Introducción: La nada es bella
Inaprensibles
para la mayor parte de la gente, para elementos y sectores específicos de la
sociedad de la amenaza, o para los dirigentes. La naturaleza, bajo la forma de
tornados, huracanes, terremotos, inundaciones, incendios descontrolados,
hambrunas y epidemias también puede generar estados de shock y de conmoción.
Shock and Awe: Achieving Rapid Dominance, extraído de la doctrina militar de la guerra
contra Irak 1
Conocí a Jamar Perry en septiembre de
2005, en el gran refugio que la Cruz Roja había organizado en Baton Rouge,
Luisiana. Un grupo de jóvenes miembros de la cienciología repartían,
sonrientes, la cena entre la gente que esperaba en fila, y él era uno de ellos.
Me acababan de llamar la atención por hablar con los evacuados sin un
periodista a mi lado y me estaba esforzando por disimular y mezclarme con el
gentío, una canadiense blanca en medio de un mar de afroamericanos sureños. Me
escabullí hasta la fila, detrás de Perry, y le pedí que hablara conmigo como si
fuéramos amigos de toda la vida, y se avino amablemente.
Nacido y criado en Nueva Orleans, había
pasado una semana fuera de la ciudad inundada. Aparentaba unos diecisiete años,
pero me dijo que tenía veintitrés. Él y su familia habían esperado a los
autobuses de rescate hasta el
último momento. A falta de una evacuación organizada, se habían lanzado al
exterior, bajo un sol abrasador. Finalmente habían terminado allí, en un
inmenso centro de congresos, en donde habitualmente se celebraban las ferias de
la industria farmacéutica y espectáculos de lucha libre como Capital City Carnage.
Ahora, en el centro se apretujaban más de
dos mil camillas y una muchedumbre de gente exhausta y enfadada bajo la
vigilancia de los soldados de la Guardia Nacional, tensos y con los nervios a
flor de piel, recién llegados de Irak.
Ese día corría la voz en el refugio de que
Richard Baker, un destacado congresista republicano de Nueva Orleans, le había
dicho a un grupo de presión: «Por fin hemos limpiado Nueva Orleans de los pisos
de protección oficial. Nosotros no podíamos hacerlo, pero Dios sí». Joseph
Canizaro, uno de los constructores más ricos de Nueva Orleans, también había
expresado una opinión parecida: «Creo que podemos empezar de nuevo, pasando
página. Y en esa página blanca tenemos grandes oportunidades».
Durante toda la semana, por el parlamento
estatal de Luisiana en Baton Rouge habían desfilado grupos de presión, y gente
de toda ralea con influencias y ganas de aprovechar esas grandes oportunidades:
menos impuestos, menos regulaciones, trabajadores con salarios más bajos y «una
ciudad más pequeña y más segura», lo que en la práctica equivalía a eliminar
los proyectos de pisos a precios asequibles y sustituirlos por promociones
urbanísticas. Al escuchar frases y expresiones como «empezar de nuevo» y «pasar
página», casi se le olvidaba a uno el hedor nocivo de los escombros, las mareas
químicas y los restos humanos que se amontonaban a unos pocos kilómetros, en la
autopista.
En el refugio, Jamar no podía pensar en
otra cosa: «Para mí no tiene nada que ver con limpiar la ciudad. Lo que yo veo
es un montón de gente del centro que ha muerto. Personas que no deberían estar
muertas».
Hablaba en voz baja, pero un hombre mayor
que estaba en la cola, delante de nosotros, le oyó y se dio la vuelta como si
le hubieran dado un latigazo: «¿Qué les pasa a esos tipejos de Baton Rouge?
Esto no es una oportunidad. Es una maldita tragedia. ¿Están ciegos o qué?».
Una madre con dos niños intervino: «No,
no están ciegos. Son malvados. Tienen la vista perfectamente sana».
Milton Friedman fue uno de los que vio
oportunidades en las aguas que inundaban Nueva Orleans. Gran gurú del
movimiento en favor del capitalismo de libre mercado fue el responsable de
crear la hoja de ruta de la economía global, contemporánea e hipermóvil en la
que hoy vivimos. A sus noventa y tres años, y a pesar de su delicado estado de
salud, el «tío Miltie», como le llamaban sus seguidores, tuvo fuerzas para
escribir un artículo de opinión en The
Wall Street Journal tres meses después de que los diques se rompieran: «La
mayor parte de las escuelas de Nueva Orleans están en ruinas -observó Friedman-,
al igual que los hogares de los alumnos que asistían a clase. Los niños se ven
obligados a ir a escuelas de otras zonas, y esto es una tragedia. También es
una oportunidad para emprender una reforma radical del sistema educativo».
La idea radical de Friedman consistía en
que, en lugar de gastar una parte de los miles de millones de dólares destinados
a la reconstrucción y la mejora del sistema de educación pública de Nueva
Orleans, el gobierno entregase cheques escolares a las familias, para que éstas
pudieran dirigirse a las escuelas privadas, muchas de las cuales ya obtenían beneficios, y dichas instituciones recibieran
subsidios estatales a cambio de aceptar a los niños en su alumnado.
Era esencial, según indicaba Friedman en
su artículo, que este cambio fundamental no fuera un mero parche sino una
«reforma permanente».
Una red de think tanks y grupos estratégicos de derechas se abalanzaron sobre
la propuesta de Friedman y cayeron sobre la ciudad después de la tormenta. La
administración de George W. Bush apoyó sus planes con decenas de millones de
dólares con el propósito de convertir las escuelas de Nueva Orleans en
«escuelas chárter», es decir, escuelas originalmente creadas y construidas por
el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones privadas según sus
propias reglas. Hay un gran debate en torno a las escuelas chárter en Estados
Unidos, pues muchos padres y madres afroamericanos opinan que son un paso atrás
en el camino de los derechos civiles, que garantizaba una educación igual para
todos los niños. Sin embargo, para Milton Friedman el mismo concepto de sistema
de educación pública apestaba a socialismo. Desde su punto de vista, las únicas
funciones del Estado consistían en la «protección de nuestras libertades,
contra los enemigos del exterior y los del interior: defender la ley y el
orden, garantizar los contratos privados y crear el marco para mercados
competitivos». En otras palabras, policía y soldados; cualquier cosa más allá,
incluyendo una educación gratuita e igualitaria, era una interferencia injusta
en las leyes del mercado.
En brutal contraste con el ritmo glacial
al que se repararon los diques y la red eléctrica de Nueva Orleans, la subasta
del sistema educativo de la ciudad se realizó con precisión y velocidad dignas
de un operativo militar. En menos de diecinueve meses, con la mayoría de los
ciudadanos pobres aún exiliados de sus hogares, las escuelas públicas de Nueva
Orleans fueron sustituidas casi en su totalidad por una red de escuelas chárter
de gestión privada. Antes del huracán Katrina, la junta estatal se ocupaba de
123 escuelas públicas; después, sólo quedaban 4. Antes de la tormenta, Nueva
Orleans contaba con 7 escuelas chárter, y después, 31. Los maestros de la
ciudad solían enorgullecerse de pertenecer a un sindicato fuerte. Tras el
desastre, los contratos de los trabajadores quedaron hechos pedazos, y los
4.700 miembros del sindicato fueron despedidos. Algunos de los
profesores más jóvenes volvieron a trabajar para las escuelas chárter, con
salarios reducidos. La mayoría no recuperaron sus empleos.
Nueva Orleans era, según The New York Times, «el principal
laboratorio de pruebas de la nación para el incremento de las escuelas
chárter», mientras el American Enterprise Institute, un think tank de inspiración friedmaniana, declaraba entusiasmado que
«el Katrina logró en un día [...] lo que los reformadores escolares de Luisiana
no pudieron lograr tras varios años intentándolo». Mientras, los
maestros de escuela, que eran testigos de cómo el dinero destinado a las
víctimas de las inundaciones era desviado de su objetivo original y se
utilizaba para eliminar un sistema público y sustituirlo por otro privado,
tildaban el plan de Friedman de «atraco a la educación».
Estos ataques organizados contra las
instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter
catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de
mercado, reciben un nombre en este libro: «capitalismo del desastre».
La columna de opinión de Friedman sobre
Nueva Orleans terminó siendo su última recomendación sobre políticas públicas:
murió menos de un año después, el 16 de noviembre de 2006, a los noventa y
cuatro años. Puede parecer que la privatización del sistema de educación
pública de una ciudad norteamericana de tamaño medio fue una preocupación
modesta para el hombre considerado el economista más influyente del pasado
medio siglo, entre cuyos discípulos se cuentan varios presidentes
estadounidenses, primeros ministros británicos, oligarcas rusos, ministros de
Finanzas polacos, dictadores del Tercer Mundo, secretarios generales del
Partido Comunista chino, directores del Fondo Monetario Internacional y los
últimos tres jefes de la Reserva Federal. No obstante, su decidida voluntad de
aprovechar la crisis de Nueva Orleáns para instaurar una versión
fundamentalista del capitalismo también fue un adiós extrañamente adecuado para
el profesor de metro cincuenta y ocho y energía sin límites que, en el apogeo
de sus facultades, se describió como «un predicador a la antigua pronunciando
el sermón de los domingos».
Durante más de tres décadas, Friedman y
sus poderosos seguidores habían perfeccionado precisamente la misma estrategia:
esperar a que se produjera una crisis de primer orden o estado de shock, y luego vender al mejor postor
los pedazos de la red estatal a los agentes privados mientras los ciudadanos
aún se recuperaban del trauma, para rápidamente lograr que las «reformas»
fueran permanentes.
En uno de sus ensayos más influyentes,
Friedman articuló el núcleo de la panacea táctica del capitalismo
contemporáneo, lo que yo denomino doctrina del shock. Observó que «sólo una crisis -real o percibida- da lugar a
un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan
a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que ésa ha de ser
nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes,
para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se
vuelve políticamente inevitable». Algunas personas almacenan latas y agua en
caso de desastres o terremotos; los discípulos de Friedman almacenan un montón
de ideas de libre mercado. Y una vez desatada la crisis, el profesor de la
Universidad de Chicago estaba convencido de que era de la mayor importancia
actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes
de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la «tiranía del statu quo». Estimaba que «una nueva
administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios
legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese
período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual». Es una variación
del consejo de Maquiavelo según el cual vale más comunicar de una sola vez «las
malas noticias», y supuso uno de los legados estratégicos más duraderos de
Friedman.
Milton Friedman aprendió lo importante que
era aprovechar una crisis* o estado de shock
a gran escala durante la década de los setenta, cuando fue asesor del
dictador general Augusto Pinochet. Los ciudadanos chilenos no sólo estaban
conmocionados después del violento golpe de Estado de Pinochet, sino que el
país también vivía traumatizado por un proceso de hiperinflación muy agudo.
Friedman le aconsejó a Pinochet que impusiera un paquete de medidas rápidas
para la transformación económica del país: reducciones de impuestos, libre
mercado, privatización de los servicios, recortes en el gasto social y una
liberalización y desregulación generales. Poco a poco, los chilenos vieron cómo
sus escuelas públicas desaparecían para ser reemplazadas por escuelas financiadas
mediante el sistema de cheques escolares.
Se trataba de la transformación
capitalista más extrema que jamás se había llevado a cabo en ningún lugar, y
pronto fue conocida como la revolución de la Escuela de Chicago, pues diversos
integrantes del equipo económico de Pinochet habían estudiado con Friedman en
la Universidad de Chicago. Friedman predijo que la velocidad, la inmediatez y
el alcance de los cambios económicos provocarían una serie de reacciones
psicológicas en la gente que «facilitarían el proceso de ajuste». Acuñó una
fórmula para esta dolorosa táctica: el «tratamiento de choque» económico. Desde
hace varias décadas, siempre que los gobiernos han impuesto programas de libre
mercado de amplio alcance han optado por el tratamiento de choque que incluía
todas las medidas de golpe, también conocido como «terapia de shock».
Pinochet también facilitó el proceso de
ajuste con sus propios tratamientos de choque, llevados a cabo por las
múltiples unidades de tortura del régimen, y demás técnicas de control
infligidas en los cuerpos estremecidos de los que se creía iban a obstaculizar
el camino de la transformación capitalista.
Muchos observadores en Latinoamérica se
dieron cuenta de que existía una conexión directa entre los shocks económicos que empobrecían a
millones de personas y la epidemia de torturas que castigaban a cientos de
miles que creían en una sociedad distinta. Como el escritor uruguayo Eduardo
Gaicano se preguntaba, «¿cómo se mantiene esa desigualdad, si no es mediante
descargas de shocks eléctricos?».
Exactamente treinta años después de que
estas tres distintas metodologías de shock
cayeran sobre el pueblo de Chile, la fórmula resurgió con mayor violencia
en Irak. Primero fue la guerra, diseñada, según los autores del documento de
doctrina militar Shock and Awe, para
«controlar la voluntad del adversario, sus percepciones y su comprensión, y
literalmente lograr que quede impotente para cualquier acción o reacción».
Luego vino la terapia de shock económica,
radical e impuesta por el delegado de la administración estadounidense, cuando
el país aún se encontraba devorado por las llamas. Paul Bremer decretó las
medidas de rigor: privatizaciones masivas, liberalización absoluta del mercado,
un impuesto de tramo fijo del 15 % y un Estado cuyo papel se vio brutalmente
reducido. El ministro de Finanzas provisional de Irak, Alí Abdul-Amir Allawi,
declaró entonces que sus conciudadanos estaban «hartos de ser conejillos de
Indias. El sistema ha sufrido bastantes golpes por el momento, así que no nos hace
ninguna falta una nueva terapia de shock económica».
Cuando los iraquíes se resistieron, los pusieron contra la pared: terminaron en
cárceles, donde sus cuerpos y mentes se enfrentaron a más traumas y shocks, algunos mucho menos metafóricos.
Empecé a investigar la dependencia entre
el libre mercado y el poder del shock hace
cuatro años, al principio de la ocupación de Irak. Después de informar desde
Bagdad acerca de los fallidos intentos de Washington de seguir con sus planes
de terapia de shock, viajé a Sri
Lanka, meses después del catastrófico tsunami
del año 2004. Allí presencié otra versión distinta de las mismas maniobras:
los inversores extranjeros y los donantes internacionales se habían coordinado
para aprovechar la atmósfera de pánico, y habían conseguido que les entregaran
toda la costa tropical.
Los promotores urbanísticos estaban
construyendo grandes centros turísticos a toda velocidad, impidiendo a miles de
pescadores autóctonos que reconstruyeran sus pueblos, antaño situados frente al
mar. «En una cruel broma del destino, la naturaleza ha ofrecido a Sri Lanka una
oportunidad única: de esta terrible tragedia nacerá un destino turístico de
primera clase», anunció el gobierno. Cuando el Katrina destruyó Nueva Orleans,
la red de políticos republicanos, think
tanks y constructores empezaron a hablar de «un nuevo principio» y
atractivas oportunidades; estaba claro que se trataba del nuevo método de las
multinacionales para lograr sus objetivos: aprovechar momentos de trauma
colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas económicas y sociales de
corte radical.
La mayoría de las personas que sobreviven
a una catástrofe de esas características desean precisamente lo contrario de
«un nuevo principio». Quieren salvar todo lo que sea posible y empezar a
reconstruir lo que no ha perecido, lo que aún se tiene en pie. Desean reafirmar
sus lazos con la tierra y los lugares en los que se han formado. «Cuando ayudo
a reconstruir la ciudad, siento que también yo estoy reconstruyéndome»,
afirmaba Cassandra Andrews, residente en la zona de Lower Ninth Ward,
terriblemente asolada durante las inundaciones, mientras seguía limpiando las
ruinas después de la tormenta. Pero a los capitalistas del desastre no les
interesa en absoluto reconstruir el pasado. En Irak, Sri Lanka y Nueva Orleans,
los procesos engañosamente llamados «de reconstrucción» se limitaron a terminar
la labor del desastre original, tirando abajo los restos de las obras,
comunidades y edificios públicos que aún quedaban en pie para luego reemplazarlos
rápidamente con una
especie de Nueva Jerusalén empresarial; todo antes de que las víctimas del
conflicto o del desastre natural fueran capaces de reagruparse y reclamar lo
que les pertenecía.
Mike Battles supo expresarlo mejor: «Para
nosotros, el miedo y el desorden representaban una verdadera promesa». El ex
agente de la CIA de treinta y cuatro años se refería al caos posterior a la
invasión de Irak, y cómo gracias a eso su empresa de seguridad privada, Custer
Battles, desconocida y sin experiencia en el campo, pudo obtener contratos de
servicios otorgados por el gobierno federal por valor de unos 100 millones de
dólares. Sus palabras podrían constituir el eslogan del capitalismo
contemporáneo: el miedo y el desorden como catalizadores
de un nuevo salto hacia delante.
Cuando me puse a investigar sobre la
relación entre los enormes beneficios de las empresas y las grandes
catástrofes, pensé que me hallaba frente a un cambio radical en la forma en que
la «liberalización» de mercados se desarrollaba en todo el mundo.
Durante mi implicación en el movimiento
contra el poder de las empresas que hizo su primera aparición global en Seattle
en 1999, ya había sido testigo de políticas parecidas, que favorecían a las
grandes multinacionales y se imponían en las cumbres de la Organización Mundial
de Comercio, a menudo contra la voluntad de los países desfavorecidos, bajo
amenaza de negarles los préstamos del Fondo Monetario Internacional si se
oponían a ellas. Las tres grandes medidas habituales -privatización,
desregulación gubernamental y recortes en el gasto social- solían ser muy
impopulares entre la gente, pero con el establecimiento de acuerdos firmados y
una parafernalia oficial, al menos se sostenía el pretexto del consentimiento
mutuo entre los gobiernos que negociaban, así como una ilusión de consenso
entre los supuestos expertos. Ahora, el mismo programa ideológico se imponía
mediante las peores condiciones coercitivas posibles: la ocupación militar de
una potencia extranjera después de una invasión, o inmediatamente después de
una catástrofe natural de gran magnitud. Al parecer, los atentados del 11 de
septiembre le habían otorgado luz verde a Washington, y ya no tenían ni que
preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del «libre
mercado y la democracia»: ya podían imponerla mediante el poder militar y su
doctrina de shock y conmoción.
Sin embargo, a medida que avanzaba en la
investigación de cómo este modelo de mercado se había impuesto en todo el
mundo, descubrí que la idea de aprovechar las crisis y los desastres naturales
había sido en realidad el modus operandi clásico
de los seguidores de Milton Friedman desde el principio. Esta forma
fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de catástrofes para
avanzar. Sin duda las crisis y las situaciones de desastre eran cada vez
mayores y más traumáticas, pero lo que sucedía en Irak y Nueva Orleans no era
una invención nueva, derivada de lo sucedido el 11 de septiembre. En verdad,
estos audaces experimentos en el campo de la gestión y aprovechamiento de las
situaciones de crisis eran el punto culminante de tres décadas de firme
seguimiento de la doctrina del shock.
A la luz de esta doctrina, los últimos
treinta y cinco años adquieren un aspecto singular y muy distinto del que nos
han contado. Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables
de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de
regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de
aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e
introducir las «reformas» radicales que habrían de traer ese ansiado libre
mercado. En la Argentina de los años setenta, la sistemática política de
«desapariciones» que la Junta llevó a cabo, eliminando a más de treinta mil
personas, la mayor parte de los cuales activistas de izquierdas, fue parte
esencial de la reforma de la economía que sufrió el país, con la imposición de
las recetas de la Escuela de Chicago; lo mismo sucedió en Chile, donde el
terror fue el cómplice del mismo tipo de metamorfosis económica.
En la China de 1989, la masacre de la
plaza de Tiananmen fue el shock que
desató oleadas de detenciones, más de decenas de miles, las cuales permitieron
al Partido Comunista convertir el país en una zona de exportación al por mayor,
bien surtida de trabajadores demasiado aterrorizados como para exigir ningún
derecho laboral. En la Rusia de 1993, Boris Yeltsin decidió enviar los tanques
al parlamento, y maniobrar para impedir que los líderes de la oposición fueran
un obstáculo para la privatización fulminante que dio lugar a la nueva clase
dirigente del país: los famosos oligarcas.
La guerra de las Malvinas, en 1982,
permitió a Margaret Thatcher superar la crisis de las huelgas de los mineros.
Gracias a la excitación patriótica que recorrió el país como un relámpago, pudo
aplastar la revuelta de los mineros y lanzar
la primera gran marea privatizadora de una democracia occidental. En 1999,
el ataque de la OTAN contra Belgrado permitió que más tarde la antigua
Yugoslavia fuera pasto de rápidas privatizaciones, un objetivo anterior a la
propia guerra. La economía no fue en absoluto la única motivación que desató
estos conflictos, pero en todos y cada uno de los casos, un estado de shock colectivo de primer orden fue el
marco y la antesala para la terapia de shock
económica.
Los traumáticos episodios que «prepararon
el terreno» no siempre han sido de carácter abiertamente violento. En los años
ochenta, en Latinoamérica y África, las crisis a causa de las deudas forzaban a
los países a «privatizarse o morir», como dijo un ex funcionario del FMI.
Devorados por la hiperinflación, y
demasiado endeudados como para negarse a las exigencias que venían de la mano
de los préstamos extranjeros, los gobiernos aceptaban los «tratamientos de
choque» creyendo en la promesa de que les salvarían de mayores desastres.
En Asia, la crisis financiera de 1997 y
1998 -de consecuencias comparables a la Depresión de 1929- bajó los humos de
los denominados Tigres de Asia, abriendo sus mercados en lo que el New York Times describió como «la mayor
liquidación por cierre del mundo». Muchos de estos países eran democráticos,
pero las transformaciones radicales que crearon el «libre mercado» no se
instauraron democráticamente. Más bien al contrario: tal y como lo entendía
Friedman, la atmósfera de crisis a gran escala ofrecía los pretextos necesarios
para desestimar los deseos expresados por los votantes y entregar las riendas del
país a los «tecnócratas» económicos.
Por supuesto, ha habido casos en los que
la adopción de las políticas económicas de libre mercado se ha producido de
forma democrática.
Los políticos han presentado propuestas de
línea dura, y han ganado las elecciones, siendo la presidencia de Ronald Reagan
en Estados Unidos el mejor ejemplo, y la elección en Francia de Nicolás Sarkozy
uno más reciente. En estos casos, no obstante, los cruzados del capitalismo se
enfrentaron a la presión del público, y tuvieron que suavizar y modificar sus
planes radicales, viéndose obligados a aceptar cambios graduales en lugar de
una conversión total. En resumen, el modelo económico de Friedman puede
imponerse parcialmente en democracia, pero para llevar a cabo su verdadera
visión necesita condiciones políticas autoritarias. La doctrina de shock económica necesita, para aplicarse
sin ningún tipo de restricción -como en el Chile de los años setenta, China a
finales de los ochenta, Rusia en los noventa y Estados Unidos tras el 11 de septiembre-,
algún tipo de trauma colectivo adicional, que suspenda temporal o permanente-mente
las reglas del juego democrático. Esta cruzada ideológica nació al calor de los
regímenes dictatoriales de América del Sur, y en los nuevos territorios que ha
conquistado recientemente, como Rusia y China, coexiste con comodidad, y hasta
con provecho, con un liderazgo de puño de hierro.
La Terapia de Shock en casa
La Escuela de Chicago de Friedman se ha
impuesto en todo el mundo desde los años setenta, pero hasta hace poco su
visión jamás se había aplicado totalmente en su país de origen. Ciertamente,
Reagan fue un pionero, pero Estados Unidos aún cuenta con una red de asistencia
y seguridad social, y escuelas públicas a las que los padres se aferran, según
las palabras de Friedman, con «un irracional apego a un sistema socialista».
Cuando los republicanos se
hicieron con el Congreso en 1995, David Frum, canadiense residente en EU
y futuro redactor de discursos para George W. Bush, era uno de los
neoconservadores que pedía una revolución económica de terapia de shock para el país. «Así es como creo
que debería hacerse: en lugar de recortes residuales, un poco por aquí, otro
poco por allá, yo eliminaría trescientos programas en un día, este verano,
todos los cuales cuestan cada uno mil millones de dólares o menos. Quizá no
sean reducciones muy sustanciales, pero vaya si queda claro que las cosas van a
cambiar. Y esto se puede hacer ya».
Frum no pudo llevar a cabo sus
planes domésticos para la terapia de shock
en ese entonces, sobre todo porque no hubo ninguna crisis que preparara el
terreno. Pero eso cambió en 2001.
Cuando se produjeron los atentados del 11
de septiembre, en la Casa Blanca pululaban un buen número de discípulos de
Friedman, incluyendo su gran amigo Donald Rumsfeld.
El equipo de Bush aprovechó la ocasión, el
momento de vértigo colectivo con ávida rapidez. Al contrario de lo que algunos
han afirmado, no fue porque la administración hubiera maquinado lo sucedido,
sino porque las figuras clave del gobierno, veteranos de los anteriores
experimentos del capitalismo del desastre de Latinoamérica y Europa del Este,
formaban parte de un movimiento que reza para que se produzcan las crisis igual
que los granjeros sedientos rezan para que llueva, como los cristianos
apocalípticos rezan para que llegue el Rapto que ha de llevarse a los fieles a
la vera de Jesús. Cuando por fin se desata la tragedia, saben inmediatamente
que ha llegado su momento.
Durante tres décadas, Friedman y sus
discípulos sacaron partido metódicamente de las crisis y los shocks que los demás países sufrían, los
equivalentes extranjeros del 11 de septiembre: el golpe de Pinochet otro 11 de
septiembre, en 1973. Lo que sucedió en el año 2001 fue que una ideología
nacida a la sombra de las universidades norteamericanas y fortalecida en las instituciones
políticas de Washington por fin podía regresar a casa.
Rápidamente, la administración Bush
aprovechó la oportunidad generada por el miedo a los ataques para lanzar la
guerra contra el terror, pero también para garantizar el desarrollo de una industria
exclusivamente dedicada a los beneficios, un nuevo sector en crecimiento que
insufló renovadas fuerzas en la debilitada economía estadounidense. El término
«complejo del capitalismo del desastre» la describe con más precisión; tiene
tentáculos más poderosos y llega más lejos que el complejo industrial-militar
contra el que Dwight Eisenhower lanzó sus advertencias al final de su mandato.
Estamos ante una guerra global cuyos combates se libran en todos los niveles de
las empresas privadas cuya participación se subvenciona con dinero público, y
cuya misión sin fin es la protección del territorio estadounidense a
perpetuidad, al tiempo que debe eliminar todo «mal» exterior. En apenas unos
años, el complejo ha extendido su presencia en el mercado bajo distintas y
cambiantes formas: desde la lucha contra el terrorismo hasta las misiones de
paz internacionales, desde la seguridad municipal hasta la reacción con motivo
de los desastres naturales. El objetivo último de las corporaciones que animan
el centro de este complejo es implantar un modelo de gobierno exclusivamente
orientado a los beneficios (que tan fácilmente avanza en circunstancias extraordinarias) también en el día a día
cotidiano del funcionamiento del Estado; esto es, privatizar el gobierno.
La administración Bush empezó por
subcontratar, sin ningún tipo de debate público, varias de las funciones más
delicadas e intrínsecas del Estado: desde la sanidad para los presos hasta las
sesiones de interrogación de los detenidos, pasando por la «cosecha» y
recopilación de información sobre los ciudadanos. El papel del gobierno en esta
guerra sin fin ya no es el de un gestor que se ocupa de una red de
contratistas, sino el de un inversor capitalista de recursos financieros sin
límite que proporciona el capital inicial para la creación del complejo
empresarial y después se convierte en el principal cliente de sus nuevos
servicios. Basta citar tres datos que demuestran el alcance de la
transformación: en 2003, el gobierno estadounidense otorgó 3.512 contratos a
empresas privadas en concepto de servicios de seguridad. Durante un período de
veintidós meses hasta agosto de 2006, el Departamento de Seguridad Nacional
había emitido más de 115.000 contratos similares. La «industria de la seguridad
interior» -hasta el año 2001 económicamente insignificante- se había convertido
en un sector que facturaba más de 200.000 millones de dólares. En
2006, el gasto del gobierno de Estados Unidos en seguridad interior ascendía a
una media de 545 dólares por cada familia.
Y eso si hablamos únicamente del frente
nacional de la guerra contra el terror; las fortunas se ganan luchando en el
extranjero. Sin contar los fabricantes de armas, cuyos beneficios se han
disparado gracias a la guerra en Irak, el mantenimiento del ejército estadounidense
es uno de los sectores de servicios que más ha crecido en el mundo entero.
«Jamás se ha librado una guerra entre dos
países que tengan un McDonald's en su territorio», afirmó sin rubor el
columnista Thomas Friedman en el New York
Times en diciembre de 1996. No solamente se puso de manifiesto su error dos
años más tarde, sino que gracias al modelo de beneficios militares, ahora el
ejército norteamericano va a la guerra con Burger King y Pizza Hut, puesto que
los contrata para hacerse cargo de las franquicias que han de alimentar a los
soldados en sus bases militares desde Irak hasta la «miniciudad» de la bahía de
Guantánamo.
Luego, el sector de las ayudas
humanitarias y la reconstrucción de las zonas declaradas catastróficas. Irak
también constituyó una experiencia piloto, y la reconstrucción orientada a los
beneficios ya se ha convertido en el nuevo paradigma global, sin importar si la
destrucción original procedía de los tanques de una guerra preventiva, como
sucedió con los ataques de Israel contra el Líbano en 2006, o de la furia de un
huracán. La escasez de recursos y el cambio climático han abierto la puerta a
una avalancha de nuevos desastres naturales, un desfilar permanente de
apetitosas oportunidades de negocio: la ayuda humanitaria es un mercado
emergente demasiado tentador como para dejarlo en manos de las organizaciones no
gubernamentales.
¿Por qué debe ser UNICEF la encargada de
la reconstrucción de las escuelas cuando puede hacerlo Bechtel, una de las empresas
constructoras más grandes de Estados Unidos?
¿Por qué recolocar a la gente sin hogar
del Misisipi en apartamentos vacíos subvencionados por el Estado cuando los
pueden alojar en cruceros de las líneas Carnival?
¿Para qué enviar tropas de pacificación de
la ONU a Darfur cuando empresas privadas como Blackwater andan a la caza y
captura de nuevos clientes?
Y ahí radica la diferencia tras el 11 de
septiembre: antes, las guerras y los desastres ofrecían oportunidades para una
pequeña parte de la economía, como los fabricantes de aviones de combate, por
ejemplo, o las empresas constructoras que reparaban los puentes
bombardeados
El principal papel económico de las
guerras consistía en abrir nuevos mercados que permanecían cerrados y en
generar largas épocas de crecimiento durante la posguerra. Ahora, la respuesta
y las medidas de reacción frente a guerras y desastres han alcanzado tan alto
grado de privatización que constituyen un nuevo mercado en sí mismas: no es
necesario esperar a que termine la guerra para que empiece el desarrollo
económico. El medio es el mensaje.
Una de las ventajas más claras de este enfoque
posmoderno es que, en términos de mercado, no puede fallar. Como decía un
analista de mercado acerca de un trimestre con unos resultados financieros
excepcionalmente buenos para la empresa de servicios energéticos Halliburton:
«Irak fue mejor de lo que esperábamos». Eso fue en octubre de 2006, en aquel
entonces el mes más cruento de la guerra, con más de 3.709 bajas de civiles
iraquíes. Pero pocos accionistas podían quejarse de una guerra que había
generado más de 20.000 millones de dólares de ingresos para una única empresa.
Entre el tráfico de armas, la
privatización de los ejércitos, la industria de la reconstrucción humanitaria y
la seguridad interior, el resultado de la terapia de shock tutelada por la administración Bush después de los atentados es,
en realidad, una nueva economía plenamente articulada. Nació en la era Bush,
pero existe independientemente de una administración concreta y seguirá
funcionando entre los intersticios del sistema hasta que la ideología
supremacista y empresarial que la propulsa quede en evidencia, aislada y en
entredicho. El complejo empresarial está en manos de multinacionales
estadounidenses, pero su naturaleza es global: las compañías británicas aportan
su experiencia con una red de ubicuas cámaras de seguridad, las empresas
israelíes su pericia en la construcción de vallas y muros de última tecnología,
la industria maderera canadiense vende casas prefabricadas que son diez veces
más caras que las del mercado local, y así podríamos seguir indefinidamente.
«No creo que nadie se haya planteado la industria de la reconstrucción tras los
desastres naturales como un mercado inmobiliario hasta ahora», afirmó Ken
Baker, presidente de un grupo de industriales madereros de Canadá. «Es una
estrategia que nos permitirá diversificarnos a largo plazo».
En cuanto a su escala, el complejo
empresarial surgido del capitalismo del desastre está en pie de igualdad con
los «mercados emergentes» y el auge de las tecnologías de la información que
tuvieron lugar en los años noventa. De hecho, las fuentes consultadas afirman
que las cifras barajadas son mucho más altas que entonces, y que la «burbuja de
la seguridad» inyectó vida en el mercado cuando el negocio de Internet empezó a
flaquear. Junto con los grandes beneficios de la industria de los seguros (se
cree que alcanzaron un récord de 60.000 millones de dólares en el año 2006,
sólo en Estados Unidos), así como los excelentes resultados de las compañías
petrolíferas (que crecen con cada nueva crisis), la economía del desastre quizá
haya salvado al mercado mundial de la tremenda recesión que amenazaba con
desatarse en la víspera de los atentados de 2001.
Un problema recurrente se presenta cuando
tratamos de relatar la historia de la cruzada ideológica que ha
desembocado en la privatización radical de la guerra y del desastre: la
ideología cambia continuamente de forma, de nombres y de identidades. Friedman
se consideraba un «liberal», pero sus discípulos estadounidenses, que
relacionaban el liberalismo
con elevados impuestos y hippies, tendieron
a
identificarse como «conservadores», «economistas clásicos»,
«defensores del libre mercado», y más tarde, seguidores de las «reaganomics» [Reaganomics:
término que combina economics (economía) y el nombre del presidente Ronald Reagan.
Describe la política económica que éste llevó a cabo durante su mandato. (N. de la T.)] o del «laissez-faire». En la mayor parte del
mundo, son conocidos como neoliberales, pero a menudo se utilizan los términos
«libre mercado» o, sencillamente, «globalización».
Únicamente desde mediados de los años
noventa, este movimiento intelectual dirigido por los think tanks de extrema derecha con los que Friedman trabajó durante
varios años -como Heritage Foundation, Cato Institute o American Enterprise
Institute- empezó a autodenominarse «neoconservador», un enfoque que ha
enrolado toda la potencia del ejército y de la maquinaria militar al servicio
de los propósitos del conglomerado empresarial.
Todas estas reencarnaciones comparten un
compromiso para con una trinidad política: la eliminación del rol público del
Estado, la absoluta libertad de movimientos de las empresas y un
gasto social prácticamente nulo. Pero ninguna de las múltiples nomenclaturas
que esta ideología ha recibido parece suficientemente adecuada. Friedman
declaró que su propuesta era un intento de liberar al mercado de la tenaza
estatal, pero el historial de los distintos experimentos económicos que se han
llevado a cabo nos muestra una realización muy distinta de su visión de
purista. En todos los países en que se han aplicado las recetas económicas de
la Escuela de Chicago durante las tres últimas décadas, se detecta la
emergencia de una alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política
compuesta por miembros enriquecidos; una combinación que acumula un inmenso
poder, con líneas divisorias confusas entre ambos grupos. En Rusia, los
empresarios multimillonarios que forman parte del juego de alianzas reciben el
nombre de «oligarcas»; en China, los «príncipes»; en Chile, «los pirañas»; y en
Estados Unidos, los «pioneros» de la campaña Bush-Cheney.
En lugar de liberar al mercado del Estado,
estas élites políticas y empresariales sencillamente se han fusionado,
intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse de los preciados
recursos que anteriormente eran públicos, desde los campos petrolíferos de
Rusia, pasando por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de
reconstrucción otorgados para Irak.
El término más preciso para definir un
sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es
liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales
características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la
propiedad privada -a menudo acompañada de un
creciente endeudamiento-, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los
pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en
blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la
burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de
organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas las obvias desventajas
que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los
beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista
es que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (de nuevo, organizado
mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y
las grandes empresas), encarcelamientos en masa, reducción de las libertades
civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura.
La Tortura como Metáfora
De Chile a Irak, la tortura ha sido el socio
silencioso de la cruzada por la libertad de mercado global. Pero la tortura es
más que una herramienta empleada para imponer reglas no deseadas a una
población rebelde. También es una metáfora de la lógica subyacente en la
doctrina del shock.
La tortura, o por utilizar el lenguaje de
la CIA, los «interrogatorios coercitivos», es un conjunto de técnicas diseñado
para colocar al prisionero en un estado de profunda desorientación y shock, con el fin de obligarle a hacer
concesiones contra su voluntad. La lógica que anima el método se describe en
dos manuales de la CIA que fueron desclasificados a finales de los años
noventa. En ellos se explica que la forma adecuada para quebrar «las fuentes
que se resisten a cooperar» consiste en crear una ruptura violenta entre los
prisioneros y su capacidad para explicarse y entender el mundo que les rodea.
Primero, se priva de cualquier alimentación de los sentidos (con capuchas,
tapones para los oídos, cadenas y aislamiento total), luego el cuerpo es
bombardeado con una estimulación arrolladora (luces estroboscópicas, música a
toda potencia, palizas y descargas eléctricas).
En esta etapa, se «prepara el terreno» y
el objetivo es provocar una especie de huracán mental: los prisioneros caen en
un estado de regresión y de terror tal que no pueden pensar racionalmente ni
proteger sus intereses. En ese estado de shock,
la mayoría de los prisioneros entregan a sus interrogadores todo lo que
éstos desean: información, confesiones de culpabilidad, la renuncia a sus anteriores
creencias. Uno de los manuales de la CIA ofrece una explicación particularmente
sucinta: «Se produce un intervalo, que puede ser extremadamente breve,
de animación suspendida, una especie de shock
o parálisis psicológica.
Esto se debe a una experiencia traumática
o subtraumática que hace estallar, por así decirlo, el mundo que al individuo
le es familiar, así como su propia imagen dentro de ese mundo. Los
interrogadores experimentados saben reconocer ese momento de ruptura y saben
también que en ese intervalo la fuente se mostrará más abierta a las
sugerencias, y es más probable que coopere, que durante la etapa anterior al shock».
