Prólogo
Hace tres
años, en el otoño de 1997, R.G. se suicidó. En el convulso clima que imperaba
entonces un hecho de esta naturaleza, se comprende, no tuvo nada de
extraordinario. Incluso hoy en día para el lector –en el caso de que este libro
llegue a tener algún lector– la muerte, sea cual sea su motivo –los boletines
oficiales clasifican de forma abrumadora los motivos en la categoría de
«triviales»–, forma parte de los asuntos cotidianos de la vida. Da igual el
periódico o el canal de televisión que las gentes elijan, porque en cualquiera
de ellos se encontrarán con la crónica de las muertes del día. Si por una u
otra razón no la encuentran, se inquietan, les entra un malestar parecido al
que sienten los que acostumbran a leer habitualmente el horóscopo cuando el
periódico o el canal en cuestión lo ha omitido. En tales circunstancias, un
suicidio no sorprende a nadie. Tampoco yo pretendo sorprender a nadie al
rememorar el suicidio del señor R.G.
Las razones
que me empujan a atraer la atención, por poca que sea, sobre este caso tienen
que ver con una obligación, digamos, moral. El suicidio se produjo en mi casa,
en una de las habitaciones de la vivienda que habito, que tenía alquilada a la
víctima. Y a propósito, ignoro si en el presente caso será acertado o no hablar
de víctima. Los desdichados que optan por el suicidio para solucionar las
contradicciones que mantienen consigo mismos o con el mundo, quizá con ambos,
son propiamente víctimas. Pero si no viene a cuento o suscita controversia, lo
retiro. Al fin y al cabo, los términos no tienen para mí la menor importancia.
De los términos se ocupan los especialistas y yo no lo soy. Como he remarcado
antes, solo soy el testigo de un suicidio. Y este se produjo cierto día en una
de las habitaciones de mi casa. A esta circunstancia se añadirán después otras
mucho más esenciales.
Para mí,
R.G. no era un inquilino normal y corriente. Él no se presentó en mi casa solo
porque de entre un montón de anuncios escogiera el mío. En el caso que nos
ocupa, pues, la casualidad no intervino. Conocía a R.G. y él me conocía a mí.
Para él yo era un viejo amigo de su padre y para mí él era el hijo único de un
amigo de toda la vida. En este aspecto me siento doblemente concernido, tanto
en relación con el padre como con el hijo, y presa de un indeleble sentimiento
de culpa que me pesa en el alma.
Cuando R.G.
se suicidó yo me encontraba en un bar próximo a mi edificio tomando una copa.
Uno de los vecinos llegó a la carrera y me apremió para que lo dejara porque en
mi vivienda se había oído un disparo de pistola y algo, pues, debía de haber
ocurrido. A decir verdad, al principio no le di importancia. No tenía por qué
dársela. Los tiros se oían día y noche por doquier y bien podía ser que el
vecino creyera que el disparo procedía de mi casa. No me inquieté tampoco por
otra razón de mayor calado: al salir de mi casa cerca de una hora antes, había
dejado a R.G. en mi estudio. Llevaba encerrado allí alrededor de diez días,
prácticamente de la mañana a la noche, escribiendo algo a máquina. Pese a los
problemas suscitados en ocasiones por su delicado estado mental, nada en su
comportamiento de aquellos días me hacía vaticinar que lo que estaba redactando
era una especie de testamento, su última palabra antes de abandonar este mundo.
Encontramos
el cuerpo de R.G. en su habitación. Se había dado muerte sobre la cama y yo
cerré la puerta de inmediato, apenas lo vislumbré desde lejos tendido y anegado
en sangre. La policía llegó muy rápido, a los diez minutos de telefonearle yo.
Me quedé de nuevo en el pasillo cuando cierto número de civiles y de azules
uniformados, por tomar prestado la jerga periodística, entraron en la
habitación y se consagraron al suicida el tiempo que consideraron necesario
para obtener alguna prueba material, entre ellas una pequeña pistola modelo
ruso TT de fabricación china. Los expertos me hicieron saber, no sin extrañeza,
que no habían encontrado escrito alguno, ni siquiera una nota por breve que
fuera.
–Normalmente
–se me quejó uno de ellos–, los suicidas dejan alguna clase de explicación, a
modo de disculpa o de acusación, sobre el acto que cometen, lo que nos ayuda
bastante a esclarecer el caso. Ahora bien, según parece, este chaval no ha
querido dejar nada, se lo ha llevado todo consigo.
Me encogí
de hombros. Y por poco no cometo una estupidez.
–Estás en
un error –estuve a punto de decirle–, es imposible que no encuentres ninguna
prueba por escrito. Desde hace diez días, la víctima escribía algo con mi
máquina que seguramente debe estar en alguna parte.
La
intuición me ayudó a no cometer esa estupidez. Solo me encogí de hombros, cerré
la boca y me mantuve mudo en el pasillo hasta que ellos acabaron su trabajo,
inspeccionaron y fotografiaron la escena y el cadáver. Al final, colocaron el
cuerpo sobre una camilla, los expertos sellaron la puerta de la habitación y se
marcharon todos. Pero el asunto, como era de esperar, no se dio por zanjado.
Tuve que hacer acto de presencia cada vez que al juez instructor del caso se le
ocurría interrogarme. Es esta una fastidiosa historia en la que no merece la
pena que me extienda. Después llegó el momento en que los expertos juzgaron
razonable cerrar el caso. Todo apuntaba a un puro y clásico suicidio, fruto de
un delicado estado mental, y me dejaron en paz.
Ahora, tres
años después, considero llegado el momento de relatarlo. Mis declaraciones, en
los cerca de dos meses que duraron las diligencias y hasta que se archivó el
caso, fueron honestas salvo en un punto, en el que mentí de modo consciente. Me
refiero al testimonio escrito. Yo mantuve la patraña de que la víctima no había
dejado nada escrito, información que acreditó mi vecino. Cuando abrimos la
puerta de la habitación y vimos sobre la cama al suicida, ninguno de los dos
entró. Hasta aquí todo era absolutamente cierto. Mi patraña comenzó en cuanto
se fueron los expertos, me quedé solo y me entraron las dudas. «No, amigo mío,
no –me dije–. Tú no puedes haberte ido así, no es tu estilo.» Y entré en mi
estudio. La máquina de escribir estaba en su sitio, tapada con su funda de tela
contra el polvo. Sobre la mesa no había ninguna hoja en blanco o escrita. En la
papelera ningún trozo de papel arrugado. Lo que buscaba lo encontré en el
armario, entre una hilera de carpetas. Estaba colocado de manera que saltara a
la vista. Era una vieja carpeta, de esas de cartón grueso con gomas.
A
continuación le brindo al lector el contenido de esa carpeta. Considero
innecesaria una nota preliminar, cualquier tipo de aclaración o comentario
estilístico. De hacerlo denigraría la memoria del difunto. Pero quizá tenga
interés una precisión. En su testimonio R.G. tuvo a bien no aparecer con su
verdadero nombre. Lo que me induce a una serie de hipótesis y, sobre todo, a la
dolorosa sospecha de que la indecisión y la falta de resolución para quitarse
la vida asaltaron durante largo tiempo al difunto. En cuanto al resto de
actores, buena parte de los cuales son conocidos míos, aparecen con sus nombres
verdaderos.
La decisión
de ofrecer el contenido de la carpeta no la tomé enseguida. Necesité tres años
para decidirme. Hube de superar las dudas, los escrúpulos morales comúnmente
aceptados. Y considerar los peligros a afrontar. Pero ¿quién podría asegurar
hoy, en nuestra tierra albanesa, que no se siente expuesto a toda clase de
peligros?
1
A las
gentes ya nada les interesa. Tal vez haya sido siempre así, en todo tiempo, por
los siglos de los siglos y, al hacer esta afirmación, yo esté repitiendo algo
archiconocido. Lo siento, no es mi intención aburrir a nadie. Solo quiero
romper alguno de los cristales. Sacar después la cabeza por la ventana y
ponerme a gritar. Pero esto es terrible. Me hace sentirme perdido desde el
principio porque, sin pretenderlo, ofrezco desde el principio una falsa idea de
mí mismo. Yo sé cuál es el mote que le pondrían a alguien que siente el impulso
de romper cosas y gritar, pero eso solo sería la mitad del mal. No me importa
que me llamen loco, no es ninguna vergüenza ni algo raro estar loco. Lo que
pasa es que tengo la cabeza embarullada, no estoy seguro de si lo que vivo es
real o lo que me sucede corresponde al pasado, de si me he quedado atrapado en
él y no soy capaz de liberarme.
Como se
queda atrapada una mosca en la telaraña.
Me rodean
un par de cosas, los desvelos y el silencio. Cierto que, durante el día, del
alba al anochecer, el silencio lo rompen de modo alternativo las campanas de
una iglesia y la salmodia del almuédano transmitida por los altavoces desde el
minarete de una mezquita y, por la noche, tras el toque de queda del estado de
excepción, las ráfagas de los kaláshnikov. Pero yo me refiero a otra clase de
silencio, el que aterra, el de los hombres. Las actuales circunstancias me
hacen dudar de la naturaleza de mi propio estado, enmarcado en el estado de
excepción en que está inmersa la sociedad. Me refiero al estatus que se me
otorga cuando se examinan los desechos de la moral, los cuales, tras pasar por
cierto número de tamices ocultos, acaban bajo la lente de los médicos y la
policía. Estos, a su vez, proclaman qué miembros de la sociedad han de ser
considerados normales, a cuáles se ha de marcar con el sello de la peligrosidad
social, a cuáles se acoge y a cuáles se excluye, a cuáles han de mantener
encerrados en las cárceles o en los manicomios. En mi caso, eso no tiene
importancia. Desde hace tiempo he tenido que vérmelas tanto con la policía como
con los médicos, aunque nunca haya estado encerrado ni en la cárcel ni en el
manicomio. Cuanto más me caliento la cabeza y me torturo para dar con una
explicación lógica para mi estatus actual, tanto mejor comprendo que todo
apunta de modo irrefutable a que me encuentro simultáneamente en la cárcel y en
el manicomio.
Hete aquí
cómo he vuelto a caer en la trampa, como cae la mosca en la telaraña. Pero me
parece que estoy siendo muy claro. Equivocaciones aparte, afirmo sin el menor
género de duda que, en la actualidad, la casa de mi padre es a un tiempo mi
cárcel y mi manicomio. Para evitar una posible confusión temporal, he de decir:
era y es la casa de mi padre.
Me refiero
a la nueva casa, cuyas coordenadas deseo mantener ocultas.
Hace siete
u ocho meses nos peleamos de mala manera, mi padre y yo, quiero decir. Me fui
de casa, aunque sería más exacto afirmar que me echó él: «No vuelvas a pisar
nunca más este umbral», me dijo, y añadió que yo le daba asco, que se
avergonzaba de mí, de modo que me marché resentido, sin la menor idea de adónde
ir; me bastaba con alejarme de su regia prepotencia. Por entonces aún vivíamos
en un bloque por la zona del cementerio de Bami y durante aquellos meses de
absoluta incomunicación no supe nada de él y puede que tampoco él de mí.
Aunque esto
último es posible que no sea cierto. De lo contrario no se explica cómo después
de haberme desmayado, al abrir los ojos, la primera cara que se me apareciera
fuera la de mi madrastra, lo que me hizo comprender dónde me encontraba. Pero
solo había comprendido una parte de la verdad, puesto que esta no era la casa
de la infancia, era una villa con tres habitaciones y un baño en la planta
baja, y lo mismo en la primera planta donde me encontraba rodeado de
comodidades, de un profundo y permanente silencio y casi todo el tiempo bajo
los desvelos de mi madrastra.
En este
punto veo necesario abrir el primero de los paréntesis. Tiene que ver con Dizi,
que es como se llama mi madrastra. El propósito de este paréntesis no busca
simplemente echar por tierra la tradicional y equivocada connotación de la
palabra «madrastra». Dizi es una mujer joven y hermosa, unos veinte años más
joven que mi padre, con la piel blanca aunque de rasgos trigueños, que habla
siempre en voz baja como si tuviera miedo de molestar. Cuando abrí los ojos y
la vi sobre mí, quise gritarle (¡otra vez gritar...!), decirle que se fuera,
que me dejara en paz. Cuando abrí los ojos y observé que los suyos se
humedecían, habría deseado preguntarle el porqué de aquellas lágrimas. ¿Lo
lamentaba por Linda, lo lamentaba por mí o por ella misma y trataba así de
librarse del remordimiento del pecado? Pero quizás en el momento de volver en
mí ella no se me apareciera para recordarme un pecado suyo. Se me apareció para
traerme a la memoria mi propio pecado, las consecuencias de mi castigo.
Me sentía
muy mal. Tuve la sensación de que en el interior de mi cráneo flotaba algo
parecido a una amalgama de lava volcánica. Mi dolor era testimonio de la
realidad, es decir, yo continuaba viviendo y la senda hacia Linda me había sido
cortada. Al principio, por el olor a medicamentos y el soporte metálico del
suero junto a mí, sospeché que me encontraba en el hospital. Impresión que
reforzó el vendaje de mi cabeza. Automáticamente alcé la mano y me la toqué sin
llegar a comprender por qué me encontraba allí y por qué razón tenía la cabeza
vendada. Solo recordaba un destello entre los dos puntos opuestos de un oscuro
segmento, entre mi despertar y el instante previo al desmayo. Después, en
cuanto me percaté de la cama, de la habitación, de los muebles alrededor, de
los cuadros colgados en la pared, que me resultaban muy familiares, de un
televisor algo más allá, descarté la idea de una habitación de hospital. Me
encontraba en algún otro lugar donde todo me resultaba extraño, salvo los
cuadros, por no mencionar la cara de Dizi. Estaba destrozado, no tenía fuerzas
ni siquiera para preguntar dónde me encontraba, me sobrevino un nuevo
desvanecimiento, una caída al agujero y me extrañó no oír esta vez el disparo.
Puede que los hombres hubieran dejado ya de disparar y que yo, ligero como una
pluma de paloma arrastrada por el viento, sintiera con claridad que me hundía
en la inconsciencia para, de ese modo, dar tal vez con la senda que conducía a
Linda.
No fue así
y volví a abrir los ojos. Según Dizi, esto ocurrió tras un nuevo episodio de
delirio, que se prolongó durante veinticuatro horas. Otra vez tuve la impresión
de que flotaba en el interior de mi cráneo una amalgama de lava volcánica, mi
cuerpo estaba molido y el vendaje me presionaba la cabeza como un grillete. Y
me inquietaban dos cosas: un interrogatorio por parte de los médicos o un interrogatorio
en alguna otra parte, en alguna comisaría de policía. Recordaba con nitidez que
había querido causar una muerte. Sin ninguna duda... Pero puede que mis deseos
homicidas se quedaran solo en eso, en simples deseos, y que pese a mi
determinación no hubiera conseguido matar a nadie. De algo me acordaba con
certeza, de la pistola modelo ruso TT de fabricación china. Se la había
comprado a un gitano en un recodo del mercadillo de segunda mano, que en
aquellos días de marzo se encontraba vacío. Nadie se atrevía a salir de casa a
vender o a comprar mercancías. Yo salí, y no en busca de zapatos usados ni de
calzoncillos de personas ahora difuntas. Salí en busca de otro utensilio que se
podía encontrar allí al por mayor y a un precio razonable, y lo adquirí barato
en un recodo del mercadillo de los Gitanos. Eso lo recuerdo perfectamente, como
recuerdo que deambulé por las calles armado y con el cargador lleno, pero
después ya no sé lo que hice, no sé si utilicé o no la pistola, si la perdí o
me la robaron, o si simplemente la escondí en alguna parte y ahora se me ha
olvidado dónde.
Lo que más
me urge es precisar si he matado a alguien o no. Si lo he matado, habría que
proclamarlo a los cuatro vientos, no acepto ser un homicida común y corriente,
un salteador de caminos, un terrorista con pasamontañas negro, es decir, exijo
un juicio en regla. En ese caso me volveré de acusado en acusador. He planeado
al detalle la estrategia de mi propia defensa sin necesidad de abogado
defensor. No necesito defensa.
Quiero decir
mi verdad. Solo eso.
2
Mi padre
vino a verme en cuanto me recobré del segundo de los delirios. Apareció en la
puerta con su enorme cuerpo y, en la décima de segundo en que le eché la vista
encima, percibí su encorvamiento, su cara descompuesta, sus rasgos afilados en
los que no quedaba nada de aquella perenne determinación del hombre seguro de
sus propios actos. Fue eso lo que detecté en aquel brevísimo instante, después
cerré los ojos, decidido a no volver a abrirlos. No sé si él se dio cuenta de
mi proceder. Se acercó despacio a la cabecera de la cama, se aproximó a la
silla que normalmente ocupaba Dizi, pero no se sentó. Se produjo un profundo
silencio a lo largo del cual yo permanecí como muerto sintiendo los latidos de
mi corazón y su respiración. Finalmente, él rompió el silencio.
–Lo sé
–dijo–. Sé que no estás dormido, no te empeñes...
Siguió otro
largo silencio, que mi padre volvió a romper con ahogada voz.
–Lo lamento
sinceramente por ti –dijo–, debes creerme, yo jamás deseé lo ocurrido. Debiste haberme
avisado y todo habría sido diferente... Te ruego que me creas, lo siento, lo
siento mucho, mucho... Lo sucedido es realmente terrible y todos estamos
consternados...
A mí me
estallaban las sienes. En alguna parte del pecho o del inconsciente saltó una
chispa. Se liberó, se agrandó, se puso a girar como una esfera dentro del pecho
y, dentro del cráneo, trataba de salir, de estallar, y ello significaba que me
pondría a gritarle a mi padre. Pero él no aguantó demasiado, se fue y yo abrí
los ojos. No me estaba permitido dejarme llevar. Dadas las circunstancias,
debía dar respuesta a miles de preguntas, la primera y más elemental: ¿dónde me
encontraba?
Me lo
aclaró Dizi. Ella entró en la habitación inmediatamente después de salir mi
padre con una visible palidez en el rostro, y yo decidí aprovechar su extremo
desconcierto. Apenas ocupó la silla que estaba a mi lado me giré, me incorporé
a medias en la cama, le cogí una mano y, con la voz queda del que exige
complicidad, le pedí que me explicara qué hacía allí, quién me había traído y
por qué me mantenían aislado.
Cogida de
improviso, Dizi miró hacia el balcón, como si por él, en mitad del día,
hubieran penetrado en la habitación y hubieran colisionado contra sus tímpanos
las ráfagas de los kaláshnikov. Pero aún era demasiado temprano para los
kaláshnikov. Al acecho, las armas esperaban a que anocheciera. En cuanto
oscurecía hacían acto de presencia, respondiéndose unas a otras como perros en
la noche, no se sabía si cantaban o lloraban, solo vomitaban fuego, las gentes
se encogían con el miedo a morir en el estómago. Dizi me lanzó una mirada
asustada como si también ella sintiera el miedo a morir en el estómago.
Solté su
mano y me tendí de nuevo. Tal vez porque en ese instante me traspasó un
escalofrío: era la voz de Linda. Me susurraba al oído, me pedía que me
durmiera, la única forma de encontrarnos ambos. No podía dejar de obedecerla.
Tampoco podía deshacer el nudo que tenía en la garganta. Entretanto Dizi,
siempre en la silla a mi lado, mientras yo intentaba dejarme llevar por el
sueño para alcanzar a Linda, me hizo saber que aquí no debía temer nada, que me
encontraba en un lugar seguro, en mi propia casa, que estaba a mi entera
disposición, una villa con jardín y garaje, adquirida por mi padre cuatro meses
atrás ¡solo para mí!
La noticia
debió de asustar a Linda. Ya no oía su voz, ni su incitación a que me durmiera,
lo que significaba que no podría encontrarme con ella. Un renovado furor me
invadió, esta vez contra Dizi. Acababa de ser invitado por Linda a encontrarme
con ella y la mujer de mi padre me informaba de que ¡era beneficiario de una
villa adquirida expresamente para mí! Linda no se hallaba presente para
enterarse de la noticia. De haber estado, se habría puesto a dar saltos de
alegría sin parar; también yo quería darlos pero por un arrebato bien distinto,
por la rabia de no poder retorcerle el pescuezo a nadie.
Entonces se
produjo el estallido. Un fuerte trueno hizo retemblar las paredes de la
habitación y toda la casa se meció. Dizi se mantuvo junto a mí, pálida. Durante
aquellos meses había engordado; parecía no preocuparle ya mantener la línea.
Asaltado por la fragancia de su cuerpo pensé que solo me quedaban dos caminos:
decirle que desapareciera, que no pisara nunca más la habitación donde yo me
encontraba, o hacer lo contrario. Dadas las circunstancias, cuando lo único que
me unía a este mundo era el propósito de venganza, ella era la única criatura
cercana a mí. La miré fijamente a los ojos, como si quisiera convencerme a mí
mismo de que podía confiarle mis secretos. Ella enrojeció, parecía
desconcertada o quizás había malinterpretado mi mirada, pues se levantó y salió
de la habitación.
La decisión
de confiarme a Dizi la aceleró una circunstancia inesperada. Hacia el anochecer
me sentí despejado y por primera vez me levanté de la cama. El deterioro
corporal no me impidió dar vueltas por la habitación, contemplar distraído los
cuadros de la pared y, después, atreverme incluso a echarme el abrigo sobre el
pijama y salir al balcón. El aire frío de marzo me obligó a encogerme. Sentí un
hondo pesar al ver que una bandada de gorriones abandonaba la barandilla del
balcón con un sonoro revoloteo en cuanto salí yo. Me entraron ganas de llorar,
quizá por los asustados gorriones o quizá por la quietud de aquel cielo tras un
día entero de lluvia, en el que alguna estrella apenas comenzaba a brillar, en
la frontera entre el día y la noche, cuando todavía no es ni de día ni de noche
y en un momento así el alma espontáneamente te duele. Mientras permanecía apoyado
en la pared pensaba que no era digno de aquel instante milagroso: Linda no
estaba junto a mí. Por eso quiso que me taladrara el cerebro la salmodia
grabada del almuecín, procedente del minarete de la mezquita próxima,
tembloroso y enigmático, con un mensaje indescifrable a mis oídos.
En cuanto
acabó la llamada a la oración, mis ojos se posaron, en la calle delantera de la
villa, en tres chicos jóvenes. Permanecían en un rincón junto al edificio de
enfrente. Hablaban en voz baja, pero aunque hubieran alzado la voz yo no habría
podido oírles, y eso que alrededor reinaba un silencio fatídico, no se veía ni
un alma, lo que me hizo comprender que había llegado la hora del toque de
queda. Finalmente se apartaron del rincón. Ahora había oscurecido del todo, yo solo
distinguía sus sombras. Después no supe qué pasó. Sentí dos disparos de
pistola, vi el cuerpo de uno de los jóvenes caído de bruces sobre un charco y a
los otros dos salir corriendo y desaparecer. Yo seguía en el balcón, apoyado en
la pared. El cuerpo del muerto sobre el charco estaba débilmente iluminado por
el reflejo de las luces de los pisos del edificio. No sabría decir cuánto duró
aquel ensordecimiento, durante cuánto tiempo permaneció solo el muerto con el
cuerpo en el agua y la cabeza empapada en sangre un poco más allá.
Era absurdo
pensarlo, pero me daba la impresión de que yo era el asesino. Pasó mucho
tiempo, tal vez un siglo, hasta que de algún lugar salió alguien y comenzó a
acercarse al cadáver. Su andar era vacilante, le asustaba que el muerto pudiera
dar un salto y lo agarrara del cuello. Pero el cadáver no tenía la menor
intención de ponerse a dar saltos. Seguía inmóvil, con el cuerpo en el agua y
la cabeza empapada en sangre un poco más allá, sin preocuparse de si entretanto
alrededor del charco aumentaban los curiosos; uno de ellos le iluminó incluso
la cara con una linterna. Un siglo más tarde se oyó una sirena, al principio a
lo lejos, después cada vez más cerca, lo que evidenciaba que alguien del
vecindario había avisado por teléfono a la policía o a la ambulancia del
servicio de urgencias. Era un coche policial. Consideré razonable no seguir
contemplando el espectáculo y volví dentro.
Sin
encender la luz me puse a recorrer la habitación de un lado a otro. Sentí en
las profundidades del cráneo el destello de un flash. Algo similar a un
nebuloso ser se me apareció durante una décima de segundo, después desapareció
a la velocidad del rayo junto al destello del flash. Continué a oscuras y
aturdido me acerqué a la cama. Me senté, no conseguía librarme de la impresión
de que el asesino de aquel hombre, al que habían dado muerte poco antes, había
sido yo.
Así fue
como me encontró Dizi, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las
manos. Cuando ella entró en la habitación, sin atreverse a hablar ni a encender
la luz, estaba ensimismado en una escena alucinante proyectada en la pantalla
del cerebro, como una secuencia fílmica. Sentía un disparo, alguien se
desplomaba en un charco, después la secuencia corría hacia atrás, las gotas de
agua se condensaban, la sangre con los trozos esparcidos de sesos eran
absorbidos por un agujero abierto en la cabeza, el cuerpo se alzaba del suelo y
volvía a su primitiva posición cuando el cañón de una pistola se apoyaba en la
sien y me parecía que la mano que sostenía la pistola era la mía.
Aterrorizado
caí en la cuenta de que me encontraba en la habitación, sentado al borde de la
cama, con la cabeza oprimida entre las manos y que Dizi, después de encender la
luz, me rogaba que me acostara. La obedecí, pensé que lo más razonable por mi
parte sería echarme en la cama. Entonces Dizi comenzó a explicarme, siempre en
voz baja, casi susurrando, el terror que le producía el insaciable deseo de las
gentes de ajustarse las cuentas entre sí.
–Pobre de
aquel que tenga cuentas que ajustar –dijo–; pero si quieren matarse, que se
maten, de lo contrario sus almas no encontrarán sosiego ni en la tumba.
En otras
circunstancias el tema me habría interesado. Una discusión con Dizi sobre el
reposo en la sepultura tal vez habría resultado oportuna tanto para ella como
para mí. Ahora bien, a mí me torturaba un problema muy concreto, sin esclarecer
el cual, como había dicho ella, yo no encontraría sosiego ni en la tumba. Mi
plan era otro, lo había estado madurando secretamente en mi interior; era un
plan peligroso, lleno de interrogantes, toda vez que aceptando haber cometido
un crimen me hallaría indefenso, expuesto a las sospechas, las acusaciones y
las calumnias acerca de mi estado, pero una perspectiva así no me inquietaba.
Para estar
seguro tramé una maquinación, hice jurar a Dizi. La obligué a ir en busca del
Corán, que mi padre tenía en casa aunque no fuera creyente. Dizi era menos
creyente aún, lo que no me impidió hacerla jurar con la mano sobre el Corán.
Ella aceptó al instante y repitió palabra por palabra la fórmula dictada por
mí, es decir: que no me traicionaría, lo juraba solemnemente ante Dios y ante
mí, de lo contrario caerían sobre ella los rayos del cielo.
A Dizi le
temblaban los labios, se le debilitó la voz. Entonces fui al grano, le confesé
mi crimen. Ejecutado poco más o menos de la misma forma en la que dos
desconocidos habían dado muerte a una persona pocos minutos antes, y esta
continuaba con el cuerpo en el charco de agua y la cabeza empapada en sangre un
poco más allá. Le pedí a Dizi que mantuviera en secreto esta confesión, sobre
todo que no se la contara a mi padre.
A ella se
le cayó el Corán de las manos y se agachó para recogerlo. Aprovechando su
turbación, le arranqué una segunda promesa: que al día siguiente fuera lo antes
posible al café-bar Pacífico. Allí debía preguntar por un barman llamado Jon.
Tenía que decirle que viniera a verme por una cuestión de la máxima
importancia. Las últimas palabras las pronuncié en un tono algo especial y
Dizi, en señal de conformidad, meció la cabeza. Estaba estupefacta, pero no le
di importancia a su estupor, tampoco a la curiosa forma en que me miraba. Mi
cerebro se había encendido, se había puesto en marcha, mi único objetivo
consistía en el descubrimiento del crimen. Y por medio de su pública
proclamación llegar lejos, muy lejos, tanto que los cerebros de Dizi, de mi
padre y de todos cuantos me rodeaban, cerebros de funcionarios estatales y
políticos, jamás fueran capaces de llegar.
Durante
toda aquella noche no pegué ojo. Me había vuelto ultrasensible, percibía hasta
el más mínimo ruido. Aquella noche las armas disparaban con creciente saña y,
desoyendo la recomendación de Dizi, según la cual podía alcanzarme una bala
perdida, salí al balcón. Contemplaba las serpentinas de fuego de las balas
trazadoras en el éxtasis de su demencial algazara y un perverso regocijo me
exaltaba. Había momentos en que, como si obedecieran una orden, las armas
callaban. Pero eso duraba poco. En alguna parte, en un rincón del cielo
aparecía un surtidor. A mis oídos llegaba el estampido de los disparos,
contestados por otros en oleadas, seguidos del estruendo de alguna granada; los
cristales retemblaban, el espacio oscilaba, también el cielo. Solo su azulada
negrura se mantenía impasible, indiferente a los rasguños infligidos por
aquellos seres abyectos que se valían de la noche para salir de sus agujeros,
caer en el desenfreno, maldecir, alborotar, hasta que, finalmente, aburridos y
cansados, vislumbrando tal vez la inconsistencia de su locura, cuando ya no les
quedaba más bilis que vomitar, retornaban exhaustos a sus escondrijos, a la
espera de un nuevo anochecer para que, tras un día lleno de angustia
existencial, sus almas nuevamente cargadas de hiel se liberaran escupiendo al
cielo.
Al día
siguiente amaneció lloviendo. Antes de levantarme de la cama observé a través
de los cristales un fragmento gris. «El cielo –pensé– haría bien en devolverles
a los seres abyectos escupitajo tras escupitajo. Pero es tan entrañable que les
envía la lluvia, es decir, el agua. Y el agua, quizá, aparte de la porquería
corporal, podría limpiar también los pecados de sus almas.» Mientras, remitía
mi exaltación cerebral... Tras una noche casi en vela, estaba impaciente por
hablar con Dizi y asegurarme de que se acercaría al café-bar Pacífico. Pero
Dizi estaba tardando más que de costumbre en subir a mi cuarto, como hacía a diario,
cuando entraba en mi habitación y junto con el saludo del nuevo día me traía,
en una bandeja, el desayuno.
Mi exaltado
cerebro y la tardanza de Dizi fueron la causa de que saliera al balcón. Con el
abrigo sobre los hombros, volví la cara hacia el cielo. Mientras sentía las
gotas frías sobre la frente, me eché a temblar: dos policías envueltos en
impermeables negros permanecían junto a la entrada del edificio del otro lado
de la calle. Por supuesto, podían encontrarse allí dos, cuatro, catorce
policías y yo no tendría razones para inquietarme. Ahora bien, que miraran
hacia el balcón donde yo permanecía agarrotado bajo las gotas de lluvia, no
podía dejarme indiferente. Un policía común y corriente, quiero decir, sin
ningún objetivo diabólico en mente, sigue su camino, no se guarece en los
edificios y mucho menos decide exhibir abiertamente su sospechosa presencia,
como hacían ahora los dos policías con impermeables negros del otro lado de la
calle. Por más que lo intentaran, ellos no podían evitar que yo les observara;
los ojos no me engañaban, miraban hacia mí con evidente interés, algo se decían
el uno al otro en voz baja y yo no podía sino suponer que estaban hablando
precisamente de mí. No me moví del sitio, cualquier movimiento mío fuera de
control podía volverse en mi contra, sobre todo tras la muerte de anoche, la de
un poco más allá junto al charco de agua. Seguía con la cara vuelta hacia el
cielo y no la bajé ni siquiera cuando la lluvia se hizo más intensa, tampoco lo
hice porque, entretanto, los policías, que no intentaban ocultarse a mis ojos,
mantenían su mirada clavada en mí abiertamente, conversaban con viveza, como si
ya todo estuviera claro y el autor de la muerte de anoche se encontrara allí,
ante ellos. No cabe duda de que se equivocaban por completo. Tras una inicial
inquietud, fruto de la sorpresa, aquella certeza me proporcionó la necesaria
tranquilidad, incluso un punto de satisfacción por haber atraído su atención
con mi negligencia. Que siguieran pensando que yo era el homicida; la verdad se
encontraba a mil kilómetros. Yo no era el autor de la muerte de anoche. Eso no
solo no podrían probarlo aquellos dos papanatas, sino que tampoco lo
conseguirían ni un millar de ejemplares de su calaña.
El pánico
me entró poco después. Al principio, absorto en el juego con los policías,
sentí una sirena lejana. También ellos la sintieron porque volvieron la cabeza
hacia la entrada de la calle, hacia donde giré yo también los ojos. Entonces, a
través de la lluvia que ahora caía a cántaros, distinguí el morro de una
ambulancia. Llegó a toda velocidad, con la sirena lanzando pavorosos aullidos.
Mi mirada chocó con la de los policías; fruncieron el ceño, pronunciaron mi
nombre y esta vez se me puso la carne de gallina. Reviví algo conocido, muy
lejano, una angustia y un miedo olvidados. Ya no tuve ninguna duda, los
policías estaban allí por mí, la ambulancia venía a por mí, habían venido a
apresarme, a llevarme quién sabe adónde.
Abandoné el
balcón y volví a la habitación. Por unos instantes traté de recuperarme, de
explicarme ciertas cosas, de razonar, pero era imposible. Finalmente oí pasos
en la escalera y fui presa del pánico. Lancé el abrigo a un lado y me metí en
la cama, me tapé de pies a cabeza con el edredón. Me temblaba todo el cuerpo,
la cabeza me zumbaba, el corazón no me cabía en el pecho.
«Me han
delatado –pensé–. Me han delatado. ¡A mí me han delatado!»
3
«Nos han
delatado, los muy cabrones... nuestros vecinos, no puede haber sido nadie más.
Y ahora vendrán a por él...»
Eso fue lo
que dijo papá, lo oí con claridad. Estaban los dos juntos, él y mi madre, al
lado de la ventana, ocultos tras las cortinas mirando hacia abajo, hacia
nuestra calle. Papá se puso a declinar rabioso la palabra «soplón» en cada uno
de sus casos, tanto en singular como en plural, lanzando duros juramentos. Rara
vez le había oído yo utilizar insultos tan groseros, lo que me hizo calibrar la
intensidad de su cólera.
«También a
mí me han delatado –me dije–, y ahora vienen a por mí...»
Me apreté
las sienes con los dedos. Una terrible confusión me poseía. Durante una semana
me mantuvieron encerrado en casa. Permanecía en la cama, no me dejaban ni
atravesar la puerta de la habitación, las únicas personas que podían entrar en
mi cuarto eran mis padres. Según me explicó mi madre, sufría una enfermedad
conocida vulgarmente como tiricia, hepatitis viral en términos científicos. Mi
madre me dijo que era una enfermedad mala, que por eso debía estar encerrado y,
como supe después, en absoluto sigilo. La enfermedad no solo era mala sino bastante
contagiosa, es decir, peligrosa; salvo algún familiar muy cercano nadie debía
saberlo, y menos los vecinos. De lo contrario, de enterarse estos y llegar a
oídos de quien no debía, es decir, de algún activista del barrio, mis padres
serían multados por vulnerar las leyes y a mí me apresarían, me mandarían de
inmediato al hospital de infecciosos, en completo aislamiento, y allí quién
sabe qué nuevos suplicios me esperaban.
Fuera
seguía lloviendo. Yo debía salir lo menos posible al balcón y tener cuidado de
no resfriarme porque mi debilitado organismo podía ser pasto de alguna grave
enfermedad. Eso dijo mi madre.
–Tú apenas
acabas de pasar la tiricia –observó–. Te la ha pegado Linda, aunque sus padres
se empeñen en decir lo contrario y estén enojados, mucho más que eso, furiosos.
Según ellos la verdad es otra, a Linda le habrías pegado la tiricia tú y por
eso de ahora en adelante le prohibirán juntarse contigo.
Las
explicaciones de mi madre me conmovieron por su indudable desatino y el primero
tenía que ver con Linda. Era evidente que en su mente se estaba produciendo una
confusión de fechas y de nombres. Porque cuando yo conocí a Linda, mi madre ya
no existía. Ella confundía a Linda con Oriana, lo que me pareció normal. Cuando
yo conocí a Linda tuve también la impresión de reencontrarme con Oriana, tanto
era el parecido entre ellas, y quizás fuera eso lo que me llevó a no darle
importancia al desatino de mi madre.
Después no
sé cómo, igual que en las películas de dibujos animados donde las figuras se
desvanecen, mis padres se borraron de mi vista. Papá ya no estaba en la ventana
mirando a través de las cortinas y lanzando juramentos. Ni mi madre. En su
lugar se encontraba un niño. Estaba de brazos cruzados, algo inclinado, con la
cara pálida y temblando como si el frío le calara hasta la médula de los
huesos.
–No me
mires así –dijo sin dejar de temblar–. Ambos estamos atrapados en una telaraña
virtual, como en aquel viejo juego de palabras. ¿Te acuerdas? Tú eres yo, yo
soy tú, quién se bebe el pis, yo o tú...
Profundamente
exasperado, le clavé los ojos con desconfianza, incapaz de descubrir qué quería
decir con la expresión «tú eres yo, yo soy tú», y sobre todo con aquella
pregunta final. Había algo de familiar en las sandeces de aquel canijo, en la
lividez de su rostro tembloroso y amedrentado. Se apartó de la ventana y fue a
sentarse al sillón del rincón de la habitación donde estaba encendido un enorme
radiador, y estiró las manos para calentárselas.
–Escúchame
al menos –comenzó a decir sin dejar de temblar–. Pero antes olvida aquel juego
de palabras, no cabe duda de que yo soy tú, tú eres yo, y así sucesivamente, y
aquello lo he bebido yo, no tú. Sin embargo, yo soy tú, tú eres yo, por tanto
de haberlo bebido yo...
–¡Oh, Señor
–murmuré–, me vuelves loco!
Me daban
ganas de saltar de la cama, cogerle de la oreja y darle un sopapo. Pero él,
como si me hubiera leído el pensamiento, rio sarcástico.
–No puedes
maltratarme –dijo–, no sería justo. ¡Soy yo quien tiene motivos para tenerte
manía! Tú no sabes lo terrible que es para mí hacerme a la idea de que
permaneceré para siempre donde estoy ahora, sin ninguna posibilidad de
salvación. Deambulo, desorientado, entre las cuatro paredes de un museo de los
horrores y sé perfectamente que jamás podré salir de allí. De eso hay un
culpable, y sin duda eres tú. Cuando yo existía, tú no existías, cuando tú
llegaste, me echaste. Aunque yo soy tú, tú eres yo, y no tiene la menor
importancia quién se bebió aquello. Hemos bebido cosas más amargas, con la
diferencia de que yo no puedo beber nada ya, mientras tú continúas con la vieja
cantinela, tragándote aquella amarga porquería, limitándote a agarrarte la
cabeza con las manos y a observarme, como si nunca hubiera existido y nada
tuvieras que ver conmigo, en este museo donde estoy encerrado con los fantasmas
de antaño.
–Oh, Señor
–murmuré de nuevo, al borde de un ataque de nervios, sin poder reaccionar ni
escapar de su influjo. Hasta que por fin tuve una inspiración y comprendí algo
que me paralizó: ¡me encontraba frente a mí mismo!
Me
incorporé en la cama. Por un momento hasta el espasmódico sonido de la sirena
de la ambulancia y el miedo a un registro de la policía se aplacaron. El otro
del más allá lo intuyó. Una sonrisa triste se dibujó en su rostro, sacudió la
mano con cansado gesto y echó un vistazo por la ventana.
–No tengas
miedo –dijo–, soy tu niñez... Es evidente que desde un punto de vista físico
pertenezco a un mundo extinguido, a un mundo del pasado. Ahora bien, las
personas son con frecuencia demasiado ingenuas al pensar que lo que ocurrió ya
no existe. Que es ilusión, mentira, y quieren creérselo. Pero dejémonos de
filosofías. Lo lamento por ti y ello, en cualquier caso, resulta doloroso
también para mí. Yo soy tú, tú eres yo; por tanto, si tú te sientes víctima,
igual de víctima me siento yo. Ahora se te ha metido en la cabeza encontrar al
verdugo. ¡Bravo! Pero ¿acaso sabes tú quién es?
»Para
empezar, debe metérsete en la mollera que la ambulancia que está abajo junto al
edificio de enfrente y los policías de la acera no vienen a por ti. Vienen a
por mí. Así comienza la historia, si puede llamarse historia a lo que voy a
contarte. Y empiezo por el final, no hay más remedio, y el final es la maldita
enfermedad, esa que le da al rostro del hombre el color de la muerte. Hubo muchas
habladurías, por no llamarlas idioteces. La estupidez culminó con la pelea
entre mi padre y los padres de Oriana sobre si había sido yo quien le pegó la
tiricia a Oriana o al revés, si había sido ella quien me la había pegado a mí.
Pero los dos enfermamos a la vez por un motivo muy simple. Una noche, sin
querer, pisamos la sombra de un genio junto a las ruinas de la teqe1, los
únicos restos del viejo barrio próximo al cementerio de Bami, donde se
encontraba nuestra casa o, más exactamente, el bloque donde vivíamos. Eso
significa que ni yo le contagié la tiricia a Oriana ni ella a mí, aunque las
habladurías consiguieron que nuestros padres nos prohibieran estar juntos; nos
separaron en clases distintas y después a Oriana la obligaron a cambiar de escuela,
hasta que un día su familia se mudó y no volvimos a vernos. Ahora, encerrado en
el museo con los fantasmas de antaño, busco a Oriana en vano. Por las noches me
llego hasta las ruinas del monasterio con la esperanza de que ella aparezca, de
que por fin nos volveremos a ver, extremando el cuidado para no volver a pisar
la sombra de un genio. Pero Oriana no aparece. Y yo permanezco solo, con el
peso de un secreto que nunca le confiamos a nadie: aquella noche fatídica en la
que pisamos un genio, Oriana y yo decidimos hacernos novios...
»No te
rías, te digo la verdad. Aquella noche de luna, junto a las ruinas de la teqe,
Oriana y yo nos prometimos en una ceremonia sin testigos, salvo las estrellas
del cielo y los malos espíritus. Ellos salen en forma de aparecidos, y pobre
del que pise su sombra, lo pagará en el acto, como lo pagamos Oriana y yo, que
enfermamos de tiricia y yo sufrí toda suerte de suplicios. Pero esa es una
larga historia, tú no tienes por qué inquietarte, la ambulancia y la policía no
vienen a por ti. Tú no tienes la tiricia, esa la tuvimos Oriana y yo y ellos
han venido a por los dos. Y yo debo esconderme, guardarme también de papá, de
lo contrario él me obligará a beber una taza entera de anticuerpos o, dicho en
plata, de mis pises... No te puedes imaginar qué clase de suplicio es tragarse
una taza de eso... La cuestión para mí es cómo librarme de los anticuerpos...
Inutilmente espero a Oriana en las ruinas de la teqe, a la luz de la luna, como
aquella noche en que la besé en la cara y ella me besó en los labios, y
continúo temblando con las palabras atragantadas. Apenas acabo de contarte la
historia de una noche de luna desde el final y todo se me confunde, me estalla
la cabeza del estruendo, una la tempestad de estruendos como las respiraciones
de los aparecidos.
»¿Los oyes?
Ya están aquí, vienen a por mí, ellos, los de siempre, los médicos y la
policía... Me llevarán de nuevo al hospital con los fantasmas. Vienen...
Vienen...
4
En el marco
de la puerta no aparecieron ni batas blancas ni la policía. Apareció la cara de
Dizi. Detrás de ella, la de mi padre. Y detrás otras caras.
Permanecía
con los codos apoyados sobre almohada y su llegada me cogió de improviso, no
pude disimular, es decir, no pude tenderme como si durmiera. Entretanto, el friolero
que estaba junto al radiador encendido en un rincón de la habitación había
desaparecido.
No tenía el
menor deseo de soportar la presencia de tanta gente. Ellos habían roto con
brusquedad uno de mis intentos de recomponer mi memoria hecha añicos. Mi plan
no podría llegar a ejecutarse así, como si los trozos perdidos de mi recuerdo
estuvieran esparcidos sin orden ni concierto en el espacio. Debía hacer lo
imposible por recogerlos, por juntarlos los unos con los otros como las teselas
de un mosaico destruido por un terremoto. Tenía la sensación de que yo mismo
era un mosaico sepultado bajo una gruesa capa de tierra. Era eso lo que quería
decirles a los recién llegados, llevaran o no batas blancas o uniformes de
policía: soy un mosaico enterrado, dejadme en paz. Pero opté por la
indiferencia y el mutismo frente a cualquier hipotética pregunta.
Al
principio no me hicieron ninguna. Todos permanecieron en la puerta de la
habitación; sus caras reflejaban turbación y una solemne seriedad las convertía
en máscaras perplejas. Mis ojos se cruzaron con los de mi padre y, aunque solo
fue un instante, me bastó para advertir de nuevo su cara de agotamiento, su
cuerpo encorvado. En otras circunstancias, algo así me habría dado pena,
sinceramente, habría tratado de descubrir lo que afligía el alma de aquel
hombre fuerte. Porque mi padre siempre había sido un hombre fuerte. Y había
tratado de comportarse en todo momento como tal.
No he
salido a él. Jamás he sido fuerte en el sentido que mi padre le daba a esa
palabra. Toda su vida hizo lo imposible para modelarme a su antojo, para que me
gustara lo mismo que a él, para que odiara todo lo que él odiaba, una regla
esta a la que no debía faltar, como no faltaba él y jamás lo haría en la vida.
Pero yo he resultado ser el más grande desengaño de mi padre, no me hice
fuerte. En ello residía la paradoja. En aquel momento no podía sentir pena al
verlo encorvado y con los rasgos marcados porque ante mí tenía a un hombre
totalmente distinto del que realmente era. Los roles habían cambiado. En el
instante en que se cruzaron nuestras miradas, comprendí que él ya no era un
hombre fuerte. El fuerte, paradójicamente, ahora lo era yo.
Él me leyó
el pensamiento, permaneció a la entrada de la habitación sin atreverse a
acercarse a mí. Se atrevió Dizi. Ella no sabía leer los pensamientos mudos de
los demás, de lo contrario no se habría apresurado a acercarse a mí en un
momento en que, acometido por una rabia sorda, estaba pensando que ella había
cometido un pecado. Lo demostraba la incomprensible presencia de tanta gente en
mi habitación. Estaban allí por mí, me daba cuenta. Sus caras reflejaban una
inquietud grotesca y le clavé los ojos a Dizi en un intento de aclarar el
significado de aquella mascarada. «Por mi vida –me dije casi seguro–, anoche,
cuando se fue a la cama con mi padre, me traicionó.»
La idea de
que mi secreto pudiera haber dejado de serlo me ofuscó. Apenas pude contener en
mi interior el deseo de echar de allí a los presentes, de decirles que yo no
era ningún mono de feria, ni un conejillo de Indias. Dizi debió de darse
cuenta. Se me acercó prudente y con forzada sonrisa. Los presentes estuvieron
en mi cuarto unos minutos, mientras me cambiaban el vendaje, me examinaban la
cabeza y se llevaban el soporte metálico del suero. Mi estado había mejorado,
ya no tenía necesidad de suero, eso fue lo que ella me dijo sin abandonar la
prudencia y en tono conciliador.
–Tú me has
traicionado –le dije cuando los desconocidos, de los que sospechaba que la
mitad eran médicos y la otra mitad policías vestidos de paisano, se fueron con
mi padre.
Dizi había
abierto la puerta del balcón para que la habitación se ventilara. Se oía la
sirena de un vehículo y pensé que sería la ambulancia, pero yo continuaba, para
mi sorpresa, en la cama, de modo que no me habían llevado consigo, vete a saber
por qué, y volví a acusar a Dizi de haberme traicionado.
Ella me
aconsejó que me tapara, afuera llovía y hacía viento... Pero yo tenía motivos
para insistir en su traición. Las preguntas con doble sentido que me habían
dirigido dos de los visitantes, mientras una joven con pantalones vaqueros me
cambiaba el vendaje de la cabeza, delataban la verdadera naturaleza de las
personas a mi alrededor y la doblez que regía su comportamiento. Los que me
investigaban querían saber, por ejemplo, quién era la persona o la última cara
que recordaba, lo que sentía en el estricto sentido de la palabra, cómo se
explicaba mi presencia en aquel barrio periférico de Tirana, donde unos
ocasionales transeúntes me habían encontrado sin sentido en una cuneta. La
retahíla de preguntas se habría prolongado si yo, alarmado por la evidente
segunda intención de las mismas, no hubiera tomado medidas precautorias, y la
mejor era ignorarlos en silencio.
Cuando le
repetí la acusación por segunda vez, Dizi palideció. Quizá de miedo. Yo no
quería meterle miedo en absoluto. Solo quería resaltar el asco que me daban
acciones tan mezquinas. Así se lo dije: «Has actuado con mezquindad
traicionando mi confianza y ahora debo enfrentarme a unos imbéciles que mi padre
trae a mi habitación para determinar mi estado, para confirmar que, puesto que
soy un tarado, lo mejor será que me encierren en un manicomio, en el de Vlora,
pongamos por caso». Y añadí:
–He oído
decir que en Vlora hay un manicomio altamente cualificado; cuentan que si te
encierran en él solo sales de allí con los pies por delante, pero a mí me da
igual que me encierren en Vlora o en cualquier otra parte, toda Albania es lo
mismo, un asilo de locos donde nadie se entiende2, y a esos mi padre me los trae
para que atestigüen mi estado porque tú has faltado a tu palabra. No trates de
negarlo, sería peor para ti. Persistir en el pecado es más grave, y la condena
también... Ahora explícame, ¿por qué ninguno de mis amigos ha dado señales de
vida viniendo a verme? Eso solo tiene una explicación: a alguien le interesa
mantenerme encerrado, alguien quiere que yo no esté en condiciones de poner en
práctica mi plan de venganza. Y de ese complot también tú formas parte...
Dizi
permaneció lívida en medio de la habitación sin decidir si debía contradecirme
o marcharse sin más. Su perpleja indecisión me produjo un perverso gozo. «Así
debió de sentirse Hamlet tras darle muerte a Polonio», pensé, y me puse en pie
sorprendido yo mismo de aquella comparación. Un profundo rugido resonó en mi
cabeza. Cogí a Dizi de la mano y la aplasté contra la pared. El bramido de las
profundidades ascendía a oleadas, como un huracán comprimido por el recio
revestimiento de una caldera. Dizi abrió los ojos como platos, sus labios se
entreabrieron, apenas podía respirar. «Ella no oye los rugidos –pensé–, y no es
mi madre. Es demasiado joven para ser mi madre... Puedo iniciar ahora mismo la
venganza, en este instante, arrebatándole a mi padre para siempre esta mujer de
hermoso rostro. No sería nada extraño, sería más bien propio de la moral del
momento, ahora que la gente se mata a diario y en los canales de televisión
triunfan series como Beautiful.»
–¡Piensa
–continué el razonamiento en voz alta–, imagínate qué escándalo! Sin embargo,
como drama sería miserable, con personajes mezquinos y aún más miserables. Mi
madre ha muerto, tú no eres mi madre. Y yo no he dado muerte por error a ningún
Polonio en lugar de a mi tío. Mi tío también ha muerto, hace años, en la
cárcel. Mi tío no intentó arrebatarle la mujer a mi padre, ni matarle, ni
quitarle el trono, tal vez porque mi padre, con toda su regia prepotencia,
nunca ha sido rey. Él se siente rey ahora y la reina eres tú. Como ves, todo es
trivial, una farsa deslustrada, mediocre, y yo trato inútilmente de obtener la
satisfacción vengativa de Hamlet. Ahora vete y dile a mi padre que te he
violado... Tú sabes muy bien que no es verdad. Pero tienes derecho a inventarte
una historia entre nosotros si te apetece. Tal vez así asistiéramos a un
drama...
En aquel
instante el bramido del huracán cesó. Mi cerebro sufrió un embotamiento y en mi
oído sentí una voz dulce. Era Linda. «Déjala –me susurró–. Es inocente.»
Después la voz se desvaneció a través de la puerta abierta del balcón por donde
entraba un aire húmedo. Temblé cuando advertí que estaba solo. No alcanzaba a
comprender cómo había escapado Dizi de mí, dejándome con la evocación de su
cálido cuerpo, el olor de su perfume y el pavor reflejado en sus ojos.
Al día
siguiente tuve la primera visita. No era Jon, mi colega del café-bar Pacífico,
como esperaba, ni ninguno de los parroquianos del café. Yo esperaba que alguno
de ellos, y no de la innumerable y entrometida especie de los indeseables,
viniera a verme. Pero a ella no la esperaba. Sencillamente ni se me pasaba por
la cabeza recibir una visita suya. Y cuando llegó, apenas recordaba quién era.
Mis ojos se
clavaron primero en la cara de Dizi, después, expulsados por su frío desprecio,
se deslizaron hacia la recién llegada. Ella simuló una sonrisa. Junto con la
sonrisa se le saltó una lágrima. Dizi creyó razonable dejarnos solos. Fue en el
instante en el que yo, espoleado por la lágrima de la visitante de negro,
recordé quién era.
–Soy Silva
–me dijo–, la hermana de Spart.
Mi mirada
se dirigió inconscientemente hacia las paredes de la habitación de las que
colgaban los cuadros. Todos ellos regalos de mis amigos. Las telas que tras la
pelea con mi padre se quedaron allí, en la habitación de mi vieja casa, y que
ahora, casi en el mismo orden, se encontraban en esta. La mayoría las había
pintado Linda. Spart me había regalado dos lienzos y, cuando rompí con mi
padre, no pude por menos que llevármelos...
–Me los
llevé –murmuré, y esta me pareció la forma más adecuada de iniciar una
conversación con la recién llegada–. Eran los lienzos más hermosos de Spart. No
están aquí, lo siento. Se encuentran en un lugar seguro y espero que tengas
ocasión de verlos.
Ella se
había sentado en la silla que habitualmente ocupaba Dizi. También en mis ojos,
entretanto, aparecieron algunas lágrimas por culpa de los cuadros de la pared,
por los que estaban y por los que no estaban. Puede que por la palidez del
rostro de Silva. La recordaba siempre así, pálida y silenciosa, con una pena
encubierta, como si el destino hubiera determinado que sufriera el dolor de los
demás. Como sufría ahora el mío.
Se lo
agradecí. Sin pronunciar palabra. «Te estoy reconocido –me dije–.Tú sabes que
nosotros esperábamos una niña. Todos lo sabían, incluso cuál sería su nombre.
