A veces no se ve nada en la superficie, pero por debajo de
ella todo está ardiendo. Y. B. Mangunwijaya
Agradecimientos
El proceso de cuatro
años que exigió la transformación de No Logo de idea en libro fue
muy agradable. Sin embargo, no fue indoloro, y me ha ayudado mucho el apoyo, la
comprensión y los conocimientos de quienes me rodean.
Fue un gran honor
contar con Louise Dennys como editora, cuyo rigor intelectual y compromiso
personal con la libertad de expresión y con los derechos humanos han afilado
aún más los argumentos de este libro y limado mis asperezas de escritora. Ella
transformó esta obra con mano mágica.
Mi asistente de
investigación, Paula Thiessen, ha rastreado muchos de los hechos y fuentes más dudosos.
Trabajó incansablemente durante más de dos años recogiendo las estadísticas que
componen muchos de los cuadros originales de la obra, extrayendo datos de
escurridizas cadenas minoristas y seduciendo a entidades gubernamentales de
todo el mundo para conseguir informes inéditos. También se encargó de la
búsqueda fotográfica para el volumen, y fue una influencia de serenidad y una
compañera imprescindible a lo largo de una tarea a menudo solitaria.
Mis representantes,
Bruce Westwood y Jennifer Barclay, de la agencia Eastwood Creative Agents,
aceptaron con entusiasmo y decisión un proyecto que podía parecer arriesgado a
muchos otros. En el mundo de la edición internacional, buscaron almas afines
que no sólo publicaran No Logo, sino
que además lo apoyaran; éstas fueron Reagan Arthur y Philip Gwyn Jones.
El excepcional equipo
de Knopf Canadá supo mantener la cabeza fría y el corazón ardiente durante
todas las crisis. Agradezco a Michael Mouland, a Nikki Barrett, a Noelle Zitzer
y a Susan Bruns, así como al talentoso y diligente equipo de editores,
compuesto por Doris Cowan, Alison Reid y Deborah Viets, que robustecieron,
pulieron, sintetizaron y corrigieron este texto.
Tengo una gran deuda
con John Honderich, el editor de The
Toronto Star, que me encargó una columna regular en su periódico cuando yo
era aún muy, muy joven; ese lapso de casi cinco años me permitió desarrollar
las ideas y los contactos que son los cimientos de esta obra. Mis editores del Star -Carol Goar, Haroon Siddiqui y
Mark Richardson- me ayudaron mucho permitiéndome ausentarme del trabajo, e
incluso me desearon lo mejor cuando dejé de escribir la columna para dedicarme
de lleno a este proyecto. No Logo
comenzó siendo un artículo para The
Village Voice sobre la sobreabundancia cultural, y tengo una deuda con
Miles Seligman por sus consejos editoriales. Mi editor del Saturday Night, Paul Tough, me ayudó ampliando mis plazos de
entrega, con consejos para la investigación y con encargos relacionados con No Logo, incluyendo un viaje al Roots
Lodge, que me ayudó a comprender mejor las aspiraciones utópicas de las marcas.
He recibido una valiosa
colaboración en mis investigaciones de Idella Sturino, de Stetan Philipa y de
Maya Roy. Mark Johnston me brindó sus relaciones en Londres, Bern Jugunos hizo
lo mismo en Manila y Jeff Ballinger en Jakarta. Cientos de personas y entidades
cooperaron también en la investigación, pero algunas personas hicieron todo lo
posible para colmarme con estadísticas y datos: Andrew Jackson, Janice Newson,
Carly Stasko, Leah Rumack, Mark Hosler, Dan Mills, Bob Jeffcott, Lynda Yantz,
Trim Bissell, Laird Brown, y más que nadie Gerard Greenfield. Me llegaron
indicaciones no solicitadas por correo común y electrónico de Doug Saunders, de
Jesse Hirsh, de Joey Slinger, de Paul Webster y de otros innumerables ángeles
cibernéticos. La Toronto Reference Library, la Organización Internacional del
Trabajo, la página de Internet de Corporate Watch, la Maquila Solidarity
Network, The Baffler, SchNEWS, Adbusters y las listas de correo Tao
Collective fueron invalorables para mi investigación.
También agradezco a Leo
Panich y a Mel Watkins por invitarme a dar conferencias, porque me ayudaron a
pulir mis tesis desde el comienzo, y a mis colegas del consejo editorial de This Magazine por su generosidad y su
aliento.
Muchos amigos y
miembros de mi familia leyeron mi manuscrito y me dieron consejos e
información: Michele Landsberg, Stephen Lewis, Kyo Maclear, Cathie James y
también Bonnie, Michael, Anne y Seth
Klein. Mark Kingwell ha
sido un querido amigo y un guía intelectual,
Sara Borins fue mi
primera y más entusiasmada lectora -tanto de la propuesta como del primer
borrador-; y también fue la siempre fabulosa Sara quien insistió que No Logo debía tener un diseño acorde
con el espíritu del contenido. Nancy Friedland, John Monsanto, Anne Baines y
Rachel Giese me apoyaron cuando yo no era nadie. Mi difunto abuelo, Philip
Klein, que fue animador de Walt Disney, me enseñó una valiosa lección cuando
era pequeña: que no es oro todo lo que reluce.
La deuda mayor la tengo
con mi marido, Avi Lewis, que durante años me despertó todas las mañanas con
una taza de café y recortes de las secciones de economía de los periódicos. Avi
ha intervenido en este proyecto de todas las maneras posibles: quedándose
levantado por la noche para ayudarme a desarrollar las ideas; acompañándome en
diversas expediciones de búsqueda desde los hipercentros comerciales suburbanos
hasta las zonas industriales de exportación de Indonesia y editando el
manuscrito durante sus múltiples etapas con la dedicación de un centurión. Por
amor de No Logo consintió que nuestras
vidas quedaran totalmente impregnadas por el libro y me dio la libertad y el
enorme lujo de sentirme apoyada sin reserva.
Introducción
UNA RED DE MARCAS
Si inclino la cabeza,
entorno el ojo derecho, cierro el izquierdo y miro a través de la ventana en dirección
del lago, veo el año 1932. Depósitos color marrón, chimeneas grises,
desvanecidos anuncios murales de marcas hace mucho tiempo muertas, como
«Lovely» y «Gaywear». Es el antiguo Toronto industrial, el de las fábricas de
ropa, de los peleteros y de los mayoristas de vestidos de novia. Hasta ahora
nadie ha encontrado la manera de ganar dinero derribando estos cubos de
ladrillo, y alrededor de este pequeño espacio de ocho o nueve manzanas la
ciudad moderna se eleva caóticamente por encima de la vieja.
Escribí este libro
cuando vivía en el fantasmal distrito textil de Toronto, en un almacén de diez
pisos. Muchos edificios semejantes al mío estaban clausurados desde tiempo
atrás, con los cristales rotos y las chimeneas sin humo; la única función
capitalista que les quedaba era enarbolar sobre sus techos sucios grandes
carteles luminosos que recordaban la existencia de la cerveza Molson, de los
coches Hyunday y de la radio FM EZ Rock a los conductores que tomaban la ruta
del lago.
En las décadas de 1920
y de 1930 estas calles bullían con inmigrantes rusos y polacos que se reunían
en los restaurantes para conversar sobre Trotsky y los dirigentes de la Unión
Internacional de Obreras de la Industria Textil. En aquellos días todavía se
veían en las aceras viejos portugueses que empujaban percheros con vestidos y
abrigos, y en la casa de al lado de la mía todavía se puede comprar una tiara
de diamantes de imitación, si es que alguien desea tal cosa. (Quizá para un
disfraz de Halloween o para una representación teatral en el colegio.) La única
actividad está más abajo, en la misma manzana, entre las pilas de joyas
comestibles de Sugar Mountain, la Meca de las golosinas estilo «retro», que
satisface las añoranzas irónicas de los asistentes nocturnos de un club. Y la tienda
de la planta baja sigue haciendo modestos negocios con maniquíes completamente
desnudos, aunque lo más habitual es que se alquile como escenario surrealista
para algún proyecto fílmico estudiantil o como escenario trágicamente actual
para alguna entrevista televisiva.
La sucesión de décadas
que se acumulan sobre la Avenida Spadina tiene un maravilloso encanto fruto del
azar, como tantos otros barrios urbanos caídos en el limbo postindustrial. Sus
viviendas y estudios están llenos de gente que sabe que desempeña un papel en
la escenografía urbana, pero que hacen todo lo posible para que no se note. Si
a alguien se le ocurre decir que él es la «verdadera Spadina», todos los demás
se sienten incómodos y todo el montaje se cae.
Y por eso fue tan
lamentable que el Ayuntamiento tuviera la idea de erigir una serie de
instalaciones artísticas públicas para «celebrar» la historia de la Avenida
Spadina. Primero fueron figuras de acero que colgaban de los postes del
alumbrado; representaban mujeres inclinadas sobre máquinas de coser y
multitudes de obreros en huelga que elevaban carteles con eslóganes
indescifrables. Después sucedió lo peor: llegó un dedal gigante que fue
depositado justo en la esquina de mi casa. Ahí estaba, con cuatro metros de
alto y otro tanto de ancho. En la acera, a su lado, reposaban dos botones
gigantes de cuyos agujeros salían unos débiles arbolillos. Gracias a Dios que
Emma Goldman, la famosa dirigente sindical anarquista, que vivió en esta calle
a finales de la década de 1930, no pudo ver la transformación de la lucha de
los obreros textiles en kitsch de la
era industrial.
El dedal es sólo la
manifestación más clara de la incómoda toma de conciencia que se ha verificado
recientemente. En toda la zona se reforman los antiguos edificios industriales
para convertirlos en complejos de viviendas, que pasaron a llamarse, por
ejemplo, «La Fábrica de Dulces». Los restos de la época de la industrialización
han sido saqueados en busca de nuevas modas: así sucedió con los sobrantes de
uníformes de obreros fabriles, con los vaqueros de la marca Diesel's Labor y
con las botas Caterpillar. Por supuesto, con los antiguos talleres también ha
surgido un floreciente mercado de la propiedad horizontal; han sido reformados
con lujo y dotados con bañeras, duchas, garajes subterráneos y servicio de
portería las veinticuatro horas del día.
Hasta ahora el
propietario de mi piso, que hizo su fortuna fabricando y vendiendo abrigos de
la marca London Fog, se ha empecinado en no vender nuestro edificio para
construir apartamentos con techos excepcionalmente altos. Al fin lo hará, pero
por el momento le quedan algunos inquilinos que fabrican prendas, cuyas
empresas son demasiado pequeñas para mudarse a Asia o a América Central, y que
por algún motivo no
desean plegarse a la tendencia de contratar obreros independientes y pagarles
por pieza. El resto de la finca está alquilado a profesores de yoga, a
productores de documentales, a diseñadores gráficos y a escritores y pintores
que viven donde trabajan. Mis vecinos, que tienen una tienda de ropa, miran con
gran desaliento a los clones de Marilyn Manson cuando bajan las escaleras con
sus cadenas y sus botas de cuero en dirección a los aseos compartidos, con el
tubo de dentífrico en la mano, ¿pero qué pueden hacer? Por ahora estamos aquí
todos juntos, debatiéndonos entre las duras realidades de la globalización
económica y la perdurable estética del videorock.
YAKARTA. «Pregúntele
qué fabrica, qué dice la etiqueta. ¿Conoce la palabra etiqueta?», dije alzando
la cabeza y retorciéndome el cuello de la camisa. Estas trabajadoras indonesias
se han acostumbrado a recibir personas como yo, extranjeros que vienen a
hablarles sobre las espantosas condiciones que reinan en las fábricas donde
cortan, cosen y pegan telas para empresas multinacionales como Nike, The Gap y
Liz Claiborne. Pero no tienen ningún parecido con las obreras textiles
jubiladas que solía encontrar en el ascensor, en mi patria. Aquí todas son
jóvenes; algunas no tienen más de quince años, y sólo unas pocas superan los
veintiuno.
Este día preciso de
agosto de 1997 las espantosas condiciones en cuestión han provocado una huelga
en la fábrica de vestidos Kaho Indah Citra, en las afueras de Yakarta, en la
zona industrial de Kawasan Berikat Nusantar. El problema de las obreras de
Kaho, que ganan el equivalente a dos dólares diarios, es que las obligan a
hacer muchas horas extras todos los días, pero no les pagan lo que manda la
ley. Después de tres días de inactividad, la empresa les ofreció un compromiso
típico de la región: no sería obligatorio hacer horas extras, pero la paga
seguiría siendo inferior a lo legal. Los 2.000 trabajadores volvieron a las
máquinas de coser excepto 101 muchachas jóvenes que, según dictaminó la
patronal, habían sido las organizadoras de la huelga. «Hasta ahora, nuestra
situación no se ha resuelto», me dijo una de ellas, llena de frustración y sin
solución a la vista.
La entendí muy bien,
pero siendo extranjera y occidental, quise saber qué marca de ropas hacían en la fábrica de Kaho; si quería difundir
aquel caso en mi país, era necesario encontrar algún gancho. En ese momento
éramos diez personas reunidas en un sótano de cemento apenas más grande que una
cabina telefónica, dedicadas a hacer chistes sobre el movimiento sindical.
-Esta empresa fabrica
mangas largas para las estaciones frías -informó una obrera.
-¿Jerséis? -aventuré.
-Creo que no. Si vas a
salir y es invierno, tienes que ponerte un...
-¡Una chaqueta! -adiviné.
-Pero gruesa no.
Ligera.
-¡Chaquetas!
-Sí, son como
chaquetas, pero largas.
Es fácil entender
aquella confusión; en los trópicos los abrigos no son necesarios, por lo que no
figuran en el vocabulario ni en los roperos. Y sin embargo, cada vez hay más
canadienses que no pasan sus fríos inviernos con abrigos hechos por las tenaces
costureras de la Avenida Spadina, sino por jóvenes asiáticas que trabajan en climas
cálidos como éste. En 1997, Canadá importó anoraks y chaquetas de esquí de
Indonesia por valor de 11,7 millones de dólares, 4,7 millones más que en 1993.l Eso ya lo sabía. Pero
todavía no me había enterado de la marca de los abrigos largos que fabricaban
las obreras de Kaho antes de ser despedidas. .
-Ah, largos. ¿Y de qué
marca?
Susurraron entre sí y
finalmente dijeron: «London Fog».
Una casualidad de la
globalización, supongo. Iba a contarles que el edificio donde vivo en Toronto
es una antigua fábrica de abrigos London Fog, pero me callé la boca cuando
advertí que la idea de que alguien viviera en una fábrica de ropas las
asustaba. En esta parte del mundo, todos los años mueren cientos de
trabajadores que duermen encima de sus talleres, a través de los cuales es
imposible escapar en caso de incendio.
1. Industria de Canadá,
«Canadian Imports - Top 25 Products. Origin: Indonesia».
Sentada en
cuclillas en el suelo de cemento de aquel pequeño dormitorio común, me puse a
pensar en mis vecinos: el profesor de yoga Ashtanga del segundo piso, los
animadores comerciales del cuarto, el distribuidor de velas para aromaterapia
del octavo. Parece que las jóvenes trabajadoras de la zona son una comunidad
especial, y que se relacionan entre sí, como sucede tantas veces, de acuerdo
con la red de fábricas, franquicias, ositos de peluche y nombres de marcas que
envuelve el planeta. Otro logo común a todas nosotras era Esprit, una marca que
también tenía una fábrica en la zona. Muy joven, yo había trabajado en una
tienda que vendía ropa de la marca Esprit.
Y por supuesto,
McDonald's: se acababa de abrir uno de ellos cerca de Kaho que había
desilusionado mucho a las obreras de la región, porque esta supuesta comida
basura era inalcanzable para sus bolsillos.
Por lo general los
informes sobre la red mundial de logos y de productos se presentan envueltos en
la retórica triunfal del marketing de la aldea global, un sitio increíble donde
los salvajes de las selvas más remotas manejan ordenadores, donde las abuelitas
sicilianas hacen negocios por medio de la electrónica y los «adolescentes
globales» comparten «una cultura global», para repetir la frase de la página de
Internet de Levi Strauss.2 Desde Coca-Cola hasta McDonald's y
Motorola, todas las empresas organizan su estrategia de marketing según esta
visión posnacional; pero la campaña que con más acierto capta la promesa
igualitaria del planeta unido por las marcas es «Soluciones para un Pequeño
Planeta» de IBM.
El interés que han
despertado estas versiones eufóricas de la globalización no ha tardado en
desvanecerse, y las grietas y las fisuras ocultas tras su brillante fachada han
quedado al descubierto. Durante los últimos cuatro años, los occidentales hemos
comenzado a ver otro tipo de aldea global, donde la desigualdad económica se
ensancha y las oportunidades culturales se estrechan.
Es en la aldea donde
algunas multinacionales, lejos de nivelar el juego global con empleos y
tecnología para todo el mundo, están carcomiendo los países más pobres y
atrasados del mundo para acumular beneficios inimaginables. Es la aldea donde
vive Bill Gates y amasa una fortuna de 55.000 millones de dólares mientras la
tercera parte de sus empleados están clasificados como temporales, y donde la
competencia queda incorporada al monolito de Microsoft o se hunde en la
obsolescencia por obra de la última hazaña de creación de software.
Es la aldea donde
estamos mutuamente conectados por una red de marcas, pero el revés de cuya
trama consiste en arrabales como los que vi en Yakarta. IBM sostiene que su
tecnología está presente en todo el mundo, y es verdad; pero con frecuencia esa
presencia significa que los obreros mal pagados del Tercer Mundo fabrican los
microcircuitos de ordenador y las baterías que mueven nuestros aparatos. En las
afueras de Manila, por ejemplo, conocí una muchacha de diecisiete años que
ensambla unidades de CD-ROM de IBM. Le dije cuánto me sorprendía que alguien
tan joven pudiera realizar ese trabajo de alta tecnología. «Nosotros hacemos
los ordenadores», me dijo, «pero no sabemos manejarlos». Después de todo,
parece que nuestro planeta no es tan pequeño.
Sería ingenuo pensar
que los consumidores occidentales no se han beneficiado con las diferencias que
hay en el mundo desde los primeros días del colonialismo. El Tercer Mundo,
según dicen, siempre ha existido para mayor comodidad del Primero. Lo nuevo,
sin embargo, es el interés por investigar los lugares de origen de los
artículos de marca, que son lugares donde las marcas no existen. Así se ha
descubierto que el origen de las zapatillas Nike son los infames talleres de
Vietnam; el de las ropitas de la muñeca Barbie, el trabajo de los niños de
Sumatra; el de los cafés capuchinos de Starbuck en los Cafetales ardientes de
Guatemala y el del petróleo de Shell en las miserables aldeas del delta del
Níger.
No debe pensarse que No logo pretenda ser un título literal,
ni un logo del post-logo (pues según me dicen ya existe una marca de ropa
llamada No logo). En realidad, se trata de un intento de reflejar la actitud de
rechazo a las grandes empresas que veo nacer en muchos jóvenes politizados.
Este libro se basa en una hipótesis sencilla: que a medida que los secretos que
yacen detrás de la red mundial de las marcas sean conocidos por una cantidad
cada vez mayor de personas, su exasperación provocará la gran conmoción
política del futuro, que consistirá en una vasta ola de rechazo frontal a las
empresas transnacionales, y especialmente aquellas cuyas marcas son más
conocidas.
Sin embargo, debo
advertir que éste no es un libro profético sino de observaciones de primera
mano. Constituye un examen de un sistema de información, de protesta y de
planificación, en su mayor parte subterráneo pero ya lleno de actividades e
ideas, que se extiende por encima de las fronteras y que ya abarca varias
generaciones.
Hace cuatro
años, cuando comencé a escribir este libro, mis hipótesis se basaban sobre todo
en intuiciones. Había hecho algunas investigaciones en los ambientes
universitarios y descubierto que muchos de los estudiantes que conocía se
sentían preocupados por la intrusión de las empresas privadas en las escuelas
públicas. Les ofendían los anuncios que comenzaban a insinuarse en las
cafeterías, en los espacios comunes y hasta en los lavabos; no les gustaba que
sus escuelas firmaran contratos para la distribución exclusiva de bebidas sin
alcohol o con fabricantes de ordenadores, ni que los estudios universitarios
comenzaran a parecerse cada vez más a investigaciones de mercado.
Les preocupaba que el
nivel de enseñanza se redujera porque se daba prioridad a los programas que
mejor permitían integrarse en el sector privado. También planteaban graves
objeciones éticas contra las prácticas de algunas empresas con las que sus
universidades se asociaban, y no tanto por sus actividades en las universidades
mismas, sino por lo que hacían en el extranjero, en países como Birmania,
Indonesia y Nigeria.
Hacía pocos años que
había regresado de la universidad, de modo que sabía que en ellas se había
producido un cambio de intereses políticos: cinco años antes, los temas que nos
preocupaban eran la discriminación racial, la identidad étnica, el género y la
sexualidad, «las guerras de lo políticamente correcto». Ahora estos temas se
habían ampliado y habían incorporado el poder de las grandes empresas, los
derechos de los trabajadores y un análisis relativamente desarrollado de los
procesos de la economía mundial. Es verdad que estos estudiantes no son la
mayoría de su grupo demográfico; de hecho, el movimiento surge de una minoría,
como todos los procesos políticos, pero de una minoría cada vez más importante.
Para decirlo sencillamente, la oposición a las multinacionales es el tema que
va a seducir la imaginación de la próxima generación de rebeldes y de
perturbadores, y sólo necesitamos recordar a los estudiantes radicales de 1960
y a las luchas por la identidad de las décadas de 1980 y 1990 para imaginar la
gran transformación que se puede producir.
Hacia la misma época,
al trabajar en mis artículos para periódicos y revistas, también comencé a
notar ideas semejantes en el corazón de la reciente ola de campañas sociales y
medioambientales. Como a los activistas universitarios que conocía, a las
personas que dirigían estas campañas les inquietaban los efectos del agresivo
patrocinio de las grandes empresas y del comercio minorista en el espacio
público y en la vida cultural, tanto local como globalmente. En todos los
pueblos de América del Norte se libraban pequeñas guerras para mantener
alejadas a empresas como Wal-Mart. Allí estaba el caso McLibel* de Londres, en
el que dos ecologistas británicos convirtieron el pleito que les puso
McDonald's en una ciberplataforma global que puso en entredicho a esa ubicua
cadena de la restauración. Allí estaba la explosión de protestas contra Shell
Oil después de que Ken Saro-Wiwa, el escritor y militante nigeriano que
combatía a la Shell, muriera ejecutado en la horca.
También estuvo aquella
mañana en la que descubrí que todos los espacios publicitarios de los muros de
mi calle estaban llenos de eslóganes contra las grandes empresas, obra de
algunos bandidos nocturnos. Y el hecho de que todos los limpiadores de
cristales que dormían en la entrada de mi edificio habían cosido remiendos en
sus zapatillas con el logo de Nike y la palabra «rebelión».
Todas estas realidades
y estas campañas compartían un elemento: sus ataques se dirigían contra las
grandes empresas como Nike, Shell, Wal-Mart, McDonald's (y otras: Microsoft,
Disney, Starbucks, Monsanto, etcétera.) Cuando comencé a escribir este libro no
sabía si esos reductos de actividad contra las empresas tenían algo en común
además de su lucha contra ellas, pero quería averiguarlo. Esta búsqueda
personal me llevó a un tribunal londinense para presenciar el veredicto del
caso McLibel; me permitió conocer a los amigos y a los familiares de Ken
Saro-Wiwa, presenciar las protestas contra el trabajo esclavo ante las fábricas
de Nike de Nueva York y San Fracisco y participar en reuniones gremiales
celebradas en los comedores de centros comerciales. Me hizo acompañar a un
vendedor de vallas publicitarias «alternativas» en sus recorridos y a las
bandas de «rompeanuncios» decididos a cubrir las mismas vallas con sus propios
mensajes. También me integró en varias fiestas callejeras improvisadas cuyos
organizadores estaban decididos a liberar temporalmente esos espacios públicos
de los anuncios, de los automóviles y de la policía. Y me permitió celebrar
reuniones clandestinas con hackers
que amenazaban con destruir los sistemas de las corporaciones norteamericanas
culpables de violar los derechos humanos en China.
Y lo más memorable fue
que me hizo conocer las fábricas y las asambleas de trabajadores del Sudeste de
Asia y ver los arrabales de Manila, donde los trabajadores filipinos escriben
la historia del movimiento obrero al formar las primeras asociaciones laborales
de aquellas zonas industriales, donde se fabrican los artículos de consumo más conspicuos
del planeta.
* Derivado
de la palabra inglesa libel, que significa
difamación o calumnia. [N. del t ]
En el curso de mi viaje
conocí a un grupo de estudiantes estadounidenses que luchan contra las
multinacionales afincadas en Birmania para obligarlas a abandonar ese país como
protesta por las violaciones de los derechos humanos que comete su régimen. En
sus comunicados, los activistas estudiantiles se autodenominan «Arañas», imagen
que me parece adecuada para esta militancia mundial que utiliza la Red. Los
logos, por la fuerza de su ubicuidad, se han convertido en lo más parecido que
tenemos a un idioma internacional, y se los reconoce y comprende en muchos
idiomas más que en el inglés. Ahora, los activistas pueden destruir esta red de
logos en su calidad de espías-arañas, intercambiando información sobre sus prácticas
laborales, sus vertidos tóxicos, su crueldad con los animales y su impúdico
marketing, que se extiende a todo el mundo.
Estoy persuadida de que
es en esta red de vínculos globales donde los ciudadanos del mundo terminarán
por encontrar soluciones sostenibles para este planeta vendido en subasta. No
sostengo que mi libro logrará abarcar todo el programa de un movimiento mundial
que aún está en pañales. Lo que he intentado ha sido detectar las primeras
fases de la resistencia y plantear algunas preguntas básicas. ¿Cuáles son las
condiciones que han provocado la reacción? Los ataques contra las más prósperas
empresas multinacionales aumentan cada vez más, ya se trate de la tarta que
alguien arroja a Bill Gates a la cara o los incesantes chistes sobre Nike. ¿Cuáles
son las fuerzas que impelen a una creciente cantidad de personas a desconfiar
de las multinacionales o a enfrentarse abiertamente con ellas, que son el motor
mismo del crecimiento mundial? Para hacer una pregunta todavía más
impertinente: ¿qué es lo que anima a tanta gente -y en especial a los jóvenes-
a dar libre curso a esa ira y a esa sospecha?