La doctrina del shock reproduce este proceso paso a paso, en su intento de lograr a
escala masiva lo que la tortura obtiene de un individuo en la sala de
interrogatorios. El ejemplo más claro fue el shock del 11 de septiembre, día en el cual para millones de
personas el «mundo que les era familiar» estalló en mil pedazos, y dio paso a
un período de profunda desorientación y regresión que la administración Bush
supo explotar con pericia. De repente, nos encontramos viviendo en una especie
de Año Cero, en el cual todo lo que sabíamos podía desecharse despectivamente
con la etiqueta de «antes del 11-S». Aunque la historia jamás había sido
nuestro fuerte, Norteamérica se había convertido en una tabla rasa, una
verdadera «página en blanco» sobre la cual se podían «escribir las palabras más
nuevas y más hermosas», como Mao le decía a su pueblo. Un nuevo ejército de
especialistas se materializó rápidamente para escribir nuevas y hermosas
palabras sobre el tapiz receptivo de nuestra conciencia postraumática: «choque
de civilizaciones», grabaron. «Eje del mal», «fascismo islámico», «seguridad
nacional». Con el mundo preocupado y absorto por las nuevas y mortíferas
guerras culturales, la administración Bush pudo lograr lo que antes del 11 de
septiembre apenas había soñado: librar guerras
privadas en el extranjero y construir un conglomerado empresarial de
seguridad en territorio estadounidense
Así funciona la doctrina del shock: el desastre original - llámese
golpe, ataque terrorista, colapso del mercado, guerra, tsunami o huracán- lleva a la población de un país a un estado de shock colectivo. Las bombas, los
estallidos de terror, los vientos ululantes preparan el terreno para quebrar la
voluntad de las sociedades tanto como la música a toda potencia y las lluvias
de golpes someten a los prisioneros en sus celdas. Como el aterrorizado preso
que confiesa los nombres de sus camaradas y reniega de su fe, las sociedades en
estado de shock a menudo renuncian a
valores que de otro modo defenderían con entereza. Jamar Perry y sus compañeros
de evacuación en el refugio de Baton Rouge tuvieron que sacrificar los pisos de
protección oficial y las escuelas públicas. Después del tsunami, los pescadores de Sri Lanka tenían que abandonar su
valiosa tierra frente al mar y cederla a los constructores de hoteles. Los
iraquíes, si todo iba según lo planeado, tenían que caer en tal estado de shock que cederían el control de sus
reservas petrolíferas, sus compañías estatales, y toda su soberanía nacional al
ejército estadounidense y sus bases militares y zonas verdes.
La Gran mentira
En el torrente de artículos escritos en el
panegírico de Milton Friedman, apenas se mencionó el papel de los sbocks y las crisis que tanto habían
contribuido a difundir su modelo económico. En vez de eso, el fallecimiento del
economista se convirtió en una ocasión perfecta para reescribir la historia
oficial: de cómo su propuesta de capitalismo radical se había convertido en la
ortodoxia del gobierno en prácticamente todos los rincones del globo. Es un
cuento de hadas, libre de toda violencia e imposición que tan íntimamente
ligadas van en esta cruzada, y representa el golpe propagandístico más exitoso
de las últimas tres décadas. El cuento empieza así.
Friedman dedicó su vida a una pacífica
lucha de ideas contra los que creían que los gobiernos tienen la
responsabilidad de intervenir en el mercado para suavizar su dureza. Él estaba
convencido de que la historia se había «equivocado de vía» cuando los políticos
empezaron a prestar atención a John Maynard Keynes, el arquitecto intelectual
del New Deal y del moderno Estado del bienestar. El hundimiento del mercado en 1929
había establecido un consenso general: el laissez-faire
había fallado y los gobiernos debían intervenir en la economía para
redistribuir la riqueza y fijar un marco de regulación empresarial. Durante esa
etapa oscura para el libre mercado, cuando el comunismo conquistaba el Este, y
mientras Occidente se entregaba al Estado del bienestar y el nacionalismo
económico arraigaba en el Sur poscolonial, Friedman y su mentor, Friedrich
Hayek, protegían con suma paciencia la llama del capitalismo en estado puro,
sin empañarse por los intentos keynesianos para crear riquezas colectivas que
fueran la base de una sociedad más justa.
«En mi opinión, el mayor error -escribió
Friedman a Pinochet en 1975- consiste en creer que es posible hacer el bien con
el dinero de los demás.» Pocos escuchaban; la mayoría de la gente insistía en
que sus gobiernos podían y debían hacer el bien. Friedman fue descrito por la
revista Time en 1969 en términos
despectivos: «un duende o un pesado», y era reverenciado como profeta de una
selecta minoría.
Por fin, tras décadas exiliado en la
jungla intelectual, llegaron los años ochenta y los gobiernos de Margaret
Thatcher (que llamó a Friedman un «luchador por la libertad intelectual») y de
Ronald Reagan (que fue visto con un ejemplar de Capitalismo y libertad, el manifiesto de Friedman, durante su
campaña presidencial). Aquellos líderes políticos sí tuvieron el valor de
implementar una absoluta liberalización del mercado en el mundo real. Según la
historia oficial, después de que Reagan y Thatcher liberaran democrática y
pacíficamente sus respectivos mercados, la libertad y la prosperidad
subsiguientes fueron tan obviamente deseables que cuando las dictaduras cayeron
una tras otra, desde Manila a Berlín, las masas voceaban para que las reaganomics se instalaran en sus
puertas, junto con sus Big Macs.
Cuando la Unión Soviética por fin se
derrumbó, la gente del «imperio del mal» también estaba ansiosa por unirse a la
revolución friedmanita, al igual que los comunistas reconvertidos en
capitalistas de China. Eso quería decir que no existía ningún obstáculo para
construir un verdadero libre mercado global, en el cual las empresas no sólo
gozaran de libertad absoluta en sus países de origen, sino que también pudieran
cruzar las fronteras sin burocracias ni impedimentos, desatando la prosperidad
allá donde fueran. Existían dos grandes reglas acerca de cómo debían ser las
sociedades: había que celebrar elecciones para votar a nuestros políticos, y
las economías debían aplicar el modelo de Friedman.
Fue, como Francis Fukuyama lo bautizó, «el
fin de la historia», «el punto final de la evolución ideológica de la
humanidad». La revista Fortune, en su
tributo a Friedman, escribió que «navegó con la marea de la historia»; se
aprobó una resolución en el Congreso alabándolo como «uno de los defensores más
destacados de la libertad en todo el mundo, no sólo en el campo de la economía
sino en todos los aspectos»; el gobernador de California, Arnold
Schwarzenegger, declaró que el 29 de enero de 2007 sería el Día de Milton
Friedman en todo el estado, y varias ciudades y pueblos imitaron su gesto. Un
titular en The Wall Street Journal ofrecía
una cápsula de ordenada información: «El hombre de la libertad».
Este libro es un desafío contra la
afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial: que el triunfo del
capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado va de la mano
de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta forma fundamentalista
del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la
violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo así como en
innumerables cuerpos individuales. La historia del libre mercado contemporáneo -el
auge del corporativismo, en realidad- ha sido escrita con letras de shock.
Hay mucho en juego. La alianza
corporativista está cerca de conquistar su última frontera: los mercados y las
economías del petróleo del mundo árabe, hasta ahora cerrados, y sectores de las
economías occidentales que llevan tiempo protegidos de la regla de los
beneficios, incluyendo la respuesta ante los desastres naturales y los
ejércitos. Puesto que ni siquiera se pretende buscar el consenso público para
privatizar funciones tan esenciales, ni en el frente doméstico ni en el
extranjero, es necesario convocar a los jinetes de la violencia creciente y de
catástrofes aún mayores para alcanzar dichos objetivos. Paradójicamente, como
el papel decisivo de los shocks y las
crisis ha sido expurgado tan eficientemente del historial del auge del libre
mercado, las tácticas extremas desplegadas en Irak y Nueva Orleans a menudo se
tachan de prácticas incompetentes o de amiguismo por parte de la Casa Blanca de
Bush. En realidad, las hazañas de Bush son una mera punta del iceberg creado,
una diminuta porción de una campaña monstruosamente violenta que lleva en pie
de guerra cincuenta años para lograr la absoluta liberalización del mercado.
Cualquier intento de responsabilizar a
determinadas ideologías por los crímenes cometidos por sus seguidores debe
plantearse con absoluta prudencia. Es demasiado fácil afirmar que la gente con
la que no estamos de acuerdo no sólo se equivoca, sino que también son tiranos,
fascistas y genocidas. Pero también es cierto que algunas ideologías
constituyen un peligro para la sociedad, y que deben ser identificadas como
tales.
Me refiero a las doctrinas
fundamentalistas y reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de
creencias. Sus seguidores deploran la diversidad y exigen mano libre para poner
en marcha su sistema perfecto. El mundo tal y como es debe ser destruido, para
que su pura visión pueda crecer y desarrollarse debidamente. Arraigada en las
fantasías bíblicas de grandes inundaciones y fuegos místicos, esta lógica lleva
ineludiblemente a la violencia. Las ideologías peligrosas son las que ansían
esa tabla rasa imposible, que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de
cataclismo.
Generalmente, los sistemas que claman por
la eliminación de pueblos y culturas enteros con el fin de satisfacer una
visión pura del mundo son aquellos que profesan una extrema religiosidad y que
propugnan la segregación racial. Pero desde el colapso de la Unión Soviética,
se ha producido un reconocimiento histórico de los grandes crímenes cometidos
en nombre del comunismo. Los sótanos de las agencias de información soviéticas
han abierto sus puertas a investigadores que se han apresurado a contar el
número de muertos en hambrunas, campamentos de trabajos forzados y asesinatos.
El proceso ha generado un fuerte debate en todo el mundo respecto al papel de
la ideología que había detrás de estas atrocidades, y hasta qué punto ésta es
responsable de aquéllas, o bien si la distorsión del sistema se debe a que tuvo
líderes como Stalin, Ceaucescu, Mao o Pol Pot.
«Fue el comunismo de carne y hueso el que
impuso la represión en masa, que terminó creando un reinado del terror
estatal», escribe Stéphane Courtois, coautor del polémico El libro negro del comunismo. «¿Podemos decir que la ideología no
tiene la culpa?» Por supuesto que no. Pero tampoco se puede deducir que todas
las formas de comunismo sean intrínsecamente genocidas, corno se ha dicho con
total desparpajo. Ciertamente fueron interpretaciones doctrinales y
dictatoriales de la teoría comunista que despreciaban la pluralidad las que
llevaron a las ejecuciones masivas de Stalin y a los campos de reeducación de
Mao. La dictadura comunista está, como debe ser, por siempre empañada por esos
experimentos en sociedades reales.
¿Y qué hay de la cruzada contemporánea en
pro de la libertad de los mercados mundiales? Los golpes
de Estado, las guerras y las matanzas que han instaurado y apoyado regímenes
afines a las empresas jamás han sido tachados de crímenes capitalistas, sino
que en lugar de eso se han considerado frutos del excesivo celo de los
dictadores, como sucedió con los frentes abiertos durante la Guerra Fría y la
actual guerra contra el terror.
Si los adversarios más comprometidos
contra el modelo económico corporativista desaparecen sistemáticamente, ya sea
en la Argentina de los años setenta o en el Irak de hoy en día, esa labor de
supresión se achaca a la guerra sucia contra el comunismo o el terrorismo.
Prácticamente jamás se alude a la lucha para
la instauración del capitalismo en estado puro.
No estoy afirmando que todas las formas de
la economía de mercado son violentas de por sí. Es perfectamente posible poseer
una economía de mercado que no exija tamaña brutalidad ni pida un nivel tan
prístino de ideología pura. Un mercado libre, con una oferta de productos
determinada, puede coexistir con un sistema de sanidad pública, escolarización
para todos y una gran porción de la economía -como por ejemplo una compañía
petrolífera nacionalizada- en manos del Estado. También es posible pedirles a
las empresas que paguen sueldos decentes, que respeten el derecho de los
trabajadores a formar sindicatos, y solicitar a los gobiernos que actúen como
agentes de redistribución de la riqueza mediante los impuestos y las
subvenciones, con el fin de reducir al máximo las agudas desigualdades que
caracterizan al Estado corporativista. Los mercados no tienen por qué ser
fundamentalistas.
Keynes propuso exactamente esta
combinación de economía regulada y mixta después de la Gran Depresión, una
revolución en las políticas públicas que dio lugar al New Deal y a
transformaciones parecidas en todo el mundo. Era exactamente el sistema de
compromisos, equilibrios y controles que la contrarrevolución de Friedman se
dispuso a desmantelar metódicamente en todo el mundo. Bajo este prisma, la
Escuela de Chicago y su modelo de capitalismo tienen algo en común con otras
ideologías peligrosas: el deseo básico por alcanzar una pureza ideal, una tabla
rasa sobre la que construir una sociedad modélica y recreada para la ocasión.
Esta ansia por los poderes casi divinos de
una creación total explica precisamente la razón por la que los ideólogos del
libre mercado se sienten tan atraídos por las crisis y las catástrofes. La
realidad no apocalíptica no es muy hospitalaria para con sus ambiciones,
sencillamente. Durante más de treinta y cinco años, el motor de la
contrarrevolución de Friedman ha sido la singular atracción hacia un tipo de libertad
de maniobra y posibilidades que sólo se da en situaciones de cambio
cataclísmico. Cuando las personas, con sus tozudas costumbres e insistentes
demandas, estallan en mil pedazos; momentos en los que la democracia parece una
imposibilidad práctica.
Los creyentes de la doctrina del shock están convencidos de que solamente
una gran ruptura -como una inundación, una guerra o un ataque terrorista- puede
generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían. En esos
períodos maleables, cuando no tenemos un norte psicológico y estamos
físicamente exiliados de nuestros hogares, los artistas de lo real sumergen sus
manos en la materia dócil y dan principio a su labor de remodelación del mundo.
Primera
parte
Los dos ingenieros del shock investigación y desarrollo
Os exprimiremos hasta la saciedad,
y luego os llenaremos con nuestra propia esencia. George Orwell, 1984
La
Revolución Industrial sólo fue el principio de la revolución más extrema y
radical que jamás inflamó la mente de los sectarios, pero los problemas se
podían solucionar, con una cantidad ilimitada de bienes materiales. Karl Polanyi, La
gran transformación.
Capítulo 1
EL Laboratorio de la tortura
Ewen Cameron, la CIA y la maníaca
obsesión por erradicar y recrear la mente humana
Sus mentes son como tablas rasas
sobre las que nosotros podemos escribir.
Doctor Cyril
J. C. Kennedy y Doctor David Anchel
sobre los beneficios de la terapia de electroshocks, 1948.
Fui al matadero para observar lo
que llamaban «matanza eléctrica» y vi que fijaban grandes tenazas metálicas en
las sienes de los cerdos, cuyos extremos estaban conectados a una corriente
eléctrica de 125 voltios. En cuanto los cerdos tocaban las tenazas, caían
inconscientes, se ponían rígidos y al cabo de unos segundos empezaban a
convulsionarse como hacían nuestros perros cobayas. Durante este período de
inconsciencia (coma epiléptico) el carnicero mataba y sangraba a los animales
sin dificultad alguna.
Ugo Cerletti, psiquiatra, acerca
de su «invención» de la terapia de electroshock,
en 1954.
«Ya no hablo con periodistas», dijo la voz
tensa que se oía al otro lado del hilo telefónico. Y luego una diminuta ventana
de esperanza: «¿Qué quiere?».
Me doy cuenta de que tengo unos veinte
segundos para convencerla, y no será fácil. ¿Cómo puedo explicarle a Gail
Kastner lo que quiero de ella, el viaje que me ha llevado a llamar a su puerta?
La verdad suena tan extraña: «Estoy
escribiendo un libro sobre el shock. Y
sobre los países que sufren shocks: guerras,
atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo
vuelven a ser víctimas del shock a
manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación
frutos del primer shock para
implantar una terapia de shock económica.
Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se
les aplica un tercer shock si es
necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e
interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de
las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Usted fue víctima de los experimentos clandestinos de la
CIA con electroshocks y otras
“técnicas especiales de interrogatorio”. Y por
cierto, creo que los frutos de las investigaciones para las cuales usted fue
una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros de Guantánamo y Abu
Ghraib».
No, desde luego que no puedo decirle eso.
Así que me limito a contestar: «Hace poco estuve en Irak, y trato de entender
el papel que juega allí la tortura. Nos dicen que se trata de obtener
información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de que están
intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los cuerpos de
las personas y volviéndolos a crear desde cero».
Hay una larga pausa, y luego el tono de
voz de la respuesta es distinto. Tenso aún, pero ¿ligeramente aliviado? «Lo que
acaba de decir es exactamente lo mismo que la CIA y Ewen Cameron me hicieron a
mí. Trataron de borrarme y volver a crearme. Pero no funcionó».
En menos de veinticuatro horas,
estoy frente a la puerta del apartamento de Gail Kastner, en un edificio gris y
antiguo en Montreal. «Está abierto», dice con una voz apenas audible. Gail me
había advertido que quitaría el cerrojo de la puerta porque le cuesta
levantarse. Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal, que se vuelven más
dolorosas a medida que la artritis se extiende por su cuerpo. El dolor de
espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres veces que
descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de
su cerebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la
camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, mordeduras en
los labios y dientes rotos.
Gail me saluda desde un sillón acolchado
de color azul. Tiene más de veinte posiciones, me dice más tarde, y las ajusta
continuamente, como un fotógrafo que trata de enfocar la imagen. Pasa los días
echada en ese sillón reclinable, buscando la imposible comodidad, esforzándose
por no dormirse y caer en lo que ella llama «sus sueños eléctricos». Entonces
es cuando vuelve a verle: «él», doctor Ewen Cameron, el psiquiatra fallecido ya
que le administraba las descargas, así como otras torturas, hace tantos años.
«El Monstruo Eminente me visitó dos veces la noche pasada», anuncia en cuanto
entro en el salón. «No quiero que se sienta mal, pero es a causa de su
repentina llamada, de sopetón, y todas esas preguntas.» Me doy cuenta de que mi
presencia posiblemente es muy injusta para ella.
Esa sensación se afianza en mi interior cuando echo un vistazo
al apartamento y me doy cuenta de que físicamente apenas hay lugar
para mí. Toda superficie disponible está
repleta de torres y montones de papeles y libros, todos marcados con pequeños
pedacitos de papel amarillentos. Gail me indica el único espacio libre de la
habitación, una silla de madera que había pasado por alto, pero se pone un poco
nerviosa cuando le pregunto dónde puedo depositar la grabadora, un objeto que
sólo ocupa unos centímetros. Ni pensar en la mesita al lado de su sillón:
veinte paquetes vacíos de cigarrillos, Matinée Regular, están colocados
formando una pirámide perfecta. (Gail me había advertido por teléfono acerca de
su condición de fumadora empedernida: «Lo siento, pero fumo. Y como fatal.
Estoy gorda y fumo. Espero que no le importe».) Parece que Gail ha pintado el
interior de las cajetillas de negro, pero al acercarme más me doy cuenta de que
se trata de una diminuta y apretada letra manuscrita: nombres, números, miles
de palabras.
Durante el día que pasamos juntas, Gail a
menudo se inclina hacia delante para garrapatear algo en un trozo de papel o en
un paquete de cigarrillos: «Una nota mental -explica-, o jamás me acordaré».
Para ella, los montoncitos de papel y cajetillas son algo más que un sistema
poco convencional de archivos. Son toda su memoria.
Durante toda su vida adulta, la mente de
Gail le ha fallado. Los hechos se evaporan inmediatamente de su cabeza, y los
recuerdos, si es que permanecen (muchos no lo hacen), son como instantáneas
esparcidas por el suelo. A veces es capaz
de recordar un incidente a la perfección -lo llama «fragmento de memoria»-
pero cuando le preguntan por una fecha, puede llegar a equivocarse por dos
décadas de diferencia. «En 1968», empieza. «No, en 1983.» De modo que hace
listas de todo y lo apunta todo. Pruebas de que su vida realmente ha ocurrido.
Al principio se disculpa por el desorden. Pero más tarde exclama: «¡El me hizo
esto! Este apartamento es parte de su tortura».
Durante varios años, a Gail la
desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros detalles. Por
ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la
puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le
temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no
entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes
de los veinte años. Cuando se encontraba con gente que decía haberla conocido
en su niñez, decía: «Sé quién eres pero no sé de qué te conozco». «Mentía»,
dice.
Gail creía que formaba parte de su cuadro
médico: una frágil salud mental. Durante su juventud, había sufrido depresiones
y adicción a los medicamentos, y a veces tenía crisis nerviosas tan violentas
que terminaba hospitalizada y en coma. Estos episodios la alejaron de su
familia, y se quedó sola y desesperada. Terminó rebuscando comida en la basura
de las tiendas de alimentación.
Había señales de que Gail había sido
víctima de algo aún más traumático en el pasado. Antes de que su familia la
abandonara, Gail y su hermana gemela solían discutir sobre la época en que Gail
había estado gravemente enferma y Zella la había cuidado. «No tienes ni idea de
lo que pasé», se quejaba Zella. «Te orinabas encima, en medio del salón, te
chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón de mi bebé!
Eso es lo que tuve que pasar». Gail no sabía qué contestar a las
recriminaciones de su gemela. ¿Orinar en el salón? ¿Pedir el biberón de su
sobrino? No recordaba ni por asomo haber hecho esas cosas tan extrañas.
Cuando tenía unos cuarenta años, Gail
empezó una relación con un hombre llamado Jacob, al que describe como su alma
gemela. Jacob era un superviviente del Holocausto, y también le interesaban las
cuestiones de memoria y pérdida de identidad. A Jacob, que murió hace más de
una década, le preocupaban mucho los años perdidos de Gail. «Tiene que haber
una razón», solía decir acerca de los períodos vacíos de su vida. «Tiene que
haber una razón.»
En 1992, Gail y Jacob se detuvieron frente
a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista: «Lavado de cerebro: las
víctimas recibirán compensaciones». Kastner empezó a leer el artículo por
encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: «parloteo
de bebé», «pérdida de memoria», «incontinencia urinaria». «Vamos a comprar el
periódico», dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble
historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un
médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes
psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les
administraba altas dosis de electroshocks,
así como cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el
alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel.
Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles,
y se habían realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill,
bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron. La financiación de
la CIA se descubrió a finales de los años setenta gracias a una solicitud
amparada por la Freedom of Information Act, que dio lugar a varias sesiones en
el Senado de los EU. Nueve antiguos pacientes de Cameron se unieron y
demandaron a la CIA y al gobierno canadiense, que también había aportado dinero
para las investigaciones de Cameron. Durante varios juicios, los abogados de
los pacientes argumentaron que los experimentos violaban todos los estándares
profesionales de ética médica. Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a
causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto,
ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento
o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de
la CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a
pagar daños y perjuicios, por la suma
de 750.000 dólares para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás
pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después, el gobierno de
Canadá se avino a pagar otros 100.000 dólares a cada demandante que fue objeto
de los experimentos ilegales.
Cameron desempeñó un papel clave en el
desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de los EU. Sus
experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica subyacente en el
capitalismo del desastre. Al igual que los economistas defensores del libre
mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes
proporciones -una gran destrucción- se puede preparar el terreno para sus
«reformas», Cameron creía que podía recrear mentes que no funcionaban, y
reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y
traumatizaba el cerebro de sus pacientes.
Gail conocía vagamente la historia que
implicaba a la CIA y a la Universidad McGill, pero jamás le había prestado
atención. Ella nunca había tenido nada que ver con el Alian Memorial Institute.
Pero ahora, sentada con Jacob en ese café, leyendo las palabras de los otros
pacientes -«pérdida de memoria», «regresión»-, no dudó. «Comprendí que esas
personas debieron de pasar por lo mismo que yo había pasado.» Dije: «Jacob, ahí
está la razón».
En la tienda del Shock
Kastner escribió al Alian Memorial
Institute y solicitó su historial médico.
Primero le dijeron que no tenían ninguno.
Finalmente lo logró: 138 páginas. El doctor que la había ingresado era Ewen
Cameron. Las cartas, notas y cuadros médicos del expediente de Gail cuentan una
historia desgarradora: la de una joven de dieciocho años durante los años
cincuenta, y sus limitadas opciones, y la de las instituciones públicas y
médicos que abusaron de su poder. La documentación empieza con el diagnóstico
del doctor Cameron con motivo del ingreso de Gail: estudiante de enfermería en
McGill, Gail saca excelentes notas, y Cameron la describe como «hasta ahora, un individuo
razonable- mente bien equilibrado». Sin embargo, sufre episodios de ansiedad causados, según dictamina claramente Cameron, por su
padre, que la maltrata y que es descrito como un «hombre intensamente
perturbador» que la «ataca psicológicamente en repetidas ocasiones».
Gail causó buena impresión entre las
enfermeras, según las entradas manuscritas de éstas en el historial, pues
compartían vínculos ya que la chica estudiaba enfermería. La describen como
«alegre, sociable y simpática». Pero durante los meses que pasó bajo su
cuidado, Gail sufrió una transformación radical en su personalidad,
meticulosamente documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, «mostraba
un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente estaba en
estado de alucinación [sic] y era
destructiva». Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas
llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió «manipuladora, hostil y muy
agresiva». Finalmente, «pasiva y apática», incapaz de reconocer a los miembros
de su propia familia. El diagnóstico final es de «esquizofrenia [...] con
claros rasgos histéricos», un cuadro mucho más serio que la ligera «ansiedad»
que sufría cuando fue ingresada.
Sin
duda la metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también
constan en el expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que
le inducían múltiples comas; extrañas combinaciones de ansiolíticos y
antidepresivos; largos períodos en los que permanecía en estado de
inconsciencia inducida merced a los calmantes; y una cantidad de electroshocks ocho veces superior a la
media que se solía administrar en la época. A menudo las enfermeras consignan
los intentos de Kastner de escapar de sus médicos: «Trata de huir, afirma que
el tratamiento es erróneo y nocivo. Se niega a recibir su electro después de
recibir la inyección». Estas quejas invariablemente conllevaban un nuevo viaje
hacia lo que los colegas más jóvenes de Cameron llamaban la «tienda del shock».
La búsqueda de la pureza
Después de releer varias veces su
historial médico, Gail Kastner se convirtió en una especie de arqueóloga de su
propia vida. Leía y estudiaba todo lo que pudiera ser una explicación potencial
de lo que le había sucedido en el hospital. Descubrió que Ewen Cameron, un
norteamericano de origen escocés, había alcanzado la cúspide de su profesión:
la presidencia de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación
Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de la Psiquiatría. En 1945
fue uno de los tres psiquiatras norteamericanos que testificó acerca de la
salud mental de Rudolf Hess en los juicios de Nuremberg.
Para cuando Gail empezó a investigar,
Cameron llevaba ya un tiempo muerto, pero había dejado un legado de docenas de
artículos académicos y conferencias. También se habían publicado una gran
cantidad de libros sobre el papel de la CIA en la financiación de los
experimentos de control mental, obras que incluían muchos detalles acerca de la
relación entre Cameron y la agencia. Gail se los leyó todos, marcando los
pasajes importantes, estableciendo la cronología de los hechos y cruzando las
fechas con su documentación. Así llegó a reconstruir lo que había sucedido. A
principios de los años cincuenta, Cameron se había apartado del enfoque
estándar freudiano, la «terapia conversacional», que se empleaba para deducir
las «causas arraigadas» de las enfermedades mentales de los pacientes. Su
ambición era recrear la mente de sus pacientes, en lugar de curarles o arreglar
lo que fuera disfuncional, y para ello utilizaba un método de su invención,
llamado «impulso psíquico».
Según sus publicaciones de la época,
Cameron creía que la única forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de
forma sana y estable era meterse dentro de sus mentes y «quebrar las viejas
pautas y modelos de comportamiento patológico».7 El primer paso
consistía en «erradicar las pautas», cuyo objetivo era asombroso: devolver la
mente al estado en que Aristóteles describió como «una tabla vacía sobre la
cual aún no hay nada escrito», una tabula
rasa.8 Cameron creía
que se podía alcanzar dicho estado atacando el cerebro con todos los elementos
que interfieren en su funcionamiento normal. Todos a la vez. Eran las tácticas
militares de «shock y conmoción»
desplegadas en el campo de batalla de la mente humana.
A finales de los años cuarenta, la técnica
del electroshock se estaba
popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba
un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los
pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas
eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas. Pero se trataba
solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían
desarrollado la técnica podían ofrecer una explicación científica de su
funcionamiento.
Sin embargo, conocían bien sus efectos
secundarios. No había ninguna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente. Se trataba del
principal problema asociado con el tratamiento. Estrechamente relacionado con
la pérdida de memoria, el otro efecto secundario del que había constancia era
la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los
momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban
el dedo, adoptaban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y
lloraban reclamando a sus madres (a menudo confundían a enfermeras y médicos
con sus padres y madres). Esta etapa de comportamientos solía desaparecer
rápidamente, pero en algunos casos, cuando las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos informaban de casos en los
que la regresión de los pacientes era completa, llegando éstos a olvidarse de
andar y de hablar. Marilyn Rice, una economista que a mediados de los años
setenta encabezó el movimiento de los pacientes en defensa de sus derechos, en
contra del electroshock, describía
vividamente lo que significaba perder sus recuerdos, y gran parte de su
educación, a causa de los tratamientos. «Ahora sé cómo debió de sentirse Eva
después de ser creada a partir de la costilla de otro, sin ningún pasado ni
historia propia. Me sentía tan vacía como Eva».*
*Aún
hoy en día, en que las terapias de electroshock son mucho más seguras y
estudiadas, y se preocupan de garantizar la comodidad y la tranquilidad de los
pacientes, convirtiéndose así en una herramienta respetable y a menudo efectiva
para el tratamiento de la psicosis, los efectos secundarios siguen incluyendo
pérdidas temporales de memoria a corto plazo. Algunos pacientes indican que
también han sufrido pérdidas de memoria a largo plazo.
Para Rice y el resto, ese
vacío representaba una pérdida irreemplazable. Por contra, Cameron lo veía de
forma muy distinta: como una tabla rasa, libre de las costumbres nocivas del
pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos modelos de
comportamiento. Para él, «la pérdida masiva de memoria» que traía consigo el electroshock no era un desafortunado
efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para
arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho
antes de que la esquizofrenia y los comportamientos perturbados hicieran su
aparición».10 Igual que los halcones de la guerra que claman para
bombardear países «hasta devolverlos a la Edad de Piedra», Cameron creía que la
terapia de shock era el método que
arrojaría a sus pacientes de vuelta a la infancia, en una regresión absoluta.
En un artículo que escribió en 1962 para una revista científica, describió el
estado al que quería reducir a pacientes como Gail Kastner: «No solamente se
produce una pérdida de la imagen espacio-tiempo, sino que también se pierde el
sentido de que debería existir. Durante esta fase el paciente muestra una serie
de síntomas diversos, como pérdida de un segundo idioma o de conciencia acerca
de su estado civil. En formas más avanzadas, tal vez no pueda caminar sin
apoyo, alimentarse o dé muestras de incontinencia urinaria y fecal. [...] Todos
los aspectos de su función de memoria están gravemente afectados».
Para «borrar la pauta»
de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo, llamado
Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una.
Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos
de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con
anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina,
pentotal sódico, barbitúricos, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la
risa»), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine,
largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo que gracias a estos
fármacos, el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban».
Una vez se completaba el proceso de
«eliminación de las pautas» del paciente, y su anterior personalidad había sido
satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía
empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas
grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la
gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo conductista, creía que
si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados en la cinta,
empezarían a comportarse de forma distinta.*
* Si Cameron no
hubiera gozado de tanto poder en su campo, sus cintas de «implantación
conductual» habrían sido tachadas de psicología barata. Tuvo la idea al ver un
anuncio del cerebrófono, un fonógrafo que se colocaba en la mesilla de noche,
con altavoces insertados en la almohada, y que sostenía ser «un método
revolucionario para aprender idiomas durante el sueño».
Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo
vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o
veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a
un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.
A mediados de los años cincuenta, varios
investigadores de la CIA se interesaron por los métodos de Cameron. Era el
principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un
programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas
especiales de interrogación». Un memorando desclasificado de la CIA explica que
el programa «examinaba y analizaba numerosas técnicas de interrogación poco
habituales, incluyendo el acoso psicológico y otros métodos como el aislamiento
total, así como el uso de drogas y sustancias químicas». El proyecto conoció el
primer nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue
bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más
de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la
voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de
ochenta instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro
universidades y doce hospitales.
Los agentes implicados tenían abundantes
ideas y mostraban una notable creatividad en su celo por extraer información de
personas que no deseaban compartirla. El problema era cómo comprobar la
efectividad de esos métodos e ideas. Las actividades de los primeros años del
Proyecto Bluebird y Alcachofa se parecen sospechosamente a esas escenas de una
película de espías tragicómica en la que los agentes de la CIA se hipnotizan
mutuamente y deslizan LSD en las bebidas de sus colegas para ver qué sucede (en
al menos uno de los casos, un suicidio), por no mencionar la tortura de los
sospechosos de pertenecer al espionaje ruso.
Las pruebas terminaron asemejándose más a
unas macabras bromas propias de universitarios desatados en pleno fervor
etílico que a experimentos propios de una investigación seria, y los resultados
no aportaron la certidumbre científica que la agencia iba buscando. Para eso
era necesario realizar pruebas con un mayor número de cobayas humanas, y así se
intentó. Pero era demasiado arriesgado: si se descubría que la CIA estaba
probando drogas peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se
le diera carpetazo al programa.17 En ese punto entraron en escena
los investigadores canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El
inicio de la relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres
bandas entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de
científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la
creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de
inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran
descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El
motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea
aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el
capitalismo y el imperialismo. Según las actas desclasificadas de esa reunión
en el Ritz, los asistentes -Omond Solandt, presidente del Comité de
Investigación para la Defensa canadiense; sir Henry Tizard, presidente del
Comité de Investigación para la Defensa británico, así como dos representantes
de la CIA- estaban convencidos de que las potencias occidentales debían
descubrir urgentemente la forma en que los comunistas lograban arrancar esas
impresionantes declaraciones de los soldados. El primer paso era llevar a cabo
un «estudio clínico de casos reales» para analizar si los lavados de cerebro
podían funcionar.18 El objetivo declarado de esta investigación no
era utilizar el control mental en los prisioneros, sino preparar a los soldados
de las potencias occidentales para las técnicas coercitivas a las que podrían
ser sometidos en caso de ser capturados.
Por supuesto, la CIA tenía otros
intereses. Sin embargo, ni siquiera en una reunión confidencial y a puerta
cerrada como la que se desarrolló en el Ritz, podía admitir abiertamente que le
interesaba desarrollar métodos alternativos de interrogatorio. No después de
las revelaciones acerca de los sistemas de tortura nazi que habían provocado un
rechazo unánime en todo el mundo.
Uno de los asistentes a la reunión del
Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de Psicología en la
Universidad McGill. Siempre según las actas desclasificadas, frente al misterio
de las confesiones de los soldados capturados, Hebb especuló con la posibilidad
de que los comunistas estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en
celdas aisladas e impidiéndoles el uso de los sentidos. Los jefes de
inteligencia se quedaron muy impresionados, y tres meses después Hebb recibió
una beca de investigación del Departamento de Defensa de Canadá, para llevar a
cabo una serie de experimentos de privación sensorial. Hebb pagó veinte dólares
a un grupo de sesenta y tres estudiantes de McGill para que se sometieran a
aislamiento sensorial: encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos
con cintas de ruido monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y
pies para enturbiar su sentido del tacto. Durante días, los estudiantes
flotaron en un mar vacío, sin ojos, orejas o manos que les orientaran, viviendo
cada vez más intensamente al ritmo de los vaivenes de su imaginación. Para
comprobar hasta qué punto la privación sensorial los hacía vulnerables al
«lavado de cerebro», Hebb empezó a pasarles cintas de voces que sostenían que
los fantasmas existían, o que la ciencia era una superchería. Antes del
experimento, los estudiantes habían declarado que no estaban de acuerdo con
esas ideas.
En un informe confidencial acerca de los
descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a la
conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de
confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento. El
informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal de
la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de
privación de la percepción». Además, la curiosidad estimulada de los
estudiantes les hacía más receptivos a las ideas que enunciaban las cintas, y
sorprendentemente varios de ellos desarrollaron una afición por las ciencias
ocultas que duró varias semanas después de la finalización del experimento. Era
como si la privación sensorial hubiera borrado parcialmente sus mentes, y los
estímulos sensoriales aplicados durante el proceso hubieran reescrito sus
pautas de conducta.
La CIA recibió una copia del principal
estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos
ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente. La
CIA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de
Hebb, Maitland Baldwin. Éste, sin saberlo Hebb, informaba directamente a la
agencia.22 El vivo interés de la CIA no resultaba nada sorprendente:
como mínimo, Hebb había demostrado que un período de aislamiento intensivo
podía llegar a interferir en la capacidad de pensar claramente y hacía que las
personas se inclinaran con más facilidad ante las sugerencias o indicaciones de
sus captores. Eran ideas que no tenían precio para un interrogador. Hebb
finalmente se dio cuenta de que los frutos de su investigación tenían un enorme
potencial, y que no solamente podían emplearse para la protección de los
soldados capturados, sino también como un protocolo para la tortura
psicológica. En la última entrevista que concedió en 1985, antes de fallecer,
Hebb declaró: «Cuando enviamos nuestro informe al Comité de Investigación para
la Defensa comprendimos que estábamos describiendo unas técnicas de
interrogatorio cuya potencia era tremenda».
El informe de Hebb indicaba que cuatro de
los estudiantes «comentaron espontáneamente que el propio experimento era una
forma de tortura», lo que equivalía a decir que si les obligaba a permanecer en
el marco del estudio más allá de su umbral de resistencia -dos o tres días-
estaría violando la ética médica. Consciente de las limitaciones que eso
impondría en el experimento, Hebb escribió que no podía obtener «resultados más
depurados» porque «no es posible obligar a los sujetos a permanecer de treinta
a sesenta días en condiciones de privación sensorial».
Quizá no era posible para Hebb, pero su
colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía
ningún problema. (En un momento de franqueza, Hebb tildó a Cameron de
«criminalmente estúpido».) Cameron ya estaba convencido de que la destrucción
violenta de las mentes de sus pacientes era el primer paso necesario para que
emprendieran su viaje de regreso a la salud mental, y por lo tanto no
constituía una violación del juramento hipocrático. En cuanto al tema de la
autorización del paciente, tampoco era un problema. Estaban a su merced, pues
el formulario estándar de ingreso en el hospital prácticamente confería a
Cameron un poder absoluto para dictaminar el tratamiento requerido. Incluso
podía recomendar una lobotomía total.
Aunque había estado en contacto con la
agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca de la CIA en 1957, a
través de una organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación
de la Ecología Humana. A medida que los dólares de la CIA fueron a parar a las
arcas del Alian Memorial Institute, éste se parecía más y más a una prisión
macabra y menos a un hospital.
El primer cambio consistió en incrementar
brutalmente la dosis de electroshocks. Los
dos psiquiatras que inventaron la polémica máquina Page-Russell recomendaban
cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales.27
Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta
días, alcanzando la escalofriante cifra de 360 descargas por paciente, mucho
más de lo que Gail y otros pacientes al principio habían recibido. Añadió más
drogas experimentales al cóctel que recibían, ya de por sí explosivo; a la CIA
le interesaban particularmente las que alteraban la percepción sensorial, como
el LSD y la fenciclidina.
También añadió otras armas a su arsenal de
manipulación mental: privación sensorial e incremento de la duración de los
ciclos de sueño, un doble proceso que, según él, «reduciría las defensas del
sujeto», haciéndolo más receptivo a los mensajes de las cintas. Gracias a la
financiación de la CIA, Cameron convirtió los antiguos establos de la parte
posterior del hospital en espacios individuales de aislamiento. También
remodeló el sótano cuidadosamente, construyendo una habitación que denominó la
«celda de aislamiento». La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces
para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la
iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos oscuros y «tapones de
goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de
cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así
interferir en la percepción que tienen de su propio cuerpo», tal y como Cameron
describió en un artículo publicado en 1956. Pero en lugar de someter a los
sujetos a un par de días de privación sensorial intensa, como los estudiantes
de Hebb que no pudieron aguantar más, Cameron los obligó a permanecer en ese
estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda
de aislamiento.