Linda deseaba llamarla Monaliza, quizá porque nadie de la familia, de los
conocidos o las amistades se llamaba de ese modo. La llamamos Monaliza cuando
cumplió el séptimo u octavo mes en el seno de Linda antes de venir a este
mundo, al que llegó sin vagidos, como llegan los niños normales. Ella vino sin
lanzar ni un grito. Habría sido justo que lanzara al menos un grito de protesta
antes de que la introdujeran en el pequeño ataúd que yace bajo tierra junto al
féretro de Linda. Al menos están las dos juntas.»
Silva no
reaccionó y es natural. Yo había estado hablando conmigo mismo. Reaccionó
cuando sentí la necesidad de repetir lo anterior y, en esta ocasión, no
diciéndomelo a mí mismo. Silva me cogió la mano y la mantuvo entre las suyas.
En contraste con la frialdad de su rostro, las manos las tenía calientes. Una
corriente de ternura me traspasó y con ella el deseo de hablar. Me pareció que
la providencia me había enviado a la única persona en la cual podía apoyarme
sin miedo. Tanto ella como yo compartíamos un mismo hálito de muerte capaz de
abrir tumbas no solo en el cementerio. Después, Dizi entró en la habitación.
Lamenté que
Silva dejara de cogerme la mano. Dizi había traído una taza de café y Silva,
como si musitara algo entre dientes, comenzó a sorber en silencio el café y a
responder a las preguntas de Dizi. Preguntas tontas sobre cosas más tontas
todavía. Hasta que la mujer de mi padre decidió marcharse y dejarnos solos otra
vez. Pero yo ahora me sentía vacío. Si Dizi no hubiera interrumpido aquel
instante mágico de transmisión de la calidez de Silva de su cuerpo al mío por
medio del contacto de nuestras manos, yo seguramente no estaría hablando
conmigo mismo. Hablaría con Silva. Y ella me habría escuchado. Mientras que
ahora yo, transformado en una masa pétrea, comencé a hablar de nuevo conmigo
mismo. Ella no reaccionó, como es natural.
Finalmente,
antes de irse, me besó en la cara y me dejó una nota.
La leí
cuando cerró la puerta tras de sí. Cinco cifras atesoradas en mi interior como
si de la antigua inscripción de la lápida de una tumba se tratara. Entonces
sentí una sacudida, pensé que debía hacer algo, librarme de los grilletes que
oprimían mi cerebro y me convertían en una masa pétrea. Quería creer que si
formulaba en algún lugar las cinco cifras, al otro lado me respondería la voz
de Spart. A falta de él podía ponerse Silva para informarme de que Spart aún no
había vuelto a casa, como ocurría a menudo, cada vez más a menudo, sin dejar
ninguna clase de señas, cuando yo sabía por qué desaparecía y no estaba en
condiciones de hacer nada. E inesperadamente salté de la cama. En un instante
de lucidez mi cerebro se liberó del entumecimiento, fui consciente de que era
una locura perder la ocasión de hablar con Silva. Salí al balcón electrizado,
pero ya era demasiado tarde. Vi a Dizi en la verja del patio y más allá, en la
calle, un coche. Acababa de arrancar y enseguida lo perdí de vista al volver la
esquina. Mientras permanecía allí temblando, mis ojos se enfrentaron a los de
Dizi.
5
Mis ojos se
enfrentaron a los suyos apenas penetré en el salón grande del restaurante del
hotel Tirana. En un día normal, habría necesitado cierto tiempo para encontrar
su mesa, situada lejos de la entrada, a la derecha. Pero aquella noche el
restaurante estaba vacío. Y puesto que mi padre se sentaba de espaldas a la
entrada, la bailarina Dizi, con su conocida estampa de vedette, resultaba un
estruendoso señuelo.
Empapado en
sudor me dirigí hacia ellos tratando de dominarme. Mi padre tenía montones de
razones para estar enfadado conmigo. Y yo no había aparecido por casa en todo
el día, ni a la hora de comer ni después, como mínimo para cambiarme, ponerme
ropa limpia y no presentarme así, con la camisa pegada al cuerpo. Además, podía
montarme alguna escena si se enteraba de dónde había estado y con qué objeto.
Eso no se lo conté ni aquella noche ni nunca.
Durante
todo el día Spart había estado tratando de convencerme de que nos largáramos.
Nos habíamos encontrado a primera hora de la mañana en una parada de autobús de
la línea del combinado textil y cuando llegamos a la iglesia católica, frente a
la calle de las embajadas, nos topamos con una multitud. Hacía años que la
iglesia había dejado de ser un templo; a veces servía de teatro de marionetas y
otras de teatro de aficionados, pero el gentío concentrado no estaba allí ni
por las marionetas ni por los actores aficionados. Algunos permanecían en las
escaleras fumando, otros diseminados por los alrededores a la sombra y otros en
un local próximo bebiendo coñac. Con aparente desinterés, pero sin bajar la
guardia, los ojos de todos ellos escrutaban la calle de las embajadas. También
allí desde primera hora de la mañana se había apostado un apretado cordón
policial provisto de cascos, escudos transparentes de plástico y porras de
goma.
Ambos
bandos se vigilaban y se maldecían entre sí. Los policías, con el pesado equipo
encima, estaban empapados de sudor bajo el ardiente sol de julio. Se
apretujaban sin entusiasmo, y de buena gana habrían arrojado en su mayoría los
cascos, los escudos y las porras si en su rabia no les frenara el hecho de
tener que enfrentarse a la muchedumbre sin protección. La multitud, por su
parte, se mantenía al acecho para lanzarse en avalancha apenas se divisara una
brecha en el cordón de uniformados.
Hacia la
hora de comer se produjo la brecha. No supe cómo ocurrió. Nosotros estábamos en
el local donde un grupo de chicos bebía coñac para infundirse valor. Spart
también bebía; tenía la cara roja. Y me incitaba a mí. Si hubiera seguido su
consejo, puede que mi padre me hubiese esperado en vano aquella tarde. Pero yo
no quería infundirme valor con el alcohol. Si al tercer día de ataque a las
embajadas Spart aún no había penetrado en ninguna de ellas, fue debido solo y
únicamente a mi indecisión. Un fuerte sentimiento de culpa me atenazaba como
una piedra atada al cuello. Cinco años después de la muerte de mi madre, mi
padre había decidido volver a casarse aquel verano. Me parecía desleal
abandonarle. Bajo el peso de aquel dilema vacilaba en el instante en que, a
través de la cristalera del local, advertí el movimiento de la multitud en la
acera y la avalancha de los que se encontraban en la escalera de la iglesia.
El local se
vació. Nos encontramos en medio del tumulto, alguien por un megáfono difundía
la feroz advertencia de que retrocediéramos. Nadie la oyó, la corriente
continuó llevándonos consigo hasta que se formó una contracorriente. La policía
había empezado a golpear a la multitud y esta se dispersó. Después comenzó a
retirarse con rapidez. Me fijé en las personas ensangrentadas, en los civiles
que, pistola en mano, maldecían y aullaban, y nosotros nos encontramos de vuelta
en el mismo local, alrededor de las mismas mesas, junto a las mismas copas
dejadas a medias.
El juego de
nervios continuó hasta bien entrada la tarde. Entonces alguien anunció que la
policía se había retirado. La gente abandonó el local incrédula, noticias
similares corrían a menudo, pero en esta ocasión resultó ser cierta. A la
entrada de la calle de las embajadas no quedaba ni rastro de policía y la gente
se apresuraba a penetrar a empellones, en grupos, parejas jóvenes, familias
portando equipaje y con los niños a hombros, toda clase de individuos sucios,
cansados y hechos polvo. Me separé de Spart delante de la embajada alemana.
Eran las ocho de la tarde. A las ocho y media, según lo acordado, mi padre me
esperaba para presentarme formalmente a su futura esposa en el restaurante del
hotel Tirana. Yo no le dije a Spart por qué lo dejaba solo. Él, cansado de mis
vacilaciones, no se entretuvo. Permanecí allí hasta que pasó al otro lado.
Mi padre o
no se dio cuenta de mi estado, al borde de la extenuación nerviosa, o hizo como
si no se enterara. Lo más probable es lo segundo. Traté de esbozar una sonrisa
que mi padre me estaba rogando tácitamente que mostrara. Un ruego inusual,
contrario a su naturaleza. Lo que quería no lo conseguía con súplicas, lo imponía,
como se imponía a todo el mundo con la lógica de su poderoso físico. A los
cuarenta y tres años, sin haber perdido ni un mechón de pelo, seguía siendo
bastante atractivo a ojos de las mujeres. Así lo había afirmado una de mis
compañeras del último curso en la ceremonia de entrega de los diplomas de
bachillerato. Mi padre hizo acto de presencia, pisaba por primera vez mi
colegio; durante los años de instituto jamás le había dado problemas y en
aquella velada de las despedidas mi compañera me repitió que mi padre le había
parecido un hombre guapo y que le recordaba a un actor de cine. Mencionó
incluso el nombre del actor. Añadió que si yo me pareciera a mi padre, ella
habría aceptado que saliéramos juntos, aunque yo ni siquiera se lo hubiera
pedido. Sin embargo, dijo una verdad: yo no me parecía a mi padre. Y no
precisamente porque él fuera moreno y yo rubio, él muy alto y yo apenas le
llegara al hombro, o mis ojos fueran claros como los de mi madre y los suyos
negros.
Seguramente
pensaba lo mismo la bailarina Dizi cuando conseguí esbozar una sonrisa y me
senté obediente en el lugar que me indicó mi padre, en la silla vacía a su
derecha. En aquel instante quería salir huyendo, esconderme en alguna parte, a
ser posible estallar en llanto, deshacer el nudo que atenazaba mi garganta,
tranquilizarme a continuación, poner orden en mi fuero interno, sopesar las
acciones de aquel día, no arrepentirme de no haber salvado el muro para pasar
al otro lado, al lugar donde ahora se encontraba Spart y yo no le hacía compañía
porque debía estar aquí, al costado derecho de mi padre, frente a la vedette
Dizi, que no me debía nada y mi deplorable estado nada tenía que ver con ella.
Mi padre me
llenó un vaso de vino. Yo nunca había bebido vino, pero aquella noche todo era
extraordinario, se me permitían cosas prohibidas, del mismo modo que se me
permitía sentarme frente a una bella mujer o, más exactamente, frente a una
hermosa hembra. Yo no era capaz de llamarla mujer, la connotación de esa
palabra tenía un especial significado para mí, tenía relación con mi madre, con
alguien ante la que te sientes un niño, y ella era demasiado joven para ser mi
madre.
Ella
adivinó mi confusión y se apresuró a coger el vaso, lo entrechocó con el mío,
después con el de mi padre y, como si se lo pensara un instante, me felicitó
por mi grado de bachiller. Bebió un sorbo de vino y yo no pude evitar deslizar
mi mirada hacia su blusa abierta que dejaba entrever sus senos, y tratar de
suponer cómo juzgaría mi padre aquel desliz. Mi cerebro cayó de repente en un
juego peligroso, vergonzoso, indigno: me la imaginé en una escena erótica,
puede que porque un día en el instituto, uno de los chicos, en un arranque de
sinceridad, había afirmado que se masturbaba imaginándose a la bailarina Dizi.
Para escapar de aquellos juegos mentales me puse a beber vino, aquella noche me
dejaba, me incitaba a ello mi propio padre, también Dizi, y esto continuó hasta
que no sé cuál de ellos dijo algo relacionado con la avalancha sobre las
embajadas. Entonces tuve la sensación de caída al vacío. Cierto que mi acción
podía ser corregida al día siguiente. Al día siguiente podía coger la misma
línea de autobús, bajar en la parada de la iglesia católica. Allí todo volvería
a empezar desde el principio, una angustia bajo el ardiente sol de julio y una
huida en el desierto hacia lo desconocido, hacia lo que pendía del horizonte
como un espejismo.
–Este es el
principio de la debacle –profetizó mi padre–, esos pronto se harán pedazos.
No estoy
seguro de si esas palabras las dijo en el restaurante, cuando nuestra cena
tocaba a su fin, o fuera, en la desierta plaza de Skanderbeg. Pero de lo que
estoy seguro es de que Dizi lo cogió del brazo y se apoyó contra él cuando
salimos, y de que yo pensé que era un gesto razonable. «Ella teme hacerse pedazos
–me dije–. Necesita aferrarse a algo, de lo contrario no estaría hoy con
nosotros, estaría aferrándose a cualquier otra cosa y ahora la mejor para
asirse son las embajadas.» Mientras tanto, a mí se me hacía imposible decidir
si debía actuar como Dizi, coger del otro brazo a mi padre, o mañana, apenas
amaneciera, tratar de reunirme con Spart. Mi propia debacle mi padre no podía
ni imaginársela. Él ignoraba hasta qué punto me sentía herido y no podía ni
sospechar una hipotética debacle mía. Que no tenía ninguna relación con la
debacle de la que él hablaba. La mía era mi propia soledad. En aquel ardiente
verano, tras acabar el bachillerato, en espera de que me otorgaran el derecho a
seguir estudiando, me encontraba abandonado, en una pavorosa encrucijada, como
un andrajo frente al mortal desprecio de todo el mundo, incluido mi padre.
La idea de
unirme a Spart al día siguiente en la embajada alemana me surgió de camino,
antes de llegar a casa. A aquellas horas de la noche las líneas de autobús no
funcionaban.
–No podemos
dejar a Dizi en mitad de la calle –dijo mi padre–, y para acompañarla a casa
echaríamos dos horas en ir y venir...
Lo mismo
pensaba yo al ver su brazo alrededor de la cintura de la bailarina; era una
solución lógica. Puesto que las dos manos de mi padre estaban ahora ocupadas
con Dizi, me pareció natural hallar, al fin, una salida para mí mismo. Lo
decidí mientras subíamos las escaleras del edificio casi a oscuras, donde Dizi,
quizá por efecto del vino, se había echado en brazos de mi padre. Al día
siguiente en cuanto amaneciera iría a sentarme a las escaleras de la iglesia
católica.
Algo
inesperado hundió mis planes y los de Spart.
Lo
inesperado llegó a través del timbre del teléfono. Estaba donde había estado
siempre, en el pasillo. No podría decir la hora que era ni durante cuánto
tiempo llevaba dando vueltas en la cama, hacia un lado, hacia el otro, sin
conseguir pegar ojo. Las paredes, atiborradas del calor de todo el día, lo
liberaban ahora lentamente en forma de asfixiante bochorno. Mientras, por la
ventana abierta penetraba otra clase de bochorno provisto de una agitada
respiración que enardecía el deseo sexual. Tal vez mucho más que el calor de
aquella noche fuera eso lo que me impedía conciliar el sueño. Sentía la
necesidad de acariciar un cuerpo femenino, como acariciaba ahora mi padre, en
la habitación de al lado y en la misma cama donde había dormido con mi madre,
el cuerpo de una mujer joven. Y la culpa la tenía precisamente aquella mujer
joven. Yo no estaba con Spart sino aquí, dando vueltas, con la cabeza sobre la
almohada empapada en sudor, por su culpa. También de mis espasmos sexuales
tenía ella la culpa. Si no hubiera llevado desabrochada la blusa, mis ojos no
habrían ido a parar a sus senos y mi fantasía no se habría desbocado desde que
nos separamos en el pasillo y me encerré en mi cuarto y ellos en la habitación
contigua. Entre nosotros solo se alzaba una pared, y esa pared no era capaz de
impedirme traspasar con el pensamiento al otro lado para ver cómo mi padre
comenzaba a desnudarla en medio de la habitación, le quitaba la blusa, el
sostén, le acariciaba lascivamente el cuerpo entero, la cogía en brazos, la
echaba sobre la cama, introducía la cara entre sus pechos, y ella lanzaba un
gemido de sufrimiento, después un grito, a continuación otro gemido y un grito
más.
Esta
evocación me martirizó. Llegó un momento en que no distinguía si estaba dormido
o despierto, me sentía atormentado por un deseo sexual que no lograba
satisfacer. Aquello se prolongó hasta que me vi en la ceremonia de entrega de
los diplomas de bachillerato, en el salón de actos del instituto, sentado junto
a mi compañera. Se llamaba Gerta y sentía cómo ella se apretaba contra mí,
frotaba su pierna contra la mía y me pegaba sus pechos; introduje la mano por debajo
del asiento, a través de su minifalda vaquera, entre sus muslos, y advertí que
en realidad no nos encontrábamos en el salón de actos, no supe dónde estábamos,
pero estábamos solos y entonces me apresuré. Comencé a bajarle las bragas y
ella se tumbó. Me susurró que me lo permitiría si me dejaba bigote como mi
padre. «Tú no te pareces a tu padre –dijo– no eres sexy», y al final, tras
ímprobos esfuerzos, conseguí penetrarla.
El sonido
del teléfono en el pasillo debí de oírlo en ese instante. Pensé que continuaba
en mi delirio erótico, pero enseguida me convencí de lo contrario. En el
silencio de la noche el teléfono aullaba. No me moví. No esperaba que nadie
telefoneara y menos a una hora semejante, cuando todo parece estar sumido en el
sueño de la muerte. También yo quería sumirme en el sueño de la muerte, muy
lejos, en un lugar donde los delirios no pudieran alcanzarme.
Imposible.
El otro insistía y era de locos. Mejor tirarme por la ventana que someterme a
aquella locura, mis nervios aún eran fuertes. Al parecer no lo soportaron en la
habitación de mi padre. Su puerta se abrió, salió al pasillo, oí cómo alzaba el
auricular, su gruñido de adormilado y, finalmente, la llamada a la puerta de mi
cuarto.
–Es para ti
–dijo mi padre–, te buscan.
Me puse los
pantalones a oscuras y salí al pasillo. Mi padre se había vuelto a la cama.
Cuando me llevé el auricular a la oreja y pronuncié un sofocado «diga»,
comprendí por qué no había esperado a pedirme explicaciones por aquella extraña
llamada telefónica, a una hora aún más extraña si cabe: eran las dos de la
madrugada. Del otro lado me llegó la lejana voz de una chica y, aunque me dijo
su nombre, apenas caí en que era Silva, la hermana de Spart.
Lloraba, lo
percibí de inmediato. Y me quedé cortado. No podía dejar de relacionar sus
sollozos con nuestra aventura de la iglesia católica.
–Ahora –me
decía–, están todos en el hospital, papá ha sufrido un infarto por culpa de
Spart. Él sabe muy bien que papá está mal del corazón, hace años que lo está y,
como poco, por él no debería haber hecho lo que ha hecho. Si tú aún no lo sabes
–añadió–, te ruego que me perdones y también por molestar a esta hora
intempestiva, pero Spart nos telefoneó, se ha metido en la embajada alemana, y
a pesar de todas las súplicas de mami no acepta volver a casa, ha dicho que de
allí solo saldrá muerto, que no quiere respirar más este aire pútrido, y a
papá, del disgusto, le ha dado un infarto.
Se me
atragantaron las palabras. Mi aturdimiento fue completo cuando se abrió la
puerta de la habitación de enfrente y de ella salió Dizi envuelta en una bata
de mi padre. Ella me sonrió, después entró en el baño. No estaba a mi alcance
dejar de imaginar que ella estaba completamente desnuda bajo la bata que le
quedaba grande. «La futura esposa de mi padre está orinando», pensé. Después me
dije a mí mismo que me estaba volviendo un cínico. «Al fin y al cabo, no es
nada malo –me disculpé–, el mundo entero es cínico.» Lo digo porque en aquel
momento de debacle, como había profetizado mi padre, él compartía el lecho con
una vedette, Spart no quería respirar más este aire pútrido, a su padre lo
habían llevado al hospital con un infarto y yo, con la asquerosa sensación que
me producían los sedimentos húmedos del delirio erótico, escuchaba abrumado la
voz de Silva.
Entretanto,
la puerta del baño se abrió, de ella salió Dizi, me sonrió de nuevo y yo pensé
otra vez que estaba completamente desnuda bajo la bata que le quedaba grande.
Entró en la habitación, me la imaginé arrojando la bata y mostrándole a mi
padre aquel cuerpo soñado por mis compañeros masturbadores, y después, para
exasperación de aquellos, cómo se tendía junto a él para evitar hacerse
pedazos; mientras, Silva me rogaba que la ayudara.
Trataba de
captar la esencia de su súplica. Significaba que renunciara a mis propios
planes, que cuando amaneciera no tratara, con la multitud, de abrir una brecha
en el cordón policial de la calle de las embajadas, que no escalara ningún
muro, a pesar de que también a mí, como a Spart, el aire que respiraba me
pareciera pútrido y que a mi padre, con toda seguridad, no le daría ningún
infarto en el caso de que me comportara responsablemente, es decir, que le
telefoneara para informarle de mi huida. Le di mi palabra a Silva sin pensarlo
demasiado, resultaba insoportable escuchar sus súplicas por un favor tan
insignificante. Ella me rogaba que fuera a la embajada alemana pero no para
refugiarme yo también en ella; mi misión era encontrar a Spart, hablar con él,
hacerle sabedor del infarto de su padre, hacer todo lo posible para convencerlo
de que renunciara a la huida, y que todos se lo suplicaban, le imploraban que
no debía comportarse como un descastado.
Mantuve mi
palabra, a las diez de la mañana salí para penetrar en la embajada alemana.
Aguanté bajo un sol de justicia tres horas. A las tres horas alguien al otro
lado del muro me informó de que la persona que buscaba no estaba allí, que se
había marchado por la mañana temprano.
Al parecer,
otro mensajero había llegado antes que yo. Y me di la vuelta.
6
Me reanimó
el estruendo de una ráfaga de metralleta. Dizi tembló, rehuyó mi mirada y
abandonó la verja a la carrera. El estruendo se repitió por segunda vez y
después reinó el silencio.
Volví a la
habitación enfebrecido y eché la llave a la puerta. No podía soportar la
presencia de nadie. Me cuidé de cerrar igualmente la puerta del balcón, los
ruidos me sobresaltaban lo mismo que las ráfagas de los kaláshnikov, esos
alaridos de espíritus malditos. Comprendía la necesidad que tenían de aullar
aquellos espíritus. También yo quería aullar. El juicio sería otra forma de
alarido. Con independencia de que, paradójicamente, el acusado sería yo
mientras que los verdaderos reos, los que debían sentarse en el banquillo de la
vergüenza, representarían el papel de acusadores y juzgarían mi crimen.
No me
resultaba difícil concebir la parte de la acusación. Igual de fácil sería la
conformación del tribunal de justicia. Los diputados, los ministros, los
viceministros e incluso los primeros ministros podían amoldarse a esos papeles.
Servirían también las jerarquías partidistas, dada su propensión a regular la
sociedad. Desde su posición, ellos me condenarían sin vacilar a la pena capital
si no tuvieran las manos atadas por una ley que la prohíbe, aunque ello no le
impida matar con sus propias manos a ningún criminal. Después la lista de
personas idóneas para las indicadas funciones podía aumentar con individuos de
rango más modesto, por ejemplo con los representantes de la prensa.
Resultaría
todavía más fácil la composición del jurado. Si en relación con la parte de la
acusación y el tribunal de justicia tenía las ideas claras hasta el nivel de
las categorías sociales, al jurado me lo imaginaba con todo detalle. Lo
formarían representantes de los dos clanes familiares, del mío y del de Linda.
El mío, encabezado por mi padre, ocuparía la parte derecha de la tribuna, esa
era la posición que le correspondía como vástago de antiguos propietarios. Los del
clan de Linda debían ocupar la parte de la izquierda, aunque rechazaran ser
calificados de perseguidores, puesto que todo aquello lo daban por olvidado. Lo
importante ahora era mi crimen, y para castigarlo se pondrían de acuerdo todos,
la acusación, el tribunal de justicia y el jurado, sobre todo el jurado. A
pesar de la constitución de las partes, en mi caso ambas se mostrarían
unánimes, como siempre lo habían estado contra mí.
Pero aquí
surgía la complicación y el armazón judicial se venía abajo como un castillo de
arena. Debía determinar cuál era mi crimen. De no ser así no estaría en
condiciones de provocar un juicio en el que de acusado me convirtiera en
acusador. Solo contra todos, cautivo de una oscura memoria fragmentada, atado
de pies y manos, seguro de mis mortíferos deseos, pero inseguro acerca de si
había matado o no, a quién había matado y por qué motivo. Solo recordaba la
pistola modelo ruso TT de fabricación china. La había comprado aquel día de
marzo en un recodo del vacío mercadillo de los Gitanos; era la única mercancía
que se vendía y muy barata, pero después... era para volverse loco, a fe mía,
mi cerebro se bloqueaba y yo trataba en vano de no hundirme para no ser
absorbido por las tinieblas de la inconsciencia.
–Ya te lo
expliqué una vez –oí una voz–. ¡Estás atrapado en una telaraña virtual!
En un
rincón de la habitación, sentado en el sillón junto al radiador encendido
estaba el pequeño friolero filosofando.
–Oh, Dios
–murmuré–, otra vez este...
–Ya veo
–observó–, no tienes confianza en mí. Estás hasta las narices de este espíritu
y estás a punto de mandarme al cuerno. No te lo aconsejo, quizá encontremos una
solución. Tú te libras de mí y yo me libro de ti.
Enfadado,
seguro de que el otro no se despegaría de mí, le dije:
–De
acuerdo, proponme una solución.
El friolero
guardó silencio un instante y me ofreció la solución: continuar el relato de su
historia.
Me dieron
ganas de decirle que desapareciera, que no tenía tiempo que perder. Pero en
lugar de eso, seguro como estaba de que no se despegaría de mí, le repetí «de
acuerdo». Y le escuché a la fuerza, con un continuo deseo de interrumpirle,
pero sin hacerlo.
«Fue a
finales de noviembre o a principios de diciembre –así comenzó la narración–,
puedo determinar con precisión el año, 1981. Yo tenía diez años y Oriana doce,
aunque iba a mi misma clase.
»Todos lo
tenían claro: Oriana era mi novia. Las informaciones de esa naturaleza aparecía
en las paredes de los váteres de los chicos. En ellas se podían encontrar
inscripciones desde lo más inocente a lo más guarro, insultos a madres y
hermanas, dibujos de los órganos sexuales o de muchachas desnudas, obra
normalmente de los alumnos de los últimos cursos. Los demás las leíamos y nos
regocijábamos mientras hacíamos nuestras necesidades, las mayores o las
menores, y nos regocijábamos mucho más cuando en lugar de las iniciales
aparecía el nombre completo, por ejemplo: “Ayer Gjergj le ha alzado las piernas
a Vasilika”. Todos sabíamos de qué Gjergj y de qué Vasilika se trataban, y
mirábamos el mensaje con curiosidad tratando de adivinar en qué consistiría
aquello de alzar de piernas. Pero cuando leí lo que habían escrito sobre Oriana
y sobre mí en la pared de uno de los váteres de los chicos, no me hizo ninguna
gracia.
»La razón
de que no me hiciera gracia tiene que ver con otro asunto: acababa de morir mi
tío, el hermano mayor de mi padre. Y no en casa ni en el hospital, como
acostumbra a morirse la gente. Mi tío había muerto en la cárcel, y debo
resaltar en este punto la primera de las fatalidades de mi vida. No recuerdo
que mi cumpleaños se haya celebrado nunca en la fecha exacta, es decir, el día
15 de diciembre de cada año. Siempre se celebraba una semana después y algunas
veces, como caía antes del Año Nuevo, para evitar gastos superfluos, se dejaba
para la Nochevieja. Siempre fue este un motivo de pelea entre mi madre y mi
padre. Porque, como supe más tarde, el día que yo nací, el 15 de diciembre de
1971, el hermano mayor de mi padre fue detenido.
»Con el
tiempo comencé a sentirme culpable cada vez que se acercaba mi cumpleaños. Papá
nunca estaba en casa ese día. Se iba a un lugar muy lejano, a un lugar llamado
Spaç donde estaba encerrado mi tío y de donde, según contaban los adultos, se
entraba vivo y se salía en un ataúd. De ese modo salió mi tío, en un ataúd, y a
pesar de que faltaban dos meses para mi décimo aniversario no podía menos que
sentirme culpable, esta vez no por su encarcelamiento sino por su muerte. Idea
que le solté a mis padres en cuanto volvieron del entierro. Mi madre me dijo
que decía tonterías.
»Aquella
noche vi a mi padre borracho por primera y última vez. Él no bebía. Despreciaba
a los que bebían. También es posible que aquella noche, después del entierro
del tío, papá no estuviera borracho. Mas él pronunció dos nombres. En mi mente
aquellos dos nombres representaban algo sagrado, eso nos enseñaban en la
escuela. Sus retratos estaban colgados en mi aula el uno junto al otro3. Oía
por primera vez cómo alguien los insultaba con injuriosas palabras, y ese
alguien era mi padre. Cuando se percató ya era demasiado tarde y se vio
obligado a darme una explicación. Me pidió que me quitara de la cabeza la idea
de que tenía en cierto modo la culpa de la muerte de mi tío.
–Los
culpables de la muerte del tío –aclaró– son otros. Ha llegado el momento de que
lo sepas y te lo claves bien en la mollera. Son los que, cuando yo tenía
aproximadamente tu edad, encerraron en la cárcel a tu abuelo, es decir, a mi
padre. Los que le robaron los bienes y lo torturaron hasta la muerte. Después
lo sacaron de allí en un ataúd.
»Mi madre
le rogó que parara. Su súplica reflejaba cierto espanto. Cuanto más hablaba mi
padre, más aterrada parecía ella. Yo me sentía mal, no comprendía por qué papá
insistía en contarme todo aquello. Después algo acabé por entender cuando
concluyó su alegato con algunos consejos en forma de órdenes; pensé que estaba
leyendo párrafos de algún libro sagrado:
–No debes
olvidar esto mientras vivas. Cuando llegue el momento se lo contarás a tus
hijos, después a los hijos de tus hijos y así sucesivamente... Y todo lo que
acabas de oír de mí, mantenlo en secreto. Si no lo haces, terminaré donde han
terminado tu abuelo y tu tío, y tú sabes que de allí solo se sale en ataúd. Tú
no querrás que yo salga de allí en un ataúd.»
«Al día
siguiente, en el recreo, vi la inscripción sobre Oriana y sobre mí en la pared
de uno de los váteres de los chicos: “Oriana y Ergys besándose”. Encima de él
un pintarrajo. Saqué el pañuelo del bolsillo, lo borré y volví a clase.
»Nuestro
pupitre se encontraba al final de la fila de la izquierda, junto a la ventana.
Era un día claro y soleado, un caluroso día de octubre. Atontado por el sol o
por la voz apagada de la maestra, me estaba entrando sueño. Habría sucumbido a
la modorra si no fuera por la inquietud que me embargaba. Durante todo el
tiempo me atenazaban sin dejarme tranquilo los dos retratos de la pared de
enfrente, el uno junto al otro.
»Solo uno
de ellos me miraba. El otro, con gafas graduadas, miraba a lo lejos a través de
la ventana. La mirada del primero me traspasaba con una dulzura divina, como si
me estuviera preguntando si acaso él, el dios, tenía realmente aspecto de
caníbal. Al otro le traía sin cuidado lo que yo pensara de él, si era un
verdugo o un carnicero, un apóstol o un lobo. Le importaba un comino, puesto
que ni me miraba. Ello me indujo a mostrarme cauteloso. No debía pronunciar ni
siquiera mentalmente sus nombres de dioses consagrados. Lo había jurado en mi
fuero interno, no quería que mi padre saliera de ninguna parte en un ataúd. Se
lo dije a los retratos, al que me miraba y al que no.
»Los
retratos ni se inmutaron. Entonces se me ocurrió la idea de inventar una forma de
comunicación con ellos y la mejor manera era dándoles un nombre adecuado. Un
nombre que no fuera ni de dioses ni de hombres comunes y corrientes. Y, puesto
que según mi padre ellos pertenecían a la especie de los antropófagos, al
primero le llamé Cíclope Grande. Y al segundo Cíclope Chico. Cuando se lo
comuniqué, siguieron sin inmutarse. El uno continuó mirándome con dulzura
divina y el otro ni me miró.
»En mi
comunicación con los retratos resultaba imposible profetizar que uno de ellos
tenía los días contados. Cómo adivinar que el Cíclope Grande de porte divino se
zamparía la cabeza del Cíclope Chico, aunque en la pared del aula se
mantuvieran todo el rato apaciblemente juntos. Hasta entonces no había oído ni
leído en ninguna parte la expresión “le zampó la cabeza”. ¡Imagina el
espectáculo! No se trataba de un gato zampándose la cabeza de un ratón, ni de
un lobo la cabeza de un conejo, sino de ¡un cíclope zampándose la cabeza de
otro! La horrorosa visión me aterrorizó una noche mientras permanecíamos ante
el televisor y en la pantalla apareció la foto del Cíclope Chico. El
presentador dijo que ya no existía, que se había suicidado. Mi madre lanzó un
grito. Mi padre dio un salto con el aspecto de alguien que no se cree lo que
ven sus ojos ni lo que oyen sus oídos. Y formuló la expresión canibalesca de la
cabeza devorada.
–No creo
que se haya suicidado –dijo–. No es del tipo de los que se suicidan. ¡Le han
zampado la cabeza!
Después,
como si lanzara una maldición, añadió:
–Ahora al
más grande solo le resta zamparse su propia cabeza, ya no le queda ninguna otra
que comerse, ha acabado con todas...
»Aquella
noche vi en sueños al Cíclope Grande zampándose la cabeza del Cíclope
Chico.»
«También
Oriana había tenido el mismo sueño. Como de costumbre, la esperaba en el
portal; bajó después que yo e hicimos el camino hasta la escuela en silencio.
Tenía los ojos rojos. Los ojos de Oriana enrojecían de ese modo cuando se
ganaba algún cachete, lo que sucedía cuando su padre la pillaba con los deberes
sin hacer. Yo estaba hecho trizas. Me sentía como si me hubieran tronchado las
piernas y los brazos y me estaba entrando el sueño.
»Ni que
decir tiene que aquel fue uno de los días más desgraciados de mi vida. Y fue
precisamente aquel infausto día cuando Oriana me propuso que nos fuéramos
juntos al anochecer hasta las ruinas de la teqe. Relacioné su proposición con
sus ojos rojos. Se le ponían así cada vez que se ganaba un cachete, y aquel día
no me cabía la menor duda. Oriana me invitaba a vivir una aventura. Y una de
las más excitantes era la visita a las ruinas de la teqe. Al caer la noche se
acercaban por allí las parejas. Permanecíamos escondidos hasta que empezaban a
besarse y, cuando lo hacían, nos burlábamos de ellos y después salíamos
corriendo para que no nos atizaran. En realidad nos atizaban, pero más tarde,
al regresar a casa.
»La
proposición de Oriana de que fuéramos hasta las ruinas del monasterio me
recordó los inevitables palos que nos íbamos a llevar. Pero sus ojos estaban
rojos, ella quería vengarse de una injusta reprimenda y estaba dispuesta a
pagarlo con un nuevo castigo; bastaba con alarmar a los padres y que ellos la
buscaran arriba y abajo, como me buscarían también a mí. Me pareció indigno no
aceptar su proposición. Al fin y al cabo, un estacazo de la pareja de novios o
de los padres no era nada comparado con zamparse una cabeza. Y aquí vienen las
fatídicas palabras de Oriana, según la cual, después de que se hubieran zampado
la cabeza, el Cíclope Chico se había convertido en un aparecido que deambulaba de
noche por el cementerio.
»Estas
palabras puede que me las hubiera dicho aquel día en clase. La maestra le hacía
preguntas a un compañero que permanecía de pie junto a la tarima con el aspecto
de quien no entiende lo que le piden, y pensé que, como me había pasado a mí,
quizá él también hubiera visto en sueños al Cíclope Chico en el momento en que
le zampaban la cabeza. Todos habían tenido el mismo sueño, incluida la maestra,
y ahora, llenos de pánico, hacían como si no echaran en falta su retrato en la
pared de enfrente, en la que seguía el Cíclope Grande con su mirada divina.
Ahora bien, el cuadrado vacío de la pared estaba lanzando alaridos que era
imposible no oír. Quizá porque los oyó, Oriana se inclinó hacia mí y me susurró
al oído:
–El Cíclope
Chico se ha transformado en aparecido y anda de noche por el cementerio.
»La escuché
atontado. Me estaba entrando el sueño, puede que por el sol o por algo
impreciso. Cuando al acercase a mi oreja ella se apoyó en mi brazo, sentí una
masa blanda. El torso de Oriana siempre había sido plano y duro, cada vez que
le daba un puñetazo en el pecho ni se enteraba. Turbiamente imaginé lo que
había ocurrido. Llegaba el día en que a las chicas les crecían las tetas.
Cuanto mayores se hacían, más les crecían. Una vez, viajando en tren con mi
madre, le había visto el seno a una mujer mientras le daba de mamar a su bebé.
Un seno grande, como una pelota de fútbol. El pecho de Oriana debía de ser
pequeño, como una pelota de ping-pong. “Del seno de Oriana, pensé, podría mamar
un bebé del tamaño de una muñeca”. Y me ruboricé, mi turbación fue total. Ella
cierto que me susurraba algo al oído, pero puede que no fueran las palabras
sobre la transformación del Cíclope Chico en aparecido. Puede que me las
hubiera dicho más tarde, al anochecer, cuando nos encontrábamos cerca de las
ruinas de la teqe a la espera de fastidiar a alguna pareja.»
«Desaparecimos
del patio de atrás del bloque antes de que cayera la noche. Ella tenía
la cara
redonda y colorada y hoyuelos en las mejillas, era más grande que yo y más
alta. Si hubiera sabido lo derrengado que estaba, quizá no hubiéramos ido hasta
las ruinas de la teqe. Pero Oriana no sabía lo derrengado que estaba yo. Ella
quería a toda costa que fuéramos hasta las ruinas. Y cuando finalmente llegamos
allí, después de dar un montón de vueltas arriba y abajo para hacer tiempo, yo
apenas me tenía en pie.
»A la luz
de la luna Oriana observó la palidez de mi rostro. Estábamos acurrucados detrás
de un matorral, alrededor reinaba un profundo silencio y, sea porque hacía
fresco debido a la humedad, sea por el miedo a la oscuridad, nos apretujábamos
el uno contra el otro. Ignoro si ella podía oír mi respiración y los latidos de
mi corazón. Los suyos yo sí que los sentía. Y miraba la luna. Y de lo agotado
que estaba solo deseaba una cosa: marcharme, irme a casa, meterme en la cama,
dormir. Oriana me dijo, mientras, que estaba muy pálido y me preguntó si tenía
frío. Le respondí que no, sin llegar a decirle lo más importante, que no me
tenía en pie. Porque en aquel momento oímos pasos y voces en la oscuridad. A la
luz de la luna, que a veces se ocultaba entre las nubes y otras aparecía con un
brillo cegador, un ojo vigilante podría distinguirnos con facilidad. Por suerte
para nosotros, la luna estaba oculta y los ojos de los recién llegados poco
atentos. Pasaron tan cerca de nosotros que podrían habernos pisado. Se fueron
más allá, junto a un muro medio caído. Y comenzaron a besarse.
»Pensé que
aquel era el momento justo de lanzar nuestros acostumbrados chillidos. Chillábamos
siempre que las parejas se besaban, así las pillábamos por sorpresa y mientras
se recobraban, nosotros ya nos habíamos puesto a cubierto. Como de costumbre,
esperaba que Oriana chillara la primera. Ella solía arrojar un terrón en
dirección a la pareja y lanzábamos el chillido casi a la vez. Ahora bien, la
pareja ya llevaba abrazándose un buen rato y a mí se me hizo raro que Oriana no
pareciera tener intención ni de lanzarles un terrón ni de gritar. Ella se pegó
aún más a mí, me cogió la mano y mi brazo chocó con la masa blanda de su torso.
»Me asusté,
ella estaba ardiendo, como si estuviera enferma de gripe. Nunca la había visto
en un estado así. Sin entender nada, pensé que debía quedarme callado y no
moverme. De pronto la luna salió de entre las nubes y no pude precisar si
aquellos gemidos llegaban de más allá o eran los jadeos de Oriana en mi oreja.
Vi una chica mayor que nosotros con los ojos cerrados; un chico, que me daba la
espalda, la tenía en brazos y ambos se mecían. Como en una película. Una noche,
que no estaban ni mi padre ni mi madre, en un canal extranjero captado con el
4, algo que me había sido taxativamente prohibido, había visto una escena más o
menos parecida, con la diferencia de que la pareja estaba en la cama y ambos
desnudos. Tuve la impresión de que la chica mayor que nosotros con los ojos
cerrados imitaba la escena de aquella película. Después todo me pareció un
tanto asqueroso... Hasta que finalmente se marcharon sin que nosotros
llegáramos a emitir ningún chillido.
»Por un instante
ni me sentí cansado ni tuve ganas de dormir. Y besé a Oriana en la cara. Quizás
para probar vagamente algo, para completar también yo una escena
cinematográfica. Oriana me besó en los labios. Y me dijo que de ese modo
podíamos considerarnos novios. Sus labios ardían, su cara estaba roja como la
brasa. Ella añadió que mi cara y mis labios estaban muy fríos. “Tú cara está
muy pálida”, observó. Tras estas palabras me sentí desfallecer de nuevo, me
entró un mareo. “Estoy mal, creo que estoy enfermo”, le dije. La luna refulgía,
te cegaba los ojos. Entonces Oriana explicó la causa de mi desfallecimiento con
una convincente razón. El Cíclope Chico, según sus padres, se había
transformado en un aparecido que andaba como una sombra por el cementerio. El
peligro estaba en pisar sin querer la sombra del fantasma. “Pisar la sombra de
los fantasmas es peligroso –me explicó Oriana–, puedes enfermar gravemente.” Y
salimos corriendo de allí sin saber lo que nos esperaba.»
El friolero
agitó la mano en el aire.
«Como ves
–se quejó–, por culpa de aquella aventura continúo sufriendo la maldita
enfermedad que le da a la cara del hombre el color de la muerte. Corro sin
parar con la enfermedad dentro de mí, y ello culmina en un día siniestro con la
llegada de la ambulancia, y con ella los médicos, y con ellos la policía. Me
sacan de la cama, papá insulta a los vecinos soplones, mamá me da ánimos, me
dice que en el hospital me curaré pronto, y aquí comienza otra pesadilla, no sé
dónde estoy, solo una cosa es cierta: a Oriana la pierdo para siempre. En vano
trato de descifrar el enigma de la sombra del aparecido; ellos me la esconden,
me la hacen desaparecer, y aquí se mezclan todos, sus padres y mis padres, los
médicos y la policía. Remueven cielo y tierra para separarnos, con la tozudez
de los alquimistas, como si fuéramos los primeros pecadores del universo, yo
Adán y ella Eva, un Adán de diez años y una Eva de doce.
»¿Los oyes?
Ya vienen. Ellos no se separan de mí, no me dejan acabar mi historia. Porque
son culpables. Respecto a ti y respecto a mí... Todos son culpables y
participan en el crimen. ¡Todos! Helos aquí, ya vienen...»
7
Jon
apareció al fin. No sabría decir si lo hizo al día siguiente, al mes o un año
más tarde. Más exacto sería decir que continuaba siendo el mes de marzo. Un
marzo cualquiera, no importa de qué año, de qué siglo, de qué milenio, de
nuestra era después de Cristo o de una era ya sepultada. El tiempo ya no
significaba nada para mí, seguía cautivo de un mes de marzo. Todos los meses
eran una variante de marzo, armado hasta los dientes, con pesada coraza de
bronce y la feroz apariencia del dios de la guerra. Lo que la gente no sabía,
ni tampoco quería saber, es que Marte también es el dios de la agricultura. Por
tanto era natural que mi memoria fuera cautiva de una imagen broncínea
prisionera en el mes de marzo y que la aparición de Jon la relacionara sin
solución de continuidad con la misma época, independientemente de que hubiera
pasado un año, un siglo o un milenio.
Cuando Jon
llegó, yo estaba encerrado en la habitación, inmerso en una de aquellas
conversaciones con el friolero amarillento. Abúlico me levanté y abrí la puerta
cerrada con llave. Con un largo abrigo negro y un fular blanco, entró Jon. Tras
él, también con abrigo largo y negro, penetró Silva. Dizi venía detrás y me
lanzó la acostumbrada mirada despectiva, como si quisiera decirme: «Lo ves, te
traje a Jon». Este me rodeó con sus brazos sin decir ni una palabra; cualquier
comentario habría estado de más.
Mientras
Jon me abrazaba, mi cerebro se puso en movimiento: tenía que encontrar la forma
de echar a Dizi de la habitación, pero no tuve necesidad de darle demasiadas
vueltas. Dizi se retiró ella sola. Yo me cuidé de cerrar la puerta tras ella e
invité a los amigos a quitarse los abrigos y a sentarse en los sillones.
Entonces Jon me hizo saber algo que no esperaba: habían venido para llevarme a
dar una vuelta en coche. Según Jon, el encierro entre las cuatro paredes de la
habitación no era aconsejable, aquel día hacía un tiempo maravilloso y podíamos
llegarnos a Durrës, a la orilla del mar y, si me apetecía, incluso podíamos
comer por ahí.
Me zumbaban
los oídos con sus últimas palabras: ¡comer por ahí! No podía existir para mí
una proposición más absurda. Levanté la cabeza y clavé los ojos en su agraciado
rostro, en el que se dibujaba la alegre expresión de una fingida euforia.
Después me fijé en los apagados ojos de Silva. «Ellos vienen de otro mundo», me
dije. Y algo turbio me incitó a renunciar al propósito de hacer partícipe a Jon
de mis planes: en su comportamiento, en su forma de hablar, capté un sesgo
artificial. Después, sin poder oponerme a la insistencia de Silva, me puse la
zamarra, bajé con ellos y ocupé el asiento trasero del coche. Percibí la
familiar fragancia de un perfume.
Jon mantenía
siempre el coche inmaculado, un BMW azul oscuro, flamante, propiedad del dueño
del café-bar Pacífico, hermano menor de su padre. Los amigos íntimos sabíamos
que había sido adquirido en el mercado negro con documentación falsa, es decir,
que era un coche robado en Alemania o Italia y que el dueño no viajaba jamás
con él al extranjero, pero en el interior del país y para atender las diversas
necesidades del local, el que más lo usaba era mi amigo. Y, por supuesto, sus
conocidas. En nuestro círculo, las amistades femeninas de Jon eran
proverbiales. A falta de habitación, esa función la desempeñaba el BMW del tío.
Lo utilizaba como una especie de picadero móvil y el coche desprendía un
continuo olor a perfume. Cualquier camarero, solo con oler la fragancia del
coche, era capaz de adivinar cuál de las amiguitas había sido la protagonista
de su última escapada al apacible y rústico monte Dajti, en el mejor de los
casos, o, de forma habitual, a las colinas de la iglesia de San Procopio.
Me
acurruqué en uno de los asientos traseros envuelto en la fragancia y con un
nudo en la garganta: me pareció estar oliendo el perfume de Linda. Entonces el
coche se puso en marcha y nos encontramos en el anillo periférico entre un
barullo de automóviles.
La idea de
pasar por el cementerio se me incrustó en el cerebro de improviso. Mientras
circulábamos despacio, me fijé en que en la acera había una mujer sentada en
una silla ante una mesa. Sobre la mesa no había cigarrillos ni botellas de
Coca-Cola. Vendía flores. «Claro, vende flores para llevárselas a los muertos»,
pensé. Y le pedí a Jon que buscara la forma de parar un momento porque quería
comprar flores. Ambos se quedaron boquiabiertos. Su asombro se transformó en
desconcierto cuando, después de comprar tres ramos de flores, les rogué que me
llevaran al cementerio. Con evidente preocupación, Jon trató de convencerme de
que haríamos mejor yendo hacia nuestro destino inicial, a la orilla del mar.
Era
evidente, insistía en vano. Pero lo que yo no sabía es que acabaría teniendo
que dar la vuelta con los tres ramos, sin hallar ninguna tumba donde
depositarlos.
Mi desorden
mental comenzó cuando Jon aparcó el coche junto a la primera de las parcelas y
yo le dije que en primer lugar quería llevar un ramo a la tumba de Spart. Se
miraron el uno al otro. Pálida, Silva me explicó que eso era imposible. Spart
no estaba enterrado allí, en el cementerio de Sharra; yacía en el de Shish
Tufina. Capté con dificultad el significado de esas palabras, me sonaban sin
sentido. Quería colocar un ramo de flores en la tumba de Spart se encontrase
donde se encontrase, en Sharra o en Shish Tufina. Y me poseyó un fuerte
sentimiento de culpa no solo con respecto a Silva, quien no ocultó el
desconcierto que le producía mi error, sino sobre todo en relación con Spart,
aunque este se encontrara bajo un manto de tierra y no estuviera presente para
ver mis locuras.
Después
ocurrió lo más terrible. Ninguno de los tres sabíamos dónde estaba la tumba de
Linda y Monaliza. Ellos porque no habían estado en el entierro. Yo porque no
recordaba si había estado o no. Ese momento se correspondía con un segmento
oscuro de mi memoria, en el que todo había desaparecido, y por eso ahora yo
trataba inútilmente de rellenar aquel hueco. Jon intentó buscar una solución,
fue a pedir información a una edificación que se hallaba en la primera de las
parcelas del cementerio. Volvió contrariado. Salvo algunos trabajadores, no
había encontrado a nadie. La oficina donde figuraban las coordenadas de las
tumbas estaba cerrada.
Les pedí
perdón a Silva y a Jon. Y les rogué que me llevaran a casa. Quería volver
cuanto antes a casa. Allí trataría de hallar una salida. Sopesar los hechos, la
realidad de ese mundo herméticamente cerrado que ni siquiera me permitía
encontrar la tumba de Linda. «Porque –razoné– si no estoy en condiciones de
encontrar su tumba, tampoco lo estaré de vengarme . Y si no me vengo, ¿por qué
habría de vegetar en un medio en el que mi existencia no tiene justificación
alguna?»
El coche
giró hacia un camino lleno de baches, dejando atrás, a ambos lados, las
parcelas del cementerio. En un vano intento, Jon se puso a contar algo
gracioso, pero enseguida interrumpió la narración. A la vuelta, en el cruce de
la carretera nacional, apareció un coche fúnebre negro, con un ataúd rojo, lo
que hacía suponer la juventud del difunto. Era seguido por una alargada hilera
de coches y otra algo más corta de autobuses. Fue precisamente el instante en
el que mi razonamiento alcanzó un punto muerto y repentinamente algo estalló.
El corazón me latió fuerte. Por vez primera se esbozó en mi cerebro una figura,
una forma. Venía de alguna parte, de las zonas ciegas, con una especie de
mensaje. Pero en uno de los botes del coche perdí el equilibrio, la figura
esbozada desapareció y en su lugar permaneció en mi oído el zumbido de una voz
masculina. Ronca, temblona, como si saliera de las profundidades de unos
pulmones arcaicos. Volví a estar en punto muerto. Quería determinar qué era
aquella voz. Tuve la impresión de que si el coche no hubiera dado botes en el
camino lleno de baches y yo no hubiera perdido el equilibrio, habría captado un
mensaje suyo. Pero en mi cerebro todo se apagó, si es que estaba encendido, y
me quedé en un mudo agujero.
Exhausto,
apoyé la cabeza contra la ventanilla y clavé los ojos en el cortejo fúnebre. Me
entró la duda de si estaba ante una verdadera ceremonia mortuoria o era mi
mente la que me engañaba haciéndome contemplar escenas alucinantes bajo la
fuerte sensación de haberlas vivido ya. Ignoraba dónde, ignoraba cuándo, si
hacía un día o un año, pero ya vividas, casi de la misma forma, oculto como
entonces, tras la ventanilla de un coche o tras la tronera de un búnker. Con
dificultad para respirar introduje la mano en el bolsillo, seguro de que en el
cinto tocaría la pistola. Fue un movimiento involuntario. Existía una relación
entre la voz, la pistola y el movimiento involuntario de mi mano. Pero los
dedos no tocaron nada metálico. La pistola había desaparecido y se había
llevado consigo una parte de mi memoria.
Me apreté
fuertemente la cabeza con la esperanza de que se produjera un milagro. Si mi
cerebro se desbloqueaba, podría penetrar una gruesa cortina de niebla, al otro
lado de la cual se encontraba la respuesta a mis preguntas, y podría establecer
una relación lógica entre los hechos. Pero la cortina seguía siendo
impenetrable. Y los hechos mudos. Y yo cautivo de ellos, como lo era en aquel
momento de mis amigos, quienes, como todos los demás, me rodeaban con su
silencio.
Me bajé
delante de la villa con los ramos de flores en las manos. Jon lamentó que el
día no hubiera salido como había previsto y Silva, siempre pálida, me abrazó y
me besó en ambas mejillas. Permanecí agarrotado, sin poder reaccionar, hasta
que Linda llegó en mi ayuda. Quizá no reaccioné porque, cuando Silva me abrazó,
me invadió su fragancia, y todas las células de mi ser guardaban memoria de
aquel aroma perteneciente a Linda: ella utilizaba el mismo perfume. Me
reprendió, debía mostrarme amable y devolverle el abrazo a Silva.
Eso hice. Y
la besé también en ambas mejillas. Después subí a mi cuarto, acompañado de su
perfume. Linda me susurraba al oído, me rogaba que fuera a encontrarme con
ella.
–Voy –le
dije–, quería poneros un ramo de flores a ti y a Monaliza. Y a Spart. Pero no
pude encontraros ni a ti, ni a Monaliza, ni a Spart.
Linda no
dijo nada y me quedé en medio de la habitación con los ramos de flores. En
aquel momento tañeron las campanas de la iglesia.
¡Din, din,
don! ¡Din,
din, don! ¡Din, don! ¡Din, don! ¡Din, din,
don!
Mi cerebro
hizo de caja de resonancia al ritmo de las campanas y grité:
–¡Jesucristo!
¡Jesucristo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesucristo!
Tras el
grito sentí un mareo y me quedé sumido en la inconsciencia bajo el eco de las
campanadas. Transformadas en números, me martilleaban los tímpanos, mientras yo
iba precipitándome hacia lo más hondo acompañado de un batir de palmas. ¡Un,
dos, tres! ¡Un, dos, tres! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos, tres!
Aturdido
miraba hacia el presidente del tribunal. Su mazo golpeó largo rato sobre la
bandeja de bronce al ritmo de los gritos: ¡Crucifixión! ¡Crucifixión! ¡Cruz!
¡Cruz! ¡Crucifixión!