Estas preguntas pueden
parecer obvias, y algunas de sus respuestas lo son. Se dice que las grandes
empresas han adquirido tanto poder, que se han hecho más fuertes que los
gobiernos. Que, a diferencia de ellos, no tienen que rendir cuentas más que a
los accionistas; que carecemos de mecanismos para obligarlas a responder ante
el público en general. Se han escrito muchos y muy completos libros sobre el
ascendiente de lo que se ha llegado a llamar «el gobierno de las empresas»,
muchos de los cuales me han demostrado ser inestimables para comprender la
economía mundial.
Pero este libro no es
una exposición más del poder de un grupo selecto de monstruos corporativos que
se han unido para constituir un gobierno planetario de facto, sino un intento de analizar y documentar las fuerzas que
se oponen a ese dominio y de explicar el particular conjunto de condiciones
culturales y económicas que hacen inevitable la lucha contra él. La primera
parte, «Sin espacio», examina la rendición de la cultura y la educación al
marketing. La segunda parte, «Sin opciones», muestra cómo la promesa de que
disfrutaríamos de un acervo mucho mayor de alternativas culturales fue traicionada
por el poder de las fusiones, las franquicias despiadadas, la sinergia y la
censura que practican las grandes compañías. Y la tercera parte, «Sin trabajo»,
examina las tendencias del mercado laboral que están carcomiendo la estabilidad
laboral de muchos trabajadores, poniendo incluso en peligro el autoempleo, y la
externalización de servicios, así como el empleo a tiempo parcial y los empleos
temporales. La colisión de estas fuerzas y su interdependencia, el asalto
contra los tres pilares sociales que son el empleo, las libertades públicas y
el espacio cívico, es lo que lleva al activismo contra las empresas, que se
refleja en la última sección de este libro, la cuarta parte, «No Logo»; una
militancia que está sembrando la semilla de una alternativa genuina contra el
imperio de las grandes empresas.
CAPÍTULO 1
El nuevo mundo de las marcas
En mi vida privada siento
pasión por el paisaje, pero nunca he visto que los carteles embellecieran
ninguno. Cuando todo alrededor es bello, el hombre muestra su rostro más vil al
colocar una valla publicitaria. Cuando me jubile de Madison Avenue, voy a
fundar una sociedad secreta de enmascarados que viajarán por todo el mundo en
motocicletas silenciosas destruyendo todos los carteles bajo la luz de la luna.
¿Cuántos tribunales nos condenarán cuando nos sorprendan realizando estos actos
a favor del ciudadano?
David Ogilvy, fundador de la agencia
publicitaria Ogilvy & Mather en
Confessions of an Advertising Man, 1963
Es legítimo decir que
el astronómico crecimiento de la riqueza y de la influencia cultural de las
empresas multinacionales que se ha producido durante los últimos quince años
tiene su origen en una idea única, y al parecer inofensiva, que los teóricos de
la gestión de empresas elucubraron a mediados de la década de 1980: que las
empresas de éxito deben producir ante todo marcas y no productos.
Hasta
entonces, aunque el mundo empresarial entendía la importancia que tiene dar
lustre a las marcas, la principal preocupación de todos los fabricantes serios
era fabricar artículos. Esta idea era el Evangelio de la Era Industrial. Un
editorial que apareció en la revista Fortune
en 1938, por ejemplo, argumentaba que la razón de que la economía
estadounidense no se hubiera recuperado aún de la Depresión era que los Estados
Unidos habían dejado de percibir la importancia que tiene fabricar cosas:
Se trata de
la proposición de que la función básica e irreversible de una economía
industrial es la fabricación de cosas:
que mientras más cosas fabrique, mayores serán los ingresos, ya sea en términos
de dólares o en términos reales; y que, en consecuencia, la clave de la
capacidad de recuperación son (...) las fábricas, donde están los tornos y los
taladros, los crisoles y los martillos. Es en las fábricas, en la tierra y debajo
de ella, donde se origina el poder de
compra (la cursiva es de los autores).
Y durante
mucho tiempo, al menos en principio, la fabricación de artículos siguió siendo
el centro de todas las economías industriales. Pero hacia la década de 1980, impulsados
por años de recesión, algunas de las fábricas más poderosas del mundo
comenzaron a tambalearse. Se llegó a la conclusión de que las empresas padecían
inflación, que eran demasiado grandes, que tenían demasiadas propiedades y
empleados y que estaban atadas a
demasiadas cosas. Llegó a parecer que el proceso mismo de producción -que
implicaba gobernar las fábricas y responsabilizarse de la suerte de decenas de
miles de empleados fijos y a tiempo completo- ya no era la ruta del éxito, sino
un estorbo intolerable.
Hacia la
misma época apareció un nuevo tipo de organización que disputó a las antiguas
compañías estadounidenses su cuota del mercado: empresas del tipo de Nike y
Microsoft, y más tarde las del tipo de Tommy Hilfiger e Intel. Estos pioneros plantearon
la osada tesis de que la producción de bienes sólo es un aspecto secundario de
sus operaciones, y que gracias a las recientes victorias logradas en la
liberalización del comercio y las reformas laborales, estaban en condiciones de
fabricar sus productos por medio de contratistas, muchos de ellos extranjeros.
Lo principal que producían estas empresas no eran cosas, según decían, sino imágenes de sus marcas. Su verdadero
trabajo no consistía en manufacturar sino en comercializar. Esta fórmula, innecesario
es decirlo, demostró ser enormemente rentable, y su éxito lanzó a las empresas
a una carrera hacia la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tiene la
menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, y no productos,
es la que gana.
Por eso, la
ola de fusiones que se produjo en el mundo de las empresas es un fenómeno
engañoso: cuando los gigantes unen sus fuerzas, sólo parece que se agrandan más. La verdadera clave para comprender
estos cambios es que en muchos aspectos esenciales -aunque no el de los
beneficios, por supuesto-, estas empresas fusionadas son en realidad más
pequeñas. Su gigantismo aparente es sencillamente la ruta más corta hacia su
objetivo real: retirar sus inversiones del mundo de las cosas.
Como muchos de los
fabricantes más conocidos de hoy en día ya no producen ni publicitan productos,
sino que los compran y les ponen su marca, viven con la necesidad de encontrar
nuevas maneras de crear y fortalecer la imagen de sus marcas. La fabricación de
productos puede exigir máquinas, hornos, martillos y cosas semejantes, pero
para crear marcas es necesario un conjunto de instrumentos y materiales
completamente diferente. Es preciso un interminable desfile de extensiones de
la marca, una imaginería constantemente renovada en función del marketing, y
sobre todo nuevos espacios donde difundir la idea que la marca tiene de sí
misma. En esta sección del libro examinaré cómo esta obsesión de las empresas
por la identidad de la marca lucha, ya sea de manera encubierta o a la luz del
día, contra los espacios privados y públicos; contra las instituciones comunes
como las escuelas, contra la identidad de los jóvenes, contra el concepto de
nacionalidad y contra la existencia de espacios no comerciales.
LOS COMIENZOS DE LAS MARCAS
Será útil remontarnos al pasado para descubrir los orígenes de
la idea de las marcas.
Aunque los
conceptos de marca y de publicidad suelen entremezclarse, el proceso al que
aluden no es el mismo. Publicitar los productos es sólo un aspecto del plan
mayor de la marca, como lo son también el patrocinio y las licencias
comerciales. Debemos considerar la marca como el significado esencial de la
gran empresa moderna, y la publicidad como un vehículo que se utiliza para
transmitir al mundo ese significado.
Las primeras campañas
masivas de publicidad, que comenzaron en la segunda mitad del siglo XIX, se
relacionaban más con la publicidad que con las marcas tal como las entendemos
hoy. Ante la proliferación de productos de invención reciente -la radio, el
fonógrafo, los automóviles, las lamparillas eléctricas y tantos otros-, los
publicitarios enfrentaban tareas más urgentes que la de crear marcas que
identificaran a las empresas; primero tenían que cambiar la manera en que la
gente vivía sus vidas. Los anuncios debían revelar a los consumidores la
existencia de un nuevo invento y luego convencerles de que sus vidas serían
mejores si utilizaban automóviles en vez de carros de caballos, por ejemplo, o
teléfonos en lugar de cartas y luces eléctricas en vez de lámparas de queroseno.
Muchos de estos productos tenían marcas, y algunos las siguen teniendo, pero
este aspecto era casi secundario. Estos productos eran nuevos por definición, y
eso bastaba para publicitarios.
Los primeros productos
basados en las marcas aparecieron casi al mismo tiempo que los anuncios basados
en invenciones, sobre todo a causa de una innovación relativamente reciente:
las fábricas. En la primera época de la producción industrial de artículos, no
sólo se comercializaban productos completamente nuevos, sino que los antiguos -
e incluso los artículos básicos de consumo- empezaron a aparecer con formas
sorprendentemente nuevas. Lo que diferenció los primeros intentos de imponer
marcas de la comercialización corriente fue el hecho de que el mercado se vio inundado
con productos fabricados en masa y casi idénticos entre sí. En la era de las
máquinas, la competencia por medio de las marcas llegó a ser una necesidad: en
un contexto de identidad de producción, era preciso fabricar tanto los
productos como su diferencia según la marca.
Así fue que el papel de
la publicidad cambió, y dejó de consistir en boletines informativos sobre los
productos para pasar a construir una imagen relacionada con la versión de los
productos que se fabricaban bajo una marca determinada. La primera tarea de la
creación de marcas consistía en encontrar nombres adecuados para artículos
genéricos como el azúcar, la harina, el jabón y los cereales, que antes los
tenderos sacaban simplemente de sus barriles. En la década de 1880 se impusieron
logos empresariales a artículos de producción masiva, como la sopa Campbell,
los encurtidos H. J. Heinz y los cereales Quaker Oates. Como señalan los
historiadores y teóricos del diseño Ellen Lupton y J. Abbott Miller, los logos
fueron creados para evocar las ideas de familiaridad y de popularidad, tratando
de compensar así la novedad perturbadora de los artículos envasados. «Las
figuras conocidas como el Dr. Brown, el tío Ben, la tía Jemima y el Abuelito
fueron inventados para reemplazar al tendero, que tradicionalmente era el
responsable de pesar los géneros al por mayor a pedido de cada cliente y de
elogiar los productos. Un lenguaje nacional de marcas reemplazó al comerciante
local como vínculo entre el consumidor y los productos». Cuando los nombres y
las características de los productos se afirmaron, la publicidad los dotó de
medios para hablar directamente a los posibles consumidores. Había surgido la
«personalidad» de las empresas, con su nombre exclusivo, su envase especial y
su publicidad.
La mayoría de las
campañas publicitarias de fines del siglo XIX y de comienzos del XX empleaban
un conjunto de normas rígidas y seudocientíficas: nunca se mencionaba a la
competencia, los anuncios sólo empleaban frases afirmativas y los titulares
debían ser largos, con mucho espacio en blanco; según un publicitario de la
época, «los avisos deben ser lo bastante grandes para producir impresión, pero
no mayores que el artículo que publicitan».
Pero en la industria
publicitaria había quienes pensaban que su actividad no sólo era científica,
sino también espiritual. Las marcas pueden producir sentimientos -pensemos en
la tranquilizadora presencia de la tía Jemima-, pero no sólo eso: las grandes
empresas podían llegar a adquirir en sí mismas su propio significado. A principios
de la década de 1920, el mítico publicitario Bruce Barton convirtió a General
Motors en una metáfora de la familia estadounidense, en «algo personal, cálido
y humano», donde GE no era ya tanto el nombre de la empresa sin rostro llamada
General Electric Company, sino, según las palabras de Barton, «las iniciales de
un amigo». En 1923, Barton dijo que el papel de la publicidad era ayudar a las
grandes compañías a encontrar su alma. Hijo de un pastor protestante, acudió a
su educación religiosa para pulir sus mensajes: «Me gusta pensar que la
publicidad es algo grande, espléndido, que penetra profundamente en las
instituciones y llega hasta su alma (...). Las empresas tienen alma, tal como
la tienen las naciones y los hombres», dijo al presidente de GM, Pierre Du
Pont.3 Los anuncios de General Motors comenzaron a contar la
historia de las personas que conducían sus coches: el predicador, el
farmacéutico o el médico rural que, gracias a su fiel G, llegaba «hasta el
lecho del niño moribundo» justo a tiempo «para devolverle la vida».
A finales de la década
de 1940 se comenzó a percibir claramente que las marcas no son sólo una mascota
o un gancho, ni una imagen impresa en las etiquetas de los productos; las
compañías en su totalidad pueden tener una identidad de marca o una «conciencia
empresarial», como se denominó a esta etérea cualidad en aquella época. A
medida que la idea evolucionó, los publicitarios dejaron de considerarse como
vendedores ambulantes y pasaron a verse como «los reyes filósofos de la cultura
comercial»,4 según el crítico publicitario Randall Rothberg.
La búsqueda
del verdadero significado de las marcas -o la «esencia de las marcas», como se
suele llamar- apartó gradualmente a las agencias de los productos individuales
y de sus atributos y las indujo a hacer un examen psicológico y antropológico
de lo que significan las marcas
para la cultura y para
la vida de la gente. Se consideró que esto tenía una importancia decisiva,
puesto que las empresas pueden fabricar productos, pero lo que los consumidores
compran son marcas.
El mundo de la
producción tardó varias décadas en adaptarse al cambio. Seguía aferrado a la
idea de que lo principal para él era la producción, y que la marca era sólo un
agregado importante. Luego se produjo la manía de invertir en marcas cuando en
1988 Philip Morris compró Kraft por 12.600 millones de dólares, seis veces más
del valor teórico de la empresa. Aparentemente, la diferencia de precio
representaba el coste de la palabra «Kraft». Por supuesto, Wall Street sabía
que décadas de marketing y de propaganda de las marcas habían incrementado el
valor de las empresas muy por encima de sus activos y de sus ventas anuales
totales. Pero con la compra de Kraft se había atribuido un enorme valor en
dólares a algo que antes había sido abstracto e indefinido: el nombre de una
marca. Fue una noticia espectacular para el mundo de la publicidad, que ahora
podía decir que los gastos de propaganda representaban algo más que una
estrategia de venta: eran inversiones en valor puro y duro. Mientras más se
gastaba, más crecía el valor de la empresa. No es sorprendente que esto
condujera a un considerable aumento de los gastos publicitarios. Lo que es más
importante, provocó un mayor interés en potenciar las identidades de marca, en
emprender proyectos que consistían en algo más que lanzar unos cuantos anuncios
murales o televisivos. Se trataba de mejorar el envoltorio con convenios de
patrocinio, en imaginar nuevas zonas donde «extender» la marca y también en
estudiar constantemente el espíritu de la época para garantizar que la
«esencia» elegida para la marca hiciera impacto en el karma de su marcado
objetivo. Por razones que expondremos en el resto de este capítulo, este cambio
radical de la filosofía empresarial ha inspirado un ansia insaciable de alentar
culturas y de apoderarse de cualquier espacio libre donde las empresas puedan
encontrar el oxígeno que necesitan para inflar sus marcas. Mientras tanto, casi
nada queda libre de éstas. Es una hazaña impresionante si consideramos que en
1993 Wall Street decretó que las marcas habían muerto, o casi.
LA MUERTE DE LAS MARCAS (UN RUMOR DE LO MÁS EXAGERADO)
La evolución de las
marcas atravesó un episodio terrorífico, en el que estuvieron a punto de
sucumbir. Para comprender esta lucha contra la muerte debemos aprender primero
la especial ley de la gravedad de la publicidad, que dice que si algo no sube,
no tarda en precipitarse al vacío.
El mundo del marketing
siempre está tocando un nuevo techo, superando el récord del año pasado y
planificando cómo hacer lo mismo el siguiente con más anuncios y con nuevas
fórmulas agresivas para llegar a los consumidores. El crecimiento astronómico
de la industria de la publicidad se refleja claramente en las mediciones
bianuales de los gastos totales en este concepto en los EE.UU, que han
aumentado tan regularmente que se esperaba que en 1998 su cifra alcanzara los
196.500 millones de dólares, mientras que el gasto total se calculaba en 435
mil millones.5 Según el Informe sobre el Desarrollo Humano de las
Naciones Unidas de 1998, el crecimiento en el gasto mundial «supera ahora en un
tercio al crecimiento de la economía mundial».
Este modelo es producto
de la firme convicción de que las marcas necesitan aumentar continua y
constantemente la publicidad para mantenerse en la misma posición. Según esta
ley de la reducción de los beneficios, mientras más anuncios hay (y en razón de
esta ley, siempre hay muchos), las marcas deben ser más agresivas si quieren
mantenerse vivas. Y por supuesto, nadie conoce mejor la ubicuidad de los
anuncios que los publicitarios mismos, que consideran que la inundación
comercial es un claro y elocuente llamado a hacerlos todavía más abundantes e
invasores. Con tanta competencia, dicen las agencias, los clientes deben gastar
más dinero que nunca para asegurarse una voz chillona que se oiga por encima de
todas las otras. David Lubars, un alto ejecutivo del Grupo Omnicon, explica,
con más franqueza que sus colegas, el principio rector de la industria: «Los
consumidores», dice,
5. Las
estadísticas provienen de las predicciones del gasto publicitario de
McCann-Erikson publicadas en Advertiúng
Age y del Informe sobre el Desarrollo Humano de las Naciones Unidas de
1998. La mayoría de los observadores de la industria calculan que el gasto en
publicidad de las marcas globales en EE.UU. representa el 40 % del gasto total
que hacen en el resto del mundo por el mismo concepto. El gasto publicitario
canadiense, que la industria calcula con menos rigor, muestra la misma tasa de
crecimiento, pero con cifras inferiores. Entre 1978 y 1994, por ejemplo, la
industria pasó de 2.700 millones a 9.200 millones (fuente: «A Report Card
on Advertising Revenues in Canadá», 1995).
«son como las
cucarachas: los rocías una y otra vez hasta que con el tiempo se vuelven
inmunes».6
Pero si los clientes
son como cucarachas, los especialistas en marketing deben pasarse el tiempo
imaginando nuevas pócimas para lograr un Raid con potencia industrial. Y los de
la década de 1990, al hallarse en un peldaño superior de la espiral del patrocinio
publicitario, han creado oportunamente técnicas publicitarias más nuevas e
invasoras para lograr exactamente eso. Algunos ejemplos recientes incluyen las
innovaciones siguientes: el gin Gordon's experimentó llenando los cines con
aroma de enebro, Calvin Klein adhirió pegatinas con el perfume «CK Be» a las
entradas de los conciertos, y en algunos países escandinavos los usuarios
pueden hacer llamadas «gratuitas» a larga distancia aceptando que se pasen
anuncios durante sus conversaciones telefónicas. Y hay muchos ejemplos más que
se extienden en zonas más amplias y que llegan a los rincones más insólitos:
etiquetas que promueven las comedias televisivas de la cadena ABC adheridas en
frutas, anuncios de Levi's en lavabos públicos, logos empresariales en cajas de
galletitas, otros de discos de música pop en contenedores de comidas preparadas
y promociones de las películas de Batman que se proyectan sobre las aceras o en
el cielo nocturno. Ya hay publicidad en los bancos de los parques nacionales y
en los formularios con que se piden los libros de las bibliotecas públicas, y
en diciembre de 1998 la NASA reveló que pensaba vender espacios publicitarios
en sus estaciones orbitales. Pepsi no ha cumplido aún la amenaza de proyectar
su logo en la superficie de la Luna, pero la empresa Mattel pintó toda una
calle de Salford, en Inglaterra, con «el espantoso tono rosa» de los chicles:
las casas, los porches, los árboles, las aceras, los perros y los coches eran
accesorios de las celebraciones televisivas del Mes de la Muñeca Barbie Rosa.7
Barbie es sólo una pequeña parte de la floreciente industria de la
«comunicación de experiencias», con un giro anual de 30 mil millones de dólares
y cuyo nombre se usa ahora para aludir a la escenificación de este tipo de arte
publicitario y a otros acontecimientos.
Es algo sabido que
vivimos una vida patrocinada por las marcas, y podemos apostar que mientras el
gasto en publicidad siga aumentando, las cucarachas seguiremos siendo rociadas
con estos ingeniosos artefactos, resultándonos cada vez más difícil y en
apariencia inútil insinuar la más leve irritación.
Pero como ya he dicho,
hubo un tiempo en que las expectativas de la industria publicitaria no parecían
tan prometedoras. El 2 de abril de 1993 la propia publicidad se puso en entredicho
por las mismas marcas que la industria venía construyendo, en algunos casos,
durante más de dos siglos. En los medios publicitarios, a aquel día se le
conoce como «el Viernes de Marlboro». Sucedió cuando Philip Morris anunció que
iba a reducir en un 20 % el precio de los cigarrillos Marlboro para competir
con las marcas baratas que le estaban robando mercado. Los expertos pusieron el
grito en el cielo y clamaron al unísono que con eso no sólo se acababa con la
marca Marlboro, sino con todas las demás. Su razonamiento era que si una marca
de «prestigio» como Marlboro, cuya imagen había sido cuidadosamente acicalada,
pulida y mejorada con más de mil millones de dólares en publicidad, se hallaba
en una situación tan desesperada como para competir contra unos cigarrillos
cualesquiera, todo el concepto de marca perdía validez. El público había visto
la publicidad, pero no le importaba. Después de todo, la campaña del Hombre
Marlboro no sólo era una campaña anticuada. Lanzada en 1954, era la más larga
de la historia: era una leyenda. Si el Hombre Marlboro había fracasado, el
mundo de la publicidad había fracasado también. La sospecha de que los
estadounidenses se habían puesto a pensar repentinamente en masa repercutió en
todo Wall Street. El mismo día en que Philip Morris anunció la rebaja de
precios, la cotización en Bolsa de todos los fabricantes de productos del hogar
se desplomó: Heinz, Quaker Oats, Coca-Cola, PepsiCo, Procter & Gamble y RJR
Nabisco. Las acciones de la propia Philip Morris fueron las más perjudicadas.
Bob Stanojev, director
nacional de marketing de productos de consumo de Ernst & Young, explicó la
lógica del pánico de Wall Street: «Si una o dos grandes empresas de productos
de consumo comienzan a bajar los precios, se producirá una avalancha de casos
semejantes. ¡Viva la generación de valor»!
Sí, aquél fue uno de
esos momentos de un consenso instantáneo y apresurado, pero había razones para
ello. Marlboro siempre se había vendido gracias al poder de su marketing
icónico, y no por algo tan prosaico como el precio. Como sabemos, el Hombre
Marlboro había sobrevivido a guerras de precios sin sufrir grandes daños. En
aquella época, sin embargo, Wall Street consideró la decisión de Philip Morris
como un cambio abismal. La reducción del precio era un indicio de que el nombre
de Marlboro ya no era capaz de mantener su posición de predominio, lo cual en
un contexto donde la imagen equivale al capital financiero, significaba que
Marlboro caía. Y cuando esto le sucede a Marlboro -una de las principales
marcas del mundo-, se plantean ciertas preguntas sobre las marcas que no sólo
incumben a Wall Street o a Philip Morris.
El pánico del Viernes
de Marlboro no fue una reacción ante un incidente aislado, sino la culminación
de años de creciente ansiedad originada por ciertos cambios muy importantes,
que se habían producido en los hábitos de los consumidores, y cuyo efecto
parecía ser la reducción de la cuota de mercado de algunas marcas de productos
para el hogar, desde Tide hasta Kraft. Los empobrecidos consumidores, golpeados
por la recesión, comenzaban a prestar más atención al precio que al prestigio
que las campañas publicitarias de los
yuppies de la década de 1980 atribuían a los productos. El público sufría
un ataque agudo de lo que la industria publicitaria denomina «ceguera para las
marcas».
Un estudio
tras otro demostraba que los hijos del período de explosión de la natalidad,
ciegos ante las imágenes de los anuncios y sordos ante las promesas vacías de
los personajes famosos, estaban abandonando su lealtad de toda la vida a las
marcas y preferían alimentar a sus familias con productos comunes, bajo la
herética excusa de que no veían en qué se diferenciaban de los artículos de las
grandes marcas. Desde comienzos de la recesión hasta 1993, las líneas
President's Choice de Loblaw, Great Valué de Wal-Mart y St. Michael de Marks
and Spencer's preparaban alimentos que casi habían duplicado su cuota de
mercado en América del Norte y Europa. Mientras tanto, el mercado informático
se veía inundado con aparatos clónicos baratos, lo que obligó a IBM a reducir
sus precios y a crucificarse de otras maneras. Parecía que se volvía a la época
anterior a las marcas, cuando el tendero que servía artículos de consumo los
sacaba de los barriles.
La locura de las
rebajas a principios de la década de 1990 hizo estremecer a las marcas. De
pronto parecía más razonable asignar recursos a reducir los precios y a ofrecer
otros incentivos que a campañas publicitarias tremendamente costosas. Esta
ambivalencia comenzó a reflejarse en las cantidades que las empresas estaban
dispuestas a pagar por la llamada publicidad de potenciación de marca. Luego
sucedió lo peor: el gasto general en publicidad de las 100 marcas principales
bajó un 5,5 %. Fue la primera interrupción del aumento sostenido de los gastos
publicitarios en EE.UU. desde la pequeña caída del 0,6 % de 1970, y la mayor de
cuatro décadas.
No es que las grandes
empresas castigaran a sus productos, sino que para atraer a esos clientes
súbitamente caprichosos muchas decidieron invertir su dinero en promociones
consistentes en regalos, concursos, exhibidores en las tiendas y (como
Marlboro), en reducciones de precios. En 1983, las marcas estadounidenses
emplearon el 70 % del total de su presupuesto de marketing en publicidad, y el
30 % en estas otras clases de promoción. En 1993 la proporción se invirtió:
sólo el 25 % se destinó a anuncios, mientras que el 75 % restante se dedicó a
promociones.