Otro de los experimentos de Cameron con
los sentidos de sus pacientes tenía lugar en la sala del sueño, donde se les
mantenía en un estado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte
o veintidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único
propósito de evitar llagas, alimentar a los pacientes y aliviar sus necesidades
urinarias y fecales. Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a
treinta días, aunque Cameron informó que «algunos pacientes han superado los
sesenta y cinco días de sueño continuo». El personal del hospital
tenía instrucciones de no permitir que los pacientes les dirigieran la palabra.
Tampoco debían darles ninguna información acerca del tiempo que iban a
permanecer en la habitación. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de
esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de
curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente,
en prisioneros de sus propios cuerpos.
En un artículo publicado en 1960, Cameron
afirmaba que «existen dos principales factores que nos permiten mantener una
imagen espacial y temporal». Es decir, que nos permiten saber quiénes somos y
dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una fuente continuada de información
sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock,
Cameron aniquilaba la memoria; mediante las celdas de aislamiento, destruía
todo origen de información sensorial. Estaba decidido a forzar la completa
pérdida de sentidos en sus pacientes, hasta que no supieran dónde estaban ni
quiénes eran. Cuando se dio cuenta de que algunos pacientes conseguían saber la
hora que era gracias a las comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del
centro que mezclara los platos y las horas: servían sopa para desayunar y leche
con cereales para cenar. «Al variar los intervalos y cambiar el menú esperado
pudimos romper el ciclo horario de alimentación que los pacientes habían
desarrollado», informaba Cameron con satisfacción. Aun después de aquello, descubrió
que a pesar de sus esfuerzos un paciente conservaba una leve conexión con el
mundo exterior gracias al «ligero murmullo» de los motores de un avión que
sobrevolaba el hospital cada mañana, a las nueve.
Para cualquier persona que esté
familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido a la tortura,
este detalle es desgarrador. Cuando les preguntan a los prisioneros cómo
pudieron sobrevivir durante meses o incluso años de aislamiento, a menudo
hablan de cómo oían el lejano tañido de las campanas de una iglesia, o la
llamada del imán a la mezquita, o las risas de los niños jugando en un parque
cercano. Cuando la vida se reduce a las cuatro paredes de una celda, el ritmo
de los sonidos del exterior es una especie de cuerda salvavidas, la prueba de
que el prisionero aún es humano, de que existe un mundo más allá de la tortura.
«Escuché a los pájaros cantar al amanecer cuatro veces, fuera. Así es como sé
que fueron cuatro días», dijo un superviviente de la última dictadura uruguaya,
recordando un período de detención y tortura particularmente brutal. La mujer
anónima en el sótano del Alian Memorial Institute, esforzándose por oír el
distante motor de un avión en medio de una neblina de oscuridad, drogas y
descargas eléctricas, no era una paciente en manos de un médico. Era, a todos
los efectos, una prisionera que estaba siendo torturada.
Existen varios indicios de que Cameron
sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que, en
tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y
sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida a
una popular revista en 1955, comparó abiertamente a sus pacientes con
prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil, diciendo que «al
igual que los capturados por los comunistas, solían resistirse [al tratamiento]
y había que romper su voluntad». Un año más tarde, escribió que el objetivo de
eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del
individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto
bajo interrogatorio continuo». Hacia 1960, Cameron dictaba
conferencias acerca de sus investigaciones sobre la privación sensorial, no
solamente a otros psiquiatras, sino también a públicos militares. En una charla
en la base aérea Brooks, en Texas, afirmó que no estaba curando la
esquizofrenia, sino que más bien «la privación sensorial genera los mismos
síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida
de contacto con la realidad». En las notas que acompañan al texto de la
conferencia, menciona la administración de una «sobrecarga de información» a
renglón seguido de la privación sensorial, una referencia a su empleo de las
descargas eléctricas y los bucles interminables de cintas con repetición de
mensaje. Era una anticipación de las tácticas de interrogación que habrían de
llegar en el futuro.
El trabajo de Cameron recibió financiación
de la CIA hasta 1961, y durante varios años el destino de sus investigaciones y
el uso que el gobierno de los Estados Unidos le dio permaneció en un
claroscuro. A finales de los años setenta y ochenta, cuando por fin se abrió
una investigación en el Senado acerca de la participación de la CIA en dichos
experimentos y la relación financiera entre la agencia y los investigadores, y
más tarde, durante las revolucionarias demandas de los pacientes contra la CIA,
los periodistas y los legisladores tendían a aceptar la versión de la CIA: que
se había interesado en las técnicas de lavado de cerebro con el fin de proteger
la salud mental de los prisioneros de guerra norteamericanos. La mayor parte de
la prensa se concentró en los aspectos sensacionalistas, y destacó que el
gobierno había financiado experimentos con drogas alucinógenas. En realidad,
cuando el verdadero escándalo estalló, se puso de manifiesto que la CIA y Ewen
Cameron habían destrozado con absoluta impunidad las vidas de los pacientes,
sin ningún resultado mínimamente válido. Las investigaciones parecían inútiles:
todo el mundo sabía que el lavado de cerebro era un mito de la Guerra Fría. Por
su parte, la CIA fomentó esta visión del asunto, pues prefirió ser el bufón de
una tragicomedia de payasos de ciencia ficción, en lugar de los culpables
financieros que habían permitido que una respetable universidad se convirtiera
en un laboratorio de tortura, muy eficiente por cierto. Cuando John Gittinger,
el psicólogo de la CIA que se puso en contacto con Cameron por primera vez, se
vio obligado a testificar frente al Senado, declaró que el apoyo a Cameron
había sido «un estúpido error. [...] Un terrible error». Al ser preguntado
durante las sesiones de la investigación del Senado por qué ordenó destruir
todos los archivos de un programa que había costado veinticinco millones de
dólares, el antiguo director de MK Ultra, Sydney Gottlieb, afirmó que «el
proyecto MKUltra no había obtenido ningún resultado positivo o útil para la
agencia».43 En las informaciones publicadas sobre MKUltra en los
años ochenta, tanto en las pesquisas oficiales como en la prensa general o los
libros escritos sobre el programa, se sigue hablando de los experimentos como
«técnicas de control mental» o «lavado de cerebro». La palabra «tortura» apenas
se utiliza.
La ciencia del miedo
En 1988, The New York Times publicó un valiente reportaje sobre la
implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían
tenido lugar en Honduras. Florencio Caballero, un interrogador hondureño
miembro del brutal y famoso Batallón 3-16, reveló al periódico que él y veinticuatro
de sus compañeros habían viajado a Texas y que la CIA les había entrenado. «Nos
enseñaron tácticas psicológicas: cómo estudiar el miedo y las debilidades de un
prisionero. Hacer que se levantara y se quedara de pie, no dejarle dormir,
desnudarle y aislarlo, poner ratas y cucarachas en su celda, darle comida
podrida, incluso animales muertos, arrojarle agua fría a la cara, cambiar la
temperatura de su entorno». Se olvidó de una técnica: el electroshock. Inés Murillo, una presa de veinticuatro años que fue
«interrogada» por Caballero y sus compañeros, dijo al Times que recibió numerosas descargas eléctricas y que «gritaba y
gritaba y me desmayaba del shock. Los
gritos sencillamente brotan de ti», afirmaba. «Olía a quemado y me daba cuenta
de que era mi piel, a causa de las descargas. Dijeron que me torturarían hasta
que me volviera loca. No les creí. Pero entonces me abrieron las piernas y
conectaron los electrodos a mis genitales». Murillo también declaró que había
alguien más en la estancia: un norteamericano que les pasaba las preguntas a
sus interrogadores, y al que los demás llamaban «señor Mike».
Las revelaciones publicadas en el
periódico terminaron en una investigación en el Comité de Inteligencia del
Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó que
«Caballero efectivamente asistió a un curso de explotación de recursos humanos
de la CIA, también conocido como curso de interrogación».46 The Baltimore Sun interpuso una
solicitud de información al amparo de la Freedom of Information Act para
obtener el material del curso utilizado para entrenar a gente como Caballero.
Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de
una demanda, y nueve años después de la publicación del artículo, la CIA hizo
público un manual titulado Kubark
Counterintelligence Information. Según The
New York Times, «Kubark» es un criptograma codificado. Ku, una sílaba al azar y bark
es el nombre secreto de la agencia en aquellos tiempos. Informes más
recientes han especulado con la posibilidad de que ku se refiera a un país en concreto, o una operación encubierta o
clandestina determinada.47 El texto era un manual secreto de 128
páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no
colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por
MKUltra. Se adivina la huella de los experimentos de Ewen Cameron y Donald Hebb
sobre privación sensorial en todo el documento. Los métodos van desde la
consabida privación sensorial hasta posiciones de estrés, capuchas y técnicas
para infligir dolor. (El manual advierte de entrada que muchas de estas
tácticas son ilegales e indica a los interrogadores que deben obtener «la
aprobación previa de sus cuarteles generales [...] en los casos siguientes: 1)
Si va a infligirse un daño físico. 2) Si se van a emplear métodos o materiales
médicos, químicos o eléctricos para
obtener la obediencia del sujeto.»)
El manual está fechado en 1963, el último
año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que la CIA
dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que si las
técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de
una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero propósito de
MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro (que
sólo era un proyecto colateral), el objetivo era diseñar un sistema basado en
premisas científicas para extraer información de las «fuentes no
colaboradoras». En otras palabras, tortura.
En la primera página del manual, se puede
leer que los métodos de interrogación descritos están basados en «amplias investigaciones,
incluyendo pruebas clínicas llevadas a cabo por especialistas en campos
relacionados». Representa una nueva era de tortura precisa y refinada. Nada que
ver con el tormento sangriento e inexacto que había sido estándar desde la
Santa Inquisición. A modo de prefacio, el manual insiste: «El servicio secreto
de inteligencia que es capaz de aportar conocimientos pertinentes y modernos
que arrojen luz sobre los problemas de nuestro tiempo goza de una increíble
ventaja, y va muy por delante del servicio de información que lleva a cabo sus
operaciones encubiertas con estrategias propias del siglo pasado. [...] Ya no
es posible hablar seriamente de los métodos de interrogación sin hacer
referencia a la investigación psicológica que se ha llevado a cabo durante la
última década». Sigue un completo manual paso a paso sobre cómo desmantelar la
personalidad de un ser humano.
El libro también incluye una extensa
sección sobre privación sensorial que habla de «una serie de experimentos
llevados a cabo en la Universidad McGill». Describe cómo deben construirse las
celdas de aislamiento y señala que «la privación de estímulos sensoriales
induce un estado de regresión en el sujeto, pues impide que su mente esté en
contacto con el mundo exterior, forzándole a introvertirse. Al mismo tiempo, un
suministro calculado de estímulos durante la interrogación hace que el sujeto
vea al interrogador como a una figura paterna durante su estado de regresión».
La Freedom of Information Act que amparó la petición del Baltimore Sun también descubrió una versión actualizada del manual,
publicada por primera vez en 1983, para ser utilizada en Latinoamérica. «La
ventana de la celda debe situarse en un punto elevado de la pared, con
posibilidad de bloquear la luz», afirma.*
* La
versión de 1983 está claramente diseñada para dar una clase, pues cuenta con
cuestionarios de preguntas y respuestas para autoevaluación. También contiene
amigables recordatorios: «Recuerda siempre que debes empezar cada sesión con
baterías nuevas».
Precisamente lo que Hebb temió: que se
utilizaran sus experimentos en privación sensorial como «técnicas de
interrogación de tremendo alcance». Pero fue la labor de Cameron, y su receta
para romper la «imagen tiempo-espacio», lo que conforma el espíritu de la
fórmula Kubark. El manual describe
varias de las técnicas desarrolladas para romper la pauta de conducta de los
pacientes en un sótano del Alian Memorial Institute: «El principio es que las
sesiones deberían planificarse con el fin de erradicar la noción de orden
cronológico del sujeto. [...] Algunos de los interrogados pueden volver a un
estado de regresión si se realiza una manipulación persistente del tiempo,
retrasando o adelantando los relojes y llevando
la comida a horas desacostumbradas, diez minutos antes o después de la última
ingesta. El día y la noche se mezclan y se confunden».
Lo que fascinó a los autores de Kubark, más que las técnicas
individuales, fue el enfoque de Cameron en la regresión, la idea de que al
privar a una persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiempo y el
espacio, los adultos vuelven a ser niños indefensos, dependientes de otros,
cuyas mentes son tablas rasas abiertas a la sugestión. Una y otra vez, el autor
o autores del texto se recrea en esa idea: «Todas las técnicas utilizadas para
quebrar la obstinación de un prisionero, el espectro completo que va desde el
simple aislamiento hasta la hipnosis y los narcóticos, son esencialmente
métodos para agilizar el proceso de regresión. A medida que el interrogado se
desliza hacia un estado de infantilismo, su personalidad adquirida o
estructurada se derrumba». En ese instante, el prisionero se sumerge en un
estado de «shock psicológico» o
«animación suspendida» del que ya hemos hablado. Es el dulce momento del
interrogador, cuando «la fuente está lista para la sugestión y abierta a la
cooperación».
Alfred W. McCoy, un historiador de la
Universidad de Wisconsin que ha documentado la evolución de las técnicas de
tortura desde la Inquisición hasta nuestros días en su libro A Question of Torture: CIA Interrogation
from the Cold War to the War on Terror, describe las instrucciones del
manual Kubark para la privación
sensorial y la sobrecarga sensorial subsiguiente como «la primera revolución
real en la cruel ciencia del dolor que ha habido en más de tres siglos».36
Según McCoy, esa revolución no habría tenido lugar sin los experimentos McGill
en los años cincuenta. «Prescindiendo de sus extravagantes excesos, los
experimentos del doctor Cameron, que bebían de las investigaciones pioneras del
doctor Hebb, sentaron las bases del método de tortura psicológica en dos fases
diseñado por la CIA.»
En todos los territorios donde el método Kubark se ha enseñado surgen los mismos
modelos de comportamiento, diseñados para inducir, profundizar y mantener el
estado de shock en el prisionero. A
los prisioneros se los captura de la forma más desorientadora y confusa
posible, a última hora de la noche o en veloces operaciones al amanecer, tal y
como indica el manual. Inmediatamente se les pone una capucha o les ponen un
trapo encima de los ojos. Les desnudan y reciben una paliza. Luego son
sometidos a algún tipo de privación sensorial. Y desde Guatemala a Honduras, de
Vietnam a Irán, desde las Filipinas a Chile, el empleo de las descargas
eléctricas es omnipresente.
Por supuesto, no todo responde a la
influencia de Cameron o del programa MKUltra. La tortura siempre funciona como
una improvisación, una combinación de la técnica aprendida y del instinto
humano para la brutalidad que se desata siempre que reina la impunidad. A
mediados de los años cincuenta, los soldados franceses empleaban el electroshock de forma rutinaria en
Argelia contra los rebeldes, en sesiones en las que a menudo les acompañaban
psiquiatras.58 Durante esa época, algunos jefes militares franceses
impartieron seminarios en una escuela militar de Estados Unidos especializada
en la «contrainsurgencia», situada en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Allí
entrenaron a los estudiantes, compartiendo las técnicas utilizadas en Argelia.
Sin embargo, también está claro que el especial modelo de Cameron, que
combinaba dosis masivas de shock, no
solamente con el fin de provocar dolor, sino específicamente para eliminar la
personalidad del detenido, causó una honda impresión en la CIA. En 1966, la
agencia envió a tres psiquiatras a Saigón, armados con una máquina
Page-Russell. Fue empleada tan agresivamente que varios prisioneros murieron
durante los interrogatorios. Según McCoy, «de hecho estaban comprobando, bajo
condiciones reales, si las técnicas de modificación de conducta de Ewen Cameron
desarrolladas en McGill podían alterar el comportamiento humano de veras».
Para los oficiales de inteligencia
estadounidenses, ese enfoque práctico no era lo habitual. Desde los años
setenta, el papel de los agentes norteamericanos era el de mentor o entrenador,
no el de interrogador directo. Los testimonios de los supervivientes de la
tortura en Centroamérica de los años setenta y ochenta están plagados de
referencias a misteriosos hombres que hablaban inglés y entraban y salían de
las celdas, proponiendo preguntas u ofreciendo consejos. Diana Ortiz, una monja
norteamericana que fue secuestrada y encarcelada en Guatemala en 1989, ha
testificado que los hombres que la violaron y la quemaron con cigarrillos se
dirigían a otro hombre que hablaba español con un fuerte acento americano, y se
referían a él como su «jefe». Jennifer Harbury, cuyo marido fue torturado y
asesinado por un oficial guatemalteco a sueldo de la CIA, ha realizado una
importante labor de documentación en su libro Truth, Torture and the American Way
Aunque Washington y sus sucesivas
administraciones aprobaban estas operaciones, el papel de los Estados Unidos en
las guerras sucias tenía que ser encubierto, por razones obvias. La tortura, ya
sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra, que
prohíbe «cualquier forma de tortura o de crueldad», así como el propio Código
de Justicia Militar del ejército de los Estados Unidos afirma que no deben
realizarse actos de «crueldad» u «opresión» contra los presos.63 El
manual Kubark advierte a los lectores
en la página 2 que sus técnicas comportan la posibilidad de «posteriores
demandas judiciales», y la versión de 1983 es aún más directa: «El uso de la
fuerza, tortura mental, amenazas, insultos o la exposición a un trato
desagradable o inhumano bajo cualquiera de sus formas, como apoyo a una labor
de interrogación, están prohibidos por la ley, tanto internacional como
nacional».64 Sencillamente, lo que enseñaban era ilegal y debía
permanecer en secreto por su naturaleza. Si alguien preguntaba, los agentes
estadounidenses estaban supervisando el aprendizaje de sus estudiantes de
países en vías de desarrollo. ¿La materia? Técnicas avanzadas de interrogación
policial. Ellos no eran responsables de los «excesos» que se producían fuera
del horario escolar.
El 11 de septiembre de 2001, ese sempiterno
esfuerzo por negar plausiblemente la realidad se esfumó. El ataque terrorista
contra las Torres Gemelas y el Pentágono era un shock distinto de los que habían imaginado los autores de Kubark, pero sus efectos fueron
notablemente similares: profunda desorientación, miedo y ansiedad agudas, y una
regresión colectiva. Como el interrogador que adopta la «figura paterna», la
administración Bush se apresuró a jugar con ese miedo para desempeñar el papel
del padre protector, dispuesto a defender «la patria» y su pueblo vulnerable
por todos los medios que fueran necesarios. El cambio en la política de Estados
Unidos, que se resume en la desgraciadamente conocida declaración del
vicepresidente Dick Cheney acerca de trabajar «el lado oscuro», no significó
que esta administración abrazara tácticas que habrían repelido a sus
antecesores, más compasivos y humanos (como demasiados demócratas han afirmado,
invocando lo que el historiador Garry Wills llama el especial mito americano de
la «pureza original»).65 Más bien, la revolución es que
anteriormente estas operaciones se llevaban a cabo a distancia suficiente como
para negar todo conocimiento de las mismas. Ahora, se realizarían directamente
y la administración las defendería abiertamente.
A pesar de todo el debate acerca de la
tortura «privatizada», en manos de proveedores externos, la verdadera
innovación de la administración Bush es que la ha internalizado, torturando a
prisioneros en instalaciones estadounidenses, con sesiones de tortura dirigidas
o gestionadas por norteamericanos. Los presos llegan a las instalaciones
mediante «extraditaciones extraordinarias» desde terceros países, transportados
por aviones norteamericanos. Ésa es la diferencia del régimen de Bush: después
de los ataques del 11 de septiembre, se atrevió a pedir el derecho a torturar
sin vergüenza alguna. Eso ponía a la administración en una posición delicada,
pues podía ser objeto de una investigación criminal, problema que soslayó
cambiando la legislación. La cadena de acontecimientos es de todos conocida: el
entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, siguiendo órdenes de George W.
Bush, decretó que los presos capturados en Afganistán no entraban en el marco
de la Convención de Ginebra porque eran «combatientes enemigos», no prisioneros
de guerra, un punto de vista corroborado por la Oficina Legal de la Casa Blanca
y su director, Alberto Gonzales (más tarde ascendido a fiscal general del
Estado).
Luego, Rumsfeld aprobó una serie de
técnicas de interrogación especiales para la guerra contra el terror. Incluían
los métodos descritos por los manuales de la CIA: «celdas de aislamiento
durante un máximo de treinta días; privación sensorial de luz y estímulos
auditivos»; «puede cubrirse la cabeza del detenido con una capucha durante su
desplazamiento e interrogatorio»; «permiso para retirarle la ropa» y «explotar
las fobias individuales de los detenidos (como el miedo a los perros) para
causarle estrés». Según la Casa Blanca, la tortura seguía estando prohibida,
pero para que ahora se considerase tortura, el dolor infligido debía ser
«equivalente en intensidad al dolor que provoca una herida física de gravedad,
como un fallo o insuficiencia de los órganos».* Según estas nuevas
regulaciones, el gobierno estadounidense era libre de emplear los métodos
desarrollados durante los años cincuenta en innumerables operaciones
encubiertas, secretismos y desmentidos, sólo que ahora podía utilizarlas a
plena luz del día, sin miedo a la persecución legal. Así, en febrero de 2006,
el Comité de Inteligencia Científica, un brazo consultor de la CIA, publicó un
informe escrito por un veterano interrogador del Departamento de Defensa. Declaraba abiertamente que era
imprescindible una «cuidadosa lectura del manual Kubark para cualquier participante en un interrogatorio».
* Presionada
por los legisladores del Congreso y del Senado, así como por el Tribunal
Supremo, la administración Bush se vio obligada a moderar ligeramente su
postura cuando el Congreso aprobó la Ley de Comisiones Militares en el año
2006. Pero aunque la Casa Blanca utilizó la nueva ley para argumentar que había
abandonado la práctica de la tortura, en realidad existían numerosos vacíos
legales que permitían a la CIA y otros agentes privados el uso de las técnicas Kubark
de privación sensorial y sobrecarga mental, así como otras técnicas «creativas»
que incluían la escenificación y simulación del ahogamiento del detenido («water-boarding»).
Antes de firmar la ley, Bush incluyó una «declaración de firmado» estableciendo
su derecho a «interpretar el sentido y la aplicación de la Convención de
Ginebra» según su criterio. The New York Times describió este documento como
«la reescritura unilateral de más de doscientos años de tradición legislativa y
Derecho».
Una de las primeras personas que tuvo que
hacer frente a este nuevo orden fue el ciudadano estadounidense, y antiguo
miembro de una pandilla urbana, José Padilla. Fue arrestado en mayo de 2002 en
el aeropuerto O'Hare de Chicago, acusado de intentar construir una «bomba
sucia». En lugar de presentar cargos y procesarle por los cauces que ofrecía el
sistema legal, Padilla fue considerado combatiente enemigo, lo que le privó de
todos sus derechos. Le transportaron hasta una prisión de la Armada en
Charleston, en Carolina del Sur. Padilla afirma que le inyectaron una droga,
que cree pudiera ser LSD o PCP, y le sometieron a una intensa sesión de
privaciones sensoriales: la celda era estrecha y las ventanas estaban tapadas
para no dejar pasar la luz. No le permitían acceder a relojes o calendarios.
Sólo salía de su celda con cadenas, los ojos vendados y cascos para impedir la
percepción cíe cualquier sonido. Padilla pasó 1.307 días en esas condiciones,
sin acceso a ningún contacto humano excepto el de sus interrogadores. Durante
las sesiones de interrogación, éstos bombardeaban los abotargados sentidos de
Padilla con una descarga de luces y sonidos martilleantes.
Padilla por fin recibió la oportunidad de
presentarse frente a un tribunal en diciembre de 2006, aunque las acusaciones
relativas a la bomba sucia, por las cuales le habían arrestado, no prosperaron.
Le acusaron de mantener contacto con terroristas, pero apenas pudo defenderse.
Según el testimonio de los expertos, las técnicas de regresión modeladas por
Cameron habían tenido un rotundo éxito, y habían destruido el adulto en él,
precisamente el objetivo para el que fueron diseñadas. «La tortura intensiva
que ha sufrido el señor Padilla le ha dañado física y mentalmente», afirmó su
abogado. «El trato del gobierno hacia el señor Padilla le ha privado de su ser
personal, de su más íntima identidad.» Un psiquiatra que lo entrevistó llegó a
la conclusión de que «el acusado carece de la capacidad de colaborar en su
propia defensa». Sin embargo, el juez del tribunal, nombrado por la
administración Bush, insistió en que Padilla estaba capacitado para someterse a
juicio. El hecho de que se llevara a cabo ese juicio, en público, convierte al
caso Padilla en algo extraordinario. Miles de prisioneros detenidos en
prisiones a cargo del gobierno estadounidense -y que a diferencia de Padilla no
eran ciudadanos norteamericanos- han sufrido el mismo régimen de tortura, sin
la posibilidad de un juicio público en los tribunales civiles.
Muchos languidecen en Guantánamo. Mamduh Habib,
un australiano encarcelado allí, declara que «Guantánamo es un experimento
[...] y el lavado de cerebro es el objetivo de ese experimento». Ciertamente,
de los testimonios, informes y fotografías que se han filtrado de Guantánamo,
se desprende la sensación de que el Allan Memorial Institute de los años
cincuenta se ha teletransportado a Cuba. Al ingresar en la cárcel, se les
coloca una capucha a los detenidos, anteojos oscuros y pesados cascos que les
privan de escuchar sonidos, ver imágenes o conservar nociones
espacio-temporales. Les dejan aislados en sus celdas durante meses, y sólo
salen para recibir un bombardeo de ruidos, como ladridos de perros, luces
centelleantes y grabaciones sin pausa de bebés llorando, música a toda potencia
y maullidos de gatos.
Para muchos prisioneros, los efectos de
estas técnicas han sido los mismos que se obtenían en el Allan en los años
cincuenta: una regresión total y absoluta. Un detenido liberado, ciudadano
británico, les dijo a sus abogados que toda una sección del centro, el Bloque
Delta, está reservada para «al menos unos cincuenta» detenidos que han caído en
un estado de alucinación permanente. Una carta desclasificada del FBI al
Pentágono describe a un prisionero de alto valor estratégico que fue «sometido a
aislamiento intenso durante más de tres meses» y que «empezaba a dar muestras
de un comportamiento propio del trauma psicológico agudo (habla con gente
imaginaria, afirma haber oído voces, y se encorva en la celda cubriéndose con
la sábana durante horas y horas)». James Yee, un clérigo musulmán retirado del
ejército que trabajaba en Guantánamo, ha descrito a los prisioneros del Bloque
Delta, afirmando que presentaban los síntomas clásicos de la regresión extrema.
«Me detenía a hablar con ellos, y me respondían con voces infantiles, soltando
una sarta de incoherencias. Muchos de ellos canturreaban canciones de cuna,
chillando incluso, repitiendo las estrofas una y otra vez. Otros se erguían
sobre la cama metálica y se comportaban como niños. Me recordaban al Rey de la
Montaña, juego con el que solía pasar el rato con mis hermanos cuando éramos
pequeños.» La situación empeoró notablemente en enero de 2007, cuando 165
prisioneros fueron trasladados a una nueva ala del centro, conocida como
Campamento Seis, donde las celdas de aislamiento de acero no permitían ningún
contacto humano. Sabin Willett, abogado que representa a varios prisioneros de Guantánamo,
advirtió que si la situación seguía así, «terminarán gestionando un asilo de
lunáticos».
Los grupos en pro de los derechos humanos
señalan que Guantánamo, a pesar de lo horrible que pueda parecer, es en
realidad uno de los centros de interrogación gestionados por Estados Unidos y
fuera del marco jurídico más flexible y abierto a investigación. Admiten una
relativa labor de control por parte de la Cruz Roja y los abogados. Por todo el
mundo, un número indeterminado de prisioneros han desaparecido en la red de
«puntos negros» que constituyen las prisiones estadounidenses situadas y
controladas en territorio extranjero, o bien se los ha tragado la tierra
durante los procesos de extradición. Los pocos que han sobrevivido a esa
pesadilla afirman haber sufrido todo el arsenal de las tácticas de choque
Cameron.
El clérigo italiano Hasan Mustafá Osama
Nasr fue secuestrado en las calles de Milán por un grupo de operativos de la
CIA y de la policía secreta italiana. «No tenía ni idea de lo que sucedía»,
escribió más tarde. «Empezaron a darme golpes en el estómago y por todo el
cuerpo. Me envolvieron la cabeza con cinta adhesiva, y cortaron aberturas en la
boca y la nariz para que pudiera respirar». Le llevaron a Egipto, donde vivió
en una celda sin luz, con «cucarachas y ratas arrastrándose por mi cuerpo»
durante catorce meses. Nasr permaneció encarcelado en Egipto hasta febrero de
2007, pero logró sacar al exterior una carta de once páginas escrita a mano en
donde detallaba los abusos que sufría.
Escribió que le sometieron repetidas veces
a electroshocks. Según un artículo de
The Washington Post, «le ataban a una
plancha de hierro conocida como "La novia" y le conectaban electrodos
al cuerpo. La estructura reposaba sobre un colchón mojado en el suelo. Mientras
un interrogador se sentaba en una silla de madera que descansaba en los hombros
del prisionero, otro apretaba un botón y enviaba descargas eléctricas que
recorrían los muelles del colchón y la plancha». También le aplicaron descargas
en los testículos, según denunció Amnistía Internacional.
Hay motivos para creer que el uso de
torturas con descargas eléctricas en prisioneros del gobierno estadounidense no
es un caso aislado, hecho que suele soslayarse en casi todos los debates que
tratan de dirimir si Estados Unidos está practicando tortura o si es mera
«creatividad interrogadora». Jumah al-Dossari, un prisionero de Guantánamo que
ha intentado suicidarse más de una docena de veces, le dijo a su abogado que
durante su detención en Kandahar, bajo custodia norteamericana, «el
interrogador trajo un aparato parecido a un teléfono móvil, que en realidad
generaba descargas eléctricas. Empezó a aplicármelo en cara, espalda, miembros
y genitales». Y Murat Kurnaz, originario de Alemania, tuvo que pasar por
situaciones parecidas en otra prisión en Kandahar, también bajo control
estadounidense. «Fue al principio, así que no había prácticamente ninguna
regla. Tenían derecho a hacerte de todo. Solían darnos palizas regularmente.
Utilizaron descargas eléctricas. También me hundían la cabeza en el agua
durante las sesiones».
El fracaso de la reconstrucción
Al final de nuestra primera entrevista, le
pedí a Gail Kastner que me hablara un poco más de sus «sueños eléctricos». Me
dijo que a menudo sueña con filas de pacientes entrando y saliendo de un estado
onírico inducido por las drogas. «Oigo los gemidos, los gritos, los gruñidos,
voces diciendo "no, no, no". Recuerdo cómo era despertarse en esa habitación.
Cubierta de sudor, mareada, las náuseas, los vómitos. Y esa extraña sensación
en mi cabeza. Como si tuviera una masa amorfa en su lugar». Mientras hablaba,
Gail parecía estar muy lejos, hundida en su sillón azul, sus palabras casi sin
aliento. Entrecerró los párpados, y pude ver sus ojos moviéndose con rapidez.
Se puso la mano en la sien derecha y dijo con una voz cargada y soñolienta:
«Tengo un flashback. Tiene que
distraerme. Cuénteme cómo está Irak. Dígame lo mal que va».
Me devané los sesos para recordar una
historia apropiada para ese extraño momento y se me ocurrió algo relativamente
inocente acerca de la vida en la Zona Verde. El rostro de Gail se relajó
lentamente, y su respiración se hizo más pesada. De nuevo sus ojos azules me
miraban fijamente.
--Gracias -dijo-. Era un flashback.
--Lo sé.
--¿Cómo lo sabe?
--Porque usted me lo dijo.
Se inclinó y escribió algo en un pedazo de
papel.
Después de dejar a Gail esa tarde, seguí
reflexionando sobre lo que no le había contado cuando me pidió que le hablara
de Irak. Lo que hubiera deseado decirle, pero no pude: que ella me recordaba a
Irak. No podía evitar pensar en lo que le había sucedido a ella, una persona en
estado de shock, y lo que había
sucedido allí, un país en estado de shock.
Estaban conectados, eran distintas manifestaciones de una misma y terrible
lógica.
Las teorías de Cameron estaban basadas en
la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de regresión crearía las
condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos de impecable comportamiento.
No es ningún consuelo para Gail, que tendrá que vivir para siempre con su
columna vertebral dañada y sus recuerdos quebrados, pero en sus escritos
Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de creación, un regalo
para sus desafortunados pacientes que bajo su cuidadosa labor de repautación,
volverían a nacer de nuevo.
En este sentido Cameron fracasó
espectacularmente. No importa el grado de regresión que alcanzaron sus
pacientes: jamás llegaron a aceptar o absorber por completo los mensajes
incansablemente grabados en las cintas. Aunque fue un genio en la destrucción
de personalidades, fue incapaz de reconstruirlas. Un estudio
de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial
Institute determinó que el 75% de sus pacientes había empeorado después de sus
tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral normal antes
de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos
y otros muchos, como Gail, sufrieron una batería de dolencias físicas y
mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó, ni siquiera un
ápice, y finalmente el Allan Memorial Institute prohibió dichas prácticas.81
El problema, obvio visto en retrospectiva,
fue la premisa en la que descansaba la teoría de Cameron: la idea de que antes
de curar al enfermo, todo lo que existe en su mente debe eliminarse sin
excepción. Cameron estaba seguro de que si borraba los hábitos, costumbres,
pautas y recuerdos de sus pacientes, lograría algún día alcanzar el prístino
estado mental de la tabla rasa. Pero a pesar de lo mucho que se esforzó,
drogando, desorientando y aplicando tratamientos de choque a sus pacientes,
jamás lo consiguió. Resultó ser verdad lo contrario: cuanto más insistía, más
destrozaba a los sujetos de sus estudios. Sus mentes no estaban «limpias»; más
bien quedaban en ruinas, su memoria fracturada y su confianza traicionada.
Los capitalistas del desastre comparten la
misma incapacidad de distinguir entre destrucción y creación, entre dolor y
recuperación. Es una idea que me asaltó con frecuencia durante mi estancia en
Irak, cuando oteaba nerviosamente el paisaje herido en busca de la siguiente
explosión. En tanto que fervientes creyentes en los poderes redentores del shock, los arquitectos de la invasión
británico-estadounidense pensaron que el despliegue de fuerzas sería tan
abrumador, tan deslumbrante incluso, que los iraquíes entrarían en una especie
de animación suspendida, muy parecida a lo descrito por el manual Kubark. En esa ventana de oportunidad,
los invasores introducirían un paquete de nuevas medidas de shock - esta vez, económicas - que
crearían una democracia de libre mercado sobre la perfecta tabla rasa que
constituiría el Irak posterior a la invasión.
Pero no hubo ninguna tabla rasa. Sólo
escombros y gente furiosa y destrozada, que al resistirse a la invasión recibió
aún más descargas, shocks y ataques,
algunos de ellos basados en los experimentos que sufrió Gail Kastner tantos
años atrás. «Somos muy buenos cuando se trata de romper las cosas. Pero el día
que me pase más tiempo reconstruyéndolas en lugar de combatiendo, será un buen
día», declaró el general Peter W. Chiarelli, comandante de la Primera División
de Caballería en el ejército de los Estados Unidos, un año y medio después del
final oficial de la guerra.82 Ese día jamás llegó. Como Cameron, los
doctores del shock en Irak son
capaces de destrozar, pero no parece que sepan reconstruir nada.
Capítulo 2
El otro doctor shock
Milton Friedman y la búsqueda de un laboratorio de laissez-faire
Los tecnócratas económicos podrán estructurar una reforma
fiscal aquí, una nueva ley de seguridad social por allá o un régimen modificado
de cambio de divisas en alguna otra parte, pero en realidad nunca podrán
permitirse el lujo de una tabla rasa sobre la que construir, en su máximo
esplendor, el marco completo de sus políticas económicas favoritas. Arnold Harberger,
profesor de económicas de la U. de Chicago
Hay pocos ambientes académicos envueltos
en un aura más mítica que la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago
en la década de 1950, un lugar que era intensamente consciente de sí mismo no
sólo como escuela sino como escuela de pensamiento. No se limitaba a preparar
estudiantes, sino que construía y fortalecía la Escuela de Chicago de economía,
la creación de una agrupación de académicos conservadores cuyas ideas
representaban un baluarte revolucionario contra el pensamiento «estatista»
dominante entonces.
No se pasaba a través de las puertas del
Edificio de Ciencias Sociales, bajo un cartel que decía «La ciencia es medida»
ni se entraba en el legendario comedor, donde los estudiantes ponían a prueba
su fuste intelectual atreviéndose a desafiar a sus titánicos profesores, para
conseguir algo tan prosaico como una licenciatura. Se pasaban esas puertas para
alistarse e ir a la guerra. Como dijo Gary Becker, economista conservador ganador
del Premio Nobel, «éramos guerreros que combatíamos con la mayor parte del
resto del gremio».
Igual que el departamento psiquiátrico de
Ewen Cameron en McGill durante ese mismo periodo, la Facultad de Economía de la
Universidad de Chicago estaba subyugada por un hombre ambicioso y carismático
embarcado en una cruzada para revolucionar por completo su profesión. Ese
hombre era Milton Friedman. Aunque tenía muchos mentores y colegas que creían
igual de firmemente que él en el laissez-faire
más radical, fue el impulso de Friedman lo que aportó a la escuela su
fervor revolucionario. «La gente siempre me preguntaba: "¿Por qué estás
tan nervioso? ¿Tienes una cita con una mujer guapa?"», recuerda Becker.
«Yo decía: "No, ¡voy a una clase de economía!". Ser un estudiante con
Milton era verdaderamente mágico».
La misión de Friedman, como la de Cameron,
se basaba en el sueño de regresar a un estado de salud «natural» donde todo
estaba en equilibrio, antes de que las interferencias humanas crearan patrones
de distorsión. Si Cameron soñaba con devolver la mente humana a ese estado
puro, Friedman soñaba con eliminar los patrones de las sociedades y devolverlas
a un estado de capitalismo puro, purificado de toda interrupción como pudieran
ser las regulaciones del gobierno, las barreras arancelarias o los intereses de
ciertos grupos. También al igual que Cameron, Friedman creía que cuando la
economía estaba muy distorsionada, la única manera de alcanzar el estado previo
era infligir deliberadamente dolorosos shocks: sólo una «medicina amarga» podía borrar todas esas
distorsiones y pautas perjudiciales. Cameron usaba electricidad para provocar
sus shocks; la herramienta que
escogió Friedman fue la política, exigiendo que políticos atrevidos de países
en dificultades adoptaran la perspectiva del tratamiento de shock. A diferencia de Cameron, sin
embargo, quien podía aplicar de forma instantánea sus teorías sobre sus
pacientes desprevenidos, Friedman necesitaría dos décadas y varios giros y
evoluciones de la historia antes de disfrutar de la oportunidad de poner en
práctica en el mundo real sus sueños de creación y limpieza radical.