Los
presentes en la sala, de los que hasta el momento una parte gritaban y otros
daban palmadas, se calmaron y yo apenas pude sostener sus feroces miradas. Los
miembros del jurado me lanzaron idénticas miradas desde una tribuna situada
junto al elevado estrado del juez. Los jurados no estaban sentados según la
clásica división, es decir, mi clan familiar a la derecha, el clan familiar de
Linda a la izquierda. Estaban mezclados los unos con los otros, ambas partes
mostraban idéntica cólera y reclamaban que me castigaran con la misma saña. A
través de la puerta abierta distinguí una multitud que, blandiendo una gran
cruz, esperaba que la sesión concluyera.
«Estáis
equivocados –habría querido decirles–. Yo no soy Jesucristo, no merezco tal
honor.»
Como
respuesta recibí un grito histérico, pero no me impresionó. Conocía desde hacía
mucho la histeria de las multitudes. Gritaban por cualquier cosa, les gustaba
gritar, buscar víctimas, y si no las encontraban, crearlas. Yo no podía estar
incluido en la categoría de víctima predestinada a ser elegida por la multitud,
no era una persona relevante. Las multitudes no se ocupan de los don nadie.
Este hecho, es decir, que yo era un don nadie, lo subrayó en primer lugar el
presidente del tribunal de justicia, un hombre hosco, con una cara bastante
conocida de la televisión, que no sabría decir si era político, hombre de
negocios, presidente de alguna organización no gubernamental, cronista de
sucesos o, lo que era más probable, todo a un tiempo. Esta fue la presentación
que hizo de mí:
–Este
hombre –dijo– no representa nada, no está metido en política, no se dedica al
contrabando, ni a la droga ni a la prostitución, pero curiosamente afirma haber
cometido un crimen sin estar en condiciones de probar a quién ha matado, en qué
circunstancias y con qué objeto. No se ha encontrado ni siquiera el cuerpo de
su víctima, a pesar de que los muertos en estos tiempos se cuenten por docenas,
no es nada raro matar o que te maten; imaginen, por tanto, la paradoja que
representa este don nadie y ténganlo en cuenta ustedes, señoras y señores del
jurado, si deciden cargarlo con el peso de la cruz, porque las consecuencias de
su conducta escandalosa, contraria a la moral pública, han recaído sobre
ustedes, sobre el pundonor de vuestro clan, sobre vuestra memoria de clase, que
él arrastró por el fango con desprecio. Lo que implica minar los cimientos de
nuestra existencia.
Yo no
entendía nada. La espiral de su razonamiento me agotó, me catapultó hacia una
dirección sin salida, me hizo poner en duda si realmente me encontraba en el
Juicio Final, donde de acusado me transformaría en acusador. Ahora bien, aparte
de la televisiva cara del presidente del tribunal y de las caras archiconocidas
del jurado, mis ojos chocaban únicamente con seres anónimos. Se encontraban
allí atraídos por la curiosidad, tal vez para comprobar de qué modo gritaría si
me clavaban en la cruz. Y cuando la cara televisiva terminó su exposición, me
cogió de improviso: me pidió que hiciera pública mi propia apología. Eso fue lo
que dijo, la gente quiere de ti una apología pública.
No
conseguía ni tragar saliva. En aquel momento no recordaba ni mi nombre.
Aturdido, eché de nuevo una mirada hacia la sala; más que aturdido, aterrado,
pues no podía esperar ninguna clase de ayuda de los seres anónimos, eran
máscaras acartonadas como momias en sus sarcófagos, hasta que, al fin, en el
umbral de la desesperación, mis ojos divisaron una cara conocida. Empapado en
sudor, el otro ensayó desde lejos una sonrisa. Sentí una sacudida. El otro
agitó la mano como si quisiera decirme: «No tengas miedo, estoy aquí, todo el
tiempo he estado aquí. No te sorprendas de lo que pase contigo, te lo he
explicado, es el absurdo de nuestra existencia y ahora, si no te acuerdas de tu
nombre, trata al menos de recordar quién soy yo».
Lo reconocí
de inmediato. «Tú eres Balzak», musité. Y me pareció que tal como estaba,
empapado en sudor, con la cara colorada y los ojos empañados por la bebida,
acababa de salir de la cena que sellaba la unión oficial de mi padre con la
vedette Dizi.
8
Dizi se
instaló definitivamente en nuestra casa a principios del mes de septiembre. Con
ese motivo mi padre organizó lo que podría llamarse la ceremonia de sus
segundas nupcias, una cena en la intimidad en la que participaron muy pocos
invitados. Era una noche cálida, los presentes hablaban en voz baja, nadie
parecía estar de boda, ni siquiera Dizi, ataviada con un sencillo vestido de
verano de color azul. Mi padre se había vestido con mayor sencillez aún, vio
razonable presentarse ante los invitados del brazo de su nueva esposa vistiendo
de manera deportiva, con unos vaqueros y un ligero polo también de color azul,
que le hacía parecer realmente joven pese a lucir unas cuantas canas en su
cabello. Yo, entretanto, sentado al otro lado de Dizi, hacía lo imposible por
aparentar que tenía puesta el alma en aquel acontecimiento de la vida de mi
padre.
Mis
tentativas no tuvieron demasiado éxito. Aquella tarde se había hecho público,
si bien con retraso, el listado de alumnos de la capital que habían obtenido el
derecho a continuar los estudios y mi nombre no se encontraba en él. En vano
leí y releí la lista varias veces, incluso las de las ramas que no me
interesaban, pero mi nombre no figuraba en ellas. Cuando le comuniqué la
noticia a mi padre, él la encajó sin la menor sorpresa. Me aconsejó que no
padeciera, debido a nuestra manchada biografía familiar seguíamos perteneciendo
a la categoría de las personas con mala pata. «No es nada fácil librarse de la
mala pata», rio dándome una palmada en la espalda, como si quisiera animarme. Y
me recordó su profecía de la debacle: «No te preocupes –dijo–, esos sarnosos
pronto se harán pedazos».
Pero yo me
encontraba perdido. La perspectiva de la debacle no me consoló. No podía
hacerme a la idea de que la espera iba para largo, un año al menos, hasta que
pudiera probar suerte otra vez. Mi único consuelo en aquella velada era la
presencia de Balzak.
Era un
hombre de mediana estatura de lo más corriente. Aunque mi padre le llamara por
el nombre del gran escritor, desde ningún punto de vista, tampoco ni de lejos
en su aspecto exterior, tenía nada que ver con el retrato del auténtico, es
decir, del gran Balzac, que yo había visto en alguna parte, en un libro o en
una revista. El Balzak de mi padre – su amigo más original y sorprendente– era
gordo y barrigudo, completamente calvo, tenía los ojos castaños y redondos, una
boca grande de abultados labios sensuales, los cuales, debido a sus dientes
algo salidos, mantenía siempre entreabiertos. A aquel hombre siempre lo
recordaba igual, vestido de traje, camisa y corbata. Y casi siempre borracho.
Se presentaba normalmente en nuestra casa a una hora tardía de la noche. Mi
madre había convertido en un acto reflejo, al oír el timbre de la entrada a
aquellas horas, la exclamación: «Es Balzak», que soltaba de inmediato. Mi padre
se levantaba, abría la puerta y en el vano aparecía un hombre con una cartera
bajo el brazo, que permanecía un momento apoyado contra la pared hasta que mi
padre decidía invitarle a pasar. Se metían en la cocina-comedor, mi padre sin
demasiado entusiasmo, mientras el otro, en su euforia de beodo, no le ahorraba
ninguna clase de cumplidos a mi madre, la cual sabía perfectamente lo que tenía
que hacer: se daba prisa en prepararle un café y le llenaba, sin la menor
vacilación, un gran vaso de rakí. Después mi madre y yo nos íbamos y ellos se
quedaban solos, hablaban en confianza durante toda la noche y a menudo su
conversación se prolongaba hasta la hora del desayuno, cuando yo oía de nuevo
el ruido de la puerta, a nuestro amigo bajando las escaleras y a mi padre en el
pasillo.
Pero
también podía ocurrir que mi padre no estuviera en absoluto de humor y
recibiera de morros al recién llegado. Aun borracho, Balzak comprendía que no
era bienvenido. Con el vaso de rakí en la mano miraba alrededor, como si
tratara de pedirle ayuda a mi madre, y a mí me daba pena de él, me disgustaba
que mi padre lo maltratara, que le dijera tan hirientes palabras; en una
ocasión, incluso, llegó a decirle: «Pedazo de burro, acabarás en la cárcel,
serás la ruina de tu familia». En esas ocasiones pensaba que Balzak se
ofendería, que no probaría el rakí y que se iría para no volver jamás. Pero no
era así. Y yo me devanaba los sesos para comprender cómo era posible que mi
padre, hombre de rectos principios, enemigo del alcohol y de todos los
borrachines, aguantara de ese modo a aquel tipo. Por otra parte, tampoco
llegaba a entender por qué razón Balzak se tragaba las humillaciones de mi
padre, y tras un largo intervalo sin aparecer, cuando yo creía que nunca
volvería a pisar nuestra casa, se presentaba una noche, el timbre de la entrada
sonaba a aquella hora tardía, mi madre decía «es Balzak» y, efectivamente, él
aparecía en la puerta, tembloroso, como si quisiera disculparse con antelación
por la molestia que pudiera ocasionarnos con su presencia.
El Balzak
de mi padre era en realidad una especie de escritor, o quiso serlo, pero había
fracasado. No sabría decir por boca de quién ni en qué momento oí por vez
primera calificarlo de escritor fracasado. En cualquier caso, no fue por boca
de mis padres. Yo no sabía ni que era escritor y menos fracasado. Balzak era un
amigo de infancia de mi padre, habían sido compañeros de instituto y trabajaba
en alguna parte, en una imprenta, de corrector de pruebas. Según mi madre, un
corrector de pruebas se ocupaba de que los libros salieran sin erratas. Eso era
todo lo que sabía de Balzak, nada más, hasta que me enteré de otra cosa: tenía
una esposa y dos hijas gemelas de mi edad.
Conocí a la
esposa y a las hijas de Balzak al día siguiente de una noche que había venido a
casa borracho, se había peleado con mi padre, se había marchado y, como le dijo
su mujer a mi madre, no había vuelto a su casa y no sabían dónde buscarlo. La
asustada cara de aquella mujer se me ha quedado grabada en la memoria. Era
flaca, pálida, de pelo lacio. Para poder hablar con mi madre un rato, nos
ordenaron a las gemelas y a mí que saliéramos a jugar al patio trasero del
bloque. Ellas obedecieron y me siguieron, pero no quisieron jugar. Se sentaron
en un escalón y se quedaron calladas mirando a los niños que jugaban algo más
allá, al sol, y yo, por cortesía, me sentí obligado a hacerles compañía hasta
que oí en las escaleras la voz de mi madre. Siguió charlando un rato más con la
visita en el portal, antes de despedirse, y en la cara de la mujer volví a
observar el mismo sufrimiento. Sin salir de su aturdimiento, la mujer llamó a
sus hijas. Las niñas se colocaron a ambos lados de la madre, la agarraron de la
mano y, cuando se perdieron a la vuelta de la esquina, yo lamenté no haberles
preguntado sus nombres.
Desde aquel
día Balzak no apareció por nuestra casa en una larga temporada. Estaba en una
edad en la que no podía conocer al detalle la naturaleza de las relaciones de
mis padres con el noctámbulo. En general, tampoco supe más tarde demasiadas
cosas acerca de aquellas relaciones, incluso el propio Balzak, años después, en
sus conversaciones conmigo no deseaba remover el asunto, como tampoco quería
que le tocara otro tema tabú: la literatura. Si yo llevaba la conversación
hacia la literatura, se encrespaba. Después se arrepentía, me rogaba que le
perdonara y me rogaba, asimismo, que no le provocara. Y yo no podía sino
relacionar este extraño comportamiento con su famoso apodo de antaño de
escritor fracasado. Apodo relativo al único libro publicado por él, una novela
titulada La estación verde.
Encontré la
novela un buen día mientras revolvía en la biblioteca de mi padre. Me atrajo su
cubierta algo diferente a las del resto de libros: en el centro había una joven
flanqueada por dos muchachos que le habían dado la espalda. En la primera de
las guardas en blanco eché un vistazo a la dedicatoria a mis padres, bajo la
cual estaban el verdadero nombre y el apellido de Balzak. Nunca leí aquel
libro. En un principio, cuando lo descubrí, porque todavía era un niño y no era
un libro para niños. Más adelante, por la sencilla razón de que se perdió y,
pese a que lo busqué en todas partes, en la biblioteca, en los estantes y
cajones, no lo encontré por ninguna parte.
Pero, hete
aquí que ahora tenía al autor ante mí. Mientras mi padre abría la ceremonia con
un brindis a la salud de los invitados, yo calculé que hacía cinco años que no
le veía. A pesar del enorme calor que hacía, se había vestido como requería la
ocasión, con traje y corbata, y yo tuve la impresión de que era el mismo traje
oscuro que llevaba el día del entierro de mi madre, hacía cinco años, un día de
abril de 1985, cuando el país entero estaba de luto, aunque no fuera por mi
madre, y toda la ciudad se había desplazado al bulevar de los Mártires de la
Nación donde tenían lugar las pompas fúnebres del dios consagrado.
«Sin
embargo tú –me dije mirando la apacible cara de Balzak– aquel día no estabas
mezclado con la multitud, formabas parte del pequeño cortejo que enterraba a mi
madre. Vestías ese mismo traje oscuro. Me parece como si toda tu vida hubieras
usado el mismo traje oscuro, tanto en los entierros como en las bodas, con tu
cartera de corrector de pruebas bajo el brazo. Tu cara estaba empapada en
sudor, pero no debido al calor como ahora. Te habías tomado quién sabe cuántas
copas, se te trababa la lengua, tenías nublada la vista, apenas te sostenían
las piernas, y no obstante te quedaste hasta el final, hasta que se depositaron
las coronas sobre la tumba de mi madre y yo me alineé al lado de mi padre para
recibir el pésame de los presentes. Tú al principio abrazaste a mi padre, le
susurraste algo al oído, y él, por su parte, con los ojos rojos por la vigilia
o quizá mucho más por su enojo contigo, te musitó unas palabras. Nunca supe
cuáles fueron aquellas palabras. Es probable que por culpa de aquellas palabras
tú sonrieras amargamente y yo no te volviera a ver ni en la comida de difuntos
ni nunca más, no volviste a tocar el timbre de la entrada de noche, pero era
lógico: mi madre ya no estaba para pronunciar “es Balzak”, y para mi padre ya
no eras bienvenido, él se había enfadado contigo y sus enfados se prolongaban
una enormidad, años y a veces eternamente...»
Me encontré
con un vaso de vino en la mano, sonriendo a Balzak. Él alzó el vaso de rakí.
Estaba sobrio; yo no lo recordaba sereno. Eché un trago de vino y él echó un
trago de rakí. «Balzak –quise preguntarle–, ¿qué fue lo que te dijo aquel día
mi padre en el entierro de mi madre?»
«Nada de
particular –me contestó–. “Desaparece –me dijo–, no quiero volver a verte la
jeta jamás”. Me lanzó a la cara los acostumbrados epítetos, como cada vez que
se sulfuraba conmigo, y tú debes saberlo; yo nunca le he guardado rencor a tu
padre, si bien existían con frecuencia razones para guardárselo, aunque solo
sea por el mote de Balzak. Resulta vergonzoso malgastar así el nombre de un
gran escritor, sobre todo dado el contexto; era de ese modo como se burlaba de
mí, su amigo de la infancia, y sin embargo, como te dije, nunca le he guardado
rencor. En lo más profundo de mi ser, una vez se me pasaban mis desenfrenadas
borracheras, cuando estaba sobrio, yo les daba la razón tanto a él como a mi
esposa, a todas las personas que sentían lástima de mí. Ahora bien, las
personas no están cortadas por el mismo patrón. Tu padre es un hombre de
carácter y voluntad de hierro, cualidad indispensable en nuestro entorno, donde
la palabra sentimiento está de más, es sinónimo de debilidad y al débil nadie
lo quiere, lo pisotean, lo aplastan, y no le queda más remedio que buscar su
salvación en alguna otra parte, en un universo donde se encuentra
milagrosamente fuerte, dispuesto a enfrentarse a los imbéciles, como me sentía
yo bajo los efluvios del alcohol, envalentonado física y también
espiritualmente, en un mundo nebuloso donde me desembarazaba del mote de
escritor fracasado, fracasado y cero a la izquierda como me llamaban los otros,
la ralea de los escritorzuelos oficiales agrupados en un tabor de hormigas
inquisitoriales. Sin embargo, aquello no era más que una ilusión. En cuanto mi
cerebro se desembarazaba de la bebida, mi ser era presa del terror, la realidad
era distinta, me volvía a sentir débil, incapaz, despreciado y expulsado de
todas partes, obligado a corregir pruebas de decenas y centenares de libros,
sin fin, toneladas de hojas negras, sin pizca de belleza, sin el menor dolor
humano, y yo no podía afrontar aquella victoria de la barbarie, una absoluta
necesidad me empujaba a toda prisa hacia el local más próximo para ingerir las
imprescindibles dosis de alcohol y verme libre de la opresión; y eso se repetía
a diario, casi de la misma forma, y en mis oídos resonaba la misma canción, las
mismas sentencias antialcohólicas, las crisis de nervios de mi mujer, los ojos
suplicantes de mis hijas, los reproches de tu padre junto con la advertencia de
que un día acabaría en la cárcel.
»No fue
así. Ni cuando publiqué la mentada novela con el ecológico título de La
estación verde, fruto de un pacto con mi redactor5, una especie de media
aritmética entre el título original, La estación lluviosa, y el que proponía
él, La estación optimista. Pasé entonces un periodo terrible. El título
ecológico no salvó mi novela. A pesar del clásico happy end, a los críticos no
les gustó la desazón anímica de mis personajes, uno de ellos incluso llegó a
escribir que yo debía de pensar que el lector era aún más idiota que yo mismo,
es decir, que le daba gato por liebre, oscureciendo con todo aquel desasosiego
la feliz realidad de la vida de las gentes. En una palabra, me eché a temblar;
en casos parecidos, otros antes que yo lo habían pagado caro. Los conocidos, en
vez que consolarme, me comían la moral con reproches, me decían: “Animal,
teniendo mujer e hijos que mantener, qué se te ha perdido a ti en un trabajo
tan inútil como el de la escritura”, y cuando las críticas arreciaron, algunos
comenzaron a alejarse de mí. El único que no me abandonó fue tu padre. Pero
esta es una larga historia, para qué recordarla. Y así, después de ser
condenado a dos años de reeducación en el trabajo manual de la producción de
hormigón, acabé de corrector de pruebas, lo que, en todo caso, fue una suerte
para mí, aunque nunca me libré del miedo a acabar un buen día en la cárcel.
»Ese mismo
miedo lo tenía tu padre, el de que acabara un buen día en la cárcel. Por eso no
le guardaba rencor. Si interrumpía con frecuencia las visitas a vuestra casa
solo era por la vergüenza que sentía, me pesaba mi conducta, me percataba de mi
incesante degradación, pero era incapaz de hacerle frente. Le daba siempre la
razón a tu padre, para mí, él ha sido una especie de templo en el que
confesarse como un pecador adolescente, seguro de que cuanto le contara
quedaría sepultado en lo más hondo de nuestra intimidad. Pero aquel día, cuando
acompañábamos a su última morada a tu pobre madre, él fue injusto conmigo.
Entendámonos, a simple vista tenía toda la razón para mandarme a paseo, para
echarme en cara lo que hice. A simple vista seguramente resultaba escandalosa
mi aparición en el entierro de aquella mujer maravillosa, a la cual respetaba
profundamente, parecía una vergüenza, sí, una ofensa a la memoria de la difunta
y otra al sufrimiento de los vivos. Estaría dispuesto a aceptarlo todo, a que
me consideraran un infame por haber ofendido la memoria de tu madre con mi
negligencia de borrachín. Pero no fue así. Y puesto que tu padre nunca ha
querido oír una explicación por mi parte, te ruego que me escuches.
»Aquel día
fui presa de la exaltación de la manera más inesperada. Me encontraba en la
oficina de los correctores, una pieza grande en la planta sótano del edificio,
fría y húmeda por sus paredes de hormigón. Corregía las pruebas de un libro, no
recuerdo cuál, un libro como cualquier otro. Sin embargo, me acuerdo de que
estaba solo y de que cuando uno de mis colegas entró en la oficina me
impresionó la palidez de su rostro. Se me acercó, comenzó a murmurar algo en
voz baja y con aspecto asustado, como si temiera que nos oyera alguien; eran
frases inconexas, confusas. Hasta que al final consiguió soltar:
–El ser
supremo ha muerto –dijo–. ¡Oh, Dios mío, que sea cierto! Han dado la noticia,
pero todos callan, hacen como si no supieran nada y se la repiten unos a otros
a escondidas.
»Yo no
manifesté sorpresa ni ningún otro sentimiento. Mi cuerpo se paralizó, una
corriente fría me recorrió la espalda. Mi silenció colocó a mi colega en una
posición difícil, pues quizás esperara una reacción por mi parte y, como poco,
que le dijera algo. Cuando advirtió que yo no estaba dispuesto a hacer el menor
comentario, cuando comprendió que de un gallina no se podía esperar nada, se
marchó. Y yo me quedé solo. Los ojos se me fueron involuntariamente hacia el
retrato oficial colgado en la pared de enfrente. Y le pregunté: “Zeus, ¿será
verdad?”. Zeus no me respondió. Desde aquel instante no pude estarme quieto. De
manera urgente debía confirmar, en primer lugar, si la noticia era cierta. ¿Y
cómo hacerlo? En todas las secciones de la imprenta el trabajo continuaba como
si tal cosa y yo no me atrevía a entablar conversación con nadie, habría sido
una acción imprudente, si la noticia era un embuste podía ser calificado de
provocador, aunque no existiera criatura humana con el valor de inventarse una
noticia semejante.
»Tú, como
perteneces a la joven generación, no puedes comprender lo que sentí cuando la
noticia se confirmó. Es cínico alegrarse de la muerte de alguien. Pero en mi
caso, decir que me alegraba es poco. No era alegría. Fue un instante en el que
vi la inutilidad de mi vapuleada existencia. Y algo más terrible: la sombra de
aquel individuo sobre mi cabeza como una maldición. Salí a escondidas de la
imprenta. Me detuve en el local más cercano, me tomé de un trago un coñac doble
y, a pesar de mi descomunal deseo de continuar bebiendo, no pedí otro por una
increíble pero auténtica razón: tuve miedo de que me vieran bebiendo y de que,
si me veían, descubrieran lo que sentía, un desenfrenado regocijo jamás
probado. La siguiente copa la bebí en otro local un poco más allá, siempre de
un trago, y así seguí en cada uno de los locales que me salieron al paso hasta
llegar a casa, en la que penetré en un delirio. Allí encontré a mi esposa. Ella
acababa de salir de la escuela, es maestra, y con lágrimas en los ojos me rogó
que no saliera a la calle, que si quería seguir bebiendo estaba dispuesta a ir
a comprarme lo que quisiera, pero que permaneciera encerrado unos días, que
haría correr la voz de que estaba enfermo, ella me podía conseguir la baja de
una compañera suya médica. Le di la razón, me quedaría encerrado. Era la mejor
solución para un tipo como yo, puesto que no estaba en condiciones de controlar
mis reacciones bajo los efluvios del alcohol. Después llegó la noticia de la
muerte de tu pobre madre. Mi esposa me pidió que no fuera al entierro por miedo
a que montara alguna escena, ella podía representarme y disculparme. Y yo le
prometí que no saldría de casa. Promesa que no mantuve en absoluto. Aquel día se
celebraban dos entierros y yo no podía dejar de acompañar a tu madre a su
última morada. Mi esposa no me riñó, no tenía ningún motivo para reñirme.
Estuve contenido, no abrí la boca, no hablé con nadie. Solo tu padre, cuando le
abracé, me hizo saber que si me veía en la comida de difuntos me echaría a la
calle. Yo estaba borracho, él estaba enloquecido. Dicen que el loco le abre
paso al borracho. Pero aquel día yo le abrí paso al loco.»
Balzak toma
un trago de rakí. Yo tomo un poco de vino. Está sobrio. Permanece en silencio,
sin mezclarse en las conversaciones de los demás, como mucho suelta alguna
palabra. Por lo tanto, lo anterior no me lo puede haber dicho en la cena de las
segundas nupcias de mi padre, cuando fue invitado a volver a nuestra casa, con su
mujer, tras una ausencia de cinco años, él con su traje oscuro y ella con su
eterna cara lívida. Aquella noche, según parece, había comenzado un nuevo
deshielo en sus relaciones, quiero decir entre Balzak y mi padre. El segundo se
comportaba como si no hubiera sucedido nada, el otro como un aplicado alumno
tras un merecido castigo: durante toda la velada bebió poco, se mantuvo sobrio
todo el tiempo y, como me dijo más tarde, ese había sido el precio de su
renacida amistad, la renuncia a la bebida, el retorno a la compañía de las
personas normales. En tales condiciones no pudo haberme dado explicaciones
sobre sus relaciones con mi padre. Lo que se produjo en mi interior, sin duda,
fue un salto en el tiempo.
Lo vi por
última vez dos meses después de aquella noche. Era diciembre, la capital corría
a celebrar el Año Nuevo. En la fachada del Palacio de Cultura una pancarta
rezaba «Feliz 1991». Pero el tema del día no era la llegada del Año Nuevo. Era
la debacle profetizada por mi padre.
El timbre
de la entrada sonó de repente muy tarde, tanto que nos habíamos ido todos a
dormir. «Balzak», me dije. Al principio ninguno nos movimos. En la habitación
de al lado, mi padre, como yo, seguro que se había imaginado quién era. El otro
insistía, hasta que oí los pasos de mi padre en el pasillo. Entretanto, yo me
levanté, y también lo hizo Dizi. Con la duda entre mandarle a paseo o invitarle
a pasar, mi padre, enervado, encaminó al recién llegado hacia la cocina-comedor
aún caliente, donde se derrumbó sobre una silla: estaba completamente borracho.
Su aspecto aquella noche era verdaderamente lamentable. Llevaba un gabán negro,
todo lleno de manchas de coñac, el nudo de la corbata deshecho y desprendía un
fuerte olor a alcohol. Dizi no aguantó demasiado, esbozó una falsa sonrisa y
fue a encerrarse en su habitación.
A
diferencia de otras veces, no pidió de beber. Si lo hubiera hecho, tampoco se
lo habría servido mi padre, que estaba fuera de sí. Y como si quisiera
descargar su enojo en alguien, me ordenó, en un tono que no admitía réplica,
que los dejara solos. Me acompañó la mirada de perro apaleado de Balzak. Eso
fue lo que pensé cuando me tropecé con sus ojos: «Este hombre parece un perro
apaleado». Me dio vergüenza pensarlo y sentí pena de él. Volví a mi habitación,
me tiré sobre la cama y me acometió un incomprensible sollozo. Tal vez porque
también yo en aquella época me sentía como un perro apaleado y la implorante
mirada de Balzak me comunicó algo a la vez sincero y doloroso, un estado en el
que sientes deseos de huir, de desaparecer, de suicidarte, tan injusto es el
mundo. Mientras sollozaba sentí cómo reñían. Su pelea no duró mucho, lo que
probaba que quizá hubieran roto. Salieron al pasillo, se abrió la puerta de la
calle, mi padre la cerró de un portazo y, resoplando su ira, maldijo con un
calificativo desacostumbrado.
–¡Payaso de
feria! –gritó.
Balzak no
pudo oír aquel insulto.
«De haberlo
oído –me dijo años después al recordar con una amarga sonrisa la pelea de
aquella noche–, me habría reído a carcajadas. ¡Imagínate, horas antes de llegar
a tu casa, el mismo insulto me lo había soltado en mi propia jeta un policía!
Aquella noche, paradójicamente, acabé por vez primera en el calabozo de una
comisaría de policía. Pero tu padre no se enfadó por eso. Se enfadó por otra cosa,
tan escandalosa, como dijo él, que si hubiera estado presente habría actuado
del mismo modo, incluso peor, me habría dado tales palos que no los olvidaría
en la vida.
»El suceso,
es cierto, tiene todos los ingredientes para ser calificado de bufonada y, en
cierto sentido, el epíteto “payaso de feria” de tu padre viene a cuento. En
retrospectiva, acepto la calificación de payaso de feria. Así, al menos, puedes
hacer reír a la gente, y hacer reír a la gente cuando está hasta las narices ya
es algo. Pero aquel día mi propósito no era hacer reír a nadie. Por la mañana
temprano me presenté en la oficina con una fuerte emoción. Mi hija mayor –me
refiero a la gemela que nació dos minutos antes que la otra, entonces
estudiante de segundo de literatura– me informó de que por la tarde, hacia las
cuatro o las cinco, en la Ciudad de los Estudiantes se celebraría un mitin.
Algo se cocía en aquellos primeros días de diciembre, pero mi humor se
encontraba en su punto más bajo. Nada me apetecía desde hacía tiempo y no creía
que existiera algo que suscitara mi interés. El mundo entero me parecía estéril
y solo tenía un objetivo en la vida: seguir trabajando para sacar adelante a
mis hijas. Frente a ellas tenía un inconsolable sentimiento de culpa. Con un
padre como yo, ellas habían sufrido, se habían sentido inferiores, y eso era lo
que más repugnancia me producía. En una palabra, quería darle una alegría a la
gemela mayor, que se sintiera orgullosa de mí: su padre se ponía de parte de
los estudiantes y no del Gobierno.
»Esta
clase, digamos, de impulso heroico me producía un exacerbado entusiasmo. En la
oficina no podía parar, no me centraba en la lectura de las pruebas y abandoné
el trabajo cuando llegó el autor de libros para niños K.T. En aquel momento
tenía entre manos la corrección de uno de sus libros y él venía a menudo a ver
cómo iba, me metía prisa y de vez en cuando me invitaba a un coñac. Ahora bien,
el objeto de su aparición aquel día era otro. Sin preguntar en absoluto por las
pruebas, me ordenó que me colocara la cartera bajo el brazo.
–Hoy –dijo
bajando la voz– nadie trabaja. Hoy –bajó aún más la voz– solo trabajan los
lacayos del Gobierno.
»Le
obedecí. Salimos a escondidas por el vacío patio de la imprenta y tomamos
aliento en la cantina de Dyrr. Este local había abierto en los últimos tiempos,
se encontraba en una estrecha calleja, oculto a los ojos de la gente, y reunía
una clientela heterogénea; entre los asiduos había no pocos funcionarios de las
instituciones de alrededor, los cuales, en compañía de su copa, pasaban allí
buena parte del horario laboral. Para las personas distinguidas, de mayor rango
que los funcionarios del montón, había otra entrada que conducía al interior, a
un cuarto donde servía el propio dueño. Ni el autor de libros para niños K.T. ni
yo pertenecíamos al rango de las personas distinguidas. El local era muy
estrecho, una pequeña estancia acondicionada de una casa de planta baja en la
que no cabían ni mesas ni sillas, donde una sola mesa habría reducido demasiado
el espacio destinado a los clientes. A pesar de lo cual, a la clientela le
gustaba congregarse allí, hombro con hombro, envuelta en el humo de los qofte a
la parrilla y, en el mejor de los casos, de los bistecs.
»Tras la
primera copa me acordé de mi hija. Me subió la temperatura y me invadió por
entero el desasosiego. Decidí dejar de beber, irme a casa, descansar y después
acercarme con mi hija a la Ciudad de los Estudiantes. No sé cómo decirlo. Fui a
la Ciudad de los Estudiantes, pero no con mi hija. Fui con el autor de libros para
niños K.T. Y aquí comienza el episodio más tragicómico de mi toda mi vida.
»No puedo
asegurar a cuál de los dos, si al autor de libros para niños K.T. o a mí, se le
ocurrió la demencial idea de subirnos a la tribuna para saludar, también
nosotros, a los asistentes al mitin. Éramos presas de una divina euforia, miles
de estudiantes gritaban; las palabras mágicas “Democracia y Libertad”, como
llegadas de otra galaxia, nos mantenían suspendidos en el aire como alas de
paloma. Volamos sobre la multitud, solo de ese modo logro explicarme cómo
fuimos capaces de acercarnos por detrás a la tribuna, apenas faltaba un palmo
para vernos frente a aquel milagro. Créeme, en mi vida olvidaré el espectáculo
que llegué a contemplar. Y de pronto, cuando algunas personas de entre la fila
de oradores volvieron la cabeza, sentí que me agarraban unas robustas manos. No
comprendí lo que sucedía, me vi brutalmente apresado, metido en un cuarto,
empujado contra la pared, con la cartera bajo el brazo, observado con severidad
por rostros desconocidos. Sin entender nada, traté de librarme de las manos que
me apresaban, les pedí a las caras que me dejaran, que aquel era un día de
libertad, que nadie podía impedirme hacer lo que quisiera; pero sucedió todo lo
contrario. Alguien me agarró del cuello de la camisa y otro de la garganta y yo
comencé a verlo claro; un antiguo pánico se despertó dentro de mí. Empujado e
insultado, a través de un pasillo me sacaron afuera; los oídos me zumbaban con
la consigna “Democracia y Libertad”, me parecía estar soñando, pero me estaba
ocurriendo algo increíble. Ya me encontraba sobrio cuando pasé de manos de los
civiles a manos de la policía. En presencia de centenares de ojos curiosos, me
apalearon en un Gaz. Como si quisiera evitar las miradas de la gente, me
acurruqué, me cubrí la cabeza con los brazos y comencé a sollozar.
»El autor
de libros para niños K.T. había acabado en comisaría antes que yo. Lo encontré
en el calabozo cuando me metieron también a mí, y en aquel momento le gritó al
policía que me acompañaba:
–Protesto
enérgicamente, no tienen derecho a retenernos aquí. Exijo nuestra inmediata
liberación...
»Estaba
colorado por efecto de la bebida y el policía no se lo pensó mucho, le cerró la
puerta en las narices. Esto enfureció aún más al autor de libros para niños
K.T. Continuó hablando en voz alta, dirigiéndose a las paredes, con la
esperanza de que las paredes del calabozo oyeran. Y ciertamente oían. Cuando
K.T. amenazó con que informaría de todo aquello a las embajadas e hizo saber a
las paredes que, ahora que triunfaba la democracia, ya no tendría miedo nunca
más, se abrió la puerta, un corpulento policía introdujo la cabeza, frunció el
ceño y dijo:
–La
democracia, so granuja, no tiene necesidad de payasos de feria como vosotros...
»Nos
soltaron un par de horas después. K.T. continuaba borracho y el hecho de que nos
soltaran sin ninguna formalidad, sobre todo sin atizarnos, lo calificó de
victoria de la democracia.
–Esos
puercos tienen miedo –dijo riendo–. De lo contrario no habríamos salido de ahí
tan fácilmente.
»Era tarde,
por las calles desiertas apenas circulaban coches. Ya fuese por la oscuridad o
por la ausencia de señales conocidas, el caso es que no sabía en qué zona de la
capital nos encontrábamos. Me sentía vacío, apenas podía sostenerme en pie,
sobre todo me perturbaba la euforia del autor K.T. Y no se me iba de la cabeza
la escena contemplada en el último instante, cuando estaba a un paso de
asomarme al espacio del que procedían los gritos “Democracia y Libertad”,
cuando a mí me agarraron, los tribunos volvieron las cabezas y yo pude advertir
sus caras demasiado serias en un jubiloso día como aquel, mientras trataba
inútilmente de librarme de las manos que me oprimían la garganta.
»Soy idiota
–me dije–, por mi vida, cómo habré podido llegar a ser tan idiota de creerme el
cuento de la igualdad y la fraternidad, que podría llegar el día en que a un
ser humano le permitieran hacer lo que desee, incluso subirse borracho de
contento a una tribuna a decir dos palabras. ¡Idiota –repetí–, mil veces
idiota! ¡Las tribunas son las tribunas!
»Ese fue mi
terrible descubrimiento de aquella tarde, el carácter inmutable de las
tribunas, su función. Y, sin duda, aún más terrible era la celosa seriedad de
los tribunos. Las células de mi ser se pusieron en alerta, un angustia atávica
me poseyó. Y, frente a un local, no lo pensé mucho y acepté de inmediato la
propuesta del autor K.T. de que entráramos. Él aún estaba ebrio, yo ya estaba
sobrio. Él quería celebrarlo bebiendo, los policías no nos habían llegado a
pegar, luego el régimen la espichaba. Yo, sin embargo, trataba de embriagarme
para no estallar de nuevo en sollozos. Un asfixiante desengaño me atenazaba la
garganta.
»Fue debido
a mi desengaño por lo que tu padre me echó. El alcoholismo me lo ha perdonado
toda la vida, ha sido generoso y paciente conmigo. Pero el desengaño no me lo
perdonó. Le enfureció mi teoría sobre las tribunas y los tribunos.
–Estas,
pedazo de animal, son otras tribunas –me dijo–. Pero tú te mereces una tanda de
palos, ¡borrachín!
»Lo
comprendí, nuestra ruptura era definitiva. La rabia de tu padre era, en aquella
ocasión, de otra naturaleza, algo parecido a la celosa y terrible seriedad de
los tribunos.
»Al día
siguiente, con remordimientos de conciencia agravados por la bebida, pasé, como
se suele decir, de la lluvia al granizo, pues idéntica postura adoptó también
mi hija; ella se sentía afrentada. Le he dado siempre la razón, no podía
soportar la afrenta pública que significaba mi conducta. Porque ¿qué iban
pensar los demás cuando tienes un padre tan escandaloso que acaba con grilletes
precisamente el día en que todo el mundo vive la ilusión de deshacerse de las
cadenas? No volvió a hablarme durante mucho tiempo, hasta que se marchó,
después de algunos meses, en los barcos de refugiados que salieron de Durrës
rumbo a Italia. Fue en marzo de 1991. Se fueron las tres, mi mujer y las
gemelas.
Yo no me
fui con ellas, seguramente porque me pasaba todo el tiempo en la cantina de
Dyrr, envuelto en el humo del tabaco y en los vapores del alcohol, en compañía
de una pandilla de chalados que discutían con ardor y apostaban. Pero no por el
resultado de un partido de fútbol. Apostaban sobre los resultados de las
futuras elecciones pluralistas, las primeras de la historia de este santo país
nuestro caníbal, y a mí me parecía que en ningún otro rincón del mundo encontraría
un ambiente tan atrayente ni a personas tan chifladas como en la cantina de
Dyrr. Ahora me llaman por teléfono. La gemela mayor, cada vez que me telefonea,
me pide perdón, me pregunta con insistencia y llorando si he perdonado su
comportamiento de entonces, cuando dejó de hablarme, en el amanecer de las
grandes esperanzas.
»¡Oh,
Señor, ten misericordia de mí, incorregible pecador borrachín, que nunca se
creyó el cuento de las grandes esperanzas!
»¡Protégenos,
oh, Señor, de los locos! »¡Amén!»
9
«Amén»,
murmuré automáticamente yo también mirando hacia las flores que había dejado
sobre la mesa. Y fui absorbido por la negra pantalla del televisor, como si
fuera una boca que acabara de engullir las alucinantes visiones de mi cerebro y
con ellas a Balzak. Quería creer que podía obligar a aquella boca a vomitar
todo lo que se había engullido, bastaba con presionar el mando que estaba al
lado, sobre la mesilla de noche. En cuanto reapareciera Balzak, le diría:
«Amén. Pero yo, al contrario que tú, tengo una gran esperanza: hallar las
tumbas en las que depositar los ramos de flores».
No presioné
el mando, Dizi entró en la habitación con un jarrón de porcelana en la mano. Su
aparición vino acompañada de la propagación de su perfume. Cogido de improviso,
me pegué a la cabecera de la cama, mirando fijamente a Dizi como si la viera
por primera vez. Ella ensayó una inesperada sonrisa y yo pensé que aquel día,
en el que me era imposible hallar ninguna de las tumbas, bien podía ser
proclamado el día de los perfumes. Con la diferencia de que ahora el aroma de
Dizi no me recordaba al de Linda, como me lo había recordado la fragancia de
Silva.
Cerré los
ojos. Lo que no me libró de su perfume ni del terror que me producía la
presencia de la esposa de mi padre. La gallardía de su cuerpo encendía en mí el
ascua de un atormentador deseo, apenas podía contenerme para no saltar de la
cama, agarrarla de la mano y aplastarla contra la pared, pero en esta ocasión
para hacerle entender de una vez por todas que entre nosotros no cabía ya
ningún entendimiento. Esta situación se prolongó hasta que Dizi salió de nuevo
de mi cuarto y yo abrí los ojos, y en cuanto los abrí pude contemplar el jarrón
blanco de porcelana labrado con motivos dionisiacos. De su cuello sobresalían
los tres ramos de flores.
Me
estremecí. «Mi propia apología –me dije– podría comenzar aquí, con este
jarrón.» Y me estrujé la mollera para tratar de entender la razón por la que
Dizi, en aquellas circunstancias, había visto oportuno depositar en mi
habitación aquel utensilio. ¿Adónde quería llegar y cuál era en esta ocasión su
mensaje, de paz o de guerra?
En otro
tiempo aquel jarrón me había transmitido un mensaje de paz, una paz que nunca
volví a recuperar. En otro tiempo contuvo un ramo de claveles blancos y rojos
que no estaba destinado a la tumba de ningún muerto. Aquellas flores Dizi me
las había puesto a mí. Tendría que aceptar si no fuera así que estoy muerto
desde hace tiempo y que en este mundo me he limitado a hacer esfuerzos de
caracol para escapar del remordimiento del pecado.
Con ese
razonamiento me puse en pie y miré fijamente el jarrón. Recordé que todo había
comenzado poco más o menos cuando se supo que Dizi no podía tener hijos, es
decir, que no podía darle a mi padre un segundo heredero. Y fue en la época de
sus grandes esperanzas.
Es el
momento de anotar aquí que mi padre, con inigualable energía, había conseguido
recuperar una parte de los antiguos bienes de la familia, y que nuestra vieja
vivienda, en la que ninguna mujer había puesto la mano desde la muerte de mi
madre, se preparaba para un gran acontecimiento: la llegada del segundo
heredero o heredera. Esta alegría, lo digo con pena, nunca llegó mi padre a
gozarla. Tal vez si hubiera sido distinto, si a Dizi no le hubiese fallado el
mecanismo de reproducción, yo ahora no tendría necesidad de devanarme los sesos
para encontrar una explicación que no hallo en ninguna parte. En cualquier
caso, con la llegada de Dizi todo entró en movimiento.
Mi padre
cambió enseguida y de manera sorprendente sus hábitos. Fue así como descubrí la
relatividad de su carácter autoritario. Mientras vivió mi madre, él era a mis
ojos el hombre metódico por excelencia. Se levantaba muy temprano, a las seis
de la mañana, tanto en verano como en invierno, y en cuanto se colocaba bajo el
brazo, envuelto en papel de periódico, el paquete del bocadillo que mi madre le
había preparado la noche anterior, bajaba a la calle. En el portal, en un hueco
debajo de la escalera, había habilitado sin permiso un escondrijo cerrado con
una puerta de madera, en el que guardaba la bicicleta con la que recorría la
larga distancia que separaba nuestra casa del combinado «Josif Pashko».
Trabajaba en el departamento de contabilidad de una de sus empresas. En su
juventud había estudiado en la Facultad de Económicas, en aquel tiempo la menos
importante y la menos solicitada. Cuando hablaba de ello y estaba de buen
humor, se burlaba de los que él llamaba «animales de la antieconomía». Gracias
a su estupidez, él, vástago de una familia represaliada, había podido seguir
estudios superiores, y en este sentido les estaba agradecido, pues no podía
haberse encontrado mejor solución para él, y eso que el personaje más
despreciable, el más negativo de su literatura, la de los animales de la
antieconomía, había sido desde siempre un individuo economista de profesión. En
este punto veo necesario abrir un nuevo paréntesis.
Mi padre
era un devorador de libros. Una parte de la biblioteca la tenía en su
habitación, donde guardaba el fondo reservado. Y puesto que se encontraba en su
cuarto, nadie podía entrar en él salvo mi madre y yo. Yo entraba rara vez y por
eso aquella parte de la biblioteca, oculta a los ojos de la gente, no tenía
para mí el menor interés. La mayoría de los libros, obras sobre doctrinas
filosóficas o económicas, estaban en alemán o en italiano. Llenaban los
anaqueles sujetos a una de las paredes, bajo los cuales se hallaba un precioso
escritorio de nogal con muchos cajones siempre cerrados con llave. Nunca llegué
a ver abierto ninguno de aquellos cajones en los que, según mi madre, guardaba
mi padre la documentación de los bienes familiares. La mayor parte de esas
posesiones se encontraban en M., ciudad natal de mi padre, y consistían en unas
ochenta hectáreas de tierras de labor distribuidas por tres aldeas, plantaciones
de olivos en las colinas circundantes, terrenos de establecimientos comerciales
en ruinas en el centro de la ciudad, terrenos asimismo en la capital, los
edificios en pie de dos hoteles, todo ello nacionalizado, las tierras, los
olivares y los hoteles. Yo conocí estos detalles en la época de las grandes
esperanzas de mi padre, cuando Dizi se instaló en nuestra casa. Con
anterioridad, en las raras ocasiones en las que entraba en el dormitorio de mis
padres, no eran aquellos voluminosos libros de tapa gruesa los que atraían mi
atención. La atraía bastante más un portarretratos grande que estaba sobre el
escritorio con la fotografía de un hombre atractivo, el primer propietario de
aquellos libros, mi abuelo, diplomado en Finanzas en la Alemania de la última
década de preguerra, y muerto en la cárcel en los años cincuenta de posguerra.
Era aquí donde mi padre pasaba su tiempo libre, junto al escritorio, con el
portarretratos del abuelo y los libros, pues leía tanto en alemán como en
italiano.
La otra
parte de la biblioteca ocupaba una de las paredes del pasillo. Allí estaban los
libros en albanés, adquiridos durante décadas, sin la menor selección o
preferencia, de toda clase de autores, escritores conocidos y escritorzuelos,
que leía sin hacer comentarios, salvo en las ocasiones en las que su estado de
ánimo era positivo y se quejaba de que, en la literatura de los animales de la
antieconomía, solo se reconocía bajo la forma caricaturesca del contable
provinciano. Por fin, había otra estantería en la parte de arriba de una de las
paredes de la cocina-comedor donde conservaba los libros que más le gustaban,
las obras de autores extranjeros traducidas al albanés; esta era la parte más
interesante de la biblioteca, se encontraban allí los grandes escritores, la
mayoría de los clásicos e incluso las ediciones de lujo de sus obras escogidas.
En una ocasión, de niño, revolviendo en la estantería subido en una silla,
descubrí entre los libros la única novela publicada por Balzak. Que la
encontrara allí, junto a los volúmenes de los grandes autores, significa que mi
padre estimaba al amigo al que apodaban «escritor fracasado».
La llegada
de Dizi, como he dicho, modificó los hábitos de mi padre. En los primeros años
tras la muerte de mi madre nada cambió en nuestra casa, salvo que mi padre, al
vender la bicicleta, consiguió reunir cierta cantidad de dinero y ello le
permitió adquirir una pequeña motocicleta, que seguía guardando en el
escondrijo habilitado sin permiso debajo de la escalera. Con la llegada de Dizi,
al principio cambió su forma de vestir. Mi padre era un hombre de gustos
clásicos. También en lo relativo a la vestimenta. Cuando iba con mi madre de
visita o salía para ir al teatro se vestía con sobriedad, es decir, con traje,
camisa y corbata. Le gustaban el paño de tonos apagados y los trajes se los
hacía el mismo sastre, un viejo amigo de la familia. Los colores dominantes de
su atuendo eran los oscuros, las camisas blancas o azules y las corbatas poco
vivas. Pero esta forma de vestir no era del agrado de Dizi. Comenzó a utilizar
pantalones vaqueros y polos deportivos de colores claros para estrechar la
brecha de la diferencia de edad. Las visitas a los allegados se espaciaron,
también las idas al teatro, y yo jamás habría creído que mi padre llegaría a
frecuentar con regularidad las discotecas.
Cambió
también la apariencia de nuestra casa. Al principio Dizi la emprendió con los
volúmenes de la biblioteca que se encontraban en el dormitorio de mis padres y
en el pasillo. Después de vender o regalar los viejos muebles del dormitorio,
quiero decir, la cama de matrimonio, el armario ropero, la cómoda y las
mesillas de noche, y reemplazarlos por muebles nuevos italianos, surgió el
problema del escritorio de nogal y, sobre todo, de los libros. Al parecer hubo
un debate sobre el asunto. El escritorio, con sus cajones siempre cerrados con
llave, no se movió del cuarto, solo fue desplazado por mor de la reorganización
del dormitorio, pero permaneció donde estaba, mi padre no podía separarse de él
de ninguna manera, lo que acabó por llegar a entender Dizi puesto que
consintió. Las consecuencias las pagaron los libros. Una noche mi padre me
informó de que todos los libros de su dormitorio y una parte de los del pasillo
pasarían a mi habitación. Ellos acababan de llegar de una discoteca, rojos y
pletóricos de energía, y no expresé ninguna opinión; cualquiera que fuera mi
opinión, la decisión ya estaba tomada. Al día siguiente los carpinteros
comenzaron a trabajar, y en una semana dos de las paredes de mi habitación estaban
llenas de estantes de madera sujetos por escuadras de metal niquelado, sobre
los cuales se colocaron los libros. En su traslado participamos los tres, papá,
Dizi y yo, un domingo que mi padre estaba de descanso y podíamos llevarnos los
libros de su dormitorio desde por la mañana hasta la hora de comer. Al
atardecer ellos salieron y yo me quedé solo, en un cuarto donde todo parecía
haber encogido. Y olía a libros. Y me di cuenta de un detalle: el
portarretratos grande de mi abuelo estaba ahora en mi habitación. A su lado,
otra fotografía igual de grande que Dizi seguramente no quería tener en su
propio dormitorio. Era la foto de boda de mis padres.
Estaba
claro, se establecían nuevas fronteras. Puede que me inventara y levantara yo
mismo esas fronteras: el lugar que ocupaba mi padre en mi vida se hacía cada
vez más reducido, yo me alejaba cada vez más de él. Apenas coincidíamos, solo
de noche, cuando él volvía tarde, pero no teníamos ganas de estar juntos, en mi
caso porque amaba la soledad y en el suyo, se entiende, porque Dizi se
interponía entre los dos. Después intervendría otro factor, pero antes se
produjeron algunos otros cambios. Entre ellos debo mencionar el automóvil.
Era un Fiat
blanco, de fabricación polaca, de esos que normalmente hasta entonces el Estado
ponía a disposición de funcionarios con rango de viceministro o de directores
de grandes empresas. No mostré curiosidad por saber de qué modo logró mi padre
ser propietario de aquel coche. Sin prestar oídos a las protestas de los
vecinos, consiguió que le construyeran en un día un garaje con puertas
metálicas en un rincón de la plaza a la que daba nuestro bloque. Le ayudaron un
buen número de personas con materiales de construcción procedentes del
combinado «Josif Pashko», donde seguía trabajando, y al atardecer el garaje ya
estaba listo. A la tarde siguiente guardó en él el Fiat blanco con matrícula de
color negro, señal de que el coche era privado. Las protestas de los vecinos
continuaron, remitieron una denuncia por escrito a las alturas, pero no pasó
nada, no vino nadie a tirar el garaje. Lo único que pasó fue que mi padre le
vendió la motocicleta a un vecino, puso a su disposición además el escondrijo
bajo la escalera y entonces los rumores se apagaron, sin mencionar que no había
pasado ni un año cuando junto al garaje de mi padre se alzaron otros, aunque
esta vez nadie se tomó la molestia de presentar denuncia alguna.
El último
de los cambios que merece la pena anotar es el de la reforma del cuarto de
baño. Toda la vida habíamos hecho nuestras necesidades en un retrete al viejo
estilo, un inodoro a la turca. Cuando llegó Dizi, nuestro cuarto de baño se
encontraba en un estado lamentable. Pese a que mi padre se había cuidado de
hacer algunas reparaciones – sustituyó la caldera de gas de la ducha por una
caldera eléctrica que permitía tener agua corriente todo el día, y sobre todo
hizo pintar las habitaciones con colores del gusto de Dizi–, a ella nuestro
cuarto de baño le daba asco. Por falta de fondos, su arreglo se retrasó y el
cuarto de baño fue reformado al verano siguiente. Entretanto, mi padre se había
despedido de su modesto puesto de asalariado en la empresa estatal, de la que
se decía que estaba en las últimas. Ahora, desde hacía varios meses, había
montado su propio negocio y dirigía una firma con el curioso nombre de
«Pirueta», denominación propuesta por Dizi y aceptada sin la menor oposición
por él e incluso con cierta satisfacción por el asombro que causaba. Me devané
los sesos tratando de encontrar el motivo por el que mi padre aceptó aquella
extravagante razón social. Pero fue Dizi la que explicó que era fruto de un
pacto entre ellos: ella se retiraría de la escena, tenaz reclamación esta de mi
padre, y él le llamaría a su sociedad «Pirueta». Y así fue, Dizi dejó para
siempre la escena y la firma se llamó como ella quería. En lo que a mí
respecta, después de un año entero de ociosidad, aquel verano preparaba el
acceso a la universidad en la rama de Lengua y Literatura.
Aquí quiero
señalar de pasada que no esperaba que mi padre se opusiera a mi elección, y
menos que lo hiciera con una inesperada reacción en contra. Sucedió una noche
en la que ellos llegaron tarde y desde la ventana abierta de mi cuarto sentí el
ruido del motor del Fiat, el topetazo de las puertas metálicas del garaje y
después sus voces. Yo había comenzado a preparar discretamente el concurso de
acceso. No habíamos hablado entre nosotros del asunto y a ambos nos cogió
desprevenidos: a mí cuando él me explicó que podía continuar mis estudios
eligiendo una de las facultades más solicitadas, la de Económicas o la de
Derecho, y a él cuando le respondí que ninguna de las dos me convencía.
Estábamos en la cocina-comedor, Dizi le había servido un whisky con hielo y él
se quedó con el vaso en la mano cuando rehusé, dejándole claro además que
concurriría en Lengua y Literatura.
No intentó
hacerme cambiar de parecer. Solo me dijo que había hecho la más equivocada de
las elecciones. Y añadió:
–¡Estarás
toda tu vida fuera de juego, tal vez te arrepientas!
Nunca me
arrepentí. No me arrepiento ni siquiera ahora, mientras trato de construir este
relato en vez de una apología sin pies ni cabeza. Y fuera de juego, como
predijo mi padre. Como me sentí a partir del día siguiente de aquella noche,
cuando ellos se fueron a pasar dos semanas a la playa y yo les acompañé hasta
el garaje con una enorme maleta llena de ropa de Dizi.
