaría ponerse en contacto con alguna modelo. Lo mejor es que sea alguien
que esté empezando, como usted. Luego podría hacer una serie de fotos de
muestra para alguna firma. Claro que le haría falta algo de tiempo antes de
salir adelante. Mientras tanto, sólo hay una cosa que podría hacer por usted.
Presentarle al redactor que lleva la sección de jardinería. Es posible que allí
necesiten fotos de cactus, rosas y cosas de ésas. —Muchas gracias —dijo Teresa
sinceramente, porque notaba que la mujer que estaba frente a ella tenía buena
voluntad.
Pero
luego se dijo: ¿por qué iba a tener que hacer fotos de cactus? Y le repugnó la
idea de tener que pasar una vez más por lo que había pasado ya en Praga: la
lucha por el puesto, por la carrera, por cada foto publicada. Nunca había sido
ambiciosa por orgullo. Lo que quería era escapar del mundo de la madre. Sí, lo
tenía completa mente claro: fotografiaba con gran ahínco, pero podía dedicar
aquel ahínco a cualquier otra actividad, porque la fotografía no era más que un
medio para llegar «más lejos y más alto» y vivir junto a Tomás. Dijo:
— Sabe, mi marido es médico y
puede mantenerme. No necesito dedicarme a la fotografía.
La
fotógrafa dijo:
— ¡No entiendo cómo puede dejar la fotografía
después de haber hecho unos retratos tan hermosos!
Sí, las fotografías de los días de la invasión
fueron otra cosa. Aquéllas no las había hecho motivada por Tomás, sino por
pasión. Pero no por la pasión por la fotografía, sino por la pasión del odio.
Una situación así nunca volverá ya a repetirse. Además, aquellas fotografías,
que hizo apasionadamente, nadie las quiere ya porque no son actuales. Sólo el
cactus es eternamente actual. Y los cactus no le interesan.
Dijo:
— Es
usted muy amable. Pero prefiero quedarme en casa. No necesito un empleo.
La
fotógrafa dijo:
— ¿Y se
encuentra a gusto quedándose en casa?
Teresa
dijo:
— Más
que fotografiando cactus.
La
fotógrafa dijo:
— Aunque
fotografíe cactus, es su vida. Si vive sólo para su marido, no es su vida.
Teresa
se sintió repentinamente irritada:
— Mi
vida es mi hombre y no los cactus.
También
la fotógrafa hablaba con irritación:
— ¿Es
capaz de decir que se siente feliz?
Teresa
dijo (con la misma irritación):
— ¡Claro que me siento
feliz!
La
fotógrafa dijo:
— Eso
sólo lo puede decir una mujer muy... —no quiso terminar de decir lo que
pensaba.
Teresa
lo completó:
— Quiere
decir: una mujer muy limitada.
La
fotógrafa se contuvo y dijo:
—
Limitada, no. Anacrónica.
Teresa
dijo pensativa:
— Tiene razón. Eso es
exactamente lo que mi hombre dice de mí.
26
Pero Tomás pasaba días enteros en el hospital
y ella estaba sola en casa. ¡Suerte que tenía a Karenin y podía salir a dar
largos paseos con él! Cuando regresaba a casa se sentaba a estudiar los
manuales de alemán y francés. Pero estaba triste y le costaba trabajo
concentrarse. Con frecuencia se acordaba del discurso que pronunció Dubcek por
la radio cuando volvió de Moscú. Había olvidado ya lo que dijo pero seguía
oyendo su voz temblorosa. Pensaba en él: soldados extranjeros le detuvieron, a
él, al jefe de un Estado independiente, en su propio país, se lo llevaron, lo
tuvieron cuatro días en algún lugar de las montañas de Ucrania, le dieron a
entender que iban a fusilarlo como habían hecho veinte años antes con su
antecesor húngaro Imre Nagy, después lo llevaron a Moscú, le ordenaron que se
bañase, se afeitase, se vistiese, se pusiese la corbata, le anunciaron que ya
no estaba destinado al fusilamiento, le ordenaron que siguiese considerándose
jefe del Estado, lo sentaron a una mesa frente a Brezhnev y le obligaron a
negociar.
Volvió humillado y habló para una nación
humillada. Estaba tan humillado que no podía hablar. Teresa nunca olvidará
aquellas terribles pausas en medio de sus frases. ¿Estaba tan exhausto?
¿Enfermo? ¿Drogado? ¿O no era más que desesperación? Aunque no quedase nada de
Dubcek, esas largas y horribles pausas, cuando no podía respirar, cuando
trataba de recuperar el aliento ante toda la nación, que estaba pegada a los receptores,
esas pausas quedarán. En aquellas pausas estaba todo el horror que había caído
sobre su país.
Era el séptimo día después de la invasión,
escuchaba aquel discurso en la redacción de un diario que en aquellos días se
había convertido en un periódico de la resistencia. Todos los que oían allí a Dubcek, lo odiaban
en aquel momento. Le echaban en cara el compromiso que él había tolerado, se
sentían humillados por su humillación y su debilidad les ofendía.
Cuando recordaba ahora, en Zurich, aquel
momento, ya no sentía desprecio hacia Dubcek. La palabra debilidad ya no suena
como una condena. Cuando hay que hacer frente a un enemigo superior en número,
siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo atlético como Dubcek. Aquella
debilidad, que entonces le había parecido insoportable, repugnante, y que los
había expulsado del país, de repente la atraía. Se daba cuenta de que formaba
parte de los débiles, del campo de los débiles, del país de los débiles y que
tenía que serles fiel precisamente porque eran débiles y se quedaban sin
aliento en mitad de la frase.
Se sentía atraída por esa debilidad como por
el vértigo. Atraída porque ella misma se sentía débil. De nuevo empezó a tener
celos y de nuevo le temblaban las manos. Tomás lo vio e hizo un gesto que ella
conocía bien, cogió las manos de ella entre las suyas para tranquilizarla,
apretándoselas. Ella las retiró bruscamente.
— ¿Qué
te pasa? —dijo.
—
Nada.
— ¿Qué
quieres que haga por ti?
— Quiero
que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor!
Quería
decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo.
27
Karenin nunca había deseado ir a vivir a
Suiza. Karenin odiaba los cambios. El tiempo de un perro no transcurre en línea
recta, no avanza siempre hacia adelante, de una cosa a la siguiente. Transcurre
en círculo como el tiempo de las manecillas del reloj, que tampoco corren
enloquecidas siempre hacia adelante, sino que dan vueltas alrededor de la
esfera, todos los días por el mismo camino. Bastaba que en Praga compraran una
silla nueva o cambiaran de sitio una maceta para que Karenin lo registrase con
disgusto. Aquello perturbaba su tiempo. Era como si alguien le estuviese
cambiando permanentemente a las manecillas los números de la esfera.
A pesar de eso, pronto consiguió rehacer en la
casa de Zurich el viejo orden y las viejas ceremonias. Al igual que en Praga,
por las mañanas saltaba encima de la cama para darles la bienvenida al nuevo
día, acompañaba luego a Teresa a hacer las compras y exigía, como en Praga, su
paseo habitual.
Era el reloj de sus vidas. En los momentos de
desesperanza, ella se hacía el propósito de aguantar por él, porque él era aún
más débil que ella, quizás aún más débil que Dubcek y su patria
abandonada.
Habían
vuelto del paseo y estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y preguntó
quién era.
Era una voz de mujer, hablaba en alemán y
preguntaba por Tomás. Era una voz impaciente y a Teresa le pareció que tenía un
deje de desprecio. Cuando dijo que Tomás no estaba en casa y que no sabía
cuándo volvería, la mujer que estaba al otro lado del teléfono se rió y colgó
sin despedirse.
Teresa
sabía que no había pasado nada. Podía ser una enfermera del hospital, una
paciente, una secretaria, cualquiera. Sin embargo estaba excitada y era incapaz
de concentrarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había perdido hasta
aquel poco de fuerza que le quedaba aún en Bohemia y de que ya no era capaz de
sobrellevar ni siquiera un incidente insignificante como ése.
El que está en el extranjero vive en un
espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le
otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y
puede hacerse entender fácil mente en el idioma que habla desde la infancia. En
Praga sólo dependía de Tomás con el corazón. Aquí depende por completo. Si la
abandonase, ¿qué le pasaría? ¿Va a tener que vivir toda su vida temiendo
perderlo?
Piensa: Su encuentro estuvo basado desde el
comienzo en el error. La Ana Karenina que llevaba bajo el brazo era una
contraseña falsa que había engañado a Tomás. Cada uno de ellos había creado un
infierno para el otro, pese a que se querían. El hecho de que se quisieran
demostraba que el error no residía en ellos, en su comportamiento o en la
inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no congeniaban porque él era
fuerte y ella débil. Ella es como Dubcek, que hace en medio de una sola frase
una pausa de medio minuto, es como su patria, que tartamudea, pierde el aliento
y no puede hablar.
Pero es precisamente el débil quien tiene que
ser fuerte y saber marcharse cuando el fuerte es demasiado débil para ser capaz
de hacerle daño al débil.
Así se decía apretando contra su cara la
cabeza peluda de Karenin: «No te enfades, Karenin. Vas a tener que volver a
cambiar de casa».
28
Estaba sentada en un rincón del
compartimiento, la pesada maleta sobre su cabeza. Karenin se apretaba contra
sus piernas. Estaba pensando en un cocinero del restaurante en el que trabajaba cuando vivía en casa de su
madre. Aprovechaba cualquier oportunidad para darle una palmada en el trasero y
con frecuencia la invitaba, en presencia de todos, a acostarse con él. Era
curioso que pensase precisamente en él. Representaba un ejemplo directo de todo
lo que le repugnaba. Pero en lo único
que pensaba ahora era en localizarle y decirle: «Tu decías que querías
acostarte conmigo. Aquí estoy».
Tenía ganas de hacer algo para que ya no le
quedara escapatoria. Tenía ganas de destruir brutalmente todo el pasado de sus
últimos siete años. Era el vértigo. El embriagador, el insuperable deseo de
caer.
También podríamos llamarlo la borrachera de la
debilidad. Uno se percata de su debilidad y no quiere luchar contra ella, sino
entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún más débil, quiere
caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y aún más
abajo que abajo.
Trataba de convencerse de que no se quedaría
en Praga y ya no trabajaría como fotógrafa. Regresaría a la pequeña ciudad de la cual la sacó una vez
la voz de Tomás.
Pero cuando llegó a Praga, no tuvo más remedio
que quedarse allí durante algún tiempo para resolver muchas cuestiones
prácticas. Empezó a postergar su partida.
Así pasaron cinco días y en la casa de pronto
apareció Tomás. Karenin estuvo un largo rato saltándole a la cara, de modo que
durante bastante tiempo les libró de la necesidad de decirse nada.
Se
sentían como si estuviesen en medio de una planicie nevada, temblando de
frío.
Luego se
aproximaron como dos enamorados que aún no se han besado.
El le
preguntó:
—
¿Estaba todo en orden?
— Sí
—contestó.
— ¿Has
pasado por la revista?
— Llamé
por teléfono.
—
¿Y?
— Nada.
Estaba esperando.
—
¿Qué?
No le
respondió. No podía decirle que le esperaba a él.
29
Volvemos
a un instante que ya conocemos. Tomás estaba desesperado y le dolía el
estómago.
No se durmió hasta muy entrada
la noche.
Poco después se despertó Teresa. (Los aviones
rusos sobrevolaban Praga y con ese ruido no se podía dormir.) Su primer
pensamiento fue: Ha vuelto por culpa de ella. Por su culpa cambió su destino.
Ahora no tendrá él que hacerse
responsable de ella, ahora tiene ella que hacerse responsable de él.
Aquella
responsabilidad le parecía superior a sus fuerzas.
Pero luego se acordó de que ayer, poco después
de aparecer él en la puerta de la casa, sonaron en una iglesia de Praga las
seis de la tarde. La primera vez que se vieron, ella terminaba de trabajar a
las seis. Lo había visto sentado en el banco amarillo y había oído sonar las
campanas de la torre. No, no fue la
superstición, fue su sentido de la belleza el que la liberó de la angustia y la
llenó de ganas de vivir. Los pájaros de la casualidad volvían a posarse en su
hombro. Tenía lágrimas en los ojos y
estaba inmensamente feliz de oírle respirar a su lado.
Tercera
Parte
Palabras incomprendidas
1
Ginebra es una ciudad de surtidores y fuentes,
de parques con glorietas en las que, en otros tiempos, tocaba la orquesta.
Hasta el edificio de la universidad se pierde entre los árboles. Franz terminó
hace poco su clase de la mañana y salió del edificio. De las mangueras salía
agua pulverizada que mojaba el césped y él estaba de un humor excelente. Fue
directamente de la universidad a casa de su amante. Vivía a un par de manzanas
de allí.
Iba a verla con frecuencia, pero sólo como amigo
galante, nunca como amante. Si hiciera el amor con ella en su estudio de
Ginebra, pasaría en un mismo día de una mujer a otra, de la esposa a la amante
y de la amante a la esposa y, dado que en Ginebra los matrimonios duermen en
una misma cama, a la francesa, pasaría por lo tanto en unas pocas horas de la
cama de una mujer a la cama de otra mujer. Creía que, de ese modo, humillaría a
la amante y a la esposa y, al fin y al cabo, se humillaría a sí mismo.
El amor que sentía por la mujer de la que se
había enamorado hacía unos meses era para él algo tan preciado que trataba de
crear para ella un espacio independiente en su vida, un territorio inaccesible
de pureza. Con frecuencia era invitado a dar conferencias en diversas
universidades extranjeras y ahora aceptaba fervientemente todas las
invitaciones. Y como no eran bastantes, se inventaba además congresos y
simposios ficticios, para poder justificar sus ausencias ante la esposa. La
amante, que disponía libremente de su tiempo, lo acompañaba. Así hizo posible
que ella conociera, en breve plazo, muchas ciudades europeas y una
norteamericana.
— Dentro
de diez días, si no te parece mal, podríamos ir a Palermo —dijo.
—
Prefiero Ginebra —respondió.
Estaba
ante el caballete, con un cuadro a medio hacer, y contemplaba su obra.
— ¿Cómo
pretendes vivir sin conocer Palermo? —intentó bromear.
— Ya
conozco Palermo —dijo.
— ¿Y
eso? —preguntó casi celoso.
— Una
amiga mía me mandó una postal desde allí. La pegué en el water. ¿No te has
fijado? — Luego añadió—: Había un poeta de principios de siglo. Era ya muy
viejo y su secretario lo llevaba a pasear. «Maestro», le dice, «¡mire al cielo!
¡Hoy vuela sobre nuestra ciudad el primer avión!». «Me lo puedo imaginar», dijo
el maestro a su secretario y no levantó los ojos del suelo. Ves, pues yo me
puedo imaginar Palermo. Hay los mismos hoteles y los mismos coches que en las
demás ciudades. Al menos en mi estudio hay siempre cuadros diferentes.
Franz se puso triste. Se había acostumbrado a
que existiera una relación tan directa entre la vida amorosa y los viajes que
su invitación «¡vamos a Palermo!» contenía un mensaje inequívocamente erótico.
Por eso la afirmación «¡prefiero Ginebra!» tenía para él un sentido claro: su
amante ya no le quiere como amante.
¿Cómo es posible que se sienta tan inseguro
ante ella? ¡No había el menor motivo! Fue ella y no él la que tornó la
iniciativa erótica poco después de que se conocieran; él era un hombre guapo,
estaba en la cima de su carrera científica e incluso era temido por sus
colegas, porque en las discusiones científicas era orgulloso y empecinado. Y
entonces, ¿por qué piensa todos los días que su amante va a abandonarlo?
La
única explicación que encuentro es la de que el amor no era para él una
prolongación de su vida pública, sino el polo opuesto. Significaba para él el
deseo de ponerse a merced de la mujer amada. Quien se entrega a otro como un
soldado que se rinde, debe hacer previamente entrega de cualquier tipo de arma.
Y si se queda sin defensa alguna ante un ataque, no podrá evitar preguntarse:
¿Cuándo llegará el ataque? Por eso puedo decir. Para Franz el amor significaba
la permanente espera de un ataque.
Mientras él se entregaba a su angustia, su
amante dejó el pincel y se fue a la habitación contigua. Volvió con una botella
de vino. Sin decir palabra la abrió y sirvió dos vasos de vino.
Sintió una sensación de alivio; se daba risa a
sí mismo. La frase «prefiero Ginebra» no significa que no tenga ganas de hacer
el amor con él, sino, por el contrario, que ya no quiere limitar los momentos
de amor a las ciudades extranjeras.
Ella alzó la copa y se la bebió de un trago.
Franz también levantó la copa y bebió. Naturalmente, estaba muy contento de que
la negativa a viajar a Palermo hubiera resultado ser una invitación a hacer el
amor, pero, al mismo tiempo, lo lamentaba un poco: su amante había decidido
dejar el hábito de pureza que él había instaurado en sus relaciones: no había
comprendido su angustioso esfuerzo por salvar al amor de la trivialidad y
separarlo radicalmente de su hogar conyugal.
En realidad, lo de no hacer el amor con la
pintora en Ginebra era un castigo que se había impuesto a sí mismo por estar
casado con otra mujer. Vivía aquello como una especie de culpa o defecto.
Aunque su vida erótica con su mujer no valía gran cosa, lo cierto era que
dormían en una misma cama, se despertaban por la noche al oír uno la
respiración acelerada del otro y aspiraban mutuamente los olores de sus
cuerpos. Claro que hubiera preferido dormir solo, pero la cama compartida
seguía siendo el símbolo del matrimonio y los símbolos, como sabemos, son
intocables.
Cada vez que se metía en la cama con su esposa
pensaba en que su amante se lo imaginaba metiéndose en la cama junto a su
esposa. Cada vez que pensaba aquello, sentía vergüenza y precisamente por eso
pretendía distanciar lo más posible en el espacio la cama en la que dormía con
la esposa de la cama en la que hacía el amor con la amante.
La pintora volvió a servirse vino, tomó un
poco, y luego, en silencio, con una especie de extraña indiferencia, como si
Franz no estuviera allí, comenzó a quitarse la blusa. Se comportaba como un
alumno de una escuela de teatro que tiene que hacer un ejercicio mostrando lo
que hace cuando está solo en una habitación y no lo ve nadie.
Se quedó sólo con la falda y el sostén.
Después (como si acabara de darse cuenta de que no estaba sola en la
habitación) miró largamente a Franz.
Aquella mirada lo descolocó porque no la
entendía. Entre todos los amantes se, crean rápidamente unas reglas de juego de
las que no son conscientes, pero que son válidas y no pueden infringirse. La
mirada que en aquel momento le dirigió ella no respondía a aquellas reglas; no
tenía nada en común con las miradas y los gestos que habitualmente precedían a
sus actos amorosos. No había en ella ni incitación ni coquetería, sino más bien
una especie de interrogación. Sólo que Franz no tenía ni idea de lo que podía
significar aquella mirada.
Luego
se quitó la falda. Cogió a Franz de la mano y le dio la vuelta para que quedara
de cara al gran espejo que estaba a un paso de ellos apoyado contra la pared.
No soltó su mano, observando en el espejo, siempre con aquella mirada
prolongada e interrogativa, a ratos a sí misma, a ratos a él. Junto
al espejo había en el suelo un soporte que llevaba puesto un viejo sombrero
hongo negro de hombre.
Se agachó a cogerlo y se lo puso en la cabeza.
La imagen en el espejo cambió repentinamente: ahora se veía a una mujer en ropa
interior, bella, inaccesible, indiferente y que llevaba puesto en la
cabeza, un sombrero hongo horrorosamente
fuera de lugar. Tenía cogido de la mano a un hombre de traje gris y
corbata.
Tuvo que volver a reírse de su incapacidad
para comprender a su amante. No se había desnudado para incitarlo a hacer el
amor, sino para llevar a cabo una especie de extraña broma, un happening
privado para ellos dos solos. Sonrió comprensiva y aprobatoriamente.
Esperaba que la pintora respondiera a su
sonrisa con una sonrisa pero no hubo tal. No soltó su mano, mirando en el
espejo, alternativamente, a sí misma y a él.
El tiempo del happening había llegado a su
límite. A Franz le pareció que la broma (aunque estaba dispuesto a considerarla
encantadora) duraba demasiado. Por eso cogió delicadamente el sombrero con dos
dedos, se lo quitó con una sonrisa a la pintora y volvió a colocarlo en su
soporte. Era como si estuviese borrando con una goma el bigote que un niño
travieso le había dibujado a la Virgen María.
Ella permaneció unos instantes inmóvil
mirándose al espejo. Luego Franz la besó con ternura. De nuevo le pidió que se
fuera con él diez días a Palermo. Esta vez se lo prometió sin objeciones y él
se marchó.
Volvió a estar de muy buen humor. Ginebra, a la
que había maldecido toda la vida como capital del aburrimiento, le parecía
hermosa y llena de aventuras. Estaba en la calle y miraba hacia atrás, a la
amplia ventana del estudio, en lo alto. Eran los últimos días de primavera,
hacía calor, en todas las ventanas estaban extendidos los toldos a rayas. Franz
llegó hasta el parque sobre el cual, a lo lejos, flotaban las áureas cúpulas de
la iglesia ortodoxa, como balas de cañón doradas, que una fuerza invisible
hubiera detenido antes de caer, dejándolas fijas en el aire. Era hermoso. Franz
bajó hacia la orilla del lago para tomar la lancha de la empresa municipal de
transportes y cruzar hasta la orilla norte del lago, donde vivía.
2
Sabina se quedó sola. Regresó al espejo.
Seguía en ropa interior. Volvió a
ponerse el sombrero y estuvo largo rato observándose. A ella misma le
resultaba extraño llevar ya tantos años persiguiendo un instante perdido.
Una vez, hace ya muchos años, vino a verla
Tomás y le llamó la atención el sombrero. Se lo puso y se miró en un gran
espejo que, como ahora, estaba entonces apoyado a la pared de su estudio
praguense. Quería comprobar qué tal quedaría de alcalde del siglo pasado.
Cuando Sabina empezó a desnudarse lentamente, le puso el sombrero en la cabeza.
Estaban ante el espejo (siempre estaban delante de él mientras se desnudaban) y
se miraban. Ella estaba sólo en ropa interior y en la cabeza llevaba el
sombrero hongo. De pronto comprendió que aquella imagen los excitaba a los
dos.
¿Cómo podía haber sucedido? No hacía más que
un momento, el sombrero que llevaba puesto le parecía una broma. ¿Es que no hay
más que un paso de lo ridículo a lo excitante?
En efecto. Aquella vez, al mirarse al espejo,
no vio en los primeros instantes más que una situación graciosa. Pero
inmediatamente lo cómico quedó oculto tras lo excitante: el sombrero hongo no
representaba una broma, sino una violencia; una violencia respecto a Sabina, a
su dignidad femenina. Se veía con las piernas desnudas, con las bragas de tela
fina, a través de la cual se transparentaba el pubis. La ropa interior
resaltaba sus encantos femeninos y el duro sombrero masculino negaba, violaba,
ridiculizaba aquella femineidad. Tomás estaba a su lado vestido, de lo cual se
desprendía que la esencia de lo que veían los dos no era la broma (en ese caso
él también debería haber estado en ropa interior y sombrero hongo), sino la
humillación. Ella, en lugar de rechazar la humillación, la ponía en evidencia
orgullosa y provocativamente, como si permitiera que la violaran pública y
voluntariamente, y de pronto ya no pudo más y arrastró a Tomás al suelo. El
sombrero hongo rodó debajo de la mesa, mientras ellos se estremecían en la
alfombra al pie del espejo.
Volvamos
una vez más al sombrero hongo:
Primero fue un confuso recuerdo del abuelo
olvidado, alcalde de una pequeña ciudad checa en el siglo pasado.
En segundo lugar fue un recuerdo del papá.
Tras el entierro, su hermano se apoderó de todas las propiedades de la familia
y ella, por orgullo, se negó a hacer valer sus derechos. Dijo sarcásticamente
que se quedaba con el sombrero hongo como única herencia de su padre.
En
tercer lugar fue un instrumento para los juegos amorosos con Tomás.
En cuarto lugar fue un signo de la
originalidad que ella cultivaba conscientemente. No pudo llevarse demasiadas
cosas al emigrar y coger aquel objeto voluminoso y nada práctico significó
renunciar a otros más prácticos.
En quinto lugar: en el extranjero el sombrero
hongo se convirtió en un objeto sentimental. Cuando fue a Zurich a ver a Tomás,
llevó el sombrero hongo y lo tenía puesto al abrirle la puerta de la habitación
del hotel. Aquella vez sucedió algo con lo que no contaba: el sombrero hongo no
fue ni alegre ni excitante, se convirtió en un recuerdo del tiempo pasado. Ambos
estaban emocionados. Hicieron el amor como nunca lo habían hecho antes: no
había sitio para juegos obscenos porque aquel encuentro no era la continuación
de sus reuniones eróticas, en las que siempre inventaban alguna pequeña
depravación nueva, sino una recapitulación del tiempo, un canto a su pasado
común, el resumen sentimental de una historia no sentimental que se perdía en
la lejanía.
El sombrero hongo se convirtió en el motivo de
la composición musical que es la vida de Sabina. Aquel motivo volvía una y otra
vez y en cada oportunidad tenía un significado distinto; todos aquellos
significados fluían por el sombrero hongo como el agua por un cauce. Y puedo
decir que aquél era el cauce de Heráclito: «¡No entrarás dos veces en el mismo
río!»; el sombrero hongo era el cauce por el cual Sabina veía correr cada vez
un río distinto, un río semántico distinto: un mismo objeto evocaba cada vez un
significado distinto, pero, junto con ese
significado, resonaban (como un eco, como una comitiva de ecos) todos los
significados anteriores. Cada una de las nuevas vivencias sonaba con un
acompañamiento cada vez más rico. Tomás y Sabina se emocionaron en el hotel de
Zurich al ver el sombrero hongo e hicieron el amor casi llorando, porque
aquella cosa negra no era sólo un recuerdo de sus juegos amorosos, sino también
un recuerdo del padre de Sabina y del abuelo que había vivido en un siglo sin
coches ni aviones.
Ahora podemos entender mejor el abismo que
separaba a Sabina de Franz: él escuchaba con avidez la historia de su vida y
ella lo escuchaba a él con la misma avidez. Comprendían con precisión el
significado lógico de las palabras que se decían, pero no oían en cambio el
murmullo del río semántico que fluía por aquellas palabras.
Por eso, cuando se puso el sombrero hongo
delante de él, Franz se quedó descolocado, como si alguien le hubiera hablado
en un idioma extranjero. No lo encontraba ni obsceno ni sentimental, era sólo
un gesto incomprensible que lo descolocaba por su carencia de significado.
Mientras las personas son jóvenes y la
composición musical de su vida está aún en sus primeros compases, pueden
escribirla juntas e intercambiarse motivos (tal como Tomás y Sabina se
intercambiaron el motivo del sombrero hongo), pero cuando se encuentran y son
ya mayores, sus composiciones musicales están ya más o menos cerradas y cada
palabra, cada objeto, significa una cosa distinta en la composición de la una y
en la de la otra.
Si yo hubiera seguido todas las conversaciones
entre Sabina y Franz, podría elaborar con sus incomprensiones un gran
diccionario. Contentémonos con un diccionario pequeño.
3
Pequeño
diccionario de palabras incomprendidas (primera parte).
MUJER: ser mujer era para
Sabina un sino que no había elegido. Aquello que no ha sido elegido por
nosotros no podemos considerarlo ni como un mérito ni como un fracaso. Sabina
opina que hay que tener una relación correcta con el sino que nos ha caído en
suerte. Rebelarse contra el hecho de haber nacido mujer le parece igual de
necio que enorgullecerse de ello.
Una vez, durante uno de sus primeros
encuentros, Franz le dijo con especial énfasis: «Sabina, es usted una mujer».
No comprendía por qué se lo anunciaba con el gesto jubiloso de Cristóbal Colón
viendo por primera vez las costas de América. Más tarde comprendió que la
palabra mujer, en la que había puesto un énfasis particular, no significaba
para él la denominación de uno de los dos sexos humanos, sino un valor. No
todas las mujeres son dignas de ser llamadas mujeres.
Pero si Sabina es para Franz una mujer, ¿qué es entonces para él Marie-Claude, su
verdadera esposa? Hace más de veinte años, algunos meses después de conocerse,
le amenazó con quitarse la vida si la abandonaba. Franz se quedó prendado de
aquella amenaza. Marie-Claude no le gustaba demasiado, pero su amor le parecía
maravilloso. Le parecía que no era digno de tan gran amor y que debía
inclinarse profundamente ante él.
De modo que se inclinó hasta el suelo y se
casó con ella. Pese a que Marie-Claude nunca volvió ya a manifestar tal
intensidad de sentimientos como en el momento en que le amenazó con el
suicidio, en lo más profundo de él siguió vivo un imperativo: no debe hacerle
nunca daño y tiene que valorar a la mujer que hay en ella.
Esta frase es interesante. No decía: valorar a
Marie-Claude, sino: valorar a la mujer que hay en Marie-Claude.
Pero si la propia Marie-Claude es mujer,
¿quién es esa otra mujer que se esconde dentro de ella y a la que debe valorar?
¿Es quizá la idea platónica de la mujer?
No. Es su mamá. Nunca se le hubiera ocurrido
decir que en su madre valoraba a la mujer. Adoraba a su mamá y no a una mujer
que estuviera dentro de ella. La idea platónica de la mujer y la mamá eran la
misma cosa.
El tenía doce años cuando el padre de Franz la
abandonó repentinamente. El niño supuso que estaba ocurriendo algo grave, pero
la mamá veló el drama con palabras neutrales y suaves para no excitarlo. Ese
día fueron a la ciudad y al salir de casa Franz se dio cuenta de que la madre
llevaba en cada pie un zapato distinto. Se sentía confuso, tenía ganas de
advertírselo, pero al mismo tiempo le daba miedo que una advertencia de ese
tipo pudiera herirla. Así que pasó dos horas en la ciudad sin poder apartar los
ojos de sus zapatos. Aquella vez empezó a entender qué era el sufrimiento.
FIDELIDAD Y TRAICIÓN: la amó
desde la infancia hasta el momento en que la acompañó al cementerio, y la amaba
hasta en el recuerdo. De ahí nació en él la idea de que la fidelidad es la
primera de todas las virtudes; la fidelidad le da unidad a nuestra vida que, de
otro modo, se fragmentaría en miles de impresiones pasajeras como si fueran
miles de añicos.
Franz le hablaba a Sabina con frecuencia de su
madre, quién sabe si hasta con cierta intención subconsciente no del todo
desinteresada: suponía que Sabina quedaría subyugada por su capacidad de ser
fiel y que de aquel modo la conquistaría.
No sabía que lo que subyugaba a Sabina era la
traición y no la fidelidad. La palabra fidelidad le recordaba al padre, un
puritano que vivía en una pequeña ciudad y los domingos pintaba para
entretenerse puestas de sol en el bosque y rosas en un florero. Gracias a él empezó
a pinta r siendo aún una niña. Cuando
tenía catorce años, ella se enamoró de un muchacho de la misma edad. El padre
se horrorizó y no la dejó salir sola de casa durante todo un año. Un día le
enseñó unas reproducciones de cuadros de Picasso y se rió de ellas. Ya que no
la dejaban amar a su compañero de clase, al menos se enamoró del cubismo.
Después de la reválida, se fue a Praga con la alegre sensación de que por fin
tenía la oportunidad de traicionar su hogar.
TRAICIÓN: desde pequeñitos el
padre y el maestro nos decían que es lo peor que puede imaginarse. ¿Pero qué es
la traición? Traición significa abandonar las propias filas. Traición significa
abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Sabina no conoce nada
más bello que ir hacia lo desconocido.
Estudiaba en la academia de pintura, pero no
le estaba permitido pintar como Picasso. Era una época en la que se cultivaba
obligatoriamente el llamado realismo socialista y en la escuela se fabricaban retratos
de los gobernantes comunistas. Su deseo de traicionar al padre quedó
insatisfecho, porque el comunismo no era más que otro padre, igual de severo y
de estrecho, que prohibía el amor (era una época puritana) y a Picasso. Se casó
con un mal actor de un teatro de Praga sólo porque tenía fama de gamberro y les
resultaba inadmisible a los dos padres.
Después murió la madre. Al día siguiente de su
regreso a Praga, tras el entierro, recibió un telegrama: el padre no había
podido soportar el dolor y se había suicidado.
Le remordía la conciencia: ¿Era algo tan ruin
que papá pintase floreros con rosas y no le gustase Picasso? ¿Era tan digno de
reproche que tuviese miedo de que su hija volviese a casa, a sus catorce años,
embarazada? ¿Era tan ridículo que no fuese capaz de seguir viviendo sin su
mujer? El deseo de traicionar la
invadió de nuevo: de traicionar su propia traición. Le comunicó al marido
(ya no veía en él a un gamberro, sino tan sólo a un borracho importuno)
que lo abandonaba.
Pero, si traicionamos a B, por cuya causa
habíamos traicionado a A, de eso no se desprende que nos reconciliemos con A.
La vida de la pintora divorciada no se parecía a la vida de sus padres
traicionados. La primera traición es irreparable. Produce una reacción en cadena
de nuevas traiciones, cada una de las cuales nos distancia más y más del lugar
de la traición original.
MÚSICA: para Franz es el arte
que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez. Uno no
puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse
con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión
o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada música
seria y la música moderna.
Esa
diferenciación le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como
Mozart.
Para él la música es una liberación: lo libera
de la soledad, del encierro, del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo
una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse. Le gusta bailar y
lamenta que Sabina no comparta esta pasión con él.
Están
los dos en un restaurante y mientras comen se oye por los altavoces una sonora
música rítmica.
Sabina
dice:
— Esto es un círculo vicioso. La gente se
vuelve sorda porque pone la música cada vez más alto. Y como se vuelve sorda,
no le queda más remedio que ponerla aún más alto.
— ¿No te
gusta la música? —le pregunta Franz.
— No —dice Sabina. Luego añade—: Puede que si
viviera en otra época... —y piensa en el tiempo en que vivía Johann Sebastian
Bach, cuando la música era como una rosa que crecía en una enorme planicie
nevada de silencio.
El ruido disfrazado de música la persigue
desde su infancia. Cuando estudiaba en la academia de pintura, tuvo que pasar
unas vacaciones enteras en la llamada Obra de la Juventud. Vivían en unas
habitaciones comunes y trabajaban en la construcción de una siderurgia. La
música aullaba desde los altavoces a partir de las cinco de la mañana y hasta
las nueve de la noche. Le daban ganas de llorar, pero la música era alegre y
era imposible escapar de ella, ni en el retrete, ni en la cama bajo la manta,
los altavoces estaban por todas partes. La música era como una jauría de perros
de presa que hubieran soltado tras ella.
Entonces pensaba que esta barbarie musical
sólo imperaba en el mundo comunista. En el extranjero comprobó que la
transformación de la música en ruido es un proceso planetario, mediante el cual
la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total. El carácter total
de la fealdad se manifestó en primer término como omnipresente fealdad
acústica: coches, motos, guitarras eléctricas, taladros, altavoces, sirenas. La
omnipresencia de la fealdad visual llegará pronto.
Cenaron, subieron a la habitación, hicieron el
amor y a Franz se le confundían las ideas en el umbral del sueño. Se acordó de
la ruidosa música durante la cena y pensó: «El ruido tiene una ventaja. No se
oyen las palabras». Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa
que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones,
corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se
difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo,
arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio,
su enfermedad. Y en e se momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una
música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo
abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el
dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de
las frases, la música, la antipalabra! Anhelaba estar durante mucho tiempo
abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una sola frase y dejar que el
placer se funda con el estruendo orgiástico de la música. En medio de aquel
feliz ruido imaginario se durmió.
LUZ Y OSCURIDAD: para Sabina
vivir significa ver. La visión está limitada por una doble frontera: una luz
fuerte, que ciega, y la total oscuridad. Posiblemente esto es lo que determina
el rechazo de Sabina a cualquier extremismo. Los extremos son la frontera tras
la cual termina la vida y la pasión por el extremismo en el arte y en la
política es una velada ansia de muerte.
La palabra «luz» no despierta en Franz la
imagen de un paisaje sobre el cual descansa el blando resplandor del día, sino
la de la fuente de luz en sí; el sol, la lámpara, el reflector. Franz recuerda
las conocidas metáforas: el sol de la verdad, el deslumbrante resplandor de la
razón, etc...
Al igual que la luz, le atrae la oscuridad.
Sabe que en nuestro tiempo se considera ridículo apagar la luz mientras se hace
el amor y por eso deja encendida una pequeña lámpara encima de la cama. Pero
cuando penetra a Sabina, cierra los ojos. El gozo que le inunda requiere
oscuridad. Esa oscuridad es pura, limpia, sin imágenes ni visiones, esa
oscuridad no tiene final, no tiene fronteras, esa oscuridad es el infinito que
cada uno de nosotros lleva dentro de sí. (¡En efecto, quien busque el infinito,
que cierre los ojos!)
En el momento en que siente que el gozo se
extiende por su cuerpo, Franz se estira y se diluye en el infinito de su
oscuridad, él mismo se vuelve infinito. Pero cuanto mayor se vuelve un hombre
en su oscuridad interior, más disminuye en su apariencia externa. Un hombre con
los ojos cerrados es una ruina de hombre. A Sabina le desagrada esa visión, no
quiere mirar a Franz y por eso cierra también los ojos. Pero esa oscuridad no
significa para ella el infinito, sino simplemente la disconformidad con lo que
se ve, la negación de lo visto, el rechazo a ver.
4
Sabina
se dejó convencer para visitar una asociación de compatriotas. Discutían una
vez más acerca de si se debía haber luchado contra los rusos con las armas en
la mano o no. Por supuesto que aquí, en la tranquilidad de la emigración, todos
decían que se tenía que haber luchado. Sabina dijo:
—
Entonces vuelvan y luchen.
No
debía haberlo dicho. Un hombre con el pelo cano y ondulado la señaló con un
largo dedo índice:
— No diga eso. Todos ustedes son responsables
de lo que pasó. Usted también. ¿Qué hizo usted allí contra el régimen
comunista? Pintar cuadros, eso es todo...
La evaluación y el examen de los ciudadanos es
una actividad permanente, la principal de las actividades sociales en los
países comunistas. Si a un pintor se le ha de autorizar una exposición, si un
ciudadano debe obtener un visado para poder ir durante las vacaciones al mar,
si un futbolista debe formar parte de la selección nacional, primero hay que
reunir todos los dictámenes e informes sobre él (de la portera, de los
compañeros de trabajo, de la policía, de la organización del partido, de los
sindicatos), luego éstos son analizados, sopesados y resumidos por funcionarios
especiales designados para esos fines. Pero aquello de lo que hablan esos
dictámenes no se refiere a la capacidad del ciudadano para pintar, jugar al
fútbol o a si su salud necesita que pase las vacaciones junto al mar. Se
refiere única y exclusivamente a lo que se dio en llamar «perfil político del
ciudadano» (o sea, a lo que el ciudadano dice, a lo que piensa, al modo en que
se comporta, a si participa en reuniones y en manifestaciones del primero de
mayo). Dado que todo (la vida cotidiana, la carrera profesional y hasta las vacaciones)
depende de la evaluación que se haga del ciudadano, todo el mundo (si quiere
jugar al fútbol en el equipo nacional, exponer sus cuadros o pasar las
vacaciones junto al mar) tiene que comportarse de modo que la evaluación sea
positiva.
En eso pensaba ahora Sabina, mientras oía
hablar al hombre del pelo cano. No se preocupa de si sus compatriotas juegan
bien al fútbol o pintan bien (ninguno de los checos se preocupaban por saber
cómo pinta Sabina), sino de si su postura en contra del régimen comunista era
activa o sólo pasiva, de verdad o fingida, de toda la vida o de ahora
mismo.
Como era pintora, se fijaba mucho en la cara
de la gente y conocía, por sus experiencias en Praga, la fisionomía de aquellos
cuya pasión es examinar y evaluar a los demás. Todos ellos tenían el índice un
poco más largo que el dedo del corazón y apuntaban con él a las personas con
las que hablaban. Por lo demás, el presidente Novotny, que mandó en Bohemia
durante catorce años, hasta 1968, también llevaba el pelo exactamente igual,
con un ondulado de peluquería y tenía el índice más largo de todos los
habitantes de Europa Central.
Cuando el prestigioso emigrante oyó, en boca
de una pintora cuyos cuadros no había visto nunca, que se parecía al presidente
comunista Novotny, enrojeció, palideció, volvió a enrojecer, volvió a
palidecer, no dijo nada y permaneció en silencio. Todos se quedaron callados al
mismo tiempo, hasta que por fin Sabina se levantó y se fue.
Estaba consternada, pero en cuanto llegó a la
calle, pensó: ¿Y por qué iba a tener que relacionarse con los checos? ¿Qué la
une a ellos? ¿El paisaje? Si cada uno de ellos tuviera que explicar lo que le
dice la palabra Bohemia, las imágenes que tendrían ante los ojos serían
totalmente heterogéneas y no formarían unidad alguna.
¿O la cultura? Pero ¿qué es? ¿Dvorak y
Janacek? Sí. Pero ¿qué ocurre cuando un checo no tiene sentido musical? La
esencia de lo checo se diluye rápidamente.
¿O los grandes hombres? ¿Jan Hus? Ninguno de
ellos había leído ni un solo renglón de sus libros. Lo único que eran capaces
de entender todos a una eran las llamas, las gloriosas llamas en las que ardió
como hereje en la hoguera, las gloriosas cenizas en las que se convirtió, de
modo que la esencia de lo checo, piensa Sabina, no es para ellos más que
cenizas. Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los reproches que se
hacen mutuamente.
Andaba de prisa. Más que la ruptura con los
emigrantes, lo que ahora la excitaba eran sus pensamientos. Sabía que eran
injustos. Entre los checos hay también personas diferentes a aquel señor del
índice largo.
El silencio que se produjo tras sus palabras
no significaba, ni mucho menos, que todos estuviesen en contra suya. Más bien
estaban confundidos por ese odio repentino, por esa incomprensión de la que
aquí en la emigración todos son
víctimas. ¿Por qué, mejor, no se
compadece de ellos? ¿Por qué no ve en ellos a personas enternecedoras y
abandonadas?
Nosotros sabemos ya por qué: Ya al traicionar
a su padre, la vida apareció ante ella como un largo camino de traiciones, y
cualquier traición nueva la atraía como un vicio y como una victoria, ¡No
quiere permanecer en sus filas! ¡No quiere permanecer en esas filas siempre con
la misma gente y las mismas conversaciones! Por eso la excita tanto lo injusta
que es. La excitación no le resulta desagradable, al contrario, Sabina tiene la
sensación de haber vencido y de ser aplaudida por alguien invisible.
Pero inmediatamente después de aquella
embriaguez llegó la angustia: ¡Este camino tiene que terminar en algún sitio!
¡Alguna vez tiene que dejar de traicionar! ¡Algún día tiene que detenerse!
Era de noche e iba de prisa por el andén. El
tren para Ámsterdam ya está en la estación. Buscaba su vagón. Abrió la puerta
del compartimiento hasta el cual la había conducido un amable revisor y vio a
Franz sentado en la cama, que ya estaba hecha. Se levantó para darle la
bienvenida y ella lo abrazó y lo cubrió de besos.
Tenía unas ganas terribles de decirle, como la
más trivial de las mujeres: ¡No me abandones, no dejes que me vaya, dómame,
esclavízame, sé fuerte! Pero eran palabras que no podía y no sabía
pronunciar.
Después de abrazarlo lo único que dijo fue:
«Estoy tan contenta de estar contigo». Era lo más que podía decir una persona
de un carácter tan reservado como el de ella.
5
Pequeño
diccionario de palabras incomprendidas (continuación).
MANIFESTACIONES: en Italia o en Francia la
cosa es sencilla. Cuando los padres obligan a alguien a ir a la iglesia, éste
se venga ingresando en el partido (comunista, maoísta, trotskista, etc.). Pero
a Sabina su padre primero la hizo ir a la iglesia y después, él mismo, por
temor, la obligó a apuntarse en la Unión de Jóvenes Comunistas.
Cuando iba a las manifestaciones del primero
de mayo, no sabía llevar el ritmo de la marcha, de modo que la chica que iba
detrás le gritaba y le daba pisotones a propósito. Cuando se cantaba durante el
desfile, nunca sabía el texto de las canciones y no hacía más que abrir k boca
sin emitir sonido. Pero sus compañeras se dieron cuenta y la acusaron. Desde
pequeña odiaba todas las manifestaciones.
Franz estudiaba en París y, como tenía un
talento excepcional, su carrera científica estaba asegurada prácticamente desde
sus veinte años. Desde entonces sabía que se iba a pasar la vida dentro de un
gabinete universitario, de las bibliotecas públicas y de dos o tres aulas;
aquella idea le producía una sensación de asfixia. Tenía ganas de salirse de su
vida, tal como se sale de una casa a la calle.
Por eso, mientras vivía en París, le gustaba
tanto asistir a manifestaciones. Era precioso celebrar algo, reivindicar algo,
protestar contra algo, no estar solo, estar al aire libre y estar con otros.
Las manifestaciones que bajaban por el bulevar Saint Germain o desde la plaza
de la República a la Bastilla, le fascinaban. La masa marchando y gritando era
para él la imagen de Europa y su historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha de
revolución en revolución, de lucha a lucha, siempre adelante.
También podría decirlo de otro modo: A Franz
su vida entre libros le parecía irreal. Anhelaba una vida real, el contacto con
el resto de las personas que van con él codo con codo, sus gritos. No era
consciente de que precisamente lo que considera irreal (el trabajo en la
soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las
manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro,
danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.
Durante sus estudios Sabina vivía en una
residencia. Los primeros de mayo todos tenían que estar desde muy temprano en
el punto de partida de la manifestación. Para que no faltase nadie, los
funcionarios de la organización de estudiantes controlaban que la residencia
quedase vacía. Por eso se escondía en el retrete y, cuando hacía mucho tiempo
que los demás ya se habían ido, volvía a su habitación. Había un silencio como
nunca. Sólo a lo lejos se oía a las bandas de música. Era como si estuviera
escondida dentro de una concha y a lo lejos resonase el mar del mundo
hostil.
Un
año después de abandonar Bohemia se encontraba casualmente en París,
precisamente en el aniversario de la invasión rusa. Se celebraba una
manifestación de protesta y no fue capaz de resistir a la tentación de
participar. Los jóvenes franceses levantaban el puño y gritaban consignas
contra el imperialismo soviético. Aquellas consignas le gustaban, pero de
pronto comprobó con sorpresa que era incapaz de gritar a coro con los demás. No
aguantó en la manifestación más que unos pocos minutos.