Frank Knight, uno de los fundadores de la
Escuela de Chicago, creía que los profesores debían «inculcar» en sus alumnos
la creencia de que cada teoría económica es «una característica sagrada del
sistema», no una hipótesis sometida a debate.4 El núcleo de buena
parte de la doctrina de Chicago era que las fuerzas económicas de la oferta,
demanda, inflación y desempleo eran como las fuerzas de la naturaleza, fijas e
inmutables. En el auténtico libre mercado imaginado en las clases y en los
textos de Chicago, estas fuerzas coexistían en perfecto equilibrio, la oferta
reaccionando con la demanda de la misma forma que la luna empuja las mareas. Si
las economías sufrían de una alta tasa de inflación era invariablemente porque,
según la estricta teoría del monetarismo de Friedman, políticos mal aconsejados
habían permitido que entrase demasiado dinero en el sistema en lugar de dejar
que el mercado alcanzase el equilibrio por sí solo. Del mismo modo que se
autorregulan los ecosistemas, manteniéndose en equilibrio, el mercado, si se le
dejaba a su libre albedrío, crearía el número preciso de productos a los
precios exactamente adecuados, producidos por trabajadores con sueldos
exactamente adecuados para comprar esos productos: un edén de pleno empleo,
creatividad sin límites e inflación cero.
Según el sociólogo de Harvard Daniel Bell,
este amor por un sistema ideal es el rasgo definitorio de la economía radical
del libre mercado. El capitalismo se considera «un precioso conjunto de
movimientos» o «una maquinaria celestial [...] una obra de arte tan perfecta
que uno le lleva a pensar en los célebres cuadros de Apeles, que pintó un
racimo de uvas tan realista que los pájaros se acercaban a comérselas».
El desafío para Friedman y sus colegas era
cómo demostrar que un mercado del mundo real podía estar a la altura de sus
fantasías perfectas. Friedman siempre se enorgulleció de acercarse a la
economía con el mismo rigor con el que un físico o un químico se acercan a sus
disciplinas. Pero los científicos del mundo físico recurrían a las reacciones
de los elementos para probar sus teorías. Friedman no podía recurrir a ninguna
economía real que demostrase que si se eliminaban todas las «distorsiones» lo
que quedaba era una sociedad de la abundancia con perfecta salud, pues ningún
país del mundo reunía los criterios necesarios para ser considerado un ejemplo
del perfecto laissez-faire. Como no
podía demostrar sus teorías en los bancos centrales o ministerios de Comercio,
Friedman y sus colegas tuvieron que contentarse con elaborar ingeniosas
ecuaciones matemáticas y modelos computarizados en los talleres de los sótanos
del Edificio de Ciencias Sociales.
Friedman había llegado a la economía
seducido por su amor hacia los números y los sistemas. En su autobiografía dice
que su momento de epifanía llegó cuando un profesor de geometría de su
instituto escribió el teorema de Pitágoras en la pizarra y entonces,
sobrecogido por su elegancia, citó un fragmento de la «Oda a una urna griega»
de John Keats: «"La belleza es la verdad, la verdad, belleza", eso es
todo / lo que sabes en la Tierra y todo lo que necesitas saber». Friedman
transmitió ese mismo éxtasis de amor por un sistema elegante y omnicomprensivo
a generaciones de economistas, junto con un deseo de simplicidad, elegancia y
rigor.
Como todas las fes fundamentalistas, la
economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos creyentes, un sistema
cerrado. La premisa inicial es que el libre mercado es un sistema científico
perfecto, un sistema en el que los individuos, siguiendo sus propios intereses,
crean el máximo beneficio para todos. Se sigue ineluctablemente que si algo no
funciona en una economía de libre mercado -alta inflación o desempleo- tiene
que ser porque el mercado no es auténticamente libre. Tiene que haber alguna
intromisión, alguna distorsión del sistema. La solución de Chicago es siempre
la misma: aplicar de forma más estricta y completa los fundamentos del libre
mercado.
Cuando Friedman murió, en 2006, los
escritores de las necrológicas se esforzaron por resumir la magnitud de su
legado. Uno de ellos escribió lo siguiente: «El mantra de Milton relativo al
libre mercado, libertad de precios, libertad de los consumidores y libertad
económica es el responsable de la prosperidad global que disfrutamos hoy en
día». Es parcialmente cierto. La naturaleza de la prosperidad global -quién se
beneficia de ella y quién no, de dónde surge- es un tema todavía abierto a
debate, por supuesto. Lo que es irrefutable es el hecho de que el manual de
reglas de libre mercado de Friedman y sus astutas estrategias para imponerlo
han hecho que algunas personas prosperen extraordinariamente y les ha
conseguido algo muy cercano a la libertad completa: ignorar las fronteras
nacionales, evitar leyes y tasación y amasar nueva riqueza.
Este don de tener ideas altamente
rentables parece hundir sus raíces en la infancia de Friedman. Sus padres
fueron inmigrantes húngaros que compraron una empresa textil en Rahway, Nueva
Jersey. El apartamento de la familia estaba en el mismo edificio que la fábrica
que, escribió Friedman, «hoy se consideraría una fábrica en la que se explotaba
a los obreros». Aquéllos eran tiempos difíciles para los patronos de fábricas
que explotaban a los obreros, con marxistas y anarquistas organizando a los
trabajadores inmigrantes en sindicatos que exigían medidas de seguridad y fines
de semana libres y que debatían la teoría de la propiedad obrera de los medios
de producción en reuniones al finalizar sus turnos de trabajo. Como hijo del
jefe, Friedman sin duda recibió un punto de vista muy distinto sobre estos
debates. Al final, la fábrica de su padre quebró, pero en sus clases y
apariciones televisivas, Friedman habló a menudo de ella, invocándola como un
ejemplo de los beneficios del capitalismo sin regulaciones, una prueba de que
incluso los peores y menos reglamentados trabajos ofrecen una forma de subir el
primer peldaño en la escalera hacia la libertad y la prosperidad.
Buena parte del atractivo de la economía
de la Escuela de Chicago era que, en unos tiempos en que las ideas de la
izquierda radical sobre el poder de los trabajadores ganaban fuerza en todo el
mundo, ofrecía una forma de defender los intereses de los propietarios que era
igual de radical y estaba imbuida de su propia forma de idealismo. En palabras
del propio Friedman, sus ideas no consistían en defender el derecho de los
propietarios de fábricas a pagar salarios bajos, sino, más bien, consistían en
una búsqueda de la forma más pura posible de «democracia participativa», puesto
que en el libre mercado «todo hombre puede votar, por así decirlo, por el color
de corbata que prefiere». Donde los izquierdistas prometían liberar a los
trabajadores de sus jefes, a los ciudadanos de la dictadura y a los países del
colonialismo, Friedman prometía «libertad individual», un proyecto que elevaba
a cada ciudadano individual por encima de cualquier actividad colectiva y les
liberaba para expresar su libre albedrío a través de sus elecciones como
consumidores. «Lo que resulta particularmente emocionante eran las mismas
cualidades que hicieron el marxismo tan atractivo para muchos otros jóvenes de
aquellos tiempos», recuerda el economista Don Patinkin, que estudió en Chicago
en los años cuarenta, «simplicidad unida a una aparente completitud lógica;
idealismo combinado con radicalismo». Los marxistas tenían su utopía
trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de los emprendedores, y ambos
afirmaban que si se salían con la suya, se llegaría a la perfección y al
equilibrio.
La cuestión, como siempre, era cómo conseguir
llegar a ese lugar maravilloso desde aquí. Los marxistas lo tenían claro: la
revolución. Había que librarse del sistema actual y reemplazarlo por el
socialismo. Para los de Chicago la respuesta no era tan clara. Estados Unidos
ya era un país capitalista pero, según lo veían ellos, lo era a duras penas.
Tanto en Estados Unidos como en todas las supuestas economías capitalistas, los
de Chicago veían interferencias por todas partes. Los políticos fijaban precios
para hacer algunos productos más asequibles; fijaban salarios mínimos para que
no se explotara a los trabajadores y para que todo el mundo tuviera acceso a la
educación, que mantenían en manos del Estado. Muchas veces podía parecer que
estas medidas ayudaban a la gente, pero Friedman y sus colegas estaban
convencidos -y lo «probaron» en sus modelos- de que lo que en realidad hacían
era un daño enorme al equilibrio del mercado y perjudicaban la capacidad de sus
diversas señales para comunicarse entre ellas. La misión de la Escuela de
Chicago, pues, era conseguir una purificación. Debían liberar al mercado de
esas interrupciones para que así el libre mercado pudiera elevar su canto.
Por este motivo los de Chicago no
consideraban al marxismo su auténtico enemigo. La auténtica fuente de sus
problemas estaba en las ideas de los keynesianos en Estados Unidos, los
socialdemócratas en Europa y los desarrollistas en lo que entonces se llamaba
el Tercer Mundo. Toda esa gente no creía en la utopía, sino en economías
mixtas, que a ojos de Chicago no eran más que horribles batiburrillos de
capitalismo para la fabricación y distribución de productos de consumo,
socialismo en la educación, propiedad del Estado en servicios básicos como el
agua y de toda clase de leyes diseñadas para atemperar los extremos del capitalismo.
Igual que el fundamentalista religioso respeta, aunque les odie, a los
fundamentalistas de otras fes y a los ateos y desprecia al creyente informal,
los de Chicago declararon la guerra a esos economistas eclécticos. Lo que
buscaban los de Chicago no era exactamente una revolución, sino una Reforma: un
retorno a un capitalismo puro, no contaminado.
Buena parte de este purismo procedía de
Friedrich Hayek, el gurú personal de Friedman, que también dio clases en la
Universidad de Chicago durante parte de la década de 1950. Aquel austriaco
austero advirtió que cualquier intervención del gobierno en la economía llevaba
a la sociedad «por el camino de la servidumbre» y debía ser evitada.
Según Arnold Harberger, que enseñó muchos
años en Chicago, «los austriacos», que era como se conocía a aquel subgrupo
dentro del grupo, defendían a capa y espada que cualquier intervención estatal
no sólo era perjudicial, sino «malvada [...]. Es como si ahí fuera hubiera una
imagen preciosa pero muy compleja, que se mantiene por sí misma en perfecto
equilibrio, ¿comprende?, y si hay una mota donde no debiera haberla, bien, se
trata de algo horrible [...] es un defecto que estropea esa belleza».
En 1947, cuando Friedman se unió a Hayek
para formar la Sociedad Mont Pelerin, un club de economistas partidarios del
libre mercado cuyo nombre procedía de su sede en Suiza, la sociedad no
consideraba adecuado defender que las empresas debían tener libertad para
gobernar el mundo como creyeran conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo
del crash de 1929 y de la Gran
Depresión que le siguió: los ahorros de toda una vida perdidos de la noche a la
mañana, los suicidios, las colas para un plato de sopa en la caridad, los
refugiados... La magnitud de aquel desastre del mercado había hecho que cobrara
fuerza la exigencia de que el gobierno participara activamente en la economía.
La Depresión no supuso el final del capitalismo, pero sí fue, como John Maynard
Keynes había previsto unos pocos años antes, «el fin del laissez-faire», el fin de la libertad del mercado para regularse a
sí mismo. Desde la década de 1930 hasta principios de la de 1950 transcurrió un
período de mucho faire: el ethos de manos a la obra del New Deal
dio paso al esfuerzo bélico, se lanzaron programas públicos que ofrecieron los
puestos de trabajo que tanta falta hacían y se diseñaron nuevos programas
sociales para evitar que un número cada vez mayor de personas se pasara a la
extrema izquierda. Fue una época en la que los pactos entre la izquierda y la
derecha no se consideraban algo sucio, sino parte de lo que muchos veían como
la noble misión de evitar un mundo -como Keynes le escribió al presidente
Franklin D. Roosevelt en 1933- en el que «ortodoxia y revolución» se vieran
obligadas «a enfrentarse entre ellas». John Kenneth Galbraith, heredero de las
ideas de Keynes en Estados Unidos, definió la principal misión de economistas y
políticos como «evitar la depresión y prevenir el desempleo».
La Segunda Guerra Mundial hizo que la
lucha contra la pobreza cobrara nueva urgencia. El nazismo había calado en
Alemania en una época en que ese país estaba sumido en una durísima depresión
económica provocada por las reparaciones de guerra impuestas tras la Primera
Guerra Mundial y agravada por la crisis de 1929. Keynes advirtió desde el
primer momento que si el mundo adoptaba una estrategia de laissez-faire respecto a la pobreza de Alemania, las consecuencias
serían terribles: «La venganza, me atrevo a predecir, no tardará en llegar». En
aquellos tiempos nadie hizo caso a sus palabras, pero cuando se reconstruyó
Europa después de la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales
abrazaron el principio de que las economías de mercado debían garantizar un
nivel de dignidad básica lo suficientemente alto como para que los ciudadanos
desilusionados no se tornaran de nuevo hacia ideologías más seductoras, fueran
el fascismo o el comunismo.
Fue este imperativo pragmático lo que
llevo a la creación de casi todo lo que asociamos hoy en día con la pasada
época del capitalismo «decente»: seguridad social en Estados Unidos, sanidad
pública en Canadá, asistencia social en Gran Bretaña y protección del
trabajador en Francia y Alemania.
En el mundo en vías de desarrollo se
imponía una tendencia similar, más radical, que se conoció con el nombre de
desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los economistas
desarrollistas afirmaban que sus países escaparían por fin de la pobreza si
llevaban a cabo una estrategia de industrialización orientada al interior en
lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada
vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. Defendían reglamentar o
incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y otras industrias
claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para
financiar un proceso de desarrollo financiado por el gobierno.
Hacia la década de 1950 los
desarrollistas, igual que los keynesianos y los socialdemócratas de los países
ricos, podían enorgullecerse de una serie de impresionantes éxitos. El
laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América
Latina, conocido como el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay y partes de
Brasil. El epicentro fue la Comisión Económica de Naciones Unidas para América
Latina, con sede en Santiago de Chile, dirigida por el economista Raúl Prebisch
desde 1950 a 1963. Prebisch formó a economistas en la teoría desarrollista y
los envió a que sirvieran de asesores económicos de gobiernos de todo el
continente. Los políticos nacionalistas como el argentino Juan Perón pusieron
en práctica sus ideas con enorme placer, volcando grandes cantidades de dinero
público en infraestructuras como autopistas y fundiciones, ofreciendo a los
empresarios locales generosos subsidios para que construyeran fábricas que
fabricaran coches o lavadoras y evitando la entrada de productos extranjeros
con unos aranceles prohibitivamente altos.
Durante este trepidante período de
expansión, el Cono Sur empezó a parecerse más a Europa o Norteamérica que a
otras partes de América Latina o del Tercer Mundo. Los trabajadores de las
nuevas fábricas fundaron poderosos sindicatos que negociaron salarios de clase
media y sus hijos estudiaron en las recién construidas universidades públicas.
La enorme distancia entre la élite de club de polo de la región y las masas
campesinas empezó a acortarse. En la década de 1950 Argentina tenía la clase
media más numerosa de todo el continente y el vecino Uruguay una tasa de
alfabetización del 95 % y un sistema de sanidad pública gratuita para sus
ciudadanos. El desarrollismo consiguió unos éxitos tan indiscutibles durante un
tiempo, que el Cono Sur de América Latina se convirtió en un símbolo para los
países pobres de todo el mundo: allí estaba la prueba de que si se seguían
políticas prácticas e inteligentes y se implementaban de forma agresiva, la
brecha de clases entre el Primer y el Tercer Mundo podía de verdad cerrarse.
El éxito de las economías planificadas -en
el norte keynesiano y en el sur desarrollista- supuso una época oscura para el
Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A los archienemigos de
los de Chicago en Harvard, Yale y Oxford los reclutaban presidentes y primeros
ministros para que les ayudaran a domar a la bestia del mercado; a casi nadie
le interesaban las atrevidas ideas de Friedman sobre dejar que se moviera
todavía más libre que antes. Había, sin embargo, unas pocas personas que sí
estaban muy interesadas en las ideas de la Escuela de Chicago. Eran pocas, pero
muy poderosas.
Para los dirigentes de las multinacionales
estadounidenses, que tenían que lidiar con un mundo en desarrollo cada vez más
hostil y unos sindicatos cada vez más poderosos en casa, los años de
crecimiento de la posguerra fueron una época inquietante. La economía crecía a
buen ritmo, se creó mucha riqueza, pero propietarios y accionistas se veían
obligados a redistribuir gran parte de esa riqueza a través de los impuestos
que gravaban a las empresas y de los salarios de los trabajadores. Era un
arreglo con el que a todo el mundo le iba bien, pero un retorno a las reglas
anteriores al New Deal podía hacer que a unos pocos les fuera mucho mejor.
La revolución keynesiana contra el laissez-faire le estaba saliendo muy
cara al sector privado. Lo que hacía falta para recuperar el terreno perdido
era claramente una contrarrevolución contra el keynesianismo, un retorno a una
forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el capitalismo de antes
de la Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio Wall Street,
no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo amigo de
Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los impuestos a
las empresas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de ser un
explotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto quedó
claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil orador,
afirmaba exactamente esas mismas cosas, éstas adquirían un cariz muy distinto.
Puede que se rechazaran como equivocadas, pero quedaban imbuidas de un aura de
imparcialidad científica. El efecto enormemente beneficioso de hacer que las
posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones
académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela de
Chicago pero además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de think tanks de derechas que darían
cobijo a los soldados de a pie de la contrarrevolución en todo el mundo.
Todo se centraba en el inquebrantable
mensaje de Friedman: todo se estropeó con el New Deal. Ahí fue donde tantos
países, «incluido el mío, empezaron a ir por el mal camino». Para que los
gobiernos volvieran al camino correcto, Friedman, en su popular libro Capitalismo y libertad, diseñó lo que se
convertiría en el manual del libre mercado y que, en Estados Unidos,
constituiría el programa económico del movimiento neoconservador.
En primer lugar los gobiernos deben
eliminar todas las reglamentaciones y regulaciones que dificulten la
acumulación de beneficios. En segundo lugar deben vender todo activo que posean
que pudiera ser operado por una empresa y dar beneficios. Y en tercer lugar
deben recortar drásticamente los fondos asignados a programas sociales. Dentro
de la fórmula de tres partes de desregulación, privatización y recortes,
Friedman tenía muchas salvedades. Los impuestos, si tenían que existir, debían
ser bajos y ricos y pobres debían pagar la misma tasa fija. Las empresas debían
poder vender sus productos en cualquier parte del mundo y los gobiernos no
debían hacer el menor esfuerzo por proteger a las industrias o propietarios
locales. Todos los precios, también el precio del trabajo, debían ser
establecidos por el mercado. El salario mínimo no debía existir. Como cosas a
privatizar, Friedman proponía la sanidad, correos, educación, pensiones e
incluso los parques nacionales. En resumen, abogaba de forma bastante descarada
por el abandono del New Deal, aquella incómoda tregua entre el Estado, las
empresas y los trabajadores que había impedido que se produjera una revolución
popular tras la Gran Depresión. La contrarrevolución de la Escuela de Chicago
pretendía que los trabajadores devolvieran las medidas de protección que habían
ganado y que el Estado abandonara los servicios que ofrecía a sus ciudadanos
para suavizar los cantos más afilados del mercado.
Y pretendía todavía más: quería expropiar
lo que gobiernos y trabajadores habían construido durante aquellas décadas de
febril actividad en el sector de las obras públicas. Los activos que Friedman
apremiaba a los gobiernos a vender eran el resultado de años de inversiones y know-how público, necesarios para
construirlos y hacerlos valiosos. Por lo que a Friedman atañía, por una
cuestión de principios había que transferir toda aquella riqueza compartida a
manos privadas.
Aunque embozada en el lenguaje de las
matemáticas y la ciencia, la visión de Friedman coincidía al detalle con los
intereses de las grandes multinacionales, que por naturaleza ansiaban nuevos
grandes mercados sin trabas. En la primera etapa de la expansión capitalista el
colonialismo aportó ese tipo de crecimiento feroz «descubriendo» nuevos
territorios y apoderándose de tierras sin pagar por ellas para luego extraer
sus riquezas sin compensar a la población local. La guerra que Friedman había
declarado contra el «Estado del bienestar» y el «gran gobierno» prometía un
nuevo frente de rápido enriquecimiento, sólo que esta vez en lugar de
conquistar nuevos territorios la nueva frontera sería el propio Estado, con sus
servicios públicos y otros activos subastados por mucho menos dinero del que
realmente valían.
La guerra contra el desarrollismo
En los Estados Unidos de la década de 1950
todavía quedaban varias décadas para acceder a ese tipo de enriquecimiento.
Incluso con un republicano de línea dura en la Casa Blanca como Dwight
Eisenhower, no había ninguna posibilidad de que se efectuara un giro radical a
la derecha como el que proponían los de Chicago: los servicios públicos y las
garantías a los trabajadores eran demasiado populares y Eisenhower tenía el ojo
puesto en las siguientes elecciones. Aunque no tenía muchas ganas de revocar el
keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que dispuesto a emprender medidas
rápidas y radicales para derrotar al desarrollismo en el extranjero. Fue una
campaña en la que la Escuela de Chicago acabaría jugando un papel fundamental.
Cuando Eisenhower juró el cargo en 1953,
Irán estaba dirigido por un líder desarrollista, Mohamed Mossadegh, que ya
había nacionalizado el petróleo, e Indonesia estaba en manos del cada vez más
ambicioso Ahmed Sukarno, que hablaba de unir todos los gobiernos nacionalistas
del Tercer Mundo en una superpotencia a la par con Occidente y el bloque
soviético. El Departamento de Estado estaba particularmente preocupado por el
creciente éxito de los nacionalismos económicos en el Cono Sur. En unos tiempos
en que buena parte del globo miraba al estalinismo y el maoísmo como
soluciones, las propuestas desarrollistas de «sustitución de importaciones»
resultaban bastante centristas. Aun así, la idea de que América Latina merecía
tener su propio New Deal tenía poderosos enemigos. A los terratenientes
feudales del continente les gustaba el antiguo statu quo, que les permitía tener grandes beneficios y una masa
inagotable de campesinos pobres para trabajar sus campos y minas. Ahora se
sentían ultrajados al ver cómo se canalizaban sus beneficios en la construcción
de otros sectores, cómo sus trabajadores exigían una redistribución de la
tierra y cómo el gobierno mantenía el precio de sus cosechas artificialmente
bajo para que la comida no resultara demasiado cara. Las empresas
estadounidenses y europeas que operaban en América Latina empezaron a plantear
quejas similares a sus respectivos gobiernos: sus productos eran bloqueados en
las aduanas, sus trabajadores exigían sueldos mayores y, lo que resultaba
todavía más alarmante, cada vez se hablaba más de nacionalizar desde las minas
hasta los bancos propiedad de extranjeros para financiar el sueño
latinoamericano de la independencia económica.
Bajo la presión de estos intereses
empresariales, surgió en los círculos de la diplomacia
estadounidense e inglesa un movimiento que intentaba colocar a los gobiernos
desarrollistas en la lógica binaria típica de la Guerra Fría. No había que
dejarse engañar por el aspecto democrático y moderado de estos gobiernos,
afirmaban estos halcones: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso
en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de
que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John
Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Alien
Dulles, director de la recién creada CIA. Antes de ocupar cargo público, ambos
habían trabajado en el legendario bufete de abogados Sullivan & Cromwell,
de Nueva York, donde habían representado a muchas de las empresas que más
tenían que perder con el desarrollismo, entre las cuales se contaban J. P.
Morgan & Company, la International Nickel Company, la Cuban Sugar Cane
Corporation y la United Fruit Company.18 Los resultados de la
influencia de los Bulles fueron inmediatos: en 1953 y 1954 la CIA lanzó sus dos
primeros golpes de Estado, ambos contra gobiernos del Tercer Mundo que se
identificaban mucho más con Keynes que con Stalin.
El primero fue en 1953, cuando un complot
de la CIA consiguió derrocar a Mossadegh en Irán y reemplazarlo por el brutal
sha. El siguiente fue el golpe que la CIA patrocinó en 1954 en Guatemala,
llevado a cabo por una petición directa de la United Fruit Company. La empresa,
que contaba con la atención de los Dulles desde sus días en Cromwell, estaba
indignada porque el presidente Jacobo Arbenz Guzmán había expropiado tierras
que no usaba (ofreciendo la correspondiente indemnización) como parte
de su proyecto para transformar Guatemala, en sus propias palabras, «de un país
atrasado con una economía predominantemente feudal en un Estado capitalista moderno»,
objetivo al parecer inaceptable. En poco tiempo se derrocó a Arbenz y la United
Fruit volvió a regir los destinos del país.
Erradicar el desarrollismo del Cono Sur,
donde había arraigado mucho más, era una cuestión mucho más compleja. Sobre
ello discutieron dos estadounidenses que se reunieron en Santiago de Chile en
1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para la
Cooperación Internacional en Chile -la agencia gubernamental que con el tiempo
se convertiría en USAID- y el segundo Theodore W. Schultz, presidente del
Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A Patterson le
preocupaba cada vez más la creciente influencia de Raúl Prebisch y los demás
economistas «rosas» de América Latina. «Lo que hay que hacer es cambiar la
formación de los hombres, influir en la educación, que es nefasta», había dicho
a un colega. Este objetivo coincidía con la creencia de Schultz de que el
gobierno de Estados Unidos no se empleaba lo necesario en la guerra intelectual
contra el marxismo. «Estados Unidos debe reconsiderar sus programas económicos
para el extranjero [...] queremos que [los países pobres] trabajen en su
salvación económica vinculándose a nosotros y que su desarrollo económico se
consiga a nuestra manera», dijo.
Los dos hombres diseñaron un plan que
convertiría Santiago, un semillero de la economía centrada en el Estado, en lo
opuesto, un laboratorio para experimentos de vanguardia sobre el mercado,
ofreciendo así a Milton Friedman lo que deseaba hacía tanto tiempo: un país en
el que poner a prueba sus queridas teorías. El plan original era sencillo: el
gobierno estadounidense pagaría para enviar a estudiantes chilenos a aprender
economía en lo que prácticamente todo el mundo reconocía que era el lugar más
rabiosamente anti «rosa» del mundo: la Universidad de Chicago. Schultz y sus
colegas en la universidad también recibirían dinero para viajar a Santiago,
investigar la economía chilena y formar estudiantes y profesores en los
fundamentos de la Escuela de Chicago.
Lo que diferenciaba este plan de los otros
muchos programas de formación estadounidenses que becaban a alumnos
latinoamericanos era su carácter desvergonzadamente ideológico. Al escoger
Chicago para formar economistas chilenos -una universidad en la que los
profesores abogaban por el casi completo desmantelamiento del gobierno con
tenaz insistencia- el Departamento de Estado estadounidense disparaba un
torpedo bajo la línea de flotación en su guerra contra el desarrollismo,
diciéndoles de hecho a los chilenos que el gobierno de Estados Unidos había
decidido qué ideas debían aprender sus mejores estudiantes y cuáles otras no.
Se trató de una intervención tan evidente de Estados Unidos en los asuntos de
Latinoamérica que cuando Albion Patterson contactó con el rector de la
Universidad de Chile, la principal universidad del país, y le ofreció una
donación con la que financiar el programa de intercambio, el rector rechazó la
oferta. Dijo que sólo participaría si su claustro podía tener influencia sobre
quién en Estados Unidos formaría a sus alumnos. Patterson contactó entonces con
el rector de una institución de menor importancia, la Universidad Católica de
Chile, un centro mucho más conservador que carecía de Facultad de Economía. El
rector de la Universidad Católica aceptó la oferta encantado y así nació lo que
en Washington y Chicago se conocería como «el Proyecto Chile».
«Hemos venido aquí a competir, no a
colaborar» dijo Schultz refiriéndose a la Universidad de Chicago, explicando
por qué el programa estaría cerrado a todos los estudiantes chilenos excepto
unos pocos elegidos. Esta postura combativa fue evidente desde el principio: el
objetivo del Proyecto Chile era producir combatientes ideológicos que ganaran
la batalla de las ideas contra los economistas «rosa» de América Latina.
Inaugurado oficialmente en
1956, el proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de
posgrado en la U. de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los
gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones estadounidenses. En 1965
se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda Latinoamérica, con una
proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La
expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y posibilitó la
creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la U. de
Chicago. Gracias a este programa hubo siempre entre cuarenta y cincuenta
estudiantes latinoamericanos en la licenciatura de economía, aproximadamente un
tercio del total de estudiantes del departamento. En programas equivalentes de
Harvard o del MIT sólo había cuatro o cinco latinoamericanos. Fue un logro
espectacular: en sólo una década, la ultraconservadora Universidad de Chicago
se convirtió en el primer destino de los latinoamericanos que querían estudiar
económicas en el extranjero, un hecho que cambiaría el curso de la historia de
la región en las décadas siguientes.
El adoctrinamiento de los visitantes en la
ortodoxia de la Escuela de Chicago se convirtió en una prioridad institucional
apremiante. El director del programa, el hombre responsable de hacer que los
latinoamericanos se sintieran bienvenidos, era Arnold Harberger, un economista
que vestía traje de safari, hablaba un español fluido, se había casado con una
chilena y se describía a sí mismo como un «misionero muy comprometido». Cuando
llegaron los primeros estudiantes chilenos, Harberger creó un «taller de Chile»
especial, donde los profesores de la Universidad de Chicago presentaban su
diagnóstico altamente ideologizado de los problemas del país sudamericano y
ofrecían sus recetas científicas para arreglarlos.
«Chile y su economía se convirtieron de
repente en uno de los tópicos de conversación habituales en el departamento de
Economía», recuerda André Gunder Frank, que estudió con Friedman en la década de
1950 y luego se convirtió en un economista desarrollista reconocido a nivel
mundial. Todas las políticas de Chile se pusieron bajo el
microscopio y se consideraron defectuosas: su sólida red de seguridad social,
su proteccionismo de la industria nacional, sus barreras arancelarias, su
control de precios. A los estudiantes se les enseñó a despreciar esos intentos
de aliviar la pobreza y muchos de ellos dedicaron sus tesis doctorales a
diseccionar las locuras del desarrollismo latinoamericano. Cuando Harberger
regresaba de sus frecuentes viajes a Santiago en los años cincuenta y sesenta,
Gunder Frank recuerda que se dedicaba a fustigar el sistema educativo y
sanitario de Santiago de Chile -los mejores del continente-, a los que
consideraba «intentos absurdos de vivir por encima de sus medios
subdesarrollados».
Dentro de la Fundación Ford había
preocupación por financiar un programa tan abiertamente ideológico. Algunos
señalaron que los únicos conferenciantes latinoamericanos a los que se invitaba
a dirigirse a los estudiantes eran ex alumnos del propio programa. «Aunque la
calidad y el impacto de esta empresa son innegables, su estrechez de miras
ideológicas es un defecto grave», escribió Jeffrey Puryear, un especialista
latinoamericano de Ford en uno de los informes internos de la fundación. «Los
intereses de los países en vías de desarrollo no están bien cubiertos si se les
expone sólo un punto de vista.» Esta evaluación no impidió que Ford continuara
financiando el programa.
Cuando el primer grupo de chilenos regresó
a casa al terminar sus estudios en Chicago, eran «más friedmanitas que el
propio Friedman», en palabras de Mario Zañartu, un economista de la Universidad
Católica de Chile.* Muchos trabajaron como profesores de economía en la
Facultad de Económicas de la U. Católica, a la que convirtieron rápidamente en
su pequeña Escuela de Chicago en el centro de Santiago: el mismo programa
educativo, los mismos textos en inglés y la misma inflexible insistencia en el
conocimiento «puro» y «científico».
Hacia 1963, doce de los trece miembros del
claustro a tiempo completo de la facultad eran graduados del programa de la U. de
Chicago y Sergio de Castro, uno de los primeros graduados, fue nombrado decano
de la facultad. Ahora ya no hacía falta que los estudiantes chilenos viajaran a
Estados Unidos: cientos de ellos podían recibir una educación al estilo de la
Escuela de Chicago sin salir de casa.
* Water Heller, el famoso
economista del gobierno de Kennedy, se burló en una ocasión de los seguidores
de Friedman comparándolos con una secta y diciendo que se dividían en tres
categorías: «Algunos son friedmanos, otros friedmanianos, otros fried-mánicos y
otros friedmaníacos.»
A los estudiantes que participaron en el
programa, fuera en Chicago o en su franquicia de Santiago, se les conocía como
«los Chicago Boys». Gracias a más fondos de USAID, los Chicago Boys chilenos se
convirtieron en entusiastas embajadores regionales de las ideas que los
latinoamericanos llaman «neoliberalismo», y viajaron a Argentina y Colombia
para abrir más franquicias de la U. de Chicago para así «expandir este
conocimiento por toda Latinoamérica, enfrentándose a las posiciones ideológicas
que impedían la libertad y perpetuaban la pobreza y el atraso», según lo
expresó un graduado chileno.
Juan Gabriel Valdés, ministro de Asuntos
Exteriores chileno en la década de 1990, describió el proceso mediante el cual
se formó a cientos de economistas chilenos en la ortodoxia de la Escuela de
Chicago como «un asombroso ejemplo de una transferencia organizada de ideología
desde EU a un país de su esfera directa de influencia [...] la educación de
estos chilenos derivó de un proyecto específico diseñado en la década de 1950
para influir en el desarrollo del pensamiento económico chileno». Señaló que
«han introducido en la sociedad chilena ideas que son completamente nuevas,
conceptos enteramente ausentes en el "mercado de las ideas"».
Fue una forma desvergonzada de imperialismo
intelectual. Hubo, sin embargo, un problema: el sistema no funcionaba. Según un
informe de 1957 de la U. de Chicago a sus financiadores del Departamento de
Estado, «el propósito principal del proyecto» era formar a una generación de
estudiantes «que se convirtieran en los líderes intelectuales de los asuntos
económicos en Chile». Pero los Chicago Boys no habían alcanzado el
gobierno de sus países en ninguna parte. De hecho, estaban quedándose atrás.
A principios de la década de 1960 el principal
debate económico en el Cono Sur no era el sostenido entre el capitalismo del laissez-faire y el desarrollismo, sino
el que hablaba de cómo conseguir llevar el desarrollismo a su siguiente fase.
Los marxistas defendían nacionalizaciones masivas y reformas agrarias
radicales; los centristas decían que la clave estaba en una cooperación
económica mayor entre los países latinoamericanos, con el objetivo de
transformar la región en un poderoso bloque comercial que pudiera rivalizar con
Europa y América del Norte. En las urnas y en las calles, el Cono Sur estaba
dando un giro a la izquierda.
En 1962 Brasil avanzó decididamente en esa
dirección bajo la presidencia de Joao Goulart, un nacionalista económico
decidido a redistribuir la tierra, ofrecer salarios más altos a los
trabajadores y poner en marcha un atrevido plan que obligaría a las
multinacionales extranjeras a reinvertir parte de sus beneficios en la economía
brasileña en lugar de llevárselos corriendo del país para distribuirlos entre
sus accionistas de Nueva York y Londres. En Argentina, un gobierno militar
trataba de derrotar unas propuestas similares prohibiendo que el partido de
Juan Perón se presentase a las elecciones, pero sólo consiguió radicalizar
todavía más a una nueva generación de jóvenes peronistas, muchos de los cuales
estaban dispuestos a recurrir a las armas para recuperar el país.
Fue en Chile -el epicentro del experimento
de Chicago- donde la derrota en la batalla de las ideas se hizo más evidente.
En las históricas elecciones chilenas de 1970 el país se había desplazado tan a
la izquierda que, sin excepción, los tres principales partidos políticos
estaban a favor de nacionalizar la principal fuente de dividendos del país: las
minas de cobre controladas por grandes empresas mineras estadounidenses. En
otras palabras, el Proyecto Chile había sido un fracaso muy caro. Como
combatientes ideológicos que libraban una pacífica batalla de ideas con sus
enemigos de la izquierda, los Chicago Boys habían fracasado completamente en su
misión. No sólo el debate económico seguía derivando más y más a la izquierda,
sino que los Chicago Boys eran tan poco importantes que ni siquiera se les
tenía en cuenta en ninguna franja del abanico electoral chileno.
Todo podría haber acabado aquí, con el
Proyecto Chile convertido sólo en una nota a pie de página sin importancia de
la historia, pero sucedió algo que rescató de la oscuridad a los Chicago Boys:
Richard Nixon fue elegido presidente de Estados Unidos. Nixon «tenía una
política exterior creativa y, en general, bastante efectiva», dijo con
entusiasmo Friedman. Y en ninguna parte fue más creativa que en Chile.
Fue Nixon quien les daría a los Chicago
Boys y a sus profesores algo con lo que siempre habían soñado: una oportunidad
de demostrar que su utopía capitalista era más que una teoría de un taller
académico de un sótano, una oportunidad para rehacer un país desde cero. La
democracia había sido poco hospitalaria con los Chicago Boys en Chile; la
dictadura se demostraría mucho más acogedora.
El gobierno
de Unidad Popular de Salvador Allende ganó las elecciones de 1970 en Chile con
un programa que prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la
economía que estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. Allende
pertenecía a una nueva raza de revolucionario latinoamericano: igual que el Che
Guevara, era médico, pero a diferencia del Che, también lo parecía, pues su
imagen y su traje de tweed lo
alejaban de la imagen romántica de la guerrilla. Podía pronunciar discursos tan
feroces como los de Fidel Castro, pero era un demócrata convencido que creía
que el cambio socialista en Chile debía llegar a través de las urnas, no a
través de las armas. Cuando Nixon se enteró de que habían escogido presidente a
Allende, lanzó su famosa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que
«hiciera chillar a la economía». La elección también resonó con fuerza en el
departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Arnold Harberger estaba
en Chile cuando ganó Allende. Escribió una carta a sus colegas describiendo el
acontecimiento como una «tragedia» e informándoles de que «en los círculos de
la derecha se plantea en ocasiones la idea de un golpe militar».
Aunque Allende se comprometió a negociar
indemnizaciones justas para compensar a las
empresas que perdían propiedades e inversiones, las multinacionales
estadounidenses temían que Allende representara el comienzo de una tendencia
general en toda América Latina, y muchas no estaban dispuestas a aceptar perder
unos recursos que se habían convertido en una porción importante de sus
beneficios. Hacia 1968, el 20 % del total de inversiones extranjeras de EU se
dirigían a Latinoamérica y las empresas estadounidenses tenían 5.436 filiales
en la región. Los beneficios que producían estas inversiones eran
sobrecogedores. Las empresas mineras habían invertido mil millones de dólares
durante los cincuenta años previos en la industria minera chilena - la mayor
del mundo -, pero a cambio habían enviado a casa 7.200 millones de dólares de
beneficios.
En cuanto Allende ganó las elecciones, e
incluso antes de que jurara el cargo, las empresas estadounidenses le
declararon la guerra a su administración. El centro de esta actividad fue el
Comité Ad Hoc de Chile, con sede en Washington y formado por las principales
empresas mineras estadounidenses con propiedades en Chile, así como por la
empresa que, de hecho, lideraba el comité, International Telephone and Telegraph
Company (ITT), que poseía el 70 % de la compañía telefónica chilena, que pronto
iba a nacionalizarse. Purina, Bank of America y Pfizer Chemical también
enviaron delegados al comité en varias fases de su existencia.
El único propósito del comité era obligar
a Allende a desistir de su campaña de nacionalizaciones «enfrentándole con el
colapso económico». Tenían muchas ideas sobre cómo causar dolor a Allende.
Según las actas de las reuniones que se han hecho públicas, las empresas
planeaban bloquear los créditos estadounidenses a Chile y «discretamente, hacer
que los grandes bancos privados de EU hicieran lo mismo. Conferenciar con
bancos extranjeros con el mismo objetivo. Evitar comprar productos a Chile
durante los próximos seis meses. Utilizar la reserva de cobre de EU en lugar de
comprar cobre chileno. Provocar una escasez de dólares en Chile». Y la lista
sigue.