Al día
siguiente conocí a Jon. He de decir aquí dos palabras, que no considero que
estén de más, sobre las circunstancias en las que le conocí. Tiene que ver con
la más moderna de las reformas habidas en nuestra casa, la del cuarto de baño.
Los
obreros, encabezados por un ingeniero, llamaron al timbre de nuestra vivienda
alrededor de una hora después de que el Fiat blanco de mi padre, con él al
volante, se hubiera marchado. Mi humor estaba en su nivel más bajo. Y no porque
ellos se hubieran ido como dos adolescentes enamorados mientras yo me quedaba
solo. Mi inquietud tenía relación con otra cosa. Durante su ausencia y bajo mi
supervisión se procedería a la reforma del cuarto de baño, mi padre fue tajante
al respecto. Ello significaba que durante dos semanas no podría dedicar el
tiempo necesario a preparar el concurso de acceso, y su desinterés me hirió.
–Cuando me
eché a la cara tu jeta insolente, me entraron ganas de cogerte del pescuezo y
hundirte la cabeza en el retrete –me dijo más tarde Jon–. Pero necesitaba el
dinero de tu padre. Por eso, me dije, aguantaré esta bendita jeta, pues el
Señor le ha concedido la suerte de levantarse y acostarse junto a una hembra
merecedora de que nosotros acabemos rendidos y dejemos cada centímetro cuadrado
de este cuarto de baño empapado en sudor para que, de ese modo, repose en la
bañera su cuerpo esplendoroso.
Ciertamente,
en cuanto oí el timbre de la puerta interrumpí lo que estaba haciendo y traté
de ser amable con los recién llegados, como me había recomendado mi padre. Los
conduje a la cocina-comedor, les puse a todos un vaso de whisky y a uno de
ellos incluso, que vació el suyo en un suspiro, se lo volví a llenar como me
pidió, se trataba de Jon, el menos cualificado de los obreros que se ocupaban
del cuarto de baño, pues trabajaba de peón y le encargaban todo tipo de faenas.
La obra se prolongó durante dos semanas, de la mañana a la tarde, mientras Jon
subía y bajaba las cuatro plantas del bloque portando un cubo de goma. El
estruendo resonaba en todo el edificio y yo creí volverme loco, ellos no
arrancaban las baldosas del suelo ni picaban el mortero de las paredes, me
golpeaban a mí, sin compasión, directo a la cabeza, con las piquetas y las
mazas... Y el caradura de Jon pidiéndome que le sirviera whisky cuando le
apetecía.
Dos semanas
después habían terminado. Al fin una mañana pude levantarme algo más tarde,
nadie vendría a importunarme, ni siquiera aquel individuo llamado Jon, y de
pronto sentí una especie de pesar. Cuando nos separamos y le serví un vaso de
whisky, él, como de costumbre, lo vació en un suspiro. Esperaba que me pidiera
que se lo volviera a llenar, pero no lo hizo. Y yo tampoco se lo llené. En
cuanto nos separamos me pesó, quizá porque había comenzado a caerme bien.
Precisamente cuando empezábamos a conocernos, los obreros acabaron su trabajo,
ya no volverían más y yo no conseguía librarme de un insustancial reproche
interior por una razón más insustancial aún.
Hacia el
mediodía, sentí el familiar ruido del motor del Fiat. Después el topetazo de la
puerta del garaje.
Nada me
hacía suponer que hubiera ocurrido algo entre ellos durante las dos semanas de
vacaciones. Mi padre parecía estar en forma, de comedido buen humor y como
siempre muy atento con Dizi. En cuanto llegaron y echaron un vistazo al cuarto
de baño, ella lanzó una exclamación. Lógico, cualquier otra persona habría
hecho lo mismo. Y, como Dizi, también habría abrazado a mi padre en señal de
agradecimiento, aunque es probable que no le hubiera besado en los labios
delante de mí como hizo ella, pero, no obstante, el arrebato de admiración era
comprensible en aquel caso: el cuarto de baño podía ser considerado una obra de
arte. Lo inesperado para mí de su comportamiento fueron una especie de
arrumacos de gata mimosa. Me cercioré de ello por la tarde, cuando para «mojar»
el cuarto de baño, Dizi preparó una cena; estuve con ellos en la cocina-comedor
hasta medianoche y a medida que el tiempo pasaba más extraño me sentía. Me
encontraba en el papel de un espectador que presencia sin querer un espectáculo
del que forma y no forma parte.
La pareja
de los Hana vino a nuestra casa por primera vez dos semanas más tarde.
Llegaron al
anochecer en un Jeep oscuro. Por seguridad, mi padre sacó su Fiat del garaje y
encerró dentro el Jeep. Dizi dijo que se alegraría si alguien nos llegaba a
robar aquel Fiat, porque así nos compraríamos un coche como es debido. Mi padre
le respondió que no se preocupara, que nadie nos lo robaría, y que si llegaban
a hacerlo él lo sentiría porque era el Fiat de la suerte.
Este tipo
de réplicas no estaban en su naturaleza. Tampoco un recibimiento tan
ceremonioso. Habíamos bajado los tres a la plaza que daba a nuestro edificio y
era excesivo, jamás se había comportado así con nadie. Me uní a ellos en el
último momento, cuando mi padre me dijo que habían decidido esperar a los
invitados en la plaza; en una palabra, que esperaba lo mismo de mí.
El primero
en bajarse del Jeep fue el conductor. Era un hombre guapo, de no más de treinta
y cinco años, alto y con gafas de sol negras. Abrazó a mi padre y después besó
a Dizi en ambas mejillas. A mí me saludó con amabilidad, me estrechó la mano
con fuerza y, mientras me la estrechaba, pronunció su nombre: Sigfrid.
Automáticamente pronuncié el mío mientras mi mirada se detenía en la recién
llegada. En aquel momento Dizi y ella se abrazaban.
A ojos de
un desconocido podrían parecer dos viejas amigas que se reencontraban tras una
prolongada separación, cuando en realidad se conocían desde hacía muy poco y
llevaban sin verse solo dos semanas, desde que habían vuelto de la playa. En
cuanto se separó de Dizi, alargó la cara hacia mi padre, quien, en un gesto de
intimidad, la besó suavemente junto a la comisura de los labios, quizá más
cerca de lo que resultaba natural en un beso entre amigos. Pero fue muy rápido,
es posible que no lo advirtieran ninguno de los otros dos, quiero decir, Dizi y
el guapo de las gafas negras, Sigfrid, su marido. Es posible también que la
discutible proximidad del beso a la comisura de los labios fuera una impresión
mía, puesto que pasó inadvertido, y que yo estuviera viendo visiones. Por fin,
ella vino hacia mí. Me sonrió y me lanzó una mirada turbadora. Llevaba un
vestido corto de color negro, uno de esos vestidos elegantes con tirantes y
abierto por detrás, muy escotado, que hacía resaltar sus piernas y las formas
de su cuerpo, su busto y sus pechos. Su pelo también era negro y llevaba un
corte redondeado que dejaba al descubierto su hermoso cuello. Me sentía como un
ladrón pillado con las manos en la masa. Mi cerebro acababa de evocar una
escena. Después, durante la cena, hice lo imposible por apartar aquella escena
de mi mente, sobre todo la posible relación entre el inesperado comportamiento
de gata mimosa de Dizi y la proximidad, tan poco natural, a la comisura de los
labios de un beso entre amigos.
No sabría
decir si tras la cena, cuando los acompañaron abajo, en la puerta del garaje mi
padre repitió el mismo movimiento de ligera inclinación de la cabeza y le
volvió a dar otro beso junto a la comisura de los labios. Pese a mi curiosidad,
no esperé a ese momento, creí conveniente abandonar antes la cena. Pedí permiso
para levantarme de la mesa y mi padre me lo concedió de inmediato. Supe que el
llamado Sigfrid se dedicaba a la importación de café, dirigía una compañía con
sede en Tirana, y que su hermosa mujer se llamaba Anja.
Desde aquella
noche, sus idas y venidas con la pareja de los Hana fueron frecuentes. Pasaban
juntos los fines de semana fuera de la ciudad. No volvían ni siquiera para
dormir en casa, puesto que, como me explicó una vez Dizi, había un hotel en la
zona de la playa de Durrës, cuyo propietario era amigo íntimo de Sigfrid, y
pasaban allí noches maravillosas. Después de tales noches ella solo quería
dormir. Salía poco y venía a verla Anja, la amiga de las noches maravillosas.
Entonces se encerraban las dos en la habitación de Dizi y allí permanecían
horas enteras. A menudo, Dizi me rogaba que fuera a comprarle cigarrillos, en
una ocasión quisieron cacahuetes e incluso otra vez me mandaron a comprarles
whisky, a Anja le había apetecido un vaso de whisky y en la cocina-comedor no
quedaba ninguna botella.
A partir de
octubre comencé los estudios. En el vacío de mi existencia era como un
salvavidas. Salía de casa liberado, al menos escapaba de una soledad que
rompían de cuando en cuando mis obligaciones de paje de dos mujeres hermosas.
Ahora coincidía poco con Anja. Venía a visitar a Dizi por la mañana, cuando yo
estaba en la facultad. Si Anja no venía por la mañana, era Dizi quien iba a
verla por la tarde y la pasaban juntas. Dizi estaba cada vez menos tiempo en
casa, pues odiaba las faenas de la cocina. Ella ignoraba que su primer
encontronazo con mi padre sería precisamente a causa de la cocina. Pero ocurrió
más tarde, en imprevistas circunstancias, y la cocina sirvió de pretexto para
el estallido de la crisis entre ellos la noche en la que mi padre, sin poder
contener su crispación, le recordó a Dizi aquello de que el camino hacia el
corazón pasa por el estómago. Yo sabía muy bien que él mentía. Y él también lo
sabía muy bien. La crisis entre ellos había comenzado tiempo atrás, quizá
cuando la pareja de los Hana vinieron por vez primera a nuestra casa y a mí me
extrañó la proximidad del beso de mi padre a la comisura de los labios de Anja.
No cabe
duda, mi padre había cambiado mucho.
En aquel
entonces, inmediatamente después de Jon, entró en mi vida otra persona: conocí
por casualidad a Roza. Dos palabras sobre Roza tampoco estarán de más.
Era
estudiante de segundo año de Italiano. Engreída. Caprichosa. La veía por las
mañanas camino de la facultad y a veces en el club que está enfrente de la
facultad con la misma bulliciosa compañía. Se cambiaba de atuendo a diario,
como se cambiaría más adelante el color y el corte de pelo y otros detalles de
su look, por tomar de prestado una palabra que ella usaba con frecuencia. Pero
a mí se me ha quedado grabado cómo iba entonces, mucho antes de salir con
Spart: con pantalones cortos vaqueros, camiseta de tirantes y zapatillas
deportivas. Y siempre con un pequeño bolso a la espalda.
Nos
conocimos precisamente por el bolso. Quiero decir que nos conocimos
concretamente por él. Encontré su bolso un día en uno de los locales que
acababan de abrir en el parque de la Juventud. Más exacto sería decir que lo
encontramos, porque éramos tres, dos compañeros de curso y yo. Uno de ellos se
agachó, se topó con algo bajo el asiento y lo puso sobre la mesa: era el bolso
en cuestión. Mi propuesta de entregarlo en la barra no fue aceptada; era una de
esas raras ocasiones en que había caído en sus manos un bolso de chica y,
encantados, se pusieron inmediatamente a hacer el inventario de su contenido.
Entre los útiles que contenía cabe mencionar un par de ellos: cuatro
fotografías a color tamaño pasaporte y una caja de preservativos. Mis
compañeros estallaron en carcajadas y después echamos a suertes cuál de nosotros
tendría el placer de devolverle el bolso perdido a su dueña.
Al día
siguiente le dije a Roza que la había reconocido gracias a las fotos. Añadí que
era de esas chicas que cuando las ves una vez, ya no puedes olvidarlas
fácilmente. Roza enrojeció. Es difícil saber si enrojeció por mi cumplido o por
la suposición de que aparte de las fotos yo había visto los preservativos.
Pronunció en un ahogo algo parecido a «gracias», me arrancó el bolso de las
manos y me dio la espalda. Su inesperada reacción me desorientó. Pensé que mi
maniobra de devolverle el bolso haciendo el papel de bienhechor había sido una
estupidez. Más tarde, cuando Spart me la presentó como amiga suya, ella me
pidió que ni mentara el episodio del bolso perdido. No lo hice, claro está. Por
culpa de aquel episodio pasé un día horrible. Y una noche aún peor. En esta
ocasión por culpa de mi padre. Desde aquella noche la comunicación entre
nosotros se volvió casi imposible.
He de decir
que mi padre nunca entraba en mi habitación. Este modo de comportarse formaba
parte de sus principios éticos: él no se entrometía en mi intimidad, y mi
habitación era parte de ella. Tras la llegada de Dizi, cuando quería hablar
conmigo enviaba a la bailarina, ella llamaba a la puerta, introducía la cabeza
y yo adivinaba, antes de que abriera la boca, que mi padre me aguardaba en la
cocina-comedor. Ahora bien, aquella noche no envió a Dizi. No recuerdo muy bien
qué estaba haciendo yo, si preparaba un seminario o simplemente leía. Fuera lo
que fuese, mi mente no estaba en ello. Tenía ante mí la cara de Roza, la forma
brusca en la que me había arrebatado el bolso de las manos, y no me consolaban
lo más mínimo mis intentos de tomarme lo ocurrido con humor.
Cuando se
abrió la puerta de mi cuarto vi aparecer en el vano el imponente cuerpo de mi
padre. Yo permanecía con la cabeza entre las manos a la luz de la lamparilla de
noche y con la habitación en penumbra. Él no encendió la luz. Cerró la puerta
tras de sí, agarró una silla y se sentó junto a mí. Todo su ser desprendía
energía. Y un aroma agradable. Sin pronunciar palabra cogió mi libro, lo miró,
lo hojeó; después, siempre en silencio, lo dejó sobre la mesa y se levantó. Yo
seguía desconcertado, atento a sus movimientos por la habitación, hasta que se
detuvo ante las dos fotografías colocadas en uno de los estantes de la
biblioteca de la pared: la foto grande de mi abuelo y la de mi madre y él el
día de su boda. Tal vez se detuviera muy poco tiempo allí, apenas un instante.
Pero a mí me pareció una enormidad. Tanto, que sentí pena por él, una pena
inexplicable. Y extraña, porque mientras mi padre miraba las fotografías del
estante de la biblioteca pensé algo insólito. «Hace tiempo que no lee ningún
libro», me dije. Como si quisiera desmentir el motivo de mi pena, mi padre
sonrió. Y con su natural seguridad me comunicó una noticia. Aquel día había
ganado el proceso judicial sobre el reparto de los bienes del abuelo entre los
herederos. Por fin, aquel día el proceso había concluido. «Ahora podemos
considerarnos ricos», dijo. «Ahora tú debes convencerte de que eres rico»,
acentuó. Y después de un corto silencio, con inusual vacilación y sin tratar de
ocultar una ligera turbación, murmuró:
–Por lo
visto, serás mi único heredero...
Necesité
cierto tiempo para captar la esencia de sus palabras. Debió de herirle mi
silencio. Porque no dije ni una palabra, mi cara no expresó sentimiento alguno,
como si cuanto me había dicho no me interesara, como si estuviera impaciente
por poner fin a su visita y deseara que abandonara la habitación y me dejara en
paz. Reaccioné cuando por fin salió de mi cuarto. Y retuve un buen rato en mi
cabeza la expresión según la cual, por lo visto, yo sería su único heredero.
«Entonces –razoné–, Dizi pertenece a la categoría de mujeres vulgarmente
llamadas estériles...». Se me llenaron los ojos de lágrimas. Puede que por la
abortada idea de mi padre de arrancarme de la soledad dándome una hermana o un
hermano, puede que por el pesar de Dizi, quien por lo visto no estaba en
condiciones de hacerme el regalo de una hermana o un hermano, o puede que por
la noticia, pronunciada de un modo casi patético por mi padre, de que, al fin,
tras ímprobos esfuerzos y una guerra de nervios, él había ganado el proceso
judicial, yo debía meterme bien en la mollera que ahora era rico y, por lo
visto, debido a la posible esterilidad de Dizi, el único heredero. Aunque quizá
se me llenaron los ojos de lágrimas por un motivo bien diferente: por culpa de
Roza tenía la impresión de ser un granuja. Después, mientras sollozaba, me
entraron ganas de levantarme, ir a la cocina donde estaría seguramente mi padre
viendo en la televisión el último de los noticiarios, pedirle perdón por mi
actitud, decirle que me alegraba por el resultado del proceso judicial y que lo
sentía por todo lo demás, por Dizi, por los nonatos e imposibles hermana o
hermano, y por el incidente de los preservativos de Roza... Me entraron
sinceras ganas, pero no me moví. No habría servido de nada. Fui hasta la cocina
cuando me recuperé, cuando estuve seguro de que ellos no podrían advertir nada
sospechoso en mi cara. La cocina-comedor estaba vacía. La mesa limpia. El
televisor apagado. Una colilla en el cenicero, mal apagada, continuaba
humeando. Y de nuevo se me hizo un nudo en la garganta.
A
principios de agosto del año siguiente mi padre se compró un Toyota. Acababan
de pasar diez días en la playa y, como el año anterior, habían coincidido con
la pareja de los Hana. Pero no vendió el Fiat polaco. Anja convenció a Dizi de
que debían utilizarlo ellas hasta que ambas aprendieran a conducir. Fue así
como el Fiat perdió su privilegiada plaza en nuestro garaje, donde ahora se
guardaba el Toyota, y quedó depositado en el patio de una casa cercana que
hacía las veces de garaje privado. Hubo otro cambio: la puerta de madera de
nuestra vivienda fue sustituida por una puerta más pesada, blindada.
La pareja
de los Hana vino por última vez a casa tras la instalación de la puerta
blindada. Coincidió con la obtención del carné de conducir por ambas mujeres.
Pero ni la puerta blindada ni el carné fueron argumentos suficientes para poner
a Dizi de buen humor e impedir que expresara abiertamente su desagrado por
aquella visita. Dijo que estaba cansada y que no tenía tiempo que perder con
ellos. Mi padre, por supuesto, la hizo cambiar de idea respecto a su cansancio
y a la pérdida de tiempo. Pero Dizi consideró excesivo bajar con él a
esperarlos a la plaza que daba a nuestro bloque y era lógico. La pareja de los
Hana ya eran como de casa. Mi padre justificó que él debía bajar para buscarle
un aparcamiento seguro al Jeep: «Nuestro garaje está ocupado». No sé si
encontraron un lugar seguro para el Jeep. Tampoco si mi padre le dio a Anja un
beso cerca de la comisura de los labios cuando llegaron. Solo sé una cosa: el
derrumbe comenzó precisamente aquella noche.
Ellos
parecían estar en forma. Particularmente los dos varones. El guapo marido de
Anja, que nunca se quitaba las gafas de sol negras, aquella noche había
decidido batir el récord de la ingesta de alcohol. Era un comportamiento
desacostumbrado en un hombre contenido y callado como era él. Sin embargo,
aquella noche no solo bebía sin medida sino que hablaba por los codos, contaba
anécdotas divertidas y los demás, quiero decir Anja y mi padre, se reían de un
modo sorprendente, puesto que a mí no me hacían ninguna gracia. Y tampoco a
Dizi. Se notaba a la legua, ella estaba como sobre ascuas. No dejó de notarlo
tampoco Sigfrid que, totalmente borracho, llegó a decirle a Dizi que no le
diera más vueltas al asunto. Que si no podía tener hijos, los orfanatos estaban
a rebosar, que podía escoger en ellos el bebé que quisiera, y que si no le
gustaba esta solución porque no quería un bebé de dudosa procedencia genética,
él y Anja estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por ella y que, aunque
todavía no querían tener hijos, no les importaría ponerse a la faena con tal de
que ella no siguiera de morros y les fastidiara aquella hermosa velada.
Esta
declaración cayó como una bomba. Lo más razonable por mi parte habría sido
levantarme y no presenciar escenas como esta. Lo mejor habría sido, pues,
encerrarme en mi cuarto incluso sin pedirle permiso a mi padre. Pero no me
moví. Una curiosidad incontenible me mantuvo clavado al asiento. Sin darles
tiempo a los demás a reaccionar, Sigfrid se bebió de un trago un vaso de rakí y
trató de argumentar su propuesta.
–Tanto Anja
como yo somos genéticamente puros –dijo– , ni en su círculo familiar ni en el
mío hay cojos, ciegos ni jorobados, tampoco hay tontos de nacimiento ni
esquizofrénicos, además procedemos del honorable estrato de la clase media, no
nos metemos con nadie, no tenemos esa costumbre, la virtud es nuestra más
elevada cualidad genética. Ahora bien, para ser sincero, la vida te obliga en
ocasiones a cometer algún pecado, pero ello no tiene relación alguna con los
genes, se trata de una especie de juego llamado lucha por la existencia, por
medio del cual aseguras las vacaciones en el país o en el extranjero, lujosos
vestidos, villas, coches, perfumes de París, la continuidad de la especie; en
una palabra, toda clase de cosas de esa naturaleza, muy tentadoras y muy
deseables, pero cuando te metes en ese juego debes saber jugarlo, a ser posible
con ambas piernas, es decir, debes saber usar perfectamente tanto la derecha
como la izquierda, la cuestión es meter gol, de lo contario vas listo. Anja ha
estado indagando sobre todo esto en las siete últimas generaciones de mi
familia y yo en las siete últimas de la suya, y no solo creo sino que estoy
seguro de que Anja estaría dispuesta a hacer un sacrificio por ti, me refiero a
concebir un hijo conmigo para ti, y si no quisiera concebirlo conmigo, hoy la
ciencia hace milagros y existen otros métodos, no sé dónde lo he leído,
perdonad, pero se coge esperma del hombre y se inyecta en la mujer que se queda
preñada sin tener que recurrir al viejo método, ese que Dios nos dio, supongo
que entendéis lo que quiero decir; por lo tanto, no te preocupes, en este mundo
solo la barba del barbilampiño no tiene remedio, si es que no se lo han
encontrado ya.
Dizi se
había puesto blanca. Anja le pidió a su marido que cerrara la boca. Llevaba el
mismo vestido negro y corto que le había visto el año anterior. Se mantenía
sujeto a los hombros mediante dos finos tirantes y permitía que enseñara por
completo sus hermosas piernas y, sobre todo, el busto, la espalda, los senos y
su piel bronceada y muy oscura fruto de la larga exposición al sol. En cuanto
le dijo a su marido que cerrara la boca, se aproximó a Dizi. Le tomó las manos
entre las suyas y le susurró algo al oído. Entonces mi padre reparó en mí y me
hizo una seña con la cabeza. Parecía tranquilo, sin la menor turbación. Sigfrid
protestó por el hecho de que yo me fuera. Pero nadie se hizo eco de esa
protesta. No pasó demasiado tiempo y también la pareja de los Hana se marchó.
Pero yo permanecía en la oscuridad, echado en la cama, con un mal
presentimiento, como si de un momento a otro algo fuera a suceder. No pasó
nada. Solo que, al contrario de otras veces, su partida fue silenciosa. Mi padre
bajó una vez más con ellos a la plaza que daba a nuestro edificio y en la
quietud de la noche me llegaron sus voces. El instante de su separación abajo,
en ausencia de Dizi, fue menos ruidoso. Y yo, sin poder librarme el mal
presentimiento, de nuevo habría querido saber si cuando se separaron mi padre
le dio a Anja aquel beso tan cerca de la comisura de los labios.
A Sigfrid
lo mataron dos meses después. Estábamos en diciembre y en Tirana caían las
heladas invernales. Supimos la noticia por teléfono en mitad de la noche,
exactamente a la una de la madrugada. Sentí los pasos de mi padre en el
pasillo, cómo alzaba el auricular y después una ahogada exclamación. Mi padre
no acostumbraba a lanzar semejantes exclamaciones. Eso también lo sabía Dizi,
quien se levantó de inmediato y salió al pasillo. Un instante después oí su
grito y sus sollozos. Me levanté, me eché la zamarra sobre los hombros y me fui
con ellos a la cocina. Estaban el uno frente al otro. Dizi anegada en lágrimas,
y mi padre pálido.
–Han matado
a Sigfrid –dijo.
Según los
periódicos a Sigfrid lo había matado un killer –era así como llamaban al
ejecutor–, un profesional. Todos los diarios daban poco más o menos la misma
versión. El hombre de negocios volvía a casa cerca de la medianoche tras una cena
de trabajo en un hotel recién abierto de la capital. Un corte de energía
eléctrica, destacaban los diarios, facilitó el trabajo del killer, que pudo
esconderse de ese modo en la oscuridad sin ser visto por nadie. El asesinato
fue a sangre fría y se cometió cuando la víctima, una vez había guardado en el
garaje su Jeep de color azul, se dirigía al portal. Allí le pegaron dos tiros,
ambos mortales. Los vecinos del edificio atestiguaron que entre el primer y el
segundo disparo hubo un intervalo, lo que demuestra la sangre fría con la que
se cometió el asesinato. Tras el primer disparo, el asesino debió de acercarse
a la víctima y, para mayor seguridad, le disparó por segunda vez. Después se
alejó en dirección desconocida y la policía, que llegó al lugar del suceso tras
ser informada telefónicamente, encontró allí a la víctima anegada en sangre. El
empresario no logró llegar con vida al hospital.
A Sigfrid
lo enterraron a los dos días, cuando en la prensa su muerte era noticia de
primera plana. Fue un día frío y lluvioso. Mi padre me pidió que fuera con
ellos al entierro. Pese a mi embotamiento, no podía negarme, él parecía muy
abatido. No lo había visto tan abatido ni en el entierro de mi madre. Dizi se
vistió de negro, con sombrero y gabán. Envuelta en el silencio de la aflicción
y sin maquillar, parecía una estatua de hielo. Cuando mi padre sacó el Toyota
del garaje, ella no quiso sentarse delante, de modo que ocupé yo su asiento, y
el automóvil, bajo una densa lluvia, dando botes sobre los baches encharcados,
salió a la carretera principal. Veinte minutos después estábamos en casa de
Anja.
Pude ver
cómo el montón de tierra sobre la tumba quedaba cubierto por incontables
coronas de flores, como incontables eran igualmente los coches y autobuses que
acompañaron al coche fúnebre y, haciendo honor a la costumbre, los familiares
en fila para recibir el pésame de los asistentes. La lluvia persistente
continuaba empapando el decorado del cementerio. En tales circunstancias era
normal que la gente mantuviera los paraguas abiertos incluso cuando le tocaba
ofrecer sus condolencias a los familiares. Dizi cerró el suyo. Y mi padre
también. Detrás de ellos, lo cerré yo. La cara se me mojó, la mirada se me
nubló. A través de la cortina de niebla, mis ojos se cruzaron con los de Anja.
Aun así, apagados, eran turbadores. Le di la mano y repetí el gesto que había
hecho mi padre antes que yo: la besé en la mejilla. Entonces, oh, Dios, cuando
mis labios rozaron su mejilla habría dado algo por saber si para darle el
pésame mi padre la había besado muy cerca de la comisura de los labios.
Caminaba detrás de mi padre, alargando instintivamente la mano hacia el resto
de los familiares. Aturdido, sentía algo impuro en mi interior. La evocación de
aquel beso era una especie de maldición, me asaltaba cada vez que veía a mi
padre junto a Anja. Arrastrándome bajo el peso de la vergüenza, mis ojos
vislumbraron una cara conocida. Lívida, como todos los rostros femeninos de
aquella fila. Pasé ante ella acompañado del apagado brillo de aquellos ojos. Y
recordé. –Es Roza –me dije–. Roza la de los preservativos.
Utilizo
esta expresión, Roza la de los preservativos, sin la menor connotación
negativa. Me vino a la cabeza como resultado de una asociación de ideas entre
su rostro, el pequeño bolso a la espalda y la caja de preservativos. Más tarde
Roza me dijo que, pese a no haber dormido y a la maldita lluvia, también ella
me reconoció. Su cerebro había hecho más o menos la misma asociación de ideas
entre mi cara y el bolso perdido. Por tanto, ella debía de relacionar, en
cierto modo, mi fisonomía con los preservativos. Quizá fuera esta la razón, es
decir, la asociación «preservativesca», la que hizo que nuestra relación
tuviera el tono de la complicidad. Yo mantenía a buen recaudo, se sobrentiende,
sus secretos y ella, se sobrentiende, los míos.
Me la
encontré dos semanas más tarde o, más exactamente, me encontró ella a mí. Yo
estaba en uno de los puestos de byrek6 de la calle que conduce a la facultad
cuando ella entró en el local y, sin la menor vacilación, se colocó ante mí. Me
imaginé que me había visto desde fuera a través del ventanal.
–Soy prima
del difunto Sigfrid –dijo–. Nuestras madres son hermanas...
No capté de
inmediato el significado de sus palabras, no sé si por la sorpresa o porque por
un momento me pareció que no se dirigía a mí, sino a alguien que estaba a mi
espalda. Pero detrás de mí solo estaba la pared. Dejé de comer y me limpié la
boca. Ella continuaba mirándome a los ojos con cierto descaro.
–A los
asesinos de Sigfrid –dijo– no los han cogido aún. ¡Un hombre desaparece como si
nunca hubiera existido, y nadie quiere saber nada!
Inesperadamente,
como una sonámbula que volviera en sí, se disculpó y se marchó. Me quedé de
piedra. Pensé que debía seguirla. Ella, era evidente, no se había desviado de
su camino para hacerme saber que era prima de Sigfrid ni para decirme aquellas
palabras. Cuanto más rumiaba aquella escena a la vez que masticaba el trozo que
me quedaba de byrek, mayor era mi convencimiento de que ella pretendía decirme
algo.
Volví a
verla a principios de abril, esta vez en el club que está enfrente de la
facultad. Yo estaba dentro, en un rincón. Se acercó a mi mesa con la seguridad
de quien ejerce influjo sobre los demás y en aquel ambiente había algo de
cierto. Ella ejercía una suerte de influjo sobre mí tal vez porque era una
muchacha hermosa. Tal vez también porque, de manera imperceptible, se había
colado en mis pensamientos. Cuando pensaba en ella se me aparecía Sigfrid.
Cuando se me aparecía Sigfrid, surgía Anja. Con Anja evocaba obligatoriamente
el beso de mi padre muy cerca de la comisura de sus labios. Y el círculo se
cerraba con el estado depresivo de Dizi que, según creía yo, tenía relación,
aparte de con su incapacidad para tener hijos, con mi imagen de la escena del
beso de mi padre muy cerca de la comisura de los labios de Anja.
Sin pedirme
permiso, Roza se sentó a mi mesa, se desprendió del pequeño bolso a su espalda
y lo dejó en la silla de al lado. Mis ojos se detuvieron en el bolso. Pensé que
contendría una caja de preservativos. Ella rio. Parecía querer decirme que no
me preocupara, que esta vez no olvidaría su bolso, y que de ese modo no me
proporcionaría el placer de tener que hacerle el inventario.
Su risa era
peligrosa. Todo su ser contenía algo de peligroso. Era fácil enamorarse de
ella. De no ser así, su rostro no me asaltaría con tanta frecuencia, no
sentiría deseos de atraerla hacia mí, de tocar sus labios, de preguntarle si el
azul profundo de sus ojos era real o efecto de las lentillas. Pero si logré que
no me cautivara, como le pasó más tarde a Spart, fue por un sencillo motivo: la
idea de que en el pequeño bolso a su espalda llevaba una caja de preservativos
no se correspondía con lo que yo imaginaba. Y puesto que la prejuzgaba, hacía
lo imposible por no capitular, es decir, por no rendirme al deseo de atraerla
hacia mí, tocar sus labios, preguntarle si el azul profundo de sus ojos era
real o efecto de las lentillas. Pero puede que resulte más convincente lo
contrario. Si no me cautivó puede ser porque a Roza ni se le pasó por la
imaginación cautivarme. Hacia mí mostraba un desinterés capaz de desarmarte.
Tenía la virtud de anular cualquier magnetismo sexual que no fuera de su
agrado. Y yo ignoraba lo que quería de mí.
Igual que
aquel día, en el club que está enfrente de la facultad. Sus movimientos seguían
un calculado automatismo: se sentó en la silla, se desprendió con descuido de
su pequeño bolso a la espalda y ensayó una sonrisa, cuyo efecto conocía.
Después formuló una frase inesperada:
–Sigfrid
era como un hermano para mí, nada en el mundo podrá llenar el vacío dejado por
su pérdida.
Pronunció
esas palabras con la naturalidad de quien continúa una conversación
interrumpida poco antes. Por educación debí preguntarle qué quería tomar, si un
café normal o un capuchino, pero no me dio tiempo. No había venido a tomar ni
un café ni un capuchino. Y me explicó por qué había venido.
–Puedes
pensar, con razón, por qué motivo te digo estas cosas –continuó–. Yo también me
lo pregunto, ¿por qué me acerco a ti si apenas te conozco? Mi pobre primo creía
conocer a la gente con la que se relacionaba. Y lo ha matado precisamente esa
misma gente. No me refiero al ejecutor. He oído que si quieres matar a alguien,
hoy son suficientes cinco millones... No sé cuánto le habrán pagado al asesino
de Sigfrid. Puede que cinco, puede que más, puesto que en este caso no se
trataba de matar a un pobretón de cualquier manera. En consecuencia, los
verdaderos asesinos deben de estar entre los adinerados conocidos de Sigfrid,
entre esos a los que él creía conocer. ¿Y sabes qué? A la persona que menos
conocía era a su propia esposa, Anja la bella.
Incómodo,
no me atreví a interrumpirla para preguntarle si quería café normal o
capuchino. Su conversación entraba en un terreno desagradable, por utilizar una
palabra muy suave comparada con mi grado de aturdimiento. Ella lo barruntó, su
conversación había avivado mi curiosidad. Y continuó avivándola.
–Anja no me
gustó desde el principio –dijo–, cuando Sigfrid me la presentó. Era casi tan
hermosa y atrayente como insaciable y perversa. Y, perdona, casi tan puta. No
debería hablar así de una mujer, sobre todo cuando fue la esposa y ahora es la
viuda de mi primo. ¡Y qué viuda! Créeme, se viste de negro no porque esté de
luto. Ella es incapaz de guardar luto. Se viste de negro porque es el color que
la hace más sexy.
Yo mantenía
los ojos fijos en la taza de café. «Se enfría», pensé. Después, una débil
voluta de vapor me hizo comprender que todavía podía beberlo. «O lo bebes –me
dije–, o si no lo bebes, debes levantarte y marcharte.» Pero no lo bebí. Ni me
marché. Roza, con su voz y sus calculados gestos, me tenía agarrado del cuello.
A mí me habría bastado un solo gesto para poner fin a la situación, decirle que
no me fastidiara, que se buscara a algún otro para desahogarse. Pero no le dije
nada. Puede que porque en aquel momento todo su ser ejerciera sobre mí, como
pocas veces, un fuerte magnetismo, de modo que, aunque quisiera, no podía
desprenderme, o puede que porque su conversación me excitara y avivara mis
secretas sospechas. Ahora bien, como si se hubiese olido lo que yo estaba
rumiando, cerró el capítulo de Anja. Y se rio.
–Lo sé
–murmuró–, no apruebas nada de todo esto. Y por una sencilla razón. También tú,
como el resto, puede que te hayas enamorado de Anja. Pregúntale si quieres a tu
padre... Él tiene esa fantástica mujer que es Dizi, ahora bien, si le hablaras
de este modo de Anja, me figuro que te estrangularía. Dime, ¿te estrangularía o
no? Yo digo que sí... Como lo harían todos. Incluido tú...
Antes de
marcharse tan inesperadamente como había llegado, me pidió el número de
teléfono. «No has venido a verme por el número de teléfono», me dije en cuanto
la perdí de vista y me quedé solo frente a la taza de café frío. «Entonces, ¿a
qué has venido?» Lo supe algunos meses después.
Acababa de
pasar los exámenes de segundo curso. Me sentía agotado, en permanente estado de
nervios, no sabía qué hacer para llenar el tiempo. Y el tiempo no pasaba, de la
mañana a la noche la misma monotonía, el mismo aburrimiento y un calor
sofocante. A ello vino a juntarse una nueva crisis entre mi padre y Dizi. Según
lo previsto, se irían de vacaciones a Corfú la segunda quincena de julio y Dizi
llevaba tiempo preparando el viaje. Serían sus primeras vacaciones fuera del
país, y cuando una noche mi padre le hizo saber que debían retrasarlas, Dizi
cambió de color. Yo me encontraba en la cocinacomedor frente al televisor. Mi
padre debía de estar distraído, de lo contrario no habría tratado semejante
tema en mi presencia. Dejar las vacaciones para algo más tarde no era el fin
del mundo. Eso fue lo que le dijo mi padre a Dizi, que no sería apocalíptico aplazarlas
hasta el mes siguiente. «En esas fechas tengo que estar en Skopie, mis amigos
me han telefoneado, debo partir pasado mañana, desgraciadamente solo, pues se
ha decidido que en este encuentro no participen las esposas y tú, comprende,
habrías podido venir, ya has estado otras veces, pero en esta ocasión es
diferente, nadie tendrá tiempo para atenderte.»
Dizi lo
escuchó en silencio. Era evidente que las razones de mi padre no la convencían.
Yo esperaba que ella insistiera en irse con él. Si él iba a estar todo el
tiempo ocupado, ella podía quedarse en Ohrid con unas amigas, como ya había
ocurrido en otra ocasión, cuando él se había ido a Skopie y ella le había
esperado en Ohrid. Dizi no insistió. No expresó la menor queja. Solo palideció.
Al día siguiente
por la mañana Roza me telefoneó. Mi padre había salido muy temprano de casa y
yo aún estaba acostado cuando sonó el teléfono. No me moví, yo recibía pocas
llamadas. Por eso Dizi no tardó en acudir, la puerta de su habitación se abrió
y alzó el auricular. Poco después sentí unos golpes en mi puerta y su llamada
en voz baja. De no haber estado despierto no la habría oído, y de no oírla no
habría vuelto a encontrarme ese día con Roza. Pero yo estaba despierto y
escuché su llamada en voz baja, casi como un susurro. Creyendo que Dizi no se
encontraría en el pasillo, salí tal como estaba, en calzoncillos. Y en efecto,
Dizi no estaba en el pasillo. Estaba en el cuarto de baño. Y había dejado la
puerta abierta. Mientras me colocaba el auricular en la oreja y oía una voz de
chica al otro lado de la línea, vi a Dizi a través de la puerta abierta. Estaba
de espaldas a mí con un fino camisón. El pelo suelto le caía por la espalda y
durante un instante seguí sus movimientos. Mi confusión fue total cuando ella
se volvió, salió del cuarto de baño y nos encontramos frente a frente, ella con
sus pechos desnudos bajo el fino camisón y yo en calzoncillos, mientras oía una
voz de chica al otro lado de la línea sin comprender quién era y qué quería de
mí. Dizi sonrió y trató de cubrirse los senos. Dijo que toda la noche había
estado sudando como en un baño turco y que ahora quería darse un baño de
verdad.
Al fin
comprendí quién me hablaba desde el otro lado de la línea: era Roza. Yo solo
tenía en mente una cosa: desaparecer del pasillo. Mi presencia allí, ante los
ojos de la esposa de mi padre con tan indigna facha, era una vergüenza. Pero
Roza no me lo permitía. Insistía en que fuera a reunirme con ella sin falta,
como mucho en una hora, al bar Europa. Entretanto Dizi volvió a aparecer en el
pasillo. Esta vez en lugar del camisón se había puesto un albornoz color
naranja. Sin más preámbulos le dije a Roza que me esperara, que iba de
inmediato. Eso fue cuando Dizi se metió en el cuarto de baño y empujó la puerta
tras de sí, pero tan despacio que no se cerró del todo y a través de la
estrecha ranura vi cómo se quitaba el albornoz y, por una décima de segundo,
pude contemplar su cuerpo completamente desnudo. Fue una décima de segundo y no
sabría decir si después su cuerpo quedó ocultó a mi vista o fui yo quien se
metió como un rayo en la habitación, me vestí a toda prisa tratando de no hacer
el menor ruido y salí de casa de puntillas, como un ladrón.
Roza no
estaba sola. La encontré en las mesas de fuera en compañía de un chico del que
he olvidado su nombre y su cara porque fue la primera y la última vez que lo
vi. Llegué jadeante, empapado en sudor y, sobre todo, desconcertado aún. En
aquellas circunstancias, no cabía reparar en un detalle muy particular del
comportamiento de Roza: miraba con frecuencia su reloj. Mi cerebro estaba
bloqueado por una imagen de la que no conseguía desprenderme. Dizi se me
aparecía a través de la estrecha ranura totalmente desnuda y yo me sentía
despreciable precisamente porque no conseguía apartar aquella imagen de mi
mente. Y aceptaba en silencio cuanto me proponía Roza. Me dijo que tomara un
capuchino y acepté. Me dijo que parecía distraído y también lo acepté. Olvidé
algo: preguntarle para qué me había llamado y adónde íbamos en aquel coche.
En cuanto
abandonó el centro, por la calle de Durrës, el coche tomó el anillo periférico.
Roza iba conmigo en el asiento trasero. Volví en mí al oler un perfume. Y
empecé a darle vueltas a la situación en la que me encontraba: ¿por qué razón
estaba en aquel momento con Roza?, ¿cuál era el objeto de aquel paseo en coche
por calles en las que no había puesto jamás los pies? Y, por fin: ¿qué tramaba
Roza? Ella sació mi curiosidad.
–Hace
tiempo hicimos una apuesta –dijo inclinándose hacia mí–. Hoy quiero ganártela.
Me lo dijo
en voz muy baja, tan baja como para que el chico que iba al volante no pudiera
oírla. Yo trataba de recordar a qué apuesta se refería. Ignoraba que hubiéramos
hecho ninguna apuesta. Y también cuándo y acerca de qué. En ese instante el
coche se metió en una callejuela y salió a una plaza. Era una especie de
aparcamiento con un jardín circular en medio. Servía de patio a un edificio de
dos plantas, con cubierta de tejas rojas y buhardilla y todas las ventanas
adornadas con pequeños tiestos de flores. Sobre la entrada estaba escrito con
grandes letras de vidrio: ELDORADO. Más abajo, sobre un tablero aparecía la
letra H y junto a ella tres estrellas.
Roza le
pidió al chico que aparcara en un lugar donde el coche pasara desapercibido.
Mis sospechas se manifestaron en forma de fiebre: me entró por dentro una
quemazón que no me dejaba respirar. La fiebre me subió cuando Roza extrajo de
su bolso un billete de mil leks y se lo puso en la mano al chico haciéndole
saber que nos iríamos de allí cuando ella lo ordenara. Sin responderle, el
chaval cogió el billete y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente, habían
hecho un trato. Enfadado, y sobre todo herido en mi amor propio por aquella
conspiración, quise preguntarle a Roza qué sentido tenía todo aquello. No llegué
a preguntárselo. Algo más allá, junto a las pequeñas escaleras que conducían a
la entrada del hotel vi un Toyota. Era el Toyota de mi padre. Y se me atragantó
la pregunta.
Comprendí
el juego de Roza. Y Roza se dio cuenta de que había visto el coche de mi padre.
Si hubiera querido, habría podido insultar a Roza al oído, en voz muy baja, tan
baja como para que el chico que iba al volante no pudiera oírnos. Podría, por
ejemplo, haberla mandado al carajo o improvisar algo más hiriente que tuviera
relación con los preservativos. También podría haberme marchado con calma, a mi
estilo, es decir, abrir lentamente la puerta del coche y desaparecer. No hice
ni lo uno ni lo otro. Me quedé agarrotado en mi asiento, con los ojos fijos en
la matrícula del Toyota, como si le estuviera pidiendo alguna explicación. Pero
ella me daba siempre la misma respuesta en forma de cifras, y aquellas cifras
formaban un número y ese número correspondía al del vehículo de mi padre.
Finalmente agarré a Roza de la mano. Fuerte. No sé por qué. Ella no se quejó.
Solo se retorció de dolor. Y mientras se retorcía me susurró al oído:
–¡Te dije
que ganaría la apuesta, mira!
Todo pasó
muy rápido. A la entrada del hotel vi a mi padre. Lanzó una ojeada indiferente
alrededor, bajó las escaleras, extrajo del bolsillo de su pantalón vaquero el
manojo de llaves y abrió la puerta del coche. Entretanto, en la puerta del
hotel apareció Anja. Cuando ella apareció, se me quedó la boca seca. «No
debería haberlos visto», me dije. Me sentía ruin. Me sentía mezquino. Cuando el
Toyota se llevó a mi padre y a Anja, tampoco le vi sentido estrangular a Roza.
Yo había aceptado su juego con toda intención.
Después no
sucedió nada digno de mención. Me separé de Roza a mi estilo, sin montarle una
escena: abrí la puerta del coche y me marché. Tampoco ocurrió nada de
particular por la noche, cuando volví a casa algo más tarde de lo habitual.
Dizi estaba preparándole la maleta a mi padre, que seguía todos sus
movimientos. Parecían tranquilos: Dizi concentrada, como si su única
preocupación fuera hacer la maleta. Mi padre con aire apenado, como si su única
preocupación fuera viajar solo. Mientras que yo todo el día había estado
vagando sin rumbo. Y todo el día tratando de borrar de mi mente dos escenas: la
visión del cuerpo de Dizi a través de la estrecha ranura de la puerta y la de
mi padre con Anja junto al Toyota a la entrada del hotel de tres estrellas
ELDORADO.
Hice el
tremendo esfuerzo de presenciar durante unos interminables minutos la
preparación del equipaje, hasta que formulé un sofocado «buenas noches». Mi
saludo se quedó en el aire, no fue escuchado por ninguno de los dos. Y me
pareció absurdo repetirlo. Me fui y los dejé solos: a Dizi con su concentración
y a mi padre con su pena. Convencido de que ni ella estaba concentrada ni él
sentía ningún pesar.
Toda la
mañana siguiente se la pasó Dizi telefoneando. Se puso a ello una hora después
de marcharse mi padre. Desde mi cuarto oía el nervioso golpeteo del auricular,
sus idas y venidas del pasillo a la cocina-comedor, de allí al cuarto de baño,
de allí a la habitación y otra vez al teléfono. Marcaba un número, quién sabe
cuál, buscaba a alguien con insistencia y yo seguía metido en la cama, no me
atrevía a salir, tenía miedo de encontrarla como el día anterior, solo con el
fino camisón. Finalmente alguien le respondió. Dizi lanzó una exclamación.
–Hoy parece
que os hubieseis muerto todos –se lamentó–. Hace una hora que estoy llamando
por teléfono a Anja y no me contesta nadie...
Al parecer
la respuesta que le dieron desde el otro lado de la línea no la satisfizo. Dizi
colgó el teléfono y marcó otro número. Con la misma insistencia e idénticas
idas y venidas nerviosas. Y cada vez que alguien le contestaba, ella repetía el
mismo lamento: aquel día todos parecían haberse muerto puesto que llamaba
insistentemente a Anja y ella no daba señales de vida y nadie sabía decirle
nada concreto al respecto.
Al final se
cansó, dejó de telefonear y el pasillo se quedó en silencio. Me pareció
razonable salir, ir a alguna parte. No tenía ningún plan, quería simplemente
irme a alguna parte y salir sin toparme con Dizi en el pasillo, por temor a
encontrarla de nuevo únicamente con aquel fino camisón o puede que porque ahora
todo estaba claro para mí, me daba lástima y, de cruzarme con ella en el
pasillo, quizá le dijera que no se cansara en vano, que a Anja no la
encontraría ni aquel día ni en bastantes días más.
Apenas salí
de mi habitación, Dizi apareció en la puerta de la suya. Llevaba únicamente el
fino camisón. Fue hacia el teléfono, lo descolgó, marcó el número y después
levantó la cabeza. Me quedé paralizado, como si se hubiera cruzado en mi camino
una pantera y, de dar un paso más, el felino me despedazara. Esta vez Dizi ni
siquiera intentó alzar las manos para cubrirse los senos como había hecho el
día anterior. Solo se subió con lentitud uno de los tirantes del camisón que
tenía bajado, pero su movimiento fue tan moroso que el tirante se volvió a
deslizar y ella lo dejó estar. En su lugar, me clavó los ojos. Como si quisiera
preguntarme por qué continuaba allí como un idiota. No aparté mis ojos de los
suyos. De haberlo hecho, mi mirada habría resbalado forzosamente hacia abajo,
hacia sus pechos, después más abajo, hacia su cuerpo y hacia todo aquello que
su fino camisón apenas envolvía con su turbadora transparencia. Ella algo se
barruntó, puede que mi miedo o quién sabe qué otra cosa, pues, sin quitarme
ojo, se rio suavemente. También yo me reí, por nada, como un idiota, y así
seguí hasta que Dizi pronunció ahogadamente unas palabras: alguien había
respondido al otro lado de la línea y yo salí de mi hipnosis, reaccioné. Ella
repetía enojada el lamento según el cual aquel día parecía que todos se
hubiesen muerto, pero yo ya estaba fuera de casa sin aliento.
No
comprendía qué me pasaba. Puede que el mundo entero no se hubiese muerto, pero
algo se había desmoronado en mi interior sin remedio. Me parecía estar vagando
por un lodazal sin límites que me engulliría de un momento a otro, en un
espacio donde ya no existía ningún punto de referencia, se habían borrado, y yo
temía volver a casa, un temor jamás experimentado, mezclado con algo mezquino:
por primera vez me inquietaba la ausencia de mi padre, por primera vez me
asustaba de mí mismo, una inseguridad producto del deseo de ver a Dizi en camisón.
Como la
noche anterior, llegué tarde. Mientras subía a oscuras las escaleras del bloque
me hacía el propósito de abrir la puerta sin hacer ruido y tratar por todos los
medios de evitar a Dizi, al menos aquella noche, pues el calor hacía
insoportable cubrirse hasta con la propia camisa de dormir. En el último
instante me di cuenta de que había olvidado la llave en casa. Entonces cogí
aire y apreté el timbre. Se oyeron pasos en el pasillo y tuve que esperar un
instante. Al parecer, por seguridad, Dizi atisbaba por la mirilla, hasta que se
abrió la puerta. Distinguí en sus ojos un brillo desacostumbrado y después me
reprendió en voz muy baja:
–No debes
venir tan tarde –me dijo–. Todo el tiempo he estado sola y temblando de miedo.
Pensé que
tenía razón, sobre todo cuando vi que el desacostumbrado brillo de sus ojos
eran realmente dos gotitas que me parecieron lágrimas. Me invadió un fuerte
sentimiento de culpa. Tal vez si supiera de mis fantasías, del secreto deseo de
verla no como la esposa de mi padre sino simplemente como mujer, ella no
volvería a dirigirme la palabra. Aturdido, le pedí perdón. Incluso me pareció
normal que su boca exhalara un leve olor a alcohol. «Ella se siente abandonada,
y yo no tengo derecho a comportarme de un modo tan egoísta», pensé.
Después de
darme una ducha fui a la cocina-comedor, donde Dizi me dijo que me estaba
esperando para que cenáramos juntos. Estaba sentada en el diván frente al
televisor con la cabeza entre las manos. Junto a ella, en la mesa baja redonda,
había una botella de Johnnie Walker. Mientras me servía, su mano temblaba y yo
no conseguí dejar de mirar sus piernas al aire bajo el corto vestido veraniego.
Entretanto llenó su propio vaso y me animó a beber. La obedecí de nuevo, y me
tomé el whisky de un trago. Ella no me reprendió. Volvió a servirme y de
repente se tapó la cara con las dos manos. Tuve la impresión de que sollozaba.
Como estaba al tanto de su crisis, encontré natural ponerle la mano sobre el
hombro como si quisiera calmarla. Entonces ella se ladeó despacio, se acercó y
se apoyó completamente en mí.
Me quedé en
suspenso. Ella me había comunicado su calor mezclado con los vapores del
perfume y del whisky. Instintivamente mi brazo rebasó el hombro, rodeó su
cuello y con un inocente movimiento mis dedos se deslizaron hasta sus pechos.
Ella gimió y se volvió hacia mí. Mientras sus labios succionaban mi lengua,
sentí que introducía su mano entre mis piernas y temblé. Ella se volvió atrás
cuando yo, a mi vez, introduje mi mano entre las suyas. Con un brusco
movimiento se apartó, se levantó y sin decir palabra salió de la cocina-comedor
y se encerró en su habitación. Yo me quedé allí ante la botella de whisky
mientras las sienes me estallaban. Confuso, sin todavía ser consciente de lo
que había pasado, me bebí el whisky que quedaba en el vaso, apagué la luz y me
fui a mi cuarto, donde me eché sobre la cama desnudo, en el calor de una noche
que suministraba por la ventana abierta un torturador bochorno.
No sabría
decir durante cuánto tiempo estuve tumbado, en un estado entre el sueño y la
vigilia, cuando sentí el leve movimiento de la puerta de mi habitación. Y una
sombra que se colaba dentro. Sin duda no estaba soñando. La sombra se acercó a
mí. Yo seguía sin moverme, casi sin respirar, con el corazón desbocado,
sintiendo su presencia en cada una de las células de mi cuerpo, hasta que
decidí abrir los ojos. Ella se quitó el camisón y durante un momento permaneció
de pie a la luz de la luna. Después de observarme en silencio, se echó en la
cama a mi lado. No me atrevía a hacer el menor movimiento. Temía que si hacía
cualquier movimiento, ella se asustara, diera un salto y desapareciera, como
había desaparecido poco antes. Finalmente se apoyó sobre un codo. Con la otra
mano me recorrió la cara y me tocó los labios. Después los ojos. Después
introdujo su rostro en la curva entre el cuello y el hombro. Yo seguía
paralizado, aterrado por su cuerpo y sus ardientes pechos, y ella, como si
quisiera desperezarme, bajó su mano hacia mis piernas y la introdujo, con
enérgicas sacudidas, en la zona del vello púbico. Entonces me desperecé. Ella
lo notó de inmediato. Se puso de rodillas, me colocó en medio, se abrió y yo la
penetré, aunque más exacto sería decir que fue ella la que me penetró a mí, la
primera vez que era penetrado de esa forma por una mujer, y comencé a responder
a sus movimientos. De todas las células de mi cuerpo se desprendían torrentes
de energía y llegó el momento en que mi ser estalló bajo la forma de un chorro
caliente, y ella como en un delirio me suplicaba que continuara y la obedecí,
continué con tesón hasta que ella se puso a lanzar gemidos, breves al
principio, que coronó con un grito como de profundo sufrimiento antes de
desplomarse sobre mí.