Como era de esperar,
las agencias de publicidad fueron presas del pánico y se vieron abandonadas por
sus clientes de más prestigio, que las cambiaron por aquellas sencillas
maniobras, así que las agencias hicieron todo lo posible para convencer a
grandes clientes como Procter & Gamble y Philip Morris de que la forma de
salir de la crisis de las marcas no era publicitarias menos sino más. En la
conferencia anual de la Asociación Estadounidense de Anunciantes Nacionales de
1988, Graham H. Phillips, presidente de Ogilvy & Mather en el país,
advirtió a los ejecutivos de que no se rebajaran a participar en un «mercado de
bienes de consumo» en vez de uno basado en la imagen. «Dudo de que a alguno de
ustedes le gustara un mercado de bienes donde sólo se compite con los precios,
las promociones y los acuerdos comerciales, elementos que la competencia puede
duplicar fácilmente, lo que nos llevaría a ganar cada vez menos, a la
decadencia y a la bancarrota.» Otros se refirieron a la importancia de mantener
el «valor añadido conceptual», que en realidad no significa añadir nada más que
marketing. Rebajarse a competir con el valor real de los artículos, advertían
ominosamente las agencias, no sólo destruiría las marcas, sino también las
empresas.
Hacia la época del
Viernes de Marlboro, la industria publicitaria se sentía tan agredida que el
investigador del mercado Jack Myers publicó
Adbashing: Surviving the Attacks on Advertising, un llamamiento a las armas
en forma de libro contra todo el mundo, desde las cajeras de los supermercados
que entregan los cupones de peras en conserva hasta los legisladores que
quieren aplicar más impuestos a la publicidad. «Nuestra industria debe señalar
que los ataques contra la publicidad son ataques contra el capitalismo, contra
la libertad de expresión, contra nuestro estilo básico de entretenimiento y
contra el futuro de nuestros hijos», escribía.
A pesar de estas
agresivas expresiones, la mayoría de los observadores del mercado seguían
convencidos de que la edad de oro de las marcas con valor agregado era cosa del
pasado. La década de 1980 se había consagrado a las marcas y a las etiquetas de
diseño arrogante, razonaba David Scotland, director de Hiram Walker en Europa.
Estaba claro que la de 1990 sería la del valor añadido. «Hace algunos años»,
señalaba, «podían considerarse elegantes las camisas con un logo de diseño en
el bolsillo; francamente, ahora parecen de mal gusto».
Y desde el otro lado
del Atlántico, la periodista de Cincinnati Shelly Reese llegaba a la misma
conclusión sobre el futuro sin las marcas, y escribía que «en los supermercados
ya no se ven estadounidenses con ropas con el logo de Calvin Klein en el
bolsillo trasero empujando carros de la compra llenos de botellas de agua
Perrier. En lugar de eso llevan ropas de marcas como Kmart y Jaclyn Smith, y
empujan carros llenos de soda Big K de Kroger Co. ¡Bienvenida la década de las
marcas comunes y corrientes!».
Es probable
que si Scotland y Reese recuerdan aún sus osadas afirmaciones se sientan un
poco tontos. Sus logos bordados «de bolsillo» parecen positivamente superados
por los niveles de la logomanía actual, y las ventas de aguas de marcas
conocidas se han incrementado a un ritmo anual del 9 %, convirtiendo a estas
bebidas en una industria de 3.400 millones de dólares en 1997. Visto desde el
mundo de las marcas de la actualidad, parece increíble que hace seis años la
sentencia de muerte de las marcas no sólo pareciera plausible, sino inevitable.
Entonces,
¿cómo pasamos de las necrológicas de las marcas a los agresivos batallones de
anuncios de Tommy Hilfiger, Nike y Calvin Klein? ¿Quién inyectó esteroides para
propiciar el regreso de las marcas?
EL REGRESO DE LAS MARCAS
Algunas marcas
contemplaban desde fuera cómo en Wall Street se proclamaba su destrucción. Qué
risa, pensaban a buen seguro; nosotras no nos sentimos nada muertas.
Tal como predijeron los
publicitarios a comienzos de la recesión, las empresas que se salvaron de la
crisis fueron las que prefirieron el marketing del valor: Nike, Apple, The Body
Shop, Calvin Klein, Disney, Levi's y Starbucks. A estas marcas no sólo les iba
bien, sino que la publicidad constituía un aspecto cada vez más importante de
su actividad. Para estas empresas, el producto visible sólo era el contenido de
la producción real: la marca. Integraban la idea de la marca en el armazón
mismo de sus empresas. Su cultura empresarial era tan severa y excluyente que a
los de afuera les parecían una mezcla de colegios mayores, de instituciones
religiosas y de centros de salud. Todo en ellas publicitaba la marca: tenían
vocabularios exóticos para clasificar a los empleados (asociados, defensores,
jugadores de equipo, tripulantes), canciones de la empresa y ejecutivos superstar; ponían una atención fanática
en la coherencia del diseño, tendían a erigir monumentos y a hacer
declaraciones de empresa de estilo New
Age. A diferencia de las marcas de la casa clásicas como Tide y Marlboro,
estos logos no perdían el favor del público, sino que estaban a punto de romper
todos los récords del mundo del marketing y de convertirse en accesorios
culturales y en filosofías del estilo de vida. Estas empresas no llevaban su
imagen como si fueran camisas baratas; su imagen estaba tan integrada en ellas
que los demás las llevaban como si fueran
su camisa. Y cuando las marcas cayeron, estas compañías ni siquiera se
dieron cuenta; llevaban la marca en el alma.
Así que la verdadera
lección del Viernes de Marlboro fue plantear a la vez los dos elementos más
significativos del marketing y del consumismo de la década de 1990: las grandes
tiendas de artículos económicos y sin pretensiones, que nos proporcionan los
artículos esenciales para la vida y que monopolizan una cuota desproporcionada
del mercado (como Wal-Mart y otras),
y las marcas «elegantes» y exclusivas, que nos aportan lo esencial para el
estilo de vida y monopolizan sectores cada vez más amplios del espacio cultural
(Nike y sus semejantes). La manera en que se desarrollaron estos dos estratos
del consumismo estaba destinada a producir un impacto profundo en la economía
durante los años siguientes. Cuando los gastos publicitarios totales se
desplomaron en 1991, Nike y Reebok estaban enfrascadas en su guerra
publicitaria, y cada una aumentaba su presupuesto correspondiente para superar
a la otra.
Sólo en
1991 Reebok aumentó su gasto en un 71,9 %, mientras que Nike dedicó un 24,6 %
extra a su ya creciente presupuesto de promoción, lo que llevó su gasto total
en marketing a la asombrosa suma de 250 mil millones de dólares anuales. Lejos
de preocuparse en competir con los precios, los petulantes de las zapatillas
deportivas diseñaban bolsas de aire cada vez más complejas y seudocientíficas,
elevaban los precios y contrataban deportistas para sus colosales contratos de
patrocinio. Parecía que esta estrategia fetichista funcionaba bien: en los seis
años anteriores a 1993, Nike pasó de valer 750 millones de dólares a 4 mil
millones, y la empresa de Phil Knight Beaverton, de Oregón, salió de la
recesión con beneficios incrementados en un 900 % respecto a sus comienzos.
Mientras tanto,
Benetton y Calvin Klein también gastaban más para comercializar sus estilos de
vida y empleaban anuncios que asociaban sus líneas con políticas osadas y
progresistas. En este concepto publicitario superior apenas aparecían las
ropas, y menos aún los precios. Todavía más abstracta era la promoción de Absolut
Vodka, que había venido desarrollando una estrategia de marketing donde su
producto desaparecía y su marca se reducía a un espacio en blanco con forma de
botella que se podía rellenar con el contenido que más le gustara al público:
de tipo intelectual en la revista
Harper's, futurista en Wired,
alternativo en Spin, vistoso y
arrogante en Out y en Playboy, adoptando la forma de la página
central. La marca se autoinventaba cada vez y actuaba como una esponja de
culturas, absorbiendo el entorno y alimentándose de él. (Véase la tabla 1.3, en
el apéndice.)
También el automóvil
Saturn salió de la nada en octubre de 1990, cuando GM lanzó un modelo de coche
que no estaba hecho con caucho y acero, sino con espiritualidad New Age y feminismo de la década de
1970. Después de comercializarlo durante algunos años, la compañía organizó un
fin de semana de «regreso al hogar» para los compradores, durante el que éstos
pudieron visitar la planta de fabricación y hablar con los obreros que
trabajaban en ella. Saturn se jactaba de que «44 mil personas pasaron sus
vacaciones con nosotros, en la fábrica». Era como si la tía Jemima hubiera
vuelto a la vida y nos invitara a cenar a su casa.
En 1993, año en que el
Hombre Marlboro quedó temporalmente trobado por los consumidores de las marcas
viejas, Microsoft realizó un asombroso debut en la lista de Advertising Age de las 200 empresas que más gastan en publicidad;
fue el mismo año en que Apple Com-
puter aumentó su
presupuesto publicitario en un 30 % después de hacer época con su primer
anuncio de 1984 en la Superbowl, de tamaño inequívocamente orwelliano. Como
Saturn, las dos empresas estaban vendiendo una nueva y sofisticada relación con
las máquinas, que hizo parecer al Big Blue de IBM tan amenazador como la
extinta guerra fría.
Y además estaban las
empresas que desde siempre supieron que estaban vendiendo la marca antes que el
producto. Coca-Cola, Pepsi, McDonald's, Burger King y Disney no se dejaron
intimidar por la crisis de las marcas, sino que optaron por avivar la guerra,
sobre todo porque tenían puestos los ojos en su expansión mundial. (Véase la
tabla 1.4, en el apéndice.) En semejante proyecto se les unió la manada de
fabricantes-minoristas nuevos y sofisticados que surgieron con fuerza a finales
de las décadas de 1980 y de 1990. En esta época, The Gap, Ikea y The Body Shop
se extendieron como el fuego en el bosque, transformando magistralmente lo
genérico en la especificidad de sus marcas, y ello sobre todo por medio de un
envoltorio publicitario atrevido y cuidadosamente estudiado y por la promoción
de un entorno donde realizar la «experiencia» de la compra. The Body Shop tenía
presencia en el Reino Unido desde la década de 1970, pero sólo en 1988 comenzó
a proliferar como los hongos en todas las esquinas de los EE.UU. Incluso
durante los peores años de la recesión, la empresa inauguró entre cuarenta y
cincuenta tiendas en este país. Lo más sorprendente para Wall Street fue que
logró expandirse sin gastar un céntimo en publicidad. ¿Quién necesitaba
anuncios en calles y en revistas cuando las tiendas son anuncios
tridimensionales del enfoque ético y ecológico de los cosméticos? The Body Shop
era una pura marca.
Mientras
tanto, la cadena de venta de café Starbucks también se expandió durante este
período sin hacer demasiados gastos publicitarios; en lugar de ello, ampliaba
su marca expandiendo su cartera de productos. Apareció el café Starbucks para
las aerolíneas y la oficina, el helado de café y la cerveza con café. La
empresa parecía comprender las marcas más profundamente aún que Madison Avenue,
e incorporó el marketing hasta en la última fibra de su concepto empresarial,
desde su asociación estratégica con los libros, el blues y el jazz hasta la
jerga europeizante de sus cafés capuchinos. Lo que demostraba el éxito de The
Body Shop era hasta dónde habían llegado las marcas, más allá de su presencia
en los anuncios callejeros. Eran dos empresas que lograban adquirir una
poderosa personalidad convirtiendo su concepto de marca en un virus que
inoculaban en la cultura por medio de diversos canales: el patrocinio cultural,
la controversia política, la experiencia del consumo y las ampliaciones de
marca. En este contexto, se consideraba que la publicidad directa constituía
una intrusión más bien inadecuada en un enfoque mucho más orgánico de la
construcción de la imagen.
Scott Bedbury, el
vicepresidente de marketing de Starbucks, admitió abiertamente que «los
consumidores no creen verdaderamente que haya una gran diferencia entre los
productos», y por eso las marcas deben «establecer relaciones emocionales» con
sus clientes como «la Ex-
periencia Starbucks». La
gente que hace cola para comprar artículos de la empresa no sólo va a comprar
el café, escribe su presidente, Howard Shultz, sino que acude «por el
romanticismo de la experiencia, por el sentimiento de calidez y de comunidad
que se percibe en nuestras tiendas».
Es interesante que
antes de trabajar en Starbucks, Bedbury fuera presidente de marketing de Nike,
donde dirigió el lanzamiento del eslogan Just
Do It! («¡Hazlo!»), entre otros hitos de la historia de las marcas. En el
pasaje siguiente Bedbury explica las técnicas comunes que utilizó para infundir
significado a dos marcas muy diferentes:
Nike, por ejemplo,
aprovecha la profunda relación emocional de la gente con los deportes y con el
cuidado del cuerpo. Con Starbucks vimos cómo el café se ha integrado en el
tejido de la vida de la gente, lo cual proporciona la oportunidad de aprovechar
sus sentimientos (...). Las grandes marcas elevan el listón de exigencias, dan
más sentido a la experiencia, ya se trate de llegar a ser el mejor en los
deportes o de tener el mejor cuerpo o la afirmación de que la taza que bebemos
realmente tiene importancia.
Éste parecía ser el
secreto de los grandes éxitos de la década de 1980 y de principios de la de
1990. La lección del Viernes de Marlboro consistía en que nunca existió una
crisis de las marcas, sino tan sólo que las marcas sufrían una crisis de
confianza. Wall Street llegó a la conclusión de que las marcas iban a funcionar
bien si creían en los principios de la publicidad sin la más mínima sombra de
duda. «¡Marcas sí, productos no!»: tal fue la divisa del renacimiento del
marketing, liderado por una nueva clase de empresas que se consideraban como
«vendedoras de significado» y no como fabricantes de artículos. Lo que estaba
cambiando era la idea de lo que se estaba vendiendo, tanto en cuanto a la
publicidad como en cuanto a las marcas. El antiguo paradigma era que todo el
marketing consiste en la venta de productos. En el nuevo modelo, el producto
siempre es secundario respecto al producto real, que es la marca, y la venta de
la marca integra un nuevo componente que sólo se puede denominar espiritual. La
publicidad es la caza de productos.
La
construcción de las marcas, en sus personificaciones más auténticas y
avanzadas, es la trascendencia de la empresa.
El concepto puede
parecer dudoso, pero así debe ser. El Viernes de Marlboro trazó una línea
divisoria entre las empresas que recortan los precios para vender y las que
construyen marcas. Triunfaron las que construyen marcas, y se llegó a un nuevo
consenso: los productos que tendrán éxito en el futuro no serán los que se
presenten como «artículos de consumo», sino como conceptos: la marca como
experiencia, como estilo de vida.
Desde entonces, un
grupo selecto de grandes empresas ha intentado liberarse del mundo corpóreo de
los bienes de consumo, de la fabricación y de los productos a fin de existir en
otro plano. Argumentan que cualquiera puede fabricar un producto (y así es,
como lo demostró el éxito de las marcas de la casa durante la recesión). En
consecuencia, esas tareas menudas deben ser entregadas a subcontratistas, cuya
única tarea consiste en servir los pedidos a tiempo y a bajo coste (y
preferentemente en el Tercer Mundo, donde la mano de obra es barata, las leyes
son permisivas y las exenciones impositivas llueven del cielo). Mientras tanto,
las sedes centrales de las empresas tienen libertad para dedicarse al verdadero
negocio: crear una mitología corporativa lo suficientemente poderosa como para
infundir significado a estos objetos brutos imponiéndoles su nombre.
El mundo de la empresa
siempre mostró un profundo aire New age,
que, como ahora resulta claro, se debía a una honda necesidad que no sólo se satisfacía
cambiando chirimbolos por dinero. Pero cuando la construcción de las marcas
captó la imaginación de las empresas, las visiones y las búsquedas New Age pasaron a ser el centro de la
escena. Como explica Phil Knight, el presidente de Nike, «durante años creíamos
ser una empresa productora, y por eso dedicábamos todo nuestro esfuerzo a
diseñar y a fabricar los productos. Pero ahora hemos comprendido que lo más
importante es comercializar nuestros artículos. Ahora decimos que Nike es una
empresa orientada hacia el marketing, y que el producto es nuestro instrumento
más poderoso de marketing».19 Desde entonces, el proyecto ha sido
llevado a un nivel aún más avanzado con la aparición de gigantes de la red como
Amazon.com. Es en la red donde se construyen las marcas puras: liberadas de las
remoras del mundo real, como las tiendas y la fabricación de productos, estas
marcas tienen toda la libertad necesaria para crecer, no tanto como proveedoras
de bienes y servicios sino a modo de alucinaciones colectivas.
Tom Peters, que durante
mucho tiempo aceptó las ideas de los ejecutivos más tenaces, abrazó el credo de
la creación de marcas por considerarlo el secreto del éxito económico, y
homologó los logos trascendentales y los prosaicos productos con dos clases diferentes
de empresas. «Las de la mitad superior -Coca-Cola, Microsoft, Disney, etcétera-
son las que se dedican a los puros objetos ideales. Las de la mitad inferior
(Ford y GM) siguen siendo proveedoras de objetos pesados, aunque los
automóviles son mucho más pequeños que antes», escribe Peters en The Circle of Innovation (1997), un
canto al poder del marketing sobre la producción.
Cuando Levi's comenzó a
perder su cuota del mercado a finales de la década de 1990, se creyó que esta
tendencia se debía a que, a pesar de sus grandes gastos, la empresa no había
logrado trascender sus productos y convertirse en un significado autónomo.
«Quizá uno de los problemas de Levi's es que no tiene Cola», especulaba
Jennifer Steinhauer en The New York
Times. «No tiene pintura de paredes con el color de sus telas. Levi's
fabrica esencialmente un artículo de consumo: vaqueros. Sus anuncios evocan la
vida ruda al aire libre, pero Levi's no ha promovido un estilo especial de vida
para vender otros productos».21
En este arriesgado
contexto, las agencias publicitarias mejor informadas ya no se vendían a las
empresas con campañas individuales, sino por su capacidad de actuar como
«asistentes de marca» que identificaban, conformaban y protegían el alma de las
empresas. No resultó sorprendente que esto favoreciera la industria
estadounidense de la publicidad, que en 1994 vio el gasto del sector
incrementarse un 8,6 % respecto al año anterior. En un año, la industria pasó
de estar al borde de una crisis al «mejor año hasta ahora». Y eso sólo fue el
comienzo de una sucesión de triunfos. Hacia 1997, los anuncios de las empresas,
definidos como «aquello que las posiciona, sus valores, su personalidad y su
carácter», aumentaron en un 18 % respecto al año anterior.
Con la manía de las
marcas ha aparecido una nueva especie de empresario, que nos informa con
orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una actitud,
un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea. Y ello parece
realmente algo espléndido, muy distinto de cuando la marca X era un sacacorchos
o una cadena de hamburgueserías, o incluso una exitosa marca de zapatillas de
deporte. Nike, anunciaba Phil Knight a finales de la década de 1980, es «una
empresa deportiva»; su misión no consiste en vender zapatillas, sino en
«mejorar la vida de la gente y su estado físico» y en «mantener viva la magia
del deporte».24 Tom Clark, alto ejecutivo y gurú de la industria de
las zapatillas, explica que «la inspiración del deporte nos permite renacer
constantemente».25
Estas epifanías de «la
visión de la marca» comenzaron a aparecer por doquier. «En Polaroid, el
problema consistía en que seguían pensando que la empresa equivalía a las
cámaras fotográficas», diagnosticaba John Hegarty, el presidente de su agencia
publicitaria. «Pero el proceso de la visión (de la marca) nos enseñó que
Polaroid no consiste en sus cámaras, sino que es un lubricante social». IBM no
vende ordenadores, sino «soluciones» empresariales». Swatch no se ocupa de
relojes, sino de la idea del tiempo. Renzo Rosso, el propietario de Diesel
Jeans, dijo a la revista Paper.
«Nosotros no vendemos un producto, vendemos un estilo de vida. Creo que hemos
creado un movimiento (...). El concepto Diesel está en todas partes. Es la
manera de vivir, la manera de vestir: es la manera de hacer las cosas». Y como
me explicó Anita Roddick, la fundadora de The Body Shop, sus tiendas no
dependen de lo que venden, sino que son vehículos de una gran idea: una
filosofía política sobre las mujeres, el medio ambiente y la ética de la
economía. «Me limito a utilizar la empresa que para mi gran sorpresa llevé al
éxito - porque al principio no iba a ser así, no debía ser así- como soporte de
los productos que proclaman estos temas», afirma Roddick.
El famoso diseñador
gráfico Tibor Kalman resumió así el cambio de papel de las marcas: «Antes se
creía que la marca consistía en la calidad, pero ahora es un distintivo estilizado
del coraje».
La idea de vender el
mensaje de coraje que transmite una marca, y no un producto, encandiló a estos
ejecutivos, pues les ofrecían unas oportunidades de expansión en apariencia
ilimitadas. ¡Después de todo, si la marca no es un producto, puede ser
cualquier cosa! Y nadie abrazó la teoría de la creación de la marca con tanto
ardor como Richard Branson, cuyo Grupo Virgin ha ampliado su marca a todo tipo
de joint ventures, que incluyen desde
discos hasta vestidos de novia y desde bebidas sin alcohol a servicios
financieros. Branson se burla de «la visión presuntuosa que los anglosajones
tienen de los consumidores», según la cual el nombre de las marcas debe
asociarse con algún producto, como las zapatillas deportivas o las bebidas
ligeras, y apuesta por «el "truco" asiático» del keiretsu (una palabra japonesa que significa una red de empresas
relacionadas entre sí). Explica que la idea consiste en «no construir las
marcas sobre la base de los productos, sino la reputación. Las grandes marcas asiáticas
evocan calidad, precio e innovación, pero no en un producto específico, como
sucede con un bar Mars o con la Coca-Cola-, sino en un conjunto de valores».
Tommy Hilfiger, a su
vez, se dedica menos al negocio de la fabricación de ropas que al de la promoción
de su nombre. Lo único que hace la empresa es otorgar licencias: Hilfiger
encarga todos sus productos a un grupo de compañías distintas de la suya.
Jockey International fabrica la ropa interior de marca Hilfiger, Pepe Jeans
London hace sus vaqueros, Oxford Industries las camisas Tommy y la Stride Rite
Corporation las zapatillas de deporte. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger?
Absolutamente nada.
En la época de la
formación de marcas del estilo de vida, los productos estaban tan pasados de
moda que hacia finales de la década de 1990 las nuevas compañías como los
cosméticos Lush y las copas Old Navy comenzaron a jugar con la idea de utilizar
artículos anticuados como fuente de ventas de imaginería retro. La cadena Lush presenta sus máscaras faciales y sus productos
humectantes en cuencos de acero refrigerados y en cajas de plástico con
etiquetas semejantes a las de las tiendas de ultramarinos. Old Navy exhibe sus
camisas y sus camisetas en refrigeradores parecidos a los de las tiendas de
alimentación, como si se tratara de carne o de queso. Cuando se es un ser puro,
las marcas basadas en conceptos y en la estética de los productos no elaborados
pueden resultar tan «auténticas» como vivir en un antiguo taller rehabilitado.
Pero examinemos otra
vez la cuestión, a menos que queramos limitarnos a decir que la construcción de
las marcas se limita a los artículos de moda como las zapatillas, los vaqueros
o las bebidas New Age. La empresa
Caterpillar, conocida sobre todo por sus tractores y su oposición a los
sindicatos, también se ha dedicado a la construcción de la marca y ha lanzado
la línea de accesorios Cat, compuesta por botas, mochilas, sombreros y
cualquier cosa que tenga cierto je ne
sais quoi postindustrial. Intel Corp., que fabrica piezas de ordenador que
nadie ve y que pocos comprenden, transformó sus microprocesadores en una marca
fetiche por medio de anuncios televisivos donde se veía a operarios vestidos
con trajes espaciales funky que
bailaban al compás de la canción Shake
Your Groove Thing. Las mascotas de Intel lograron tal popularidad que la
empresa ha vendido cientos de miles de muñecos que imitan a aquellos lustrosos
técnicos danzarines. Así, no es sorprendente que Paul S. Otellini,
vicepresidente primero de ventas de la empresa, cuando se le preguntó sobre la
decisión de diversificar los productos de la misma, respondiera que Intel es
como la Cola-Cola: una sola marca y muchos productos».
Y si
Caterpillar e Intel pueden hacerlo, podemos estar seguros de que las demás
empresas también.
De hecho, existe una
nueva variedad de teoría del marketing que mantiene que hasta los más ínfimos
recursos naturales, si se procesan bien, pueden desarrollar identidades de
marca, permitiendo así aumentar su precio. En un ensayo adecuadamente titulado
«Cómo comercializar la arena», los ejecutivos publicitarios Sam I. Hill, Jack
McGrath y Sandeep Dayal coinciden en sostener ante el mundo empresarial que con
un plan de marketing adecuado nadie está obligado a seguir comerciando con
artículos. «De acuerdo con las amplias investigaciones que hemos realizado,
sostenemos que no sólo es posible comercializar la arena sino también el trigo,
la carne de vaca, los ladrillos, los metales, el cemento, las sustancias
químicas, el cereal molido y una interminable serie de artículos tradicionalmente
considerados inmunes al marketing».
Durante los últimos
seis años y perseguidos por la experiencia terrible del Viernes de Marlboro,
las multinacionales se han subido al tren con un fervor que sólo se puede
calificar de religioso. El mundo de las empresas no habría de inclinarse nunca
más para orar ante el altar del mercado de los artículos de consumo. En
adelante, sólo veneraría las imágenes mediáticas. O para citar a Tom Peters, el
hombre de las marcas: «¡Cread marcas! ¡ ¡Cread marcas!! ¡ ¡ ¡Cread marcas!!!
Ése es el mensaje (...) para la década de 1990 y más allá».
CAPÍTULO 2
Las marcas se expanden
Cómo el logo llegó a
ocupar el centro de la escena
Como el cocodrilo es el símbolo de Lacoste,
creímos que podía interesarles patrocinar los nuestros.
-Silvio
Gomes, director comercial del Zoo de Lisboa, refiriéndose al programa de
patrocinio de esa institución por las empresas, en 1998.
Yo estaba en cuarto año
de primaria cuando los vaqueros ajustados eran la última moda, y junto con mis
amigos me pasaba el tiempo observando los traseros de los demás para ver de qué
marca eran. «No hay nada entre mis Calvins y yo», nos aseguraba Brooke Shields.