Les confió su experiencia a sus amigos
franceses. Se extrañaron: «¿Es que no quieres luchar contra la ocupación de tu
país?». Tenía ganas de decirles que detrás del comunismo, del fascismo, de
todas las ocupaciones y las invasiones, se esconde un mal más básico y general;
para ella la imagen de ese mal es una manifestación de personas que marchan,
levantan los brazos y gritan al unísono las mismas sílabas. Pero sabía que no
sería capaz de explicárselo. Perpleja, cambió el tema de la conversación.
BELLEZA DE NUEVA YORK:
anduvieron por Nueva York durante horas;
a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un
paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y
rezaba, a poca distancia de él dormitaba
una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle
dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una
fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción.
Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos
rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas,
junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y, detrás de aquél, otro
rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palacio árabe con sus
torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.
Sabina se acordó de sus cuadros: en ellos
también se producían encuentros de cosas que no tenían nada que ver: una
siderurgia en construcción y detrás de ella una lámpara de petróleo; otra
lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado está rota en pequeños
fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de marismas.
Franz
dijo:
— La belleza europea ha tenido siempre un
cariz intencional. Había un propósito estético y un plan a largo plazo según el
cual la gente edificaba durante decenios una catedral gótica o una ciudad
renacentista. La belleza de Nueva York tiene una base completamente distinta.
Es una belleza no intencional. Surgió sin una intención humana, algo así como
una gruta con estalactitas. Por mas, que en sí mismas son feas, se encuentran
casual mente, sin planificación, en unas combinaciones tan increíbles que relucen
con milagrosa poesía.
Sabina
dijo:
—Una belleza no intencional. Sí. También
podría decirse: la belleza como error. Antes de que la belleza desaparezca por
completo del mundo, existirá aún durante un tiempo como error. La belleza como
error es la última fase de la historia de la belleza.
Y se acordó del primer cuadro que pintó, ya
como pintora madura; surgió gracias a que sobre él cayó por error pintura roja.
Sí, sus cuadros estaban basados en la belleza del error, y Nueva York era la
patria secreta y verdadera de su pintura.
Franz
dijo:
— Es posible que la belleza no intencional de
Nueva York sea mucho más rica y variada que la belleza excesivamente severa y
compuesta de un proyecto humano. Pero ya no es una belleza europea.
Es un mundo extraño.
¿Resultará
que hay al menos algo acerca de lo cual los dos piensen lo mismo?
No. Hay una diferencia. Lo ajeno de la belleza
neoyorquina atrae tremendamente a Sabina. A Franz le fascina, pero también le
horroriza; despierta en él la añoranza de Europa.
PATRIA DE SABINA: Sabina comprende la aversión
de él hacia América. Franz es la personificación de Europa: su madre era de Viena, su padre
era francés, él es suizo.
Por su parte, Franz admira la patria de
Sabina. Cuando le habla de sí misma y de sus amigos de Bohemia, Franz oye las
palabras cárcel, persecución, tanques en las calles, emigración, octavillas,
literatura prohibida, exposiciones prohibidas, y siente una extraña envidia
mezclada de nostalgia.
Le confiesa a Sabina: «Una vez un filósofo
escribió acerca de mí que todo lo que digo son especulaciones
indemostrables y me llamó un Sócrates
casi inverosímil. Me sentí tremendamente
humillado y le respondí en un tono furibundo. ¡Imagínate! ¡Este episodio
ridículo fue el mayor conflicto que
jamás he vivido! ¡Fue entonces cuando mi vida alcanzó el máximo de sus
posibilidades dramáticas! Nosotros dos vivimos
a dos escalas distintas. Tú has
entrado en mi vida como Gulliver en el país de los enanos».
Sabina protesta. Dice que el conflicto, el
drama, la tragedia, no significan absolutamente nada, no represen tan valor
alguno, nada que merezca respeto o admiración. Lo que todo el mundo le puede
envidiar a Franz es el trabajo que ha podido hacer tranquilamente.
Franz hace un gesto de negación con la cabeza:
«Cuando la sociedad es rica, la gente no tiene que trabajar con las manos y se
dedica a la actividad intelectual. Hay cada vez más universidades y cada vez
más estudiantes. Los estudiantes, para poder terminar sus carreras, tienen que
inventar temas para sus tesinas. Hay una cantidad infinita de temas, porque
sobre cualquier cosa se puede hacer un estudio. Los folios de papel escrito se
amontonan en los archivos, que son más tristes que un cementerio, porque en
ellos no entra nadie ni siquiera el día de difuntos. La cultura sucumbe bajo el
volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad. Por
ese motivo te digo que un libro prohibido en tu país significa infinitamente
más que los millones de palabras que vomitan
nuestras universidades».
En este sentido podríamos entender la
debilidad de Franz por todas las revoluciones. Tiempo atrás había sentido
simpatía por Cuba, luego por China y, cuando la perdió debido a la crueldad de
sus regímenes, se acostumbró melancólicamente a la idea de que ya no le quedaba
más que aquel mar de letras que no tienen ningún peso y no son la vida. Se hizo
profesor en Ginebra (donde no se celebran manifestaciones) y, en una especie de
vida ascética (solo, sin mujeres ni manifestaciones), publicó con considerable
éxito varios libros científicos. Un buen día llegó Sabina como una aparición;
venía de un país en el que desde hacía mucho tiempo no florecía ningún tipo de
ilusiones revolucionarias, pero donde se conservaba lo que él más admiraba de
las revoluciones: el riesgo, el coraje y el peligro de muerte, una vida vivida
a gran escala. Sabina le había devuelto la fe en la grandeza del destino del
hombre. Resultaba aún más bella porque detrás de su figura se trasparentaba el
doloroso drama de su país.
Pero a Sabina no le gustaba aquel drama. Las
palabras cárcel, persecución, libros prohibidos, ocupación, tanques, son para
ella palabras feas, carentes del menor perfume romántico. La única palabra que
suena en su interior dulcemente, como un recuerdo nostálgico de su patria, es
la palabra cementerio.
CEMENTERIO: en Bohemia los
cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de césped y flores de
colores. Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas. Cuando
oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que
es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile
infantil, porque los muertos son inocentes como niños. Aunque la vida estuviera
llena de crueldad, en los cementerios siempre ha reinado la paz. Incluso en
tiempos de guerra, en la época de Hitler, en la de Stalin, durante todas las
ocupaciones. Cuando estaba triste, cogía el coche y se iba lejos de Praga, a
pasear por alguno de los cementerios de pueblo que le gustaban. Aquellos
cementerios, con montes azulados al fondo, eran hermosos como una canción de
cuna.
Para
Franz un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.
— Yo no iría jamás en coche. ¡Les tengo pánico
a los accidentes! ¡Aunque uno no se mate, tiene que quedarle un trauma para
toda la vida! —dijo el escultor y se cogió inconscientemente el dedo índice que
por poco no había perdido hacía tiempo, mientras labraba una escultura en
madera. Lo conservó de milagro.
— ¡Qué va! —rió Marie-Claude, que estaba en
forma—: ¡Una vez tuve un accidente grave y fue estupendo! ¡Lo mejor de todo fue
el hospital! No podía dormir, así que leía sin parar, de día y de noche.
Todos la miraban con un asombro que a ella le
producía un evidente placer. Franz sentía una sensación en la que se mezclaban
el disgusto (sabía que tras el mencionado accidente su mujer se había quedado
muy deprimida y no había parado de quejarse) y una especie de admiración (su
capacidad para transformar todo lo que le pasaba era una muestra de su
imponente vitalidad). Continuó:
— Allí
fue donde empecé a dividir los libros en diurnos y nocturnos. De verdad que hay
libros que sólo se pueden leer por la noche.
Todos manifestaban un asombro admirativo,
menos el escultor que seguía apretando su dedo y tenía la cara llena de arrugas
por el desagradable recuerdo. Marie-Claude se dirigió a él:
— ¿Qué
categoría le adjudicarías a Stendhal?
El escultor no prestaba atención y se encogió
de hombros sin saber qué responder. El crítico de arte que estaba a su lado
manifestó que a su juicio Stendhal era una lectura diurna.
Marie-Claude
hizo un gesto de negación con la cabeza y afirmó con voz sonora:
— Te
equivocas. ¡No, no, no, te equivocas! ¡Stendhal es un autor nocturno!
Franz participaba en la discusión sobre el
arte nocturno y diurno sin apenas dedicarle atención, porque no pensaba más que
en cuándo aparecería Sabina. Habían estado dudando los dos muchos días si
debían aceptar o no la invitación a este cóctel. Marie-Claude lo organizaba
para todos los pintores y escultores que habían expuesto alguna vez en su
galería. Desde que conoció a Franz, Sabina evitaba encontrarse con su mujer.
Pero tenían miedo de quedar en evidencia y al final llegaron a la conclusión de
que sería más natural y menos sospechoso que ella asistiese.
Miraba disimuladamente hacia la antesala y
entonces se dio cuenta de que en el otro extremo de la sala resonaba
constantemente la voz de su hija Marie-Anne, que tenía dieciocho años. Abandonó
el grupo dominado por su mujer para incorporarse al círculo dominado por su
hija. Algunos estaban sentados en sillones, otros de pie; Marie-Anne estaba
sentada en el suelo. Franz estaba seguro de que Marie-Claude, al otro extremo
del salón, tampoco tardaría mucho en sentarse en la alfombra. Sentarse en el
suelo en presencia de los huéspedes era en aquella época un gesto que
significaba naturalidad, soltura, progresismo, amistosidad y espíritu parisino.
Marie-Anne se sentaba en todas partes en el suelo con tal pasión que Franz
temía con frecuencia que se sentase en el suelo en el estanco al que iba a
comprar cigarrillos.
— ¿En qué está trabajando ahora, Alan? —le
preguntó Marie-Anne al hombre a cuyos pies estaba sentada.
Alan era una persona ingenua y honesta y quiso
responder con sinceridad a la hija de la dueña de la galería. Empezó a
explicarle su nuevo modo de pintar, que es una unión de fotografía y pintura al
óleo. No había dicho más de tres frases cuando Marie-Anne empezó a silbar. E
l pintor hablaba despacio y concentrado,
de manera que no oyó los silbidos. Franz le dijo al oído:
— ¿Me
puedes decir por qué silbas?
— Porque
no me gusta cuando hablan de política —respondió en voz alta.
En efecto, dos de los hombres que formaban
parte del mismo círculo hablaban de las próximas elecciones en Francia.
Marie-Anne, que se sentía obligada a dirigir la diversión, les preguntó a los
dos si irían la semana próxima al teatro a ver la ópera de Rossini que ponía en
Ginebra una compañía italiana. Mientras tanto, el pintor Alan buscaba
formulaciones cada vez más precisas para explicar su nuevo modo de pintar, y
Franz se avergonzaba de su hija. Para acallarla afirmó que se aburría
infinitamente en la ópera.
—Eres terrible —dijo Marie-Anne, tratando
desde el suelo de golpear a su padre en la barriga—, el actor principal es
hermoso. ¡Ay, qué hermoso es! Lo he visto dos veces y estoy enamorada de
él.
Franz constató que su hija se parecía
terriblemente a su madre. ¿Por qué no se parece a él? No hay nada que hacer, no
se le parece. Ha oído ya a Marie-Claude innumerables veces decir que está
enamorada de tal O cual pintor, cantante, escritor, político y una vez hasta
de un ciclista. Por supuesto que aquello
era pura retórica de cenas y cócteles, pero a veces, en esos momentos, él se
acordaba de que una vez hace veinte años dijo lo mismo de él mientras lo
amenazaba con suicidarse.
En ese momento entró Sabina en el salón.
Marie-Claude la vio y fue a su encuentro. Su hija seguía hablando de Rossini,
pero Franz sólo prestaba atención a lo que se decían las dos mujeres. Después
de unas frases amistosas de bienvenida, Marie-Claude cogió un colgante de
cerámica que Sabina llevaba al cuello y dijo en voz muy alta:
— Y esto
¿qué es? ¡Es muy feo!
Aquella frase llamó la atención de Franz. No
fue pronunciada con agresividad, por el contrario, una sonora risa pretendía
aclarar inmediatamente que el rechazo al colgante no cambiaba en nada la
amistad que Mari-Claude sentía por la pintora, pero era sin embargo una frase
que no cuadraba con la forma en que Marie-Claude hablaba con los demás.
— Lo he
hecho yo misma —dijo Sabina.
— Es feo, de verdad —repitió Marie-Claude en
voz muy alta—: No deberías llevarlo.
Franz sabía que a su mujer no le importaba nada que el colgante fuese
feo o no. Feo era aquello que ella quería ver feo, hermoso era lo que quería
ver hermoso. Los adornos de sus amigos eran hermosos a priori. Pero aunque, pese a todo, los encontrase
feos, se lo callaría, porque hacía tiempo que
el halago se había convertido en su segunda personalidad.
Entonces ¿por qué había decidido que el
colgante que Sabina se había hecho iba a ser feo? Franz lo tiene completamente claro:
Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo porque se lo podía
permitir.
Para ser más preciso: Marie-Claude dijo que el
colgante de Sabina era feo para que quedase claro que se podía permitir decirle
a Sabina que su colgante era feo.
La exposición de Sabina, hace un año, no tuvo
gran éxito y a Marie-Claude no le interesaba demasiado ganarse el favor de
Sabina. Por el contrario, Sabina tenía motivos para desear ganarse el favor de
Marie-Claude. Sin embargo, su actitud no daba esa impresión.
Sí, Franz lo tenía completamente claro:
Marie-Claude había aprovechado la oportunidad para poner de manifiesto ante
Sabina (y los demás) cuál era la verdadera relación de fuerzas.
7
Pequeño
diccionario de palabras incomprendidas (terminación)
IGLESIA ANTIGUA EN AMSTERDAM:
de un lado están las casas y en las grandes ventanas de los pisos bajos, que
parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de las putas,
quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los cristales, en
sillones con almohadones.
Parecen grandes gatas
aburridas.
La parte de enfrente de la calle está formada
por una enorme iglesia gótica del siglo catorce. Entre el mundo de las putas y el mundo de
Dios, como un río entre dos reinos, se extiende un intenso olor a orina.
Lo único que ha quedado del antiguo estilo
gótico adentro de la catedral son las altas paredes desnudas, las
columnas, la bóveda y las ventanas. En
las paredes no hay ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está
vacía como un gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas
formando un gran cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el
predicador. Detrás de las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos
para las familias de ricos burgueses.
Las sillas y los palcos están puestos sin la
más mínima consideración para con la forma de las paredes y la situación de las
columnas, como si quisieran expresarle a la arquitectura gótica su indiferencia
y desprecio. La fe calvinista convirtió hace ya siglos la iglesia en un simple
Cobertizo que no tiene otra función que la de proteger la Oración de los
creyentes de la lluvia y la nieve.
Franz
estaba fascinado: por esta enorme sala había pasado la Gran Marcha de la
historia.
Sabina se acordó de cuando, tras el golpe de
Estado de los comunistas, todos los palacios de Bohemia fueron nacionalizados y
convertidos en escuelas de formación profesional, en asilos de ancianos, pero
también en establos. Visitó uno de esos establos: en las paredes estuca das
estaban empotrados los soportes de las argollas de hierro a las que estaban
atadas las vacas que miraban como en sueños por las ventanas al parque del
palacio por el que corrían las gallinas.
Franz
dijo:
— Este vacío me fascina. La gente acumula
altares, estatuas, cuadros, sillas, sillones, alfombras, libros y después viene
ese momento de alivio feliz en el que lo sacuden todo como migas de una mesa.
¿Te imaginas cómo sería esa escoba de Hércules que barrió esta iglesia?
Sabina
señaló uno de los palcos de madera:
— Los pobres tenían que estar de pie y los
ricos tenían palcos. Pero había algo que unía al banquero y al pobre: el odio a
la belleza.
— ¿Qué
es la belleza? —dijo Franz y ante sus ojos apareció la inauguración de la
exposición en la que tuvo que participar
recientemente en compañía de su mujer. La infinita vanidad de los discursos y
las palabras, la vanidad de la cultura, la vanidad del arte.
Cuando ella trabajaba como estudiante en la
Obra de la Juventud y tenía el alma envenenada por las alegres marchas que
sonaban sin interrupción por los altavoces, cogió un domingo la motocicleta y
se dirigió hacia las lejanas montañas. Se detuvo en un pueblecito perdido en
medio de los montes. Apoyó la motocicleta en la pared de la iglesia y entró.
Estaban oficiando la misa. En aquella época la religión estaba perseguida por
el régimen y la mayor parte de la gente se mantenía alejada de la iglesia. Los
únicos que estaban sentados en los bancos eran los viejos y las viejas, porque
ésos no le temían al régimen. Sólo le temían a la muerte.
El sacerdote pronunciaba con voz cantarina una
frase y la gente la repetía a coro. Eran letanías. Las palabras, siempre
iguales, volvían como un peregrino que no puede despegar los ojos del paisaje o
como un hombre que no es capaz de despedirse de la vida. Ella estaba sentada en
el último banco, a ratos cerraba los ojos, sólo para oír la música de aquellas
palabras y luego los volvía a abrir: veía arriba la cúpula pintada de azul y
sobre el azul unas grandes estrellas doradas. Estaba como encantada.
Lo que repentinamente había encontrado en
aquella iglesia no era a Dios, sino a la belleza. Sabía perfectamente que
aquella iglesia y aquellas letanías no eran bellas en sí mismas, sino
precisamente en relación con la Obra de la Juventud, en la que pasaba sus días
en medio del ruido de las canciones. La misa era bella porque se le había
aparecido, repentina y secretamente, como un mundo traicionado.
Desde entonces sabía que la belleza es un
mundo traicionado. Sólo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han
dejado olvidada por error en algún sitio. La belleza está oculta tras los
bastidores de la manifestación del primero de mayo. Si la queremos encontrar,
tenemos que rasgar el lienzo del decorado.
—Esta es
la primera vez que me fascina una iglesia—, dijo Franz.
Lo que despertaba su entusiasmo no era ni el
protestantismo ni el ascetismo. Era otra cosa, algo muy personal, de lo que no
se atrevía a hablar delante de Sabina. Le parecía oír una voz que lo exhortaba
a coger la escoba de Hércules y barrer de su vida las inauguraciones de
Marie-Claude, los cantantes de Marie-Anne, los congresos y los simposios, los
discursos vanos, las palabras vanas. El gran espacio vacío de la iglesia de
Ámsterdam aparecía ante él como la imagen de su propia liberación.
FUERZA: en la cama de uno de
los muchos hoteles en los que hacían el amor, Sabina jugaba con los brazos de
Franz:
— Es
increíble —dijo— que tengas esos músculos.
Franz
se alegró por el elogio. Se levantó de la cama, cogió una pesada silla de roble
por la parte de abajo de la pata, junto al suelo, y la levantó lentamente.
— No
tienes que tener miedo de nada —dijo—, yo podría defenderte en cualquier
situación.
Antes participaba en
competiciones de judo.
Consiguió
levantar el brazo con la pesada silla por encima de la cabeza y Sabina
dijo:
—Es
agradable ver lo fuerte que eres.
Pero para sus adentros añadió lo siguiente:
Franz es fuerte, pero su fuerza se dirige sólo hacia fuera. Con respecto a las
personas con las que vive, a las que quiere, es débil. La debilidad de Franz se
llama bondad. Franz nunca podría darle órdenes a Sabina. No le mandaría, como
en tiempos hizo Tomás, que coloque un espejo en el suelo y ande encima de él
desnuda. No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay
cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin violencia.
Sabina miraba a Franz que caminaba por la
habitación con la silla levantada, aquello le parecía grotesco y la llenaba de
una extraña tristeza.
Franz
dejó la silla en el suelo y se sentó en ella mirando a Sabina.
— No es que no me agrade ser fuerte —dijo—,
pero ¿para qué necesito estos músculos en Ginebra? Los llevo como un adorno.
Como unas plumas de pavo real. En la vida me he peleado con nadie.
Sabina
continuó con su meditación melancólica: ¿Y si tuviera un hombre que le diera
órdenes? ¿Alguien que quisiera ser su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni
siquiera cinco minutos! De lo cual se deduce que no hay hombre que le vaya
bien. Ni fuerte ni débil. Dijo:
— ¿Y por
qué no utilizas nunca tu fuerza contra mí?
— Porque
amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.
Sabina se dio cuenta de dos cosas: en primer
lugar, de que aquella frase era hermosa y cierta. En segundo lugar, de que, al
pronunciarla, Franz quedaba descalificado para su vida erótica.
VIVIR EN LA VERDAD: ésta es
una fórmula que utiliza Kafka en su
diario o en alguna carta. Franz ya no
recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en
la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no
ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive
en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en Ámsterdam y de unas
conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina
por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque
no lo ha hecho nunca. Se siente agradablemente excitado, como un buen alumno
que hubiera decidido hacer novillos por una vez en su vida.
Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a
sí mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos
sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos
adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que
hacemos es verdad. Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la
mentira. Sabina desprecia la literatura en la que los autores delatan todas sus
intimidades y las de sus amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde
todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un
monstruo. Por eso Sabina no sufre por
tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede «vivir en la
verdad».
Por el contrario, Franz está seguro de que la
división de la vida en una esfera
privada y otra pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera
en su intimidad y de otra en público. «Vivir en la verdad» significa para él
suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar la frase de
André Bretón acerca de que le gustaría vivir «en una casa de cristal» en la que
nada sea secreto y en la que todos puedan verlo.
Cuándo oyó a su mujer decirle a Sabina «¡qué
feo es ese colgante!», comprendió que ya no podía seguir viviendo en la
mentira. En aquel momento debía haber salido en defensa de Sabina. Si no lo
hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia su amor secreto.
Al día siguiente del cóctel iría con Sabina a
pasar dos días a Roma. Seguía resonando en sus oídos la frase «qué feo es ese
colgante» y veía a su mujer de una manera distinta a como la había visto
durante toda su vida. Su agresividad, invulnerable, ruidosa y temperamental, lo
liberaba del peso de la bondad que había cargado pacientemente durante
veintitrés años de matrimonio. Se acordó del enorme espacio interior de la
iglesia de Ámsterdam y volvió a sentir dentro de sí el extraño, ininteligible
entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.
Estaba haciendo la maleta cuando entró
Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó a hablarle de los invitados del
día anterior, elogiando enérgicamente algunas opiniones que había oído de ellos
y condenando sarcásticamente otras.
Franz la
miró largamente y luego dijo:
— No hay
ninguna conferencia en Roma.
No entendía:
— ¿Y entonces a qué vas?
Dijo:
—Hace ya nueve meses que tengo una amante. No
quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso viajo tanto. He pensado que debías
saberlo.
Después de pronunciar las primeras palabras se
asustó; el coraje que tenía al comienzo lo abandonó. Apartó la vista para no
ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía que le iba a causar
con sus palabras.
Tras una
pequeña pausa se oyó:
—Sí, yo
también opino que debía saberlo.
La voz sonaba firme y Franz levantó la vista:
Marie-Claude no se había derrumbado. Seguía pareciéndose a aquella mujer que
ayer había dicho con voz chillona «¡qué feo es ese colgante!».
Siguió:
—Y ya que eres tan valiente para comunicarme
que hace nueve meses que me engañas, ¿podrías decirme con quién?
El siempre había pensado que no debía hacerle
daño a Marie-Claude, que tenía que valorar a la mujer que había en ella. ¿Pero
adonde había ido a parar aquella mujer que
había en Marie-Claude? Dicho de otro modo, ¿adonde había ido a parar la
imagen de su madre que él relacionaba con su mujer? La madre, su triste y
traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de
Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había
estado en ella. Se dio cuenta de aquello con repentino odio.
— No
tengo ningún motivo para ocultártelo
—dijo.
Aunque no la había herido la noticia de que le
era infiel, no dudaba de que la heriría la noticia de quién era su rival. Por
eso le habló de Sabina sin dejar de mirarla a la cara.
Poco después se reunió con Sabina en el
aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él se sentía cada vez más liviano.
Pensaba en que, después de nueve meses, por fin vivía en la verdad.
8
Sabina se sentía como si Franz hubiera forzado
la puerta de su intimidad. Como si de pronto se hubieran asomado la cabeza de
Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne, la cabeza del pintor Alan y la del
escultor que anda siempre apretándose el dedo, las cabezas de todas las
personas que conoce en Ginebra. Se convertirá, contra su voluntad, en la rival
de no sé qué mujer, que no le interesa en lo más mínimo. Franz se divorciará y
ella ocupará un lugar a su lado en la cama de matrimonio. Todos podrán
observarlo de cerca o de lejos, se verá obligada a hacer una especie de teatro;
en lugar de ser Sabina, va a tener que desempeñar el papel de Sabina e inventar
cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace público, aumenta de peso, se
convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por anticipado al imaginarse ese
peso.
Cenaron
en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.
— ¿De
verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.
Le aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa
y no sabía si debía alegrarse o no. Se acordaba de su encuentro en el
compartimiento del tren en Ámsterdam. Aquella vez tuvo ganas de caer de
rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque fuera por la fuerza y que
nunca la dejase ir. Aquella vez deseó que terminara de una vez ese peligroso
camino de traiciones. Deseó detenerse.
Ahora trataba de evocar con la mayor
intensidad posible el deseo de entonces, de invocarlo, de apoyarse en él. Era
en vano. La sensación de disgusto era más fuerte.
Regresaban al hotel andando, ya de noche. Los
italianos que pasaban junto a ellos hacían ruido, gritaban, gesticulaban, de
modo que ellos podían andar juntos sin decir palabra y no oír su propio
silencio.
Después Sabina se lavó largamente en el cuarto
de baño mientras Franz la esperaba en la cama tapado con la colcha. La
lamparita estaba encendida como siempre.
Al regresar del cuarto de baño la apagó. Fue
la primera vez que lo hizo. Franz debía haber registrado mejor aquel gesto. No
le prestó atención porque no tenía significado alguno para él. Como sabemos,
prefería cerrar los ojos cuando hacía el amor.
Y debido precisamente a aquellos, ojos
cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería ver aquellos párpados
cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el proverbio, son la ventana
del alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre encima de ella con los ojos
cerrados, era para ella un cuerpo sin alma. Parecía un cachorro que aún está
ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene sed. Franz jodiendo, con sus
hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de sus pechos.
¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si estuviera
chupeteando leche! Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y por arriba
un lactante que mamaba, de que por lo tanto estaba jodiendo con un bebé, la
ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más cómo se mueve
desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como una perra
a su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!
Sabía, por supuesto, que su decisión era el
colmo de la injusticia, que Franz es el mejor de los hombres que jamás ha
tenido, que es inteligente, que comprende sus cuadros, que es guapo, que es
bueno, pero cuanto más lo sabía, más ganas tenía de violar aquella
inteligencia, aquella bondad, de violar aquella fuerza impotente.
Aquella noche lo amó con mayor intensidad que
nunca porque la excitaba saber que era por última vez. Hacía el amor con él y
estaba ya muy lejos de allí. Volvía a oí r a lo lejos la trompeta dorada de la
traición y sabía que era una voz a la que no podría resistir. Le parecía que
había aún ante ella un enorme espacio para la libertad, y la lejanía de aquel espacio
la excitaba. Hacía el amor con Franz locamente, salvajemente, como nunca lo
había hecho con él.
Franz gemía sobre su cuerpo y estaba seguro de
entenderlo todo: Pese a que Sabina había estado callada durante la cena y no le
había dicho lo que pensaba de su decisión, ahora le respondía. Ponía de
manifiesto su alegría, su pasión, su aprobación, su deseo de vivir para siempre
con él.
Se sentía como un jinete que va montado a
caballo hacia un vacío maravilloso, hacia un vacío sin esposa, sin hija, sin
hogar, hacia un maravilloso vacío barrido por la escoba de Hércules, hacia un
maravilloso vacío que llenaría con su amor.
Ambos iban encima del otro como quien va a
caballo. Ambos iban hacia la lejanía que anhelaban. Ambos estaban unidos por la
traición que los liberaba. Franz iba en Sabina y traicionaba a su mujer, Sabina
iba en Franz y traicionaba a Franz.
9
Durante más de veinte años había visto en su
mujer a su madre, a un ser dulce al que es necesario defender; aquella idea
estaba demasiado arraigada en él como para que pudiera librarse de ella en dos
días. Al regresar a casa sintió remordimientos, tuvo miedo de que tras su
partida se hubiera derrumbado y estuviera torturada por la tristeza. Abrió
tímidamente la puerta, entró en su habitación. Se detuvo un momento en
silencio, escuchando: sí, estaba en casa. Tras un momento de duda fue a verla
para saludarla, como era su costumbre.
Alzó las
cejas con una sorpresa fingida:
-¿Has vuelto aquí? —«¿Y adonde iba a ir?» tuvo
ganas de decir (con auténtica sorpresa), pero no dijo nada. Ella continuó—:
Para que todo quede claro. No tengo nada en contra de que te traslades en
seguida a su casa.
Cuando se lo confesó todo, el día de la
partida, no tenía un plan preciso. Estaba dispuesto a discutir amistosamente al
regreso cómo hacer las cosas para causarle el menor daño posible. Pero no
contaba con que ella misma insistiese fría y obstinadamente en que se
fuese.
A pesar de que aquello le facilitaba las
cosas, no pudo evitar la decepción. Toda la vida había tenido miedo de herirla
y sólo por eso se había impuesto voluntariamente la disciplina de una monogamia
idiotizante. ¡Y al cabo de veinte años de pronto comprueba que sus reparos han
sido completamente inútiles y que se había privado de otras mujeres sólo por
culpa de un malentendido!
Por la tarde tenía una clase y de la
universidad fue directamente a casa de Sabina. Quería pedirle que le permitiese
quedarse en su casa por la noche. Llamó al timbre pero no abrió nadie. Se fue
al bar de enfrente y estuvo durante mucho tiempo mirando hacia la entrada de su
casa.
Había anochecido ya y él no sabía qué hacer.
Toda su vida había dormido con Marie-Claude en la misma cama. Si ahora
regresara a casa, ¿dónde se acostaría? Podría acostarse, por supuesto, en el
tresilío de la habitación contigua. ¿Pero no sería un gesto exagerado? ¿No
parecería una manifestación de enemistad? ¡El quiere seguir siendo amigo de su
mujer! Pero acostarse a su lado tampoco era posible. Podía oír por adelantado
su irónica pregunta: cómo no prefiere dormir en la cama de Sabina.
Por eso buscó una habitación
en un hotel.
Al día
siguiente volvió a llamar en vano a la puerta de Sabina durante todo el
día.
Al tercer día fue a ver a la portera. No sabía
nada y le indicó que se dirigiera a la propietaria de la casa, que era quien le
había alquilado el estudio a Sabina. La llamó por teléfono y se enteró de que
Sabina había rescindido el contrato dos días antes.
Fue
varios días más a ver si localizaba a Sabina en su casa hasta que un día
encontró la casa abierta, tres hombres vestidos con monos cargaban los muebles
y los cuadros en un gran camión de mudanzas aparcado delante de la casa.
Les
preguntó adonde llevaban los muebles.
Le
contestaron que tenían orden expresa de mantener en secreto la dirección.
Ya estaba a punto de ofrecerles unos cuantos
billetes para que le desvelaran el secreto, cuando de repente sintió que no
tenía fuerzas para hacerlo. La tristeza lo había paralizado por completo. No
entendía nada, no era capaz de explicarse nada, lo único que sabía era que
había estado esperando aquel momento desde el instante en que conoció a Sabina.
Había pasado lo que tenía que pasar. Franz no se resistía.
Encontró un piso pequeño en el casco antiguo.
En un momento en que sabía que no iban a estar ni la mujer ni la hija, visitó
su antiguo hogar para llevarse la ropa y los libros más importantes. Se cuidó mucho de no coger nada que pudiera
hacerle falta a Marie-Claude.
Un día la vio a través del cristal de una
cafetería. Estaba sentada con otras dos señoras y su cara, en la que una gesticulación incontrolada había marcado
hace tiempo muchas arrugas, se movía temperamentalmente. Las damas la
escuchaban y se reían sin parar. Franz tenía la impresión de que les estaba
hablando de él. Seguro que se habría tenido que enterar de que Sabina había
desaparecido de Ginebra precisamente en la misma época en que Franz decidió
irse a vivir con ella. ¡Era una historia verdaderamente cómica! No podía
extrañarse de ser objeto de diversión de las amigas de su mujer. Regresó a su piso, hasta donde llegaba cada
hora el sonido de las campanas de la iglesia de Saint-Pierre. Aquel mismo día
le habían traído la mesa de la tienda. Olvidó a Marie-Claude y a sus amigas. Y
por un momento olvidó también a Sabina. Se sentó a la mesa. Estaba contento de
haberla elegido él mismo. Había vivido veinte años rodeado de muebles que no
había elegido él. De todo se encargaba Marie-Claude. En realidad es la primera
vez que dejaba de ser un muchacho y se independizaba. Al día siguiente había
quedado con el carpintero para que le hiciese una librería. Llevaba ya varias
semanas entretenido dibujando su forma, tamaño y ubicación.
Entonces se percató con sorpresa de que no era
desdichado. La presencia física de Sabina era mucho menos importante de lo que
había supuesto. Lo importante era la huella dorada, la huella mágica que había
dejado en su vida y que nadie podría quitarle. Antes de desaparecer de su vista
tuvo tiempo de poner en sus manos la escoba de Hércules, con la cual barrió de
su vida todo lo que no quería. Aquella inesperada felicidad, aquella comodidad,
aquel placer que le producían la libertad y la nueva vida, ése era el regalo
que le había dejado.
Por lo demás, siempre prefería lo irreal a lo
real. Del mismo modo en que se sentía mejor en las manifestaciones (que como ya
he dicho son sólo teatro y sueño) que en la cátedra desde la que les daba clase
a sus alumnos, era más feliz con la Sabina que se había convertido en una diosa
invisible que con la Sabina con la que recorría el mundo y por cuyo amor temía
constantemente. Le había dado la inesperada libertad del hombre que vive solo,
le había regalado la luz de la seducción. Se había vuelto atractivo para las
mujeres; una de sus alumnas se enamoró de él.
Y así, en un período de tiempo increíblemente
breve, se transformó por completo el escenario de su vida. Hasta hacía poco
tiempo vivía en una gran casa burguesa con criada, hija y esposa, y ahora
reside en un piso pequeño del casco antiguo y su joven amante se queda a dormir
en su casa casi todos los días. No necesita recorrer con ella los hoteles de
todo el mundo y puede hacer el amor con ella en su propio piso, en su propia
cama, en presencia de sus libros y de su cenicero que está encima de la mesa de
noche.
¡La chica no era ni guapa ni fea, pero era
tanto más joven que él! Y admiraba a Franz igual que hasta hacía poco tiempo
admiraba Franz a Sabina. Aquello no era desagradable. Y si acaso podía
interpretar el haber cambiado a Sabina por una estudiante con gafas como
una pequeña degradación, su bondad era
suficiente como para que la nueva amante hubiera sido bien recibida, para que
sintiera por ella un amor paternal que antes nunca había podido satisfacer
debido a que Marie-Anne no se comportaba como una hija, sino como una segunda
Marie-Claude.
Un día
visitó a su esposa y le dijo que le gustaría volver a casarse.
Marie-Claude
hizo un gesto negativo con la cabeza.
— ¡Pero si el divorcio no va a cambiar nada!
¡No pierdes nada! ¡Te dejo todas las
propiedades!
— No se
trata de las propiedades —dijo.
—
Entonces, ¿de qué se trata?
— Del
amor —sonrió.
— ¿Del
amor? —se extrañó.
— El
amor es un combate —sonreía Marie-Claude—. Combatiré todo lo que sea necesario.
Hasta el final.
—
¿Que el amor es un combate? No tengo el menor deseo de combatir —dijo Franz y
se marchó.
10
Después de cuatro años pasados en Ginebra,
Sabina se fue a vivir a París y no era capaz de recuperarse de la melancolía.
Si alguien le hubiera preguntado qué le había pasado, no habría encontrado
palabras para explicarlo.
Un drama vital siempre puede expresarse
mediante una metáfora referida al peso. Decimos que sobre la persona cae el
peso de los acontecimientos. La persona soporta esa carga o no la soporta, cae
bajo su peso, gana o pierde. ¿Pero qué le sucedió a Sabina? Nada. Había
abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La persiguió él? ¿Se vengó?
No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la levedad. Lo que había
caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable levedad del ser. Hasta ahora, los momentos de traición la llenaban
de excitación y de alegría, porque ante ella se abría un camino nuevo y, al
final de éste, la nueva aventura de una traición. ¿Pero qué sucederá si ese
camino se acaba un buen día? Uno puede traicionar a los padres, al marido, al
amor, a la patria, pero cuando ya no hay ni padres, ni marido, ni amor, ni
patria, ¿qué queda por traicionar?
Sabina sentía a su alrededor el vacío. Pero
¿qué sucedería si ese vacío fuese precisamente el objetivo de todas sus
traiciones?
Por supuesto, hasta ahora no había sido
consciente de ello: el objetivo hacia el cual se precipita el hombre queda
siempre velado. La muchacha que desea casarse, desea algo totalmente
desconocido para ella. El joven que persigue la gloria no sabe qué es la
gloria. Aquello que otorga sentido a nuestra actuación es siempre algo
totalmente desconocido para nosotros. Sabina tampoco sabía qué objetivo se
ocultaba tras su deseo de traicionar. ¿Es su objetivo la insoportable levedad
del ser? Al abandonar Ginebra se le acercó considerablemente.
Llevaba ya tres años en París cuando recibió
una carta de Praga. La escribía el hijo de Tomás. De algún modo se había
enterado de su existencia, había conseguido su dirección y se dirigía a ella
como a «la amiga más próxima» de su padre. Le comunicaba la muerte de Tomás y
Teresa. Al parecer habían pasado los últimos años en un pueblo donde Tomás
trabajaba como conductor de un camión. Solían ir de cuando en cuando a la
ciudad más próxima y pasaban la noche allí en un hotel barato. El camino
serpenteaba por los montes y el camión en el que iban se precipitó por una
escarpada ladera. Sus cuerpos quedaron
totalmente destrozados. La policía comprobó posteriormente que los frenos
estaban en un estado catastrófico.
Era incapaz de sobreponerse a aquella noticia.
El último vínculo que aún la ataba al pasado quedaba truncado.
Siguiendo su antigua costumbre pensó en
calmarse paseando por un cementerio. El que estaba más próximo era el
cementerio de Montparnasse. Se componía de una serie de casitas estrechas, de
capillitas en miniatura construidas encima de cada tumba. Sabina no entendía
por qué los muertos querían tener encima estas imitaciones de palacios. Aquel
cementerio era la soberbia convertida en piedra. En lugar de haberse vuelto más
razonables después de muertos, los habitantes del cementerio eran aún más
necios que cuando vivos. Exhibían su importancia en esos monumentos. Los que
descansaban ahí no eran padres, hermanos, hijos o abuelitas, sino dignatarios y
hombres públicos, portadores de títulos, distinciones y honores; hasta los
empleados de correos exponían aquí a la admiración pública su posición, su
importancia social —su dignidad.
Paseando a lo largo de la alameda del
cementerio vio que estaban enterrando a alguien en aquel preciso momento. El
jefe de ceremonias llevaba un gran ramo de flores y entregaba a cada uno de los
deudos una flor. También le dio una a Sabina. Ella se sumó a los demás. Dieron
un rodeo alrededor de muchos mausoleos hasta llegar a una tumba a la que le
habían quitado la lápida. Se inclinó sobre el foso. Era profundísimo. Dejó caer
la flor. Fue describiendo pequeños círculos hasta llegar al ataúd. En Bohemia
las tumbas no son tan profundas. En París las tumbas son tan profundas como
altas las casas. Su mirada cayó sobre la lápida que yacía a un costado de la
tumba. Aquella lápida le dio pánico, de modo que se dio prisa por volver a
casa.
Se pasó
el día pensando en aquella lápida. ¿Por qué la había asustado tanto?
Se
respondió: Si una tumba está cubierta por una lápida, el muerto ya nunca podrá
salir.
Pero si
el muerto nunca sale, ¿no da lo mismo que esté cubierto de tierra o de
piedra?
No da lo mismo: Cuando cubrimos la tumba con
una piedra, significa que no queremos que el muerto regrese. La pesada lápida
le dice al muerto: «¡Quédate donde estás!».
Sabina se acuerda de la tumba de su padre.
Encima del ataúd hay tierra, de la tierra crecen flores y el arce estira sus
raíces hacia el ataúd, de modo que podemos imaginarnos que, a través de esas
raíces y esas flores, sale de la tumba. Si su padre hubiese estado cubierto por
una lápida, nunca hubiera podido ir a hablar con él después de su muerte, nunca
hubiera podido oír en la corona del árbol su voz que la perdonaba.
¿Qué
aspecto tendrá el cementerio donde yacen Teresa y Tomás?
Volvió a pensar en ellos. Solían ir a la
ciudad más próxima a pasar la noche en el hotel que allí había. Aquel párrafo
de la carta llamó su atención. Indicaba que eran felices. Volvió a ver a Tomás
como si fuera uno de sus cuadros: delante, Don Juan como un decorado falso
pintado por un pintor ingenuo; a través de una grieta en el decorado, podía
verse a Tristán. Había muerto como Tristán, no como Don Juan. Los padres de
Sabina murieron en una misma semana. Tomás y Teresa en un mismo instante.
Sintió nostalgia de Franz.
En cierta ocasión, le había hablado de sus
paseos por los cementerios, se estremeció de asco y dijo que los cementerios
eran depósitos de huesos y piedras. En ese momento se abrió entre ellos un
abismo de incomprensiones. Hasta hoy, en Montparnasse, no había entendido qué
quería decir. Le da pena haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran
permanecido más tiempo juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras
que decían. Sus vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente
como unos amantes muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera
empezado a fundirse con la música del otro. Pero ya es tarde.
Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará
en París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le
pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea
de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.
11
Todos los amigos de Franz sabían de
Marie-Claude y todos sabían de su estudiante con grandes gafas. Pero de quien
no sabían era de Sabina. Franz se equivocaba al pensar que su esposa hablaba de
ella con sus amigas. Sabina era una mujer hermosa y Marie-Claude no quería que
la gente comparara mentalmente la cara de las dos.
El temía que los descubriesen y por eso nunca
tuvo ningún cuadro suyo, ningún dibujo, ni siquiera una pequeña fotografía. De
modo que desapareció de su vida sin dejar huella. No existían pruebas tangibles
de que hubiera pasado con ella el mejor año de su vida.
Por eso
le gustaba aún más serle fiel.
Cuando se quedan solos en la habitación, su
joven amante levanta a veces la vista del libro y le mira inquisitivamente:
«¿En qué piensas?», pregunta.
Franz está sentado en el sillón y tiene los
ojos fijos en el techo. Cualquiera que sea la respuesta que le dé, seguro que
piensa en Sabina.
Cuando publica algún trabajo en una revista
especializada, su estudiante es la primera lectora y quiere discutirlo con él.
Pero él piensa en qué diría Sabina si lo leyese. Todo lo que hace lo hace para
Sabina y lo hace de modo que le guste a Sabina.
Es
una infidelidad muy inocente, como hecha a medida para Franz, que nunca sería
capaz de hacerle daño a la estudiante de las gafas. El culto a Sabina era para
él más una cuestión de religión que de amor.
Además, de la teología de esa religión se
desprende que su joven amante le ha sido enviada por Sabina. Por eso entre su
amor terrenal y su amor celestial reina una paz absoluta. Y si el amor
celestial contiene necesariamente (por ser celestial) una elevada proporción de
elementos inexplicables e incomprensibles (recordemos el diccionario de
palabras incomprendidas, ¡esa larga lista de malentendidos!), su amor terrenal
está basado en una verdadera comprensión.
La estudiante es mucho más joven que Sabina,
la composición musical de su vida está apenas esbozada y en ella incluye,
agradecida, motivos tomados de Franz. La Gran Marcha de Franz también es su
credo. La música es para ella una embriaguez dionisíaca, igual que para él. Van
con frecuencia a bailar. Viven en la verdad, nada de lo que hacen ha de ser
secreto para nadie. Frecuentan la compañía de amigos, compañeros y hasta
personas desconocidas, disfrutan estando, bebiendo y charlando con ellos. Con
frecuencia hacen excursiones a los Alpes. Franz se agacha, la muchacha salta
sobre su espalda y él corre llevándola
por los prados y recitando a gritos un largo poema alemán que le enseñó su mamá
cuando era niño. La muchacha se ríe, se abraza a su cuello y admira sus
piernas, su espalda y su torso.
Lo único que a ella se le escapa es la
particular simpatía que siente Franz por ese país ocupado por los rusos. En el
aniversario de la ocupación, una especie de sociedad checa de Ginebra organiza
una celebración conmemorativa. En la sala hay poca gente. El orador tiene el
pelo cano ondulado, de peluquería. Lee un largo discurso que aburre hasta a los
pocos entusiastas que han ido a oírlo. Habla en un francés sin faltas pero con
un acento terrible. De vez en cuando, para subrayar una idea, levanta el dedo
índice, como si amenazara a la gente que está en la sala.
La chica de las gafas está sentada al lado de
Franz, tratando de no bostezar. En cambio Franz sonríe feliz. Mira al hombre de
pelo cano, que le resulta simpático con su curioso dedo índice y todo. Le
parece que ese hombre es un mensajero secreto, un ángel, que mantiene la
comunicación entre él y su diosa. Cierra los ojos tal como los cerraba encima
del cuerpo de Sabina en quince hoteles europeos y uno norteamericano.
Cuarta
Parte
El alma y el cuerpo
1
Teresa, a la una y media de la mañana, se
metió en el cuarto de baño, se puso el pijama y se acostó junto a Tomás.
Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo notó en su pelo un perfume
extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo olfateó como un perro y
entonces comprendió: era el olor de un sexo de mujer.
A las seis sonó el despertador. Era la hora de
Karenin. Se despertaba mucho antes que ellos, pero no se atrevía a molestarlos.
Esperaba impaciente al campanilleo que le daba derecho a saltar encima de la
cama, pisarlos y empujarlos con la cabeza. Hace mucho tiempo trataron de
impedírselo, echándolo de la cama, pero él fue más testarudo que ellos y al
final conquistó sus derechos. Además ella había llegado últimamente a la
conclusión de que era agradable que Karenin la invitara a empezar el día. Para
él el momento de despertarse era pura felicidad: se extrañaba ingenua y
tontamente de estar otra vez entre los vivos y se alegraba sinceramente de
ello. Ella, en cambio, se despertaba con una sensación de desagrado, deseando
que la noche continuase para no abrir los ojos.