Nos
quedamos un buen rato escuchándonos el uno al otro la entrecortada respiración
y los latidos del corazón. Olvidados, en completa sordera. En cierto momento
ella comenzó a acariciarme con la punta de la lengua. Me desesperecé de nuevo.
Esta vez vi necesario dominarla yo. Me puse encima, comencé a repetir todo lo
que ella me había hecho a mí, la besé en los labios, en los ojos, debajo de la
barbilla, introduje mi cara entre sus senos y ella me sujetó con ambas manos,
me estrechó contra ella y, aturdiéndome con el aroma de su carne y del whisky,
me susurró algo tan impreciso que apenas entendí lo que me pedía, me imploraba
que le atara las manos a la cabecera de la cama.
El jarrón
blanco de porcelana labrado con motivos dionisiacos y lleno de claveles blancos
y rojos estaba a la mañana siguiente sobre mi mesa de trabajo. Cuando abrí los
ojos, el sol inundaba mi habitación. Seguía en la cama agotado, mareado, sin
atreverme a levantarme, con la vana esperanza de que todo hubiera sido un
sueño. No sé cuánto tiempo permanecí así, sin atreverme a levantarme, porque si
me levantaba y me cruzaba con Dizi aquel sería un terrible momento para mí. Fue
entonces cuando vi sobre la mesa el jarrón con los claveles. Me levanté. En
aquel estado de confusión, la presencia del jarrón resultaba incomprensible.
Tal vez en un arrebato de arrepentimiento por la deslealtad mostrada hacia mi
padre, podría haberlo roto. Pero no lo rompí. Junto al jarrón encontré una
nota: «Te ruego que me perdones. Te ruego que olvides lo ocurrido. Hasta que
vuelva tu padre estaré en casa de los míos. Te he dejado dinero en la cocina. Y
estos claveles en señal de reconocimiento. Dizi... P. D. Por favor, rompe esta
nota en cuanto la leas».
Así lo
hice, la rompí. Y estallé en sollozos.
10
Me encontré
a mí mismo sollozando de nuevo. Él me dijo que así no iría a ninguna parte. Me
habló con menosprecio y yo le di la razón. Esta vez su voz era
sorprendentemente ronca, como si le saliera de lo más hondo.
–Edipo no
supone ningún peligro para ti –dijo–, no tienes nada de Edipo. ¡Solo te piden
una apología!
Con la
mirada puesta en las flores del jarrón, no conseguía determinar si me
encontraba en nuestra vieja casa, sufriendo junto a la mesa de trabajo por
haber pecado de deslealtad, si tenía miedo de no encontrar jamás las tumbas en
las que debía depositar aquellas flores o si me sentía aterrado de que mi
destrozada memoria no consiguiera juntar sus partículas, viéndome así
arrastrado hacia una espiral en la que se mezclaban el tiempo y el espacio.
–La verdad
es más sencilla –intervino–, me canso de repetírtelo: tú estás atrapado en la
telaraña virtual y yo en el museo con los fantasmas. O tú me sacas de allí y yo
te libero de las sombras, o te cuento mi historia hasta el final y tú te
liberas de la telaraña, no hay otro camino. Porque cuando yo existía tú no
existías, y cuando tú llegaste yo desaparecí. Nos excluimos el uno al otro.
Exclusión que se produjo en un determinado momento y en un determinado punto,
cuando nuestras trayectorias se separaron bruscamente. Como dos curvas del
universo, la una ascendente, la otra descendente, y desde entonces nos vamos
alejando el uno del otro sin remedio, portando cada uno en lo más profundo de
su ser el instante de la separación. Para ti en ese punto empieza el mundo, la expansión
del espacio. Para mí significa lo contrario, la concentración del espacio en un
punto. Me he quedado como un agujero negro en el cosmos. Ignoraba que
recorriendo mi trayectoria hacia el punto de encuentro contigo corría hacia la
muerte de mi madre. Y tú, ¿acaso sabías que viniendo a mi encuentro te
acercabas a la muerte de mamá?
»Al
principio estaba pálida. Después adelgazó. Más tarde no tenía fuerzas para
hacer nada, hasta que la hospitalizaron en una habitación que olía muy mal con
otras cuatro mujeres... Papá me había exigido que mantuviera la fortaleza, pero
un mes antes de morir no me dejó verla, no me llevó consigo. Una mañana, cuando
volvió del hospital, me puso la mano en el hombro y me repitió su eterna
canción: “¡Mantén la fortaleza!”.
»Salí de
casa, comencé a bajar las escaleras despacio, aturdido, agotado de tratar de
mantener la fortaleza y, mientras me iba sin saber hacia dónde, choqué con
alguien. Bajé dos o tres escalones y volví la cabeza. Tú habías hecho lo mismo,
volviste la cabeza. Y murmuraste algo confuso relativo a las monstruosas
injusticias de este mundo. Yo bajé al portal y salí a la calle, donde mis ojos
se toparon con una multitud de personas que lloraban y de mujeres que se
arrancaban los cabellos. Fui absorbido entonces por una nebulosa y fue ahí
donde desaparecí, sin saber por qué lloraba toda aquella gente, por qué se
mesaban los cabellos las mujeres y qué quisiste decir cuando te referiste a las
monstruosas injusticias de este mundo.
–Es muy
sencillo –le respondí, y por poco no le grito. No sé si a causa de su
ingenuidad o por algo más chocante, porque me hablaba con voz muy ronca, como
un anciano, y eso me molestaba, me crispaba los nervios, me recordaba algo en
lo que no conseguía caer. Pero estaba temblando y me dio pena–. Es muy sencillo
–bajé la voz–. Fue en abril de 1985. Tú te fuiste cuando se fue mamá y me dejó
en un vacío. Aquel día papá me dijo que ya no era un niño, era el decimoquinto
año de mi existencia. Y en el año decimoquinto hube de acompañar a mi madre, que
murió de leucemia, hasta su tumba.
»Aquella
mañana papá regresó pronto del hospital afligido, me puso la mano en el hombro
y comprendí que mamá había muerto. En mi fuero interno se produjo un
desprendimiento, como si me arrancaran las entrañas. Eras tú, que me
abandonabas. Sin darme tiempo a recobrarme. Papá me pidió que le ayudara a
preparar mi habitación, donde se instalaría el féretro de mi madre y se
reunirían las mujeres. Quitamos todos los enseres y colocamos sillas alrededor.
Nuestro vecino de enfrente vació una habitación para que se reunieran los
hombres.
»No vino
mucha gente y esto tiene relación con las multitudes y los lloros histéricos.
Evidentemente no por mi madre. Entre las pocas personas que vinieron a
acompañar a mi madre aquel día, ningún hombre lloró y ninguna mujer se arrancó
los cabellos. Como le dirían más tarde a mi padre algunos conocidos, aquel día
habrían actuado de manera imprudente de no haber participado colectivamente en
el cortejo que acompañaba al Cíclope Grande hasta su última morada. Aquel día
era su entierro. Con música fúnebre y caravanas de coronas de flores, con una
multitud sin fin detrás. Como esclavos acompañando al temido amo. Confusos, sin
saber qué habían de hacer ahora que él había muerto y se quedaban sin los acostumbrados
latigazos. Como si lloraran por los latigazos perdidos... Nuestro cortejo cruzó
las vacías calles de la ciudad y cuando dos enterradores cubrieron de tierra la
tumba de mi madre, pensé lo miserable, vil e hipócrita que es la raza humana.
»Mi padre
depositó una corona. Yo solo un ramo de flores. Un ramo de claveles blancos y
rojos. Como los del jarrón de porcelana labrado con motivos dionisiacos. ¿Lo
ves?
No obtuve
respuesta, él había desaparecido. Y no lo volvería a ver.
El jarrón
se encontraba ciertamente sobre la mesa, pero no contenía claveles, ni blancos
ni rojos. Contenía un gran ramo de rosas. Mientras en la habitación olía a
perfume, al perfume de Dizi. Pero ¿por qué había rosas en el jarrón? El ramo
que me había dejado Dizi era de claveles blancos y rojos.
11
Cuando
ellos volvieron, hacía tiempo que yo había retirado de mi cuarto el jarrón y
los claveles. Aparecieron una tarde de improviso: los dos juntos. Oí abajo el
motor del Toyota, sus voces, el chirrido de la puerta metálica del garaje, y
comprendí que en el intervalo habían hablado entre ellos y que por eso mi padre
había pasado a buscar a Dizi a casa de los suyos. No abrieron la puerta con
llave, llamaron al timbre. De modo que tuve que salir a recibirlos.
Primero
apareció mi padre con su maleta en la mano. Estuvo cariñoso, me abrazó, sentí
el agradable olor que desprendía su cuerpo y crucé una mirada con Dizi. Me
pareció que estaba más delgada. Y mi padre lo mismo. Quizá también yo había
adelgazado. Y en ese momento descubrí que podía fingir divinamente.
En esta
ocasión sus regalos eran especiales. Dizi no pudo reprimir un tímido grito de
alegría cuando mi padre sacó de la maleta un vestido de verano negro que, a
pesar de lo contenido de la exclamación, evidenciaba su sorpresa. A Dizi no era
fácil sorprenderla con cosas como estas, lo que me hizo suponer que aquel
vestido, como se oía decir cada vez más a menudo en aquel tiempo, era de firma
y muy caro. A mí me había comprado unas zapatillas deportivas Fila y también
manifesté una alegría contenida. Y me asusté al comprobar hasta qué punto era
yo capaz de fingir. Al comprobar hasta qué punto lo era Dizi. Al comprobar, en
fin, que mi padre, incluso sin saber lo peor, el deshonor infligido por su hijo
y su mujer, era capaz de fingir hasta ese punto, como si todos aquellos días su
única preocupación hubiera sido la adquisición de aquellos regalos, que
probablemente habría comprado en compañía de una mujer llamada Anja. Cuando
Dizi comenzó a preparar algo para la cena, vi llegado el momento de retirarme,
«ya he cenado», les dije, y me fui a mi cuarto. Supe entonces que mi
permanencia en aquella casa sería difícil. Me convencí poco más tarde, cuando
se oyeron sus pasos en el pasillo, las puertas al abrirse, las idas y venidas
de la cocina-comedor al cuarto de baño y de allí a la habitación, hasta que se
hizo el silencio y comencé a dar vueltas en la cama sin encontrar reposo.
Y no debido
al calor. No podía dejar de imaginarlos copulando, lo que me hacía sufrir y me
dejaba sin aliento. Por un instante, incluso, me pareció escuchar un grito
sofocado y pensé que Dizi le había pedido a mi padre que le atara las manos a
la cabecera de la cama, que él se las había atado y que ahora la atenazaba con
toda su corpulencia y ella gritaba, como había gritado conmigo, para acabar
dándole un mordisco en el pecho como me lo había dado a mí. Me levanté y me
acerqué a la ventana. No se movía ni una sola hoja de los árboles. Todo estaba
envuelvo en un profundo silencio, conseguí calmarme y me acosté de nuevo. Pero
en cuanto recosté la cabeza sobre la almohada me asaltaron unos ruidos sordos y
fui de nuevo presa de mi fantasía; aquel extravío me volvía loco. No podría
soportar durante mucho tiempo que cada noche, cuando se encerraran en su
habitación, hicieran o no hicieran el amor, le pidiera o no Dizi a mi padre que
le atara las manos a la cabecera de la cama, yo me pusiera a temblar cautivo de
un sentimiento al que no sabía dar nombre. Aquella tortura se prolongó durante
varios días. Al fin se marcharon a pasar dos semanas a Corfú. Pero dos semanas
pasaban volando y, aunque recuperé en parte el equilibrio, ignoraba el curso
que tomaría mi tormento. Uno de aquellos días me topé con Jon. Y a continuación
con los demás.
A Jon lo
menciono el primero. Por orden de aparición fue al primero que me encontré.
Aunque realmente fuese el último al que me habría esperado encontrar. Cuando le
vi, necesité algún tiempo para acordarme de él.
Yo no sabía
que era barman del café-bar Pacífico. Nunca había entrado en aquel local, que
estaba considerado uno de los más caros de la capital. Estaba algo apartado del
centro, en un lugar casi oculto al otro lado de las callejuelas, como si lo
hubiesen construido a propósito en aquella zona para que estuviera a cubierto
de las miradas de la gente, lo que le confería cierto halo de misterio. Después
de andar vagando sin rumbo, mis pasos me habían conducido hasta allí. Mientras
subía los escalones cubiertos con una alfombra de terciopelo que llevaban, nada
más entrar, a una sala muy fresca gracias al aire acondicionado, ni sabía ni se
me habría ocurrido pensar que llegaría a trabajar en aquel local de camarero.
Todo fue tan rápido que, cuando mi padre volvió de Corfú, le puse ante el hecho
consumado: había comenzado a trabajar precisamente ese mismo día. Jon me había
propuesto, si bien para burlarse de mí, que trabajara con ellos, me dijo que
necesitaban un camarero y que para encontrarlo habían puesto incluso un
anuncio; propuesta que, para su sorpresa, yo me tomé en serio.
Mi decisión
de trabajar de camarero escandalizó a mi padre. Nos levantamos la voz, casi nos
enzarzamos delante de Dizi. Él me pidió que le diera una razón, un solo
argumento que sustentara mi decisión, pero ese era precisamente mi punto débil.
No estaba en situación de darle razón alguna. Entonces Dizi consideró necesario
intervenir y ponerse de mi lado.
–Ergys ya
tiene edad para decidir por sí mismo –recalcó–. Si es capaz de estudiar y de
llevar una vida independiente, tanto mejor.
Mi padre
cedió. Disgustado. Ofendido. Herido en su amor propio. Y los contactos entre
nosotros se hicieron cada vez más raros.
El café-bar
Pacífico no era un local como los demás. En la jerga del cine sería calificado
de superestrella. Aunque no por su resplandeciente aspecto. Su fachada apenas
estaba iluminada y, de no ser por la presencia de vehículos día y noche a la
entrada del local, nadie habría supuesto que allí bullera algo. Pero delante
del local siempre había coches aparcados. De todas las gamas. Incluidos los
flamantes y recién salidos de fábrica. Esa era su singularidad y el local se
atenía a la lógica de esas gamas.
Para
nosotros los camareros el respeto de esa lógica era la primera regla del
contrato: entrar y salir únicamente de tu sala, aquella donde se te había
encargado trabajar. Ninguna otra muestra de curiosidad; cualquier vulneración
de la norma se castigaba. La aplicación de esta regla no suponía un problema
para mí, nunca había sido curioso en demasía. A ello se vino a unir una feliz
circunstancia: me encargaron de la sala de los clientes más modestos del
Pacífico, la llamada sala de los Intelectuales. Habría sido más exacto llamarla
sala de las Pinturas. De sus paredes colgaban numerosos cuadros y Jon me
explicó que una parte de ellos se los había comprado el dueño del establecimiento,
es decir, su tío, a los estudiantes de pintura de la Academia de las Artes.
Normalmente esta sala se llenaba de clientes de bajo rango que consumían poco,
a los que se calificaba genéricamente de «intelectuales». Sin pretender
clasificar al resto de clientes por rango de importancia, cabe mencionar a los
políticos. Después a los hombres de Estado y a los que ostentan el poder. A
continuación a los hombres de negocios. Y habitualmente alrededor, a los
periodistas.
Tanto en
invierno como en verano estaba obligado a vestir pantalón negro, lustrosos y
finos zapatos negros, chaleco negro, camisa blanca, de manga corta en verano y
de manga larga en invierno, y pajarita. Con aquel atuendo parecía un pingüino
pavoneándome en los hielos de la Antártida. Eso me dijo Linda. No recuerdo las
circunstancias en las que hizo la comparación. Pero estoy seguro de una cosa:
entonces estábamos todos. Incluido Spart.
A Spart no
lo había olvidado. Aunque pasaran mil años sin verlo, no podría olvidarlo. No
nos veíamos desde hacía tiempo. Pero cuando nos encontramos me pareció que
había transcurrido un milenio.
Lo reconocí
de inmediato, aunque ahora llevara el pelo largo. Tenía el pelo negro y tupido.
En otro tiempo, en el instituto, le caía sobre la frente. Ahora le caía sobre
la espalda. Y le tapaba la cara. Para que no le molestara, lo llevaba a menudo
sujeto por detrás en una coleta. Por eso le reconocí de inmediato, porque aquel
día lo llevaba sujeto. Era un día como otro cualquiera, por no mencionar que
llovía. Por no mencionar tampoco que, acabada la última clase, me había
empapado en el trayecto desde la facultad hasta el café intentando llegar a mi
hora, es decir, cuando las agujas del reloj digital de todas las salas marcaran
las dos de la tarde y comenzara mi turno: siempre a las dos.
Ocupaban la
mesa junto al acuario. En la sala de las Pinturas, al entrar, a la derecha,
había un acuario. Spart no se mostró especialmente contento de verme y ello
pudo deberse a distintos motivos. Puede que porque hacía tiempo que no nos
veíamos y lo último que podía imaginarse era encontrarme en aquel local y con
aquel uniforme. Otro motivo podía ser la lluvia, él estaba calado hasta los
huesos y no tenía, como había tenido yo, posibilidad de cambiarse en ninguna
parte. Aunque es probable que la frialdad que mostró hacia mí tuviera que ver
con otra cosa: él no estaba solo. Le acompañaba un tipo, un joven alto y rubio,
con pantalones vaqueros y cazadora de piel, que Spart me presentó simplemente
como James. No era inglés. Ni americano. Ninguno de nosotros supo nunca con
exactitud quién era James, de dónde procedía y a qué se dedicaba. Con Spart
hablaba en inglés. A mí me parecía que su inglés era excelente. Con Roza
hablaba en italiano. Roza, sin querer pronunciarse, aseguraba que pese a su
perfecto uso del idioma veía difícil que fuera italiano. Con Linda trató de
hablar en francés, porque ella sabía algo de esa lengua. Y ella comentó algo
curioso: James hablaba francés con el mismo acento que los lugareños de Myzeqe.
De cualquier modo, él tenía un resonante nombre anglosajón y eso valía más que
cualquier otra cosa. Llevaba algo colgado del cuello que al principio tomé por
una cruz. Era, de hecho, un medallón, pero con un símbolo grabado tan
enigmático como él mismo.
No es que
llevara mil años sin ver a Spart. Como mucho serían unos cuantos. Pero él había
cambiado y aquella transformación me hizo pensar que no nos veíamos desde hacía
un milenio. Apareció ante mí pálido, delgado, algo encorvado, con las mejillas
chupadas y un profundo fastidio en la mirada. Aquel día no supe gran cosa de
él, su frialdad hacia mí hizo que me contuviera, no encontraba rastro del amigo
de otro tiempo, salvo una cierta ansia de beber. Se bebió varios vasos de
whisky que pagó siempre James. Conseguí enterarme de algo más a la semana
siguiente, cuando se presentó de nuevo en el local. Esta vez no solo con James.
Ahora eran tres y la tercera era Roza.
En esta
ocasión Spart se mostró afectuoso, parecía más en forma, me llamó como en los
viejos tiempos, por mi nombre. James no me prestó atención, es natural. Por el
contrario me extrañó la actitud de Roza. Se comportó de un modo sorprendente,
como si no me conociera, y un instante después, cuando nuestras miradas se
cruzaron, comprendí que me suplicaba que le siguiera el juego. Eran aquellos
ojos tan azules, aquellos labios carnosos tan sensuales, aquel rostro
inteligente con algo de agresivo, aquella seguridad en sí misma tanto en la
manera de sostener el cigarrillo, darle caladas, expeler el humo, como en la de
cruzar las piernas cuando a todos a su alrededor les resultaba imposible
apartar la mirada de aquellas piernas al desnudo.
Fue Jon
quien me habló de ellos. Según él, James había aparecido por el Pacífico tiempo
atrás, representaba a una sociedad extranjera y, por utilizar la expresión de
Jon, se ocupaba de investigaciones. De qué clase de investigaciones se trataba
ni a qué se dedicaba la sociedad nada podía decirme. A menudo se ausentaba,
desaparecía, después reaparecía de repente y siempre acompañado de caras
nuevas, como en esta ocasión de aquellos dos, el pálido de pelo largo y la
belleza mordaz. Así fue como los calificó Jon, y yo me enteré de que el pálido de
pelo largo estudiaba pintura en la Academia de las Artes y de que la belleza
mordaz había acabado los estudios de Italiano y ahora posaba desnuda ante
futuros artistas en sesiones privadas. Tal vez Jon hubiera seguido contándome
más cosas de ambos. Pero adelantándome a las malévolas connotaciones de sus
comentarios, me apresuré a contarle que Spart era un viejo conocido mío. No le
hablé de nuestra fracasada aventura de las embajadas. Ni de cómo conocí
accidentalmente a Roza. En aquel momento Jon estaba sirviendo un café sobre la
barra. Alzó la cabeza y me miró dubitativo, como si estuviera pensando si debía
decirme algo o no. Al final lo hizo. «No te aconsejo que te acerques demasiado
a esos tres», me dijo. Y se acabó la conversación.
Tenía que
haber seguido el consejo de Jon, no cabe duda. El inexplicable disimulo de Roza
ya era una prueba convincente. Y aparte había otra circunstancia que me hacía
más fácil hacerle caso a Jon: mi viejo amigo ya no era el que fue. Pero si no
seguí el consejo de Jon se debe a Linda. Ocurrió poco después, al día siguiente
de encontrarme al trío poco recomendable.
Al día
siguiente Spart se presentó en el local alrededor de las cinco de la tarde. No
venía ni con Roza ni con James. Yo estaba junto a la barra y cuando aparecieron
en lo alto de la escalera me fijé en que él llevaba un abrigo muy largo,
desabrochado, y el pelo suelto. Se echó ligeramente a un lado para dejar pasar
a alguien y mis ojos solo fueron capaces de vislumbrar una cosa: el rostro de
ella. Puede que hubieran sido capaces de captar otros detalles, como por
ejemplo su abrigo, que era también muy largo, una carpeta donde más adelante
supe que llevaba los dibujos, su cabello rojo y ondulado, los pantalones grises
e incluso los zapatos. Pero tengo la impresión de que en aquella décima de
segundo no me fue posible vislumbrar ninguna otra cosa que no fuera su rostro
ya que, como si se estuvieran subiendo a un tren en marcha, se precipitaron
hacia la sala de las Pinturas.
Me quedé de
piedra, en el amplio sentido de la palabra. Después, todo se puso en movimiento
en mi interior y hasta los rincones más aletargados de mi cerebro emitieron
señales. «Es Oriana», me dije al fin. Mi convicción quedó reforzada en cuanto
entré en la sala de las Pinturas con la bandeja de las consumiciones en la
mano. Ocupaban la mesa junto al acuario y desde lejos, al observar su perfil
por encima del hombro de Spart, me pareció de lo más natural acercarme a ellos
y saludar en primer lugar a Oriana. Más o menos fue así como sucedió, pero con un
imprevisto. En cuanto serví las consumiciones de la mesa de al lado, me volví y
de repente me quedé atónito: ella me sonreía. Más adelante Linda me dijo:
–Te sonreí
porque cuando te vi me pareció que llevaba toda la vida deseando pintar tu
retrato y que tú venías hacia mí para decirme algo fascinante.
Pero lo que
yo dije fue de lo más vulgar: les pregunté qué deseaban tomar. Ella pidió un
capuchino y él un whisky. Cuando volví con la consumición esperaba que Spart me
la presentara o que me invitara a sentarme al menos unos segundos. El tiempo
necesario para preguntarle a su amiga pelirroja de ojos claros si por un casual
se llamaba Oriana. Pero Spart no hizo nada de eso. Se limitó a saludarme e hizo
lo mismo una hora después, cuando estaban a punto de marcharse y Spart me hizo
una seña con la mano a modo de despedida. Me acerqué a ellos en un suspiro.
Herido por su indiferencia, proclamé, en un arrebato de estupidez, que aquel
día el whisky y el capuchino corrían de mi cuenta. Al parecer, mi estupidez no
sonó tan mal. Se rieron ambos, e incluso Spart fue más lejos. «Ergys es un
viejo amigo mío», dijo. En aquel momento observé que del pecho de la muchacha
colgaba una cruz. Después ellos se fueron y yo lamenté no haber podido saber su
nombre.
Me lo dijo
Jon. El superenterado, el oráculo Jon. Me volvió a advertir de nuevo: «¡La mesa
junto al acuario está maldita!».
–También la
pelirroja es estudiante de Pintura, pero viene poco por aquí –dijo–. En otro
tiempo venía a menudo. Pero desde que se produjo un altercado solo aparece de
vez en cuando acompañada de tu amigo del pelo largo. Es hija del antiguo y
tristemente célebre juez de instrucción Valmir D. ¿Sabes quién es Valmir D.? Se
le recuerda como el carnicero de los intelectuales. Ahora las cabronadas del
padre las está pagando la hija. Un día por poco la golpean, por eso viene rara
vez. Se llama Linda.
Habría
querido decirle que no le creía. Pero no en lo relativo a las cabronadas del
antiguo juez de instrucción llamando Valmir D. Lo que yo no me podía creer era la
parte de la humillación pública de aquella frágil criatura celeste. Ahora bien,
a Jon podían reprochársele muchas cosas, pero no la de ser mentiroso. Tomé una
decisión: en cuanto tuviera la posibilidad de volver a ver a la muchacha, tan
parecida a la Oriana de mi niñez, le diría que no se preocupara, que no tuviera
miedo, que viniera al local cuando quisiera. Y mi fantasía, como la del
adolescente herido por un coup de foudre7, comenzó a divagar, rogando incluso
que se montase una escena. La escena la imaginaba poco más o menos de este
modo: ella se sentaba a la mesa junto al acuario, sola o acompañada, y cuando
ocurría el incidente, cuando algún monstruo se atrevía a insultarla o a tirarle
del pelo, sus acompañantes se asustaban y la abandonaban a su triste suerte.
Entonces, yo hacía mi aparición en la puerta de la sala de las Pinturas.
Embutido en mi uniforme de pingüino. Me lanzaba como una flecha y rescataba a
aquella frágil criatura celeste. El otro se volvía hacía mí y yo le hacía
frente con valentía. En cualquier caso, el monstruo me arreaba un puñetazo, a
este respecto no me hacía ilusiones. Pero aun así ganaba puntos. Una vez
descargada su cólera y habiéndome zurrado ante la indiferencia de los
presentes, se marchaba dejándome noqueado en el suelo, con la nariz
ensangrentada, un labio partido y un ojo morado. Y aquel era mi momento de
gloria. Linda se acercaba a mí, me alzaba la cabeza, sacaba un pañuelo del
bolsillo, me limpiaba la sangre y yo permanecía inmóvil, sintiendo la caricia
de sus manos y la límpida mirada de sus ojos. Y le susurraba que no tuviera
miedo, que viniera cuantas veces quisiera, que ningún monstruo se atrevería a
tocarle ni un pelo nunca más.
Más tarde
Linda se reiría de aquella escena. «Lo lamento –dijo–, quién sabe lo que habrás
sufrido por mí enfrentándote como don Quijote a los molinos de viento». Ahora
bien, cuando volví a tener la oportunidad de verla de nuevo, lo que ocurrió una
tarde casi un mes después de reencontrar a Spart, mi fantasía estaba por los
suelos. No lograba ponerme en la piel de don Quijote, subirme a Rocinante,
arrodillarme ante Linda y narrarle mis valerosas hazañas. Aquí, en la hilera de
los paréntesis, veo necesario abrir uno más.
Todo
comenzó con una inesperada invitación de Spart. Estaba convocando a sus amigos
a reunirse en alguna parte. Como sus amigos eran además mis clientes, me
conocían y los conocía. Por otra parte, Spart me ofrecía la posibilidad de
retomar nuestra vieja amistad y yo no podía negarme. Si le hubiera preguntado,
habría sabido algún otro detalle. Me refiero a que habría sabido que la reunión
era en casa de James, en un piso que este tenía alquilado. No me agradaba
relacionarme con James y es de suponer que en ello influían de algún modo los
consejos de Jon. Me habría enterado también de otra cosa, de la presencia de
Roza. A las viejas razones para no aguantarla, se habían sumado otras nuevas,
sobre todo su inexplicable comportamiento. Y es posible, finalmente, que me
enterara de un detalle ante el cual mi reticencia y los consejos de Jon se
habrían hecho añicos. Al aceptar la invitación de Spart no sabía que volvería a
encontrarme con Linda.
Era una
vivienda amplia, del tipo de las que se construían en los últimos tiempos,
situada en el quinto piso de un edificio de doce plantas, recién edificado, con
un salón muy grande. Nos abrió la puerta James. Puede que Spart y yo llegáramos
de los últimos, porque en el salón, que apestaba a humo de tabaco y a vapores
de alcohol, había mucha animación. James nos invitó a entrar, y mientras nos dábamos
un abrazo pude otear una quincena de chicos y chicas esparcidos por el salón,
sentados o recostados sobre la alfombra o apoyados contra la pared, fumando y
con un vaso en la mano. Nuestra llegada fue acogida con total indiferencia.
Pero sea porque Spart me dejó solo en cuanto entramos para desaparecer con
James, sea porque la iluminación del salón creaba la ilusión de estar en
penumbra, el caso es que me quedé allí plantado como una estaca. Los jóvenes
estaban hablando entre sí en pequeños grupos y, aunque me resultaban caras
conocidas, nada tenía que ver con ellos.
Pasaron
unos diez minutos, yo seguía plantado allí como una estaca y poco faltó para
que me marchara. Pero no lo hice. Del grupo del rincón menos iluminado del
salón se levantó una chica. Parecía dirigirse hacia mí. Pero en realidad no
venía hacía mí. Venía hacia una mesa en la que se hallaba todo lo necesario
para una ocasión semejante, que yo no sabría decir qué ocasión era. Entre otras
vituallas cabe mencionar el whisky y el champán. La chica alargó la mano y
cogió un plátano. Puesto que me encontraba al lado me preguntó, seguramente por
amabilidad, si me apetecía uno. Después Linda me diría que no lo había hecho
por amabilidad.
–Tú estabas
solo, apartado de todo el mundo –dijo–. Y, lo principal, de nuevo me pareció
que llevaba toda la vida deseando pintar tu retrato.
Aquella
tarde Linda no me dijo nada parecido. Tampoco yo me atreví a decirle algo que
se me venía a la boca pero que se me había quedado atragantado: su parecido con
Oriana. Ni a responderle, cuando ella me preguntara quién era Oriana, breve y
sencillamente que era mi novia. No encontré ningún motivo de euforia para
ponerme en la piel de don Quijote. Después, cuando Spart apareció en el salón
con James y Roza, decidí definitivamente quedarme en mi rincón. Y es que aunque
quisiera marcharme no podría hacerlo, estaba retenido por un potente imán. En
compañía de tres chicas y dos chicos. Estaban recostados unos junto a otros,
fumaban, cascaban cacahuetes, observaban en silencio el suelo, de vez en cuando
intercambiaban alguna palabra. Reían, y a mí me parecía que se reían por nada,
sin motivo. A mi lado estaba Linda y eso me bastaba. Sentía su respiración, un
olor a perfume, un mareo. Y la calidez que me comunicaba su cuerpo.
Uno de los
chicos se levantó, fue a por una botella de whisky y dos vasos y llenó uno para
mí y otro para él. En esta ocasión fui yo quien le preguntó a Linda si quería
beber un poco de whisky y ella me respondió que no, que no quería. Aceptó otra
de las chicas y se bebió el vaso de whisky de un trago. Todo el grupo la
aclamó. Uno de los chicos, que estaba apoyado contra la pared y fumaba con los
ojos cerrados, azuzado por nuestra aclamación, abrió los ojos y me preguntó si
quería darle una calada a su cigarrillo. Le respondí que no, que no fumaba. Él
no insistió, se recostó de nuevo contra la pared con los ojos cerrados. Linda
se inclinó hacia mi oreja. Además del perfume, sentí la leve caricia de sus
labios. Apenas entendí lo que me susurró. El chico recostado contra la pared
fumaba un cigarrillo de marihuana. Me lo comunicó con toda naturalidad, como si
me estuviera diciendo, por ejemplo, que su amigo y compañero bebía agua
mineral.
–No te
aconsejo que la pruebes –añadió–. Yo la he probado una vez. Estaba muy triste.
Y eché los hígados. Les pasa a menudo a los novatos, eso dicen, que te mareas y
vomitas. Después se aprende. Sin embargo a mí me dejó un terrible regusto, por
más triste que me ponga no volveré a probarla. Y tú ¿la has probado alguna vez?
La estaba
mirando a los ojos. Pensé que si se acercaba un poco más podría besarla. En vez
de eso le respondí que no, que nunca había fumado cigarrillos de marihuana.
Linda rio. También rio el que quería dármela a probar. Y el otro chico y las
chicas. No entendí por qué. En general se reían por nada. Me traspasó entonces
un pensamiento fulminante. Ellos eran diferentes. Tan diferentes que me hacían
parecer un extraterrestre.
Spart se
unió a nuestro grupo en el instante en que yo vivía mi embrollo extraterrestre.
Con su pelo largo y su pálido rostro parecía recién salido de un viejo icono de
algún santuario. Mi impresión no estaba errada en absoluto, las chicas y los
chicos del grupo lo miraban con adoración casi religiosa. En aquella época yo
aún no sabía nada del talento de Spart. Para mí él era simplemente un compañero
de aventuras del instituto, que en aquellos momentos me incitaba a beber
whisky. Aceptada, pues, mi naturaleza en cierto modo de extraterrestre, no
estaba en mi mano devanarme los sesos para comprender la naturaleza de las
relaciones de Spart con el inquilino de la vivienda en la que nos
encontrábamos. Este último permanecía un poco más allá con Roza. Una y otra vez
James se reía a carcajadas y se reían también los que tenía a su alrededor.
Seguramente se reían sin motivo. Alguien como Roza era difícil de entender
incluso estando alguno de ellos habituado a la marihuana. Esa era la pregunta
que quería hacerle a Spart cuando vi la palidez de su rostro: ¿has probado a
fumar alguna vez cigarrillos de marihuana?
Spart se
levantó. Coincidió con el sonido de unos leves acordes musicales en el salón,
pero nadie hizo el esfuerzo de ponerse en pie para bailar. Todos siguieron como
estaban, recostados en la alfombra o apoyados contra la pared. Bebían whisky y
pelaban cacahuetes. Fumaban. Tal vez cigarrillos de marihuana. En la penumbra
reinante no se distinguía.
Es lo que
recuerdo de aquella velada. A la que asistí invitado por Spart y en la que
permanecí todo el tiempo con Linda. Y al fin logré vestir el jubón de don Quijote.
Le susurré a Linda que podía pasarse por la sala de las Pinturas todas las
veces que quisiera. Y sentí que desde cualquier punto de vista yo no le llegaba
a don Quijote ni a la uña del pie.
Esperé en
vano que viniera al día siguiente. Ella no vino. No vino en mucho tiempo. No
sabría decir cuánto. Y de aquí parte el mal, del ovillo del tiempo. Apenas doy
con un hilo y trato de tirar de él hasta el final, se engancha, se queda en
punto muerto. Y yo, como se suele decir, pierdo el hilo. Trato de superar ese
punto muerto, de encontrar una vía. Para salir después a una senda donde los
acontecimientos rueden de manera diferente. Y yo no permanezca en el punto
muerto donde me encuentro, encerrado en una villa, rodeado de desvelos y
silencio. Donde todo se mezcla con las campanadas de una iglesia, con la
grabación de la llamada a la oración de un almuédano y de noche con las ráfagas
de los kaláshnikov.
¡Imposible!
Estoy obligado a seguir la senda de mi maldición. Y ella me conduce a un
tórrido día de verano, cuando yo acababa de finalizar los estudios.
Con ese
motivo mi padre vio razonable recordarme su vieja advertencia de que, con la
rama que había elegido, me quedaría fuera de juego. Una profecía incontestable.
Mi tímido intento de buscar trabajo no dio resultado, pues renuncié al único
que me salió en la variante del periodismo cuando me pusieron como prueba
redactar un artículo contra un personaje público. Mejor quedarse fuera de
juego. Según Jon, tipos como yo pertenecíamos a una rara especie en peligro de
extinción. En la época del Far West albanés, cuando las turbas se jugaban la
baza de su propia locura, mi especie era la excepción. Yo no jugaba ninguna
baza. Solo quería una cosa: que me dejaran en paz. Pero acabo de decir que la
senda de mi maldición me condujo en esta ocasión a un tórrido día de verano. A
la mañana de un domingo, que tiene que ver con otra invitación de Spart, esta
vez de parte de James. La llamaré, entonces, la segunda invitación de Spart.
En esos
días iba en contadas ocasiones a dormir a casa. Fue así desde que pude
instalarme en un cuartito del desván del Pacífico desde el que podía otear las
torcidas callejuelas del barrio, a las gentes bullendo entre el polvo en verano
y entre el lodo en invierno y, más de cerca, los coches aparcados en la plaza.
Me encontraba junto al ventanuco esperando la llegada de una furgoneta; cuando
esta apareció y se detuvo en un rincón, yo me levanté. Nos íbamos a la playa.
James se marchaba y con ese motivo daba una comida en algún lugar junto al mar.
Solo acepté ir cuando Spart le asestó un puñetazo a mis vacilaciones con un
argumento convincente: Linda había sido invitada y también acudiría.
Sin aquel
puñetazo me habría resultado imposible unirme a su pandilla. A estas alturas no
podía soportar la presencia de James ni la de Roza. Pero James, al parecer,
había decidido marcharse y yo esperaba que así mi amigo pudiera recuperarse:
Spart consumía drogas. Los tres consumían drogas. Nunca había visto colocados
ni a James ni a Roza. Pero a Spart sí.
Según Jon,
Roza estaba a la vez con Spart y con James. Los dos hombres lo sabían y lo
aceptaban en silencio. Cuando los veía con las cabezas juntas en la mesa
próxima al acuario trataba de imaginar de qué estarían hablando aquellos tres,
Spart con su vaso de whisky, James con su cerveza y Roza fumando y con un
capuchino. Cuando nuestras miradas se cruzaban, ella se comportaba siempre del
mismo modo, se ponía seria y de una idiotez sorprendente. Me apartaba y sentía
cada vez mayor aversión hacia ella y hacia James. No la soportaba cuando
cruzaba las piernas, no soportaba a James con su medallón sobre el pecho
pagando todas las consumiciones.
Mi rencor
hacia ellos tenía nombre: Spart. Todo comenzó un día en que se presentó solo en
el establecimiento, pálido, desorientado y sin tomar nada, ni un café.
–Si quieres
–le dije creyendo que no se decidía porque no tenía dinero–, puedo servirte un
whisky, yo invito.
Yo seguía
allí plantado esperando su respuesta. Levantó la cabeza. Su mirada me conmovió.
Me cogió de la mano y me pidió dinero prestado.
–Por favor
–dijo–, tengo una necesidad urgente...
Sin demora
le di lo que me pedía, diez mil leks viejos. Los introdujo en el bolsillo, me
dio las gracias y se fue. Me quedé atónito. Pero aún más atónito me dejó Jon.
–Me apuesto
lo que quieras a que te ha pedido dinero prestado, pero si se lo has dado eres
idiota.
Me crispaba
los nervios. Su capacidad para adivinarlo todo me sacaba de quicio. Jon añadió
que cada vez que James desaparecía de la circulación, y aquellos días había
desaparecido, vete a saber dónde, con Roza, mi amigo se metía en la danza de
endeudarse. Y los que eran tan ingenuos como yo lo acabábamos pagando porque
los deudores tenían la peor costumbre del mundo, no devolvían nunca el dinero.
Ni aunque les zurraran.
Spart me
devolvió el dinero pocos días después. Vinieron ellos dos al local, sin James.
A Roza se la veía fresca y cuando me acerqué a ellos animó a Spart a pedir lo
que quisiera. Él hizo una mueca. La mueca se convirtió en un nerviosismo que no
podía pasar desapercibido y Roza se contuvo: él la cortó con brusquedad y
ásperamente, no quería nada. Roza emitió una risa forzada. Por primera vez no
eran capaces de dominarse en mi presencia.
Hasta aquel
día yo ignoraba muchas cosas. Me refiero a que su relación era delirante. Eran
esclavos el uno del otro, y cuando se esperaba que Roza dejara a Spart por sus
graves ofensas, sucedía lo contrario, ella dejaba de posar desnuda para los
demás y solo posaba para él. La vivienda de James les servía de estudio y en
ella se guardaban bastantes cuadros que nadie había visto, ni siquiera Linda.
Por no añadir que tampoco conocía con exactitud el talento de mi amigo. En el
único detalle en el que me había fijado era en sus finos y largos dedos siempre
sucios. Cuando interrumpió a Roza diciendo que no quería nada, le temblaron los
dedos. Y algo dijo entre dientes. No entendí lo que dijo, solo observé que a
Roza se le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces Spart sacó del bolsillo los
diez mil leks viejos, los dejó sobre la mesa, me dio las gracias, se levantó y
se fue. También Roza se levantó y se fue tras él.
Me
estremeció la bocina de la furgoneta. Me esperaban en ella cinco o seis chicos
y chicas y una de las estudiantes que había tomado asiento al lado del
conductor me hizo saber que los demás se habían ido antes en el coche de James.
Habría querido preguntar si en aquel coche iba Linda, pero no me atreví. Puede
que porque temiera que esa pregunta les sonara un tanto chocante a mis compañeros
o puede que porque me asustara una respuesta negativa, es decir, un no, que
Linda no había venido, por lo que desde ese mismo instante el día de descanso
se convertiría para mí en un día de suplicio.
La
furgoneta giró en algún lugar próximo al viejo campo de descanso de
trabajadores, se metió por un camino lleno de baches, atravesó un bosque de
pinos y se detuvo ante un hotel situado en el límite entre el bosque y la
playa. Los demás nos esperaban en la terraza. James se apartó de ellos y vino a
nuestro encuentro. Yo me sentía noqueado por un motivo estúpido: había olvidado
mi bañador. Me di cuenta mientras le daba la mano a James y volvía a la dura
realidad: él estaba en traje de baño. Los demás también estaban en traje de
baño, incluidos los que venían conmigo, quienes, mientras yo seguía allí
plantado y absorto mirando a Linda, que estaba en la terraza con Spart y con
Roza, se habían cambiado y dejado la ropa en la furgoneta. Mi sobresalto fue
total cuando advertí que también Linda estaba en bañador. Y me sentí perdido.
Trataron en
vano de solucionar lo de mi traje de baño, pero en los alrededores no había ni
rastro de vendedores ambulantes. Después renunciaron. También renunciaron a
convencerme de que bajara a la playa en calzoncillos o simplemente vestido como
estaba, bastaba con que pusiera fin al asunto y les dejara tranquilos. Nadie
estaba allí para llorar mis penas. Nadie. Salvo Linda.
Media hora
más tarde ella se sentó en la silla que estaba a mi lado. No la vi venir. Me di
cuenta cuando tomó asiento en silencio y yo le hice sitio bajo la sombrilla
para que no le diera el sol en aquella terraza que sin Linda bien podría
llamarse la terraza solitaria. Se había cambiado, llevaba un vestido blanco de
tirantas. Y la cruz colgando del cuello. No llegué a precisar si estaba roja
por el sol, si era ese su color natural o la ilusión creada por su pelo. Vino
un camarero a preguntarnos qué deseábamos. Aproveché entonces para mirar a
Linda a los ojos. Con ganas de decirle algo interesante, por ejemplo que estaba
muy guapa. Y si eso no tenía nada de interesante, decirle al menos que le
agradecía que hubiera venido a hacerme compañía en aquella terraza solitaria.
Pero en vez de eso le pregunté qué quería y ella respondió que nada. También yo
respondí que nada y el camarero nos dejó tranquilos. Así estuvimos un buen
rato, sin hablar y contemplando la orilla del mar. Hasta que se me ocurrió algo
interesante. Pero no en relación con el mar y el sol. Tampoco con la arena ni
el bosque de pinos. Solo que había algo de relativo en la idea de la existencia
de este mundo, eso era lo que resultaba interesante. Mi hechizo solo era
posible en presencia de Linda. Si ella se iba, en torno a mí solo quedaba el
vacío.
Consideré
indispensable decirle algo. La relación entre la existencia de este mundo, ella
y el vacío. No lo conseguí. Hacia nosotros, caminando de puntillas sobre la
arena ardiente, venía Spart.
Tenía muy
mal aspecto. Se sentó a nuestro lado y aunque Linda se movió para dejarle sitio
bajo la sombrilla, se quedó al sol. Le miré sin que se diera cuenta. Yo era
capaz de saber si se hallaba bajo el efecto de la droga. Y de saber poco más o
menos qué clase de droga había consumido, droga blanda o droga dura y, aún más,
si la había tomado pocos minutos antes o hacía horas. Perdía el color, los
músculos de su cara se aflojaban, sus labios parecían retorcerse y, sobre todo,
lo traicionaban un par de cosas: una especie de rara euforia que al menor
motivo se transformaba en arrogancia. Y la sed. Necesitaba beber agua continuamente.
En ciertos casos se transformaba por completo, la cabeza le pendía sobre el
pecho, los ojos se le cerraban, apenas podía articular palabra, hablaba casi
como en un delirio, lloraba. En una situación así le había visto pocas veces,
pero en cada una de ellas traté de que pasara desapercibido, me lo llevaba a mi
cuartito del desván donde, obediente, se quedaba encerrado varias horas.
De haberse
dado cuenta de mi vigilante mirada, Spart se habría enfadado. Pero no se dio
cuenta de nada. Sus ojos reflejaban una negra desesperación y en esos momentos
lo mejor era dejarlo tranquilo. Pero poco después Roza abandonó la playa y se
unió a nosotros en la terraza. Acababa de salir del agua. Con su cuerpo mojado,
el cabello pegado a la cara y las manos cruzadas bajo los sobacos. A
continuación llegó James, mojado él también. Spart seguía con la cara vuelta
hacia el sol, Roza con las manos bajo los sobacos, James algo más allá, alto y
enigmático. El comportamiento del trío era muy poco natural. Como si me hubiera
leído el pensamiento, Linda se encogió de hombros. Y comprendí que en aquel
momento nosotros no existíamos para ellos. Nada existía, ni la playa, ni el
mar, ni espacio alguno existía.
Al parecer,
habían llegado a un acuerdo. Y al parecer ahora Spart ya lo sabía: dentro de
tres días Roza se embarcaría en el transbordador rumbo a Italia con James...
Era difícil que mi mente llegara a suponerlo. Ni siquiera lo supuse cuando el
resto del grupo abandonó la playa y vino a hacernos partícipes de su euforia,
que se prolongó durante la comida en la sala del restaurante que teníamos
reservada. Incluso en el delirio eufórico de la mayoría, sostenido por una
conversación sin fin sobre los milagros de la fundación Sude8, con la que la
gente ganaba dinero a puñados sin que tuvieran que mover ni un dedo, no podía
dejar de advertir la completa ausencia del trío. Solo se reían alguna que otra
vez como maniquíes. Y a mí me pareció que, pese al optimismo que desataba la
fundación Sude, asistía a una comida de difuntos. Quizá por esa razón alargué
la mano y la coloqué sobre la de Linda. Como si quisiera escapar de la
sensación de estar en un entierro. Ella movió los dedos y los introdujo entre
los míos.
Durante dos
o tres semanas Spart no apareció por la sala de las Pinturas y la noticia de
que Roza se había ido la supe por Jon. De creer a Jon, James no era otra cosa
que un traficante de obras de arte, un cazador de iconos. Lo demostraba una
investigación abierta por los órganos competentes al hilo de su desaparición,
por la que habían sido llamados a declarar un grupo de estudiantes de la rama
de Pintura, todos ellos clientes nuestros, incluido Spart, o mi amigo del pelo
largo, como él decía. La historia estaba envuelta en misterio por la inesperada
partida de Roza con el sospechoso extranjero.
No le di
importancia a las palabras de Jon. En mi opinión en aquel asunto no había
misterio alguno, James no había desaparecido. Él solo se había marchado tras
una anunciada comida de despedida, por lo tanto no podía hablarse de
desaparición, y si con él también se había marchado Roza, él no la había
raptado, no la había escondido en su maleta. Mi ingenuidad habría de ponerla de
manifiesto un tipo con el que, por primera y última vez, me entrevisté en la
mesa junto al acuario. Para emplear la expresión de Jon, era representante de
los órganos competentes. Fue así como también él se calificó a sí mismo, sin
juzgar necesario darme su nombre ni enseñarme ninguna acreditación. Por mi
parte no insistí en comprobarlo, tanto me daba si era de los órganos
competentes o no.
Quería que
le dijera algo de James, después de Roza y finalmente de Spart, quería saber de
qué y desde cuándo los conocía y las relaciones que mantenía con ellos. Fui
breve, muy breve: los dos primeros eran clientes, el tercero era un amigo,
habíamos estudiado en el mismo instituto, y yo les atendía como a cualquier
cliente cada vez que venían al local y ocupaban el mismo lugar que ahora
ocupábamos nosotros. En cuanto a sus conversaciones, las escuchaba del mismo
modo que cualquiera de los presentes podría escuchar la conversación que ahora
sosteníamos. El otro sonrió. No parecía estar demasiado satisfecho de mis
respuestas. Y tan poco satisfecho o más se quedó con las explicaciones que le
di sobre la comida de despedida de la playa, acerca de la cual, por lo que pude
entender, conocía los detalles menores, entre otros el ardiente debate sobre
los milagros de Sude. Después nuestra conversación concluyó de un modo
inesperado. «Soy amigo de tu padre», me dijo. Y yo, no sin asombro, lo traduje
a mi manera: «Vamos a dejarlo así por tu padre».
Hasta aquí
no veía ningún motivo de inquietud, me pareció bastante natural vislumbrar tras
su aparición la sombra de mi padre. Me desconcertó otra cosa, el breve sermón
moral acerca de los sagrados valores de mi familia. Yo debía respetar aquellos
valores y no pisar sobre tablones podridos.
–Con lo
blandengue que eres –dijo–, no sería extraño que pisaras sobre tablones
podridos. Lo que implica que te partirías el cuello.
Instintivamente
me llevé la mano al cuello, tan fuerte fue mi impresión de que me había partido
alguna vértebra. Quise responderle algo, pero se me atragantaron las palabras.
Spart
apareció por el local al día siguiente. Ocupó la mesa junto al acuario, pidió
solo un café, lo que evidenciaba que tenía los bolsillos vacíos. Con el café le
serví un whisky. Él no se opuso. «He quedado con Linda –dijo–, vendrá dentro de
poco.» Según lo dijo, se bebió el whisky de un trago y se encerró en su
mutismo. No se había afeitado en varios días. Ojeroso y con las mejillas
hundidas, daba la impresión de un hombre acabado.
A aquella
hora de la tarde ya había movimiento en la sala, al menos dos mesas estaban
esperando que las atendiera. Pero en aquellas circunstancias no podía dejarle
solo. Me senté junto a él.
–Lo malo
–dijo como si hablara consigo mismo– es que tenemos escrúpulos, pensamos
demasiado en los demás. Después podemos arrepentirnos de una acción, pero el
arrepentimiento siempre llega tarde, cuando ya no hay remedio. Por ejemplo, si
aquel día de julio me hubiera mantenido en mis trece y no me hubiese dado un
vuelco el corazón cuando me dieron la noticia de que mi padre estaba en el
hospital, mi vida tal vez habría tomado otro rumbo. Pero fui débil, no pude
enfrentarme a la idea de que mi padre pudiera morir por mi culpa. Y abandoné la
embajada. Y mi padre se curó. Nadie podrá convencerme de que mi ruina no
comenzó aquel día. Cuando huyeron todos y yo me quedé. Y ahora sufro, sufre
también mi padre. Todos sufrimos. Se han perdido todos los valores, nadie sabe
a qué agarrarse, no hay modo de distinguir los santos de los demonios, porque
los demonios son proclamados santos y al revés. Quizá haya hecho bien en
irse... Roza... ¿Qué podía hacer aquí, conmigo?
Entonces
apareció Linda en la puerta y su pregunta se quedó en el aire. Él movió muy
despacio la mano hacia delante, como si quisiera decirme que lo dejáramos, que
no merecía la pena. Instintivamente me levanté. Linda se dirigía hacia nosotros
y sentí un sobresalto: en mis oídos resonó la voz del enigmático personaje que
me lanzaba una advertencia sobre los tablones podridos.
Fue en
aquella época cuando recibí la primera llamada telefónica de Silva.
Estaba
cobrándoles la cuenta a los últimos clientes cuando Jon, desde la puerta de la
sala, me informó de que me llamaban por teléfono. «Es la hermana de tu amigo el
pintor», añadió, y a mí me chocó la nueva manera de hablar de Jon, por primera
vez no utilizaba el habitual calificativo de «tu amigo del pelo largo» para
referirse a Spart. Yo recordaba de forma muy vaga a su hermana, dos o tres años
más pequeña que Spart. No recordaba su nombre, pero recordaba otra cosa: al
contrario que su hermano, que tenía el pelo y los ojos oscuros, ella era rubia
y de ojos claros. Al ponerme el auricular en la oreja comprendí en parte por
qué Jon, de repente, había sustituido el calificativo de «amigo del pelo largo»
por el más decoroso de «amigo pintor»: del otro lado me llegaba una voz suave.
Al oírla, Jon no pudo evitar sentir la tristeza que escondía tras su tono
contenido, la misma que sentí yo cuando me llamó por mi nombre y me dijo:
–Soy Silva,
la hermana de Spart.
Esperaba
que me contara su problema, pero ella, de repente, me pidió perdón y luego, con
precipitación y como si le diera vergüenza, me dio las gracias no sé por qué y
yo solo llegué a entender las palabras:
–Spart ha
vuelto, acaba de llegar...
Me quedé
pasmado mirando a Jon. Y él también me miraba con ojos de asombro.
–Al
principio quiso saber si conocía a un estudiante de último curso de pintura
llamado Spart –se puso a contarme–. Después me preguntó si lo había visto hoy.
Cuando le respondí que no, que no lo había visto, me pidió hablar contigo.
Comprendí su problema y me dio pena. Tu amigo, desde que se largó esa puta, no
está en sus cabales.
La misma
escena se repitió una semana después. Cobraba a los últimos clientes y Jon
apareció en la puerta: «Te llaman por teléfono. Es Silva», me dijo, y a mí me
pasmó su metamorfosis, la familiaridad con la que pronunciaba el nombre de
Silva, a la que, estaba seguro, no le había visto nunca la cara.
En esta
ocasión me pareció muy alterada. La noche antes Spart no había vuelto a casa,
tampoco había aparecido hoy durante todo el día y su familia estaba como loca.