Y cuando nos echábamos en la cama, como Ofelia, y nos quitábamos nuestros
Jordache, sabíamos que era verdad. Hacia la misma época, Romi, la Farrah
Fawcett de nuestro colegio, hacía sus rondas entre las filas de bancos de las
aulas dando la vuelta al cuello de nuestros jerséis y nuestros polos. No le
bastaba ver la figura de un caimán o de un hombre a caballo; podía ser una
falsificación. Quería ver la etiqueta que había tras el logo. Sólo teníamos
ocho años, pero el terror de las marcas ya había comenzado.
Unos nueve años más
tarde conseguí un trabajo que consistía en doblar jerséis en una tienda de ropa
de marca Esprit en Montreal. Las madres acudían con sus hijas de seis años y
exigían ver solamente ropas cuyas etiquetas ostentaran la palabra «Esprit»
escrita con grandes letras. «No quiere ponerse nada de otra marca», se
disculpaban las mamas cuando nos poníamos a hablar en los probadores. No es un
secreto que las marcas se han vuelto ahora más ubicuas e invasoras. Baby Gap y
Gap Newborn desarrollan la conciencia de la marca en los bebes y los convierten
en pequeños anuncios ambulantes. Mi amiga Mónica me dice que cuando su hijo de
nueve años hace los deberes, no utiliza el marcador, sino el logo de Nike de
color rojo.
Hasta principios de la
década de 1970, las etiquetas con los logos de la ropa estaban por lo general
ocultas a la vista, discretamente situadas bajo el cuello. Es verdad que en el
exterior de las camisas aparecían pequeños emblemas del diseñador, pero estas
lindezas se limitaban a las canchas de golf y de tenis de los ricos. Hacia
finales de la misma década, cuando el mundo de la moda se rebeló contra los
oropeles de Aquarian, la ropa deportiva de la década de 1950 fue adoptada por
unos padres que habían regresado al conservadurismo y por sus guapetones hijos.
El jinete de Ralph Lauren y el caimán de Lacoste escaparon de las pistas de
golf y se deslizaron a las calles, y fueron decisivos para que el logo pasara
al exterior de las camisas. Estos logos cumplían la misma función que el acto
de conservar en las ropas la etiqueta de los precios: todo el mundo podía saber
cuánto estaba dispuesto a pagar quien las llevaba. A mediados de la década de
1980, a Ralph Lauren y Lacoste se les unieron Calvin Klein, Esprit y, en
Canadá, la marca Rotos. Gradualmente, el logo pasó de ser una afectación
ostentosa para convertirse en un accesorio esencial de la moda. Lo más
significativo fue que el propio logo aumentó de tamaño, y de ser un pequeño
emblema se convirtió en un cartel del tamaño del torso humano. Este proceso de
aumento del tamaño del logo sigue adelante, y ninguno ha llegado al de las
dimensiones de Tommy Hilfiger, que se las ha ingeniado para inaugurar un estilo
de ropa que transforma a sus fieles seguidores en muñecos andantes, hablantes y
de tamaño natural, momificados en mundos totalmente marcados con su logo.
Esta potenciación del
papel de los logos es tan exagerada que la esencia de éstos ha adquirido un
nuevo significado. Durante la década pasada, los logos alcanzaron un predominio
tan grande que han transformado sustancialmente las prendas donde aparecen
convirtiéndolas en simples portadoras de las marcas que representan. En otras
palabras, el caimán metafórico se ha tragado la camisa real.
Esta trayectoria
refleja la transformación más general que ha sufrido nuestra cultura desde el
Viernes de Marlboro, provocada por la estampida de fabricantes que trataban de
reemplazar sus pesadas estructuras de fabricación de productos con los nombres
trascendentes de unas marcas a las que asociaban mensajes profundos y llenos de
significado. Hacia mediados de la década de 1990, empresas como Nike,
Polo y Tommy Hilfiger
ya estaban en condiciones de pasar a la etapa siguiente en lo relativo a las
marcas: ya no sólo referirlas a sus productos, sino también a la cultura del
entorno. Por medio del patrocinio de los acontecimientos culturales, podían
abrirse al mundo y reivindicar partes de él a guisa de nuevos espacios para sus
marcas. Para estas empresas, las marcas no sólo eran un añadido de valor a los
productos. Se trataba de absorber ávidamente ideas e iconografías culturales
que sus marcas pudieran reflejar proyectándolas otra vez en la cultura como
«extensiones» de las mismas. En otras palabras, la cultura añadía valor a las
marcas. Por ejemplo, Onute Miller, responsable general de la marca Tequila
Sauza, explica que la empresa patrocinó una polémica muestra fotográfica de
George Holz, porque «el arte está en una relación natural de sinergia con
nuestro producto».1
El estado actual de
expansionismo cultural de las marcas va mucho más allá del Tradicional
patrocinio que practicaban antes las empresas: el acuerdo clásico por el que
una compañía dona dinero para la realización de un evento a cambio de que su
logo aparezca en una bandera o en un programa. Más bien se trata del enfoque
que aplica Tommy Hilfiger consistente en la ostentación frontal de la marca
aplicándola a los paisajes urbanos, a la música, a la pintura, al cine, a las
celebraciones comunitarias, a las revistas, a los deportes y a las escuelas.
Este ambicioso proyecto convierte al logo en el centro de todo lo que toca: no
es sólo un agregado ni una asociación feliz de ideas, sino la atracción
principal.
La publicidad y el
patrocinio siempre han empleado la imaginería para hacer de sus productos un
sinónimo de experiencias culturales y sociales positivas. Lo que diferencia a
las marcas de la década de 1990 es que ahora se trata, cada vez en mayor
medida, de extraer esa clase de asociaciones del mundo de las representaciones
y convertirlas en una realidad viva. Así, el objetivo no es que actores
infantiles beban Coca-Cola en anuncios televisivos, sino que los estudiantes
creen conceptos para la próxima campaña publicitaria durante la clase de
lengua. Se trasciende las ropas Roots con el logo estampado en ellas y se
suscitan recuerdos del campamento de verano, llegándose a construir un
verdadero campamento veraniego Roots que a su vez se convierte en una
manifestación tridimensional del concepto de dicha marca. Disney trasciende su
cadena deportiva ESPN, un canal destinado a esos tipos a quienes complace
sentarse en los bares a gritar ante los receptores de televisión, lanzando una
línea de ESPN Sports Bars provistos de enormes pantallas de televisión. El
proceso de creación de la marca va más allá de los tan comercializados relojes
de pulsera Swatch, y se lanza la «Internet Time», una nueva empresa del Grupo
Swatch que divide el día en mil «pulsaciones Swatch». Ahora la empresa suiza
está tratando de convencer al mundo de Internet para que abandone los relojes
tradicionales y se apunte a este tiempo sin zonas horarias y de marca.
El efecto, si no la
intención original, de la creación más moderna de las marcas es poner a la
cultura anfitriona en un segundo plano y hacer que la marca sea la estrella. No
se trata de patrocinar la cultura, sino de
ser la cultura. ¿Y por qué no? Si
las marcas no son productos sino ideas, actitudes, valores y experiencias, ¿por
qué no pueden ser también cultura? Como veremos después en este capítulo, el
proyecto ha tenido tanto éxito que la separación entre los patrocinadores
culturales y la cultura patrocinada ha desaparecido por completo. Pero esta
fusión no ha sido un proceso unidireccional; los artistas no se han mostrado pasivos
ni se han dejado oscurecer por las agresivas empresas multinacionales. Muchos
artistas, muchas figuras de los medios de comunicación, directores de cine y
estrellas del deporte se han esforzado en imitar el juego de la creación de
marcas. Michael Jordán, Puff Daddy, Martha Stewart, Austin Powers, Brandy y Star Wars reproducen ahora la
estructura de empresas como Nike y The Gap, y, al igual que éstas, se sienten
encantadas con la posibilidad de desarrollar y potenciar su propio potencial
como marca, igual que los antiguos fabricantes de productos. De modo que lo que
antes consistía en el proceso de vender cultura a un patrocinador a cambio de
dinero ha sido reemplazado por la lógica de la «co-marca», una asociación
fluida entre personajes y marcas muy conocidos.
El proyecto de
transformar la cultura en poco más que una colección de extensiones de las
marcas no hubiera sido posible sin las políticas de desregulación y de
privatización de las últimas tres décadas. En Canadá con Brian Mulroney, en los
EE.UU. con Ronald Reagan y en Gran Bretaña con Margaret Thatcher (así como en
muchas otras partes del mundo), se redujeron enormemente los impuestos que
pagan las empresas, una medida que hizo disminuir los ingresos fiscales y acabó
gradualmente con el sector público. (Véase la tabla 2.1, en la página 60). A
medida que el gasto público se reducía, las escuelas, los museos y las emisoras
de radio trataban desesperadamente de equilibrar sus presupuestos, y en
consecuencia se sentían dispuestas a asociarse con las empresas privadas.
Tampoco venía mal que el clima político de la época se caracterizase por la
ausencia de un lenguaje político con el que se pudiese hablar con pasión sobre
el valor de una esfera pública no comercializada. Fue la época en que se
convirtió al Gobierno en un espantajo y surgió la histeria del déficit, y
cuando toda iniciativa política que no estuviera claramente destinada a dar más
libertad a las empresas era vilipendiada como causante de la quiebra nacional.
Fue contra este trasfondo que, en una rápida sucesión, el patrocinio pasó de
ser algo poco frecuente (a finales de la década de 1970) a convertirse en una
industria de crecimiento explosivo (a mediados de la de 1980), y tomó impulso
durante los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1980 (véase la tabla 2.2).
Al principio estos
acuerdos parecían positivos para ambas partes: las instituciones educativas o
culturales recibían los fondos que tanto necesitaban y la empresa patrocinante
se veía recompensada con alguna forma discreta de reconocimiento público o bien
con una reducción de impuestos. La verdad es que muchos de estos nuevos
convenios entre el sector público y el privado eran así de sencillos, y
lograban equilibrar la independencia de los acontecimientos o de las
instituciones y el deseo de notoriedad del patrocinador, ayudando a menudo a
alentar un renacimiento de las artes haciéndolas accesibles al público en
general. Los críticos de la comercialización suelen olvidar estos éxitos, pues
meten en la misma bolsa todo tipo de patrocinio, como si cualquier contacto con
un logo de empresa fuera suficiente para enturbiar la honradez natural de unos
acontecimientos o causas públicas por lo demás intachables. En The Commercialization of American Culture,
el crítico de la publicidad Matthew McAllister califica el patrocinio
empresarial como «una dictadura que se oculta tras una fachada filantrópica».
Escribe:
Al mismo tiempo que da lustre a la
empresa, el patrocinio rebaja tocio lo que toca (...). El acontecimiento
deportivo, la obra de teatro, el concierto o el programa de la televisión
pública quedan subordinados a la promoción, porque en la mente del patrocinador
y en su propio simbolismo existen para promocionar. Ya no se trata del arte por
el arte, sino del arte por la publicidad. A los ojos del público, el arte queda
separado de su dominio natural y teóricamente autónomo y se ubica simplemente
en el ámbito comercial (...) Siempre que lo comercial invade lo cultural se
debilita la integridad de la esfera pública, a causa de la evidente usurpación
que ejerce la promoción corporativa».
En gran medida, la
inocencia original de nuestra cultura es una ficción romántica. Aunque siempre
hubo artistas que han luchado valerosamente para proteger la pureza de su
trabajo, ni las artes ni los deportes ni los medios de comunicación tuvieron
nunca, ni tan siquiera teóricamente, la calidad que imagina McAllister. Los
productos culturales siempre han dependido del capricho de los poderosos, desde
los ricos estadistas como Cayo Cilnio Mecenas, que regaló una granja al poeta
Horacio en el año 33 a. C, a gobernantes como Francisco I y la familia Medici,
cuyo amor por las artes transformó la condición social de los pintores durante
el Renacimiento en el siglo XVI. Aunque el grado de intervención varía, nuestra
cultura se hizo a través de compromisos entre el concepto del bien público y
las ambiciones personales, políticas y financieras de los ricos y los
poderosos.
Por supuesto, hay
formas de patrocinio empresarial que son intrínsecamente perniciosas, como, por
ejemplo, la industria del tabaco al apoderarse de las artes. Pero no se deben
desdeñar todos los acuerdos de patrocinio. No todos ellos suponen golpes bajos
contra nobles proyectos; lo más importante es que pueden impedirnos ver los
cambios que se producen. Si todos los acuerdos de patrocinio se consideran
igualmente valiosos, es fácil no advertir el momento en que el papel del
patrocinador comienza a ampliarse y a cambiar, que es precisamente lo que ha
venido sucediendo durante la década pasada, cuando el patrocinio empresarial
pasó de generar 7 mil millones de dólares en 1991 a 19.200 millones en 1999.
Cuando el patrocinio
comenzó a reemplazar a la financiación pública a mediados de la década de 1980,
muchas empresas que habían acudido a esta práctica dejaron de considerarla como
un híbrido de filantropía y de promoción de la imagen y comenzaron a tratarla
exclusivamente como un instrumento de marketing, y además muy eficaz. A medida
que crecía su valor promocional -y que en las industrias culturales aumentaba
la dependencia de los ingresos por patrocinio-, la delicada dinámica entre los
patrocinadores y los patrocinados comenzó a transformarse, y muchas empresas
exigieron un reconocimiento y un control más amplios, llegando a comprar lisa y
llanamente los actos culturales. Como veremos más adelante en este mismo
capítulo, las marcas de cerveza Molson y Miller ya no se dan por satisfechas
con el hecho de que sus logos aparezcan en las pancartas publicitarias de los
conciertos de rock, sino que han creado una nueva clase de concierto donde las
estrellas consagradas que se presentan quedan completamente oscurecidas por la
marca patrocinadora. Y aunque el patrocinio corporativo se ha dirigido
principalmente a los museos y a las galerías de arte, cuando en 1999 la marca de
pastillas de menta Altoids, propiedad de Philips Morris, decidió entrar en el
juego, eliminó al intermediario. En lugar de patrocinar un espectáculo ya
existente, la empresa gastó 250 mil dólares en comprar las obras de veinte
artistas principiantes y lanzó su
Curiously Strong Collection, una muestra ambulante de arte basada en el
eslogan del marketing de Altoids,
curiously strong mints. Chris Peddy, el gerente de marca de Altoids,
afirmó: «Hemos decidido pasar al nivel siguiente».4
Estas empresas forman parte
de un fenómeno más amplio que fue explicado por Lesa Ukman, editor ejecutivo de International Events Group Sponsorship
Report, la Biblia del sector: «Desde MasterCard y Damon a Phoenix Home Life
y el banco LaSalle, todas las empresas están adquiriendo derechos exclusivos y
creando sus propios eventos. Esto no sucede porque quieran introducirse en el
negocio, sino porque las propuestas que reciben los patrocinadores no se
ajustan a sus exigencias o porque han tenido experiencias negativas internándose
en el campo de los demás».5 Este progreso tiene cierta lógica:
primero, un grupo selecto de industriales trasciende su relación con los
productos materiales, y luego, convirtiendo el marketing en su actividad
principal, intenta modificar la condición social de éste, que pasa de ser sólo
una interrupción comercial a pretender una integración sin fisuras con el
evento.
El efecto
más pernicioso es que tras algunos años de conciertos Molson, de visitas
papales patrocinadas por Pepsi, de zoos pagados por Izod y de programas de
baloncesto extraescolares financiados por Nike, se cree que todo, desde las
pequeñas celebraciones locales hasta las grandes reuniones religiosas,
«necesita un patrocinador» para alcanzar el éxito. Así, el año 1999 vio la
primera boda con patrocinio corporativo. Esto es lo que Leslie Savan, autor de The Sponsored Life, califica como
síntoma número uno de la mentalidad del patrocinio: nos convencemos
colectivamente no de que las grandes empresas se estén inmiscuyendo en nuestras
actividades culturales y comunitarias, sino de que la creatividad y los
certámenes serían imposibles sin su generosidad.
LAS MARCAS Y
EL PAISAJE URBANO
La expansión de las marcas se reveló a los londinenses a través
de una comedia edificante de Navidad. La misma comenzó cuando la Asociación de
Regent Street descubrió que no tenía dinero suficiente para comprar los
farolillos de Navidad con que suele adornar la calle durante esa temporada.
Yves Saint-Laurent se ofreció generosamente a sufragar el coste del decorado a
cambio de que su logo apareciera en las iluminaciones. Pero cuando llegó el
momento de colocarlas, se descubrió que los logos de YSL eran mucho más grandes
de lo convenido. A cada paso, los rótulos luminosos de cinco metros y medio de
alto recordaban a cada comerciante quién les había permitido celebrar las
Navidades. Al final fueron reemplazados por otros más pequeños, aunque la
conclusión siga siendo la misma: el papel del patrocinador, como el de la
publicidad en general, tiende a ampliarse.
Mientras que antes las
empresas patrocinadoras se daban por satisfechas apoyando eventos comunitarios,
los actuales inventores de marcas y de significados no aceptaron este papel
durante mucho tiempo. La creación de las marcas es en realidad una operación altamente
competitiva, donde las marcas no sólo compiten contra sus rivales inmediatos
(como Nike y Reebok, Coca-Cola y Pepsi y McDonald's y Burger King, por
ejemplo), sino contra todas las demás de su entorno publicitario, incluyendo
los eventos y las personas a quienes apoyan. Quizá sea esta la ironía más cruel
del mundo de las marcas: la mayoría de los fabricantes y minoristas comienza
buscando escenas auténticas, causas importantes y eventos favoritos del público
para que estas cosas infundan significado a sus marcas. Con frecuencia,
semejantes gestos son motivados por una admiración y una generosidad
verdaderas. Pero ocurre a menudo que la naturaleza expansiva del proceso de
creación de las marcas termine usurpando el evento y reduciéndolo a la condición
de perdedor absoluto. No sólo es que los
fans comiencen a experimentar una sensación de que se les ha hurtado un
acontecimiento que les era querido, cuando no un claro resentimiento, sino que
los patrocinadores mismos pierden lo que más estimaban: el aire de autenticidad
que querían asociar con sus marcas.
Eso es por cierto lo
que le sucedió a Michael Chesney, el diseñador de carteles que llevó los
anuncios murales canadienses a la era de las marcas. Le encantaba la calle
Queen West de Toronto, con sus tiendas de ropa de estilo funky, los artistas que se veía en todos los patios y, más que
nada, los graffiti pintados en las
paredes de aquella parte de la ciudad. Le parecía que siendo él mismo creador y
vendedor de anuncios, también era un hijo de la calle, porque aunque dibujaba
por encargo de las empresas, también dejaba su impronta en los muros, como los
autores de los graffiti. Fue en este
contexto que Chesney inventó la práctica de «tomar los edificios». A finales de
la década de 1980, su empresa, llamada Murad, comenzó a pintar directamente los
anuncios en las paredes de las fincas, aceptando que el tamaño de éstas
determinaran sus dimensiones. La idea se remontaba a los murales de CocaCola de
la década de 1920 que cubrían las esquinas de las tiendas de ultramarinos y a
las primeras fábricas y los grandes almacenes, que trazaban sus nombres y sus
logos en letras gigantes sobre las fachadas de los inmuebles. Las paredes que
Chesney alquilaba para la publicidad de Coca-Cola, Warner Brothers y Calvin
Klein eran algo más amplias, y llegaron al colosal anuncio de 20 mil pies
cuadrados que se erguía sobre una de las intersecciones de calles más
concurridas de Toronto. Gradualmente los anuncios doblaron las esquinas, con lo
que ya no se reducían a una sola pared, sino que las cubrían todas: el anuncio
se convertía en edificio.
En el verano de 1996,
cuando Levi Strauss eligió la ciudad para ensayar su nueva línea SilverTab,
Chesney organizó su mayor espectáculo, y lo denominó «la toma de Queen Street».
Entre 1996 y 1998, Levi's aumentó sus gastos en anuncios murales en un
asombroso 301 %, y gran parte de esa cantidad cayó en Torono.6
Durante un año, y como pieza central de la campaña de publicidad exterior más
cara de la historia de Canadá, Chesney pintó de plateado su amada calle.
Adquirió las fachadas de casi todos los edificios del sector con más actividad
de Queen Street y las convirtió en anuncios de Levi's, potenciando aún más el
decorado con extensiones tridimensionales, espejos y anuncios luminosos. Fue el
mayor triunfo de Murad, pero a Chesney le trajo algunos problemas. Cuando pasé
un día con él en las postrimerías de la campaña, no podía mostrarse en Queen
Street sin que algún ciudadano furioso le echara en cara aquella invasión.
Después de escapar a algunas balas, me contó que se había encontrado con una
conocida suya: «Me dijo: "Has tomado Queen Street por asalto". Casi
se echó a llorar, y a mí se me cayó el alma a los pies; estaba realmente
furiosa conmigo. ¿Pero qué puedo hacerle? Esto es el futuro; ya no es más Queen
Street».
Casi todas las grandes
ciudades han presenciado alguna variante de la toma tridimensional, si no en
edificios enteros, en autobuses, tranvías o taxis. Sin embargo, a veces resulta
difícil mostrar rechazo ante esta expansión de las marcas; después de todo,
hace décadas que la mayoría de estas vías y vehículos llevan alguna forma de
publicidad. Pero en algún momento ese orden quedó trastocado. Ahora los
autobuses, los tranvías y los taxis, con ayuda de la imaginación digital y
grandes cantidades de adhesivo de vinilo, se han convertido en anuncios sobre
ruedas, conduciendo a los pasajeros a su destino dentro de barras de chocolate
o de chicle, tal como Hilfiger y Polo convirtieron la ropa en anuncios para
vestir.
Aunque esta expansión perniciosa
parece apenas una cuestión de semántica cuando afecta a los taxis y a las
camisetas, sus implicaciones adquieren mayor gravedad si se consideran en el
contexto de otra tendencia publicitaria: la aplicación de las marcas a barrios
y a ciudades enteras. En marzo de 1999, el alcalde de Los Angeles, Richard
Riordan, anunció un plan para revitalizar las zonas más desfavorecidas, muchas
de las cuales aún mostraban la huella de los levantamientos de 1992, provocados
por el veredicto contra Rodney King, y que consistía en que las empresas
adoptaran un sector deteriorado de la ciudad y patrocinaran su desarrollo. Por
el momento, los patrocinadores de Genesis L.A., como se denominó el proyecto -y
entre ellos Bank America y Wells Fargo & Co.- sólo tienen derecho a que
esos sectores reciban su nombre, como sucede con algunas instalaciones
deportivas. Pero como la iniciativa sigue la misma trayectoria de expansión de
las marcas que se ha verificado en otros sitios, es probable que las empresas
patrocinantes pronto adquieran poder político en estas comunidades.
La idea de una
ciudadanía totalmente privatizada y sometida a una marca no resulta hoy tan
absurda como hace pocos años, como pueden testimoniar los habitantes del pueblo
Disney llamado Celebration y como no tardaron en aprender los de Cashmere,
Washington. Cashmere es un tranquilo pueblo de 2.500 habitantes; su principal
industria es una fábrica de caramelos llamada Liberty Orchard, que viene
confeccionando marcas como Aplets y Cotlets desde su fundación en 1918. Todo
marchaba muy bien hasta septiembre de 1977, cuando Liberty Orchard anunció que
se marcharía a menos que el pueblo consintiera en convertirse en una atracción
turística tridimensional para publicitar las muy americanas Aplets y Cotlets,
lo que incluía modificar las señales viarias incluidas y convertir el centro
urbano en tienda de souvenirs de la
empresa. The Wall Street Journal
informaba sobre las exigencias de Liberty Orchard:
Quieren que en todas
las señales de las calles y la correspondencia oficial de la ciudad se lea
«Cashmere, Cuna de Aplets y Cotlets». Exigen que las dos calles principales del
pueblo pasen a llamarse Avenida Cotlets y Avenida Aplets. El fabricante de
caramelos también desea que el alcalde y las demás autoridades le vendan el
edificio del Ayuntamiento, que construyan nuevos aparcamientos y que
eventualmente coticen en Bolsa para lanzar una campaña turística para
promocionar la sede central de una empresa que dice que su historia «corre
paralela con la de los
LAS MARCAS Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Hago un llamamiento a
todos los productores para que no hagan películas bajo patrocinio (...)
Créanme, tratar que el público se trague la publicidad y abrumar sus ojos y sus
oídos con ella provocará un rechazo que con el tiempo comprometerá sus
negocios. Carl Laemme,
de Universal Pictures, 1931
Aunque todas estos
casos tienen un elemento común, a esta altura de la historia del patrocinio
publicitario es ya inútil suspirar por un pasado mítico sin marcas o por un
futuro utópico donde esté ausente el comercio. Las marcas se tornan peligrosas -como
sucedió en los casos descritos- cuando la balanza se inclina a favor de los
patrocinantes, despojando a la cultura anfitriona de su valor intrínseco,
tratándola como poco más que un instrumento de promoción. Sin embargo, es
posible desarrollar una relación más equilibrada, donde el patrocinador y el
patrocinado conserven su poder y donde se tracen y conserven unos límites
claros. Como periodista en activo, sé que los medios de comunicación de
propiedad de las empresas publican artículos críticos e independientes, e
incluso contrarios a éstas, pero aparecen entre un anuncio de tabaco y otro de
coches. ¿Esos artículos quedan manchados por su impuro contexto? Sin duda. Pero
si el objetivo no es la pureza, sino el equilibrio, es posible que los medios
escritos, donde comenzaron las campañas publicitarias masivas, nos den algunas
lecciones importantes sobre cómo enfrentar el programa expansionista de las
marcas.
Es de todos sabidos que
muchos anunciantes odian los contenidos polémicos, que cuando se les critica, aunque
sea suavemente, dejan de poner anuncios, y que viven a la búsqueda de los
denominados agregados de valores, esto es, las menciones de sus artículos en
guías de compras y en folletos de modas. Por ejemplo S. C. Johnson & Co.
estipula que sus anuncios en revistas femeninas «no deben colocarse junto a
artículos de temas polémicos o de materiales contrarios a la naturaleza del
producto publicitado», mientras que los distribuidores de diamantes De Beers
exigen que los suyos estén lejos de cualquier «elemento noticioso o de todo
editorial contrario al tema del amor y del romance».8 Y hasta 1997,
cuando Chrysler colocaba un anuncio, pedía que «se le informara por anticipado
sobre cualquier contenido a publicarse sobre temas sexuales, políticos o
sociales o cualquier editorial que pueda tener interpretaciones provocativas u
ofensivas».9 Pero los anunciantes no siempre logran sus propósitos:
los artículos polémicos salen al aire o se imprimen, y hasta algunos que
critican a los grandes anunciantes. En sus momentos más atrevidos y libres, los
medios de comunicación proporcionan modelos viables de protección del interés
público a pesar de las presiones de las empresas, aunque estas batallas se
libren casi siempre de puertas adentro. Pero en los peores casos, los mismos
medios demuestran los efectos deformantes que pueden ejercer las marcas en el
discurso público, y especialmente porque el periodismo, como cualquier otro
sector de nuestra cultura, está sometido a una presión constante para que se
confunda con las marcas.