Ahora estaba en el vestíbulo mirando hacia el
perchero del que colgaba la correa con el collar. Ella se lo abrochó al cuello
y se fueron juntos a la tienda. Compró leche, pan, mantequilla y, como siempre,
un panecillo para él. Al volver, el perro iba a su lado con el panecillo en la
boca. Miraba con orgullo y seguramente le sentaba muy bien que la gente se
fijase en él e hiciese comentarios.
Al llegar a casa se acostaba con el panecillo
a la entrada de la habitación, esperando que Tomás lo viese, se agachase,
empezase a gruñir y a fingir que quería robarle el pan. Aquello se repetía
todos los días: se perseguían por toda la casa por lo menos durante cinco
minutos, hasta que Karenin se metía debajo de la mesa y engullía rápidamente el
panecillo.
Pero esta vez sus exigencias de que la
ceremonia matinal se llevase a cabo fueron vanas. Tomás tenía en la mesa un
pequeño transistor y lo escuchaba.
2
En la radio emitían un programa sobre la
emigración checa. Era un montaje de conversaciones privadas grabadas en secreto
por algún espía checo que se había infiltrado entre los emigrantes y después
había regresado a Praga con gran revuelo. Eran conversaciones sin importancia
en las que a veces se oía alguna palabra fuerte sobre el régimen de ocupación,
pero también frases en las que un emigrante le llamaba a otro idiota o
estafador. Eran precisamente estas frases las que ocupaban la parte principal
del reportaje: pretendían demostrar no sólo que las personas en cuestión hablan
mal de la Unión Soviética (lo cual no hubiera indignado a nadie en Bohemia),
sino que además se calumnian mutuamente y que para ello emplean palabras
groseras. Es curioso, la gente emplea palabras groseras de la mañana a la noche
pero, cuando oye hablar por la radio a una persona conocida, a la que aprecia,
utilizando la palabra «mierda» en cada frase, se siente decepcionada.
— Esto
empezó con Prochazka —dijo Tomás y siguió escuchando.
Jan Prochazka fue un novelista checo, un
hombre de cuarenta años con la vitalidad de un toro, que antes ya de 1968
empezó a criticar en voz muy alta la situación política. Era uno de los hombres
más populares de la primavera de Praga, de aquella vertiginosa liberalización
del comunismo que acabó con la invasión rusa. Poco después empezó el acoso contra
él en todos los periódicos, pero cuanto más lo acosaban, más lo quería la
gente. Por eso la radio empezó (en 1970) a emitir un serial con conversaciones
que Prochazka había mantenido dos años antes (o sea en la primavera de 1968)
con el profesor Vaclav Cerny. ¡Ninguno de los dos sospechaba entonces que en la
casa del profesor hubiera un sistema secreto de escucha y que cada paso que
daban estuviera vigilado! Prochazka divertía a sus amigos con hipérboles y
exageraciones. Ahora esas exageraciones podían oírse en forma de serial por la
radio. La policía secreta, que era la que dirigía el programa, había subrayado
cuidadosamente los párrafos en los que el novelista se reía de sus amigos, por
ejemplo de Dubcek. La gente, aunque aprovecha cualquier oportunidad para hablar
mal de sus amigos, se indignaba más con su querido Prochazka que con la policía
secreta. Tomás apagó la radio y
dijo:
— La policía secreta existe en todo el mundo.
¡Pero que se permita emitir públicamente sus grabaciones por la radio, eso no
existe más que en Bohemia! ¡Eso no tiene punto de comparación!
-Sí lo tiene -dijo Teresa-.
Cuando yo tenía catorce años, escribía en secreto mi diario. Tenía pavor de que
alguien lo leyese. Lo guardaba en el desván. Mi madre lo localizó. Un día a la
hora de comer, mientras estábamos tolos inclinados sobre el plato de sopa, lo
sacó del bolsillo y dijo: «¡Prestad todos atención!» y lo leyó, y a cada frase
se partía de risa. Todos se reían tanto que no podían ni comer.
3
Siempre trataba de convencerla de que le
dejara desayunar solo y siguiera durmiendo. No dio su brazo a torcer. Tomás
trabajaba desde las siete hasta las cuatro y ella desde las cuatro hasta
medianoche. Si no desayunase con él, no hubieran podido charlar más que los
domingos. Por eso se levantaba a la misma hora que él y, cuando se marchaba,
volvía a acostarse y seguía durmiendo.
Pero esta vez tenía miedo de quedarse dormida porque a las diez quería
ir a la sauna en los baños de la isla de Zofín. Había muchos candidatos, poco
sitio y la única manera de entrar era con enchufe. Por suerte, la que vendía
las entradas era la mujer de un profesor al que habían echado de la
universidad. El profesor era amigo de un antiguo paciente de Tomás. Tomás se lo
dijo al paciente, el paciente se lo dijo al profesor, el profesor sé lo dijo a
su mujer y Teresa tenía siempre, una vez por semana, una entrada
reservada.
Iba a pie. Odiaba los tranvías permanentemente
repletos, en los que los pasajeros se apretujaban en abrazos llenos de odio, se
pisaban los pies, se arrancaban los botones de los abrigos y se gritaban
insultos.
Lloviznaba. Los apresurados peatones abrían
los paraguas y en un momento la acera estuvo repleta. Los paraguas chocaban
unos contra otros. Los hombres eran amables y, cuando pasaban junto a Teresa,
levantaban la empuñadura del paraguas por encima de la cabeza para que pudiera
pasar. Pero las mujeres no se apartaban. Miraban hacia delante con dureza y
cada una de ellas esperaba que la otra reconociese su debilidad y retrocediese.
El encuentro entre paraguas era una prueba de fuerzas. Teresa al principio se
apartaba, pero cuando comprendió que su amabilidad nunca era correspondida,
cogió el paraguas con la misma firmeza que las demás. Varias veces chocó violentamente
contra el paraguas de enfrente, pero nadie dijo «disculpe». Por lo general
nadie decía nada, dos o tres veces oyó decir «¡imbécil!» o «¡mierda!».
Entre las mujeres que iban armadas de paraguas
las había jóvenes y viejas, pero las más decididas luchadoras eran precisamente
las jóvenes. Teresa recordó los días de la invasión. Las muchachas con
minifaldas llevaban mástiles con banderas nacionales. Aquél era un atentado
sexual contra los soldados, mantenidos durante varios años en régimen de abstinencia.
Debían sentirse en Praga como en un planeta inventado por un autor de ciencia
ficción, un planeta de mujeres increíblemente elegantes que demostraban su
desprecio subidas a unas piernas largas y hermosas como no se habían visto en
toda Rusia durante los cinco o seis últimos siglos.
Hizo entonces muchas fotos de aquellas mujeres
jóvenes con los tanques al fondo. ¡Las admiraba! Y precisamente esas mismas
mujeres eran las que chocaban hoy con ella, insolentes y malvadas. En lugar de
banderas llevaban paraguas, pero los llevaban con el mismo orgullo. Estaban
dispuestas a luchar contra un ejército enemigo con la misma obstinación que
contra un paraguas que no está dispuesto a cederles el paso.
4
Llegó hasta la plaza de la Ciudad Vieja, con
la severa iglesia de Tyn y las casas barrocas formando un cuadrilátero
irregular. El antiguo Ayuntamiento del siglo catorce, que alguna vez ocupó todo
un lado de la plaza, llevaba ya veintisiete años en ruinas. Varsovia, Dresden,
Colonia, Budapest fueron terriblemente destruidas en la última guerra, pero sus
habitantes volvieron después a edificarlas y reconstruyeron generalmente con
todo cuidado los viejos barrios históricos. Los praguenses se sentían
acomplejados ante esas ciudades. El único edificio famoso que la guerra les
destruyó fue el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. Decidieron dejarlo en ruinas
como eterno recuerdo para que ningún polaco o alemán pudiera echarles en cara
que habían padecido poco. Ante las gloriosas ruinas, que debían ser un eterno
alegato contra la guerra, habían construido con tubos metálicos la tribuna para
alguna manifestación a la que el partido comunista había mandado ir ayer, o
mandaría ir mañana, a los habitantes de Praga.
Teresa observaba el Ayuntamiento derruido
cuando de pronto le recordó a su madre: aquella perversa necesidad de mostrar
sus escombros, de vanagloriarse de su fealdad, de mostrar su miseria, de
desnudar el muñón de la mano amputada y obligar a todo el mundo a mirarlo.
Últimamente todo le recuerda a la madre. Le parece que el mundo de la madre,
del que escapó hace diez años, regresa a ella y la rodea por todas partes. Por
eso había hablado por la mañana de cuando la madre leyó a la hora del almuerzo
su diario íntimo ante la familia divertida. Cuando una conversación privada
ante una botella de vino se emite públicamente por la radio, ¿qué explicación
puede darse sino la de que el mundo entero se ha convertido en un campo de
concentración?
Teresa utilizaba aquella palabra desde la
infancia cuando quería explicar la impresión que le producía la vida en su
familia. El campo de concentración es un mundo en el que las personas viven
permanentemente juntas, de día y de noche. La crueldad y la violencia no son
más que rasgos secundarios (y no imprescindibles). El campo de concentración es
la liquidación total de la vida privada. Prochazka, que no podía charlar
tranquilamente con su amigo, junto a una botella de vino, en la intimidad,
vivía (¡sin saberlo, ése fue su fatal error!) en un campo de concentración.
Teresa vivía en un campo de concentración cuando estaba en casa de su madre.
Desde entonces sabe que el campo de concentración no es algo excepcional, digno
de asombro, sino, por el contrario, algo dado de antemano, básico, en lo que el
hombre nace y de lo que sólo logra huir poniendo en juego todas sus fuerzas.
5
En tres bancos ubicados uno más alto que el
otro, en forma de terraza, estaban sentadas las mujeres, tan juntas unas de
otras que se tocaban. Al lado de Teresa sudaba una señora de unos treinta años
con una cara muy bella. De los hombros le colgaban dos pechos increíblemente
grandes, que se balanceaban al menor movimiento. La señora se levantó y Teresa
comprobó que su trasero se parecía a dos enormes bolsas y que no guardaba
relación alguna con la cara.
Es posible que aquella mujer también se mire
con frecuencia al espejo, que observe su cuerpo y quiera entrever a través de
él su alma, tal como lo intenta Teresa desde la infancia. Seguro que alguna vez
ha creído ingenuamente que podría utilizar el cuerpo como reclamo del alma.
Pero ¡cuan monstruosa tenía que ser el alma que se pareciera a ese cuerpo, a
ese colgador con cuatro bolsas!
Teresa se levantó y fue a ducharse. Después
salió al exterior. Seguía lloviznando. Se detuvo encima de un tablero de madera
bajo el cual fluía el Moldava, eran unos cuantos metros cuadrados en los que
una alta valla de madera defendía a las damas de las miradas de la ciudad. Miró
hacia abajo y
vio en la superficie del río
la cara de la mujer en la que había estado pensando poco antes.
La mujer le sonreía. Tenía una nariz delicada,
grandes ojos castaños y una mirada infantil. Subió por la escalerilla y, bajo
el tierno rostro, volvieron a aparecer las dos bolsas que se balanceaban y
esparcían a su alrededor pequeñas gotas de agua fría.
6
Entró a
vestirse. Estaba ante un gran espejo.
No, en su cuerpo no había nada monstruoso. No
tenía bolsas colgantes bajo los hombros, sino unos pechos bastante pequeños. La
madre se reía de ella porque no eran debidamente grandes, de modo que tenía
complejos, de los que no se libró hasta conocer a Tomás. Pero, aunque hoy era
capaz de aceptar su tamaño, le molestaban los grandes círculos demasiado
oscuros que rodeaban los pezones. Si hubiera podido diseñar su propio cuerpo,
tendría unos pezones poco llamativos, tiernos, que apenas atravesaran la cúpula
de los pechos y que por su color apenas se diferenciaran del resto de la piel.
Aquella gran diana de color rojo intenso le daba la impresión de haber sido
pintada por un pintor de pueblo con la pretensión de hacer arte erótico para
los pobres.
Se miraba y se imaginaba qué sucedería si su
nariz aumentase un milímetro diario. ¿Cuántos días tardaría su cara en no
parecerse a sí misma?
Y si las distintas partes de su cuerpo
empezasen a aumentar y disminuir de
tamaño hasta que Teresa dejase por completo de parecerse a sí misma,
¿seguiría siendo; ella misma, seguiría siendo Teresa?
Claro. Aunque Teresa no se pareciese en nada a
Teresa, su alma, dentro, seguiría siendo la misma y lo único que ocurriría es
que observaría con asombro lo que le pasaba al cuerpo.
Pero entonces ¿qué relación hay entre Teresa y
su cuerpo? ¿Tiene su cuerpo algún derecho al nombre de Teresa? Y si no tiene
derecho, ¿a qué se refiere el nombre? ¿Sólo a algo incorpóreo, inmaterial?
(Estas son las preguntas que le dan vueltas en
la cabeza a Teresa desde la infancia. Y es que las preguntas verdaderamente
serias son aquéllas que pueden ser formuladas hasta por un niño. Sólo las
preguntas más ingenuas son verdaderamente serias. Son preguntas que no tienen
respuesta. Una pregunta que no tiene respuesta es una barrera que no puede
atravesarse. Dicho de otro modo: precisamente las preguntas que no tienen
respuesta son las que determinan las posibilidades del ser humano, son las que
trazan las fronteras de la existencia del hombre.)
Teresa está ante el espejo como hechizada y
mira su cuerpo como si fuera ajeno; ajeno y sin embargo adjudicado precisamente
a ella. Aquel cuerpo no tenía fuerzas suficientes como para ser el único cuerpo
en la vida de Tomás. Aquel cuerpo la había decepcionado y traicionado. ¡Hoy tuvo
que estar toda la noche oliendo
en su pelo el perfume del sexo de una mujer extraña!
De pronto tiene ganas de despedir a ese cuerpo
como a una criada. ¡Permanecer junto a Tomás sólo como alma y que el cuerpo
saliera a recorrer el mundo para comportarse allí tal como otros cuerpos
femeninos se comportan con los cuerpos masculinos! Si su cuerpo no es capaz de
convertirse en el único cuerpo para Tomás y si ha perdido la batalla más
importante de su vida, ¡que se vaya!
7
Regresó a casa, almorzó sin ganas, de pie en
la cocina. A las tres y media le puso el collar a Karenin y se fue con él (otra
vez andando) al barrio donde estaba su hotel. Trabajaba allí de camarera en el
bar desde que la echaron de la revista. Fue unos meses después de su regreso de
Zurich; no le perdonaron los siete días que estuvo fotografiando a los tanques
rusos. Consiguió aquel puesto gracias a la ayuda de unos amigos: se refugiaron
allí junto a ella otras personas a las que habían echado entonces del trabajo.
En la caja había un antiguo profesor de teología; en recepción, un embajador.
Volvía a temer por sus piernas. Antes, cuando
trabajaba en el restaurante de la pequeña ciudad, veía con horror los muslos de
sus compañeras, llenos de varices. Era la enfermedad de todas las camareras,
obligadas a pasar la vida andando, corriendo o de pie y llevando una pesada
carga. Ahora el trabajo era más cómodo que antes en la pequeña ciudad. Pese a
que antes de empezar su turno tenía que cargar con los pesados cajones de
cerveza y agua mineral, luego ya no tenía otro trabajo que permanecer tras la
barra, servir licores a los clientes y limpiar entre tanto los vasos en una
pequeña pila instalada a un costado del bar. Karenin yacía durante todo el
tiempo pacientemente a sus pies.
Cuando terminaba de sacar las cuentas y le
llevaba el dinero al director del hotel, era ya bastante más de medianoche.
Después iba a despedirse del embajador que tenía el servicio nocturno. Detrás
del alargado mostrador de la recepción había una puerta que conducía a una
pequeña habitación en la que había una cama estrecha en la que podía echar una
cabezada. Encima de la cama había unas fotografías enmarcadas: en todas
aparecía él con otras personas que sonreían al objetivo o le daban la mano o
estaban sentadas a su lado tras una mesa y firmaban algo. Algunas de las
fotografías estaban provistas de firma y dedicatoria. En lugar destacado
colgaba una foto en la cual, junto a la cabeza del embajador, sonreía la cara
de John F. Kennedy.
Esta vez el embajador no charlaba con el
presidente de los Estados Unidos, sino con un desconocido de unos sesenta años
que dejó de hablar al ver a Teresa.
— Es una amiga —dijo el embajador—, puedes
hablar con tranquilidad —después se dirigió a Teresa—: Acaban de condenar a su
hijo a cinco años.
Se enteró de que el hijo del sexagenario había
estado vigilando, en los primeros días de la ocupación, la entrada de un
edificio en el que se alojaba un servicio especial del ejército soviético.
Estaba claro que los checos que salían de allí eran agentes al servicio de los
rusos. Les seguía junto con sus amigos, identificaba las matrículas de sus
coches y les pasaba la información a los redactores de la emisora ilegal checa,
que advertía de ello a la población. A uno de los agentes le dieron una paliza
con la ayuda de los amigos.
El
sexagenario dijo:
-Esta
fotografía fue el único cuerpo del delito. Lo negó todo hasta que se la
enseñaron.
Sacó del
bolsillo de la chaqueta un recorte:
—Salió
en el «Times», en el otoño de 1968.
En
la foto había un joven que cogía a un hombre por el cuello. La gente lo miraba.
Debajo de la foto decía: castigo al colaboracionista.
Teresa
suspiró con alivio. No, la fotografía no era suya.
Después se fue a casa con Karenin, andando por
la Praga nocturna. Pensaba en los días que había pasado fotografiando los
tanques. Qué ingenuos, pensaban que estaban arriesgando la vida por la patria
y, sin saberlo, trabajaban para la policía rusa.
Llegó a
casa a la una y media. Tomás ya dormía. Su pelo olía a sexo de mujer.
8
¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es
un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un
acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca
nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito
sin garantía.
Teresa está detrás de la barra y los clientes
a los que sirve bebidas, coquetean con ella. ¿Le desagrada esa permanente marea
de piropos, frases ambiguas, anécdotas, ofrecimientos, sonrisas y miradas? En
absoluto. Siente un deseo irrefrenable de que su cuerpo (ese cuerpo extraño que
debería irse a recorrer el mundo) se exponga a ese oleaje.
Tomás siempre ha pretendido convencerla de que
el amor y la sexualidad son dos cosas distintas. Nunca quiso entenderlo. Ahora
está rodeada de hombres por los que no siente la menor simpatía. ¿Qué pasaría
si hiciese el amor con ellos? Tiene ganas de hacer la prueba, al menos en esa
forma de promesa sin garantías a la que se llama coquetería.
Para que no haya confusiones: No pretende
tomarse la revancha con Tomás. Lo que quiere es encontrar una salida al
laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga para él: se toma las cosas
demasiado en serio, por cualquier cosa hace una tragedia, no es capaz de
comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera
aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!
Si para otras mujeres la coquetería es una
segunda naturaleza, una rutina sin importancia, para Teresa se ha convertido en el punto clave de una
importante investigación que tiene por objeto enseñarle de qué es capaz. Pero
precisamente por ser para ella algo tan importante y serio, su coquetería
carece de levedad, es forzada,
voluntaria, exagerada. El
equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que reside
precisamente el virtuosismo en la coquetería!) queda roto. Promete con
demasiado fervor, sin dejar suficientemente clara la falta de garantías de la
promesa. En otras palabras, le parece a todo el mundo excepcionalmente
accesible. Y cuando los hombres reclaman después el cumplimiento de lo que a su
juicio les fue prometido, topan con una violenta resistencia que no pueden explicarse
más que suponiendo que Teresa es mala y taimada.
9
En una banqueta vacía junto a la barra se
sentó un chico que tendría unos dieciséis años. Dijo unas cuantas frases
provocativas que quedaron en la conversación como queda en un dibujo un trazo
equivocado que ni se puede borrar ni puede prolongarse.
— Tiene
unas piernas preciosas —le dijo.
Ella le
respondió cortante:
— No se
cómo hace para verlas a través de la barra.
— Se las vi en la calle —explicó, pero en ese
momento ella ya no le prestaba atención y se dedicaba a atender a otro cliente.
El le
pidió que le sirviera un coñac. Ella se negó.
—Tengo
ya dieciocho años —protestó.
—
Entonces, enséñeme su documentación —dijo Teresa.
— No se
la enseño —dijo el chico.
—
Entonces, tómese un zumo —dijo Teresa.
El chico se levantó sin decir palabra de la
banqueta del bar y se marchó. Al cabo de media hora regresó y volvió a sentarse
junto a la barra. Sus gestos eran desmedidos y olía a alcohol a tres metros de
distancia.
— Una
limonada —dijo.
— ¡Está
borracho! —dijo Teresa.
El chico señaló hacia un letrero impreso
colgado en la pared, detrás de Teresa: Prohibido
servir bebidas alcohólicas a los menores de dieciocho años.
— Está prohibido que me sirva bebidas
alcohólicas —dijo señalando a Teresa con un amplio gesto de la mano—, pero lo
que no dice en ningún sitio es que yo no pueda estar borracho.
— ¿Dónde
se ha puesto usted así? —preguntó Teresa.
— En el
bar de enfrente —se rió y volvió a pedir su limonada.
—
Entonces, ¿por qué no se quedó allí?
— Porque
quiero verla —dijo el chico—. ¡Estoy enamorado de usted!
Lo dijo con una extraña mueca en la cara.
Teresa no comprendía: ¿se ríe de ella?, ¿coquetea?, ¿bromea?, ¿o simplemente
está borracho y no sabe lo que dice?
Le puso una limonada y dedicó su atención a
los demás clientes. La frase «estoy enamorado de usted» parecía haber agotado
al muchacho. Ya no dijo nada más, dejó silenciosamente su dinero encima de la
barra y desapareció sin que Teresa lo advirtiera.
Pero en
cuanto se fue, se encaró con ella un calvo bajito que llevaba ya tres vodkas:
—
Señora, usted sabe perfectamente que a los menores no se les puede servir
alcohol.
— ¡Si no
le di nada! ¡Sólo limonada!
— ¡Me
fijé perfectamente en lo que le ponía en la limonada!
— Pero
¿qué dice? —gritó Teresa.
— Otra
vodka —dijo el calvo y añadió—: Hace tiempo que la vengo observando.
— Entonces, aproveche que le dejan mirar a una
mujer guapa y cierre el pico —respondió un hombre alto que se había acercado a
la barra poco antes y había estado observando la escena.
— ¡Usted
no se meta! ¡Esto no tiene nada que ver con usted! —gritó el calvo.
— Pues a
ver si me explica qué tiene usted que ver con esto.
Teresa
le sirvió al calvo la vodka que había pedido. Se la bebió de un trago, pagó y
se marchó.
— Muchas
gracias —le dijo Teresa al hombre alto.
— No tiene importancia —dijo el hombre
alto y también se marchó.
10
Unos días más tarde volvió a aparecer por el
bar. Al verle le sonrió como a un viejo amigo:
—Tengo que darle otra vez las gracias. Ese calvo viene aquí con
frecuencia y es muy desagradable.
—
Olvídese de él.
— ¿Por
qué se habrá metido conmigo?
— Es un
pobre borracho. Se lo ruego una vez más: olvídese de él.
— Si
usted me lo pide, entonces me olvidaré.
El
hombre alto la miró a los ojos:
—
Prométamelo.
— Se
lo prometo.
— Es
precioso oírla decir que me lo promete —dijo el hombre y siguió mirándola a los
ojos.
La coquetería estaba presente: un
comportamiento que pretende comunicarle al otro que la aproximación sexual es
posible, aunque al mismo tiempo esa aproximación sea sólo teórica y sin
garantías.
—
¿Cómo es posible que en el barrio más feo de Praga se encuentre uno con una mujer como usted?
Y
ella:
— ¿Y
usted? ¿Qué hace usted en el barrio más feo de Praga?
Le dijo que no vive lejos de allí, que es
ingeniero y que se detuvo allí la primera vez por pura casualidad al volver del
trabajo.
11
Estaba mirando a Tomás, pero su mirada no iba
dirigida a sus ojos, sino, diez centímetros más arriba, a su pelo que olía a
sexo ajeno. Decía:
— Tomás, ya no puedo soportarlo. Yo sé que no
tengo derecho a quejarme. Desde que volviste a Praga, por mi culpa, me he
prohibido a mí misma tener celos. No quiero tener celos, pero no tengo fuerza, suficiente para impedirlo. ¡Por favor,
ayúdame!
La cogió del brazo y la llevó hasta el parque
al que, años atrás, solían ir a pasear. Los bancos eran azules, amarillos,
rojos. Se sentaron en uno de ellos y Tomás dijo:
— Te
comprendo. Sé lo que quieres. Está todo preparado. Ahora irás a la colina de
Petrin.
De
repente se sintió angustiada:
— ¿A
Petrin? ¿Por qué a Petrin?
—
Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo.
Le pesaba terriblemente tener que ir; su
cuerpo estaba tan débil que no podía levantarse del banco. Pero era incapaz de
desobedecer. Se incorporó con esfuerzo.
Miró a su alrededor. Seguía sentado en el
banco y le sonreía casi con alegría. Le hizo con la mano un gesto que pretendía
animarla a que fuera.
12
Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina
verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie.
Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de
praguen-ses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan
silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al
regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos
puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia
las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo.
Llegó hasta la cima. Más allá de los quioscos
de helados, postales y dulces (en los que no había ningún vendedor) se extendía
el césped con unos pocos árboles. En el césped había unos hombres. Cuanto más
se acercaba a ellos, más despacio iba. Eran seis. Estaban quietos o se paseaban
muy lentamente, como jugadores en un campo de golf, que examinan el terreno,
sopesan los palos y procuran estar en forma antes de empezar el partido.
Llegó
hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que
desempeñaban allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran
hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran
quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.
Los otros tres irradiaban una indulgente
afabilidad. Uno de ellos llevaba en la mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo
un gesto afirmativo y sonriente:
— Sí,
éste es el sitio.
Lo
saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.
El
hombre añadió:
— Para
que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?
Hubiera sido fácil decirle «¡no, no es a
petición mía!», pero era incapaz de imaginar que pudiera decepcionar a
Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a casa?
De modo que dijo:
— Sí.
Por supuesto. Es a petición mía.
El
hombre del fusil continuó:
— Para que sepa por qué se lo pregunto, esto
sólo lo hacemos si tenemos la seguridad de que las personas que vienen son
ellas mismas las que desean expresamente morir. El servicio es sólo para ellas.
Miró a
Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle:
— No, no
tema. Es a petición propia.
— ¿Le
gustaría ser la primera? —preguntó.
Quería
postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:
— No, no
por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.
— Como
quiera —dijo, y se reunió con los demás.
Sus dos ayudantes iban desarmados y sólo
estaban allí para atender a la gente que había venido a morir. Los cogían del
brazo y paseaban con ellos por el césped. El parque era muy amplio y se
extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban a ser ejecutados podían
elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor y no acertaban a
decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero el tercero siguió
hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado para su muerte. El
ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó pacientemente hasta que el
hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando y se detuvo junto a un
robusto arce.
Después
los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.
Y así quedaron sobre el extenso parque tres
hombres de espaldas a tres árboles, cada uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta
hacia el cielo.
El hombre del fusil apuntó y disparó. No se
oyó sino el canto de los pájaros. El fusil tenía silenciador. Sólo se vio cómo
el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.
Sin alejarse del sitio en el que estaba, el
hombre del fusil se volvió en otra dirección y uno de los hombres que estaban
apoyados en los plátanos se derrumbó en un silencio absoluto y unos momentos
más tarde (el hombre del fusil no hizo más que girar otra vez sin moverse de su
sitio) cayó en el césped el tercer ejecutado.
13
Uno de los ayudantes se acercó en silencio a
Teresa. Llevaba en la mano una venda de color azul oscuro.
Comprendía
que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:
-No,
quiero verlo todo.
Pero aquél no era el verdadero motivo de su
rechazo. No tenía nada en común con esos héroes decididos a mirar valientemente
a los ojos al pelotón de fusilamiento. Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el
momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la muerte, de la cual no existe
camino de regreso alguno.
El hombre no insistió y la cogió del brazo. Y
fueron así por el extenso parque y Teresa no era capaz de decidirse por ningún
árbol. Nadie la obligaba a apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no
tenía escapatoria. Cuando vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo.
Apoyó la espalda contra el tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado
por el sol y a lo lejos oía el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en
ella sonaran miles de violines.
El
hombre levantó el fusil.
Teresa sintió que su coraje se agotaba. Su
debilidad la desesperaba, pero era incapaz de controlarla.
Dijo:
— Es que
no es mi voluntad.
El bajó
inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:
— Si no
es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.
Y su voz era amable, como si le pidiera
disculpas a Teresa por no poder fusilarla si ella misma no lo deseaba. Aquella
amabilidad le destrozaba el corazón y ella se volvió de cara al tronco del
árbol y se echó a llorar.
14
Todo su cuerpo se estremecía de dolor y ella
se abrazaba al árbol como si no fuese un árbol sino su padre, al que había
perdido, su abuelo, a quien no conoció, su bisabuelo, su tatarabuelo, algún
hombre tremendamente viejo, llegado desde las más distantes profundidades del
tiempo para ofrecerle su cara en forma de rugosa corteza de árbol.
Se giró. Los tres hombres ya estaban lejos,
caminaban por el césped como jugadores de golf y el fusil que llevaba uno de
ellos parecía, en efecto, un palo de golf.
Bajó por las veredas de Petrin y en su alma
quedaba la nostalgia por aquel hombre que debía haberla fusilado y no la había
fusilado. Deseaba que estuviera allí. ¡Alguien tiene por fin que ayudarla!
Tomás no va a ayudarla. Tomás la envía a
la muerte. ¡Tiene que ser otro quien la ayude!
Cuanto más se aproximaba a la ciudad, más
nostalgia sentía de aquel hombre y más miedo tenía de Tomás. No le perdonará el
que no hiciera lo que había prometido. No le perdonará el no haber sido
valiente y el haberlo traicionado. Estaba ya en la calle en la que vivían y
sabía que dentro de poco le vería. Le dio tanto miedo que sentía la angustia en
el estómago y tenía ganas de devolver.
15
El ingeniero la invitaba a que fuera a
visitarle a su casa. Ya se había negado dos veces. Esta vez aceptó.
Almorzó
como siempre de pie en la cocina y se marchó. Aún no eran las dos.
Se aproximaba a la casa y sentía que sus
piernas, sin atender a su voluntad, aflojaban ellas mismas el paso. Pero después pensó que en realidad había sido
Tomás quien la había enviado a su casa. Era precisamente él quien le explicaba
siempre que el amor y la sexualidad no tenían nada que ver, y ahora ella va a
comprobar y a confirmar sus palabras. Le parece oír su voz: «Te comprendo. Sé
lo que
quieres. Lo he preparado todo.
Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo»
Sí, no hace otra cosa que
cumplir las órdenes de Tomás.
Sólo quiere quedarse un momento en casa del
ingeniero; sólo para tomar una taza de café; sólo para saber lo que es llegar
hasta el límite mismo de la infidelidad. Quiere empujar su cuerpo hasta ese
límite, dejarlo ahí un momento como en la picota y después, cuando el ingeniero
quiera abrazarlo, le dirá, como le dijo al hombre del fusil en Petrin: «Es que
no es por mi voluntad».
Y el hombre bajará el cañón del fusil y le
dirá con voz amable: «Si no es su voluntad, entonces no puede pasarle nada. No
tengo derecho».
Y ella
se volverá hacia el tronco del árbol y se echará a llorar.
16
Era un edificio suburbano construido a
comienzos de siglo en el barrio obrero de Praga. Penetró en un pasillo de
paredes sucias pintadas con cal. Unas desgastadas escaleras de piedra con la
barandilla de hierro la condujeron hasta el primer piso. Allí dobló a la
izquierda. Era la segunda puerta, sin nombre ni timbre. Llamó con los
nudillos.
Le
abrió.
El piso se componía de una única habitación,
dividida a unos dos metros de la puerta por una cortina, que creaba así una
especie de sucedáneo de antesala, en la que había una mesa con un infiernillo y
una nevera. Al atravesar la cortina se encontró frente al rectángulo vertical
de una ventana, al final de una habitación estrecha y alargada; a un costado
había una librería, al otro una cama y un sillón.
— Es un
piso muy modesto —dijo el ingeniero-, espero que no le haya sorprendido.
—
No, no me sorprende —dijo Teresa mirando la pared completamente cubierta de
estantes y libros.
Este hombre no tiene una mesa apropiada, pero
tiene cientos de libros. Esto le resultaba simpático a Teresa y la angustia con
la que había llegado se suavizó un poco. Desde
la infancia considera los libros
como contraseña de una hermandad secreta. Un hombre que tiene en casa esta
biblioteca, no puede hacerle daño.
Le
preguntó qué podía ofrecerle, ¿vino?
No, no,
no quiere vino. En todo caso, café.
El atravesó la cortina y ella se acercó a la
librería. Le llamó la atención uno de los libros. Era una traducción de Edipo
de Sófocles. ¡Es curioso que este libro esté aquí! Hace muchos años, Tomás se
lo dio a Teresa para que lo leyera y le habló mucho de él. Después publicó sus
opiniones en un periódico y por culpa de aquel artículo toda su vida quedó
patas arriba. Observó el lomo de aquel libro y al mirarlo se tranquilizó. Era
como si Tomás hubiera dejado a propósito una huella, un recado diciendo que
todo lo había organizado él. Sacó el libro y lo abrió. Cuando el ingeniero
vuelva de la antesala, le preguntará por qué tiene ese libro y si lo ha leído y
qué opina de él. De ese modo, mediante una estratagema, la conversación se
desplazará del peligroso territorio de un piso ajeno al mundo familiar de las
ideas de Tomás.
Entonces sintió una mano en el hombro. El
ingeniero le quitó el libro de las manos, volvió a colocarlo en la estantería
sin decir palabra y la llevó hacia la cama.
Volvió a acordarse de la frase que le había
dicho al verdugo de Petrin. Ahora la dijo en voz alta: «¡Es que no es por mi
voluntad! ».
Creía que era una fórmula mágica que
modificaría instantáneamente la situación, pero en esa habitación las palabras
habían perdido su poder mágico. Incluso me parece que aquello lo incitó a
actuar con mayor decisión: la atrajo hacia sí y le puso una mano sobre el
pecho.
Cosa curiosa: aquel contacto la liberó
inmediatamente de la angustia. El ingeniero, al tocarla, le señaló su cuerpo y
ella se dio cuenta de que no se trataba para nada de ella (de su alma) sino
única y exclusivamente de su cuerpo. De un cuerpo que la había traicionado y al
que ella había mandado a recorrer el mundo junto con los demás cuerpos.
17
Le desabrochó un botón de la blusa y le dio a
entender que ella misma se desabrochara los demás. Pero no respondió a aquella
indicación. Había mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba
dispuesta a respondió a aquella indicación. Había mandado su cuerpo a recorrer
el mundo, pero no estaba dispuesta a asumir responsabilidad alguna en su
nombre. No se resistía, pero tampoco le ayudaba. El alma pretendía así poner en
evidencia que no estaba de acuerdo con lo que sucedía, pero que había decidido
mantenerse neutral.
Él la desnudaba y ella permanecía mientras
tanto casi inmóvil. Cuando la besó, los labios de ella no respondieron al
contacto de los suyos. Pero entonces sintió de pronto que su sexo estaba húmedo
y se asustó.
Sentía su excitación, que era aún mayor porque
estaba excitada en contra de su voluntad. El alma ya estaba en secreto de
acuerdo con todo lo que sucedía, pero también sabía que, para que durase
aquella gran excitación, su aquiescencia debía seguir siendo tácita. Si dijese
que sí en voz alta, si quisiese participar voluntariamente de la escena
amorosa, la excitación disminuiría. Porque lo que excitaba el alma era
precisamente que el cuerpo actuara en contra de su voluntad, que la traicionara
y que ella estuviera presenciando aquella traición.
Luego le quitó las bragas y ella se quedó
completamente desnuda. El alma veía el cuerpo desnudo en brazos de otro hombre
y le parecía increíble, como si estuviera mirando de cerca al planeta Marte. El
resplandor de lo increíble hacía que su cuerpo perdiera para ella, por primera
vez, su trivialidad; por primera vez lo miraba hechizada; todo lo que tenía de
personal, de único, de inimitable, se ponía de manifiesto. No era el más vulgar
de todos los cuerpos (tal como lo había visto hasta ahora), sino el más
extraordinario. El alma no podía separar la vista de una marca de nacimiento,
una mancha castaña redonda situada justo encima del vello del pubis; le parecía
como si aquella marca fuese un sello que ella misma (el alma) le hubiese
impreso al cuerpo y que un miembro extraño se aproximaba sacrílegamente a ese
sello sagrado.
Pero al mirar después a la cara de él, se dio
cuenta de que nunca había autorizado que el cuerpo, sobre el que el alma había
grabado su firma, se hallase en brazos de alguien a quien no conocía y no
deseaba conocer. La inundó un odio embriagador. Reunió saliva en la boca para
escupirla a la cara de ese hombre desconocido. El la observaba con la misma avidez
que ella a él; registró la furia de ella y sus movimientos se aceleraron.
Teresa sintió que desde lejos se aproximaba el placer y empezó a gritar «no,
no, no», se resistía al placer que llegaba y, al resistírsele, el gozo retenido
se derretía largamente por su cuerpo, porque no podía escaparse por ninguna
parte; se extendía dentro de ella como morfina inyectada en la vena. Se
estremecía en sus brazos, golpeaba a su alrededor con los puños y le escupía a
la cara.
18
Las tazas de water en los cuartos de baño
modernos se elevan del suelo como flores blancas de nenúfar. El arquitecto hace
todo lo posible para que el cuerpo olvide sus miserias y el hombre no sepa qué
pasa con los residuos de sus entrañas cuando rumorea por encima de ellos el
agua violentamente salida del depósito. Los tubos de la canalización, aunque
llegan con sus tentáculos hasta nuestras casas, están cuidadosamente ocultos a
nuestra vista y nosotros no sabemos nada de la invisible Venecia de mierda sobre
la cual están edificados nuestros cuartos de baño, habitaciones, salas de baile
y parlamentos.
El retrete del antiguo edificio suburbano de
un barrio obrero de Praga era menos hipócrita; el suelo era de baldosa gris; la
taza del water se elevaba del suelo abandonada y mísera. Su forma no semejaba
la de la flor del nenúfar, sino que aparentaba aquello que era: la terminación
ampliada de una tubería. Hasta faltaba el asiento de madera y Teresa tuvo que
sentarse sobre el frío metal esmaltado.
Estaba sentada en la taza y el deseo de vaciar las tripas, que de
repente la invadió, era un deseo de ir hasta el límite de la humillación, de
ser cuerpo lo más plenamente posible, ese cuerpo del cual decía la madre que no
sirve más que para comer y defecar. Teresa vacía sus tripas y tiene en ese
momento una sensación de infinita tristeza y soledad. No hay nada más mísero
que su cuerpo desnudo sentado encima de la terminación ampliada de una tubería
de desagüe.
Su alma había perdido la curiosidad del
espectador, su malicia y su orgullo: volvía a estar en algún sitio de las
profundidades del cuerpo, en su más lejana entraña y aguardaba desesperada por
si alguien la llamaba para que saliera a la superficie.
19
Se levantó de la taza, tiró de la cadena y
entró en la antesala. El alma temblaba dentro del cuerpo desnudo y rechazado.
Aún sentía en el ano el tacto del papel con el que se había limpiado. Y en ese momento sucedió algo inolvidable:
sintió el deseo de penetrar en la habitación para oír la voz d e él, su
llamada. Si le hablara con voz suave, profunda, el alma se atrevería a salir a
la superficie del cuerpo y ella se echaría a llorar. Le abrazaría igual que en
el sueño había abrazado el tronco del castaño.
Estaba en la antesala y procuraba dominar
aquel inmenso deseo de echarse a llorar delante de él. Sabía que, si no lo
dominaba, ocurriría algo que no deseaba. Se enamoraría de él.
En ese momento se oyó desde el interior su
voz. Al oír ahora aquella voz en sí misma (sin ver al mismo tiempo la alta
figura del ingeniero), se sorprendió: era aguda y alta. ¿Cómo es posible que no
lo hubiera notado nunca?
Quizá sólo logró ahuyentar la tentación
gracias a esa impresión sorprendente y desagradable que le produjo su voz.
Entró, se agachó a recoger la ropa tirada, se vistió rápidamente y se
marchó.
20
Regresaba de la tienda con Karenin, que
llevaba en la boca su panecillo. Era una mañana fría, helaba ligeramente.
Pasaban junto a unos bloques a cuyo lado la gente había convertido las grandes
superficies que quedaban entre los edificios en pequeños jardines y huertos.
Karenin se detuvo de pronto y miró fijamente en aquella dirección. Ella también
miró, pero no vio nada de particular. Karenin la arrastró y ella se dejó
llevar. Tardó un poco en advertir sobre la tierra helada de un surco vacío la
cabeza negra de una corneja con su gran pico. La cabeza sin cuerpo apenas se
movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido triste, ronco.
Karenin estaba tan excitado que dejó caer el
panecillo. Teresa tuvo que atarlo a un árbol porque temía que le hiciese daño a
la corneja. Después se arrodilló en el suelo y trató de escarbar la tierra
aplastada alrededor del pájaro al que habían enterrado vivo. No era fácil. Se
rompió una uña, sangró. En ese momento
cayó junto a ella una piedra. Echó una mirada y vio a dos chicos de apenas diez
años junto a la esquina de una casa. Se incorporó. La vieron moverse, se
fijaron en el perro junto al árbol y huyeron.
Volvió a arrodillarse en el suelo escarbando
en la tierra hasta que logró liberar
la corneja de su tumba. Pero el pájaro estaba lastimado y
no podía andar ni levantar el vuelo. Lo envolvió en una pañoleta roja que
llevaba al cuello y lo apretó con la mano izquierda contra su cuerpo. Con la
derecha desató a Karenin del árbol y tuvo
que hacer uso de toda su fuerza para que se calmara y se mantuviera
junto a su pierna.
Llamó a la puerta porque no tenía las manos
libres para buscar la llave en el bolsillo. Tomás le abrió. Le pasó la correa
de Karenin. «¡Sujétalo!», le ordenó y llevó la corneja al cuarto de baño. La
puso en el suelo debajo del lavabo. La corneja se agitaba pero no podía
moverse. Fluía de ella una especie de espeso líquido amarillo. Le puso unos trapos viejos debajo del lavabo para que
no le dieran frío los baldosines. El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y
su pico apuntaba hacia arriba como un mudo reproche.
21
Estaba sentada en el borde de la bañera y no
podía dejar de mirar la corneja moribunda. Veía en su absoluto desamparo la
imagen de su propio sino. Se dijo varias veces: no tengo en el mundo a nadie
más que a Tomás.
¿Había llegado a la conclusión, tras el
episodio con el ingeniero, de que las aventuras no tienen nada que ver con el
amor? ¿De que son leves y no pesan nada? ¿Ya está más tranquila?
En
absoluto.
Vuelve a su mente la siguiente escena: Salió
del retrete y su cuerpo estaba en la antesala desnudo y rechazado. El alma
temblaba, asustada, en algún lugar en la profundidad de las entrañas. Si en
aquel momento el hombre que estaba en la habitación le hubiera hablado a su
alma, se hubiera echado a llorar, hubiera caído en sus brazos.
Se imaginó que en su lugar hubiese estado en
la antesala junto al retrete alguna de las amantes de Tomás y que en lugar del
ingeniero hubiese estado dentro Tomás. Le habría dicho a la chica una sola
palabra y ella lo hubiera abrazado llorando.
Teresa
sabe que así es el momento en que nace el amor: la mujer no puede resistirse a
la voz que llama a su alma asustada; el hombre no puede resistirse a la mujer
cuya alma es sensible a su voz. Tomás no está protegido ante los peligros del
amor y Teresa ha de temer por él a cada hora y a cada minuto.
¿Cuál es su arma? Únicamente su fidelidad. Se
la ofreció desde el comienzo, desde el primer día, como si supiera que no tenía
otra cosa que darle. El amor que hay entre ellos es de una arquitectura
extrañamente asimétrica: descansa sobre la seguridad absoluta de su fidelidad
como un palacio mastodóntico sobre una sola columna.
La corneja ya no movía las alas, sólo a veces
le temblaba la patita herida, quebrada. Teresa no quería separarse de ella,
como si velase junto al lecho de una hermana suya moribunda. Al fin fue a la
cocina a almorzar rápidamente algo.
Cuando
volvió, la corneja había muerto.
22
Durante el primer año Teresa gritaba cuando
hacían el amor y aquellos gritos, como ya he dicho, pretendían cegar y
ensordecer los sentidos. Más tarde, ya gritaba menos, pero su alma seguía ciega
de amor y no veía nada. Sólo cuando se acostó con el ingeniero, la ausencia de
amor permitió que su alma viese con claridad.
Había ido otra vez a la sauna y estaba ante el
espejo. Se miraba y veía la escena amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de
ella recordaba no era al amante. Francamente, no sería capaz de describirlo,
posiblemente no se había fijado en su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que
se acordaba (y lo que ahora, excitada, veía en el espejo) era su propio cuerpo;
su pubis y la mancha redonda situada inmediatamente encima de él. Aquella
mancha que hasta entonces había sido para ella un simple y prosaico defecto de
la piel, se le había grabado en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez
en aquella increíble proximidad del miembro de un extraño.
Es necesario que lo subraye una vez más: lo
que deseaba no era ver el sexo de un extraño. Quería ver su pubis en compañía
de un miembro extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba a su propio
cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más
excitante. Observaba su cuerpo lleno de
pequeñas gotas que le habían quedado de la ducha y pensaba que el ingeniero
volvería a pasar por el bar dentro de poco. ¡Deseaba que viniera, que la
invitara a su casa! ¡Lo deseaba
enormemente!
23
Todos los días tenía miedo de que el ingeniero
apareciese por el bar y de no ser capaz de decirle «no». Con el paso de los
días el temor a que viniera fue reemplazado por el miedo a que no viniera.
Pasó un mes y el ingeniero no apareció. A
Teresa aquello le parecía inexplicable. El deseo frustrado pasó a segundo plano
y fue reemplazado por la intranquilidad: ¿por qué no vino?
Atendía a los clientes. Estaba entre ellos el
calvo que una vez se había metido con ella diciéndole que servía alcohol a
menores. Estaba contando en voz alta un cuento verde, el mismo que había oído
ya cien veces a los borrachos a los que servía cerveza, tiempo atrás, en la
pequeña ciudad.
Una vez más le parecía que el
mundo de la madre volvía a ella y por eso interrumpió al calvo con muy malos
modos.
El
hombre se ofendió:
— Usted no me va a decir a mí lo que tengo que
hacer. Puede estar muy contenta de que nosotros la dejemos seguir aquí detrás
de esta barra.
— Nosotros ¿quiénes? ¿Quiénes son nosotros?