Allende nombró a su íntimo amigo Orlando
Letelier embajador en Washington. Recayó en él la labor de negociar las condiciones
de la expropiación con las mismas empresas que conspiraban para sabotear el
gobierno de Allende. Letelier, un hombre extrovertido y divertido con el bigote
arquetípico de los años setenta y una arrasadora voz de cantante, era una
persona muy querida en los círculos diplomáticos. Su hijo Francisco recuerda
con particular alegría los momentos en que su padre tocaba la guitarra y
cantaba canciones populares en las fiestas con amigos en su casa de Washington.40
Pero incluso a pesar de todo el encanto y la habilidad de Letelier, las
negociaciones nunca tuvieron ninguna posibilidad de éxito.
En marzo de 1972, en medio de la tensa
negociación de Letelier con ITT, Jack Anderson, un columnista cuyos artículos
estaban sindicados a una serie de periódicos, publicó una explosiva serie de
reportajes basados en documentos que demostraban que la compañía telefónica
había conspirado en secreto con la CIA y el Departamento de Estado para impedir
que Allende jurara el cargo dos años atrás. Ante aquellas acusaciones, y con
Allende todavía en el poder, el Senado de Estados Unidos, controlado por los
demócratas, inició una investigación y descubrió un extenso complot en el que
ITT había ofrecido un millón de dólares en sobornos a la oposición chilena y
«había tratado de que la CIA participara en un plan para manipular de forma
encubierta el resultado de las elecciones chilenas».
El informe del Senado, publicado en junio
de 1973, descubrió también que cuando el plan fracasó y Allende llegó al poder,
ITT adoptó una nueva estrategia diseñada para asegurarse de que «no se
mantuviera en el cargo ni seis meses». Lo que más alarmó al Senado fue la
relación entre los directivos de ITT y el gobierno de Estados Unidos. A través
de los testimonios y documentos obtenidos durante la investigación, quedó claro
que ITT participaba directamente en el diseño al más alto nivel de la política
estadounidense respecto a Chile. En un momento dado, un directivo importante de
ITT escribió al asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, y le sugirió que
«sin informar al presidente Allende se colocaran en la categoría de
"revisándose" todos los fondos de ayuda internacional estadounidense
ya asignados a Chile». La empresa se tomó además la libertad de preparar una
estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que contenía una
petición clara de un golpe de Estado: «Contacten con fuentes fiables dentro del
ejército chileno», decía, «[...] alimenten y planifiquen su descontento con
Allende y luego propongan la necesidad de apartarlo del poder».
Cuando el comité del Senado les apretó las
tuercas sobre sus desvergonzados intentos de emplear el poder del gobierno de Estados Unidos
para subvertir el proceso constitucional chileno sólo para hacer prosperar los
propios intereses económicos de ITT, el vicepresidente de la empresa, Ned
Gerrity, pareció auténticamente confuso. «¿Qué hay de malo en preocuparse por
el número 1?» preguntó. El comité contestó en su informe: «"El número
1" no debe jugar un papel que no le corresponde en el diseño de la
política exterior estadounidense».
Aun así, a pesar de los años de implacable
juego sucio de Estados
Unidos, durante los que ITT fue simplemente el
ejemplo más público, en 1973 Allende seguía en el poder. Ocho millones de
dólares invertidos en operaciones secretas no habían conseguido debilitar su
popularidad. En las elecciones de mitad de mandato de ese año, el partido de
Allende incluso ganó terreno respecto a las elecciones de 1970. Estaba claro
que el deseo de un modelo económico distinto no había calado en Chile y que el
apoyo a una alternativa socialista ganaba terreno. Para los opositores de
Allende, que llevaban planeando derrocarlo desde el mismo día en que se
conocieron los resultados de las elecciones de 1970, eso significaba que sus
problemas no iban a solucionarse simplemente librándose de él, pues simplemente
le sustituiría algún otro. Hacía falta un plan más radical.
Lecciones sobre
el cambio de régimen: Brasil e Indonesia
Los oponentes de Allende habían estudiado
concienzudamente dos posibles modelos de «cambio de régimen». Uno era el de
Brasil, el otro el de Indonesia. Cuando la junta brasileña, dirigida por el
general Humberto Castello Branco y apoyada por Estados Unidos,
se hizo con el poder en 1964, el ejército tenía el plan de no sólo revocar los
programas favorables a los pobres de Joao Goulart sino de convertir Brasil en
un país totalmente abierto a la inversión extranjera. Al principio los
generales brasileños trataron de imponer su programa de un modo relativamente
pacífico. No hubo muestras abiertas de brutalidad, no hubo arrestos
generalizados, y aunque con posterioridad se descubrió que algunos
«subversivos» habían sido brutalmente torturados durante este período, el
número fue lo bastante pequeño (y Brasil lo bastante grande) para que los
rumores sobre ello casi no pasaran de los muros de las cárceles. La Junta se
esforzó también por mantener ciertos visos de democracia, incluyendo una
limitada libertad de prensa y de reunión, por lo que a la toma del poder de los
militares se la conoció como el «golpe de los caballeros».
A finales de la década de 1960 muchos
ciudadanos utilizaron esas libertades limitadas para expresar su ira por la
pobreza cada vez mayor de Brasil, de la que culpaban al programa económico pro
empresarios del gobierno, buena parte de él diseñado por graduados de la Universidad de Chicago. Hacia 1968 las calles
estaban saturadas de manifestaciones anti-junta, las mayores convocadas por los
estudiantes, y el régimen estaba en serio peligro. En un gambito desesperado para
mantenerse en el poder, el ejército cambió radicalmente de táctica: se
eliminaron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las
libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la
Comisión de la Verdad que luego se establecería en Brasil, «los asesinatos
ordenados por el Estado se convirtieron en habituales».
El golpe de Indonesia en 1965 siguió una
ruta muy distinta. Desde la Segunda Guerra Mundial, el país había sido
gobernado por el presidente Sukarno, el Hugo Chávez de aquellos tiempos (aunque
desprovisto del gusto de Chávez por las elecciones). Sukarno irritó a los
países ricos con medidas proteccionistas para la economía de Indonesia,
redistribuyendo la riqueza y echando al Fondo Monetario Internacional
y al Banco Mundial,
a los que acusó de ser meras tapaderas de los intereses de las multinacionales
occidentales. Aunque Sukarno era un nacionalista, no un comunista, trabajó muy
unido al Partido Comunista, que tenía tres millones de afiliados. Los gobiernos
de Estados Unidos
y Gran Bretaña estaban decididos a acabar con el gobierno de Sukarno.
Documentos desclasificados muestran que la CIA había recibido órdenes desde los
altos escalafones de la administración para «liquidar al presidente Sukarno,
dependiendo de la situación y de las oportunidades que se presenten».
Después de varios intentos fallidos, la
oportunidad se presentó en octubre de 1965, cuando el general Suharto, apoyado
por la CIA, empezó a hacerse con el poder y a erradicar a la izquierda. La CIA
había compilado en secreto una lista de los principales líderes de la izquierda
del país, un documento que acabó en manos de Suharto, mientras que el Pentágono
le ayudó suministrándole armas y radios de campaña para que las fuerzas del ejército
indonesio pudieran comunicarse en las partes más remotas del archipiélago.
Suharto envió entonces a sus soldados a cazar a los cuatro o cinco mil
izquierdistas que aparecían en sus «listas de ejecuciones», tal y como las
llamaba la CIA. La embajada de EU
recibía regularmente informes sobre los progresos realizados.46
Conforme llegaba la información, la CIA iba tachando nombres de la lista hasta
que quedó convencida de que la izquierda indonesia había sido efectivamente
erradicada. Una de las personas que participaron en la operación fue Robert J.
Martens, que trabajaba en la embajada estadounidense en Yakarta. «En realidad
fue una enorme ayuda para el ejército», le contó a la periodista Kathy Kadane
veinticinco años después. «Probablemente mataron a mucha gente, y probablemente
yo tenga mucha sangre en mis manos, pero no fue del todo malo. Llega un momento
en el que tienes que golpear con fuerza en el instante decisivo».
Las listas de ejecuciones cubrían los
objetivos específicos a eliminar; las masacres indiscriminadas por las que
Suharto se hizo tristemente célebre fueron, en su mayor parte, delegadas a los
estudiantes religiosos. El ejército los entrenó rápidamente y los envió a
pueblos con instrucciones del jefe de la marina de «barrer» el campo de
comunistas. «Con alegría -escribió un periodista-, llamaban a sus partidarios,
se echaban al cinto sus machetes y pistolas, la maza sobre el hombro y
embarcaban para cumplir la misión que tanto tiempo llevaban queriendo
realizar». En poco más de un mes al menos medio millón y probablemente hasta un
millón de personas fueron asesinadas, «masacradas a miles», según Time. En Java Oriental, «los que han
viajado a esas áreas hablan de pequeños ríos y riachuelos literalmente
atascados de cadáveres; el transporte fluvial resulta imposible por todas
partes».
La experiencia indonesia fue estudiada con
mucha atención por los individuos e instituciones que planeaban el
derrocamiento de Salvador Allende en Washington y en Santiago. Lo que resultaba
interesante no era sólo la brutalidad de Suharto sino el extraordinario papel
que había jugado un grupo de economistas indonesios educados en la Universidad
de California en Berkeley, conocidos como la «mafia de Berkeley». Suharto
resultó muy efectivo en la labor de librarse de la izquierda, pero fue la mafia
de Berkeley quien preparó el plan económico para el futuro del país.
Los paralelismos con los Chicago Boys
eran sorprendentes. La mafia de Berkeley había estudiado en EU como parte de un programa que había empezado
en 1956 financiado por la Fundación Ford. También habían vuelto a casa y creado
una fiel copia de un Departamento de Economía al estilo occidental en la
Facultad de Económicas de la U. de Indonesia. Ford había enviado a profesores
estadounidenses a Yakarta para establecer la escuela, igual que los profesores
de Chicago habían ido a ayudar al nuevo Departamento de Economía de Santiago.
«Ford creía que estaba formando a los tipos que liderarían el país cuando
Sukarno se fuera», explicó lacónicamente John Howard, entonces director del
Programa Internacional Ford de Formación e Investigación.
Los estudiantes financiados por Ford se
convirtieron en los líderes de los grupos de los campus que participaron en el
derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó estrechamente con el
ejército en los preparativos del golpe, desarrollando «planes de contingencia»
por si el gobierno caía de repente.* Estos jóvenes economistas ejercían
una enorme influencia en el general Suharto, que no sabía nada de altas
finanzas. Según la revista Fortune, la
mafia de Berkeley grababa clases de economía en cintas para que Suharto las
pudiera escuchar en su casa. Cuando se reunían con él personalmente, «el
presidente Suharto no se limitaba a escuchar, sino que tomaba apuntes», recordó
con orgullo un miembro del grupo.54 Otro graduado de Berkeley
definió la relación de este modo: nosotros «ofrecimos a los líderes del
ejército -el elemento crucial del nuevo orden- un "recetario" con
soluciones para enfrentarse a los graves problemas económicos de Indonesia. El
general Suharto, como comandante en jefe del ejército, no sólo aceptó el
recetario sino que quiso que los autores de las recetas se convirtieran en sus
asesores económicos». Y así fue. Suharto llenó su gobierno de miembros de la
mafia de Berkeley, entregándoles todos los puestos económicos importantes,
incluidos el Ministerio de Comercio y la embajada en Washington.
* No todos los
profesores estadounidenses enviados bajo este programa se sintieron cómodos en
este papel. «Yo creía que la universidad no debía implicarse en lo que
esencialmente estaba convirtiéndose en una rebelión contra el gobierno», dijo
Len Doyle, el profesor de Berkeley que dirigía el programa de formación en
economía de Ford en Indonesia. Ese punto de vista hizo que enviaran a Doyle de
vuelta a California y le reemplazasen por otra persona.
Este
equipo económico, formado en una escuela mucho menos ideológica, no eran
radicales anti-Estado como los Chicago Boys. Creían que el gobierno debía
desempeñar un papel en la gestión de la economía nacional de Indonesia, y
asegurarse de que los productos básicos como el arroz eran asequibles. Sin
embargo, la mafia de Berkeley fue de lo más generosa con los inversores
extranjeros que ansiaban caer sobre las inmensas riquezas minerales y la
abundancia petrolífera de Indonesia, descrita por Nixon como el «gran tesoro
del Sureste asiático».* Se aprobaron leyes que permitían a empresas
extranjeras el control total de estos recursos, se concedieron «vacaciones fiscales» por
doquier y en menos de dos años, las riquezas naturales de Indonesia -el cobre,
el níquel, las maderas nobles, el caucho y el petróleo- estaban repartidos
entre las multinacionales más importantes de la industria minera y energética
mundial.
* Curiosamente,
Arnold Harberger se convirtió en asesor del Ministerio de Finanzas de Suharto
en 1975.
Para los que planeaban derrocar a Allende
justo al mismo tiempo que el programa de Suharto empezaba a funcionar, las
experiencias de Brasil e Indonesia resultaban una útil panorámica de
contrastes. Los brasileños habían hecho escaso uso del poder del shock, y habían esperado años antes de
mostrar su apetito por lo brutal. Fue un error casi fatal, puesto que sus
adversarios tuvieron ocasión de reagruparse y algunos pudieron organizar facciones izquierdistas y guerrillas armadas. Aunque la Junta
logró mantener las calles limpias, la creciente oposición actuó como un
elemento obstaculizador de sus planes económicos.
Por contra, Suharto había probado que si
se empleaba una represión masiva de forma previa, el país caería en un estado
de shock que permitiría eliminar toda
resistencia aun antes de que cobrara vida. Utilizó tácticas de terror sin
vacilar, más allá de lo imaginable, y logró que un pueblo que apenas unas
semanas antes pugnaba por establecer su independencia terminara cediendo,
absolutamente aterrado, el control total del gobierno a Suharto y sus verdugos.
Ralph McGehee, director de operaciones de la CIA de alto rango durante los años
del golpe militar, dijo que Indonesia era una «operación de manual. [...] La
forma en que Suharto llegó al poder está relacionada con todas las operaciones
y golpes sangrientos en los que Washington participó o que activó. El éxito de
esa acción implicaba que se repetiría una y otra vez».
La otra lección esencial procedente de
Indonesia tenía que ver con la alianza previa
entre Suharto y la mafia de Berkeley. Dado que estaban dispuestos a ocupar
posiciones «tecnócratas» en el nuevo gobierno y ahora que Suharto ya era un
converso, el golpe no sólo eliminó la amenaza nacionalista sino que transformó
Indonesia en uno de los lugares más agradables y cómodos para los inversores
extranjeros de todo el mundo.
A medida que crecían las tensiones que
desencadenarían el golpe militar contra Allende, un escalofriante aviso
apareció con pintadas rojas en las calles de Santiago. «Yakarta se acerca»,
decía.
Poco después de resultar elegido Allende,
sus oponentes nacionales empezaron a imitar la pauta indonesia con inquietante
precisión. La U. Católica, hogar de los
Chicago Boys, se convirtió en la zona cero de creación de lo que la CIA
denominó «clima de golpe».
Muchos estudiantes se afiliaron al frente
fascista Patria y Libertad, y desfilaron al paso de oca por las calles de
Santiago de Chile en abierta imitación de las Juventudes Hitlerianas. En
septiembre de 1971, tras un año de mandato de Allende, los principales líderes
empresariales chilenos celebraron una reunión de emergencia en la ciudad
costera de Viña del Mar para desarrollar una estrategia coherente para el
cambio de régimen. Según Orlando Sáenz, presidente de la Sociedad de Fomento
Fabril (generosamente financiada por la CIA y por muchas multinacionales afines
en Washington), los allí reunidos decidieron que «el gobierno de Allende era
incompatible con la libertad en Chile y con la existencia de la empresa
privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno».
Los empresarios organizaron una «estructura de guerra»; una parte establecería
relaciones con el ejército, y otra sección, según Sáenz, se ocuparía de
«diseñar programas de gobierno alternativos que se presentarían sistemática-mente
a las fuerzas armadas».
Sáenz reclutó a varios elementos clave de
los Chicago Boys para preparar esos programas alternativos y los instaló en
unas dependencias cercanas al palacio presidencial en Santiago. El grupo,
dirigido por el recién llegado de Chicago Sergio de Castro y por Sergio
Undurraga, su colega de la Universidad Católica, empezó a reunirse en secreto
con regularidad semanal, para desarrollar detalladas propuestas sobre cómo
reconstruir radicalmente la estructura económica del país siguiendo los
dictados neoliberales. Según una posterior investigación del Senado
estadounidense, «más del 75 % de la financiación de esta organización de
investigación de la oposición» procedía directamente de la CIA.
Durante algún tiempo, la planificación del
golpe transcurrió por dos vías paralelas diferenciadas: los militares
conspiraban para exterminar a Allende y a sus seguidores, mientras los
economistas se ocupaban de la exterminación de su ideario. Cuando el clima
llegó al punto de ebullición adecuado para una solución violenta, los dos
canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto Kelly -un empresario
relacionado con el periódico El Mercurio,
financiado por la CIA-, como el mensajero entre ambas partes. A través de
Kelly, los Chicago Boys enviaron un resumen de cinco páginas de su programa de
medidas económicas al almirante de la Marina a cargo del plan militar. Éste dio
su aprobación, y a partir de entonces los Chicago Boys trabajaron contrarreloj
para tener el programa listo el día del golpe militar.
Su biblia económica, de más de quinientas
páginas -un detallado programa que sería la guía de la Junta durante sus
primeros días- llegó a conocerse en Chile como «el ladrillo». Según un comité
del Senado que investigó lo sucedido, «los colaboradores de la CIA estuvieron
implicados en la elaboración de un plan económico inicial que fue la base de
las decisiones más importantes de la Junta durante su etapa inicial».64
Ocho de los diez principales autores del «ladrillo» habían estudiado economía
en la Universidad de Chicago.
Aunque el derrocamiento de Allende fue descrito
universalmente como un golpe militar, Orlando Letelier, el embajador de Allende
en Washington, lo consideró una colaboración conjunta entre el ejército y los
economistas. «Los "Chicago Boys", como se les conoce en Chile -
escribió Letelier-, convencieron a los generales de que podían complementar la
brutalidad de éstos con los activos intelectuales de los que carecían».
Cuando finalmente se produjo, el golpe de
Chile presentó tres formas distintas de shock,
una receta que se repetiría en países vecinos y que surgiría de nuevo, tres
décadas más tarde, en Irak. El shock del
propio golpe militar fue seguido inmediatamente por dos formas adicionales de
choque. Una de ellas fue el «tratamiento de choque» capitalista marca de la casa Milton Friedman, una técnica que cientos de economistas
latinoamericanos habían aprendido durante sus estancias en la U. de Chicago y a
través de las diversas instituciones y franquicias del método. El otro fueron
las técnicas de shock de Ewen
Cameron, la privación sensorial y la
aplicación de drogas y otras tácticas, recopiladas ya en el manual Kubark y diseminadas por toda la zona
gracias a los amplios programas de entrenamiento de la CIA de los que se habían
beneficiado la policía y los estamentos militares latinoamericanos.
Las tres formas de shock convergieron en los cuerpos de los ciudadanos
latinoamericanos y en el cuerpo político de la zona, desatando un huracán sin fin de destrucción y reconstrucción mutuamente
reforzadas, eliminación y creación, en un ciclo monstruoso. El choque del golpe
militar preparó el terreno de la terapia de shock
económica. El shock de las
cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo impedían cualquier
oposición frente a la introducción de medidas económicas. De este laboratorio
vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la primera victoria
de su contrarrevolución global.
Segunda Parte
La
primera prueba dolores de parto
‘Las teorías de
Milton Friedman le dieron el Premio Nobel; a Chile le dieron el general
Pinochet’. Eduardo Galeano,
Días y noches de amor y de guerra.
‘No creo que nunca
me hayan considerado «malvado»’. Milton Friedman, citado en The
Wall Street Journal, julio 22 de 2006
Capítulo 3
Estados de Shock
El sangriento nacimiento de la contrarrevolución
Las injurias deben hacerse de una vez, de modo que, al tener
menos tiempo para saborearlas, ofendan menos. Nicolás Maquiavelo, El
príncipe, 1513
Si se adoptase esta estrategia del shock, creo que debería
anunciarse públicamente con detalle, para pasar a estar en vigor al poco
tiempo. Cuanto más información tenga el público, más facilitará su reacción al
ajuste.
Milton Friedman en una
carta al general Augusto Pinochet, 21 de abril de 1975
El general Augusto Pinochet
y sus seguidores se refirieron siempre a los hechos del 11 de septiembre de
1973 no como un golpe de Estado sino como «una guerra». Santiago de Chile,
desde luego, parecía zona de guerra: carros blindados abrían fuego conforme
avanzaban a través de los bulevares y los edificios del gobierno eran atacados
por cazas de combate. Pero había algo extraño en esa guerra: sólo combatía un
bando.
Desde el principio, Pinochet
tuvo el completo control del ejército, la Armada, los marines y la policía. El
presidente Salvador Allende, mientras tanto, se opuso a que sus seguidores se
organizaran en ligas de defensa, así que no disponía de ejército propio. La
única resistencia procedió del palacio presidencial, La Moneda, y de los
tejados a su alrededor, desde donde Allende y sus allegados intentaron con
gallardía defender la sede de la democracia chilena. No se puede decir que
fuera una lucha justa: a pesar de que en el interior del palacio sólo había
treinta y seis defensores fieles a Allende, los militares lanzaron veinticuatro
cohetes contra el palacio.
Pinochet, el vanidoso y volátil comandante (cuya constitución recordaba a la
de los tanques en los que se desplazaba), claramente quería que el
acontecimiento fuera lo más dramático y traumático posible. A pesar de que el
golpe no fue una guerra, estaba diseñado para parecerlo, lo que lo convierte en
un precursor chileno de la estrategia de shock
y conmoción. Difícilmente podría el shock
haber sido mayor. A diferencia de la vecina Argentina, que había sido
dirigida por seis gobiernos militares en los cuarenta años previos, Chile
carecía de experiencia en ese tipo de violencia: había disfrutado de 160 años
de pacífico gobierno democrático, los últimos 41 ininterrumpidos.
Ahora el palacio
presidencial estaba en llamas y de él se sacaba el cuerpo amortajado del
presidente sobre una camilla mientras se obligaba a sus colegas más próximos a
estirarse boca abajo en la calle bajo las bocas de los rifles de los soldados.*
A pocos minutos en coche del palacio presidencial, Orlando Letelier, que acababa
de retornar de Washington para tomar el puesto de ministro de Defensa de Chile,
había ido a su despacho en el ministerio esa mañana. Tan pronto como entró por
la puerta, doce soldados vestidos con uniforme de combate se echaron sobre él,
todos apuntándole con sus ametralladoras.
* Allende fue descubierto con
la cabeza descerrajada por un tiro. Continúa el debate sobre si fue alcanzado
por una de las balas que se dispararon contra La Moneda o si se suicidó, prefiriendo
morir a dejar en la memoria colectiva de los chilenos la imagen de su
presidente electo rindiéndose ante un ejército insurrecto. La segunda teoría es
más creíble.
En los años que llevaron al
golpe, asesores estadounidenses, muchos de ellos de la CIA, habían excitado el
ánimo del ejército chileno, atizando un anticomunismo rabioso y persuadiendo a
los militares de que los socialistas eran, de hecho, espías rusos, una fuerza
ajena a la sociedad chilena, una especie de «enemigo interior» crecido en casa.
Lo cierto es que fueron los militares los que se convirtieron en el auténtico
enemigo doméstico, dispuestos a volver sus armas contra la población que habían
jurado proteger.
Con Allende muerto, su
gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia popular, la
gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. Letelier y los
demás prisioneros «VIP» fueron al final trasladados a la gélida isla Dawson, en
el sur del estrecho de Magallanes, la versión pinochetista de los campos de concentración
siberianos. Pero matar y encarcelar al gobierno no era suficiente para la nueva
Junta Militar chilena. Los generales estaban convencidos de que sólo podrían
retener el poder si lograban que los chilenos vivieran completamente
aterrorizados, como había pasado con la población de Indonesia. En los días que
siguieron al golpe, unos trece mil quinientos civiles fueron arrestados,
subidos a camiones y encarcelados, según un informe de la CIA recientemente
desclasificado. Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de
Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional. Dentro del Estadio
Nacional, la muerte reemplazó al fútbol como espectáculo público. Los soldados
paseaban entre las gradas al sol acompañados de colaboradores encapuchados que señalaban a los «subversivos» entre los detenidos; los
seleccionados eran enviados a los vestuarios o a los palcos, transformados en
improvisadas cámaras de tortura. Cientos fueron ejecutados. Cuerpos sin vida
empezaron a aparecer en las cunetas de las principales carreteras o flotando en
mugrientos canales urbanos.
Para asegurarse de que el
terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió a su comandante más
despiadado, el general Sergio Arellano Stark, en helicóptero en una misión en
las provincias del norte para visitar una serie de prisiones en las que se
retenía a «subversivos». En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la
muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más alto, a veces hasta
veintiséis a la vez, y los ejecutaban. El rastro de sangre que dejaron durante
esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte.6 Al,
poco tiempo la comunidad entera había captado el mensaje: la resistencia es
mortal.
A pesar de que la batalla de
Pinochet sólo tuvo un bando, sus efectos fueron tan reales como cualquier
guerra civil o invasión extranjera: en total, más de 3.200 personas fueron
ejecutadas o desaparecieron, al menos 80.000 fueron encarceladas y 200.000
huyeron del país por motivos políticos.
El
frente económico
Para los Chicago Boys, el 11
de septiembre fue un día de vertiginosa anticipación y letal adrenalina. Sergio de Castro había estado
trabajando a fondo su contacto en la Armada, consiguiendo que aprobara página a
página «el ladrillo».
Ahora, el día del golpe,
varios Chicago Boys estaban acampados junto a las rotativas del periódico de
derechas El Mercurio. Mientras en la
calle sonaban disparos, trabajaron frenéticamente para que el documento quedara
impreso a tiempo para el primer día de gobierno de la Junta. Arturo Fontaine,
uno de los editores del periódico, recuerda que las rotativas trabajaron «sin
cesar para producir copias de aquel largo documento». Y lo consiguieron, por
los pelos. «Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, los
generales de las fuerzas armadas que desempeñaban cargos de gobierno tenían el
plan sobre sus escritorios.»
Las propuestas que aparecen en
ese documento final se parecen asombrosamente a las que hace Milton Friedman en
Capitalismo y libertad: privatización,
desregulación y recorte del gasto social; la santísima trinidad del libre
mercado. Los economistas chilenos educados en EU habían tratado de introducir
esas ideas pacíficamente, dentro de los confines del debate democrático, pero
habían sido rechazadas de forma abrumadora. Ahora los Chicago Boys y sus planes
habían vuelto en un clima mucho más permeable a su punto de vista radical. En
esta nueva era no era necesario que nadie más allá de un puñado de hombres
uniformados estuviera de acuerdo con ellos. Sus oponentes políticos más
enconados estaban o encarcelados o muertos o huidos; el espectáculo de los
cazas de combate y las caravanas de la muerte mantenía a todo el mundo a raya.
«Para nosotros, fue una
revolución», dijo Cristian Larroulet, uno de los asesores económicos de
Pinochet. Era una descripción adecuada. El 11 de septiembre de 1973 fue mucho
más que el violento final de la pacífica revolución socialista de Allende; fue
el principio de lo que The Economist calificaría
más tarde de «contrarrevolución», la primera victoria concreta en la campaña de
la Escuela de Chicago por recuperar las ganancias que se habían conseguido con
el desarrollismo y el keynesianismo. A diferencia de la revolución parcial de
Allende, templada y matizada por el característico tira y afloja de la
democracia, esta revuelta, impuesta mediante la fuerza bruta, tenía las manos
libres para llegar hasta el final. En los años siguientes, las políticas
descritas en «el ladrillo» se impondrían en docenas de otros países bajo la
coartada de una amplia gama de crisis. Pero Chile fue la génesis de la
contrarrevolución, una génesis de terror.
José Piñera, un alumno de la
Facultad de Economía de la U. Católica que se definía a sí mismo como un
Chicago Boy, era estudiante de posgrado en Harvard cuando tuvo lugar el golpe.
Al oír las buenas noticias, regresó a casa «para ayudar a fundar un país nuevo,
dedicado a la libertad, de las cenizas del antiguo». Según Piñera, que acabaría
convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con Pinochet, ésta era «la
auténtica revolución [...] un movimiento radical, completo y sostenido hacia el
libre mercado».
Antes del golpe, Augusto
Pinochet tenía reputación de ser muy educado, casi demasiado obsequioso,
reputación de adular y dar siempre la razón a sus superiores civiles. Como
dictador, Pinochet desveló nuevas facetas de su carácter. Se adueñó del poder
con un regocijo indecoroso y adoptó la actitud de un monarca absoluto,
declarando que el «destino» le había otorgado su cargo. Sin dilación, dirigió
un golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes militares
con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe supremo de
la nación, además de presidente. Le encantaba la pompa y la ceremonia, prueba
de su derecho a gobernar, y no desperdiciaba ninguna ocasión de vestirse con su
uniforme prusiano, con capa y todo. Para moverse por Santiago, escogió una
caravana de Mercedes-Benz dorados y a prueba de balas.
A Pinochet se le daba bien
gobernar de forma autoritaria, pero, igual que Suharto, no sabía prácticamente
nada de economía. Eso era un problema, porque la campaña de sabotaje
empresarial liderada por ITT había conseguido hacer que la economía entrara en
barrena y Pinochet se encontró con una crisis entre manos. Desde el principio
se produjo una lucha de poder dentro de la Junta entre los que simplemente
querían reinstaurar el statu quo anterior
a Allende y regresar rápidamente al sistema
democrático, y los de Chicago, que presionaban para conseguir una
liberalización del mercado de pies a cabeza que tardaría años en imponerse. A
Pinochet, que disfrutaba a fondo de sus nuevos poderes, no le gustaba nada la
idea de que su destino fuera una simple operación de limpieza, limitada a
«restaurar el orden» y luego marcharse. «No somos como una aspiradora que
barrió el marxismo para luego darle el poder a esos señores políticos», dijo.
La visión de los de Chicago de una remodelación completa del país estaba en
sintonía con su recién desatada ambición y, al igual que Suharto con la mafia
de Berkeley, de inmediato nombró a varios licenciados de Chicago como sus
principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro, el líder de
hecho del movimiento y principal autor del «ladrillo». Los llamaba los tecnos -los tecnócratas-, lo cual
encajaba con la pretensión de los de Chicago de que arreglar una economía era
una cuestión científica y no de elecciones
humanas subjetivas.
Pese a que Pinochet entendía
poco sobre inflación y tipos de interés, los tecnos hablaban un lenguaje que comprendía. Para ellos la economía
era una fuerza de la naturaleza a la que había que respetar y obedecer porque
«ir contra la naturaleza es contraproducente y es engañarse a uno mismo», como
explicó Piñera. Pinochet estaba de acuerdo: la gente, escribió en una ocasión,
debe someterse a la estructura porque «la naturaleza muestra que el orden
básico y la jerarquía son necesarios». Esta convicción compartida de
obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la alianza
Pinochet-Chicago.
Durante el primer año y
medio Pinochet siguió fielmente las reglas de Chicago: privatizó algunas,
aunque no todas, empresas estatales (entre ellas varios bancos); permitió
formas nuevas y muy avanzadas de especulación financiera; abrió las fronteras a
las importaciones extranjeras, derribando las barreras que habían protegido
durante muchos años a las manufacturas chilenas y recortó el gasto público un
10 % excepto, claro, el gasto militar, que aumentó significativamente. También
eliminó el control del precios, una decisión radical en un país que llevaba
regulando el coste de productos de primera necesidad como el pan y el aceite durante
décadas.
Los de Chicago le aseguraron
a Pinochet que si hacía que el gobierno dejara de intervenir en esas áreas
rápidamente, las leyes «naturales» de la economía harían que se recuperara el
equilibrio y la inflación -que consideraban una especie de fiebre económica que
indicaba la presencia de organismos insalubres en el mercado- descendería
mágicamente. Se equivocaban. En 1974, la inflación alcanzó el 375 %, la tasa
más alta en todo el mundo y casi el doble de su punto más alto con Allende. El
precio de productos de primera necesidad como el pan se puso por las nubes. En
paralelo, los chilenos perdían su empleo gracias a que el experimento de
Pinochet con el «libre mercado» estaba inundando el país de importaciones
baratas. Las empresas locales cerraban a docenas, incapaces de competir; el
desempleo alcanzó cifras récord, y se extendió el hambre. El primer laboratorio
de la Escuela de Chicago estaba en caída libre.
Sergio de Castro y los demás
de Chicago arguyeron, en el mejor estilo de Chicago, que su teoría era
perfectamente correcta y que el problema era que no se estaba aplicando de
forma suficientemente estricta. La economía no había podido corregirse sola y
volver a un equilibrio armonioso porque todavía quedaban «distorsiones»,
consecuencia de casi medio siglo de interferencias gubernamentales. Para que el
experimento funcionase, Pinochet tenía que acabar con esas distorsiones: más
recortes, más privatizaciones y todo llevado a cabo con más rapidez.
En ese año y medio, buena
parte de la élite empresarial chilena se hartó de las aventuras de los de
Chicago con el capitalismo radical. Los únicos que se beneficiaban de la
situación eran las empresas extranjeras y un pequeño grupo de financieros
conocidos como los «pirañas», que se forraban especulando. Los fabricantes
industriales que habían apoyado con entusiasmo el golpe estaban siendo
barridos. Orlando Sáenz -el presidente de la Sociedad de Fomento Fabril que
había sido quien había introducido a los de Chicago en el complot del golpe-
declaró que los resultados del experimento constituían «uno de los mayores
fracasos de nuestra historia económica». A los empresarios no les gustaba el
socialismo de Allende, pero no tenían ningún problema con una economía
controlada por el gobierno. «Es imposible continuar con el caos financiero que
domina Chile», dijo Sáenz. «Es necesario canalizar hacia inversiones
productivas los millones y millones de recursos financieros que hoy se utilizan
en operaciones especulativas alocadas frente a los ojos de los que no tienen
siquiera empleo.»
Con su plan en grave
peligro, los de Chicago y los pirañas (que en muchos casos eran las mismas
personas) decidieron que había llegado el momento de sacar la artillería. En
marzo de 1975, Milton Friedman y Arnold Harberger volaron a Santiago invitados
por un banco importante para ayudar a salvar el experimento.
La prensa, controlada por la
Junta, recibió a Friedman como si fuera una estrella del rock, el gurú del
nuevo orden. Cada una de sus declaraciones acababa en los titulares, sus clases
se emitían en la televisión nacional y contó con la audiencia más importante de
todas: un encuentro privado con el general Pinochet.
A lo largo de toda su
visita, Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien, pero
necesitaba abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. En discursos y
entrevistas utilizó un término que hasta entonces jamás se había aplicado a una
crisis económica del mundo real: pidió un «tratamiento de choque». Afirmó que
era «la única cura. Con certeza. No hay otra forma de hacerlo. No hay otra
solución a largo plazo». Cuando un periodista chileno apuntó que hasta Richard
Nixon, entonces presidente de EU, imponía controles para atemperar el libre
mercado, Friedman replicó: «Yo no los apruebo. Creo que no deberíamos
aplicarlos. Estoy en contra de que el gobierno intervenga en la economía, sea
el gobierno de mi país o el de Chile».
Después de su reunión con
Pinochet, Friedman escribió unas notas personales sobre el encuentro, que
reprodujo décadas más tarde en sus memorias. Observó que al general «le atraía
la idea de un tratamiento de choque, pero le preocupaba claramente el aumento
del desempleo que podía crear». Llegados a este punto, Pinochet ya se había
hecho tristemente célebre en el mundo por ordenar masacres en estadios de
fútbol, de modo que el hecho de que al dictador le «preocupara» el coste humano
de su terapia de shock debería haber
hecho que Friedman reflexionara. Pero en vez de ello insistió en sus tesis en
una carta de seguimiento en la que alabó las decisiones «extremadamente sabias»
del general, pero animaba a
Pinochet a recortar todavía
mucho más el gasto público, «un 25 % en los próximos seis meses [...] en todos
los apartados», y a la vez le pedía que adoptara un paquete de políticas
proempresariales que le acercarían más «al completo libre mercado». Friedman
predijo que los cientos de miles de personas que serían despedidas del sector
público pronto encontrarían trabajo en el sector privado, que despegaría
espectacularmente gracias a que Pinochet eliminaría «tantos como sea posible de
los obstáculos que ahora perjudican el mercado privado».
Friedman aseguró al general que si
seguía sus consejos podría anotarse el mérito de un «milagro económico»; podría
«acabar con la inflación en unos meses» mientras que el problema del desempleo
sería igualmente «breve -cuestión de meses- y la subsiguiente recuperación
económica sería rápida». Pinochet tenía que actuar rápida y decidida-mente; Friedman subrayó la importancia del «shock» repetidamente. Usó la palabra
tres veces en su carta y subrayó que el «gradualismo no era factible».
Pinochet se convirtió. En su
carta de respuesta, el jefe supremo de Chile expresaba su «más alta y
respetuosa admiración» por Friedman y le aseguraba a éste que «el plan está
aplicándose plenamente en estos momentos». Inmediatamente después de
la visita de Friedman, Pinochet despidió a su ministro de Economía y entregó el
cargo a Sergio de Castro, al que después ascendería a ministro de Finanzas.
De Castro llenó el gobierno
de colegas suyos de Chicago y nombró a uno de ellos director del banco central.
Orlando Sáenz, que se había opuesto a los despidos masivos y al cierre de
fábricas, fue sustituido al frente de la Sociedad de Fomento Fabril por alguien
con una actitud más favorable al shock. «Si
hay empresarios que se quejan de ello, que se vayan al infierno. No les
defenderé», declaró el nuevo director.
Libres de críticos, Pinochet
y De Castro empezaron a desmontar el Estado del bienestar para alcanzar su pura utopía capitalista. Recortaron el gasto
público el 27% de un solo golpe y siguieron recortando hasta que, hacia 1980,
llegaron a la mitad de lo que era con Allende. Salud y educación fue lo que más sufrió. Incluso The Economist, una animadora del equipo
del libre mercado, calificó lo que sucedía como «una orgía de automutilación».
De Castro privatizó casi 500 empresas y bancos estatales, prácticamente regalando
muchos de ellos, puesto que lo que quería era ponerlos lo más rápido posible en
el lugar que les correspondía dentro del orden económico.
No se apiadó de las empresas
locales y eliminó todavía más barreras arancelarias. El resultado fue la
pérdida de 177.000 puestos de trabajo en la industria entre 1973 y 1983. A
mediados de la década de 1980, la industria como porcentaje de la economía
descendió a niveles que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial.
«Tratamiento de choque era
un nombre adecuado para lo que Friedman había recetado. Pinochet envió
deliberadamente a su país a una profunda recesión, basándose en una teoría sin
probar que afirmaba que la súbita contracción haría que la economía recuperase
la salud. En su lógica interna, esta medida era asombrosamente parecida a la de
los psiquiatras que recetaron terapia electroconvulsiva en las décadas de 1940
y 1950, convencidos de que las conmociones deliberadamente inducidas con las descargas conseguirían mágicamente
reiniciar los cerebros de sus pacientes.