Parte de esta creciente
presión proviene de la explosión de proyectos mediáticos patrocinados: las
revistas, las páginas de Internet y los programas de televisión que incitan a
las empresas a integrarse a ellos durante la etapa de gestación del proyecto.
Ése es el papel que desempeñó Heineken en el espectáculo cultural y musical
para jóvenes
británicos llamado Hotel Babylon emitido por la cadena
ITV. En un embarazoso incidente de enero de 1996, la prensa se enteró de la
existencia de una comunicación que un ejecutivo de Heineken había enviado a los
productores del programa, aún no emitido, donde les reprochaba no
«heinekenizarlo» lo suficiente. Específicamente, Justus Koss se oponía a que
los espectadores varones tomaran vino, y no «bebidas masculinas como la cerveza
o el whisky», señalaba que «no sólo es necesario, sino imperativo mostrar más
la cerveza» y se quejaba de que el presentador «se colocara delante de las
columnas de cerveza cuando aparecían los invitados». Lo más irritante era que
el ejecutivo protestaba porque «entre el público había una proporción excesiva
de negros».10 Después de la polémica que se desató en la prensa, el
director ejecutivo de Heineken, Karel Vuursteen, presentó excusas públicas.
Otro escándalo causado
por el patrocinio estalló durante las Olimpíadas de Invierno de 1998 de Nagano,
en Japón, cuando la periodista de investigación de la CBS Roberta Baskin
comprobó que sus colegas de la sección de deportes de la emisora daban las
noticias vestidos con chaquetas con el logo de Nike. Nike era el patrocinador
oficial de la cobertura del evento por la CBS, y había dotado a los periodistas
con prendas con su logo porque, según Lee Weinstein, el portavoz de Nike, «nos
ayuda a dar a conocer nuestros productos». Baskin dijo «lamentar muchísmo y
sentirse avergonzada» de que los periodistas de CBS parecieran estar
recomendando los productos Nike, no sólo porque ello significaba un
debilitamiento adicional de la separación entre el contenido editorial y la
publicidad, sino porque dos años antes Baskin había revelado los abusos contra
los trabajadores que se cometían en la fábrica que Nike tenía en Vietnam. Acusó
a la emisora de impedirle seguir cubriendo la competición y de no volver a
emitir su nota sobre el tema, como estaba previsto, para proteger su convenio
de patrocinio con Nike.
El presidente de noticias de CBS,
Andrew Heyward, negó pertinazmente haber cedido a las presiones de la empresa
patrocinante, y calificó la actitud de Baskin de «verdaderamente ridícula». A
mitad de los Juegos quitó las chaquetas a los reporteros, pero la sección de
noticias las siguió llevando.
En cierto modo, estas
historias son sólo versiones magnificadas de la vieja pugna entre los
coatenidos editoriales y la publicidad a la que los periodistas se vienen enfrentando
desde hace 125 años. Pero cada vez más sucede que las empresas no se limitan a
pedir a los editores y a los productores que se conviertan en sus agentes de facto y que imaginen maneras de
incluir sus productos en las notas y en las fotografías, sino que exigen a los
medios que sean sus agentes reales ayudándoles a crear los anuncios que
aparecen en sus publicaciones. Hay cada vez más revistas que están convirtiendo
sus instalaciones en empresas de investigación de mercado y a sus lectores en
grupos focalizados, tratando de crear un «valor añadido» que ofrecer a sus
clientes: una información demográfica bien detallada sobre sus lectores,
reunida por medio de amplios estudios y cuestionarios.
En muchos casos, las
revistas utilizan luego la información sobre los lectores para diseñar anuncios
muy bien dirigidos hacia su público. En octubre de 1997, la revista Details, por ejemplo, diseñó veinte
páginas de viñetas/anuncio con productos como la colonia Hugo Boss y los
vaqueros Lee integrados en las aventuras cotidianas de un patinador
profesional. En la página final de cada capítulo de la serie aparecía el
verdadero anuncio de la compañía.
Por supuesto, la ironía
de estos experimentos con las marcas es que sólo parecen hacerles sentir más
resentimiento hacia los medios que las albergan. Inevitablemente, las marcas
relacionadas con un estilo de vida comienzan a preguntarse por qué deben
someterse a los proyectos de medios que no les pertenecen. Al fin y al cabo,
una vez demostrado que pueden integrarse en las revistas más elegantes y
nuevas, ¿por qué deben éstas mantenerlas a distancia, o peor aún, insultarlas
con la palabra «Publicidad», como las advertencias sobre los perjuicios que
causa el tabaco de las cajas de cigarrillos? De este modo, como las revistas de
estilo de vida se parecen cada vez más a catálogos de artículos de diseño, los
catálogos de artículos de diseño han comenzado a parecerse cada vez más a las
revistas: Abercrombie & Fitch, J. Crew, Harry Rosen y Diesel han adoptado
el formato de libros de cuentos, con personajes que se mueven según argumentos
elementales.
La fusión de los medios
de información y los catálogos marcó un nuevo hito en enero de 1998 con Dawson's Creek, la serie de televisión para
adolescentes. No sólo era que todos los personajes llevaban ropas de J. Crew,
con lo que, en aquel entorno marino y ventoso, parecían salidos de las páginas
de un catálogo de J. Crew, ni que mantuvieran diálogos en que decían «Parece
salido de un catálogo de J. Crew», sino que además el elenco aparecía en la
portada del número de enero de la propia publicación de la empresa. En las
páginas de esta nueva mezcla de revista y catálogo se presentaba a los jóvenes
actores en yates y en muelles, como recién salidos de un episodio de Dawson's Creek.
El lugar de
nacimiento de estas nuevas ambiciones de las marcas es Internet, donde nunca
hubo ni sombra de separación entre los contenidos editoriales y la publicidad.
En la Red, el lenguaje del marketíng alcanzó el Nirvana: el anuncio gratuito.
En su mayor parte, las versiones que presenta Internet de los anuncios de
tiendas que aparecen en los medios de información son similares a los impresos
y a los televisivos, pero muchos de ellos también aprovechan la Red para
difuminar la línea que separa los contenidos editoriales y la publicidad mucho
más agresivamente de lo que pueden hacer en el mundo no virtual. Por ejemplo,
en la página Teen People los lectores
pueden comprar cosméticos y ropa mientras leen. En Entertainment Weekly los visitantes pueden adquirir los libros y
los CD de que se habla. En Canadá, The
Globe and Mail se ganó las iras de los libreros por su página con su
sección literaria, ChaptersGLOBE.com. Después de leer las críticas, los
lectores pueden solicitar los libros directamente a la cadena Chapters, una
asociación entre el periódico y el minorista del sector que constituye «la
librería en línea más grande de Canadá». La asociación entre The New York Times y Barnes and Noble
provocó una polémica similar en EE.UU.
Sin embargo, estas
páginas son ejemplos relativamente modestos de la integración entre las marcas
y los contenidos que se está verificando en la Red. Es cada vez más usual que
las páginas sean creadas por «editores de contenidos», cuya tarea consiste en
producir materiales que ofrezcan un buen envoltorio para las marcas de sus
clientes. Una de estas empresas es Parent («padres») Soup, inventada por la
empresa editores de contenidos «¡Village!» para Fisher Price, Starbucks,
Procter & Gamble y Polaroid. La empresa dice ser «una comunidad de padres»
y trata de imitar a los grupos de noticias de usuarios, pero cuando los padres
acuden a Parent Soup en busca de consejo, lo que reciben es de este tipo: «La
mejor manera de aumentar la autoestima de su hijo es tomándole fotos con una
Polaroid». Ya no es necesario amedrentar ni sobornar a editores; basta con
publicar un contenido editorial hecho a medida y con anuncios prediseñados.
Absolut Kelly, la
página de Internet de Absolut Vodka, ofreció un anticipo de la dirección que
estaban tomando las marcas. Desde mucho tiempo antes, el fabricante venía
solicitando a creadores visuales, a diseñadores de moda y a novelistas
materiales originales centrados en su marca para utilizarlos en sus anuncios;
pero esta vez fue diferente. En Absolut Kelly, sólo el nombre de la página
promocionaba el producto; el resto era un resumen ilustrado del libro Out of Control de Kevin Kelly, el
editor de la revista Wired. Esto
parecía ser lo que habían anhelado siempre los gerentes de marca: que las
marcas se integraran naturalmente en el corazón de la cultura. Es verdad que
cuando los fabricantes descubren que se hallan del lado equivocado de la
frontera entre el comercio y la cultura son capaces de hablar en voz bien alta,
pero lo que en realidad desean es que sus marcas logren el derecho de ser
aceptadas no sólo como arte publicitario, sino como arte a secas. Fuera de
Internet, Absolut es uno de los principales anunciantes de Wired, pero dentro de ella Absolut es el intérprete principal y el
editor de Wired el telonero.
En vez de pagar
contenidos ajenos, todas las empresas presentes en Internet tratan de ejercer
el papel tan deseado de «proveedores de contenidos»: la página de The Gap
ofrece consejos para viajes, Volkswagen brinda música gratis, Pepsi invita a
sus visitantes a descargar videojuegos y Starbucks presenta una versión en
línea de su revista ]oe. Todas las
empresas que tienen páginas de Internet poseen una tienda virtual de su marca,
una cabeza de puente desde donde se puede pasar a otros medios no virtuales. Lo
que queda claro es que las empresas no se limitan a vender sus productos por
Internet, sino que están vendiendo un nuevo modelo de relación entre los medios
de información y sus empresas anunciantes. Internet, con su naturaleza
anárquica, ha creado el espacio adecuado para que este modelo se plasme con
rapidez, pero está claro que los resultados están hechos para exportarlos fuera
de línea. Por ejemplo, alrededor de un año después del lanzamiento de Absolut
Kelly, la empresa logró la integración editorial total en la revista Saturday Night cuando una botella
Absolut fue envuelta en la página final de un extracto de nueve de la novela Barney's Version de Mordecai Richler.
No era un anuncio, sino parte de la historia, pero al final de la página se
leía «Absolut Mordecai».
Aunque
algunas revistas y programas de televisión están comenzando a adoptar prácticas
semejantes, el modelo de la integración total de los medios y las marcas es una
emisora de televisión, MTV. Ésta fue patrocinada desde el comienzo, pues es una joint venture de Warner Communications
y American Express.
Desde sus
inicios MTV no sólo ha sido una máquina de vender los productos que publicita
durante las 24 horas del día (ya sean cremas faciales o los discos que
promociona por medio de vídeos musicales), sino un anuncio ininterrumpido de la
propia MTV: se trata de la primera emisora televisiva que es a la vez una
marca. Aunque le han surgido docenas de imitadores, el genio inimitable de MTV,
como dice cualquier publicitario, consiste en que los espectadores no ven
programas, sino sencillamente la MTV. «Para nosotros, la única estrella es
MTV», dice Tom Freston, el fundador de la emisora.12 Y en
consecuencia, los anunciantes no sólo quieren publicitarse en MTV, sino unir
sus marcas a la emisora de maneras aún inimaginables para los demás: con
regalos, concursos, películas, conciertos, ceremonias de entrega de premios,
carreras, catálogos, tarjetas de crédito y otras cosas.
El modelo de la fusión
entre el medio y la marca perfeccionado por MTV ha sido adoptado por casi todos
los demás medios de difusión, ya se trate de revistas, de estudios televisivos
y de cadenas o programas de televisión. La revista hip-hop Vibe se ha extendido a la televisión, a los desfiles de
moda y a los seminarios sobre música. La cadena Fox Sports ha anunciado que
desea que con su nueva línea de ropa para hombre suceda lo mismo que con Nike:
«Esperamos que la actitud y el estilo de vida de Fox Sports se prolongue más
allá de la TV y que se instale en la espalda de los hombres, creando así un
país de anuncios ambulantes», dice David Hill, el director general de Fox
Broadcasting.
La carrera
para extender las marcas ha sido más movida en la industria cinematográfica. Al
mismo tiempo que para empresas como Nike, Macintosh y Starbucks la aparición de
productos de sus marcas en las películas se ha convertido en un medio
indispensable de marketing, las películas mismas se conceptualizan cada vez más
como «activos mediáticos de marca». Las empresas del espectáculo que se
fusionan se lanzan a la búsqueda de elementos que unifiquen sus disímiles
activos por medio de redes promocionales interrelacionadas, y en la mayoría de
los casos los elementos son las celebridades que generan los éxitos de
Hollywood. Las películas crean estrellas que se promocionan en los libros, las
revistas y la TV, y también ofrecen vehículos para que los astros de los
deportes, de la televisión y de la música extiendan sus propias marcas.
En el capítulo
9 examinaré el legado cultural de este tipo de producción impulsada por la
sinergia, pero que también ejerce un efecto más inmediato y que tiene mucho que
ver con el fenómeno de la desaparición del espacio cultural «sin marcas» con
que se relaciona este apartado. Los directores de marca se consideran
productores de cultura y hombres sensibles, y los productores de cultura
adoptan las despiadadas tácticas comerciales de los directores de marca, lo que
ha producido un gran cambio de mentalidad. El más leve anhelo de proteger un
programa de televisión de la intervención de los patrocinadores, o a un género
musical emergente del craso comercialismo, o a una revista del control de sus
anunciantes, es reprimido por la obsesión maníaca de las marcas que consiste en
difundir el «significado» de la propia por cualquier medio, y a menudo en
asociación con otras marcas poderosas. En este contexto, la marca Dawson's Creek aprovecha con afán su
aparición en el catálogo de J. Crew, la marca Kelly se fortalece asociándose
con Absolut, la marca de la revista
People deriva beneficios de su estrecha relación con Tommy Hilfiger y los
productos acoplados de La amenaza
fantasma y Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken y Pepsi son una promoción
inapreciable de la marca La guerra de las
galaxias. Cuando la difusión de las marcas es el objetivo compartido por
todos, la repetición y la visibilidad son las únicas medidas verdaderas del
éxito. El viaje hasta este punto de integración total entre la publicidad y el
arte, entre las marcas y la cultura, ha durado la mayor parte del siglo, pero
el punto sin retorno llegó en abril de 1998, y era inconfundible: fue el
lanzamiento de la campaña de los kakis de The Gap.
LAS
MARCAS Y LA MÚSICA
En 1993, The Gap lanzó los anuncios donde se leía: «¿Quién
llevaba kakis?», y donde aparecían fotografías antiguas de figuras de la
contracultura, como James Dean y Jack Kerouac, vestidos con pantalones color
crema. La campaña utilizaba la misma fórmula repetida hasta el hartazgo:
escoger un artista famoso y asociar su mística con una marca, con la esperanza
de que se olvide al artista y que la marca se haga famosa. La campaña provocó los acostumbrados
debates sobre el marketing masivo de la rebelión, lo mismo que la presencia de
Willian Burroughs en un anuncio de Nike hacia esa misma época.
Pasemos a 1998. The Gap
lanza su exitosa campaña de anuncios de kakis Swing: un vídeo en miniatura,
exuberante y sencillo, que invita a «saltar, bailar el swing y aullar». Era un vídeo estupendo. La pregunta de si estos
anuncios suprimen la honestidad artística de la música no tenía cabida. Los
anuncios de The Gap no aprovechaban el renacimiento retro del swing; se
podría argüir con razón que provocaban
ese renacimiento. Pocos meses después, cuando el cantautor Rufus Wainwright
apareció en un anuncio de The Gap con tema navideño, sus ventas se
multiplicaron, al punto de que su compañía discográfíca comenzó a publicitario
como «el cantante de los anuncios de The Gap». Mary Gray, la nueva chica de
R&B, también logró un gran éxito por medio de un anuncio de Baby Gap. No
era que los anuncios de los kakis de The Gap fueran una imitación de los vídeos
de MTV, sino que de la noche a la mañana todos los vídeos de MTV -desde los de
Brandy hasta los de Britney Spears y de los Back Street Boys- comenzaron a
parecerse al de The Gap; la empresa ha creado una estética propia que se
contagió a la música, a otros anuncios e incluso a películas como The Matrix. Después de cinco años de
crear afanosamente una marca y un estilo de vida, está claro que The Gap se
dedica al negocio de crear cultura en la misma medida que los artistas de sus
anuncios.
Muchos artistas, por su
parte, tratan ahora a las empresas como The Gap no tanto como muertos de hambre
que quieren abultar sus honorarios, sino como un medio más para promover sus
propias marcas en la radio, la televisión y las revistas. «Tenemos que estar en
todas partes. No podemos ser demasiado selectivos en el marketing», explica Ron
Shapiro, vicepresidente ejecutivo de Atlantic Records. Además, una campaña
publicitaria de gran envergadura de Nike o The Gap penetra en más rincones de
la cultura que un vídeo muy difundido por MTV o un artículo de fondo de Rolling Stone. Es por eso que aparecer
en estas campañas -como Fat Boy en los anuncios de Nike, Brandy en los
comerciales de Cover Girl y Lil' Kim en los de Candies- equivale a pertenecer a
«los 40 principales» de la actualidad, como afirmaba Business Week con entusiasmo.
Por supuesto, la
apropiación de la música por parte de las marcas no es la historia de una
inocencia perdida. Los músicos han cantado en anuncios y han firmado contratos
de patrocinio desde la aparición de la radio, sus canciones se han difundido
desde emisoras comerciales de radio y han sido contratados por empresas discográficas
multinacionales.
Durante toda la década
de 1980, estrellas del rock como Eric Clapton cantaban en anuncios de cerveza,
y las del pop en los de Coca-Cola o Pepsi, como hicieron George Michael, Robert
Plant, Whitney Houston, Run-DMC, Madonna, Robert Palmer, David Bowie, Tina
Turner, Lionel Richie y Ray Charles, mientras que los himnos de la década de
1960, como «Revolution» de los Beatles se convirtieron en música de fondo de
anuncios de Nike.
En este mismo período,
los Rolling Stones hacían historia al inaugurar la era de las giras
patrocinadas; como era de esperar, dieciséis años después siguen siendo los
Stones quienes estrenaron la siguiente innovación del rock empresarial: la
banda como extensión de la marca. En 1981, Jovan, un fabricante de perfumes que
nada tenía que ver con esta música, patrocinó una gira de los Rolling Stones en
diferentes estadios, que fue el primer acuerdo de esta especie, aunque modesto para
lo que son en la actualidad. Aunque la empresa colocó su logo en varios
anuncios y pancartas, seguía habiendo una clara diferencia entre la banda que
había decidido «venderse» y la empresa, que había pagado una elevada suma para
asociarse con la rebeldía inherente al rock. Esta condición subordinada pudo
resultar aceptable para una empresa que sólo deseaba vender productos, pero
cuando el diseñador Tommy Hilfiger decidió que la energía del rock y del rap
armonizaba con la «esencia de la marca», lo que quería era una experiencia
integrada y más a tono con su búsqueda de una identidad trascendente. Hilfiger
no sólo logró un contrato para vestir a Mick Jagger, sino también con Sheryl
Crow, la telonera de los Stones: en escena, ambos vestían prendas de la «Rock
'n' Roll Collection» que Tommy acababa de lanzar.
Sin embargo, la
integración total de la marca y la cultura sólo se logró en 1999, cuando
Hilfiger presentó la campaña de anuncios de la gira No Security de los Stones. En los anuncios, jóvenes y hermosos
modelos de ambos sexos de Tommy aparecían a toda página «presenciando» un
concierto que los Stones ofrecían en la página siguiente. Las fotografías de
los músicos tenían un cuarto del tamaño de las de los modelos. En algunos
anuncios, no era posible ver a los Stones, sino sólo a los modelos de Tommy,
que posaban sosteniendo guitarras. En todos los casos, en los anuncios figuraba
un híbrido del famoso logo de los Stones con la lengua roja sobre la bandera
roja, blanca y azul de Tommy. La leyenda
decía «Tommy Hilfiger presenta la gira No
Security de los Stones», aunque no se mencionaba ninguna de las etapas,
sino sólo las direcciones de las principales tiendas de Tommy.
En otras palabras, no
se trataba de patrocinar al rock, sino de un «anuncio en vivo», como califica a
este tipo de publicidad el consultor de medios Michael J. Wolf. El diseño de la
campaña evidencia que a Hilfiger no le interesa comprar la actuación de nadie,
aunque sean los Rolling Stones. La actuación es el trasfondo, y sirve para
empaquetar atractivamente la esencia rockera de la marca de Tommy. Esto es sólo
otro ejemplo del proyecto más amplio de Hilfiger, que consiste en hacerse un
sitio en el mundo de la música, pero no como patrocinador, sino como
ejecutante, que es lo mismo que Nike ha logrado en el mundo deportivo.
El ejemplo de Hilfiger
y los Stones no sólo es el que mejor ilustra la nueva relación entre las marcas
y los patrocinadores que se extiende en toda la industria musical. Por ejemplo,
a Volkswagen le costó poco lanzar DiversFest '99, un festival musical celebrado
en Long Island, Nueva York, bajo la marca VW, una vez que hubo utilizado música
electrónica ultramoderna en la publicidad del nuevo modelo Beetle. DriversFest
compite en la venta de entradas con Mentos Freshmaker Tour, un festival
ambulante de música que ya tiene dos años de existencia y que es propiedad de
un fabricante de pastillas de menta; en la página de Internet de Mentos se
invita a los visitantes a votar por los conjuntos que desean escuchar en los
conciertos. Del mismo modo que en la página de Internet Absolut Kelly y en la
muestra de pintura Curiously Strong de Altoid, no se trata de eventos
patrocinados: la marca es la infraestructura del evento y los artistas sólo el
relleno; una inversión de la dinámica de poder que convierte irremediablemente
ingenua cualquier discusión sobre la necesidad de proteger a los artistas no
comercializados.
La aparición de esta
nueva dinámica se manifiesta mejor en los festivales que organizan las grandes
empresas cerveceras. En lugar de limitarse a tocar en anuncios de cerveza, como
lo hubieran hecho en la década de 1980, intérpretes como Hole, Soundgarden,
David Bowie y los Chemical Brothers acompañan las exhibiciones de las empresas
cerveceras. Molson Breweries, propietaria del 50 % de Universal Concerts, la
única empresa promotora de conciertos de Canadá, ya ha logrado que su nombre
aparezca cada vez que un cantante rock o pop sube a un escenario del país, ya
sea a través de su agencia Molson Canadian Rocks o de su multitud de instalaciones:
Molson Stage, Molson Park y Molson Amphitheatre. Durante unos diez años esta
organización dio buenos resultados, pero a mediados de la década de 1990 Molson
se cansó de quedar finalmente en segundo plano. Los intérpretes mostraban una
desagradable tendencia a acaparar la escena, y a veces llegaban a insultar a
sus patrocinadores ante el público.
Molson se hartó, y en
1996 organizó su primer concierto Cita a ciegas. El concepto, que luego fue
exportado a los EE.UU. por una empresa similar, Miller Beer, es sencillo: se
celebra un concurso cuyos ganadores pueden asistir a un concierto exclusivo
montado por Molson y Miller en una sala pequeña comparada con los estadios
donde se presentan las grandes estrellas. Lo fundamental es mantener el nombre del
intérprete en secreto hasta el momento de subir a escena. El concierto
despierta gran interés, alimentado por grandes campañas publicitarias
nacionales, pero el nombre que está en todas las bocas no es el de David Bowie,
de los Rolling Stones, de Soudgarden, de INXS ni de los demás que hay actuando
en estos eventos, sino el de Molson y Miller. Después de todo, nadie sabe quién
va a aparecer, sino sólo quién organiza el concierto. Con las Citas a Ciegas
Molson y Miller inventaron una manera de equiparar sus marcas con músicos muy
famosos, manteniendo al mismo tiempo su ventaja competitiva respecto de ellos.
«Resulta cómico», dice Steve Herman, de Universal Concerts, «pero la cerveza
tiene más entidad que los conjuntos».
Las
estrellas del rock, convertidas en invitados de lujo de los conciertos de
Molson, siguieron encontrando maneras de rebelarse. Casi todos los músicos que
tocaban en una Cita a Ciegas lo hacían: así, Courtney Love dijo a un
periodista: «Que dios bendiga a Molson... Me la paso por el...». Johnny Lydon,
de los Sex Pistols, exclamó ante el público: «Gracias por el dinero», y Chris
Cornell de Soundgarden dijo a los asistentes: «Sí, estamos aquí porque nos
contrató una jodida empresa cervecera... Labbatts's». Pero los exabruptos no
afectaban al evento principal, cuyas verdaderas estrellas eran Molson y Miller;
lo que hicieran aquellos petulantes intérpretes no tenía importancia.
Jack
Rooney, el vicepresidente de marketing de Miller, explica que con los 200
millones de dólares de su presupuesto de promoción se dedica a diseñar maneras
de diferenciar la marca Miller de todas las demás con presencia en el mercado.
«No sólo competimos contra Coors y Corona», dice, «sino contra Coca-Cola, Nike
y Microsoft». Pero no dice toda la verdad. En el elenco anual de las diez
marcas más vendidas de Advertising Age
correspondiente a 1997 había un recién llegado: las Spice Girls (lo que no
podía extrañar, ya que Posh Spice dijo una vez a un periodista: «Queríamos
llegar a ser una "marca de consumo doméstico", como Ajax»). Y las
Spice Girl ocupaban el sexto lugar del primer listado «Celebrity Power 100» que
publicó la revista Forbes de mayo de
1999, que no se confecciona según la fama o la riqueza, sino la «capacidad de
marca» de los famosos. La lista marcó un hito en la historia de las empresas,
evidenciando la realidad de que, como dice Michael J. Wolf, «las marcas y las
estrellas han llegado a ser lo mismo».