— Nosotros —dijo el hombre y pidió otra
vodka—. Y recuerde que no le voy a permitir que me ofenda —después señaló el
cuello de Teresa, que llevaba un collar de perlas baratas—: ¿De dónde sacó esas
perlas? ¡Seguro que no se las dio su marido que limpia escaparates! ¡Ese no
tiene dinero para comprarle regalos! Se lo dan los clientes, ¿eh? Y a cambio
¿de qué?
— ¡Calle
la boca inmediatamente! —le gritó Teresa.
El
hombre intentó coger con sus dedos el collar:
— ¡No
olvide que en nuestro país está prohibida la prostitución!
Karenin
se levantó, se apoyó con las patas delanteras en la barra y gruñó.
24
El
embajador dijo:
— Es
de la social.
— Si es de la social, debería comportarse con
discreción —arguyó Teresa—. ¡Qué clase de policía secreta es ésta si ya no es
ni secreta!
El embajador se acomodó en su canapé, con las
piernas debajo del cuerpo, tal como se lo habían enseñado en los cursos de
yoga. Encima de él sonreía Kennedy en el marquito y les daba a sus palabras un
tono de particular consagración.
— Señora Teresa —dijo paternalmente—, los
sociales cumplen varias funciones. La primera es la clásica. Oyen lo que la
gente dice e informan de ello a sus superiores. La segunda función es la de
intimidar. Nos hacen ver que nos tienen en su poder y pretenden que tengamos
miedo. Eso es lo que perseguía el calvo en cuestión. La tercera función
consiste en organizar montajes que puedan comprometernos. Hoy ya no tiene
sentido acusarnos de conspirar contra el Estado, porque lo único que lograrían
es que la gente simpatizara aún más con nosotros. Es más probable que intenten
encontrar hashish en nuestro bolsillo o que procuren demostrar que hemos
violado a una niña de doce años. Siempre se encuentra a alguna niña dispuesta a
atestiguarlo.
Volvió a acordarse del ingeniero. ¿Cómo es
posible que no haya vuelto nunca? El embajador continuaba:
— Necesitan hacer caer a la gente en la trampa
para captarla para su servicio y con su ayuda preparar trampas para más gente y
convertir así poco a poco a toda la nación en una sola organización de
confidentes.
En lo único en que pensaba Teresa era en que
el ingeniero había sido enviado por la policía. ¿Quién era aquel chico tan extraño que se había
emborrachado en el bar de enfrente y le había declarado su amor? El calvo de la
social se metió con ella por su culpa y el ingeniero la defendió. Los tres
jugaban su papel en una escenografía preparada de antemano, cuyo objetivo era
despertar en ella simpatía hacia el hombre que tenía la misión de seducirla.
¿Cómo es posible que no se le hubiera
ocurrido? ¡Era un piso raro, que nada tenía que ver con aquel hombre! ¿Por qué
iba a vivir un ingeniero tan bien vestido en un piso tan mísero? ¿Sería
ingeniero? Y si era ingeniero, ¿cómo es que no tenía que trabajar a las dos de
la tarde? ¿Y cómo es que un ingeniero leía a Sófocles? ¡No, aquélla no era la
librería de un ingeniero! Aquélla parecía más bien la habitación de un
intelectual pobre detenido. Cuando ella tenía diez años y detuvieron a su
padre, también le incautaron el piso y toda su biblioteca. Quién sabe para qué
habrán utilizado después el piso. Ahora
ya sabe por qué nunca volvió. Había cumplido ya su misión. ¿Cuál? El social,
cuando estaba borracho, le confesó sin querer: «¡La prostitución está prohibida
en nuestro país, no lo olvide!». ¡Aquel supuesto ingeniero atestiguaría que
ella se ha acostado con él y que le pidió dinero a cambio! La amenazarán con
montar un escándalo y le harán chantaje para que denuncie a la gente que se
emborracha en su bar.
— Esa
historia no encierra ningún peligro —la tranquilizaba el embajador.
—
Espero que no —dijo ella con voz ahogada y salió con Karenin a las calles de la
Praga nocturna
25
La gente, en su mayoría, huye de sus penas
hacia el futuro. Se imaginan, en el correr del tiempo, una línea más allá de la
cual sus penas actuales dejarán de existir. Pero Teresa no ve ante sí rayas
como ésas. Lo único que puede consolarla es mirar hacia atrás. Otra vez era
domingo. Cogieron el coche y se fueron lejos de Praga.
Tomás estaba sentado al volante, Teresa a su
lado y Karenin se acercaba a ellos de vez en cuando desde el asiento trasero y
les lamía las orejas. Al cabo de dos horas llegaron a un balneario donde habían
pasado unos días hacía seis años. Querían pasar la noche allí.
Pararon el coche en la plaza y bajaron. No
había cambiado nada. Frente a ellos estaba el hotel en el que habían vivido
tiempo atrás y delante de él un antiguo tilo. A la izquierda del hotel
arrancaba un antiguo paseo, construido en madera, al final del cual brotaba de
una fuente de mármol el manantial sobre el que hoy, tal como entonces, se
inclinaba la gente con sus vasos en la mano.
Tomás señaló de nuevo el hotel. Algo había
cambiado. Antes se llamaba Grand y ahora llevaba un cartel que decía Baikal. Se
fijaron en la placa que había en la esquina del edificio: Plaza de Moscú. Y
recorrieron después (Karenin los seguía sin correa) todas las calles que
conocían, mirando sus nombres: había una calle de Stalingrado, una de Leningrado,
otra de Rostov, la de Novosibirsk, la de Kiev, la de Odesa, había un sanatorio
Chaikovski, un sanatorio Tolstoi, un sanatorio Rimski-Korsakov, un hotel
Suvorov, un cine Gorki y un café Pushkin. Todas las denominaciones estaban
sacadas de la geografía y la historia rusas.
Teresa recordó los primeros días de la
invasión. La gente quitaba en todas las ciudades las placas con los nombres de
las calles y eliminaba en las carreteras los indicadores en los que figuraban
los nombres de las ciudades. El país se volvió anónimo en una sola noche. Siete
días deambuló el ejército ruso por el territorio sin saber dónde estaba. Los
oficiales buscaban los edificios de los periódicos, de la televisión, de la
radio, querían ocuparlos pero no podían encontrarlos. Le preguntaban a la
gente, pero la gente se encogía de hombros o les daba nombres falsos y
direcciones falsas.
Al cabo de los años, de pronto, parece que
aquel anonimato fue peligroso para el país. Las calles y los edificios ya no
podían recuperar sus nombres originales. Y así, de pronto, un balneario checo
se convirtió en una especie de pequeña Rusia imaginaria y Teresa se encontró
con que el pasado que había venido a buscar le había sido confiscado. Ya no les
apetecía pasar la noche allí.
26
Regresaron al coche en silencio. Ella
reflexionaba: Todas las cosas y las personas aparecen disfrazadas. Una vieja
ciudad checa se cubrió de nombres rusos. Los checos que fotografiaban la
ocupación trabajaban en realidad para la policía secreta. El hombre que la había
enviado a la muerte llevaba la máscara de Tomás. El policía aparecía como
ingeniero y el ingeniero quería jugar el papel del hombre de Petrin. La señal
del libro en su piso era falsa y su función era conducirla por el camino
equivocado.
Ahora que se acordaba del libro que había
cogido, se dio de pronto cuenta de algo y se sonrojó: ¿Cómo era aquello? El ingeniero dijo que iba
a traer café. Ella se acercó a la librería y sacó el Edipo de Sófocles. Después el ingeniero regresó.
¡Pero sin café!
Volvía a recordar aquella situación una y otra
vez: ¿Cuánto tiempo había estado fuera cuando fue a buscar café? Al menos un
minuto, probablemente dos, quizá tres. ¿Pero qué había estado haciendo durante
tanto tiempo en aquella antesala de miniatura? ¿Habría ido al water? Teresa
trata de recordar si había oído cerrarse la puerta o correr el agua. No, seguro
que no oyó el agua, si no lo recordaría. Y está casi segura de que la puerta no
hizo ruido alguno. Entonces, ¿qué hizo en aquella antesala?
De pronto todo le parecía claro, demasiado
claro. Si quieren cogerla en la trampa, no les basta el simple testimonio del
ingeniero. Necesitan una prueba que sea irrefutable. Durante aquel período
sospechosamente prolongado, el ingeniero instaló una cámara en la antesala. O,
lo que es más probable, le abrió la puerta a alguien pro visto de una cámara fotográfica y que les hizo fotos
oculto tras la cortina.
No hace más de un par de semanas aún se reía
de Prochazka por no saber que vivía en un campo de concentración, en el que no
existe vida privada. ¿Y ella? Cuando abandonó la casa de la madre, pensó, qué
ingenua, que se había convertido de una vez para siempre en dueña de su
intimidad. Pero el hogar de la madre se extiende por todo el mundo y alarga sus
manos hacia ella. Teresa nunca podrá escapar de él.
Bajaban
por las escaleras atravesando los jardines hacia la plaza en la que habían
dejado el coche.
— ¿Qué
te pasa? —le preguntó Tomás.
Antes de
que tuviera tiempo de responderle alguien saludó a Tomás.
27
Era
un hombre de unos cincuenta años, un campesino al que Tomás había operado en
una ocasión.
Desde entonces lo mandaban todos los años a
curarse a ese balneario. Invitó a Tomás y a Teresa a tomar una copa de vino.
Dado que en Bohemia los perros tienen prohibida la entrada en los sitios
públicos, Teresa fue a llevar a Karenin al coche y los hombres se sentaron
mientras tanto en la cafetería. Cuando regresó, el campesino estaba
diciendo:
— En nuestro pueblo la situación está
tranquila. Hasta me eligieron hace dos años presidente de la cooperativa.
— Le
felicito —dijo Tomás.
—
Ya sabe usted, el campo. La gente quiere irse. Los de arriba tienen que
conformarse con que haya alguien, al menos alguien, que quiera quedarse. A
nosotros no nos pueden echar del trabajo.
— Sería un sitio ideal para
nosotros —dijo Teresa.
— Se aburriría usted, joven.
Allí no hay nada. No hay absolutamente nada.
Teresa miraba la cara curtida del agricultor.
Le resultaba muy simpático. ¡Después de tanto tiempo, por fin alguien volvía a
serle simpático! Tenía ante los ojos la imagen del campo: un pueblecito con la
torre de la capilla, las tierras, los bosques, el conejo que corre junto a un
surco, el cazador con el sombrero verde. Nunca había vivido en el campo.
Aquella imagen era de oídas. O de lecturas. O se la habían impreso en la
conciencia sus antepasados lejanos. Y sin embargo la imagen era clara y
precisa, como una fotografía de la tatarabuela en el álbum familiar o como un
grabado antiguo.
— ¿Aún
siente algún dolor? —preguntó Tomás.
El
agricultor indicó un lugar detrás del cuello, allí donde el cráneo se une a la
columna:
— A
veces me duele aquí.
Sin
levantarse de la silla, Tomás le palpó el lugar señalado y estuvo un rato
haciéndole pregunt as.
Después
le dijo:
— Yo ya no tengo derecho a recetar. Pero
cuando llegue a casa, dígale a su médico que habló conmigo y que le recomendé
esto.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un bloc y
arrancó un papel. Con letras de imprenta escribió el nombre del
medicamento.
28
Volvieron a Praga.
Teresa pensaba en la fotografía en la que su
cuerpo desnudo es abrazado por el ingeniero. Se consolaba: Aunque existiese tal
fotografía, Tomás no la verá nunca. El único valor que tiene para ellos esa
foto es que, gracias a ella, van a poder extorsionar a Teresa. En cuanto se la
enviasen a Tomás, la foto perdería para ellos todo su valor.
¿Pero qué sucederá si la policía llega a la
conclusión de que Teresa no tiene para ellos ningún interés? En ese caso la
foto puede convertirse para ellos en un simple objeto de entretenimiento y
nadie podrá impedir que alguien, quizá sólo para divertirse, la meta en un
sobre y la envíe a la dirección de Tomás.
¿Qué pasaría si Tomás recibiese semejante
fotografía? ¿La echaría de su lado? Es posible que no. Probablemente no. Pero
la frágil construcción de su amor se derrumbaría por completo. Porque esa
construcción tiene por única columna su fidelidad y los amores son como los
imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen
ellos también.
Tenía ante los ojos una imagen: el conejo
corriendo por el surco, el cazador con el sombrero verde y la torre de la
capilla por encima del bosque.
Deseaba decirle a Tomás que debían irse de
Praga. Dejar a los niños que entierran vivas a las cornejas, dejar a los
sociales, dejar a las jóvenes armadas con paraguas. Deseaba decirle que debían
irse al campo. Que aquél era el único camino de la salvación.
Volvió la cabeza hacia él. Pero Tomás callaba
y miraba la carretera
ante él. Teresa no sabía cómo salvar aquel silencio entre ambos. Se
sentía como aquella otra vez, al bajar de Petrin. La angustia le oprimía el
estómago y tenía ganas de devolver. Tomás le daba miedo. Era demasiado fuerte
para ella y ella demasiado débil. Le daba órdenes que ella no comprendía.
Procuraba cumplirlas, pero no sabía.
Deseaba regresar a Petrin y pedirle al hombre del fusil que le
permitiese atarse la venda ante los ojo s y apoyarse en el tronco del castaño.
Deseaba morir.
29
Se
despertó y comprobó que estaba sola en casa.
Salió a la calle y fue andando hasta el río.
Quería ver el Vltava. Quería detenerse junto a la orilla y mirar largamente las
olas, porque la visión del fluir del agua tranquiliza y cura. El río fluye de
una edad a otra y las historias de la gente transcurren en la orilla.
Transcurren para ser olvidadas mañana y para que el río siga fluyendo.
Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo.
Estaba en la periferia de Praga, el Vltava había atravesado ya la ciudad, había
dejado atrás la gloria del castillo de Hrad-cany y de las iglesias, era como
una actriz después de la representación, cansada y pensativa. Fluía entre dos
orillas sucia s que lindaban con alambradas y muros, tras los cuales había
fábricas y campos de juego abandonados.
Estuvo mirando durante mucho tiempo al agua,
que allí parecía más triste y oscura y de pronto vio en medio del río una
especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un banco. Un banco de madera con las
patas de metal, uno de los tantos que se encuentran en los parques praguenses.
Navegaba lentamente por el medio del Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y
otro, y es ahora cuando Teresa se da cuenta de que los bancos de los parques de
Praga se van de la ciudad río abajo, son muchos, son cada vez más, flotan en el
agua como en otoño las hojas que el agua se lleva del bosque, son rojos, son
amarillos, son azules.
Miró a su alrededor como si quisiera
preguntarle a la gente qué quería decir aquello. ¿Por qué se van río abajo los
bancos de los parques de Praga? Pero todos pasaban a su lado indiferentes y les
daba exactamente lo mismo que hubiera un río fluyendo de una edad a otra por en
medio de su efímera ciudad.
Volvió a mirar el río. Se sentía inmensamente
triste. Comprendía que lo que estaba viendo era una despedida.
La
mayor parte de los bancos desapareció de su vista, aún aparecieron algunos más,
los últimos rezagados, otro banco amarillo más y después otro más, azul, el
último.
Quinta
Parte
La
levedad y el peso
1
Cuando
Teresa llegó inesperadamente a ver a Tomás a Praga, hizo el amor con él, como
ya he escrito en la primera parte, ese mismo día o esa misma hora, pero
inmediatamente después le dio fiebre. Ella estaba en cama y él de pie a su
lado, con la intensa sensación de que ella era un niño al que alguien había
colocado en un cesto y lo había enviado
río abajo.
Por eso, la imagen del niño abandonado se
convirtió en algo precioso para él y le hizo pensar frecuentemente en los
viejos mitos en los que aparecía. Ese fue seguramente el motivo por el cual un
día cogió una traducción del Edipo de Sófocles.
La historia de Edipo es conocida: un pastor lo
encontró abandonado cuando era un niño de pecho, se lo llevó a su rey Pólibo y
éste lo educó. Cuando Edipo era ya adolescente, se cruzó en un camino de
montaña con una carroza en la que iba un dignatario desconocido. Surgió una
disputa, Edipo mató al dignatario. Más tarde se convirtió en esposo de la reina
Yocasta y en señor de Tebas. No sospechaba que el hombre a quien había matado
en las montañas era su padre y que la mujer con la que dormía era su madre.
Mientras tanto, la desgracia se cebó en sus súbditos y los castigaba con
enfermedades. Cuando Edipo comprendió que él mismo era el culpable de sus
padecimientos, se hirió los ojos con dos broches y, ciego, abandonó Tebas
2
A los que creen que los regímenes comunistas
en Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales, se les escapa una cuestión
esencial: los que crearon estos regímenes criminales no fueron los criminales,
sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que
conduce al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha
gente. Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía
paraíso alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos.
En aquel momento todos empezaron a gritarles a
los comunistas: ¡Sois los responsables de la desgracia del país (empobrecido y
despoblado), de la pérdida de su independencia (cayó en poder de Rusia), de los
asesinatos judiciales!
Los acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos
sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma,
somos inocentes!
La polémica se redujo por lo tanto a la
siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían? ¿O sólo aparentaban no saber?
Tomás seguía atentamente esta polémica (la
seguían los diez millones de habitantes de la nación checa) y opinaba que había
comunistas que no eran del todo inocentes (inevitablemente tenían que haber
sabido algo de los horrores que habían ocurrido y no cesaban de ocurrir en la
Rusia posrevolucionaria). Sin embargo, es probable que la mayoría de ellos, en
efecto, no supiera nada.
Y llegó a la conclusión de que la cuestión
fundamental no es: ¿sabían o no sabían?, sino: ¿es inocente el hombre cuando no
sabe?, ¿un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa sólo por ser
idiota?
Supongamos que un fiscal checo que a comienzos
de los años cincuenta pidió la pena de muerte para un inocente fue engañado por
la policía secreta rusa y por el gobierno de su país. Pero ¿cómo es posible que
hoy, cuando sabemos ya que las acusaciones eran absurdas y los ejecutados
inocentes, ese mismo fiscal defienda la limpieza de su alma y se dé golpes de
pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no sabía, creía de buena fe! ¿No reside
precisamente su irremediable culpa en ese «¡no sabía!, ¡creía de buena
fe!»?
Y fue entonces cuando Tomás recordó la
historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía con su propia madre y, sin
embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se sintió inocente. Fue
incapaz de soportar la visión de lo que había causado con su desconocimiento,
se perforó los ojos y se marchó de Tebas ciego.
Tomás oía los gritos de todos los comunistas
que defendían su limpieza interior y se decía: Por culpa de vuestro
desconocimiento este país ha perdido quizá por siglos su libertad, ¿y vosotros
gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois capaces de seguir presenciándolo?
¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que conserváis la vista? ¡Si tuvieseis
ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de
Tebas!
Aquella comparación le gustaba tanto que la
utilizaba con frecuencia en las conversaciones con sus amigos y, con el paso
del tiempo, iba expresándola con formulaciones cada vez más precisas y
elegantes.
Leía entonces, como todos los intelectuales,
el semanario editado por la Unión de Escritores Checos, con una tirada de
alrededor de 300.000 ejemplares, que habla logrado una considerable autonomía
dentro del régimen y hablaba de cosas de las que otros no podían hablar
públicamente. Por eso en el periódico de los escritores se hablaba también de
quién y cómo era culpable de los asesinatos judiciales durante los procesos
políticos al comienzo del régimen comunista.
En todas estas polémicas se repetía siempre la
misma pregunta: ¿sabían o no sabían? Tomás creía que esta cuestión era
secundaria y por eso escribió un día sus ideas sobre Edipo y las envió al
semanario. Al cabo de un mes recibió respuesta. Le invitaron a que pasara por
la redacción. Cuando llegó, lo recibió un redactor de escasa estatura, erguido
como una regla, y le propuso que modificase la sintaxis en una frase. El texto
se publicó en la penúltima página, en la sección de cartas de los
lectores. Tomás no quedó satisfecho. Se
habían tomado la molestia de invitarle a visitar la redacción para que les
autorizase a modificar la sintaxis, pero después, sin preguntarle nada,
recortaron notablemente su texto, de modo que sus ideas se vieron reducidas
exclusivamente a la tesis básica (considerablemente esquemática y agresiva) y dejaron
de gustarle.
Eso sucedió en 1968. En el poder estaba
Alexander Dubcek y con él los comunistas que se sentían culpables y estaban
dispuestos a reparar de algún modo las culpas contraídas. Pero los otros
comunistas, los que gritaban que eran inocentes, tenían miedo de que la nación
indignada los juzgara. Por eso iban diariamente a quejarse a la embajada rusa y
a pedir ayuda. Cuando se publicó la carta de Tomás, gritaron: ¡Hasta aquí
podíamos llegar! ¡Ya se escribe públicamente que nos tienen que arrancar los
ojos!
Y dos o tres meses más tarde los rusos
decidieron que en su virreinato las discusiones libres eran intolerables, y una
noche su ejército ocupó la patria de Tomás.
3
Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió
a trabajar en su hospital como antes. Pero un buen día lo, llamó el
director.
— Al fin y al cabo, colega —le dijo—, usted no
es un escritor ni un periodista, ni un salvador de la nación, sino un médico y
un científico. No me gustaría perderlo y haré todo lo posible por mantenerlo
aquí. Pero es necesario que retire lo que ha dicho en el artículo sobre Edipo.
¿Tiene usted mucho interés en ese artículo?
— Señor director —dijo Tomás recordando cómo
le habían amputado una tercera parte del texto—, jamás ha habido nada que me
importase menos.
— Ya sabe de qué se trata —dijo el director.
Lo sabía: en la balanza había dos cosas: por una parte su honor (que consistía
en no retirar las afirmaciones que había hecho), por la otra aquello que se
había acostumbrado a considerar como el sentido de su vida (su trabajo
científico y médico). El director continuó:
— Esto de exigir que la gente reniegue
públicamente de lo que ha dicho tiene algo de medieval. ¿Qué significa
«renegar»? En nuestra época una idea sólo puede ser refutada y no tiene sentido
renegar de ella. Y dado que, estimado colega, renegar de una idea es algo
imposible, sencillamente verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo
para que no haga usted lo que desean. En una sociedad gobernada por el terror,
no hay ninguna declaración que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las
personas honradas están obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal
como le digo, colega, es importante para mí, y lo es para sus pacientes, que
continúe usted trabajando.
— Creo
que tiene razón —dijo Tomás con cara de infelicidad.
— ¿Pero?
—preguntó el director tratando de adivinar su pensamiento.
— Temo
que me daría vergüenza.
— ¿Tiene usted una opinión tan elevada de la
gente que le rodea como para que le importe lo que vayan a pensar?
— No, la
opinión que tengo de ellos no es demasiado elevada.
— Además —añadió el director—, me han
asegurado que no se trata de una declaración pública. Son unos burócratas. Lo
que necesitan es tener en sus expedientes constancia de que usted no está en
contra del régimen para poder defenderse en caso de que alguien los atacase por
haberle dejado trabajar en su puesto. Me han dado garantías de que la declaración
será una cuestión privada entre usted y ellos y de que no está previsto hacerla
pública.
— Déjeme
una semana para pensarlo — dijo Tomás para terminar la conversación.
4
Tomás estaba considerado como el mejor
cirujano del hospital. Se decía que el director, al que ya le faltaba poco para
jubilarse, le dejaría pronto su puesto. Cuando se supo la noticia de que los
organismos directivos le habían pedido una declaración autocrítica, nadie puso
en duda que Tomás fuera a obedecer.
Eso
fue lo primero que le sorprendió: pese a que nunca había dado motivo para ello,
la gente se sentía más inclinada a apostar por su inmoralidad que por su
moralidad.
La segunda cuestión sorprendente era la
reacción que producía su supuesta actitud. Podríamos dividir esas reacciones en
dos tipos básicos:
El primer tipo de reacciones era el que
manifestaban aquellos que se habían visto obligados (ellos mismos o quienes los
rodeaban) a renegar de algo, a manifestar su apoyo al régimen de ocupación o
estaban dispuestos a hacerlo (aunque fuera a disgusto; nadie lo hacía por
placer).
Esta gente le sonreía con una sonrisa
especial, que hasta entonces desconocía: con la tímida sonrisa de aprobación
del conspirador. Es la sonrisa de dos hombres que se encuentran por casualidad
en un burdel; les da un poco de vergüenza y al mismo tiempo se alegran de que
la vergüenza sea mutua; surge entre ellos una especie de fraternidad que los
une.
Le sonreían aún más contentos porque él nunca
había tenido fama de conformista. Por eso su prevista aceptación de la
propuesta del director era una muestra de que la cobardía iba convirtiéndose en
norma de conducta y de que pronto dejaría de ser vista como tal. Esta gente
nunca había sido amiga suya. Tomás advirtió con temor que, si en efecto hiciese
la declaración que le había pedido el director, lo invitarían a tomar una copa
a su casa y pretenderían hacerse amigos suyos.
El segundo tipo de reacciones se refería a la
gente que había sufrido (ellos mismos o quienes los rodeaban) persecuciones, a
quienes se negaban a aceptar ningún tipo de compromiso con el régimen de
ocupación o a aquellos a los que nadie les exigía que aceptaran ningún
compromiso (que hicieran ninguna declaración), quizá porque eran demasiado
jóvenes para haberse visto implicados en nada y estaban convencidos de que, si
se lo hubieran pedido, no lo habrían hecho.
Uno de
ellos, el médico S., un joven de mucho talento, le preguntó a Tomás:
— ¿Qué,
ya la hiciste?
— ¿De
qué me hablas? —le preguntó Tomás.
— De tu
declaración —dijo S.
No lo decía con mala intención. Incluso
sonreía. Era una sonrisa completamente distinta, otra de las sonrisas del
voluminoso herbario de las sonrisas: una sonrisa de feliz superioridad moral.
Tomás
dijo:
— Oye
¿tú qué sabes de mi declaración? ¿La has leído?
— No
—respondió S.
—
Entonces no hables de lo que no sabes —dijo Tomás.
S seguía
sonriendo tranquilamente:
— Todos sabemos cómo funciona esto. Esas
declaraciones se escriben en forma de carta al director o al ministro o al que
sea, y éste promete que la carta no se publicará para que el que la escribe no
se sienta humillado. ¿Es así?
Tomás se
encogió de hombros y siguió escuchando.
— Después archiva la declaración
tranquilamente en su cajón, pero el que la escribió sabe que puede publicarse
en cualquier momento. Por eso nunca podrá decir nada, ni criticar nada, ni
protestar por nada, porque en ese caso se publicaría su declaración y él
quedaría deshonrado ante todos. A decir verdad es un método bastante amable.
Los hay peores.
— Sí, es un método muy amable —dijo Tomás—,
pero me gustaría saber quién te dijo que yo he aceptado entrar en semejante
juego.
Se
encogió de hombros pero la sonrisa no desapareció de su rostro.
Tomás se dio cuenta de una cosa curiosa.
¡Todos le sonríen, todos desean que
escriba esa declaración, todos se
alegrarían! Los primeros se alegran de que la inflación de cobardía trivialice
su actitud y les devuelva el honor perdido. Los otros ya se han acostumbrado a
considerar su honor como un privilegio especial al que no quieren renunciar.
Por eso tienen por los cobardes un amor secreto; sin ellos su coraje se
convertiría en un esfuerzo corriente e inútil que no suscitaría la admiración
de nadie. Tomás no podía soportar
aquellas sonrisas y le daba la impresión de que las veía en todas partes,
incluso en la cara de los desconocidos que pasaban por la calle. No podía
dormir. ¿Y eso? ¿Es tal la importancia que les atribuye? No. La opinión que esa
gente le merece no es buena y se enfada consigo mismo por sentirse tan afectado
por esas miradas. Es algo que carece de lógica. ¿Cómo es posible que alguien
que estime tan poco a la gente, dependa tanto de su opinión?
Su profunda desconfianza hacia la gente (sus
dudas con respecto a que tengan derecho a decidir acerca de lo que a él le
concierne y a juzgarlo) tuvo probablemente algo que ver en la elección de su
profesión, que descartaba cualquier posibilidad de relación con el público.
Cuando alguien elige, por ejemplo, una carrera política, opta libremente por
hacer del público su juez, en la ingenua y manifiesta confianza de que logrará
su favor. Un eventual rechazo de las masas le estimula para lograr metas aún
más difíciles, del mismo modo en que la dificultad de un diagnóstico estimulaba
a Tomás. El médico (a diferencia del
político o del actor) sólo es juzgado por sus pacientes y por sus colaboradores
más próximos, o sea entre cuatro paredes y a la vista de sus jueces. Puede
responder inmediatamente a las miradas de quienes lo juzgan con su propia
mirada, puede explicarse o defenderse. Pero ahora Tomás se encontraba (por
primera vez en la vida) en una situación en la que se fijaba en él un número de
ojos mayor de lo que era capaz de registrar. No podía responderles ni con una
mirada suya ni con palabras. Estaba a su merced. Se hablaba de él en el
hospital y fuera del hospital (en aquella época, Praga, nerviosa, comunicaba
las noticias acerca de quién había defraudado, quién había denunciado, quién
había colaborado, con la extraordinaria rapidez de un tamtam africano), y él lo
sabía pero no podía hacer nada por remediarlo. El mismo estaba sorprendido de
lo insoportable que aquello le resultaba y de la sensación de pánico que le
invadía. El interés que aquella gente sentía por él le resultaba tan
desagradable como una aglomeración o como el contacto de la gente que nos
arranca la ropa en nuestras pesadillas.
Fue a
ver al director y le comunicó que no escribiría nada.
El director apretó su mano con mucha mayor
fuerza que otras veces y le dijo que había previsto esa decisión. Tomás
dijo:
— Señor director, quién sabe si no será
posible que usted me mantenga aquí aunque yo no haga esa declaración —dándole a
entender que sería suficiente que todos sus colegas amenazasen con presentar la
dimisión en caso de que obligasen a Tomás a marcharse.
Pero a nadie se le ocurrió amenazar con la
dimisión y al cabo de un tiempo (el director le estrechó la mano aún con mayor
fuerza que la vez anterior, le dejó marcas) Tomás tuvo que abandonar su puesto
en el hospital.
5
Primero
fue a parar a una clínica rural a unos ochenta kilómetros de Praga. Tenía que
coger el tren todos los días, y regresaba con un cansancio mortal. Un año más
tarde consiguió un puesto mucho más cómodo, aunque de menor importancia, en un
ambulatorio de la periferia. Ya no podía dedicarse a la cirugía y tenía que
ejercer como médico de cabecera. La sala de espera estaba repleta, apenas podía
dedicarle cinco minutos a cada caso; les recetaba aspirinas, escribía los
certificados de baja para sus empresas y los mandaba al especialista. Ya no se
consideraba médico sino oficinista.
Allí fue a visitarlo en una ocasión, cuando ya
terminaba de pasar consulta, un hombre de unos cincuenta años; una ligera
obesidad le añadía cierta prestancia. Se presentó como funcionario del
Ministerio del Interior e invitó a Tomás al bar de enfrente.
Pidió
una botella de vino. Tomás se resistió:
— He
venido en coche. Si me coge la policía, me quitarán el carnet de conducir.
El
hombre del Ministerio del Interior se sonrió:
— Si
le pasase algo,
basta con dar mi nombre —y le dio a Tomás su tarjeta en la que
figuraba su nombre (seguro que falso) y el teléfono del Ministerio.
Después se puso a hablar, durante largo rato,
de lo mucho que apreciaba a Tomás. En el Ministerio todos lamentan que un
cirujano de su talla tenga que recetar aspirinas en un ambulatorio de la
periferia. Le dio a entender indirectamente que la policía, aunque no puede
decirlo en voz alta, no está de acuerdo con el procedimiento excesivamente drástico
por el cual se priva a destacados especialistas de sus puestos de trabajo.
Hacía mucho tiempo que a Tomás no lo elogiaba
nadie, así que oía muy atentamente al señor obeso y se sorprendía de la
precisión y el detalle con que estaba informado de sus éxitos profesionales.
¡Qué indefenso está el hombre ante los elogios! Tomás no podía evitar tomar en
serio lo que decía el hombre del Ministerio.
Pero no era sólo por vanidad. Era más que nada
por falta de experiencia. Si está usted
sentado cara a cara con alguien que es
afable, respetuoso, cortés, es muy difícil darse cuenta permanentemente de que
nada de lo que dice es verdad, de que ninguna de sus afirmaciones es sincera.
No creer (permanente y sistemáticamente, sin un momento de duda) requiere un enorme
esfuerzo y exige entrenamiento, es decir interrogatorios policiales frecuentes.
A Tomás le faltaba este entrenamiento. El hombre del Ministerio seguía:
— Sabemos, estimado doctor, que tenía usted en
Zurich una excelente posición. Y valoramos su actitud al regresar. Eso ha sido
estupendo. Usted sabía que su sitio era éste —y después añadió, como si le
estuviera echando algo en cara a Tomás—: ¡Pero su sitio está en el
quirófano!
— Estoy
de acuerdo —dijo Tomás.
Se
produjo una breve pausa y el hombre del Ministerio dijo con voz
compungida:
— Pero dígame, doctor, ¿usted cree de verdad
que habría que atravesarles los ojos a los comunistas? ¿No le parece raro que
pueda decir eso una persona como usted que le ha devuelto la salud a tanta
gente?
— Esto
es absurdo -objetó Tomás-. Lea atentamente lo que yo escribí.
— Lo he
leído —dijo el hombre del Ministerio con una voz que pretendía ser muy
triste.
— ¿Y
acaso escribí que hay que atravesarles los ojos a los comunistas?
— Todos lo entendieron así -dijo el hombre del
Ministerio y su voz era cada vez más triste.
— Si hubiera leído usted el texto completo, tal como lo escribí, jamás
se le hubiera ocurrido eso.
— ¿Cómo? —aguzó el oído el hombre del
Ministerio—. ¿No publicaron el texto tal como usted lo escribió?
— Lo
recortaron.
—
¿Mucho?
— Como
un tercio.
El
hombre del Ministerio parecía sinceramente indignado:
— Pues
eso no fue juego limpio por parte de ellos.
Tomás se
encogió de hombros.
— ¡Debía
haber protestado! ¡Debía haber exigido una rectificación!
— No ve que inmediatamente después llegaron
los rusos. Todos teníamos otras preocupaciones —dijo Tomás.
— ¿Pero por qué tiene que creer la gente que
usted, un médico, quería que alguien le arrancara los ojos a la gente?
—
Pero si mi artículo se publicó en la parte de atrás, con las cartas de los
lectores. Nadie se fijó en él. Únicamente la embajada rusa, porque le vino
bien.
— ¡No diga eso, doctor! Yo mismo he hablado
con mucha gente que había leído su artículo y estaba asombrada de que usted lo
hubiera podido escribir. Pero ahora todo está mucho más claro al explicarme
usted que el artículo no fue publicado tal como usted lo escribió. ¿Fueron
ellos los que se lo encargaron?
— No
—dijo Tomás—, se lo mandé yo.
— ¿Usted
los conoce?
— ¿A
quiénes?
— A los
que publicaron su artículo.
—
No.
— ¿No
habló nunca con ellos?
— Me
invitaron una vez a la redacción.
—
¿Para qué?
— Por
lo del artículo.
— ¿Y con
quién habló?
— Con
uno de los redactores.
— ¿Cómo
se llamaba?
Hasta ese momento Tomás no se había dado
cuenta de que estaba siendo interrogado. De pronto le dio la impresión de que
cualquier cosa que dijera podía poner a alguien en peligro. Por supuesto sabía
el nombre de aquel redactor, pero lo negó: «No lo sé».
— Pero doctor —dijo el hombre con un tono
lleno de indignación por la insinceridad de Tomás—: ¡Le habrá dicho su nombre
al recibirle!
Resulta tragicómico que nuestra buena
educación se convierta en aliada de la policía. No sabemos mentir. El
imperativo «¡di la verdad!» que nos inculcaron mamá y papá actúa hasta tal
punto de forma automática que incluso ante el policía que nos interroga nos da
vergüenza mentir. Es más fácil para nosotros discutir con él, insultarlo (lo
cual no tiene sentido alguno) que mentirle descaradamente (que es lo único
lógico que podemos hacer).
Cuando el hombre del Ministerio del Interior
le reprochó su falta de sinceridad, Tomás estuvo a punto de sentirse culpable;
tuvo que superar una especie de obstáculo interno para continuar mintiendo:
—
Seguramente se presentó —dijo—, pero el nombre no me decía nada y enseguida lo
olvidé.
— ¿Qué
aspecto tenía?
El redactor que había hablado con él era
pequeño y tenía el pelo rubio muy corto. Tomás trató de elegir los rasgos opuestos:
— Era
alto. Tenía el pelo largo y negro.
— Ah
—dijo el hombre del Ministerio—, ¡y la mandíbula saliente!
— Sí
—dijo Tomás.
— Un
poco encorvado.
— Sí —coincidió Tomas una vez más y se dio
cuenta de que el hombre del Ministerio había identificado a la persona en
cuestión.
Tomás no
sólo acababa de delatar a un pobre redactor, sino que además su delación era
falsa.
— ¿Y por
qué le llamaron? ¿De qué hablaron?
— Se
trataba de una modificación de la sintaxis.
Aquello sonaba como una excusa ridícula. El
hombre del Ministerio volvió a indignarse y asombrarse de que. Tomás no
quisiera decirle la verdad:
— ¡Pero doctor! ¡Hace un rato me dijo que le
habían recortado una tercera parte del texto y ahora me dice que estuvieron
discutiendo de un cambio en la sintaxis! ¡Eso no es lógico!
Para
Tomás la respuesta ya era más fácil porque lo que decía era la pura
verdad:
—No es lógico pero es así —sonrió—: Me pidieron
que les permitiese modificar la sintaxis
en una frase y después redujeron el artículo en un tercio.
El hombre del Ministerio volvió a hacer con la
cabeza un gesto como si no pudiera comprender una actitud tan inmoral y
dijo:
—Esa
gente no se ha comportado correctamente con usted.
Terminó
su copa de vino y concluyó:
— Estimado doctor, ha sido usted víctima de
una manipulación. Sería una lástima que tuvieran que pagar las consecuencias
usted y sus pacientes. Nosotros sabemos de su nivel profesional. Ya veremos lo
que se puede hacer.
Le
estrechó cordialmente la mano a Tomás. Después salieron del bar y cada uno
cogió su coche.
6
Tras el encuentro Tomás se quedó con un humor
de perros. Se reprochaba haber aceptado el tono jovial de la conversación. ¡Ya
que no se había negado a hablar con el policía (no estaba preparado para
semejante situación, no sabía qué prescribía la ley), al menos tenía que
haberse negado a tomar una copa de vino con él en el bar, como si fuese un amigo! ¿Qué pasaría si lo
hubiese visto alguien que conociera a aquel hombre? ¡Pensaría que Tomás está al
servicio de la policía! ¿Y por qué ha tenido que decirle que el artículo fue
recortado? ¿Para qué le dio, sin ninguna necesidad, esa información? Estaba
absolutamente descontento de sí mismo.
Dos semanas más tarde el hombre del Ministerio
regresó. Pretendía que fueran otra vez al bar de enfrente, pero Tomás le pidió
que permaneciera en el consultorio.
—
Comprendo, doctor —sonrió.
Aquella frase despertó la atención de Tomás.
El hombre del Ministerio había hablado como un ajedrecista que le confirma a su
contrincante que en la jugada anterior ha cometido un error.
Se habían sentado en dos sillas, uno frente al
otro y entre ambos estaba el escritorio de Tomás. Al cabo de unos diez minutos,
durante los cuales hablaron de la epidemia de gripe que alcanzaba en aquel
momento su apogeo, el hombre dijo:
— He estado meditando sobre su caso, doctor.
Si se tratase únicamente de usted, la cosa sería sencilla. Pero tenemos que
tener en cuenta la opinión pública. Queriendo o sin querer, con su artículo
contribuyó a impulsar la histeria anticomunista. No puedo ocultarle que incluso
hemos recibido una propuesta para que se le exijan a usted responsabilidades
penales por ese artículo. Hay un párrafo que lo contempla. Incitación pública a
la violencia.
El hombre del Ministerio se calló y miró a
Tomás a los ojos. Tomás se encogió de hombros. El hombre volvió nuevamente al
tono amistoso:
— Hemos rechazado esas propuestas. Cualquiera
que sea su responsabilidad, a la sociedad le interesa que trabaje en el puesto
en el que mejor provecho puede sacar a su capacidad. Su director lo estima a
usted mucho. Y también tenemos información de sus pacientes. ¡Es usted un gran
especialista, doctor! Nadie puede exigirle a un médico que entienda de
política. Usted se dejó engañar. Habría que dejar las cosas en su justo lugar. Por
eso querríamos proponerle un texto para la declaración que, a nuestro juicio,
debería hacer para la prensa. Ya nos ocuparíamos nosotros de que se publicara
en el momento adecuado —y le dio a Tomás un papel.
Tomás leyó lo que estaba escrito y se horrorizó.
Era mucho peor que lo que dos años antes le había pedido su director. Aquello
no era solamente una retractación total con respecto al artículo sobre Edipo.
Había frases sobre el amor a la Unión Soviética, sobre la fidelidad al partido
comunista, había una condena a los intelectuales que al parecer querían
arrastrar al país a una guerra civil, pero, sobre todo, había una denuncia
contra los redactores del semanario de la Unión de Escritores, incluido el
nombre del redactor alto y encorvado (Tomás no había hablado nunca con él pero
sabía su nombre y le conocía de ver su foto en la prensa), que habían deformado
conscientemente su artículo para cambiarle el sentido y transformarlo en una
proclama contrarrevolucionaria; según parece eran demasiado cobardes para
escribir ellos mismos un artículo así y trataron de aprovecharse de un ingenuo
médico. El hombre del Ministerio
percibió el gesto de horror que había en los ojos de Tomás. Se inclinó y le dio
una amistosa palmada en la rodilla por debajo de la mesa:
— ¡Estimado doctor, eso no es más que una
sugerencia! Tómese tiempo para pensarlo y, si quiere modificar alguna frase,
por supuesto podemos llegar a un acuerdo. ¡Al fin y al cabo el texto es suyo!
Tomás le devolvió el papel al policía como si
le diese miedo tenerlo un segundo más en sus manos. Era casi como si creyera
que alguien fuera algún día a buscar en él sus huellas dactilares. En lugar de coger el papel, el hombre del
Ministerio extendió con fingida sorpresa los brazos (era el mismo gesto que
emplea el Papa para bendecir a las masas desde su balcón):
—
Pero doctor, ¿por qué me lo devuelve? Quédeselo. Ya lo meditará tranquilamente
en su casa.
Tomás hizo un gesto de negación con la cabeza,
manteniendo pacientemente el papel en la mano extendida. El hombre del
Ministerio dejó de imitar al Papa durante la bendición y al fin tuvo que coger
el papel. Tomás tenía la intención de
decirle con toda energía que no pensaba escribir ni firmar jamás ningún texto
de ese tipo. Pero finalmente optó por otro tono. Dijo con suavidad:
— No soy
un analfabeto. ¿Por qué iba a firmar algo que no he escrito yo mismo?
—Bien, doctor, podemos hacerlo al revés. Usted
primero lo escribe y después lo revisamos los dos juntos. Lo que ha leído podrá
servirle al menos como modelo.
¿Por qué
no rechazó enseguida la proposición del policía con toda energía?
Seguramente le pasó por la cabeza la siguiente
idea Este tipo de declaraciones sirve
para desmoralizar a todo el país (ésa es evidentemente la
estrategia general de los rusos), pero en su caso la policía persigue
probablemente algún objetivo concreto: es posible que estén preparando un
proceso contra los redactores del semanario en el que Tomás escribió su
artículo. Si eso es así, necesitan la declaración de Tomás como prueba en el
juicio y como parte de la campaña de prensa que organizarán contra los
redactores. Si ahora se negase tajante y enérgicamente, correría el riesgo de
que la policía publicase el texto, tal como estaba preparado, falsificando su
firma. ¡Ningún periódico publicaría una
rectificación suya! ¡No habría nadie en el mundo que creyese que no lo había ni
escrito ni firmado! Comprendió que la gente, al ver a alguien moralmente
humillado, se alegraba demasiado como para permitir que sus explicaciones le
privaran de su placer.
Al darle a la policía esperanzas de que fuera
a escribir algún tipo de declaración, había logrado ganar tiempo. Al día
siguiente presentó por escrito la dimisión a su puesto. Suponía (correctamente)
que en cuanto descendiese voluntariamente al puesto más bajo de la escala
social (al que en aquella época habían descendido, por lo demás, miles de
intelectuales de otras especialidades), la policía perdería todo poder sobre él
y dejaría de ocuparse de su persona. En tales circunstancias no iban a poder
publicar una declaración suya, porque carecería de credibilidad. Y es que esas
vergonzosas declaraciones públicas van siempre ligadas al ascenso y no a la
caída de los firmantes.
Pero en Bohemia los médicos son empleados del
Estado y el Estado puede admitir o no sus dimisiones. El empleado con el que
Tomás trató el tema de su dimisión conocía su nombre y le apreciaba. Trató de
convencerlo de que no dejase su puesto. De pronto Tomás se dio cuenta de que no
estaba en absoluto seguro de haber decidido correctamente. Pero se sentía
ligado a su decisión por una especie de promesa de fidelidad y la mantuvo. Y
así se convirtió en limpiador de escaparates.
7
Hace años, al partir de Zurich hacia Praga,
Tomás se decía en silencio «es muss sein!» y pensaba entonces en su amor por
Teresa. Pero aquella misma noche empezó a dudar de si, en verdad, había tenido
que ser: se daba cuenta de que lo que lo había llevado hacia Teresa era sólo
una cadena de ridículas casualidades que le habían sucedido siete años atrás
(el principio fue el lumbago de su jefe) y de que sólo por esa causa regresaba
ahora a una jaula de la que no habría escapatoria.
¿Quiere decir eso que en su vida no hubo
ningún «es muss sein!», que no hubo nada realmente ineluctable? Creo que sí lo
hubo. No fue el amor, fue la profesión. A la medicina no lo condujo ni la
casualidad ni el cálculo racional sino un profundo anhelo interior.
Si es posible dividir a las personas de
acuerdo con alguna categoría, es de acuerdo con estos profundos anhelos que las
orientan hacia tal o cual actividad a la que dedican toda su vida. Todos los
franceses son distintos. Pero todos los actores del mundo se parecen, en París,
en Praga y en el último teatro de provincias. Actor es aquel que desde la
infancia está de acuerdo con pasar toda la vida exponiéndose a un público
anónimo. Sin este acuerdo básico que no tiene nada que ver con el talento, que
es más profundo que el talento, no puede llegar a ser actor. De un modo
similar, médico es aquel que está de acuerdo con pasar toda la vida y hasta las
últimas consecuencias, hurgando en cuerpos humanos. Es este acuerdo básico (y
no el talento o la habilidad) lo que le permite entrar en primer curso a la
sala de disección y ser médico seis años más tarde.