La teoría de la terapia de shock económica se basa en parte en el
papel de las expectativas como combustible de un proceso inflacionario. Para
poner freno a la inflación no basta con cambiar la política monetaria sino que
además hay que cambiar la actitud de los consumidores, empresarios y
trabajadores. Lo que hace un cambio súbito y brutal de política es alterar
rápidamente las expectativas y señalar al público que las reglas del juego han
cambiado dramáticamente: los precios no van a seguir subiendo ni tampoco los
sueldos. Según esta teoría, cuanto antes se consigan mitigar las expectativas
de inflación, más corto será el doloroso período de recesión y alto desempleo.
Sin embargo, particularmente en países en los que la clase dirigente ha perdido
su credibilidad ante el público, se dice que sólo un shock político enorme y decidido puede lograr «enseñar» al público
esta dura lección.*
* Algunos
economistas de la Escuela de Chicago afirman que el primer experimento con la
terapia de shock se llevó a cabo en Alemania Occidental el 20 de junio de 1948.
El ministro de Finanzas, Ludwig Erhard, eliminó la mayoría de los controles
aplicados a los precios e introdujo una moneda nueva. Lo hizo rápidamente y sin
previo aviso, lo que supuso un shock tremendo para la economía alemana, que
llevó a una subida masiva del desempleo. Pero ahí es donde terminan las
similitudes: las reformas de Erhard se limitaron a los precios y a la política
monetaria y no fueron acompañadas de recortes en los programas sociales ni por
la rápida introducción del libre mercado, y se tomaron muchas precauciones para
proteger a los ciudadanos del shock, entre ellas el aumento de los salarios.
Alemania Occidental, incluso después del shock, se adecuaba con facilidad a la
definición que Friedman hacía de un Estado del bienestar casi socialista:
ofrecía vivienda de protección oficial, pensiones, sanidad pública y un sistema
educativo estatal, mientras que además el gobierno dirigía y subsidiaba casi
todo, desde el teléfono a plantas productoras de aluminio. Concederle a Erhard
el mérito de haber inventado la terapia de shock es una historia agradable,
puesto que su experimento tuvo lugar después de que Alemania Occidental fuera
liberada de la tiranía. El shock de Erhard, sin embargo, no se parece en nada a
las transformaciones radicales que hoy se entienden como terapia económica de shock:
los pioneros de este método fueron Friedman y Pinochet, en un país que acababa
de perder su libertad.
Causar una recesión o una
depresión es una idea brutal, pues conlleva crear pobreza generalizada, motivo
por el cual ningún líder político hasta ese momento había estado dispuesto a
poner a prueba la teoría. ¿Quién querría ser responsable de lo que Business Week denominó «un mundo a la
doctor Strangelove en el que se impulsa
deliberadamente la
recesión»?
Pinochet quería serlo. En el
primer año de la terapia de shock recetada
por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15% y el desempleo -que sólo
sufría un 3% con Allende- alcanzó el 20%, un porcentaje inaudito en el Chile de
la época. El país, ciertamente, se convulsionaba bajo el «tratamiento».
Contrariamente a lo que Friedman predijo con optimismo, la crisis duró años, no
meses. Hacia 1986 uno de cada cinco trabajadores industriales había perdido su
empleo. La Junta, que había adoptado inmediatamente la metáfora de
la enfermedad que utilizó Friedman, no se arrepentía de nada y explicaba que
«se había escogido ese camino porque es el único que ataca directamente las
causas de la enfermedad». Friedman estaba de acuerdo. Cuando un periodista le
preguntó «si el coste social de sus políticas no sería excesivo», respondió:
«Esa es una pregunta estúpida». A otro periodista le dijo: «Lo único que me preocupa
es que perseveren el tiempo necesario y con la fuerza necesaria».
Es interesante saber que la
mayor crítica hacia la terapia de shock procedió
de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder Frank. Durante sus
años en la U. de Chicago en la década de 1950, Gunder Frank -originario de
Alemania- oyó hablar tanto sobre Chile que cuando se doctoró en economía
decidió ir él mismo al país que sus profesores habían descrito como una
distopía desarrollista mal gestionada. Le gusto lo que vio y acabó enseñando en
la U. de Chile y luego siendo asesor económico de Salvador Allende, hacia el
que desarrolló un gran respeto. Como hombre de Chicago en Chile, Frank tenía
una perspectiva privilegiada sobre la aventura económica del país. Un año
después de que Friedman recetara el shock
máximo, escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger
y Milton Friedman» en la que utilizó su formación en la Escuela de Chicago
«para examinar cómo ha respondido el paciente chileno a su tratamiento».
Calculó lo que significaba
para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinpchet afirmaba que
era un «sueldo mínimo». Aproximadamente el 74% de sus ingresos se dedicaban
simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de
«lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo
Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17% del sueldo de un
empleado público. Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una
de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el programa de leche
escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la situación desesperada
de las familias, cada vez más estudiantes se desmayaban en clase, mientras que
otros muchos dejaron de acudir a la escuela. Gunder Frank vio una relación
directa entre las brutales políticas económicas impuestas por sus antiguos
compañeros de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el
país. Las recetas de Friedman eran tan dolorosas, afirmó el desafecto hombre de
Chicago, que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos
que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político».
Impasible, el equipo
económico de Pinochet se adentró todavía más en terreno experimental, adoptando
las políticas más vanguardistas de Friedman: el sistema educativo público fue
sustituido por cheques escolares y escuelas chárter, la sanidad pasó a ser de
pago y se privatizaron guarderías y cementerios. Lo más radical de todo fue que
privatizaron el sistema de seguridad social de Chile. José Piñera, que fue el
artífice del programa, dijo haber tenido la idea después de leer Capitalismo y libertad. Suele
concedérsele a la administración de George W. Bush el mérito de haber sido los
pioneros de la «sociedad de propietarios» cuando, de hecho fue el gobierno de
Pinochet, treinta años antes, el que primero introdujo el concepto de «una
nación de propietarios».
Chile avanzaba en territorio
desconocido y los partidarios del libre mercado en todo el mundo, acostumbrados
a debatir los méritos de tales políticas en marcos puramente académicos, le
prestaban mucha atención. «Los manuales de economía dicen que ésa es la forma
en que debería funcionar el mundo, pero ¿en qué otro lugar se puede ver puesta
en práctica?», se maravillaba la revista norteamericana de negocios Barron's. En un artículo titulado
«Chile, laboratorio para un teórico», The
New York Times destacó que «pocas veces uno de los principales economistas
convencido de sus ideas recibe la oportunidad de probar recetas concretas en
una economía gravemente enferma. Resulta todavía menos habitual que el cliente
del economista sea un país que no es el suyo».44 Muchos se acercaron
a ver en persona el laboratorio chileno, entre ellos el propio Friedrich Hayek,
que viajó al Chile de Pinochet en varias ocasiones y que en 1981 escogió Viña
del Mar (la ciudad en la que se tramó el golpe) para celebrar la convención
regional de la Sociedad Mont Pelerin, la asamblea de cerebros de la
contrarrevolución.
El
mito del milagro chileno
Incluso tres décadas más
tarde Chile sigue siendo considerado por los entusiastas del libre mercado como
una prueba de que el friedmanismo funciona. Cuando murió Pinochet, en diciembre
de 2006 (un mes después de Friedman), The
New York Times le elogió por «transformar una economía en bancarrota en una
de las más prósperas de América Latina» y un editorial del Washington Post dijo que había «introducido las políticas de libre
mercado que habían producido el milagro económico chileno». Los hechos tras el
«milagro chileno» siguen siendo objeto de intenso debate.
Pinochet se mantuvo en el
poder diecisiete años y durante ese tiempo cambió de rumbo político varias
veces. El período de crecimiento continuado de la nación que se cita como
prueba de su milagroso éxito no empezó hasta mediados de los años ochenta, una
década entera después de que los de Chicago implementaran su terapia de shock y bastante después de que Pinochet
se viera obligado a cambiar radicalmente el rumbo. Y sucedió porque en 1982, a
pesar de su estricta fidelidad a la doctrina de Chicago, la economía de Chile
se derrumbó: explotó la deuda, se enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el
desempleo alcanzó el 30%, diez veces más que con Allende. La causa principal
fue que las pirañas, las empresas financieras al estilo de Enron a las que los
de Chicago habían liberado de cualquier tipo de regulación, habían comprado los
activos del país con dinero prestado y acumularon una enorme deuda de 14.000
millones de dólares.
La situación era tan
inestable que Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que había
hecho Allende: nacionalizó muchas de estas empresas. Al borde de la debacle,
casi todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el gobierno,
incluyendo a Sergio de Castro. Muchos otros licenciados de Chicago tenían altos
cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por fraude, con lo
que se desvaneció la fachada de neutralidad científica tan fundamental para la
identidad que se habían construido los de Chicago.
La única cosa que protegía a
Chile del colapso económico total a principios de la década de 1980 fue que
Pinochet nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre nacionalizada
por Allende. Esa única empresa generaba el 85% de los ingresos por exportación
de Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera estalló, el Estado
siguió contando con una fuente constante de fondos.
Está claro que Chile nunca
fue el laboratorio «puro» del libre mercado que muchos de sus partidarios
creyeron. Al contrario: fue un país donde una pequeña élite pasó de ser rica a
superrica en un plazo brevísimo basándose en una fórmula que daba grandes
beneficios financiándose con deuda y subsidios públicos, para luego recurrir
también al dinero publico para pagar aquella deuda. Si uno consigue apartar el
boato y el clamor de los vendedores, el Chile de Pinochet y los de Chicago no
fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un Estado
corporativista. El corporativismo se refería originalmente al modelo de Estado
ideado por Mussolini, un Estado policial gobernado bajo una alianza de las tres
mayores fuentes de poder de una sociedad -el gobierno, las empresas y los
sindicatos-, todos colaborando para mantener el orden en nombre del
nacionalismo. Lo que Chile inauguró con Pinochet fue una evolución del
corporativismo: una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las
grandes empresas unieron fuerzas para lanzar una guerra total contra el tercer
centro de poder -los trabajadores-, incrementando con ello de manera
espectacular la porción de riqueza nacional controlada por la alianza.
Esa guerra -que muchos chilenos comprensiblemente ven como una
guerra de los ricos contra los pobres y la clase media- es la auténtica
realidad tras el «milagro» económico de Chile. Hacia 1988, cuando la economía se había estabilizado y crecía
con rapidez, el 45% de la población había caído por debajo del umbral de la
pobreza. El 10% más rico de los chilenos, sin embargo, había visto
crecer sus ingresos en un 83%. Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las
sociedades menos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones
Unidas monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le
convierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista.
Si ese historial hace que
Chile sea un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá sea
porque el tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud a la
economía. Quizá se suponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo: enviar
la riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla del
mapa.
Así lo creía Orlando
Letelier, ex ministro de Defensa con Allende.
Después de pasar un año en las prisiones de Pinochet, Letelier consiguió escapar de
Chile gracias a una intensiva campaña de presión internacional. Al contemplar desde el extranjero el rápido empobrecimiento de su país,
Letelier escribió en 1976 que «durante los últimos tres años varios miles de
millones de dólares fueron sacados de los bolsillos de los asalariados y
depositados en los de los capitalistas y terratenientes [...] la concentración
de la riqueza no fue un accidente, sino la regla; no es el resultado colateral
de una situación difícil -que es lo .que a la Junta le gustaría que el mundo
creyera- sino la base de un proyecto social; no es una desventaja de la
economía, sino un éxito político temporal».
Lo que Letelier no podía
saber entonces era que Chile bajo el gobierno de la Escuela de Chicago ofrecía
un avance del futuro de la economía global, una pauta que se repetiría una y
otra vez, de Rusia a Sudáfrica y a Argentina: una burbuja urbana de
especulación frenética y contabilidad dudosa que generaba enormes beneficios y
un frenético consumismo, y rodeada
por fábricas fantasmagóricas e infraestructuras en desintegración de un pasado
de desarrollo; aproximadamente la mitad de la población excluida completamente
de la economía; corrupción y amiguismo fuera de control; aniquilación de las
empresas públicas grandes y medianas; un enorme trasvase de riqueza del sector
público al privado, seguido de un enorme trasvase de deudas privadas a manos
públicas. En Chile, si estabas fuera de la burbuja de riqueza, el milagro se
parecía a la Gran Depresión, pero dentro de su caparazón estanco los beneficios
fluían tan libre y rápidamente que el dinero fácil que las reformas estilo
terapia de shock hace posible se ha
convertido desde entonces en la cocaína de los mercados financieros. Y es por
eso por lo que el mundo financiero no respondió a las obvias contradicciones
del experimento chileno reevaluando las premisas básicas del laissez-faire. En lugar de ello,
reaccionó como reacciona un drogadicto: se preguntó dónde conseguir la
siguiente dosis.
La
revolución se extiende, el pueblo desaparece
Durante un tiempo la
siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la
contrarrevolución de la Escuela de Chicago se extendió rápidamente. Brasil
estaba ya bajo el control de una junta apoyada por Estados Unidos y muchos de
los estudiantes brasileños de Friedman ocupaban puestos clave en el gobierno.
Friedman viajó a Brasil en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen y
declaró que el experimento económico era «un milagro». En Uruguay los militares
dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron seguir el rumbo
trazado por Chicago. Ante la falta de uruguayos licenciados en la U. de
Chicago, los generales invitaron a «Arnold Harberger y a [el profesor de
economía] Larry Sjaastad de la U. de Chicago y su equipo, que incluía ex
alumnos de Chicago argentinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema
impositivo y la política comercial de Uruguay». Los efectos sobre la sociedad
anteriormente igualitaria de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales
descendieron un 28% y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las
calles de Montevideo.
El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta arrebató el poder a Isabel
Perón, antes de que la Junta tomara el poder, Argentina tenía menos pobres que
Francia o EU - solo un 6% de la población- y una tasa de desempleo de sólo el 4,2%.
Con ello Argentina, Chile, Uruguay y
Brasil, los países que habían sido los
abanderados del desarrollismo- estaban ahora todos dirigidos por gobiernos
militares apoyados por EU y se habían convertido en laboratorios vivos de la
Escuela de economía de Chicago.
Según documentos brasileños
desclasificados en marzo de 2007, semanas antes de que los generales argentinos
tomaran el poder contactaron con Pinochet y con la Junta brasileña y «esbozaron
los principales pasos que debería tomar el futuro régimen». A pesar de esta
estrecha colaboración, el gobierno militar argentino no fue tan lejos en su
experimento neoliberal como Pinochet; no privatizo las reservas de petróleo del
país ni la seguridad social, por ejemplo (eso vendría después). Sin embargo, en
lo que se refiere a atacar las políticas e instituciones que habían conseguido
elevar a los pobres argentinos a la clase media, la Junta siguió fielmente el
ejemplo de Pinochet, gracias en parte a la abundancia de economistas argentinos
que habían asistido a los cursos de Chicago.
Los argentinos recién
salidos de Chicago se hicieron con puestos clave en el gobierno: secretario de
Finanzas, presidente del banco central y director de investigaciones del
Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas, además de otros puestos
económicos de menor nivel.
Pero mientras los de Chicago
de la rama argentina fueron partícipes entusiastas del gobierno militar, el
principal puesto económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo
Martínez de Hoz. Martínez de Hoz pertenecía a la alta burguesía rural que
formaba parte de la Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía
tiempo controlaba las exportaciones del país. A estas familias, lo más cercano
a una aristocracia que tenía Argentina, el orden económico feudal les parecía
perfecto: no tenían que preocuparse de que sus tierras se redistribuyeran entre
los campesinos ni de que el precio de la carne se redujera para que todo el
mundo pudiera comer.
Martínez de Hoz había
presidido la Sociedad Rural, igual que su padre y su abuelo antes que él;
también formaba parte de los consejos de administración de varias
multinacionales, entre ellas Pan American Airways e ITT. Cuando tomó el cargo
en el gobierno de la Junta quedó claro que el golpe representaba una revuelta
de las élites, una contrarrevolución contra cuarenta años de avances de los
trabajadores argentinos.
La primera decisión como
ministro de Martínez de Hoz fue prohibir las huelgas e instaurar el despido
libre. Abolió los controles de precios, disparando el precio de la comida.
También estaba decidido a hacer que Argentina volviera a ser un lugar hospitalario para las multinacionales
extranjeras. Derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros
podían tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales.
Estas medidas le granjearon poderosos aliados en Washington. Documentos
desclasificados muestran que William Rogers, subsecretario de Estado para
América Latina, le dijo a su jefe, Henry Kissinger, poco después del golpe:
«Martínez de Hoz es un buen hombre. Hemos mantenido consultas con él
constantemente». Kissinger quedó tan impresionado que, «como gesto simbólico»,
organizó un encuentro de alto nivel con Martínez de Hoz cuando éste visitó
Washington. También se ofreció a hacer un par de llamadas para ayudar a
Argentina en sus esfuerzos económicos: «Llamaré a David Rockefeller», le dijo
Kissinger al ministro de Exteriores de la Junta, refiriéndose al presidente del
Chase Manhattan Bank. «Y llamaré a su hermano, el vicepresidente [de EU, Nelson
Rockefeller]».
Para atraer inversores extranjeros, Argentina publicó un
folleto de treinta y una páginas en Business
Week, producido por Burson-Marsteller, un gigante de las relaciones
públicas, en el que se declaraba que «pocos gobiernos en la historia han
animado más a la inversión privada. [...] Estamos realizando una auténtica
revolución social y buscamos socios. Nos estamos desembarazando del estatalismo
y creemos firmemente en la importancia fundamental del sector privado».*
* La
Junta estaba tan ansiosa por subastar el país a los inversores que incluso
inundó «un 10 % de descuento en el precio de la tierra para construcción
durante los próximos sesenta días».
También en esta ocasión el
impacto humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron el 40% de su
valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó. Antes de que la Junta tomara el poder,
Argentina tenía menos pobres que Francia o EU - solo un 6% de la población- y
una tasa de desempleo de sólo el 4,2%. Ahora el país empezaba a dar
muestras de un subdesarrollo que creía haber dejado atrás. Los barrios pobres
carecían de agua corriente y enfermedades que podían prevenirse se convertían
en epidemias.
En Chile, Pinochet tuvo las
manos libres para destripar a la clase media gracias a la forma devastadora y
aterradora en que se hizo con el poder. Aunque sus cazas y sus pelotones de
fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror habían acabado
por convertirse en un desastre de relaciones públicas. Las noticias sobre las
masacres de Pinochet provocaron la indignación del mundo y activistas en Europa
y América del Norte presionaron agresivamente a sus gobiernos para que no
comerciaran con Chile. Era un resultado claramente desfavorable para un régimen
cuya razón de ser era mantener el país abierto a los negocios.
Los documentos recientemente
desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales argentinos
estaban preparando su golpe de 1976 se propusieron «evitar sufrir una campaña
internacional como la que se ha desatado contra Chile». Para conseguir ese
objetivo eran necesarias tácticas de represión menos espectaculares, tácticas
de perfil bajo que pudieran extender el terror pero que no resultaran tan
obvias para los fisgones de la prensa internacional. En Chile, Pinochet pronto
optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de
arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a
campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban
saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes. Según la
Comisión de la Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta se
deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros,
«después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los cuerpos no
flotaran». Además de tener un perfil bajo, las desapariciones se demostraron un
medio todavía más efectivo para aterrorizar a la población que las masacres
descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera utilizarse para
hacer que la gente se desvaneciera en la nada era mucho más inquietante.
A mediados de la década de
1970 las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de
coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las
utilizó con más entusiasmo que los generales que ocupaban el palacio
presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta
mil personas. Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas
desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata.
La Junta argentina se
destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el
privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el
mundo supiera lo que estaba pasando pero simultáneamente manteniendo sus actos
lo bastante en secreto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el
poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a
usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford
Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monumento más
famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la
vista de todos los transeúntes.
Después de eso, los asesinatos
de la Junta pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las
desapariciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que
contaban con la complicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía
eliminar a alguien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o
lugar de trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces
mientras un helicóptero sobrevolaba la zona. A plena luz del día y a la vista
de los vecinos, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban
a la víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de que se la llevaran en el
Ford Falcon que aguardaba con la esperanza de que la noticia de lo sucedido
llegase a su familia. Algunas operaciones «encubiertas» eran mucho más
descaradas: la policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros
arrastrándolos por el pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue
secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de gente.
El carácter público del terror
no cesaba con la captura inicial. Una vez bajo custodia, en Argentina los
prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura
que había en el país.67 Muchos de ellos estaban situados en zonas
residenciales densamente pobladas; uno de los más conocidos ocupaba el local de
un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba
en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un hospital
que seguía funcionando como centro sanitario. En estos centros de tortura se
veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas extrañas, se
podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes y se veía entrar y
salir extraños paquetes con forma de persona. Los vecinos eran conscientes de
todo ello y guardaban silencio.
El régimen uruguayo era
igual de descarado: uno de sus principales centros de tortura estaba en unos
barracones de la Marina que daban al paseo marítimo de Montevideo, una zona
junto al océano por la que antes solían pasear e ir de picnic las familias.
Durante la dictadura, aquel bello lugar estaba vacío y los vecinos de la ciudad
evitaban cuidadosamente oír los gritos.
La Junta argentina era
particularmente chapucera al deshacerse de sus víctimas. Un paseo por el campo
podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban
escondidas. Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes (igual
que sucede hoy en Irak) o, después de uno de los «vuelos de la muerte» de la
Junta, aparecían cadáveres flotando en la orilla del Río de la Plata, a veces
hasta una docena a la vez. En algunos casos hasta llovían desde helicópteros y
caían en el campo de un granjero.
Todos los argentinos fueron
de alguna forma reclutados como testigos de la erradicación de sus
conciudadanos, y aun así la mayoría afirmaba no saber qué sucedía. Hay una
frase que los argentinos utilizaban para explicar la paradoja del haber visto
cosas pero cerrar los ojos ante el terror, que era el estado mental
predominante en aquellos años: «No sabíamos lo que nadie podía negar».
Puesto que muchos de los
perseguidos por las distintas juntas a menudo se refugiaban en uno de los
países vecinos, los gobiernos de la región colaboraron entre ellos en la
conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia del Cono
Sur compartieron información sobre «subversivos» -ayudadas por un sistema
informático de tecnología punta suministrado por Washington- y
dieron mutuamente a sus respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo
secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente
parecido a la actual red de «extradiciones» de la CÍA.*
* La
operación latinoamericana parece haberse basado en la «Noche y niebla» de '
Hitler. En 1941, Hitler decretó que los miembros de la resistencia que se
capturaran en los países ocupados por los nazis fueran trasladados a Alemania
para que «se desvanecieran en la noche y la niebla». Muchos nazis de alto nivel
se refugiaron en Chile y Argentina tras la Segunda Guerra Mundial, y algunos
han especulado con la posibilidad de que entrenaran a los servicios de
inteligencia del Cono Sur en esas tácticas.
Las juntas también
intercambiaban información sobre los medios más efectivos para extraer información
a los prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios chilenos
torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe destacaron
el inesperado detalle de que había soldados brasileños en la sala aconsejando
sobre cómo usar científicamente el dolor.
Hubo incontables
oportunidades para este tipo de intercambios durante este período, muchas de
ellas a través de EU y con la implicación de la CIA. Una investigación de 1975
del Senado estadounidense sobre la intervención en Chile descubrió que la CIA
había entrenado al ejército de Pinochet en formas de «controlar la subversión».
Está perfectamente documentado, además, que EU asesoró a las policías brasileña
y uruguaya en técnicas de interrogación. Según un testimonio judicial citado en
el informe de la Comisión de la Verdad, Brasil:
Nunca Mais, publicado en 1985, oficiales del ejército asistieron a «clases
de tortura» impartidas por unidades de la policía militar durante las cuales se
les mostraron varias diapositivas que ilustraban diversos métodos atroces.
Durante estas sesiones se hacía venir a prisioneros para «demostraciones
prácticas» en las que eran torturados mientras hasta cien sargentos del
ejército miraban y aprendían. El informe afirma que «una de las primeras
personas en introducir esta práctica en Brasil fue Dan Mitrione, un agente de
policía estadounidense. Como instructor de policía en Belo Horizonte durante
los primeros años del régimen militar brasileño, Mitrione recogió a mendigos de
las calles y los torturó en sus clases para que la policía local aprendiera
diversas formas de crear en el prisionero la contradicción suprema entre el
cuerpo y la mente». Mitrione pasó luego a organizar la formación de la policía
en Uruguay donde, en 1970, fue secuestrado y asesinado por los tupamaros. El
grupo de guerrilleros revolucionarios izquierdistas planeó la operación para
poner al descubierto la implicación de Mitrione en la enseñanza de la tortura.* Según uno de sus ex alumnos,
Mitrione insistía, como los autores del manual de la CIA, que la tortura
efectiva no se basaba en el sadismo, sino en la ciencia. Su lema era: «El dolor
preciso en el punto preciso en la cantidad precisa». Los resultados de sus
enseñanzas se pueden ver con claridad en todos los informes sobre derechos
humanos en el Cono Sur realizados en este siniestro período.
Una y otra vez dan
testimonio de los métodos característicos codificados en el manual Kunbark: arrestos a primera hora de la
mañana, encapuchamientos, total aislamiento, drogas, desnude forzado, electroshocks…; y en todas partes el terrible legado
de los experimentos de McGill con las depresiones económicas inducidas
deliberadamente.
* La
soberbia película de Costa-Gavras Estado de sitio (1972) se basa en estos
hechos.
Los prisioneros liberados
del Estadio Nacional de Chile dicen que las brillantes luces del campo
estuvieron encendidas las veinticuatro horas del día y que parecía que el ritmo
de las comidas se rompía deliberadamente.75 Los soldados obligaron a
muchos de los prisioneros a llevar mantas sobre la cabeza, para que no pudieran
ni ver ni oír con normalidad, una práctica incomprensible puesto que todos los
prisioneros sabían que estaban en el estadio. El efecto de las manipulaciones,
informaron los prisioneros, fue que perdieron el sentido de cuándo era de noche
y de día y que aumentó la conmoción y el pánico desencadenados por el golpe y
los subsiguientes arrestos. Fue casi como si el estadio se hubiera convertido
en un laboratorio gigante y ellos en cobayas de un extraño experimento de
manipulación sensorial.
Una aplicación más fiel de
los experimentos de la CIA pudo verse en la prisión chilena de Villa Grimaldi,
«conocida por sus "cuartos chilenos", compartimentos de aislamiento
hechos de madera y tan pequeños que los presos no podían arrodillarse» ni
estirarse en el suelo. Los prisioneros de la prisión uruguaya Libertad eran
enviados a «la isla»: pequeñas celdas sin ventanas en las que sólo había una
bombilla, que siempre estaba encendida. Los prisioneros más importantes fueron
mantenidos aislados durante más de una década. «Empezamos a pensar que
estábamos muertos, que nuestras celdas no eran celdas sino más bien tumbas, que
el mundo exterior no existía y que el sol era sólo un mito», recordó Mauricio
Rosencof, uno de esos prisioneros. Vio el sol durante un total de ocho horas
durante once años y medio. A tal extremo llegó el embotamiento de sus sentidos
durante el tiempo de reclusión que «olvidé los colores: los colores no
existían».*
* La administración de la
prisión de Libertad trabajaba codo con codo con psicólogos conductistas para
diseñar técnicas de tortura a medida del perfil psicológico de cada individuo,
un método que hoy se aplica en la base de Guantánamo.
En la Escuela Mecánica de la
Armada, uno de los mayores centros de tortura de Buenos Aires la cámara de
aislamiento se conocía como la «capucha». Juan Miranda, que pasó tres meses en
la capucha, me contó cómo era ese lugar oscuro. «Te mantenían con los ojos
vendados v encapuchado y con las manos y las piernas esposadas, tumbado boca
abajo en un colchón de espuma durante todo el día, en el ático de la prisión.
No podía ver a los demás prisioneros, me separaban de ellos planchas de
contrachapado. Cuando los guardias traían la comida, me ponían de cara a la
pared y luego me levantaban la capucha para que pudiera comer. Era la única
ocasión en la que nos permitían sentarnos: por lo demás siempre teníamos que
estar tendidos». Otros prisioneros argentinos padecieron la desnutrición
sensorial en celdas del tamaño de un ataúd, llamadas «tubos».
Lo único que aliviaba el
aislamiento era el todavía peor destino de la sala de interrogatorios. La
técnica más extendida, usada en cámaras de tortura de los regímenes militares
de toda la región, era el electroshock. Existían
docenas de variantes sobre cómo se aplicaba la corriente al cuerpo del
prisionero: con cables al descubierto, con teléfonos militares, con agujas bajo
las uñas, mediante pinzas colocadas en las encías, pezones, genitales, orejas,
bocas, heridas abiertas; en cuerpos remojados con agua para aumentar la
intensidad de la carga o en cuerpos atados a mesas o a la «silla dragón»
metálica de Brasil. La Junta argentina, formada en buena parte por rancheros,
se enorgullecía de su particular contribución: los prisioneros eran atados a
una cama de metal a la que se llamaba «la parrilla» y se les aplicaba la «picana».*
* Una
vara a través de la que se descargaba corriente eléctrica sobre la víctima. Su
origen está en el instrumento usado en los mataderos para el sacrificio de
reses. (N. de la T.)
El número exacto de personas
que pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es imposible de
calcular, pero probablemente está entre 100.000 y 150.000, decenas de miles de
las cuales fueron asesinadas.
Testimonio
en tiempos difíciles
Ser de izquierdas en esos
años significaba ser perseguido. Los que no escaparon al exilio se vieron en
una lucha minuto a minuto para mantenerse un paso por delante de la policía
secreta, llevando una existencia de pisos francos, códigos telefónicos e
identidades falsas. Una de las personas que vivió de ese período en Argentina
fue el legendario periodista de investigación Rodolfo Walsh. Hombre
renacentista y muy sociable, escritor de novela policíaca y de relatos
premiados, Walsh fue también un super detective capaz de descifrar códigos
militares y espiar a los espías. Obtuvo su mayor triunfo trabajando como
periodista en Cuba, al interceptar y descifrar un telegrama de la CIA que
demolía la coartada de la invasión de Bahía de Cochinos. Esa información fue la
que permitió a Castro prepararse para la invasión y defenderse de ella con
éxito.
Cuando la anterior Junta
Militar argentina prohibió el peronismo y estranguló la democracia, Walsh
decidió unirse a los montoneros, como su experto en inteligencia.* Eso
le convirtió en el hombre más buscado por los generales, y cada nueva
desaparición conllevaba el temor de que la información que éstos obtenían a
través de la picana llevara a la policía al piso franco que compartía con su
pareja, Lilia Ferreyra, en un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires.
* Los montoneros se formaron
como respuesta a la anterior dictadura. El peronismo fue prohibido y Juan
Perón, desde el exilio, pidió a sus jóvenes partidarios que tomaran las armas y
lucharan por la vuelta de la democracia. Lo hicieron, y los montoneros -aunque
tomaron parte en ataques armados y en secuestros- tuvieron un papel importante
en conseguir que en 1973 hubiera elecciones democráticas con un candidato
peronista. Pero cuando Perón regresó al poder vio una amenaza en el apoyo
popular que concitaban los montoneros y animó a los escuadrones de la muerte de
la derecha a que fueran a por ellos, por lo que el grupo -objeto de gran
controversia- ya estaba seriamente debilitado cuando se produjo el golpe de
1976.
A través de su gran red de
contactos, Walsh se dedicó a rastrear los muchos crímenes de la Junta. Compiló
listados de los muertos y desaparecidos, así como de la localización de las
fosas comunes y de los centros de tortura secretos.
Se enorgullecía de conocer a
su enemigo, pero hasta él quedó conmocionado por la cruel brutalidad que la Junta argentina desencadenó contra su propio
pueblo. Durante el primer año de gobierno militar docenas de sus amigos íntimos
y de sus colegas desaparecieron en los campos de concentración y su hija de
veintiséis años, Vicki, falleció también, lo que hizo que Walsh enloqueciera de
dolor.
Pero con los Ford Falcon
patrullando constantemente la calle, Walsh no podía contar con una vida
dedicada al luto por su pérdida. Sabiendo que no contaba con mucho tiempo, tomó
una decisión sobre cómo señalaría el venidero primer aniversario del gobierno juntista:
mientras los periódicos del régimen se deshacían en elogios hacia los generales
por haber salvado a la nación, él escribiría su propia versión, sin censuras,
de la depravación en la que su país había caído. Se titularía «Carta abierta de
un escritor a la Junta Militar» y estaba escrita con la característica valerosa
claridad de Walsh. La escribió «sin esperanza de ser escuchado, con la certeza
de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio
en momentos difíciles».
La carta sería una decidida condena tanto
de los métodos del terrorismo de Estado como del sistema económico al cual
servían. Walsh planeaba distribuir su «Carta abierta» del mismo modo que había
distribuido sus anteriores comunicados clandestinos: haciendo diez copias y
luego enviándolas desde diez buzones distintos dirigidas a diez contactos
cuidadosamente escogidos que se encargarían de seguir distribuyén-dolas.
«Quiero que esos cabrones sepan que todavía estoy aquí, vivo y escribiendo», le
dijo a Lilia al sentarse frente a su máquina de escribir Olympia.
La carta empieza con una
descripción de la campaña terrorista de los generales, mencionando su utilización de la «tortura absoluta,
intemporal, metafísica», así como la participación de la CIA en la formación de
la policía argentina. Después de enumerar los métodos de tortura y las fosas de
forma dolorosamente detallada, Walsh cambia súbitamente de marcha: «Estos
hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los
que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores
violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política
económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes
sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria
planificada. [...] Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para
comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa
miseria de diez millones de habitantes».
El sistema que describía
Walsh era el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, el modelo económico que
se iba a hacer con el mundo. Conforme sus raíces se adentraran en la sociedad
argentina durante las décadas siguientes, acabaría por empujar a más de la
mitad de la población bajo el umbral de la pobreza. Walsh no creía que se
tratara de un resultado accidental, sino de la cuidadosa ejecución de un plan,
una «miseria planificada».
Firmó la carta el 24 de marzo de
1977, exactamente un año después del golpe. A la mañana siguiente, Walsh y
Lilia Ferreyra viajaron a Buenos Aires. Se repartieron las diez copias de la
carta y las dejaron en buzones de diversos puntos de la ciudad. Unas pocas
horas después Walsh asistió a una reunión que había organizado con la familia
de un colega desaparecido. Era una trampa: alguien había hablado bajo tortura y
diez hombres armados con órdenes de capturarle esperaban fuera de la casa para
tenderle una emboscada.
«Traedme a ese bastardo vivo: es
mío», se dice que ordenó a los soldados el almirante Massera, uno de los tres
líderes de la Junta.
Walsh, cuyo lema era «no es un
crimen hablar; el crimen es ser arrestados», desenfundó su pistola al instante
y empezó a disparar. Hirió a uno de los soldados, que respondieron a su fuego.
Para cuando llegó a la Escuela Mecánica de la Armada estaba muerto. Quemaron su
cadáver y lo arrojaron a un río.
La tapadera de «la guerra
contra el terror»
Las juntas del Cono Sur no
ocultaron sus ambiciones revolucionarias de cambiar sus respectivas sociedades,
pero fueron lo bastante astutas como para negar aquello de lo que Walsh les
acusaba públicamente: usar la violencia masiva para conseguir objetivos
económicos que, sin un sistema que mantuviera al pueblo aterrorizado y
eliminara todos los demás obstáculos, con certeza habrían provocado una revuelta popular.
En el grado en el que se
admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el argumento de
que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas
financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban tácticas
«sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy nos
suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación de
«una guerra por la libertad y contra la tiranía [...] una guerra contra
aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a
favor de la vida. [...] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la
destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran
ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales».
En los prolegómenos del
golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a
Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador
que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder,
pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que
los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los
principales movimientos guerrilleros de izquierdas -los montoneros y los
tupamaros -como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron
otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado
y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
En todos los casos, la
amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación
que llevó a cabo en 1975 el Senado de EU descubrió que los propios informes de
los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía
ninguna amenaza para la democracia. Por lo que se refiere a los montoneros
argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante
apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y
empresariales. Pero los tupamaros uruguayos estaban totalmente desarticulados
para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros, argentinos
desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se alargó
durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos
desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que
César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry
Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido
desmanteladas» y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a
decenas de miles de ciudadanos después de esa fecha.
Durante muchos años el
Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como
igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a
veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena
apoyar militar y económicamente. Cada vez hay más pruebas de que en Argentina,
al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de
operación militar muy distinta.
En marzo de 2006 el Archivo
de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién desclasificadas de
una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de
que la Junta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión,
William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dice a
Kissinger que «es de esperar que haya bastante represión, probablemente mucha
sangre, en Argentina muy pronto. Creo que van a tener que dar muy duro no sólo
a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus
partidos».
Y así fue. La inmensa
mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de
grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas,
artistas, psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Les mataron no por
sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació
el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra
contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
Capítulo 4
Tabla rasa
El terror cumple su función
Un veterano de varios golpes de Estado argentinos
explicó cuál era la opinión dentro del ejército: «En 1955 creíamos que el problema
era [Juan] Perón, así que lo eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el
problema era la clase trabajadora».19 En toda la región sucedió lo
mismo: el problema era amplio y profundo. Eso quería decir que si la revolución
neoliberal quería triunfar, las juntas tenían que lograr lo que Allende
consideraba imposible: segar definitivamente la semilla que se sembró durante
el auge de las izquierdas latinoamericanas
El exterminio en Argentina no es
espontáneo, no es casual, no es irracional: es la destrucción sistemática de
una «parte sustancial» del grupo nacional argentino con la intención de
transformar dicho grupo, de redefinir su forma de ser, sus relaciones sociales,
su destino y su futuro.
Daniel
Feirstein, sociólogo argentino, 2004. Sólo
tenía un objetivo: llegar vivo al día siguiente... Pero no se trataba sólo de
sobrevivir, sino de sobrevivir siendo yo.
Mario
Villani, superviviente tras cuatro años en los campos de tortura de Argentina.
En 1976 Orlando Letelier
estaba de vuelta en Washington, D.C., ya no como embajador sino como activista
trabajando para un think tank progresista, el Institute for Policy Studies.
Destrozado al pensar en los colegas y amigos que seguían enfrentándose a
torturas en los campos de la Junta, Letelier utilizó su recién recuperada
libertad para denunciar los crímenes de Pinochet y defender el historial de
Allende frente a la maquinaria propagandística de la CIA.
El activismo estaba consiguiendo
resultados y Pinochet se enfrentaba a la condena de todo el mundo por su
desprecio de los derechos humanos. Lo que frustraba a Letelier, que era
economista, era que a pesar de que el mundo contemplaba horrorizado los
informes de ejecuciones sumarias y electroshocks
en las cárceles, no decía nada sobre la terapia económica de shock; o en el caso de los bancos
internacionales no sólo no decían nada sino que seguían concediendo una cascada
de créditos a la Junta y estaban encantados con que hubiera adoptado los
«fundamentos del libre mercado». Letelier rechazó la noción a menudo repetida
de que la Junta tenía dos proyectos distintos y claramente separados: uno, un
atrevido experimento de transformación económica y el otro un malvado sistema
de crueles torturas y terror. El ex embajador insistió en que sólo había un
proyecto, en el que el terror era la herramienta fundamental de la
transformación hacia el libre mercado.