Pero cuando las marcas
y las estrellas son lo mismo, a veces son también competidores en la dura lucha
para hacer conocer las marcas, hecho que han debido reconocer cada vez más
empresas. El fabricante canadiense de ropa Club Monaco, por ejemplo, nunca
utilizó famosos en sus campañas. «Lo hemos pensado», dice su vicepresidenta
Christine Ralphs, «pero en esos casos las estrellas predominan sobre la marca,
y eso es algo que no vamos a aceptar».
Hay razones para la
cautela: aunque la cantidad de fabricantes de ropa y de dulces dispuestos a
acudir a los músicos para la publicidad aumenta sin cesar, los grupos musicales
y sus sellos discográficos se rebelan al verse reducidos a esta condición
inferior. Después de comprobar los enormes beneficios que lograron The Gap y
Tommy Hilfiger con su asociación con el mundo de la música, los sellos
discográficos se están dedicando también al negocio de las marcas. No sólo
colocan sofisticados aparatos detrás de los intérpretes durante sus
actuaciones, sino que hay cada vez más grupos que se consideran ante todo como
marcas: así las Spice Girls, los Backstreet Boys, N' Sync y All Saints y muchos
otros. Los grupos prefabricados no son una novedad en la industria musical ni
tampoco los grupos con líneas comerciales propias, pero el fenómeno nunca llegó
a dominar tanto en la industria de la cultura pop como a finales de la década
de 1990, y nunca antes los intérpretes compitieron tan agresivamente con las
marcas de consumo.
Sean «Puffy» Combs
aprovechó su fama corno rapper y
productor discográfico para crear una revista, varios restaurantes, una marca
de ropa y una línea de platos congelados. Y Raekwon, del grupo de rap Wu-Tang
Clan, explica que «la música, las películas y la ropa forman parte del pastel
que estamos cociendo. Es posible que en el año 2005 haya muebles Wu-Tang a la
venta en Nordstrom».21 Se trate de The Gap o de Wu-Tang Clan, la
única pregunta oportuna que queda por hacer en el debate sobre el patrocinio
parece ser cuándo nos atreveremos a poner límites a las marcas.
NIKE Y LAS MARCAS EN LOS DEPORTES
Las discusiones sobre las celebridades y las marcas conducen
inevitablemente al mismo tema: Michael Jordan, el hombre que ocupa el número
uno en todos los rankings, que se ha
incorporado a la marca JORDAN y cuyo representante acuñó la palabra
«supermarca» para designarlo. Pero ninguna discusión sobre el potencial de
marca de Michael Jordan puede comenzar sin la marca que lo convirtió también en
una marca: Nike.
Nike ha devorado el
deporte en una escala que deja pequeñas las pretensiones de las empresas
cerveceras de convertirse en estrellas del rock. Ahora bien, el patrocinio del
deporte, como el de la música de las grandes discográficas, es en esencia una
operación con fines de lucro, razón por la cual la historia de Nike nos informa
menos sobre la pérdida de los espacios sin marca -y que se puede afirmar que,
en este contexto, nunca existieron- que sobre la mecánica de la creación de las
marcas y su poder de eclipsar todo lo demás. Nike, una empresa que traga
espacios culturales con apetito de gigante, ejemplifica el caso más extremo de
la supermarca de la década de 1990, y sus acciones, más que las de ninguna
otra, demuestran que la creación de marcas trata de borrar toda diferencia
entre el patrocinador y el patrocinado. Es un fabricante de calzado decidido a
destronar al deporte profesional, a los Juegos Olímpicos e incluso a los
atletas más famosos para convertirse en la definición misma del deporte.
El presidente
de Nike, Phil Knight, comenzó a vender calzado deportivo en la década de 1960,
pero no se hizo rico hasta que las zapatillas de alta tecnología se
convirtieron en un accesorio imprescindible para la moda de jogging en EE.UU. Cuando a mediados de la década de 1980 la moda
pasó y Reebok inundó el mercado con elegantes zapatillas para aerobismo, Nike
se quedó con un producto destinado al gran cubo de los artículos para yuppies. En vez de dedicarse a fabricar
otro tipo de zapatillas, Knight decidió dejarlas en segundo plano en la nueva
encarnación de Nike. Que Reebok y Adidas hicieran zapatillas; Nike habría de
transformarse en lo que Knight denomina «la mayor empresa del mundo de
accesorios deportivos y de fitness».
La mitología
empresarial mantiene que Nike es una compañía de deportes y áefitness porque fue lanzada por un grupo de hombres que adoraban
el deporte y que veneraban fanáticamente a los grandes atletas. En realidad, el
proyecto de Nike era mucho menos complejo, y en él se puede distinguir tres principios
rectores.
El primero
consiste en convertir un grupo selecto de atletas en superestrellas de
Hollywood que ya no se hallan relacionadas con sus equipos, y a veces ni
siquiera con sus patrocinadores, sino con ciertas ideas puras sobre el
atletismo, como trascendencia y perseverancia, en encarnaciones del ideal
grecorromano del hombre perfecto. Segundo, enfrentar el «Deporte Puro» de Nike
y de su equipo de superestrellas del atletismo contra el mundo establecido del
deporte, obsesionado por las normas. El paso tercero, el más importante, es
colocar la propia marca en todas partes.
PASO 1:
CREAR CELEBRIDADES DEPORTIVAS
Todos los días me levanto, me meto bajo la ducha y me miro
el tatuaje, y eso me da fuerzas para el resto del día. Día tras día, me recuerda
lo que tengo que hacer, que es sencillamente «lograrlo».
-El empresario de
Internet Carmine Colettion, de veinticuatro años de edad, al hablar sobre su
decisión de hacerse tatuar el logo de Nike en el ombligo, diciembre de 1997.
Lo que catapultó a Nike
al paraíso de las marcas fue el extraordinario talento de Michael Jordan para
el baloncesto, pero fueron los anuncios de Nike los que convirtieron a Jordan
en una superestrella mundial. Es verdad que los atletas de genio como Babe Ruth
y Muhammad Ali eran famosos antes de la era de Nike, pero nunca alcanzaron el
nivel sobrenatural de fama de Jordan. Esa condición estaba reservada para las
estrellas del cine y del pop, transformadas por los efectos especiales, la
dirección artística y la cuidadosa elaboración de las películas y de los vídeos
musicales. Antes de Nike, las estrellas del deporte, por talentosas y
respetadas que fueran, seguían ancladas en la tierra. El fútbol, el hockey y el
béisbol salían siempre en la tele-
visión, pero los
deportes televisados transcurrían en tiempo real, lo que a veces los hacía
aburridos, a veces interesantes, y excelentes sólo en los replays con movimiento retardado. En cuanto a los atletas que
recomendaban productos, no podía decirse que sus anuncios y sus comerciales fueran
especialmente creativos, ya se tratara de Wilt Chamberlain alimentándose con
gusto con una caja de Wheaties o de Rocket Richard sentenciado a una pena de
«dos minutos por ser tan guapo» en los anuncios de Grecian Formula.
El anuncio televisivo
de 1985 de Nike con Michael Jordan introdujo al deporte en el mundo del
espectáculo: las secuencias fijas, los primeros planos y los cortes hicieron
que Jordan pareciera suspendido en mitad de un salto, y producían la asombrosa
sensación de que realmente sabía volar. La idea de utilizar la tecnología de
las zapatillas deportivas para crear un ser superior, la idea de Michael Jordan
volando por el aire con un movimiento suspenso, era la aplicación real de la
capacidad de Nike para crear mitos. Estos anuncios fueron los primeros vídeos
de rock sobre los deportes y crearon algo completamente nuevo. Como dice
Michael Jordan, «lo que Phil (Knight) y Nike han hecho conmigo es convertirme
en un sueño».23
Muchos de los anuncios
de televisión más famosos han empleado a las superestrellas de Nike para
transmitir la idea del deporte, y no
para representar simplemente lo mejor del propio atleta. Los anuncios suelen
presentar a deportistas famosos jugando juegos diferentes de los que ejercen
profesionalmente, como en el caso de Andre Agassi, que mostró su versión del
«golf al ritmo del rock-and-roll». Y luego está la exitosa campaña «Bo Knows»,
donde el jugador de béisbol y de fútbol Bo Jackson trascendía sus dos deportes
profesionales y se presentaba como el perfecto entrenador polivalente. Una
serie de entrevistas breves con estrellas de Nike -como McEnroe, Jordan y
Gretzky- sugería irónicamente que Jackson conocía sus especialidades deportivas
mejor que ellos mismos. «Bo sabe tenis», «Bo sabe béisbol», y así sucesivamente.
En los Juegos Olímpicos
de Invierno en Nagano, Nike extrajo su estrategia del espacio controlado de sus
anuncios de televisión y la aplicó a la competencia deportiva real. El
experimento comenzó en 1995, cuando el departamento de marketing de la empresa
comenzó a especular con la idea de convertir a un par de corredores kenianos en
el primer equipo olímpico africano de esquí. Como explicó Mark Bossardet, el
director mundial de atletismo de Nike, «Un día estábamos en la oficina y nos
dijimos: «¿Qué tal si tomamos dos corredores kenianos y los convertimos en
esquiadores de cro?»24 Para los directivos de Nike, los kenianos,
que han dominado las competiciones de carreras olímpicas desde 1968, siempre
fueron la encarnación de la «idea del deporte». («¿Dónde están los kenianos?»,
se ha oído preguntar a Phil Knight después de ver un anuncio de Nike que
consideró poco inspirador y heroico, lo que en la jerga de Nike significa:
«¿Dónde está el Espíritu del Deporte?».)25 De modo que según la
lógica de marketing de la empresa, si dos corredores kenianos -la encarnación
viviente del espíritu del deporte- eran retirados de su actividad profesional,
de su país y de su clima natal y se los llevaba a la cumbre helada de una
montaña y se lograban transferir su agilidad, su fuerza y su resistencia al
esquí de cro, su éxito constituiría un momento de pura trascendencia deportiva.
Simbolizaría la transcendencia espiritual del Hombre respecto a la naturaleza,
a los derechos de la sangre, la nación y los mezquinos burócratas del deporte,
y por supuesto, su plasmación en la realidad sería mérito de Nike. «Nike
siempre opinó que los deportes no tienen fronteras», anunciaba el comunicado de
prensa con el logo de la empresa. Y finalmente existiría prueba de ello.
Y, en todo caso, Nike
lograría que se hablara de ella en innumerables artículos de prensa, como
sucedió con el extraño equipo jamaicano de trineo que acaparó los titulares
durante las Olimpíadas de Invierno de Calgary. ¿Qué periodista iba a resistir
el enorme atractivo del primer equipo africano de esquí?
Nike halló sus
conejillos de Indias en los corredores de categoría media Philip Boit y Henry
Bitok. Como en Kenia no nieva, ni hay federación de esquí ni instalaciones de
entrenamiento, Nike financió la totalidad del extravagante proyecto,
desembolsando 250 mil dólares en la preparación de los kenianos en Finlandia y
en el diseño de sus uniformes, pagándoles además un salario mientras
permanecían alejados de sus casas. Cuando comenzó Nagano, Bitok no se calificó
y Boit terminó último, veinte minutos después del ganador de la medalla de oro,
que fue Bjorn Daehlie de Noruega. Resultó que las carreras de fondo y el esquí
de cro exigen aptitudes completamente distintas y el empleo de músculos
diferentes.
Pero eso es aparte. Antes
de comenzar la carrera, Nike celebró una conferencia de prensa en su sede
olímpica, amenizándola con platos y cerveza kenianos y mostrando a los
periodistas un vídeo donde los atletas veían la nieve por primera vez, chocaban
con arbustos al esquiar y se caían sentados. Los periodistas también oyeron
historias sobre el efecto que tuvo en ellos el cambio de clima, y cómo se les
había cuarteado la piel y se les habían caído las uñas de las manos y los pies;
«pero ahora», como dijo Boit, «me encanta la nieve. Sin nieve no podría
practicar mi deporte». Como dijo el Tampa
Tribune del 12 de febrero de 1998, «son sólo dos kenianos locos que tratan
de triunfar en la tundra helada».
Aquello era la
quintaesencia de la creación de la marca Nike: al identificar a la empresa con
los atletas y con el atletismo a ese nivel primario, la empresa ya no se
limitaba a vestir el juego, sino que comenzaba a jugarlo. Y una vez que Nike
penetró en el juego con sus atletas, podía tener hinchas fanáticos en vez de
clientes.
PASO 2: DESTRUIR LA COMPETENCIA
Como todos los
participantes en el juego de la competencia, Nike quiere ganar. Mas para ella
no sólo se trata de ganar la guerra de las zapatillas deportivas. Naturalmente,
Nike no soporta a Adidas, a Fila ni a Reebok, pero lo más importante es que
Phil Knight ha combatido contra los representantes deportivos, cuya codicia
personal, según dice, crea «inevitables conflictos con los intereses de los
atletas en todas las ocasiones»;26 con la NBA, que se siente
injustamente postergada por la maquinaria de creación de estrellas de Nike,27
y con el Comité Olímpico Internacional, de cuyo elitismo y corrupción se
burlaba Knight mucho antes de los escándalos por sobornos que estallaron en la
organización en 1999.28 En el mundo de Nike, todos los clubes,
asociaciones y comités deportivos oficiales están minando el espíritu del
deporte, un espíritu que sólo Nike valora y encarna.
De modo que
al mismo tiempo que la máquina de fabricar mitos de Nike creaba la idea del
Equipo Nike, el equipo empresarial diseñaba maneras para desempeñar un papel
más activo en el deporte profesional. Primero Nike trató de suprimir a los
agentes de los deportistas creando una agencia propia, que no sólo representaba
a los atletas en la negociación de sus contratos, sino que también desarrollaba
estrategias integradas de marketing para sus clientes que complementaran la
estrategia de marca de Nike, sin amenazarla, obligando con frecuencia a otras
empresas a adoptar el concepto de sus anuncios.
Luego se produjo el
fallido intento de formar -y de poseer- una versión de fútbol universitario de
la Super Bowl (el Nike Bowl), y así, en 1992, la empresa compró el tour de golf
Ben Hogan y lo rebautizó Nike Tour. «Hacemos estas cosas para integrarnos en el
deporte. Estamos en los deportes; eso es lo que hacemos», dijo Knight a los
periodistas en esa época.29 Es por cierto lo que hicieron cuando
Nike y su rival Adidas organizaron su propio evento deportivo para decidir cuál
de los protagonistas de sus anuncios era «el hombre más rápido del mundo,
Michael Johnson de Nike o Donovan Bailey de Adidas. Como compiten en categorías
distintas (Bailey en los 100 metros y Johnson en los 200), las marcas de
zapatillas acordaron dividir la diferencia, y la competencia fue una carreta de
150 metros. Ganó Adidas.
Cuando Phil Knight
afronta las inevitables críticas de los puristas del deporte, que le acusan de
ejercer una influencia exagerada en los partidos que patrocina, su respuesta es
siempre la misma: «El atleta sigue siendo nuestra razón de existir».30
Pero como demuestra el enfrentamiento de la empresa con la estrella del
baloncesto Shaquille O'Neal, Nike sólo se dedica a cierto tipo de atletas. El
biógrafo de la empresa, Donald Katz, relata la tensa entrevista entre el
representante de O'Neal, Leonard Armato, y el equipo directivo de Nike:
Shaq había observado la
explosión que se había producido en el marketing del deporte («hizo cursos de
marketing deportivo», dice Armato) y el ascenso de Michael Jordan, y decidió
que en vez de formar parte de diversas estrategias empresariales, era posible
reunir una variedad de compañías que integraran la presencia de marca que él
mismo constituía. Los fabricantes de productos de consumo pasarían a formar
parte del Equipo Shaq, y no al revés. «Estamos buscando una imagen coherente»,
decía Armato cuando comenzó a formar el equipo en nombre de Shaq. «Como el
Ratón Mickey».
El único problema era
que en la sede de Nike no existe ningún equipo Shaq, sino sólo un Equipo Nike.
Nike se abstuvo y pasó al jugador, que muchos creían que iba a ser el siguiente
Michael Jordan, a Reebok: dijeron que no era «material para Nike». Según Katz,
la misión de Knight «había sido desde el comienzo poner el deporte en un
pedestal como no se había hecho nunca antes».31 Pero sobre el
pedestal de la Ciudad Nike de Manhattan no se yergue Michael Jordan ni el
deporte del baloncesto, sino una zapatilla rotatoria de marca Nike. Como una prima donna, se exhibe ante los
reflectores en su calidad de la primera zapatilla que llega a la celebridad.
PASO 3: VENDER TROZOS
DE LA MARCA COMO SI FUERA EL MURO DE BERLÍN
Nada personifica la era
de las marcas mejor que la Ciudad Nike, la cadena de tiendas minoristas de la
empresa. Cada una es un templo, un lugar único para los fieles, un mausoleo. La
Ciudad Nike de Manhattan, en la calle 57 Este, es más que una tienda de ensueño
con decoración de metal brillante y madera clara; es un templo donde se adora
el logo de Nike como objeto artístico y como símbolo heroico. En todas partes
se lo identifica con el Deporte mismo: en reverentes exhibidores de cristal que
muestran «La definición del atleta»; en las citas inspiradas sobre el «Coraje»,
el «Honor», la «Victoria» y el «Trabajo en Equipo» grabados en los suelos, y en
la dedicatoria del edificio «a todos los deportistas y a sus sueños».
Pregunté a un vendedor
si entre los miles de camisetas, trajes de baño y prendas deportivas había
alguna sin el logo de Nike en el exterior. Se puso a pensar. Camisetas, no.
Zapatos, no. Chándales, tampoco.
«¿Por qué», me preguntó
por fin, algo dolido. «¿Acaso alguien le tiene alergia al logo?»
Nike, la reina de las
supermarcas, es como un Pac-Man hinchado, tan orientado hacia el consumo que no
actúa por malicia, sino por la costumbre de apretar las mandíbulas. Es rapaz
por naturaleza. Parece apropiado que en la estrategia de marca de Nike figure
una imagen parecida al signo v, que se utiliza para dar el visto bueno. Nike da
el visto bueno a los espacios a medida que los engulle. ¿Las grandes tiendas?
¡Venga! ¿El hockey? ¡Venga! ¿El béisbol? ¡Venga! ¿El fútbol? ¡Venga! ¡Venga!
¡Venga! ¿Las camisetas? ¡Venga! ¿Los sombreros? ¡Venga! ¿La ropa interior?
¡Venga! ¿Los colegios? ¡Venga! ¿Los cuartos de baño? ¡Venga! ¿El corte de pelo
militar? ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! Como Nike es el líder en la imposición de su
marca a la ropa, no es sorprendente que también haya llegado al límite extremo
de las marcas: aplicarlas a la carne humana. No sólo se trata de que docenas de
empleados de Nike lleven el logo de la empresa tatuado en las pantorrillas,
sino que las salas de tatuaje de todos los EE.UU. informan que ese logo es el
que más piden los clientes. ¿La marca aplicada a los seres humanos? ¡Venga!
LAS ESTRELLAS Y LAS
MARCAS
Hay otra razón del
sorprendente éxito de Nike en la difusión de su marca. Las superestrellas del
deporte, que son los elementos constituyentes de su imagen, esas criaturas
inventadas por Nike y clonadas por Adidas y Fila, se han demostrado
incomparablemente capaces de crecer en la edad de la sinergia: están hechas
para la promoción múltiple. Las Spice Girls hacen películas y recorren
pasarelas, pero ninguna puede lograr una medalla olímpica. Es más práctico que
Dennis Rodman escriba dos libros, que actúe en dos películas y tenga un
programa propio de televisión a que Martin Amis o Seinfeld jueguen como defensa
con los Bulls, del mismo modo que a Shaquille O'Neal le resulta más fácil grabar
un álbum de rap que a Sporty Spice hacer la selección para la NBA. Sólo los
personajes de los dibujos animados -también favoritos para la sinergia- son más
versátiles que las estrellas del deporte en el juego sinérgico.
Mas para Nike, el poder
de sus propios patrocinados tiene un aspecto negativo. Aunque Phil Knight no lo
reconocerá jamás, Nike ya no sólo compite con Reebok, Adidas y la NBA: también
ha comenzado a hacerlo con otra marca llamada Michael Jordan.
Durante los tres años
anteriores a su retiro, Michael Jordan se estuvo apartando de su papel de
encarnación de Nike y convirtiéndose en lo que su agente David Falk denomina
una «supermarca». Cuando Nike se internó en el negocio de la representación de
deportistas, él se negó a plegarse, diciendo que de hacerlo deberían
compensarlo por los millones de dólares de ingresos que habría de perder. En
vez de dejar que Nike administrara sus empresas patrocinadoras, trató de llegar
a acuerdos entre ellas, como el intento de lograr que Nike cambiara de empresa telefónica
cuando lo nombraron portavoz de WorldCom.32 Otro ejemplo de lo que
Falk llama «el programa de asociación de empresas de Michael Jordan» es un
anuncio de WorldCom donde los actores visten gafas de sol Oakley y ropa
deportiva Wilson, marcas ambas patrocinadoras de Jordan. Y por supuesto, la
película Space Jam -donde actuaba el
jugador de baloncesto y cuyo productor ejecutivo era Falk- fue la presentación
del propio Jordan como marca aparte. El filme incluía espacios para cada uno de
los patrocinadores de Jordan
(entre los diálogos
figura el siguiente: «Michael, se acerca la hora de salir a escena. Ponte los
Hanes, átate las Nike, toma tus Wheaties y tu Gatorade y te pasaremos a buscar
en Big Mac»), y MacDonald's promovió el espectáculo con juguetes Space Jam y con «Happy Meals».
Nike había alentado las
ambiciones empresariales de Jordan en sus anuncios «Jordan, Director
Ejecutivo», que lo muestran poniéndose un traje y corriendo hacia la oficina en
el intervalo de un partido. Pero entre bambalinas, a la empresa nunca le
gustaron las actividades independientes de Jordan. Ya en 1992 Donald Katz
escribía que «Knigh piensa que, en la jerga del marketing deportivo, Jordan ya
no es un elemento "limpio"».33 Resulta significativo que
Nike boicoteara el maná del patrocinio múltiple que rodeó a Space Jam. A diferencia de McDonald's, no utilizó la película en
los anuncios de los productos relacionados con ella, a pesar de que se basaba
en una serie de anuncios de Nike que presentan a Jordan y a Bugs Bunny. Cuando
Falk reveló a Advertising Age que
«Nike tiene algunas reservas sobre la implementación de la película»,34
estaba diciendo lo mínimo. Jim Riswold, desde mucho tiempo antes encargado de
la publicidad de Nike, y que fue quien tuvo la idea de unir a Jordan y a Bugs
Bunny en el comercial de las zapatillas, se quejó al Wall Street Jornal porque
Space Jam «es principalmente un filón comercial y sólo secundariamente una
película. La idea es vender muchos productos».35 Fue un momento
histórico de la cultura de las marcas, que invirtió por completo la relación
tradicional entre el arte y el comercio: un fabricante de zapatillas y una
agencia publicitaria que se quejaban de que una película de Hollywood manchaba
la pureza de sus anuncios.
Por el
momento, al menos, reina la paz entre las supermarcas enemigas. Nike ha dado
más libertad a Jordan para desarrollar su propia marca, siempre dentro del
imperio de Nike, pero con más independencia. En la misma semana en que se
retiró del baloncesto, Jordan anunció que pensaba extender la línea de ropa
JORDAN de los atuendos de baloncesto a los de calle, compitiendo directamente
con Polo, Hilfiger y Nautica. Ya afirmado en su papel de ejecutivo, y no de
promotor famoso, contrató a otros atletas profesionales para que publicitaran la
marca JORDÁN: Derek Jeter, un jugador de los New York Yankees y el boxeador Roy
Jones Jr. Y desde mayo de 1999 la marca
JORDÁN se exhibe en sus
propias «tiendas de concepto minorista», de las que hay dos en Nueva York y una
en Chicago; además, se pensaba abrir cincuenta más hacia fines del año 2000.
Jordan había logrado materializar su deseo: poseer una marca propia con famosos
que la publicitaran.
LA ERA DE LOS MARCOSAURIOS
En apariencia, los
juegos de poder entre los deportistas millonarios y las empresas billonarias
parece tener poco que ver con la pérdida del espacio libre de marcas de que
trata esta sección. Sin embargo, Jordan y Nike son sólo la manifestación más
cruda de la manera en que el imperio de las marcas modifica nuestra idea de los
patrocinadores y los patrocinados, hasta el punto de que la idea de un espacio
sin marcas -de una música que se diferencie de los kakis, de festivales que no
sean extensiones de marcas de cerveza, de hazañas deportivas que se celebren a
sí mismas y por sí mismas- resulta casi impensable. Jordan y Nike son el
epítome del nuevo paradigma, que elimina todas las barreras entre las marcas y
la cultura y no deja sitio alguno a los espacios sin marcas.
Se está comenzando a
comprender que los diseñadores de ropa, los fabricantes de zapatillas
deportivas, los medios de comunicación, los personajes de los dibujos animados
y los famosos de toda especie participan más o menos en el mismo negocio: el de
comercializar sus marcas. Es por eso que a principios de la década de 1990
Creative Artists Agency, el más poderoso representante de famosos de Hollywood,
comenzó a promover no sólo personajes célebres, sino también marcas famosas:
Coca-Cola, Apple e incluso entabló una alianza con Nike. Es por eso que
Benetton, Microsoft y Starbucks han prescindido de los medios de difusión
convencionales y se han dedicado a publicar los suyos: Benetton edita Colors, Microsoft el fanzine de Internet Slate y Starbucks, Joe,
una joint venture con Time Inc. Es
por eso que Britney Spears, que causa furor entre los adolescentes, y el
personaje de comedias televisivas Ally McBeal tienen sus propias líneas de ropa
de diseño; que Tommy Hilfiger ha colaborado en el lanzamiento de una marca
discográfica y que el rapper Master P
posee su propia agencia deportiva. Es también por eso que Ralph Lauren tiene
una línea de pinturas de pared de diseño, que Brooks Brothers tiene otra de
vinos, que Nike ha lanzado un crucero con su logo y que el gigante de los
repuestos para automóviles Magna piense abrir un parque de diversiones. También
es la razón de que el consultor de mercado Faith Popcorn haya lanzado su propia
marca de sillones de cuero Cocooning, nombre que deriva de la moda que él mismo
puso en boga, y que Fashion Licensing of America Inc. comercialice la línea de
muebles Ernest Hemingway, diseñados para captar la «personalidad de marca» del
escritor fallecido.
Mientras los fabricantes
y los artistas intercambian sus papeles y se dedican al unísono a crear modas
de estilo de vida con sus marcas, los ejecutivos de Nike predicen que «en el
futuro su competidor (será) Disney y no Reebok».37 Y parece
coherente que al mismo tiempo que Nike invadía el mundo del espectáculo, los
grandes de ese mundo hayan decidido internarse en la industria de las
zapatillas deportivas. En octubre de 1997, Warner Brothers lanzó unas de punta
baja publicitadas por Shaquille O'Neal. «Es una extensión a escala minorista de
nuestra actividad», explicó Dan Romanelli de Warner Consumer Products.
Parece que,
con independencia del punto de partida de cada marca -ya sea con zapatillas,
deportes, comercio minorista, música o dibujos animados-, las de más éxito han
terminado en el mismo sitio: en la estratosfera de las supermarcas. En eso,
Mick Jagger y Tommy Hilfiger se asemejan; Steven Spielberg y Coca-Cola tienen
el mismo agente. Shaq quiere ser «como Mickey Mouse», y todo el mundo abre un
restaurante con su marca, desde Jordan y Disney hasta Demi Moore, Puffy Combs y
las supermodelos.
Por supuesto, fue
Michael Ovitz quien elaboró el modelo del templo de las marcas, para hacer con
la música, los deportes y la música lo que Walt Disney hizo con los dibujos
animados para niños: convertir el falso mundo de la televisión en un mundo real
de marcas. Después de abandonar Creative Artists Agency en agosto de 1995 y de
ser despedido de la presidencia de Disney poco después, Ovitz cerró trato con
un apretón de manos por valor de 87 millones de dólares y lanzó un nuevo
negocio: megacentros comerciales temáticos con una mezcla de espectáculo y
deportes, una síntesis del deporte profesional, de las celebridades de
Hollywood y las compras. Su visión consistía en una impura mezcla de la Ciudad
de Nike, de Planet Hollywood y del sector de marketing de la NBA, que conducían
directamente a las cajas registradoras. Se espera que el primer centro temático
abra en Columbus, Ohio, y que tenga 1,5 millones de pies cuadrados. Si Ovitz
tiene éxito, se inaugurará otro más en los alrededores de Los Ángeles, que
contendrá un estadio de fútbol de la NFL.
Como
sugieren estas edificaciones futuras, las empresas patrocinadoras y la cultura
que difunden se han fusionado, creando así una tercera cultura: un universo
cerrado de personas con marca, con productos de marca y con medios de difusión
de marca. Un interesante estudio realizado en 1996 en la Universidad de
Missouri por el profesor Roy F. Fox demuestra que muchos adolescentes perciben
intuitivamente las extrañas ambigüedades de esta esfera. La investigación
demostró que la mayoría de los alumnos de secundaria de Missouri que ven en
clase la mezcla de noticias y de anuncios que emite Channel One piensa que las
estrellas del deporte pagan a los fabricantes de zapatillas para aparecer en
sus anuncios.
«No sé por qué los
deportistas pagan tanto dinero por salir en esa estúpida publicidad. Será para
que la gente sienta más simpatía por ellos y por sus equipos».38
Así opinaba Debbie,
integrante del grupo de doscientos alumnos que participaron en el estudio. Para
Fox, el comentario demuestra una preocupante ausencia de conocimiento de los
medios, y prueba que los adolescentes no saben evaluar la publicidad que ven en
la televi-
Misión. Pero
también es posible que los hallazgos demuestren que los jóvenes comprenden algo
que los demás nos negamos a admitir. Quizá sepan que el patrocinio es un
proceso mucho más complicado que la dicotomía entre el comprador y el vendedor
que imperaba en las décadas anteriores, y que pensar que alguien se ha vendido
o que otro lo ha comprado se ha hecho anacrónico. En una época donde las
personas son marcas y las marcas son cultura, lo que Nike y Michael Jordan
hacen se asemeja más al patrocinio múltiple que a la incitación directa a
comprar; y aunque ahora las Spice Girls publicitan a Pepsi, son muy capaces de
lanzar mañana su propia Spice-Cola.
Es del todo sensato
pensar que los alumnos de secundaria actuales tienen una visión mucho más
realista del absurdo de las marcas. Después de todo, son ellos quienes
crecieron ya vendidos.
CAPÍTULO 3
Todo
El mercado joven y el
marketing del estilo cool
Es terrible decirlo, pero muchas veces los
atuendos más interesantes son los de los pobres. Modisto
Christian Lacroix en Vogue, 1994.
En el lugar de donde vengo no había escenario,
Me informé leyendo la revista Highlights.
-Princess Superstar, «Fm White»,
Strictly Platinum.
Mi mejor amiga Lan Ying
y yo nos pasamos el último año de la escuela secundaria manteniendo enfermizas
discusiones sobre lo absurdo que es la vida cuando ya todo está hecho. El mundo
que nos rodeaba no nos parecía como un cúmulo de posibilidades, sino como un
laberinto de pasadizos, similares a los que cavan los insectos en la madera. Y
quien se sale del estrecho y convencional pasadizo del materialismo, cae en
otro, el de quienes se apartan del sendero principal. Ese camino estaba muy
transitado (entre otras personas, por nuestros propios padres). ¿Quieres
viajar? ¿Quieres ser un nuevo Kerouac? Métete en el túnel llamado Vamos a
Europa. ¿Qué tal convertirse en rebelde? ¿O en pintor vanguardista? Cómprate un
pasadizo alternativo en una librería de segunda mano, polvoriento y carcomido
por los gusanos. De cualquier modo que nos imaginábamos, nos encontrábamos
convertidas en un cliché, como personajes de los anuncios de Jeep o de las
comedias de la televisión. Nos parecía que al terminar los estudios, todos los
modelos estarían gastados, incluyendo el del intelectual con su toga de
graduado que ensayábamos en ese momento. Ahitos con las ideas y los estilos del
pasado, creíamos que no íbamos a encontrar nuevos espacios en ninguna parte.
Por Supuesto, creer que
el fin de la historia coincide exactamente con nuestra llegada al mundo es un
síntoma de narcisismo adolescente. Casi todas las jóvenes de diecisiete años
atacadas por la angustia y lectoras de Camus encuentran finalmente su camino en
la vida. Aún así, algo de mi claustrofobia escolar me ha acompañado siempre, y
en cierto modo parece intensificarse a medida que pasa el tiempo. Lo que me
obsesiona no es tanto la ausencia de espacio real como una profunda ansia de
espacio metafórico: de liberación, de escape, de cierta especie de libertad sin
condiciones.
Lo único que mis padres
deseaban era viajar sin trabas en un VW. Eso les bastaba. El mar, el cielo
nocturno, una guitarra acústica... ¿Qué más pedir? Bueno, la verdad es que se
podía desear deslizarse por la ladera de una montaña en trineo y sentir durante
un instante que te deslizas sobre nubes y no sobre la nieve. Se podía desear
explorar el sudeste asiático, como los veinteañeros desilusionados del mundo de
la novela The Beach de Alex Garland,
buscando un confín ausente de los mapas donde hacer realidad las utopías
personales. Y puestos en ello, se podía entrar en un grupo New Age y soñar con
secuestros extraterrestres. Desde el ocultismo, pasando por los delirios, la
rebelión y los deportes de riesgo, parece que la eterna necesidad de escapar
del mundo nunca ha gozado de tan buen marketing especializado.
Pero a falta de viajes
espaciales y confinados por las leyes de la gravedad, la mayoría de nosotros
nos procuramos espacios libres como podemos, robándolos como si fueran
cigarrillos, por fuera de los ámbitos cerrados. Las calles pueden estar
colmadas de anuncios y carteles, pero los niños se las arreglan para hacer
algunos pases con el balón entre los coches. También hay libertad en los
festivales musicales ingleses y en la conversión de los edificios privados en
espacios públicos: en las fábricas abandonadas donde juegan los niños de la
calle o en las rampas de las torres de oficinas que en las tardes de domingo se
transforman en pistas de patinaje.
Pero a medida que la
privatización se desliza en todos los resquicios de la vida pública, incluso
estos espacios de libertad y estos restos de espacios sin marcas comerciales
están desapareciendo. Todos los patinadores tiene contratos con las zapatillas
deportivas Vans, el hockey callejero es pasto de los anuncios de cerveza, los
proyectos de reforma urbana son patrocinados por Wells Fargo y los festivales
independientes han sido prohibidos y reemplazados por el Tribal Gathering
anual, un concierto de música electrónica que se jacta de ser «un golpe de
nuestra contracultura cósmica contra el sistema y el imperio de la mediocridad,
el comercialismo y el capitalismo solapado»1 y donde los
organizadores confiscan las botellas de agua que no hayan sido compradas en sus
instalaciones, a pesar de que durante ellos la principal causa de muerte es la
deshidratación.
Recuerdo el momento en
que me di cuenta de que mi frustrado anhelo de disponer de espacios no era sólo
el resultado del transcurso inevitable de la Historia, sino del hecho de que la
apropiación comercial se desarrollaba a una velocidad impensable para las
generaciones anteriores. Estaba viendo la cobertura televisiva de la
controversia sobre Woodstock '94, el festival en honor del 25° aniversario del
primer concierto de homónimo. Los eruditos hijos de la era del baby boom y los avejentados astros del
rock decían que las latas de Woodstock Memorial Pepsi a dos dólares cada una,
los llaveros de recuerdo y los cajeros automáticos de la nueva celebración
traicionaban el espíritu anticomercial de la primera; lo más increíble era que
se quejaban de que los condones conmemorativos de tres dólares marcaban el fin
de la era del «amor libre» (como si el sida fuera una afrenta malintencionada a
su nostalgia).
Lo que más me sorprendió
fue que todo el debate giraba sobre la santidad del pasado, sin advertir los
cambios culturales del tiempo presente. A pesar de que el festival
conmemorativo se dirigía principalmente a adolescentes y universitarios y que
presentaba grupos del momento, como Green Day, ni un solo comentarista reflejó
lo que podía significar esta conversión de la cultura juvenil en artículo de
consumo para los jóvenes que asistían al concierto. No les importaba la ofensa
inferida a los hippies décadas después del acontecimiento, ni a lo que se
siente cuando se ve vender la propia cultura en el momento de vivirla. La única
mención que se hizo a una nueva generación de jóvenes se oyó cuando los
organizadores, al enfrentar las acusaciones de antiguos hippies de que habían
montado un Woodstock de la Codicia o de la Banalidad explicaron que si no
rebajaban y modificaban el evento, los jóvenes de la actualidad lo rechazarían.
John Roberts, el promotor de Woodstock, explicó que «los jóvenes de la
actualidad están acostumbrados a la comercialización. Es probable que si un
joven de hoy va a un concierto y no encuentra nada que comprar se enfade
mucho».
Actualidad
«no sólo piensan que vender es bueno, sino moderno». No hacerlo es...
anticuado. Tampoco es necesario hacer mucho romanticismo respecto al Woodstock
original. Entre (muchas) otras cosas, fue un gran festival de rock con
promoción comercial y pensado para lograr ganancias. Aun así, el mito de
Woodstock como un estado soberano de la cultura juvenil formaba parte de un
amplio proyecto de autodefinición generacional, concepto que hubiera resultado
totalmente ajeno al público de Woodstock '94, para quien la identidad
generacional era en gran medida un artículo envasado y cuya búsqueda de
identidad siempre estuvo conformada por las modas de consumo, creyeran o no en
ellas o se declararan en contra o a favor de ellas. Es éste un aspecto de la
expansión de las marcas que resulta más difícil de seguir que la
comercialización de la cultura y de los espacios ciudadanos. Esta pérdida de
espacios se produce dentro de las personas; ya no es una colonización del
espacio físico, sino del mental.
En un entorno frenético
de marketing de la cultura juvenil, toda la cultura comienza a crearse a partir
del frenesí. Gran parte de la cultura de los jóvenes comienza a depender de lo
que los sociólogos Robert Goldman y Stephen Papson denominan «desarrollo
suspendido», señalando que «después de todo, no tenemos idea de lo que
movimientos culturales como el punk,
el grunge o el hip-hop podrían ser si no se los explotara a causa de su potencial
económico (...)».4 Esta «explotación» no ha pasado inadvertida ni
sin oposición. Tanto el periódico antiempresarial The Baffler y la desaparecida revista Might se burlaban despiadadamente de la desesperación y los
esfuerzos de la industria de la cultura juvenil de mediados de la década de
1990. Han aparecido docenas, si no centenares de fanzines y de páginas de Internet que ofrecieron las bases para
los ataques contra las marcas que expongo en la cuarta parte de este libro. Sin
embargo, casi siempre lo único que crea la insaciable sed de cultura de las
marcas es sólo más marketing. El marketing que piensa es cultura.
Para comprender cómo la
cultura juvenil se convirtió en un mercado tan solicitado a principios de la
década de 1990, puede ser útil volver a la «crisis de las marcas» de la época
de la recesión que se produjo inmediatamente antes de este frenesí; una crisis
que, habiendo tantos consumidores que no respondían a las expectativas de las empresas,
provocó una urgente y clara necesidad de encontrar una nueva clase predominante
de clientes.
Durante las dos décadas
anteriores a la crisis de las marcas, las grandes industrias culturales seguían
alimentándose del poder de compra de los hijos de la explosión demográfica, y
la demografía de la juventud era algo periférico, ensombrecida por el enorme
poder del rock clásico y las giras de intérpretes. Por supuesto, las industrias
seguían interesándose en los clientes jóvenes y reales y se dirigían principalmente
a ellos, pero la cultura juvenil en sí misma era considerada por las industrias
del entretenimiento y de la publicidad como una fuente de inspiración realmente
pobre y tibia. Por supuesto, había muchos jóvenes que en las décadas de 1970 y
1980 consideraban que su cultura era «alternativa» u «oculta». Todos los
centros urbanos conservaban sus sectores bohemios, donde los parroquianos se
vestían de negro, escuchaban a los Grateful Dead o a conjuntos punk (o New wave, que es más
digerible), y compraban ropa de segunda mano o discos en tiendas mohosas. Si
vivían fuera de los centros urbanos, se podía pedir grabaciones de estilo cool por medio de los anuncios de
revistas como Máximum Rock 'n' roll,
intercambiarlos a través de los amigos o adquirirlos en los conciertos.
Aunque lo que he
esbozado es sólo una caricatura de las culturas juveniles que aparecieron
durante estas décadas, la diferencia importante es que sólo fueron solicitadas
a medias como mercados. Ello se debió en parte a que el punk de la década de 1970 culminaba al mismo tiempo que el disco y el heavy metal, infinitamente más comercializables, como la mina de
oro del estilo preppie. Y aunque a
mediados de la década de 1980 la música rap alcanzaba máximos de venta,
proponiendo además un estilo y un código completamente coherentes, los
ciudadanos blancos de EE.UU. no declararon que había llegado una nueva cultura
juvenil. Para eso hubo que esperar algunos años, hasta que los estilos y los
sonidos de los jóvenes urbanos de color fueron aceptados del todo por los
suburbios blancos.
De este modo, detrás de
estas cultura no había máquinas de marketing masivo: no había Internet ni
centros comerciales de cultura alternativa como Lollapalooza o la Feria de
Lilith ni, por cierto, brillantes catálogos como Delia y Airshop, que ahora
reparten brillo corporal, pantalones de plástico y actitudes de gran ciudad
como pizzas entre adolescentes condenados a vivir en los suburbios. Las
industrias que alimentaban el consumismo occidental seguían dirigiéndose a los
ciudadanos de la Nación Woodstock, convertidos ahora en yuppies locos por el consumo. En su mayoría, sus hijos también
podían ser calificados como aprendices de
yuppies, de modo que adaptarse a las tendencias y a los gustos de la
juventud que imponía la moda no merecía la pena.
EL MERCADO JUVENIL SALVA EL MERCADO
Todo eso
cambió a principios de la década de 1990, cuando los hijos del baby boom abandonaron su lugar en la
cadena del consumo y las marcas sufrieron su crisis de identidad. Hacia la
época del Viernes de Marlboro, Wall Street examinó mejor las marcas que
florecieron durante la recesión y descubrieron algo interesante. Entre las
industrias que capeaban el temporal o que mejoraban se contaban las empresas de
cerveza, las de bebidas ligeras, las cadenas de comida rápida y los fabricantes
de zapatillas, por no mencionar los
chicles ni las muñecas Barbie. Había algo más: 1992 era el primer año desde
1975 en que la cantidad de adolescentes estadounidenses comenzó a aumentar.
Gradualmente a los sectores manufactureros y de entretenimiento comenzó a
ocurrírseles una idea: tal vez las ventas no caían porque los consumidores
fueran «ciegos a las marcas», sino porque las empresas tenían los ojos puestos
en el sector demográfico equivocado. No era época para vender Tide y Snuggle a
las amas de casa, sino de lanzar la MTV, Nike, Hilfilger, Microsoft, Netscape y Wired a los adolescentes de todo el
mundo y a sus imitadores. Sus padres podían haber cuidado su dinero, pero los
hijos estaban dispuestos a pagar para ser aceptados. Por medio de este proceso,
la presión de los coetáneos se convertía en una poderosa fuerza del mercado que
dejaba pálido el consumismo de los padres. Como dijo la minorista de la
vestimenta Elise Decoteau sobre sus jóvenes clientes, «se mueven en manada. Si
le vendes a uno, les venderás a todos los de su clase y a todo su colegio».
Sólo había
que conquistar a uno. Como habían demostrado las marcas superestrellas como
Nike, a las empresas no iba a bastarles comercializar los mismos productos entre
un público más joven, sino que necesitaban crear nuevas identidades de marca a
tono con esta nueva cultura. Si se proponían convertir sus oscuros productos en
máquinas con sentido trascendental, como exigen las leyes de la marca, deberían
reconstruirse según la imagen cool de
la década de 1990, de su música, de su estilo y de sus preferencias políticas.
El afán de lo cool: las marcas vuelven a la escuela
Impulsadas
por la promesa de las marcas y por el mercado juvenil, las empresas atravesaron
un período de energía creativa. Lo cool,
lo alternativo, lo joven, lo novedoso o como se le quiera llamar constituía la
identidad perfecta para las empresas basadas en productos que deseaban
convertirse en marcas basadas en imágenes trascendentes. Los anunciantes, los
directores de marca y los productores de música, de cine y de televisión se
apresuraron a volver a la escuela secundaria, estudiando a los alumnos en un
frenético esfuerzo para aislar y reproducir en anuncios de televisión la «actitud»
exacta que los adolescentes y los veinteañeros iban a ser inducidos a consumir
al mismo tiempo que las comidas rápidas y las canciones. Y del mismo modo que
en todos los colegios secundarios, la pregunta «¿Soy cool?» se convirtió en la más importante y absorbente del momento,
y no sólo se la oía en las aulas y en los vestuarios, sino en las juntas
directivas y en las conferencias telefónicas de las grandes empresas.
La búsqueda
de lo cool está plagada de dudas, en
razón de su propia naturaleza («¿Es esto
cool}, se oye decir a legiones de adolescentes que se interrogan entre sí.
«¿Crees que es lo adecuado?». Excepto que ahora las angustiosas incertidumbres
de la adolescencia son las preguntas millonarias de nuestra época. Las
inseguridades se discuten en las reuniones de directorio y convierten a los
redactores de anuncios, a los directores de arte y a los ejecutivos en
adolescentes con impulsión a chorro que se contemplan en el espejo de sus
habitaciones tratando de parecer aburridos. ¿Los chicos piensan que somos cool?, quieren saber. ¿Estamos
esforzándonos demasiado para ser cool
o es que lo somos de veras? ¿Tenemos la actitud? ¿La actitud correcta?
The Wall Street Journal publica regularmente
sesudos artículos sobre el efecto que la tendencia a llevar vaqueros de
bocamanga ancha o mochilas pequeñas produce en la Bolsa. A IBM, que fue
superada en lo cool por Apple, por
Microsoft y por casi todos los demás, le obsesiona impresionar a los chicos cool, o, en la jerga de la empresa, a
«los chicos de negro». «Solíamos llamarlo "la brigada de la cola de
caballo" o "la brigada de los cuellos altos negros"», dice David
Gee de IBM, cuyo trabajo consiste en hacer
cool a la empresa. «Ahora son los CDN, los Chicos de Negro. Tenemos que
llegar a ser importantes para los CDN».6 Para Pepe Jeans, el
objetivo, según explica el director de marketing Phil Spur, es éste: «Es
necesario que (los jóvenes cool)
miren tus vaqueros y tu imagen de marca y digan "eso es cool" (...).
Por el
momento, nos aseguramos de que los Pepe aparezcan en los sitios adecuados y que
los vea la gente adecuada».
Las empresas que no
integran el elenco de las marcas de éxito -las que fabrican zapatillas
demasiado pequeñas y vaqueros con piernas estrechas y publican anuncios
pequeños e insuficientemente irónicos- han quedado confinadas a los arrabales
de la sociedad: son empresas sin atractivo. «Seguimos sin comprender lo cool», dice Bill Benford, presidente de
la compañía de ropa deportiva L. A. Gear,8 a punto de abrirse las
venas de las muñecas como un quinceañero incapaz de soportar la reclusión al
patio de la escuela durante otro año más. A cualquiera le puede tocar este
brutal ostracismo: Levi's no tenía supertiendas como Disney, ni anuncios cool como The Gap, ni credibilidad hip-hop como Hilfiger, y nadie quería
tatuarse su logo en el ombligo, como el de Nike. En resumen, no era cool.
Como señaló
su nuevo director de marca Sean Dee, no había logrado comprender que «los
vaqueros con bocamanga ancha no son una moda, sino un cambio de paradigmas».
Lo cool, según parece, es la cualidad
imprescindible de las marcas de la década de 1990. Es la ironía de las comedias
televisivas de la cadena ABC y de las tertulias televisivas nocturnas; es lo
que vende servidores psicodélicos de Internet; es equipos deportivos de última,
relojes irónicos, zumos de fruta inimaginables, vaqueros kitsch, zapatillas posmodernas y colonias hombre-mujer. Nuestra
«edad ideal», como se dice en los estudios de marketing, se sitúa alrededor de
los diecisiete años. Esto vale tanto para los hijos de la explosión demográfica
de cuarenta y siete años de edad que temen perder su cool como para los niños de siete que imitan a los Back Street
Boys.
Siendo la misión de
nuestros ejecutivos insuflar profundamente en sus empresas este estilo cool, podemos anticipar que pronto el
mandato de nuestros gobernantes electos será «hacer cool el país». En cierto sentido, esa época ya ha llegado. Desde
que fue elegido en 1997, Tony
Blair, el primer
ministro británico, se ha dedicado a cambiar la imagen algo desastrada del país
en una «Inglaterra cool». Después de
asistir a una cumbre con Blair en una sala bien decorada de Canary Wharf, el
primer ministro francés Jacques Chirac dijo: «Estoy impresionado. Todo eso da a
Gran Bretaña una imagen de país joven, dinámico y moderno». Durante la cumbre
del G-8 de Birmingham, Blair organizó una reunión de los augustos asistentes en
una sala de grabación donde vieron vídeos musicales de All Saints y entonaron
«All You Need is Love»; no se sabe si se dedicaron a los juegos Nintendo. Blair
es un maestro mundial en maquillar su patria, ¿pero logrará imponer una nueva
«marca» a su país o deberá conformarse con la antigua? Si alguien puede
conseguirlo es él, que ha imitado a los fabricantes de Revolution Soda y ha
logrado cambiar el nombre de su partido; ahora, se ha abandonado la palabra
«laborista» (labour), que reflejaba
sus lealtades y sus inclinaciones políticas, y ha pasado a convertirse en la
marca New Labour.
LOS AGENTES DEL CAMBIO:
CÓMO REFRESCAR EL SURTIDOR DE AGUA FRESCA
Sin embargo, el viaje
hacia nuestra actual frescura mundial estuvo a punto de acabar apenas
comenzado. Aunque en 1993 casi no había moda alguna, ni alimentos, ni bebidas,
ni empresa del espectáculo que no ansiara cosechar las promesas del mercado
juvenil, muchos no sabían cómo lograrlo. En la época en que apareció el estilo cool, muchas empresas estaban dedicadas
a contratar personal frenéticamente para compensar las olas anteriores de
despidos, la mayoría de los cuales se hicieron con la política de destituir
primero al último contratado, característica de la recesión de finales de la
década de 1980. Al haber en ellas menos empleados jóvenes, y al no ascender los
que tenían, muchos ejecutivos se encontraron en la curiosa situación de que
apenas conocían personas con menos de treinta años. En este contexto
empobrecido, la juventud misma parecía extrañamente exótica, y de pronto toda
información sobre la Generación X, la Generación Y y los veinteañeros se
convirtió en el bien más preciado.
Afortunadamente, muchos
veinteañeros habían ingresado ya en el mercado laboral. Como buenos
capitalistas, muchos de estos jóvenes trabajadores percibieron la oportunidad
que se les presentaba: adoptar la juventud como profesión. Con palabras
tranquilizadoras aseguraron a sus posibles patrones que si los contrataban les
proporcionarían contraculturas jóvenes y a la moda a razón de una por semana;
las empresas se harían tan cool que
se ganarían el respeto de todos. Les prometieron el sector demográfico juvenil,
la revolución digital y una vía directa hacia la convergencia.
Y como ya sabemos,
cuando estos introductores de lo cool
consiguieron trabajo, no vieron necesidad alguna de imitar a los empresarios. A
muchos de ellos puede vérseles ahora en los corredores de algunas de las
empresas del listado Fortune 500
vestidos como para ir al club, rodando en sus monopatines y delirando sobre el
surtidor de agua fresca de la oficina («Memo para el jefe: ¿por qué no llenamos
este aparato con té frío con sabor a hierbas y un toque de ging seng?»). Los
ejecutivos del mañana no son empleados, sino, para utilizar un término favorito
de IBM, «agentes de cambio». ¿Acaso son impostores? ¿Acaso los trajes que
visten ocultan la ropa deportiva hip-hop
que
llevan debajo? De
ninguna manera. Muchos de estos jóvenes trabajadores son lo que se ve, el
producto verdadero y fiel de la escena que proponen, y están completamente
decididos a transformar sus marcas. Como Tom Cruise en Jerry Maguire, permanecen despiertos hasta altas horas de la noche
escribiendo manifiestos y discursos revolucionarios sobre la necesidad de
abrazar lo nuevo, de burlarse de la burocracia, de entrar en la red o quedarse
atrás, de corregir la campaña publicitaria y hacerla más osada y atractiva, de
cambiar más rápido, de estar más al día.
¿Y qué tienen que decir
los jefes de los agentes de cambio ante todo esto? Dicen «De acuerdo», por
supuesto. Las empresas que buscan identidades de marca a la moda que las
incorporen miméticameñte al espíritu de los tiempos saben, como escribió
Marshall McLuhan, «que cuando algo se hace corriente, crea una corriente». Los
agentes de cambio impresionaron al ego de hombres maduros de sus jefes con sólo
presentarse y demostrarles cuán diferentes eran de los radicales como ellos del
mismo sistema de Intranet. Véase el caso de Netscape, que ya no tiene un jefe
de personal sino a Margie Mader, que es la directora de Atracción de Gente
Cool. Cuando Fast Company le
preguntó: «¿Cómo selecciona usted personas
cool?», respondió: «(...) Hay personas que sencillamente transpiran esta
cualidad: uno entró a la primera entrevista en patines; otro la hizo en una
pista de patinaje».10 En MTV, un par de asistentas de producción de
veinticinco años, ambas llamadas Melissa, redactaron un documento llamado «El
Manifiesto de Melissa» donde exhortaban a la emisora, ya insoportablemente frívola,
a serlo aún más. («Queremos una MTV más brillante, clara y divertida», era una
de sus osadas demandas.) Después de leerlo, la presidenta de MTV, Judy McGrath,
dijo a uno de sus colegas:
«Tengo ganas de
despedir a todo el mundo y hacer jefas a estas dos». Su colega en
rebeldía Tom Freston, un ejecutivo de MTV, explica que «Judy es por naturaleza
contraria al sistema. Escucha a cualquiera que diga «despidamos a ese cerdo».
LOS CAZADORES DE LO
COOL:
LA BÚSQUEDA LEGAL DE LA CULTURA JUVENIL
Mientras los agentes de
cambio se dedicaban a «refrescar» el mundo empresarial desde dentro hacia
afuera, una nueva industria de «cazadores de lo cool» prometía hacerlo desde fuera hacia adentro. Todas las
grandes empresas consultoras del estilo
cool-Sputnik, The L. Report,
Bureau de Style- fueron fundadas entre 1994 y 1996, justo a tiempo para
presentarse como los mejores representantes de los compradores de las marcas.
La idea era sencilla: ellas se encargarían de buscar sectores donde se
cultivara el nuevo estilo, los reflejarían en vídeos y volverían a presentarse
ante clientes como Reebok, Absolut Vodka y Levi's con afirmaciones osadas como
que «los monjes son cool», Aconsejarían
a sus clientes cómo emplear la ironía en sus campañas publictarias, a ser
surrealistas, a emplear «comunicaciones víricas».
En su libro Street Trenas, los fundadores de
Sputink, Janine Lopiano-Misdom y Joanne De Luca, reconocen que casi cualquiera
puede entrevistar a un grupo de jóvenes y hacer generalizaciones, «pero nunca
se sabe cuáles son las correctas. ¿Has penetrado en su mente? ¿Has investigado
sus rutinas? ¿Te has codeado con ellos? (...) ¿Son los consumidores esenciales
o sólo sus seguidores?»14 A diferencia de los investigadores de
mercado, que emplean grupos focalizados y paneles reflectantes para estudiar a
los adolescentes como si fueran grandes ratas de laboratorio, Sputnik es «uno
de ellos», uno más entre los jóvenes.
Por supuesto, hay que
tomar todo eso con un grano de sal. Los cazadores de lo cool y las empresas para las que trabajan participan en una danza
simbólica ligeramente sadomasoquista: los clientes se desesperan por creer que
hay una reserva desconocida de cool
fuera de su alcance, y los cazadores, para aumentar el valor de sus consejos,
exageran la crisis de credibilidad de las marcas. Pero ante la oportunidad de
que la Marca X llegue a ser la segunda tras Nike, muchas empresas están
dispuestas a pagar. Y así, con ayuda de sus agentes de cambio y sus cazadores
de lo cool, las supermarcas se
convirtieron en las seguidoras de los jóvenes, rastreando su aroma cool hasta donde las llevara el olfato.
En 1974, Norman Mailer
dijo que los graffiti de los artistas
urbanos son como fuegos de artillería de la guerra entre la calle y el sistema.
«Alguien escribe su nombre, y quizá alguna parte de toda la estructura del
sistema exhale un suspiro de muerte. Porque ahora tu nombre está encima del de
ellos (...), y su presencia está encima de su presencia; tu sobrenombre domina
la escena».15 Veinte años después, se ha verificado una inversión
completa de esta realidad. Si antes los graffiti
eran puntos de encuentro, ahora las supermarcas se han impuesto a todos,
incluyendo los creadores de los graffiti.
No queda espacio sin marcas.
EL HIP-HOP EXPANDE LAS MARCAS
Como hemos visto, en la
década de 1980 había que ser relativamente rico para que las marcas se fijaran
en uno. En la de 1990, sólo hay que ser
cool. Como dijo el diseñador de moda Christian Lacroix en Yogue: «Es terrible decirlo, pero a
menudo los mejor vestidos son durante la década pasada, los jóvenes negros de
los suburbios estadounidenses han sido el mercado más agresivamente investigado
por los grandes de las marcas, que buscaban en ellos un «significado» y una
identidad prestadas. Ésta fue la clave del éxito de Nike y de Tommy Hilfiger,
que fueron catapultadas al superestrellato de las marcas en no pequeña medida
por los muchachos pobres que incorporaron a Nike y al Hilfiger al estilo hip-hop en el mismo momento en que MTB
y Vibe (la primera revista hip-hop, fundada en 1992) ponían el rap
ante los reflectores de la cultura juvenil. «La nación hip-hop» -escribían Lopiano-Misdon y De Luca en Street Trends- es «la primera que
adopta un diseñador o una gran marca y que convierten esa marca en moda de
"gran concepto". O, en sus propias palabras, "la
expanden"».
Diseñadores como
Stussy, Hilfiger, Polo, DKNY y Nike se han negado a combatir el pirateo de sus
logos en camisetas y en gorras de béisbol en los suburbios, y es seguro que
muchos de ellos se han abstenido de reprimir los robos en sus tiendas. Ahora
las grandes marcas han aprendido que las ganancias que ofrece la ropa de marca
no sólo emanan de su compra, sino también de que la gente vea el logo de la
empresa en las personas «adecuadas», como señala juiciosamente Phil Spur, de
Pepe Jeans. La verdad es que la retórica de que «hay que ser cool» de las grandes marcas es con
frecuencia una manera indirecta de decir que hay que ser «negro». Del mismo
modo que la historia de lo cool en
Estados Unidos es en realidad, como han dicho muchos, una cuestión de la
cultura afroamericana -desde el jazz a los blues y desde el rock and roll hasta
el rap-, para muchas supermarcas perseguir lo cool significa simplemente perseguir la cultura negra. Tal es la
razón de que la primera parada de los cazadores de lo cool fueran las canchas de béisbol de los barrios más pobres de
Estados Unidos.
El último capítulo de
la carrera de la generalidad de EE.UU. hacia el filón de oro de la pobreza
comenzó en 1986, cuando los rappers Run-DMC
insuflaron nueva vida a los productos Adidas con su exitoso single «My Adidas», un homenaje a su
marca favorita. Ya en esa época, el trío de rap, inmensamente popular, tenía
legiones de admiradores que copiaban su característico estilo de ponerse
medallones de oro y chándales y zapatillas Adidas sin cordones. «Las hemos
llevado toda la vida», dijo Darryl McDaniels de DMC refiriéndose a las
zapatillas.18 Eso fue suficiente por entonces, pero al cabo de un
tiempo a Russell Simmons, presidente de Def Jam Records, una marca de Ruin-DMC,
se le ocurrió que a los muchachos había que pagarles por la promoción que daban
a Adidas. Insinuó a la empresa alemana que contribuyera con dinero a la gira
Together Forever del grupo en 1998. Los ejecutivos de Adidas no querían
relacionarse con la música rap, que en ese momento se calificaba de moda
pasajera o se atacaba por ser una incitación a la rebeldía. Para hacerles
cambiar de opinión, Simmons invitó a un par de peces gordos a un espectáculo de
Run-DMC. Christopher Vaughn describe la anécdota en Black Enterprise: «En un momento clave, mientras el grupo tocaba
la canción («My Adidas»), uno de los cantantes exclamó: "¡Ahora sacudid
vuestras Adidas!", y tres mil pares de zapatillas volaron por el aire. A
los ejecutivos les faltó tiempo para sacar sus talonarios».19 Hacia
la época de la Feria de Calzado Deportivo de Atlanta de ese año, Adidas
presentó su nueva línea de zapatillas Run-DCM: las Super Star y las Ultra Star,
«diseñadas para llevar sin cordones».
Desde «My Adidas», nada
ha sido dejado al azar en la adopción de los suburbios por las marcas. Ahora
las grandes empresas discográficas como BMG contratan «pandillas callejeras» de
jóvenes negros de las ciudades que difunden los álbumes hip-hop en sus barrios y que hacen incursiones de tipo guerrillero
para pegar carteles en las paredes. La empresa Steven Rifkind dice
especializarse en «la publicidad de boca a oído en las zonas urbanas y en los
suburbios».21 Rifkind es director de la marca de discos de rap Loud
Records, y empresas como Nike le pagan cientos de miles de dólares para
averiguar cómo hacer cool sus marcas
según el dictado de la juventud negra.
La empresa Nike está
tan volcada a copiar el estilo, las actitudes y la imaginería de la juventud
urbana de color que ha creado una palabra propia para designar esta práctica: bro-ing. Proviene del momento en que
los publicitarios y los diseñadores de Nike llevan sus prototipos a los
suburbios de Nueva York, Filadelfia y Chicago y dicen a los muchachos: «Oye, bro, pruébate estas zapatillas», para
averiguar su reacción ante los nuevos estilos y provocar comentarios entre
ellos. En una entrevista con el periodista Josh Feit, el diseñador de Nike
Aaron Cooper relató su conversión al
bro-ing en Harlem: «Vamos a donde ellos se reúnen y les mostramos las
zapatillas. Es increíble. Los chicos se vuelven locos. Ahí te das cuenta de la
importancia de Nike. Te dicen que Nike es lo primero en su vida, y lo segundo
su novia». Nike ha logrado incluso imponer su marca en las canchas de
baloncesto donde acude para hacer bro-ing
por medio de su división filantrópica, P.L.A.Y {Particípate in the Lives of Youth). P.L.A.Y patrocina programas
deportivos en los suburbios a cambio de que su logo quede bien visible, como
cuando aparece agigantado y pintado en el suelo de las pistas de
baloncesto. En los
sectores más elegantes de la ciudad, a eso se le llamaría publicidad y los espacios
tendrían precio, pero en estos otros sitios Nike no paga nada y contabiliza los
costes como gastos benéficos.
TOMMY HlLFIGER: AL GUETO Y FUERA DE ÉL
Todavía más que Nike o
Adidas, Tommy Hilfiger ha convertido el aprovechamiento del estilo cool de los guetos en ciencia del
marketing de masas. Hilfiger creó una fórmula que luego fue imitada por Polo,
Nautica, Munsingwear (gracias al gusto de Puff Daddy por el logo del pingüino)
y por muchos otros fabricantes de ropa a la búsqueda del éxito en los centros
de compras con actitudes suburbiales.
Como un Benetton,
despolitizado e hiperpatriótico, los anuncios de Hilfiger son una mezcla de
multiculturalismo al estilo de Cape Cod: muestran rostros negros y esmirriados
junto con otros de raza blanca en un gran club de campo, y siempre sobre el
fondo de una ondulante bandera de EE.UU. «Respetándonos mutuamente podremos
llegar a todas las culturas y sociedades», dice la empresa. «Nosotros
promovemos (...) el concepto de vivir el sueño americano». Pero los hechos reales del éxito financiero
interracial de Tommy Hilfiger se relacionan menos con el descubrimiento de
elementos comunes entre las culturas que con el poder y la mitología de los
profundos prejuicios raciales de los estadounidenses.
Tommy Hilfiger comenzó
siendo una línea de ropa para preppies,
en la tradición de Ralph Lauren y Lacoste. Pero el diseñador pronto advirtió
que su ropa tenía un atractivo especial en los suburbios, donde la filosofía hip-hop de «vivir bien» hizo que los
jóvenes pobres y de clase obrera lograran un status en los guetos adoptando la
vestimenta y los complementos de actividades prohibitivamente caras, como el
esquí y el golf e incluso los deportes náuticos. Quizá para colocar mejor su
marca dentro de esta fantasía urbana, Hilfiger comenzó a asociar más
conscientemente su ropa con estos deportes, filmando anuncios en clubes de
vela, en playas y en otros entornos náuticos. Al mismo tiempo se rediseñó la
ropa misma para insuflarle más estética
hip-hop. El teórico de la cultura Paul Smith dice que el cambio incluyó
«colores más atrevidos, estilos más amplios y holgados, más capuchas y cuerdas
y más prominencia de los logos y del nombre de Hilfiger».24 También
regaló ropa a artistas rap como Snoop Dogg y, haciendo equilibrio sobre la
cuerda floja entre el club de vela y el gueto, lanzó una línea de
buscapersonas.
Una vez que Tommy se
afirmó bien como una marca del gueto, ya podía empezar la verdadera venta, y no
sólo al mercado comparativa-mente pequeño de los jóvenes pobres de los suburbios,
sino al mucho más extenso de los jóvenes blancos y asiáticos de clase media que
imitan el estilo de los negros en todo, desde el vocabulario y los deportes
hasta la música. La ventas de la empresa llegaron a los 847 millones de dólares
en 1998, más que los modestos 53 millones de 1991, cuando la ropa Hilfiger
seguía siendo, como dice Smith, «para jóvenes republicanos». Como gran parte de
la búsqueda de lo cool, el marketing
de Hilfiger alimenta la alienación que yace en las relaciones raciales en el
corazón de EE.UU.: vende a la juventud blanca por el fetiche que han creado con
el estilo de los negros y a la juventud negra por su fetiche de la prosperidad
de los blancos.
INDIE INC.
Al ofrecer consejos
sobre cómo vender a muchachas adolescentes en la revista fortune, la periodista Nina Munk escribe que «es necesario fingir
que ellas lo deciden todo (...). Que aún no te han descubierto. Que son ellas
quienes gobiernan».23 Ser una gran empresa puede vender en Wall
Street, pero como aprendieron pronto las marcas en su búsqueda de lo cool, el tono que imperaba en Cool
Street era el indie* Muchas empresas
no se dejaron sorprender por el cambio y crearon marcas con un indie falso, como los cigarrillos
Politix de Moonlight Tobacco (cortesía de Philip Morris), la marca de imitación
de los sobrantes del Ejército Old Navy (The Gap) y OK Cola (Coca-Cola).
En un intento de
aprovechar la moda del marketing indie,
hasta Coca-Cola, la marca más conocida de la Tierra, intentó ocultarse.
Temiendo ser demasiado clásica para los adolescentes con mentalidad de marca,
la empresa lanzó una campaña en Wisconsin que declaraba la Coca-Cola «Bebida No
Oficial del Estado». La campaña consistía en anuncios por radio que se suponía
estaban emitidos por una emisora pirata llamada EKOC, que es Coke** al revés. Para no quedarse
atrás, Old Navy, propiedad de The Gap, creó una verdadera emisora pirata para
promocionar su marca, que consistía en receptores de onda corta que se podía
solicitar en las cercanías de uno de sus anuncios murales de Chicago.26
Y en 1999, cuando Levi's decidió que ya era tiempo de recobrar su cool perdido, también se hizo indie, y lanzó los vaqueros Red Line
(sin mención alguna de Levi's) y los kakis K-l (sin mención de Levi's ni de
Dockers).
EL CONSUMO IRÓNICO:
LA DECONSTRUCCIÓN ES
INNECESARIA
Pero es posible que
Levi's haya vuelto a perderse otro «cambio paradigmático». Estos intentos de
transformar los productos masivos más genéricos en elecciones vitales como el punk-rock no tardaron en provocar las
burlas de aquellos jóvenes cool,
escurridizos y con poder para imponer las modas, muchos de los cuales ya habían
abandonado el indie cuando las marcas
lo adoptaron. En lugar de ello, encontraron otra manera de expresar su
desprecio por la cultura de masas: en vez de rechazarla, se abandonaban por
completo a ella, pero imponiéndole un giro irónico y zorruno. Se dedicaron a
ver Melrose Place, a comer ensaladas
en restaurantes de comidas rápidas, a cantar canciones de Frank Sinatra en
bares karaoke y a beber bebidas sin alcohol en cantinas hawaianas, actos que
habían llegado a ser populares y atrevidos porque, bueno, porque eran ellos quienes los hacían. Los
adolescentes no sólo estaban emitiendo una declaración subversiva sobre una
cultura a la que no podían escapar físicamente, sino que rechazaban el
puritanismo doctrinario del feminismo de la década de 1970 y la seriedad de la
búsqueda de la autenticidad de la de 1960 y las «lecturas literales» de tantos
críticos de la cultura. Bienvenido el consumo irónico. Los editores de fanzine Hermenaut redactaron la receta:
Según el difunto
etnólogo Michel de Certeau, preferimos dedicar nuestra atención al uso
independiente de los productos culturales masivos, un empleo que, como el
camuflaje que utilizan los peces y los insectos, puede que no «destruya el
sistema», pero nos mantiene intactos y autónomos dentro de él, que quizá sea lo
máximo que podemos esperar (...). Ir a Disney World y arrojar ácido contra
Mickey no es revolucionario; ir a Disney World sabiendo perfectamente lo
ridículo y nocivo que es y aún así divertirse con inocencia, de una manera
inconsciente y hasta psicótica, es algo completamente distinto. Esto es lo que
Certeau califica como «el arte de la vía media», y es la única hacia la
verdadera libertad en la cultura actual. Así, estemos en el medio. Deleitémonos
con «Los Vigilantes de la Playa», con Joe Carmel, con la revista Wired e incluso con sofisticados libros
sobre la sociedad del espectáculo (bien dicho), pero nunca sucumbamos al
atractivo ni al glamour de estas
cosas.27
En este complicado
contexto, para ser verdaderamente coollas
empresas debían incorporar a su estilo esta estética de lo no cool que también practican los
observadores irónicos: necesitan burlarse de sí mismas, consultar consigo
mismas mientras hablan, ser al mismo tiempo nuevas y de segunda mano. Y después
de que haber impuesto su marca ha marcado toda la cultura marginal existente,
les pareció del todo natural rellenar la estrecha franja de espacio cerebral
sin marcas y ocupada por la ironía con sonrisas cursis y prefabricadas, con
observaciones prestadas e incluso con una simulación de los esquemas mentales
del espectador. «Las nuevas marcas basura», observa el escritor Nick Compton al
referirse al estilo de vida kitsch de
empresas como Diesel, «ofrecen un espacio entre comillas lo suficientemente
grande para vivir, amar y reírse dentro de él».
Pop Up Videos, el show VHl que adorna
los vídeos musicales con ininteligibles cuadros de texto, puede ser el estado
final de esta especie de ironía comercial. Propone el chiste antes de que
alguien pueda hacerlo, con lo que cualquier comentario, e incluso la burla
ociosa, resulta trivial, o sencillamente no valen la pena.
El espacio amable,
protegido y autorreferente de la ironía es mucho mejor que los intentos de
vender bebidas de frutas como si se tratara de grupos de rock underground o zapatillas deportivas
como si fueran intérpretes de rap. De
hecho, para las marcas que buscan una nueva identidad cool, la ironía y el camp
han adquirido tal ímpetu que siguen funcionando incluso cuando ya han pasado de
moda. Ocurre que la técnica de marketing de que lo bueno es malo se puede
emplear para devolver la vida a marcas irremediablemente desprovistas de
carácter cool y a productos
culturales destinados a fracasar. Seis meses después de que la película Showgirls naufragara en los cines, por
ejemplo, la MGM se enteró de que este espectáculo sobre la explotación sexual
funcionaba bien en vídeo, y no sólo como una especie de pornografía
semirrespetable. Parecía que había grupos de veinteañeros a la moda que
organizaban fiestas irónicas para ver
Showgirls y reírse sardónicamente de la improbabilidad del guión y aullar
de horror ante los aeróbicos encuentros sexuales. No contenta con embolsarse
las ganancias de los vídeos, MGM decidió relanzar la película en las salas como
una secuela del Rocky Horror Picture
Show. Esta vez los anuncios de la prensa no fingieron que alguien hubiera
admirado sinceramente el filme, sino que declaraban que era «un clásico del camp» y «una joya de la más sucia
ordinariez». El estudio llegó a contratar a un escuadrón de drag queens que mugían a través de megáfonos delante de la
multitud durante aquellos momentos particularmente insignes del cine.
Una vez los tentáculos
de las marcas alcanzaron todos los rincones de la cultura juvenil y aspiraron las
imágenes de marca, y no sólo de estilos callejeros como el hip-hop, sino también de actitudes psicológicas, como el
distanciamiento irónico, la búsqueda de lo
cool tuvo que ir más allá para encontrar espacios sin saquear, con lo que
quedó una sola frontera: el pasado.
Después de todo, ¿qué es lo retro sino el reconsumo de la cultura como venta acoplada de PepsiCo y extensiones de marcas de pastillas de menta y de tarjetas telefónicas? Como dejaron claro el re-reestreno de Perdidos en el espacio, de la trilogía La guerra de las galaxias y la presentación de La amenaza fantasma, el mantra del espectáculo retro
parece ser una
repetición sinérgica que Hollywood aprovecha para viajar a través del tiempo y
hacer dinero con oportunidades de venta inimaginables para las empresas de
ayer.
VENDE O TE VENDEN
Después de casi una
década de locura de las marcas, la caza de lo cool se ha convertido en una contradicción en sí misma: los
cazadores deben cribar las «microculturas» juveniles y mantener que sólo los
cazadores a tiempo completo poseen los conocimientos necesarios para
exhumarlas; de no ser así, ¿para qué pagarles? Sputnik advierte a sus clientes
que si la moda de lo cool «se hace
visible en tu barrio y está presente en tu galería comercial más cercana, ya no
hay nada más que aprender. Ya es demasiado tarde (...) Hay que ir a las calles,
hay que estar todo el día en la trinchera.».29 Pero esto es
demostrablemente falso; las llamadas modas de la calle -muchas de ellas
inventadas de cabo a rabo por maestros de las marcas como Nike e Hilfiger-
llegan a la floreciente industria de las revistas ilustradas para jóvenes y a
los vídeos sin demora alguna. Y si hay algo que todos los jóvenes saben es que
el estilo de la calle y la cultura juvenil son artículos infinitamente
comercializables.
Además, incluso si en
el pasado inmediato hubo alguna tribu
cool perdida, es seguro que se ha extinguido. Resulta que las formas
prevalecientes y legales del estilo joven son sólo la punta del iceberg: la
visión del futuro de Sputnik de la comercialización de lo hip es que las empresas contraten ejércitos de empleados de
Sputnik, jóvenes «promotores callejeros», «promotores de Internet» y
«distribuidores en la vía pública»
que presenten personalmente las marcas en las calles, en los clubs y en el
ciberespacio. «Utilice la magia de la distribución entre sus compañeros; dio
resultado en las culturas deportivas de estilo libre, sobre todo porque la
promoción estaba a cargo de amigos (...). La promoción callejera sobrevivirá
por ser el único medio verdadero para "pasar el dato"».30
De modo que todo indica que habrá más empleo en la floreciente industria de la
«información callejera», con representantes certificados de su grupo
demográfico que, muy contentos, se convertirán en infomerciales vivientes de Nike y de Levi's.
Eso ya había comenzado
a suceder hacia el otoño de 1998, cuando el fabricante coreano de coches Daewoo
contrató dos mil estudiantes universitarios de doscientas instituciones para
que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera semejante,
Anheuser-Busch paga a destacamentos de universitarios estadounidenses de ambos
sexos para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares.31 El
espectáculo es a la vez horroroso y ridículo: un mundo de intrusos y de
delatores que integran una cultura juvenil que se espía a sí misma a través de
una guerra de soplones y cuyos miembros se filman entre sí los cortes de pelo y
hablan sobre los productos cool de
las marcas que emplean durante reuniones informativas que organizan con grupos
de base.
EJECUTIVOS DE
ROCK-AND-ROLL
El hecho de que tantos
gerifaltes de nuestras industrias paguen tanto dinero a los cazadores de lo cool para que los guíen en el sendero
de la beatitud de la imagen resulta a la vez divertido e irónico. Los
verdaderos barómetros de lo hip no
son los cazadores, los publicitarios posmodernos, los agentes de cambio y ni
siquiera esos adolescentes a la moda que persiguen encarnizadamente. Son los
ejecutivos mismos, que en su mayoría son tan ricos que pueden mantenerse por
encima de las modas culturales más cool.
Hombres como el fundador de los vaqueros Diesel, Renzo Rosso, que según Business Week, «va a su trabajo en una
moto Ducati Monster».(32) O Phil Knight, de Nike, que sólo se quitó sus gafas
de sol Oakley después de que el presidente ejecutivo de Oakley, Jim Jannard, se
negara a venderle la empresa. O los famosos publicitarios Dan Wieden y David
Kennedy, que construyeron una pista de baloncesto, con graderíos y todo, en la
sede de la empresa. O Richard Branson, de Virgin, que inauguró una tienda de
vestidos de novia en Londres con uno de ellos puesto, practicó el «rappel»
lanzándose desde el tejado de su nueva megatienda de Vancouver mientras
descorchaba una botella de champaña y que luego se precipitó en el desierto de
Argelia con un globo aerostático, todo ello durante el mes de diciembre de
1996. Estos ejecutivos son las nuevas estrellas del rock. ¿Y por qué no habrían de serlo? Como están perpetuamente a la caza
de lo cool, son adolescentes
profesionales y a tiempo completo, pero a diferencia de los verdaderos, nada
los aparta de su búsqueda del último grito: ni deberes, ni pubertad, ni
exámenes de ingreso a la universidad, ni períodos de vacaciones.
fragmento
fin
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