La cirugía lleva el imperativo básico de la
profesión médica hasta límites extremos, en los que lo humano entra en contacto
con lo divino. Si le pega usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en
cuestión cae y deja definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna
vez iba a dejar de respirar. Un asesinato así sólo se adelanta un poco a lo que
Dios se hubiese encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios
contaba con el asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que
alguien iba a atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado,
meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre.
Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la pie l de un hombre
previamente anestesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la
cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un
abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de
sacrilegio. ¡Pero era precisamente eso lo que le atraía! Ese era el «es muss
sein!» profundamente arraigado dentro de él, al que no lo había conducido
casualidad alguna, el lumbago de ningún
médico-jefe, nada externo. ¿Pero
cómo es posible que se deshiciera de algo tan profundo con tal rapidez, con tal
energía, con tal facilidad?
Nos hubiera respondido que lo hizo para que la
policía no lo utilizara. Pero sinceramente, aunque en teoría era posible (y
aunque en efecto se produjeron casos similares), no era demasiado probable que
la policía publicase una declaración falsa con su firma.
Claro que uno también tiene derecho a temer
que le suceda algo aunque ello sea poco
probable. Admitamos esto. Admitamos también que estaba furioso consigo mismo,
que estaba furioso por su propia torpeza y que quería evitar cualquier contacto
con la policía para que no se incrementase su sensación de impotencia. Y
admitamos incluso que de todas formas había perdido ya su profesión, porque el
trabajo mecánico que realizaba en el ambulatorio, recetando aspirinas, no tenía
nada que ver con lo que la medicina representaba
para él. Sin embargo me llama la atención la vehemencia con que adoptó su
decisión. ¿No se esconde tras ella algo más, algo más profundo, algo que se
escapaba a su razonamiento?
8
A pesar de que gracias a Teresa se había
aficionado a Beethoven, Tomás no entendía demasiado de música y dudo que
conociera la verdadera historia del famoso motivo «muss es sein?, es muss
sein!».
Es la siguiente: cierto señor Dembscher le
debía a Beethoven cincuenta marcos y el compositor, que jamás tenía un céntimo,
se los reclamó. «Muss es sein?» suspiró desolado el señor Dembscher y Beethoven
se echó a reír alegremente: «Es muss sein!»; inmediatamente anotó aquellas
palabras y su melodía y compuso sobre aquel motivo realista una pequeña
composición para cuatro voces: tres voces cantan «es muss sein, es muss sein,
ja, ja, ja», «tiene que ser, tiene que ser, sí, sí, sí», y la tercera voz
añade: «Heraus mit dem Beutel!», «¡Saca el monedero!».
Ese mismo motivo fue un año más tarde la base
de la cuarta frase de su último cuarteto opus 135. Beethoven ya no pensaba
entonces en el monedero de Dembscher. La frase «es muss sein!» le sonaba cada
vez más majestuosa, como si la pronunciara el propio Destino. En el idioma de
Kant, hasta el «buenos días», con la entonación precisa, puede adquirir el
aspecto de una tesis metafísica. El alemán es un idioma de palabras
pesadas. De modo que «es muss sein!» ya
no era ninguna broma, sino «der schwer gefasste Entschluss».
De ese modo, Beethoven transformó una
inspiración cómica en un cuarteto serio, un chiste en una verdad metafísica.
Esta es una interesante historia de transformación de lo leve en pesado (o sea,
según Parménides, de transformación de lo positivo en negativo).
Sorprendentemente, semejante transformación no nos sorprende. Por el contrario,
nos indignaría que Beethoven hubiese transformado la seriedad de su cuarteto en
el chiste ligero del canon a cuatro voces sobre el monedero de Dembscher. Sin
embargo, estaría actuando plenamente de acuerdo con Parménides: ¡convertiría lo
pesado en leve, lo negativo en positivo! ¡Al comienzo (como un boceto
imperfecto) estaría la gran verdad metafísica y al final (como la obra
perfecta) habría una broma ligera! Sólo que nosotros ya no sabemos pensar como
Parménides.
Me parece que aquel agresivo, majestuoso,
severo «es muss sein!» excitaba secretamente a Tomás desde hacía ya mucho
tiempo y que existía dentro de él un profundo deseo de convertir, de acuerdo
con Parménides, lo pesado en leve. Recordemos de qué modo, tiempo atrás, se
negó en un mismo instante a ver a su mujer y a su hijo y el sentimiento de
alivio que le produjo la ruptura con sus padres. ¿Qué fue aquello sino un gesto
violento, y no del todo razonable, de rechazo a lo que se le presentaba como
una pesada responsabilidad, como «es muss sein!»?
Claro que aquél era un «es muss sein!»
externo, planteado por las convenciones sociales, mientras que el «es muss
sein!» de su amor por la medicina era
interno. Peor aún. Los imperativos internos son aún más fuertes y exigen por
eso una rebelión mayor.
Ser cirujano significa hender la superficie de
las cosas y mirar lo que se oculta dentro. Fue quizás este deseo el que llevó a
Tomás a tratar de conocer lo que había al otro lado, más allá del «es muss
sein!»; dicho de otro modo: lo que queda de la vida cuando uno se deshace de lo
que hasta entonces consideraba como su misión.
Pero cuando se entrevistó con la amable
directora de la empresa praguense de limpieza de escaparates y ventanas,
percibió de pronto el resultado de su decisión en toda su concreción e
irreversibilidad y estuvo a punto de asustarse. Sin embargo, en cuanto superó
(tardó aproximadamente una semana) la sorpresa producida por lo inhabitual de
su nuevo modo de vida, comprendió de repente que le habían tocado unas largas
vacaciones.
Las cosas que hacía no le importaban nada y
estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta
entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a
la que no se sentían obligadas por ningún «es muss sein!» interior y que podían
olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había
sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el
quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el
apetito sexual. El «es muss sein!» de su profesión era como un vampiro que le
chupaba la sangre.
Ahora andaba por Praga con la pértiga de lavar
escaparates y constataba con sorpresa que se sentía diez años más joven. Las
vendedoras de las grandes tiendas le llamaban «doctor» (el tam-tam praguense
funcionaba a la perfección) y le pedían consejos para sus constipados, sus
espaldas doloridas y sus menstruaciones irregulares. Le miraban casi con
vergüenza mientras él echaba agua al cristal, colocaba el cepillo en la pértiga
y empezaba a limpiar el escaparate. Si hubieran podido dejar solos a los
clientes en la tienda, seguro que le hubieran quitado la pértiga y hubieran
lavado el cristal en su lugar.
Tomás tenía que atender sobre todo los grandes
almacenes, pero la empresa lo enviaba con frecuencia también a casas de
particulares. La gente aún vivía la persecución masiva de los intelectuales
checos con una especie de euforia solidaria. Cuando sus antiguos pacientes se
enteraban de que Tomás limpiaba escaparates, llamaban a la empresa y
solicitaban sus servicios. Lo recibían entonces con una botella de champán o de
slivo-vice, apuntaban en la factura que había limpiado trece ventanas y se
pasaban dos horas charlando y brindando con él. Las familias de los oficiales
rusos iban a vivir a Bohemia, por la radio se oían los discursos amenazantes de
los funcionarios del Ministerio del Interior que habían reemplazado a los
redactores despedidos y él se tambaleaba borracho por Praga y tenía la
sensación de que iba de fiesta en fiesta. Eran sus grandes vacaciones.
Regresaba a su época de soltero. Y es que de
pronto estaba sin Teresa. Sólo la veía de noche, cuando ella volvía del
restaurante y él se despertaba ligeramente del primer sueño y luego otra vez
por la mañana, cuando era ella la que estaba adormilada y él tenía prisa por
llegar al trabajo. Tenía dieciséis horas para sí mismo y aquél era un ámbito de
libertad inesperadamente conquistado. Todo ámbito de libertad significaba para
él, desde su temprana juventud, mujeres.
9
Cuando sus amigos le preguntaban alguna vez
cuántas mujeres había tenido en su vida, respondía con evasivas y si insistían
decía: «Pueden haber sido unas doscientas». Algunos envidiosos afirmaban que
exageraba. El se defendía: «No es tanto. Tengo relaciones con las mujeres desde
hace unos veinticinco años. Dividid doscientos por veinticinco. Os saldrán unas
ocho mujeres por año. No creo que eso sea tanto».
Pero desde que vivía con Teresa, su actividad
erótica topaba con dificultades organizativas; sólo podía dedicarles (entre la
mesa de operaciones y el hogar) un estrecho espacio de tiempo que, aunque
intensamente utilizado (tal como labra afanosamente su angosta parcela el
agricultor en la montaña) no tenía comparación con el ámbito de dieciséis horas
que había recibido repentinamente de regalo. (Digo dieciséis horas porque las
ocho horas que empleaba en limpiar ventanas también estaban repletas de nuevas
dependientas, empleadas y amas de casa a las que conocía y con las que podía
quedar.)
¿Qué buscaba en ellas? ¿Qué era lo que le
llevaba hacia ellas? ¿No es el acto amoroso la eterna repetición de lo
mismo?
No. Siempre queda un pequeño porcentaje
inimaginable.
Claro que, cuando veía a una
mujer vestida, era capaz de imaginarse aproximadamente qué aspecto iba a tener
desnuda (en este sentido su experiencia como médico complementaba su
experiencia como amante), pero entre lo aproximado de la imagen y la precisión
de la realidad quedaba la pequeña rendija de lo inimaginable que le
intranquilizaba. Además, la persecución de lo inimaginable no termina con el
descubrimiento de la desnudez, sino que continúa más allá: ¿cómo se comportará
cuando la desnude?, ¿qué dirá cuando le haga el amor?, ¿en qué tonos sonarán
sus suspiros?, ¿qué muecas tendrá grabadas en la cara en el momento del
placer?
El carácter único del «yo» se esconde
precisamente en lo que hay de inimaginable en el hombre. Sólo somos capaces de
imaginarnos lo que es igual en todas las personas, lo general. El «yo»
individual es aquello que se diferencia de lo general, o sea lo que no puede
ser adivinado y calculado de antemano, lo que en el otro es necesario
descubrir, desvelar, conquistar.
Tomás, que en los últimos diez años de
ejercicio de la medicina se había ocupado exclusivamente del cerebro humano,
sabe que no hay nada más difícil de aprehender que el «yo». Entre Hitler y
Einstein, entre Brezhnev y Solzhenitsin, hay muchas más similitudes que
diferencias. Si se pudiera expresar con números, hay entre ellos una
millonésima de diferencia y novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa
y nueve millonésimas de similitud.
Tomás está poseído por el deseo de apoderarse
de esa millonésima y cree que ése es el sentido de su obsesión por las mujeres.
No está obsesionado por las mujeres, está obsesionado por lo que hay en cada
una de ellas de inimaginable, en otras palabras, está obsesionado por esa
millonésima diferencial que distingue a una mujer de las demás mujeres.
(Posiblemente aquí conectaba su pasión de
cirujano con su pasión de mujeriego. No soltaba el escalpelo ni cuando estaba
con sus amantes. Deseaba apoderarse de algo que estaba en lo profundo de ellas
y para lo cual era necesario hender su superficie.)
Por supuesto podemos preguntarnos, con toda
razón, por qué buscaba esa millonésima diferencial precisamente en el sexo. ¿Es
que no podía encontrarla, por ejemplo, en la forma de andar, en los placeres
culinarios o en las preferencias artísticas de tal o cual mujer?
Por supuesto, la millonésima diferencial está
presente en todos los campos de la vida humana, sólo que en todos los demás
está a los ojos del público, no es necesario descubrirla, no ha ce falta el escalpelo. El que una mujer prefiera el
queso a las tartas y otra no soporte la coliflor es también un síntoma de
originalidad, pero esa originalidad nos convence inmediatamente de que es
completamente superflua, inútil, y de que no tiene sentido dedicarle nuestra
atención ni buscar en ella valor alguno.
Únicamente en la sexualidad la millonésima
diferencial aparece como algo extraordinario, porque no está al alcance del
público y es necesario conquistarla. No hace más de medio siglo era necesario
dedicar a semejante conquista mucho tiempo (¡semanas y hasta meses!), de modo
que el período dedicado a la conquista era la medida del valor de lo
conquistado. Y aún hoy, aunque la época de conquista se ha reducido
enormemente, la sexualidad sigue siendo la caja de caudales en la que está
oculto el secreto del yo de la mujer.
De modo que no era el deseo de placer (el
placer llegaba como un premio, por añadidura), sino el deseo de apoderarse del
mundo (de hendir con el escalpelo el cuerpo yacente del mundo) lo que le hacía
ir tras las mujeres.
10
Entre los hombres que van tras muchas mujeres
podemos distinguir fácilmente dos categorías. Unos buscan en todas las mujeres
su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son
impulsados por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo
objetivo de la mujer.
La obsesión de los primeros es lírica: se
buscan a sí mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente
desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que nunca puede
encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su
inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres
sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.
La segunda obsesión es épica y las mujeres n o ven en ella nada conmovedor:
el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le
resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa
incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso. La obsesión
del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado
nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).
Debido a que el mujeriego lírico persigue
siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes;
los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de
diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.
Los mujeriegos épicos (y por supuesto que
Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento,
de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y
terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo
son, les da un poco de vergüenza y, para
no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.
Hacía ya dos años que limpiaba ventanas cuando
recibió un encargo de una cliente nueva. Su rareza despertó de inmediato en él
su interés en cuanto la vio al abrirle la puerta. Era una rareza discreta, que
se mantenía dentro de los límites de una agradable trivialidad (la predilección
de Tomás por lo curioso no tenía nada que ver con la predilección de Fellini
por los monstruos): era extraordinariamente alta, algo más alta que él, tenía
una nariz fina y muy larga y su cara era hasta tal punto fuera de lo corriente
que no podía decirse que fuera guapa (¡todo el mundo hubiera protestado!), pese
a que (al menos a juicio de Tomás) no era fea. Estaba vestida con un pantalón y
una blusa blanca, parecía una curiosa combinación de tierno adolescente, jirafa
y cigüeña.
Lo observaba con una mirada insistente, atenta
e indagadora, en la que no faltaba un destello de inteligente ironía.
—
Adelante, doctor —dijo.
Comprendió
que la mujer sabía quién era él. Prefirió, sin embargo, no reaccionar y
preguntó:
— ¿Dónde
podría llenar el cubo de agua?
Le abrió la puerta del cuarto de baño. Se
encontró con el lavabo, la bañera y la taza del water; delante de la bañera,
del lavabo y de la taza había unas pequeñas alfombrillas de color rosado. La mujer que parecía una jirafa y una
cigüeña sonreía, sus ojos se entrecerraban, de modo que todo lo que decía
parecía lleno de un sentido oculto o de ironía.
— El cuarto de baño está a su completa
disposición, doctor —dijo—. Puede hacer
con él lo que le plazca.
— ¿Puedo
incluso bañarme? —preguntó Tomás.
— ¿Le
gusta bañarse? —le preguntó.
Llenó el
cubo de agua caliente y regresó al salón.
— ¿Por
dónde prefiere que empiece?
— Eso
sólo depende de usted -se encogió de hombros.
— ¿Puedo
ver las ventanas de las demás habitaciones?
— ¿Quiere conocer mi casa? -sonrió, como si lo
de lavar las ventanas fuese una manía de él que no tuviese interés para
ella.
Entró en la habitación contigua. Era un
dormitorio con una ventana grande, dos camas juntas y un cuadro con un paisaje
otoñal con abedules y un sol poniente.
Al
regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.
— ¿No
prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.
—
Encantado —dijo Tomás y se sentó.
— Tiene
que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.
— No
está mal —dijo Tomás.
— En
todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.
— Son mucho más frecuentes las abuelas y las
suegras "dijo Tomás.
— ¿Y no
echa en falta su anterior profesión?
— Mejor explíqueme cómo se ha enterado de mi
profesión.
— Su empresa se jacta de contar con usted -dijo
la mujer parecida a una cigüeña.
—
¿Todavía siguen? —se asombró Tomás.
— Cuando llamé por teléfono para que alguien
me viniera a limpiar las ventanas, me preguntaron si quería que viniera usted.
Me dijeron que es usted un gran cirujano y que lo echaron del hospital.
Naturalmente, me llamó la atención.
— Es
usted muy curiosa —dijo.
— ¿Se
me nota?
— Sí,
en la mirada.
—
¿Cómo miro?
—
Entorna los ojos. Y no para de preguntar.
— ¿Ya
usted no le gusta responder?
Desde el comienzo, ella le había dado a la
conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo que decía tenía que ver con
el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a ellos
mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la
conversación, nada más fácil que completar las palabras con roces y Tomás, al
hablar de sus ojos entornados, se los acarició. Ella también le retribuía cada
caricia con otra suya. No lo hacía espontáneamente, sino más bien con una especie
de perseverancia deliberada, como si estuviese jugando al juego de «lo que
usted me haga a mí, yo se lo haré a usted». Así estaban sentados frente a
frente, las manos de cada uno en el cuerpo del otro.
No empezó a resistirse hasta que intentó
tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de saber hasta qué punto la resistencia
iba en serio, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez
minutos tenía que estar en casa de otro cliente.
Se
levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.
—Tengo
que firmarle la factura —dijo.
— Pero
si no he hecho nada —protestó.
— La culpa ha sido mía —dijo y luego añadió
con voz queda, lenta, inocente—: Voy a tener que volver a encargarle el
trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo
empezar.
Al negarse Tomás a darle la factura para que
la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese pidiendo un favor:
— Démela, por favor —y añadió entornando los
ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa
estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.
11
Las curiosas desproporciones de la mujer
parecida a una jirafa y a una cigüeña seguían excitándolo cuando se acordaba de
ella: la coquetería unida a la torpeza; el sincero deseo sexual complementado
por una sonrisa irónica; la vulgaridad convencional de la casa y no
convencionalidad de su propietaria. ¿Cómo será cuando hagan el amor? Trataba de
imaginárselo pero no era fácil. Se pasó varios días sin pensar en otra
cosa.
Cuando ella le llamó por segunda vez, el vino
ya estaba dispuesto encima de la mesa con las dos copas. Pero esta vez todo fue
muy rápido. Pronto estuvieron los dos en el dormitorio (en el cuadro de los
abedules se ponía el sol) besándose. Le dijo su habitual «¡desnúdese!», pero
ella, en lugar de obedecerle, le respondió: «¡No, usted primero!».
No estaba acostumbrado a aquello y se quedó un poco perplejo. Empezó ella a quitarle los
pantalones. El volvió a darle varias veces la orden (su fracaso resultaba
cómico) de que se desnudase, pero al final no le quedó más remedio que aceptar
un compromiso; de acuerdo con las reglas del juego que ya le había impuesto la
vez pasada («lo que usted me hace a mí, yo se lo hago a usted»), ella le quitó
el pantalón y él la falda, luego le quitó ella la camisa y él la blusa, hasta
que al fin los dos estuvieron desnudos, frente a frente. Él tenía la mano en su
húmedo sexo y deslizó luego los dedos hasta el orificio anal, que era lo que
más le gustaba en el cuerpo de todas las mujeres. El de ella era especialmente
saliente, de modo que le recordaba de un modo muy sugerente la imagen del largo
tubo digestivo que termina allí y apenas sobresale. Palpó ese firme y sano
círculo, la más hermosa de todas las sortijas, denominada en el idioma médico
esfínter, y de pronto sintió los dedos de ella en el mismo lugar de su propio
trasero. Repetía todos sus gestos con la precisión de un espejo.
A pesar de que, como ya dije, él había
conocido á unas doscientas mujeres (y desde que había empezado a lavar ventanas
aquel número había aumentado bastante), nunca le había sucedido que una mujer
más alta que él, de pie delante de él, entornara los ojos y le palpara el
orificio anal. Para superar su perplejidad la empujó rápidamente hacia la
cama.
Su movimiento fue tan brusco que la
sorprendió. Su alta figura ca ía d e espaldas, con la cara cubierta de manchas
rojas y la expresión asustada de quien ha perdido el equilibrio. De pie frente
a ella, cogió por debajo de las rodillas sus piernas ligeramente abiertas y las
levantó, de modo que de pronto parecían las manos levantadas de un soldado que
se rinde temeroso ante un arma a punto de disparar. La torpeza unida al fervor, el fervor unido
a la torpeza, excitaron maravillosamente a Tomás. Hicieron el amor durante
mucho tiempo. Tomás observaba mientras tanto su cara cubierta de manchas rojas
y buscaba en ella esa expresión asustada de mujer a la que alguien le ha hecho
una zancadilla y cae, una expresión inimitable que hace un rato le había hecho
subir a la cabeza la sangre de la excitación.
Después fue a lavarse al cuarto de baño. Ella
le acompañó y le estuvo explicando largamente dónde estaba el jabón, dónde la
toalla y cómo había que abrir el agua caliente. Le llamaba la atención que le
explicara con tanto detalle cosas tan sencillas. Por fin le dijo que lo había
entendido todo y le dio a entender que prefería estar a so la s en el cuarto de
baño. Ella le dijo suplicante:
— ¿No me
permite auxiliarle en su limpieza?
Finalmente logró echarla. Se lavó, hizo pis en
el lavabo (costumbre generalizada entre los médicos checos) y le pareció que
ella paseaba impaciente delante de la puerta, pensando en qué hacer para
entrar. Cuando cerró el grifo del agua y la casa quedó en completo silencio,
tuvo la sensación de que alguien le observaba desde alguna parte. Estaba casi
seguro de que en la puerta del cuarto de baño había algún orificio y que ella
arrimaba allí su hermoso ojo entornado.
Salió de la casa de excelente humor. Intentaba
acordarse de lo esencial, buscando la forma abstracta del recuerdo en una
especie de fórmula química que le permitiera definir lo que en ella había de
único (aquella millonésima diferencial).
Al fin obtuvo una fórmula compuesta de tres datos:
1. torpeza
unida a fervor;
2. cara
asustada de alguien que ha perdido el equilibrio y cae;
3. piernas
levantadas como las manos de un soldado que se rinde ante un arma a punto
de disparar.
Al repetir la fórmula tuvo la feliz sensación
de que había vuelto a apoderarse de un trozo de tela del mundo; de que había
recortado con su escalpelo imaginario parte del infinito tejido del
universo.
12
Más o menos en la misma época le ocurrió la
siguiente historia: se veía con una chica joven en un apartamento que un viejo
amigo suyo le dejaba todos los días hasta la medianoche. Al cabo de uno o dos
meses ella le recordó uno de sus encuentros: al parecer habían hecho el amor en
la alfombra, bajo la ventana, mientras afuera relucían los relámpagos y
estallaban los truenos. ¡Habían hecho el amor durante toda la tormenta y al
parecer había sido inolvidablemente bello!
Tomás casi se asustó: sí, recordaba que había
hecho el amor con ella en la alfombra (su amigo sólo tenía en el apartamento
una cama estrecha en la que no se sentía a gusto), ¡pero había olvidado por
completo la tormenta! Era extraño: podía recordar todas las citas que había
tenido con ella, había registrado incluso, con precisión, el modo en que había
hecho el amor (se negó a hacerlo desde atrás), recordaba algunas frases que
ella pronunció mientras hacían el amor (le pedía constantemente que le apretara
las caderas y protestaba porque él la miraba), hasta se acordaba de cómo era su
ropa interior, pero de la tormenta no sabía nada.
Su memoria registraba, de sus historias
amorosas, sólo la empinada y estrecha senda de la conquista sexual: la primera
agresión verbal, el primer roce, la primera obscenidad que le dijo él a ella y
ella a él, todas las pequeñas perversiones a las que había ido conduciéndola
gradualmente y las que ella había rechazado. Todo lo demás (casi como con
cierta pedantería) había sido eliminado de la memoria. Hasta había olvidado el
lugar donde había visto por primera vez a aquella mujer, porque ese instante
transcurrió antes de su propio ataque sexual.
La chica hablaba de la tormenta, sonreía al
recordarla y él la miraba asombrado y casi sentía vergüenza: ella había vivido
algo hermoso y él no lo había vivido con ella. El doble modo en que la memoria
de los dos había reaccionado ante la tormenta nocturna contenía toda la
diferencia que hay entre el amor y el no-amor.
Al
emplear la palabra no-amor, no quiero decir que tuviera una relación cínica con
esa chica ni que, como suele decirse, no reconociese en ella más que un objeto
sexual: por el contrario, la apreciaba como amiga, estimaba su carácter y su
inteligencia, estaba dispuesto a echarle una mano siempre que lo necesitase. No
fue él quien se comportó mal con ella, la que se comportó mal fue su memoria que,
por su cuenta y sin la intervención de él, la expulsó de la esfera del
amor.
Parece como si existiera en el cerebro una
región totalmente específica, que podría denominarse memoria poética y que
registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa
nuestra vida. Desde que conoció a Teresa ninguna mujer tenía derecho a imprimir
en esa parte del cerebro ni la más fugaz de las huellas.
Teresa ocupaba despóticamente
su memoria poética y había barrido de ella las huellas de las demás mujeres. No
era justo, porque por ejemplo la chica con la que había hecho el amor en la
alfombra durante la tormenta era tan
digna de poesía como Teresa. Le gritaba: «¡Cierra los ojos, cógeme de las
caderas, apriétame fuerte!»; no podía soportar que Tomás tuviera los ojos
abiertos, concentrados y observadores, mientras hacía el amor, que su cuerpo,
ligeramente levantado por encima de ella, no se apretase contra su piel. No
quería que la examinase. Quería arrastrarlo a la corriente del encantamiento, a
la que no puede penetrarse más que con los ojos cerrados. Por eso se negaba a
ponerse a gatas, porque en esa posición sus cuerpos no se tocaban en absoluto y
él podía verla casi desde a medio metro de distancia. Odiaba esa distancia,
quería confundirse con él. Por eso afirmaba tercamente que no se había corrido
aunque toda la alfombra estuviera mojada de su orgasmo: «No busco el placer»,
decía, «busco la felicidad, y el placer sin felicidad no es placer». En otras
palabras, golpeaba a la puerta de su memoria poética. Pero la puerta permanecía
cerrada. En la memoria poética no había sitio para ella. Para ella sólo había
sitio en la alfombra.
Su aventura con Teresa había empezado
precisamente en el mismo punto en que terminaban las aventuras con otras
mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo que le impulsaba a conquistar
a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa. A Teresa la recibió
descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese tiempo de coger el
escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del mundo. Antes aun de
que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera el amor con ella,
ya le estaba haciendo el amor.
La historia de amor empezó después: le dio
fiebre y él no pudo mandarla a su casa como a otras mujeres. Se arrodilló junto
a su cama y se le ocurrió que alguien se la había enviado río abajo en un
cesto. Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una
metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer
inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.
13
Hace unos años volvió a inscribírsele en la
mente: volvía por la mañana a casa con la leche, como siempre, y, cuando le
abrió, apretaba contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta roja. Así
es cómo llevan las gitanas a sus hijos. No lo olvidará nunca: el enorme pico
acusatorio de la corneja junto a su cara.
La había encontrado enterrada en el suelo. Eso
es lo que hacían en otros tiempos los cosacos con sus enemigos. «Lo han hecho
los niños», dijo y en aquella frase no había sólo una simple constatación, sino
también un repentino rechazo hacia la gente. Se acordó de que hacía poco le
había dicho: «Empiezo a estarte agradecida de que nunca hayas querido tener
hijos».
Ayer se había quejado de que en el trabajo la
había molestado un individuo. Le había echado la mano al collar barato que
llevaba y había dicho que debía ser producto de la prostitución. Se había
puesto muy nerviosa. Más de lo necesario, pensó Tomás. De pronto se horrorizó
al pensar que en los últimos años la había visto tan poco y había tenido tan
pocas oportunidades de estrechar largamente las manos de ella entre las suyas
para que dejaran de temblar.
Con estas ideas en la cabeza fue por la mañana
a la oficina en la que una empleada repartía a los limpiadores el trabajo para
todo el día. Un particular había insistido para que fuera precisamente Tomás a
limpiarle las ventanas. Fue a aquella dirección a disgusto, temía que volviera
a llamarle alguna mujer. No pensaba más que en Teresa y no tenía ganas de
ninguna aventura.
Cuando
le abrieron la puerta, respiró. Vio ante sí a un hombre alto, ligeramente
encorvado.
Aquel hombre tenía una barba
larga y le recordaba a alguien. Sonrió:
—Adelante,
doctor —y lo condujo
a la habitación.
Allí
estaba un joven. Tenía la cara roja. Miraba a Tomás y trataba de sonreír.
—Creo
que no necesito presentarles a ustedes dos -dijo el hombre.
—No
—dijo Tomás sin sonreír y le dio la mano al joven.
Era su
hijo. Después se presentó el hombre de la barba larga.
— ¡Ya sabía yo que me recordaba a alguien!
—dijo Tornas — ¡Claro! Por supuesto que le conozco. De nombre.
Se sentaron en unos sillones entre los cuales
había una mesita baja. Tomás era consciente de que los dos hombres que estaban
sentados frente a él eran involuntarias criaturas suyas. A su hijo se lo había
obligado a hacer su primera mujer y los rasgos de aquel hombre los había
dibujado, contra su voluntad, al policía que le había interrogado.
Para
alejar aquellos pensamientos dijo:
—
¿Bueno, por qué ventana tengo que empezar?
Los dos
hombres que estaban sentados frente a él se echaron a reír abiertamente.
Sí, estaba claro que no se trataba de ninguna
limpieza de cristales. No había sido invitado a limpiar ventanas, había sido
invitado a una trampa. Nunca había hablado con su hijo. Hoy era la primera vez
que le daba la mano. No lo conocía más que de vista y no quería conocerlo de
otro modo. Deseaba no saber nada de él y quería que su hijo deseara lo mismo.
— Bonito cartel, ¿verdad? —dijo el redactor
señalando hacia un dibujo enmarcado en la pared frente a Tomás.
Hasta entonces Tomás no se había fijado en el
aspecto del piso. En las paredes había cuadros interesantes, muchas fotografías
y carteles. El dibujo que el redactor le señaló había sido publicado en 1969 en
uno de los últimos números del semanario, antes de que los rusos lo
clausuraran. Era una imitación del famoso cartel de la guerra civil rusa de
1918 que llamaba a las filas del ejército rojo: un soldado con una estrella
roja en la gorra y un gesto extraordinariamente severo le mira a uno a los ojos
y extiende su brazo con el índice señalándolo. En texto ruso original decía:
«Ciudadano, ¿ya te has alistado en el ejército rojo?». Este texto fue reemplazado
por un texto checo: «Ciudadano, ¿tú también has
firmado las dos mil
palabras?».
¡Era un chiste estupendo! Las dos mil palabras
fue un célebre manifiesto, el primero, de la primavera del 68, en el que se
llamaba a una radical democratización del régimen comunista. Lo había firmado
una gran cantidad de intelectuales y la gente corriente también empezó a
firmarlo, de modo que se juntó tal cantidad de firmas que nadie era capaz de
contarlas. Cuando el ejército rojo invadió Bohemia y empezaron las purgas políticas,
una de las preguntas que les hacían a los ciudadanos era: ¿Tú también has
firmado las dos mil palabras?». Los que
reconocían que habían firmado eran despedidos de su trabajo sin más
discusiones.
—
Hermoso dibujo. Lo recuerdo —dijo Tomás.
El
redactor sonrió:
— Esperemos que el soldado rojo no esté oyendo
lo que decimos— y luego añadió en tono serio—: Para aclarar la situación,
doctor. Esta no es mi casa. Es la casa de un amigo. De modo que no es seguro
que la policía nos esté oyendo. Sólo es posible. Si lo hubiera invitado a mi
casa sería seguro.
Después
continuó en un tono más distendido:
— Pero yo parto de la premisa de que no
tenemos nada que ocultar a nadie. ¡Además imagínese la ventaja que tendrán los
historiadores checos en el futuro! ¡Encontrarán en los archivos de la policía
la grabación de la vida de todos los intelectuales checos! ¿Sabe usted el
esfuerzo que le cuesta a un historiador de la literatura imaginarse en concreto
la vida sexual, digamos, de Voltaire o
de Balzac o de Tolstoi? En el caso de los intelectuales checos no habrá ninguna
duda. Todo estará grabado. Hasta el último suspiro.
Luego se
dirigió a los imaginarios micrófonos de la pared y dijo en voz más alta:
— Señores, como siempre en estos casos, deseo
alentarles en su trabajo y darles las gracias en mi nombre y en el de los
futuros historiadores.
Rieron los tres un rato y el redactor empezó
luego a contar cómo habían cerrado la revista, a qué se dedicaba el dibujante
que había hecho aquella caricatura y lo que hacían los demás pintores,
filósofos y escritores checos. Después de la invasión rusa todos habían sido
expulsados de sus trabajos y se habían convertido en limpiadores de Ventanas,
guardianes de aparcamientos, porteros de noche, encargados de la calefacción de
los edificios públicos y, en el mejor de los casos, casi por recomendación, en
taxistas.
Lo que el redactor decía no carecía de
interés, pero Tomás era incapaz de concentrarse en aquello. Pensaba en su hijo.
Recordaba que hacía ya varios meses que lo veía por la calle. Al parecer no era
casual. Le sorprendió verle ahora en compañía de un redactor perseguido. La
primera mujer de Tomás era una comunista ortodoxa y Tomás suponía automáticamente
que el hijo estaría bajo su influencia. No sabía nada de él. Claro que podía
preguntarle directamente cuáles eran sus relaciones con su madre, pero no le
parecía elegante hacerlo en presencia de un extraño.
Finalmente el redactor entró en el meollo de
la cuestión. Dijo que había cada vez más gente presa sólo por mantener sus
ideas y terminó su exposición diciendo:
— Por
eso hemos pensado que habría que hacer algo.
— ¿Qué
quieren hacer? —preguntó Tomás.
En ese momento habló su hijo. Era la primera
vez que le oía hablar. Comprobó con sorpresa que tartamudeaba.
— Tenemos noticias —dijo— de que maltratan a
los presos políticos. Algunos de ellos están en un estado verdaderamente
crítico. De modo que pensamos que sería bueno escribir una solicitud que
firmarían los principales intelectuales checos cuyos nombres tienen aún algún
peso.
No, no era tartamudeo, era más bien un leve
atragantamiento que detenía el fluir de sus palabras, de modo que cada una de
las palabras que decía era subrayada y retenida contra su voluntad.
Evidentemente él lo notaba y
su cara, que un rato antes había palidecido, volvía a estar roja. — ¿Y quieren ustedes que les aconseje a
quién dirigirse en mi especialidad? —preguntó Tomás.
— No
—rió el redactor—. No queremos su consejo. ¡Queremos su firma!
¡Una vez más se sintió halagado! ¡Una vez más
estaba contento de que alguien no se hubiera olvidado de que había sido
cirujano! Se resistió sólo por modestia:
—
¡Un momento! ¡Que me hayan echado del trabajo no demuestra que yo sea un médico
importante!
—
No nos hemos olvidado de lo que escribió para nuestro semanario —le sonrió a
Tomás el redactor.
Con una
especie de entusiasmo que Tomás probablemente no captó su hijo suspiró:
—
¡Sí!
Tomás
dijo:
— No sé si mi nombre en una petición puede
servirles de algo a los presos políticos. ¿No deberían firmarla más bien los
que aún no han caído en desgracia y conservan un mínimo de influencia sobre los
que están en el poder?
El
redactor se rió:
— ¡Claro
que deberían!
También
se rió el hijo de Tomás, con la risa de quien ha comprendido ya muchas
cosas.
—Lo malo
es que ésos nunca la firmarán.
El
redactor prosiguió:
— Eso no significa que no vayamos a verles. No
somos tan amables como para ahorrarles el mal trago —rió—. Debería usted
oír sus disculpas. Son fantásticas. El
hijo rió confirmando sus palabras. El redactor continuó:
— Desde luego todos nos dicen que están
totalmente de acuerdo con nosotros, sólo que las cosas hay que hacerlas de otro
modo: con más táctica, con más prudencia, con más discreción. Tienen miedo de
firmar y al mismo tiempo temen que, si no firman, pensemos mal de ellos.
El hijo
y el redactor volvieron a reírse juntos.
El redactor le pasó a Tomás un papel con un
texto breve, en el que, con un tono relativamente respetuoso, se pedía al
presidente de la República que amnistiara a los presos políticos.
Tomás trataba de pensar con rapidez:
¿Amnistiar a los presos políticos? ¿Pero va a darles alguien la amnistía porque
la gente desechada por el régimen (o sea nuevos presos políticos en potencia)
se lo pidan al presidente? ¡Una petición así sólo puede servir para que no se
amnistíe a los presos políticos, aunque diera la casualidad de que quisieran
amnistiarlos ahora!
Su
meditación se vio interrumpida por su hijo:
— Lo principal es que la gente se entere de
que sigue habiendo en este país un puñado de personas que no tienen miedo.
Dejar en claro, también, la posición de cada uno. Separar la paja del grano.
Tomás pensaba: Sí, es verdad, ¿pero eso qué
tiene que ver con los presos políticos? O se trata de conseguir la amnistía o
de separar la paja del grano. Esas dos cosas no son idénticas.
— ¿Duda,
doctor?—preguntó el redactor.
Sí, dudaba. Pero tenía miedo de decirlo.
Frente a él, en la pared, estaba el retrato de un soldado que le amenazaba con
el dedo y decía: «¿Aún dudas de alistarte en el ejército rojo?», o: «¿Aún no
has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú también has firmado las dos mil
palabras?», o: «¿Tú quieres firmar una petición en favor de la amnistía?».
Dijera lo que dijera, amenazaba.
El redactor había dicho ya hacía un momento su
opinión acerca de las personas que pensaban que los presos políticos debían ser
amnistiados pero eran capaces de presentar mil motivos en contra de la firma de
una petición. A su juicio semejantes motivos no eran más que excusas tras las
cuales se ocultaba la cobardía. ¿Qué podía decir Tomás?
Se hizo
un silencio y de pronto se echó a reír: señaló el dibujo en la pared.
— Ese me
está amenazando, me pregunta si firmo o no. ¡Bajo esa mirada es difícil
pensar!
Los tres
rieron durante un rato.
Tomás
añadió entonces:
— Bien.
Lo pensaré. ¿Podríamos vernos dentro de unos días?
— Estaré siempre encantado de verle —dijo el
redactor—, pero para esta petición ya sería tarde. Queremos llevarla mañana al
presidente.
—
¿Mañana?
Tomás recordó el momento en que el policía
gordo le dio el papel con el texto escrito para que denunciara precisamente a
este hombre alto de la barba larga. Todos le fuerzan a firmar textos que él
mismo no ha escrito.
El
hijo dijo:
— Aquí
no hay nada que pensar.
Las palabras eran agresivas pero el tono era
casi suplicante. Se miraban ahora a los ojos y Tomás advirtió que, al centrar
la mirada en un punto, se le levantaba ligeramente la parte izquierda del labio
superior. Conocía esa mueca de su propia cara cuando se miraba atentamente al
espejo para controlar si iba bien afeitado. No pudo impedir cierta sensación de
malestar al verla en una cara ajena.
Cuando los padres viven con sus hijos desde la infancia, se acostumbran
a esas semejanzas, les parecen triviales y, si de vez en cuando las perciben,
pueden parecerles divertidas. ¡Pero Tomás hablaba con su hijo por primera vez
en la vida! ¡No estaba acostumbrado a sentarse frente a su propio labio
torcido!
Imagínese que le amputaran a usted una mano y
se la trasplantaran a otra persona. Esa persona se sentaría luego frente a
usted y gesticularía con esa mano en su inmediata proximidad. Usted miraría esa
mano como si fuera un fantasma. ¡A pesar de ser su propia mano, a la que conoce
íntimamente, tendría pánico de que lo tocara!
El
hijo continuó:
— ¡Al
fin y al cabo tú estás del lado de los perseguidos!
Tomás se había estado preguntando todo el
tiempo si su hijo le tutearía. Hasta ahora había formulado las frases de modo
que pudiese evitar la decisión. Finalmente se había decidido. Le tuteaba y
Tomás estaba seguro de que en esta escena no se trataba de los presos
políticos, sino de su hijo: si firma, sus dos vidas se unirán y Tomás se verá
más o menos obligado a aproximarse a él. Si no firma, su relación seguirá
siendo nula como hasta ahora, pero ya no por su voluntad, sino por la voluntad
de su hijo que renegará de su padre por su cobardía.
Estaba en la situación del ajedrecista que no
tiene ningún movimiento para evitar la derrota y tiene que abandonar la
partida. Al fin y al cabo da exactamente lo mismo que firme o que no. Eso no cambiará para nada
su suerte ni la de los presos políticos.
— Déme
eso —dijo y cogió el papel.
14
Como si
quisiera premiarlo por su decisión el redactor dijo:
— Aquel
artículo sobre Edipo estaba muy bien escrito.
El hijo
le dio la pluma y añadió:
— Hay
ideas que son como un atentado.
El elogio que le hizo el redactor le había
complacido, pero la metáfora utilizada por el hijo le pareció exagerada y fuera
de lugar. Dijo:
—
Lamentablemente ese atentado sólo me afectó a mí. Gracias a aquel artículo no
puedo seguir operando a mis pacientes.
La frase
sonaba fría y casi hostil.
Probablemente para eliminar esa pequeña
disonancia, el redactor dijo (y sonaba como si pidiera disculpas):
— ¡Pero
su artículo le sirvió de ayuda a mucha gente!
Las palabras «ayudar a la gente» no le
sugerían a Tomás, desde la infancia, más que una sola actividad: la medicina.
¿Que un artículo ayuda a la gente? ¿De qué quieren convencerle esos dos? Han
reducido su vida a una pequeña idea sobre Edipo y quizás a algo aún menor: a un
«¡no!» primitivo que le había espetado a la cara al régimen.
Dijo (y
su voz seguía sonando con la misma frialdad, aunque ni siquiera lo
notaba):
— Ignoro que aquel artículo haya ayudado a
alguien. Pero como cirujano le he salvado la vida a algunas personas.
Hubo
otro momento de silencio. Lo interrumpió el hijo:
— Las
ideas también pueden salvarle la vida a la gente.
Tomás veía en la cara de su hijo su propia
boca y pensaba: Es curioso ver tartamudear a la propia boca.
—En aquel artículo había una cosa magnífica
—continuó el hijo y se notaba que le costaba hablar—: el rechazo a los
compromisos. Ese sentido, que ya estamos perdiendo, para distinguir el bien del
mal. Nosotros ya no sabemos qué es sentirse culpable. Los comunistas tienen la
excusa de que Stalin los engañó. El asesino se excusa diciendo que su madre no
le quería y se sentía frustrado. Y tú de pronto dijiste: no existe excusa
alguna. Nadie era más inocente en su interior que Edipo. Y a pesar de eso se
castigó a sí mismo al ver lo que había causado.
Tomás arrancó con esfuerzo la vista de su propio
labio en la cara del hijo y trató de mirar al redactor. Estaba irritado y tenía
ganas de que sus opiniones no coincidieran. Dijo:
— ¿Saben una cosa?, todo esto es un
malentendido. La frontera entre el bien y el mal es terriblemente confusa. Y yo no pretendía en
absoluto que alguien fuera castigado. Castigar a alguien que no sabía lo que
hacía es una barbaridad. El mito de Edipo es hermoso. Pero castigarlo
así...
Hubiera querido añadir algo, pero se dio
cuenta de que en la casa podía haber micrófonos ocultos. No le apetecía nada
ser citado por los historiadores de los próximos siglos. Más bien tenía miedo
de que le citara la policía. Esa era precisamente la retractación que le
pedían. Le desagradaba que ahora hubieran podido oírla de su boca. Sabía que
todo lo que una persona dijera en este país puede ser emitido en cualquier
momento por la radio. Se calló.
— ¿Qué
le indujo a cambiar así de opinión? —preguntó el redactor.
— Más bien me pregunto qué me indujo a
escribir aquel artículo... —dijo Tomás y en ese momento lo recordó: ella había
atracado junto a su cama como un niño enviado en un cesto río abajo. Sí, por
eso cogió aquel libro: volvió a las historias sobre Rómulo, sobre Moisés, sobre
Edipo. Y ya estaba otra vez con él. La veía apretando contra su pecho una
corneja envuelta en una pañoleta. Aquella imagen le produjo placer. Como si le
hubiera venido a decir que Teresa vive, que está en ese preciso momento en la
misma ciudad que él y que todo lo demás carece por completo de significado.
El
redactor rompió el silencio:
—Le comprendo, doctor. A mí tampoco me gusta
que se castigue. Pero nosotros no pedimos castigo — sonrió—, nosotros pedimos
el levantamiento del castigo.
—Ya lo
sé —dijo Tomás.
Ya se había hecho a la idea de que en los
próximos instantes iba a hacer algo posiblemente altruista pero sin duda inútil
(porque no les iba a servir de nada a los presos) y para él personalmente
desagradable (porque se producía en unas circunstancias que le habían sido
impuestas).
El hijo
añadió (casi suplicante):
—
¡Tienes la obligación de firmarlo!
¿Obligación? ¿Su hijo le va a recordar cuáles
son sus obligaciones? ¡Esa era la peor palabra que nadie podía decirle! Volvió
a tener ante sus ojos la imagen de Teresa cogiendo la corneja en su regazo.
Recordó que ayer la había molestado un social en el bar. Le vuelven a temblar
las manos. Ha envejecido. Ella es lo único que le importa. Ella, nacida de seis
casualidades, ella, que floreció del lumbago del médico jefe, ella, que está al
otro lado de todos los «es muss sein!», ella es lo único que le importa.
¿Por qué sigue pensando si debe firmar o no?
No existe más que un solo criterio para todas sus decisiones: no debe hacer
nada que pueda perjudicarla. Tomás no puede salvar a los presos políticos, pero
puede hacer feliz a Teresa. No sabe hacer ni eso. Pero si firma la petición, lo
más seguro es que los sociales irán a visitarla aún con mayor frecuencia y que
las manos le temblarán aún más. Dijo:
— Es mucho más importante desenterrar a una
corneja que mandarle una petición al presidente.
Sabía que la frase era incomprensible pero
precisamente por eso le gustaba aún más. Experimentaba una especie de repentina
e inesperada embriaguez. Era la misma negra embriaguez de cuando, tiempo atrás,
le comunicó a su mujer que ya no quería verla más, ni a ella ni a su hijo. Era
la misma negra embriaguez de cuando echó al buzón la carta en la que renunciaba
para siempre a la profesión médica. No tenía la seguridad de estar actuando
correctamente, pero tenía la seguridad de estar actuando tal como quería
actuar. Dijo:
— No se
ofendan ustedes. No voy a firmar.