«La violación de los derechos
humanos, el sistema de brutalidad institucionalizada, el control drástico y la
supresión de toda forma de disenso significativo se discuten -y a menudo
condenan- como un fenómeno sólo indirectamente vinculado, o en verdad
completamente desvinculado, de las políticas clásicas de absoluto "libre
mercado" que han sido puestas en práctica por la Junta Militar», escribió
Letelier en un desgarrador ensayo para The
Nation. Señaló que «este concepto particularmente conveniente de un sistema
social en el cual la "libertad económica" y el terror político
coexisten sin interferirse, permite a estos voceros financieros sostener su
idea de "libertad" mientras ejercitan sus músculos verbales en
defensa de los derechos humanos».
Letelier llegó al extremo de
escribir que Milton Friedman como «arquitecto intelectual y consejero no
oficial del equipo de economistas ahora a cargo de la economía chilena» era
corresponsable de los crímenes de Pinochet. No concedía valor a la defensa de
Friedman de que el cabildeo a favor del tratamiento de choque se limitaba a
ofrecer consejos «técnicos». El «establecimiento de una "economía
privada" libre y el control de la inflación "a la Friedman"»
dijo Letelier, no se podían llevar a cabo de forma pacífica. «El plan económico
ha tenido que ser impuesto, y en el contexto chileno ello podía hacerse sólo
mediante el asesinato de miles de personas, el establecimiento de campos de
concentración a través de todo el país, el encarcelamiento de más de cien mil
personas en tres años, el cierre de los sindicatos y organizaciones vecinales y
la prohibición de todas las actividades políticas y de todas las formas de
expresión. [...] Represión para las mayorías y "libertad económica"
para pequeños grupos privilegiados son en Chile dos caras de la misma moneda.»
Había, escribió, «una armonía interna» entre el «libre mercado» y el terror
ilimitado.
El controvertido artículo de
Letelier se publicó a fines de agosto de 1976. Menos de un mes después, el 21
de septiembre, el economista de cuarenta y cuatro años de edad conducía hacia
su trabajo en el centro de Washington, D.C. Al pasar por el corazón del barrio
de las embajadas detonó una bomba a control remoto colocada bajo el asiento del
conductor, haciendo que el coche saliera volando y volándole las dos piernas.
Dejando abandonado su pie seccionado en el asfalto, Letelier fue llevado a toda
velocidad al hospital George Washington. Entró cadáver. El ex embajador iba en
el coche con una colega americana de veinticinco años, Ronni Moffit, que también
perdió la vida en el atentado. Fue el crimen más ultrajante y atrevido de
Pinochet desde el propio golpe.
Una investigación del FBI
reveló que la bomba había sido cosa de Michael Townley, miembro de la policía
secreta de Pinochet, que después fue condenado en un tribunal estadounidense
por ese crimen. Los asesinos habían sido admitidos en el país con pasaportes
falsos con el conocimiento de la CIA.
Cuando Pinochet murió en
diciembre de 2006 a la edad de noventa y un años, se enfrentaba a múltiples
intentos de llevarlo a juicio por los crímenes cometidos bajo su mandato: desde
asesinato, secuestro y tortura a corrupción y evasión de impuestos. La familia
de Orlando Letelier llevaba décadas tratando de llevar a Pinochet ante la
justicia por el atentado de Washington y de reabrir el caso en EU. Pero la
muerte le dio al dictador la última palabra. Le permitió escapar a todos los
juicios y que se publicase una carta postuma en la que defendía el golpe y el
uso del «máximo rigor» para impedir una «dictadura del proletariado [...] ¡Cómo
quisiera que no hubiese sido necesaria la acción del 11 de septiembre de
1973!», escribió Pinochet. «¡Cómo hubiera querido que la ideología
marxista-leninista no se hubiera interpuesto en nuestra vida patria!»
No todos los criminales de
los años del terror en Latinoamérica han tenido tanta suerte. En septiembre de
2006, veintitrés años después del final de la dictadura militar argentina, uno
de los principales responsables del terror fue finalmente sentenciado a cadena
perpetua. El condenado fue Miguel Osvaldo Etchecolatz, que había sido comisario
de policía de la provincia de Buenos Aires durante los años de la Junta.
Durante el histórico juicio,
Jorge Julio López, un testigo clave, se desvaneció. Despareció. López ya había sido
uno de los desaparecidos durante la década de 1970, cuando fue brutalmente
torturado y luego liberado. Ahora todo volvía a empezar. En Argentina, López se
hizo famoso como la primera persona que «desapareció dos veces». A mediados de
2007 seguía desaparecido y la policía está prácticamente segura de que fue
secuestrado como un aviso a los otros posibles testigos: las mismas viejas
tácticas de los años del terror.
El juez del caso, Carlos
Rozanski, de cincuenta y cinco años y miembro de la Corte Federal argentina,
falló que Etchecolatz era culpable de seis cargos de homicidio, seis cargos de
encarcelamiento ilegal y siete casos de tortura. Cuando pronunció su veredicto,
dio un paso extraordinario. Dijo que la condena que pronunciaba no estaba a la
altura de la auténtica naturaleza del crimen y que, en interés de la
«construcción de la memoria colectiva» tenía que añadir que todos esos crímenes
«lo fueron contra la humanidad, en el contexto del genocidio que tuvo lugar en
la República de Argentina entre 1976 y 1983».
Con esa frase, el juez
interpretó su papel en la reescritura de la historia de Argentina: los
asesinatos de gente de izquierda en la década de 1970 no formaron parte de una
«guerra sucia en la que se enfrentaron dos partes y durante la cual se
cometieron varios crímenes en ambos bandos, como ha repetido la historia
oficial durante décadas. No fueron tampoco los desaparecidos meramente víctimas
de dictadores locos ebrios de sadismo y de poder.
Lo que sucedió fue algo más
científico, más aterradoramente racional. Tal y como expresó el juez, existió
un «plan de exterminio llevado a cabo por aquellos que gobernaban el país».
Explicó que los asesinatos
formaban parte de un sistema, planificado de antemano, que se aplicó de igual
forma en todo el país y diseñado con la intención de atacar no a personas
individuales sino a destruir las partes de la sociedad que esas personas
representaban. El genocidio es un intento de asesinar a un grupo, no a una
serie de personas individuales; así pues, argumentó el juez, fue genocidio.
Rozanski reconoció que la
forma en que usaba la palabra «genocidio» era controvertida, y escribió una
extensa sentencia para fundamentar su elección. Reconoció que la Convención de
Naciones Unidas sobre el Genocidio define el crimen como un «intento de
destruir, en todo o en parte, un grupo nacional, étnico, religioso o racial»;
la Convención no incluyó en la definición la eliminación de un grupo unido por
sus ideas políticas -que es lo que había sucedido en Argentina-, pero Rozanski
dijo que no le parecía que esa exclusión fuera legalmente válida. Señalando un
capítulo poco conocido de la historia de Naciones Unidas, explicó que el 11 de
diciembre de 1946, en respuesta directa al Holocausto nazi, la Asamblea General
de la ONU aprobó una resolución de forma unánime prohibiendo los actos de
genocidio «en los que grupos raciales, religiosos, políticos o de otro tipo han sido destruidos en su totalidad o en
parte». La palabra «políticos» fue eliminada en la Convención dos años después
porque Stalin así lo exigió. Sabía que si destruir un «grupo político» era
considerado genocidio, sus sangrientas purgas y sus encarcelamientos masivos de
opositores políticos entrarían dentro de la definición. Stalin contó con el
apoyo de otros líderes que también querían reservarse el derecho de exterminar
a sus oponentes políticos, así que la palabra se eliminó.
Rozanski escribió que
consideraba la definición original de la ONU como la más legítima, pues no
había sido producto de ese compromiso interesado.* También citó una sentencia
de un tribunal español que había juzgado a uno de los torturadores argentinos
más conocidos en 1998. Ese tribunal había afirmado que la Junta argentina había
cometido un «crimen de genocidio». Definió el grupo que la Junta había tratado
de eliminar como «aquellos ciudadanos que no encajaban en el modelo que los
represores habían decidido el adecuado para el nuevo orden que estaban
estableciendo en el país». El año siguiente, en 1999, el juez español Baltasar
Garzón, célebre por haber emitido una orden internacional de arresto contra Augusto Pinochet,
argumentó también que Argentina sufrió un genocidio. Intentó definir qué grupo
en concreto se había tratado de exterminar. El objetivo de la Junta, escribió, era
«establecer un nuevo orden -como en Alemania pretendía Hitler- en el que no
cabían aquellas personas que no encajaban en el cliché establecido». Quien no
encajaba en el nuevo orden eran «las personas ubicadas en aquellos sectores que estorbaban a la configuración ideal de la nueva nación argentina».
* Los códigos penales de
muchos países, entre ellos Portugal, Perú y Costa Rica, prohíben los actos de
genocidio y lo definen de forma que claramente incluye los ataques contra
agrupaciones políticas o «sectores sociales». La ley francesa va incluso más
allá y define el genocidio como un plan diseñado para destruir en todo o en
parte «a un grupo definido por cualquier criterio arbitrario».
Por supuesto, no se puede
comparar la escala de lo sucedido bajo los nazis o en Ruanda en 1994 con los
crímenes de los dictadores corporativistas de América Latina en la década de
1970. Si el genocidio comporta un holocausto, estos crímenes no pertenecen a
esa categoría.
Si el genocidio, sin
embargo, se entiende, tal y como lo definen estos tribunales, como un intento
deliberado de exterminar a los grupos que suponen un obstáculo para un
determinado proyecto político, entonces se trata de un proceso que puede verse
no sólo en Argentina sino, con mayor o menor intensidad, a lo largo y ancho de
toda la región que se había convertido en el laboratorio de la Escuela de
Chicago. En estos países las personas que «estorbaban a la configuración ideal»
eran gente de izquierda de todo tipo: economistas, trabajadores de caridades, sindicalistas, músicos, organizadores campesinos, políticos. Miembros de todos estos grupos fueron objeto de una clara y
deliberada estrategia, que abarcaba toda la región y estaba coordinada
internacionalmente a través de la Operación Cóndor, con objeto de erradicar y
exterminar a la izquierda.
Desde la caída del comunismo
el libre mercado y la libertad de los pueblos se han presentado como una única
ideología que pretende ser la mejor y única defensa de la humanidad para no
repetir una historia plagada de fosas comunes, masacres y cámaras de tortura.
En el Cono Sur, sin embargo, el primer lugar en el que la religión
contemporánea del libre mercado desbocado escapó de los sótanos y seminarios de
la Universidad de Chicago y se aplicó en el mundo real, no trajo consigo la
democracia; país tras país, se predicó precisamente al derrocar la democracia.
No trajo la paz, sino que requirió el asesinato sistemático de decenas de miles
y la tortura de entre 100.000 y 150.000 personas.
Existía, escribió Letelier,
una «armonía interna» entre el impulso de extirpar algunos sectores de la
sociedad y la ideología fundamental del proyecto. Los de Chicago y sus profesores, que ofrecieron asesoramiento a los regímenes militares del Cono Sur
y ocuparon puestos en sus gobiernos, creían en una forma de capitalismo
esencialmente purista. El suyo es un sistema basado enteramente en la fe en el
«equilibrio» y el «orden», un sistema que, para funcionar, exigía que no existieran
«distorsiones». Debido a estas características, un régimen decidido a aplicar
fielmente este ideal no puede aceptar la presencia de puntos de vista
alternativos o que aporten matices. Para alcanzar el ideal buscado es
imprescindible un monopolio sobre la ideología pues, de otro modo, según la
tesis principal de la teoría, las señales económicas se distorsionan y el
sistema entero se desequilibra.
Los de Chicago difícilmente
podrían haber escogido una parte del mundo menos hospitalaria para su experimento
absolutista que el Cono Sur de Latinoamérica en la década de 1970. El
extraordinario ascenso del desarrollismo implicaba que el área era una
cacofonía precisamente de esas políticas que la Escuela de Chicago consideraba
distorsiones o «ideas económicas». Más importante todavía, la región hervía de
movimientos populares e intelectuales que habían surgido en oposición directa
al capitalismo de laissez-faire. Este
punto de vista no era marginal, sino el típico de la mayoría de los ciudadanos,
y así se reflejaba en las sucesivas elecciones de los distintos países. Una
transformación según los parámetros de la Escuela de Chicago tenía tantas
posibilidades de ser bien recibida en el Cono Sur como una revolución
proletaria en Beverly Hills.
Antes de que la campaña de
terror alcanzase Argentina, Rodolfo Walsh había escrito: «Nada puede
detenernos, ni la cárcel ni la muerte. Porque no se puede encarcelar ni matar a
todo un pueblo y puesto que la gran mayoría de los argentinos [...] saben que
sólo el pueblo salvará al pueblo». Salvador Allende, mientras veía cómo los
tanques avanzaban para poner cerco al palacio presidencial, pronunció un último
discurso radiofónico, imbuido de la misma actitud desafiante: «Y les digo que
tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de
miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente», afirmó en sus
últimas palabras dirigidas al público. «Tienen la fuerza, podrán avasallarnos,
pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La
historia es nuestra y la hacen los pueblos».
Los comandantes de la Junta
en la región y sus cómplices económicos eran perfectamente conscientes de esas
verdades. Un veterano de varios golpes de Estado argentinos explicó cuál era la
opinión dentro del ejército: «En 1955 creíamos que el problema era [Juan]
Perón, así que lo eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el problema era la
clase trabajadora».19 En toda la región sucedió lo mismo: el
problema era amplio y profundo. Eso quería decir que si la revolución
neoliberal quería triunfar, las juntas tenían que lograr lo que Allende
consideraba imposible: segar definitivamente la semilla que se sembró durante
el auge de las izquierdas latinoamericanas. En su declaración de principios, publicada después del golpe, la
dictadura de Pinochet afirmó que su misión era «una acción profunda y
prolongada [para] cambiar la mentalidad de los chilenos», un eco de la idea que
Albion Patterson, de USAID, padrino del Proyecto Chile, había hecho veinte años
antes: «Lo que tenemos que hacer es cambiar la formación de los hombres».
Pero ¿cómo se consigue eso?
La semilla a la que Allende se refería no consistía en una sola idea ni en un
grupo de partidos políticos y sindicatos. En los años sesenta y principios de
los setenta, la izquierda era la cultura popular dominante en América Latina.
Era la poesía de Pablo Neruda, la música de Víctor Jara y Mercedes Sosa, la
teología de la liberación de Sacerdotes para el Tercer Mundo, el teatro
emancipador de Augusto Boal, la pedagogía radical de Paulo Freiré, el
periodismo revolucionario de Eduardo Galeano y el mismo Walsh. Eran los héroes
y mártires legendarios del pasado y la historia reciente desde José Gervasio
Artigas, pasando por Simón Bolívar hasta el Che Guevara. Cuando las juntas
trataron de desafiar la profecía de Allende y arrancar de raíz el socialismo,
estaban declarando la guerra a toda esta cultura.
El imperativo se reflejó en
las metáforas habituales de los regímenes militares en Brasil, Chile,
Uruguay y Argentina: los eufemismos fascistas que hablaban de limpiar, barrer,
erradicar y curar. En Brasil las detenciones de gente de izquierda se
bautizaron con el código Operacao Limpeza. El día del golpe, Pinochet se
refirió a Allende y su gobierno como «escoria que iba a arruinar el país». Un
mes después se comprometió a «extirpar el mal de raíz de Chile», a conseguir
una «depuración moral» de la patria, «purificada de los vicios y malos
hábitos», un objetivo muy parecido al de Alfred Rosenberg, escritor del Tercer
Reich, cuando exigía «una limpieza despiadada con una escoba de hierro».
Purificadores
de culturas
En Chile, Argentina y
Uruguay las juntas llevaron a cabo operaciones masivas de limpieza, quemando libros de Freud, Marx y Neruda, cerrando cientos de
periódicos y revistas, ocupando universidades, prohibiendo huelgas y reuniones
políticas...
Algunos de los ataques más
brutales los reservaron para los economistas «rosas» a los que los de Chicago
no consiguieron derrotar antes de los golpes. En la U. de Chile, la rival de la
base local de los de Chicago, la U. Católica, cientos de profesores fueron
despedidos por «no observar los deberes morales» (entre ellos André Gunder
Frank, el disidente de Chicago que escribió airadas cartas a sus ex profesores).
Durante el golpe, Gunder Frank informó que «se disparó a seis estudiantes a la
vista de todos en la entrada principal de la Facultad de Económicas para dar
una lección a todos los demás».
Cuando la Junta se hizo con
el poder en Argentina, grupos de soldados entraron en la U. Nacional del Sur en
Bahía Blanca y arrestaron a diecisiete miembros del claustro acusados de «enseñanzas subversivas»; también en este caso la mayoría fueron del Departamento de
Economía. «Es necesario destruir las fuentes que alimentan, forman y adoctrinan
a los delincuentes subversivos», anunció uno de los generales en una rueda de
prensa. Un total de ocho mil educadores de izquierdistas, «de ideología
sospechosa», fueron purgados como parte de la Operación Claridad. En los
institutos se prohibieron las presentaciones en grupo, que eran muestra de un
espíritu colectivo latente peligroso para la «libertad individual».
En Santiago, el legendario
cantante de izquierdas Víctor Jara estaba entre los que fueron llevados al
Estadio de Chile. La forma en que le trataron encarna la decidida furia con la
que se emprendió el silenciamiento de una cultura. Primero los soldados le
rompieron ambas manos para que no pudiera tocar la guitarra y luego le
dispararon cuarenta y cuatro veces, según los hechos desvelados por la Comisión
Nacional de Verdad y Reconciliación. Para asegurarse de que no se convirtiera
en una inspiración más allá de su muerte, el régimen ordenó que se destruyeran
las grabaciones originales de sus discos. Mercedes Sosa, también música, se vio
obligada a exiliarse de Argentina; el dramaturgo revolucionario Augusto Boal
fue torturado en Brasil y forzado a exiliarse; Eduardo Galeano fue expulsado de
Uruguay y Walsh asesinado en las calles de Buenos Aires. Era el exterminio
deliberado de toda una cultura.
En paralelo otra cultura
aséptica y purificada ocupaba su lugar. Al inicio de las dictaduras de Chile,
Argentina y Uruguay las únicas reuniones públicas aceptadas fueron las
demostraciones de poderío militar y los partidos de fútbol. En Chile, si eras
una mujer, llevar pantalones era motivo suficiente para un arresto; si eras un
hombre, lo era el pelo largo. «En toda la República se está produciendo una profunda purificación», afirmaba un editorial de un
periódico argentino controlado por la Junta. Exigía la limpieza total e
inmediata de los grafiti de izquierdas: «Pronto las superficies relucirán,
liberadas de esa pesadilla por la acción del jabón y el agua».
En Chile, Pinochet estaba
decidido a quitar a su pueblo la costumbre de echarse a la calle. Hasta las
reuniones más pequeñas eran dispersadas con cañones de agua, el arma favorita
de Pinochet para el control de las masas. La Junta tenía cientos de ellos, lo
bastante pequeños para ir por las aceras y lanzar su chorro contra los grupos
de escolares que repartían panfletos; la represión alcanzaba incluso a los
funerales, si eran demasiado movidos. Bautizados como «guanacos», por una llama
famosa por su costumbre de escupir, los omnipresentes cañones de agua limpiaban
la gente tomo si tratara de basura humana, dejando las calles relucientes,
limpias y vacías.
Poco después del golpe, la
Junta chilena publicó un edicto apremiando a los ciudadanos para que «contribuyeran a limpiar la
patria» informando sobre los «extremistas» extranjeros y los «chilenos
fanatizados».
Quién fue asesinado y por qué
La mayoría de la gente
contra la que se arremetió en las redadas no fueron «terroristas», como
proclamaba la retórica oficial, sino más bien las personas a las que las juntas
habían identificado como los mayores obstáculos a su programa económico. Algunos de verdad eran opositores, pero a muchos se los
veía como simplemente representantes de valores contrarios a la revolución del
libre mercado.
La naturaleza sistemática de
esta campaña de limpieza queda patente al cotejar las fechas y horas de las
desapariciones documentadas en los informes de la Comisión de Derechos Humanos
y de la Comisión de la Verdad. En Brasil, la Junta no empezó la represión en
masa hasta finales de la década de 1960, pero hizo una excepción: tan pronto
como se lanzó el golpe, los soldados rodearon a los líderes de los sindicatos
activos en las fábricas y en los grandes ranchos. Según Brasil: Nunca Mais, fueron enviados a la cárcel, donde muchos fueron
torturados «por la sola razón de tener una filosofía política opuesta a la de
las autoridades». Este informe de la Comisión de la Verdad, basado en las actas
judiciales de los propios militares, destaca que la Confederación General del
Trabajo (CGT), la principal asociación de sindicatos, aparece en los
procedimientos judiciales de la Junta «como un demonio omnipresente que debe
ser exorcizado». El informe concluye claramente que el motivo por el que «las
autoridades que tomaron el poder en 1964 tuvieron especial cuidado en
"limpiar" este sector» es porque «temían la generalización de la
[...] resistencia desde los sindicatos a sus programas económicos, que estaban
basados en la austeridad en los salarios y en la privatización de la economía».
Tanto en Chile como en
Argentina los gobiernos militares utilizaron el caos inicial del golpe para
lanzar con éxito su ataque contra el movimiento sindical. Claramente se trató
de operaciones planeadas con mucha antelación, pues las redadas sistemáticas
empezaron el mismo día del golpe. En Chile, mientras todas las miradas se
dirigían al asediado palacio presidencial, otros batallones fueron enviados a
«fábricas en lo que se conocía como "cinturones industriales", donde
las tropas llevaron a cabo redadas y arrestaron a gente. Durante los días
siguientes», según el informe de la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación, hubo redadas en varias fábricas más, «lo que llevó a arrestos
masivos de personas, muchas de las cuales fueron luego asesinadas o desaparecieron».
En 1976, el 80% de los prisioneros políticos de Chile eran obreros y
campesinos.
El informe de la Comisión de
la Verdad de Argentina, Nunca Más,
documenta una intervención quirúrgica similar contra los sindicatos: «Hemos
visto que una gran parte de las operaciones [contra los trabajadores] se llevaron a cabo el mismo día del
golpe o inmediatamente a continuación». Entre la lista de ataques a
las fábricas, un testimonio es particularmente revelador de cómo el
«terrorismo» se usó como pantalla de humo para perseguir a activistas pro
obreros no violentos. Graciela Geuna, prisionera política en el campo de
tortura conocido como La Perla, describió cómo los
soldados que la vigilaban empezaron a ponerse nerviosos con una huelga que iba
a tener lugar en una central eléctrica. La huelga iba a ser «un ejemplo
importante de resistencia a la dictadura militar» y la Junta no quería que
tuviera lugar. Así que, recordó Geuna, los «soldados de la unidad decidieron convertirla en ilegal o, como ellos dijeron,
"montonerizarla"» (los montoneros eran un grupo guerrillero que el
gobierno ya había derrotado). Los huelguistas no tenían nada que ver con los
montoneros, pero eso no importaba. Los «mismos soldados que había en La Perla
imprimieron panfletos que firmaron como "montoneros", panfletos en
los que incitaban a los trabajadores a la huelga». Los panfletos se
convirtieron entonces en la «prueba» necesaria para secuestrar y asesinar a los
líderes sindicalistas.
Tortura patrocinada por las
empresas
En ocasiones los ataques a
los líderes sindicales estaban coordinados con los propietarios de los lugares
de trabajo. Demandas interpuestas en los últimos años han aportado algunos de
los ejemplos mejor documentados de intervención directa de filiales locales de multinacionales extranjeras.
En los años previos al golpe
en Argentina, el ascenso de la militancia de izquierdas había afectado a las
empresas extranjeras tanto económica como personalmente: entre 1972 y 1976
fueron asesinados cinco ejecutivos de la compañía automovilística Fiat. La
suerte de tales empresas cambió radicalmente cuando la Junta tomó el poder y
aplicó las políticas de la Escuela de Chicago; ahora
podían inundar el mercado local de importaciones, pagar salarios más bajos, despedir a trabajadores libremente y
enviar los beneficios a casa sin trabas legales.
Varias multinacionales
expresaron efusivamente su agradecimiento. En el primer Año Nuevo del gobierno
militar en Argentina, Ford Motor Company publicó en los periódicos un anunció
de felicitación en el que abiertamente se alienaba con el régimen: «1976:
Argentina encuentra de nuevo el camino. 1977: año nuevo de fe y esperanza para
todos los argentinos de buena voluntad. Ford Motor de Argentina y su gente se
comprometen en la lucha para conseguir el gran destino de la patria».
Las empresas extranjeras
hicieron más que dar las gracias a las juntas por un trabajo bien hecho:
algunas participaron activamente en las campañas de terror. En Brasil, varias
multinacionales se unieron y financiaron escuadrones de tortura privados. A
mediados de 1969, justo cuando la Junta entraba en su fase más brutal, se lanzó
una fuerza policial extralegal llamada Operación Bandeirantes, conocida por sus
siglas, OBAN. Formada por oficiales del ejército, OBAN fue fundada, según Brasil: Nunca Mais, «gracias a
contribuciones de varias corporaciones multinacionales, entre ellas Ford y
General Motors». Al estar fuera de las estructuras militares y policiales
oficiales, OBAN disfrutaba de «flexibilidad e impunidad respecto a los métodos
de interrogatorio», afirma el informe, y pronto su sadismo sin igual se hizo
tristemente célebre.
Fue en Argentina, no
obstante, donde la implicación de la filial local de Ford con el aparato del
terror se hizo más obvia. La empresa suministraba vehículos a los militares, de
modo que el Ford Falcon fue el automóvil utilizado en miles de secuestros y
desapariciones. El psicólogo y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky describió
el coche como «lo terrorífico como expresión simbólica. El coche de la muerte».
Mientras Ford suministraba
coches a la Junta, la Junta le correspondió con un favor: eliminar las cadenas
de producción de problemáticos sindicalistas. Antes del golpe, Ford se había
visto obligada a realizar importantes concesiones a sus trabajadores: una hora
libre para comer en lugar de veinte minutos y un 1% de lo obtenido por la venta
de cada coche para dedicarlo a programas de servicios sociales. Todo eso cambió
abruptamente cuando empezó la contrarrevolución, el día del golpe. La fábrica
de Ford en las afueras de Buenos Aires se convirtió en una fortaleza armada; en
las semanas siguientes se llenó de vehículos militares, tanques incluidos, y
sobre ella se oían constantemente los rotores de los helicópteros. Los obreros
han testificado que hubo un batallón de cien soldados destinado permanentemente
a la fábrica. «En Ford parecía como si estuviéramos en guerra. Y todo estaba
dirigido contra nosotros, los trabajadores», recordó Pedro Troiani, uno de los
delegados sindicales.
Los soldados rondaban por las instalaciones, agarrando y encapuchando a los
sindicalistas más activos, a los que el capataz de la fábrica tenía la
amabilidad de señalar. Troiani se contó entre los que fueron sacados de la
cadena de montaje. Recuerda que «antes de detenerme me pasearon por la fábrica,
lo hicieron al descubierto para que la gente pudiera verlo: Ford lo utilizó
para acabar con los sindicatos en la fábrica». Más sorprendente fue
lo que pasó a continuación: en lugar de llevarlos rápidamente a alguna cárcel
cercana, Troiani y los demás dicen que los soldados les llevaron a unas
instalaciones de detención que habían sido construidas dentro del perímetro de
la fábrica. En su lugar de trabajo, en el mismo lugar en el que tan sólo unos días atrás habían estado negociando contratos, esos trabajadores fueron golpeados, pateados y, en dos
casos, sometidos a electroshocks.
Fueron conducidos luego a prisiones fuera de la fábrica donde las torturas
continuaron durante semanas y, en algunos casos, durante meses. Según
los abogados de los trabajadores, al menos veinticinco representantes
sindicales en Ford fueron secuestrados en este período, la mitad de ellos
detenidos en la misma empresa en unas instalaciones que los grupos de defensa
de los derechos humanos en Argentina están presionando para que se incluya en
una lista oficial de antiguos centros clandestinos de detención.
En 2002, fiscales federales
presentaron una acusación penal contra Ford Argentina en nombre de Troiani y
otros catorce trabajadores, alegando que la empresa era legalmente responsable
por la represión que tuvo lugar en su propiedad. «Ford [Argentina] y sus
ejecutivos colaboraron en el secuestro de sus propios trabajadores y creo que
deben ser considerados responsables de él», dice Troiani. Mercedes-Benz (una
filial de DaimlerChrysler) se enfrenta a una investigación similar a causa de
alegaciones de que la empresa colaboró con el ejército en la década de 1970
para purgar una de sus fábricas de sindicalistas, supuestamente dando nombres y
direcciones de dieciséis trabajadores que luego desparecieron, catorce de ellos
para siempre.
Según la historiadora Karen
Robert, experta en Latinoamérica, hacia el final de la dictadura «prácticamente
habían desaparecido todos los delegados de a pie de las fábricas de las
principales empresas del país [...] como Mercedes-Benz, Chrysler y Fiat
Concord». Tanto Ford como Mercedes-Benz niegan que sus ejecutivos tomaran parte
en la represión. Los juicios siguen abiertos.
No fueron sólo los sindicalistas
los que sufrieron un ataque preventivo: lo sufrió cualquiera que representase
una visión de la sociedad construida sobre cualquier valor que no fuera el puro
beneficio.
Particularmente brutales a
lo largo y ancho de la región fueron los ataques a los granjeros que se habían
implicado en la lucha por la reforma agraria. Los líderes de las Ligas Agrarias
Argentinas -que habían difundido ideas incendiarias sobre el derecho de los
campesinos a poseer tierras- fueron perseguidos y torturados, a menudo en los mismos campos
que trabajaban, a la vista de toda la comunidad. Los soldados utilizaban las
baterías de los camiones para dar electricidad a sus picanas, volviendo aquel
ubicuo utensilio campesino contra los propios granjeros.
Mientras tanto, las políticas económicas
de la Junta fueron un auténtico regalo
para los terratenientes y ganaderos. En Argentina, Martínez de Hoz eliminó
los controles sobre el precio de la
carne, con lo que éste subió más de un 700%,
provocando un récord de beneficios.
En los barrios pobres, el
objetivo de los ataques preventivos fueron los trabajadores comunitarios,
muchos de ellos asociados a la Iglesia, que organizaban a los sectores más
desfavorecidos de la sociedad para que exigieran sanidad, vivienda y educación públicas
o, en otras palabras, para que pidieran el «Estado del bienestar», que era
precisamente lo que los de Chicago estaban desmantelando. «¡Los pobres no van a
tener más santurrones que cuiden de ellos!», le dijeron a Norberto Liwsky, un
doctor argentino, mientras «aplicaban descargas eléctricas en mis encías,
pezones, genitales, abdomen y orejas».
Un sacerdote argentino que
colaboró con la Junta explicó cuál era la filosofía que les guiaba: «El enemigo
era el marxismo. El marxismo en la Iglesia, digamos, y en la patria. El peligro
de una nación nueva». Ese «peligro de una nación nueva» ayuda a
explicar por qué tantas de las víctimas de las juntas fueron jóvenes. En
Argentina, el 81% de los treinta mil desaparecidos tenían entre dieciséis y
treinta años.
«Estamos trabajando ahora
para los siguientes veinte años», le dijo un conocido torturador argentino a
una de sus víctimas.
Entre los más jóvenes estaban un grupo
de estudiantes de instituto que, en septiembre de 1976, se agruparon para pedir
una bajada del billete de autobús. Para la Junta, aquella acción colectiva
demostraba que los adolescentes estaban contagiados del virus del marxismo, y
respondió con furia genocida, torturando y matando a seis de los estudiantes
que se habían atrevido a plantear aquella subversiva demanda. Miguel Osvaldo Etchecolatz, el comisario de
policía finalmente sentenciado en 2006, fue uno de los personajes clave de
aquella operación.
La pauta de las
desapariciones estaba clara: mientras los terapeutas del shock eliminaban todos los resquicios de colectivismo de la
economía, las tropas de shock debían
eliminar a los representantes de ese ethos
de las calles, las universidades y las fábricas.
En algunos momentos
distendidos, algunos de los que estuvieron en la línea del frente de la
transformación económica han reconocido que para lograr sus objetivos era
necesario el uso generalizado de la represión.
Víctor Emmanuel, el
ejecutivo de relaciones públicas de Burson Marsteller encargado de vender al resto del mundo el nuevo
régimen favorable a las empresas instaurado por las juntas, explicó a un
investigador que la violencia era necesaria para abrir la economía
«proteccionista y estatalista» de Argentina. «Nadie, pero nadie, invierte en un
país que está en guerra civil», dijo, pero admitió que no sólo se mataba a las
guerrillas. «Probablemente se mató también a mucha gente inocente», le dijo a
la escritora Marguerite Feitlowitz, pero, «dada la situación era necesario
aplicar una fuerza inmensa».
Sergio de Castro, el
ministro de Economía de Pinochet de la Escuela de Chicago que supervisó la
aplicación del tratamiento de choque, dijo que nunca podría haberlo hecho sin
el apoyo del puño de hierro de Pinochet. «Teníamos a la opinión pública muy en
contra, así que necesitábamos una personalidad fuerte para mantener la
política. Tuvimos suerte de que el presidente Pinochet lo entendiera y tuviera
el valor de resistir a las críticas.» De Castro también ha dicho que un
«gobierno autoritario» es el más capacitado para salvaguardar la libertad
económica gracias a su uso «impersonal» del poder.
Como sucede casi siempre con
el terrorismo de Estado, los objetivos seleccionados servían a un doble
propósito.
En primer lugar,
eliminarlos quitaba de en medio obstáculos reales al proyecto, pues desaparecían
aquellos que era más probable que contraatacasen.
En segundo
lugar, el hecho de que todo el mundo viera que los «problemáticos»
desaparecían servía de aviso a aquellos que podrían considerar resistir,
eliminando también, por tanto, obstáculos futuros.
Y funcionó. «Estábamos
confundidos y angustiados, aguardábamos dóciles a seguir las órdenes [...] la
gente sufrió una regresión; se volvió más dependiente y temerosa», recordó el
psiquiatra chileno Marco Antonio de la Parra. Estaban, en otras palabras, en
estado de shock. Así que cuando los shocks económicos hicieron que los
precios se dispararan y los salarios se hundiesen, las calles de Chile,
Argentina y Uruguay siguieron despejadas y en calma. No hubo disturbios por la
falta de comida ni huelgas generales. Las familias sobrellevaron la penuria
saltándose en silencio algunas comidas, alimentando a sus bebés con mate, un té
tradicional que quita el apetito, y despertándose antes del amanecer para
caminar durante horas hasta su puesto de trabajo y así ahorrarse el billete de
autobús.
Los que morían de
malnutrición o de fiebre tifoidea eran enterrados discretamente.
Sólo una década antes, los
países del Cono Sur -con sus sectores industriales en alza, sus clases medias
creciendo rápidamente y sus sólidos sistemas de sanidad y educación -habían sido la
esperanza del mundo en vías de desarrollo. Ahora los ricos y los pobres se
movían en mundos económicos totalmente distintos, con los ricos accediendo a la
ciudadanía honorífica en el estado de Florida y el resto empujados hacia el
subdesarrollo en un proceso que se agudizaría durante las «reestructuraciones»
neoliberales de la era posterior a las dictaduras.
Si no ya ejemplos a seguir,
estos países se convirtieron en ejemplos aterradores de lo que les sucede a las
naciones pobres que creen que pueden prosperar por sus propios medios hasta
salir del Tercer Mundo. Fue una conversión paralela a la que sufrieron los
prisioneros en los centros de tortura de la Junta: no bastaba con hablar, se
les exigía además que abjuraran de sus creencias más queridas, que traicionaran
a sus amantes e hijos. A los que se rendían se les llamaba «quebrados». Eso fue
lo que le sucedió al Cono Sur. La región no sólo fue derrotada: fue quebrada.
La
Tortura como «cura»
Mientras se
trataba de extirpar el colectivismo de la cultura mediante medidas políticas,
dentro de las prisiones la tortura intentaba extirparlo de la mente y el
espíritu. Como un editorial de la Junta argentina subrayó en 1976, «también las
mentes deben limpiarse, pues es allí donde nació el error».
Muchos torturadores
adoptaban el papel de un doctor o un cirujano. Igual que los economistas de
Chicago con sus shocks dolorosos pero
necesarios, estos interrogadores imaginaban que sus electroshocks y demás tormentos eran terapéuticos, que
administraban una especie de medicina a sus presos, a los que muchas veces se
referían dentro de los campos como «apestosos», es decir, como los sucios o
enfermos. Les iban a curar de la enfermedad del socialismo, del impulso hacia
la acción colectiva. Sus «tratamientos» eran atroces, cierto, puede que incluso
letales, pero eran por el bien de los pacientes. «Si tienes gangrena en un brazo,
tienes que cortártelo, ¿verdad?», dijo Pinochet, impaciente ante las críticas a
su historial de ataques a los derechos humanos.
Con ello,
la electroterapia regresaba a su anterior encarnación como técnica de
exorcismo. El primer uso registrado de la electrocución médica fue por un
médico suizo que ejerció en el siglo XVIII. Ese médico creía que las
enfermedades mentales las causaba el diablo, así que hacía que el paciente
sujetara un cable al que daba potencia con una máquina de electricidad estática.
Administraba una descarga de electricidad por cada demonio que habitaba en el
cuerpo del paciente y luego lo declaraba curado.
En testimonios que aparecen
en los informes de las comisiones de la verdad por toda la región, los
prisioneros describen un sistema diseñado para obligarles a traicionar el
principio más fundamental de su sentido del yo. Para la mayor parte de
los latinoamericanos de izquierdas, ese principio fundamental era lo que el
historiador radical argentino Osvaldo Bayer llamó «la única ideología
trascendental: la solidaridad». Los torturadores entendían perfectamente la
importancia de la solidaridad y se aplicaron a destruir ese impulso de
interconexión social entre sus prisioneros. Se da por supuesto que todo interrogatorio consiste en obtener
información valiosa y, por lo tanto, forzar una traición, pero muchos
prisioneros informan que sus torturadores estaban bastante poco interesados en
la información, que ya solían tener de antemano, y mucho más interesados en
conseguir el acto de traición en sí. Lo importante del ejercicio era lograr que
los prisioneros sufrieran una lesión irreparable en aquella parte de ellos que
creía que ayudar a los demás era el valor supremo, la parte que les hacía
activistas, y reemplazarla por una sensación
de vergüenza y humillación.
A veces el preso no podía
controlar estas traiciones. El prisionero argentino Mario Villani, por ejemplo,
llevaba su agenda encima cuando fue secuestrado. En ella estaban las señas de
una reunión que había acordado con un amigo. Los soldados se presentaron en su
lugar y otro activista desapareció en la maquinaría del terror. En la mesa de
interrogación, los interrogadores de Villani le torturaron con el dato de que
«habían capturado a Jorge porque se había presentado a la cita conmigo. Sabían
que para mí eso era un tormento peor que 220 voltios. El remordimiento era casi
insoportable».
Los actos de rebelión más
extremos en este contexto consistían en pequeños gestos de bondad entre
prisioneros, como tratar de curar las heridas de los demás o compartir la
escasa comida.
Cuando se descubría alguno
de esos gestos, el castigo era durísimo.
Se machacaba a los
prisioneros para que fueran lo más individualistas posible y se les ofrecían
constantemente tratos fáusticos, como escoger entre más torturas insoportables
para ellos mismos o más torturas para otro de sus compañeros de celda. En
algunos casos los prisioneros fueron quebrados hasta tal punto que aceptaron
aplicar la picana a sus compañeros presidiarios o abjurar por televisión de sus
creencias anteriores. Estos prisioneros representaban el triunfo final de sus
torturadores: no sólo los prisioneros habían abandonado cualquier idea de
solidaridad sino que, para sobrevivir, habían sucumbido al ethos despiadado que era el núcleo del capitalismo de laissez-faire, «estar pendiente del
número 1», en palabras de un directivo de ITT.
La manifestación
contemporánea de este proceso de destrucción de la personalidad se halla en la
forma en que se utiliza el islam como arma contra los prisioneros musulmanes en
las prisiones dirigidas por EU. De entre el alud de pruebas que se han filtrado
de Abu Ghraib y de la bahía de Guantánamo, dos formas concretas de maltrato a
los prisioneros aparecen una y otra vez: el desnudo y la interferencia
deliberada con las prácticas islámicas, sea obligando a los prisioneros a
afeitarse la barba, dando patadas a un Corán, envolviendo a los prisioneros en
banderas israelíes, forzándoles a adoptar posturas homosexuales o incluso
tocando a los hombres con sangre de menstruación simulada. Moazzam Begg, que
estuvo recluido en Guantánamo, dice que le obligaron a afeitarse con frecuencia
y que un guardián le decía: «Esto es lo que de verdad os molesta a los
musulmanes, ¿verdad?». Se profana el islam no porque los guardianes lo odien
(aunque bien puede ser así) sino porque los prisioneros lo aman. Puesto que el
objetivo de la tortura es destruir la personalidad, todo lo que comprende la
personalidad de un prisionero debe ser sistemáticamente robado: desde su ropa
hasta sus creencias más queridas. En la década de 1970 eso llevaba a atacar la
solidaridad social; hoy conduce a agredir al islam.
Los dos grupos de «doctores»
del shock que trabajaban en el Cono
Sur
-los generales y los economistas- recurrieron a metáforas prácticamente idénticas en su trabajo.
Friedman comparó su trabajo en Chile al de un médico que ofrecía «consejos
médicos técnicos al gobierno chileno para ayudar a curar una epidemia médica», la «epidemia de la inflación». Arnold Harberger, director del programa
sobre Latinoamérica en la U. de Chicago, fue incluso más allá.
En una conferencia que
pronunció en Argentina frente a un público formado por jóvenes economistas,
mucho después de que la dictadura hubiera terminado, dijo que los buenos
economistas son en sí mismos el tratamiento, pues funcionan «como anticuerpos
que combaten las ideas y políticas antieconómicas». El ministro de Exteriores
de la Junta argentina, César Augusto Guzzetti, dijo que «cuando el cuerpo
social del país ha sido contaminado por una enfermedad que corroe sus entrañas, forma anticuerpos. Estos anticuerpos no pueden
considerarse del mismo modo que los microbios. Conforme el gobierno controle y
destruya a la guerrilla, la acción de los anticuerpos desaparecerá, como ya
está sucediendo. Se trata tan sólo de una reacción natural de un cuerpo
enfermo».
Este lenguaje tiene, por
supuesto, el mismo andamiaje intelectual que permitía a los nazis afirmar que
al asesinar a los miembros «enfermos» de la sociedad estaban curando «el cuerpo
de la nación». Como dijo el doctor nazi Fritz Klein: «Quiero preservar la vida.
Y por respeto a la vida humana, amputaré un apéndice gangrenado de un cuerpo enfermo. El judío es el
apéndice gangrenado del cuerpo de la humanidad». Los jemeres rojos utilizaron
el mismo lenguaje para justificar su masacre en Camboya: «Hay que amputar lo
que está infectado».
Niños
«Normales»
Los paralelismos más
escalofriantes se encuentran en la forma en que la Junta argentina trató a los
niños dentro de su red de centros de tortura. La Convención de las Naciones
Unidas sobre el Genocidio declara que entre las prácticas genocidas más
habituales está «imponer medidas tendentes a evitar nacimientos dentro del
grupo» y «transferir a la fuerza a niños de un grupo a otro grupo».
Se estima que nacieron unos
quinientos niños en los centros de tortura argentinos. Esos bebés fueron
alistados inmediatamente en el plan para rediseñar la sociedad y crear una
nueva raza de ciudadanos modelo. Tras un breve período de guardería, cientos de
bebés fueron vendidos o entregados a parejas, la mayor parte de ellas con
vínculos directos con la dictadura. Según el grupo de defensa de los derechos
humanos Abuelas de la Plaza de Mayo, que con gran esfuerzo ha localizado a
docenas de aquellos bebés, los niños fueron criados según los valores del
capitalismo y el cristianismo que la Junta consideraba «normales» y saludables.
Los padres de los bebés, considerados
demasiado enfermos como para poder ser salvados, fueron casi siempre asesinados
en los campos. El robo de bebés no fue producto de excesos de personas
individuales, sino parte de una operación estatal organizada. En un caso
llevado a los tribunales se presentó como prueba un documento oficial del
Departamento del Interior titulado «Instrucciones sobre procedimientos a seguir
con los niños menores de edad de líderes políticos o sindicales cuando
sus padres son detenidos o desaparecen».
Este capítulo de la historia
de Argentina guarda un sorprendente paralelismo con el robo masivo de niños
indígenas en EU, Canadá y Australia, donde se les enviaba a internados, se les
prohibía hablar sus lenguas nativas y se les coaccionaba para que fueran más
«blancos». En la Argentina de la década de 1970 operaba una lógica supremacista
similar, pero no basada en la raza sino en las creencias políticas, la cultura
y la clase social.
Uno de los vínculos más
gráficos entre los asesinatos políticos y la revolución del libre mercado no se
descubrió hasta cuatro años después del final de la dictadura argentina. En
1987 un equipo de rodaje estaba filmando en el sótano de Galerías Pacífico, uno
de los centros comerciales más lujosos del centro de Buenos Aires, cuando
descubrieron horrorizados un centro de tortura abandonado. Resultó ser que
durante la dictadura, el Primer Cuerpo del Ejército escondió a algunos de sus
desaparecidos en las tripas del centro comercial. En las paredes de las
mazmorras todavía se podían ver las marcas desesperadas que habían hecho los
prisioneros muertos hacía tiempo: nombres, fechas, súplicas de ayuda.
Hoy, Galerías Pacífico es la
joya de la corona de la zona comercial de Buenos Aires, la prueba de su consolidación como una capital consumista globalizada. Techos abovedados y suntuosos frescos
sirven de marco a una larga serie de tiendas de marca, desde Christian Dior a
Ralph Lauren pasando por Nike, con precios inalcanzables para la gran mayoría
de los habitantes del país pero que parecen una ganga a los extranjeros que
acuden a la ciudad atraídos por las ventajas de su devaluada divisa.
Para los argentinos que conocen su historia, el centro comercial constituye un escalofriante
recordatorio de que igual que una forma más antigua de conquista capitalista se
edificó sobre las tumbas de los pueblos indígenas, el proyecto de la Escuela de
Chicago en América Latina se construyó literalmente sobre los centros de
tortura secretos en los que desaparecieron miles de personas que creían en un
país diferente.
Capítulo 5
«Ninguna Relación»
Cómo una ideología fue
absuelta de sus crímenes
Milton Friedman es la
encarnación del aforismo que reza que «las ideas tienen consecuencias». Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa de E
U
Se
metía a la gente en la cárcel para que los precios pudieran ser libres. Eduardo
Galeano
Durante un breve
período pareció que el movimiento neoliberal no podría desentenderse de los
crímenes que había cometido en el Cono Sur y que éstos le desacreditarían por
completo antes que pudiera expandir su primer laboratorio. Después del trascendental
viaje de Milton Friedman a Chile en 1975, el columnista del New York Times Anthony Lewis formuló una
pregunta tan sencilla como incendiaria: «Si la teoría económica pura de Chicago
sólo se puede poner en práctica en Chile mediante el recurso a la represión,
¿tienen sus autores algún tipo de responsabilidad por ello?». Después del
asesinato de Orlando Letelier, los activistas de base respondieron a su
llamamiento para exigir responsabilidades por el coste humano de sus políticas
al «arquitecto intelectual» de la revolución económica chilena. Durante
aquellos años Milton Friedman no podía dar una conferencia sin que alguien le
interrumpiera citando a Letelier y se vio obligado a entrar por la puerta de la
cocina en varios eventos celebrados en su honor.
Los estudiantes de la U. de
Chicago se preocuparon tanto al saber de la colaboración de sus profesores con
la Junta que exigieron una investigación académica. Algunos profesores les
apoyaron, entre ellos el economista austríaco Gerhard Tintner, que había huido
del fascismo en Europa y llegado a EU en la década de 1930.
Tintner comparó Chile bajo
Pinochet con Alemania bajo los nazis y dibujó un paralelismo entre el apoyo de
Friedman a Pinochet y el de los tecnócratas que colaboraron con el Tercer
Reich. (Friedman, a su vez, acusó a sus críticos de
«nazismo».)
Tanto Friedman como Arnold
Harberger se atribuyeron con placer el mérito de los milagros económicos
conseguidos por sus Chicago Boys latinoamericanos. Como un padre orgulloso,
Friedman alardeó en Newsweek en 1982
de que «los Chicago Boys [...] combinaban una extraordinaria habilidad
intelectual y ejecutiva con el valor para sostener sus convicciones y la
dedicación necesaria para ponerlas en práctica».
Harberger dijo: «Me siento
más orgulloso de mis estudiantes que de cualquier cosa que haya escrito; de
hecho, el grupo latino es mucho más mío que mis contribuciones a la
literatura». Ninguno de los dos, sin embargo, alcanzaba a ver relación alguna
entre los «milagros» que sus estudiantes habían realizado y el coste humano que
habían tenido.
«A pesar de que estoy profundamente
en desacuerdo con el sistema político autoritario de Chile», escribió Friedman
en su columna de Newsweek, «no creo
que sea algo malo que un economista ofrezca asesoría técnica al gobierno
chileno».
En sus memorias, Friedman
afirmó que Pinochet trató, durante los primeros dos años, de llevar la economía
él solo y que no fue hasta «1975, cuando la inflación seguía disparada y una
recesión mundial provocó una depresión en Chile, cuando el general Pinochet
acudió a los Chicago Boys». Se trata de un caso descarado de revisionismo: los
Chicago Boys trabajaron con los militares incluso desde antes de que tuviera
lugar el golpe y la transformación económica empezó el mismo día en que la
Junta llegó al poder. En otros momentos Friedman llegó a afirmar que todo el
reinado de Pinochet -diecisiete años de dictadura con decenas de miles de víctimas de
tortura- no fue un violento intento de destruir la democracia, sino todo
lo contrario. «Lo verdaderamente importante del tema chileno es que al final el
libre mercado cumplió su labor en la creación de una sociedad libre», dijo
Friedman.
Tres semanas después de que
Letelier fuera asesinado, sucedió algo que acabó con el debate sobre la
relación entre los crímenes de Pinochet y el movimiento de la Escuela de
Chicago. Milton Friedman fue galardonado en 1976 con el premio Nobel de
Economía por su «original e influyente» trabajo sobre la relación entre la
inflación y el desempleo.9 Friedman utilizó su discurso de
aceptación para defender que la economía era una disciplina científica tan
rigurosa y objetiva como la física, la química o la medicina, y que se basaba
en el examen imparcial de los hechos disponibles. Ignoró convenientemente el
hecho de que las hipótesis fundamentales por las que estaba recibiendo el
Premio Nobel se estaban demostrando falsas de manera muy gráfica en las colas
para comprar pan, los brotes de tifus y los cierres de fábricas de Chile, el
régimen que había sido lo bastante despiadado como para poner sus ideas en
práctica.
Un año más tarde sucedió
algo más que definió los parámetros del debate sobre el Cono Sur: Amnistía Internacional
ganó el premio Nobel de la Paz, en buena parte por su valerosa cruzada para
poner al descubierto los abusos a los derechos humanos cometidos en Chile y
Argentina.
El premio Nobel de Economía
es independiente del premio Nobel de la Paz, lo otorga un comité distinto en
una ciudad diferente. Desde la distancia, sin embargo, parecía como si con
ambos nobeles el jurado más prestigioso del mundo hubiera pronunciado su
veredicto: Había que condenar el shock
de las cámaras de tortura, pero el tratamiento de shock económico debía aplaudirse; y las dos formas de shock no tenían, como había escrito
Letelier con punzante ironía, «ninguna relación».
La anteojera de los «derechos humanos»
Este cortafuegos intelectual
no se levantó sólo porque los economistas de la Escuela de Chicago no
reconocieran ninguna conexión entre sus políticas y el uso del terror.
Contribuyó a afianzarlo la forma particular en que estos actos de terror se
calificaron como actos «contra los derechos humanos» en lugar de como herramientas con fines claramente políticos y económicos. En parte fue así porque
el Cono Sur en los años setenta no fue sólo un laboratorio para un nuevo modelo
económico, sino también para un nuevo modelo de activismo: el movimiento de
base internacional por los derechos humanos. Ese movimiento fue indudablemente
decisivo para obligar a la Junta a poner fin a sus peores abusos. Pero al
centrarse puramente en los crímenes y no en las razones que los motivaron, el
movimiento de defensa de los derechos humanos también ayudó a la Escuela de
Chicago a escapar de su primer sangriento laboratorio prácticamente sin un
rasguño.
El dilema se remonta al
nacimiento del moderno movimiento de defensa de los derechos humanos, con la
adopción en 1948 por Naciones Unidas de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos. Tan pronto se escribió, ese documento se convirtió en
un ariete partidista utilizado por ambos bandos de la Guerra Fría para acusar
al otro de ser el próximo Hitler. En 1967, investigaciones periodísticas
desvelaron que la Comisión Internacional de Juristas, el grupo más importante
que investigaba las violaciones soviéticas de los derechos humanos, no era el árbitro
imparcial que proclamaba ser, sino que recibía financiación secreta de la CIA.
Fue en este contexto tan
politizado en el que Amnistía Internacional desarrolló su doctrina de estricta
imparcialidad: se financiaría exclusiva- mente a través de las donaciones de
sus miembros y sería siempre rigurosamente «independiente de cualquier
gobierno, facción política, ideología, interés económico o credo religioso».
Para demostrar que no usaba los derechos humanos con ningún fin político, cada
grupo local de Amnistía Internacional fue instruido para que «adoptara» a la
vez tres presos de conciencia, «uno de países comunistas, otro de países
occidentales y un tercero de países del Tercer Mundo». La posición de Amnistía
Internacional, emblemática de la de todo el movimiento de defensa de los derechos
humanos en aquellos tiempos, fue que puesto que las violaciones de estos
derechos eran algo universalmente reconocido como pernicioso, malas en sí y por
sí mismas, no era necesario determinar por qué se estaban produciendo, sino
documentarlas tan meticulosa y fiablemente como fuera posible.
Este principio se refleja en
la forma en que se investigó la campaña de terror en el Cono Sur.
Constantemente vigilados y acosados por la policía secreta, los grupos pro derechos humanos enviaron
delegaciones a Argentina, Uruguay y Chile para entrevistar a cientos de
víctimas de torturas y a sus familias; también consiguieron acceder en la
medida de lo posible a las prisiones. Puesto que los medios de comunicación
independientes estaban prohibidos y las juntas negaban sus crímenes, estos
testimonios formaron la documentación primaria de un relato que los gobiernos
de la zona hubieran deseado que nunca se escribiera. Fue un trabajo muy
importante, pero limitado: los informes son listas jurídicas de los métodos más
horribles de represión cruzados con los artículos de los tratados de Naciones
Unidas que esos métodos violan.
Esta estrechez de miras es
muy problemática en el informe de Amnistía Internacional de 1976 sobre
Argentina, un relato de las atrocidades de la Junta que supuso un enorme paso
adelante e hizo a la organización merecedora del Premio Nobel. A pesar de su
meticulosidad, el informe no aporta ninguna idea sobre por qué se cometieron
esos abusos. Sí formula la
pregunta de «hasta qué punto son las violaciones explicables o necesarias» para
garantizar «la seguridad», exactamente el motivo oficial con el que la Junta justificó la «guerra sucia». Después de examinar las pruebas, el informe concluyó que la amenaza que
suponían las guerrillas de izquierdas no se correspondía en absoluto con el
nivel de represión utilizado por el Estado.
Pero ¿existía algún otro
objetivo que hiciera la violencia «explicable o necesaria»? Amnistía no dijo
nada al respecto.
De hecho, en su informe de
noventa y dos páginas no hizo ninguna mención al hecho de que la Junta había
emprendido un proceso para rehacer el país sobre unos parámetros radicalmente
capitalistas. No manifestaba ninguna opinión sobre la cada vez más extendida
pobreza ni sobre la dramática reversión de los programas de redistribución de
riqueza, aunque fueran las piedras de toque del gobierno de la Junta. El
informe enumera cuidadosamente todas las leyes y decretos de la Junta que
redujeron los sueldos y aumentaron los precios, violando así el derecho a
comida y techo, que está reconocido en la Declaración de Naciones Unidas. Hubiera bastado un examen
superficial del proyecto económico revolucionario de la Junta para evidenciar
por qué fue necesaria aquella extraordinaria represión, así como para explicar
por qué tantos de los presos de conciencia registrados por Amnistía eran
pacíficos sindicalistas y trabajadores sociales.
Otra de las principales
omisiones del informe de Amnistía es que presentó el conflicto como un
enfrentamiento limitado entre militares y extremistas de izquierdas locales. No
se menciona a otros implicados, ni al gobierno de EU ni a la CIA ni a los
terratenientes locales ni a las corporaciones multinacionales. Sin un estudio
del plan general para imponer el capitalismo «puro» en América Latina y de los
poderosos intereses que impulsaban el proyecto, los actos de sadismo
documentados en el informe no tienen sentido: son sólo actos malvados
aleatorios y exentos de contexto a la deriva en el éter político, actos que
deben ser condenados por todas las personas de buena voluntad pero que resultan
imposibles de comprender.
Todas las facetas del
movimiento de defensa de los derechos humanos operaban bajo circunstancias
extremadamente restringidas, aunque por motivos distintos. En los países afectados,
los primeros que hicieron sonar las alarmas sobre el terror fueron los amigos y
parientes de las víctimas, pero existían severos límites a lo que se les
permitía decir. No podían hablar sobre los planes políticos o económicos que
había tras las desapariciones porque hacerlo significaba arriesgarse a que
ellos también les desaparecieran. Las activistas más famosas que emergieron en
estas circunstancias fueron las Madres de la Plaza de Mayo, conocidas en Argentina como las Madres. En sus
manifestaciones semanales frente a la sede del gobierno en Buenos Aires, las
Madres no se atrevían a llevar pancartas, sino que mostraban las fotografías de
sus hijos desaparecidos sobre una leyenda que rezaba «¿Dónde están?».
En lugar de cantar
consignas, desfilaban en silencio, con la cabeza cubierta por pañuelos blancos
con el nombre de sus hijos bordados. Muchas de las Madres tenían firmes
convicciones políticas, pero se cuidaban mucho de presentarse como nada que no
fuera madres angustiadas, desesperadas por conocer el paradero de sus inocentes
hijos.
Al terminar la dictadura,
las Madres se convirtieron en uno de los grupos más críticos con el nuevo orden
económico en Argentina y hoy en día lo siguen siendo.
En Chile el principal grupo
de defensa de los derechos humanos fue el Comité para la Paz, formado por
políticos opositores, abogados y dirigentes de la Iglesia. Se trataba de
veteranos activistas políticos que sabían que el intento de detener las torturas
y liberar a los prisioneros políticos era sólo un frente en una guerra mucho
mayor en la que estaba en juego quién controlaría la riqueza de Chile. Para no
convertirse en las siguientes víctimas del régimen abandonaron las consignas
habituales de la vieja izquierda contra la burguesía y aprendieron a utilizar
el nuevo lenguaje de los «derechos humanos universales». Despojada de toda
referencia a ricos y pobres, a débiles y fuertes, al Norte y al Sur, esta forma
de explicar el mundo, tan popular en América del Norte y Europa, simplemente
afirmaba que todo el mundo tiene derecho a un juicio justo y a no ser tratado
de forma cruel, inhumana o degradante. No se preguntaba por qué, sólo afirmaba.
En la mezcla de lenguaje jurídico e historia de interés humano que caracteriza
el léxico de los derechos humanos, aprendieron que sus compañeros encarcelados
eran en realidad presos de conciencia cuyos derechos a la libertad de
pensamiento y expresión, protegidos por los artículos 18 y 19 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, habían sido violados.
Para los que vivían bajo una
dictadura, el nuevo lenguaje era esencial-mente un código; igual que los
músicos enmascaraban el izquierdismo de las letras de sus canciones mediante
astutas metáforas, ellos lo escondían utilizando ese lenguaje legal. Era para
ellos una forma de comprometerse políticamente sin mencionar la política.
Incluso a pesar de estas
precauciones, los defensores de los derechos humanos no estaban a salvo del
terror. Las cárceles chilenas estaban llenas de abogados de los grupos de
defensa de los derechos humanos.
En Argentina la Junta envió
a uno de sus más infames torturadores para que se infiltrara entre las Madres
fingiendo ser un pariente de una de las víctimas. En diciembre de 1977 el grupo
sufrió un ataque. Doce madres desaparecieron para siempre, entre ellas la líder
del grupo, Azucena de Vicenti, junto con dos monjas francesas.
Cuando la campaña del terror en
Latinoamérica captó la atención del pujante movimiento internacional
de defensa de los derechos humanos, aquellos activistas tenían también sus
motivos particulares para no hablar de política, muy distintos de los del
movimiento en general.
Ford sobre Ford
La negativa a establecer una
conexión entre el aparato de terror de Estado y el proyecto ideológico al que
servía es una característica común a casi toda la literatura de derechos
humanos de este período.
Aunque se puede interpretar
la reticencia de Amnistía como un esfuerzo por mantener la imparcialidad entre
las tensiones de la Guerra Fría, hubo, para muchos otros grupos, otro factor en
juego: el dinero. La principal fuente de financiación de su trabajo, con gran
diferencia, era la Fundación Ford, entonces la mayor organización filantrópica
del mundo. En la década de 1960, la organización gastaba sólo una pequeña parte de su presupuesto en
derechos humanos, pero en las décadas de 1970 y 1980 la fundación gastó la
sorprendente cifra de 30 millones de dólares en la defensa de los derechos
humanos en Latinoamérica. Con esos fondos la fundación apoyó a grupos
latinoamericanos como el Comité de la Paz chileno así como a otros grupos con
sede en EU, entre ellos Americas Watch.
Antes de los golpes
militares, la principal tarea de la Fundación Ford en el Cono Sur había sido
financiar la formación de profesores, principal- mente de económicas y ciencias
agrarias, en estrecha colaboración con el Departamento de Estado de EU. Frank
Sutton, vicepresidente segundo de la división internacional de Ford, explicó la
filosofía de la organización: «No se puede conseguir un país modernizador sin
una élite modernizadora». Aunque totalmente en sintonía con la lógica de la
Guerra Fría de intentar fomentar una alternativa al marxismo revolucionario, la mayoría de las becas académicas de Ford no
mostraban una tendencia a la derecha. Se enviaron estudiantes latinoamericanos
a un amplio abanico de universidades de EU, entre ellas grandes universidades
públicas con reputación progresista. Hubo, no obstante, varias excepciones
significativas.
Como se ha visto antes, la
Fundación Ford fue la principal fuente de financiación del Programa de
Investigación y Formación económica para Latinoamérica de la Universidad de
Chicago, que produjo cientos de Chicago Boys latinos. Ford también financió un
programa paralelo en la U. Católica de Santiago, diseñado para atraer
estudiantes universitarios de economía de los países vecinos para que
estudiaran con los Chicago Boys. Eso hizo que la Fundación Ford,
conscientemente o no, se convirtiera en la principal fuente de financiación de
la difusión de la ideología de la Escuela de Chicago por toda América Latina,
superando incluso al gobierno de Estados Unidos.
La llegada al poder de los
Chicago Boys mediante las metralletas de Pinochet no hizo quedar nada bien a la
Fundación Ford. Los Chicago Boys habían sido becados como parte de la misión de
la Fundación de «mejorar las
instituciones económicas para así impulsar la consecución de objetivos
democráticos». Ahora las instituciones económicas que Ford había ayudado a
construir tanto en Chicago como en Santiago estaban jugando un papel central en
el derrocamiento de la democracia chilena y sus exestudiantes estaban procediendo
a aplicar su educación obtenida en EU en un contexto descarnadamente brutal.
Todavía peor para la fundación es que aquella era la segunda vez en pocos años
que sus protegidos escogían hacerse con el poder de forma violenta, como ya
había sucedido con el meteórico ascenso de la mafia de Berkeley en Indonesia
después del sangriento golpe de Suharto.
Ford había construido el
Departamento de Economía de la U. de Indonesia desde la nada, pero cuando
Suharto llegó al poder «casi todos los economistas que el programa producía
eran reclutados por el gobierno», apunta un documento de la propia Ford.
Prácticamente no quedó nadie para enseñar a las nuevas hornadas de estudiantes.
En 1974 se produjo en Indonesia una revuelta nacionalista contra la «subversión
extranjera» de la economía y la Fundación Ford se convirtió en objetivo de la
ira popular. Fue la fundación, recordaron muchos, la que había instruido a los
economistas de Suharto que habían vendido la riqueza petrolera y minera de
Indonesia a las multinacionales extranjeras.
Entre los Chicago Boys de
Chile y la mafia de Berkeley en Indonesia, Ford se estaba labrando una
reputación bastante desafortunada: licenciados de sus dos programas insignia
dominaban ahora las más infames dictaduras de derechas del mundo. Aunque Ford
no podía haber sabido que las ideas en las que formaba a sus graduados se
llevarían a la práctica con aquel salvajismo, se vio objeto de preguntas
incómodas sobre por qué una fundación dedicada a la paz y a la democracia
estaba metida hasta el cuello en dictaduras y violencia.
Fuera consecuencia del
pánico, de su conciencia social o de una combinación de ambos factores, la
Fundación Ford se enfrentó a su problema con las dictaduras de la misma forma
en que lo hubiera hecho cualquier buena empresa: proactivamente. A mediados de
los años setenta, Ford se transformó de una productora de «asesoría técnica»
para el llamado Tercer Mundo en la principal financiadora del activismo en
defensa de los derechos humanos. Ese cambio radical fue particularmente
dramático en Chile e Indonesia.
Después de que la izquierda
hubiera sido arrasada en esos países por regímenes que Ford había ayudado a
formar, fue la misma Ford la que financió a una nueva generación de abogados
idealistas que se entregaron a fondo para liberar a los cientos de miles de
prisioneros políticos que esos mismos regímenes habían encarcelado.
Dada su comprometedora
historia, no es sorprendente que cuando Ford entró en el campo de los derechos
humanos los definiera de la .forma más limitada posible. La fundación favoreció
decididamente a los grupos que presentaban sus trabajos como una lucha legal
por el «imperio de la ley», la «transparencia» y el «buen gobierno». Como dijo
un alto cargo de la Fundación Ford, la actitud de la organización en Chile fue
«¿Cómo podemos hacer esto sin meternos en política?».
No se trataba solamente de que Ford fuera una institución intrínse-camente
conservadora, acostumbrada a trabajar codo con codo, no frente a frente, con la
política exterior oficial de EU.* Sucedía además que cualquier investigación
seria de los objetivos a los que servía la represión en Chile conduciría
inevitable y directamente hasta la Fundación Ford y revelaría el papel
fundamental que había jugado la fundación en el adoctrinamiento de los
dirigentes de aquel país en una secta económica fundamentalista.
* En
la década de 1950 la Fundación Ford actuó muchas veces como tapadera para la
CIA, permitiendo a la agencia canalizar fondos a académicos y artistas
antimarxistas que no sabían de dónde procedía el dinero, un proceso documentado
con detalle en La CIA y la guerra fría cultural, de Francés Stonor Saunders.
Amnistía no recibió financiación de la Fundación Ford, así como tampoco la
recibieron las defensoras más radicales de los derechos humanos en
Latinoamérica, las Madres de la Plaza de Mayo.
También estaba la cuestión
de la inevitable asociación de la fundación con la Ford Motor Company, una
relación muy complicada, especial-mente para los activistas sobre el terreno.
Hoy la Fundación Ford es completamente independiente de la empresa de automoción
y sus herederos, pero en las décadas de 1950 y 1960, cuando financiaba
proyectos educativos en Asia y América
Latina, no era así. La fundación empezó en 1936 con una donación de acciones de
tres ejecutivos de Ford Motor, entre ellos Henry y Edsel Ford. Al aumentar su
patrimonio, la fundación empezó a operar independientemente, su independencia de las acciones de Ford Motor se completó en 1974,
el año siguiente al golpe en Chile y varios años después del golpe en Indonesia.
En su consejo de administración siguió habiendo miembros de la familia Ford.
En el Cono Sur las contradicciones eran surrealistas: el legado filantrópico de la
empresa que estaba más íntimamente relacionada con el aparato del terror -una empresa
acusada de tener un centro de tortura secreto en sus propiedades y de ayudar a
hacer desaparecer a sus propios trabajadores- era la mejor, y a menudo la
única, posibilidad de poner fin a los peores abusos. A través de su
financiación de las campañas a favor de los derechos humanos, la Fundación Ford
salvó muchas vidas esos años. Y merece al menos que se le conceda parte del
mérito de persuadir al Congreso de EU para que interrumpiera la ayuda militar a
Argentina y Chile, lo que gradualmente obligó a las juntas del Cono Sur a
abandonar algunas de sus tácticas de represión más agresivas. Pero Ford no
acudió al rescate gratuitamente. Su ayuda, conscientemente o no, tuvo un
precio: la honestidad intelectual del movimiento de defensa de los derechos
humanos. La decisión de la fundación de implicarse en la defensa de los
derechos humanos «sin meterse en política» creó un contexto en el que era
prácticamente imposible formular la pregunta que subyacía a la violencia que
estaban documentando: ¿por qué había sucedido todo aquello? ¿A quién
beneficiaba?
Esa omisión ha desfigurado la forma en que se ha contado la historia de la
revolución del libre mercado, eliminando casi por completo cualquier mención de
las circunstancias extraordinariamente violentas en las que nació. Igual que
los economistas de Chicago no tenían nada que decir sobre la tortura (no estaba
relacionada con las áreas en las que asesoraban), los grupos de derechos
humanos tenían poco que decir sobre las transformaciones radicales que estaban
teniendo lugar en la esfera económica (estaban más allá del limitado ámbito
legal en el que
habían decidido trabajar).
La idea de que la represión
y la economía formaban parte de un único proyecto se refleja sólo en uno de los
principales informes sobre derechos humanos de este período: Brasil: Nunca Mais.
Significativamente, ésta es
la única Comisión de la Verdad que publicó un informe independiente tanto del
Estado como de fundaciones extranjeras. Está basado en los registros de los
tribunales militares, fotocopiados en secreto a lo largo de los años por
abogados y activistas de la Iglesia tremendamente valientes mientras el país
estaba todavía bajo la dictadura. Tras detallar algunos de los crímenes más
horrendos, los autores plantean la cuestión fundamental que otros se habían
tomado tanto trabajo en eludir: ¿por qué? Su respuesta es directa: «Puesto que
la política económica era extremadamente impopular entre la mayoría de los
sectores de la población, tuvo que recurrirse a la fuerza para implementarla».
El modelo económico radical
que echó raíces durante la dictadura se demostraría más resistente que los
generales que lo habían puesto en práctica. Mucho después de que los soldados
hubieran regresado a sus barracones y los latinoamericanos pudieran elegir de
nuevo a sus gobiernos, la lógica de la Escuela de Chicago seguía firmemente
atrincherada en los países de la zona.
Claudia Acuña, una
periodista y educadora argentina, me contó lo difícil que fue en los años
setenta y ochenta comprender que la violencia no era el objetivo de la Junta,
sino sólo un medio. «Las violaciones de los derechos humanos eran tan
aberrantes, tan increíbles, que detenerlas se convirtió, por supuesto, en lo
más importante. Pero aunque pudimos destruir los centros de tortura secretos,
lo que no pudimos destruir fue el programa económico que los militares
empezaron y que todavía continúa en la actualidad.»
Al final, como predijo R. Walsh, muchas más
vidas serían arrebatadas por la «miseria planificada» que por las balas. En
cierta manera, lo que sucedió en América Latina en los años setenta es que fue
tratada como la escena de un asesinato cuando, en realidad, era la escena de un
robo a mano armada extraordinariamente violento. «Era como si esa sangre, la
sangre de los desaparecidos, hubiera tapado el coste del programa económico»,
me dijo Acuña.
El debate sobre si los «derechos
humanos» pueden de verdad separarse de la política y la economía no es
exclusivo de América Latina; éstas son cuestiones que emergen a la superficie
siempre que un Estado utiliza la tortura como instrumento político.
A pesar de la mística que
rodea la tortura, y a pesar del comprensible impulso de tratarla como una
conducta aberrante que está más allá de la política, no se trata de algo
particularmente complicado o misterioso. Es una herramienta de la coerción más
despiadada y es fácil predecir que se utilizará siempre que un déspota local o
un ocupante extranjero carece del consenso "social necesario para
gobernar: Marcos en Filipinas, el sha en Irán, Sadam en Irak, los franceses en
Argelia, los israelíes en los territorios ocupados o EU en Irak y Afganistán.
Se podrían añadir muchos más ejemplos a la lista. Los abusos generalizados a los presos son la prueba del
algodón de que los políticos tratan de imponer un sistema -sea político,
religioso o económico- que un enorme número de sus gobernados rechaza. Del mismo modo
que los ecologistas definen los ecosistemas por la presencia de ciertas
«especies indicadoras» de plantas y pájaros, la tortura es un indicador de que
un régimen está sumido en un proyecto profundamente antidemocrático, aunque ese
régimen haya llegado al poder mediante las urnas.
Como medio de extraer
información durante un interrogatorio, la tortura es notoriamente poco fiable,
pero como medio de aterrorizar y controlar a la población, nada resulta más
efectivo. Fue por este motivo por el que, en los años cincuenta y sesenta, muchos
argelinos se impacientaron con los liberales franceses que expresaban su
indignación ante las noticias de que sus soldados estaban electrocutando y
ahogando a los que luchaban por la liberación y que, sin embargo, no hacían
nada por acabar con la ocupación que era la razón de esos abusos.
En 1962 Giséle Halimi, una
abogada francesa de varios argelinos que habían sido brutalmente violados y
torturados en prisión, escribió exasperada: «Las palabras eran los mismos
clichés rancios: desde que la tortura se usa en Argelia se han usado esas
mismas palabras, la misma expresión de indignación, las mismas firmas de
protestas públicas, las mismas promesas. Esta rutina automática no ha destruido
ni un solo juego de electrodos ni una sola manguera; tampoco ha disminuido ni
de forma remotamente efectiva el poder de aquellos que los usan». Simone de
Beauvoir, escribiendo sobre el mismo tema, se mostró de acuerdo: «Protestar en
nombre de la moral contra "excesos" o "abusos" es un error
que sugiere complicidad activa. No hay "abusos" o "excesos"
aquí, simplemente un sistema que lo abarca todo».
Lo que quería decir es que la ocupación no podía realizarse de una forma humanitaria. No hay ninguna forma humanitaria de gobernar a la gente contra su voluntad. Hay solo dos opciones, escribió Beauvoir: aceptar la ocupación y todos los métodos necesarios para implementarla, «a menos que se rechacen no meramente algunas prácticas específicas, sino el objetivo superior que las ampara y para el que resultan esenciales». Hoy esa dura elección se produce en Irak y en Israel/Palestina, y esa dura elección era la única opción en el Cono Sur en los años setenta. Igual que no existe ningún modo amable y bondadoso de ocupar un país contra la voluntad de su pueblo, no hay ninguna forma pacífica de arrebatarles a miles de ciudadanos lo que necesitan para vivir con dignidad, que es exactamente lo que los Chicago Boys estaban decididos a hacer.
El robo, fuera de tierras o de modo
de vida, requiere el uso de la fuerza o al menos una amenaza creíble de
violencia. Es por eso por lo que los ladrones llevan armas y a menudo las usan.
La tortura es asquerosa, pero muchas veces es un medio racional de conseguir un
objetivo específico, quizá incluso el único medio de conseguirlo. Se plantea
entonces una cuestión más profunda, una pregunta que muchos en aquellos tiempos
en América Latina no podían formular. ¿Es el neoliberalismo una ideología
inherentemente violenta, hay algo en sus objetivos que exija el ciclo de brutal
purificación política seguida por las operaciones de limpieza de las
organizaciones de derechos humanos?
Uno de los testimonios más
conmovedores sobre esta cuestión procede de Sergio Tomasella, un cultivador de
tabaco que fue secretario general de las Ligas Agrarias de Argentina y fue
torturado y encarcelado durante cinco años, igual que su mujer y muchos de sus
amigos y familiares.* En mayo de 1990, Tomasella subió al autocar nocturno que
iba de la provincia rural de Corrientes hasta Buenos Aires para aportar su voz
al Tribunal contra la Impunidad, que escuchaba los testimonios sobre abusos a
los derechos humanos durante la dictadura. El testimonio de Tomasella fue
distinto del de las demás víctimas. Se presentó ante el público urbano con sus
ropas de granjero y sus botas de trabajo y explicó que él era una víctima de
una larga guerra, una guerra entre los campesinos pobres que querían trozos de
tierra para formar cooperativas y los todopoderosos rancheros que poseían todas
las tierras de su provincia. «Es una línea continua: aquellos que arrebataron
la tierra a los indios siguen oprimiéndonos con sus estructuras feudales.»
Insistió en que los abusos
que habían sufrido tanto él como los demás miembros de las Ligas Agrarias no
podían aislarse de los grandes intereses económicos a los que benefició que se
torturaran sus cuerpos y se disolvieran sus redes de activismo. Así que en
lugar de dar los nombres de los soldados que le torturaron, prefirió dar los de
las empresas, nacionales y extranjeras, que se habían beneficiado de la
prolongada dependencia económica de Argentina. «Los monopolios extranjeros nos
imponen cosechas, nos imponen productos químicos que contaminan la tierra, nos
imponen su tecnología y su ideología. Todo eso a través de la oligarquía que es
dueña de la tierra y controla a los políticos. Pero debemos recordar que esa
oligarquía está también controlada por esos mismos monopolios, por esos mismos
Ford Motor, Monsanto o Philip Morris. Es la estructura lo que debemos cambiar.
Eso es lo que he venido a denunciar. Eso es todo.»
El público rompió a
aplaudir. Tomasella concluyó su testimonio con las siguientes palabras: «Creo
que la verdad y la justicia triunfarán al final. Llevará generaciones. Si debo
morir en esta lucha, que así sea. Pero un día triunfaremos. Mientras tanto, sé
quién es el enemigo, y el enemigo también sabe quién soy yo».
La primera aventura de los Chicago Boys en la década de 1970 debió haber servido de aviso a la humanidad: sus ideas eran peligrosas. Al no hacer responsable a la ideología de los crímenes cometidos en su primer laboratorio, se dio inmunidad a esta subcultura de ideólogos impenitentes y se les liberó para que recorrieran el mundo en busca de su próxima conquista. Hoy vivimos de nuevo en una era de masacres corporativas, con países que son víctima de una tremenda violencia militar combinada con intentos de rehacerlos como economías de «libre mercado» modélicas; vemos cómo las desapariciones y las torturas han vuelto con mayor intensidad que nunca. Y también ahora parece que no se sepa ver ninguna relación entre el objetivo de conseguir crear nuevos mercados libres y la necesidad de utilizar la violencia para lograrlo.
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