Intenté tranquilizarla. «Spart tiene muchos amigos, está muy solicitado», le
dije con falsa calma. Pero ni yo mismo me creía lo que estaba diciendo, se me
había contagiado su pánico. Le pedí su número de teléfono para llamarla en
cuanto me enterara de algo. Ella me lo dio. Y me preguntó si podía venir a
verme al día siguiente. Quería hablarme de algo muy importante, de cosas que no
se pueden decir por teléfono. Yo tenía claro cuál sería el tema de
conversación. Quedamos en vernos en el café al día siguiente a las diez. Me di
cuenta entonces de que tampoco a mí, como le pasaba a Jon, me sería fácil
reconocerla.
Subí a mi
angosto cuartito del desván, construido con planchas de contrachapado, en el
que el tío de Jon me había permitido meter un catre de tijera, lo único que
cabía allí. En cuanto encendí la luz, me tropecé con la mirada de Spart.
–¿Dónde
demonios te has metido?
No me
respondió. Porque ¿acaso puede hablar un cuadro? No obstante, repetí la
pregunta: «¿Dónde demonios te has metido?». Él continuó mirándome fijamente
desde el autorretrato, concentrado, como si quisiera preguntarme qué es lo que
quería de él, lo mismo que quizá se había estado preguntando a sí mismo cuando
trabajaba abismado en sus propios ojos, cuya mirada ahora me traspasaba y en
vez de darme una respuesta exigía una respuesta mía.
–No te
regalé alegremente mi autorretrato –contestó al fin–, siento una permanente
necesidad de hablar con alguien solo con la mirada.
–Lo sé –le
respondí– me lo dijiste cuando me lo regalaste. Aquel día apareciste con el
cuadro bajo el brazo, estabas sereno, ya me entiendes, harto de dormir, y me
pediste que le buscara un sitio antes de que llegaran James y Roza. No querías
dárselo a ninguno de ellos. Tenías tus razones. Ahora déjame, no consigo
concentrarme y mañana he quedado con Silva. Ella está temblando, has alarmado a
todo el mundo.
Silva no
vino al día siguiente. A la hora que habíamos quedado me llamó por teléfono.
«Spart ha vuelto», me dijo con voz sofocada. Cuando colgué no sabía que la
vería un mes más tarde. En el entierro de Spart.
Pasó por el
local horas antes de morir. Es posible que yo fuera la última persona con la
que estuvo. Eso pensaban también los órganos competentes. En esta ocasión no
los representaba el supuesto conocido de mi padre, el de la advertencia sobre
los tablones podridos. Eran otros dos. Me interrogaron y subieron a mi cuartito
del desván a hacer un registro la mañana que se supo la muerte de Spart. No
encontraron más que mi colección de pinturas: dos paisajes que me habían
regalado dos estudiantes clientes míos, una naturaleza muerta de Linda, el
autorretrato de Spart y su última voluntad, el retrato de Roza. Lo pusieron
todo patas arriba, registraron cada rincón e incluso lugares impensables como
el hueco de las pilas de mi pequeño radiocasete, y comprendí que buscaban
droga.
Seguía sus
movimientos agarrotado. Solo quería una cosa, que acabaran rápido su trabajo y
me dejaran en paz. E ir a buscar a Linda. Y después, llegarme con ella a casa
de Spart. Mas ellos no tenían ninguna prisa. Insistían en que repitiera con
todo lujo de detalles nuestro último encuentro y la conversación que tuvimos
horas antes de morir. Y yo se la repetí. Palabra por palabra, con idéntica
monotonía.
–Eran las
ocho de la tarde –comencé de nuevo–. Puedo asegurarlo con absoluta certeza
porque cuando Spart se sentó en su lugar de costumbre, es decir, en la mesa
junto al acuario, un cliente que estaba al lado me preguntó la hora que era y
yo, después de mirar el reloj, le dije que eran las ocho en punto. A pesar de
mi insistencia, Spart no se quedó mucho tiempo, al menos no quería quedarse.
Según me dijo, el objeto de aquella visita era confiarme su última voluntad. Y
su última voluntad es el retrato de esa señorita de ahí, la que está junto a su
autorretrato. Si alguien entiende de pintura, quizá le pida que me explique
algo en relación con el retrato. Y ¿por qué lo llamó última voluntad cuando en
realidad no me hizo ninguna petición? Porque, que yo sepa, última voluntad
quiere decir, poco más o menos, petición... De acuerdo, perdonen, no les
interesa... Tampoco a él le interesaba, por eso vino a dármelo, quizá para
librarse de él. No les puedo decir el motivo, él no me lo explicó. Se había
hecho prostituta, murmuraban algunos. Es posible, no tiene nada de sorprendente
una prostituta albanesa más en las calles del mundo. Al fin y al cabo, a falta
de una mejor salida, parece una solución lógica... Perdonen, tampoco esto les
interesa. Ustedes solo quieren saber de qué hablamos y, en realidad, de la
señorita del retrato no hablamos en absoluto. Ellos se habían conocido en
Grecia, en algún lugar de Atenas, hace dos o tres años, en una plaza con el
sonoro nombre de Omonia, donde los albaneses, según se dice, son muy conocidos
como parias rojos. Él dibujaba retratos a los turistas y ella no sé qué
hacía... Desde allí subieron a la Acrópolis, él intentó dibujar su retrato con
un fondo antiguo y desde ese momento no pudo dejar de dibujarla ni ella de
posar para él, hasta que alcanzaron la maestría que tienen ante los ojos...
Perdonen, tampoco esto les interesa. Únicamente quieren saber de qué hablamos,
es decir, encontrar los elementos necesarios para descubrir los motivos de su
muerte. Pero yo no tengo nada más que añadir, no hablamos de nada, estuvimos
todo el tiempo en silencio como momias, él a un lado de la mesa, yo al otro; él
con su negra desesperación, yo con el retrato en la mano. No le gustaba que
hurgara en su vida de estudiante tardío, por lo tanto era natural que
guardáramos silencio. He de añadir con toda exactitud que él se levantó para
marcharse cuando daban las nueve. Lo puedo asegurar también con total certeza
porque otro de los clientes me preguntó la hora, miré el reloj y le respondí
que las nueve en punto, sorprendido de que el tiempo hubiera pasado volando,
sin sentir. Deben comprender, señores, que no tenemos nada más que decirnos.
Al día
siguiente uno de los periódicos publicaba en primera plana una fotografía
grande, muy grande, de Spart. Con los ojos cerrados. Con aspecto tranquilo como
si durmiera. El fotógrafo había llegado al lugar del suceso tras un telefonazo
a la redacción y antes de que lo hicieran los órganos competentes. Después de
mirar el título: «La droga mata», traté de concentrarme en la lectura del
texto: «Según se ha informado, ayer por la mañana temprano, al pie del puente
del río Lana, cerca del hotel Dajti, en el centro de la capital, se encontró el
cuerpo sin vida de un hombre joven. Según los expertos, la muerte se ha
producido por una sobredosis de heroína. El joven, estudiante de...».
No pude
seguir. Mis ojos se deslizaron hacia la cara dormida de Spart. «Pobre amigo
mío», dije. Y estallé en sollozos.
98
12
Me convencí
al fin: inmerso en mi apatía de caracol no llegaría a ninguna parte. Tenía que
espabilar. Para reconstruir los hechos debía volver al lugar donde todo aquello
había comenzado, al mercadillo de los Gitanos. Allí donde, un día huero y gris,
había comprado la pistola. El único artículo que se podía encontrar entonces y
muy barato.
Me centré
en no ser descubierto. Lo que significaba que debía actuar en el momento
adecuado. Y ese momento llegaría cuando pudiera salir de la villa sin ser
visto, evitando que pudieran impedírmelo mi padre o Dizi o, lo que es peor, que
pudiera seguirme a escondidas uno de ellos o algún individuo al que hubieran
pagado. Con tal propósito hice lo imposible para que bajaran la guardia
controlando cada una de mis palabras, cada uno de mis movimientos y mostrando
un acatamiento ejemplar a cada una de sus demandas. Comencé a meterme en el
juego con tanta pasión que sentía casi un placer estético, un sentimiento de
superioridad. Hasta que llegó el ansiado momento.
Un día,
después de salir mi padre, quien normalmente llegaba a las nueve a la sede de
su empresa, oí pasos en el piso de abajo, cerrarse despacio la puerta de
entrada y el giro de la llave en la cerradura. Escondido detrás de las cortinas
de la ventana, vi a Dizi en la puerta exterior del patio. Se detuvo un instante
y miró hacia mi ventana. Retrocedí de inmediato. En cuanto Dizi cerró la puerta
exterior comencé a vestirme a toda velocidad. Cuando se iba así, sin decirme
nada, y sobre todo sin dejar a nadie en la villa durante su ausencia,
significaba que no podía andar muy lejos y que regresaría al poco rato. Bajé
las escaleras, me colé por la ventana del baño del piso de abajo y me encontré
en el patio. Salté la verja y salí a la calle. Alrededor no se veía ni un alma.
Me subí el cuello de la zamarra, me aseguré de que nadie me seguía y me marché
a toda prisa.
Era un
auténtico día huero y gris. Un revoltijo de coches como rabiosos escarabajos
bullían sobre el asfalto. Otro revoltijo de gente sobre las aceras, con hosco
semblante, se apresuraba en todas direcciones en un caos semejante al del
movimiento browniano. En medio de aquel caos yo seguía un itinerario preciso a
lo largo del Lana. En vez de agua de río, por su cauce fluían una mezcla de
aguas negras, escombros de edificios en construcción y, en ambos márgenes,
botellas de plástico, trozos de tablas, trapos, toda clase de porquerías e
incluso, en un recodo a poca profundidad, el cuerpo descompuesto de un perro
muerto, varado allí quién sabe desde cuándo. Incapaz de soportar aquella
pestilencia me alejé con rapidez de la zona, pero algo más allá apareció otro
perro putrefacto y así sucesivamente hasta llegar al mercadillo de los Gitanos.
El
mercadillo estaba casi tan vacío como el día que compré la pistola. Solo un
reducido grupo de gitanos permanecía de pie en un rincón, vigilando sus
mercancías extendidas en el suelo: chaquetas y zapatos usados, pantalones,
chándales, anoraks para hombres y mujeres, para niños y mayores, de vez en
cuando, por la fuerza de la costumbre, anunciaban a gritos sus artículos pues,
salvo ellos mismos, no había nadie más en la plaza. Por eso se fijaron en mí en
cuanto aparecí y volvieron a vocear su género.
Fui hacia
ellos con la esperanza de encontrar al gitano al que le había comprado la
pistola: desde lejos me pareció que estaba allí, con su cara redonda e
hinchada, el cabello negro sobre la frente, los labios gruesos y sin un diente.
Sentí una profunda emoción, se diría que aquel gitano custodiaba el secreto de
mi vida. Cuando me acerqué, todo se vino abajo, el gitano en cuestión no estaba
allí. Al principio me recibieron como a un posible comprador. Cambiaron de
actitud cuando comencé a describirles al gitano de la pistola. Me cortaron de
inmediato, no conocían a nadie con esas señas. Yo volví a insistir, les hice un
detallado retrato de él, me acordaba hasta de su calzado de tacón alto con
herrajes en la punta. Uno de ellos me dijo que me fuera a tomar por culo. Y con
un calculado movimiento se bajó la cremallera de su anorak para descubrir la
pistola que llevaba al cinto. Todos ellos rieron cuando le pregunté al tipo que
me había mandado a tomar por culo si me podía vender la pistola.
–Cincuenta
dólares –me respondió–, regalada.
Me marché.
Un viento seco levantaba polvo y trozos de papel. Eso me había costado la
pistola, cincuenta dólares con la munición. El precio seguía siendo el mismo.
Después, al observar el revoloteo de los trozos de papel, algo estalló en mi
cerebro. Volví la cabeza hacia los gitanos. Ellos seguían en un rincón del
mercadillo. Desde allí desvié la mirada hacia el rincón opuesto, donde se
alzaba un enorme plátano. Mis pasos me condujeron instintivamente hacia el
plátano. Y me dije: «Por mi vida, no estoy soñando, aquel día, en cuanto compré
la pistola y su munición, me alejé de los gitanos y el primer alto en el camino
lo hice al pie del plátano». La primera fase de mi plan estaba ejecutada: en el
bolsillo interior de mi zamarra llevaba la pistola cargada. Comenzaba la
segunda fase.
Me senté al
pie del plátano con la espalda apoyada contra el tronco. Me apreté las sienes
en un intento de dar con el itinerario que debía seguir. En un espacio donde
todas las referencias habían desaparecido. Y hacia el que yo me había
encaminado con un determinado propósito, cometer un homicidio. No recordaba a
quién quería matar, ni si lo había matado o no. Atascado en ese punto muerto,
mientras me apretaba las sienes, mi cerebro se encendió. Una nueva chispa saltó
en mi interior e iluminó por un segundo aquel oscuro segmento de la memoria en
el que yo no lograba penetrar. Fue un instante brevísimo, un destello de flash,
pero suficiente para volver a escuchar con claridad aquella ronca voz
masculina, como salida de las profundidades de unos pulmones arcaicos. Pero la
voz desapareció con rapidez y yo continuaba recostado contra el tronco del
plátano, convencido ahora de que aquella voz ocultaba algo demasiado
importante, que con ella comenzaba y terminaba lo que restaba de itinerario y
comenzaban y concluían mis imágenes alucinantes. Permanecí así largo rato,
succionado por el vacío. Con la vana esperanza de que de las profundidades de
mi cerebro emergieran las burbujas de la memoria contenidas en su segmento oscuro.
Al fin
volví en mí. Los remolinos de polvo mezclado con trozos de papel que viraban
sin parar entre el cielo y la tierra se disiparon. Tañeron las campanas de una
iglesia. No sabría decir durante cuánto tiempo estuve allí, apoyado contra el
tronco del plátano. No estaba en condiciones de determinar si era por la mañana
o por la tarde. Me puse instintivamente en pie. Coincidió con la aparición a lo
lejos de un ser vaporoso. «Si hoy es domingo –me dije–, tiene que ser Linda. Y
ahora vendrá a perdirme perdón, como hace cada vez que se le hace tarde en la
iglesia.»
13
Ella se
había metido en la iglesia. No miré el reloj cuando entró, pero tuve la
impresión de que tardaba demasiado. Normalmente la esperaba fuera, junto a la
cola de mendigos. Linda no me había pedido nunca que entrara con ella. Ni yo
tenía ganas de acompañarla. Y no porque tuviera prejuicios en ese sentido.
Tampoco había puesto nunca los pies en la mezquita, sencillamente porque mi
celo religioso era nulo.
Ella me
pidió que la acompañara a la iglesia en una circunstancia poco común. En una
circunstancia en la que yo le había asegurado que para mí no existía otra mujer
y en la que ella me había confirmado que tampoco para ella había más hombre que
yo. Lo había pensado todo con claridad y minuciosamente cuando se encontró en
el periódico con la foto de Spart con los ojos cerrados, como si durmiera. «Él
estaba muerto –dijo Linda–, y me pareció estar viendo tu retrato. Yo no sería
capaz de soportar algo así, por eso debía hacer algo enseguida, incluso si no
aceptabas convertirme en tu mujer en el sentido que le dan las religiones.
Todavía no habíamos hecho el amor. Tenía que hacer el amor contigo a toda
costa. Sin más tardanza.»
Ocurrió el
día del entierro de Spart. Fui a dar el pésame con Jon, pero nos perdimos de
vista entre el gentío y me quedé solo. Y solo me subí a uno de los autobuses y,
cuando la caravana del cortejo mortuorio comenzó a remontar la cuesta del
cementerio de Shish Tufina, me acordé de Linda.
Me esperaba
a la entrada de aquel cementerio de la falda del monte. Me ofreció su mejilla y
se la besé. Entonces me agarró de la mano. Un gesto que me resultó natural.
Linda no me soltó la mano ni cuando nos mezclamos con la multitud de asistentes
y alguien, más allá, comenzó su discurso fúnebre. Solo me la soltó al final,
cuando nos acercamos a la hilera de familiares y me encontré con Silva. En un
encuentro casual quizá no la habría reconocido. La reconocí por la forma en que
acogió a Linda, con un repentino sollozo. Permanecí petrificado hasta que Linda
se separó de ella y estuve ante Silva. Sus ojos estaban apagados. «Soy Ergys»,
le dije con ahogada voz. Sin esperar a que reaccionara, me adelanté arrastrando
conmigo la mirada de sus apagados ojos. Y sus palabras de agradecimiento.
Linda consideró
oportuno ponerme a prueba en cuanto nos subimos al autobús y ocupamos los
asientos de atrás. De una forma muy sencilla. Me preguntó si estaba preparado,
desde aquel mismo instante, para satisfacer todas sus exigencias sin
condiciones. Le respondí que sí, que lo estaba. Linda se apoyó contra mí e
hicimos todo el camino de vuelta en silencio.
El autobús
hizo su primera parada en el centro, junto a la acera de la Biblioteca
Nacional. Linda se levantó y me atrajo hacia ella.
–Aquí
detrás hay un local –me dijo–, el Berlusconi. Espérame allí. Si no vuelvo
dentro de una hora, no me esperes más.
Se fue sin
darme tiempo a abrir la boca. Me quedé pasmado en la acera. Linda era
imprevisible. Hice lo que me pidió, rodeé el edificio de la biblioteca y me
senté en la terraza del Berlusconi.
Aunque
tardara más de una hora, yo no me movería de allí. Y mientras permanecía
abismado hice un descubrimiento. Sin esta espera mi existencia no tendría
sentido. En este mundo yo no esperaba ninguna otra cosa que no fuera ella y
allí seguiría aunque Linda tardara más de una hora. La esperaría un siglo si
fuera necesario. Un milenio.
Tardó menos
de una hora. En vez de los pantalones vaqueros, ahora llevaba unos pantalones
de terciopelo verde en tono pastel, una fina blusa de cuello alto y una
chaqueta color miel. Traía consigo un objeto totalmente desconcertante, una
bolsa de viaje repleta. Quise contarle mi descubrimiento, es decir, que en este
mundo yo no esperaba ninguna otra cosa salvo a ella. No lo hice. Puede que
porque me pareciera una declaración rimbombante, puede que porque ella viniera
hacia mí, se sentara en una silla, me preguntara si me había sentido molesto
durante su ausencia con tal naturalidad que lo único que me quedaba era
apresurarme a responderle que no, que no me había sentido molesto. Ella me
recordó nuestro pacto y me preguntó si estaba preparado para seguir
obedeciéndola. Le respondí que sí, que lo estaba. Entonces ordenó que nos
fuéramos.
Una cosa
estaba clara: la bolsa de viaje repleta esperaba que yo la cargara. Podía
llevarla de la mano o colgada del hombro. Elegí la segunda opción. Poco después
cogimos un taxi. Linda le indicó al taxista la dirección y en poco más de diez
minutos nos encontramos ante un edificio de nueve plantas. Seguía en construcción,
las escaleras estaban llenas de polvo y la caja del ascensor era todavía un
pozo negro. Nos detuvimos ante la puerta de una vivienda en el sexto piso.
Linda sacó una llave, abrió la puerta y entramos.
Se apoyó
contra mí. El día declinaba y todo alrededor se sumía en la oscuridad. Linda
comenzó a sollozar. La dejé que sollozara. Después alzó la cabeza y su perfume
me impregnó. Me incliné, la besé, le cogí la cara con las manos. Ella me
susurró al oído: «Hoy eres mi invitado».
Linda se
apartó de mí y encendió la luz. En medio del salón, alrededor de una mesa baja,
había unos pesados sillones de cuero. Me condujo a los sillones. Cuando nos
sentamos me lo aclaró todo. Sería su invitado en aquel piso hasta el día
siguiente por la mañana, cuando regresaran sus dueños, una amiga de Linda y su
marido. No tuve necesidad de más detalles. Aquel día era sábado. Los dueños de
la casa debían de estar de fin de semana en alguna parte, eso es lo que pensé.
Y le dije a Linda que su amiga parecía una mujer afortunada.
–Es muy
hermosa –añadió.
Tuve la
oportunidad de comprobarlo con mis propios ojos en una fotografía que había en
el dormitorio. Allí descubrí el enigma de la bolsa de viaje. Entre otras cosas,
Linda se había traído consigo un par de sábanas y una funda de almohada.
Formaban parte del minucioso complot que había tramado.
Ha llegado
el momento de abrir un nuevo paréntesis. Por algo relacionado con la maldita
palabra «complotador». Un término que dormía en mi interior desde tiempos ya
sepultados y que emergía súbitamente de una manera estúpida.
«En otras
circunstancias –le dije–, habrías sido una complotadora de primera clase.»
Linda sonrió con amargura. Y de la manera más inocente me contestó:
–Cierto, es
una característica hereditaria...
No sé cómo
se me pudo venir a la mente aquella broma tan estúpida. Los dos estábamos
desconcertados y, aunque Linda trataba de aparentar tranquilidad, no conseguía
ocultar su turbación. Ambos nos sentíamos en cierto modo cómplices. Acabábamos
de llegar del entierro de nuestro amigo y ahora estábamos juntos. Solos. En una
lujosa vivienda. En la que nos esperaba por vez primera una larga noche. Para
hacer más llevadera nuestra sensación de complicidad me puse a fisgar en un
aparador lleno de botellas y cristalería que casi ocupaba una de las paredes
del salón. Entre las botellas encontré una de Ballantines. Llené un vaso, me lo
bebí de un trago y poco después me sentí mejor. Le recomendé a Linda que
hiciera lo mismo. Y también ella, sin tardanza, vació un vaso de Ballantines. Y
poco después, como me ocurriera a mí, se sintió mejor.
Me preguntó
si tenía hambre. Dijo que el frigorífico estaba a rebosar y que podíamos
disponer de lo que quisiéramos. Yo le respondí que no, que no tenía hambre. Y
me bebí otro vaso de whisky. Le dije que si quería podía comer algo, que yo la
acompañaría bebiendo un poco más de whisky. Pero tampoco ella tenía hambre.
Tampoco bebió whisky. Se levantó y esta vez su turbación fue manifiesta.
–Ven a la
habitación dentro de quince minutos –murmuró–. Llama a la puerta. No la abras
sin mi permiso.
Esperé
exactamente quince minutos. Los afronté bebiendo algo más de whisky a pequeños
sorbos. Finalmente me levanté con una especie de nudo en la garganta. No
conseguía librarme de la visión de Spart, lo que me hizo beberme el whisky que
quedaba en el vaso. Después llamé. Escuché un «¡Pasa!» como llegado de otro
mundo. Y abrí la puerta.
Linda
estaba sentada al borde de la cama, vuelta hacia mí. En cuanto entré levantó la
cabeza. Una vaporosa gasa la envolvía por completo. Apenas conseguí adivinar
qué provocaba aquella ilusión. La habitación estaba sumida en el resplandor
rojizo de las lamparillas de noche y Linda permanecía paralizada en medio del
resplandor con un camisón blanco. Continuó inmóvil incluso cuando me acerqué a
ella y le tomé la cara con ambas manos, temeroso de que la vaporosa gasa se me
pudiera escurrir entre los dedos. Linda se levantó y se apoyó contra mí. Su
cuerpo abrasaba y tenía los ojos cerrados. La dejé así, de pie, con su cuerpo
ardiente y los ojos cerrados. Empecé a desnudarme. Cuando me desnudé del todo,
observé que entre sus pechos colgaba la cruz. Comencé por quitarle la cruz. Y
mientras ella seguía de pie con los ojos cerrados, deslicé mis manos hacia
abajo, hacia los pliegues de su camisón, se lo alcé despacio, se lo quité igual
de despacio y, al contacto con mi cuerpo, ella tembló. La tomé en brazos y la
tendí sobre la cama. Ella abrió los ojos y me susurró que la estrechara con
fuerza. Y me pidió que hiciéramos el amor en ese mismo instante. La obedecí, la
estreché con fuerza. Y me puse a hacer el amor con ella en ese instante. Ella
gimió. Cuando mi ser fue engullido por el suyo, gritó levemente, me peinó el
cabello con los dedos, hasta que se relajó y abrió los ojos. Y fue entonces
cuando me hizo aquella inesperada pregunta. Me sujetó con ambas manos y me
susurró al oído:
–Quiero ser
tu mujer –me dijo–. ¿Aceptas que yo sea tu mujer?
Le respondí
inmediatamente: «Sí, acepto».
–Lo sabía
–afirmó.
Pero
volvamos al paréntesis. A la maldita palabra «complotador». Todo el mundo tiene
momentos de proverbial estupidez. En mi caso tales momentos se producen de modo
inconsciente y precisamente cuando no deben. Fue así como me vino a la mente la
maldita palabra «complotador», como un eco de años ya sepultados. Y disfrazada
de cumplido hacia Linda. Ella me había pedido que hiciéramos nuevamente el amor
y acabábamos de hacerlo. Seguía echada, con la cabeza sobre la almohada y la
respiración aún agitada. Volví su cara hacia mí y le solté aquella idiotez.
Linda sonrió con amargura y destacó su característica hereditaria, mientras que
yo, pillado en falta por mi estupidez, me quedé rígido. Ella se incorporó y me
echó los brazos al cuello.
–Mañana –me
dijo– quiero que me acompañes a la iglesia. Cada domingo quiero que vengas
conmigo.
La estreché
contra mí. Y me entró miedo. El mismo temor que me asaltaba cada vez que nos
encontrábamos lejos el uno del otro y yo trataba de convencerme de que mi miedo
era absurdo. Como cuando la acompañaba a la iglesia y la esperaba fuera y me
parecía que nunca más saldría de allí. En fin, acabé estableciendo una relación
entre mi incomprensible temor y la maldita palabra «complotador». Linda iba a
la iglesia para liberarse de algo que tenía relación con esa palabra. Y ese
algo en mi imaginación se encarnaba en su padre, el antiguo juez de instrucción
Valmir D. Ese nombre me perseguía como un motivo funesto desde que había
pronunciado la maldita palabra «complotador». Quería rezar por Linda. Pero en
lugar de hacerlo la esperaba fuera, a la entrada de la iglesia, mezclado con la
multitud de mendigos. Hasta que ella aparecía y yo me liberaba de una angustia
absurda.
Linda salió
por fin. Si hubiera tardado un poco más no lo habría podido soportar, hubiera
entrado en la iglesia a buscarla. Y en el caso de que estuviera rezando, me
pondría yo también de rodillas junto a ella y rezaría con toda el alma a un
dios en el que no creía. Pero ella salió. Serena. Y vino hacia mí como si
quisiera transmitirme su serenidad. Aquel día Linda se había ido de casa. Más
exactamente, la habían echado. Lo mismo que me había ido o me habían echado
también a mí hacía una semana. Nos encontrábamos en el año 1996 después de
Cristo según el calendario gregoriano, el 1416 de la hégira según el calendario
musulmán. Pero en nuestra huida nada tenían que ver ni Jesucristo ni Mahoma. Y
en mi vida hace entonces su aparición Monaliza.
A decir
verdad, yo nunca llegué a verla. La llamamos Monaliza cuando cumplió el séptimo
u octavo mes en el vientre de Linda y, desde ese punto de vista, Linda me
llevaba ventaja. Ella, si bien no podía verla, como me pasaba a mí, podía
sentirla. Me dio a conocer su existencia cuando el feto llevaba un mes viniendo
hacia nosotros. Fue a finales de julio del año 1996 después de Cristo o del
1416 de la hégira. Y puesto que había comenzado a venir, tenía todos los
motivos para pensar que ni Jesucristo ni Mahoma tenían nada contra su llegada.
Lo mismo pensaba Linda.
Al
principio no nos preocupamos del nombre. Cuando todavía no sabíamos si era
varón o hembra era lógico, claro está, que no nos calentáramos la cabeza con el
nombre. Lo lógico era que nos la calentáramos con otra cosa: ¿qué haríamos
después?
Estábamos
frente a frente en la mesa junto al acuario, en esta ocasión también yo era
cliente. Era una mañana tórrida y en la sala de las Pinturas te morías de calor
porque no funcionaba el aire acondicionado debido a un corte de la corriente
eléctrica. Acordamos irnos de allí. De continuar en el local no se nos
ocurriría ninguna idea. Pero tampoco se nos ocurrió ninguna cuando nos
encontramos a las afueras de la ciudad, sentados en un banco a la sombra sobre
el anfiteatro del parque del lago. Algo más allá había un cartel de grandes
dimensiones anunciando una marca de preservativos. Puesto que no teníamos dónde
fijar la vista, observamos un buen rato el anuncio de los preservativos. Hasta
que Linda rompió el silencio la primera.
–Debemos
casarnos –dijo.
–De acuerdo
–respondí de inmediato–, nos casaremos.
Mi
respuesta no produjo cambio alguno en nuestra actitud, seguíamos estando
paralizados. No sé lo que estaría cavilando Linda en aquel momento pero, puede
que debido al anuncio de los preservativos, mi fantasía se desmandó. «De
haberse utilizado los preservativos en la época de Shakespeare –pensé–, sus
tragedias se habrían escrito de otra forma. Romeo y Julieta, por ejemplo,
habrían tenido otro fin si hubieran podido hacer el amor utilizando
anticonceptivos.»
Le pasé a
Linda el brazo sobre los hombros y la acerqué a mí. Ella se apoyó contra mí y
levantó la cabeza. Yo me incliné, me perdí en su cabellera y fui absorbido de
nuevo por el remolino de una espiral absurda. Me dije a mí mismo que con
independencia de los preservativos, garantes de la actual higiene social, los
clanes seguían siendo clanes y las familias, familias. Las comunidades humanas
eran las mismas, con la misma fiereza clánica y el mismo odio de clase. «Por lo
tanto –me contradije a mí mismo–, las tragedias de Shakespeare seguirían siendo
idénticas y Romeo y Julieta, con o sin preservativos, tendrían el mismo fin.»
Después, asustado de aquellas elucubraciones, le pedí a Linda que nos fuésemos
de allí. Mis elucubraciones eran peligrosas. Sumamente peligrosas. Al anochecer
volví a mi casa. Fue el principio del fin.
Encontré a
mi padre en uno de esos días pésimos. Lo supe apenas abrí la puerta, estaba de
morros y ni siquiera respondió a mi ahogado saludo de «buenas noches». A Dizi
no la vi ni cuando entré ni tampoco después, cuando, tras encerrarme un momento
en mi habitación para armarme de valor, fui a la cocina-comedor. Mi padre
estaba en el canapé frente al televisor. Solo. No llegué a saber si Dizi estaba
acostada o no estaba en casa. Fuera como fuese, estuviera o no, el humor de
perros de mi padre me hizo sospechar que tal vez hubiera estallado entre ellos
una nueva crisis. Pero cabe también que su humor de perros no tuviera nada que
ver con Dizi. Podía deberse, por ejemplo, a un fracaso en los negocios. En
ambos casos yo había aparecido en el momento menos oportuno. La prudencia
aconsejaba que no iniciara ninguna clase de conversación aquella noche, que lo
dejara para otro día, para mañana o pasado mañana, para dentro de una semana,
cuando mi padre estuviera en forma o, al menos, no en el colmo de su malhumor.
Ahora bien, tampoco yo tenía un buen día, de modo que le abordé. Y con la
inseguridad que me entró en el último instante, le rogué que me escuchara.
Mi padre no
hizo el menor movimiento. Continuó mirando fijamente el televisor y yo temí haber
hablado tan bajo que no me hubiese oído. Hasta que al fin respondió. Sin
mirarme.
–Te escucho
–dijo.
Reaccionó
cuando le rogué de nuevo que me escuchara con atención.
–Está bien
–dijo–, te escucho con atención.
La primera
parte de mi relato, que mantenía desde hacía tiempo relaciones con una chica,
no le extrañó. Pero la segunda parte, que esa chica ahora estaba embarazada, le
sorprendió un tanto.
–Qué mal
–observó.
Guardó un
momento de silencio y añadió:
–Sin
embargo, no debes perder la cabeza, esos accidentes son comunes. Si has venido
a pedirme dinero para el aborto, de acuerdo, ¡dime lo que necesitas!
Me quedé
atónito, no esperaba algo así. Mi padre dijo aquello con total desinterés, sin
apartar los ojos del televisor, como si lo que le estaba contando fuese la
última de sus preocupaciones.
–No he
venido a por dinero –le respondí temblándome la voz–. No he venido a por dinero
–repetí.
Y,
conteniendo un repentino nerviosismo, le hice saber que había decidido casarme
con aquella chica.
Él ni se
inmutó. Es posible que hubiera advertido mi nerviosismo apenas encubierto, pero
continuó mostrándose desinteresado.
–Y bien
–dijo con toda tranquilidad–, puesto que has decidido casarte, cásate. ¿Qué
quieres de mí?
Seguía en
pie, paralizado. Era cierto, ¿qué quería de él? No estaba preparado para esa
pregunta y me encontraba, desde todos los puntos de vista, desarmado ante ella.
Entonces se volvió hacia mí y me miró a los ojos. Fui incapaz de sostener su
mirada. Continuó mirándome fijamente, figurándose tal vez mi desesperada
situación, y de repente sentí que su tono se suavizaba.
–De acuerdo
–suspiró–. Desde hace tres años apareces por casa como si fueras un huésped.
Vienes cuando te apetece, te vas cuando te apetece, llevas una vida muy dudosa.
Y ahora que estás en un atolladero, de pronto te acuerdas de mí. Vamos a ver,
mantienes relaciones con una chica, la has dejado embarazada y como caballero
que eres quieres casarte con ella. Por tanto, tengo derecho a preguntarte, sin
tener en cuenta todo lo demás, quién es la muchacha. Pienso que antes de tomar
una decisión, que es por lo que tú has venido, me corresponde, como mínimo,
saber quién es esa chica. Entonces, te pregunto: ¿quién es esa muchacha a la
que has dejado embarazada, por la que has venido en mitad de la noche a hacerme
saber formalmente que la tomarás por esposa y por la que debo abrirte las
puertas de mi casa?
El modo en
que formuló la pregunta me exasperó. «Es una criatura del sexo femenino –habría
querido decirle–, a la que le corresponde como pareja un varón y ella me ha
elegido a mí, lo mismo que yo la he elegido a ella.» Cierto que una respuesta
semejante carecería de sentido. Él me había hecho una pregunta y yo debía darle
una respuesta. En vez del juego de palabras, le solté:
–Acaba de
terminar tercero en la Academia de las Artes, en la rama de Pintura –dije–. Se
llama Linda D. Es la hija del antiguo juez de instrucción Valmir D.
Mi padre no
reaccionó durante unos instantes. Después se levantó y apagó el televisor. Me
preguntó de cuántos meses estaba y yo le respondí que de dos. Y añadí:
«Entiendo lo que quieres decir, pero es inútil...».
–Sí
–murmuró–, es inútil. Su familia ha obligado a vestirse de luto a las mujeres
de la nuestra durante medio siglo. El abuelo de esa muchacha, con la que tú
dices que quieres casarte, le causó la muerte a tu abuelo, es decir, a mi padre.
El padre de esa chica, por la cual tú dices que es inútil que discutamos, le
causó la muerte a tu tío, es decir, a mi hermano. Y si no consiguieron quitarme
la vida a mí y seguramente más tarde a ti, y así sucesivamente generación tras
generación, fue porque acabaron hechos pedazos. Y ahora tú quieres que nuestra
familia emparente con la suya. Para consentir algo así es preciso preguntar a
los muertos. Y los muertos, como tú sabes, no hablan. Solo su muerte habla. Y
su muerte habla por mi boca. No puedes casarte con esa chica.
Me sentía
perdido. Había venido a casa para darme de cabeza contra la pared. Eso creo que
le respondí. Aunque puede ser que al principio le hubiera dicho otra cosa. Por
ejemplo que lamentaba mucho lo ocurrido, pero que la chica con la que yo quería
casarme no tenía nada que ver con todo aquello, y mucho menos Monaliza, si bien
no pude haber mencionado su nombre porque aún no sabíamos si era niño o niña. Y
después, al chocar con su oposición, la conversación comenzó a degenerar en
bronca y puede que fuera entonces cuando le dije que era la lógica de la pared
contra la que te rompes la crisma.
Él sonrió
amargamente, lo que me hizo entender que estaba a punto de perder la paciencia.
–No es la
lógica de la pared –estalló en voz baja–, es la lógica de la sangre. Pero tú,
por lo que veo, estás perdido. Ahora escúchame y clávate en la mollera mis
palabras. Puesto que continúas insistiendo, me das asco, me avergüenzo de ti. Y
de aquí en adelante no pises más esta casa.
Era en
verdad una prepotencia regia. Sombrío, me fui a mi cuarto. Después todos mis
movimientos fueron de robot. Comencé a introducir mi ropa en una maleta:
pantalones, camisas y mudas. De la colección de pinturas solo me llevé el
autorretrato de Spart, el retrato de Roza y un paisaje de Linda. Cuando salí a
la calle me sentía vacío, sin la menor idea de lo que haría después. En una
ilimitada e infinita oquedad.
14
Un remolino
de polvo y trozos de papel se agitaba en el aire, los gitanos y sus mercancías
habían desaparecido. Traté de reaccionar, de sacudirme el aturdimiento. «No
debo rendirme a este inmenso vacío –me dije–, debo seguir adelante. Y seguir
adelante significa reanudar el itinerario de aquel día. ¿O acaso de aquella
noche?»
Me puse en
movimiento. Salí a la calle que bordea el Lana y allí reparé en que no estaba
solo. En algún sitio alrededor debía esconderse Linda. Ella me dijo que me
diera prisa, que venía del río un terrible olor a carroña, y yo le di la razón,
y mientras apretaba el paso le expliqué que el olor procedía de un perro muerto
arrojado en una charca a poca profundidad. No me extrañó que Linda estuviera
conmigo. Nunca había dejado de estar conmigo, lo estaba cada vez que yo
respiraba. Tampoco me extrañó que estuviera rondando por allí, oculta en la oscuridad,
como si quisiera volverse invisible. Todo el mundo estaba ya al tanto de su
embarazo y para acallar las malas lenguas, es un decir, ella trataba de pasar
desapercibida a los ojos del mundo. Eso es lo que iba pensando cuando salí a
una calle que seguí hasta dar con un gigantesco hoyo negro. Lo que me hizo
comprender que me encontraba en el centro mismo de la capital, junto al
edificio de mármol del teatro de la Ópera.
Me acerqué
al borde del agujero y miré hacia el fondo. Sentí un mareo. Tuve la impresión
de que aquel hoyo me quería tragar. Reculé de inmediato y mientras me alejaba
de allí traté de recordar cómo se llamaba aquel agujero, tenía un nombre
humano. No me acordaba. Lo volví a intentar pero aquel juego me crispaba los
nervios. Me entraron ganas de volver sobre mis pasos, acercarme al borde y
orinar. Al fondo del agujero, mezcladas con orines, excrementos y basura, se
encontraban en una gigantesca tumba abierta las grandes esperanzas de las
gentes. Bajo la forma de un rascacielos virtual. Pero en vez del rascacielos se
había abierto esta aterradora fosa real. Ahora, cabreada, o más bien
enloquecida, la gente orinaba, orinaba sin remedio hasta que llegara el día en
que aquel hoyo, de cuyo nombre no me acordaba, rebosara de orines y excrementos.
«Y vosotros, señores de las alturas –quería gritar–, vosotros que os consagráis
a las grandes esperanzas de las gentes, cuando esta fosa se llene por completo
de orines y excrementos, llegaos hasta aquí, competid entre vosotros para
determinar cuál es capaz de zambullirse hasta el fondo, extraer de él las
grandes esperanzas y devolvérselas a las gentes. ¡Qué zambullida tan fantástica
sería esta! ¡Y qué montón de aplausos podríais cosechar!»
–Te
equivocas –me corrigió Linda–. La razón por la que me mantengo oculta detrás de
ti nada
tiene que ver con pasar desapercibida a los ojos del mundo. Tú sabes bien que
no me preocupa el qué dirán. Y a ti tampoco. De lo contrario habrías hecho las
paces con tu familia y yo con la mía. Pero...
Se calló.
No sé por qué. Volví la cabeza para mirar alrededor. Entretanto había dejado
atrás el hoyo negro, me lo tapaba el edificio de mármol del teatro de la Ópera.
Me encontraba en un cruce, junto a un semáforo. Y advertí que era el único ser
vivo en toda aquella plaza desierta, no se veía bicho viviente por ninguna
parte, las tiendas estaban cerradas y pese a que los semáforos seguían
intercambiando señales, no circulaba ningún coche. Por un instante me entraron
escalofríos. Estaba solo en un mundo muerto. Aquella muerte universal se
llamaba toque de queda. Según Dizi, cuando entraba en vigor el toque de queda,
no se atrevían a salir a la calle ni los gatos. Mientras que yo, a causa de la
oscuridad o quizá del aturdimiento, no conseguía orientarme. Después sentí una
completa flojera, las piernas no me sostenían y me senté un momento en la
acera, al pie del semáforo. Entonces, al otro lado del poste se sentó Linda.
No me moví.
Si me movía, si le pasaba el brazo sobre los hombros, había peligro de que
desapareciera. Un deseo irrefrenable me incitaba, como poco, a hablarle, a
decirle la verdad: que la esperaba sentado en aquel cruce desde hacía tanto
tiempo que ni recordaba desde cuándo y que ahora, cuando finalmente había
llegado, no era capaz ni de establecer la fecha en la que me encontraba.
–Oh –dijo
Linda–, hoy es el último domingo del mes de agosto del año 1996 después de
Cristo o del 1416 de la hégira de Mahoma.
La miré
interrogante. En ese punto estaba en un error. En primer lugar porque aquel día
no era domingo. Y menos el último domingo de un mes de agosto. Estábamos en
marzo, y para demostrarlo se oyó una ráfaga de kaláshnikov. Una sola al
principio, pero suficiente para desbaratar la fecha mencionada por Linda.
Estábamos a finales de un mes de marzo. Un marzo con coraza del año de gracia
1997. Cuando los individuos salían por la noche de sus agujeros como seres
abyectos y escupían al cielo. Pero no la saqué de su error. Si le hablaba, ella
se asustaría. Y yo no quería que se asustara. Pese al juego al que mi cerebro
estaba sometiendo a mis extenuados sentidos, deseaba la equívoca presencia de
Linda. Atrapada, como yo, en una telaraña virtual. Escuchar su voz.
A Linda le
asustó otra cosa. Cuando se asustó y desapareció, me estaba contando la
historia de su huida. En realidad yo ya conocía esa historia. Pero ella
insistió en que la escuchara. Entonces, un potente haz de luz me sobresaltó.
Linda se desvaneció en la oscuridad y yo volví la cabeza: algo más allá, sobre
la desierta calzada, circulaba despacio hacia mí un coche de policía.
Me alarmé y
casi doy un salto y salgo corriendo. Ellos venían a por mí. Ellos, los de
siempre, los médicos y la policía. Para llevarme a alguna parte y encerrarme en
un hospital o en una comisaría. No me moví. Pese al terror y las ganas de salir
corriendo, estaba hecho polvo. Tan hecho polvo que ni siquiera me puse en pie.
Solo conseguí alzar la mano para protegerme los ojos de la potente luz que me
cegaba.
El coche se
detuvo ante mí. Sentí abrirse las puertas, los pasos que se acercaban y una voz
de mujer.
–Oh, Dios
–exclamó la voz femenina–, por fin...
Yo seguía
apoyado contra el poste del semáforo y, por culpa del haz de luz cegador, me
había llevado las dos manos a la cara a la espera de la violenta acción de mis
captores. Pero ellos no ejercieron violencia alguna. Solo volví a escuchar la
voz de mujer.
–Ven –me
dijo–, no tengas miedo.
Levanté la
cabeza. Descubrí sobre mí la pálida cara de Silva. Y por encima de su hombro,
la cara de Jon. Traté de encontrarle una explicación a su repentina aparición,
pero eso era demasiado difícil para mí. Finalmente fue Linda la que me
convenció y puso fin a mis vacilaciones. «Ahora vete con Silva –dijo–, es por
tu bien.»
Ellos dos
me ayudaron a levantarme y nos introdujimos en la parte trasera del vehículo.
Primero Silva, después yo y luego Jon. Delante iban dos policías. Cuando
acabamos de acomodarnos, uno de ellos preguntó si ya podíamos irnos. Jon le
respondió que sí, que ya podíamos. Y el vehículo se deslizó con rapidez sobre
la calzada desierta. Ninguno de ellos me hizo pregunta alguna. Si lo hubieran
hecho, yo no estaba en condiciones de responderles. No sabía qué responderles.
No quería responderles. Únicamente el leve perfume de Silva me recordaba algo
conocido. Como me lo había recordado hacía unos días. Era el perfume de Linda.
Puesto que consideré insensato confesarle a Silva algo así, me dejé llevar por
completo como una hoja sobre las aguas del río que la corriente conduce donde
le apetece. A mí me condujo a la villa. El coche de policía se detuvo junto a la
verja del patio y observé que todas las luces de la segunda planta estaban
encendidas. Mi padre estaba abajo, junto a la cancela, con tres o cuatro
personas. Silva y Jon me acompañaron arriba, a mi habitación. Les pedí que se
quedaran un rato conmigo. Ansiaba que se quedaran un rato conmigo. Me dijeron
que volverían al día siguiente. En cuanto se fueron, entró Dizi en la
habitación. No sentí ninguna animosidad hacia ella.
–Por favor
–le dije, pues tenía un presentimiento–, ¡déjame tranquilo!
Cuando me
quedé solo me desplomé sobre la cama. La cabeza me estallaba, dentro del cráneo
borboteaba una amalgama volcánica. De repente, mi presentimiento se hizo
realidad: como si se desprendiera del fondo de una caldera en ebullición,
emergió la burbuja de mi memoria perdida. Ascendió velozmente hacia la
superficie, algo comenzó a perfilarse en mi cerebro, a adquirir forma, hasta
que en mi imaginación apareció un hombre envuelto en una túnica, una túnica
blanca, menudo de cuerpo, más bien canijo por la edad, con los cabellos y la
barba canosos y los ojos centelleantes.
–Aquí estoy
–pronunció con aquella ahogada voz ronca que parecía salir de las profundidades
de unos pulmones arcaicos.
«Al fin»,
murmuré. Quería preguntarle: «Damocles ¿por qué me has hecho padecer tanto, por
qué me has hecho vagar por este lugar perdido?». No dije nada, no me atreví a
decir ni una sola palabra. Él era mi enigma. Y mientras el otro me miraba con
aire de infinita humildad, supe que a la primera ocasión volvería a repetir lo
que ya había hecho aquel día. Desaparecería. Huiría. Ni aunque me persiguieran
todos los policías del mundo y se juntaran todos médicos especialistas en
locura humana, conseguirían obligarme a quedarme donde estaba. En esta villa,
cárcel y manicomio a la vez. Para mí solo queda un refugio. En un rincón
olvidado. Solo allí encontrará reposo mi alma. En la casa de Balzak. Donde se
esconde Damocles, mi memoria perdida.
15
Me tropecé
con el nombre de Balzak –quien tenía como todo el mundo un nombre y un
apellido– una tarde de aquel domingo de finales de agosto, que el calendario
gregoriano databa como 1996 después de Cristo y el calendario islámico como el
1416 de la hégira. Estuve a punto de creer que Dios existía y que, para
salvación nuestra, nos enviaba a uno de sus santos bajo la familiar apariencia
del viejo amigo de mi padre.
Desde hacía
tres o cuatro días, tras una discusión familiar con su padre y representantes
de su parentela, en la que a mí y a los míos nos habían puesto de vuelta y
media, Linda se alojaba con una compañera en la residencia de estudiantes. No
sentí el menor interés en conocer los despreciables calificativos de que fuimos
objeto. Tampoco Linda quiso extenderse demasiado en ello. Ni ella ni yo éramos
tan ingenuos como para no percatarnos de nuestra situación. «Pudríos los dos»,
era lo que le había dicho su padre, el antiguo juez de instrucción Valmir D.,
antes de mandarla a hacer puñetas casi con las mismas palabras con las que me
había mandado a hacer puñetas a mí mi propio padre.
El nombre
de nuestro ángel salvador lo encontramos en un tablón de anuncios de la calle
de Kavaja, en el que aparecían direcciones de viviendas en alquiler. El anuncio
de Balzak, mecanografiado sobre papel blanco y firmado por él, especificaba que
se alquilaba una habitación en una vivienda de tres piezas y cocina, precisaba las
dimensiones de la habitación, la renta mensual, que el inquilino podía utilizar
la cocina y que para conocer cualquier otro detalle el interesado debía
dirigirse a la dirección abajo - indicada. Y concluía con una elocuente
observación: la renta no era discutible.
Agarré a
Linda de la mano y le dije que debíamos presentarnos cuanto antes en la
dirección en cuestión, y bajo un sol de justicia, después de media hora
atravesando calles y callejuelas, llegamos al lugar.
Era un
edificio de tres plantas sin enfoscar, con tejado de tejas rojizas, rodeado de
otros del mismo estilo, una tipología estándar de la arquitectura rusa de la
segunda mitad del siglo XIX que, según Balzak, se podía encontrar en las
ciudades rusas de provincias y en esta parte de la periferia de nuestra
capital, a la que había llegado en la segunda mitad del siglo XX, hacía
cuarenta años, construida a propósito por especialistas rusos, que en aquel
tiempo abundaban por estos lares. El paisaje de los espacios circundantes
mantenía el mismo estilo, árboles y pequeños jardines atravesados o cruzados
por calles interiores, concebidas en su origen como sendas peatonales o de paso
de algún carruaje y que ahora, por la invasión de coches, se llenaban de barro
en invierno y en verano de nubes de polvo que alcanzaban las plantas superiores
de los edificios. La vivienda de Balzak se encontraba en la tercera planta de
uno de los bloques, en el portal de en medio. A ambos lados del portal, al
borde de los jardines, habían plantado mimosas. Enfrente, en el cruce de las
sendas, estaban los cubos de basura. Nosotros nos detuvimos junto a los cubos,
a la sombra de un árbol. Allí conocimos al primero de la serie de personajes
que acompañarían a Linda en sus últimos meses de vida. Se llamaba Xhike.
Xhike era
una mujer a la que era difícil calcularle la edad. De baja estatura, menuda,
algo encorvada, con la cara amoratada, casi negra, profundas arrugas y el pelo
gris siempre enmarañado, daba la impresión de ser una pobre vieja. Ciertamente
era una pobre criatura, pero no tan vieja como parecía. Vivía por allí cerca,
en una barraca. Supe también que en otro tiempo hasta tuvo una vivienda y una
turbia historia. Pero yo ni llegué a conocer su vivienda de antaño ni supe de
su turbia historia. Procedía de una familia de la ciudad, eso fue lo único que
llegué a saber. Y que a causa de una especie de locura hacía tiempo que había
decidido apartarse y huir de la gente. Al igual que la gente se apartaba y huía
de ella. Hasta que hartos y de común acuerdo le construyeron la famosa barraca
y ella se marginó definitivamente. Por tanto, se podría hablar de un abandono
recíproco.
Xhike
prefería la compañía de los animales a la de los humanos. En su chamizo
convivía con perros y gatos. Su número dependía de las épocas de reproducción,
tras las cuales repartía los cachorros. Sus fieles compañeros eran dos canes y
dos gatos. Los canes, hembras, la una tenía el pelo rojizo y un morro de zorra,
y la otra era negra. Los gatos, machos, el uno tenía el pelo blanco con motas
grises y el otro negro oscuro.
Cuando
llegamos, el gato negro, al que ella llamaba Tom, nombre copiado del gato
mundialmente famoso, estaba encaramado sobre los cubos. Ella misma estaba
sentada algo más allá, a la sombra. Al lado, las perras dormían al sol: Stela,
la del morro de zorra, y Xepa con las tetas colgando. Aparte del gato negro,
que a Linda no le gustó nada –«Es un mal augurio», dijo–, nuestra atención la
atrajo otra cosa: sobre el hombro de Xhike estaba amodorrado el gato blanco con
motas grises y enorme cabeza, Tigri. En aquel instante acertó a pasar veloz y
ruidosamente un vehículo y nos vimos obligados a apartarnos. El coche levantó
una densa nube de polvo. Tigri se asustó y saltó a tierra, Tom desapareció en
el interior del cubo. Las perras se desperezaron y se metieron detrás de un
arbusto, mientras Xhike comenzó a quejarse. Puesto que nos encontrábamos cerca
de ella, vio natural dirigirse a nosotros como si fuéramos viejos conocidos. Se
quejó de los coches, maldijo a los golfos que conducían como locos y manifestó
su descontento con el Gobierno. El Gobierno era el responsable y el culpable de
haber permitido que se amontonaran en la capital toda clase de sujetos, que
montaban todo este tiberio y se arreaban mordiscos los unos a los otros.
Entonces le
preguntamos por Balzak, utilizando su verdadero nombre, por supuesto. Le
preguntamos si conocía a una persona con ese nombre que, según la dirección,
debía de vivir por allí cerca. Xhike lo conocía. Al profesor –así fue como lo
llamó–, lo conocía todo el barrio, estábamos precisamente donde debíamos estar,
frente a la entrada del portal que conducía a su vivienda de la planta tercera,
puerta derecha.
–Ahora
–aclaró Xhike–, el profesor estará durmiendo o tomándose algo. Normalmente se
toma algo en una cantina que está aquí cerca, pero también se lo toma en casa
si le apetece. Si está en casa, llamad fuerte porque el profesor no tiene
timbre. Si no os abre la puerta es que el profesor está en la cantina o
durmiendo. Yo me llamo Xhike, me conocen todos los carniceros. Me dan huesos
para los perros. A los gatos les echo pan. Si no encontráis al profesor, llamad
a la puerta de enfrente. Allí viven dos viejos. La mujer se llama Frosina. No
existe mujer más charlatana en la faz de la tierra. El marido se llama Ilo. Es
un hombre respetable. Un hijo que tienen se ha marchado a Grecia de emigrante.
Xhike fue
la primera admiradora que tuvo Linda. Si se hubiese dado un baño para eliminar
en parte el pestilente olor de su cuerpo fruto de la convivencia con gatos y
perros, si se hubiese peinado y a ser posible vestido con ropas algo más dignas
para la ocasión, Linda le habría pedido, sin ninguna duda, que fuera su testigo
en nuestra boda civil a los diez días de mudarnos a casa de Balzak. Pero Xhike
no sería Xhike si se lavara, si eliminara de su cuerpo el olor a gatos y perros
y se vistiera con ropa limpia. De modo que Linda tampoco dudó en elegir a la
enemiga de Xhike, a Frosina. Esta fue su segunda admiradora. Y el tercero fue
Balzak.