15
A los
pocos días ya podía leer artículos sobre la petición en todos los
periódicos.
Por supuesto no decían que se trataba de una
amable solicitud que intercedía por los presos políticos y solicitaba su
liberación. Ninguno de los periódicos citó ni una sola frase de aquel breve
texto. En lugar de eso hablaban extensa,
confusa y amenazadoramente de una
especie de manifiesto contra el Estado, que pretendía convertirse en la base de
una nueva lucha contra el socialismo. Nombraban a los que habían firmado el
texto y acompañaban los nombres de calumnias y ataques que le pusieron a Tomás
la piel de gallina.
Claro, era previsible. En aquella época
cualquier acción pública (reunión, petición, manifestación callejera) que no
estuviera organizada por el partido comunista era considerada automáticamente
ilegal y significaba un peligro para quienes participaban en ella. Eso lo
sabían todos. Pero quizá por eso le fastidiaba aún más no haber firmado la
petición. ¿Y por qué no la había firmado? Ya ni siquiera es capaz de recordar
exactamente los motivos de su decisión.
Y vuelvo a verlo tal como apareció ante mí no
bien empezaba la novela. Está de pie junto a la ventana y mira, a través del
patio, la pared del edificio de enfrente.
Esa es la imagen de la que
nació. Como dije ya, los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo
de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora en la que está
depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el
autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie ha dicho aún nada
esencial.
¿Acaso
no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?
Mirar con impotencia el patio y no saber qué
hacer; oír el terco sonido de las propias tripas en el momento de la emoción
amorosa; traicionar y no ser capaz de detenerse en el hermoso camino de la
traición; levantar el puño entre el gentío de la Gran Marcha; hacer exhibición
de ingenio ante los micrófonos secretos de la policía; todas esas situaciones
las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas
surgió un personaje como el que soy yo, con mi curriculum vitae. Los personajes
de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les
quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos
ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. Es
precisamente esa frontera (la frontera tras la cual termina mi yo), la que me
atrae. Es más allá de ella donde empieza el secreto por el que se interroga la
novela. Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre
lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo.
Pero basta. Volvamos a Tomás.
Está solo en casa y mira a
través del patio la sucia pared del edificio de enfrente. Extraña a aquel
hombre alto de la barba larga, a sus amigos, a los que no conoce y entre los
cuales no se cuenta. Se siente como si hubiera encontrado en el andén a una
hermosa desconocida y, antes de haber podido dirigirle la palabra, ella hubiera
subido al coche-cama en dirección de Estambul o Lisboa.
Trató de recapacitar sobre lo que hubiera sido
correcto hacer. Aunque procuraba dejar de lado todo lo que tenía que ver con
los sentimientos (la admiración que sentía por el redactor o la irritación que
le producía el hijo), no estaba seguro todavía de si debía haber firmado el
texto que le presentaron.
¿Es
correcto levantar la voz cuando a uno lo acallan? Sí.
Pero por otra parte: ¿Por qué le habían
dedicado tanto espacio los periódicos a aquella petición? La prensa (totalmente
manipulada por el Estado) podía haber mantenido un silencio absoluto sobre el
asunto y nadie se hubiera enterado. ¡Si había hablado de la petición era porque
les había hecho el juego a los que gobernaban el país! Les había llegado como
caída del cielo para justificar y poner en marcha una nueva serie de
persecuciones.
¿Qué era
entonces lo correcto? ¿Firmar o no firmar?
La pregunta puede formularse también del
siguiente modo: ¿Es mejor gritar y acelerar así la propia muerte? ¿O callar y
lograr así una muerte más lenta?
¿Puede
haber alguna respuesta para estas preguntas?
Y se le vuelve a ocurrir una idea que ya
conocemos: La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos
averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron
incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha
sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas
decisiones.
Con la historia sucede algo semejante a lo que
ocurre con la vida. La historia de los checos es sólo una. Un día concluirá,
igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda vez.
En 1618 los estados checos le plantaron cara a
la situación, decidieron defender sus libertades religiosas, se enfadaron con
el emperador que residía en Viena y tiraron por la ventana del castillo de
Praga a dos de sus altos funcionarios. Así empezó la guerra de los treinta años
que condujo a la casi completa destrucción de la nación checa. ¿Debieron haber
tenido los checos en aquella ocasión más prudencia que arrojo? La respuesta
parece sencilla, pero no lo es.
Trescientos años más tarde, en 1938, tras la
conferencia de Munich, el mundo decidió sacrificar su país a Hitler. ¿Debieron
haber intentado luchar por su propia cuenta contra una fuerza ocho veces
superior? A diferencia de 1618, aquella vez tuvieron más prudencia que arrojo.
Con su capitulación empezó la segunda guerra mundial que condujo a la pérdida
definitiva de la libertad de la nación por muchos decenios o siglos. ¿Debieron
haber tenido entonces más arrojo que prudencia? ¿Qué debían haber hecho?
Si la historia de Bohemia pudiera repetirse,
sería sin duda bueno intentar la otra eventualidad y comparar después los
resultados. Sin un experimento de este tipo, todas las reflexiones no son más
que un juego de hipótesis.
Einmal ist keinmal. Lo que sólo ocurre una vez
es como si no hubiera ocurrido. La historia de los checos no se repetirá por
segunda vez, la de Europa tampoco. La
historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal
inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana
singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota,
como aquello que mañana ya no existirá.
Tomás se acordó una vez más, con cierta
nostalgia, casi con amor, del alto y encorvado redactor. Aquel hombre actuaba
como si la historia no fuese sólo un boceto, sino un cuadro terminado. Actuaba
como si todo lo que hacía tuviera que repetirse incontables veces en un eterno
retorno y como si estuviera seguro de que nunca dudaría de lo que había hecho.
Estaba convencido de que tenía razón y no creía que eso fuera un síntoma de
limitación mental, sino un signo de virtud. Aquel hombre vivía en una historia
distinta de la de Tomás: en una historia que no era un boceto (o que no sabía
que lo era).
16
Unos
días más tarde se le ocurrió la siguiente idea, que registro como complemento
al capítulo anterior:
En el universo existe un planeta en el que todas
las personas nacerán por segunda vez. Tendrán entonces plena conciencia de la
vida que llevaron en la tierra, de todas las experiencias que allí
adquirieron.
Y existe quizás otro planeta en el que todos
naceremos por tercera vez, con las experiencias de las dos vidas
anteriores.
Y quizás existan más y más planetas en los que
la humanidad nazca cada vez con un grado más (con una vida más) de
madurez.
Esa es
la versión de Tomás del eterno retorno.
Claro que nosotros, aquí, en la tierra (en el
planeta número uno, en el planeta de la inexperiencia), sólo podemos imaginar
muy confusamente lo que le ocurriría al hombre en los siguientes planetas.
¿Sería más sabio? ¿Es acaso la madurez algo que pueda ser alcanzado por el
hombre? ¿Puede lograrla mediante la repetición?
Sólo en la perspectiva de esta utopía pueden
emplearse con plena justificación los conceptos de pesimismo y optimismo:
optimista es aquel que cree que en el planeta número cinco la historia de la
humanidad será ya menos sangrienta. Pesimista es aquel que no lo cree.
17
Julio Verne escribió una famosa novela que
Tomás adoraba cuando era niño y que se titula Dos años de vacaciones y, en efecto, dos años son el plazo máximo
para unas vacaciones. Tomás llevaba ya tres años limpiando ventanas.
Precisamente por entonces comprobaba (en parte
con tristeza, en parte sonriendo calladamente) que estaba ya físicamente
cansado (tenía todos los días uno y a veces hasta dos torneos amorosos) y, aun
sin perder el apetito, para hacer el amor tenía que poner en juego las últimas
fuerzas que le quedaban. (Añado: no se trataba de las fuerzas sexuales, sino de
las físicas; no tenía problemas con el sexo, sino con la respiración; y era
precisamente eso lo que resultaba un tanto cómico.)
Un día estaba intentando organizar una cita
para la tarde, pero, como a veces ocurre, no conseguía localizar por teléfono a
ninguna mujer, de modo que la tarde amenazaba con quedar vacía. Estaba
desesperado. Ese día llamó unas diez veces a una chica, una encantadora
estudiante de arte dramático cuyo cuerpo se había bronceado en alguna de las
playas nudistas de Yugoslavia con tal regularidad que parecía que hubiera
estado dando vueltas lentamente en algún asador asombrosamente preciso.
La llamó en vano desde todas las tiendas en
las que trabajó y al terminar su jornada, alrededor de las cuatro de la tarde,
cuando volvía a la oficina a entregar las facturas firmadas, lo detuvo de
pronto en una calle del centro de Praga una mujer desconocida. Le sonrió:
—
Doctor, ¿dónde se había metido? ¡Lo había perdido completamente de vista!
Tomás se esforzaba por recordar de dónde la
conocía. ¿Sería una antigua paciente? Se comportaba como si fueran amigos
íntimos. El trataba de comportarse de modo que ella no advirtiera que no la
había reconocido. Estaba pensando en cómo convencerla para que fuera con él al
piso del amigo, cuyas llaves llevaba en el bolsillo, cuando por un comentario
casual comprendió quién era aquella mujer: era la estudiante de arte dramático,
maravillosamente bronceada, a la que había estado llamando desesperadamente por
teléfono durante todo el día.
Aquella historia le hizo reír y le aterró: no
sólo está cansado física, sino también psíquicamente; dos años de vacaciones no
pueden prolongarse indefinidamente.
18
Las vacaciones sin quirófano eran también
vacaciones sin Teresa: durante seis días a la semana apenas se veían y sólo
estaban juntos el domingo. A pesar de que los dos deseaban estar juntos, tenían
que ir acercándose desde una gran distancia, poco más o menos como cuando él
volvió al lado de ella desde Zurich. Hacer el amor les producía placer pero no
les daba consuelo. Ella ya no gritaba y en el momento del orgasmo su cara
parecía expresar dolor y una extraña ausencia. Sólo mientras dormían
permanecían cada noche tiernamente unidos. Se cogían de la mano y ella olvidaba
el abismo (el abismo de la luz del día) que les separaba. Pero las noches no
bastaban para que la protegiera y la cuidara. Cuando la veía por la mañana se
le encogía el corazón con un nuevo
temor: tenía mal aspecto y parecía enferma.
Un domingo ella le pidió que fueran a dar un
paseo en coche fuera de Praga. Llegaron al balneario en el que vieron todas las
calles con los nombres cambiados por nombres rusos y se encontraron con el
antiguo paciente de Tomás. Aquel encuentro le afectó mucho. De pronto alguien
volvía a hablarle como a un médico y él sentía la voz distante de su antigua
vida, con su agradable regularidad, con la atención a los enfermos, con sus miradas
llenas de confianza, a las que no parecía prestar atención pero que en realidad
le producían placer y que ahora añoraba.
Volvían en coche a casa y Tomás iba pensando
que el regreso de Zurich a Praga había sido para ellos un error catastrófico.
Miraba fijamente la carretera porque no quería ver a Teresa. Sentía rabia hacia
ella. La presencia de ella a su lado aparecía ahora en toda su insoportable
casualidad. ¿Por qué estaba junto a él? ¿Quién la había metido en el cesto y la
había enviado río abajo? ¿Y por qué la habían mandado precisamente a la orilla
de su cama? ¿Y por qué precisamente a ella y no a alguna otra mujer?
Durante
todo el camino ninguno de los dos habló.
Regresaron
a casa y cenaron en silencio.
El silencio yacía entre ellos como una
desgracia. Era cada minuto más pesado. Para librarse de él fueron pronto a
dormir. Por la noche la despertó, ella lloraba en sueños.
Le contó: «Estaba enterrada. Hace ya tiempo.
Venías a verme todas las semanas. Siempre golpeabas con los nudillos en la
tumba y yo salía. Tenía los ojos llenos de tierra.
»Decías:
'Así no puedes ver' y me quitabas la tierra de los ojos.
»Y yo te
decía: 'De todos modos no veo. Si tengo agujeros en vez de ojos'.
»Y un día te fuiste y no volviste durante
mucho tiempo y yo sabía que estabas con otra mujer. Pasaban las semanas y tú no
volvías. Tenía miedo de no verte y por eso no dormía nunca. Por fin volviste a
llamar a la tumba, pero yo estaba tan cansada después de un mes sin dormir que
no tenía fuerzas para salir a la superficie. Cuando lo conseguí, tu me miraste
decepcionado. Me dijiste que tenía muy mal aspecto. Sentí que te desagradaba
terriblemente, que tenía la cara hundida y hacía unos gestos muy bruscos.
»Te pedí
disculpas: 'No te enfades, no he dormido en todo el tiempo'.
»Y tú dijiste con voz falsa, tranquilizadora:
'Ya ves. Tienes que descansar. Deberías tomarte un mes de vacaciones'.
»Y yo sabía perfectamente qué querías decir
con lo de las vacaciones. Sabía que no querías verme en todo el mes porque
estarías con otra mujer. Te fuiste y yo bajé a la tumba y sabía que pasaría
otro mes sin dormir para estar despierta cuando vinieses y que, cuando llegases
al cabo de un mes, estaría aún más fea que hoy y que tu estarías aún más
decepcionado.»
No había oído nunca un relato más torturado
que aquél. Apretó a Teresa contra su pecho, sintió su cuerpo que temblaba y le
pareció que era incapaz de soportar su amor.
La tierra puede estremecerse por las
explosiones de las bombas, la patria puede ser expoliada cada día por un
invasor distinto, todos los habitantes de la calle contigua pueden ser
conducidos ante el pelotón de ejecución, todo eso lo soportaría con mucha mayor
facilidad de lo que estaría dispuesto a reconocer. Pero era incapaz de soportar
la tristeza de un solo sueño de Teresa.
Regresó al interior del sueño del que ella le
había hablado. Se imaginaba que le acariciaba la cara y, disimuladamente, para
que no se diese cuenta, le quitaba la tierra de las órbitas de los
ojos. Después oyó que le decía aquella frase increíblemente torturada: «De
todos modos no veo. En vez de ojos tengo agujeros».
El
corazón se le estrechaba de tal modo que creyó que estaba al borde del
infarto.
Teresa había vuelto a dormirse pero él no
podía conciliar el sueño. Se imaginaba su muerte. Está muerta y tiene
pesadillas; pero como está muerta él no puede despertarla. Sí, eso es la muerte:
Teresa duerme, tiene pesadillas, pero él no puede despertarla.
19
En los cinco años que han pasado desde que el
ejército ruso invadió la patria de Tomás, Praga ha cambiado mucho: la gente a
la que Tomás encontraba por la calle era distinta de la de antes. La mitad de
sus amigos había emigrado y de la mitad que se había quedado la mitad había
muerto. Ese es un hecho que no será registrado por ningún historiador: los años
que siguieron a la invasión rusa fueron años de entierros; la frecuencia de los
fallecimientos fue mucho mayor que antes. No hablo sólo de los casos (más bien
infrecuentes) en los que alguien era
perseguido hasta la muerte, como Jan Prochazka. A los catorce días de
que la radio emitiera a diario sus conversaciones privadas, ingresó en el
hospital. El cáncer que probablemente dormitaba desde antes en su cuerpo
floreció de pronto como una rosa. Le operaron en presencia de la policía que,
cuando comprobó que el novelista estaba condenado a muerte, cesó de interesarse
por él y le dejó morir en brazos de su mujer. Pero también morían los que no
eran directamente perseguidos por nadie. La desesperanza que se había apoderado
del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos
huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y
obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo
del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante
el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd.
Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a la Unión Soviética.
Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan
feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos.
Tomás fue al crematorio a presenciar el
funeral por un famoso biólogo expulsado de la Academia de Ciencias. En la nota
necrológica no se permitió publicar la hora de las honras fúnebres para que el
acto no se convirtiese en una manifestación, y sus deudos no se enteraron hasta
el último momento de que la cremación sería a las seis y media de la
mañana.
Cuando entraron en la sala del crematorio,
Tomás no comprendía qué pasaba: la sala estaba iluminada como un estudio de
cine. Miró sorprendido a su alrededor y comprobó que habían colocado cámaras en
tres sitios. No, no era la televisión, era la policía la que filmaba el funeral
para poder estudiar a los participantes. Un antiguo compañero del científico,
que seguía siendo miembro de la Academia de Ciencias, tuvo el valor de despedir
al féretro. No contaba con que ese día se convertiría en actor de cine.
Cuando terminaba el acto y ya todos habían
estrechado las manos de los familiares del muerto, Tomás vio en un rincón de la
sala a un grupo de personas y, entre ellas, al redactor alto y encorvado.
Volvió a añorar a aquellas personas que no tenían miedo a nada y estaban
seguramente unidas por una gran amistad. Avanzó hacia él, le sonrió, quería
saludarlo, pero el hombre encorvado dijo: «Cuidado, doctor, es mejor que no se
acerque».
La frase era curiosa. Podía explicársela como
una sincera advertencia amistosa («Cuidado, nos están filmando, si habla con
nosotros, tendrá un interrogatorio más») o podía tener también un sentido
irónico («¡Si no ha tenido el valor suficiente para firmar la petición, sea
consecuente y no se junte con nosotros!»). Cualquiera que hubiera sido el
significado real, Tomás obedeció y se alejó. Tenía la sensación de que veía a
una hermosa mujer subir al coche-cama de uno de los grandes expresos y de que,
en el momento en que iba a expresarle su admiración, ella ponía el dedo sobre
los labios y no le permitía hablar.
20
Ese mismo día por la tarde tuvo otro encuentro
interesante. Estaba limpiando el escaparate de una gran zapatería y justo a su
lado se detuvo un hombre joven. Se inclinó hacia el escaparate y se puso a
mirar los precios.
— Han
subido —dijo Tomás sin dejar de secar el agua del cristal con su aparato.
El hombre lo miró. Era aquel compañero suyo
del hospital al que he bautizado con la letra S., el mismo que en otros tiempos
sonreía enfadado porque Tomás hubiera firmado su declaración autocrítica. Tomás
se alegró de aquel encuentro (con la simple e ingenua alegría que nos producen
los acontecimientos inesperados), pero observó en la mirada de su colega
(durante el primer segundo, mientras S. aún no había tenido tiempo de
controlarse) un gesto de sorpresa y desagrado.
— ¿Cómo
te va? —preguntó S.
Antes de que Tomás tuviera tiempo de
responder, ya se había dado cuenta de que S. se avergonzaba de su pregunta. Era
una evidente tontería que un médico que sigue trabajando le preguntara «¿cómo
te va?» a un médico que limpia escaparates.
Para que no se sintiese avergonzado, Tomás le
respondió con el tono más alegre que pudo: «¡estupendamente!», pero advirtió de
inmediato que ese «estupendamente» sonaba, a su pesar (y precisamente por haber
procurado pronunciarlo con alegría), como una amarga ironía. Por eso añadió en
seguida:
—
¿Qué hay de nuevo en el hospital? S. respondió:
— Nada.
Todo normal.
Esta respuesta, aunque pretendía ser lo más
neutral posible, también estaba totalmente fuera de lugar, y los dos lo sabían
y sabían que lo sabían: ¿cómo es posible que todo sea normal cuando uno de los
dos limpia escaparates?
— ¿Y el
jefe? —preguntó Tomás.
— ¿No os
veis? —preguntó S.
— No
—dijo Tomás.
Era verdad, desde que se fue del hospital no
había vuelto a ver al médico jefe, a pesar de que trabajaban muy bien juntos y
tendían a considerarse casi como amigos. Hiciera lo que hiciera, el «no» que
acababa de pronunciar llevaba cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S.
estaba disgustado por la pregunta que le había hecho, porque al igual que el
médico jefe, él tampoco había ido nunca a preguntarle a Tomás cómo le iba y si
le hacía falta algo.
La conversación entre los dos antiguos
compañeros de trabajo se había vuelto imposible, aunque ambos lo lamentaran y
Tomás en particular. No estaba enfadado porque sus compañeros de trabajo se
hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado explicárselo a aquel joven. Tenía
ganas de decirle: «¡No sientas vergüenza! ¡Es normal y totalmente correcto que
no os relacionéis conmigo! ¡No te acomplejes por eso! ¡Estoy encantado de
verte!», p ero hasta de decir e so tenía miedo, porque todo lo que había dicho
hasta entonces había sonado de un modo distinto al que pretendía y su compañero
de profesión hubiera sospechado que esta sincera frase también era irónica y
agresiva.
— Perdona —dijo finalmente S.—, tengo una
prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.
Antes, cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por
su previsible cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo
despectivamente, que están incluso obligados a reconocer su valor, lo
esquivan.
Por lo demás, tampoco los antiguos pacientes
lo invitaban ya, ni lo recibían con champán. La situación de los intelectuales
desclasados había dejado de ser excepcional; se había convertido en algo
duradero y desagradable a la vista.
21
Llegó a casa y se durmió antes que de
costumbre. Una hora más tarde le despertó el dolor de estómago. Eran sus
antiguas molestias que reaparecían siempre en los momentos de depresión. Abrió
el botiquín y maldijo. No había ningún medicamento. Había olvidado renovarlos.
Trató de superar el ataque a fuerza de voluntad y fue lográndolo pero no
consiguió dormirse. Cuando Teresa volvió a casa, a la una y media de la mañana,
tenía ganas de charlar con ella. Le habló del entierro, del redactor que no
había querido dirigirle la palabra, de su encuentro con su colega S.
— Praga
se ha vuelto fea —dijo Teresa.
— Fea
—dijo Tomás.
Al cabo
de un rato Teresa dijo en voz muy baja:
— Sería
mejor que nos fuéramos de aquí.
— Sí
—dijo Tomás—, pero no tenemos adonde ir.
Estaba
sentado en la cama, en pijama, y ella se sentó a su lado y se abrazó a su
cuerpo. Dijo:
— Al
campo.
— ¿Al
campo? -preguntó extrañado.
— Allí estaríamos solos. Allí no te
encontrarías ni con el redactor ni con tus antiguos compañeros. Allí la gente
es distinta y la naturaleza sigue siendo igual que siempre.
En ese momento Tomás volvió a sentir un suave
dolor en el estómago, se sentía viejo y le parecía que lo único que deseaba era
un poco de tranquilidad y de paz.
— Puede
que tengas razón —dijo dificultosamente, porque el dolor le impedía
respirar.
Teresa
seguía:
—
Tendríamos una casa y un pequeño jardín, y Karenin por lo menos podría correr a
gusto.
— Sí
—dijo Tomás.
Después se imaginó qué pasaría si de verdad se
fueran al campo. En un pueblo sería difícil tener todas las semanas a una mujer
diferente. Allí se acabarían sus aventuras eróticas.
— Lo malo es que en un pueblo, a solas
conmigo, te aburrirías —dijo Teresa como si le leyese los pensamientos.
El dolor había vuelto a aumentar. No podía
hablar. Se le ocurrió pensar que su hábito de ir tras las mujeres era una
especie de «es muss sein!», un imperativo que lo esclavizaba. Anhelaba unas
vacaciones. ¡Pero unas vacaciones totales, en las que le dejaran en paz
todos los imperativos, todos los «es
muss sein!» Si había sido capaz de descansar (y para siempre) de la mesa de
operaciones del hospital, ¿por qué no
descansar de esa mesa de operaciones del mundo, sobre la cual abría con un
escalpelo imaginario la funda en la que las mujeres guardaban la ilusoria
millonésima diferencial? — ¡A ti te
duele el estómago! —advirtió entonces Teresa.
Asintió.
— ¿Te
has puesto la inyección?
Hizo un
gesto de negación:
— Me
olvidé de pedirlas.
Se enfadó con él por su dejadez y le acarició
la frente, en la que el dolor había hecho aparecer algunas gotas de sudor.
— Ahora
está un poco mejor —dijo.
—
Acuéstate —dijo ella y lo cubrió con la manta.
Después fue al baño y al cabo de un momento se
acostó a su lado. El giró hacia ella la cabeza, apoyada en la almohada, y se
quedó asombrado: la tristeza que reflejaban sus ojos era insoportable.
Dijo:
—
Teresa, dime, ¿qué te pasa? A ti te está pasando algo. Lo siento. Lo veo.
Negó con
la cabeza:
— No, no
me pasa nada.
— ¡No
lo niegues!
— Es lo
de siempre —dijo.
«Lo de siempre» significaba los celos de ella
y las infidelidades de él. Pero Tomás siguió insistiendo.
— No,
Teresa. Esta vez es otra cosa. Nunca habías estado tan mal.
Teresa
dijo:
— Bien,
te lo diré. Vé a lavarte la cabeza.
No le
entendía.
Lo dijo
con tristeza, sin agresividad, casi con ternura:
— Hace ya varios meses que tu pelo huele
intensamente. Huele al sexo de alguna mujer. No te lo quería decir. Pero hace
ya muchas noches que tengo que respirar el perfume del sexo de alguna de tus
amantes.
En cuanto lo dijo el estómago volvió a
dolerle. Estaba desesperado. ¡Se lava tanto! Se frota con tanto cuidado el
cuerpo, las manos, la cara, para que no le quede ni una huella de olor ajeno.
Evita los jabones perfumados en los cuartos de baño ajenos. Lleva a todas
partes su propio jabón sin perfume. ¡Pero olvidó el pelo! ¡No, no se le ocurrió
pensar en el pelo!
Y recordó la mujer que se le sienta en la cara
y quiere que le haga el amor con toda su cara y hasta con la nuca. Ahora la
odiaba. ¡Qué ocurrencia más idiota! Sabía que ahora no era posible negar nada y
que lo único que podía hacer era reír estúpidamente e ir al baño a lavarse la
cabeza.
Ella
volvió a acariciarle la frente:
—
Quédate acostado. Ya no vale la pena. Ya estoy acostumbrada.
Le dolía
el estómago y anhelaba tranquilidad y paz. Dijo:
— Le escribiré a aquel paciente mío que
encontramos en el balneario. ¿Conoces la región donde está su aldea?
— No
—dijo Teresa.
A Tomás
le costaba mucho trabajo hablar. No logró decir más que: «Bosques...
montes...».
—
Sí, lo haremos. Nos iremos de aquí. Pero deja de hablar —y seguía acariciándole
la frente. Estaban los dos juntos, acostados, y ya no decían nada. El dolor
desaparecía lentamente. Pronto se durmieron los dos.
22
En
medio de la noche se despertó y recordó con sorpresa que no había tenido más
que sueños eróticos. Sólo recordaba con claridad el último: en una piscina
nadaba de espaldas una enorme mujer desnuda, al menos cinco veces mayor que él,
con una barriga toda cubierta de espeso vello, desde la entrepierna hasta el
ombligo, la miraba desde la orilla y estaba terriblemente excitado.
¿Cómo podía estar excitado cuando su cuerpo se
hallaba debilitado por un ataque al estómago? ¿Y cómo pudo excitarse mirando a
una mujer que, despierto, sólo hubiera podido producirle asco? Se dijo: En el sistema de relojería de la
cabeza dan vueltas en sentido contrario dos ruedas dentadas. En una de ellas
están las visiones, en la otra las reacciones del cuerpo. El diente en el que
está la visión de una mujer desnuda toca el diente opuesto, en el que está
inscrito el imperativo de la erección.
Si por algún descuido las ruedas se desplazan y la rueda de la excitación se
pone en contacto con el diente en el que está pintada la imagen de una
golondrina volando, nuestro sexo se empinará al ver a una golondrina. Conocía
además las investigaciones de un colega suyo que estudiaba el sueño de las
personas y afirmaba que en el hombre se produce
la erección con cualquier sueño. Eso quiere decir que la relación entre
la erección y una mujer desnuda es sólo uno de los mil modos en que el Creador
pudo haber ajustado el mecanismo de relojería de la cabeza del hombre.
¿Pero qué tiene que ver el amor con esto?
Nada. Si en la cabeza de Tomás la rueda se desplaza por algún motivo y él, a
partir de entonces, se excita al ver a una golondrina, nada cambia en su amor
por Teresa.
Si la excitación es el mecanismo mediante el
cual se divierte nuestro Creador, el amor es, por el contrario, lo que nos
pertenece sólo a nosotros y con lo que escapamos al Creador. El amor es nuestra
libertad. El amor está al otro lado del «es muss sein!».
Pero esto no es del todo cierto. Aunque el
amor sea algo distinto a la maquinaria de relojería del sexo con el que se
divierte el Creador, queda sin embargo amarrado a esa maquinaria. Está amarrado
a ella como una tierna mujer desnuda al péndulo de un enorme reloj.
Tomás
piensa: Amarrar el amor al sexo ha sido una de las ocurrencias más
extravagantes del Creador.
Y después piensa esto también: La única manera
de salvar el amor de la estupidez del sexo hubiese sido la de ajustar de otro
modo el reloj de nuestra cabeza y excitarnos viendo una golondrina. Se durmió con aquella dulce idea. Y en el
umbral del sueño, en ese mágico territorio de imágenes confusas, de pronto se
sintió seguro de haber descubierto la solución de todos los misterios, la llave
del secreto, la nueva utopía, el paraíso: un mundo donde el hombre se excita al
mirar a una golondrina y donde puede querer a Teresa sin verse interrumpido por
la agresiva estupidez del sexo.
Se
durmió.
23
Había varias mujeres semidesnudas, daban
vueltas a su alrededor y él se sentía cansado. Para escapar de ellas, abrió la
puerta de la habitación contigua. Vio en el sofá de enfrente a una muchacha.
También estaba semides-nuda,
sólo en bragas. Estaba reclinada de costado y se apoyaba en un codo.
Le miraba con una sonrisa,
como si supiera que iba a venir.
Se
acercó a ella. Recorrió su cuerpo una sensación de inmensa felicidad por
haberla encontrado y poder estar con ella. Se sentó junto a ella, él le dijo
algo y ella también le habló. Irradiaba serenidad. Los gestos de su mano eran
lentos y acompasados. Toda la vida había anhelado aquellos gestos serenos. Era
precisamente aquella serenidad femenina la que había echado en falta toda la vida.
Pero en ese momento se produjo el
deslizamiento del sueño al despertar. Se encontró en ese no man's land en el
que el hombre ya no duerme y aún no está despierto. Le aterró que la muchacha
desapareciera ante sus ojos y se dijo: ¡Por Dios, no debo perderla! Intentó
desesperadamente recordar quién era la muchacha, dónde la había encontrado, qué
experiencia había tenido con ella. ¿Cómo es posible que no lo sepa,
conociéndola tanto? Se hizo la promesa de llamarla por teléfono en cuanto
amaneciese. Pero nada más pensarlo se alarmó, porque había olvidado su nombre y
no podía llamarla. ¿Pero cómo puede olvidar el nombre de alguien a quien conoce
tanto? Estaba ya casi despierto del todo, tenía los ojos abiertos y se
preguntaba: ¿Dónde estoy? Sí, estoy en Praga, pero y esa muchacha, ¿es de
Praga?, ¿no la habré visto en otro sitio?, ¿no será una suiza? Tardó un rato en
comprender que no conocía a aquella muchacha, que no era de Suiza ni de Praga,
que era la muchacha de un sueño, que no era de ninguna otra parte.
Estaba tan excitado que se incorporó en la
cama. Teresa respiraba profundamente a su lado. Pensaba que la muchacha del
sueño no se parecía a ninguna de las mujeres que jamás había visto. La muchacha
que le había parecido íntimamente conocida era precisamente una completa
desconocida. Pero era precisamente la que siempre había anhelado. Si existe
para él algún paraíso personal, en ese paraíso tendría que vivir con ella. Esa
mujer del sueño es el «es muss sein!» de su amor.
Recordó el conocido mito de El banquete de
Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades
que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de
encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.
Admitimos que eso es así; que cada uno de
nosotros tiene en algún lugar del mundo a su mitad, con la que una vez formó un
solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la muchacha con la que había soñado. Lo
que sucede es que el hombre no encuentra a la otra mitad de sí mismo. En su
lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a Teresa. ¿Pero qué sucede si se
encuentra realmente con la mujer que le corresponde, con la otra mitad de sí
mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?
Se imaginó que estaba viviendo en un mundo
ideal con la muchacha del sueño. Junto a las ventanas abiertas de su residencia
pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio de la acera y desde allí lo mira,
con una mirada de infinita tristeza. Y él no soporta aquella mirada. ¡Siente
otra vez el dolor de ella en su propio corazón! Está otra vez en poder de la
compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa de un salto la ventana. Pero
ella le dice amargamente que se quede allí donde se siente feliz y hace
aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban en ella y que siempre le
habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las estrecha entre las suyas
para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier momento la casa de su
felicidad, que abandonaría en cualquier momento su paraíso en el que vive con
la muchacha del sueño, que traicionaría el «es muss sein!» de su amor para irse
con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas casualidades.
Seguía incorporado en la cama y miraba a la
mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un
amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil
porque abrió los ojos y lo miró con asombro.
— ¿Qué
miras? —preguntó ella.
Sabía que no debía despertarla, que tenía que
hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus
palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.
— Miro
las estrellas —dijo.
— No
mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.
—
Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros
—respondió Tomás. — Ah, en un avión —dijo Teresa.
Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a
dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de
un avión que vuela muy por encima de las estrellas.
Sexta
Parte
La
gran marcha
1
Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera
vez, en el «Sunday Times», cómo murió Lakov, el hijo de Stalin. Preso en un
campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su
alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de
Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete
embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el
hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a
reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se
enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia
al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán
se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la
humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia
las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su
cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de
las alambradas.
2
El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su
padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los
indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre
era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, reprobó. La gente lo temía por
partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de
Stalin)» y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de
hacerlo con el hijo reprobado).
La reprobación y el privilegio, la felicidad y
la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos
contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde
un polo de la existencia humana hasta el otro.
Nada más empezar la guerra lo capturaron los
alemanes, y otros prisioneros, que
pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por
su incomprensible introversión, lo
acusaron de ser sucio. ¿El, que debía soportar el peso del mayor drama
imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel reprobado), debía ser
ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los
ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan
vertiginosamente próximo al más bajo?
¿Vertiginosamente
próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?
Puede. Cuando el polo norte se aproxima al
polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra
en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la
caída.
Si la reprobación y el privilegio son lo
mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios
puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus
dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de
Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos
su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en
lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.
El hijo de Stalin dio su vida por la mierda.
Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los ale manes, que
sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente,
los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia
occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería y su muerte carece de
sentido y de validez general. Por
el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez
generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.
3
Cuando yo era pequeño y hojeaba el Antiguo
Testamento adaptado para niños y adornado con grabados de Gustav Doré, veía ahí
a Dios sobre una nube. Era un anciano, tenía ojos, nariz, una larga barba y yo
me decía que, si tenía boca, debía comer. Y si come, también tenía que tener
tripas. Pero aquella idea me asustaba porque, aunque era hijo de una familia
más bien no creyente, sentía que la idea de las tripas de Dios era una
blasfemia.
Sin ningún tipo de preparación teológica,
espontáneamente, comprendí desde niño la incompatibilidad entre la mierda y
Dios y, de ahí, cuan dudosa resulta la tesis básica de la antropología
cristiana según la cual el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Una
de dos: o el hombre fue creado a semejanza de Dios y entonces Dios tiene
tripas, o Dios no tiene tripas y entonces el hombre no se le parece.
Los antiguos gnósticos lo sentían igual que yo
cuando tenía cinco años. Valentín, gran maestro de la Gnosis en el siglo
segundo, decía para resolver este enrevesado problema que Jesús «comía, bebía,
pero no defecaba».
La mierda es un problema teológico más
complejo que el mal. Dios les dio a los hombres la libertad y por eso podemos
suponer que al fin y al cabo no es responsable de los crímenes humanos. Pero el
único responsable de la mierda es aquel que creó al hombre.
4
En el siglo cuarto, San Jerónimo rechazaba por
completo la idea de que Adán y Eva fornicaran en el paraíso. Por el contrario,
Juan Escoto Erígena, gran teólogo del siglo noveno, admitía semejante idea.
Pero imaginaba que a Adán se le elevaba el miembro tal como se eleva el brazo o
el pie, cuando quería y como quería. No busquemos en esta imagen el eterno
sueño del hombre obsesionado por la amenaza de la impotencia. La idea de Escoto
Erígena tiene otro sentido. Si el miembro puede elevarse por una simple orden
del cerebro, la excitación carece de utilidad. El miembro no se yergue porque
estemos excitados, sino porque se lo ordenamos. Lo que al gran teólogo le
parecí a incompatible con el paraíso no era la fornicación y el placer ligado a
ella. Lo incompatible con el paraíso era la excitación. Recordémoslo bien: en
el paraíso existía placer, no excitación.
En esta meditación de Escoto Erígena podemos
encontrar la clave de una especie de justificación teológica (dicho de otro
modo, de una teodicea) de la mierda. Mientras se le permitió al hombre
permanecer en el paraíso, o bien (al modo de Jesús, según afirmaba Valentín) no
defecaba o, lo cual parece más probable, la mierda no se entendía como algo
asqueroso. Cuando Dios expulsó al hombre del paraíso, hizo que conociera el
asco.
El hombre empezó a ocultar aquello de lo que
se avergonzaba y, cuando levantó el velo, le cegó un resplandor. De ese modo
conoció, inmediatamente después del asco, la excitación. Sin mierda (en sentido
literal y figurado) no existiría el amor sexual tal como lo conocemos:
acompañado de palpitaciones del corazón y ceguera de los sentidos.
En la tercera parte de esta novela hablé de
Sabina semidesnuda, con el sombrero hongo en la cabeza, junto a Tomás, vestido.
En aquella ocasión silencié algo. En el momento en que se miró al espejo y se
sintió excitada por su ridiculización, se le cruzó por la cabeza la ocurrencia
de que Tomás la cogería así, con el sombrero hongo en la cabeza, y la sentaría
en la taza del water y ella cagaría delante de él. En ese momento empezó a
palpitarle el corazón, perdió la conciencia de lo que ocurría, tumbó a Tomás en
la alfombra y poco después gritaba de placer.
5
La disputa entre quienes afirman que el mundo
fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las
posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la
diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre
(por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y a los que están
incondicional-mente de acuerdo con él.
En el trasfondo de toda fe, religiosa o
política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el
mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es
correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el
ser.
Si hasta hace poco la palabra mierda se
reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales.
¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la
mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana
de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y
entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.
De eso se desprende que el ideal estético del
acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos
se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch. Es una palabra alemana que nació en medio
del sentimental siglo diecinueve y se extendió después a todos los idiomas.
Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es
decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y
figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia
humana es esencialmente inaceptable.
6
La primera rebelión interna de Sabina contra
el comunismo no tuvo un carácter ético, sino estético. Pero lo que le producía
rechazo era mucho menos la fealdad del mundo comunista (los palacios
destrozados convertidos en establos) que la máscara de belleza que se ponía o,
dicho de otro modo, el kitsch comunista. Su modelo es la festividad denominada
primero de mayo.
Había visto las manifestaciones del primero de
mayo en la época en que la gente aún estaba entusiasmada o aún fingía
plenamente el entusiasmo. Las mujeres vestían camisas rojas, azules, blancas,
de modo que, vistas desde los balcones y las ventanas, formaban diversas
figuras: estrellas de cinco puntas, corazones, letras. En medio de las distintas partes de la
manifestación iban pequeñas orquestas que tocaban marchas. Cuando los
manifestantes se acercaban a la tribuna, hasta las caras más aburridas se iluminaban
con una sonrisa, como si quisiesen demostrar que se alegraban convenientemente
o, más exactamente, que estaban convenientemente de acuerdo. Y no se trataba de
un mero acuerdo político con el comunismo, sino de un acuerdo con el ser en
tanto que tal. La festividad del primero de mayo bebía de la profunda fuente
del acuerdo categórico con el ser. La consigna tácita, implícita, de la
manifestación no era «¡viva el comunismo!», sino «¡viva la vida!». La fuerza y
la astucia de la política comunista consistían en haberse apoderado de esta
consigna. Era precisamente esta estúpida tautología («¡viva la vida!») la que
atraía a la manifestación comunista incluso a aquellos que eran indiferentes a
las tesis comunistas.
7
Diez años más tarde (cuando vivía ya en
Norteamérica), un amigo de sus amigos, senador norteamericano, la llevaba en su
enorme automóvil. En el asiento trasero se apretujaban cuatro niños. El senador
detuvo el coche; los niños bajaron y corrieron por el amplio césped hacia el
edificio de un estadio en el que había una pista de patinaje sobre hielo. El
senador, sentado al volante, miraba enternecido a las cuatro figuritas que
corrían y se giró luego hacia Sabina: «Mírelos». Dibujó con la mano un círculo
que pretendía abarcar el estadio, el césped y a los niños: «A esto lo llamo
felicidad».
Tras aquellas palabras no sólo había felicidad
porque los niños corrieran y el césped creciera, sino también una expresión de
comprensión hacia una mujer que procedía de uno de los países del comunismo
donde, a juicio del senador, el césped no crece y los niños no corren.
Pero Sabina se imaginaba precisamente en aquel
momento al senador en la tribuna de la plaza praguense. Tenía en la cara
precisamente la misma sonrisa que los gobernantes comunistas dirigían desde lo
alto de su tribuna a los ciudadanos que sonreían del mismo modo, abajo, en la
manifestación.
8
¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la
felicidad? ¿Es que podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que
desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y
empezaran a pegarle?
El senador tenía un solo argumento para su
afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es de mala educación
que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del
corazón.
Por supuesto el sentimiento que despierta el
kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch
no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que
deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado,
los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del
primer amor.
El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una
inmediatamente después de la otra. La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los
niños corren por el césped!
La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar
emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el
césped!
Es la
segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.
La
hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el
kitsch.
9
Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando
hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo
para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsch es el ideal estético de todos
los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.
En una sociedad en la que existen
conjuntamente diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se
limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición
del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear
obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el
poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario.
Cuando digo totalitario, eso significa que
todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida: cualquier
manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a
la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza
dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque
en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que
abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres
y pone así en peligro la consigna sagrada
«amaos y multiplicaos».
Desde ese punto de vista podemos considerar al
denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsch
totalitario arroja los desperdicios.
10
El primer decenio posterior a la segunda
guerra mundial fue el período más horrible del terror estalinista. Fue entonces
cuando detuvieron por alguna tontería al padre de Teresa y echaron de la casa a
su hijita, que tenía diez años. En la misma época Sabina, a sus veinte años,
estudiaba en la Academia de Bellas Artes. El profesor de marxismo le explicaba
a ella y a sus condiscípulos esta tesis del arte socialista: la sociedad
soviética ha llegado tan lejos que la contradicción básica ya no se da allí
entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor. Por eso la mierda (es
decir, lo que es esencialmente inaceptable) sólo podía existir en «otra
parte» (por ejemplo, en América) y sólo
desde allá, desde fuera, como algo extraño (por ejemplo, en forma de espías),
podía introducirse en el mundo de «los buenos y los mejores».
En efecto, las películas soviéticas, que
precisamente en aquella época extremadamente cruel inundaron los cines de todos
los países comunistas, estaban impregnadas de una increíble inocencia. El mayor
conflicto que podía producirse entre dos rusos era un malentendido amoroso: él
cree que ella ya no le quiere y ella opina lo mismo de él. Al final caen uno en
los brazos del otro y gotean lágrimas de felicidad.
La interpretación convencional de aquellas
películas es actualmente la siguiente: mostraban el ideal comunista mientras la
realidad comunista era peor.
Sabina protestaba siempre por semejante
interpretación. Cuando se imaginaba que el mundo del kitsch soviético tuviera
que hacerse realidad y que a ella pudiera tocarle vivir en él, sentía
escalofríos. Daba prioridad, sin la menor vacilación, al régimen comunista
verdadero, con todas sus persecuciones y sus colas para comprar carne. En el
mundo comunista real se puede vivir. En el mundo del ideal comunista hecho
realidad, en ese mundo de idiotas sonrientes, con los que no sería capaz de
cambiar ni una palabra, moriría de horror en una semana.
Me parece que la sensación que despertaba en
Sabina el kitsch soviético era semejante al horror que experimentaba Teresa en
el sueño cuando marchaba con las mujeres desnudas alrededor de la piscina y
tenía que cantar canciones alegres. Bajo la superficie del agua flotaban los
cadáveres. Teresa no podía dirigirle a ninguna de las mujeres ni una sola
palabra, ni una sola pregunta. Por respuesta no hubiera oído más que otra
estrofa de la canción. Ni siquiera podía hacerle un guiño secreto a alguna de
las mujeres. En seguida hubieran empezado a hacerle señas al hombre que estaba
de pie en el cesto sobre la piscina para que la matase.
El sueño de Teresa descubre la verdadera
función del kitsch: el kitsch es un biombo que oculta la muerte.
11
En el imperio del kitsch totalitario las
respuestas están dadas de antemano y eliminan la posibilidad de cualquier
pregunta. De ello se desprende que el verdadero enemigo del kitsch totalitario
es el hombre que pregunta. La pregunta es como un cuchillo que rasga el lienzo
de la decoración pintada, para que podamos ver lo que se oculta tras ella. Así
fue, por lo demás, cómo Sabina le explicó una vez a Teresa el sentido de sus
cuadros: delante hay una mentira comprensible y tras ella reluce una verdad
incomprensible.
Sólo que quienes luchan contra los llamados
regímenes totalitarios difícilmente pueden luchar con interrogantes y dudas.
Ellos también necesitan su seguridad y sus verdades sencillas, comprensibles
para la mayor cantidad posible de gente y capaces de provocar el llanto
colectivo.
En cierta ocasión, una organización política
le preparó a Sabina una exposición en Alemania. Sabina cogió el catálogo: se
encontró con que encima de su fotografía habían dibujado alambres de espino. En
el interior publicaban su biografía, que se parecía a las biografías de los
mártires y los santos: padeció, luchó contra la injusticia, tuvo que abandonar
la patria destrozada y sigue luchando, «Lucha con sus cuadros por la libertad»,
decía la última frase de aquel texto.
Protestó,
pero no la comprendieron.
¿No es
verdad que en el comunismo se persigue al arte moderno?
Dijo
con rabia:
-¡Mi
enemigo no es el comunismo sino el kitsch!
Desde entonces empezó a inventar su propia
biografía y cuando, más tarde, llegó a Norteamérica, logró incluso ocultar que
era checa. Aquello no era más que un desesperado intento por huir del kitsch en
el que la gente quería convertir su vida.
12
Estaba de pie ante un caballete en el que
había un cuadro a medio hacer. En un sillón detrás de ella estaba sentado un
hombre mayor que observaba cada uno de los trazos de su pincel.
El
hombre miró al reloj:
— Creo
que deberíamos ir —dijo.
Dejó la paleta y fue al cuarto de baño a
lavarse. El anciano se levantó del sillón y se inclinó para coger el bastón que
estaba apoyado en la mesa. La puerta del atelier conducía directamente al
parque. Oscurecía. Enfrente, a veinte metros de distancia, había una casa
blanca de madera, con las ventanas de la planta baja iluminadas. Aquellas dos
ventanas iluminando el ocaso emocionaron a Sabina.
Se ha pasado la vida diciendo que su enemigo
es el kitsch. ¿Pero no lo lleva dentro de sí misma? Su kitsch es la imagen de
un hogar, tranquilo, dulce, armónico, donde imperan una madre amable y un padre
sabio. Aquella imagen surgió dentro de ella al morir sus padres. Cuanto menos
se parecía la vida a aquel dulce sueño, más sensible era a su encanto, y varias
veces le saltaron las lágrimas al ver en la televisión una historia sentimental
en la que una hija desagradecida abrazaba a un padre abandonado y en el ocaso
del día brillaban las ventanas de la casa de la feliz familia.
Conoció al anciano en Nueva York. Era rico y
le gustaba la pintura. Vivían él y su mujer solos en una villa en el campo.
Frente a la villa, en sus terrenos, había un viejo granero. El lo arregló como
atelier para Sabina, la invitó a pintar allí y se pasaba los días observando
los movimientos de su pincel. Ahora
mismo están cenando los tres. La vieja señora le llama a Sabina «¡mi niña!»,
pero todo parece indicar que la realidad es exactamente al revés: Sabina hace
aquí el papel de mamá, con dos hijos que dependen de ella, la admiran y
estarían dispuestos a obedecerla si quisiera darles órdenes. ¿Encontró entonces en el umbral de la vejez
a sus ancianos padres, a quienes cuando niña se les había escapado de la mano?
¿Encontró por fin a los hijos que ella misma nunca tuvo?
Sabía bien que aquello era una ilusión. Su
estancia junto a los ancianos no es más que una breve parada. El viejo señor
está gravemente enfermo y su mujer, cuando se quede sin él, irá a vivir con su
hijo al Canadá. El camino de traiciones de Sabina continuará y, en medio de la
insoportable levedad del ser, se oirá de vez en cuando, desde las profundidades
de su alma, una canción sentimental acerca de dos ventanas iluminadas tras las
cuales vive una familia feliz.
Esa canción le emociona, pero Sabina no se
toma su emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira.
En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un
contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor,
como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un
superhombre como para poder escapar por completo al kitsch. Por más
que lo despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre.
13
La
fuente del kitsch es el acuerdo categórico con el ser.
¿Pero
cuál es la base del ser? ¿Dios? ¿El hombre? ¿La lucha? ¿El amor? ¿El hombre?
¿La mujer?
Las opiniones sobre este tema son diversas y
por eso hay también diversos tipos de kitsch: católico, protestante, judío,
comunista, fascista, democrático, feminista, europeo, americano, nacional,
internacional.
Desde la época de la Revolución francesa la
mitad de Europa se denomina izquierda mientras la otra mitad se llama derecha.
Es casi imposible definir la una o la otra a partir de algún tipo de principios
teóricos en los que se apoyen. Eso no es nada extraño: los movimientos
políticos no se basan en posiciones racionales, sino en intuiciones, imágenes,
palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político. La idea
de la Gran Marcha, por la que se deja embriagar Franz, es el kitsch político
que une a las personas de izquierdas de todas las épocas y corrientes. La Gran
Marcha es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la
igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los
obstáculos, porque ha de haber obstáculos si la marcha debe ser una Gran
Marcha.
¿Dictadura del proletariado o democracia?
¿Rechazo a la sociedad de consumo o incremento de la producción? ¿Guillotina o
supresión de la pena de muerte? Eso no tiene la menor importancia. Lo que hace
del hombre de izquierdas un hombre de izquierdas no es tal o cual teoría, sino
su capacidad de convertir cualquier teoría en parte del kitsch llamado Gran
Marcha hacia adelante.
14
Por supuesto Franz no es una persona para la
cual el kitsch sea esencial. La idea de la Gran Marcha juega en su vida
aproximadamente el mismo papel que desempeña en la vida de Sabina la canción
sentimental sobre las dos ventanas iluminadas. ¿A qué partido político votará
Franz? Me temo que no vota a ninguno y que el día de las elecciones prefiere
irse de excursión a la montaña. Pero eso no significa que la Gran Marcha haya
dejado de emocionarlo. Es hermoso soñar que somos parte de una masa que marcha
a través de los siglos y Franz no olvidó nunca ese hermoso sueño.
Un día le llamaron por teléfono unos amigos
desde París. Dicen que están organizando una marcha a Camboya y lo invitan a
que se sume a ellos.
Camboya había pasado ya en aquella época por
la guerra civil, por los bombardeos norteamericanos, por la devastación
producida por los comunistas locales que habían reducido en una quinta parte a
la población y, finalmente, había sido ocupada por el vecino Vietnam, que a su
vez ya no era en aquella época más que un instrumento de Rusia. En Camboya
había hambruna y la gente moría sin atención médica. La Organización
Internacional de Médicos había pedido ya muchas veces autorización para entrar
en el país, pero los vietnamitas se negaban. Por eso los grandes intelectuales
de Occidente debían marchar a pie hasta la frontera de Camboya y forzar así,
con este gran espectáculo representado ante los ojos de todo el mundo, la
entrada de los médicos al país ocupado.
El amigo que llamó por teléfono a Franz era uno
de aquellos con quienes había ido a las manifestaciones por las calles de
París. Al principio le entusiasmó la invitación, pero después dirigió la vista
hacia la estudiante de las grandes gafas. Estaba sentada frente a él y sus
ojos, tras los gruesos cristales, parecían aún mayores. Franz tenía la
sensación de que aquellos ojos le rogaban que no fuera a ninguna parte. Así que
se disculpó.
Pero en cuanto colgó el auricular, lo lamentó.
Había satisfecho, en efecto, a su amante terrenal, pero descuidaba al amor
celestial. ¿No era Camboya una variante de la patria de Sabina? ¡Un país
ocupado por el ejército de un país comunista vecino! ¡Un país sobre el que cayó
el puño de Rusia! Franz imagina de pronto, que su casi olvidado amigo le ha
llamado siguiendo unas instrucciones secretas de ella.
Los seres celestiales todo lo ven y todo lo
saben. Si participara en aquella marcha, Sabina lo vería y estaría orgullosa de
él. Comprendería que le ha sido fiel.
«¿Te enfadarías mucho si fuese?» le preguntó a
su chica de las gafas, que no quiere estar ni un solo día sin él, pero es
incapaz de negarle nada.
Unos días más tarde estaba en un gran avión en
el aeropuerto de París. Había veinte médicos, acompañados por unos cincuenta
intelectuales (profesores, escritores, parlamentarios, cantantes, actores y
alcaldes) y todos ellos acompañados por cuatrocientos periodistas y
fotógrafos.
15
El avión
aterrizó en Bangkok.
Cuatrocientos setenta médicos,
intelectuales y periodistas se dirigieron a la sala principal de un hotel
internacional donde les esperaban otros médicos, actores, cantantes y
filósofos, y con ellos varios cientos de periodistas con sus blocs de notas,
magnetófonos, aparatos fotográficos y cámaras de cine. La sala estaba presidida
por un podio, encima del cual había una mesa alargada y, tras la mesa, unos
veinte norteamericanos que habían empezado ya a dirigir la reunión.
Los intelectuales franceses, con los que Franz
entró en la sala, se sentían desplazados y humillados. La marcha a Camboya era
idea suya y de repente están allí los norteamericanos que, con maravillosa
naturalidad, se han hecho con la dirección y, por si fuera poco, se ponen a
hablar en inglés sin siquiera ocurrírseles pensar que pueda haber franceses o
daneses que no les entiendan. Claro que los daneses olvidaron hace tiempo que
antaño fueron una nación, de modo que los únicos europeos capaces de protestar
eran los franceses. Aquélla era una cuestión de principios, de modo que se
negaron a protestar en inglés, dirigiéndose a los norteamericanos que estaban
en el podio en su lengua materna. Los norteamericanos reaccionaron con sonrisas
de aceptación y simpatía, porque no entendían ni una palabra. Al fin,
los franceses no tuvieron más remedio que formular sus objeciones en
inglés: «¿Por qué se habla en esta reunión sólo en inglés si también hay
franceses?».
Los norteamericanos se asombraron mucho por
tan extraña objeción, pero no dejaron de sonreír y estuvieron de acuerdo en que
todos los discursos se tradujeran. Se tardó mucho en encontrar a un traductor
para que la reunión pudiera continuar. A partir de ese momento cada frase había
que decirla en inglés y francés, de modo que la reunión duraba el doble y en
realidad más del doble, porque todos los franceses hablaban inglés, interrumpían
al traductor y discutían con él por cada palabra.
El momento cumbre de la reunión fue cuando
subió al podio una famosa actriz norteamericana. Su aparición provocó la
entrada en la sala de más fotógrafos y cámaras, y cada una de las sílabas que
pronunciaba iba seguida por el disparo de algún aparato. La actriz hablaba de
los niños que sufrían, de la barbarie de la dictadura comunista, del derecho de
los hombres a la seguridad, del peligro que corrían los valores tradicionales
de la sociedad civilizada, de la irrenunciable libertad del individuo y del presidente
Cárter, que estaba apenado por lo que sucedía en Camboya. La última frase la
dijo llorando. En ese momento se
levantó un joven médico francés con un bigote pelirrojo y empezó a gritar:
«¡Hemos venido a curar a la gente que se está muriendo! ¡No hemos venido a
homenajear al presidente Cárter! ¡Esto no es un circo norteamericano! ¡No hemos
venido a protestar contra el comunismo, sino a curar a los enfermos!».
Otros franceses se sumaron al médico con
bigote. El traductor se asustó y no se atrevía a traducir lo que decían. Los
veinte norteamericanos del podio volvieron a mirarlos con sonrisas llenas de
simpatía y muchos de ellos hacían gestos de aprobación, con la cabeza. Uno de
ellos levantó incluso el puño, porque sabía que eso es lo que hacen los europeos
en los momentos de euforia colectiva.
16
¿Cómo es posible que los intelectuales de
izquierdas (entre los cuales se contaba precisamente el médico del bigote
pelirrojo) estén dispuestos a participar en una marcha contraria a los
intereses de un país comunista, a pesar de que el comunismo siempre hubiera
formado parte de la izquierda?
Cuando los crímenes del país llamado Unión
Soviética se hicieron demasiado escandalosos, las personas de izquierdas se
encontraron con dos posibilidades: escupir sobre lo que hasta entonces había
sido su vida o (con mayores o menores titubeos) incluir la Unión Soviética
entre los obstáculos de la Gran Marcha y seguir andando.
Como ya dije, lo que hace que la izquierda sea
la izquierda es el kitsch de la Gran Marcha. La identidad del kitsch no viene
dada por una estrategia política, sino por imágenes, metáforas, por un
vocabulario. Por eso es posible transgredir la costumbre y participar en una
marcha en contra de los intereses de un país comunista. Pero no se puede
reemplazar una palabra por otras. Es posible amenazar con los puños al ejército
vietnamita. Pero no es posible gritarle «¡abajo el comunismo!». Porque «¡abajo
el comunismo!» es la consigna de los enemigos de la Gran Marcha y quien no
desee perder su identidad debe permanecer fiel a la pureza de su propio
kitsch.
Digo esto solamente para explicar el
malentendido entre él médico francés y la actriz norteamericana, que en su
egocentrismo pensaba que había sido víctima de la envidia o la misoginia. En
realidad lo que el francés había manifestado era un fino sentido estético:
palabras como «el presidente Cárter», «nuestros valores tradicionales», «la
barbarie comunista», formaban parte del vocabulario del kitsch norteamericano y
no tenían nada que hacer en el kitsch de la Gran Marcha.
17
Al día
siguiente subieron todos a los autobuses y atravesaron toda Tailandia hasta la
frontera con Camboya. Por la noche llegaron a una pequeña aldea, donde habían
alquilado unas casas construidas sobre pilotes. El río que amenazaba con
inundaciones obligaba a la gente a vivir arriba, mientras abajo, entre los
pilotes, se apiñaban los cerdos. Franz durmió en una habitación con otros
cuatro profesores. En sueños oía el gruñido de los puercos, que venía de abajo
y, a su lado, el ronquido de un famoso matemático.
Por la mañana volvieron a subir todos a los
autobuses. Dos kilómetros antes de llegar a la frontera estaba ya prohibida la
circulación. No había más que una estrecha carretera vigilada por el ejército
que conducía al puesto fronterizo. Allí se detuvieron los autobuses. Al bajar,
los franceses comprobaron que los norteamericanos habían vuelto a
adelantárseles y que les esperaban ya formados, encabezando la marcha. La
situación era gravísima. Ya llegó el traductor y la discusión está al rojo
vivo. Al final se logró un acuerdo: forman la cabeza de la marcha un
norteamericano, un francés y la traductora camboyana. Después van los médicos y
todos los demás van tras ellos; la actriz norteamericana se encontró a la cola
de la marcha.
La carretera era estrecha y estaba flanqueada
por campos de minas. A cada rato topaban con una valla: dos bloques de cemento
rodeados de alambre de espino y entre
ello s u n paso estrecho. Tenían que ir en fila india.
Unos cinco metros delante de Franz iba un
famoso poeta y cantante pop alemán, que había escrito ya novecientas treinta
canciones contra la guerra y por la paz. Llevaba una larga pértiga con una
bandera blanca que hacía juego con su barba negra y lo diferenciaba de todos
los demás.
A lo largo de la extensa columna corrían los
fotógrafos y las cámaras. Disparaban sus aparatos, hacían zumbar sus cámaras,
corrían hacia delante, se detenían, se alejaban, se ponían en cuclillas y
volvían a levantarse y a correr hacia delante. De vez en cuando llamaban por su
nombre a un hombre o una mujer famosos, de modo que se volviesen
instintivamente hacia ellos y en ese momento apretaban el disparador.
18
Algún
acontecimiento flotaba en el aire. La gente aminoraba el paso y miraba hacia
atrás.
La actriz norteamericana, a la que habían
situado al final de la marcha, se había negado a seguir soportando, la
humillación y se había decidido a atacar. Echó a correr. Era como cuando en una
carrera de cinco mil metros un corredor, que hasta el momento había estado
ahorrando fuerzas y permanecía al final del pelotón, de pronto salta y adelanta
a todos los demás corredores.
Los hombres sonreían perplejos y se hacían a
un lado para permitir la victoria de la famosa corredora, pero las mujeres
gritaban:
— ¡A su
sitio! ¡Esto no es una marcha de estrellas de cine!
Pero la actriz no se dejaba amedrentar y
seguía corriendo acompañada por cinco fotógrafos y dos cámaras.
Entonces
una francesa, profesora de lingüística, cogió a la actriz por la muñeca y le
dijo (en un inglés horrible):
— ¡Esta
es una marcha de médicos que quieren curar a los camboyanos que están mortalmente enfermos y
no un espectáculo para estrellas de cine!
La actriz tenía la muñeca cogida por la mano
de la profesora de lingüística y le faltaba fuerza para soltarse. Dijo (en un
inglés excelente):
— ¡Vayase al diablo! ¡Yo he estado en cientos
de marchas como ésta! ¡En todas partes hace falta que aparezcan estrellas! ¡Ese
es nuestro trabajo! ¡Es nuestra obligación moral!
— Mierda
—dijo la profesora de lingüística (en un francés excelente).
La
actriz norteamericana la entendió y se echó a llorar.
— No te muevas —gritó un camarógrafo y se
arrodilló delante de ella. La actriz miró prolongadamente al objetivo mientras
las lágrimas corrían por su cara.
19
La
profesora de lingüística soltó finalmente la muñeca de la actriz
norteamericana. En ese momento la llamó el cantante alemán con la barba negra y
la bandera blanca.
La actriz norteamericana nunca había oído
hablar de él, pero en un momento de humillación era mucho más sensible que
nunca a las manifestaciones de simpatía y echó a correr hacia él. El cantante
cogió con la mano izquierda el mástil de la bandera y apoyó el brazo derecho
sobre el hombro de la actriz.
Alrededor de la actriz y el cantante seguían
saltando los fotógrafos y las cámaras. Un famoso fotógrafo norteamericano
quería captar con su objetivo las caras de los dos con bandera y todo, lo cual
era complicado porque el mástil era largo. Por eso corrió hacia el arrozal que
tenía detrás. Así fue cómo pisó una mina. Se oyó una explosión y su cuerpo,
deshecho en pedazos, voló por los aires, salpicando con una ducha de sangre a
los intelectuales europeos.
El cantante y la actriz estaban aterrorizados
y no podían moverse. Después levantaron la vista hacia la bandera. Estaba
salpicada de sangre. Al ver aquello volvieron a sentirse aterrados. Después
miraron nuevamente unas cuantas veces,
tímidamente, hacia arriba y empezaron a sonreír. Sentían un orgullo extraño y
hasta entonces desconocido al ver que la bandera que llevaban estaba manchada
de sangre. Se pusieron nuevamente en marcha.
20
La frontera estaba formada por un pequeño
riachuelo que no se veía porque a lo largo de él se extendía un muro de un
metro y medio de alto sobre el cual había sacos con arena para los tiradores
tailandeses. La pared sólo se interrumpía en un punto. Allí un puente
atravesaba el riachuelo. Nadie podía llegar hasta él. Al otro lado del río
estaba el ejército de ocupación vietnamita, pero no se veía. Sus posiciones
estaban perfectamente camufladas. Pero era evidente que, si alguien llegase
hasta el puente, los invisibles vietnamitas empezarían a disparar.
Los miembros de la marcha llegaron hasta la
pared y se pusieron de puntillas. Franz se apoyó en la ranura entre dos sacos y
trató de ver algo. No vio nada porque le empujó uno de los fotógrafos que se
consideraba autorizado a ocupar su sitio.
Franz miró hacia atrás. En la poderosa corona
de un árbol solitario, como una bandada de grandes cuervos, estaban sentados
ocho fotógrafos con los ojos puestos en la otra orilla.
En ese momento la traductora que encabezaba la
marcha se llevó a la boca un tubo ancho y llamó en Kmer hacia el otro lado del río: Aquí están
unos médicos que piden que se les permita entrar en territorio camboyano para
llevar ayuda sanitaria; esta acción nada tiene que ver con intervención
política alguna; lo único que les preocupa es la vida de la gente.
La respuesta del otro lado fue un silencio
increíble. Un silencio tan completo que todos se sintieron angustiados. Lo
único que se oía en aquel silencio era el sonido de las cámaras fotográficas,
como el canto de una especie de insectos exóticos.
Franz tuvo de pronto la impresión de que la
Gran Marcha había llegado a su fin. Alrededor de Europa se cierran las
fronteras del silencio y el espacio por el que transcurre la Gran Marcha no es
más que un pequeño podio en medio del planeta. Las masas que antes se
apretujaban alrededor del podio hace tiempo ya que se han vuelto de espaldas, y
la Gran Marcha continúa a solas y sin espectadores. Sí, piensa Franz, la Gran
Marcha continúa, a pesar del desinterés del mundo, pero se vuelve nerviosa y
febril, ayer contra los norteamericanos que ocupaban Vietnam, hoy contra
Vietnam que ocupa Camboya, ayer a favor de Israel, hoy a favor de los
palestinos, ayer a favor de Cuba, mañana contra Cuba y siempre contra
Norteamérica, siempre contra las masacres y siempre en apoyo de otras masacres,
Europa marcha para no perder el ritmo de los acontecimientos y que ninguno se
le escape, su paso se hace cada vez más rápido, de modo que la Gran Marcha es
una marcha de gentes que dan saltos, que tienen prisa y el escenario es cada
vez menor, hasta que un día se convierta en un mero punto sin dimensiones.
21
La
traductora gritó por segunda vez su llamada con la bocina. En respuesta volvió
a oírse un inmenso e interminable silencio indiferente.
Franz miró a su alrededor. El silencio desde
la otra orilla del río había sido para todos como una bofetada. Incluso el
cantante con la bandera blanca y la actriz se sienten angustiados, dubitativos,
sin saber qué hacer.
Franz comprendió de pronto que todos eran
ridículos, él y los demás, pero aquella comprensión no lo separaba de ellos, no
lo llenaba de ironía, al contrario, era ahora cuando sentía por ellos un
inmenso amor, como el que sentirnos por quienes han sido condenados. Sí, la
Gran Marcha se acerca a su fin ¿pero es ése un motivo para que Franz la
traicione? ¿No se aproxima también su propia vida a su fin? ¿Es justo que se
ría del exhibicionismo de los que acompañaron a los valientes médicos hasta la
frontera? ¿Qué más puede hacer esa gente que teatro? ¿Les queda alguna otra
posibilidad?
Franz tiene razón. Estoy pensando en el
redactor que organizaba la recogida de firmas para la amnistía de los presos
políticos en Praga. Sabía perfectamente que aquello no ayudaría a los presos.
El verdadero objetivo no era liberar a los presos, sino demostrar que aún había
gente que no tenía miedo. Lo que hacía era teatro. Pero no tenía otra
posibilidad. No podía elegir entre actuar o hacer teatro. La elección era:
hacer teatro o no hacer nada. Hay situaciones en las que las personas están
condenadas a hacer teatro. Su lucha contra el poder silencioso (el poder
silencioso al otro lado del río, la policía convertida en silenciosos
micrófonos en la pared) es la lucha de un grupo de comediantes peleando contra
un ejército.
Franz vio a su amigo de la Sorbona levantando
el puño y amenazando a aquel silencio de la orilla de enfrente.
22
La
traductora gritó por tercera vez su llamada con la bocina.
El silencio que nuevamente le respondió
transformó de pronto la angustia de Franz en una rabia furiosa. Estaba muy
cerca del puente que separa Tailandia de Camboya y le invadió un inmenso deseo
de cruzarlo corriendo, de gritar al cielo terribles insultos y de morir en
medio del inmenso estruendo de los disparos.
Ese repentino deseo de Franz nos recuerda
algo; sí nos recuerda al hijo de Stalin, que corrió a colgarse a las alambradas
electrificadas al no poder soportar la visión de los polos de la existencia
humana acercándose hasta tocarse, sin diferencia ya entre lo elevado y lo bajo,
entre el ángel y la osca, entre Dios y la mierda.
Franz no podía aceptar que la gloria de la
Gran Marcha fuese lo mismo que la cómica vanidad de quienes participaban en
ella y que el magnífico estruendo de la historia europea se perdiese en un
silencio interminable sin que hubiese ya diferencia entre la historia y el
silenció. En ese momento quiso poner su propia vida en el platillo de la
balanza para demostrar que la Gran Marcha pesa más que la mierda.
Pero el hombre no es capaz de lograrlo. Sobre
uno de los platillos de la balanza estaba la mierda, encima del otro se puso el
hijo de Stalin con todo su cuerpo y la balanza no se movió.
En lugar de hacerse matar, Franz agachó la
cabeza y regresó, a paso ligero con todos los demás, hacia los autobuses.
23
Todos necesitarnos que alguien nos mire. Sería
posible dividirnos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual
queremos vivir.
La primera categoría anhela la mirada de una
cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del
público. Ese es el caso del cantante alemán, de la actriz norteamericana y
también del redactor con largas barbas. Estaba acostumbrado a sus lectores y,
cuando un buen día los rusos cerraron su semanario, tuvo la sensación de que el
aire era cien veces más enrarecido. Nadie podía reemplazarle la mirada de los
ojos desconocidos. Le pareció que se ahogaba. Entonces fue cuando advirtió que
la policía vigilaba todos sus pasos, que oían sus conversaciones por teléfono y
que hasta le sacaban en secreto fotos en la calle. ¡De pronto los ojos anónimos
estaban otra vez en todas partes y él podía respirar de nuevo! ¡Estaba feliz!
Se dirigía con voz teatral a los micrófonos de las paredes. Había encontrado en
la policía al público perdido.
La segunda categoría la forman los que
necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los
incansables organizadores de cócteles y cenas. Son más felices que las personas
de la primera categoría quienes, cuando pierden a su público, tienen la
sensación de que en el salón de su vida se ha apagado la luz. A casi todos
ellos les sucede esto alguna vez. En cambio, las personas de la segunda
categoría siempre consiguen alguna de esas miradas.
Entre éstos están Marie-Claude
y su hija.
Luego está la tercera categoría, los que
necesitan de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa
que la de los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la
persona amada y en el salón se hará la oscuridad. Pertenecen a este grupo
Teresa y Tomás.
Y hay también una cuarta categoría, la más
preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes.
Son los soñadores. Por ejemplo Franz. El único motivo de su viaje hasta la
frontera de Camboya fue Sabina. El autobús traquetea por la carretera
tailandesa y él siente que su larga mirada se fija en él.
A la misma categoría pertenece también el hijo
de Tomás. Lo llamaré Simón. (Se alegrará de
tener un nombre bíblico como su padre.) Los ojos que anhela son los de
Tomás. Cuando se comprometió en la recogida de firmas lo echaron de la
universidad. La chica con la que salía era sobrina de un cura de pueblo. Se
casó con ella, se hizo tractorista en la cooperativa, católico practicante y
padre. Después se enteró por medio de algún amigo de que Tomás también vivía en
el campo y se alegró: ¡el destino había logrado que sus vidas fuesen
simétricas! Aquello lo impulsó a escribirle una carta. No pedía respuesta. Lo
único que quería era que Tomás dirigiera su mirada hacia su vida.
24
Franz y Simón son los soñadores de esta
novela. A diferencia de Franz, Simón no quería a su madre. Buscaba desde su
infancia a su papá. Estaba dispuesto a creer que alguna injusticia cometida
contra su padre antecedía y explicaba la injusticia que éste había cometido con
él. Nunca se había enfadado con él porque no quería convertirse en aliado de la
madre, que calumniaba sistemáticamente al padre.
Vivió con ella hasta que cumplió los dieciocho
y después de la reválida se fue a estudiar a Praga. En aquella época Tomás ya
lavaba escaparates. Simón le esperó muchas veces con la intención de preparar
un encuentro casual en la calle, pero el padre nunca se detuvo junto a él.
Trabó amistad con el antiguo redactor de la
barba larga sólo porque su historia le recordaba a la de su padre. El redactor
no conocía el nombre de Tomás. El artículo sobre Edipo había quedado en el
olvido y el redactor se enteró de él por medio de Simón, quien le rogó que
fueran juntos a pedirle a su padre la firma. El redactor asintió sólo por darle
gusto a un muchacho al que apreciaba.
Cuando Simón se acordaba de aquella reunión,
se avergonzaba de su timidez. Seguro que a su padre no le había gustado. En
cambio su padre le gustó a él. Se acordaba de cada una de las palabras que
había dicho y le daba cada vez más la razón. Sobre todo se le quedó grabada una
frase: «Castigar a los que no sabían lo que estaban haciendo es una
barbaridad». Cuando el tío de su chica puso en sus manos una Biblia, le
llamaron la atención sobre todo unas palabras de Jesús: «Perdónalos, porque no
saben lo que hacen». Sabía que su padre no era creyente, pero en la similitud de ambas frases veía una
señal secreta: su padre está de acuerdo con el camino que ha elegido.
Llevaba en el pueblo unos tres años cuando
recibió una carta en la cual Tomás le invitaba a visitarlo. El encuentro fue
amable, Simón se sintió a gusto y no tartamudeó nada. Quizá ni siquiera
advirtió que no se habían entendido demasiado. Unos cuatro meses más tarde le
llegó una carta. Tomás y su mujer habían muerto aplastados bajo un camión.
Fue entonces cuando se enteró de la existencia
de una mujer que había sido amante de su padre y vivía en Francia. Consiguió su
dirección. Necesitaba desesperadamente un ojo imaginario que siguiera
observando su vida ¡y por eso, de tiempo
en tiempo, le escribía largas cartas!
25
Hasta el final de su vida Sabina seguirá
recibiéndolas de ese triste corresponsal rural. Muchas de ellas quedarán sin
leer, porque el país del que provienen le interesa cada vez menos.
Él
anciano murió y Sabina se fue a vivir a California. Aún más al oeste, aún más
lejos de Bohemia.
Vende bien sus cuadros y le gusta
Norteamérica. Pero sólo la superficie. Lo que está debajo es un mundo extraño.
No tiene allí abajo ni a un abuelo ni a un tío. Tiene miedo de ser encerrada en
un féretro y sepultada en tierra americana.
Por eso un día escribió un testamento en el
que estableció que su cuerpo debía ser quemado y las cenizas esparcidas. Teresa
y Tomás murieron bajo el signo del peso. Ella quiere morir bajo el signo de la
levedad. Será más leve que el aire. Según Parménides ésta es una transformación
de lo negativo en positivo.
26
El autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok.
Nadie tenía ganas ya de organizar reuniones. La gente andaba en grupos por la
ciudad, algunos visitaban los templos, otros iban a los burdeles. El amigo de
la Sorbona invitó a Franz a salir por la noche, pero él quería estar solo.
Estaba oscureciendo cuando bajó a la calle. Seguía pensando en Sabina y sentía
su larga mirada que siempre le hacía dudar de sí mismo, porque no acababa de
saber qué pensaba Sabina. Esta vez también se sentía perplejo bajo aquella
mirada. ¿No se ríe de él? ¿No cree que el culto que de ella hace es una
tontería? ¿No quiere decirle que ya debería ser por fin mayor y dedicarse
plenamente a la amante que ella misma le ha enviado?
Se imaginó la cara con las grandes gafas
redondas. Se dio cuenta de lo feliz que era con su estudiante. De pronto el
viaje a Camboya le parecía ridículo e insignificante. ¿Para qué había venido?
Ahora lo sabe. ¡Vino para darse cuenta de una vez por todas de que no eran las
marchas, de que no era Sabina, sino su chica de las gafas la que constituía su
vida real, su única vida real! ¡Vino para darse cuenta de que la realidad es
más que un sueño, mucho más que un sueño!
Entonces salió de la penumbra una figura y le
dijo algo en un idioma desconocido. La miró con cierta extrañeza compasiva. El
desconocido se inclinaba, sonreía y mascullaba constantemente algo muy urgente.
¿Qué le diría? Le pareció que lo invitaba a ir a algún lugar. Lo cogió del
brazo y lo condujo. A Franz se le ocurrió que alguien necesitaba su ayuda.
¿Quizás no ha venido en balde? ¿Quién sabe si está destinado a ayudar aquí a
alguien?
Y de pronto junto al hombre que mascullaba
había otros dos y uno de ellos le pedía en inglés que les diese dinero.
En ese momento la chica de las gafas
desapareció de su mente y volvió a mirarlo Sabina, la irreal Sabina con su gran
destino, la Sabina ante la que se sentía pequeño. Sus ojos le miraban enfadados
y descontentos: ¿Otra vez se había dejado engañar? ¿Otra vez se habían vuelto a
aprovechar de su estúpida buena voluntad?
Se soltó bruscamente del hombre que le cogía
la manga. Sabía que a Sabina siempre le había gustado su fuerza. Cogió el brazo
que otro nombre extendía hacia él. Lo apretó con fuerza e hizo volar al hombre
por encima de él en una perfecta toa de judo.
Ahora está satisfecho de sí mismo. Los ojos de
Sabina seguían fijos en él. ¡Nunca volverán a verle humillado! ¡Nunca volverán
a verle retroceder! ¡Franz ya no volverá a ser blando y sentimental!
Le invadió un odio casi alegre hacia aquellos
hombres que habían pretendido reírse de su ingenuidad. Estaba ligeramente
agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero entonces algo
pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta vagamente de que lo
llevaban a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe fuerte y perdió el
sentido.
Se despertó en el hospital en Ginebra. Sobre
su cama se inclinaba Marie-Claude. Quería decirle que no deseaba verla. Quería
que avisaran inmediatamente a la estudiante de las gafas grandes. No pensaba
más que en ella. Quería gritar que no soportaba a su lado a nadie más que a
ella. Pero comprobó con horror que no podía hablar. Miró a Marie-Claude con
odio infinito y quiso girarse hacia la pared para no verla. Pero no podía mover
el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza. Pero tampoco podía mover la cabeza.
Por eso cerró los ojos, para no verla.
27
Franz, muerto, pertenece por fin a su legítima
esposa, más de lo que hasta entonces le había pertenecido nunca. Marie-Claude
lo decide todo, se encarga de organizar el entierro, envía las esquelas, compra
las coronas, encarga un vestido negro que es en realidad un vestido de bodas.
Sí, el entierro del marido es para ella su verdadera boda; la culminación de su
camino en la vida; la recompensa por todos sus sufrimientos.
Por lo
demás, el pastor lo capta
perfectamente y sobre la tumba habla de la fidelidad del amor que tuvo que
pasar por muchas pruebas hasta llegar a ser para el finado, al final de su
vida, el puerto seguro al que pudo regresar en el último momento. El colega de
Franz, al que Marie-Claude le pidió que hablase en el entierro, también rindió
homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer del finado. En algún lugar al fondo, sostenida por una
amiga, estaba la chica de las gafas grandes. El llanto reprimido y la cantidad
de pastillas consumidas hicieron que antes de que terminase el funeral sufriera
un espasmo. Está encogida, se coge el vientre con las manos y su amiga tiene
que llevársela del cementerio
28
En cuanto recibió del presidente de la
cooperativa el telegrama, cogió la moto y vino. Se hizo cargo del entierro. En
la tumba mandó grabar, bajo el nombre del padre, la siguiente inscripción:
Quiso el reino de Dios en la tierra.
Sabe perfectamente que el padre no lo hubiera
dicho nunca con esas palabras. Pero está seguro de que la frase expresa
correctamente lo que el padre quería. El reino de Dios en la tierra significa
la justicia. Tomás deseaba un mundo en el que reinase la justicia. ¿No tiene
derecho Simón a expresar la vida del padre con su propio vocabulario? ¡Ese es
el eterno derecho de los deudos!
Tras tanto andar errante, el regreso, está
escrito en el panteón sobre el féretro de Franz. La frase puede interpretarse
como un símbolo religioso: andar errante por la vida terrenal, el regreso al
seno de Dios. Pero los informados saben que la frase tiene también su sentido
plenamente profano. Además, Marié-Claude habla de ello a diario: Franz, el
bueno de Franz, no soportó la crisis de los cincuenta. ¡En manos de qué pobre
chica fue a caer! Ni siquiera era guapa. (¿Visteis esas enormes gafas que la
tapaban casi por completo?) Pero un hombre, cuando llega a los cincuenta,
vendería su alma por un pedazo de cuerpo joven. ¡La única que sabe lo que
sufría por ese motivo es su propia mujer! ¡Para él era una verdadera tortura
moral! Porque Franz era, en el fondo de
su alma, una persona buena y honrada. ¿Cómo explicarse, si no, ese absurdo,
desesperado viaje a no sé que parte de Asia? Fue a buscar la muerte. Sí,
Marie-Claude lo sabe con seguridad: Franz buscaba conscientemente la muerte. En
el último momento, cuando se estaba muriendo y ya no tenía necesidad de mentir,
no quería verla más que a ella. No podía hablar, pero al menos le daba las
gracias con los ojos. Con la mirada le pedía que le perdonase. Y ella le había
perdonado.
29
¿Qué
quedó de la gente que moría en Camboya?
Una
gran fotografía de la actriz
norteamericana con un niño amarillo en
brazos.
¿Qué
quedó de Tomás?
Una
inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
¿Qué
quedó de Beethoven?
Un
hombre huraño con una melena inverosímil que afirma con voz profunda: «Es muss
sein!».
¿Qué
quedó de Franz?
Una
inscripción: Tras tanto andar errante, el regreso.
Etcétera, etcétera. Antes de que se nos
olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación de paso entre
el ser y el olvido.
Séptima
Parte
La
sonrisa de Karenin
1
Desde la ventana se veía la ladera en la que
crecían los cuerpos retorcidos de los manzanos. En la ladera el bosque cerraba
el horizonte y la línea de montes se extendía en la lejanía. Al anochecer salía
la luna en el cielo pálido y ése era el momento en que Teresa salía al umbral.
La luna colgando de un cielo aún no oscurecido le parecía como una lámpara que
han olvidado apagar y que ha estado encendida todo el día en la habitación de
los muertos.
Los manzanos retorcidos crecían en la ladera y
ninguno de ellos podía abandonar el sitio en el que había crecido, al igual que
ni Teresa ni Tomás nunca podrían ya abandonar este pueblo. Habían vendido el
coche, el televisor, la radio, sólo para comprar una casita pequeña con un
jardín a un agricultor que se había ido a vivir a la ciudad.
Vivir en el campo era la única posibilidad de
huir que les quedaba, porque aquí había una permanente escasez de gente y un
exceso de alojamiento. Nadie tenía interés en investigar el pasado político de
alguien que estaba dispuesto a ir a trabajar al campo o al bosque y nadie le
tenía envidia.
Teresa era feliz por haber abandonado la
ciudad, con los clientes borrachos del bar y las mujeres desconocidas que le dejaban a Tomás en el pelo el perfume
de su sexo. La policía había dejado de interesarse por ellos y la historia del
ingeniero se le mezclaba con la escena de Petrin, de modo que casi no
distinguía ya lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. (Además,
¿estaba el ingeniero de verdad al servicio de la policía? Puede que sí, puede
que no. Los hombres que emplean para sus citas pisos prestados y que no quieren
hacer el amor con la misma mujer más
de una vez, no son tan escasos.)
De modo que Teresa era feliz y tenía la
sensación de que había logrado su objetivo: estaban juntos ella y Tomás y
estaban solos. ¿Solos? Debo ser más preciso: lo que he denominado soledad
significaba que habían roto todas las relaciones con los amigos y conocidos que
hasta entonces tenían. Cortaron su vida como si fuera un trozo de cinta. Pero se sentía a gusto en
compañía de los campesinos con los que trabajaban y a los que de vez en cuando
visitaban en sus casas o invitaban a la suya.
Cuando, aquel día, en el balneario cuyas
calles tenían nombres rusos, conoció al presidente de la cooperativa local,
Teresa descubrió de pronto la imagen del campo que habían dejado en ella los
recuerdos de sus lecturas o sus antepasados: un mundo de vida en común, en el
que todos forman una especie de gran familia unida por intereses y costumbres comunes:
los domingos misa en la iglesia, la taberna en la que se reúnen los hombres
solos y la sala de esa misma taberna, donde los sábados toca la banda y todo el
pueblo baila.
Pero en el régimen comunista las aldeas ya no
se parecen a esta antigua imagen. La iglesia estaba en la aldea vecina y nadie
la frecuentaba, la taberna se había convertido en oficinas, los hombres no
tenían dónde reunirse a beber cerveza, los jóvenes no tenían dónde bailar. Las
festividades religiosas no podían celebrarse, las estatales no interesaban a
nadie. El cine estaba en la ciudad, a veinte kilómetros. De modo que al
terminar la jornada, durante la cual la gente gritaba alegremente y charlaba en
los minutos de descanso, todos se encerraban entre las cuatro paredes de sus casas
con sus muebles modernos, que destilaban a chorros mal gusto, y miraban la pantalla encendida de
los televisores. No se hacían v isitas,
todo lo más se detenían unos minutos en casa del vecino antes de cenar.
Todos soñaban con irse a vivir a la ciudad. La aldea no les ofrecía nada que se
pareciese un poco a una vida interesante.
Quizá precisamente porque nadie quería echar
raíces aquí, el Estado perdía poder sobre la aldea. Un agricultor, al que ya no
le pertenece la tierra y que no es más que un obrero que trabaja en el campo,
que no siente apego ni por el paisaje ni por su trabajo, no tiene nada que
perder, no tiene nada por qué temer. Gracias a esta indiferencia, el campo
conserva una considerable autonomía y cierta libertad. El presidente de la cooperativa
no había sido nombrado desde fuera (como todos los directores en las ciudades),
sino elegido por los campesinos y era uno de ellos.
Debido a que todos querían irse de aquí,
Teresa y Tomás tenían entre ellos una situación excepcional: habían llegado
voluntariamente. Si los demás aprovechaban cualquier oportunidad para ir a la
ciudad al menos por un día, Teresa y Tomás no tenían más interés que el de
permanecer donde estaban y, por eso, pronto conocieron a los campesinos mejor
de lo que ellos mismos se conocían entre sí.
El
presidente de la cooperativa se hizo verdaderamente amigo suyo. Tenía mujer,
cuatro hijos y un cerdo al que criaba como a un perro. El cerdo se llamaba
Mefisto y era el orgullo y la atracción del pueblo. Obedecía las órdenes, iba
limpio y rosado; andaba con sus pezuñas como una mujer de piernas gordas con
zapatos de tacón.
Cuando Karenin vio por primera vez a Mefisto,
se excitó y estuvo largo rato dando vueltas a su alrededor y olfateándolo. Pero
pronto se hizo amigo de él y prefería su compañía a la de los perros del
pueblo, a los que despreciaba porque estaban atados a sus casetas y ladraban
estúpidamente, s in descanso y sin motivo. Karenin comprendió adecuadamente el
valor de lo exclusivo y podría afirmar que estaba orgulloso de su amistad con
el cerdo.
El presidente de la cooperativa está contento
de poder ayudar a su antiguo cirujano y, al mismo tiempo, triste por no poder
hacer algo más por él. Tomás se convirtió en conductor del camión que llevaba a
los campesinos al campo o transportaba las herramientas.
La cooperativa tenía cuatro establos grandes y
además otro menor para cuarenta terneras. Se las encargaron a Teresa y las
sacaba a pastar dos veces al día. Los prados próximos y de fácil acceso estaban
destinados a la siega y, por eso, Teresa tenía que llevar el ganado a los
montes de los alrededores. Las terneras iban comiendo paulatinamente el pasto
de los prados lejanos y de ese modo Teresa recorría con ellas toda una amplia
zona alrededor del pueblo. Al igual que en otras épocas en la pequeña ciudad,
llevaba siempre algún libro en la mano y lo abría para leerlo en los
prados.
Karenin siempre la acompañaba. Aprendió a
ladrarle a las terneras jóvenes que eran demasiado alegres y pretendían
alejarse de las demás; lo' hacía con visible satisfacción. Era, con seguridad,
el más feliz del trío. Su oficio de «guardián del reloj» nunca había sido tan
respetado como aquí, donde no cabía improvisación alguna. El tiempo en el que
vivían Teresa y Tomás se aproximaba a la regularidad de su tiempo.
Un día, después de comer (es decir, cuando
ambos tenían dos horas de tiempo libre para sí mismos), fueron los tres a dar
un paseo a la ladera detrás de su casa.
— No me
gusta cómo corre —dijo Teresa.
Karenin cojeaba de una pata trasera. Tomás se
agachó y le miró la pata. Descubrió en el muslo un pequeño bulto.
Al día siguiente lo sentó a su lado en el
camión y se detuvo en el pueblo más próximo, donde vivía el veterinario. Volvió
a visitarlo al cabo de una semana y regresó con la noticia de que Karenin tenía
cáncer.
Tres días más tarde lo operó él mismo con el
veterinario. Cuando lo trajo a casa, Karenin aún no se había despertado de la
anestesia. Yacía junto a la cama en la alfombra, tenía los ojos abiertos y se
quejaba. En el muslo tenía los pelos afeitados y una cicatriz con seis
puntos.
Trató de
incorporarse. Pero no pudo
Teresa
se asustó, pensó que ya no iba a volver a andar.
— No
temas —dijo Tomás—, aún está bajo los efectos de la anestesia.
Trató de
levantarlo pero le lanzó una dentellada. ¡Jamás había intentado morder a
Teresa!
— No
sabe quién eres —dijo Tomás—, no te reconoce.
Lo
pusieron junto a la cama y se durmió rápidamente. Ellos también se
durmieron.
Eran las tres de la mañana cuando de pronto
los despertó. Movía el rabo y pisoteaba a Teresa y Tomás. Jugaba con ellos
salvaje e insaciablemente.
¡Jamás los había despertado! Siempre esperaba
a que uno de ellos se despertase antes de atreverse a saltar a su cama.
Pero esta vez no había sido capaz de
controlarse al volver plenamente en sí, en medio de la noche. ¡Quién sabe de
qué lejanías habría vuelto! ¡Quién sabe con qué fantasmas habría luchado! Al ver
ahora que estaba en casa y reconocer a sus seres más próximos, tenía que
comunicarles s u terrible alegría, la alegría del regreso y del renacer.
2
En el mismo comienzo del Génesis está escrito
que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces
y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un
caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al
hombre el dominio de otros seres. Más bien parece que el hombre inventó a Dios
para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había
usurpado. Sí, el derecho a matar un ciervo o una vaca es lo único en lo que la
humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más
sangrientas.
Ese derecho nos parece evidente porque somos
nosotros los que nos encontramos en la cima de esa jerarquía. Pero bastaría con
que entrara en el juego un tercero, por ejemplo un visitante de otro planeta al
que Dios le hubiese dicho: «Dominarás a los seres de todas las demás
estrellas», y toda la evidencia del Génesis se volvería de pronto problemática.
Es posible que el hombre uncido a un carro por un marciano, eventualmente asado
a la parrilla por un ser de la Vía Láctea, recuerde entonces la chuleta de
ternera que estaba acostumbrado a trocear en su plato y le pida disculpas
(¡tarde!) a la vaca. Teresa va con la
manada de terneras, las hace caminar delante de ella, a cada rato debe imponer
disciplina a alguna de ellas porque las vacas jóvenes son alegres, se escapan
del camino y corren hacia los campos. Karenin la acompaña. Hace ya dos años que
va con ella a diario a los prados.
Siempre le había resultado divertido tratar a las terneras con severidad,
ladrarles e insultarlas. (Su Dios le había confiado el dominio sobre las vacas
y está orgulloso de ello.) Pero esta vez anda con grandes dificultades y salta
sólo con tres patas; en la cuarta tiene una herida que sangra. Teresa se agacha
hacia él a cada rato y le acaricia el lomo. A los catorce días de la operación
estaba claro que el cáncer no se había detenido y que Karenin estaría cada vez
peor.
Por el camino encuentran a una vecina que, con
botas de goma, va hacia el establo. La vecina se detiene:
— ¿Qué
le pasa a su perro? ¡Parece que cojea!
Teresa
dice:
— Tiene
cáncer. No hay salvación —y siente una opresión en la garganta que le impide
hablar.
La
vecina ve las lágrimas de Teresa y casi se enfada:
— ¡Por
Dios, no va a ponerse a llorar por un perro!
No lo dice con mala intención, es una buena
mujer y más bien pretende consolar a Teresa con sus palabras. Teresa lo sabe,
lleva además suficiente tiempo en la aldea para comprender que, si los
campesinos amasen a cada conejo como ella ama a Karenin, no podrían matar a
ninguno y morirían pronto de hambre con animales y todo. Pero, aun así, las
palabras de la vecina le suenan a enemistad.
-Ya sé
-responde sin protestar, pero se aleja rápidamente de ella y sigue su
camino.
Se siente aislada en su amor por el perro.