En verdad,
el encuentro con Balzak tuvo un comienzo decepcionante. Es posible que hubiera
influido el momento tan inoportuno que elegimos para llamar a la puerta de su
casa. Apareció en el umbral adormilado, con los ojos hinchados, nada amigable,
con el aspecto de alguien que soporta una injusticia, y me lanzó una mirada de
arriba abajo. Fui directamente al grano, le expliqué el motivo de la visita y,
por educación, le pedí disculpas. «Si hemos llegado en el momento menos
oportuno, podemos irnos y volver más tarde.» Él nos invitó a entrar mascullando
algo. Después Linda me dijo que lo que mascullaba era: «¡Dios, lo que me
faltaba...!».
Nos condujo
por el estrecho y oscuro pasillo a la sala. En ella destacaba una de esas
recias librerías de viejo estilo con batientes y en medio de la sala una mesa
rectangular de madera de nogal; había un diván, sillones y pequeños pufs
tapizados de terciopelo carmesí, un televisor sobre un caballete y, más allá,
junto a la cortina, a un lado, la puerta del balcón. Había toda clase de
objetos, por ejemplo los retratos de su mujer y de sus hijas en la pared, y un
par de paisajes que Linda calificó de trabajos maestros, pero, abrumado por el
malhumor del viejo amigo de mi padre, en vez de iniciar una conversación que
creara un cierto clima entre nosotros, como preguntarle qué tal se encontraban
las gemelas y descubrirle mi identidad, le expliqué otra vez más, como podría
hacerlo un oficinista, el motivo de la visita en relación con su anuncio.
–Sí –me
respondió casi con aspereza–, ya me lo ha dicho. Señor, yo eché el anzuelo para
que picara un pez como es debido y no dos alevines como ustedes... No es
necesario que se alteren, solo escúchenme. Es preciso que me escuchen
atentamente antes de decidir quedarse aquí. Porque vivir aquí no es ni sencillo
ni fácil.
Estaba en
un rincón de la habitación, sentado en uno de los pequeños pufs. En cuanto dijo
aquello, se levantó.
–Estarán
pensando ahora que quién les mandaría venir y sin duda les pareceré un
chiflado, no me lo nieguen. Para demostrar lo contrario, que aún no estoy
chiflado, debería preguntarle, señor, a usted que tiene un nombre tan
particular, lo recuerdo porque su padre siempre trata de ser original en todo,
debería preguntarle, pues, que cómo le va a su padre. Pero no se lo pregunto.
En primer lugar porque hace tiempo que él no quiere saber nada de mí, si sigo
vivo o estoy muerto. En segundo lugar, porque a esta señorita y a usted se les
nota a la legua el problema que tienen puesto que andan buscando alojamiento.
En tales circunstancias, pienso que me otorgarán el derecho a ver satisfecha mi
curiosidad contándome qué les induce a buscar alojamiento y por qué han venido
a buscarlo precisamente a mi casa. De lo contrario perderíamos el tiempo
inútilmente.
«Tiene
razón», pensé. Y volví la cabeza hacia Linda. Ella había palidecido y me miró
desconcertada. Después se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
–No hay más
remedio –dijo–. No tenemos otra salida.
Sin más
dilación se lo conté todo. De pe a pa. Seguía de pie en medio de la habitación
con los ojos clavados en mí y, mientras yo hablaba, me pareció que le daba
vueltas a la decisión que debía tomar. Esbozó una amarga sonrisa solo al final,
cuando manifesté que nos habíamos dirigido a su casa después de leer su anuncio
porque nos pareció más interesante que el resto.
Con gesto
teatral alzó la mano y se rascó la coronilla de su cabeza calva.
–Sí, está
claro –habló al fin–. Un clásico, tan viejo como el mundo. A su padre –se
dirigió a mí– lo conozco bien. Al suyo, señorita –se dirigió a Linda–, no he
tenido la ocasión de conocerlo, pero he oído hablar de él. Pero esto ahora no
tiene importancia. Lo que tiene importancia es otra cosa. Vivir en esta casa en
la que buscáis refugio en vuestra huida de un mundo que despreciáis y, por lo
que veo, representando el papel de héroes del momento al lanzar un desafío tan
viejo como el mundo, no es ni sencillo ni fácil. Pretendo ser muy claro. Esta
es un casa muy vieja –subrayó–, de un momento a otro puede venirse abajo y
sepultarnos a todos. Lo más adecuado sería llamarla casa maldita. La gente o la
ha abandonado o la está abandonando o piensa abandonarla. En la vivienda de al
lado no vive nadie. Se han ido a buscarse la vida, dicen que están en
Norteamérica. Enfrente vive una pareja de ancianos. Su hija se encuentra en
Alemania con su marido, el hijo emigró a Grecia hace cuatro años. La anciana ha
metido el dinero del hijo en la fundación Sude. Diez millones de dracmas.
Espera que se conviertan en quince en el mes de noviembre de este año para
poder abandonar también ella esta ruina y construirse una villa. ¡Imaginad lo
que está pasando! Todo el mundo enredado en los juegos de azar. Los
inteligentes se van, escapan a la carrera. Se quedan los tontos, los locos y
los viejos. Sin mentar a los timadores. Los impostores. Y toda clase de
criminales. Y ahora vosotros dos. Conmigo... Os hago saber que mi mujer y mis
hijas me han dejado y si ellas no han podido vivir en mi compañía, calculad
cómo lo haréis vosotros. Para decir las cosas como son, me siento obligado a
haceros saber que hay goteras en el tejado, ya lo veréis en cuanto comience a
llover. Bienvenidos a mi Templo Solitario.
Aquel final
me dejó pasmado. Y no entendí lo que había querido decir con lo del templo
solitario. Intenté hacer un cálculo. Resultó que no le había vuelto a ver el
pelo desde hacía seis años, desde aquella noche, tras la llegada de Dizi, en
que apareció borracho y en un estado lamentable y había roto definitivamente
con mi padre.
Nuestra
habitación daba a la calle. Era más o menos del tamaño de la sala en la que
Balzak nos recibió el primer día que llegamos a su templo. Cuando nos dio la
llave y entré con Linda, sentí un nudo en la garganta: estaba amueblada al
viejo estilo de los dormitorios, como el que fuera de mis padres. La misma cama
de matrimonio con somier, el mismo armario en la misma pared, la misma cómoda,
las mismas mesillas de noche, el mismo espejo. Con la diferencia de que todo
estaba desnudo, la cama sin colchón, el armario sin ropa, los cajones de la
cómoda y de las mesillas de noche vacíos, un aposento abandonado, y puede ser
que todo aquello nuestro ángel bienhechor lo hubiera tenido en mente para
llamarle a su casa «Templo Solitario». En cuanto estuvimos solos, Linda se
apoyó en mí y estalló en sollozos.
Como ya he
dicho, nuestra habitación daba a la calle. Es decir, daba a los cubos de
basura. Durante toda la noche, hasta el amanecer, podías perder el juicio a
causa del calor, las moscas y los ladridos. En la temporada de canícula, te
podías asfixiar si dormías con la ventana cerrada. Puesto que nosotros la dejábamos
abierta, te acribillaban las moscas y, cuando rendido de agotamiento te entraba
el sueño, aparecían las jaurías de perros. Era esta una sempiterna causa de
pelea entre los vecinos de los bloques y Xhike. Por la noche soltaba a sus
perras y ellas atraían a toda clase de chuchos y, en ocasiones, a perros
peligrosos de la aldea al otro lado de la línea divisoria. Apenas te
adormecías, te despertaban con sobresalto los feroces ladridos de los perros
callejeros. Se enzarzaban en peleas a muerte, se provocaban sangrientas
heridas, sus aullidos clamaban al cielo cuando se mordían entre sí y casi todas
las noches las gentes se asomaban a las ventanas, les tiraban piedras y todo lo
que encontraban a mano, maldecían a Xhike, la loca que los estaba volviendo a
todos locos, hasta que al fin, cerca del amanecer, todo se aplacaba, disminuía
el calor, la acometida de las moscas y la furia de los perros.
Normalmente
lo que me hacía desvelarme eran los pasos en la calle y el ruido que alguien
hacía rebuscando en los cubos de basura. Si se oían ladridos, significaba que
el que estaba rebuscando era algún vagabundo desconocido y de ahí que los
perros de Xhike gruñeran para expulsarle de su territorio. Si no se oían
ladridos, significaba que la que estaba rebuscando en la basura era la propia
Xhike. La presencia de Xhike se hacía notar por algo más: hablaba sola. O
hablaba con los perros. Todo el tiempo hablaba sola o con los perros.
A veces
sucedía que, por una u otra razón, Xhike no se levantaba para rebuscar en los
cubos y que tampoco aparecía ningún vagabundo que provocara los ladridos.
Entonces lo que me hacía desvelarme era la llegada del camión de la basura. Y
si el camión de la basura se retrasaba, a los vecinos del portal y a mí con
ellos nos despertaba con toda seguridad la bomba del agua instalada en el bajo.
La encendían los de la segunda planta o Frosina, de la tercera. Tres veces al
día, a horas fijas anunciadas en el portal, por la mañana, a mediodía y por la
tarde. Y por fin, en cualquier caso, un pequeño radio despertador sobre mi
mesilla de noche emitía música cada día a las seis de la mañana.
Despierto
de una manera u otra, me levantaba, me ponía el chándal y, tratando de no hacer
ruido, bajaba a hacer las compras mañaneras: pan y leche, siempre en la misma
tienda a pocos metros de nuestro bloque. Y como a Linda le gustaba mucho la
crema Nutella, la del bote con la etiqueta de un sonriente niño feliz con la
cara colorada y los dientes blancos como la nieve, me cuidaba siempre de
comprobar si en el frigorífico quedaba algún bote de Nutella –Balzak nos había
permitido usar la nevera y el teléfono, que se encontraban en el pasillo–. Si
no quedaba, la compraba en el mismo sitio que el pan y la leche, donde adquiría
también normalmente el resto de alimentos. Cuando regresaba, en cuanto ponía la
leche a calentar en el hornillo de la cocina, despertaba a Linda y me tendía de
nuevo en la cama tratando de dormirme. Era inútil, no me entraba el sueño.
Entonces seguía los silenciosos movimientos de Linda.
Tratando
también ella de no hacer ruido, se iba al cuarto de baño, pegado a nuestra
habitación. A través del tabique se oían amortiguados sus movimientos, se oía
abrir los grifos y cuando algo se caía al suelo. En el cuarto de baño había un
calentador eléctrico para la ducha con un gran depósito de agua. Todo lo demás
estaba decrépito. Para compensar la renta simbólica que nos había puesto
Balzak, durante el mes de octubre, cuando el dueño del Pacífico le compró a
Linda tres paisajes por quince mil leks viejos cada uno, pusimos nuevas
baldosas al suelo, azulejamos las paredes y cambiamos el inodoro a la turca.
Antes de
salir para la Academia con su bolso y la carpeta de bocetos bajo el brazo,
Linda se acercaba a mí. Yo me alzaba sobre los codos, le daba un beso, me
empapaba del olor de su perfume y durante largo rato seguía echado en la cama.
Me entraba la somnolencia, me adormecía de nuevo o me ponía a soñar con los
ojos abiertos. Pongamos por caso, con nuestra propia casa, parecida a la de la
hermosa amiga de Linda en la que hicimos el amor por primera vez. Donde no te
acribillaran las moscas y no perdieras el juicio con el ladrido de los perros.
Linda se dedicaría a pintar, a inaugurar exposiciones, a vender sus cuadros, y
le llegarían invitaciones del extranjero. Sobre todo de los países nórdicos. El
sueño de Linda eran los países nórdicos. En lo que a mí respecta, dejaría de
trabajar en el Pacífico. Y no porque no fuera del agrado de mi padre. Tampoco
porque tuviera yo ninguna clase de prejuicio. Sencillamente porque en esas
circunstancias no sería digno de Linda. No quedaría nada bien que una pintora
como ella se presentara en las selectas esferas culturales de un país nórdico,
ni tampoco del cálido Mediterráneo, del brazo de un marido cuya tarjeta de
visita, al entregársela a destacados personajes, pusiera bajo su nombre la
profesión de «camarero» y como domicilio la dirección del Pacífico. Quizá
pudiera resultar algo más noble, en compensación, la dirección de ahora, pero
no estaba seguro. Y si ponía simplemente Templo Solitario todo el mundo se
encogería de hombros, nadie sabría a qué hacía alusión y menos aún sabrían de
su sacerdote, un hombre con el mote de Balzak. Como mucho podría haber alguien
que se acordase de que había sido mucho tiempo atrás un escritor fracasado.
Ahora bien,
llegaba un momento en que se oía el teclear de una máquina de escribir.
Lo que
significaba que, sin haberme percatado yo, Balzak ya había terminado todos sus
quehaceres matutinos y se había encerrado en su habitación. Escribía un libro o
vete a saber qué. No le gustaba que le preguntaran qué hacía. Le tenía alergia
a esa pregunta.
Entonces
mis ensueños con los ojos abiertos concluían. Y concluía también mi permanencia
en la cama soñando con los ojos abiertos.
Damocles
vino a mí en uno de aquellos momentos en los que soñaba con los ojos abiertos.
Puede que fuera de día. Puede que fuera de noche. Soñaba con los ojos abiertos
de día, por la mañana, antes de comenzar el doble turno, en cuanto Linda se iba
y me quedaba solo, pero también de noche, cuando ella dormía junto a mí y a mí,
bien sea de cansancio –había comenzado, entretanto, el doble turno– o por estar
dándole vueltas a la cabeza, no me entraba el sueño. A propósito, dada mi nueva
situación, el dueño del Pacífico, es decir, el tío de Jon, se mostró muy amable
conmigo y me ofreció la posibilidad de trabajar de camarero por la mañana en la
sala de los Periodistas, donde se reunían sobre todo los políticos, y por la
tarde, como siempre, en la sala de las Pinturas.
La primera
aparición de Damocles en mi habitación es posible que tuviera relación con la
expresión que lo mentaba y que escuché de boca de un periodista; este le
grababa una entrevista en casete a un político mientras tomaban café y finalizó
una de las preguntas refiriéndose a la «espada de Damocles». Ni sé por qué
razón ni en qué contexto utilizó el periodista esa expresión, pero el nombre de
Damocles lo retuvo mi mente.
Es posible
también que la aparición de Damocles en mi habitación no tuviera relación
alguna con la expresión utilizada por el periodista. Quizá la tuviera, digamos,
con Linda. Un día, Linda observó riendo que nuestra vecina Frosina era para
Xhike como la espada de Damocles. Ella hacía campaña en favor de matar a los
perros porque, de no acabar con las perras, todo el barrio perdería el juicio.
Xhike, por su parte, se lanzaba al contraataque proclamando a voces y en pleno
día que Frosina era una labe9 mala pécora y, aún peor, una comunista
sinvergüenza. Y que en lugar de meterse con sus perros mejor haría en largarse,
volverse por donde había venido, a aquellos pagos donde no había más que
piedras para dar de comer a las gallinas. Frosina no era labe, pero para Xhike
cualquiera que hablara el dialecto del sur era simultáneamente labe y
comunista, y todos los que hablasen el dialecto del norte, montañeses palurdos
y, por lo tanto, también debían volverse por donde habían venido. En fin, no
tiene la menor importancia explicar en qué circunstancias se me presentó por
vez primera Damocles. Según él, yo simplemente le necesitaba en mi completa
soledad. Por curioso que resulte este razonamiento, yo le di la razón.
Comencé a
sentir mi soledad bajo la forma de la ausencia de Linda. Cada instante, cada
hora, cada día y continuamente, todos querían arrebatármela. Lo supe una
mañana, mientras estaba de servicio en la sala de los Periodistas del Pacífico,
y puede que fuera precisamente la mañana en la que escuché de la boca del
periodista la expresión de «espada de Damocles» y ella, en lugar de pender
sobre la cabeza del político, voló hacia mí y se me incrustó como un clavo en
el cerebro. En ese momento sentí el incontenible deseo de tener a Linda cerca.
De hablarle de aquel clavo que había salido disparado de la boca del periodista
y, en vez de clavarse en la cabeza del político, se había incrustado por error
en la mía. Pero Linda no se hallaba presente y yo hice un descubrimiento. Desde
hacía tiempo, desde hacía mucho tiempo, la mantenían alejada de mí.
Atónito por
el descubrimiento, me quedé de piedra. «Por mi vida –me dije–, ellos quieren
quitármela.» Durante el día quién sabe dónde la escondían en la Academia, de lo
contrario ella habría encontrado la forma de escaparse para venir a tomarse un
café conmigo al Pacífico. Por la tarde, cuando podía volver a escaparse de
nuevo y venir a tomar un café a la sala de las Pinturas, la retenía Frosina.
Aquella mujer rechoncha, con las piernas hinchadas, que caminaba dando tumbos
como una oca, no la dejaba sola ni un minuto. La rechoncha no se separaba de
ella ni cuando Linda salía a dar un paseo ni en las tiendas, e incluso en el
consultorio de las embarazadas se le pegaba con una fidelidad mayor que la que
mostraban los perros de Xhike hacia su dueña, y yo no podía menos que sentirme
celoso. Apenas podía contener mi enojo cuando Linda me hablaba de ella con
afecto. Y cada vez que nos cruzábamos en las escaleras o en la calle frente al
edificio, me entraban ganas de agarrarla y de tirarla a uno de los cubos de
basura. Después, de noche, cuando yo volvía a casa, encontraba normalmente a
Linda en compañía de Balzak viendo la televisión.
Aquellos
eran los momentos más difíciles para mí, porque debía hacer lo imposible por
ocultar un sentimiento de otra naturaleza. Balzak no entraba en la categoría de
las personas que querían ocultarme a Linda y separarme de ella. Pero cuando
regresaba tarde a casa y los encontraba frente al televisor, me daba la
impresión de que a los dos les habría gustado que llegara más tarde todavía
para poder continuar su conversación en evidente intimidad. En cuanto llegaba
yo, la intimidad desaparecía, ellos interrumpían la conversación y yo sentía
una punzante curiosidad por saber de qué estarían hablando. Sin embargo, en
cuanto yo llegaba, Linda buscaba el modo de levantarse, siempre estaba cansada,
se disculpaba y nunca me acompañaba durante la cena, de modo que tenía que
cenar casi siempre solo. Balzak, entretanto, se retiraba a su habitación. Se
retiraba a su cuarto y, rodeado de estanterías llenas de libros, era como si
huyera a otra galaxia.
De piedra
por mi inesperado descubrimiento, me alejé de la mesa del periodista, un chico
joven con bigote, barbita y apariencia de chivo, que entrevistaba con una
casete a un político, cuya foto salía a menudo en los periódicos y al que Jon,
ávido lector de diarios, llamaba el actor porque en el pasado había
interpretado algunos papeles en grupos de aficionados, por lo que ahora sus
adversarios, cuando se querían burlar de él, le recordaban sus miserables años
de comediante. Era miércoles, en este punto no me equivoco, pues al día
siguiente, jueves, era mi día de descanso y, sintiéndome incapaz de continuar
trabajando, busqué al jefe de camareros y le pedí que me sustituyera, me sentía
mal.
De camino a
casa hice todo lo posible por quitarme de la cabeza las palabras «espada de
Damocles». Hasta que al fin, derrotado, no pude contenerme. Comencé a musitar
esas palabras en voz baja, disgustado, irritado, furioso, como cuando se te
clava en el cerebro una melodía y no puedes librarte de ella, la canturreas
todo el día, mentalmente y en voz alta, maldiciéndote a ti mismo y maldiciendo
a su autor. A mí solo me quedaba maldecir al periodista de la jeta de chivo y
al fracasado actor y ahora político. Cuando llegué al portal, encontré a Xhike
junto a los cubos de basura con todo su clan: Tom hurgando en la basura, Tigri
amodorrado sobre su hombro, Stela y Xepa tumbadas al pie del arbusto. Me
saludó. Y me hizo una pregunta sorprendente. Xhike quería saber si yo había
colocado dinero a rédito. Después, en el caso de que sí, que dónde lo había
metido. Y por último, si era lo suficientemente listo para creer en sus
palabras, debía salir corriendo a retirarlo para meterlo en Xhaferr. Sude,
según Xhike, no era más que una gitana y de las gitanas no se podía esperar
nada bueno. Xhaferr, el general, ese sí que era un verdadero benefactor. Se
calló y añadió: «Ella –se refería a Frosina– lo ha metido en Sude».
No tenía
tiempo para ocuparme de las profecías de Xhike. No me interesaban ni Sude, ni
Xhaferr, ni ningún otro general. Solo deseaba una cosa: librarme de la «espada
de Damocles». Hallar una manera de arrancarme de la cabeza aquel clavo que me
hacía hablar solo y sentirme como un eremita encerrado en una cueva, destrozado
por la ausencia de Linda. Y deseaba otra cosa más: no encontrarme con nadie.
Subir las escaleras, entrar en la habitación y, si Linda había vuelto ya,
pedirle que me explicara lo que me sucedía, el clavo en el cerebro, la
sensación de ser un eremita en una cueva donde sufría por su ausencia. No me
encontré con nadie. A Frosina no se la veía por ninguna parte quizá porque
frente al portal, junto a los cubos de basura, estaba Xhike con toda su colonia
dispuesta a entrar en liza. Balzak o había huido a la galaxia de los libros, y
entonces yo debía entrar de puntillas y sin hacer ruido, o estaba tomándose una
copa en la cantina. Y, cuando llegué a la habitación y cerré la puerta detrás
de mí, sufrí una conmoción: Linda no había vuelto.
Era
evidente, ellos continuaban escondiéndola para prolongar mi agonía. Eso decían
también Spart desde su autorretrato y Roza desde su retrato. Lógicamente, ellos
no podían hablar, el primero estaba muerto y la otra había desaparecido sin
dejar rastro. Dejé de mirar sus retratos y me apreté la cabeza con las manos.
La disonancia melódica de las palabras «espada de Damocles» me estaba volviendo
loco. Y me habría vuelto loco de verdad si, de repente, mientras seguía sentado
al borde de la cama con la cabeza entre las manos, no se hubiera disuelto todo,
mi dolor cerebral, el clavo atravesado y hasta las palabras torturadoras que
hasta ese momento me habían estado martilleando la cabeza con su pico y que habían
alzado el vuelo como halcones asustados. Liberado, miré alrededor y junto a la
ventana vi a Damocles.
Al
principio no le reconocí; no tenía cómo. No había tenido ocasión de encontrarme
nunca un dibujo suyo, ningún grabado, antiguo o moderno, de su figura, no sabía
nada de él salvo su nombre. Y aquel nombre siempre iba asociado a una espada;
un nombre que la gente utilizaba ignorando, como lo ignoraba yo, cuál era la
verdadera historia de aquel hombre ligado para siempre a una espada. Pero he
dicho que al principio no le reconocí, que no tenía cómo. Ante mí se hallaba un
hombre ligeramente encorvado, envuelto en una elegante túnica blanca, con una
mata de pelo canoso y rizado y una barba igualmente canosa. La túnica dejaba
adivinar un cuerpo que fue musculoso y aún seguía bien conservado. Procedía de
un país soleado, como mostraba la curtida piel de su rostro, y por eso me
pareció una estatua de bronce. En uno de los brazos de la estatua descansaban
dos halcones. Hasta un momento antes habían estado martilleando mi cabeza con
sus picos de hierro y ahora estaban listos para caer sobre mí apenas se lo
permitiera su amo. Él percibió mi miedo. Y se rio.
–No tema
–dijo. Su voz era cavernosa, ronca, como si saliera de unos pulmones arcaicos–.
No son halcones y menos con picos de hierro. Eso es lo que le parecen y le
aseguro que su percepción es errada. Este aparente par de halcones representan
las palabras «espada de Damocles». Nadie puede saberlo mejor que yo. Porque yo
soy el mismo Damocles.
«Las gentes
–continuó sin darme tiempo a recuperarme del sobresalto– se hace a menudo una
idea falsa de mí, al igual que le ha ocurrido al ver a estos dos halcones.
Desde las Latomías, la gruta-cárcel de las peñas, donde llevo tantos siglos
encerrado, siento con amargura cómo mi nombre asociado a la palabra “espada” se
distancia cada vez más de su verdadero contexto, cómo se olvida y se pierde su
sentido cada vez más y, en esas circunstancias, se pierde igualmente su
mensaje. Señor, eso me hace daño, y en su caso el daño es doble. Ahora bien,
antes de explicarle por qué en su caso el mal es doble, veo necesario contarle
mi historia después de tanto y tanto tiempo, recordándole de ese modo al mundo
lo que sucedió conmigo. Sabed cuantos lo ignoráis, que no soy más que el humilde
cortesano de un poderoso tirano.
»Según la
leyenda, mi dueño, Dionisio el Viejo de Siracusa, el que aplastó a los
cartagineses y los expulsó de Sicilia, durante un festín orgiástico en su
palacio me obligó, por simple capricho, a permanecer de pie en un rincón de la
gran sala manteniendo todo el tiempo suspendida sobre mi cabeza una pesada y
afilada espada colgada de una crin de caballo. Hasta aquí todo es cierto.
Incluso ahora, después de tantos siglos, no he podido olvidar el pavor que
sentí aquella noche, se me abren las carnes con solo recordar que, de un
momento a otro, mientras alrededor los demás bebían y se desmandaban con las
hermosas cortesanas y esclavas junto a mesas rebosantes de manjares, yo
esperaba ser atravesado por la espada y que arrojaran mi cuerpo a las fieras.
Según la leyenda, mi dueño, Dionisio el Viejo, habría inventado ese suplicio
sin parangón solo para divertirse. Los cortesanos, al fin y al cabo, como
humildes servidores, se sometían a las más degradantes extravagancias de sus amos.
No lo niego, los huéspedes se divertían, se reían de mí y se burlaban a su
antojo, hasta que se embriagaban y algunos se marchaban, otros se retiraban a
sus aposentos y otros yacían donde estaban, de bruces sobre sus vómitos. Solo
Dionisio permaneció allí. Y una cortesana. Y aquí comienza la parte de la
leyenda que se ha perdido, la que no llegó a difundirse porque nunca se supo.
Ninguno de los huéspedes de aquella noche sabía que el verdadero motivo del
suplicio de la horrible espada sobre mi cabeza no era uno de los acostumbrados
caprichos del tirano, puesto que los tiranos tienen centenares de caprichos
así. Nadie sabía que el tirano tenía una debilidad y que esa debilidad se
llamaba Diana, la más hermosa cortesana de toda Sicilia.
Yo había
osado hollar los cautivadores territorios de Diana, ella me abrió todas las
puertas, y ello ocurrió en ausencia de Dionisio, ocupado en el asedio de una
ciudad griega. Sabía lo que me esperaba, en Siracusa las paredes además de oír,
veían, estaba preparado para lo peor, pero Dionisio no me dio muerte. Decidió
castigarme con el suplicio de la espada. Y eso no se produjo una sola noche. En
cuanto volvió de la guerra y supo de mi traición, se vengó disfrutando cada
noche de orgía con el suplicio de la espada, hasta que Diana no pudo aguantar
más. Un día se fue a las Latomías, se subió a una peña, se arrojó desde ella y
se mató. Y aquel mismo día Dionisio me mandó encerrar en la gruta-cárcel de las
Latomías, donde me encuentro hasta el presente. En compañía de estos dos halcones.
Que se abaten raudos y se le clavan a la gente en la cabeza mimetizados en la
expresión “espada de Damocles”. Y así fue como mi nombre quedó ligado por
siempre a la palabra “espada”.
»A decir
verdad, señor, yo nunca usé la espada. Sin embargo, la gente se empeña en ligar
mi nombre a la espada y ello significa que, queriendo o sin querer, continúan
sometiéndome al mismo suplicio que el tirano de Siracusa y, por lo que veo, lo
seguirán haciendo mientras el mundo sea mundo. Es esta una terrible injusticia.
Me asisten todas las razones para pensar que los individuos, sin excepción, son
tiranos, grandes o pequeños, disfrutan y gozan viendo a sus semejantes con una
pesada espada suspendida sobre la cabeza, atribuyéndome a mí su maldad
congénita, aplacando de ese modo su podrida conciencia al ocultarse detrás de
mi nombre. Se diría que he sido yo mismo quien ha colgado la pesada espada del
suplicio sobre la cabeza. Y a pesar de todo, me da pena de ellos. Por extraño
que parezca, los siglos de continuo sufrimiento me han enseñado una verdad.
Todos los mortales, sean tiranos grandes o pequeños, cortesanos o esclavos,
podrían haberse llamado como yo, son mis semejantes, son mi imagen repetida
hasta el infinito en una infinidad de circunstancias, con una pesada espada
suspendida sobre la cabeza: la espada de sus pecados. Todos los hombres son
pecadores y pende sobre sus cabezas la espada de sus pecados. También usted,
señor mío, es un pecador. Y sobre la cabeza lleva suspendida la pesada espada
del pecado. Piénselo bien y sabrá por qué huye continuamente en busca, a toda
costa, de un tranquilo oasis, alejado del mundo, como le pasa ahora en el oasis
llamado Templo Solitario. Y si mi pecado y mi eterno sufrimiento comienza con
la letra D., también su pecado y su sufrimiento comienzan con la misma inicial
D. También usted, señor mío, es una nueva representación de mi vieja historia.
Sois un Damocles.»
Al día
siguiente Linda me pidió que la acompañara a la maternidad. Era un claro y
soleado día de enero, que el calendario gregoriano databa como 1997 después de
Cristo y el calendario islámico como 1417 de la hégira.
Cristo y
Mahoma debían de saber adónde íbamos y quizá nos enviaran para la ocasión
aquella luz celeste desde los lugares paradisíacos donde moraban. Íbamos a
conocer, por medio de una ecografía, el sexo de aquel ser misterioso, del que
Linda se quejaba calificándolo de pequeño granuja. Le daba continuas pataditas,
como si protestara por llevar tanto tiempo en la oscuridad. De camino a la
parada de taxis, mientras se apoyaba en mi brazo y envuelta en aquella luz
celeste, me preguntó si ya se me había ocurrido algún nombre. Si era niña,
Linda quería llamarla Monaliza. Si era niño, el nombre debía elegirlo yo. Linda
llevaba tiempo pidiéndome que buscara un nombre de niño. Y por mi parte llevaba
tiempo devanándome los sesos para encontrarlo. Sin conseguirlo. Seguramente
porque a aquella criatura que había comenzado a venir hacia nosotros con la
complacencia de Cristo y de Mahoma, yo solo podía imaginármela como una niña y
lo de su nombre ya estaba resuelto, con una pequeña variación. Yo la habría
llamado Eliza y así vendría al mundo a los sones de Beethoven. No juzgué
conveniente decírselo a Linda. También como Monaliza vendría al mundo con esos
mismos sones y mi cerebro no estaba en condiciones de andar buscando un nombre
de varón. Linda se quejaba entretanto de lo que llamaba mi imperdonable
negligencia para buscar un nombre de varón. Y me exigió en forma de ultimátum:
«Por la mañana, cuando salgamos para la maternidad debes haber encontrado un
nombre sin falta, aunque te quedes toda la noche sin dormir». Yo le di mi
palabra. Pero, aunque me quedé toda la noche en vela, no acabé de decidirlo.
Tranquilizada
por mi promesa, Linda se acostó y se durmió de inmediato. Yo estuve un rato
mirándola ausente: los dos pertenecíamos a un mundo al que ni el odio ni la
maldad humanas podían alcanzar. Lo mismo pensaba Balzak. No sabría decir la
hora que era cuando llamó a la puerta de nuestra habitación y me preguntó en
voz muy baja si dormía, le respondí que no, que no dormía, y me pidió que me
levantara, que me vistiera con mi mejor traje, el de novio, el que me había
puesto para la ceremonia de casamiento, por lo civil, con Linda, en la que ella
llevó de testigo a Frosina y yo a Balzak. Era un traje blanco y ligero. Un
tanto asombrado por la extraña petición de nuestro benefactor, me levanté, abrí
con cuidado la puerta del armario ropero, un viejo armario fabricado tiempo
atrás en el taller de muebles de Pogradec, que lanzó un plañido en cuanto la
toqué, y extraje de él el traje en cuestión. Como aquel día, me puse también
una camisa azul claro, una corbata con los colores del otoño, regalo de Linda
para la ocasión, y salí de la habitación de puntillas.
Al salir me
cegó un luminoso resplandor. Balzak me esperaba en el pasillo, en medio del
resplandor, vestido con traje oscuro, y a mí me sorprendió que su traje fuera
completamente nuevo, sin el menor rastro de manchas, sin ninguna arruga, que el
cuello de su camisa estuviera almidonado y que, tal vez debido a la pajarita
negra, tuviera un aire extremadamente ceremonioso. Con una sonrisa muy
elocuente, que me hizo comprender que tramaba algo, me hizo una señal con el
dedo, me pidió que le siguiera y yo le seguí hasta su habitación. Sobre la
puerta me llamó la atención el rótulo «Templo Solitario». Pero la sorpresa no
era esa. La sorpresa me esperaba en cuanto entré y, en medio de la habitación,
junto a la mesa de trabajo sobre la que se hallaba la máquina de escribir,
estaba alguien que, a decir verdad, esperaba encontrarme allí: Damocles. Detrás
de él había un tercer personaje: Frosina. Estaba acurrucada en un rincón de la
habitación, aterrorizada, y con razón para estarlo: sobre su cabeza danzaban y
se abatían la pareja de halcones, la picoteaban con su pico de hierro, ella
luchaba por defenderse, por alejarlos, pedía auxilio, pero en vano, nadie iba
en su auxilio, y yo traté de adivinar qué representaba, en el caso de Frosina,
aquella pareja de mal agüero, cuál era el pecado que pendía sobre su cabeza
como una espada. Mientras le estaba dando vueltas, sentí que algo me perforaba
el cráneo, se me incrustó un clavo en el cerebro y aquellos tres – Balzak,
Damocles y Frosina– se pusieron a mirarme.
–Helo aquí
–gritó en ese momento Damocles encolerizado y apuntándome con el dedo–. Este es
el cruel usurpador de mis cualidades, el culpable de que continúe siendo
torturado por la espada de mi amo, Dionisio de Siracusa. Os hago saber que
cuanto se dice de mí es falso. Cuando mi amo se embarcó para partir al asedio
de la ciudad griega, en cuanto desaparecieron por el horizonte las últimas
velas, este individuo se introdujo furtivamente en la casa del pecado. El
nombre de ese pecado comienza con la letra D., no puedo decir nada más, pero
todos comprendéis a qué me refiero. Y yo, el inocente, eternamente fiel a mi
dueño, como lo es un humilde cortesano, pagué la culpa por nada. Y continúo
siendo torturado por nada. El traidor es este, el suplicio de la espada le
corresponde a él. Por eso os he llamado, para que decidáis al fin mi
liberación, para que yo no siga eternamente ligado a la maldita espada y, como
reza la sentencia, que este señor se lleve su merecido. Haced, pues, justicia,
¡y que el señor se lleve su merecido!
Todos los
ojos continuaban clavados en mí. Mientras tanto yo sentía cómo se ahondaba la
perforación de mi cerebro, que tal vez fueran los halcones. Ahora sobrevolaban
mi cabeza y asustado, pero sobre todo enfurecido de dolor y de rabia, le lancé
a Damocles una mirada hostil.
–Tramposo
–le grité–. Mi pecado es uno y solo uno: hace tiempo que Linda me pide que
busque un nombre para nuestro bebé por si es niño y yo no lo encuentro.
–Ponedle mi nombre –dijo riendo–. ¡Ja, ja, ja! ¡Llamadle Damocles!
Cuando
llegamos a la parada de taxis y Linda me preguntó de nuevo si ya había
encontrado el nombre de niño, en mi cráneo retumbó una voz ronca: «¡Llamadle
Damocles!». Estuve a punto de contestarle: «Sí, lo he encontrado, lo llamaremos
Damocles». Tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltarlo. Seguía bajo el
suplicio de aquel sueño, que recordaba con todo detalle, lo que significaba que
el Damocles de la leyenda, además de en sueños, me perseguía también ahora,
oculto en algún lugar alrededor, pretendiendo quizá llenarle la cabeza a Linda
con mis culpas, hablarle de la traición, del pecado secreto, y yo tenía todos
los motivos para pensar que, a la postre, mi pecado se encarnaba en las formas
de una antiquísima cortesana. No por casualidad sus nombres comenzaban por la
misma letra D.
Asustado de
mí mismo miré a Linda a los ojos. Sus labios estaban hinchados, sus facciones
marcadas y la desacostumbrada palidez de su rostro me estremeció. «A fe mía
–pensé–, estoy loco.» Y lo estaría aún más si le hablaba de mi pecado. Y
todavía más si le contaba la alucinante aparición de Damocles. La cogí del
brazo, le pedí perdón por no haber encontrado un nombre todavía, no debía
preocuparse por eso. Nuestro bebé sería una niña, estaba seguro. Y se llamaría
Monaliza.
Mi profecía
se cumplió. A la puerta de la maternidad nos esperaba la doctora de Linda, una
mujer bien conservada, y entraron las dos juntas. La doctora me dijo que si
quería podía acompañarlas. Yo preferí esperar fuera. Linda volvió a salir sola.
Una hora después. O un siglo después. «Es niña», dijo. Y se acarició
ligeramente su vientre abultado. Y yo me fijé de nuevo en la estremecedora
palidez de su cara.
16
En el piso
de abajo no se sentía el menor movimiento. Se oían disparos a lo lejos y de vez
en cuando hendían la oscuridad los faros de algún coche de policía. Si en ese
momento uno de los dos, quiero decir, Dizi o mi padre, hubiera subido a mi
cuarto, le habría abierto mi corazón. Y de ese modo Dizi o mi padre habría sido
el primero en saber de mi crimen. A quién había querido matar. Por qué lo había
querido matar. Cuándo y dónde lo había matado.
Pero ellos
dormían, habían sucumbido al sueño de la muerte. Yo, muy al contrario, no
quería sucumbir a ese sueño. Cuando los demás eran amnésicos en lo relativo a
sus pecados, yo penetraba milagrosamente en la franja del segmento oscuro de mi
memoria, las mortecinas lumbres de mi cerebro se reavivaban y ello me llenaba
de gozo. En tales condiciones, en situación de normalidad y con la mente
despejada, veo necesario redactar una crónica, inventariar las circunstancias
que me llevaron a cometer un crimen. Y asumir la culpa que me corresponda, por
grave que esta sea, dispuesto a aceptar el más severo de los castigos.
A fin de
evitar cualquier clase de malentendido, y sobre todo una posible interpretación
errónea de esta crónica, debo resaltar que mi crimen no tuvo ninguna motivación
política. Las circunstancias en las que se produjo, en el súmmum de una
horrible crisis, son solo eso, circunstanciales, un trasfondo ajeno a mí, ajeno
a mis motivaciones privadas, los motivos de un individuo que se ha alejado de
las vilezas y locuras de los hombres, en un malogrado intento de hallar la paz
de espíritu.
Antes de
continuar con la exposición de los hechos, tal como se desarrollaron y me
indujeron al crimen, debo aclarar otro aspecto: ahora, en este momento de
lucidez, afirmo sin la menor duda que lamento lo que hice. Esta afirmación no
significa que desee presentar circunstancias atenuantes. Solo quiero poner de
relieve que la víctima pudo no serlo, no existía premeditación por mi parte,
pero, como se suele decir, apareció en el momento y en el lugar equivocados.
Tal vez fuera un sustituto y muriera erróneamente, por nada, en lugar de otra
persona. En medio de aquella mortífera locura colectiva, yo también quería
matar a alguien, sin importarme quién. De ese modo mi culpa es aún mayor. Pero
esta es otra de las razones que me empujan a exponer los hechos con precisión,
sin temor a las consideraciones que en relación con mi estado puedan hacer
médicos y policías, es decir, si me incluyen en la categoría de las personas
normales de esta sociedad, o en la de aquellas a las que esta sociedad, para
ocultar su propia esquizofrenia, expulsa o encierra en hospitales o en
manicomios.
Todo comenzó
el día en que fuimos a la maternidad para saber el sexo de nuestro bebé, en el
séptimo u octavo mes de embarazo de Linda. Debo añadir, para todos cuantos le
hayan echado una somera ojeada a la crónica precedente y tengan el temple y la
curiosidad suficientes para continuar esta lectura, que he de rescatar aquí un
detalle ya mencionado con anterioridad: todos los personajes que acompañaron en
sus últimos momentos a Linda, y, en consecuencia a Monaliza, en cierto modo y
unos más que otros están mezclados con su muerte, y yo debo hacer esta
precisión.
Del día que
fuimos a la maternidad recuerdo, ante todo, un hecho que extrañamente pasé por
alto. Digo «extrañamente» porque tanto a mí, por supuesto, como a Linda no se
nos pudo pasar por alto, y si se me ha pasado y no lo he mencionado hasta ahora
ha sido seguramente sin querer. Aquel día Damocles había decidido no despegarse
de mí. Hice lo imposible por ahuyentarlo, por mandarlo a paseo a su propio
mundo, pero él no se me despegaba. Al final, cuando Linda y yo ocupamos el
asiento trasero del taxi, apareció en el asiento delantero junto al taxista.
Dispuesto a acusarme, de nuevo, de apropiarme de su identidad y su leyenda, de
falsificador de la historia, de verdadero traidor a su dueño, Dionisio de
Siracusa.
Al llegar a
un cruce, una lluvia de piedras se estrelló, de improviso, ruidosamente contra
el taxi. El chófer lanzó un juramento y frenó en seco. Entonces me di cuenta
del hecho que, extrañamente, he pasado por alto y olvidé mencionar hasta ahora.
Nuestro taxi, con nosotros dentro, estaba en medio del cruce, atrapado como el
ratón en la ratonera. Ante nosotros la calle estaba cortada por un cerrado
cordón de policías con cascos y escudos de plástico. Por encima del taxi, en
dirección a ellos, volaban piedras, botellas, objetos contundentes lanzados por
una vociferante muchedumbre. Era evidente, la multitud trataba de abrirse
camino hacia delante, hacia el centro, la policía la tenía bloqueada y nosotros
estábamos atrapados entre la multitud y la policía. Allí advertí por primera
vez la extrema palidez de Linda. Estaba aterrada. Según el taxista, la
enfurecida multitud la formaban los acreedores de Sude. Llevaban días y días
durante todo ese mes acudiendo a las puertas de la fundación a reclamar su
dinero y nadie se lo restituía. Hasta que los periódicos, con grandes fotos de
Sude en primera plana, publicaron que el dinero depositado había sido robado.
Unos decían que por el Gobierno, otros que por un grupo de mafiosos, en todo
caso, a Sude no le quedaba ni un céntimo, le esperaba la cárcel, y la gente
perdía la cabeza sin llegar a creer lo que estaba ocurriendo.
Yo estaba a
punto de perder los nervios. No me interesaba Sude, ni lo que escribían los
periódicos sobre el Gobierno y los mafiosos, ni aquella exasperada y absurda
multitud. Linda estaba pálida. Estaba embarazada, las gotas de sudor le
empapaban la frente y debíamos ir a la maternidad. Ahora bien, no pensaban lo
mismo ni el cerrado cordón policial ni la turba enfurecida. Ellos seguían
frente a frente, hostiles, y nosotros habíamos quedado atrapados en medio de su
hostilidad como el ratón en la ratonera, yo loco de rabia y Linda lívida. Por
fin el taxista consiguió escapar de allí por una calle adyacente y al menos nos
libramos de las pedradas.
Ahora, con
mente despejada y fría lógica, todo lo despejado y frío de lo que soy capaz en
tiempos tan apocalípticos como los actuales, llego a la conclusión de que el
primero que tuvo que ver con el ulterior desarrollo de los acontecimientos –los
que causaron la muerte de Linda y con ella la de Monaliza y, en consecuencia,
me empujaron al crimen– fue el taxista. Si no hubiera elegido aquel maldito
trayecto, que nos situó de repente entre el imponente cordón policial y aquella
exasperada y absurda multitud, Linda no habría temblado ni palidecido tanto. Y
su doctora no habría llamado mi atención acerca de cierta complicación relativa
a la posición del feto o la placenta. En una palabra, al conminarme a cuidar
más de Linda, no me habría inyectado en sangre, como si lo hubiera hecho con
una jeringuilla, aquel fuerte sentimiento de culpa, puesto que Linda estaba tan
pálida, tan débil y temblorosa.
Sin
embargo, la lógica no admite del todo un argumento semejante, que mi crimen
pueda estar relacionado sencillamente con un taxista y el desafortunado
itinerario elegido por este. Para resultar creíble, la crónica debe completarse
con otros hechos. Pero yo no cuento con hechos reveladores. Para contar con
ellos es preciso investigar, pagar, corromper con dinero a funcionarios, altos y
bajos, a todos los niveles, como se dice ahora, comprar y vender secretos
privados y de Estado, vigilar en secreto la vida de los demás, en su casa, en
la oficina, en los momentos eróticos, cuando practican sexo en todas las
posturas, espiarlos para pillarlos traficando con drogas, prostitutas, armas o
lo que sea menester, en una palabra, tener relaciones con el Estado y el poder,
tener acceso a los círculos donde se cocina y decide la suerte de los hombres,
encontrarse en el escenario y entre bastidores, y así sucesivamente. Todo esto,
según dicen los periódicos, es hoy lo más elemental, normal y típico de nuestra
existencia. Pero como yo no soy ni elemental, ni normal, ni típico, no estoy en
condiciones de contar con hechos de ese calibre, susceptibles de ser tomados en
consideración como poco por la fiscalía o que tengan valor para los jueces y,
en general, para eso a lo que dan el huero nombre de opinión pública. Los
hechos con los que cuento no se pueden considerar en ese sentido «hechos». El
fiscal retirará su acusación, el juez me declarará inocente. Lo mismo que se
muestra clemente y declara inocentes a criminales de todas las categorías. Yo
no pertenezco a ninguna de esas categorías, mi crimen no es delito común ni
delito político. En ello reside la dificultad de encausarlo. Y a mí solo me
resta seguir el itinerario de vuelta de la maternidad a casa. Un itinerario que
me conduce al mundo de aquellos que, como yo, no son ni elementales, ni
normales, ni típicos. El mundo de los excluidos.
El taxi se
detuvo junto al portal, frente a los cubos de basura. El taxista arrancó en
cuanto nos bajamos, dejando tras de sí una gran nube de polvo y levantando,
simultáneamente, las protestas de Xhike, la única persona que encontramos en el
desierto espacio entre los bloques. Comenzó a insultar a voces a los golfos que
le hacían la vida imposible a todo el mundo: «Nadie sabe ya dónde meterse para
respirar un poco de aire, ni por dónde ir sin miedo a que, de un momento a
otro, te embista por detrás un coche atropellándote, ensangrentándote,
matándote del todo, y por eso la humanidad desaparece, se muere...». Iba a
añadir, quizá, «igual que un perro», pero se calló, no lo dijo, los perros eran
mejores para ella que las personas. Xhike solo añadió que la humanidad pasaba a
mejor vida y que a nadie le importaba un comino. En cuanto descargó su rabia,
le sonrió a Linda. «Eres bonita como un ángel –le dijo–, será un niño, no se
discute», pero se equivocaba, acabábamos de regresar de la maternidad y nuestro
bebé no era un niño, era una niña y ahora se llamaba Monaliza.
Linda no le
contestó, solo le sonrió haciendo un penoso esfuerzo. Era de las pocas personas
que le prestaban atención a Xhike y ella lo sabía, por eso en cuanto veía a
Linda la saludaba y buscaba inmediatamente algún tema de conversación; en las
raras ocasiones en las que charlaba con los demás hacía valer, sobre todo, sus
propios puntos de vista, porque Xhike mantenía puntos de vista sobre cualquier
cosa. Sobre los vecinos, sobre los residentes en el barrio y, más allá, sobre
la ciudad, el Estado y el Gobierno, sobre la política y los partidos políticos
y, más allá, sobre el mundo y los grandes de este mundo, aunque nadie fuera
capaz de decir con exactitud de qué lado estaba, si era de izquierdas o de
derechas, del centro izquierda o del centro derecha, de extrema izquierda o de
extrema derecha. Según ella, las personas cabales no manifestaban en público
sus creencias, porque era algo peligroso y como poco podías ganarte unos buenos
palos. Algo nos figurábamos, no obstante, basándonos en las declaraciones
públicas que realizaba una y otra vez en presencia de su colonia, largos
monólogos en soledad junto a los cubos de basura por la mañana temprano, antes
de amanecer, o por la noche y, basándose en tales declaraciones –cuyo objeto,
aun contraviniendo el cabal principio de no hacer públicas las creencias, eran
los grandes de la política de cualquier tendencia–, los de izquierdas la
consideraban una chiflada bruja de derechas y los de derechas una chiflada
bruja de izquierdas.
Xhike pilló
al vuelo la sonrisa de Linda. «Eres bonita como un ángel», repitió, y
sacudiendo el hombro se deshizo del amodorrado Tigri, que desapareció asustado
tras el arbusto. Me asusté yo también. La loca podía estar a punto de comenzar
algún discurso. Se le notaba en la mirada, que adquiría un brillo triunfal y le
daba la apariencia de un funesto oráculo.
–Ya lo
había dicho yo –observó–, ya lo vaticiné. Pero la gente tiene menos cerebro que
mi gato Tom. De lo contrario no le confiarían su dinero a una gitana, y ahora
vocean y maldicen al Gobierno. Como si el Gobierno fuera el culpable de que
esos codiciosos insaciables metieran el dinero en Sude y no en el general
Xhaferr. ¡Que voceen ahora, que se deshagan en llanto y se tiren de los pelos!
–dijo de pronto mirando hacia la tercera planta donde vivía Frosina–. Eso es lo
que pasa cuando la codicia te ciega y rompe el saco, que por no perder un
bocado se pierden cientos.
No entendí
muy bien lo que quiso decir con aquella sentencia, pero advertí otra cosa:
Linda apenas se tenía en pie, el parloteo de la loca golpeaba su cabeza como
una cachiporra y, sin embargo, por una absurda cuestión de cortesía, no se
decidía a librarse de ella. Linda era, claro está, la víctima ideal de Xhike.
Pero yo no. Me daban ganas de agarrarla y de arrojarla a los cubos de basura.
Pero en lugar de eso, cogí a Linda de la mano y ella, obediente, me siguió en
silencio mientras Xhike continuaba perorando ella sola.
A Frosina
nos la encontramos en el último escalón de la tercera planta. Estaba sentada,
acurrucada contra el pasamanos, y al principio me pareció un saco abandonado
allí vete a saber por qué. Comprendí quién era al acercarnos y cuando Linda
lanzó un grito ahogado: «Oh, Dios –dijo–, es Frosina». La vecina, con los ojos
cerrados, no reaccionó en absoluto. Entonces Linda se inclinó, le cogió la cara
con ambas manos, la instó a levantarse, a entrar en casa, estaba congelada,
pero la otra tampoco reaccionó. No pude impedir que me irritara los nervios, no
tenía derecho a cerrarnos el camino. Por eso me entraron ganas de sacudirla
para que volviera en sí. Y si no volvía en sí, de darle una bofetada. Linda no
era una criatura predestinada a aguantar a las majaras tipo Xhike o a las
majaras tipo Frosina. Ella llevaba en su seno un bebé, según la doctora yo
debía cuidarla más y lo descuidado que había sido hasta entonces no me lo
perdonaba. Pero tampoco Linda me habría perdonado la falta de tacto hacia
Frosina. Se venía quejando de mi falta de tacto sin comprender la verdadera causa:
no soportaba a la gente que trataba de arrebatármela, eran mis sempiternos
torturadores y Frosina pertenecía a esa categoría. En un momento dado, abrió
los ojos.
–Oh, Dios
–balbuceó–. ¡Que me parta un rayo!, y a todos los demás ¡que les consuma la
peste y se los trague la tierra con lo que tienen y lo que no tienen! –Y
estalló en sollozos en brazos de Linda.
Esta
variante de lo sucedido tuvo lugar el día de enero que Linda y yo fuimos a la
maternidad a verificar el sexo del bebé llamado Monaliza. A este respecto, mi
cerebro no comete ninguna equivocación. La confusión se produce cuando reviso
esa variante en épocas distintas y bajo distintas formas, que solo tienen en
común la presencia de Frosina en lo alto de la escalera, con los ojos cerrados
y maldiciéndose a sí misma y al mundo entero. Tengo la impresión de que, a
partir de entonces, al volver a casa cada día siempre encontraba a Xhike junto
a los cubos de basura y, cuando me libraba de ella, a Frosina arriba y en
idéntica postura.
Puede que
sea igualmente cierta la variante de Xhike, aunque deba tomarse con cierta
reserva dada la enemistad existente entre las dos mujeres, una hostilidad
derivada simplemente, al principio, de la historia de los perros, pero que fue
cargándose de contenidos ideológicos, regionales y raciales. Según Xhike, el
marido de Frosina, un hombre mayor aunque bien conservado, que deambulaba
mañana y tarde por las callejas del barrio apoyado en un bastón, lo que le daba
ocasión de intercambiar puntos de vista con Xhike, en cuanto abría los ojos al
comenzar el día apaleaba a Frosina. En cuanto le propinaba una tunda, la echaba
a la calle. No la quería en casa, que se largara con viento fresco y solo
regresase con el dinero del hijo. Ella había sido la causante de colocarlo con
insaciable codicia en Sude y, ahora, o reventaba o lo encontraba. Ahora bien,
todo el mundo lo sabía, el dinero había sido robado, por el Gobierno o los
mafiosos, eso decían los periódicos. En vano se echaba Frosina a la calle,
gritaba, le tiraba piedras a la policía, iba a los mítines, se inflamaba con
los discursos de los oradores, maldecía al mundo entero, porque cuando volvía
se pasaba horas enteras sentada a la puerta de su casa, en las escaleras,
trastornada y aterrada. Su marido solo le abría la puerta de noche, nadie sabía
si le daba algo de comer, solo que le propinaba de nuevo otra tunda. Frosina,
sin un céntimo en el bolsillo, con la cabeza llena del griterío de las calles y
las arengas, se dormía agotada y al día siguiente todo comenzaba de nuevo. Mas,
como he dicho, esta variante de Xhike debe ser tomada con cierta cautela,
aunque creo que forma parte de la verdad. La vida de Frosina, le pegara o no el
marido, se había convertido ahora en un infierno.
Lo mismo
pensaba Balzak. Fue lo que dijo un día mientras él, Linda y yo estábamos ante
el televisor. Era por la tarde y yo estaba en casa, lo que significa que lo que
dijo Balzak corresponde al periodo en el que ya no trabajaba en el Pacífico a
jornada completa, pues de lo contrario no habría estado allí. Dejé de trabajar
a jornada completa en el Pacífico, más exactamente, trabajaba hasta las seis de
la tarde, como sigo ahora, cuando me puse a redactar la crónica de mi crimen,
durante el periodo del toque de queda.
Estábamos
viendo las noticias, no recuerdo el canal, lo más probable es que fuera un
canal extranjero, en inglés o quizá en otra lengua, en italiano o en francés,
no tiene importancia, lo importante es que hablaba de Albania, todos los
canales del mundo hablaban de Albania, repetían de la mañana a la noche las
mismas imágenes, turbas enfurecidas, armadas, blandiendo amenazadoramente las
armas, insultando al Gobierno y, mientras las miraba, Balzak dijo algo que no
tenía relación con las imágenes del televisor: «Frosina está viviendo un
infierno», dijo.
Aquel
anochecer yo no sabía, ni me podía imaginar siquiera, que el infierno de
Frosina sería la antesala del paraíso hacia el que partiría Linda. Y con ella
Monaliza. De haberlo sabido, habría hecho algo. Me refiero a que un día o una
noche, cuando ni ella ni el apaleador de su marido se encontraran en casa,
habría entrado furtivamente en ella y habría realizado, como se dice en la
jerga militar, un reconocimiento. Aquel reconocimiento me habría dado la
posibilidad de descubrir en el techo del pasillo un gancho metálico del que
colgaba una lámpara grande de cuatro brazos. Y comprender de inmediato que en
esa clase de garfio, subida a una silla, hasta una rechoncha como Frosina podía
pasar fácilmente una soga y aún más fácilmente colocarse el lazo de la soga
alrededor del cuello. El descubrimiento del garfio metálico y la posibilidad de
hacer pasar por él una soga con lazo me induciría a buscarla. Y yo lo sabía
bien, en aquella casa había una cuerda. Cuando Linda insistía en que la
acompañara a visitar a Frosina – lo que hacía con frecuencia, aunque yo rara
vez la seguía–, nada más entrar al pasillo, de un extremo a otro y casi
siempre, pendía una cuerda en la que Frosina tendía la ropa.
En una
palabra, si yo hubiera sabido que el infierno de Frosina sería la antesala del
paraíso hacia el que partiría Linda, y con ella Monaliza, habría hallado la
ocasión de hacer desaparecer el garfio y la cuerda, y de ese modo Frosina no
habría tenido la posibilidad de escapar del infierno en la tierra. Pero yo,
como he dicho antes, ni me lo podía imaginar.
Fue así
como llegó la funesta noche en la que, mientras Linda dormía desde hacía rato y
yo seguía despierto, incapaz de conciliar el sueño por culpa del dolor de
cabeza o puede que por los ladridos de los perros, escuché que llamaban a la
puerta y la voz de Balzak preguntándome si dormía o no. Le respondí que no, que
no dormía, y él me invitó a levantarme y a vestirme con mi mejor traje, el de
novio, y yo hice lo que me dijo. Me vestí, salí de puntillas al resplandeciente
pasillo donde él me esperaba ceremonioso, con su traje negro sin manchas, con
el cuello de la camisa almidonado y pajarita negra. Se diría que me estaba
invitando a la presentación de alguna novela suya. Todos nos esperaban allí,
detrás de la puerta, en la que destacaban en grandes caracteres las palabras:
«Templo Solitario». Debajo de ese rótulo algún desconocido había añadido:
Sesión de Confesión de los Pecados.
En cuanto
empujamos la puerta nos vimos asaltados por una salvaje trifulca y atroces
ladridos de perros y la escena que vieron mis ojos resultaba increíble. Una
jauría de chuchos invadía casi hasta la mitad el Templo y en medio de la jauría
destacaban las perras de Xhike, Stela y Xepa, que estaban siendo montadas, cada
una de ellas, por un espantoso macho. Los que se encontraban a su alrededor
ladraban y mordían sobre todo a los perros acoplados. Después de cubrir a las
hembras estaban condenados a seguir pegados en una postura vergonzosa, la
jauría les rodeaba como si quisiera despedazarlos y ellos no se podían librar
ni de los ladridos, ni de los mordiscos, ni de las amenazas a gritos de
Damocles. La desenfrenada escena era seguida con indiferencia por Xhike y, algo
más allá, por Frosina y el apaleador de su marido.
–Este es el
único pecado de toda mi vida –dijo Xhike en cuanto entramos nosotros, e
inmediatamente pararon los ladridos y desaparecieron los perros–. Soy la
antigua cortesana Diana, doblemente traicionada por mi amante Damocles, este
rufián que no se despega de mí desde hace siglos torturándome con los halcones
del pecado. Traicionada asimismo por Dionisio, el tirano de Siracusa,
transformado más tarde en director de empresa, del mismo modo que se ha
metamorfoseado en millones de años el dinosaurio en lagartija. La moderna
lagartija Dionisio, el director canalla que abusa de las trabajadoras, y
Damocles, el bastardo jefe de brigada lacayo del director, me dejaron
embarazada. Tuve sexo con los dos, con el director por obligación, con el
bastardo por placer, por tanto no podría decir de quién de los dos era la
criatura que aborté por orden del canalla y en respuesta a las cariñosas
súplicas del bastardo. No he cometido ningún otro pecado en mi secular vida de
cortesana, a menos que se considere como tal la satisfacción que siento cuando
mis perras, Stela y Xepa, sin verse obligadas a ser cortesanas, practican sexo
libre, cuando quieren y con quien quieren, y se vengan en mi nombre desafiando
públicamente la bajeza de los hombres. En esta ocasión proclamo mi desprecio
hacia ellos y me siento feliz de que en los tiempos que corren, cuando ha
estallado la locura, ellos se despedacen y se maten con saña y no dejen nada
por destruir o por quemar. Cuando el propio Dios tiembla en el cielo y ha
renunciado a intervenir, dejándolos por imposible porque ya no creen en él, yo,
afirmo, me siento feliz de sumergirme con serenidad en mis teorías filosóficas.
La locura de los hombres es una locura sexual. Su bajeza es una bajeza sexual.
Su salvajismo es un salvajismo sexual. Le vengo dando vueltas desde hace mil
cuatrocientos años, hasta que hube de transformarme de orgullosa cortesana de
la realeza en una miserable de la que abusaron sexualmente dos bellacos, uno de
los cuales lo tenéis delante, camuflado bajo esa elegante túnica blanca,
sandalias con hebillas de bronce y con los halcones del pecado. Y ahora, con el
permiso del profesor, el hombre que nos invita a acudir cada noche a este lugar
sagrado, el único en el que me siento bien y donde vuelvo a recuperar mi
dignidad pisoteada, quisiera irme. Siento curiosidad por escuchar los pecados
de doña Frosina. Pero debo irme, ha entrado en vigor el toque de queda. Si te
despistas de noche, pueden pegarte un tiro. Por ello, con su permiso, profesor,
con su permiso...
–Protesto
–gritó Frosina–. La loca debe quedarse y contarnos sus guarrerías hasta el
final. Debe escucharnos también a nosotros, cada cual tiene derecho a hablar, a
contar sus propias guarrerías. Todos estamos hasta el cuello de guarradas.
Incluso podríamos exponerlas en un periódico mural. Tiempo atrás hostigábamos a
quien nos parecía con periódicos murales, y la loca no puede negarnos ese
derecho democrático.
–Sandeces
–la interrumpió el marido lanzándole una mirada hostil–. Si no dejamos que doña
Xhike se marche, estaremos contraviniendo el Acta de Helsinki. Se trata de una
cuestión de principios. En este mundo, los desgraciados no saben a qué
agarrarse, cuenten o no sus pecados. Por eso, os pido que sometamos a votación
si dejamos que se marche doña Xhike o la retenemos a la fuerza porque así lo
exige una pecadora como mi mujer. Las malas lenguas murmuran que la muelo a
palos. Pero entonces, decidme, ¿a quién debo sacudir? Debo sacudirle a alguien,
por supuesto. Ahora bien, mi brazo es corto, no alcanza muy lejos. Si alcanzara,
ay, Dios, ¿pensáis que perdería el tiempo con Frosina? ¡No, señores, no! De
darse el caso, os invito a romperos la mollera para adivinar a quién le
atizaría seis veces al día, en tres tandas, antes y después de cada comida.
Estas
palabras fueron vivamente acogidas. Tan vivamente que los perros de pusieron a
ladrar y la sesión se trastocó hasta que, de pronto, tronaron las armas.
Entonces los presentes fueron presa del pánico y Xhike aprovechó la ocasión
para desaparecer entre los disparos.
Los tiros
sonaron muy cerca, como si alguien hubiera disparado junto a mi oreja. Me
desperté aturdido. Me levanté temblando de la cama y me acerqué a la ventana.
Abajo vi a Xhike junto a los cubos en una postura extraña, de rodillas y
mirando hacia lo alto, hacia el cielo. Cuando bajé a la tienda para las compras
de la mañana, entendí lo que pasaba: habían matado a las perras de Xhike.
Stela y
Xepa yacían entre los cubos y el arbusto empapadas en sangre. Nunca habría
pensado que del cuerpo de un perro pudiera manar tanta sangre. Me entraron
temblores. Y después un mareo. De no haber visto con mis propios ojos aquellas
dos perras muertas esa mañana, no habría creído que desfallecería ante la
sangre de un animal. Pero vi con mis propios ojos a las dos perras muertas, con
la boca abierta, los ojos desorbitados de terror, los orificios sanguinolentos
en la cabeza y en el cuerpo. Mientras, Xhike seguía allí, petrificada en la
misma posición, mirando al cielo. Y todo el tiempo rogando y murmurando: «¡Oh,
Dios mío, están rabiosos! ¡Sé misericorde con ellos, oh, Señor!».
No quería
contarle a Linda lo de la muerte de las perras. Ella se conmovería y yo no
quería que se conmoviera. Linda debía estar tranquila, según los cálculos de su
médica pronto empezarían los dolores del parto. Ahora bien, cuando subí, la
encontré junto a la ventana en camisón y solo con un jersey sobre los hombros.
Lo había visto todo, las perras muertas y a la loca mirando hacia el cielo, de
modo que era inútil engañarla.
«Han matado
a las perras de Xhike», le dije con voz temblorosa. No comprendí por qué me
temblaba la voz. Matar a los perros era algo habitual. Con regularidad, a
intervalos determinados, el municipio de la capital emprendía campañas de
exterminio de perros callejeros. Cuanto más crecían en los barrios las montañas
de basura, y estas crecían a diario, tanto mayor era la invasión de chuchos en
todas partes, tanto en la periferia como en el centro. Las crónicas informaban
de mordeduras, algunos periódicos alertaban con aspereza que escaseaban las
vacunas contra la rabia, que no se encontraban ni en los ambulatorios ni en los
hospitales, cuando el riesgo de ser mordido y, en consecuencia, de pillar la
rabia era cada vez mayor. Los cazadores de perros, contratados por el
ayuntamiento, se paseaban durante la noche con rifles o alguna otra arma de
fuego y a los ciudadanos se les avisaba y se les pedía que no dejaran sueltos
en la calle a sus perros domésticos después de las once de la noche. Se
barruntaba que tarde o temprano las perras de Xhike lo pagarían. Pero el furor
municipal anticanino no duraba demasiado. Mientras duraba, Xhike no dejaba a
sus perras sueltas de noche. Después, una vez aplacado el furor municipal,
Stela y Xepa vagaban libremente, sus ladridos se propagaban en la oscuridad y llegaban
lejos, hasta las orejas de los chuchos que seguían vivos, y todo comenzaba de
nuevo.
Normalmente
no me habría afectado la muerte de unos perros. Pero aquella mañana me pareció
un acto monstruoso. Puede que por el dolor que emanaba de la propia Xhike, en
aquella petrificada postura mirando al cielo. Puede que porque Linda, pálida,
se apartó de la ventana y se apoyó contra mí sollozando. Traté de calmarla, al
fin y al cabo solo habían matado a dos perros. Fuimos a la cocina y ella se
sentó pesadamente en una silla, le pregunté qué quería que le preparara y ella
respondió que lo de siempre, algo de leche y un poco de Nutella. Entonces sonó
el timbre del teléfono en el pasillo. Balzak salió de su habitación, levantó el
auricular y a través de la puerta abierta de la cocina me hizo una señal con la
cabeza. Tras la muerte de las perras de Xhike, esta llamada telefónica era el
segundo eslabón del juego que me estaba preparando el destino: al otro lado del
hilo estaba mi jefe. Algo excepcional, pues. Era la primera vez que me
telefoneaba y yo le escuchaba desconcertado. Me rogaba que fuera a trabajar,
con los disparos que se habían oído por toda la ciudad dos de los camareros se
habían asustado y me pedía que sustituyera a uno de ellos. Me quedé con el
auricular en la mano mirando a Balzak. «No me despiertes en plena noche –habría
querido decirle –, déjate de sesiones de Confesión de los Pecados.» Y el
destino continuó jugando conmigo.
Linda me
tranquilizó, dijo que se sentía bien. Podía irme a trabajar y, en caso
necesario, me avisaría. Más que convencerme sus palabras, me engañé a mí mismo,
pero en cuanto franqueé la puerta de casa me arrepentí de haberla dejado sola.
En las escaleras, apoyada contra el pasamanos como un saco abandonado, estaba
Frosina. Cuando pasé a su lado, ella no dijo nada ni se movió. Podía haberme
detenido, decirle algo, manifestarle siquiera formalmente que lo sentía por
ella. No me detuve. Todas mis tentativas de ese género habían fracasado y la
única persona con la que ella aceptaba hablar era con Linda.
Abajo, mis
ojos no se toparon ni con Xhike ni con las perras muertas, alguien las había
retirado de allí. Sobre el trozo de tierra entre los cubos de basura y el
arbusto sólo se distinguían las manchas de sangre, como las huellas de un crimen
que nadie investigaría. Desvié la mirada y me puse a caminar deprisa, cada vez
más deprisa. Una sensación parecida a la del hundimiento en el abismo me
acompañó más adelante, en la calle principal, donde los transeúntes que iban en
mi dirección o en la contraria se apresuraban, se dispersaban y desaparecían en
un espacio gris, donde a causa de los disparos parecía que el apocalipsis
estaba cerca. Gentes que iban y venían aturdidas, ningún coche, ningún autobús,
ningún medio de transporte. Entonces me di cuenta de que los que avanzaban por
mi lado y los que lo hacían por el lado contrario llevaban en las manos bolsas
de formas, colores y tamaños diferentes llenas de alimentos; la gente compraba
en las tiendas lo que encontraba y se llevaba consigo lo que podía. Era
evidente, se preparaban para el apocalipsis.
Pero en un
momento dado moderé el paso. «No tienes nada en común con esos dementes», me
dije, y este razonamiento me tranquilizó. Me paré, eché una mirada alrededor,
estaba a punto de pellizcarme para convencerme de si el panorama que tenía ante
mí era real o un engaño inconsciente que me sumía en visiones apocalípticas. Me
pellizqué la mano de verdad y me hice daño, por lo tanto no era presa de una
ensoñación. Me encontraba en medio de la calle y, para llevar el absurdo al
extremo, en el instante en el que Linda esperaba las últimas señales de
Monaliza de un momento a otro, yo debía presentarme en el Pacífico a sustituir
a uno de los asustados camareros. Yo, el salvador de situaciones abyectas.
La plaza
que hay delante del local estaba llena de coches. Lo que significaba que los
clientes del Pacífico seguían su acostumbrado ritmo. Pude comprobarlo en cuanto
me puse mi uniforme de pingüino: traje y zapatos negros, camisa blanca y
pajarita negra y, con una resplandeciente bandeja en la mano, entré en la sala
de los Periodistas. Les tomé nota y después les serví a todos. Aquel día los
clientes, presos de un ataque de histeria, se inclinaban por las bebidas
fuertes y en altas dosis, sobre todo por el whisky, acompañado o no de café. El
aderezo femenino de las mesas pidió casi lo mismo que el masculino, con la sola
excepción de una de las bellezas. Ella pidió tequila. Mientras me alejaba en
busca de la consumición, mis oídos captaron el comentario: «Hoy quiero
emborracharme, no me iré de aquí hasta emborracharme», y su caballero, un
hombre corpulento, de espeso bigote y pelo negro y rizado, le respondió que sí,
que podía beber cuanto quisiera, que todo le estaba permitido. Me dieron ganas
de preguntarle a la belleza si el ardiente deseo de emborracharse tenía algo
que ver con la muerte, aquella misma mañana, de las perras de Xhike. Y de
preguntarles a los clientes de la sala, presos de un ataque de histeria que
aquel día solo pedían bebidas fuertes y en dosis altas, si también lo suyo
tenía algo que ver con la muerte de las perras de Xhike. Pero no se lo
pregunté. Ninguno de ellos conocía a Xhike la loca ni querían saber nada de
ella y, en el mejor de los casos, si me hubieran pedido explicaciones y me
hubiera explicado, acabarían burlándose. Y existía el peligro de que yo
agarrara una silla y se la estampara en la cabeza. Todo el tiempo tuve deseos
de agarrar una silla y estampársela en la cabeza. Ahora bien, una cosa así
habría complicado mi situación, yo esperaba la llamada de Linda. No podía
dejarme llevar por una distracción como la del deseo de estamparles una silla
en la cabeza a los histéricos clientes del Pacífico.
El ajetreo
continuó casi hasta la hora de cierre del local, antes de la entrada en vigor del
toque de queda. Entonces, me acuerdo bien del detalle, aparecieron en la sala
los sempiternos, el periodista de la barbita que le daba aires de chivo y el
antiguo actor del teatro de aficionados. Cuando ellos llegaron, en la sala solo
quedaban la belleza del tequila y su acompañante.
No puedo
consignar su aparición como un acontecimiento. No tenían nada de particular, a
no ser que a uno de ellos le confería cierta originalidad su jeta de chivo y
que la foto del otro salía a menudo en los periódicos, entre alabanzas de unos
y despiadadas burlas de otros, que le recordaban sus andanzas de antaño con
putas de baja estofa. No pidieron whisky, ni tequila, ni ninguna bebida fuerte
o suave. Jetadechivo colocó su casete ante el antiguo actor y este me hizo una seña
con la mano. Todo comenzó cuando les llevé los cafés. En cuanto me acerqué, el
antiguo actor pronunció las palabras «espada de Damocles». Chocaron contra la
casete de jetadechivo y en lugar de ser absorbidas por esta, rebotaron y
vinieron volando a incrustarse en mi cabeza. Como un clavo oxidado. En ese
momento, el corpulento acompañante de la belleza del tequila, completamente
borracha, la convenció para que se fueran y la ayudó a caminar agarrándola del
brazo: a ella se le iban las piernas. A mí se me iba la cabeza. Y comencé a
repetir mentalmente aquellas torturadoras palabras: «espada de Damocles». Como
una melodía que se hubiese adueñado de mi cerebro y no se me despegara. Sin
duda, el arcaico cortesano, escondido por allí cerca, había lanzado hacia mí la
pareja de halcones.
No se
despegaron de mí ni cuando volví a casa, ya de noche, dándome prisa para que no
me pillara en la calle el toque de queda. Roto de dolor. Y con un mal
presentimiento. Resonó el eco de unos disparos, al principio lejanos. Los disparos
se fueron acercando, el aire vibró y en ese instante los halcones sobre mi
cabeza se asustaron, volaron y se perdieron en la oquedad del cielo. Aproveché
que me había librado de ellos para echar a correr y llegué a casa jadeante.
No entendí
por qué Balzak y Linda, sentados frente al televisor, se rieron. Yo no observé
nada que pudiera ser cosa de risa. No me parecían cosa de risa las imágenes del
canal extranjero que llevaba tiempo ofreciendo la interminable crónica de la
demencia de mis compatriotas, posando ante las cámaras y blandiendo
amenazadoramente sus armas. Hasta que comprendí lo que pasaba. Seguía vestido
de camarero, me había marchado del Pacífico sin cambiarme de ropa. Como un
pingüino huido de los hielos de la Antártida. No pude menos que reírme yo
también, les pedí disculpas y me fui a la habitación a cambiarme.
Ahora, con
mente despejada y fría lógica, todo lo despejado y frío de lo que soy capaz en
tiempos tan apocalípticos como los actuales, sé perfectamente que, aquella
noche, a nadie le dio por reírse por grotesco que fuera mi aspecto. Sonaban
disparos por los cuatro costados y Balzak, de pie, en medio de la sala, se
agarraba la cabeza con las manos. En la pantalla aparecían escenas
surrealistas: grupos de gente en un puerto, hombres con niños en brazos,
mujeres despavoridas que trataban de subirse a un barco. Otros hombres
bestiales, en su mayoría con pasamontañas negros, no las dejaban y las
empujaban con los cañones de sus armas. Después apareció la imagen de un convoy
militar, más tarde la de carros de combate y poco después la de un tanque
volcado en un canal con las orugas al aire.
–Es el fin
–murmuró Balzak.
No tuve muy
claro a qué se refería el viejo amigo de mi padre cuando decía que era el fin.
Ni quería saberlo. Mi única preocupación era Linda. Pero si a mí no me
impresionaban los patéticos gemidos de nuestro benefactor, a Linda la
estremecían. Como la estremecían las imágenes surrealistas de la pantalla del
televisor. Las mismas que a mis ojos pertenecían a un mundo virtual con el que
yo no tenía la menor relación, porque no entendía qué pretendía ese mundo, por
qué se despedazaba a sí mismo con tanta saña y generaba en los demás aquel
absurdo estrés.
Cuando
Linda me dijo que se iba a casa de Frosina, lo relacioné con el absurdo estrés
y no sospeché nada. Me refiero a que, razonando como ahora, con frialdad y
mente despejada, debí preguntarme qué podía querer ella de Frosina a aquellas
horas de la noche, máxime cuando Frosina vagaba por las calles trastornada y
hablando sola. Nunca entenderé por qué Linda, mientras seguíamos frente al
televisor y afuera se oían disparos, se levantó de la forma más natural, dijo
que se iba unos minutos a casa de Frosina y yo me quedé allí plantado, incapaz
de impedírselo. De ese modo el destino culminó su juego de aquel día.
Al
principio se oyó un alarido. Después unos fuertes golpes en la puerta de
entrada. Di un salto con un horrible presentimiento y me precipité al pasillo.
La primera cara que apareció fue la de la vecina de abajo. Lívida. No llegué a
establecer una relación entre el grito, los fuertes golpes, la intensa palidez
de la vecina y su aparición en la puerta con los ojos llenos de pavor. Vi la
puerta entreabierta de la casa de Frosina y comprendí turbiamente que debía de
existir una relación entre la vecina y la puerta entreabierta de la casa de
Frosina. Lo más normal, nada más entrar, habría sido ver a Linda tendida en el
suelo. Pero estaba oscuro y el desvanecimiento de Linda me pasó desapercibido.
Mis ojos se fijaron en otra cosa. Frosina, con los ojos desorbitados, pendía en
el aire en medio del pasillo. A sus pies había tirada una silla y tenía la
cabeza ladeada. Por encima de su cabeza, la cuerda del lazo estaba atada en
alguna parte al techo.
Sobrecogido,
mi mente tardó en establecer otra relación, esta vez entre Frosina la ahorcada
y Linda. No sabría decir si fui yo quien se percató de que Linda estaba en el
suelo sin conocimiento o si fue Balzak. Este, como si hubiera brotado de la
tierra junto a mí, me pidió que le ayudara. Traté de ayudarle. Llevamos a Linda
al dormitorio, la tendimos sobre la cama y de repente la habitación se llenó de
mujeres. Todas las mujeres y muchachas de nuestro edificio se juntaron allí. Oí
a una decir: «Pobrecita, tiene una hemorragia», otra pedía que avisaran a los
padres, que llamaran a su madre. Entonces Balzak me sacó de la habitación. Y me
ordenó que buscara un vehículo. Para llevar a Linda al hospital.
Quería
abalanzarme hacia la habitación, abrirme paso entre el grupo de mujeres,
echarlas. No la dejaban respirar, estaban asfixiando a Linda. En lugar de eso
bajé las escaleras y me encontré a oscuras en plena calle. No sabía qué hacer,
no sabía por qué me encontraba a oscuras en plena calle cuando Linda se había
quedado sola, rodeada de un montón de mujeres que me prohibían acercarme a
ella. Después lo comprendí, debía encontrar un vehículo, lo más rápidamente
posible, y aquel vehículo cabe que estuviera en la parada de taxis. Mis piernas
se pusieron automáticamente en movimiento. Si hubiera mantenido la calma,
habría pensado que, a aquellas horas y bajo el toque de queda, en la parada, en
el mejor de los casos, solo encontraría taxis sin conductor. Pero yo no estaba
en mis cabales, actuaba como un autómata. Y en la parada no encontré ni taxis
ni taxistas. La plaza estaba vacía, como lo estaban las calles. Por todas
partes se abría, tragándote, un cavernoso agujero negro ante la indiferencia
universal. Por los cuatro costados, la furia de las descargas. No pude más,
lancé un alarido. No podía hacer otra cosa que gritar. Atrapado, en aquel
universo vacío, en una pérfida trampa. Impotente. Todo estaba en mi contra, me
cerraba el paso, me saboteaba. El toque de queda, los taxistas desaparecidos,
aquellos seres abyectos que salían de sus agujeros como topos y disparaban al
aire. Y por fin, el cortesano arcaico. Por eso gritaba, de dolor. Por los
bárbaros picotazos de los halcones.
Deambulé
por las calles y en cierto momento decidí volver a casa. Las luces del edificio
estaban apagadas, subí las escaleras envuelto en un silencio sepulcral. Solo oí
ruidos arriba, en la tercera planta. La puerta de la casa de Frosina estaba
abierta. La luz del pasillo, encendida. El cuerpo de la mujer ya no estaba
colgado del techo. Desde el interior llegaban ahogados susurros, lo que
significaba que había gente, pero yo no sentía curiosidad por saber quiénes
eran. Fue al revés. Alguien desde el interior me oyó subir la escalera. En la
puerta abierta de la casa de Frosina apareció la vecina de la planta de abajo.
Con la fisonomía de quien acaba de alzarse de la tumba. Me explicó algo
inesperado. A Linda se la habían llevado al hospital en mi ausencia. Acentuó lo
de mi ausencia. Y yo, de nuevo, no sentí curiosidad por conocer los detalles.
Ni las razones por las que acentuó aquello de mi ausencia. Me lancé como un
loco escaleras abajo.
Algo
después aparece la parte oscura, contradictoria, de la crónica, que tiene que
ver con la compra de la pistola. Era una mañana fría y desapacible con un cielo
gris. De eso estoy seguro. Como estoy seguro de que, cuando se la compré al
gitano, mi estado era normal. Me refiero a que no tenía daños físicos como
señales de golpes en el pecho, en la cara o en la cabeza, de puñetazos, patadas
o palanquetas. Naturalmente, compré la pistola en cuanto me enteré de la muerte
de Linda. Y eso ocurrió aquella misma noche, la que bajé las escaleras como un
loco y yendo de calleja en calleja sumido en la oscuridad, mientras de los
cuatro puntos cardinales brotaban los surtidores de fuego de las balas
trazadoras, y apartándome de las calles principales para no caer en la ratonera
de las patrullas policiales –que en aquellas circunstancias me habrían tomado
por un saqueador de tiendas–, llegué por fin a la maternidad. El embrollo
comienza precisamente aquí.
Aquella
noche la recuerdo en dos variantes, excluyentes entre sí.
Las
variantes se dividen en el instante en que, al salir de la oscuridad de una
calleja, vi a lo lejos el sombrío edificio de la maternidad y me deslicé como
una sombra pegado a la pared tratando de no ser visto. Las precauciones que
tomé para no ser visto eran inútiles. Nadie podía verme, el bulevar estaba
desierto. Junto a la acera, en la entrada al patio, había una furgoneta con las
luces apagadas. Cuando pasé junto a ella no me fijé si había alguien dentro y
ese fue uno de mis errores. Estaba al borde del ataque de nervios y por eso, en
aquellas circunstancias, no me interesaban detalles como si había o no alguien
dentro de la furgoneta con las luces apagadas. Fui directamente a la portería y
llamé fuerte hasta que abrieron la ventanilla y en su recuadro apareció la cara
adormilada de un hombre. Puede que fuera un médico, pero no se lo pregunté.
Poco me importaba lo que pudiera ser aquel individuo de bata blanca que frunció
el ceño en cuanto me vio. Lógico, le había despertado. Pero yo me sentía capaz
de despertar al mundo entero.
El ceñudo
solo aceptó darme información sobre Linda cuando saqué del bolsillo un billete
de cinco mil leks y se los alcancé por la ventanilla. Según él, a la paciente
en cuestión la habían traído al hospital demasiado tarde, como mínimo dos o
tres horas después de producírsele una fuerte hemorragia, provocada por un
repentino desprendimiento de la placenta.
–Es un caso
raro, muy raro –observó–. No sé en qué circunstancias se produjo, pero esa fue
la explicación que los médicos le dieron a sus allegados y, en condiciones
normales, quizá habría podido salvarse. Pero hoy era como si todo estuviera
urdido contra ella bajo mano –bajó la voz–. Incluso, cuando llegó, tampoco
estaba el médico de urgencias, que también se retrasó. Debe comprenderlo, señor
–añadió en tono de disculpa–, se retrasó muy poco, se enfrentó con la muerte
viniendo hacia aquí, bajo una lluvia de balas, para salvar a la pobre chica.
El ceñudo,
con algo más de suavidad, rectificó ligeramente su relato cuando me vio anegado
en llanto.
–No me
malinterprete –dijo–, todos los médicos están aquí, cumpliendo con su deber.
Pero se trataba de traer al mejor, al indispensable en estos casos, que estaba
en su día de descanso. Por lo tanto, el destino de la pobre chica estaba
escrito, no había nada que hacer, todo estaba urdido contra ella bajo mano.
La idea de
matar nació en mi mente cuando el otro formuló la expresión «todo estaba urdido
bajo mano». Me imaginé una mano ensangrentada. Que llevaba urdiendo las cosas
desde hacía tiempo para que acabaran de este modo. Ahora, en vez de llorar,
debía dominarme y tratar de averiguar quién se ocultaba detrás de aquella mano.
Puesto que tenía al ceñudo ante mis narices, le clavé los ojos. Vete a saber
cómo le miraría, porque se azoró y reculó instintivamente. «No –me dije–. Este
sinvergüenza no puede tener mano en esto.» Incluso suponiendo una repentina
reacción letal por mi parte contra aquel individuo que, de manera tan bestial,
fue el primero en comunicarme la muerte de Linda y Monaliza, no habría podido
ejecutar ningún crimen por una simple razón. Iba desarmado, la pistola la
compré al día siguiente por la mañana.
Le di la
espalda al ceñudo y me marché con una idea fija en mente, comprar un arma de
fuego. Después debí de pasar junto a la furgoneta con las luces apagadas. Digo
que debí de pasar porque me acuerdo de su color gris. Después no supe lo que
pasó. Me apresaron unas fuertes manos y me arrastraron hacia el interior de la
furgoneta sin que yo pudiera reaccionar ni lanzar al menos un grito de socorro.
No veía nada en aquella completa oscuridad. Oía el resuello de aquellos sujetos
y sus ahogados insultos, una de mis manos agarró sin querer algo que parecía un
pasamontañas y me golpearon fuerte en la cabeza, en el pecho y en todas partes.
El vehículo arrancó y cuando comenzó a rodar por la calzada, lo último que
pensé fue que adónde me llevarían. Y me hundí en las tinieblas de la
inconsciencia.
De la
autenticidad de esta cadena de sucesos me hace dudar un detalle. Cuando volví
en mí, deslicé la mano bajo la zamarra y toqué el frío metal de la pistola.
Ahora bien, yo aún no la había comprado, por lo tanto, mi secuestro no pudo
producirse esa noche. Debió ocurrir al día siguiente. Esta variante está más
cerca de la verdad y parece mucho más lógica: al día siguiente fue el entierro
de Linda, y al tiempo el de Monaliza, y yo asistí a él de principio a fin en un
estado normal, quiero decir, sin señales de golpes de puñetazos, patadas o
palanquetas. No alcanzo a explicarme esa paradoja. Es el impenetrable misterio
de aquella noche.
Para
establecer lógicamente en el tiempo y en el espacio este último fragmento, debo
aceptar que cuando le volví la espalda al individuo de la bata blanca pasé
realmente junto a la furgoneta, ciertamente de color gris, pero ni me agarró ni
me secuestró nadie. Incluso puede que ni siquiera viera ninguna furgoneta y
que, de calleja en calleja, volviera a casa.
Subiría las
escaleras del bloque como un ladrón, sin querer hacer el menor ruido. Del mismo
modo, giraría la llave en la cerradura y me encerraría en la fría habitación,
solo. Todo esto está dentro de la lógica. No tenía adónde ir salvo a casa. Para
comprar el arma, ya que indudablemente debía comprarla, necesitaba dinero,
dólares a ser posible y su adquisición sería más fácil. Aquellos pocos dólares
que tenía y que guardaba en el cajón de la mesilla de noche junto a la cama, en
la que caí rendido con una sola idea en mente: vengarme. Sin tener muy claro el
objeto de mi venganza. En mi imaginación adquiría la forma de una mano
ensangrentada. Cierto, eso no era suficiente. Debía existir un cúmulo de manos
ensangrentadas en aquella sangrienta estación. Pero para empezar debía adquirir
el arma.
Para
iluminar definitivamente mi crimen y sus motivaciones, creo que tiene interés
otro detalle. En el dormitorio, en la oscuridad y entre las heladas paredes, es
cierto que caí de bruces sobre la cama como un muerto, pero no podría asegurar
que me durmiera. Muy pronto, mientras estaba sobre la cama y el frío me
penetraba hasta la médula de los huesos, sentí la presencia de alguien. Esta
vez se mostró entero, como una estatua de bronce, envuelto en su túnica blanca.
Habría querido abalanzarme sobre él, atenazarle, tirarle por la ventana, pero
no me dio tiempo.
–Te lo
advertí –dijo–. Debió llamarse Damocles. Todos los seres del globo terrestre,
hombres y mujeres, incluso los de sexo indeterminado, los que se comportan a
veces como mujeres y otras como hombres, deberían llevar mi nombre. Nadie se
libra de la espada. A todos les pende sobre la cabeza. Como pende sobre ti. Es
inútil que trates de encontrar la mano ensangrentada. Se recubre de un manto
sagrado y si la tocas quedarás en el sitio hendido por el rayo. Ella te sigue a
todas partes y tú no lo ves. Ella tiene ojos y tú eres ciego. Ella es poderosa,
te puede aplastar como a un gusano. Tú no sabes bajo qué forma puede
aparecerse. Bajo la forma de una mujer hermosa o de alguien con pasamontañas
negro. Bajo la forma de un cuerdo o de un loco. Y en todos los casos el colofón
es el mismo: tu fin.
Vi la
esquela mortuoria de Linda sobre una pared cerca del centro, en el cruce de la
calle de Durrës. Linda me miraba sonriente desde su fotografía y por primera
vez sentí, en el sentido literal de la palabra, lo que había pasado sin llegar
a creérmelo: «Con profundo dolor les comunicamos la prematura muerte de nuestra
querida Linda D. a los 22 años...».
Leí y releí
la esquela cientos de veces: «Con profundo dolor les comunicamos la muerte de
nuestra querida... de nuestra querida...».
Alcé los
ojos al cielo. Por mi honor, me habría aplastado la cabeza contra la pared.
Pero habría resultado una insensatez. Fue por eso, porque me pareció desde
cualquier punto de vista una insensatez, por lo que toqué bajo mi zamarra la
pistola que acababa de comprar el mercadillo de los Gitanos. Fue en ese momento
cuando me puse a darle vueltas a lo que debía hacer a continuación, cuando los
demás lloraban la muerte de Linda y a mí no se me permitía. Me pareció natural
poner las cosas en su sitio. De manera metódica, con sangre fría. Antes de nada
debía esperar al entierro de Linda, y al tiempo de Monaliza, aunque la segunda
no figurara en la esquela mortuoria. Después, tomar una decisión. Según la
esquela, el entierro sería aquel día a las cuatro y media en el cementerio de
Sharra. El sepelio saldría de su casa. En la parte de abajo aparecía la
dirección, es decir, el barrio, la calle, el número del bloque y del portal y
el piso.
Imaginé una
situación surrealista: ¿qué ocurriría si decidiera presentarme en la dirección
indicada donde, en vida de Linda, fui declarado persona non grata –por emplear
un término diplomático–, del mismo modo que lo había sido Linda en casa de mi
padre? «Cierto, cierto...», murmuré. Y me puse a vagar por las aceras.
–Admitamos
que ahora estuviera yendo hacia tu casa –le dije a Linda– para verte en el
ataúd vestida con el traje de novia. Tú no tuviste la satisfacción de vestirte
con un verdadero traje de novia; nadie quiso que te viera vestida de novia, ni
los míos ni los tuyos. Pero solo lo imagino, porque no sé si finalmente los
tuyos aceptarán vestirte de novia en el ataúd... Una pregunta: ¿qué ocurriría
si decidiera presentarme en tu casa? Tengo clara la respuesta. Además voy
armado, he comprado una pistola. Debajo de la zamarra no se nota. Y te confieso
la verdad, me invade una extraña sensación. Como si llevara pantalones de
vaquero, botas herradas, chaqueta india y sombrero con las alas dobladas hacia
arriba y fuese un vaquero de las películas del Oeste norteamericanas. En tal
caso, sería normal que me acercase a tu casa con la osadía y la arrogancia que
caracteriza a esos vaqueros, subiría las escaleras despacio hasta la cuarta
planta donde, según me has dicho, está la vivienda de tu infancia. Si alguien
tratara de impedírmelo, me desharía de él de un tiro, después me desharía de
los demás y así sucesivamente hasta saltarles la tapa de los sesos a todos.
Ahora bien, no estoy vestido de vaquero y en general me faltan la osadía y la
arrogancia necesarias, aunque lleve a la cintura una pistola cargada. Quizá
pudiera presentarme con otro aspecto. Vestido de novio. Yo solo puedo ir a tu
casa vestido de novio. En un ataúd. ¿Qué dices? ¿Me aceptarían como yerno en un
ataúd? Ahora estoy armado, existe la posibilidad de que me vuele la cabeza. No
creo que haya ninguna razón para que continúe en este mundo y, bien mirado, no
tengo claro si la pistola la compré para vengarme o para tener la posibilidad
de reunirme cuanto antes contigo. A eso le estoy dando vueltas, a qué hacer.
Además surge un problema de otra naturaleza. Es terriblemente larga la lista de
aquellos que tienen las manos manchadas con tu sangre. Vivos y muertos. Conocidos
y desconocidos. Próximos y lejanos. Torpes ignorantes y torpes filósofos. De
todas las categorías. No sé si llegaría a ejecutarlos a todos. Aunque quizá
podría comenzar por nuestras familias y castigar en primer lugar a dos
personas. ¿Puedes imaginar quiénes serían los primeros en pagar por tu muerte?
Me hizo
volver en mí una lluvia fina y me di cuenta de que estaba en el centro de la
capital. De creer a las agujas de la esfera de la torre del Reloj, marcaban las
cuatro de la tarde. Lo que evidenciaba que durante todo el tiempo que estuve
deambulando sin rumbo, había estado siguiendo la senda de mis propios pasos. Lo
demostraba el cansancio, lo hecho polvo que estaba. Al seguir la senda de mis
propios pasos, esta me había llevado cada vez más lejos del domicilio infantil
de Linda y ahora, de manera natural, me conducía a la plaza de la parada de
taxis. Debía tomar un taxi. Llegar al cementerio antes que el cortejo
mortuorio.
El taxi, un
Mercedes de color naranja, comenzó a rodar despacio sobre el asfalto,
resbaladizo a causa de las gotas de lluvia. Al llegar al combinado textil,
delante del cementerio, la carretera estaba seca. Cuando el coche penetró en
los caminos del recinto, le pedí al taxista que se detuviera a un lado, junto a
un búnker. Desde allí podía controlar la llegada y los movimientos del cortejo
mortuorio y calcular en qué parcela sería el entierro. El taxista me recordó
que cada minuto de espera contaba. Le tranquilicé, le dije que no se preocupara
y le pedí que se quedara hasta nueva orden. Él encendió un cigarrillo. Y no lo
había terminado cuando apareció el coche fúnebre de color negro. Me pegué al
asiento y me puse a mirar por la ventanilla.
El coche
negro pasó ante mis ojos a cierta velocidad. Se diría que tenía prisa por
soltar su carga: dos ataúdes, uno grande y, sobre él, otro diminuto. Los dos
cubiertos de tela roja. Sin duda, el coche se daba prisa en descargar los
ataúdes con los restos mortales de Linda y Monaliza.
–No debes
llorar –me dije–, ahora no.
Permanecí
pegado al asiento mirando por la ventanilla mientras una larga caravana de
coches y autobuses seguía al coche fúnebre hasta perderse de vista. Después,
los grupos de personas cruzaron hacia la zona de las nuevas parcelas. Le dije
al taxista que me esperara y me bajé del coche.
Comenzó a
caer de nuevo la lluvia fina que había dejado atrás, en la ciudad. Me subí el
cuello de la zamarra. El día estaba oscuro por lo desapacible del tiempo y
pensé que, con el cuello de la zamarra levantado, y sobre todo con aquella
oscuridad y en medio de tantos paraguas negros, podría introducirme entre el
gentío sin ser notado. En aquellas circunstancias no quería llamar la atención.
Y menos, acercarme a la tumba rodeada de familiares que podían reconocerme. No
tenía miedo. Lo único que quería era no interrumpir el entierro. No tenía
derecho a interrumpir el entierro de Linda y Monaliza. Mientras me perdía entre
la gente, me encontré de pronto en medio de un grupo de estudiantes de la
Academia. La lluvia arreciaba, la oscuridad era cada vez mayor. Esperaba no
haber sido reconocido.
Viene a
continuación otro fragmento poco claro que corresponde al confuso final de este
episodio. Y tiene relación con la furgoneta gris. No soy capaz de precisar mis
acciones desde el instante en que me aparté del grupo de estudiantes de la
Academia. Pero pienso que debí alejarme y quedarme por allí, oculto, hasta que
la ceremonia mortuoria llegó a su fin. Tal vez me introduje en uno de los
búnkeres de los alrededores, mirando por la tronera a la espera de que la gente
se marchara. Y a que se marcharan caóticamente después los vehículos. Es
posible que haya sido así. Porque cuando abandoné el búnker, el cementerio
estaba desierto y junto con la lluvia caía la noche.
Encontré
con rapidez la tumba de Linda y Monaliza –las habían enterrado a las dos juntas
en la misma fosa–, cubierta por un montón de coronas de flores. Salté sobre
ella y sobre las coronas. Bajo la lluvia que seguía cayendo silenciosamente.
Como una aflicción celeste. Solo me fui de allí cuando Linda me susurró al
oído. Me dijo que me fuera, que no me mojara.
La obedecí.
Y me acordé del taxi. Había venido en taxi pero no lo veía por ninguna parte.
Solo me quedaba ir a pie hasta el combinado textil, coger allí el autobús u
otro taxi.
No logré
llegar al combinado. Una furgoneta gris con las luces apagadas estaba detenida
a un lado de la carretera. Puesto que recuerdo que era gris, ello quiere decir
que no estaba oscuro del todo. Seguí caminando bajo la lluvia hasta que la tuve
cerca. La furgoneta me esperaba a mí, pero ni siquiera me lo imaginé. Cuando vi
de lejos, bajo la lluvia, aquella furgoneta gris yo no tenía ningún motivo para
pensar que me estuviera esperando a mí. Además, todo ocurrió a la velocidad del
rayo. La puerta de la furgoneta se abrió y sentí que me agarraba una potente
mano. Mojada y manchada de sangre caliente. «Este es el fin –me dije–, mi fin».
Antes de caer en la más absoluta oscuridad, estalló en mi cerebro un
pensamiento reconfortante: partía al reencuentro de Linda.
No fue así.
Abrí los ojos con enorme esfuerzo y no descubrí más que la oscuridad. Una
oscuridad acuosa, en la que estaba suspendido. Y puesto que Linda no se
encontraba allí, quería ir a buscarla por todas partes. Sin éxito, y volví
atrás. Abrí los ojos otra vez con enorme esfuerzo y lo único que descubrí de
nuevo fue la oscuridad. En esta ocasión no estaba suspendido. Esta vez lo tuve
claro, estaba tirado en un charco de agua o en una cuneta.
Mi primer
problema era saber dónde me encontraba y cómo y por qué. No me acordaba de nada.
Mi cerebro estaba vacío, como una esfera hueca, dentro de la cual solo giraba
un nombre: Linda. Yo debía encontrarme con Linda, de ello no cabía duda. Salvo
de eso, no me acordaba en absoluto de lo que había pasado, por qué me
encontraba allí, entre aquella oscuridad acuosa. Tratar de recordar algo se
convertía en un suplicio. Me rendí, renuncié.
En cuanto
renuncié a saber qué era lo que me ocurría, surgió un segundo problema. Debía
moverme, levantarme del charco de agua o de la cuneta llena de agua. Imposible.
Mi cuerpo se había transformado en una masa pétrea, era incapaz de moverme.
Entonces deslicé la mano bajo la zamarra para asegurarme de que la pistola
seguía donde debía estar, sujeta al cinturón de los pantalones.
En cierto
modo me estaba situando en el tiempo y el espacio. Ya era dueño de dos
elementos: la pistola y mi decisión de matar. Lo demás no presentaba interés.
No quería saber ni mi propio nombre. Ni de dónde venía ni adónde iba. Solo
quería una cosa: encontrar el tercer elemento, el objeto concreto de mi
venganza.
Algo más
despejado, conseguí moverme. Y en cuanto me moví, lancé un alarido de los
dolores que sentía. En la cabeza, en los brazos, en el vientre, en las
pantorrillas. Sin poder soportarlo, aullé. No pensé que en aquella oscuridad
acuosa pudiera haber alguien que oyera mi alarido, pero me equivoqué. El otro
se apareció ante mí, al borde de la cuneta, envuelto en su túnica blanca, con
los halcones en el brazo, listos para caer sobre mí a la menor señal. Conseguí
levantarme, salir de la cuneta, hacerle frente.
Llovía. Me
dolía todo. Él me aconsejó que gritara.
–Solo de
ese modo escaparás al dolor –dijo–, pero no al peso de los pecados ni al
castigo de los halcones. Perteneces a una raza predestinada a acabar en el
infierno. Que desconoce la ternura y la piedad. Una reata de locos con los que
da miedo estar, acercarse a ellos, meterlos en casa. Te pagan los servicios
prestados con ingratitud y si los violentas se someten a ti como si fueras un
dios. Están malditos y condenados por su perfidia por los siglos de los siglos,
pues no tienen Dios ni creen en Dios, se odian unos a otros, se desean la
muerte, lo mismo que quieres matar tú. Pero ¿a quién vas a matar tú, cobarde
pusilánime, acaparador de mi pecado eterno? Por lo tanto, suicídate. ¡Hazlo,
venga, no te arrastres como un gusano envalentonándote frente a las sombras de
la noche!
No le dejé
continuar. Saqué la pistola y se la puse en la sien. No se movió, ni tembló.
Únicamente los halcones se precipitaron sobre mi cabeza y comenzaron a
picotearla con sus picos de hierro.
–Estamos
los dos malditos, somos hermanos siameses destinados al infierno.
Escuché
esas palabras y apreté el gatillo, murmurando simultáneamente:
–¡Muere,
Damocles!
El
cortesano de la antigüedad cayó a tierra, sobre el charco de agua, con el cráneo
hendido. Y en aquel instante fui absorbido de nuevo por las tinieblas de la
inconsciencia.
Epílogo
Dice el
profeta Mahoma (que la paz sea con él): «No indaguéis en los secretos del
prójimo y contándolos los difundáis» (hadiz).
Con mi
decisión de hacer público el contenido de la carpeta del difunto R.G. realizo
una acción que, a primera vista, vulneraría ese mandato divino. De ser así, si
estuviera realmente difundiendo el secreto de alguien y máxime el de un muerto,
mi culpa sería muy grave. En tal caso solo me quedaría un camino, pedir perdón.
Un perdón legítimo, basado en otra sentencia del Profeta: «Dios dividió en cien
trozos Su Misericordia. Se quedó con noventa y nueve y uno lo envió a la
tierra. Es precisamente de ese trozo del que las criaturas vivientes extraen el
amor a los semejantes» (hadiz).
A decir
verdad, no espero encontrar el perdón en el trozo de Misericordia reservado a
las criaturas vivientes. Solo espero que, el día del Juicio Final, Dios tome en
consideración mi súplica y me perdone. Ahora bien, el asunto no es ese. Yo no
creo que al hacer público el contenido de la carpeta del difunto R.G. divulgue
sus secretos y, en consecuencia, esté quebrantando el mandato divino. Por otra
parte, de lo que estoy seguro es de quebrantar la fe en las criaturas
vivientes, de quienes, como he dicho, no espero ningún perdón. Ese es el motivo
de estas páginas a modo de epílogo que, de otro modo y con razón, serían
calificadas de innecesarias. Por lo tanto, debo abandonar los espacios
celestiales y bajar a la tierra precisamente en el punto de partida, tres años
atrás.
R.G. volvió
a mi casa hacia mediados de abril. Delgado y pálido. Esta vez barruntó mi
inquietud. Cuando abrí la puerta y lo tuve delante, habría querido decirle:
«Muchacho, lo hecho, hecho está, se acabó. Es el momento de encontrar otra
solución y yo haré lo que esté en mi mano para ayudarte...». Recuerdo que no se
lo dije. Tal vez por su triste aspecto y la amarga sonrisa de su rostro. Tal
vez porque con aquella sonrisa amarga pretendía decirme que había leído mis
pensamientos y me suplicaba que no me inquietara, que no se quedaría mucho
tiempo. «Cada día de permanencia aquí –dijo ahogadamente–, será para mí un
suplicio.»
Salía poco,
solo para dar algún paseo. No tenía ganas de conversar, la presencia de los
otros le molestaba, cuando salíamos juntos y yo encontraba algún conocido, él
se apartaba. Solo con dos personas hacía una excepción, un joven y una chica.
Normalmente venían a buscarlo los domingos por la mañana en un BMW, y lo devolvían
a casa por la tarde. Otras veces se encerraban en su cuarto durante horas. Me
parece que estaría de más añadir otras explicaciones sobre esas personas.
Únicamente formularé una hipótesis: aquellos dos sabían lo que hacía R.G. en
sus meses de soledad y, si no leyeron todo el contenido de la carpeta, deben
haber leído una parte. Me baso en un hecho extraordinario, ocurrido unas dos
semanas después de que el difunto R.G. se diera prisa en abandonar este mundo:
una visita tan sorprendente como imprevista.
Yo estaba
otra vez en la cantina cuando el hijo del vecino del bajo llegó corriendo y me
dijo que junto al portal me esperaba una mujer. Muy guapa, acentuó
significativamente. Me entraron ganas de tirarle de las orejas, aunque no me
mintió. La mujer que me estaba esperando era en verdad muy hermosa. La reconocí
de inmediato. Sin más preámbulos, seguro de que las vecinas del portal me
vigilaban detrás de las cortinas, la invité a subir. No necesité romperme la
mollera para adivinar el motivo de aquella visita porque la otra fue directa al
grano. Quería saber si el difunto R.G. había dejado algo por escrito, «algo que
tenga relación conmigo», dijo en voz baja, sonrojándose y con voz temblorosa, y
yo lo pasé mal, peor que ante el juez de instrucción: a aquel le engañé sin el
menor remordimiento de conciencia, mientras que ante esta mujer joven, esposa
del que fuera mi viejo amigo, me sentía como el ladrón pillado con las manos en
la masa. Mi imaginación voló hacia la pareja de jóvenes del BMW, uno de ellos
se lo podía haber dicho. Pero la inseguridad que mostraba la mujer me hizo
comprender que no sabía nada a ciencia cierta. Y, al final, no insistió
demasiado. De haber insistido, hoy el contenido de la carpeta podría darse por
perdido. Porque, débil como soy ante el sufrimiento femenino, no habría sido
capaz de resistirme a las súplicas de una mujer hermosa y le habría entregado
la carpeta. Se tranquilizaría ella y me tranquilizaría yo. Sin saber que en
aquel momento atravesaba una crisis matrimonial y que su divorcio era cosa de
meses. Como era cosa de meses su partida hacia el Canadá.
Si hubiera
insistido, pues, se habría llevado consigo esta carpeta como prueba de un
secreto que quizá ya no era un secreto. Pero ella no insistió, al parecer no
sabía nada a ciencia cierta. Solo sabía que se iría para siempre. Y sin duda
algo más: el próximo casamiento de su marido. Algunos meses más tarde supe
casualmente de la tercera boda del que fuera mi amigo con una mujer llamada
Anja. Según las murmuraciones, aquel matrimonio, que tanto dio que hablar
porque aún se podían encontrar sobre las paredes las esquelas mortuorias del
hijo, en cierto modo era obligado. Su tercera mujer no se atrevía a salir a la
calle porque estaba a punto de dar a luz. Ella llevaba en su seno un hijo
suyo... Sería inútil decir que nada de todo esto podía pasárseme por la cabeza
aquel día. La inesperada visitante estaba como sobre ascuas, lívida, quizá
arrepentida de haberme venido a buscar, hasta que se levantó, me pidió
disculpas por la molestia: «A veces la gente hace extrañas locuras», dijo en un
tono también extraño, se fue escaleras abajo y jamás volví a verla.
En ese
contexto me atrevo a lanzar la siguiente tesis: el acto de R.G. no puede
calificarse de clásico acto de suicidio en una grave situación psíquica. Se
trata de un acto premeditado y, como tal, me obliga a reconocer que entraña una
serie de consecuencias y, sobre todo, la principal: la carpeta dejada por él no
puede ser considerada como un simple asunto doméstico, y menos como un secreto
doméstico. Es un espejo donde todos los interesados, en absoluto interesados en
su publicación, se verán reflejados bastante fielmente a como verdaderamente
son. Pero a la gente no le gusta la verdad.
Les asusta,
admiten solo la verdad que les conviene. Por eso es probable que el espejo del
difunto R.G. no les guste lo más mínimo y, en ese caso, descargarán su ira
sobre mí.
Así sea.
R.G. deseaba que le sometieran a un proceso en el que de acusado se convirtiera
en acusador. Ahora, en su ausencia y en su nombre, el reto estoy dispuesto a
afrontarlo yo. Convertirme en portavoz de todas sus acusaciones. Transformarme,
como él quería, de acusado en acusador. Para que su alma descanse en paz allá
donde se encuentre.
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