Piensa con una sonrisa triste que tiene que mantenerlo en secreto, más que si
se tratase de una infidelidad. La gente ve con malos ojos el amor por los
perros. Si la vecina se enterase de que le es infiel a Tomás, le daría una
palmadita en la espalda en señal de secreta complicidad.
Así que sigue su camino con las terneras, que
van frotándose mutuamente las ancas, y piensa que son unos animalitos muy
agradables. Tranquilas, ingenuas, algunas veces puerilmente alegres: parecen
señoras gordas de cincuenta años que fingen tener catorce. No hay nada más
conmovedor que las vacas cuando juegan. Teresa las mira con simpatía y piensa
(es una idea recurrente desde hace ya dos años) que la humanidad vive a costa
de las vacas, del mismo modo en que la
tenia vive a costa del hombre: se ha enganchado a su teta como una sanguijuela.
El hombre es un parásito de la vaca, así definiría probablemente un no-hombre
al hombre en su zoología.
Podemos considerar esta definición como una
simple broma y reírnos amablemente de ella. Pero cuando Teresa se ocupa
seriamente de ella, se encuentra en una situación comprometida: sus ideas son
peligrosas y la alejan de la humanidad. Ya en el Génesis, Dios le confió al
hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos entenderlo en el sentido de
que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el propietario, sino un
administrador del planeta que, algún día, debería rendir cuentas de esa
administración. Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre el «señor y
propietario de la naturaleza». Pero existe sin duda cierta profunda
coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que
los animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor mientras que
el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una máquina viviente, «machina
animata». Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de
un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no
significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo hemos de
entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio
experimentan con un perro y lo trocean vivo.
Las terneras pastan en el prado, Teresa está
sentada sobre un tocón y Karenin se apretuja contra ella con la cabeza sobre
sus rodillas. Y Teresa se acuerda de que una vez, quizás hace diez años, leyó
una noticia de dos líneas en el periódico: decía que en una ciudad rusa habían
matado a tiros a todos los perros del lugar. Aquella noticia, poco llamativa y
aparentemente insignificante, le hizo sentir por primera vez miedo de ese país
vecino, excesivamente grande.
Aquella noticia fue una anticipación de todo
lo que sucedió después: durante los primeros años que siguieron a la invasión
rusa, no se podía hablar aún de terror. Dado que casi todo el país estaba en
contra del régimen de ocupación, los rusos tuvieron que buscar a personas
nuevas entre la población checa y auparlas al poder. ¿Pero dónde iban a
buscarlas si tanto la fe en el comunismo como el amor hacia Rusia habían
muerto? Las buscaron entre quienes deseaban vengarse de la vida por algún
motivo. Hacía falta unificar, cultivar y mantener alerta su agresividad. Hacía
falta ejercitarlas primero en objetivos provisionales. Esos objetivos fueron
los animales.
Los periódicos empezaron entonces a publicar
series de artículos y a organizar la recepción de cartas de los lectores. Se
pedía, por ejemplo, que se eliminasen las palomas en las ciudades. Y se las
eliminó. Pero la campaña principal se orientaba contra los perros. La gente aún
estaba desesperada por la catástrofe de la ocupación, pero los periódicos, la
radio y la televisión no hablaban más que de los perros, que ensucian las
aceras y los parques, ponen en peligro la salud de los niños, no tienen
utilidad alguna y sin embargo se los alimenta. Se creó tal psicosis que Teresa
tenía miedo de que la chusma azuzada le hiciera daño a Karenin. La maldad
acumulada (y entrenada en los animales) tardó un año en dirigirse a su
verdadero objetivo: la gente. Empezaron a echar a la gente de sus trabajos, a
detener, a montar procesos judiciales. Los animales ya podían respirar
tranquilos.
Teresa acaricia constantemente la cabeza de
Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice
aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona.
Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no
podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente,
porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad
en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros
sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué
punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y
nosotros.
La verdadera bondad del hombre sólo puede
manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no
representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad,
la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción),
radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí
fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de
ella se derivan todas las demás.
Una de las terneras se acercó a Teresa, se
detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía.
Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras,
pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años,
todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo
del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se
hiz0 cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar
su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen
nombres y se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a
Descartes.
Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada
en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la
humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en
Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo.
Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su
cuello y llora.
Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se
había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces
cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que
su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al
caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad)
empieza en el momento en que llora por el caballo.
Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual
que quiero a Teres a, s obre cuyas rodillas descans a la cabeza de un perro mortalmente enfermo.
Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la
humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.
3
Karenin parió dos panecillos y una abeja.
Miraba sorprendido a su curiosa prole. Los panecillos se comportaban con
serenidad, pero la abeja se puso a dar vueltas mareada y después se echó a
volar y se marchó.
Fue un sueño que tuvo Teresa. En cuanto se
despertaron se lo contó a Tomás y ambos encontraron en él una especie de
consuelo: aquel sueño transformaba la enfermedad de Karenin en un embarazo y el
drama del parto en un resultado a la vez ridículo y tierno: dos panecillos y
una abeja. Se apoderó de ella una
infundada esperanza. Se levantó y se vistió. Aquí, en el pueblo, el día también empezaba yendo a
comprar a la tienda leche, pan, panecillos. Pero esta vez, cuando llamó a
Karenin para que la acompañara, apenas si levantó la cabeza. Era la primera vez
que se negaba a participar en una ceremonia que antes era el primero en
exigir.
De modo que se fue sin él. «¿Dónde está
Karenin?», preguntó la dependienta, que ya tenía el panecillo preparado para
él. Esta vez se lo llevó Teresa en la bolsa. Nada más llegar a la puerta lo
sacó y se lo enseñó. Quería que fuera a por él. Pero se quedó acostado sin
moverse.
Tomás se dio cuenta de lo afectada que estaba
Teresa. Cogió el panecillo con los dientes y se puso a gatas delante de
Karenin. Se acercó lentamente a él.
Karenin
lo miraba, parecía que alguna chispa de interés le iluminara los ojos, pero no
se levantaba.
Tomás acercó su cara justo hasta la boca de
él. Sin mover el cuerpo, el perro cogió con los dientes la parte del panecillo
que sobresalía de la boca de Tomás. Entonces Tomás soltó el panecillo para que
Karenin se lo quedase todo.
Tomás, que seguía a gatas, retrocedió, se
agachó y empezó a gruñir. Simulaba querer pelear por el panecillo. En ese
momento el perro le respondió a su amo con un gruñido. ¡Por fin! ¡Cuánto habían
tenido que esperar! ¡Karenin tiene ganas de jugar! ¡Karenin aún tiene ganas de
vivir!
Aquel gruñido era la sonrisa de Karenin y
ellos querían que la sonrisa durase el mayor tiempo posible. Por eso Tomás
volvió a acercarse a él a gatas y mordió un trozo de pan que sobresalía de la
boca del perro. Sus caras estaban juntas, Tomás sentía el olor del aliento del
perro y en la cara le hacían cosquillas los largos pelos que le crecían en el hocico a Karenin. El
perro volvió a gruñir y dio un tirón con la boca. Cada uno se quedó con una
mitad del panecillo en la boca. Y entonces Karenin volvió a cometer un viejo
error. Soltó su mitad del panecillo y quiso apoderarse de la mitad que tenía su
amo en la boca. Olvidó, como siempre, que Tomás no era un perro y tenía manos.
Tomás no soltó el panecillo de la boca y levantó del suelo la mitad que Karenin
había dejado caer.
— Tomás
—gritó Teresa—, ¡no irás a quitarle el pan!
Tomás dejó caer las dos mitades al suelo
delante de Karenin, que se tragó rápidamente una de ellas y se quedó con la
otra en la boca, enseñándola para jactarse ante el matrimonio de que había
ganado la lucha.
Volvieron a mirarlo y a pensar que Karenin
reía y que mientras riera seguiría teniendo un motivo para vivir, aunque
estuviera condenado a muerte.
Además al día siguiente pareció mejorar.
Almorzaron. Era el momento en que los dos disponían de una hora de tiempo libre
y solían sacarlo a pasear. El lo sabía y siempre correteaba inquieto a su
alrededor. Pero esta vez, cuando Teresa cogió la correa y el collar, no hizo más
que mirarlos y no se movió. Estaban frente a él, tratando de parecer alegres
(por él y para él), procurando levantarle un poco el ánimo. Al cabo de un rato,
como si se hubiera compadecido de ellos, se les acercó saltando sobre tres
patas y dejó que le pusieran el collar.
— Teresa —dijo Tomás—, ya sé que odias la
máquina de fotos. ¡Pero hoy deberías cogerla!
Teresa obedeció. Abrió el armario para buscar la perdida y olvidada
cámara de fotos y Tomás añadió:
— Algún
día nos alegraremos de tener fotos de él. Karenin ha sido parte de nuestra
vida.
— ¿Cómo
que ha sido? —dijo Teresa como si la hubiera mordido una víbora.
La
cámara yacía ante ella en el fondo del armario pero no se agachó a
cogerla:
— No la
llevo. No quiero pensar en que Karenin ya no estará. ¡Tú ya hablaste de él en
pasado!
— No te
enfades —dijo Tomás.
— No me enfado —dijo Teresa sin irritarse—. Yo
ya me he sorprendido tantas veces pensando en él en pasado. Ya me he tenido que
reprimir a mí misma tantas veces. Y precisamente por eso no cogeré la
cámara.
Fueron andando sin hablar. No hablar era la
única manera de no pensar en Karenin en pasado. No le quitaban los ojos de
encima y estaban siempre con él. Esperaban a que sonriera. Pero él no sonreía,
no hacía más que andar, y sólo con tres patas.
— Sólo lo hace por nosotros —dijo Teresa—. No
tenía ganas de pasear. Vino nada más que para darnos el gusto.
Lo que había dicho era triste y, a pesar de
eso, sin darse cuenta, estaban felices. No estaban felices a pesar de la
tristeza, sino gracias a la tristeza. Iban cogidos de la mano y los dos tenían
la misma imagen ante los ojos: un perro cojo que representaba diez años de su
vida.
Anduvieron otro poco. Luego Karenin, para su
gran decepción, se detuvo y dio la vuelta. Tuvieron que regresar.
Quizás ese mismo día o al día siguiente Teresa
entró inesperadamente en la habitación y vio que Tomás leía una carta. Al oír
que la puerta se abría, dejó la carta junto a otros papeles. Ella se dio
cuenta. Cuando salía de la habitación, no pasó desapercibido para ella el que
Tomás metiera la carta disimuladamente en el bolsillo. Pero olvidó el sobre.
Cuando se quedó sola en casa, lo examinó. La dirección estaba escrita con una
letra desconocida, muy prolija y que atribuyó a alguna mujer.
Cuando
volvieron a verse le preguntó, como si nada, si había venido el correo.
«No», dijo y la desesperación se apoderó de
Teresa, una desesperación aún mayor porque había perdido ya la costumbre. No,
no cree que Tomás tenga alguna amante secreta. Es prácticamente imposible. No
dispone de ningún rato libre del que ella no sepa. Pero parece que le queda
alguna mujer en Praga y que piensa en ella, aunque no pueda dejarle el perfume
de su sexo en el pelo. No cree que Tomás pueda abandonarla por esa mujer, pero
le parece que la felicidad de estos dos últimos años de vida en el campo ha
quedado nuevamente degradada por la mentira.
Volvió a su mente una antigua idea: Su hogar
no es Tomás, sino Karenin. ¿Quién le dará cuerda al reloj de sus días cuando él
no esté?
Teresa
vivía en el futuro, en un futuro sin Karenin, y en ese futuro se sentía
abandonada.
Karenin yacía en un rincón y se quejaba.
Teresa salió al jardín. Se fijó en el césped que crecía entre dos manzanos y se
imaginó que enterraban allí a Karenin. Clavó el tacón en la tierra y dibujó un
rectángulo en el césped. Era el sitio para su tumba.
— ¿Qué haces? —le preguntó Tomás, que la había
sorprendido en aquella actividad tan inesperadamente como ella lo sorprendiera
unas horas antes leyendo la carta.
No le respondió. Tomás notó que, después de
tanto tiempo, volvían a temblarle las manos. Se las cogió. Ella se soltó.
— ¿Es la
tumba de Karenin?
No
respondió.
Su
silencio lo enervaba. Explotó:
— ¡Me
echas en cara que piense en él en pasado! Y tú ¿qué haces? ¿Ya lo quieres
enterrar?
Le dio
la espalda y se dirigió a la casa.
Tomás se
metió en su habitación y dio un portazo.
Teresa
abrió la puerta y dijo:
— Ya que no piensas más que en ti, al menos
ahora podrías pensar en él. Estaba durmiendo y lo despertaste. Volverá a
quejarse.
Sabía que era injusta (el perro no dormía) y
sabía que se comportaba como la más vulgar de las mujeres cuando pretende herir
a alguien y sabe cómo hacerlo.
Tomás entró de puntillas en la habitación en
la que estaba Karenin. Pero ella no quería dejarlo a solas con él. Los dos se
agacharon hacia él, cada uno a un lado. En aquel movimiento conjunto no había
reconciliación. Por el contrario. Cada uno de ellos estaba solo. Teresa con su
perro, Tomás con su perro.
Temo que
se queden con él, así, separados, cada uno solo, hasta el último momento.
4
¿Por qué
es tan importante para Teresa la palabra idilio?
Nosotros, que hemos sido educados en la
mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir que un idilio es la imagen
que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la vida en el Paraíso no semejaba
una carrera en línea recta que nos conduce a lo desconocido, no era una
aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su uniformidad no era un
aburrimiento, sino un motivo de felicidad.
Mientras el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de
animales domésticos, en el regazo de las épocas del año y de su repetición,
quedaba aún dentro de él al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco. Por eso
Teresa, cuando se encontró en el balneario con el presidente de la cooperativa,
vio de pronto ante sus ojos la imagen de la aldea (de una aldea en la que nunca
había vivido, que no conocía) y quedó maravillada. Era como si mirara hacia
atrás, en dirección al Paraíso. Adán,
en el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello
que veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía
ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como
Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No
reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y
distracción.
La comparación entre Karenin y Adán me lleva a
pensar que en el Paraíso el hombre aún no era hombre. Más exactamente: el
hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre. Nosotros hace ya mucho
que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del tiempo que transcurre en
línea recta. Pero aún sigue existiendo dentro de nosotros una estrecha cuerdecilla
que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en el que Adán se inclina sobre la
fuente y, siendo totalmente distinto de Narciso, no intuye que esa pálida
mancha amarilla que ha aparecido allí es en realidad él mismo. La nostalgia del
Paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.
Cuando, siendo niña, encontraba las compresas
de la madre manchadas por la sangre de la menstruación, le daban asco y odiaba
a su madre por no tener la vergüenza necesaria para esconderlas. Pero Karenin,
que era perra, también tenía menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y
duraban quince días. Para que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas
un gran trozo de algodón y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba
ingeniosamente con un cordón al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la
forma en que iba vestida.
¿Cómo es posible que la menstruación del perro
despertase en ella una alegre ternura mientras que la suya propia le daba asco?
La respuesta me parece sencilla: el perro nunca ha sido expulsado del Paraíso. Karenin no sabe nada de la dualidad
entre el cuerpo y el alma y no sabe qué es el asco. Por eso
Teresa se siente tan a gusto y
serena con él. (Y por eso es tan peligroso transformar el animal en «machina
animata» y la vaca en un autómata que produce leche: el hombre corta así el
hilo que lo ataba al Paraíso y en su vuelo por el vacío del tiempo ya nada
podrá detenerlo ni consolarlo.)
De la confusa mezcla de estas ocurrencias,
crece ante Teresa una idea blasfema de la que no puede librarse: el amor que la
une a Karenin es mejor que el que existe entre ella y Tomás. Mejor, no mayor.
Teresa no quiere culpar a Tomás ni culparse a sí misma, no pretende afirmar que
pudieran quererse más. Pero le da la impresión de que la pareja humana está hecha
de tal manera que su amor es a priori de peor clase de la que puede ser (al
menos en su caso, que es el mejor) el amor entre una persona y un perro, esa
extravagancia en la historia del hombre, probablemente no planeada por el
Creador.
Es un amor desinteresado: Teresa no quiere
nada de Karenin. Ni siquiera le pide amor. Jamás se ha planteado los
interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?, ¿ha amado a alguien
más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él? Es posible que todas estas
preguntas que inquieren acerca del amor, que lo miden, lo analizan, lo
investigan, lo interrogan, también lo destruyan antes de que pueda germinar. Es
posible que no seamos capaces de amar precisamente porque deseamos ser amados,
porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en lugar de aproximarnos a él
sin exigencias y querer sólo su mera presencia.
Y
algo más: Teresa aceptó a Karenin tal como era, no pretendía transformarlo a su
imagen y semejanza, estaba de antemano de acuerdo con su mundo canino, no
pretendía quitárselo, no tenía celos de sus aventuras secretas. No lo educó
porque quisiera transformarlo (como quiere el hombre transformar a su mujer y
la mujer a su hombre), sino para enseñarle un idioma elemental que hiciera
posible la comprensión y la vida en común.
Y luego: El amor hacia el perro es voluntario,
nadie la fuerza a él. (Teresa piensa nuevamente en su madre y todo le da
lástima: ¡Si la madre fuera una de las desconocidas de la aldea, es posible que
su alegre brusquedad le resultara simpática! ¡Ay, si la madre fuera una persona
extraña! Teresa se avergonzó desde su infancia de que la madre hubiera ocupado
los rasgos de su cara y confiscado su yo. ¡Pero lo peor era que el antiguo
imperativo «¡ama a tu padre y a tu madre!» la obligaba a estar de acuerdo con
aquella ocupación y a llamar a aquella agresión amor! La madre no tenía la
culpa de que Teresa hubiera roto con ella. No rompió con ella porque la madre
fuera como era, sino porque era la madre.)
Y lo principal: Ninguna persona puede
otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal, porque no
ha sido expulsado del Paraíso. El amor entre un hombre y un perro es un idilio.
En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución.
Karenin rodeó a Teresa y a Tomás con su vida basada en la repetición y eso
mismo era lo que esperaba de ellos.
Si Karenin hubiera sido un hombre y no un
perro, seguro que hace tiempo ya que le hubiera dicho a Teresa: «Haz el favor,
estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No puedes
inventar algo nuevo?».
En esta frase está encerrada toda la condena
que pesa sobre el hombre. El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que
sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede
ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.
Sí, la
felicidad es el deseo de repetir, piensa Teresa.
Cuando el presidente de la cooperativa, al
volver del trabajo, saca a pasear a su Mefisto y se encuentra con Teresa, nunca
olvida decir: «¡Señora Teresa! ¿Por qué no la habré conocido yo antes?
¡Hubiéramos salido a ligar juntos! ¡No hay mujer que se resista a dos
marranos!». El cerdito estaba adiestrado de tal manera que, cuando terminaba de
decir estas palabras, gruñía. Teresa se reía aunque sabía de antemano lo que el
presidente iba a decir. El chiste no perdía su gracia con la reiteración. Al
contrario. En el contexto del idilio, hasta el humor está sometido a la dulce
ley de la repetición.
5
Los perros no tienen muchas ventajas con
respecto a las personas, pero hay una que vale la pena: en su caso, la
eutanasia no está prohibida por la ley; los animales tienen derecho a una
muerte caritativa. Karenin andaba con tres patas y pasaba cada vez más tiempo
en el rincón. Se quejaba. El matrimonio estaba de acuerdo en que no podían
hacerle sufrir inútilmente. Pero la aceptación de ese principio no era
suficiente para eliminar la angustiosa inseguridad: ¿cómo reconocer el momento
en que el sufrimiento es ya inútil?, ¿cómo determinar el momento en que ya no
vale la pena vivir? ¡Si al menos Tomás
no fuera médico! Entonces podría esconderse detrás de alguien. Podría ir al
veterinario y pedirle que le pusiera una inyección.
¡Qué terrible es asumir el papel de la muerte!
Tomás insistió durante mucho tiempo en que él no le pondría la inyección, en
que llamaría al veterinario. Pero después comprendió que podía otorgarle un
privilegio que no tiene hombre alguno: la muerte tendrá para él el aspecto de
aquellos a quienes quiere.
Karenin pasó la noche quejándose. Cuando Tomás
lo auscultó por la mañana, le dijo a Teresa: «Ya no esperaremos más».
Era de madrugada, pronto iban a tener que irse
los dos de casa. Teresa entró en la habitación a ver a Karenin. Hasta entonces
había estado acostado sin moverse (ni siquiera le había prestado atención a
Tomás mientras lo auscultaba) pero ahora, al oír que se abría la puerta,
levantó la cabeza y miró a Teresa.
Era incapaz de soportar aquella mirada, casi
la asustaba. Nunca miraba así a Tomás, así sólo la miraba a ella. Pero nunca
con tanta intensidad como esta vez. No era una mirada desesperada o triste, no.
Era una mirada de terrible, insoportable confianza. Aquella mirada era una
ansiosa interrogación. Toda la vida había esperado Karenin la respuesta de
Teresa y ahora le comunicaba (aún con mayor urgencia que nunca) que seguía
preparado para oír de ella la verdad. (Todo lo que proviene de Teresa es para
él verdad: incluso cuando le dice «¡siéntate!» o «¡acuéstate!», para él éstas
son verdades con las que se identifica y que le dan sentido a su vida.)
Aquella mirada de terrible confianza fue
breve. Al cabo de un momento volvió a apoyar la cabeza sobre las patas. Teresa
sabía que nunca nadie más volvería a mirarla así.
Nunca le daban dulces, pero hace unos días le
había comprado unas tabletas de chocolate. Les quitó el papel de plata, las
partió y las puso junto a él. Añadió también un cuenco con agua para que no le
faltara nada, ya que tendría que quedarse unas horas solo en casa. Era como si
la mirada que le había dirigido hacía un rato lo hubiera fatigado. Aunque
estaba rodeado de chocolate, no levantaba la cabeza. Se tendió en el suelo junto a él y lo abrazó.
Lenta y fatigosamente la olisqueó y le lamió una o dos veces la cara. Acogió la
lamida con los ojos cerrados, como si quisiera recordarla para siempre. Volvió
la cabeza para que le lamiera también la otra mejilla.
Tuvo que ir a cuidar a sus terneras. Volvió
después de mediodía. Tomás todavía no estaba en casa. Karenin yacía rodeado de
chocolate y, cuando la oyó llegar, ya no levantó la cabeza. Su pata enferma
estaba hinchada y el tumor había reventado en otro sitio más. Entre los pelos
aparecía una gotita de color rojo claro (que no parecía sangre).
Volvió a tumbarse en el suelo junto a él.
Tenía un brazo encima de su cuerpo y los ojos cerrados. Alguien llamó a la
puerta. Se oyó: «¡Doctor, doctor! ¡Han venido el cerdo y su presidente!». Era
incapaz de hablar con nadie. No se movió ni abrió los ojos. Volvió a oírse:
«¡Doctor, han venido los marranos!» y después, silencio.
Al cabo de media hora llegó Tomás. Fue
silenciosamente a la cocina a preparar la inyección. Cuando entró en la
habitación, Teresa ya estaba de pie y Karenin se levantaba con esfuerzo del
suelo.
Al ver a Tomás movió
débilmente la cola.
— Mira
—dijo Teresa—, ¡aún sonríe!
Lo dijo como una súplica, como si con aquellas
palabras quisiera pedir un pequeño aplazamiento, pero no insistió.
Puso lentamente una sábana sobre la cama. Era
una sábana blanca con un estampado en forma de florecillas lilas. Todo lo tenía
preparado y pensado, como si se hubiera imaginado la muerte de Karenin con
muchos días de antelación. (¡Ay, qué terrible, en realidad, soñamos por
adelantado con la muerte de aquellos a quienes amamos!)
Ya no tenía fuerzas para saltar a la cama. Lo
cogieron en brazos y lo levantaron entre los dos. Teresa lo colocó de costado y
Tomás le examinó la pata. Buscaba el lugar en el que la vena se nota más. Luego
recortó en ese sitio los pelos con una tijera.
Teresa estaba arrodillada junto a la cama y
sostenía con las manos la cabeza de Karenin junto a su cara.
Tomás le pidió que le apretara la pata trasera
por encima de la vena, que era fina y hacía difícil clavarle la aguja. Apretaba
la pata de Karenin pero no separaba la cara de la cabeza de él. Le hablaba sin
cesar en voz baja y él no pensaba más que en ella. No tenía miedo. Le lamió dos
veces más la cara. Y Teresa le susurraba: «No tengas miedo, no tengas miedo,
allá no te dolerá nada, allá vas a soñar con ardillas y conejos, habrá vaquitas
y estará Mefisto, no tengas miedo...».
Tomás le pinchó la vena con la aguja y apretó
el émbolo. Karenin dio un pequeño tirón con la pata, respiró aceleradamente
durante un par de segundos y de pronto su respiración se detuvo. Teresa estaba
arrodillada en el suelo junto a la cama y apretaba su cara contra la cabeza de
él.
Los dos tuvieron que ir a trabajar y el perro
quedó tendido en la cama sobre una sábana blanca con florecillas lilas.
Volvieron por la noche. Tomás salió al jardín.
Encontró entre dos manzanos las cuatro rayas del rectángulo que Teresa había
dibujado hacía unos días con el tacón. Empezó a cavar allí. Mantuvo exactamente
las dimensiones marcadas. Quería que todo fuese tal como lo había querido
Teresa. Ella se quedó en casa con
Karenin. Tenía miedo de que lo enterraran vivo. Acercó el oído'a su hocico y le
pareció que oía una respiración muy débil. Se alejó y vio que el pecho de él se
movía ligeramente.
(No,
había oído su propia respiración, que le imprimía un ligero movimiento a su
cuerpo y le hacía creer que el pecho del perro se movía.) Encontró en el bolso un espejito y se lo
acercó al hocico. El espejito estaba tan manoseado que creyó ver que lo
empañaba la respiración del perro.
—
¡Tomás, está vivo! —gritó cuando Tomás volvió con los zapatos embarrados del
jardín.
Se
inclinó sobre el perro e hizo con la cabeza un gesto negativo.
Cada
uno cogió un extremo de la sábana sobre la que yacía. Teresa por las patas;
Tomás por la cabeza.
Lo
levantaron y lo sacaron al jardín.
Teresa notó que la sábana estaba mojada. Llegó
a nosotros con un charquito y con un charquito se fue, pensó y se alegró de
sentir en las manos aquella humedad, el último saludo del perrito.
Lo llevaron hasta los manzanos y lo
depositaron en el hoyo. Se inclinó sobre él y arregló la sábana de modo que lo
cubriera por completo. Le parecía insoportable que la tierra, que dentro de un
momento iban a echar encima de él, cayera sobre su cuerpo desnudo.
Después volvió a la casa y regresó con el
collar, la correa y un puñado de
chocolate que había quedado desde la mañana intacto en el suelo. Lo tiró todo
por encima de él. Junto al hoyo había
un montón de tierra fresca. Tomás cogió la pala.
Teresa se acordó de su sueño: Karenin parió
dos panecillos y una abeja. De pronto aquella frase le sonaba como un epitafio.
Imaginó entre los dos manzanos un panteón con este texto: «Aquí yace Karenin.
Parió dos panecillos y una abeja».
El jardín estaba en penumbra, era el momento
que va del día a la noche, en el cielo brillaba una luna pálida, la lámpara
olvidada en la habitación de los muertos.
Los dos tenían los zapatos manchados de barro
y llevaban la azada y la pala al cobertizo en el que estaban las herramientas:
el rastrillo, el pico, el azadón.
6
Estaba en su habitación, se había acostumbrado
a leer allí, sentado a la mesa. Teresa solía acercarse entonces a él, se
inclinaba hacia él, apretaba desde atrás su cara contra la de él. Ese día, al
hacerlo, vio que Tomás no estaba leyendo libro alguno. Tenía ante sí una carta
y, aunque no fueran más que cinco líneas escritas a máquina, la mirada de Tomás
se mantenía fija e inmóvil en ellas.
— ¿Qué
es? —preguntó Teresa llena de angustia.
Sin girarse Tomás cogió la carta y se la dio.
Decía que tenía que presentarse ese mismo día en el aeropuerto de la ciudad más
próxima.
Por fin giró la cabeza y Teresa advirtió que
en sus ojos había el mismo horror que había sentido ella.
— Iré
contigo —dijo.
Hizo con
la cabeza un gesto de negación:
— La
citación sólo se refiere a mí.
— No,
iré contigo —repitió.
Fueron con el camión de Tomás. Al cabo de un
rato llegaron a la pista de aterrizaje. Había niebla. Frente a ellos se
perfilaban, muy borrosamente, varios aviones. Los examinaron uno tras otro,
pero todos tenían las puertas cerradas, eran inaccesibles. Por fin encontraron
uno con la puerta abierta y unas escalerillas adosadas que conducían hasta
ella. Subieron, en la puerta apareció un auxiliar de vuelo y los invitó a
pasar. El avión era pequeño, apenas para treinta pasajeros, y estaba
completamente vacío. Avanzaron por el corredor entre los asientos, sin perder
el contacto entre los dos y sin demasiado interés por lo que sucedía a su
alrededor. Se sentaron en dos asientos contiguos y Teresa apoyó la cabeza en el
hombro de Tomás. El horror del comienzo se diluía y se convertía en
tristeza.
El horror es un impacto, un momento de
absoluta ceguera. El horror está desprovisto de toda huella de belleza. No
vemos más que la intensa luz del acontecimiento desconocido que aguardamos. La
tristeza, por el contrario, presupone que sabemos. Tomás y Teresa sabía qué les
esperaba. La luz del horror perdió intensidad y el mundo empezó a verse bajo
una iluminación azulada, tierna, que hacía las cosas más bellas de lo que eran
antes.
En el momento en que Teresa leyó la carta, no
sentía amor por Tomás, lo único que sabía es que no debía abandonarlo ni por un
momento: el horror había sofocado todos los demás sentimientos y sensaciones.
Ahora, cuando estaba pegada a él (el avión volaba en medio de las nubes), el
susto había pasado y ella percibía su amor y sabía que era un amor sin
fronteras y sin medida.
Por fin el avión aterrizó. Se levantaron y
fueron hacia la puerta que les abrió el auxiliar de vuelo. Seguían abrazados
por la cintura y se detuvieron en la parte superior de la escalerilla. Vieron
abajo a tres hombres con capuchas y fusiles en la mano. Era inútil dudar,
porque no había escapatoria. Descendieron lentamente y cuando pusieron el pie
en el suelo del aeropuerto, uno de los hombres levantó el fusil y apuntó. No se
oyó ningún disparo, pero Teresa sintió que Tomás, que un segundo antes estaba
pegado a ella y la cogía por la cintura, caía a tierra.
Lo estrechó contra su cuerpo pero no pudo
sujetarlo: cayó sobre el cemento de la pista de aterrizaje. Se agachó hacia él.
Quería lanzarse encima de él y cubrirlo con su cuerpo, pero en ese momento vio
algo extraño: su cuerpo disminuía rápidamente de tamaño. Era algo tan increíble
que se quedó paralizada y como clavada al suelo. El cuerpo de Tomás era cada
vez más pequeño, ya no se parecía en nada a Tomás, no quedaba de él más que
algo muy pequeño y aquella cosa pequeña empezó a moverse y echó a correr y
salió huyendo por la pista de aterrizaje.
El hombre que había disparado se quitó la
máscara y le sonrió amablemente a Teresa. Después se giró y corrió tras aquella
cosa pequeña que correteaba, confundida, de un lado a otro, como si
retrocediese ante alguien y buscase desesperadamente un escondite. Corrieron
durante un rato hasta que de pronto el hombre se lanzó a tierra y la
persecución terminó.
Se levantó y volvió adonde estaba Teresa.
Llevaba aquella cosa en la mano. Aquella cosa temblaba de miedo. Era un conejo.
Se lo dio a Teresa. Y en ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se
sintió feliz de tener al animalito en su regazo, de que el animalito fuese suyo
y de que pudiera apretarlo contra su cuerpo. Se puso a llorar de felicidad.
Lloraba y lloraba, las lágrimas no la dejaban ver y se llevaba al conejo a casa
con la sensación de que ahora ya estaba cerca del objetivo, de que estaba donde
quería estar, en ese lugar del que ya no se escapa.
Iba por las calles de Praga y encontró su casa
sin dificultad. Había vivido allí con papá y mamá cuando era pequeña. Pero
ahora no estaban ni mamá ni papá. La recibieron dos ancianos a los que nunca
había visto, pero de quienes sabía que eran su bisabuelo y su bisabuela. Los
dos tenían la piel arrugada como la corteza de los árboles y Teresa estaba
contenta de ir a vivir con ellos. Pero ahora quería estar a solas con su
animalito. Encontró fácilmente su habitación, en la que había vivido desde los
cinco años, cuando sus padres decidieron que merecía una habitación propia.
Había una cama, una mesilla y una silla. En la
mesilla había una lámpara encendida que había estado esperándola todo ese
tiempo. Encima de la lámpara se había posado una mariposa con las alas
abiertas, en las que estaban pintados dos grandes ojos. Teresa sabía que había
llegado a la meta. Se acostó en la cama y apretó el conejo contra su cara.
7
Estaba sentado a la mesa junto a la que solía
leer. Ante él había un sobre abierto con una carta. Le dijo a Teresa:
— Recibo de cuando en cuando cartas de las que
no he querido hablarte. Me escribe mi hijo. He tratado de que su vida y la mía
no entraran nunca en contacto. Y fíjate cómo se ha vengado de mí el destino.
Hace unos años lo expulsaron de la escuela. Trabaja de tractorista en un
pueblo. Mi vida y la suya no están en contacto pero corren una al lado de la
otra como dos paralelas.
— ¿Y por qué no me querías decir nada sobre
esas cartas? —dijo Teresa sintiendo dentro de sí un gran alivio.
— No sé.
Me desagradaba.
— ¿Te
escribe con frecuencia?
— De
tarde en tarde.
— ¿Y de
qué te habla?
— De sí mismo.
— ¿Es
interesante?
— Sí. La madre, como sabes, era una comunista
fanática. Hace tiempo que rompió con ella. Se hizo amigo de gente que está en
la misma situación que nosotros. Intentaban alguna actividad política. Algunos
están ahora en la cárcel. Pero con éstos también ha roto. Habla de ellos con
cierta distancia como de "eternos revolucionarios".
— Y él
¿se ha reconciliado con el régimen?
— No. En absoluto. Cree en Dios y piensa que
ésa es la clave de todo. Según parece, todos debemos vivir en nuestra vida
cotidiana de acuerdo con las normas establecidas por la religión y no tener en
cuenta para nada al régimen. Ignorarlo. Si creemos en Dios, somos capaces, al
parecer, de crear con nuestra propia actuación, en cualquier circunstancia, lo
que él llama "el reino de Dios en la tierra". Me explica que en
nuestro país la Iglesia es la única organización voluntaria que escapa al
control del Estado. Me gustaría saber si forma parte de la Iglesia para hacerle
frente al régimen o si de verdad cree en Dios.
—
¡Pregúntaselo!
Tomás
prosiguió:
— Siempre he admirado a los creyentes. Pensaba
que estaban dotados de un don especial de percepción ultra-sensorial del que yo
carecía. Algo así como los videntes. Pero mi hijo me demuestra que creer es en
realidad muy fácil. Cuando estaba en apuros, le echaron una mano los católicos
y de pronto apareció la fe. Es posible que haya decidido creer por agradecimiento.
Las decisiones de los hombres son muy simples.
— ¿Y tú
no le has contestado nunca?
— No me ha puesto el remitente —pero luego
añadió—: Claro que en el matasellos figura el nombre del pueblo. Bastaría con
enviar una carta a la dirección de la cooperativa local.
Teresa sentía vergüenza ante Tomás por sus
sospechas y quería purgar sus culpas con una repentina amabilidad hacia su
hijo:
—
Entonces, ¿por qué no le escribes? ¿Por qué no lo invitas?
— Se parece a mí -dijo Tomás-. Cuando habla,
tuerce el labio superior exactamente igual que yo. Ver a mi propio labio
hablando de Dios me parece demasiado raro.
Teresa
se echó a reír.
Tomás
rió con ella.
Teresa
dijo:
— ¡Tomás, no seas infantil! Es una historia
muy antigua. Tú y tu primera mujer. ¿Qué tiene que ver él con esa historia?
¿Qué tiene en común con ella? ¿Cómo vas a hacerle daño a alguien simplemente
porque cuando eras joven tenías mal gusto?
— Para serte sincero, me da miedo ese
encuentro. Ese es el motivo principal de que no tenga ganas de verle. No sé por
qué he sido tan terco. Uno decide algo, ni siquiera sabe muy bien cómo, y esa
decisión se mantiene luego por su propia inercia. Cada año que pasa es más
difícil cambiarla.
—
Invítale —dijo.
Ese mismo día, cuando volvía del establo, oyó
voces en la carretera. Al acercarse vio el camión de Tomás. Tomás estaba
agachado y desmontaba una rueda. Alrededor había un grupo de hombres que
miraban y esperaban que Tomás terminase el trabajo.
Se quedó allí sin poder apartar la mirada:
Tomás tenía un aspecto avejentado. Su pelo era canoso y la torpeza con la que
actuaba no era la torpeza de un médico que se ha convertido en chofer, sino la
de una persona que ya no es joven.
Recordó una reciente conversación con el
presidente. Le había dicho que el camión de Tomás estaba en un estado
deplorable. Lo decía en broma, no era una queja, pero reflejaba una
preocupación. «Tomás sabe más de lo que hay dentro del cuerpo que de lo que hay
dentro del motor», rió. Después reconoció que había ido varias veces a pedirle
a la Administración que le permitiesen a Tomás volver a ejercer su profesión en
aquella provincia. Comprobó que la policía no estaba dispuesta a
permitirlo.
Ella se ocultó tras el tronco de un árbol para
que ninguna de las personas que estaban alrededor del coche pudiera verla, pero
no dejó de mirarle. Los remordimientos le oprimían el corazón: Por su culpa
había vuelto de Zurich a Praga. Por su culpa se había ido de Praga. Y ni
siquiera ahora lo dejaba en paz y, mientras Karenin se estaba muriendo, ella lo
hacía sufrir con sus sospechas.
Siempre le había reprochado secretamente que
no la amaba bastante. Su propio amor estaba para ella fuera de toda sospecha,
mientras que consideraba el amor de él como simple amabilidad.
Ahora ve lo injusta que ha sido: ¡Si de verdad
hubiera sentido por Tomás un gran amor, hubiera tenido que permanecer con él en
el extranjero! ¡Allí Tomás estaba contento, allí se le abría la perspectiva de
una nueva vida! ¡Y a pesar de eso se fue de allí! Es verdad que trató de
convencerse a sí misma de que lo hacía por generosidad, para no molestarlo.
¿Pero no era la generosidad tan sólo una disculpa? ¡En realidad sabía que
vendría tras ella! Lo atraía cada vez más hacia abajo, como atraen las ninfas a
los campesinos hacia los pantanos para dejarlos morir allí. ¡Utilizó el momento
en que él tenía espasmos de estómago para obtener la promesa de que se irían a
vivir al campo! ¡Cómo sabía engañarlo! Le hacía ir tras ella como si quisiese
comprobar permanentemente que la amaba, hizo que fuera tras ella hasta llegar a
este sitio: con el pelo cano, cansado, con las manos medio destrozadas, que ya
nunca podrán coger un bisturí.
Llegaron a un lugar del que ya no pueden ir a
ninguna parte. ¿A dónde podrían ir? Al extranjero nunca les dejarán salir. Ya
no encontrarán el camino de regreso a Praga, nadie les dará trabajo allí. Y no
tienen motivo alguno para irse a otro pueblo.
Dios
mío, ¿era necesario llegar hasta aquí para que creyera que la quería?
Finalmente, Tomás logró volver a montar la
rueda. Se sentó al volante, los hombres saltaron al camión y se oyó el ruido
del motor.
Teresa se fue a casa y llenó la bañera de
agua. Se sumergió en el agua caliente pensando que toda la vida había utilizado
sus propias debilidades en contra de Tomás. Todos tendemos a considerar la
fuerza como culpable y la debilidad como víctima inocente. Pero Teresa ahora lo
comprende: ¡en su caso ha sido al revés! ¡Hasta sus sueños, como si conociesen
las únicas debilidades de ese hombre fuerte, le mostraban los sufrimientos de
Teresa para hacerlo huir en retirada! Su debilidad era agresiva y le obligaba a constantes rendiciones, hasta que
por fin dejó de ser fuerte y se convirtió en un conejito en su regazo. No
dejaba de pensar en aquel sueño.
Salió de la bañera y fue a buscar un vestido
que ponerse. Quería ponerse el vestido más bonito para gustarle, para darle una
alegría.
Apenas se había abrochado el último botón
cuando entró Tomás ruidosamente junto con el presidente de la cooperativa y un
joven campesino llamativamente pálido.
— ¡Venga
—dijo Tomás—, algún licor fuerte!
Teresa salió corriendo y trajo una botella de
slivovice. Sirvió un vasito y el joven se lo tomó inmediatamente.
Mientras tanto se enteró de lo que había
sucedido: el joven se había dislocado un brazo y gritaba de dolor; nadie sabía
qué hacer, así que llamaron a Tomás, que le volvió el brazo a su sitio con un
solo movimiento.
El joven
bebió de un trago otro vasito y le dijo a Tomás:
— ¡Tu
mujer está guapísima hoy!
— Tonto
—dijo el presidente—, la señora Teresa siempre está guapa.
—Ya sé que siempre está guapa —dijo el joven—,
pero hoy se ha puesto muy elegante. Nunca la habíamos visto con ese vestido.
¿Van a salir?
— No
vamos a salir. Me lo puse por Tomás.
— Doctor, tú sí que lo pasas bien —rió el
presidente—. Mi mujer nunca hace eso de vestirse así para que yo la vea.
—
Claro, por eso sales siempre de paseo con el cerdo y no con tu mujer —dijo el
joven y se rió mucho.
— ¿Y qué hace Mefisto? —dijo Tomás—, hace por
lo menos... —se puso a pensar—, ¡una hora que no lo veo!
— Es que
me añora cuando no estoy —dijo el presidente.
— Ahora que la veo con ese vestido, me dan
ganas de bailar con usted —le dijo el joven a Teresa—. ¿Me dejarías bailar con
ella, doctor?
— Vamos
todos a bailar —dijo Teresa.
—
¿Vienes? —le dijo el joven a Tomás.
— ¿Pero dónde? —preguntó
Tomás.
El joven
dio el nombre del pueblo vecino, en el que había una sala de baile.
— Vienes con nosotros —le ordenó al presidente
y, como llevaba ya tres vasitos, añadió—: ¡Si Mefisto te añora, nos lo
llevamos! ¡Llevaremos a dos marranos! Todas las mujeres se van a caer sentadas
cuando vean a dos marranos! —y volvió a reírse mucho.
— Si no les da vergüenza Mefisto, voy con
ustedes —dijo el presidente y subieron todos al camión de Tomás.
Tomás
se sentó al volante, Teresa a su lado y los dos hombres detrás con la botella
de slivovice a medio beber. Hasta que no salieron del pueblo, el presidente no
se acordó de que se habían dejado a
Mefisto. Le gritó a Tomás que volvieran.
— No
hace falta, con un marrano basta —le dijo el joven y el presidente quedó
conforme.
Oscurecía.
El camino trepaba por la montaña.
Llegaron a la ciudad y detuvieron el camión
frente al hotel. Teresa y Tomás no habían estado nunca allí. Bajaron por la
escalera al sótano, donde había una barra de bar, una pista de baile y varias
mesas. Un señor de unos sesenta años tocaba el piano y una señora de la misma
edad tocaba el violín. Interpretaban
canciones que habían estado de moda hacía cuarenta años. En la pista bailaban
unas cinco parejas.
El joven
lanzó una mirada a su alrededor y dijo:
— No me
vale ninguna de éstas —e inmediatamente invitó a bailar a Teresa.
El
presidente se sentó con Tomás junto a una mesa libre y pidió una botella de
vino.
— ¡No
puedo beber! ¡Soy el que conduce! —recordó Tomás.
— Tonterías —dijo el presidente—, nos
quedaremos a pasar la noche —y fue inmediatamente a la recepción a reservar dos
habitaciones.
Después volvió Teresa de la pista con el
joven, la sacó a bailar el presidente y por último bailó con Tomás.
Mientras
bailaban le dijo:
— Tomás, todo lo malo que hay en tu vida ha
sido por mi culpa. Yo tengo la culpa de que hayas llegado hasta aquí. Tan bajo
que ya no es posible ir a ninguna otra parte.
Tomás
dijo:
— ¿Estás
loca? ¿De qué bajo hablas?
— Si nos
hubiéramos quedado en Zúrich, estarías operando a tus pacientes.
— Y tú
estarías haciendo fotos.
— Esa es una comparación tonta —dijo Teresa—.
Para ti tu trabajo lo era todo, mientras que yo puedo hacer cualquier cosa y me
da exactamente lo mismo. Yo no perdí nada. Tú lo perdiste todo.
— Teresa
—dijo Tomás—, ¿no te has dado cuenta de que aquí soy feliz?
— Tu
misión era operar —dijo.
— Teresa, la misión es una idiotez. No tengo
ninguna misión. Nadie tiene ninguna misión. Y es un gran alivio sentir que eres
libre, que no tienes una misión.
Era imposible no confiar en la sinceridad de
su voz. Recordó la imagen de esa misma tarde: lo vio arreglando el camión y le
pareció viejo. Ella había llegado adonde quería llegar: siempre había deseado
que fuera viejo. Volvió a acordarse del conejito al que apretaba contra su cara
en su habitación infantil.
¿Qué significa convertirse en conejito?
Significa perder toda fuerza. Significa que uno ya no es más fuerte que el
otro.
Daban pasos de baile al sonido del piano y el
violín, y Teresa apoyaba la cabeza en su hombro. Así tenía la cabeza cuando
iban en el avión que los llevaba a través de la niebla. Sentía ahora la misma
extraña felicidad y la misma extraña tristeza que en aquella ocasión. Esa
tristeza significaba: hemos llegado a la última estación. Esa felicidad significaba:
estamos juntos. La tristeza era la forma y la felicidad, el contenido. La
felicidad llenaba el espacio de la tristeza.
Volvieron a la mesa. Bailó otras dos veces con
el presidente y una vez con el joven, que ya estaba tan cansado que se cayó con
ella en la pista.
Después
subieron todos y fueron a sus habitaciones.
Tomás
dio vuelta al interruptor y encendió la lámpara. Ella vio dos camas juntas; al
lado de una de ellas, una mesa de noche con una lámpara, de cuya pantalla,
espantada por la luz, voló una mariposa nocturna que se puso a dar vueltas por
la habitación. De abajo llegaba tenue el sonido del piano y el violín.
fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario