miércoles, octubre 13, 2021

Adiós Sarajevo

 



Este libro está dedicado a Andrew y James.

En recuerdo de la abuela, Mayka, Nako, Zoran, Azra y Bill, y de todas las víctimas de la guerra.

 

En 1991, Eslovenia y Croacia proclamaron su independencia de Yugoslavia. Tras diez días de conflicto, Eslovenia consiguió salir bien parada. Sin embargo, los serbios que vivían en Croacia se resistieron a la independencia. Con la ayuda del Ejército Popular Yugoslavo, dominado por serbios y fuertemente armado, los serbios invadieron algunas partes de Croacia e introdujeron en el diccionario el término «limpieza étnica». Croacia seguía en guerra cuando, en abril de 1992, después de un referéndum nacional, Bosnia Herzegovina proclamó también su independencia de Yugoslavia. Los serbobosnios atacaron a sus compatriotas musulmanes y croatas, invadiendo amplias franjas del país con la ayuda del Ejército Popular Yugoslavo. Armados con artillería pesada y con tanques, los serbios y el Ejército Popular rodearon Sarajevo, la capital de Bosnia, y pusieron así en marcha uno de los conflictos más prolongados y sangrientos de la historia moderna.

 

La Despedida

Atka

En un aparcamiento, escondido entre un edificio y las ramas de algunos árboles altos, había un grupo de hombres, mujeres y niños que se agolpaban y se abrían paso a empujones frente a un viejo autobús. Los fuertes gemidos, los lloros y los gritos, mezclados con el sonido distante y metálico de pistolas y fuego de mortero me recordaban a algunas escenas que había visto en las películas de guerra antiguas. Era una mañana de mayo de 1992, y los serbios llevaban desde principios de abril atacando Sarajevo con un fuego implacable. Habían tomado el control de las colinas que rodeaban la ciudad, y esta estaba ahora tomada casi por completo por los tanques y la artillería pesada. Invadida por el pánico y con la protección de las Naciones Unidas, la gente estaba cogiendo los últimos autobuses para salir de la ciudad, confusa e incrédula. Huían en busca de seguridad, con la esperanza de que el sentido común prevaleciera pronto y de que entonces la paz se restaurara. Todos queríamos que esa locura acabara pronto para así poder volver a nuestra vida normal.

Noté una mano diminuta que me agarraba del jersey y, al agacharme, vi a mi hermana Hana, de doce años, devolviéndome impotente la mirada con sus grandes ojos azules empapados en lágrimas. Todo había pasado tan rápido que apenas había habido tiempo para pensar. Estaba enviando a mis dos hermanas pequeñas, Hana y Nadia, lejos del miedo que estaba invadiendo la ciudad. No tenía ni idea de cuál iba a ser su destino, y tampoco sabía qué podría pasarnos a todos aquellos que nos quedábamos. En medio de la confusión, lo único que veía claro era que tenía una responsabilidad hacia mis hermanas.

Hana lloraba mientras me decía que no quería ir y que no quería dejarme allí. Se me rompía el corazón y me daban ganas de gritar, pero sabía que eso podría asustarla todavía más. La miré a los ojos e intenté que mi voz adquiriera un tono tranquilizador:

«Escúchame: no va a pasaros nada», le dije, y después le di un beso en la mano.

«¿Por qué nos vamos solo Nadia y yo?», susurró.

«Hana, no hay bastante espacio en el autobús para toda la familia. Esta mañana tuvimos que decidir rápidamente si queríamos coger las últimas dos plazas de este autobús o no. Tú y Nadia sois suficientemente mayores como para ir solas». Le sequé las lágrimas y estreché entre mis brazos sus hombros huesudos. Los tirantes de su mochila se hundían en su jersey azul oscuro de cachemir. Yo tenía veintiún años y era la mayor de diez hermanos, y, entre todos ellos, Hana y yo éramos las más parecidas; nuestro entusiasmo por aprender y una personalidad similar suplía los nueve años de diferencia entre ambas.

«Ya verás como vuelves pronto -mi voz temblaba, pero intenté que sonara tranquilizadora-. Escucha, Hana: una vez que estés en el autobús no habrá ningún problema. Seguro que Nadia y tú encontraréis a alguno de los amigos de papá y os ayudarán a poneros en contacto con mamá. Si oís disparos durante el viaje, agachad la cabeza, ¿está claro? -Hana asintió obediente, con la cara helada de miedo-. Quizá tengáis que permanecer un tiempo fuera de aquí, incluso dos o tres semanas. Seguramente va a ser duro, pero pase lo que pase recuerda lo mucho que te quiero. Prométeme que vas a ser valiente». Le sonreí y me devolvió la sonrisa entre lágrimas, con sus hoyuelos en las mejillas, y yo la abracé aún más fuerte.

Entonces, el motor del autobús se puso en marcha y se abrió la puerta. Junto a ella, un hombre que estaba de pie fuera empezó a decir apresuradamente nombres de una lista que tenía en la mano. Me empezó a temblar todo el cuerpo, miré de nuevo a Hana y la abracé con fuerza. Con un nudo en la garganta le dije que la echaría de menos, y entonces oí cómo Nadia nos llamaba de entre la multitud: «¡Atka, Hana! Ya han dicho nuestros nombres, tenemos que irnos». Nadia tenía solo quince años, y con su pelo corto y oscuro, sus vaqueros y sus deportivas, parecía un chico. Ya nos habíamos despedido, así que levanté el brazo todo lo que pude y me despedí con la mano. Ella estaba llorando pero también me dijo adiós, me tiró un beso y subió al autobús. Después, como si alguien hubiera pulsado el botón de silencio, todo el ruido que había a mi alrededor se desvaneció y me oí a mí misma diciendo: «Vamos, Hana, mejor que vayas subiendo». Yo iba detrás de ella, empujándola por entre la gente, y ella se dio la vuelta y volvimos a abrazarnos. «Atka, seré valiente si tú me prometes que también lo serás», me dijo con firmeza. «Claro, seré tan valiente como tú», la miré a los ojos y la abracé por última vez. Alguien gritó pidiendo que nos diéramos prisa, porque si nos veían nos dispararían. Yo llevé a Hana a la parte delantera del autobús. Mientras subía, algo se apagaba dentro de mí, y me invadió una terrible sensación de miedo. «¡Ten cuidado y no olvides agachar la cabeza!», gritaba mientras me abría paso entre los gemidos de la gente y caminaba al lado del autobús, sin apartar los ojos de mis hermanas. Vi cómo caminaban hasta la parte de atrás del autobús y se sentaban. Hana aplastó fuerte la cara contra una de las ventanas grandes y vi que decía algo, pero no adiviné qué era. La cara de Nadia, llena de lágrimas, asomaba detrás de la de Hana. Levanté el brazo y apoyé la mano en la ventana. Hana levantó la suya lentamente como para tocar la mía, con apenas un cristal fino de por medio, y nos miramos en silencio.

El autobús comenzó a avanzar lentamente y yo con él, todavía con la mano levantada y apoyada en la ventana. Aceleró y yo fui alejándome, hasta que ya solo veía dos figuras borrosas por el cristal. Seguí llorando y me despedí con la mano hasta que el autobús llegó al final de la calle y desapareció tras la esquina. Después, todo empezó a darme vueltas, y durante un momento pensé que iba a desplomarme. Alguien me tocó el hombro y me ofreció un cigarrillo, así que respiré hondo y, después de unas cuantas caladas, empecé a calmarme. Me sequé las lágrimas con la manga de la camisa y miré a mi alrededor. Quienes se habían quedado, la mayoría hombres, estaban fumando y hablando entre ellos. «Está bien que puedan salir de aquí -comentaba un hombre mayor -, pero volverán pronto… Seguro que esta basura en la que nos han metido los serbios no durará mucho». «El mundo no va a quedarse parado e ignorar lo que están haciendo. Es algo inhumano, seguro que habrá una intervención militar», dijo otra persona, acompañada de murmullos de asentimiento entre la multitud.

«Es fácil disparar a la ciudad desde ahí arriba, en las colinas, sabiendo que no estamos armados. Ya veréis: cuando intervengan los americanos, todos esos héroes de las colinas van a volverse más pequeños que una semilla de amapola», dijo el hombre mayor, enfadado, y escupió en el suelo. Yo tiré la colilla de mi cigarrillo, respiré hondo y me fui andando a casa, con cuidado de permanecer pegada a uno de los lados de la calle. Andar por el medio era peligroso y hacía que fuera un objetivo fácil para los francotiradores que estaban en las colinas que rodeaban la ciudad. Me sentía bastante mareada, como si acabara de despertarme de una anestesia.

Mi abuela, dos de mis hermanas y tres hermanos estaban esperándome de pie en la entrada de casa, que era grande y de ladrillo rojo. Las dos chicas, Janna y Selma, tenían el pelo largo y oscuro; ya tenían edad de ir al colegio, así que eran lo bastante mayores como para comprender qué era lo que estaba pasando a su alrededor. La abuela tenía más de setenta años, pero seguía siendo fuerte y activa. Llevaba a Tarik de la mano, que tenía el pelo rubio y los ojos verdes y acababa de cumplir cuatro años. Los gemelos de dos años y medio, Asko y Emir, estaban haciéndose muecas el uno al otro, felices y ajenos a lo que estaba pasando.

«Atka, hemos visto el autobús y le hemos dicho adiós», dijeron en voz baja mis hermanas, abatidas. Entramos al pasillo de la casa y las abracé. La más pequeña de las dos, Selma, dijo: «La mitad de la familia se ha ido, ahora solo quedamos nosotros».

Después agachó la cabeza y, con sus delgados hombros hacia delante, rompió a llorar: «¿Cuándo van a volver mamá y Lela?», preguntó tartamudeando.

«No lo sé, Selma -respondí mientras la acercaba aún más hacia mí-. Ahora que los serbios han bloqueado las carreteras, nadie puede entrar en la ciudad». A mamá, que había estado trabajando para una organización de ayuda humanitaria, el gobierno bosnio le había enviado a Viena como delegada para recaudar ayuda para el país. Lela, nuestra hermana de dieciséis años, había ido con ella para ayudar. Se habían marchado la primera semana de abril, dos días antes de que los serbios abrieran fuego sobre Sarajevo y bloquearan completamente la ciudad. Lo último que habíamos sabido de mamá era que ella y Lela habían estado esperando en Viena a que se reabrieran las carreteras o los aeropuertos.

«¿Van a matarnos los serbios?», preguntó Janna aterrorizada.

«No. No os preocupéis, pequeñas, no va a pasar nada. La abuela y yo cuidaremos de todos vosotros». Entonces me arrodillé y las abracé de nuevo. Ellas se secaron las lágrimas e intentaron esbozar una pequeña sonrisa.

«Mesha va a venir a salvarnos. Es un soldado», afirmó Tarik. Mesha era nuestro hermano de diecinueve años. Hacía un año que le habían llamado a filas en el Ejército Popular Yugoslavo para hacer el servicio militar, que era obligatorio para todos los hombres mayores de dieciocho años. En ese momento, Yugoslavia estaba unida y en paz, y le enviaron a Montenegro. Sin embargo, desde entonces los serbios habían tomado el mando del Ejército Popular y habían atacado Eslovenia, Croacia y, más recientemente, Bosnia, así que ahora Mesha estaba atrapado en el lado del enemigo. La última vez que nos llamó por teléfono había sido a principios de mes, justo un día antes de que bombardearan el edificio principal de Correos, lo que ocasionó que la centralita no funcionara y se cayeran la mayoría de las líneas de teléfono de la ciudad. Nos dijo que quería huir de las barracas del Ejército Popular y volver a casa, pero desde entonces no habíamos vuelto a tener noticias suyas. Era de locos pensar que el ejército del que estábamos tan orgullosos era precisamente el que ahora nos atacaba.

«Ay, nuestro querido Mesha -dijo la abuela dándome un golpecito en el hombro-. Venga, voy a preparar algo de café». Fuimos al salón, donde estaba papá poniéndose los zapatos. «¿Hana y Nadia han podido salir sin problemas?», preguntó mientras se restregaba los ojos, marrones y de aspecto apagado.

«Sí, papá, acaban de irse», contesté abatida.

«Al menos hemos conseguido meter a dos en el autobús. Tienen el teléfono de mamá en Viena, si es que sigue allí. Además, le he dado a Hana una lista larga de todos mis amigos y contactos en Croacia. Estoy seguro de que podrán quedarse con alguien durante unos días, hasta que vuelvan. Los enfrentamientos no durarán mucho tiempo», dijo, y se puso de pie para estirarse la camisa y la chaqueta. Era alto, como sus dos hermanos. «Mejor que me dé prisa en ir a ver a Mayka. Probablemente tenga que volver a pasar allí la noche». Mayka era su madre. Tenía más de ochenta años y vivía sola. Llevaba diez años viuda y, como el resto de nosotros, tenía pánico a los disparos. Normalmente, caminar hasta su casa desde la nuestra llevaba unos veinte minutos, pero, desde que empezaron los enfrentamientos, el camino se había vuelto muy peligroso. Nunca sabíamos cuánto tiempo nos iba a llevar o incluso si lo conseguiríamos. Los niños dieron un beso a papá y él se marchó.

Yo me senté en el sofá, me tapé la cara con las manos y cerré los ojos durante un momento. Pensé en lo maravilloso que sería poder acurrucarse, irse a la cama y olvidarse de todo. Sin embargo, una vocecilla a mi lado me sacó de mis pensamientos: «Atka, ¿puedes hacernos tortitas?». Era Emir. Los gemelos habían nacido prematuramente y seguían siendo frágiles y delicados. Yo no estaba de humor, pero cuando le vi mirarme con sus grandes ojos marrones y decir con voz dulce «por favor, Atka», no me pude resistir y accedí. Sus ojos se iluminaron y empezó a saltar de alegría en medio de la habitación, gritando: «¡Tortitas! ¡Tortitas!». El resto de los niños se unieron a él y todos empezaron a saltar. Llevábamos días comiendo tortitas secas y me sorprendía ver cómo, para ellos, aquello seguía siendo una novedad. Al ver su alegría me invadió una sensación de esperanza y no pude evitar sonreír.

El viaje en autobús

Hana

Subimos al autobús y nos hicieron sentarnos en la parte de atrás. Yo empecé a abrirme camino, llorando, y me senté junto a la ventana del lado donde estaba Atka. Cuando vi que no podía abrirla me puse a llorar aún más. «Atka, Atka», decía entre sollozos. De lo mucho que podía decirse, eso era lo único que se me ocurría. Quería decirle cuánto la quería y que ella era mi mejor amiga. Atka se acercó más al autobús y, con las mejillas llenas de lágrimas, levantó la mano como para tocarme, y yo puse la mía contra el cristal. El autobús empezó a moverse y permanecí con la mano fija en el cristal de la ventana hasta que giramos la calle y dejé de ver a mi hermana. Sabía lo mucho que me quería y que tenía que guardar mi promesa de ser valiente.

El autobús estaba en completo silencio, con todos los pasajeros demasiado aturdidos como para hablar. «¡Arrodillaos todos y permaneced en silencio! -gritó el copiloto, y así hicimos-. No dejéis que os vean por las ventanas, es más seguro».

El hueco entre mi asiento y el de delante era lo bastante ancho como para poder meterme dentro. Me senté allí, helada, durante unos minutos. Estaba demasiado asustada como para hacer nada, y Nadia, que me agarraba con fuerza la mano, parecía estar tan aterrorizada como yo. Pasó un rato hasta que pude reunir el valor suficiente para levantar la cabeza y mirar hacia la parte delantera del autobús. Como estaba tan cerca del suelo, no alcanzaba a ver muy lejos, pero divisé la coleta de una niña en la fila que había frente a la mía y me di cuenta de que era mi amiga, que vivía en la puerta de al lado de mi casa. Estaba tumbada y acurrucada, dándome la espalda. En frente de ella había una mujer de pelo rubio y corto que estaba de rodillas en un asiento. Era la tía de mi amiga. Ver a un adulto me hacía sentir más segura.

Miré hacia arriba en dirección a la ventana. El autobús iba deprisa y tan pronto veía los tejados de los bloques de pisos grises de la época comunista como los perdía de vista de nuevo. Desde principios de abril, las bombas y el intenso fuego de artillería nos habían obligado a permanecer confinados en el refugio del colegio que había en la calle de enfrente de nuestra casa. Llevaba más de un mes sin ir al colegio, y ese día era la primera vez que me había aventurado a salir del ahora aislado mundo de nuestra calle.

No se oía ningún ruido de tranvías ni de coches, y el inquietante silencio solo se veía alterado por algunos disparos esporádicos. No sabía bien qué estaba ocurriendo. Había sido justo esa mañana cuando papá se había enterado de que iba a haber un convoy de las Naciones Unidas que iba a sacar de la ciudad a un pequeño número de mujeres y niños para llevarlos a zonas más seguras en la costa de Croacia. Nos dijo a Nadia y a mí que el autobús iba a salir en menos de una hora, y me sentí fatal cuando oí que nosotras íbamos a ser las únicas en marcharnos. Lloré mucho; no era justo, yo no quería irme, quería quedarme en casa con mi familia. Todo pasó muy rápido y no hubo tiempo para largas despedidas. Nos fuimos con apenas una mochila pequeña cada una.

Los disparos que había fuera del autobús se iban haciendo cada vez más ensordecedores y regulares, y nunca los había sentido tan cercanos. Me daba pánico que pudieran dispararnos. Una bala podría traspasar mi piel fácilmente y matarme. De repente el copiloto empezó a gritar con pánico: «¡Joder, nos están disparando a nosotros!», y le dijo al conductor que girara y se metiera por una de las calles cercanas. Entretanto, los gritos y sollozos empezaron a inundar el autobús. Yo, temblando de miedo, empecé a suplicarle a Dios que por favor, por favor no nos dejara morir. Apreté un trocito de papel que tenía en el bolsillo, donde la abuela había escrito una oración. Me dijo que me protegería y me pidió que lo llevara siempre conmigo. Nadia también tenía uno.

De repente, el autobús frenó en seco: «¡Levantaos y cruzad la calle corriendo hasta aquel edificio!», dijo el copiloto mientras apuntaba a algo fuera. Levanté la mirada y vi cómo la gente iba levantándose del suelo. Nadia y yo nos pusimos en pie también. «¡Vamos, rápido, rápido!», gritaba él. La gente que había en la parte delantera del autobús salió corriendo primero, y mientras tanto íbamos oyendo más disparos. «¡Dejad las mochilas, vamos, moveos!», gritaba el conductor, con una vena gruesa saliendo del cuello. Creía que iban a dejarnos atrás a Nadia y a mí, y, con las rodillas temblando, le dije a mi hermana que se diera prisa. Frenético, el conductor gesticulaba y decía: «¡Vosotras dos del fondo, vamos!». Fui corriendo hacia adelante y él, con las manos temblando, me sacó por la puerta a empujones: «Agáchate y corre».

No conseguía ver hacia qué lado se suponía que tenía que correr. Oía voces de algunos adultos, pero no podía verlos, hasta que por fin logré distinguirlos de pie a la entrada de un edificio gris, haciéndome señas para que avanzara hasta donde estaban ellos. Cuando logré alcanzarlos, la mandíbula me temblaba de miedo. «¡Ve hacia el sótano! -gritó uno de ellos sin ni siquiera mirarme-. Hay un refugio allí». Pero me quedé al principio de la escalera esperando a Nadia, a quien no conseguía ver. Estaba sola y asustada, a punto de empezar a llorar de nuevo, pero unos segundos después llegó corriendo y me cogió de la mano. Bajamos las escaleras a toda prisa, saltando los escalones de dos en dos o de tres en tres. Estaba convencida de que en algún momento tropezaríamos y nos caeríamos.

El refugio era frío y oscuro, y en cuanto pasamos por la puerta nos golpeó una fuerte humedad. Era más pequeño que el que había en el colegio, no tenía ventanas y las paredes eran grises. Dentro se oían muchos gritos, fruto del terror que provocaba a todos la idea de que nos dispararan. La gente hablaba deprisa y no era capaz de permanecer en silencio. «¿Cómo pueden dispararnos a nosotros, mujeres y niños inocentes?», le oí decir a una mujer. «¡No son humanos, son animales!», dijo otra persona, llorando. Sus comentarios de enfado continuaron, y yo sabía que cuando decían «ellos» se estaban refiriendo a los serbios. Ellos habían comenzado la guerra. Yo estaba muy enfadada con el hecho de que los serbios nos estuvieran haciendo aquello a nosotros, pero morir me daba todavía más miedo. Mi amiga del autobús salió de algún lugar de la oscuridad y me dijo: «Hana, te he visto en el autobús, ¿estás bien?».

«Sí», respondí tranquila.

«Mi tía está conmigo. ¿Quién está contigo y con Nadia?», me preguntó, y hubo una pausa.

«¿Estáis solas? -esta vez lo preguntó en voz más baja. Yo estaba a punto de llorar, así que me limité a asentir-. Nosotras iremos a Pisak cuando lleguemos a Croacia, mi tía tiene una amiga allí -Pisak era un típico lugar de vacaciones en la costa, pequeño-. ¿Y vosotras? ¿Dónde vais a ir?», me preguntó mirándome.

«No estoy segura», respondí. Antes de irnos, papá nos había dado el número de teléfono de mamá en Viena y una lista de sus contactos en Croacia. La mayoría eran socios empresariales a quienes no conocía muy bien, pero nos dijo que mencionáramos que éramos hijas suyas y seguro que nos ayudarían. Me hubiera encantado haber tenido alguna tía o alguna persona conocida en Croacia con quien pudiéramos quedarnos. Mi amiga sonrió. «No te preocupes. Estaremos de vuelta en una o dos semanas». Era un poco mayor que yo y tenía una voz amable y tranquilizadora, así que la creí.

Los adultos seguían hablando entre ellos. Cuando ya llevábamos no sé cuánto tiempo en el refugio, el conductor nos pidió que nos reagrupáramos junto a la puerta. Nos dijo que íbamos a volver al autobús al cabo de poco tiempo y que iba a haber un vehículo de las Naciones Unidas para acompañarnos durante el resto del viaje. Se oyó un suspiro de alivio en todo el refugio y poco después estábamos de vuelta en el autobús, donde el copiloto nos dijo que ya no teníamos que agacharnos. Yo estaba medio esperando que el conductor se diera la vuelta y nos dijera que la guerra se había acabado, pero, en vez de eso, continuó conduciendo. Poco después estábamos en las afueras de Sarajevo, y yo me di la vuelta y eché un vistazo a la ciudad que dejaba a mis espaldas.

Habían pasado tantas cosas ese día que, hasta cierto momento de la tarde, Nadia y yo no nos dimos cuenta del hambre que teníamos. Cogí el lokumi que llevaba en la mochila; eran mis dulces bosnios favoritos y, cuando esa mañana papá nos dijo que íbamos a irnos, la abuela los hizo deprisa, envolviéndolos con cuidado en unas servilletas para que pudiéramos llevárnoslos. Mientras los comía, me sentí agradecida. La perspectiva de la abuela era pragmática incluso en las peores circunstancias, y, desde el principio de la guerra, había sabido casi por instinto qué hacer en los momentos más duros. Había vivido la Segunda Guerra Mundial y sabía bien qué hacer en tiempos de necesidad.

La gente parecía mucho más tranquila ahora que unas horas antes, y estuvieron charlando tranquilamente unos con otros. Mientras, mis ojos iban siguiendo las curvas que hacían las colinas que se veían desde la ventana. Acabé perdiéndome en el paisaje y poco a poco fui quedándome dormida. Cuando me desperté, las primeras estrellas ya estaban cubriendo el cielo de la tarde. Al principio no recordaba dónde estaba, pero luego me entristeció el hecho de despertarme en un autobús lejos de casa y de mi familia. Nadia me dijo susurrando que estábamos justo a las afueras de Travnik, donde pasaríamos la noche. Aparentemente, no nos estaba permitido viajar de noche, aunque yo no sabía muy bien por qué… Travnik era un pueblecito pequeño donde habíamos ido muchas veces con mis padres a comer los fines de semana, y sabía que no estaba tan lejos de Sarajevo. Nadia se giró hacia mí y me dijo: «Hemos parado unas cuantas veces mientras dormías. Los soldados han entrado a comprobar el número de personas que había y a asegurarse de que no había ningún hombre entre nosotros». Las noticias sobre esta parada llegaron a Travnik, y algunos de los lugareños se dispusieron a ofrecernos alojamiento para pasar la noche. La ciudad estaba sufriendo el ataque de los serbios, pero la situación no parecía ser tan grave ni los ataques tan constantes como en Sarajevo. Nadia y yo nos quedamos en casa de un matrimonio mayor, muy amable y hospitalario. Los acontecimientos de aquel día habían pasado factura y estábamos completamente agotadas. Aunque yo tenía hambre, no quería comer sabiendo que mi familia estaba en Sarajevo sobreviviendo con raciones de comida diminutas. Besé el papel que me había dado la abuela y, hasta que me quedé dormida, estuve pensando en toda la gente que se había quedado en casa.

Abandonamos Travnik a la mañana siguiente, temprano, y nos dirigimos hacia la costa croata. Parecía como si estuviéramos atravesando un país de fantasmas; todos los pueblos y ciudades estaban vacíos y silenciosos, y apenas había coches en las calles, o los que había no se movían. En las últimas semanas había habido muchos cortes de electricidad. Cuando teníamos electricidad veíamos las noticias locales, pero la información era muy superficial y era difícil saber qué estaba pasando en el resto del país. Ahora estaba claro que el cáncer de la guerra se había propagado.

Las primeras personas que vimos fueron unos soldados serbios que había en un puesto de control situado cerca de un pueblecito llamado Livno. «Estamos llegando a un control militar serbio -dijo el copiloto con voz preocupada-. Quedaos en vuestros asientos y no habléis con ellos a menos que os pregunten». El autobús disminuyó la velocidad. Había varios camiones aparcados en frente del nuestro, formando así una barrera para los vehículos que pasaban. Al otro lado de la carretera había todavía más camiones aparcados, además de dos coches calcinados en la cuneta. Fuera había muchos hombres vestidos de camuflaje y armados con rifles, la mayoría jóvenes y apenas unos cuantos que parecían tener la edad de mi padre.

En cuanto paramos, dos hombres uniformados subieron al autobús. Sus barbas eran largas y sucias, llevaban ametralladoras y pasaban por delante de nosotros oliendo a tabaco y a alcohol. Yo sabía que eran chetniks, soldados serbios. Había oído hablar de las atrocidades que cometían, pero nunca había visto a ninguno en persona. Bajé la cabeza y apreté los dientes, aterrorizada de que pudieran dispararnos.

«¡Documentación!», gritaron bruscamente al conductor. «¿Hay algún hombre escondido en este autobús?», preguntó uno de ellos.

«No, solo mujeres y niños», respondió el conductor educadamente.

«Vamos a ver si dices la verdad -dijo el otro, y empezaron a recorrer el autobús. Cuando llegaron a donde estábamos nosotras, sentí como si me estuvieran mirando, así que levanté la cabeza-. ¿Qué estás mirando?», dijo mientras me clavaba la mirada.

«Nada, nada, lo siento», dije, y volví a agachar la cabeza. Contuve la respiración hasta que le oí marcharse. Bajaron del autobús y empezaron a inspeccionar el maletero. La tensión en el autobús era como una nube oscura y amenazadora cerniéndose sobre nosotros; todo el mundo estaba en silencio, paralizado. Varios minutos después gritaron desde fuera: «No hay problema. Está vacío», y, haciendo un gesto al conductor con las manos, le indicaron que podíamos pasar, y el nudo que tenía en el estómago fue calmándose poco a poco. Quedaban otras cuatro horas hasta que alcanzáramos la frontera croata y ya había empezado a oscurecer. Croacia se había independizado recientemente, y ésta era la primera vez que iba a entrar en ella como en un país extranjero. No llevábamos pasaporte ni ningún otro documento. Un hombre de uniforme entró en el autobús y pidió al conductor una relación de todos los pasajeros. «De modo que tenemos más refugiados bosnios», dijo con tono áspero. Llevaba escritas las iniciales HVO (Hrvatska Vojna Obrana1) en las mangas de la chaqueta, lo que indicaba que era miembro de las Fuerzas Armadas de Croacia. Estaban combatiendo los ataques serbios del interior, pero, de momento, toda la zona costera croata era un lugar seguro. Se paseó por todo el autobús hojeando la lista de pasajeros: «Aquí no vais a poder comer cevapcici», dijo refiriéndose a un plato típico bosnio.

«¿Por qué habla de comida?», susurré a Nadia.

«Shh… Está burlándose de nosotros».

Entonces se desvaneció toda la ilusión que tenía por cruzar a Croacia. Mi familia siempre había pasado los veranos en la costa croata, y los croatas siempre habían sido muy amables con nosotros, pero no lograba entender por qué aquel hombre estaba siendo tan maleducado con nosotros. Después de hablar con el conductor durante unos minutos, el soldado se bajó del autobús y continuamos el viaje. Varias personas hicieron comentarios sobre su arrogancia y la manera tan irrespetuosa en la que nos había tratado, pero yo no estaba dispuesta a que aquello me afectara y traté de ignorar la presión que sentía en el pecho.

Aproximadamente a medianoche llegamos a nuestro destino: Split, una viva ciudad costera con puerto. Paramos en la estación de autobuses, que estaba cerca de los principales muelles de la ciudad antigua. La ciudad dormía en calma, lo cual me pareció sorprendente después de ver el desastre que estaba teniendo lugar en Sarajevo y todo lo que había estado pasando en las últimas treinta y seis horas. Me había imaginado que el resto del mundo estaba atrapado en la misma espiral que Sarajevo.

Todos salieron del autobús y empezaron a perderse de vista, y de repente Nadia y yo nos encontramos completamente solas. La oscuridad y la noche siempre me habían aterrorizado, incluso en casa, y ahora, en una ciudad desconocida y sin adultos que me dijeran que no había nada que temer, me asustaba la idea de caer en manos de todo tipo de horrores desconocidos, gente sin hogar, ladrones, o incluso las mandíbulas de unos perros callejeros. Una mujer croata mayor, que llevaba una falda tableada negra y larga y la cara envuelta en un pañuelo negro, vino hacia nosotras. Las viudas solían ir vestidas de negro, y me daba miedo el hecho de que aquella mujer pudiera serlo.

«¿Necesitáis una habitación, niñas?», preguntó en el típico dialecto costero, con un acento diferente al nuestro.

«Sí», exclamé yo, contenta de que esta anciana mujer, que probablemente tuviera la edad de mi abuela, quisiera ayudarnos.

«Son cien marcos alemanes la noche».

Me quedé sorprendida. Papá no tenía dinero suelto para darnos porque todos los bancos habían cerrado. No teníamos dinero. De la noche a la mañana, la moneda nacional había perdido todo su valor y todo el mundo parecía querer negociar en marcos alemanes. «¡Acabamos de salir de Sarajevo! ¿Cómo puede pedirnos dinero?», dije llorando de ira. Intenté hablar en voz baja, porque sabía que gritar a una persona mayor era de mala educación.

«Bueno, todos tenemos que buscarnos la vida de alguna manera», dijo ella fríamente, y se marchó.

Yo me senté en un pequeño banco que había cerca y, por primera vez desde que dejamos Sarajevo, me derrumbé y lloré en voz alta. «¿Qué vamos a hacer?», le pregunté a Nadia desesperada. Ella me abrazó. Llevábamos allí sentadas más de diez minutos cuando alguien corrió hacia nosotras y nos preguntó si éramos de Bosnia. «Sí», respondimos, ignorando ya si era seguro afirmar aquello.

«Hay un autobús que va a uno de los polideportivos. Está allí -y señaló un sitio a varios cientos de metros-. Es donde están yendo todos los refugiados», dijo amablemente.

«Yo no soy ninguna refugiada -pensé-, yo tengo una casa y una familia». Pero necesitábamos un sitio donde poder pasar la noche, así que Nadia y yo cogimos nuestras mochilas y fuimos hacia allí corriendo.

Cuando llegamos, todo estaba oscuro y nos indicaron que nos sentáramos en una fila de asientos vacía que había en el aparcamiento de autobuses. Pudimos utilizar las mochilas como almohadas, pero los asientos estaban desnudos y no teníamos ninguna manta para cubrirnos. Como oía a otros respirar y dar vueltas mientras dormían, tardé bastante tiempo en conciliar el sueño, aunque la verdad es que estaba exhausta. Hasta por la mañana no me di cuenta de que éramos miles de refugiados allí. Las cocheras estaban llenas y la gente iba moviéndose por las filas, abriéndose paso entre las pequeñas maletas y los montones de ropa. Me levanté y vi el tremendo caos que había a mi alrededor; a mí me gustaban el orden y la rutina. «Nadia, tenemos que salir de aquí», dije mientras la sacudía. Todavía estaba dormida. Saqué de mi mochila la lista de contactos de papá y le eché una ojeada a la primera página. «Hay un tal señor Yusic que vive en Split. Tenemos el nombre de su hotel -dije, girándome hacia ella-. Vámonos y preguntamos a alguien cómo de lejos está», y cogimos entonces nuestras mochilas.

Caminando en dirección a la gran señal de salida que había al final de nuestra fila, pasamos por delante de decenas de mujeres y de muchos niños pequeños, y oímos llorar a un bebé. Los pocos hombres que había entre nosotros parecían mayores y tenían un aspecto frágil, y de repente me invadió la tristeza: tenían una edad similar a la de la abuela, y daba lástima verles salir así de su tierra.

Cuando salimos de las afueras de la ciudad, el olor a pan recién hecho y a chocolate caliente nos guió hasta una mesa de madera que había en una esquina. Alguien nos dijo que estaban repartiendo comida, así que cogimos un trozo de pan y nos hicimos a un lado. Siendo como éramos dos chicas jóvenes que iban solas, no queríamos llamar la atención en medio de tanto desconocido. «Disculpe, ¿sabe dónde se encuentra el hotel Split?», pregunté a una mujer de mediana edad que pasaba por allí con uniforme de camarera.

«No muy lejos, solo tienes que seguir la carretera principal -dijo, señalando al frente -. El autobús número tres para allí y tarda unos veinte minutos», dijo, y continuó caminando. Le di las gracias, mientras se alejaba. Como no teníamos dinero, decidimos ir andando. Fuimos preguntando la dirección por el camino y, más de dos horas después, llegamos al hotel. Había un cartel grande y blanco en el tejado con el nombre del hotel escrito en letras mayúsculas azules. Ya habíamos ido a hoteles con nuestros padres, pero ir solas intimidaba. Nos dirigimos a la recepción y preguntamos a la mujer del mostrador por el señor Yusic.

«¿El señor Yusic? En este momento se encuentra en Alemania, y no volverá hasta dentro de una semana -nos respondió. Era una mujer de aspecto sofisticado, con el pelo largo negro y liso. La insignia que llevaba en su camisa revelaba que su nombre era Mladena. Miré hacia otro lado y empecé a morderme el labio inferior-. ¿Puedo ayudaros en algo más?».

«Acabamos de salir de Sarajevo -dije de repente. Ya no podía ocultarlo más-. El señor Yusic es un conocido de mi padre, y papá nos dijo que nos pusiéramos en contacto con él. No tenemos ningún otro sitio a donde ir».

«¿No hay nadie más a quien podáis llamar?», preguntó, mientras cogía papel y boli. La manera en la que lo dijo y la velocidad a la que se movía me hicieron darme cuenta de que quería ayudarnos. Para ella no éramos «solo» refugiadas de Bosnia.

«Sí, podríamos llamar por teléfono a mamá -respondí-, pero… es un número extranjero. Está en Viena». Me asustaba mencionarlo, porque esperaba que dijera que no tenía permiso para hacer ese tipo de llamadas sin recargo, pero nos dio el teléfono sin problemas. Marqué el número, nerviosa mientras esperaba que la mujer que había respondido al teléfono localizara a mi madre. Al escuchar la voz familiar de mamá logré decir entre lágrimas: «Mamá, soy Hana. Nadia y yo acabamos de llegar a Croacia». Le expliqué la situación y le dije que el resto de la familia estaba aún en Sarajevo. Mamá se mostró aliviada al saber que todos estábamos vivos. Llevaba dos semanas intentando contactar con nosotros en Sarajevo, y estaba desolada por no haber podido volver a casa con Lela. Al cabo de unos minutos le di el teléfono a Nadia para que pudiera darle a mamá los nombres de los contactos de la lista. Mientras Nadia estaba al teléfono, vino el gerente del hotel y empezó a reprender a Mladena por permitirnos usar el teléfono. «Esto no es un campo de refugiados», gritó. Era un hombre alto y moreno, con cara de estar permanentemente enfadado.

«Pero son amigos de la familia de uno de nuestros clientes más asiduos», respondió ella de una manera muy profesional.

El tono acusador del gerente atrajo a un hombre de unos treinta años y pelo rizado que se dirigía a la recepción. Llevaba un pase de prensa colgado del cuello y hablaba inglés. Yo no entendía lo que decía pero, unos minutos después, el gerente se marchó y nos dejó en paz. Estaba muy agradecida a ese extranjero que se había puesto de nuestro lado para defendernos. Necesitábamos ayuda desesperadamente, y era evidente que él estaba dispuesto a ayudarnos. Mladena nos dijo que era un periodista inglés y que se llamaba Christopher. Nadia colgó el teléfono y dijo que mamá volvería a llamar. Al cabo de unos minutos, el teléfono sonó y mamá nos dijo que teníamos que ir a Zagreb, la capital de Croacia, y quedarnos en casa de unos amigos de la familia. El único problema era que estaban pasando unos días fuera de casa, así que mientras tanto tendríamos que encontrar un alojamiento. Nos quedamos allí, charlando con Mladena y Christopher. Él quería saber más acerca de nosotras y de la situación actual en Sarajevo, y Mladena traducía, así que le contamos todo lo que había ocurrido en las últimas semanas. De toda la gente que nos encontramos, estas dos personas fueron las más amables. Mladena no nos juzgaba y Christopher era muy agradable, de manera que creía poder confiar en ambos.

Le dimos a Mladena nuestra lista de contactos y cogió el teléfono diciendo que dejáramos todo en sus manos. Supe que las noticias eran buenas cuando por fin colgó el teléfono y sonrió. Teníamos un plan. Aquella noche, Nadia y yo cogeríamos el ferry hasta Rijeka, en la costa norte, para quedarnos en casa de un conocido de mi padre hasta que pudiéramos continuar el viaje a Zagreb. Me pareció increíble la generosidad de Christopher cuando se ofreció a pagarnos los billetes del ferry. Aceptamos aliviadas. Definitivamente, no quería volver al polideportivo; había sido una experiencia humillante y detestaba sentirme rechazada y ser una carga.

Después, Christopher nos llevó a comer. Era la primera comida de verdad que habíamos tomado desde que empezó la guerra hacía más de un mes. Cuando por fin Mladena terminó su turno, nos llevó a su apartamento. Nos dijo que tenía dos hijos de nuestra edad y que no soportaría que alguien les negara su ayuda si alguna vez estuvieran -Dios no lo quiera - en una situación similar. Me di una ducha y me quedé un rato bajo el agua, que era como si el agua estuviera lavándome todas las cosas horribles por las que habíamos pasado los últimos días. Después, Nadia y yo nos tumbamos una hora a descansar. La normalidad de la vida de Mladena era reconfortante, pero al mismo tiempo me dejaba una sensación de vacío. Deseaba estar con el resto de nuestra familia y que la vida en Sarajevo volviera a la normalidad. Lo único que quería era que todo volviera a ser como antes.

Christopher y un colega suyo nos acompañaron esa noche en el ferry. Christopher me dejó su transistor, donde sonaba una canción de U2, que me recordó a Atka y a tiempos mejores, ya que era una de sus favoritas.

Tres días más tarde, el conocido que tenía papá en Rijeka nos envió en un autobús a Zagreb. Un amigo de la familia, a quien nunca habíamos visto, nos recogió en la estación de autobuses y, en cuanto vio a Nadia, dijo: «Os he reconocido en seguida. Te pareces mucho a tu madre». Su nombre era Omer. Una vez en el coche, mencionó la suerte que habíamos tenido. Quería saber cómo había sido la situación en Sarajevo durante los dos últimos meses y nos escuchó con atención, mirándonos de vez en cuando por el retrovisor. «Vi a vuestra madre en las noticias hace un tiempo, con todas esas otras mujeres que pedían al Ejército Popular que liberara a sus hijos. ¿Qué está haciendo en Viena?», preguntó. Nadia se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja derecha y empezó a gesticular con las manos al tiempo que explicaba que el trabajo que hacía mamá para la organización «Madres por la Paz» le había llevado a ocuparse de la ayuda humanitaria. Le habían enviado a Viena para recoger ayuda de Cáritas. «¿Entonces consiguió sacar a vuestro hermano del Ejército Popular?», preguntó él.

«No respondió Nadia con un suspiro. No quieren dejarle ir, y no estamos seguros de dónde está ahora. Hace tres semanas hablamos con él por última vez».

«No os preocupéis, chicas. Estoy convencido de que estará bien dijo Omer. Como vosotras a partir de ahora. Podéis quedaros con nosotros hasta que llegue vuestra madre», dijo. Mientras continuábamos el viaje en silencio, suspiré aliviada. De momento estábamos a salvo.

La llamada de teléfono

Atka

Era medianoche y todo estaba negro como el azabache. En casa dormíamos como sardinas en lata, en el único sofá que había en un minúsculo refugio que teníamos en el sótano. Era un refugio excavado en la ladera de la montaña, el lugar más seguro que había en nuestra casa de tres pisos. Cuando mis padres la construyeron unos años atrás, una ley municipal obligaba a construir un refugio atómico para casos de desastres nucleares. En su día, todos nos reímos de esas leyes absurdas, pero ahora me alegraba que tuviéramos esos gruesos muros de hormigón para protegernos.

Generalmente, la abuela y las niñas preferían dormir en el refugio del colegio, rodeadas de vecinos de cuya compañía la abuela disfrutaba, pero esa noche nos quedamos todos en casa. Los niños estaban casi dormidos, y el sonido de su respiración era regular y reconfortante.

Durante el día, si los bombardeos no eran demasiado fuertes, podíamos utilizar el salón y la cocina que había en la planta baja. La habitación de la abuela estaba separada del salón, y el resto de los dormitorios estaban en la planta superior, pero, desde que los francotiradores habían empezado a disparar a las plantas altas, teníamos mucho miedo de subir allí.

El estruendo de los bombardeos me recordaba a las tormentas. Me sentía amargada. Durante toda mi vida había conocido Sarajevo como una ciudad multicultural, donde no era extraño encontrar matrimonios entre serbios, croatas y musulmanes. No me podía creer que los serbios, con los que habíamos convivido en armonía durante tanto tiempo, se volvieran ahora contra nosotros, ni cómo podían creerse con derecho a apropiarse de todos los lugares donde vivían. La mayoría de nuestros vecinos serbios se quedaron en la ciudad, afrontando el mismo peligro que el resto de nosotros, pero no entendía que otros se hubieran marchado a las colinas para unirse a los chetniks.

Toqué el frío y húmedo muro de hormigón en busca del interruptor de la luz y la pulsé. Solo se escuchó un ruido sordo. Habían cortado la corriente hacía semanas, pero no pude evitar encender el interruptor, con la esperanza de que ocurriera un pequeño milagro. Estaba demasiado cerca del extremo del sofá y estaba incómoda, así que me di la vuelta despacio e intenté volver a dormirme. Mi cabeza estaba repleta de pensamientos que me atormentaban. Habían pasado tres semanas desde que Nadia y Hana se habían ido en el que resultó ser uno de los últimos convoys que salieron de la ciudad, y desde entonces no habíamos tenido noticias de ellas. Sabíamos que su autobús había conseguido llegar a Split, pero me intranquilizaba no saber dónde se encontraban, y además no teníamos ni idea de dónde estarían mamá, Lela y Mesha. Papá se pasaba la mayor parte del tiempo cuidando a su madre enferma, yendo a por agua para ella y llevándole la poca comida que podíamos reservar para ella. Sus dos hermanos pequeños y su hermana vivían en la parte nueva de la ciudad, pero, sin tranvías, autobuses o gasolina para los coches, ir andando hasta casa de Mayka en medio del fuego abierto era demasiado arriesgado, y pocas veces conseguían hacer el trayecto. Desde la primera gran masacre que había habido a finales de mayo, en la que un proyectil serbio mató a veintidós personas que hacían cola para conseguir pan, eran pocos los que se atrevían a volver a las calles. Sin embargo, había un chelista muy valiente de la orquesta sinfónica de la ciudad que tocaba a diario en ese lugar en memoria de las víctimas.

No podía evitar pensar en todo aquello en la oscuridad del refugio y, desesperada e impotente, acabé durmiéndome llorando. Por la mañana, cuando abrí los ojos, pude ver retazos de luz entrando por debajo de la puerta del refugio. La fachada del sótano tenía dos grandes ventanas que daban a un pequeño jardín, donde teníamos un viejo cobertizo. Los niños estaban hablando debajo de las mantas, y por un segundo estuve tentada de quedarme todo el día en la cama durmiendo, pero sabía que no podía. Ayudé a los niños a vestirse y después los llevé al baño. Nos habíamos quedado sin pañales desechables y la falta de agua corriente hacía que lavar los de algodón se convirtiera en una tarea imposible, así que la única solución era enseñarles a no usar pañal, lo cual aprendieron rápido, afortunadamente.

En el piso de arriba, en el salón, la abuela ya estaba encendiendo un fuego en la estufa de leña. Antes de la guerra solo se usaba para elevar aún más la temperatura de la casa durante el invierno, pero ahora teníamos que utilizarla para cocinar, además de para calentarnos.

La abuela era una mujer pequeña pero fuerte, con unos penetrantes ojos azules. Era práctica, amable y especialmente cariñosa con todos sus nietos, y había vivido con nosotros desde que murió mi abuelo hacía unos veinte años. La queríamos mucho y no podíamos imaginarnos la vida sin ella. «Voy a hacer un poco de té para todos», dijo con un guiño mientras echaba a la olla unas hojas de menta que había recogido del jardín de atrás. Afortunadamente aún nos quedaba leña del invierno anterior, aunque ahora estábamos usándola con cautela.

Abrí el armario de la cocina y observé nuestra provisión de alimentos. Las tiendas de la ciudad habían cerrado o habían sido saqueadas, así que la única comida que teníamos provenía de dos lotes de ayuda humanitaria. La estantería no estaba muy llena: medio tarro de azúcar, un paquete pequeño de harina, media botella de aceite para cocinar, una lata grande de leche en polvo y dos latas de sardinas con tomate. Al fondo del armario había una bolsa grande de arroz que había conseguido yo cuando las tiendas aún estaban abiertas. Quedaba menos de la mitad, porque llevábamos semanas comiendo arroz y me daban náuseas con solo mirarlo. «Voy a hacer un poco de lokumi para desayunar», grité, mientras cogía la harina. La abuela estaba perdiendo audición, así que teníamos que hablar alto. Comimos el lokumi mientras tomábamos el té, mordiéndolo poco a poco para que durara más.

«Si hoy el día está más tranquilo, iré a cambiar mi oro por comida», dijo la abuela mientras sacaba de su bolso anillos, pulseras y collares. Miró a Janna y a Selma: «También vamos a tener que vender vuestros pendientes… Pero no os preocupéis, os compraré otros más bonitos cuando se acabe la guerra». Yo me quité los míos, les ayudé a ellas con los suyos y se los dimos todos a la abuela. «Eso quédatelo -me dijo mientras me quitaba un conjunto de anillos con tres diamantes pequeños que me había regalado cuando cumplí dieciocho años-. Nos quedaremos con esos y con mi alianza, además de con el medallón que me regaló el abuelo. Lo que viene fácil, fácil se va -dijo mirando al montoncito de oro que había encima de la mesa-. Lo importante es que estemos vivos y sanos…». Volvió a meter las joyas en su bolso y me pidió que las llevara a su habitación. Mientras me dirigía allí, miré por las ventanas del salón que daban a la ciudad y al monte Trebevic que la coronaba.

Nuestra casa estaba situada en lo alto de una pequeña colina, cerca del centro de la ciudad, y desde allí podían verse cientos de edificios extendidos por las bajas laderas de las colinas de alrededor y por el río Miljacka, que fluía a través del valle y se perdía en el horizonte por la parte nueva de la ciudad. Los serbios estaban situados en las partes altas, así que tenían fácil disparar a la ciudad.

Nuestra cocina daba a la calle, y el jardincito que había en frente de nuestra casa estaba relativamente protegido por la casa de dos pisos que teníamos al lado. Éste era el único espacio exterior donde dejábamos jugar a los niños. Los hombres de nuestro vecindario, que estaba muy unido, se habían organizado para formar una unidad de defensa, y utilizaban nuestro patio como centro de operaciones. Siempre había dos chicos de guardia vigilando la calle, además del inevitable vecino o vecinos que se ponían a su alrededor para hablar. Todos los trabajos se habían interrumpido a excepción de los servicios básicos.

La abuela zarandeó unos bidones que había en el pasillo. Llevábamos semanas sin que saliera agua de los grifos, y el lugar más cercano para coger agua era un edificio grande de hormigón que había en la calle principal, al final de nuestra colina. El edificio, en forma de ele, había sido la sede central del partido comunista antes de la guerra, pero ahora el sótano albergaba una de las pocas emisoras de radio: Studio 99. «No queda mucho agua», dijo la abuela con una expresión de preocupación en la cara.

«No te preocupes -dije yo-, iré a por más; la última vez fuiste tú. ¿Puedes quedarte a echar un vistazo a los niños?». Ella asintió, e inmediatamente las niñas saltaron a sus pies, cada una de ellas cogiendo un par de bidones. Insistían en ayudarme desde que supieron que cada gota de agua era preciosa. Hasta ahora habíamos aprendido a racionar el agua escrupulosamente, y nos habíamos acostumbrado a lavarnos solo con lo equivalente a dos vasos de agua fría. Metí dos bidones en una mochila y me la eché a los hombros, y después la abuela me dio otros dos antes de que nos fuéramos. Los guardias estaban de pie fuera con algunos vecinos, oyendo la radio. «¿Alguna buena noticia?», pregunté.

«No. Estamos escuchando los nombres de todos los que asesinaron ayer -respondió Bruno. Tenía veinticinco años y, como el resto de nosotros, llevaba toda su vida viviendo en esa calle-. ¿Vas a por agua? -preguntó, al ver los bidones-. Tened cuidado, chicas, los francotiradores llevan toda la mañana disparando».

Nosotras tres corrimos a la casa de al lado y bajamos las largas y empinadas escaleras de piedra. Estas escaleras se veían desde las colinas de alrededor, así que, temiendo que nos dispararan, nos dimos toda la prisa que pudimos, agachando instintivamente la cabeza y encogiendo los hombros. Janna y yo llegamos al final, donde ya estábamos protegidas por unos edificios altos, pero cuando miré a mi alrededor me di cuenta de que no había ni rastro de Selma. «¿Dónde está Selma?», le pregunté a Janna, gritando.

«Estaba justo detrás de mí», respondió ella. Miramos hacia arriba y vimos a Selma tirada en el suelo en medio de la escalinata. «¡Selma, Selma!», gritamos presas del pánico.

«Se me ha salido la sandalia -dijo ella llorando-. Me da mucho miedo moverme…» «¡Levántate rápido y corre! Deja la sandalia», grité yo.

«¡Vamos! -chilló Janna. Selma dudó un instante, pero después se puso en pie y corrió hacia nosotras con una sola sandalia-. Selma, nos has dado un susto de muerte. Podrían haberte matado por culpa de una estúpida sandalia», dijo Janna antes de que las dos la abrazáramos. Nos detuvimos un momento para recobrar la calma y después nos sumamos a la larga cola que había para el agua. La mayoría de la gente que había allí era de nuestra zona, y estaban expresando su ira con la situación a la que nos habíamos visto reducidos. «Ayer me pasé tres horas haciendo cola para conseguir agua, ¿qué forma es ésta de vivir a finales del siglo veinte?», decía un hombre mayor vestido de traje, mientras miraba los bidones que tenía a sus pies.

Logré ver a uno de mis vecinos, Hamo, un chico alto y delgado de pelo negro rizado y un cigarrillo en la comisura de la boca. Llevaba sus vaqueros de siempre y una chaqueta negra de cuero. Antes de la guerra trabajaba como DJ en una de las discotecas más famosas de Sarajevo. El día que los serbios empezaron a bombardear la ciudad, Hamo puso dos grandes altavoces en el alféizar de su ventana con la canción Give Peace a Chance bien alta. La voz de John Lennon, ahogada por los silbidos de los proyectiles, resonaba en todo el vecindario, pero, cuando los serbios cortaron la electricidad, la protesta musical de Hamo se acabó. Ahora trabajaba para Studio 99. Me vio y vino a saludarme. «Hola Atka, ¿qué tal?», sacó un paquete de tabaco de su bolsillo y me ofreció un cigarrillo. Se habían convertido en un verdadero lujo y yo era reacia a aceptar la invitación, pero él insistió.

«Gracias», le dije, guardándomelo para más tarde.

«No hay de qué. ¿Te sabes el último chiste?». En el momento en el que mencionó la palabra «chiste», la gente se giró para mirarle. Una vez tenía la atención de todo el mundo, comenzó a contarlo. «Van dos sarajeveses fumando por la calle cuando, de repente, explota un proyectil en frente de ellos. Hay trozos de metralla y escombros volando por todas partes y, cuando en medio de la cortina de humo y polvo consiguen verse, uno de ellos le dice al otro: “Has perdido una oreja”. “Que le den morcillas a la oreja -responde el otro-, ¿dónde está mi cigarrillo?». Todos se rieron y después volvieron a darse la vuelta. «Tú hablas muy bien inglés, ¿no?», me preguntó.

«Más o menos».

«Venga ya, me consta que eres muy buena» dijo, dándome suavemente con el codo. Yo sonreí y pensé un momento; la verdad es que tenía razón. El instituto al que había acudido estaba especializado en arte e idiomas y estaba considerado uno de los mejores de la ciudad. Nos llamaban a menudo de mi clase de inglés para traducir películas, libros o revistas médicas, y yo había continuado aprendiendo inglés en la universidad.

«Bueno, no está mal, ¿por qué lo preguntas?», pregunté con curiosidad.

«Bueno, estamos buscando a alguien que venga al estudio por las noches a escuchar The Voice of America y nos lo traduzca. ¿Crees que podrías hacerlo?», preguntó, mientras sacudía la ceniza de su cigarrillo. The Voice of America era un programa de noticias, y una de las pocas fuentes de información que teníamos del exterior.

«Lo intentaré -respondí, entusiasmada-. Sería estupendo volver a usar un poco la cabeza».

«Ahora mismo el estudio es un caos, pero esperamos tener todo el equipo arreglado dentro de poco. Si sigues viva, ¿por qué no te pasas alguna noche de la semana que viene, después del toque de queda?», preguntó mientras me guiñaba el ojo y me daba un toquecito en el hombro para despedirse. Las caras de Janna y Selma irradiaban orgullo: «¿En serio vas a trabajar en la radio?», preguntó Janna en alto, golpeando el bidón vacío contra su rodilla.

«Ya veremos». Volvimos a casa dos horas más tarde con los bidones llenos y la sandalia de Selma. Hervimos un poco de arroz para comer y después me senté a disfrutar cada calada del cigarrillo que me había dado Hamo, hasta que lo consumí por completo.

Al cabo de varios días, la abuela cambió el oro en el mercado negro y consiguió dos grandes sacos de arroz y harina, una lata de aceite, algo de comida enlatada y un paquete de velas, todo lo cual racionamos cuidadosamente. Tarik preguntó curioso: «Atka, si siempre comemos arroz, ¿vamos a volvernos chinos?».

«No, por supuesto que no», respondí.

«Entonces, ¿puedes hacernos un poco de carne para comer?», preguntó Asko. Su cuerpecito delgado parecía estar desproporcionado con respecto a su cabeza, que estaba cubierta de una enorme mata de rizos rubios.

«¡Carne! ¿Puedes?», insistía Tarik emocionado.

«Claro que puedo…», prometí. Mis hermanas me miraron asombradas y les entró una risilla tonta. El fuego de por la mañana se había apagado y la abuela encendió otro, guardando después cuidadosamente la caja de cerillas en el bolsillo de su jersey. «Atka, pon un poco de agua a hervir, voy a rezar mis oraciones», dijo mientras se colocaba bien el pañuelo rojo de la cabeza. La abuela tenía un papel relevante en la comunidad musulmana de Sarajevo. Durante cincuenta años, había dirigido las oraciones en los funerales, lo cual tenía lugar cada cierto tiempo después de la muerte de un ser querido. A petición de ellos, la abuela visitaba la casa de los allegados del difunto, donde se reunían familiares y amigos, y les guiaba en sus oraciones. Su firme creencia en Dios le daba la fuerza necesaria para salir adelante. Tanto mi generación como la de mis padres crecieron bajo el comunismo, que consideraba la religión el opio del pueblo. Yo nunca había cuestionado sus creencias, pero nuestra situación me enfadaba y, cuando le preguntaba cómo podía Dios permitir todas esas atrocidades, ella me respondía sencillamente que ese mal no tenía nada que ver con Dios, sino que era obra del demonio. Yo admiraba su fe inquebrantable.

El sonido del fuego crepitando en la estufa me recordaba a las noches en las que llegaba a casa de patinar sobre hielo y entraba en calor junto al fuego, con un vaso de chocolate caliente. Esperé a que hirviera el agua y después cociné algo de arroz. Los niños se pusieron alrededor de la estufa, mirando la olla emocionados. Me daba pena ver lo delgados y pálidos que estaban. Las chicas pusieron la mesa y los cinco se sentaron a ella. Los niños eran demasiado pequeños como para distinguir entre la carne y el arroz, así que pensé que no haría mal en hacer un jueguecito imaginario. Utilicé un poco de arroz para hacer bolas y las puse en un plato diferente. Ellos, ilusionados al pensar que iban a volver a tomar carne, se pusieron a tamborilear el suelo con los pies. La abuela salió de su habitación y se sentó con nosotros. Primero serví a Emir: «Aquí tienes un poco de arroz -dije mientras le eché una cucharada generosa-, y otro poco de carne…», y puse dos bolas de arroz en su plato. Los ojos le brillaban, abiertos como platos. Miró el plato y preguntó: «¿Cuál es la carne? -y señalé las bolas de arroz-. ¿Puedo comerlo lo primero?». Mis hermanas empezaron a reírse mientras yo intentaba mantener la cara seria. Serví a todo el mundo y, cuando llegué a Tarik, solo le eché un poco de arroz en el plato. Al ver que no tenía bolas de arroz, me miró decepcionado y preguntó con tristeza: «¿Dónde está mi carne?». «Tarik, estamos disimulando», dijo Selma riéndose. Pero él no pareció entenderlo, así que añadí dos bolas de arroz a su plato. Él sonrió y en seguida empezó a meterse la comida en la boca.

«¡Los chicos van a decirles a los guardias que hay fuera de casa que hemos tomado carne para comer y los vecinos empezarán a preguntarse de dónde la hemos sacado!», dijo Selma con una risa contagiosa.

Aquella noche la abuela se quedó en casa con los niños para que yo pudiera ir a trabajar por primera vez al estudio. Dejé la casa en silencio y a la abuela sentada en el sofá y rezando en silencio sus oraciones. La calle estaba oscura y tardé unos minutos en acostumbrarme a la falta de luz. Oí hablar a los guardias y vi la lucecita que brillaba de uno de sus cigarrillos. «¿Eres tú, Toni?», pregunté susurrando.

«Sí. Hemos oído que habéis comido carne hoy», dijo bromeando.

«¿Estás celoso?», respondí. Se rieron mucho cuando les conté toda la historia. Toni, que había enviado a su mujer y a sus dos hijas pequeñas fuera de la ciudad en uno de los últimos convoys, dijo: «Los niños son geniales, tan inocentes e ingenuos… Yo echo mucho de menos a mis hijas». Le pregunté si sabía algo de ellas y respondió que no con un suspiro. «Como nosotros», comenté yo.

«Me alegro de que hayas salido a charlar con nosotros», dijo el otro guardia.

«No, no he salido para charlar. Voy a Studio 99 -dije muy animada-, me han pedido que traduzca las noticias de The Voice of America. Sé que ya han dado el toque de queda, pero ¿puedo ir de todas maneras?».

«Claro -me dijo-, está nada más bajar la cuesta».

«Me alegro por ti -dijo Toni con un tono de admiración en su voz-. Cuando vuelvas, tráenos buenas noticias. Esperemos que el mundo no se quede mucho más tiempo parado viéndonos sufrir».

«Hm… Veremos», dije yo, y me dirigí a las escaleras.

Antes de la guerra, las luces brillantes de la ciudad de noche siempre me habían encantado, pero ahora todo estaba sumido en la más completa oscuridad, y el sonido sordo de los proyectiles cayendo continuamente a nuestro alrededor me aterrorizaba. Los destellos del fuego de artillería iluminaban el cielo nocturno. Alguien había mencionado que los francotiradores usaban gafas de visión nocturna para ver en la oscuridad. Yo solo podía ver unos cuantos pasos por delante de mí y, mientras intentaba no tambalearme, empecé a ver que llegaba al final de la colina. El corazón se me aceleraba; era la primera vez que me aventuraba a salir sola de noche después del toque de queda, y me sentía como si estuviera caminando en medio de un mundo surrealista.

Cuando llegué a la entrada del edificio donde estaba el estudio, golpeé la pequeña ventana cuadrada de la oficina del guarda. Éste comprobó mi carnet de identidad y me llevó por unas escaleras guiándome con una pequeña linterna. El lugar era frío y húmedo. Llegamos a un pasillo largo y vi una luz que salía de debajo de las puertas; la corriente que surtía al estudio provenía de un generador que había en el edificio del cuartel general de las Naciones Unidas, situado en el portal de al lado.

«Aquí está el estudio», dijo el guardia mientras iluminaba con su linterna una puerta reciamente acolchada y la abría para dejarme pasar. Hamo estaba sentado en la esquina derecha junto a la puerta, controlando el volumen de los altavoces y, como siempre, tenía un cigarrillo en la boca. Llevaba puestos los auriculares y, cuando me vio, se llevó el dedo índice a los labios. Había una consola negra y grande que dividía en dos la pequeña habitación llena de humo, y una voz que me resultaba familiar estaba hablando por el micrófono en la otra punta de la habitación. Era Fazla, uno de los personajes de radio más famosos de la ciudad. En cuanto terminó de hablar, Hamo puso una canción, se quitó los auriculares y se volvió hacia mí: «Atka, me alegro de que hayas venido - miró a Fazla y dijo:- Ésta es la chica que va a traducir para nosotros». Nos saludamos. Esperaba que Studio 99 fuera algo mucho más sofisticado que eso, pero no dije nada. En vez de eso le pregunté a Hamo si el programa era en directo. «Sí-dijo mientras comprobaba la hora-. Tengo cuatro minutos antes de volver a estar en el aire. Venga, voy a explicarte qué es lo que tienes que hacer». Me llevó a otra habitación, no mucho más grande que la anterior. En ella había un escritorio, unas cuantas sillas, una televisión y montañas de equipamiento técnico. Hamo acercó una de las sillas al escritorio y después conectó los auriculares a una de las grabadoras.

«Primero graba las noticias y después tómate tu tiempo para traducirlas». Me dio un bolígrafo y una hoja de papel que sacó de un cajón y me enseñó cómo usar los equipos. Después se fue a la otra habitación y luego volvió y dejó dos cigarrillos encima del escritorio, delante de mí: «Ésta es tu paga», dijo bromeando. Cuando se marchó, miré a mi alrededor fascinada con todo ese mundo de luz y sonido. La televisión estaba encendida y, aunque el sonido estaba apagado, las imágenes parpadeantes de la pantalla me daban cierta sensación de normalidad. De repente, los problemas de la ciudad parecían lejanos. Me ajusté los auriculares y me preparé para escuchar la radio. Las noticias no habían empezado todavía, así que me puse a comprobar que todo funcionaba perfectamente. Hice una prueba de grabación y todo estaba correcto. Había un teléfono encima de la mesa, así que lo cogí y me sorprendió gratamente comprobar que daba señal, ya que las líneas de teléfono se habían caído cuando empezaron los bombardeos. Marqué unos cuantos números pero ninguno funcionaba; después intenté llamar a Tidja, mi tía materna, y me sorprendí muchísimo cuando oí que daba señal. Su voz sonaba algo dormida cuando respondió, pero al cabo de unos segundos estaba completamente despierta. Vivía en una de las laderas del monte Trebevic, y, aunque podíamos ver nuestras casas, no habíamos podido comunicarnos en los últimos dos meses.

Le conté que Hana y Nadia se habían ido y que no teníamos noticias de mamá ni de Mesha, y ella me contó lo preocupada que estaba por sus hijos. El mayor, que era electricista, trabajaba casi todo el tiempo, incluso cuando había fuertes bombardeos, intentando reparar cables dañados por toda la ciudad, y al pequeño le habían destinado a otro sitio. Antes de colgar le di el número de teléfono del estudio, que colgaba en una lista en la pared, y le dije que volvería a llamarla en cuanto pudiera.

Era el momento de escuchar las noticias. «Esto es The Voice of America», anunció una voz grave, y pulsé el botón de grabado. Escuché y, con una creciente sensación de amarga decepción, escribí lo siguiente: «El presidente Bush rechaza la petición personal del presidente de Bosnia Herzegovina de usar la fuerza militar contra las fuerzas serbias para terminar con la guerra de los Balcanes. En vez de ello, Bush llama a un esfuerzo internacional común que asegure el reparto de ayuda humanitaria. Tanto Italia como Francia prometieron aumentar su participación…».

Cuando terminé de traducir me dispuse a mirar con atención las palabras. No iba a haber ninguna intervención militar, y tampoco ninguna ayuda del exterior. Estaba destrozada. Fui a la habitación de al lado y le di a Hamo el texto traducido, y en cuanto lo leyó se puso a decir palabrotas. En seguida, Fazla dio paso a la siguiente canción y Hamo pulsó el botón rojo que indicaba que no estábamos emitiendo. «Les importamos una mierda -dijo Hamo enfadado-. Si tuviéramos petróleo seguro que alguien se presentaba aquí en un santiamén».

«Esos idiotas de las Naciones Unidas deberían levantar el embargo de armas para que, al menos, pudiéramos defendernos», gritó Fazla desde la otra punta y, jurando en alto, tiró una cinta por encima de la mesa. «No voy a molestarme por toda esta basura -dijo -. Hamo, ponnos una canción para tranquilizarnos un poco». Unos segundos después, la inconfundible voz de Bob Dylan empezó a llenar el estudio, y nos quedamos allí sentados escuchando música hasta tarde.

Durante las semanas siguientes, nuestra pequeña montaña de madera disminuyó, a la par que el arroz y la harina. Aunque la comida era escasa, la abuela recogía ortigas y dientes de león del jardín de atrás y me enseñaba cómo hacer con ellos pasteles y ensaladas. Uno de los vecinos inventó también una receta de «queso» usando una mezcla de leche en polvo, aceite y vinagre. Con diferencia, la comida favorita de los niños eran los schnitzels de pan y una mezcla de «postre» amargo hecho con agua y dos cucharaditas de cacao en polvo. Nos pasábamos el día hambrientos y no parábamos de hablar de comida a todas horas. Por la noche, en la oscuridad del refugio, oíamos rugir los estómagos y jugábamos a adivinar a quién le sonaba más.

Una tarde a finales de junio, los niños hicieron un concurso de canto en el salón. Janna, con su típico peto vaquero, se puso a cantar en alto en frente de todos, y a Selma, que llevaba un vestido rosa y estaba sentada con los chicos, le dio un ataque de risa. Cuando le tocó cantar a ella le dio vergüenza levantarse, pero Janna y los chicos la animaron, así que se cubrió la cara y canto en voz baja desde su sitio. Los niños estaban portándose muy bien y habían sido muy obedientes desde que empezó el conflicto. Su completa inocencia y su alegría hasta para las cosas más pequeñas animaban mucho a la hora de enfrentarse a las dificultades que conllevaba cuidar de todos ellos bajo esas terribles circunstancias. Yo estaba a punto de unirme al concurso cuando un estrépito ensordecedor atravesó el aire, y al poco le siguió otro. El cristal de las ventanas tembló y la habitación se llenó de humo. Nos quedamos parados durante un segundo, y después los niños empezaron a gritar aterrorizados. Yo estaba mareada, y los oídos me zumbaban tanto que me dolían.

«¿Estáis todos bien? -gritaba yo, que apenas oía mi propia voz-. Rápido, id al refugio». Janna y Selma cogieron a los niños y corrieron a las escaleras. A través del humo pude ver a la abuela tumbada en el suelo del salón, con los ojos muy abiertos. Pensé que estaba muerta, pero entonces cerró un instante los ojos y gritó: «Incluso yo he oído ese último». Parecía estar más contenta que asustada. La ayudé a levantarse y bajamos las escaleras hasta el refugio, donde los niños estaban acurrucados en el sofá. «Atka, ¿van a alcanzarnos?», decía Emir entre lágrimas.

«No, claro que no. Estas paredes de hormigón son tan gruesas que estaríamos a salvo aunque tiraran diez bombas directamente sobre ellas».

El ruido de fuera era cada vez más ensordecedor. Era como si estuvieran cayendo rayos. «¿Y qué pasaría si cien bombas golpearan la casa?», gritó Tarik.

«No podrían destruir estas paredes», respondió Janna, gritando.

«¿Y si fueran millones y millones?», Tarik se puso de pie y empezó a dar patadas al sofá.

«Aunque fueran millones y millones, no nos harían daño. Por favor, siéntate y compórtate -dije tirando de él para que se sentara a mi lado. Yo seguía temblando-. Si te portas bien te contaré un cuento cuando termine el bombardeo». Cada vez que caía un proyectil y hacía un ruido ensordecedor, los niños temblaban y la abuela y yo les abrazábamos fuerte. La abuela rezaba mientras sostenía sus cuentas en la mano.

Con varias semanas de conflicto a nuestras espaldas, habíamos aprendido a diferenciar los sonidos de las armas y a saber aproximadamente a qué distancia estaban. El sonido de los proyectiles que explotaban ya no nos asustaba demasiado, a menos que cayeran lo suficientemente cerca de la casa como para hacerla temblar. Al cabo de un tiempo los bombardeos cesaron, pero nos quedamos en el refugio por si hubiera una segunda tanda de ataques. Yo estaba contándoles un cuento a los niños cuando de repente escuché una gran explosión en la planta de arriba. «¿Qué ha sido eso?», preguntó Selma con un hilo de voz, asustada.

«No lo sé», respondí yo, y subí corriendo las escaleras. Me sorprendió ver a Hamo de pie en la puerta principal. Estaba tosiendo e intentaba recuperar la respiración. «¿Qué haces tú aquí? ¿Quieres que te maten?», dije sorprendida. Él me agarró de la mano y me sacó fuera. Intentando coger aire, me dijo que Mesha estaba al teléfono en el estudio. Sus palabras me dejaron impactada y no supe qué hacer. «Corre antes de que perdamos la conexión -gritó-. Yo te seguiré cuando me haya dado un ataque al corazón».

«Dile a la abuela que me voy», grité, mientras daba la vuelta a la esquina. Bajé corriendo las escaleras, tropezándome y casi cayéndome, con el ruido de las bombas explotando en la distancia. Cuando llegué al edificio del estudio, el guardia me dejó entrar y corrió conmigo mientras me iluminaba el camino. En el estudio había varias personas. Al otro lado de la habitación había dos chicos hablando en directo por el micrófono.

«¿Es tu hermano el que está al teléfono? -me susurró alguien al oído. Yo asentí-. Ve a la otra habitación». Me dirigí allí de puntillas y cogí el auricular del teléfono del escritorio, esperando que Mesha siguiera allí. Respiré hondo y hablé: «¿Hola? ¿Mesha?». Al otro lado solo había silencio. «¿Mesha?», repetí.

«¿Atka? ¿Eres tú?». Al oír su voz familiar al teléfono empecé a llorar. Varias personas se habían agolpado a mi alrededor. «Sí -dije-, ¿dónde estás? Estábamos muy preocupados».

«Llevo semanas intentando llamar a todo el mundo, y por fin esta mañana conseguí contactar con la tía Tidja, que me ha dado este número -respondió Mesha-. Me escapé del ejército la semana pasada, y el único sitio adonde podía ir era a Serbia. Estoy escondido en Belgrado con uno de los amigos de papá, pero quiero volver a casa». Su voz sonaba tranquila y despreocupada.

«No, no puedes volver aquí. ¿No sabes lo que está pasando? -grité yo-. Estamos completamente sitiados y nadie puede entrar ni salir de aquí».

«Eso no es lo que dice la televisión serbia. Dicen que ellos son las víctimas. Me han dicho que hay autobuses desde Belgrado hasta Pale y Grbavica». Mesha parecía convencido. Pale era una pequeña estación de esquí cerca de Sarajevo y Grbavica era un suburbio en la falda del monte Trebevic.

«No sé nada de esos autobuses. Los serbios han tomado Pale, ahora es su cuartel general. Y Grbavica… Los serbios también la tienen controlada. Han expulsado de allí a casi todos los musulmanes y croatas. Mesha, sé que es difícil comprenderlo, pero los serbios nos bombardean y nos disparan a diario. No tenemos agua, comida ni electricidad, y casi todas las líneas de teléfono se han caído. Si te subes a ese autobús, los serbios te apresarán y no volveremos a verte… Te lo garantizo. Por favor, no vuelvas». Hablé deprisa y con urgencia, temiendo que la línea pudiera cortarse en cualquier momento. Era evidente que la propaganda de los serbios estaba dando una imagen distorsionada de la realidad.

«La tía me ha dicho lo mismo, me ha sugerido que vaya con nuestros primos a Macedonia». Ahora Mesha parecía estar confuso.

«Sí, vete a Macedonia, por favor, ¡pero no vuelvas aquí hasta que se haya terminado toda esta mierda! Confía en mí, si intentas volver te matarán». No pude resistir más y empecé a llorar. Alguien me dio medio cigarrillo y le di una honda calada. Hamo apareció en la puerta.

«Está bien, intentaré llegar a Macedonia -respondió Mesha-, pero ni siquiera sé si lograré llegar hasta allí. No tengo ningún documento identificativo, me los confiscó el Ejército Popular».

«Tienes que intentarlo. Hagas lo que hagas, por favor no vuelvas aquí -esperé a que respondiera, pero ahora solo se oía silencio-. ¿Hola? ¿Mesha? ¿Mesha?», pero habíamos perdido la comunicación y, después de esperar un rato, colgué el teléfono resignada.

Todo era una nebulosa. Alguien me preguntó por qué estaba llorando y me preguntaban si había recibido alguna mala noticia. Yo no podía hablar, estaba esperando que el teléfono volviera a sonar. Escuché a Hamo decirle a los demás: «Es su hermano. Servía en el Ejército Popular cuando empezó la guerra…». Yo me sequé las lágrimas y expliqué que había escapado y que iba a intentar llegar a Macedonia.

«Es mejor que se mantenga alejado de aquí», apuntó alguien.

«Lo sé, pero estoy preocupada».

Para intentar animarme, Hamo dijo con una sonrisa: «¡Mesha me debe una por esto! Llevo más de treinta años viviendo en esa colina y nunca antes había subido esas escaleras. Pensaba que se me iba a salir el corazón por la boca». Después puso los brazos sobre mis hombros y, mirándome directamente a los ojos, dijo: «No te preocupes por tu hermano. Es un chico listo». 

 

En Zagreb

Hana

Había partes de Croacia que estaban sumidas en el conflicto, pero la capital, Zagreb, y la mayor parte de la zona central estaban a salvo. Omer, su mujer y sus dos hijos vivían en un modesto piso de dos habitaciones en una urbanización cercana al aeropuerto, a las afueras de la ciudad. Se oían aviones zumbando de fondo y yo me paraba a verlos, pensando que algunos de ellos llevaban ayuda humanitaria a Sarajevo. Habían pasado dos semanas desde que Nadia y yo nos habíamos ido de casa. Pensábamos que a estas alturas ya podríamos haber vuelto, pero los ataques serbios se habían intensificado y cada día llegaban más refugiados bosnios a Croacia. Pese a que la mujer de Omer nos decía que nos sintiéramos como en casa, seguía siendo un poco raro vivir con gente a la que apenas conocíamos. Yo no tocaba nada sin preguntar antes, aunque solo fuera para echar un vistazo a algún libro de alguna estantería. La mayoría de los días nos quedábamos en el piso y veíamos las noticias de Sarajevo en la televisión. «¿Cuánto tiempo crees que nos quedaremos aquí?», le pregunté a Nadia una de esas tardes.

«No lo sé. La guerra está empeorando cada vez más. Quizá falten todavía dos o tres semanas… -dijo ella mientras bajaba el volumen de la televisión-. A ver qué dice mamá cuando venga». Mamá nos había llamado desde Viena. Ella y Lela estaban alojadas en un centro organizado para refugiados bosnios y no les quedaba dinero. Su situación no era nada halagüeña. Mamá estaba desesperada por encontrar un sitio en el que Lela pudiera quedarse y ella pudiera venir y quedarse con nosotras, pero no sabía cuándo podría ser eso.

Cuando nos fuimos de casa, Nadia y yo solo cogimos unos vaqueros y un par de camisetas, así que la hija adolescente de Omer, Maya, nos dio parte de la ropa que le había quedado pequeña. También compartió su minúscula habitación con las dos, y Omer consiguió colocar un colchón hinchable en el suelo para que durmiéramos Nadia y yo. Por la noche solíamos quedarnos despiertas hablando en voz baja, y nos preguntábamos por el destino de nuestra familia y el de Sarajevo. Nos habíamos ido de casa sin ninguna foto, así que intentaba imaginármelos a todos con la mente. Aunque todos los días intentábamos localizarles por teléfono, no lográbamos contactar con ellos e incluso ignorábamos si seguían o no con vida; y lo mismo ocurría con el resto de nuestra familia, que, por lo que sabíamos, seguía en Bosnia. Les echaba de menos a todos.

Una tarde, mientras Maya y yo estábamos charlando, le di las gracias por compartir con nosotras su habitación. «En absoluto, no te preocupes», dijo ella. Nos sentamos y nos pusimos a mirar los posters que tenía en las paredes de su habitación, que eran como una docena: Freddie Mercury, AC/DC, Guns N’ Roses y otros tantos cantantes internacionales. «¿Te gusta alguno de estos grupos?», me preguntó.

«Me gusta Oliver -dije yo, mirando una imagen que tenía del cantante croata-. Es muy famoso en Sarajevo».

«¿En serio? ¡También es mi favorito!», dijo ella, poniendo una de sus cintas en su radiocasete rosa. Cantó en alto y, aunque yo también me sabía las letras, me dio mucha vergüenza acompañarla. Cuando terminó la canción, rebobinó la cinta y volvió a cantarla, esta vez a un volumen mucho más alto.

«Eres muy graciosa», le dije riéndome. Con Omer y su mujer no me encontraba tan relajada, y tampoco con su hijo de diez años, Vedad. Casi siempre cenábamos juntos, pero, como yo no quería entrometerme en su vida, no hablaba mucho. Ellos nunca hicieron ningún comentario acerca de nuestra estancia en su casa, pero yo me sentía incómoda. La situación económica de Croacia era complicada por culpa de la guerra y sabía que, al fin y al cabo, Nadia y yo éramos dos bocas más que alimentar. También sabía que al hermano de Maya le encantaba la comida y siempre era el primero en terminar, así que una noche, cuando estábamos cenando carne y patatas asadas y le vi echando un vistazo a los platos de los demás, suspiré profundamente y dije: «Ay, estoy llenísima, ¿a alguien le importa terminarse mi plato?». Su cara regordeta se iluminaba a la vez que se echaba la comida en su plato. Todos nos echamos a reír. Yo me alegraba de poder contribuir con algo, aunque en realidad aquello que estaba dando no fuera estrictamente mío.

Como ponía un especial cuidado en no molestar, una tarde me horrorizó comprobar que, cuando la mujer de Omer volvió de trabajar, no había agua caliente. Sin querer, había apagado la bombona de agua caliente después de ducharme. Me sentí completamente estúpida y me pasé toda la noche preocupada por que nos dijeran que teníamos que irnos de allí.

Por las mañanas, Omer y su mujer se iban a trabajar y Maya y su hermano iban al colegio. Yo estaba enfadada y hundida por que la guerra me hubiera impedido seguir yendo al colegio, pero seguía creyendo que regresaríamos pronto a Sarajevo y la vida volvería a la normalidad. La mayoría de las veces, después de ordenar el piso, Nadia y yo estábamos pendientes de los telediarios. Era difícil contener las lágrimas cuando daban noticias sobre Sarajevo. Había mucha gente herida o asesinada, y muchísimos hogares destruidos. Esperaba que mi familia estuviera a salvo y que ninguna de esas bombas hubiera caído cerca de casa. Los echaba de menos, pero, como no quería dar pena a Omer y a su mujer ni que pensaran que éramos unas desagradecidas, siempre me lavaba la cara con agua fría antes de que llegaran a casa, para que no se notara que había estado llorando.

A mediados de junio, el primer día de sus vacaciones de verano, Maya y su hermano entraron corriendo por la puerta y tiraron las mochilas al suelo, casi incapaces de contener la emoción. Era un día de mucho calor y desde la ventana de la cocina se veía a unos cuantos niños jugando. Maya estaba a punto de salir cuando por fin reuní el valor suficiente para preguntarle si podía ir con ella. «Claro que puedes. No te lo he preguntado antes porque pensaba que no querías…», contestó mientras se recogía el pelo en una coleta. Nos pusimos los zapatos y salimos corriendo afuera. Sus amigos estaban jugando con una pelota pero, según nos acercábamos, pararon y nos miraron. Una niña de pantalones cortos azules se cruzó de brazos y dijo: «Maya, ¿quién es ésta?».

«La refugiada de Bosnia de la que os he estado hablando. ¿Puede jugar con nosotros?». Nadie respondió. Yo estaba allí de pie con la camiseta rosa y los pantalones cortos que me había dado Maya, sintiéndome igual que si hubiera tenido un ojo de más o cuatro piernas. Por fin, la niña que tenía la pelota en las manos me preguntó mi nombre.

«Soy Hana, ¿y tú?»

«Yo soy Petra», dijo ella, lanzándome la pelota. La cogí y se la tiré a un niño que había de pelo rubio.

«Buen pase», dijo Maya, y empezamos a jugar. Más tarde nos sentamos en el borde de la acera junto al edificio de Maya. Petra me preguntó si la guerra era igual en la vida real que en la tele.

«Da más miedo -respondí-. Me acuerdo de las primeras sirenas que sonaron cuando dos aviones del Ejército Popular Yugoslavo sobrevolaron la ciudad muy de cerca. Mis amigos y yo pensamos que era tan emocionante ver aviones que salimos a la calle gritando: «Top Gun, Tom Cruise». Pero al día siguiente los serbios empezaron a bombardear la parte antigua de la ciudad y vimos desde lejos cómo ardía la Biblioteca Nacional. Los serbios bombardearon casas, museos, iglesias y mezquitas, incluso hospitales. También mataron a un vecino nuestro. Lo peor era por la noche, cuando teníamos que sentarnos en la oscuridad del refugio esperando que los proyectiles no cayeran muy cerca de nosotros».

«En octubre hubo sirenas en Zagreb, cuando los aviones del Ejército Popular bombardearon el edificio principal del gobierno -dijo Petra-. Intentaban matar a nuestro presidente, pero ésa ha sido la única vez que han atacado Zagreb».

«Ya lo sé, vimos en las noticias cómo los serbios atacaban Vukovar y Osijek, pero nunca imaginamos que pudiera ocurrir en Bosnia», dije yo.

«Si los serbios quieren vivir todos juntos, ¿por qué no se van todos a Serbia?», comentó Maya, y todos nos mostramos de acuerdo. Al atardecer iluminaron las farolas y la madre de Maya nos llamó desde la terraza para que entráramos a cenar.

«Mañana puedes contarnos más cosas», dijo Petra mientras me ponía en pie. «Claro», dije yo, y corrí detrás de Maya camino a su casa.

Dos días más tarde, mamá entró por la puerta del piso de Omer con una bolsa de viaje azul en la mano. Gritamos mientras corríamos hacia ella. «¡Por fin! ¡Qué contenta estoy de volver a verte!», dijo Nadia llorando. Mamá nos abrazó y yo me eché a llorar. La piel de sus manos parecía menos suave que antes y tenía el pelo más largo y más gris, pero ahora que volvía a estar con nosotras, todas mis preocupaciones se desvanecieron.

«Tienes unas hijas adorables», dijeron Omer y su mujer. Mamá les agradeció que cuidaran de nosotras y les dijo lo perdida y perpleja que se había sentido en medio del caos y la confusión de la guerra.

«Esperemos que no dure mucho», dijo Omer mientras guiaba a mamá a la cocina. Nadia y yo nos sentamos a su lado y le contamos todo lo que nos había ocurrido desde que habíamos tenido que salir de casa. Mamá escuchó y después, mientras se echaba un terrón de azúcar en el café, nos contó todo por lo que habían pasado Lela y ella. Fueron incapaces de volver a Sarajevo con la ayuda que le habían enviado a recoger, y no tuvieron más elección que quedarse en Viena, donde ayudaba en el centro de refugiados en el que se alojaban. Como no sabíamos cuánto tiempo nos llevaría volver a casa, mamá había conseguido dejar a Lela en Viena con un amigo de la familia. Nos daba pena que no estuviera allí con nosotras.

Aquella noche mamá insistió en preparar ella la cena, e hizo nuestro plato favorito, krompirusha, hecho con masa filo y patatas. Después se quedó hasta bien entrada la noche con Omer y su mujer, hablando de política y de la guerra. «Te vi en la televisión el año pasado, cuando tú y las otras madres pedíais que dejaran a vuestros hijos abandonar el ejército -dijo Omer-. ¿Conseguísteis algo?».

«Nada. Éramos cinco mil y veníamos de todas partes de Yugoslavia, y ninguna sabíamos qué pasaba con nuestros hijos. A cientos de nosotras nos tuvieron encerradas en el cuartel general durante veintisiete horas, amenazándonos con que nuestros hijos pagarían las consecuencias si seguíamos protestando. Había algunos periodistas con nosotras, pero les echaron. Al segundo día, un soldado del Ejército Popular que simpatizaba con nosotras entró y nos advirtió de que había oído a dos generales planeando simular una revuelta que justificara abrir fuego contra nosotros. Cuando oímos aquello nos fuimos por voluntad propia. Ahora temo por Mesha. Ni siquiera puedo contactar con él en los barracones de Montenegro. Quién sabe dónde estará… - A mamá le empezó a temblar la voz y se puso a llorar-. Y solo Dios sabe cómo estará el resto en Sarajevo…», dijo, frunciendo el ceño y agachando la cabeza.

Ya era tarde cuando nos fuimos todos a la cama. Maya se quedó a dormir en el salón para que mamá pudiera dormir en la misma habitación que nosotras. Por la mañana, cuando Omer y su mujer se iban a trabajar, mamá volvió a darles las gracias y les dijo que encontraríamos otro alojamiento tan pronto como fuera posible. Intentamos volver a llamar por teléfono a Sarajevo, pero esta vez tampoco hubo suerte, así que acudimos a uno de los puestos de la Cruz Roja de la ciudad, donde nos dijeron que podríamos enviar un mensaje. Aunque nos advirtieron de que cabía la posibilidad de que no llegara a su destinatario, rellenamos uno de los formularios y escribimos un mensaje a casa, y en el camino de vuelta compramos a mamá un periódico para que mirara las ofertas de empleo. No teníamos dinero y lo necesitábamos desesperadamente. Había un anuncio para tareas domésticas al que en circunstancias normales mamá nunca habría mirado, pero por el que se interesó al ver que incluía alojamiento. Llamó al número de teléfono y concertó una cita para el día siguiente. La entrevista era en el centro de la ciudad, que estaba a cuarenta minutos en autobús, y Nadia y yo la acompañamos. Desde la estación de autobús subimos por una de las calles principales intentando localizar la dirección.

«Zagreb es muy llano -dije yo-. Echo mucho de menos las montañas».

«Yo también», dijo Nadia.

«El centro de Zagreb se parece a Viena -dijo mamá-. Eso es porque los austrohúngaros gobernaron también aquí».

«Sí, estos edificios me recuerdan a los que construyeron en el centro de Sarajevo, pero no creo que Zagreb tenga el mismo encanto que Bascarsija», añadí yo acordándome de la parte antigua de Sarajevo, con sus antiguas mezquitas y sus calles estrechas adoquinadas abarrotadas de tiendecitas de artesanía. Echaba de menos el olor a carne a la parrilla y al café tostado que salía de las cafeterías y los restaurantes.

«Bueno, eso es porque Sarajevo estaba gobernado por los turcos y Zagreb nunca lo ha estado», nos explicó mamá mientras subíamos al edificio. Me encantaba volver a tener a mamá con nosotras, sabía un montón de cosas.

Cuando llegamos, llamamos al timbre de una espléndida casa con grandes ventanas arqueadas y nos abrió la puerta una mujer vestida impecablemente y con el pelo recogido en un moño, que nos llevó a un gran jardín en la parte de atrás de la casa. Nunca había visto un jardín de ese tamaño en pleno centro de la ciudad. Nos sentamos a la mesa que había colocada sobre el césped, delicadamente cortado, y mamá y la mujer empezaron a hablar. Ella le explicó que era la esposa de un ministro, y mamá le contó que nunca había trabajado en ninguna casa, pero que le encantaba cocinar. Yo interrumpí la conversación y dije que la comida de mamá estaba deliciosa. Se me hacía raro estar escuchando a mi madre solicitar un trabajo de limpiadora. La mujer parecía estar impresionada con ella y, al poco tiempo, ella y mamá ya estaban hablando de la situación actual. Se entendieron bien, pero resultó que no podía contratar a una refugiada porque podría haber problemas por nuestra condición. Cuando nos fuimos me sentí mejor: aunque mamá no hubiera conseguido el trabajo, al menos estábamos haciendo algo para salir adelante. Mamá dijo que volvería a intentarlo en otro sitio pero que, si no lo conseguía, contactaría con la parte croata de la organización humanitaria para la que había estado trabajando y esperaba que, a través de ellos, pudiéramos conseguir un lugar en el que quedarnos.

Al cabo de unos días, mamá empezó a hacer de voluntaria en el centro de las «Madres por la paz». Al principio solo trabajaba un par de horas al día, pero luego fue quedándose cada vez más tiempo y a veces pasaba allí incluso el día entero. A cambio de su trabajo recibía ropa y comida, y se alegraba de poder llevar algo al piso donde estábamos. Nadia y yo solo la veíamos por las noches o si íbamos a alguno de sus mítines. No queríamos pasar todo el tiempo en el piso, porque con nosotras éramos muchos y, últimamente, Maya y su hermano habían empezado a pelearse incluso delante de nosotras.

En los mítines de mamá, Nadia y yo permanecíamos sentadas al fondo. Las salas siempre estaban atiborradas de gente, con cientos de refugiados pidiendo ayuda. No parecía haber nadie al cargo de estos mítines, y me daba la sensación de que estaban muy desorganizados. Sin embargo, al final la gente se nos acercaba para decirnos lo mucho que les había ayudado mamá a ellos y a sus familias.

Una tarde en que hacía mucho calor, mamá nos llevó al hospital de mujeres que había en la ciudad. Una de las enfermeras nos llevó al jardín y nos mostró a una chica joven sentada en un banco a la sombra de un gran árbol. Tenía el pelo largo y suelto y la piel tan pálida como el camisón que llevaba puesto. Nos presentamos y mamá se sentó a su lado. Nadia y yo nos sentamos en el césped y escuchamos mientras hablaban. La chica, que tenía las manos juntas y la cabeza agachada, le dijo a mamá que tenía dieciséis años y venía de un pueblo pequeño de Bosnia. Hablaba en voz muy baja y apenas podíamos oír lo que decía, así que nos acercamos más al banco.

«Los chetniks entraron en el pueblo -dijo con una voz apenas perceptible- y dos hombres me violaron delante del resto de las chicas. Luego llegaron más chetniks y se turnaron para hacer lo mismo con las demás». Me estremecí; la palabra «violación» me daba náuseas. Nadia y yo nos miramos abochornadas. La chica se encogió de hombros y después hizo una pausa. Mamá la rodeó con sus brazos y ella respiró hondo. «Después -prosiguió- se mofaron de nosotras diciendo que estaban esparciendo la semilla serbia». Su historia me parecía repugnante. La chica me daba mucha pena, pero permanecí en silencio y nos quedamos un rato con ella. Estaba embarazada y necesitaba ayuda, así que mamá prometió intentar encontrarle un sitio para vivir. Me sentía afortunada sabiendo que a Nadia y a mí no nos había ocurrido nada cuando habíamos estado solas. En el camino de vuelta no pudimos dejar de hablar de ella.

Pasaron dos semanas. Sabíamos que éramos demasiados en el piso de Omer, así que mamá intentó buscar alojamiento en Zagreb, aunque, sin dinero, la única opción que teníamos era ir a uno de los centros temporales que ya estaban atiborrados de refugiados. Omer sugirió que nos quedáramos hasta que encontráramos algo mejor. Una noche, ya tarde, mientras Nadia y yo estábamos tumbadas en la cama, me volví hacia ella y le pregunté: «¿Por qué mamá está haciendo todo ese trabajo para otra gente? ¿Qué hay de nosotras? ¿Quién nos va a ayudar a nosotras?».

«No tengo ni idea -respondió ella elevando las cejas-. No quiere volver a casa; supongo que se siente útil haciendo algo. Hay mucha gente que necesita ayuda».

«Lo sé -dije yo apartando las mantas con el pie-, pero aquí no estamos en casa precisamente. ¡A ella no le están pagando, y yo me pregunto cuánto tiempo más va a aguantarnos aquí esta gente! Quiero que se acabe pronto esta estúpida guerra y podamos volver a casa». Nos quedamos allí charlando hasta que oímos la puerta principal. Mamá había vuelto y tenía buenas noticias: había conseguido que fuéramos a Primosten, un pueblo pequeño y seguro situado en la costa. «¿Por qué Primosten?», pregunté yo.

«Hana, créeme, es el único sitio que he encontrado -respondió mamá-. ¿Os acordáis de Marco, el amigo que tenía Mesha en el Ejército Popular? Está viviendo allí con su familia en un albergue para refugiados», dijo. El año anterior, mientras servía con Mesha en el Ejército Popular, atacaron Vukovar, al este de Croacia, que era el pueblo de Marko. Había perdido todo el contacto con su familia y no sabía si estaban vivos o no. Pasó semanas desesperado y solía llamarnos en medio de la noche amenazando con volar su barracón y a sí mismo. Mamá pasó días enteros al teléfono hablando con la Cruz Roja croata hasta que por fin averiguó que, aunque habían sacado a su familia de Vukovar, seguían vivos y a salvo. Marko había escapado del Ejército Popular en enero, y se quedó con nosotros en Sarajevo unos cuantos días hasta que mamá consiguió organizar su regreso a Croacia. Antes de irse dijo que nunca olvidaría la amabilidad de nuestra familia.

«Ha conseguido una habitación para vosotras dos», explico mamá.

«¿Qué quieres decir con “nosotras dos”? ¿Tú no vienes?», pregunté. Mamá dijo que se sentía más útil ayudando con el voluntariado, así que había decidido quedarse en Zagreb con una de las mujeres de la agencia humanitaria. El corazón me dio un vuelco; el hecho de pensar en irnos solas a un sitio nuevo me daba miedo. Aunque entendía por qué mamá se sentía más útil allí, me daba rabia el hecho de tener que volver a irnos por nuestra cuenta. Salí de la habitación con lágrimas en los ojos. Me invadió la ira hacia la guerra y los chetniks. ¿Por qué habían tenido que empezar una guerra y obligarnos a dejar nuestra casa? Volvió a ahogarme la misma sensación de impotencia que había tenido al dejar Sarajevo, y de nuevo volví a sentirme completamente sola. 

Los Tíos

Atka

El pequeño y retorcido ciruelo que había en el jardincito de debajo de nuestra casa nunca había dado tanto fruto, y sus ramas nudosas estaban vencidas por el peso. Era alentador ver que al menos había algo que florecía en aquellas circunstancias. Los niños y yo recogimos las ciruelas que estaban maduras e hicimos un primer lote de mermelada. Era algo delicioso y emocionante que poder añadir a nuestra sosa y repetitiva dieta de arroz y harina. Estos pocos tarros que guardamos cuidadosamente en el armario eran el único progreso que podíamos hacer. Por otra parte, el abastecimiento de madera era ya casi inexistente, así que arrancamos la puerta de uno de los dormitorios y la cortamos para hacer leña.

Se cumplían ya cuatro meses del asedio a la ciudad, y cada día parecía un año entero. Subir la colina cargados con los bidones nos llevaba la mayor parte del día, ya que ahora la única fuente de agua provenía de la fábrica de cerveza que había en la parte antigua de la ciudad, que estaba a bastante distancia de nuestra casa. Había contenedores grandes alineados en las calles para ofrecer alguna protección contra el fuego de los francotiradores. También había perros abandonados por la ciudad, rebuscando entre los escombros y los montones de basura sin recoger. El cementerio principal de la ciudad estaba demasiado expuesto, y era muy peligroso organizar allí algún entierro, así que los parques de la ciudad y los campos de fútbol que antes albergaban a una multitud de gente alegre empezaron a llenarse ahora de tumbas recién excavadas. El cristal de las ventanas estaba destrozado y los edificios estaban llenos de agujeros de bala. Algunos edificios estaban parcialmente destruidos a causa de los bombardeos constantes y el fuego de mortero y las caras de la gente mostraban cansancio y preocupación.

Sin embargo, después de meses escondiéndose, la gente había empezado a atreverse a salir. Acabar muerto o herido era cuestión del destino, y la panadería principal y el periódico local seguían funcionando, desafiando así a la guerra. Las Naciones Unidas habían tomado el control sobre el aeropuerto de la ciudad y permitían a sus aviones que transportaran ayuda alimentaria a la ciudad, aunque los vuelos tuvieron que ser suspendidos debido a los intensos bombardeos. Recibíamos raciones insignificantes de harina, aceite, queso y pescado enlatado, pero el mercado negro estaba floreciendo y los precios de la comida eran astronómicos; la escasa verdura y la comida enlatada que estaban disponibles costaban ahora veinte veces más que antes de la guerra. Para nosotros, estos precios eran sencillamente inalcanzables. Yo había oído que la mayor parte de esta comida había sido robada de los paquetes de ayuda preparados para los sarajeveses, y despreciaba a los que se lucraban en el mercado negro haciendo dinero de nuestra miseria. Además, todos los edificios de los bancos habían cerrado y estaban abandonados, y los ahorros de todos habían desaparecido. Y mi padre, como la mayoría de la gente, ya no tenía trabajo, así que no percibíamos ningún sueldo.

Los periodistas extranjeros parecían ser los únicos con permiso para entrar y salir de Sarajevo en vuelos de las Naciones Unidas, y se habían convertido en nuestro único medio de comunicación con el mundo exterior. A mediados de julio recibimos las primeras buenas noticias en mucho tiempo, cuando un periodista francés nos entregó un mensaje de mamá escrito en un trocito de papel. Le pregunté en inglés dónde y cuándo había visto a mi madre, pero se encogió de hombros y me enseñó un montón de cartas que llevaba en una pequeña bolsa de plástico: «Me crucé con cientos de refugiados cuando estuve en Zagreb el otro día. Muchos me pidieron que trajera mensajes a sus familias… Lo siento, pero no recuerdo quién era tu madre», explicó. Le dimos las gracias antes de que se marchara. Mamá decía que Lela seguía en Viena, y que Hana y Nadia estaban con ella en Zagreb, aunque pronto se irían a un centro de refugiados en Primosten. En el papel estaban escritas las direcciones de todos.

Mamá decía también que estaba trabajando mucho en labores humanitarias, ayudando a ubicar a refugiados de Bosnia en Inglaterra y Austria. Decía que nos quería y que pensaba en nosotros todo el tiempo. El mensaje era breve y no dejaba claro cómo estaban logrando salir adelante fuera de casa. Tras casi dos meses de preocupación, por fin sabíamos dónde estaban y que se encontraban a salvo. Siempre que pensaba en esa carta sentía una sensación de alivio, y ni siquiera los fuertes bombardeos, que comenzaban a primera hora del día, lograban estropeármelo.

Durante los días siguientes les enviamos varias cartas, unas a través de la Cruz Roja y otras mediante periodistas extranjeros. En señal de afecto, los niños dibujaban sus manos en las cartas que enviábamos, y papá y yo esperábamos que, al menos, una de ellas llegara a su destino.

La última semana de julio se llevó la primera víctima de nuestra familia. Un francotirador disparó a nuestro tío Nako, uno de los hermanos pequeños de papá. Estábamos desechos. Nako vivía en Dobrinja, un barrio a las afueras de la ciudad, justo en una de las líneas del frente. Este barrio estaba comunicado con la ciudad a través de un tramo corto de carretera que siempre estaba bajo el fuego. El barrio mismo de Dobrinja sufría un asedio tras otro, y para nosotros era demasiado peligroso ir hasta allí a consolar a su mujer y a sus dos hijos, por no hablar de ir al funeral.

Un día caluroso, casi una semana después de que mataran a mi tío, tuve que quedarme acurrucada en el sofá con un dolor insoportable en la parte derecha de la espalda, abajo, y apretaba los dientes muerta de dolor. Los niños me miraban, confundidos y preocupados. Yo quería sonreír para asegurarles que me encontraba bien, pero la expresión de dolor en mi cara no hacía más que asustarles. La abuela miraba impaciente por la ventana: «Ahí viene», dijo, y fue a abrir la puerta de casa.

Mi amiga Sabrina, que vivía a dos puertas de nuestra casa, llegó con una bolsa colgada del hombro. Era guapa y tenía una cara alegre, y trabajaba de enfermera en uno de los centros de ambulancias improvisadas que se había organizado en la escuela local.

Parecía preocupada cuando me vio, y me preguntó dónde me dolía. Yo se lo indiqué y ella me dio un pinchazo agudo que me provocó un dolor tan intenso que creí que me iba a desmayar. «Debe ser el riñón -dijo ella, abriendo su bolsa y acercándome un par de pastillas-. Lo único que puedo hacer es darte unos analgésicos fuertes mientras me queden». Selma se levantó y me trajo un vasito de agua, y me tomé las pastillas inmediatamente. «Se trata de una piedra en el riñón o de una infección -dijo Sabrina-, pero es difícil saberlo sin una ecografía». Nos miramos sabiendo que no iban a mirarme el riñón; los hospitales estaban abarrotados de heridos y moribundos, y muchas veces no tenían ni siquiera agua o electricidad. «Voy a dejarte algunas pastillas; el dolor no debería tardar en irse. Te pondrás mejor», dijo acariciándome el hombro. Después miró a la abuela y le preguntó si podíamos tomar un café. La abuela sonrió y respondió disculpándose: «Mi niña, te haría uno si tuviera, pero hace mucho que no lo huelo ni lo tomo». Sabrina sacó un puñado de granos de café envuelto en un pañuelo y se lo dio a la abuela sonriendo: «No le estoy preguntando si tiene, sino si le apetece». La abuela le devolvió la sonrisa y cogió el café. Después encendió un fuego en la estufa.

«¿Tu abuela usa puertas para hacer leña? -preguntó Sabrina-. He oído que los zapatos de piel y los vaqueros también arden bien».

«Sí, ya lo sé. Ya hemos quemado uno o dos», respondí.

El agua tardó un poco en calentarse en la estufa, y, para cuando el café estaba listo, el dolor que tenía en la espalda se me había pasado lo suficiente como para poder sentarme un poco. El fuerte aroma a café oscuro que flotaba a nuestro alrededor nos levantó el ánimo. Sentada a mi lado, la abuela servía el café con cuidado en unas tacitas, disculpándose por no tener azúcar. Sabrina me ofreció un cigarrillo, y nos pusimos a fumar mientras nos tomábamos el café caliente.

«He escuchado lo de tu tío Nako; lo siento mucho. ¿Cómo fue?», preguntó Sabrina.

Respiré hondo y dije: «Le disparó un francotirador mientras estaba cruzando la calle. Su mujer y sus dos hijos vieron todo desde la ventana de su casa». La voz se me quebró y empecé a llorar.

«Oh, qué tragedia… Pobres niños. ¿Fuiste al funeral?»

«No. Viven en Dobrinja…»

«Pobre abuela tuya. Entonces, ¿cómo te enteraste de que le habían matado?»

«Estaba traduciendo en Studio 99. El hermano más pequeño de mi padre, Zoran, consiguió contactar conmigo y me dijo lo que había pasado. Yo tuve que contárselo a papá cuando llegué a casa. Fue terrible -paré un momento mientras recordaba la mirada de horror en su cara-. Lo único que hacía era mirarme con incredulidad y, cuando fui a abrazarle, se dio la vuelta. Al día siguiente fui a decírselo a Mayka».

«No tienes por qué hablar de ello si no quieres», dijo Sabrina, agachando la cabeza.

«Lo cierto es que me siento mejor hablando de ello con alguien -me soné la nariz y me restregué los ojos-. Zoran y la tía Azra estaban en casa de Mayka cuando llegamos papá y yo. Ella estaba a su lado. Azra intentó tranquilizarla mientras el resto de nosotros permanecimos allí sentados buena parte del día, aturdidos e impotentes. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?», pregunté mirando a Sabrina y encogiéndome de hombros.

«¿Qué tal lo lleva tu padre?»

«No estoy segura; apenas le vemos. Pasa mucho tiempo en casa de Mayka o trabajando con sus amigos. Se han puesto de acuerdo todos para escribir cartas que atraigan la ayuda de los líderes internacionales. Como algunos funcionarios creen que su trabajo podría merecer la pena, a papá le han eximido del deber de acudir al ejército. Cuando está en casa, pasa horas sentado escribiendo cartas. Incluso cree que Margaret Thatcher va a ayudar de alguna manera a Sarajevo, aunque ya no sea la primer ministro. Creo que está en estado de shock», respondí con pena.

«¿Y quién no? Es difícil mantenerse cuerdo -dijo ella-. Por eso algunos de esta calle nos reunimos por la noche en el refugio del colegio para cantar y tocar la guitarra…».

«Lo sé… Cualquier cosa es buena para quitarse esto de la cabeza. Yo voy al estudio siempre que puedo -dije señalando el pase de prensa de Studio 99 que acababan de darme-. También he estado leyendo e intentando estudiar para los exámenes de la universidad».

«¿Cómo? ¿Exámenes en mitad de la guerra?», preguntó sorprendida.

«Sí, ¡quién lo diría! Una de mis amigas y yo fuimos a la universidad el otro día para enterarnos de qué pasaba, y vimos que algunos profesores seguían allí. Nos dijeron que podíamos ir y hacer algunos de los exámenes finales cuando pudiéramos».

Sabrina se echó a reír: «No hay manera de librarse. Me sorprende que haya gente allí».

«En realidad, la universidad no sigue en marcha. El edificio está lleno de cientos de refugiados de los pueblos. Tienen que cocinar fuera con estufas y tienen que compartir las pocas instalaciones que hay disponibles. Sin nada de agua, te puedes imaginar el olor…».

«…Al menos nosotros seguimos en nuestras casas».

Apagué mi cigarrillo y me arrastré hasta el sofá. Se me había pasado el dolor y tenía sueño. Bostecé y en seguida me dormí. Pocos días después se puso a llover, así que recogimos del canalón el agua de la lluvia y la pasamos por un colador. Aunque no era agua potable, nos servía para lavar los platos y la ropa. Para tapar las ventanas del salón, que estaban destrozadas, habíamos pegado unos envoltorios de plástico grueso a los marcos, en el que venían impresas las siglas de ACNUR. Sin embargo, la lluvia había pasado por los laterales de las cintas, así que coloqué toallas en los alféizares para que absorbieran el agua.

Mi dolor de riñón casi había desaparecido y me sentía mucho mejor, así que decidí utilizar el agua de lluvia y lavar algo de ropa. A veces, la ayuda humanitaria que nos daban incluía una pastilla de jabón que era como un ladrillo marrón grande con una textura parecida a la de la cera y que yo dividía en varias partes más pequeñas para racionarlo. Tenía un olor raro, pero era efectivo y lavaba bien la ropa.

Empapé la ropa en agua fría y empecé a lavarla. Como siempre, Janna y Selma vinieron a ayudarme. Les di a cada una un trozo de jabón y les enseñé cómo usarlo con moderación. Janna empezó a cantar en alto y Selma arrugó la frente en un gesto de concentración mientras lavaba uno de sus vestidos.

«Atka, ¿así está bien?», preguntó Selma levantando el vestido que estaba lavando.

«Está perfecto, Selma. Vamos a aclararlo y luego lo ponemos en el tendedero». Las dos eran muy pequeñas, pero siempre me ayudaban sin que yo se lo pidiera. También solían jugar con los pequeños y les leían cuentos, y nunca se quejaban de nada.

Pasamos la mayor parte del día lavando ropa y, más tarde, cuando terminó de llover, la pusimos a secar. Tanto la abuela como yo apreciábamos el esfuerzo de las niñas y estábamos orgullosas de ellas. Hicimos un poco de té y pasamos la tarde leyendo y estudiando. Fue un día tranquilo, con un silencio interrumpido solo por el ruido ocasional de los disparos.

Un par de días más tarde fui a ver a Mayka. Había pasado dos años viviendo con ella después de que mi abuelo muriera, y habíamos intimado mucho. Papá pasaba mucho tiempo con ella, y el resto de la familia pasaba por allí siempre que podía para ver qué tal estaba. La pérdida de su hijo Nako le había afectado mucho, y estaba muy delicada y muy triste.

Me alegró ver a Zoran en casa de Mayka. Era su hijo pequeño y mi tío favorito. Cuando yo era pequeña, Zoran aún era estudiante, y le recuerdo perfectamente tocando la guitarra y cantándonos canciones. En aquella época llevaba el pelo largo y para mí era como una estrella de pop. Me enseñaba sus canciones favoritas y me llevaba a hombros entre los rosales que tenía Mayka en el jardín. Más tarde, cuando ya era ingeniero eléctrico, su trabajo le llevó al extranjero a él y a su familia, y acababan de llegar de un destino en Irak justo antes de que empezara la guerra. Toda la familia apreciaba mucho a Zoran por su carácter pacífico y animado, y verle siempre era motivo de alegría. También me animaba con los estudios y, cuando le conté que acababa de aprobar tres exámenes, me felicitó.

Había traído algo de comida y un periódico para Mayka y, mientras ella echaba un vistazo al periódico, fuimos a ver qué tal estaba el huerto pequeño que había plantado Zoran en el jardín. «¿Qué tal está mi hermano mayor?», me preguntó mientras miraba las plantas que teníamos en frente. Papá y él se llevaban muy bien.

Yo miré para arriba y suspiré: «No lo sé. Se pasa el día escribiendo peticiones de ayuda. Quiere salvar a toda Bosnia».

«Ya sabes cómo es; quiere ayudar a todo el mundo. Ha hecho mucho por todos nosotros, pero ya sé a lo que te refieres. Es como un piloto, siempre con la cabeza en las nubes -dijo Zoran en voz baja. Entonces empezó a arrancar las malas hierbas de las cebollas y las patatas y yo me agaché para ayudarle-. Tiene mucha suerte de tener una hija como tú. No es fácil cuidar a niños pequeños, ni siquiera en los buenos tiempos», dijo mirándome a los ojos. Sus elogios me avergonzaban, así que cambié de tema: «¿Esta verdura ya está lista para comer?».

«Lo estará dentro de poco, en una semana aproximadamente. Cuando esté lista la compartiremos entre todos».

«No recuerdo la última vez que comimos patatas; a los niños les van a encantar». Se me hacía la boca agua hablando de comida. Terminamos de quitar las malas hierbas y recogimos algunas cerezas de un árbol que había en la esquina del jardín. Zoran cortó algunas rosas para llevárselas a su mujer. Volvimos dentro y nos repartimos la fruta entre todos.

Mayka había terminado de leer el periódico. De todas maneras no había mucho que leer; ahora los periódicos se reducían a unas cuantas páginas, la mayoría de ellas llenas de esquelas y noticias sobre el conflicto. Mayka dobló el periódico y miró a Zoran.

«¿Los bombardeos de Bagdad eran tan terribles como estos?», preguntó.

Zoran y yo nos miramos sorprendidos. Últimamente no habíamos oído a Mayka preguntar por nada, y pensé que su curiosidad era una buena señal. «No, mamá, no era nada parecido», respondió él.

«Solía preocuparme mucho por ti. Todos los días rezaba porque estuvieras bien y ahora míranos, estamos peor que en Irak», dijo sacudiendo la cabeza.

«Sí, es mucho peor», reiteró Zoran. Metió las cerezas cuidadosamente en bolsas de plástico y las puso en la mesa de la cocina. Mayka suspiró y se apretó las manos diciendo: «Yo he vivido la Segunda Guerra Mundial y no recuerdo que los bombardeos fueran tan intensos, ¿es que las personas no van a aprender nunca?».

«No creo que lleguemos a verlo», sonrió Zoran cínicamente y envolvió las rosas en papel de periódico.

Estuvimos un rato hablando y me alegré de ver a Mayka manteniendo una conversación sin romper a llorar a la mínima mención de su hijo muerto. Zoran se marchó antes que yo y le acompañé a la puerta. Me dio un beso y, mientras se iba, me dijo: «No te preocupes por tu padre. Tú sigue estudiando y haciendo lo que estás haciendo y todo saldrá bien». Me quedé otra hora con Mayka y le leí hasta que se quedó dormida.

Era domingo y Sabrina tenía el día libre, así que me pasé a verla. Su padre había sacado la batería del coche y se la había puesto a la radio del salón para poder escuchar las noticias. Me quedé helada cuando escuché el comunicado: «Hoy, justo antes del mediodía, las bombas enemigas han caído sobre una larga cola de gente que esperaba para coger el pan en la Plaza de la Solidaridad. Se estima que han muerto unas quince personas, y más de veinte están heridas». Zoran vivía cerca de esa plaza, y era probable que estuviera también en la cola. «Tengo que averiguar si mi tío está bien -le dije a Sabrina-. Voy corriendo a Studio 99 para llamarle».

«Puedes llamarle desde aquí -dijo ella-. De momento nuestra línea funciona, ¡aunque parezca mentira!».

Marqué el número y pregunté por mi tío. En el edificio de Zoran había más de cincuenta viviendas, pero en guerra todo el mundo tenía que compartir una única línea telefónica que estaba situada en la planta baja. Esperé impaciente hasta que por fin oí la voz de mi primo pequeño al otro lado del teléfono.

«Hola Haris, soy Atka, ¿estás bien? ¿Dónde están tus padres?».

Con voz débil y confusa respondió: «Mamá está llorando; no sabemos dónde está papá. Ha ido a comprar pan y todavía no ha vuelto». Yo estaba horrorizada pero le dije a Haris que no se preocupara y que luego volvería a llamarle. Ahora no había nada que hacer salvo esperar. Mientras me acompañaba a la puerta, Sabrina intentó animarme diciéndome que quizá me estaba preocupando innecesariamente, y me dijo que volviera más tarde para llamar otra vez.

Cuando volví a casa me sorprendió oír un ruido de borboteo que venía de los grifos. Siempre dejábamos un grifo abierto para saber si había vuelto el suministro de agua y, aunque ya habíamos oído más veces ese ruido, el agua nunca salía. Sin embargo, esta vez empezó a salir un hilo fino de agua marrón, como si fuera barro. No podía creerlo. Corrí a abrir todos los grifos y el agua empezó a salir a borbotones. Entonces nos apresuramos a coger todos los bidones, cubos, ollas, jarras y vasos que pudiéramos encontrar en toda la casa y, en cuanto el agua empezó a salir limpia, nos dispusimos a llenarlos todos. Al cabo de tantos meses, por fin teníamos agua corriente, y esperábamos que fuera una pequeña señal de que las cosas estaban mejorando. Aproveché esta oportunidad para dar un baño rápido a los niños y puse un montón de ropa sucia en remojo en una bañera. Nunca me había imaginado que tener agua corriente pudiera causar tanta emoción.

Al cabo de un rato la presión descendió y el agua dejó de salir, pero aun así estábamos encantados de haber podido recoger una cantidad suficiente de agua para unos cuantos días. El dolor persistente del riñón seguía dándome problemas, y fue todo un alivio saber que íbamos a poder tener un respiro en nuestras constantes idas y venidas para recoger agua.

Habíamos estado tan preocupados por el agua que me había olvidado de la noticia que habían dado hacía un rato. De repente, un golpe en la puerta hizo que todo volviera a mi cabeza. Tenía en frente a un hombre con el uniforme de bombero: era el cuñado de Zoran, Mesko. Nunca había venido a casa, así que me temí lo peor. «¿Está tu padre en casa?», preguntó. Yo asentí con la cabeza y le abrí bien la puerta para que pudiera pasar. Los niños estaban emocionados de ver en casa a un hombre de uniforme, y Tarik le preguntó si llevaba pistola. Él no respondió. Papá estaba sentado en la esquina del salón, escribiendo. Mesko se acercó a él y papá se levantó para saludarle. Mientras se daban la mano escuché a Mesko decir: «Lamento tener que decirte esto, pero… hoy han matado a nuestro querido Zoran». Sus palabras me sentaron como un puñetazo en el estómago. Papá empezó a gritar a Mesko sin creérselo, acusándole de mentiroso. Mesko nos miró y se fue de casa abruptamente. Papá fue hacia el sótano, cerrando de golpe la puerta tras él. Yo no me podía mover. Me temblaban las piernas y me dejé caer en una silla con la cabeza entre las manos.

«¿Qué ha pasado?», oí preguntar a la abuela. Tarik se lo contó. Las niñas estaban llorando, y yo sentí la mano de la abuela sobre mi hombro. Aturdida, pensé si sería así como podía sentirse alguien en el infierno. No podía creer que hubiera muerto y pensé en Mayka; Zoran era su hijo pequeño, y esta noticia iba a acabar con ella.

Fui abajo a ver qué tal estaba papá, y le vi mirando a la pared. Intenté hablar con él, pero no me respondía. Su silencio me asustó y no supe qué decir ni qué hacer. Me quedé allí de pie durante un rato esperando que emitiera algún sonido pero, cuando ya me daba la vuelta para volver a subir las escaleras, papá me dijo: «Mi querido Zokica… - llamaba a Zoran por su apodo-. Atka, no sé cómo decírselo a Mayka; la noticia va a hacerle realmente mucho daño. Vas a tener que hacerlo por mí».

Subí corriendo las escaleras y fui derecha a los brazos de la abuela. Los niños seguían llorando. Nos acurrucamos en el sofá y, de vez en cuando, uno de nosotros iba a ver qué tal estaba esa figura silenciosa que había en el piso de abajo. Sabrina se había enterado de la noticia y vino a ver qué tal estábamos y a traerle a papá algunos calmantes. Janna se aseguró de que los tomara.

Yo estaba tan rota, tan triste y tan preocupada que apenas pude dormir. A la mañana siguiente me vi la cara de pasada en el espejo; parecía mucho más mayor. Esperaba que papá estuviera mejor y le llevé un té recién hecho. Estaba dormido y no respondió cuando le llamé. Le zarandeé para que se despertara, pero me dijo que le dejara en paz. Alguien tenía que ir a casa de Mayka y darle la terrible noticia, pero no quería ser yo. La carga que tenía que soportar estaba ahogándome, y me preguntaba cómo podía dársele a alguien la noticia de que ha perdido a su segundo hijo en un mes. Tenía que reunir valor de algún modo y hacerlo.

Sabrina volvió a venir, me abrazó, y le pregunté si le importaría acompañarme a casa de Mayka. De camino, a las dos nos pareció que era buena idea darle a la abuela algo para calmarla antes de darle la noticia, teniendo en cuenta su delicado estado psicológico. De todas las veces que había ido a ver a Mayka, nunca la había visto de pie junto a la puerta del patio, pero ahí estaba esa vez. Antes de que nos viera, nos agachamos a escondernos en un jardín cercano para compartir un cigarrillo. Me temblaban las manos y me sentía fatal. Miré de nuevo a la puerta donde estaba Mayka pero ya no estaba allí. Me apoyé sobre el muro de hormigón y me puse a escuchar el sonido de los pájaros. «Si yo fuera un pájaro -pensé-, me iría volando». Cuando Sabrina dijo que ella también, me di cuenta de que lo había dicho en alto. Las dos suspiramos y nos dirigimos temerosas al patio de Mayka.

Llamé a una ventana grande de la cocina donde siempre se sentaba Mayka. Cuando me vio, la saludé con la mano y dimos la vuelta a la casa hasta llegar a la galería, donde nos recibió. «¿Cómo está mi niña?», dijo sonriendo, y abrió los brazos. Llevaba el pelo recogido y tenía ese aroma dulce y familiar a su colonia de limón. Incluso en esa época tan difícil, ella seguía intentando conservar su dignidad y su aspecto elegante. La abracé fuerte y pasamos a la casa. Cuando llevábamos un rato hablando, Sabrina se ofreció a tomarle la tensión a Mayka; fue fácil convencerla de que la tenía un poco alta y que necesitaba una inyección para estabilizarla. Mayka estaba encantada de poder recibir atención médica y de que le hicieran ese control que tenía que haberse hecho hacía tiempo. Sabrina le puso la inyección y después salió fuera.

Ahora que estaba yo sola, me senté en el sofá al lado de Mayka y le cogí de la mano. Pasaron unos minutos, pero yo no podía hablar. Ella se dio cuenta de que algo pasaba, y en ese momento abrió los ojos y vi el horror en su rostro. Cuando bajé los ojos, ella preguntó: «¿Quién es? ¿Es Zoran?». Me dio un escalofrío al oír su nombre y no fui capaz de responder. Le apreté la mano con fuerza. Ella emitió un sonido que parecía venir de lo más profundo de su ser y gritó el nombre de su hijo. Se tiró del pelo, gimiendo como un animal herido. La agarré del brazo y lloré con ella. Le besé las manos y le acaricié la cabeza y permanecimos agarradas la una a la otra durante un rato. Gracias a Dios, el sedante empezó a hacer efecto, sus gemidos comenzaron a apagarse y, al poco tiempo, se quedó profundamente dormida. Yo temía que mi querida Mayka no fuera a ser capaz de continuar mucho más tiempo en este mundo. Me quedé allí sentada mirándola y escuchándola respirar hasta que llegaron mi tía Azra y sus dos hijas, con la cara compungida. Juntas lloramos por ese hombre al que tanto queríamos, y al que enterraron al día siguiente en el antiguo cementerio Lion. Era un cementerio muy expuesto y era demasiado peligroso que fuéramos todos al funeral, así que papá fue solo y volvió desolado, después de que el funeral hubiera tenido que acortarse porque los francotiradores habían abierto fuego sobre los asistentes.

Había pasado más de una semana cuando, una tarde, papá llegó a casa con una postal que había enviado mamá desde Londres. La habían dejado en la recepción del hotel Holiday Inn, donde estaba alojada la mayor parte de la prensa internacional. Había un breve mensaje en la parte de atrás que decía que nos echaba de menos y que estaba pasando unos días en Londres con la organización humanitaria «Madres por la paz». Tarik preguntó dónde estaba Londres y le dije que era donde vivían el rey y la reina de Inglaterra. Él respondió que entonces quizá ellos vinieran a rescatarnos.

Papá se sentó a escribir más cartas para hacer llamamientos internacionales. Desde que murió Zoran, había entregado cientos de ellas a los periodistas extranjeros para que las enviaran. «Papá, ¿por qué escribes todas esas cartas? -le pregunté-. ¿De verdad piensas que alguien va a ayudarnos?».

«No -dijo, y mantuvo un largo silencio-. Pero quiero que el resto del mundo sepa que el espíritu de esta ciudad no está muerto». Papá siempre había tenido ideas utópicas. Veinte años antes, después de dimitir como director de una empresa del gobierno, empezó a escribir libros de texto de matemáticas y puso en marcha su propia editorial. Todo el mundo pensaba que estaba loco; montar un negocio privado en pleno régimen comunista era increíblemente difícil, y muy poca gente confiaba en que fuera a tener éxito, pero, a pesar del sistema, papá persistió y su negocio floreció. Todos los libros de texto que escribió, que eran muchos, demostraron ser muy útiles y se usaron en colegios y universidades de todo el país, y con los años vendió varios millones de copias.

Ahora suspiraba al verle tan absorto con sus cartas que parecía prestar muy poca atención a lo que sucedía en casa. Me di cuenta de que tendría que salir adelante sin contar con él.

Al día siguiente, papá nos pidió a varios de nosotros que fuéramos al museo de la Ciudad de Sarajevo, en la antigua parte turca de la ciudad. El comportamiento de papá estaba volviéndose cada vez más extraño. Quería hacernos fotos vestidos con el traje típico bosnio para poder añadirlos a la interminable lista de cartas que estaba enviando a líderes y familias reales de todo el mundo para pedir ayuda. Yo pensaba que estos llamamientos eran una completa pérdida de tiempo, pero accedía igualmente a sus deseos porque me daba mucha pena. Fue un día precioso y soleado, con solo unos disparos esporádicos. El museo era un gran edificio rectangular con una preciosa rosaleda en el centro. El encargado del museo nos dio una vuelta y nos dejó elegir los trajes que quisiéramos.

Una de mis amigas de la universidad llamada Mira estaba con nosotros, y descubrimos un cuartito donde conservaban la ropa del archiduque austro-húngaro Francisco Fernando y su esposa Sofía. Ambos habían sido asesinados por un joven serbio durante su visita a Sarajevo en 1914, un acontecimiento que suele considerarse uno de los desencadenantes de la Primera Guerra Mundial.

Miramos los vestidos asombrados, dudando de si serían auténticos o no, pero el uniforme de Fernando seguía manchado de sangre. Mira se puso un precioso vestido de encaje que había pertenecido a Sofía y que le quedaba estupendamente, y yo opté por un vestido tradicional y un sombrero grande, también de Sofía. Papá se puso el uniforme de Fernando y los demás encontraron diversos trajes nacionales. Por fin, todos fuimos al patio y posamos para la foto. Mi padre estaba ridículo con ese uniforme estrecho y corto de Fernando, y todos nos partimos de risa. Era extraño y surrealista, y parecíamos un grupo de lunáticos a quienes habían dado el día libre. De repente oímos ruidos de artillería en la distancia, seguido de fuertes explosiones. El bombardeo había vuelto a empezar y el silbido de las balas sobre nosotros, que ya nos era demasiado familiar, nos envió de vuelta corriendo al edificio. Mientras corríamos para ponernos a cubierto escuché a papá gritando «¡Corre, Fernando, corre! Los serbios quieren volver a asesinarte». Todos nos reímos y, por un momento, me acordé de cómo solía ser nuestra vida. 

Un hotel de refugiados en el mar

Hana

Nos dejaron justo a las afueras del hotel, un flamante edificio blanco ubicado en la colina y rodeado de pinos y cedros. Lo que más me sorprendió al bajar del autobús fue el ruido ensordecedor de las cigarras. Bajo el calor sofocante, el perfume a pinocha y a bellota era embriagador, y durante un momento recordé las largas vacaciones de verano que había pasado en el mar con mi familia.

«Vamos a buscar a Marko», dijo Nadia mientras cogía su mochila, en la que llevaba la ropa que Maya y sus amigas nos habían dado.

Fuimos andando hasta un recibidor frío donde Marko ya estaba esperándonos. Le reconocí por las pecas que tenía en la cara y por su pelo rojo y rizado. Al verle, Nadia empezó a llorar. «No seas tan cobarde», le dije en voz baja.

«Bienvenidas, chicas de Sarajevo», dijo él, caminando hacia nosotras con una sonrisa en la cara. Era estupendo ver un rostro familiar. Nos dio una palmadita en la espalda y, antes de darme cuenta, ya había cogido nuestras mochilas y estaba llevándolas al mostrador de recepción. Nadia y yo le seguimos. No le conocíamos bien, pero era el amigo de nuestro hermano y eso era suficiente para confiar en él.

Mientras se ocupaba del registro, Nadia y yo fuimos hasta un mirador cercano. Desde allí se veía el mar Adriático, y una pequeña playa de piedras que había debajo. Era relajante escuchar el sonido de las olas rompiendo en la orilla del mar. Mirando al agua le dije a Nadia: «Ojalá todos los demás estuvieran también aquí, ¿te imaginas a Tarik corriendo alrededor del hotel?».

Nadia me miró: «Y la abuela probablemente le perseguiría diciéndole que fuera más despacio». Nos reímos.

«Pienso en ellos constantemente -dije-. ¿Y tú?».

«A todas horas -respondió con esa mirada triste que le había visto muchas otras veces - ¿Sabes?...», estaba a punto de decir algo, pero se calló al oír pasos detrás. Nos giramos y vimos a Marko, cuyas pecas eran mucho más evidentes bajo la luz del sol. «Hoy voy a ser vuestro guía», dijo. Volvimos a entrar, y Nadia y yo hicimos muecas; sus palabras nos habían hecho gracia.

Nos llevó a una de las habitaciones de la planta baja, que compartía con su hermana y sus padres, ya mayores. La puerta de la terraza estaba abierta, y la habitación olía maravillosamente a limpio. Los padres de Marko nos dieron la bienvenida y nos trataron con la misma familiaridad con la que yo estaba acostumbrada a recibir a la familia y a los amigos. «Vuestro hermano era muy buen amigo de nuestro hijo -dijo su padre-.

Y, sin la ayuda de vuestra madre, solo Dios sabe si nos hubiera encontrado». Sus palabras me pusieron la piel de gallina. La madre de Marko asentía con la cabeza, con expresión seria.

Su habitación era humilde, con una cama doble en medio y dos individuales a cada lado. Había algunas fotos de familia enmarcadas en las mesillas, y una gran cruz colgada encima de la cama grande. Eran católicos, como la mayoría de la gente en Croacia. Parecía que habían pasado mucho tiempo en aquella habitación y habían intentado ambientarla como si fuera su casa.

Marko se volvió hacia nosotras y nos dijo: «Han cometido un error en recepción y no vais a poder tener vuestra propia habitación hasta pasado mañana, ¿creéis que podréis apañaros en aquella cama mientras tanto?», y miró a la cama individual que había junto a la terraza.

«Claro, sin problema», respondí yo rápidamente. Estaba encantada de tener un techo sobre nuestras cabezas y de estar entre gente a quien le importábamos.

Nos sentamos a hablar y la madre de Marko nos ofreció algunas galletas mientras su padre nos contaba cómo habían tenido que salir de su casa en Vukovar. Varios meses antes, los serbios habían invadido su ciudad y la habían arrasado, saqueando todo a su paso. Yo me acordaba de las noticias devastadoras que había visto en televisión el invierno anterior. Vukovar era la única ciudad del este de Croacia que había caído en manos de los serbios, y ya no había ningún croata viviendo allí. Era realmente triste oírles hablar de su huida forzosa de casa. Lo único que habían podido llevarse había sido unas cuantas fotos y una maleta con ropa.

Durante un breve instante se me pasó por la cabeza que Sarajevo también podría caer en manos de los serbios. Me estremecí; era la primera vez que se me pasaba eso por la cabeza. El simple hecho de imaginarlo era ya demasiado terrible.

«¿Y cómo terminasteis aquí?», preguntó Nadia.

«Bueno, la guerra ha acabado con el turismo y, con tantos hoteles vacíos en la costa, nuestro gobierno ha decidido albergar aquí a los refugiados. Los que veníamos de Vukovar éramos una prioridad por lo que había pasado allí. Y ahora aquí estamos».

El padre de Marko hizo una pausa de unos minutos y, mientras se limpiaba las gafas, agitó la cabeza y retomó la palabra: «Temo que la guerra de Bosnia pueda ser mucho peor de lo que hemos visto aquí en Croacia. Rezamos porque Dios ponga fin a todo esto». Siguió repitiendo lo mucho que lamentaba ver lo que estaba ocurriendo en Bosnia, y me sorprendió que, pese a sus propios problemas, que no eran pocos, seguía preocupado por los de los demás.

La madre de Marko trataba de sonreír, pero yo no dejaba de pensar en su aspecto triste. Supimos por ella que la comida del hotel provenía de fondos de ACNUR. Ella pensaba que ACNUR también debía haber donado algo de dinero para pagar a todo el personal que seguía trabajando como siempre, aunque no estaba completamente segura.

Marko se levantó de otra cama pequeña donde había estado sentado. «¡Todo esto es demasiado serio para una tarde de sol como ésta! Chicas, ¿qué tal si colocáis las maletas y os enseño el resto del hotel?».

«Buena idea», dijo su madre.

Yo fui al cuarto de baño y me puse unos pantalones cortos y una camiseta. Cuando regresé, el padre de Marko estaba tumbado en la cama, dormido. Nos fuimos en silencio. El hotel era pequeño y estaba bien cuidado. El sol entraba por los grandes ventanales que había en cada extremo del recibidor. Mientras dábamos una vuelta por allí, Marko nos habló de nuestro hermano Mesha y de lo difícil que había sido para ambos estar en el Ejército Popular Yugoslavo una vez tomaron el control los serbios. Nos contó que Mesha había tenido la buena suerte de que le destinaran al laboratorio fotográfico del ejército y de que a ninguno de ellos les habían enviado al frente. «Cuando decidí escapar, intenté convencer a Mesha de que viniera conmigo, porque estaba seguro de que los serbios también iban a atacar Bosnia. Pero él no me creyó, así que se quedó allí…». Le dijimos que esperábamos que Mesha ya hubiera escapado.

Más tarde, Marko nos llevó al restaurante que había en la planta alta y nos enseñó las impresionantes vistas. El mar Adriático se prolongaba en la distancia frente a nosotros y, a su derecha, veíamos un pueblecito colgado de una península. «Aquello es Primosten - dijo Marko. Se veía la torre de una iglesia que sobresalía por encima de los tejados de las casas-. Está a solo diez o quince minutos andando. Es un pueblecito pintoresco», dijo. Verdaderamente el sitio estaba precioso bajo la luz rosa y suave del atardecer, pero no podía dejar de pensar en que mi familia no estaba allí conmigo.

«En cuanto a la comida, es un poco como en el Ejército Popular -dijo Marko riéndose -. Tenemos pescado todos los martes, jueves y sábados, espaguetis a la boloñesa los lunes, miércoles y viernes, y carne los domingos. Es un campo de refugiados de lujo», bromeó.

El hotel estaba lleno de refugiados, principalmente de Vukovar, y aproximadamente veinte mujeres y niños de Bosnia. La guerra nos había traído a todos aquí, y nuestras circunstancias individuales no necesitaban explicación. Al poco tiempo nos instalamos en nuestra propia habitación, la número 34, y conocimos a todo el mundo.

Nadia y yo nos hicimos amigas de otros cuatro niños de Sarajevo, y pasábamos la mayor parte del tiempo con ellos. Una de las niñas, Nevena, tenía la misma edad que yo, y estaba allí con su hermano mayor, muy delgado, a quien a su hermana le gustaba dar órdenes. Los otros dos niños, Amela y Kemo, estaban allí con su madre mientras su padre seguía en Sarajevo. Ellos se fueron justo después de nosotras, pero los serbios secuestraron su convoy durante dos días y por poco no consiguieron salir.

Los seis hacíamos todo juntos: nadar, andar, jugar y comer. Una tarde, cuando íbamos a comer, mencioné a Nevena que no habíamos logrado contactar con nuestra familia desde que nos habíamos marchado de allí. Ella se paró en mitad de las escaleras y me miró: «Hana, ¿no sabes que los periodistas extranjeros pueden entrar y salir de Sarajevo en los vuelos de las Naciones Unidas? De vez en cuando, algunos vienen al hotel para recoger cartas y dárselas a nuestras familias en Bosnia. El mes pasado un periodista italiano nos trajo una carta de nuestros padres».

«¿En serio?» La miré llena de esperanza y de emoción. Efectivamente, pocos días después vino un periodista al hotel. Acabábamos de volver de la playa y estábamos yendo hacia el vestíbulo cuando vimos a un grupo de gente agolpada en el mostrador de recepción. Nunca lo había visto tan concurrido y me dirigí corriendo hacia la multitud. La madre de Kemo me vio y me llamó con cierta urgencia: «Hana, este periodista va a Sarajevo y va a llevarse cartas».

Yo corrí hacia mi habitación. El diario de Nadia estaba en la mesilla de la cama y lo cogí para arrancar una hoja en blanco. Pensé que la carta tendría que ser corta, porque tenía miedo de que el periodista se fuera antes de que pudiera dársela. «Querido papá, Atka y todos los demás», empecé. Les conté dónde estábamos y les dije que les echaba mucho de menos. Les di nuestra dirección y mencioné que habíamos estado con mamá en Zagreb. También les dije que no se preocuparan por nosotras y que deseábamos que pronto llegara el día en el que estuviéramos juntos de nuevo. Al final puse: «Os queremos, Nadia y Hana». Después corrí hasta recepción y le di la carta al periodista, contenta de que siguiera allí. Le di las gracias en inglés. Todos pasamos el resto del día de buen humor.

La rutina diaria en el hotel giraba en torno a tres comidas, para las que nos daban cupones semanales. Siempre tomábamos las comidas que nos daban, porque nadie allí tenía dinero para comprar otra comida por su cuenta. La pequeña cantidad de dinero que mamá había podido darnos la guardábamos para emergencias. Nadia y yo comprobábamos esa cantidad todas las noches para asegurarnos de que seguía toda ahí.

Entre una comida y otra salíamos fuera con los otros niños para jugar y nadar en la pequeña playa de la bahía, pero la mayor parte del tiempo había poco que hacer, y a veces nos limitábamos a ir y volver a Primosten cinco o seis veces al día. El pueblo era muy pequeño y la gente de allí sabía que éramos refugiados del hotel. Siempre que pasábamos por los puestos de helados deseábamos tener dinero para comprarnos algo.

En los días más cálidos nos quedábamos en el hotel jugando a las cartas y al monopoly, hablando siempre de casa. Antes de la guerra, nuestras vacaciones de verano habían pasado demasiado deprisa, mientras que ahora había días dolorosamente largos que parecían durar eternamente. Una de esas tardes yo estaba sentada en el hotel con una niña de Mostar, una ciudad al sur del país. Era dos años mayor que yo, y tanto ella como su hermano pequeño también estaban allí solos. De repente, mientras jugábamos, ella dijo: «Estoy harta de esta guerra», y tiró el tablero al suelo. «¡Ya basta, ya basta!», gritaba una y otra vez, gesticulando con los puños cerrados. Yo no sabía que hacer, así que sencillamente le di un abrazo. A menudo yo tenía los mismos pensamientos, pero no podía expresarlos porque ello significaría romper mi promesa a Atka, y era demasiado aterrador incluso el hecho de pensar en lo que podría pasarnos a nosotras o a nuestra familia. Sabía que tenía que resistir y ser valiente hasta que volviéramos a vernos.

Nadia y yo limpiábamos nuestra habitación por turnos, y una vez a la semana lavábamos las sábanas en la lavandería del hotel. Los domingos nos daban una ración de jabón y un poco de detergente para lavar la ropa. Lo lavábamos todo a mano en el lavabo del baño, y después lo secábamos en la terraza. Todo el mundo tenía que hacer lo mismo.

La sala de la televisión siempre estaba llena para ver las noticias de la noche. Las veíamos siempre, con la esperanza de oír que se acercaba el final de la guerra. Sin embargo, las noticias sobre Croacia y Bosnia mostraban que la guerra estaba empeorando y que la situación estaba complicándose cada vez más. Después empezaba a haber cada vez más ruido en la sala e iba llenándose de humo y de adultos enzarzados en debates y discusiones acaloradas. Yo les escuchaba, porque pensaba que ésa era la única manera de entender qué podría pasar después. Hablaban de intervención extranjera y creían que sería inminente. La opinión general parecía ser que los gobiernos de otros países no iban a permitir mucho más tiempo las atrocidades de los serbios. Todos estaban de acuerdo en que la OTAN debería intervenir. Yo confiaba en que los gobiernos extranjeros mediarían en el conflicto y salvarían Bosnia, pero, cuando pasaron semanas sin que pasara nada, ya no supe qué pensar. Finalmente me cansé de los mismos argumentos y empecé a evitar las noticias. Cogí el hábito de caminar hasta Primosten, porque a veces prefería salir por mi cuenta, pero siempre volvía a tiempo para la cena.

El camino que había entre el hotel y el pueblo a través del bosque era un camino de barro y piedras cubierto de pinochas, y también de pequeñas lagartijas que se movían suavemente debajo de los árboles y que luego desaparecían en los agujeros del suelo. Me imaginaba con plena nitidez que la guerra había acabado y que iba de camino a casa desde el colegio, o que hablaba con mis hermanos y hermanas. Al final del bosque, el camino se convertía en una callecita tranquila. Me gustaba ir allí porque había una hilera de casas preciosas en uno de los lados que miraban al brillante mar Adriático. Caminando lentamente, me imaginé que estaba dentro de cada casa con mi familia. Lo deseaba muchísimo y, aunque sabía que no era real, me hacía sentir mejor.

Los fines de semana dábamos una vuelta por el pequeño mercado del pueblo. Siempre había unos cuantos puestos de venta de fruta, verdura y la pesca del día. Algunos también vendían artículos de recuerdo y bisutería barata, y, un día, por pura diversión, me paré a probarme unas pulseras. Cuando alcé la vista me di cuenta de que mis amigos habían seguido sin mí. Estaba volviendo al hotel por mi cuenta cuando una niña castaña de pelo largo me detuvo. Estaba de pie delante de una casa grande y llevaba una camiseta verde con la marca de Benetton escrita. «¿Eres del hotel?», preguntó.

«Sí, estoy alojada allí por el momento», respondí. Había oído a algunos de los vecinos más mayores hacer comentarios despectivos sobre los refugiados, y tenía miedo de que se burlara de mí. Pero no lo hizo; solo tenía curiosidad. Se llamaba Ivana y era de un pueblo cercano a Primosten. Le dije que yo era de Sarajevo. La casa que tenía detrás de ella pertenecía a su abuela, y era donde Ivana pasaba siempre las vacaciones de verano. Era muy simpática y hablaba mucho. Me gustaba porque parecía amable, y decidimos quedar para jugar al día siguiente.

«Tienes un montón de libros», le dije al día siguiente mientras admiraba la gran colección de libros de su abuela.

«La mayoría son de mi padre -dijo-. Se crió en esta casa y le gusta que estén aquí. Puedes coger uno o dos, si quieres».

«¿De verdad? -pregunté mientras cogía uno titulado “The Gathering of the Young Seagull” -. ¿Puedo coger este?».

«Sí, por supuesto. Y cuando lo termines puedes coger otro». En el hotel no había libros, así que estaba deseando empezar a leerlo.

Venía de la cocina un dulce olor a pastel y bajamos a ver a la abuela de Ivana. Era muy simpática y se mostró dispuesta a escucharme hablar sobre mis padres y el resto de mi familia. Era agradable poder hablar de ellos en vez de sobre la guerra, lo cual era todo un cambio. Había una radio sonando de fondo y entraba una ligera brisa por las ventanas. La abuela de Ivana la abrazó y le pellizcó la mejilla e Ivana, sonrojada, decía bromeando que ya no era ningún bebé; aunque a mí me gustaba, porque me recordaba a mi propia abuela, que era muy cariñosa y le encantaba hacernos cosquillas hasta que le suplicábamos piedad.

Ivana me presentó a sus amigos de por allí y jugamos juntos al fútbol en un campo que había cerca del hotel. A veces, los niños jugaban contra las niñas, pero la mayoría de las veces jugábamos los del hotel contra los de allí. Nuestro equipo no tenía nombre, pero al final los locales decidieron que «Los refugiados» podría ser uno bueno. Era un nombre informal, así que ninguno nos ofendimos.

Un domingo nos sentamos a cenar después de jugar al fútbol con los niños de la zona, pero el asiento de Nadia estaba vacío. No estaba segura de dónde estaba, pero si no se daba prisa se quedaría sin comer. «¿Alguien la ha visto?», pregunté un poco preocupada.

«Yo la he visto volver del campo de fútbol. Debe haber pasado por vuestra habitación», dijo Amela mientras cogía un poco de pan.

Nadia llegó unos minutos más tarde, un poco sin aliento. «¿Dónde estabas?», le pregunté, molesta pero contenta de verla.

Ella se dejó caer en la silla y dijo: «Estaba en recepción hablando por teléfono con mamá».

Yo estaba apunto de meterme la comida en la boca, pero volví a poner el tenedor en el plato. «¿Y qué ha dicho?». Mamá nos llamaba siempre que podía, y la última vez que habíamos hablado con ella estaba ayudando a transportar a un grupo de refugiados a Austria.

«Ha vuelto a Zagreb», dijo Nadia mientras se servía un vaso de agua.

«¿Va a venir aquí?», pregunté.

Nadia sacudió la cabeza. «No, pero quiere llevarnos de vuelta a Zagreb. Está pensando en volver a Sarajevo».

«¿Cómo?». No podía creerlo.

«No cree que la guerra vaya a terminar pronto, y quiere regresar a casa».

«¡Santo Cielo! ¿En qué está pensando?», dije yo. En todos los programas de noticias decían que todo el mundo estaba desesperado intentando salir de Bosnia. Tratar de volver era muy arriesgado y peligroso. Los serbios controlaban la mayor parte del territorio y, si descubrían a mamá intentando entrar en el país, especialmente teniendo un nombre musulmán, probablemente la matarían. Sin embargo, luego pensé en todos mis hermanos pequeños y me pude imaginar cómo se sentiría mamá lejos de todos ellos.

A principios de septiembre muchos de los comercios y restaurantes locales fueron cerrando. Terminaba la temporada de verano. Ivana y algunos de los otros niños habían vuelto a sus ciudades para empezar el nuevo año académico. Primosten quedó vacío. A nuestro alrededor, todo estaba cambiando y en movimiento, pero nosotros seguíamos parados. Seguíamos esperando noticias sobre si regresaríamos o no a Zagreb, porque mamá estaba intentando arreglar las cosas para que nos hospedáramos en un centro de refugiados. Nadie parecía saber por cuánto tiempo iba a seguir utilizándose el hotel como centro de refugiados, o incluso si el gobierno croata iba a seguir ayudando a los refugiados bosnios. Varias familias de Vukovar habían abandonado el hotel y se habían marchado a Zagreb, donde el gobierno había dispuesto algo de alojamiento. También había unas cuantas mujeres bosnias a quienes habían dado permiso para buscar refugio en Noruega, y se habían ido con sus hijos. Otros intentaban conseguir visados para ir a Alemania o a Suecia, donde los gobiernos también aceptaban refugiados. Yo temía que el hotel pudiera cerrar y que nos dejaran a todos en la calle.

Nadia y yo estábamos en nuestra habitación cuando oímos un golpe fuerte en la puerta. Amela estaba fuera diciéndonos que teníamos que ir a recepción. Había un periodista extranjero que acababa de llegar de Sarajevo y había traído cartas, una de ellas para nosotras. Fuimos corriendo a recepción sin cerrar siquiera la puerta de nuestro cuarto, y en seguida reconocí la letra de Atka en el sobre azul que nos dio. Abrimos la carta cuidadosamente y nos retiramos para leerla. Había también otras personas leyendo sus cartas y algunos periódicos de Sarajevo que había traído el periodista.

Atka había escrito la carta a principios de agosto. Nos contaba que habían recibido nuestro mensaje y que todos se habían alegrado al saber que nos encontrábamos bien. La situación en Sarajevo era terrible y no sabían cuándo iba a terminar. Nos pedía que continuáramos a salvo y decía también que todos nos querían y se acordaban mucho de nosotras. Después ponía que, desgraciadamente, el tío Nako había sido asesinado por un francotirador. Nadia y yo nos quedamos calladas, horrorizadas. Nos miramos y, cogiéndonos de las manos, empezamos a llorar. Nos sentíamos muy solas estando tan lejos de casa.

Kemo, a quien el periódico le tapaba la cabeza, alzó la voz y dijo: «Hana, Nadia, ¿sois familia de un tal Zoran? Tiene el mismo apellido que vosotras». Vi la mirada de horror en la cara de Nadia: ella también lo había escuchado. Kemo estaba mirando la sección necrológica... Había fotos de la gente que había sido asesinada. En casa siempre pasaba de largo de esa sección porque pensaba que daba mala suerte. En seguida me vino a la mente la imagen en blanco y negro de mi tío Zoran. No me hizo falta mirar el nombre; le habían asesinado hacía unos días.

Escaleras

Atka

Mientras indagaba en los pasillos oscuros y estrechos del sótano que había junto al estudio, Hamo descubrió un cuartito lleno de libros. Compartió este descubrimiento conmigo y con un par de colegas que estaban allí trabajando esa noche. «Hay cientos de libros ahí dentro», dijo mientras dejaba caer un par de gruesos volúmenes sobre la mesa.

Yo me acerqué a uno de ellos y eché un vistazo a las páginas, que estaban cubiertas de polvo. «Este va sobre Stalin», dije con desdén, y lo cerré de golpe haciendo un ruido sordo.

«¿No hay nada más actual que eso?», dijo uno de los chicos, bromeando.

«No, es todo basura marxista. Debieron haberlos olvidado aquí. Recuerda que esta era antes la sede central del partido comunista -Hamo levantó uno de los libros de la mesa y le dio un golpecito-. Me pregunto qué tal arderán».

«¿Crees que deberíamos llevarnos algunos para hacer fuego?», pregunté sin dudarlo.

«¿Quién va a echarlos de menos?», respondió Hamo, y encendió la linterna mientras volvía al cuartito. Le seguimos riéndonos, cogimos unos cuantos libros y nos los llevamos a casa.

«Las tapas duras de Das Kapital ardían tan despacio que me dio tiempo a cocinar una barra de pan entera», le dije a Hamo en el estudio la noche siguiente.

«Lenin también arde bien. Por fin los viejos comunistas contribuyen algo a la sociedad», apuntó Hamo.

«Anoche estaba tan aburrido que traté de leer algunos de los libros -dijo uno de nuestros colegas-. No me extraña que el sistema colapsara, yo no logré pasar de las primeras frases».

«Las primeras frases… -exclamó Hamo- No está mal el esfuerzo. Yo no conozco a nadie que haya llegado tan lejos». Se dirigió a una bolsa grande de viaje que había en el escritorio, que estaba abarrotado de cosas. Abrió la cremallera y tiró de un cable que había dentro.

«¿Para qué es eso?», pregunté.

Hamo inclinó la cabeza y, entornando los ojos entre el humo de su cigarrillo, respondió: «Voy a conectar este cable a la corriente de aquí y la voy a llevar hasta mi casa».

«¿Hablas en serio? -dije incrédula-. ¿Cómo vas a hacer eso? ¡La corriente viene de las Naciones Unidas, que está aquí al lado!».

Hamo se encogió de hombros: «¿Y qué? ¡Que les jodan a las Naciones Unidas! -dijo mofándose-. Para cuando tomen alguna decisión nos habrán matado a todos». Dicho esto, se echó el rollo de cable al hombro y, ligeramente encorvado por el peso, salió a la calle. Pensábamos que su plan era ridículo y volvimos al trabajo entre risas. Yo me senté en mi escritorio y me concentré en traducir las noticias: las Naciones Unidas estaban tratando de negociar un alto el fuego, pero cada vez que se lograba un acuerdo, los serbios fallaban al trato y retomaban la lucha armada. Para empeorar las cosas, los croatas de Bosnia habían comenzado a luchar recientemente contra los musulmanes bosnios que había en la parte central del país. Los periodistas extranjeros por fin habían confirmado los rumores acerca de los campos de concentración serbios que existían al norte de Bosnia, y los espeluznantes informes de la tortura y la inanición de miles de prisioneros civiles empezaban a salir a la luz. Era dolorosamente evidente que la guerra iba a alargarse hasta entrar en el duro invierno balcánico.

Terminé la traducción y la entregué. Hamo no había vuelto todavía, y la imagen de él arrastrando un cable por entre los arbustos hizo que se me escapara una sonrisa.

Aquella noche no tenía que irme corriendo a casa para cuidar a los niños. Al cabo de casi seis meses asediados, la mayoría de nuestros vecinos, resignados a su destino, habían dejado de acudir al refugio que había en el colegio. La abuela y las niñas tampoco iban ya allí a dormir. Caminé hasta casa bajo una noche templada y agradable. El cielo sobre la oscura ciudad brillaba con las estrellas y el dulce perfume de las hojas de tilo me rodeaba y me devolvía a aquellas noches de verano que pasaba hasta tarde con mis amigos, despreocupada. Las cosas habían cambiado mucho. Era extraño pensar que lo único de lo que teníamos que preocuparnos en esa época era de a qué bar iríamos o qué íbamos a ponernos. Era una vida completamente diferente.

A la mañana siguiente, todo el vecindario estaba cuchicheando sobre Hamo. La noticia de que había conectado la corriente a su casa se había extendido como la pólvora, y hasta yo quería ir a verlo con mis propios ojos. Había hilos de cables de tensión colgando de una casa a otra, como si fueran cuerdas de tender vacías. El plan de Hamo había funcionado: había logrado arrastrar el cable hasta su casa, y sus vecinos de al lado conectaron también la corriente a las suyas. Hamo advirtió a todos de que no podían conectar más de unos pocos aparatos pequeños al mismo tiempo para que la fuente de alimentación no se sobrecargara.

«Apaga la televisión», gritaba uno de los vecinos a otro por la ventana. «Tú has tenido la tuya encendida toda la mañana, ¡ahora nos toca a nosotros!». Me hacía gracia ver a los vecinos de Hamo tratando de organizar el uso de su recién estrenada fuente de alimentación.

Ese mismo día, más tarde, una anciana despistada encendió el horno y el sistema se sobrecargó, arruinando toda la operación. Hamo, enfadado pero sin inmutarse, arregló el problema. Yo envidiaba ese pequeño lujo y deseaba que mi casa hubiera estado más cerca de la suya.

Tenía poco tiempo libre, porque siempre estaba ocupada con el trabajo y las tareas de casa, pero iba a ver a Mayka siempre que podía. De luto guardaba silencio, y su único consuelo era la oración. Apenas hablaba cuando iba a verla y había perdido el apetito, de modo que me preocupaba dejarla sola. Lo único que se me ocurría para consolarla era arroparla bien bajo la manta antes de irme.

Cuando iba a casa después de una de estas visitas, me entristeció ver las fachadas en ruinas de los edificios que había en esa ruta tan familiar; no se había salvado ni siquiera el gran edificio del orfanato. Algunos de los niños de ese orfanato se apoyaban sobre la valla y pedían dinero o cigarrillos, pero no tenía nada que darles. Se oía continuamente el ruido sordo de los bombardeos en la distancia, cambiando únicamente de intensidad, y, como todo el mundo, me había acostumbrado al peligro constante y solo corría para ponerme a cubierto si las bombas empezaban a caer cerca.

Mientras caminaba con las manos bien metidas en los bolsillos, empecé a pensar en mi exnovio. Llevábamos juntos unos cuantos años, pero habíamos dejado de vernos unos meses antes de que empezara la guerra. Cuando se enteró de la muerte de mis tíos, vino haciendo autostop desde Dobrinja para verme, a pesar del peligro. Me sorprendió y me emocionó que hiciera ese esfuerzo, pero descubrimos que ya no teníamos nada que decirnos. Era extraño darse cuenta de que la guerra, en vez de aproximarnos más, nos había alejado.

Estaba acercándome a casa cuando alguien me llamó desde el otro lado de la calle. Era una amiga de la familia que vivía cerca del orfanato, y crucé para saludarla. Parecía preocupada y me dijo que acababa de enterarse de que al hijo pequeño de Zoran, Mirza, le habían herido en la pierna el día anterior y le habían llevado al hospital que había cerca de mi casa. Corrí a verle aterrada. La fachada de aquel edificio de nueve pisos, que había sido un hospital militar, estaba cubierta de agujeros enormes como consecuencia de los bombardeos que habían tenido lugar desde las colinas. Cuando llegué, pregunté en recepción y me dijeron que Mirza estaba en cuidados intensivos. La recepcionista dijo que todos los pacientes y el personal médico estaban ahora confinados a las plantas bajas del hospital, que eran relativamente seguras. Busqué entre los pasillos atestados de gente hasta que vi a la madre de Mirza, Merima, que estaba de pie fumando en uno de los pasillos. Su aspecto era nervioso y parecía agotada. Era injusto y cruel verla allí cuando la sangre de su marido aún estaba caliente. Era una mujer muy guapa de treinta y pico años que, al igual que su fallecido marido, siempre tenía cierto aire de serenidad. Fui andando hacia ella y nos abrazamos. Me cogió de la mano y fuimos juntas a ver a Mirza.

El olor a antiséptico y a aire caliente que se mezclaban en esa habitación sin ventanas era agobiante. Había hileras de camas a cada lado, y Mirza estaba en una de ellas, cubierto por una sábana. Tenía el pelo mojado y las gotas de sudor le caían por su carita pálida. Le miré nerviosa, le limpié la frente y le di un beso. Le temblaron los párpados, balbuceó algo y después volvió a quedarse dormido. Era horrible verle así y no pude contener las lágrimas. «¿Se pondrá bien?», le pregunté a Merima en voz baja.

«Tiene gangrena. Los médicos me han dicho que tienen que controlarle mucho».

«Ojalá estuviera Zoran aquí», dije sin pensarlo.

Ella se mordió los labios y asintió. Nos quedamos allí en silencio, mirando a Mirza. Tenía solo doce años y ya se parecía mucho a su padre. Me quedé un rato con ellos y prometí volver al día siguiente.

Selma y Janna se pusieron a llorar cuando les conté lo de Mirza, y la abuela estuvo toda la noche rezando por él. Me acordé de Zoran y le supliqué que cuidara de su hijo pequeño. Por suerte, esa noche papá estaba durmiendo en casa de Mayka y me alegré de no tener que contárselo todavía.

A la mañana siguiente volví al hospital. Cuando llegué vi a Merima sentada en una silla junto a la cama de Mirza, mirándole mientras dormía. Tenía los ojos rojos e hinchados y parecía cansada. Llevaba la ropa del día anterior y di por hecho que había pasado allí la noche. Cuando me vio, me hizo señas para que esperara fuera de la habitación.

«¿Está bien?», le pregunté mientras salía por la puerta.

«Ahora está fuera de peligro, pero han tenido que amputarle la pierna, justo por debajo de la cadera», respondió mirándome angustiada.

Di un grito de horror. Le abracé sin saber qué decir. Nos quedamos allí en silencio y, suspirando profundamente, Merima se apartó y se dirigió de nuevo a la habitación. Cuando llegó a la puerta, se giró con lágrimas en los ojos y me dijo entre susurros: «Atka, todavía no lo sabe y yo no tengo el valor para decírselo».

Mirza estaba llorando cuando volví a verle al día siguiente. Se había enterado de la noticia. A uno de los niños de su habitación se le había escapado sin querer. Mirza no paraba de decir que no acababa de creérselo porque seguía sintiendo la pierna. Merima le acarició la cabeza y yo me senté con mi primo, cogiéndole de la mano. Gracias a algunos de los fármacos que seguía teniendo el hospital, intentaron controlarle el dolor durante los días siguientes, y pronto empezó a sentirse un poco mejor. Estuvimos hablando y, aunque estaba adormilado, se alegró cuando mencioné su película favorita, Rambo. Se sabía los diálogos de memoria y me dijo algunos en inglés. Había ido a colegios internacionales cuando Zoran trabajaba en el extranjero y hablaba el idioma con fluidez.

«Eres todo un héroe; le has salvado la vida a tu hermano -le dije-. ¿Te acuerdas de algo?».

Él miro hacia otro lado y empezó a decir lentamente: «Estábamos jugando a la entrada de nuestro edificio cuando de repente oí una explosión. Entonces empujé a Haris al suelo. Había humo por todas partes y todo estaba en silencio. Yo sentía calor en la pierna. Miré a Haris, que estaba pálido y acurrucado en una esquina. Intenté subir a contarle a mamá lo que había pasado, pero me caí cuando intenté subir las escaleras. Después debí quedarme sin conocimiento…».

Mirza seguía en el hospital cuando Merima y Haris se mudaron al sótano de la casa de su hermano Mesko, donde pensaban que estarían más seguros.

Las hojas del otoño ya se habían caído. Las ramas de los árboles estaban desnudas y, sin su protección, nos sentíamos incluso más expuestos al enemigo. El tiempo era cada vez más húmedo y más frío, lo que obligaba a que los niños se acurrucaran bajo sus mantas buscando calor. Cada vez que encendíamos el fuego para cocinar, los cinco se sentaban alrededor de la estufa para calentarse. Janna y Selma habían empezado a acudir a la «escuela de guerra» que se organizaba en casa de una de sus profesoras, que vivía en el vecindario. Las clases solo duraban un par de horas, y a las niñas les gustaba ir siempre que los disparos lo permitían.

Las pequeñas raciones de comida que recibíamos las distribuía ACNUR esporádicamente. Nos pasábamos el día hablando de comida, y mirábamos con nostalgia las imágenes de alimentos que había en los libros de cocina de mamá. Algunas veces no había nada que comer y el hambre nos dejaba sin fuerzas. Los niños estaban malnutridos y se les estaban estropeando los dientes. El largo pelo rubio de Tarik había empezado a caerse a mechones, así que decidimos afeitarle la cabeza: con la cabeza rapada parecía un hombrecito pequeño. Papá había perdido tanto peso que la ropa le colgaba de lo que solía ser una percha ancha. Desesperada, la abuela me pidió que fuera al centro musulmán local, donde ella era muy conocida, y les pidiera comida. Ahora nos veíamos reducidos a tener que pedir.

La gente que trabajaba allí se resistía a ayudar y me explicaba una y otra vez que la comida estaba reservada solo para las familias de los soldados caídos. Yo les supliqué y mencioné el nombre de la abuela. Al oír eso, en seguida cedieron y me dieron un paquetito de harina y una botella de aceite para cocinar. El resto de la semana sobrevivimos a base de finas rebanadas de pan. Lo único que teníamos para echarle al pan eran vitaminas en polvo que le había dado un médico a papá en el hospital infantil. Mezclé los polvos con agua y se lo eché al pan de los niños. Olía a humedad y sabía asqueroso, pero animé a los niños a que se lo comieran, diciéndoles que les daría mucha energía y que les haría crecer. Ellos, cada vez que lo tomaban, se tapaban la nariz y ponían cara de asco.

Cuando no estaba cuidando de Mayka, papá intentaba visitar a todos los amigos que podía para ver qué tal estaban. En una ocasión volvió con un gran paquete de comida que le había dado un amigo que trabajaba en la sinagoga. Lo abrimos y vimos que contenía harina, arroz, y los típicos productos de primera necesidad, y fue una ilusión enorme descubrir que también había lujos como café y chocolate.

De vez en cuando teníamos agua y corriente. Tener electricidad transformaba la casa en un lugar cálido y alegre. Si teníamos harina, la abuela y yo podíamos cocinar mientras los pequeños veían sus dibujos favoritos. Era más frecuente tener agua que electricidad, y, cuando salía de los grifos, llenábamos todos los recipientes que podíamos. Desgraciadamente no era muy habitual y, además, duraba poco tiempo.

Una tarde gris, papá vino a casa con una carta de Hana y Nadia que habían dejado en el Holiday Inn. Era la segunda que recibíamos, aunque ellas decían que habían enviado varias. Nos sentamos, y todos se pusieron a mi alrededor para escuchar. Tarik interrumpió preguntando si allí también había guerra. «No», respondí yo brevemente, y continué leyendo. Pero Tarik siguió interrumpiéndome: «¿Puedo ir a verlas a la costa? ¡Ya estoy harto de esta guerra!».

Era la primera vez que les oía quejarse, y lo único que pude hacer fue mirarle. Sabía que el gobierno seguía intentando evacuar a algunas mujeres y niños en autobuses escoltados por las Naciones Unidas, pero hasta ahora los serbios solo habían permitido salir de la ciudad a uno o dos de estos autobuses. Cada vez había más gente en Sarajevo que intentaba huir corriendo, cruzando de noche la pista desierta del aeropuerto. Esa pista llevaba al monte Igman, la única montaña de las afueras de la ciudad que no había caído en manos de los serbios. Generalmente, aquellos que intentaban escapar acababan tiroteados por algún francotirador y, si les pillaba alguno de los soldados de las Naciones Unidas que patrullaban el aeropuerto, les obligaban a volver inevitablemente. Ninguno de nosotros tenía ninguna intención de irse, y, de todos modos, cualquier intento de escapar con cinco niños pequeños habría sido un suicidio. Además, cualquiera que quisiera abandonar la ciudad tenía que presentar alguna prueba de auspicio del correspondiente país extranjero, y nosotros no teníamos a nadie que nos pudiera hacer algo así. Nunca se me había pasado por la cabeza irme de Sarajevo. Aquella era mi ciudad, mi hogar, mi identidad. Nuestras raíces allí eran profundas, e incluso de pequeños, mis amigas y yo cantábamos canciones de amor y lealtad a nuestra ciudad.

Antes de que pudiera responder, Janna se llevó el dedo a la boca, se volvió hacia Tarik y dijo: «¿Eres tonto? ¿No ves que estamos rodeados?». Tarik encogió las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Su mirada triste nos dio pena y, dándole un golpecito en la pierna, la abuela le hizo una seña para que fuera a sentarse en sus rodillas. Le abrazó fuerte y le dijo: «Te prometo que, cuando acabe esta guerra, os llevaré a todos a la playa», y sonrió ajustándose el pañuelo.

Tarik dijo feliz: «Los chetniks han estado disparando mucho, seguro que se quedan sin balas y se acaba la guerra». Deseé poder creerle.

A la mañana siguiente, temprano, los fuertes bombardeos nos obligaron a permanecer en el refugio. Por el frío y la humedad, la habitación del sótano parecía una prisión. Yo llevaba allí horas y me había quedado sin cuentos que contar a los pequeños.

«¿Puedes volver a contarnos el de Blancanieves?», preguntó Asko.

«Está bien», respondí, metiéndome de nuevo en el cuento de siempre, de mala gana.

Los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, como si nunca lo hubieran oído. Cuando llegué a la parte en la que Blancanieves se encuentra por primera vez con los enanitos, Emir me tiró de la manga y me preguntó qué eran los enanitos.

«Son gente bajita con barba que vive en los bosques», respondí.

Llevándose las manos a la cabeza exclamó: «Oh no, ¿también son chetniks?».

Todos nos reímos a carcajadas y no fui capaz de terminar el cuento, porque cada vez que empezaba a contarlo de nuevo, Janna y Selma empezaban a reírse.

Los bombardeos disminuyeron bien entrada la tarde y por fin pudimos subir a la planta de arriba. Estaba oscureciendo y empezaba a llover. La abuela cogió unas velas que siempre guardaba en su habitación para asegurarse de que tuviéramos luz una vez que se hiciera de noche. La caja de cerillas la guardaba en su sujetador.

Los niños, que tenían ganas de jugar, empezaron a perseguirse en el recibidor. La abuela y yo acabábamos de empezar a encender el fuego para cocinar un puñado de arroz para todos cuando, de repente, oímos un grito. Al cabo de unos segundos, Selma entró corriendo en el salón, gritando que Asko se había caído por las escaleras y había acabado en el sótano, sobre el suelo de hormigón. Bajé las escaleras sumiéndome en la más absoluta oscuridad, gritando su nombre. No había respuesta, pero le oí gimotear y fui tanteando a mi alrededor hasta dar con él. Le cogí con cuidado y le subí por las escaleras. Tenía la cabeza cubierta de sangre, así que le llevé al salón y le puse encima del sillón. La sangre le caía por toda la cara, y le dije a Janna gritando que trajera una toalla. Ella permaneció inmóvil, así que volví a gritarle. Por fin me trajo una toalla y se la puse a Atko alrededor de la cabeza tratando de aliviarlo un poco. Los niños nos miraban en silencio.

La abuela corrió hacia la ventana y gritó pidiendo auxilio. De repente, el bombardeo volvió a intensificarse y Janna empujó a los niños para que volvieran al recibidor. Al poco tiempo, uno de los guardias del patio entró corriendo al salón y miró la cabeza de Atko. «Las heridas en la cabeza son las peores; sangran muchísimo», dijo mientras le quitaba la toalla empapada de sangre. Yo no podía mirar.

«Tiene una herida muy profunda en la frente, tiene que ir inmediatamente al hospital». Levantó a Asko y salió fuera corriendo y diciéndome que me diera prisa. El otro guardia fue corriendo a buscar un coche y, al poco tiempo, volvió con una furgoneta oxidada: era el único vehículo de toda la calle que todavía tenía algo de gasolina. El conductor, a quien todos en el barrio conocíamos como «el Tío», me hizo señas para que subiera. Entré en la furgoneta con Asko en los brazos y el Tío pisó fuerte el acelerador, llevándonos colina abajo a toda velocidad. Me incliné sobre el cuerpo ligero de Asko, que estaba temblando. El ruido de las explosiones era ensordecedor; era la primera vez que me subía a un coche durante un bombardeo fuerte y me aterraba la idea de que impactaran contra el desvencijado vehículo.

Aunque el hospital estaba cerca, el trayecto se me hizo eterno. El Tío llevó la furgoneta directamente hasta la entrada trasera y frenó en seco. Dos hombres de bata blanca corrieron hacia nosotros y mientras abrían la puerta preguntaron: «¿Metralla?».

«No, se ha caído», dije con voz temblorosa. Mientras entrábamos les conté lo que había pasado. Asko estaba quejándose débilmente cuando le metieron en una sala de urgencias. Me hubiera gustado entrar con él, pero no me dejaron y me pidieron que esperara fuera. Conseguí al menos despedirme de él con la mano antes de que cerraran la puerta.

Era deprimente ver a las personas que había en la sala de espera, algunas de ellas con manchas de sangre en la ropa. Había una mujer acurrucada en una esquina lejana que estaba llorando amargamente, con el pelo largo tapándole la cara. La abrazaba un hombre con chaqueta negra. Yo aparté la mirada y luego me di cuenta de que yo misma tenía la ropa manchada de sangre, e intenté quitarla.

De repente oí gritos en el pasillo principal, e inmediatamente después, varios médicos y enfermeras se dirigieron rápidamente hacia una oleada de heridos que iban metiendo a toda prisa por la puerta. A uno de los hombres, empapado de sangre, le traían en camilla, mientras él veía horrorizado que le faltaba una pierna. Entró alguien más con un niño pequeño en brazos, pidiendo ayuda. Yo no sabía adónde mirar, todo era caótico. Unas explosiones atronadoras sacudieron el edificio; la cabeza me daba vueltas y me dolía la espalda. Me moví hacia una esquina, me apoyé contra la pared y cerré los ojos. Estaba agotada y me sorprendí a mí misma llorando sin control. Después vi la dulce cara de mi hermana Hana y me acordé de la promesa que habíamos hecho el día que se fue de Sarajevo: que seríamos valientes. Curiosamente, ese pensamiento me dio fuerzas. Al cabo de un rato, un médico de aspecto cansado me llamó para que entrara al quirófano. Bajo unos grandes vendajes, la cara pálida de Asko parecía muy pequeña. Estaba asustado, pero se animó al verme llegar.

«Le dejaremos aquí unas cuantas horas para asegurarnos de que no ha sufrido ninguna conmoción cerebral -dijo el médico golpeándole la mano a Asko-. Eres un buen chico. Ahora se quedará tu hermana contigo». El médico se marchó y yo me senté en la cama de Asko. Le dije: «No pasa nada, Asko, voy a quedarme aquí contigo». En seguida se quedó dormido y yo me acurruqué a su lado. Durante las horas siguientes, la enfermera entraba y salía rápidamente para comprobar su estado y, hacia la medianoche, nos dijo que podíamos volver a casa. Aunque Asko no pesaba casi nada, me pregunté cómo iba a poder llevarle hasta casa yo sola, cuando aún se oían los tenues ruidos sordos de un bombardeo lejano. Me sorprendió ver al Tío de pie en el pasillo.

«Maldita sea, ¿has visto la cantidad de heridos que han traído aquí esta noche?», dijo enfadado.

«Sí, los he visto», respondí yo, sacudiendo la cabeza resignada. Fuera estaba oscuro, y la única luz era la que salía de las ventanas del hospital. «No me puedo creer que hayas estado aquí esperando todo este tiempo», dije mientras me subía a la furgoneta.

«¿Pensabas que iba a dejarte aquí sola?», dijo entornando los ojos bajo sus cejas pobladas.

Agradecida, me dejé caer en el asiento de atrás con Asko en mi regazo. Me dolían todos los huesos de mi cuerpo. Volvimos despacito, con los faros del coche apagados para no atraer a los francotiradores. Papá estaba en casa y vigiló atentamente el estado de Asko durante toda la noche.

A la mañana siguiente mi amiga Samra, que vivía justo al final de la calle, vino a vernos y trajo la última botella que tenía de zumo casero de remolacha. «La guardaba para alguna emergencia -me dijo-, tiene muchas vitaminas. Dásela a Asko, la necesitará». Yo no supe cómo agradecérselo.

Cuando los puntos ya pudieron retirarse, Sabrina vino y se los quitó, y a Atko le dijimos que esa cicatriz grande que tenía en la frente siempre le recordaría lo valiente que había sido. 

Los barracones

Hana

A principios de otoño vino un grupito de amigos del hotel para despedirse. Uno de ellos empezó a tocar la canción «Don’t you cry» en la guitarra. Aunque el destino nos había jugado una mala pasada y nos había separado de nuestra familia, nos había dado a cambio nuevas y buenas amistades. Nadia y yo íbamos de camino a Zagreb para encontrarnos con mamá y con Lela, que ahora estaban en los barracones de refugiados que había allí. Cuando el autobús salió de Primosten, pasamos la mayor parte del viaje charlando, emocionadas.

«Hace casi seis meses que no vemos a Lela -dijo Nadia contando con los dedos-. Me preguntó si habrá cambiado algo». Ambas habían estado siempre muy unidas. Yo apoyé la frente en la ventanilla y me puse a mirar cómo el Adriático, reluciente, iba desapareciendo en la distancia. Unas horas más tarde, la tierra árida comenzó a dar paso a unas colinas ligeramente onduladas y, cuando llegamos a una zona llana, supe que ya estábamos cerca de Zagreb.

Estaba anocheciendo cuando llegamos a la estación principal de autobuses. La plataforma estaba bien iluminada y en seguida reconocí el jersey verde de Lela que Mesha le había dado antes de irse al Ejército Popular. Lela era muy guapa; tenía el pelo castaño y largo y unos llamativos ojos verdes. Nadia también la vio y dio un salto desde su asiento. «¡Ahí está, ya la veo!», exclamó emocionada, y se dirigió hacia la salida. Yo intenté seguirla, pero el hombre que tenía en frente se me adelantó y, cuando quise llegar a la plataforma, Nadia y Lela ya estaban abrazándose y llorando. Corrí hacia ellas y, cuando Lela me vio, me abrió los brazos. Nos quedamos las tres debajo del cartel, abrazándonos.

«¡Qué alegría verte, por fin!», dijo ella suspirando.

«¿Dónde está mamá?»

«Ha tenido que irse a Austria con las “Madres por la paz”, pero volverá en unos días», respondió Lela. Me entristeció y me defraudó saber que mamá no estaba allí con nosotras.

El aire estaba frío y me puse la única sudadera que tenía. Nos subimos con nuestras mochilas al tranvía, que estaba lleno de gente. Lela y Nadia estaban entretenidas hablando y, de vez en cuando, subían la voz entusiasmadas. Yo miraba para otro lado, haciendo como que no iba con ellas. Nuestro acento era distinto al de los croatas, y no quería que nadie a mi alrededor supiera que éramos bosnias. Primosten era pequeño y los refugiados estábamos todos juntos, pero estar en la gran ciudad de Zagreb intimidaba; me daba vergüenza formar parte de esa enorme afluencia de refugiados, y me sentía como si fuéramos intrusos. Cuando salimos del tranvía ya era de noche, y fuimos andando hasta los barracones. «¿Es aquí donde vamos a quedarnos?», le pregunté a Lela. Había grandes luces reflectoras iluminando todo el área, que parecía una zona de obras. Había varios barracones largos en medio, con otros dos más pequeños a su derecha, y todos ellos estaban rodeados por una valla de madera marrón. En el suelo no había nada, y yo no paraba de mirar a mi alrededor, incrédula; aquel sitio tenía un aspecto tan tétrico que me daban ganas de salir corriendo y volver a Sarajevo o incluso a Primosten; a cualquier sitio con tal de no quedarme allí. Pero no había ningún otro lugar adonde ir, así que me resigné y seguí a mis hermanas a uno de aquellos barracones.

Dentro había hileras de literas militares que iban de un extremo a otro de la sala, y vi también unas cuantas mujeres y niños. Algunas de ellas estaban sentadas en las literas jugando a las cartas, y otras estaban de pie hablando. Avanzamos por el crujiente suelo de madera y llegamos a dos literas libres que Lela había conseguido guardar para nosotras. Dejamos nuestras mochilas sobre el colchón duro y susurré con optimismo: «¿Estos barracones son solo para mujeres?». Me alivió saber que sí, y Nadia y yo sacamos nuestras cosas y pusimos parte de la ropa encima de la litera.

«¿Vosotras de dónde sois?», preguntó una mujer mayor que había en frente. La verdad es que yo no tenía muchas ganas de hablar, así que me alegré de que fuera Nadia la que le respondiera. «¿Quién está aquí con vosotras?», continuó preguntando la mujer.

«Solo nuestra madre -respondió Nadia-. El resto de nuestra familia continúa en Sarajevo. ¿Y usted?».

«Yo estoy aquí con mi nuera -dijo-. Los chetniks llegaron a nuestro pueblo y nos dijeron que teníamos que irnos. Dejaron irse a las mujeres y a los niños, pero detuvieron a todos los hombres. Se llevaron a mi marido y a mis dos hijos».

La miré horrorizada. Llevaba puesto un jersey de colores y unos calcetines de lana gruesa típicos de la gente del campo.

«¿Y sabe dónde están ahora?», preguntó Nadia.

La mujer sacudió la cabeza: «Ni siquiera sabemos si siguen vivos». Se movía de un lado a otro, y sus ojos hundidos estaban llenos de pena.

«Pobre mujer», me dijo Nadia en voz baja. Miré los barracones y me pregunté cuántas de aquellas mujeres habían tenido que pasar por el mismo suplicio. En ese momento me di cuenta de que había otras personas en una situación mucho peor que la nuestra, de modo que tomé la decisión de no volver a quejarme nunca.

Lela nos llevó a la cantina, donde había varias mujeres fumando. Después de cocinar un poco de pasta nos sentamos en una mesa vacía que había en una esquina. Acabábamos de empezar a comer cuando vinieron un par de mujeres hacia nosotras y empezaron a hablar. Todas parecían alegrarse de poder hablar de sus experiencias y averiguar cosas sobre los demás, pero sus terribles historias me hacían temer por mi propia familia. A ninguna de las tres nos apeteció seguir comiendo y dejamos los platos a un lado.

Aquella noche no quedaba agua caliente en los baños comunes, y Lela me dijo que tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente para ducharnos. Las luces se apagaron a las diez de la noche y no había nada que hacer salvo irse a la cama. La manta era tan tosca que me picaba todo, pero, como estaba tan cansada, cerré los ojos. La mayoría de la gente seguía despierta y susurraba en medio de la oscuridad. Al cabo de un rato se hizo el silencio, interrumpido solo por algún leve sollozo y por alguna tos o ronquido ocasional. Se me pasaron un montón de cosas por la cabeza y después, de repente, me sorprendí rezando. Estaba recitando las palabras de la única oración que sabía: la que la abuela me había enseñado. Recé porque toda mi familia estuviera a salvo y porque pronto volviéramos a estar todos juntos.

El centro de registro de refugiados más cercano estaba situado en la única mezquita de la ciudad, y fuimos allí en tren por la mañana. Observé las calles por las que íbamos pasando y advertí que eran más anchas y estaban más concurridas que las de Sarajevo. Había edificios clásicos imponentes bordeando las carreteras y, aunque asomé la cabeza por la ventana del tranvía, era imposible ver los tejados. Pasamos por delante de varias iglesias, que parecían más numerosas allí que en Sarajevo, y vimos a una multitud de personas abriéndose paso a empujones por las aceras atestadas de gente, y coches pitándose unos a otros en medio de largas colas. Aunque habíamos estado en Zagreb hacía unos cuantos meses, la ciudad seguía pareciéndonos desconocida, y su aparente magnitud era sobrecogedora.

Me sorprendió la parte exterior de la mezquita, blanca y moderna y con una cúpula de una forma extraña. Las mezquitas de piedra que había en Sarajevo se habían construido hacía cientos de años y ninguna se parecía a esta. Un hombre que había de pie fuera nos indicó que fuéramos al edificio de al lado, donde pasamos a un recibidor ruidoso y lleno de gente y nos unimos a una de las dos colas que había para las dos ventanillas del registro, que ya eran largas. Sin nuestros carnés de refugiadas no podíamos recibir ninguna ayuda ni ir al médico, así que esperamos pacientemente. Después de llevar más de una hora de pie, me giré y le dije a Nadia: «Para cuando nos toque estaremos jubiladas». Debí decirlo en voz alta, porque una mujer que había detrás de nosotras añadió: «Las colas son largas porque la gente está intentando conseguir papeles para irse al extranjero».

«¿Adónde?», preguntó Nadia.

«A Suecia, Noruega, Alemania… Donde nos acojan -respondió la mujer encogiéndose de hombros-. Vamos a inscribirnos».

«¿Sabéis dónde vais a quedaros cuando lleguéis allí?», le pregunté.

«Nos han dicho que los gobiernos de esos países se ocuparán de nosotros. No nos importa adónde vayamos, con tal de que sea lejos de aquí. No creo que todo este horror vaya a acabar pronto».

Nos llevó todo el día registrarnos, pero a cambio no solo nos dieron los carnés de refugiadas, sino también las raciones correspondientes, y nos dijeron que tendríamos que volver a por más en unas dos semanas. Los paquetes contenían harina, azúcar y aceite, además de varias latas de atún, pasta, mantequilla de cacahuete y unos paquetes de pan precocinado. También nos dieron pasta de dientes, un cepillo y algo de jabón. El envoltorio parecía bastante anticuado y estuvimos bromeando diciendo que los paquetes debían ser restos de la Segunda Guerra Mundial. No me importó pasar todo el día en la mezquita, porque al menos estuvimos alejadas de los barracones.

Aquella noche el aire de los barracones estaba totalmente cargado, y no podíamos abrir la puerta porque las señoras mayores se quejaban de las corrientes. Subí a mi cama y me puse sobre la cabeza una almohada delgada que tenía, y así conseguí amortiguar parte del ruido. Di gracias a Dios por aquel día y volví a rezar, como lo había hecho la noche anterior. En todo ese caos, empecé a notar que la oración era mi único consuelo.

* * *

Mamá volvió a Zagreb a finales de semana. «Gracias a Dios que estás aquí, te hemos echado de menos», dijo Nadia mientras nos abrazábamos todas. Emocionadas de volver a estar juntas, nos sentamos a hablar en nuestras literas. Ninguna sabía nada del resto de la familia desde hacía más de un mes, y estábamos preocupadas por las noticias de los constantes bombardeos en Sarajevo. Mamá, que estaba nerviosa y más delgada, nos dijo que su trabajo con los refugiados estaba impidiendo que se volviera loca.

«¿Vais a sacar a más refugiados?», le pregunté. Ella me dijo que dentro de unas semanas iba a acompañar a Inglaterra a un grupo de mujeres de los barracones. Nos quedamos horrorizadas cuando nos contó que los serbios las habían violado y torturado, y resultó que había un canal de televisión inglés que quería hacer un programa sobre ellas.

Lela se preguntaba si habría alguna posibilidad de que nosotras fuéramos a alguno de estos países, pero ningún gobierno admitía menores sin la compañía de algún adulto, y mamá, que quería quedarse cerca de Bosnia, no tenía ninguna intención de buscar refugio en el extranjero. Pero teníamos también alguna buena noticia: mamá había conseguido localizar al hermanastro de mi padre, Damir, que vivía en Zagreb. Solo le habíamos visto una vez, hacía ya unos años, pero mamá nos contó que trabajaba como aprendiz en un estudio de bellas artes y había ido un par de veces a visitarle, y dijo que le encantaría vernos. Nos animó un poco saberlo, y mamá prometió que nos llevaría a verle cuando tuviera tiempo.

La calle que había a la salida de los barracones estaba abarrotada y no paraban de pasar coches, pero en los barracones la vida era tranquila. No había nada que hacer; no había ningún colegio al que ir ni tampoco ningún programa para refugiados. Nuestro futuro era incierto, y todo el mundo estaba esperando algo. Mientras mamá estaba ocupada con el voluntariado, nosotras tres íbamos por la ciudad y visitábamos a los amigos que habíamos hecho durante el tiempo que vivimos con Omer. Por la noche volvíamos a los barracones para hacer la cena y dormir. Normalmente mamá se acostaba mucho más tarde que nosotras. Una noche la escuché contándole a Nadia que no estaba durmiendo bien; estaba todo el día ocupada, y cuando nos levantábamos por la mañana su cama estaba vacía.

Esa semana cumplía trece años, y para celebrarlo nos tomamos un par de trozos de pastel en una cafetería de la ciudad. No podíamos permitirnos más; no hubo velas de cumpleaños, regalos, amigos ni ninguna fiesta, pero lo que sí pude hacer fue pedir un deseo: que la guerra terminara pronto.

«Recoged todas vuestras cosas -gritó Nadia mientras entraba corriendo a los barracones-, mamá ha encontrado un sitio para quedarnos».

Confundida, metí todo en las mochilas y salí corriendo del barracón. Había un hombre de mediana edad con abrigo marrón que estaba esperándonos junto a su coche. «¿Dónde están mamá y Lela?», pregunté a Nadia mientras me subía al coche.

«Allí», dijo, y señaló por la ventanilla una pequeña oficina donde estaban firmando nuestra salida. Después se metieron en el coche y salimos. El hombre que conducía era un conocido que tenía mamá en Zagreb. Ella había ayudado a algunos de sus familiares bosnios a irse al extranjero y él, como sabía que queríamos irnos de allí, nos había buscado un sitio pequeño de alquiler.

«La mayoría de los propietarios se resisten a alquilar a los refugiados pues no pueden permitirse pagar el alquiler -nos explicó mientras conducía-, pero conozco a estas personas desde hace un tiempo y les he dicho que respondo por vosotras». Le dimos las gracias por su amabilidad. «Puedo pagaros el primer mes de alquiler -continuó-, pero después tendréis que ocuparos vosotras. Ojalá pudiera ayudar más, pero ya tengo bastante con lo mío».

Mamá le aseguró que nos las arreglaríamos. Él nos llevó en coche hasta un barrio precioso en la otra punta de la ciudad, con unas casas enormes y una calle principal llena de tiendas con luces de neón. Se metió por una de las calles laterales y aparcó frente a una casita de una sola planta hecha de ladrillo, que parecía diminuta al lado de las dos grandes casas que tenía a los lados. Dentro había dos habitaciones pequeñas y un baño. En el vestíbulo había una cocina dentro de un armario, con una balda superior donde estaban guardados los platos y los cubiertos. En una de las habitaciones había una mesa de madera antigua y una silla, y en la otra habitación, situada al fondo, había un colchón para dos personas. Era una casa sencilla, pero estaba limpia y me alegraba no tener que compartirla con nadie más.

«Ahí viven los propietarios», dijo el amigo de mamá señalando la casa de al lado. Lo único que separaba ambas viviendas era un caminito estrecho. Se volvió hacia nosotras y dijo: «Tengo una pequeña cafetería en la ciudad y podría contratar a una de vosotras, ¿a alguna le interesa?».

Yo no dije nada porque quería ir al colegio, pero Nadia dijo: «Yo nunca he trabajado, pero lo haré».

«Solo es un trabajo de camarera, es fácil -dijo-; aunque es verdad que no debería contratar refugiados, así que te pagaré en efectivo». Nadia anotó la dirección y dijo que empezaría la semana siguiente. Lela dijo que ella buscaría trabajo en una de las cafeterías que había visto por el camino.

«Venga, vamos a comprar algo de comida», dijo él mirando a mamá mientras salían de la casa.

«También se ha ofrecido para eso», dijo Nadia mientras cerraba la puerta de la casa. No teníamos dinero y para nosotras habría sido incómodo el simple hecho de mencionar que necesitábamos comida. Pasaríamos hambre antes de pedirlo. La casa ya estaba ordenada, así que no tardamos mucho tiempo en colocar nuestras cosas; lo único que llevábamos en las mochilas era algo de ropa y nuestros diarios, y lo dejamos todo al lado del colchón. «¡Un baño solo para nosotras!», les dije a mis hermanas gritando desde el vestíbulo. Ellas estaban en la habitación poniéndole al colchón unas sábanas que le habían regalado a mamá.

Mamá volvió al poco tiempo con una bolsa de comida en cada mano, y fuimos corriendo a ayudarla a vaciarlo. Había traído salami, queso, pan del día, e incluso carne y huevos. «¡Hacía siglos que no comíamos nada parecido! -exclamó Nadia-. ¡Me trae recuerdos de casa!».

Había un delicioso olor a comida que llenaba las habitaciones. Como en la casa solo había una silla, no pudimos sentarnos a comer a la mesa, así que extendimos una sábana en el suelo y nos sentamos todas juntas a comer. Aunque era pequeño, el calefactor de la habitación funcionaba bien y, al levantarme a la mañana siguiente, la casa estaba caliente. Mis hermanas, que estaban a mi derecha, seguían dormidas. Mamá no estaba en la cama y la oí moviéndose por el vestíbulo. Poco después entró en la habitación un olor a café que me resultaba familiar, y entonces entró ella con una bandejita. «El café está preparado», dije yo mientras despertaba a mis hermanas. El café siempre había sido un ritual de la mañana, y nuestros padres y la abuela nunca empezaban el día sin él. Nadia y Lela abrieron los ojos y se sentaron lentamente.

«Huele bien -dijo Nadia sonriendo-, igual que el de la abuela».

Mamá sirvió el café y nos fue pasando las tazas. Cada una a su ritmo, fuimos bebiéndolo mientras charlábamos. «Yo he dormido bastante bien, a pesar de tus patadas», le dije a Nadia. Las cuatro habíamos dormido apretadas en el colchón doble.

«Me alegro. Yo no paraba de resbalarme en el colchón», dijo Nadia riéndose.

Mamá acababa de empezar a contarnos que ese día iba a ir a ayudar a los barracones, cuando oímos que alguien llamaba a la puerta. Nos miramos sorprendidas; nadie sabía que estábamos allí salvo el amigo de mamá. Mamá fue a abrir la puerta y volvió con una mujer a la que nunca habíamos visto. Tenía el pelo oscuro y corto y estaba vestida de manera muy sencilla, con unos pantalones vaqueros negros y un jersey marrón. «Lo siento, he venido sin avisar -dijo-. Solo quería comprobar que os habíais instalado sin problemas». Su nombre era Danica y era la mujer del casero.

«¡Disculpa que aún no estemos levantadas!», dijimos, avergonzadas de seguir en la cama.

«Ah, no os preocupéis. Yo soy como los gallos, siempre me levanto muy pronto», dijo ella sonriendo. Le contamos a Danica de dónde éramos y cómo habíamos llegado hasta Zagreb. «Hay un centro de refugiados de la Cruz Roja en nuestro barrio», nos dijo ella, y nos explicó cómo llegar allí. Luego me miró y me preguntó cuántos años tenía. Respondí que tenía trece.

«Mi hija Andrea es un año más pequeña que tú, ¿por qué no vienes esta tarde y la conoces cuando vuelva del colegio?».

«Me encantaría», le dije, emocionada de conocer a alguien de mi edad.

Estuvimos charlando otro rato más y, cuando salió, se dio la vuelta y dijo: «Si alguien necesita ponerse en contacto con vosotras, podéis darle nuestro número de teléfono. Venid a verme -añadió, después de anotarlo- si necesitáis alguna cosa más».

Después del desayuno, mamá se fue a los barracones y Lela fue a dar un paseo por el barrio a buscar trabajo en alguna cafetería. Nadia y yo fuimos a buscar el edificio de la Cruz Roja, que no estaba lejos de casa. Dentro estaba abarrotado. Nosotras queríamos averiguar si podíamos enviar cartas a Sarajevo desde allí y si teníamos que volver a inscribirnos ahora que vivíamos en una zona distinta. «Podéis darnos las cartas y, por supuesto, tendréis que volver a inscribiros», dijo la mujer que estaba en el mostrador. Le dimos nuestros carnés de refugiadas y añadió: «Podéis coger algunas prendas de ropa si las necesitáis». Indicó una habitación que había al otro lado del vestíbulo, pero había tanta gente que decidimos volver algún otro día.

Esa noche, temprano, me pasé por la casa del casero para conocer a Andrea. Me abrió la puerta una niña alta de ojos azules y el pelo rubio y corto. Llevaba puestos unos vaqueros claritos y un jersey rosa brillante con rayas verdes. «Pasa, pasa, hace frío fuera», dijo mientras abría más la puerta. Detrás de la puerta principal de su casa de tres pisos había un recibidor cubierto de azulejos y decorado con plantas y muebles modernos. «¿Qué tal si preparo algo de chocolate caliente?», me preguntó mientras me llevaba hasta la cocina.

«Sí, por favor», respondí entusiasmada.

Nos sentamos a la mesa de la cocina y mojamos unas galletas en la bebida caliente. Andrea no podía dejar de hablar de su colegio y sus amigos. Al escucharla me acordaba de mis propios amigos y de cómo era mi vida en casa antes de la guerra. La echaba de menos y estaba deseando volver al colegio.

«¿Puedo acompañarte al colegio algún día por la mañana?», le pregunté.

«Claro; suelo irme como a las siete y cuarto -dijo-. Y también puedes venir a ver la tele conmigo siempre que quieras».

Cuando llegué a casa, mamá estaba sentada a la mesa escribiendo en su agenda. Le hablé de la hija del casero y de que habíamos estado hablando del colegio. «Me encantaría ir -dije decidida-, ¿puedes intentar matricularme?».

Mamá dudaba de que fueran a aceptar a una refugiada, pero me dijo que lo intentaría. Dado que iba a viajar a Inglaterra próximamente, dijo que tendría que resolverlo al día siguiente o en dos días. Me ponía nerviosa solo de pensar en un colegio nuevo, pero al mismo tiempo la posibilidad me hacía mucha ilusión.

Esa noche nos sentamos las cuatro, cada una de ellas escribiendo una carta a nuestra familia. No sabíamos cuál de las cartas iba a llegarles, así que incluimos en todas nuestra dirección postal y el número de teléfono de los caseros, por si tenían alguna manera de llamarnos. Terminé la carta mencionando lo mucho que les quería y les echaba de menos.

A la mañana siguiente, Nadia y yo nos quedamos dormidas. Se estaba muy a gusto debajo de las sábanas, así que nos quedamos un rato hablando en la cama. «Mamá y Lela están en los barracones -dijo Nadia, leyendo una nota que había junto al colchón-. Vamos a llevar las cartas a la Cruz Roja y así vemos si podemos encontrar ropa de abrigo». Teníamos las deportivas hechas jirones.

Dimos un paseo por el barrio, sorprendidas ante el número de tiendas de ropa que había a lo largo de toda la calle principal. Las prendas de los escaparates eran preciosas, pero en aquel momento estaban completamente fuera de nuestro alcance. Las casas de las afueras eran grandes, y algunas tenían terrazas de madera y unos marcos en las ventanas que las hacían parecer refugios de esquí de lujo. Nadia y yo nos preguntamos quién viviría allí.

La mujer con la que habíamos hablado el día anterior estaba sentada detrás del mostrador, y sonrió cuando le entregamos nuestras cartas. La sala donde estaba la ropa estaba llena de gente que buscaba entre los montones que había encima de las mesas. Nosotras encontramos algunas chaquetas de invierno de color verde eléctrico, que eran las únicas que nos quedaban bien y con lo que tendríamos que apañarnos. Encontramos pantalones largos, sudaderas y zapatos de invierno. Cuando salimos del edificio agaché la cabeza. Aunque no conocíamos a nadie allí, era embarazoso salir de un centro de la Cruz Roja. Cerca había una cabina de teléfono y me dirigí corriendo hacia ella para llamar a una niña de Zagreb a quien había conocido durante el verano en Primosten. La conversación fue breve.

«¿Has hablado con ella?», me preguntó Nadia.

«No. Se ha puesto su madre y me ha preguntado de dónde era. Le he dicho que era bosnia y me ha dicho que no volviera a llamar a su casa. Ha sido muy humillante».

Nadia me cogió de la mano y, moviendo la otra, me dijo sonriendo: «No te preocupes, Hana. Yo ignoro ese tipo de cosas. Me entra por un oído y me sale por el otro». Nadia y yo pasamos el resto de la tarde escribiendo en el diario.

A la mañana siguiente, Andrea nos enseñó a mamá y a mí el camino al colegio. Era solo un paseo y al poco tiempo nos encontramos en frente de un edificio de tres plantas con numerosas ventanas de aulas que daban a la calle. Había también unos cuantos abedules altos dentro de un patio grande.

El director no puso ninguna pega y nos recibió aunque no hubiéramos concertado una cita previamente. Nos invitó a pasar a su oficina, que estaba llena de libros, y se sentó en un sillón de piel que había detrás de la mesa de su despacho. Era un hombre muy alto y autoritario: «Señora, para nosotros es complicado admitir a refugiados, sobre todo si no trae usted ningún expediente académico que yo pueda ver», dijo con voz grave. Yo siempre había sido buena estudiante, pero, como tuvimos que salir corriendo de Sarajevo, no tenía conmigo ningún expediente que lo demostrara. «Los carnés de refugiado tampoco bastan como prueba de identidad. Necesitamos una partida de nacimiento o bien… algo más». Se mantuvo inflexible y yo temí que no fuera a aceptarme. Entonces, mamá mencionó que papá había surtido a su colegio de sus libros de matemáticas. El director pareció quedarse ligeramente sorprendido y, levantándose de la silla, nos dijo que tendría que confirmar ese dato con el profesor de matemáticas. Entonces abandonó la sala y nos quedamos allí esperando nerviosas. «Parece que tiene usted razón -dijo cuando volvió, hablando en un tono mucho más amable-. El profesor de matemáticas ha puesto por las nubes los libros de su marido. Discúlpeme… Tenemos que seguir un procedimiento, ya sabe».

El director decidió aceptarme siempre que mamá encontrara un modo de pagar el comedor del colegio. Mamá le aseguró que se ocuparía de ello a través de una de las organizaciones de beneficencia. «En ese caso, puedes empezar la semana que viene», dijo el director sonriéndome y dándole la mano a mi madre.

«Muchas gracias, mamá», le dije besándola a la salida.

Cuando llegamos a casa, Danica estaba de pie junto a la ventana de la cocina e invitó a mamá a que entrara a tomar un café. Después oí que Andrea me llamaba desde una ventana que había a un lado de la casa, y acudí cruzando el camino que había entre ambas viviendas. «He oído que vas a venir a mi colegio», exclamó.

«¡Tengo muchísimas ganas!». Ella se rió y me pregunto si necesitaba libros, a lo que asentí.

«Mi vecino iba a tu clase el año pasado y puede darte los suyos. Luego te los llevo, que ahora tengo que irme a cenar», dijo, y cerró la ventana de un golpe.

Mamá se iba a Inglaterra ese fin de semana, así que el lunes tendría que ir al colegio yo sola. «Buena suerte -me dijo Nadia-. Siento que ninguna de las dos pueda acompañarte, pero tenemos que ir a trabajar». Lela había empezado a trabajar en una cafetería del barrio. «No pasa nada», dije yo, aunque lo cierto es que estaba nerviosa.

Andrea estaba esperándome en frente de casa. Yo, que llevaba la mejor ropa, un jersey rosa y unos pantalones grises, iba a ir andando con ella. Estaba lloviendo y compartió su paraguas conmigo. La tutora me recibió en el vestíbulo y me llevó a mi clase. Yo me quedé junto a su mesa, en frente de la pizarra y delante de hileras de pupitres llenos de caras desconocidas que me miraban. Las paredes estaban llenas de mapas, dibujos de los alumnos y fotos de gente que no conocía. El corazón me latía con fuerza. «Esta es nuestra nueva alumna, Hana, de Sarajevo», dijo la profesora presentándome a la clase e indicando después que me sentara al fondo. Me pasé toda la clase con la cabeza baja, haciendo como que escribía pero sin poder concentrarme; además, al volver a mi asiento había oído cuchichear a dos alumnos y me sentí incómoda y sola. Aquel día tuvimos cinco asignaturas diferentes con distintos profesores, y tuve que presentarme en cada una de ellas. La cara y las orejas me ardían. En la clase de inglés hubo dos niñas que se sentaban al final de la clase que dijeron en voz baja: bosnicka, que era una manera despectiva de referirse a alguien de Bosnia, pero yo fingí no haberlas oído. Lo único que quería hacer era sentarme al fondo y aprender; no quería que nadie me hablara.

Fue un alivio oír el sonido del timbre, que indicaba el fin de las clases. Algunos de mis compañeros me dijeron adiós y, de vuelta a casa, pensé que había sobrevivido al primer día. Me prometí a mí misma que me concentraría en mis estudios y trabajaría duro. El año académico había empezado hacía seis semanas y había muchas clases en las que tenía que ponerme al día. Me puse a estudiar hasta que Nadia y Lela volvieron del trabajo, que era casi medianoche. «¿Qué tal el trabajo?», le pregunté a Nadia.

«Cansado. Casi le tiro una taza de café encima a un cliente», respondió frotándose los ojos. Lela estaba cortando unos trozos de pan y echándoles un poco de mantequilla y mermelada. «El amigo de mamá les ha dicho a los clientes más habituales que soy familia suya, así que nadie me está molestando con lo de ser refugiada -añadió Nadia -, por lo menos de momento. ¿Qué tal ha ido el colegio?».

«Bueno, imagínate, soy la única bosnia de la clase», dije encogiéndome de hombros.

«Ya les demostrarás quién eres -dijo Lela-. Siempre has sido una gansa. Me voy a la cama, que mañana trabajo».

No había ningún despertador en casa y, temiendo que pudiéramos quedarnos dormidas, no paramos de despertarnos en toda la noche.

* * *

Lela y Nadia trabajaban muchas horas todos los días, haciendo turnos tanto de mañana como de tarde. Con las propinas que conseguían comprábamos comida para hacer sándwiches e intentábamos ahorrar lo suficiente como para comprar un despertador. Durante el día yo estaba en el colegio, y las tardes las pasaba estudiando, así que nos veíamos poco y teníamos que contarnos las cosas a primera hora de la mañana o a última de la noche. A mí no me gustaba estar sola en casa por la noche, y no era capaz de irme a dormir hasta que no volvían.

Una noche oí que abrían la puerta y a los pocos segundos entraron Lela y Nadia empapadas. «Está lloviendo», dijo Nadia quitándose la chaqueta. Lela dejó los zapatos al lado del radiador para que se secaran y se fue al baño. «Tengo muchísimo hambre», oí decir a Nadia desde el vestíbulo.

«No queda mucha comida -grité yo-. Tenemos que ir el martes a la Cruz Roja y coger algo».

«¿Puedes ir tú? Nosotras no tenemos tiempo». Nadia entró en la habitación, secándose el pelo con una toalla. La verdad es que no quería ir sola, pero asentí con la cabeza. Ellas se metieron en la cama y se pusieron a escribir un rato en el diario. Ahora había algo más de espacio en el colchón, puesto que solo dormíamos allí nosotras tres. No quería pedirles que apagaran la luz; habían estado todo el día trabajando duro y escribir en su diario era el único tiempo que tenían para ellas mismas, así que me puse la manta por encima de la cabeza, recé y me quedé dormida.

El día en el que mamá volvía de Inglaterra era frío y húmedo, y había enormes charcos cubriendo las calles; pero ni aquel tiempo tan horrible fue capaz de empañar la alegría que nos trajo ella con sus noticias. Había averiguado que nuestro hermano Mesha estaba viviendo con unos familiares lejanos en Macedonia. Nos quedamos de piedra: «¿Cómo le has encontrado? Cuéntanoslo todo», pidió Nadia emocionada. Estaba tan contenta que me apretaba y me besaba la mano a cada rato mientras mamá nos contaba cómo había conseguido localizarle. Mientras estaba en Inglaterra, había llamado a algunos familiares y a todos los amigos de la familia que se le ocurrieron y que vivían en Serbia o en Macedonia, esperando averiguar si alguno de ellos sabía algo de Mesha. No había podido llamar desde Croacia porque las líneas de teléfono a Serbia y a Macedonia no funcionaban. Mamá se quedó tranquila cuando una vieja amiga de la familia que vivía en Belgrado le dijo que Mesha había estado viviendo con ella en mayo durante unos días, y que ahora estaba en Macedonia, y le dio su número. Él no se lo podía creer cuando llamó mamá. Para nosotras era todo un alivio saber que estaba vivo y a salvo. Dijo que se quedaría en Macedonia todo el tiempo que pudiera, y se alegró de saber que al menos algunos de nosotros estábamos fuera de peligro. «Me siento como si alguien me hubiera quitado un gran peso de encima», dijo mamá. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír, y di gracias a Dios por escuchar mis oraciones.

Más tarde, cuando mamá estaba sacando las cosas de su maleta, encontró un trozo de papel con el nombre y la dirección del periodista inglés que nos había ayudado en Split. Miré a Nadia sorprendida y después a mamá. «Por casualidad -dijo mamá mirándonos -, averiguó que el grupo de mujeres al que estaba ayudando había llegado a Inglaterra y que una de las que trabajaban allí tenía el mismo apellido que vosotras dos, así que vino a verme. Se alegró mucho de saber que yo era vuestra madre y de que habíamos logrado reunirnos».

«¡No me puedo creer que te encontraras a Christopher! -exclamó Nadia mientras nos sentábamos a escribirle una carta dándole las gracias-. El mundo es un pañuelo», dijo agitando la cabeza.

Mamá sacó las cosas de su maleta y nos dio a cada una una bandera pequeña del Reino Unido, junto con una caja de bombones de menta. Eran los bombones preferidos de Lela y los pusimos en su parte del colchón. Era tarde, pero mamá se remangó e hizo unos pasteles para la cena. Nadia y yo nos llevábamos la mano a la tripa mientras cantábamos a coro una de nuestras canciones favoritas. Hubiéramos querido ayudarla, pero el espacio que había junto al horno era demasiado pequeño como para que hubiera más de una persona al mismo tiempo. Los pasteles olían a pan recién hecho y los tomamos con mermelada para cenar, sentadas en el suelo.

Fue interesante todo lo que nos contó mamá de su viaje a Inglaterra, y yo le pregunté si iba a volver allí. Ella apartó el plato, agachó la cabeza y nos dijo que había encontrado una forma de volver a Sarajevo. Había un convoy de ACNUR que salía de Split en dirección a Sarajevo en menos de una semana, y se había inscrito para ir. Nadia dejó un bocado a medias y dijo asustada: «No puedes ir, ¡es demasiado peligroso! Los serbios te acribillarán a tiros si te pillan». Mamá no parecía escuchar.

«¿Crees que puedes ir allí sin más? -dije, encolerizada-. Están matando a todo el mundo y tú quieres volver, ¿estás loca?». Entonces empecé a llorar.

«Espera un poco hasta que se calme la situación», le rogó Nadia. Pero mamá se mostró inflexible. Ahora que sabía dónde estaba Mesha y que nosotras tres estábamos a salvo en Zagreb, estaba decidida a volver con papá y con nuestros hermanos pequeños. No quería estar más tiempo lejos de ellos, y quería volver a casa antes de que llegara el frío invierno. Nadia y yo nos miramos incrédulas. Mamá estaba decidida y no podíamos hacer ni decir nada para hacerla cambiar de opinión. Cuando Lela volvió y se enteró, mamá y nosotras tres nos pusimos a llorar en la cama, maldiciendo la guerra por llevarnos a aquella situación.

El sábado siguiente a primera hora, Nadia y yo fuimos con mamá a la estación central de autobuses. Lela quería haber venido, pero tenía que ir a trabajar. Mamá no dejaba de acariciarnos la cara y la cabeza. Estaba llorando, pero no dejaba de decir una y otra vez que tenía que irse y volver con el resto de la familia. Fue horrible verla marcharse, sobre todo porque no sabíamos si íbamos a volver a verla. Entre lágrimas y mientras veía cómo se alejaba el autobús, recé a Dios y le pedí por favor que no dejara que le pasara nada.

«¿Cómo vamos a apañárnoslas solas?», pregunté.

Secándose las lágrimas, Nadia dijo: «No lo sé, tendremos que conseguirlo de algún modo. Lo hemos hecho antes, Hana, podremos volver a hacerlo».

La entrevista

Atka

Para protegerse del aguanieve helado de noviembre y de las lluvias torrenciales, los guardias se fueron de nuestro patio y se instalaron en un puesto de guardia de madera improvisado que había a las afueras del colegio. El cielo estaba plomizo, y en nuestro refugio hacía tantísimo frío que ya no podíamos soportar bajar allí. Equipados como estábamos con capas de jerséis, gorros y guantes de lana, dormíamos en las cuatro camas plegables que teníamos en el salón. Allí hacía más calor que en el refugio y era más seguro que dormir en el piso de arriba.

El eco del fuego de los francotiradores viajaba por el aire. Yo me quedaba en la cama, resistiéndome a abandonar su calor. Después, una vez reunía fuerzas, me levantaba y me ponía otro jersey. Los niños, que ya estaban levantados, iban contando el número de disparos que oían. Yo saltaba una y otra vez para entrar un poco en calor y Emir se reía de mí y se escondía debajo del edredón. Aquellos días, los niños se quedaban en la cama todo el tiempo que querían; no había nada para lo que hubiera que levantarse.

La abuela estaba ocupada arrancando las páginas de los libros y echando también a la estufa unos viejos vaqueros que habían sido míos. Papá se había ido temprano para encenderle un fuego a Mayka, a quien, afortunadamente, aún le quedaba algo de carbón en el cobertizo del jardín para poder calentarse.

El agua de la garrafa estaba congelada en parte, así que la agité para romper el hielo y me salpiqué la cara con el agua medio derretida. Las manos y la cara me picaban de dolor.

«¡Atka!». Alguien llamaba desde la puerta. Era Aida, una conocida mía que trabajaba como intérprete para una agencia de noticias extranjera. Me sorprendió, porque hacía meses que no la veía, pero me sorprendí aún más cuando me dijo que los periodistas con los que trabajaba querían entrevistar a mi familia. «¿Por qué a nosotros?», pregunté mientras temblaba en la puerta.

«Están buscando historias de interés humano y yo les hablé de tu familia -me dijo- y de cómo tú y tu abuela habéis acabado cuidando de tus hermanos porque tu madre no puede volver a casa». Tras una breve charla, acordamos que esa misma tarde traería a los periodistas para conocernos. Me encantaba la idea, ¡podría ser toda una oportunidad! La espera de la visita levantó los ánimos; «¿Van a venir unos extranjeros a casa? -exclamó Selma-. Janna, vamos a ordenar bien toda la casa», dijo mientras se vestía apresuradamente debajo del edredón.

La abuela estaba preocupada: «¿Cómo vamos a recibir visita si no tenemos nada que ofrecerles, ni siquiera café o un poco de bizcocho?». La hospitalidad era una parte fundamental de nuestra cultura, y era bochornoso recibir a unos invitados con las manos vacías. «No te preocupes, abuela. Les ofreceremos algo de té y con eso bastará», dije yo tratando de tranquilizarla.

«¡Con té no basta! Voy a hacerles por lo menos un pastel de ortigas». Para ella era una cuestión de orgullo y no estaba dispuesta a ceder. Yo asentí.

Janna puso la mesa con un mantel grande de ganchillo y Selma colocó en medio un pesado jarrón de cristal, y yo me pasé toda la mañana mirando a la puerta una y otra vez, nerviosa, esperando a que apareciera papá. Me preocupaba que pudiera complicar a los periodistas hablándoles de sus ideas irracionales sobre la obtención de ayuda para Bosnia, algo que incluso a mí me parecía difícil de comprender. Afortunadamente, papá no había llegado aún cuando en frente de casa paró un jeep blanco con una gran placa identificativa de prensa en el capó. Aida y otros dos hombres, que llevaban botas de invierno, pantalones y chalecos antibalas, pasaron al recibidor. Estaban a punto de quitarse las botas, como era la costumbre, pero la abuela, sacudiendo la mano, les dijo que no se preocuparan.

«Hola, soy David», dijo un hombre alto y rubio con acento americano. Me dio la mano con firmeza.

El otro hombre, que llevaba un par de cámaras al cuello, extendió la mano y me dijo: «Hola, soy Laurent. Gracias por dejarnos venir a su casa para hablar con ustedes». Era francés. Yo respondí en inglés y les presenté a la familia. La abuela les dio la mano y después se apresuró a atender el té en la cocina. Los niños, que estaban sentados todos juntos en el sofá, estaban riéndose y cuchicheando entre ellos. David y Laurent se quitaron sus pesados chalecos antibalas, nos sentamos a la mesa y Aida nos ofreció a todos un cigarrillo. Empezamos a hablar de la guerra y de la dificultad de nuestra situación. Al cabo de un rato, Aida se levantó de la mesa y dijo: «Atka habla tan bien inglés que no me necesitáis. Tengo un amigo que vive por aquí cerca, ¿os importa que vaya a verle? Volveré en una hora aproximadamente». David asintió y Aida se marchó. Después, el periodista hojeó su bloc de notas hasta que encontró una página en blanco; entonces me miró y preguntó: «¿Empezamos?».

«Sí, claro», dije con esa sensación familiar de nerviosismo que solía asaltarme antes de los exámenes.

«Dime, ¿por qué estáis tu abuela y tú solas a cargo de los niños? ¿Dónde están tus padres?». Tuve que pensar la respuesta durante un momento porque no sabía muy bien cómo empezar. Le conté que, con el estallido de la guerra en Croacia, los serbios se habían apoderado del Ejército Popular Yugoslavo y de todas sus armas, con el poder que ello suponía. En ese momento mi hermano, como tantos otros, estaba cumpliendo el servicio militar obligatorio, y de repente se encontró sirviendo al enemigo. Las madres de Croacia y de Bosnia pusieron en marcha una activa campaña para que liberaran a sus hijos, y ello llevó a mi madre a implicarse en el movimiento de «Madres por la paz», del que se convirtió en una de las líderes. David escuchaba con interés y escribía mientras yo hablaba. Al poco tiempo me fui soltando y comprobé que todo lo que comentaba estaba escrito en el cuaderno de David. Las palabras salían de mi boca con total fluidez y no podía dejar de hablar a aquellos desconocidos, que tanto interés tenían en informar al resto del mundo de lo que estaba pasando allí. Ellos se mantuvieron en silencio y yo continué mi historia: «Desde la muerte de mis tíos, mi padre pasa la mayor parte del tiempo con su madre. Ella no está bien, así que solo quedamos mi abuela, de setenta y cinco años, y yo para organizar el resto».

Mientras hablaba, la abuela nos trajo unas tazas de té y un gran plato de pastel de ortigas, y aprovechó para disculparse con la mano en el pecho: «Por favor, perdónennos; esto es todo lo que podemos ofrecerles».

«Es un pastel de ortigas riquísimo, sírvanse, por favor; si no, la abuela se sentirá muy ofendida», dije. Ellos dudaron. Era evidente que se sentían incómodos aceptando comida de nosotros, pero la abuela insistió y, con mis ánimos, cogieron un trozo cada uno. La abuela dio un golpecito en el hombro a David y él le sonrió.

«Me alegro de que les guste», dijo ella, encantada. Después les llevó otro plato de pastel a los niños. Paramos un momento para comer; cuando terminamos, David me ofreció otro cigarrillo, me lo encendió, y yo aspiré hondo. Hacía tanto tiempo que no fumaba que esos dos cigarrillos seguidos me dieron dolor de cabeza.

«¿Cómo os las apañáis con todos estos niños? -preguntó él-. Seguro que echan de menos a su madre».

«Sí, pero así también están bien -respondí-. Nos tienen a la abuela y a mí».

Después, David preguntó cómo nos organizábamos en el día a día. «Comemos, dormimos y hacemos vida aquí en el salón. Es la única estancia que tratamos de calentar, pero es difícil mantenerla caliente si lo único que tenemos en las ventanas son tapas de plástico», dije señalándolas. Él me miraba de vez en cuando mientras escribía. Le hablé de Janna y Selma y de sus valientes esfuerzos para ir a recoger agua, lo cual a veces hacían incluso solas. Ellas oyeron su nombre y Janna me preguntó por curiosidad si estaba hablando de ellas. Se golpearon suavemente con el codo y Janna, esperando que David la mirara, dijo en voz alta: «Espero que pronto volvamos a estar todos juntos. Sería feliz durante el resto de mi vida». Yo se lo traduje a David, que le guiñó el ojo y lo escribió.

Laurent preguntó si podía hacer alguna foto de las niñas sujetando las garrafas de agua, así que Janna y Selma le llevaron fuera para enseñarle la larga y empinada escalera que teníamos que subir cada vez que íbamos a por agua.

A mí me interesaba saber qué estaba pasando en el resto del mundo pero, aparte de que Bill Clinton había sido nombrado nuevo presidente de Estados Unidos, lo cual ya sabía, a David no se le ocurrieron muchas más cosas interesantes que contar. Al poco tiempo la conversación volvió a llevarnos a la guerra. Estábamos de acuerdo en que el reciente ejército de Bosnia, pobremente armado y que estaba formado principalmente por civiles sin entrenamiento, no era rival alguno para el ejército serbio y, de hecho, los repetidos intentos del ejército bosnio de atravesar las líneas serbias que cercaban la ciudad fracasaban constantemente y terminaban dejando numerosas bajas. «El embargo armamentístico que ejercen las Naciones Unidas sobre Bosnia es totalmente injusto. Los bosnios deberían estar armados -decía David mientras golpeaba la mesa con su bolígrafo-, así al menos podríais defenderos».

«Estoy de acuerdo contigo. Lo irónico es que, cuando los serbios empezaron a atacarnos, tenían todas las armas del Ejército Popular Yugoslavo, mientras que nosotros estábamos completamente desarmados, así que lo único que hace el embargo de las Naciones Unidas, que se impuso para “promover la paz y la seguridad en la región”, es dejar que los serbios continúen asesinando. Nosotros no podemos defendernos, no tenemos armas -dije con amargura-. Si las Naciones Unidas estuvieran protegiéndonos de verdad no habría ningún problema, pero lo único que hacen es registrar el número de bombas que caen sobre la ciudad cada día, como si nosotros no pudiéramos contarlas. Nadie tiene ningún respeto por esa organización; la llamamos las Naciones Inútiles».

Ambos nos giramos cuando oímos que alguien abría la puerta del salón. «¿Qué tal vais?», preguntó Aida mientras entraba con Laurent.

«Genial, acabamos de terminar», respondió David apartando su cuaderno.

«Pues entonces vámonos», dijo Aida señalando la puerta. David y Laurent nos dieron las gracias y prometieron traernos una copia del artículo cuando estuviera terminado. Cuando se iban, Aida mencionó que a veces necesitaba un intérprete, y me preguntó si estaría dispuesta a ayudar. Respondí encantada que cuando quisiera.

Pocos días después de esa entrevista recibimos un mensaje de mamá a través de la radio de un radioaficionado, puesto que, aquellos días, sus transmisiones eran nuestra única forma de comunicación. Nos enteramos de que estaba en las afueras de Sarajevo e intentaba entrar en la ciudad cruzando el aeropuerto a pie. El corazón me dio un vuelco. Sabía que todas las noches moría mucha gente intentando cruzar aquella franja letal, y miré a la abuela, alarmada. «No te preocupes, Atka, rezaré por ella», dijo, y, cogiendo sus cuentas, se dirigió hacia su habitación.

Los niños, que no sabían el riesgo que estaba asumiendo mamá, recibieron la noticia entusiasmados. «Mamá, mamá», gritaba Tarik, saltando una y otra vez con los brazos al aire. Los gemelos le imitaron, y Janna y Selma se besaban y se abrazaban. Me contagiaron su entusiasmo, y cogí a Emir por debajo de los brazos y empecé a darle vueltas. «Yo también quiero, yo también», gritaban Tarik y Asko. Les di vueltas a los dos y me eché a reír cuando empezaron a tambalearse dando vueltas por la habitación a toda velocidad. No podían parar de hablar de la deliciosa comida que haría mamá cuando viniera. Sin embargo, a mí lo único que se me pasaba por la cabeza era que podía ser que no consiguiera burlar a los francotiradores, que tenían toda la pista a su alcance. Después fui a ver a Samra y a su novio, que intentaron tranquilizarme con un vasito de coñac y un poco de conversación.

Al día siguiente nos levantamos temprano, y cada vez que oíamos un ruido fuera de la casa, los niños corrían a la puerta para ver si venía mamá. Presa de la desesperación, corrí a ver a Aida y a David, cuya oficina estaba cerca de casa, para pedirles si podían contactar con las Naciones Unidas en el aeropuerto y rogarles que escoltaran a mi madre por la pista. Los dos lo intentaron, pero ninguno de los oficiales de las Naciones Unidas estaba dispuesto a escuchar, y por supuesto tampoco a ayudar. Volví a casa destrozada, y el resto del día transcurrió mientras esperábamos ansiosos. Al caer la noche, los niños fueron quedándose dormidos uno a uno, y la abuela y yo esperamos hasta después del toque de queda y terminamos quedándonos también dormidas.

Papá había estado con Mayka los últimos dos días y no sabía que mamá quisiera volver. Yo me dije a mí misma: «Si mamá no aparece por aquí mañana, tendré que contarle a papá qué está pasando». Al día siguiente seguíamos sin saber nada y cuando empezaba a anochecer y los niños ya habían dejado de mirar por la ventana, yo ya me sentía fatal a causa de la preocupación y me temía lo peor. Nadie oyó llegar a mamá; apareció como un fantasma en la puerta del salón, iluminado con velas. Su silueta oscura asustó a los niños, pero en cuanto les llamó, reconocieron su voz y corrieron a sus brazos. Los cinco la rodearon en un momento y ella, que intentaba abrazarlos a todos a la vez, no dejaba de besar sus cabecitas. La abuela y yo nos hicimos a un lado, llorando y mirándolos a todos. Yo me agaché también y abracé a mamá todo lo fuerte que pude. Mientras, la abuela se secaba las lágrimas con una esquina de su pañuelo y decía «Le doy gracias a Dios por que lo hayas conseguido. He estado rezando por ti todo este tiempo».

El pelo de mamá, que antes era oscuro, estaba ahora completamente gris, y ella parecía delgada y cansada. Le ayudé con su bolsa, grande y pesada. Mamá miró la estancia y se dejó caer en el sillón con un profundo suspiro. Emir se sentó en su regazo y no le soltó la mano, y Asko se acurrucó contra ella.

«¿Dónde está papá?», preguntó ella.

«Está con Mayka», respondió la abuela.

«Seguro que has traído un montón de comida -dijo Tarik, aplaudiendo emocionado -, ¿has traído salami?», preguntó mientras abría la cremallera de la bolsa. Selma y Janna hicieron lo mismo y, poco a poco, empezaron a desempaquetar todo.

«Mirad todo esto: hay café, judías, arroz, jabón y cientos de cartas», exclamó Janna, pasándole todas las cosas a Selma, que las iba dejando cuidadosamente en montoncitos sobre el suelo.

La cara de la abuela se iluminó: «¡Que Dios te dé larga vida por traernos café! Ahora mismo voy a hacer un poco», dijo golpeando suavemente el paquete. Mientras la abuela decía esto, se oyó una explosión en la distancia y mamá se puso de pie de un salto para intentar ir a cubierto. Los niños se rieron y le dijeron que no se preocupara porque ése no había caído cerca, y Janna hizo caso omiso al peligro con un gesto informal con la mano. Mamá volvió a sentarse en el sillón, desconcertada.

Selma se sentó a sus pies y dijo: «Cuando oigas un ruido fuerte y sordo, es el fuego de los tanques. Las bombas silban cuando van por el aire». En vez de asustarla, a mamá toda esta información parecía divertirle, viniendo de sus hijos pequeños.

«Yo creo que ese es un misil antiaéreo, mamá», dijo Tarik sin estar muy seguro y mirándome para pedir mi aprobación. Yo me puse a escuchar las ráfagas constantes y asentí. «Yo soy el soldado más joven», dijo él, y posó orgulloso. Mamá le miró con cariño.

«Mamá, los francotiradores son los peores», dijo Selma frunciendo un poco el ceño.

«Sí, yo los odio -dijo Janna poniendo mala cara-, especialmente a los de los fines de semana».

Mamá me miró pidiéndome una explicación. «Son hombres de Serbia y Montenegro que durante la semana tienen un trabajo normal y los fines de semana vienen aquí a dispararnos», dije yo. Mamá me miró horrorizada.

«Mamá, nunca vayas andando por el medio de la calle -le advirtió Janna-, pégate siempre a los lados. Las casas y los edificios son un buen refugio». Los niños explicaban todo con tanta seriedad que parecía que estaban hablando de las reglas de un juego. Asko se chupaba el dedo, y Emir seguía sin querer soltarle la mano a mamá. Estuvimos allí escuchando a mamá contarnos todas las penurias por las que había pasado, y mientras tomamos café y disfrutamos encantados cada bocado de la comida que había traído mamá. En circunstancias normales, el viaje desde Zagreb tardaba unas ocho horas en autobús, pero le había llevado casi un mes esquivar la red tan compleja que había de frentes y de zonas de intensos combates. Al no poder unirse al convoy de ACNUR que salía desde Split, mamá tuvo que esperar unos días antes de decidirse a arriesgarse e intentar hacer el viaje por su cuenta. Había hecho autostop con gente del mercado negro y había buscado refugio con extranjeros que se había ido encontrando por el camino. Milagrosamente, había conseguido llegar sana y salva al monte Igman, y se había quedado allí con una antigua amiga que vivía en la ladera. Una vez allí, esperó unos tres días hasta que surgió una oportunidad de cruzar la temida pista con un pequeño grupo de hombres que solían hacer contrabando de comida en la ciudad.

«Era de noche cuando salimos -continuó relatando mamá-. Nos escondimos detrás de un pequeño montículo en el lado de la montaña que había en la pista, y después avanzamos lentamente hasta una larga zanja llena de barro y rodeada de un alambre de espino. Tenía los brazos entumecidos del frío y de dolor de ir arrastrando la bolsa. El hombre que iba guiándonos conocía bien el camino y nos llevó hasta una apertura que había en el alambre. Finalmente, cuando consideró que ya no había peligro, fuimos saliendo poco a poco de la zanja y nos quedamos tumbados en el suelo esperando a que el grupo que iba detrás de nosotros nos alcanzara».

«¿Así que había más grupos?», pregunté yo.

«Sí -dijo ella-. Esa noche éramos cuatro en total. Estábamos a punto de cruzar la pista juntos, pero de repente nos vio un transporte armado de personal de las Naciones Unidas y alumbró en nuestra dirección. Vinieron hacia nosotros y algunos de los hombres huyeron presas del pánico. Al resto nos ordenaron subir a la parte de atrás del vehículo -mamá paró un minuto y se aclaró la garganta-. En medio de la confusión de la noche, las Naciones Unidas entendieron que estábamos intentando huir de Sarajevo, así que nos llevaron en coche hasta la ciudad. Nos dejaron en un puesto de control bosnio en Dobrinja, donde pasé la noche, y finalmente, hace tan solo una hora, conseguí que me trajeran en coche hasta la ciudad».

«Los francotiradores podían haberte matado -dije buscando su mano-. ¡No tienes ni idea de la suerte que has tenido!».

Sin embargo, los niños estaban mucho más interesados en saber algo de sus hermanas.

«¿Cuánto mide Hana? -dijo Janna-, ¿Nadia tiene el pelo muy largo? ¿Y Lela?».

«Mamá, ¿me echan de menos?», dijo Tarik reclamando su atención.

«Apuesto a que Hana tiene un montón de amigos en su nuevo colegio», dijo Selma. Parecía que nuestras hermanas estaban arreglándoselas en Zagreb, aunque ahora me preocupaba que estuvieran solas. Nos alegramos mucho cuando mamá dijo que había hablado con Mesha y que estaba a salvo en Macedonia.

Mientras nos describía su trabajo con los refugiados, no pude evitar preguntarle qué tal mis hermanas y cuánto tiempo podía pasar con ellas si estaba viajando tanto y atendiendo a otras personas. Mamá me miró e intentó explicar que, sin labores humanitarias, no tenía ningún otro medio de sobrevivir. La abuela dio a mamá una palmadita en la espalda y le dijo: «Has hecho lo que tenías que hacer. Tampoco ha debido ser fácil para ti».

A la mañana siguiente, mamá y los niños despertaron todos apretados en la cama. Mi primera intención al levantarme fue saltar de la cama, pero después volví a acurrucarme, aliviada por no tener que suplir más a mamá.

La espesa capa de niebla que envolvía la ciudad cubría todo hasta el punto de que lo único que podíamos hacer era imaginarnos cómo era la casa de al lado. Nos sentíamos como si estuviéramos en una nube.

Me sentía segura, convencida de que los francotiradores no podían ver con la niebla, así que me dirigí a Studio 99. Con la guerra en pleno auge y con varios meses de frío invierno por delante, nadie quería acudir a la universidad y las clases se suspendieron. Desde que volvió mamá, yo había empezado a trabajar a tiempo completo, traduciendo las noticias y editando programas locales. Aunque no me pagaban nada por mi trabajo, aparte de algún paquete de cigarrillos o algo de arroz de vez en cuando, me encantaba tener algo que hacer. «Genial, aquí está Atka. Ella puede encargarse», dijo uno de mis colegas en cuanto entré por la puerta.

Yo le miré confusa. «¿Encargarme de qué?»

«Necesitamos un informe de la situación del suministro eléctrico, y tú puedes hacerlo», y me dio un walkman.

«Pero yo nunca he escrito un informe», dije rechazando la idea. Intenté devolverle el walkman, pero se dio la vuelta y se fue. Yo miré al otro hombre que había allí de pie en la sala. Era el periodista con más experiencia de allí e infundía respeto. «No tengo ni idea de qué hacer», me quejé.

«¿A qué vienen esos nervios? No somos la CNN -dijo bromeando-. Tú busca a alguien responsable que pueda decirte qué es lo que pasa».

«De verdad, no puedo hacerlo», dije yo, inflexible.

«Escucha, tienes que encontrar respuesta a las siguientes preguntas: quién, qué, cuándo, dónde y por qué. Tan sencillo como eso», dijo.

«Está bien». Acepté ir, resignada, y me metí el walkman en el bolso.

«Atka -dijo mientras estaba saliendo por la puerta-, nadie va a cortarte la cabeza si esto no sale bien».

Anduve por las calles cubiertas de neblina hasta llegar al edificio de la empresa eléctrica, con la esperanza de no encontrarme a ninguno de esos perros hambrientos que vagabundeaban por la ciudad. Cuando llevaba un buen rato esperando en el vestíbulo, me llevaron hasta una de las oficinas del gerente. Era un hombre menudo y de aspecto negociador y me dijo que era el único que podía concederme unos minutos de su tiempo. Coloqué el walkman encima del escritorio intentando aparentar confianza y profesionalidad. Tenía las preguntas preparadas, así que pulsé el botón de grabado, pero no se oía ningún ruido y la cinta no parecía moverse. «Voy a comprobar las pilas», murmuré yo. Me temblaban las manos ligeramente cuando abrí el compartimento de las pilas y vi que estaba vacío. Me sentí una idiota. Él abrió un cajón, sacó cuatro pilas pequeñas y las puso sobre la mesa.

«Usa estas», dijo, mientras las hacía rodar hacia mí. Después de colocarlas en el walkman empezó a hablar. «Honestamente, sé poco más que cualquier ciudadano de a pie. Como todo el mundo sabe, tratamos de mantener el suministro eléctrico tanto a hospitales como a instituciones gubernamentales, pero incluso eso es complicado. Nos gustaría poder suministrar también algo de electricidad al resto de la ciudad, pero es imposible. Los serbios apuntan y destruyen los cables de transmisión y disparan a nuestros técnicos cuando van a repararlos. Han matado o herido a un número significativo de nuestros trabajadores».

Yo sabía bien de qué estaba hablando. Al hijo mayor de mi tía Tidja, que trabajaba para esa empresa, le habían herido hacía poco mientras estaba trabajando. Los médicos consideraron que era demasiado arriesgado manipular la bala, que se había alojado a apenas unos milímetros de su corazón. Curiosamente, era más seguro dejar la bala donde estaba que quitarla, así que a mi primo le dieron el alta a los pocos días.

Aunque la entrevista fue muy apresurada y no decía nada nuevo, se transmitió aquella misma tarde. Había hecho un buen trabajo y me sentía muy orgullosa. El editor jefe se acercó a mi colega Amna y a mí y nos pidió que pensáramos en una idea para un programa semanal de una hora de duración. Después de hablarlo mucho, decidimos hacer una serie dedicada a aquellos compañeros nuestros que habían perdido la vida. Como se había vuelto muy peligroso ir a los funerales, pensamos que al menos ese programa permitiría que familias y amigos pudieran rendir homenaje a las víctimas y despedirse de ellos. El editor apoyó la idea y nos dijo que esa misma semana tendríamos que tener el primer programa listo para la emisión.

Era reconfortante volver a ver a mis padres juntos, aunque papá seguía obsesionado con escribir llamamientos de ayuda a los líderes internacionales. Mamá y la abuela se quedaron al cargo de los niños y de las tareas de cada día, así que yo podía trabajar más. Veía a Mayka casi todos los días. Era como una niña pequeña, acurrucada en el sofá frente a la ventana de la cocina. Como era una persona mayor y pertenecía a la población «de riesgo», tenía derecho a una comida diaria de la Cruz Roja, que papá recogía y le llevaba dentro de un pequeño recipiente de metal.

A Mirza le dieron el alta en el hospital después de operarle por tercera vez. El muñón se le estaba curando poco a poco, y me enseñaba cómo se las apañaba para andar con una sola pierna. Merima se sentía de algún modo más segura viviendo en el sótano abarrotado que compartía con algunos familiares cercanos. Un canal de televisión extranjero había entrevistado a Mirza y a su familia y su historia había dado la vuelta al mundo. Una familia americana quiso ayudarles y contactó con el productor; en una ciudad llena de miedo y de esperanzas rotas, veíamos la posibilidad de cualquier ayuda externa con mucho escepticismo.

Con las primeras nieves, la temperatura bajó hasta casi helarnos. A menos once grados centígrados, el frío helaba hasta los huesos, y podíamos ver nuestra respiración en el aire helado. El agua de los bidones solía helarse durante la noche. Estábamos tan necesitados de leña que, al final, la abuela insistió en que echáramos abajo el gran cobertizo que había construido el abuelo y al que ella tenía muchísimo cariño. Cuando yo era más pequeña, solía pasar allí horas escondida leyendo cuentos rusos. No tardamos mucho en demoler ese antiguo cobertizo, y su madera nos mantuvo calientes durante unos días.

Una mañana, David, el periodista americano que me había entrevistado, aparcó su jeep en frente de casa. Había trabajado para él de traductora en unas cuantas ocasiones. «Voy a entrevistar a un radioaficionado de Gorazde, ¿puedes hacer de intérprete?». Yo fui corriendo a por mi chaqueta.

La mayoría de las noticias de los medios se centraban en Sarajevo, ya que al resto del país era muy difícil acceder y permanecía casi olvidado. El único medio de comunicación con Gorazde era a través de radioaficionados. Gorazde era un pueblo pequeño y predominantemente musulmán al este de Bosnia, rodeado de montañas. Era uno de los muchos pueblos y aldeas que estaban completamente bloqueados por los serbios. Los convoys de las Naciones Unidas intentaban llevar allí ayuda, pero los serbios casi siempre les obligaban a retroceder; como consecuencia, no llegaba ninguna ayuda y, hasta entonces, solo uno o dos periodistas extranjeros habían logrado llegar al pueblo.

Desde casa estábamos a unos dos minutos en coche por la colina hasta el centro de la ciudad. David aparcó al otro lado de la carretera del edificio de la Presidencia, donde iba a tener lugar la entrevista. En frente del edificio, el Ejército Bosnio había instalado dos puestos de control que consistían en grandes montones de sacos de arena y de alambre de espino. Los soldados, armados, comprobaron nuestros pases de prensa y nos dejaron pasar. Una vez dentro, la entrada estaba fuertemente vigilada y tuvimos que pasar por otro control de seguridad, y después nos llevaron a una sala en el piso de abajo, que estaba congelada.

Allí había un hombre muy delgado con guantes y chaqueta de esquí que estaba sintonizando una radio. El ruido que salía de la caja sonaba como si la radio estuviera detectando frecuencias en medio de una tormenta de viento. «Hola, soy Faruk -dijo a modo de presentación-. Dentro de nada tendremos a Gorazde en antena». Señaló unas sillas que había detrás de él y nos sentamos a esperar. Mientras, una camarera que llevaba un jersey gordo de lana nos sirvió un chocolate negro caliente. Me gustaba el trato especial que recibía cuando trabajaba con extranjeros; nadie me ofrecía café cuando trabajaba en Studio 99. Al poco tiempo escuchamos una voz débil en medio de las interferencias: «Sarajevo, ¿me oís?».

«Sí, te oímos, Gorazde, ¿estás listo?».

«Sí, adelante».

«¿Cómo describirías tu situación?», preguntó David, y yo traduje.

«¿Qué quieres que te diga? -dijo la voz al otro lado-. Estamos al borde de la catástrofe. La población ha aumentado con la llegada de refugiados de otras aldeas de alrededor y, sencillamente, no hay comida para todo el mundo. La situación es crítica. La gente sobrevive con menos de un trozo de pan al día, como mucho». A veces, su voz era muy débil y tenía que concentrarme mucho para escuchar bien todo lo que decía. Le traducía a David y él iba tomando notas.

«¿Los bombardeos son intensos?», preguntó David.

«Sí, los serbios han estado disparándonos con todo lo que tenían: artillería pesada, tanques, morteros, misiles antiaéreos y ametralladoras. Es difícil contabilizar las bajas que hay cada día, y el número va cambiando de un día para otro. Los heridos los trata un grupo de médicos saturado de trabajo que está haciendo verdaderos milagros. La falta de suministro médico y de anestésicos básicos hace que su trabajo sea casi imposible, maldita sea».

La entrevista se alargó otros veinte minutos y después fuimos a un edificio, ahora desierto y parcialmente destruido, que solía albergar un banco. La AP1 estaba situada en la tercera planta. Mientras subíamos las escaleras, David me contó que había un grupo de periodistas y fotoperiodistas extranjeros que estaba a punto de emprender un arduo y peligroso viaje hasta Gorazde, atravesando las montañas nevadas. «Si no les disparan, morirán congelados -repuse yo-. Están yendo directamente a la boca del lobo».

La oficina de la AP tenía electricidad y un pequeño calefactor en el suelo que despedía aire caliente. Aida estaba comprobando las radios manuales. Me presentó a un fotógrafo recién llegado, Mike, de Tejas, que estaba sentado zampándose unos fideos precocinados. El delicioso aroma a pollo era un recordatorio cruel del hambre.

David se sentó en frente del ordenador y empezó a escribir. Me hizo unas cuantas preguntas relacionadas con la entrevista y le di explicaciones más detalladas. Mike me miró y me preguntó: «¿Dónde has aprendido inglés?».

«En el colegio», respondí.

«¡Vaya! Yo aprendí español en el colegio y solo me acuerdo de una o dos palabras. Los colegios comunistas debían ser duros», dijo, y se apoyó en su silla estirando sus largas piernas.

«Supongo -respondí-. ¿Sabes mucho acerca de Bosnia?».

«Bueno, me imaginaba que iba a ver las carreteras llenas de porquería y a la gente viviendo en chabolas. No creía que fuera a encontrarme con un país tan moderno que tiene incluso televisión por cable».

Aida y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco. Sus comentarios eran los típicos que hacían los extranjeros que no sabían casi nada acerca de nuestro país. «¿Entiendes bien la situación que hay aquí ahora mismo?», pregunté.

«Lo intento -respondió él-, pero es difícil porque todos tenéis el mismo aspecto: serbios, croatas y musulmanes. No veo la diferencia». Mike se levantó y se colgó las cámaras al cuello: «No entiendo cómo los serbios han podido volverse contra vosotros después de haber convivido durante tanto tiempo». Sacudió la cabeza.

«Eso es porque Bosnia se ha convertido en un país independiente, pero la mayoría de los serbios no quieren reconocerlo -expliqué yo-. Pasa lo mismo con Croacia. La mayoría de los serbios de la antigua Yugoslavia creen que, vivan donde vivan, esa tierra debería pertenecer a Serbia».

«¿Y por qué el conflicto es mucho mayor aquí que en Croacia?»

«Bueno, más de un tercio de la población de Bosnia es serbia, mientras que en Croacia son solo una pequeña minoría».

Aida se levantó y se puso la chaqueta. «Yo antes estaba casada con un serbio -dijo-, pero le dejé hace años».

«¿En serio? ¿Le dejaste porque era serbio?», preguntó Mike.

«No, lo dejé porque era un capullo», respondió ella sin más. Todos nos reímos.

David estaba hablando por el teléfono vía satélite con su oficina de París, y Mike y Aida se despidieron y se fueron. Yo envidiaba la facilidad con la que ellos podían llamar al exterior. David terminó de hablar y, para mi sorpresa, me pasó el teléfono: «¿Quieres llamar a alguien?».

Yo le miré y dudé, porque sabía lo carísimo que era usar uno de esos teléfonos. «Sí, por favor. Mis hermanas están en Croacia, pero no tengo aquí su número -dije-, ¿puedo traerlo la próxima vez y llamarlas?». Él aceptó sin problemas.

Más tarde, cuando estaba contándole en casa a todo el mundo que iba a poder llamar a mis hermanas desde la oficina de la AP, oímos un ruido ensordecedor en el jardín. Eran dos niños que estaban talando nuestro ciruelo. Papá les persiguió pero ya era demasiado tarde y ya no pudimos salvar el árbol, así que lo cortamos para hacer madera. Ese árbol llevaba toda la vida en el jardín, y yo aún recordaba el sabor de la mermelada que habíamos hecho con las ciruelas del verano anterior. La madera, aún verde y húmeda, ardía muy lentamente y casi no daba calor.

1 La AP (Associated Press) es una agencia de noticias estadounidense, fundada en Nueva York en 1846 y con más de trescientas sedes en todo el mundo. Además de aglutinar periódicos y cadenas de televisión, posee una de las mayores redes de radio de Estados Unidos y un enorme archivo fotográfico digital. (N. de la T.) 

Encuentros Inesperados

Hana

Estaba sola en casa intentando estudiar, pero era difícil concentrarse. Tenía hambre y me sonaba la tripa. Nos habíamos quedado sin comida y todavía quedaban unos días para que nos dieran la siguiente ración. Después, al oscurecer, oí que alguien abría la puerta de casa; era Nadia, que traía una bolsa de plástico pequeña: «¡He traído pan y huevos! -dijo, y se quitó la chaqueta-. Mira todo esto: lo he comprado con el dinero que he conseguido con las propinas de hoy».

«¡Me has salvado! ¡Me muero de hambre!», exclamé. Mientras se freían los huevos me fui bailando al recibidor, moviendo la cuchara de madera. Los huevos estaban buenísimos, y el simple olor a comida nos ponía de buen humor.

«Siento lo de anoche», dijo Nadia, untando el pan con los huevos. Nadia, Lela y yo siempre intentábamos llevarnos bien, pero últimamente habíamos estado peleándonos y discutiendo mucho, y nos enfadábamos hasta por las discrepancias más absurdas.

«No eres tú la que me grita; es Lela».

«Ya lo sé, pero tampoco es fácil para ella -dijo, entristecida-. Está preocupada por muchas cosas: mamá, la familia, pagar las facturas, el alquiler… Al ir a trabajar esta mañana sin desayunar, me he pasado todo el día preguntándome si me darían suficiente propina para comprar comida para cenar esta noche».

«Ojalá estuviéramos en casa -dije melancólica-. Si estuviéramos todos juntos en Sarajevo, todo sería mucho más sencillo. Estoy preocupada por mamá… ¿Cómo va a llegar a Sarajevo por su cuenta?». Mamá había llamado la noche anterior desde Split antes de salir, pero ya hacía dos semanas de eso y desde entonces no habíamos tenido noticias.

Mientras extendía bien el periódico arrugado que había traído del trabajo, Nadia dijo: «No te preocupes; seguro que estará bien. Anoche soñé con la abuela, que llevaba su pañuelo rojo y me sonreía. Es una buena señal».

Deseaba creer en los sueños, como hacía Nadia. Miramos los titulares del periódico; la mayoría de los artículos trataban de la guerra en Croacia y sobre la escalada de violencia en Bosnia. El creciente número de refugiados que llegaban a Croacia estaba poniendo muy a prueba la economía. «¿Y qué pasará si nos echan de aquí?», dije de repente, aterrorizada.

«Si lo hacen, que lo hagan. No seremos las únicas», dijo Nadia mientras pasaba de página.

La idea de volver a mudarme me horrorizaba. Envidiaba la vida de mis compañeros de clase, tan feliz y sencilla. Vivían en casa con sus familias, y eso era justo lo que yo deseaba tener.

«¿Hay alguna carta de la Cruz Roja?», preguntó Nadia, levantando la mirada. Yo negué con la cabeza. Había mirado casi todos los días, pero hasta ahora no habíamos recibido nada en el buzón. Nosotras enviábamos cartas a Sarajevo con regularidad, pero no estábamos seguras de si la familia las recibía. «Volveré a mirar el martes, cuando vaya a recoger la comida -dije, recogiendo los platos-. Relájate, voy a fregar yo».

Era casi finales de octubre cuando Nadia y yo fuimos al estudio de Bellas Artes, donde trabajaba el hermanastro de papá, Damir. El edificio antiguo de ladrillo donde se encontraba el estudio estaba al final de una callejuela estrecha, muy cerca de la calle principal. Con cierto reparo, llamamos al timbre y apareció en la puerta un hombre alto y delgado con una bata de pintor. Cuando le dijimos quiénes éramos, se limpió las manos de pintura y nos dio un beso en la mejilla. «Bienvenidas, niñas. Me alegro mucho de veros. Habéis crecido muchísimo», dijo, haciéndose a un lado para que entráramos. Su cara alargada y su frente grande me recordaban a papá, lo cual volvía a provocarme cierta nostalgia. «Pasad. Voy a hacer un poco de café», dijo, guiándonos hasta la cocina del piso de arriba, en el entresuelo. Desde allí se veía una sala grande y luminosa llena de lienzos y botes de pintura. Damir encendió la cafetera y, mientras esperábamos a que hirviera el agua, estuvimos hablando de la guerra y de la muerte de Nako y Zoran.

«Qué tragedia. Yo solo les había visto en una ocasión -dijo mientras colocaba las tazas sobre el banco de trabajo-. Me pregunto qué destino le espera a Bosnia. Deben estar pasándolo fatal». Nosotras nos quedamos en silencio.

Damir cogió el azucarero, que estaba en una balda. Siempre había sido alguien misterioso para nosotras y no creía que fuera a importarle que le preguntáramos por su pasado. «Damir, nunca nos han hablado mucho de ti… ¿Cómo es que nuestro abuelo es tu padre?».

Él sirvió el café, se dio la vuelta y nos miró con curiosidad: «¿No sabéis lo que pasó?».

«No. Al menos no la historia completa», respondió Nadia mientras Damir removía el café.

Él le dio una taza e indicó con la mano que nos sentáramos en un viejo sofá. Él se quedó de pie, apoyado sobre la mesa en frente de nosotras, y encendió un cigarrillo: «Vuestro abuelo conoció a mi madre aquí, en Zagreb, mientras trabajaba en una de sus obras de teatro. Pese a que estaba casado y con hijos, tuvieron una aventura. Después de que él se marchara, mi madre se enteró de que estaba embarazada». Él exhaló y movió la mano para apartar la nube de humo.

«¿Y qué pasó entonces?», preguntó Nadia, bebiendo un sorbito de café.

«En esa época era un escándalo -suspiró él-. Los padres de mi madre eran muy católicos y, cuando se enteraron de que estaba embarazada, la echaron de casa».

«Qué horror», dijo Nadia.

«Lo fue -dijo, agachando la cabeza y arrojando la ceniza a un cenicero-. Cuando yo nací, mi madre no podía mantenernos a los dos y tuvo que llevarme a un orfanato».

Yo me quedé con la boca abierta: «¡Un orfanato! No teníamos ni idea». Nadia y yo nos miramos. «¿Te criaste allí?», pregunté.

«Sí; hasta que cumplí dieciocho años. Mi madre me visitaba con frecuencia».

«¿Y ahora dónde está?», dijo Nadia.

«Vive aquí, en Zagreb. Tuvo una crisis y nunca se recuperó del todo; así que ahora la cuido yo». Apagó el cigarrillo y en seguida encendió otro.

«¿Cuándo te enteraste de que nuestro abuelo era tu padre?», pregunté.

«Hace solo ocho años, cuando me enviaron a Sarajevo a hacer el servicio militar obligatorio. Entonces fue cuando mi madre me contó por fin quién era mi padre y de dónde era. Después de una larga búsqueda, encontré su casa y conocí a vuestra abuela. Ella me dijo que su marido había muerto hacía un año, y en seguida llamó a vuestro padre. Fue entonces cuando fui a veros a vuestra casa».

Nadia sonrió. «Recuerdo aquel día. Cuando te vi, pensé que el abuelo había venido de entre los muertos».

Él se echó a reír. «Sí, todo el mundo me decía que, de todos sus hijos, yo era el que más se parecía a él… Vamos, chicas, os voy a enseñar en lo que estoy trabajando». Intrigadas, le seguimos por unas escaleras estrechas. Yo estaba hipnotizada con todas las imágenes coloridas que había a mi alrededor; era como si estuviéramos en otro mundo. Había lienzos de vivos colores que colgaban de las paredes y mostraban, sobre todo, temas religiosos. Sobre un caballete que había en una esquina había una pintura medio acabada de un Cristo. «Esto es en lo que estoy trabajando actualmente». Yo me quedé impresionada por el talento de Damir, y le dije que sus pinturas me parecían preciosas. Él me sonrió: «Créeme que lo intento, ¡puede que algún día me convierta en el mismísimo Miguel Ángel croata!».

Nos quedamos un rato y le vimos pintar. La luz se estaba yendo y pensamos que era hora de irse. Damir urgó en su bolsillo y nos dio algo de dinero. «Venid a verme siempre que podáis. Ojalá pudiera ayudaros más, pero los artistas no ganamos mucho». Nosotras no queríamos coger su dinero, pero él insistió: «Me ofendéis si no lo hacéis», y nos guió hasta la puerta.

El camino hasta el tranvía estaba oscuro y lóbrego. «¿Verdad que es simpático? -dijo Nadia-. Me alegro de que por fin hayamos venido a verle».

La clase estaba caliente y bien iluminada. Nos pusimos de pie para saludar a la profesora de historia, que tenía cincuenta y tantos años y cierto aspecto de ser una mujer tranquila pero autoritaria. «Vamos a repasar lo que hicimos la semana pasada. -dijo, hojeando la gran libreta verde que tenía en la mesa y que contenía los nombres y las notas de todos los alumnos-. ¿Algún voluntario?». Nos miró por encima de sus gafas de leer. Yo levanté la mano y segundos después estaba de pie junto a la pizarra, de frente a la profesora. Ella me preguntó detalladamente acerca de los orígenes de la Primera Guerra Mundial. Yo había estudiado mucho y, aunque estaba nerviosa, en seguida respondí todas sus preguntas correctamente. Al cabo de quince minutos me ordenó que volviera a mi asiento. «Ahí tenéis a una alumna ejemplar -le dijo a la clase-. Tienes un sobresaliente».

Cuando volví a mi pupitre me acordé de Atka. Sabía que estaría muy orgullosa de mí. Los elogios de mi profesora me llenaron de confianza y me animaron a seguir estudiando duro. Las largas horas pegada al libro de texto tuvieron como fruto unas buenas notas.

Me cambiaron a un pupitre en la parte delantera de la clase, junto a una niña llamada Klaudia, y mis compañeros solían pedirme ayuda con los deberes. Por fin podía alegrarme de tener amigos con los que poder jugar a la hora de comer, y de no tener que comer yo sola. Era una sensación genial la de que me aceptaran y me apreciaran por mi habilidad académica. Me había metido por completo en la vida del colegio y me había hecho amiga de todo el mundo.

Nadia y Lela hacían muchos turnos, y la mayoría de los días estaba yo sola en casa cuando volvía del colegio. No había radio ni televisión, y no había mucho que hacer aparte de estudiar. El único ruido que había era el del crujido de mis libros y el del constante tictac del pequeño despertador que había encima de la mesa. A veces solo oía mi propia respiración. Era raro estar en una casa tan vacía; echaba de menos el ruido de casa y estar con mis hermanos pequeños mientras jugaban y se perseguían por toda la casa. Aunque antes solía molestarme, echaba de menos incluso el sonido de fondo de la música favorita de papá. No teníamos fotos de la familia, y yo solía tumbarme en el colchón con los ojos cerrados e imaginármelos a todos. No quería olvidar cómo eran.

Como sabía que me daba miedo estar sola después de que oscureciera, una noche Danica me invitó a su casa. En cuanto entré me sentí atraída por un delicioso olor a carne asada que llegaba desde la cocina. Andrea estaba sentada a la mesa con su abuela, que estaba ocupando tejiendo. Danica me la presentó y ella levantó la mirada para saludarme.

Andrea y yo fuimos a su habitación, donde pasamos la noche hablando y jugando a las cartas. No tenía hermanos, y siempre decía que yo tenía mucha suerte de tener una familia grande. Hablamos de nuestra comida favorita y, cuando le dije que me gustaban las tortitas con chocolate, le pidió a su abuela que nos hiciera algunas. Un poco más tarde, el padre de Andrea llegó del trabajo y entró a su habitación a saludar. Yo me sentía segura y me hubiera gustado no tener que volver a casa. Desde entonces, Andrea y yo jugábamos juntas todas las noches y llegamos a conocernos muy bien.

Se acercaba la fecha de la entrevista de la profesora con alguno de mis padres y en una ocasión, estando en su casa, le pregunté a Danica si podría acudir ella en lugar de mis hermanas, que ese día trabajaban. Ella dijo que estaría encantada de ir.

Un viernes sombrío después del colegio, fui a la Cruz Roja para ver si había alguna carta de Sarajevo. Había mucha cola y, mientras esperaba, vi algunas caras familiares. «Menuda maldición esto de ser refugiado», oí decir con amargura a un hombre mayor. Según avanzaba la guerra, la gente iba volviéndose cada vez más irritable y menos amable. Le di mi carné de refugiada a la mujer que había detrás del mostrador y ella, después de buscar entre un montón de cartas que tenía en la estantería detrás de ella, sacó un sobre azul. Vi nuestros nombres y reconocí la inconfundible letra de papá.

Cuando Nadia y Lela volvieron del trabajo, leímos la carta juntas. Papá hablaba de todo aquello por lo que estaban pasando. Los niños estaban muy delgados y no estaban creciendo mucho, papá había perdido mucho peso y Selma y Janna iban de vez en cuando a la escuela de guerra, que tenía lugar en uno de los pisos del barrio. Atka había dejado de estudiar, pero seguía trabajando en la emisora.

La carta también incluía entradas del diario que había escrito Janna. Nadia empezó a leer una de ellas en voz alta: «Zoran ya no está con nosotros. Salió a comprar el pan, y en ese momento se oyó una bomba y gente gritando. Poco después, alguien fue a decirle a Merima que habían matado a Zoran. No sé cómo pudo soportar Merima ese momento, pero sé que fue duro: Mirza y Haris sin padre; es triste, ¿verdad?». Con lágrimas en los ojos, Nadia le dio la carta a Lela y le pidió que leyera el resto porque ella no podía. Lela continuó:

«Vosotros que empezasteis la guerra,

Vosotros que matáis a nuestros seres queridos,

Vosotros que quemáis nuestros hogares,

Arrojad vuestras armas,

Deshaceos de todas esas horribles cosas que nadie necesita, Nunca separaréis nuestro corazón de la gente que ha muerto, Porque siempre vivirán en nuestra cabeza».

«La pequeña Janna… No parece que tenga nueve años, ¿verdad?», dijo Nadia sacudiendo la cabeza. Aunque era una carta muy triste, al menos sabíamos que todos seguían vivos, y la esperanza de volver a verles nos animaba a continuar.

A finales de mes, Nadia y Lela cobraron sus salarios. Después de pagar el alquiler y las facturas, quedaba suficiente dinero como para preparar un paquete de comida para nuestra familia. Compramos paquetes de arroz, harina, azúcar, café y pasta y, en un sobre aparte, enviamos cincuenta marcos alemanes que había conseguido ahorrar Lela con las propinas. Lo enviamos todo a Split. Mladena, la recepcionista del hotel que se había ocupado de nosotras, nos dijo que ella lo enviaría con uno de los periodistas extranjeros. Por fin éramos capaces de hacer algo para ayudar a nuestra familia.

Los golpecitos en la ventana me asustaron. Fuera estaba oscuro y me quedé helada durante un momento, convencida de que era un ladrón. «Soy Danica, ¿hay alguien en casa?». Me alivió saber que era ella y corrí a la puerta principal.

«Vaya susto me has dado», dije, y la dejé pasar.

Danica sonrió. «Acabo de volver de la entrevista con tu profesora», dijo, de pie en el recibidor. Yo estaba a la espera de saber qué tenían que decir de mí los profesores y me alegró saber que estaban muy contentos con mi trabajo. «Solo tienen buenas palabras por tus buenas notas y por tu buen comportamiento. Sigue así». Le di las gracias por haber ido, y ella añadió: «Esperaba poder hablar con alguna de tus hermanas».

«Volverán del trabajo dentro de una hora, ¿quieres que les dé algún recado?».

Danica me dijo que había pensado que, como yo seguía en el colegio y me iba bien, sería mejor que me mudara con su familia. Esa noche, en la cama, hablé con Nadia y Lela. Se me hacía extraño comentar la invitación de Danica y, aunque era difícil, acordamos que era una buena idea económicamente hablando, puesto que entonces ellas no tendrían que preocuparse más de mantenerme. Lela mencionó que le hubiera gustado haber podido ir también ellas dos al instituto, pero que sin expediente académico nadie habría querido admitirlas. «Además, así tendremos más sitio en el colchón», bromeó Nadia.

«Solo me voy a la casa de al lado; nos veremos todos los días».

Unos días después, llevé mi ropa y mis libros a casa de nuestra casera. Andrea ya había vaciado dos de sus cajones para mí. En su habitación no había espacio para otra cama, así que pusimos un colchón en el suelo. Jugamos con la nieve del patio e hicimos un muñeco de nieve. La abuela de Andrea nos dio una zanahoria y una olla vieja y las usamos para hacerle la nariz y un sombrero.

Esa noche oí unos pasos debajo de la habitación de Andrea y vi a Nadia abriendo la puerta de su casa. Mientras hablábamos, Danica entró en la habitación con una sartén pequeña en las manos y se la acercó a Nadia por la ventana. «He hecho un guiso para cenar y queda bastante para vosotras, ¿os apetece un poco?».

Ella aceptó agradecida. «Será estupendo probar algo de tu comida casera, por variar».

La familia de Andrea me trataba como a una más de la familia, y yo me encontraba muy cómoda con ellos. Al menos una vez a la semana, Danica daba a mis hermanas unas ollas de comida caliente. A veces les hacía un pastel y, de vez en cuando, cuando me preparaba para ir al colegio, me encontraba a Nadia y a Lela en la cocina, tomando un café con Danica. Trabajaban muy duro para pagar el alquiler y comprar comida, así que era agradable ver que también se las cuidaba.

Las ramas del manzano que había en el jardín delantero estaban cubiertas por una capa de nieve recién caída. La manta blanca del invierno convertía el barrio entero en un paisaje mágico. De repente, mientras estaba hablándole a Andrea de las vistas que teníamos en casa de las montañas de Sarajevo, sonó el teléfono.

«¿Hola?», dije al cogerlo. Se oía un chisporroteo.

«¿Hola? -oí decir al otro lado del teléfono-. Llamo desde Sarajevo; estoy intentando localizar a mis hermanas». En seguida reconocí la voz de Atka y le dije a Andrea con la mano que fuera a buscar a mis hermanas.

«¡Atka! Soy Hana, ¿cómo estás?». Estaba contentísima de oír su voz después de tanto tiempo. Atka llamaba desde un teléfono por satélite, así que tenía que ser breve. Hablamos deprisa y con urgencia, y nuestra voz resonaba de fondo. La vida en Sarajevo estaba siendo muy dura, y solo podían sobrevivir a base de pequeñas cantidades de comida, pero todos seguían vivos y nos alivió saber que mamá había conseguido llegar a casa. Hacía muchísimo frío y estaba siendo difícil para ellos mantenerse calientes. Lamentablemente, no habían recibido el paquete de comida que les habíamos enviado, pero sí el dinero, curiosamente. Me quedé hecha trizas cuando supe que habían herido gravemente a Mirza. Atka estaba justo hablándome de la gente a la que habían matado cuando Lela entró. «Aquí está Lela -grité-. Habla deprisa, Atka no puede estar mucho tiempo al teléfono», dije mientras le pasaba el auricular.

«Atka, no me puedo creer que seas tú -dijo Lela aturdida y empapada en lágrimas-, ¿están todos vivos?».

Yo me quedé allí de pie escuchándola y le oí hacer todas las preguntas que ya había hecho yo. Después puso un gesto trágico y empezó a temblarle la voz mientras agarraba el auricular: «¿Cómo le mataron?». Yo la miraba alarmada y ella, con la cara pálida, me dio el teléfono.

«Tengo que irme -resonó la voz de Atka-. Os queremos. Cuidaos mucho. Intentaré volver a llamar». Entonces se perdió la comunicación y no pude añadir nada.

«Lela, ¿a quién han matado?», dije agarrándola del brazo.

«A Senad -dijo aturdida-. Le ha disparado un francotirador».

Senad, su novio, era solo un año mayor que ella. «¿Cuándo?», le pregunté.

«No me hagas más preguntas», dijo, y salió corriendo de casa. Dejé escapar un gemido y salí detrás de ella. La encontré llorando en su habitación, con la cabeza debajo de la almohada. Yo no sabía qué hacer y no paraba de decirle que no llorara, pero ella no parecía escucharme. «Han herido a Mirza y están matando a todos. Al final seremos las únicas que queden vivas», dijo llorando.

«No digas eso». Yo estaba asustada e intenté tranquilizarla, pero ella no reaccionaba. Le di un vaso de agua con un poco de azúcar, que era lo que solía darnos la abuela si alguna vez nos hacíamos daño jugando. Lela ni siquiera quiso mirarme. Me sentía impotente, así que me senté al borde del colchón y esperé a que Nadia llegara a casa. Cuando se enteró de lo que había pasado, se tumbó al lado de Lela y empezó a hablarle despacito. Yo no podía escuchar lo que le decía, pero al cabo de un rato Lela empezó a tranquilizarse y Nadia se quedó con ella hasta que se durmió.

Al día siguiente, de camino al colegio, paré a comprobar qué tal estaba Lela. Nadia estaba vistiéndose y me dijo que Lela estaba un poco mejor y que ya se había ido a trabajar. En el colegio intenté disimular que no pasaba nada, pero no podía parar de pensar en Lela y, en cuanto sonó el timbre, corrí a casa para ver qué tal estaba. La puerta estaba abierta y Lela estaba sola, tirada en el colchón. Al principio pensé que estaba dormida, pero me entró el pánico cuando vi que no respiraba. Intenté despertarla gritando su nombre y sacudiéndola, pero no se movía. Después vi que había un bote de pastillas en el suelo, y entonces empecé a sentirme fatal y fui corriendo a casa de Danica, pero no había nadie. Con las manos temblando, llamé a una ambulancia y, cuando volví a donde estaba Lela, seguía sin moverse. No dejé de zarandearla y pedirle que se despertara, y entonces oí la sirena de la ambulancia. Los médicos entraron, la pusieron en una camilla, y me dijeron que llamara al hospital en unas horas.

Me acurruqué en el colchón, llorando y rezando por que se recuperara. Nadia llegó unas horas después y se fue directa al hospital. Cuando volví a casa de Danica me quedé despierta dando vueltas hasta bien entrada la noche, y en ese momento oí que Nadia pasaba silbando bajo la ventana. «Está estable -dijo-, pero van a tenerla ingresada unos días. Tomó demasiadas pastillas…». «Gracias -pensé yo-. Gracias por no dejarla morir». A la vuelta del hospital tres días más tarde, Lela parecía exhausta, y sus llamativos ojos verdes resaltaban en su cara pálida. Estuvo en cama durante un tiempo, sin hablar mucho y comiendo muy poco. Lentamente empezó a recuperarse, y al final recuperó parte de su alegría de siempre. Nunca me habló de ese día y yo no volví a mencionárselo.

En Croacia, la Navidad era la fiesta más importante del año, mientras que en Bosnia, la celebración más grande era el día de Año Nuevo. Bien abrigados, mis amigos del colegio y yo dimos un paseo por la plaza principal y comimos castañas asadas. La bulliciosa plaza y las calles adyacentes parecían sacadas de un cuento de hadas. Había abetos cuidadosamente colocados a los que habían colgado muchas luces brillantes y otras baratijas llamativas. Había también adornos de Navidad preciosos que brillaban en los escaparates, y los suelos de las tiendas estaban cubiertos de una nieve en polvo brillante.

Al volver a casa me encontré a Danica en la cocina preparando carne y pasteles para la cena de Navidad. La mesa del salón estaba puesta y tenía cubertería de plata y vasos de cristal. La televisión estaba encendida. Yo me puse también manos a la obra y ayudé a Danica a traer cosas. Mientras llevaba un plato de comida de la cocina, se me ocurrió mirar la pantalla y estuve a punto de derramarlo. Cogí el mando y subí el volumen de la televisión. «Mi primo Mirza está saliendo por la tele», grité. Todo el mundo vino corriendo y nos quedamos todos de pie en medio del salón mirando la pantalla.

Andrea me rodeó con el brazo y, en silencio, vimos a un periodista americano entrevistando a Mirza. Mi primo era muy elocuente y hablaba con claridad. En la noticia, el periodista llevaba a Mirza y a Merima al cementerio. Era muy doloroso ver a Mirza con las muletas, visitando la tumba de su padre por primera vez. La noticia terminaba con antiguos vídeos de familia donde aparecía Mirza esquiando. Pensé en la última vez que le había visto y me acordé de cómo solía hacernos carreras en nuestra calle. Le consideraba un chico valiente y me sentía muy orgullosa de él.

En Año Nuevo recibimos una llamada inesperada de nuestro hermano Mesha. Estaba en Zagreb, así que, en cuestión de minutos, estábamos las tres de camino a la mezquita de la ciudad para verle. Ser refugiadas nos había enseñado a actuar con rapidez y a hacer pocas preguntas. La última vez que le habíamos visto había sido en marzo de 1991, en un andén de la estación de Sarajevo. Aún no nos habíamos recuperado de la gran fiesta que habíamos tenido la noche anterior, pero toda la familia habíamos ido a decirle adiós porque se iba a hacer el servicio militar. En aquel momento, el Ejército Popular Yugoslavo se consideraba el protector del país, y toda la nación lo respetaba. Nuestro hermano iba a servir a su país, y para todos nosotros era un motivo de orgullo. Cantamos mientras el tren salía de la estación, sin tener ni idea de los terribles momentos que estaban por llegar.

Vimos a Mesha de pie en el vestíbulo de la mezquita, junto a un grupo de gente. Llevaba pantalón vaquero, una chaqueta marrón muy fina y el pelo corto, y parecía más grande y más mayor de lo que le recordaba. Abrazó a Nadia y a Lela y a mí me levantó por los aires y empezó a darme vueltas. Antes, Mesha casi nunca nos abrazaba, pero ahora no quería soltarnos. Nuestras vidas habían dado un giro desde la última vez que nos vimos hacía veintidós meses. Con nuestro hermano mayor con nosotras, me sentía más segura y más cerca de casa.

«Pareces muy mayor», dijo Nadia mientras se alejaba para mirarle bien. Mesha levantó las cejas y sonrió con tristeza.

«Vayamos a algún sitio donde podamos hablar», sugirió. Tan emocionadas estábamos de verle que no dejamos de pellizcarle durante todo el camino hasta que llegamos a la cafetería más cercana. Dentro había mucho humo y nos sentamos en una mesa cerca de la ventana. Lela pidió bebidas para todos, y Mesha cogió su tabaco. Se echó hacia atrás en la silla y nos miró diciendo: «Las tres sois ya unas adolescentes».

«Mesha, hace casi dos años que no nos vemos», dijo Nadia al tiempo que cogía uno de sus cigarrillos.

«No deberías fumar», dijo Mesha frunciendo el ceño.

«Solo fumo uno o dos al día; me tranquiliza», respondió ella en tono defensivo.

Mesha escuchó todo lo que le contamos acerca de lo que nos había pasado desde el comienzo de la guerra, y después Lela le preguntó cómo había conseguido abandonar el Ejército Popular. «Cuando empezó la guerra -nos contó-, todo se volvió muy confuso. Al cabo de un mes me di cuenta de que los oficiales al cargo no sabían qué hacer con aquellos de nosotros que éramos de Bosnia, así que un día de mayo del año pasado decidí escapar de los barracones en Montenegro. Literalmente, salí andando de los barracones y me escondí en la ciudad durante unos días con unas personas que conocía. Más tarde conseguí subirme a un autobús y salir de allí».

«¿Te enviaron alguna vez al frente?», pregunté asustada.

Mesha sacudió la cabeza: «No. Trabajaba en el laboratorio fotográfico del ejército, así que estaba en la retaguardia, pero la mayoría de los serbios que servían conmigo fueron al frente en Croacia. No sabíamos qué estaba pasando ni en Croacia ni en Bosnia -dijo, encogiéndose de hombros-. No nos permitían ver las noticias. Por la noche nos confinaban a los barracones, pero muchas veces nos entraba el pánico: nos pasábamos la noche viendo camiones que iban y venían, trayendo muertos y heridos». Se bebió de un trago el resto del café y le indicó a una camarera que le trajera otro.

«¿Qué pasó después de que te escaparas?», preguntó Nadia, dejando salir el humo del tabaco por un lado de la boca.

«Primero fui a Belgrado. Ya sabéis que papá tiene muchos amigos allí…».

«Sí, mamá nos contó que habías estado allí, ¿allí estabas seguro?».

«Yo creía que lo estaba -dijo rascándose la cabeza-. No tenía ni idea de lo que sucedía en Sarajevo. En Belgrado, las noticias siempre retrataban a los serbios como las víctimas. Estuve moviéndome por las casas de los amigos de papá, y no me quedaba con ninguno de ellos durante más de una semana cada vez. No salía a la calle; sabía que no podía dejarme ver. En junio ya había decidido volver a Sarajevo y, unos días antes, conseguí contactar con Atka y con la tía Tidja. En ese momento fue cuando me enteré realmente de lo que estaba pasando». Cogió su paquete de cigarrillos y lo puso junto al cenicero que había encima de la mesa. «Me suplicaron que no volviera a Sarajevo porque era muy peligroso, y la tía Tidja me animó a que fuera a casa de nuestros familiares de Macedonia, y así lo hice, aunque no tenía papeles».

Lela se mordía las uñas mientras escuchaba.

«Cogí un autobús a Macedonia pero traté de no llamar la atención, esperando pasar desapercibido. En la frontera pasamos por un control de pasaportes. Yo no tenía pasaporte ni ningún otro documento identificativo, así que los policías me llevaron a la oficina de fronteras».

«¡Mierda! ¿Te detuvieron?», dijo Nadia mirándole fijamente.

Mesha sonrió y dijo: «Cuando vi allí a mi antiguo superior del Ejército Popular no podía creérmelo. Resultó que él también había escapado. Me reconoció, simpatizó conmigo y me dejó salir». Lela bromeó diciendo que la abuela debía haber rezado mucho por Mesha aquel día.

«Yo también lo hice», dijo él riéndose. Mesha pasó cinco meses viviendo con nuestros primos de Macedonia y ayudando en la tienda que tenían unos amigos suyos de suministros de fontanería. Temía que le descubrieran las autoridades locales, así que decidió que lo mejor era no ponerse en contacto con nosotras. «Al menos sabía que estabais bien. Siempre ponía Radio Sarajevo para escuchar las noticias, pero no había modo de saber cómo estaba el resto o si estaban vivos. Las líneas de teléfono a Sarajevo estaban cortadas. Me volvía loco, y lo único que sabía era que tenía que intentar volver a casa…».

«¿Y cómo llegaste aquí?», preguntó Nadia.

«Descubrí que se había organizado un convoy para llevar a hombres jóvenes que, como yo, habían escapado del Ejército Popular para volver a Bosnia. Por supuesto, no había ninguna manera de llegar allí directamente por la guerra, así que nos dijeron que el autobús nos llevaría a la frontera de Bosnia con Croacia via Zagreb. Nos dieron un pasaporte de grupo y salimos de Macedonia hace cuatro días».

«¿Por qué has tardado cuatro días en llegar aquí?», preguntamos las tres al mismo tiempo. Macedonia no estaba tan lejos.

«Era demasiado peligroso coger la ruta directa, así que tuvimos que ir por el camino largo y pasar por Bulgaria, Rumanía y Hungría. Una vez llegamos a la frontera croata, la policía militar nos escoltó, y nos volverá a escoltar mañana hasta la frontera bosnia».

Mesha solo tenía veinticuatro horas para estar con nosotras antes de que saliera el convoy. Yo estaba contentísima de ver a mi hermano, pero me daba pena saber que tenía que irse tan pronto. Me senté en su regazo y él no paró de hacerme cosquillas.

Cuando volvimos a casa de mis hermanas pusimos otro colchón para él utilizando nuestras maletas y mochilas, y Danica le dejó una manta. A la mañana siguiente nos levantamos temprano y pasamos el día juntos. Danica preparó una gran comida y le compró a Mesha una chaqueta de invierno muy calentita. Yo deseé que el día hubiera tenido más horas; parecía que acababa de llegar y ya tenía que irse. Le dimos una carta para que la llevara a casa, y él compartió con nosotras el poco dinero que le quedaba y no nos dejó que fuéramos con él a la parada de autobús.

Encuentros

Atka

En torno a la medianoche, los serbios que asediaban la ciudad marcaron la llegada del Año Nuevo ortodoxo intensificando el fuego de los tanques y los morteros. La descarga continuó hasta justo después del amanecer, cuando se quedaron en silencio, probablemente exhaustos después de haber pasado la noche bebidos y de juerga.

Aprovechando la ventaja de esa pausa en los bombardeos, mamá y yo nos aventuramos a salir a recoger agua a la cervecería, y de camino pasamos por casa de Mikana, una amiga de mamá, y le pedimos que nos acompañara. «Feliz Año Nuevo», dijo mamá cuando vio aparecer a Mikana por la puerta. Aunque Mikana era serbia, se consideraba a sí misma, lo primero y por encima de todo una sarajevesa orgullosa. No practicaba su religión, pero seguía las tradiciones ortodoxas por razones culturales. Como muchos otros serbios, había decidido quedarse en la ciudad y compartir el mismo destino que el resto de nosotros. Juntas, nos dirigimos hacia la cervecería, que estaba en la parte antigua. Las nubes estaban bajas y caían por encima de la ciudad, amortiguando el ruido esporádico de las ametralladoras.

«Recuérdame por qué vuestro Año Nuevo cae en el decimotercer día de enero -le dije a Mikana-. Sé que tiene algo que ver con el calendario, pero siempre se me olvida exactamente por qué».

«Porque la Iglesia Ortodoxa se rige por el calendario juliano, que va dos semanas por detrás del gregoriano», respondió ella.

«Vale, eso es. Lo estudiamos en el colegio», recordé yo.

Mikana sacó algo del bolsillo de su abrigo de piel. «¡Mirad lo que tengo!», dijo enseñándonos un cono de papel lleno de granos de café tostado.

«¡Café! ¿Es un regalo de Papá Noel?», pregunté yo bromeando.

«Este es de mi alijo secreto. Quiero llevaros a conocer a una amiga mía; lo beberemos todas juntas. Se le da bien leer tazas de café», dijo Mikana aligerando el paso. Antes de la guerra, los adivinos que leían tazas de café eran un pasatiempo divertido para mis amigas y para mí, pero ahora nos parecía ridículo. «¿Qué va a poder contarnos?», dije yo, sin poder evitar sentirme un poco cínica.

«No importa, lo que queremos es el café», añadió mamá con una sonrisa.

Pasamos por mi antiguo instituto y después atravesamos corriendo un puente estrecho que llevaba al otro lado del río. En vez de girar hacia la cervecería, continuamos subiendo por la colina y nos metimos por una de esas calles empinadas. «Aquí estamos», dijo Mikana, y abrió una puerta de madera por la que se accedía al jardín de una vivienda de dos pisos. Había una gran montaña de leña apilada bajo los aleros que había a lo largo de toda la fachada principal de la casa. Mikana llamó a la puerta.

«Mira toda esa madera», dije, sorprendida.

Una mujer mayor se asomó a la ventana desde detrás de la cortina. Su cara arrugada estaba enmarcada por un pañuelo verde aceituna.

«Venga, abre la puerta, ¡soy yo!», dijo Mikana mientras se acercaba más a la ventana. La cara de la mujer se suavizó al reconocerla y nos dio la bienvenida a su casa. Al poco tiempo nos encontramos sentadas en un sillón grande que tenía en la cocina, detrás del cual había una ventana con el cristal roto en mil pedazos, que alguien había intentado arreglar uniendo los trozos con cinta de embalaje. En frente, una gran estufa rectangular despedía un intenso calor que consiguió envolverme y hacer que me repantingara en el sillón.

«¿De dónde has sacado toda esa leña?», preguntó mamá a la anciana.

«Hice que me talaran unos cuantos árboles», respondió ella señalando la ventana. Efectivamente, allí estaban las líneas rectas de los árboles desnudos del jardín.

«Es una suerte tener tantos árboles», añadí yo con cierta envidia, y ella se encogió de hombros. «Voy a tener que talar también el resto antes de que alguien me los robe, y guardaré la madera en el sótano; así me durará para los inviernos que queden».

«¿Qué quieres decir? La guerra no va a durar otro invierno», dijo Mikana haciendo caso omiso del comentario de la mujer con un gesto de la mano.

«Ay, vosotros los jóvenes, ¡os creéis que lo sabéis todo! -dijo la mujer inclinando la cabeza-. Eso decían de la Segunda Guerra Mundial y mira el tiempo que duró». Yo pensé que seguro que ahora las cosas eran diferentes, y era imposible que durara tanto una guerra en Europa, al menos no en la era de Los Simpson y de la televisión por cable. Mikana se inclinó hacia delante y puso sobre la mesa el café que había en el cono. La mirada de sorpresa en la cara de la mujer no tenía precio, y felizmente, cogió un molinillo de café de bronce que tenía en una estantería.

«Tú eres la más joven, puedes molerlo», dijo, y me lo dio. Llenó la cafetera de agua y la puso sobre la estufa, y yo empecé a darle a la manivela y a mirar a mi alrededor. Los tapetes blancos de encaje cubrían casi todo lo que había en la habitación: la televisión de la esquina, la mesa de cristal que teníamos en frente, y los respaldos y los brazos del sillón grande. La cara familiar de Tito, el antiguo presidente de Yugoslavia, nos miraba desde una foto que había en un marco de madera colgado de la pared. Había sido el líder responsable de mantener unido al país durante casi cuarenta años. Poco después de su muerte, nuestro sistema comunista colapsó, y empezaron a acceder al poder distintos partidos nacionalistas. En vez de la prosperidad que todos esperábamos de nuestro nuevo sistema democrático, Yugoslavia, tal como yo la conocí, empezó a resquebrajarse. Aunque Tito había muerto hacía más de una década, el pueblo le recordaba con gran respeto, y su imagen seguía visible en todas partes, recordándonos el pasado unido y pacífico de nuestro país. Abrí la parte inferior del molinillo y olí el polvo, que ya estaba molido.

«Hecho», dije, dándoselo a la anciana. Ella preparó el café y después puso la cafetera y cuatro tazas muy pequeñas en una bandeja que trajo a la mesa. Con una cuchara, cogió la espuma de la parte superior de la cafetera y echó un poco en cada una de las tazas. Sirvió cuidadosamente el café y esperamos a que se asentaran los posos. Estaba muy fuerte y muy caliente, y saboreamos cada trago.

«¿Queréis que os lea las tazas?», se ofreció la anciana, pensando que, probablemente, esa era una de las razones de nuestra visita improvisada. Yo me terminé el café y, con un montón de posos que me quedaban aún al fondo, removí suavemente lo que quedaba en la taza y la puse boca abajo en el plato. Mikana y mamá hicieron lo mismo. La pequeña cocina olía a especias y a ajo y, mientras esperábamos a que se secaran los posos, cerré los ojos durante lo que me pareció un segundo. «Atka, despierta. Te toca». La voz de Mikana me asustó, y después bostecé y me desperté. La anciana estaba estudiando las formas de mi taza: «Veo un pájaro, como en la taza de tu madre -dijo dándole la vuelta. La miré medio dormida-. El pájaro está cerca de tu casa. Es posible que recibas noticias pronto». Yo pensé que quizá estábamos a punto de recibir alguna carta de mis hermanas. «Hmm… Y tienes por delante un largo camino», continuó.

«¿Adónde? ¿Al otro lado de la pista?», pregunté bromeando.

«Juro que te veo yéndote lejos, muy lejos», dijo la anciana con voz firme. Pero yo ya no estaba prestando mucha atención; no quería irme a ninguna parte, solo quería volver a dormirme. Volviendo a casa recogimos suficiente agua para otro par de días. Tuvimos suerte de cogerla cuando lo hicimos, porque a la mañana siguiente mataron a ocho personas con fuego de mortero mientras esperaban en la cola de la cervecería para coger agua.

Una semana más tarde, cuando volvía a casa del estudio, la abuela me dio un trozo de papel. «Vino un chico hace media hora y me dio esto», dijo con una sonrisa. Era algún tipo de certificado, pero faltaba la parte final de la página y no acababa de entenderlo. «Bueno, dale la vuelta», dijo la abuela impaciente. Di un grito cuando reconocí la letra de Mesha, y eché un vistazo rápido a la nota. Estaba con una de las Brigadas del Ejército Bosnio en el monte Igman, y estaba esperando un permiso para bajar a la ciudad. Toda la familia se quedó de piedra con la noticia. Mesha enviaba cien marcos alemanes con la carta, y con ese dinero pudimos comprar tres kilos de patatas semicongeladas y unas cuantas latas de comida, y conseguimos que nos durara unos cuantos días.

Esa misma semana habían matado a un buen amigo de papá, que también escribía cartas de llamamiento. Descubrieron su cuerpo enterrado bajo la nieve cerca de su casa, quemado y apuñalado múltiples veces. Papá sospechaba que alguien había aprovechado la confusión de la guerra para saldar cuentas con la mujer de su amigo, que había sido juez antes de la guerra y había huido de la ciudad con sus hijos cuando empezaron los bombardeos. Fuera por lo que fuera, papá estaba destrozado.

Eran principios de febrero y Mesha todavía no había llegado. Todos estábamos preocupadísimos y yo, para evitar esa atmósfera triste en casa, me pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en el estudio. «¿Qué tenemos previsto para hoy?», me preguntó Hamo. Siempre estaba allí, y yo solía bromear diciéndole que era parte del mobiliario. «Yo tengo que editar unas cosas, ¿puedo usar tus auriculares?», pregunté.

«Sírvete», me dijo, así que me puse en el escritorio y empecé a trabajar. El estudio estaba lleno de gente yendo y viniendo, pero yo tenía que cumplir un plazo y no podía permitirme el lujo de distraerme. Estaba tan absorta en mi trabajo que no presté mucha atención cuando alguien vino y se sentó a mi lado. La persona en cuestión me dio un golpecito con el codo y yo, molesta, levanté la mirada. Entonces el corazón me dio un vuelco cuando comprobé que era mi hermano, vestido con su uniforme militar. «¡Mesha!», grité, y dejé caer los auriculares.

Con mirada triunfante exclamó: «Lo he conseguido». Nos quedamos allí de pie, nos dimos un abrazo, y yo apoyé la cabeza en su hombro durante un buen rato antes de mirarle a los ojos y decirle con los ojos empapados en lágrimas: «¡Gracias a Dios que estás vivo y por fin estás en casa! Hace tres semanas que recibimos tu carta, y llevo todo el tiempo asustada pensando que quizá te hubieran matado. ¿Por qué has tardado tanto en llegar hasta aquí?».

Él suspiró. «Es una larga historia; ya te la contaré después». Me abrazó aún más fuerte y pude ver la cara cubierta en lágrimas de mi madre, que estaba detrás de él. Mamá no dejaba de decirle a todo el mundo que su hijo había vuelto y la gente no paraba de hacerle preguntas a Mesha, así que pasó un buen rato hasta que pudimos irnos los tres.

Mesha parecía más alto y más ancho de lo que le recordaba, y ya no había ni rastro de aquel comportamiento de niño travieso que tenía antes. Parecía más mayor y más serio, pero su abrazo era igual de cálido que el que me había dado aquel día en el andén, cuando se fue de casa para servir en el Ejército Popular. Los gemelos no se acordaban de él, pero Tarik, encantado de ver a su hermano mayor e impresionado con su uniforme, empezó a trepar por sus brazos. Pasó tiempo hasta que se calmó un poco el entusiasmo inicial y Mesha pudo contarnos lo que había pasado. Le escuchamos durante horas, y Janna y Selma se apretujaron a su lado. «Llegué al monte Igman tres días después de ver a las chicas en Zagreb -explicó- y, como no tenía ningún modo de demostrar mi identidad, el Ejército Bosnio me arrestó en el puesto de control».

«Qué irónico -dijo mamá-. Después de todo por lo que has pasado, acabas siendo arrestado por tu propia gente».

El Ejército Bosnio le encerró creyendo que podría ser un espía serbio y, después de dos días en prisión, le llevaron ante las autoridades del Ejército Bosnio en el monte Igman, donde la mayoría era gente de Sarajevo. «Entre ellos estaba Kenan», dijo Mesha, y papá sonrió. Kenan era un viejo amigo de papá.

«¿Y qué hacía Kenan en el monte Igman?», preguntó papá.

«Trabaja como intérprete para el ejército. Me reconoció y confirmó mi identidad, así que la suerte me sonrió». Soltaron a Mesha, pero, como tenía edad para luchar, le pusieron a servir y tuvo que ocuparse del puesto de control durante quince días. Por fin, el día anterior le dieron un pase de una semana para bajar a vernos a la ciudad. «Intenté cruzar la pista tres veces -nos contó- y, cuando por fin conseguí llegar hasta el lado de la ciudad, me arrodillé y besé el suelo. No soy capaz de expresar lo contento que estaba de haber regresado sano y salvo». Había cargado con su pesada mochila llena de comida a través del frío y la nieve a lo largo de unos veinte kilómetros desde el monte Igman. Mientras la abríamos, él se quedó dormido. Esa noche la casa se llenó de alegría.

A la mañana siguiente salí de casa y caminé pisando la espesa capa de nieve, mirando los largos carámbanos de hielo que colgaban de los laterales de la casa de al lado. Seguía nevando y levanté la vista para ver los grandes copos, intentando que alguno me cayera en la lengua. «Vamos», dijo mi amigo Armin mientras arrastraba su trineo. En otros tiempos, en un día como ése habríamos estado en su casa escuchando a Pink Floyd y reordenando de nuevo su enorme colección de discos, pero ese día había que ir a por agua.

Até los bidones de plástico vacíos a mi trineo de madera y miré por la calle. Por lo general, los vecinos solían echar hollín a las afueras de las casas para evitar que la gente se escurriera, pero aún era pronto y la nieve seguía intacta. Armin creía que el mejor momento para ir a recoger agua era de madrugada y, después de hacerlo varias veces, yo también pensaba lo mismo. No se oían tantas armas a esa hora del día, y las colas eran menores. «Te echo una carrera», dije a Armin gritando. Entonces empujé el trineo con todas mis fuerzas y me subí a él. Oí a Armin reírse al adelantarme y, a medida que bajábamos la colina zumbando, empezaron a llorarme los ojos del aire frío. No corríamos de esa manera desde que éramos pequeños.

Armin me esperó al final de la colina, y su sonrisa dejaba ver el gran espacio que tenía entre los dientes delanteros. «Somos la Primera Brigada Bosnia Motorizada», bromeó mientras me tiraba una bola de nieve. Yo me bajé del trineo de un salto y me encontré con sus brillantes guantes negros de piel. «Oye, eso no es justo, yo no puedo devolvértela. Mis guantes son de lana, ¡y como los moje no se me secarán hasta verano!», y levanté las manos para enseñárselos.

«Me alegro de tener calefacción por gas», dijo bromeando.

«Sí, restriégamelo», respondí. A diferencia de la electricidad, el gas no había sufrido cortes; nadie sabía explicar por qué. Desafortunadamente, nuestra casa no estaba conectada al suministro de gas de la ciudad.

«Ha sido un golpe bajo», admitió medio excusándose, y ajustó bien la cuerda que sujetaba mis bidones, que había dejado flojos. Tirando de nuestros trineos, anduvimos hacia la primera intersección y nos paramos. Ahí era donde teníamos que cruzar. Había unos contenedores apilados por el lado derecho de la intersección que impedían la visibilidad a los francotiradores y nos daban algo de protección. No se oía ningún disparo. «Aún no hay sangre en la nieve, ¡vamos!», dijo Armin.

«Bueno, podríamos ser los primeros…», dije, pero antes de que pudiera terminar la frase, él había empezado a correr. Yo me mentalicé y corrí detrás de él, y la mente se me quedó en blanco. Oía fuertes golpes en mi cabeza y el corazón me latía con fuerza. Corrimos hasta llegar a cubierto en los edificios del otro lado de la carretera, y después paramos para coger aire. Me dolían la nariz y la garganta por el aire frío y cortante. Temblando de miedo y en las nubes, miré hacia atrás a la carretera.

«Maldito deporte», oí decir a Armin enfadado. Me tiró del brazo y seguimos andando, protegidos por los edificios altos que había en esa calle. En esos días había muy pocos coches en la carretera, porque prácticamente no quedaba gasolina disponible. Seguimos por la carretera principal y pasamos lo que antes había sido un imponente centro comercial azul oscuro de muchos pisos, y que ahora estaba en ruinas. En el suelo había mostradores y maniquíes rotos, sepultados por enormes trozos de cristal destrozado. Miré hacia el parque, al otro lado de la carretera, donde habían talado un montón de árboles. Por todos lados se veían montículos de tumbas que acababan de cavar y que estaban cubiertas de nieve. Junto al parque se alzaba también un edificio alto y gris, en cuya planta baja solía encontrarse nuestra cafetería favorita. Mis amigos y yo solíamos pasar muchas horas en uno de sus rincones, bebiendo, charlando y llenando un cenicero tras otro; incluso los camareros nos conocían por nuestro nombre.

«Qué mala es la nostalgia, ¿verdad?», dijo Armin como si estuviera leyéndome el pensamiento.

Yo me quité uno de los guantes y cogí un paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo interno de mi chaqueta. «¿Quieres uno?», le pregunté balanceando el paquete en el aire delante de él.

Él se frotó las manos encantado. «¿Dónde los has conseguido? -preguntó mientras cogía uno-, ¿los ha traído Mesha?».

«Sí -dije yo-. Todo un lujo» Todos los vecinos habían oído que Mesha había vuelto. «La vuelta debe haber sido “interesante”», dijo Armin encendiendo su cigarrillo.

«Sí, seguro», dije yo, y me puse a contarle todo acerca del viaje de regreso a casa de Mesha.

«¿Tiene que volver al batallón del monte Igman?», preguntó Armin.

«No lo sé. Mamá ha dicho que tirará de todos los hilos que pueda para que le trasladen a algún batallón aquí en la ciudad».

«No me puedo creer que quisiera volver a este infierno; debería haberse quedado donde estaba y haber esperado a que acabara toda esta mierda. Probablemente le trasladarán a mi brigada, ¡ahí se lo va a pasar bien!», dijo Armin con sorna.

Sus palabras me infundieron miedo. Si aquello ocurría, Mesha tendría que ir al frente, con apenas un rifle sobre el hombro y un puñado de balas. Durante la noche, solamente mi hermano y los amigos con los que hasta hacía poco habíamos jugado al billar y al fútbol los fines de semana se habían convertido en los únicos defensores armados de la ciudad. En ese momento hubiera preferido que Mesha no hubiera vuelto. Los dos continuamos andando en silencio, fumando. «¿Te das cuenta de que vamos a vivir lo suficiente como para morir de un cáncer de pulmón?», dijo Armin.

«Sí, si tenemos suerte sí», respondí yo. El espesor con el que caía la nieve amortiguó el sonido de nuestra risa desesperada.

A finales de aquella semana, la insistencia de mamá dio sus frutos, y Mesha fue trasladado a la brigada de Armin, en la que tuvo que presentarse en seguida.

Inesperadamente, poco después de que Mesha llegara a casa, a Mirza, Merima y Haris les ofrecieron asilo en Estados Unidos, y a todos nos sorprendió saber que las Naciones Unidas se mostraron de acuerdo con evacuarles. No tenían mucha información acerca de quién lo financiaba, pero Merima decidió abandonar la ciudad por Mirza, y regresar tan pronto como se acabara la guerra. Nos despedimos de ellos en casa de Mayka una tarde soleada, sin saber si volveríamos a vernos. Nos abrazamos en silencio durante un buen rato.

«Van a una vida mejor -dijo Mayka cuando se hubieron marchado-. Los médicos en Estados Unidos son excelentes, y tienen una tecnología mucho más avanzada. Le pondrán a Mirza una pierna artificial moderna y podrá llevar una vida normal. Yo le guardaré la bicicleta en el cobertizo. Algún día, cuando vuelva, podrá volver a montar en ella». Le temblaba la voz, pero tenía un espíritu fuerte. Aunque lloró, no paró de decir que estaba contenta, porque al menos algunos de sus seres queridos se iban a un sitio más seguro.

Desde que volvió Mesha, el tiempo en casa giraba en torno a sus deberes en el ejército. Ya no había días de la semana, sino «días de guardia», «días de servicio» y «días de permiso». Para sus dos días de guardia, a Mesha le habían destinado cerca de la Pista de Hielo de los Juegos Olímpicos, que había sido bombardeada. Estaba solo a unos veinte minutos paseando de casa, y se hacía raro pensar que en 1984, hacía apenas nueve años, había albergado parte de los XIV Juegos Olímpicos. Ahora era una zona prohibida. Mesha pasaba los días de servicio en las trincheras, que estaban a menos de un kilómetro de la Pista de Hielo. En sus días libres venía a casa destrozado y cubierto de barro. Nos asegurábamos de que teníamos guardada suficiente agua como para que pudiera lavarse, y de que siempre tuviera algo que comer antes de caer derrotado en la cama. Además, la abuela cuidaba de que los niños estuvieran callados mientras dormía.

Mesha bajaba a verme al trabajo siempre que podía. Una mañana, en uno de sus días libres, apareció en el estudio, y Hamo y él se pusieron a recordar los buenos tiempos en la discoteca Sloga, donde Mesha había trabajado como camarero y Hamo como DJ. Yo estaba preparando cintas para grabar. «Tío, nada es como antes -dijo Hamo-. Y a ti, idiota, te da por volver cuando todo el mundo está intentando salir de aquí».

Mesha se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared. «Tú no sabes lo que es estar solo y no tener contacto con tu familia. Prefiero estar aquí, aunque tenga que ir a las trincheras. Por lo menos estoy con Fudo y con Bruno, con los que me he criado», dijo con voz firme y convincente. Hamo se quedó callado.

«¿Te metiste en algún lío cuando estabas en el Ejército Popular?», preguntó otro de mis colegas.

«Solo un par de veces -dijo Mesha riéndose y rascándose la parte de atrás de la cabeza-. Una vez me reprendieron por no llevar el gorro militar. Mi sargento me preguntó dónde estaba y no pude evitar responder: “¿Qué más da, señor? Todo el país está en ruinas y a usted le preocupa mi gorra”». Contó tan bien la historia que todos nos echamos a reír.

«¿Te amonestaron?», pregunté.

«No. El sargento entendió el chiste, era un buen tipo».

«¿Y eso es todo?». Hamo estaba mordiendo un palillo, nervioso. Hacía tiempo que se había quedado sin cigarrillos.

«Hubo otra vez. Fue poco después de que mamá se implicara en el movimiento de “Madres por la paz” -dijo Mesha con el rostro ensombrecido-. No les gustó el hecho de que hubiera protestado junto a otras madres en Belgrado, así que la Policía Militar me llevó a una “entrevista informativa”. Me apalearon y dijeron que había sido porque me había “resistido” durante el interrogatorio».

«¡Qué cabrones!», dije furiosa. Le miré fijamente, con un sentimiento encontrado de pena y enfado. Nunca había mencionado nada al respecto.

«No fue para tanto, solo un par de puñetazos. Atka, no digas ni una palabra de esto a mamá o se llevará un disgusto», me dijo Mesha llevándose un dedo a los labios.

Al cabo de un rato de silencio incómodo, Hamo le dio a Mesha un golpecito en el hombro y le dijo alegremente: «Nada que no pueda resistir una dura cabeza bosnia, ¿verdad?».

Mesha asintió. Poco después, se fue a casa y me dejó triste y preocupada. Me fui a la otra habitación y traté de concentrarme en mi trabajo. Deseaba que mi amiga Amna hubiera estado allí para sustituirme. Solía trabajar conmigo, pero ese día llegó más tarde, lo cual no era algo tan raro puesto que vivía en la parte nueva de la ciudad y todos los días tenía que caminar o hacer autostop para llegar al estudio. Ya casi había terminado de editar cuando apareció. Pasó por delante de mí y se sentó, horrorizada y temblando. Un par de amigos míos vinieron corriendo hacia nosotras. «¿Estás bien?», le pregunté alarmada, y me agaché en frente de ella.

«Me han dado», dijo ella, tocándose un lado de la cabeza.

«¿Estás de broma?». Me había quedado atónita. Amna me cogió la mano y la llevó junto a su oído derecho. Yo noté lo que parecía un guijarro afilado debajo de la piel. Me levanté y miré más de cerca y, al apartar un poco su pelo negro le vi un corte pequeño y fino en el cuero cabelludo. «Creo que tienes un trozo de metralla en la cabeza», dije dando un paso atrás. Los demás se acercaron para mirar.

«Eso mismo he pensado yo. No me puedo creer que siga viva», dijo Amna levantándose de repente de su sitio.

«¿Duele?», preguntó uno de nuestros amigos.

«No, no duele, y en el momento no sentí nada -dijo ella mirándonos-. Estaba de pie junto a la panadería principal intentando que alguien me trajera a la ciudad, cuando de repente oí una explosión enorme que sacudió el suelo. Estaba aterrorizada y me quedé pegada. Si no llega a ser porque alguien me metió en un coche de un empujón, creo que aún seguiría allí de pie».

«¿No sabías que te habían dado?», le pregunté.

«No, no noté nada hasta que salí del coche».

Todos nos miramos durante un momento y después empezamos a reírnos histéricamente. «¿Esto nos está pasando de verdad a nosotros?», dije.

«No tiene gracia», dijo Amna intentando reprimir una risita, pero ni ella ni nosotros pudimos.

«Me parece que nos hemos vuelto todos locos», exclamó una de las chicas.

«No me digas que no eres lista -le solté-, ¡obviamente hoy ya has comido algo!».

«Sí, un trozo de pan. Estoy a tope de energía», dijo bromeando.

Los cuatro estábamos riéndonos a carcajadas cuando la cabeza de Hamo apareció por la puerta. «Eh, vosotros, un poco de silencio que estamos en el aire», dijo enfadado, y cerró la puerta. Nosotros nos tapamos la boca con la mano e intentamos guardar silencio. Cuando logramos calmarnos un poco, Amna se tocó la cabeza con aspecto distraído, y sugerí que la lleváramos al hospital. «Ni hablar -objetó ella-, antes quiero enseñárselo a mis padres».

Pasaron varias semanas y no hubo ni un solo día donde no tuviera lugar algún acontecimiento. En algún momento hacia finales de marzo entrevisté para el estudio a un fotógrafo de la AP llamado Peter. Era uno de los fotógrafos que habían hecho el viaje a Gorazde recientemente. Yo le había visto antes de su viaje y me impresionó el cambio radical en su apariencia; parecía demacrado y tenía los labios secos y agrietados a causa del frío. Me contó que un pequeño grupo de fotógrafos y periodistas extranjeros guiado por traficantes de comida locales habían atravesado las empinadas montañas nevadas, cruzando los frentes con tal de llegar al pueblo ocupado. Caminaron más de cuarenta kilómetros. Sobrevivían a las noches esquivando disparos al azar y ocultándose de los estallidos, y el frío invernal se cobró siete vidas de gente que se congeló por el camino. Los reporteros llegaron a Gorazde justo a tiempo de presenciar y documentar la difícil situación de hambre de la gente y su reacción a los lanzamientos aéreos americanos. Era la primera vez que la ayuda americana caía en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

Después de la entrevista, Peter me invitó a su fiesta de despedida en la nueva base de la AP en el Hotel Belvedere, que estaba solo a cinco minutos andando desde Studio 99. Yo fui hasta allí rápidamente en medio de la oscuridad y al poco tiempo escuché el ruido del generador y vi el parpadeo de las luces en el hotel. Crucé el vestíbulo hasta llegar a la barra, cálida y llena de humo, donde había un montón de gente. Reconocí una canción de U2 que estaba sonando de fondo. Por el número de cascos y de chalecos antibalas que había amontonados en una esquina, era evidente que esa noche una buena parte de la prensa extranjera estaba allí. Dudé un momento a la entrada hasta que vi alguna cara conocida. Aida, David y un fotógrafo noruego alto a quien había conocido hacía poco estaban allí de pie en un grupo grande al otro lado de la barra, y me uní a ellos. «Peter volvió completamente hecho polvo y estuvo dos días durmiendo», estaba diciendo Aida a una mujer que había a su lado.

«Sigue teniendo un aspecto deplorable; menos mal que ya se va mañana. Necesita algo de comida decente y mucho descanso», añadió el noruego.

Vi que Peter venía hacia mí, y con él un hombre de veinte y muchos años con unos profundos ojos azules. Llevaba una chaqueta marrón de piel, y la gorra negra que llevaba en la cabeza era parecida a la que llevaba yo. «Atka, quiero que conozcas a Andrew, un buen amigo mío. También acaba de volver de Gorazde». Peter nos presentó, y yo noté cierta camaradería entre ambos. Andrew y yo nos sonreímos. «¿Así que te vas mañana con Peter?», le pregunté.

«Oh no, yo acabo de llegar de París», respondió.

Le miré extrañada: «Pensaba que acababas de volver de Gorazde».

«Sí, así es, pero en cuanto llegué a Sarajevo tuve que llevar todas las grabaciones a mi agencia de París. Tenía un encargo que hacer para Newsweek y había que cumplir los plazos», explicó mientras bebía un trago de wiski escocés.

«¿Y lo conseguiste?», pregunté, intentando reconocer su acento. No era ni inglés ni americano.

«Apenas -con una leve sonrisa, inclinó la cabeza hacia uno de los lados-. Mi editor quedó encantado».

Alguien llamó a Peter desde la otra punta de la sala y se dio la vuelta para irse mientras decía: «Disculpadme, chicos, vuelvo en un minuto». Y yo, deseando saber algo del mundo exterior, miré a Andrew y le pregunté: «¿Y qué tal París?».

«No sabría decirte -respondió. Parecía cansado, y tenía los ojos rojos-. Solo pasé una noche en mi casa y después volví directamente aquí».

Estuvimos hablando un tiempo. Era un fotoperiodista que llevaba cubriendo el conflicto de Yugoslavia desde el principio. Tenía un conocimiento impresionante de nuestra historia, y mucha facilidad para pronunciar los nombres de nuestros pueblos y ciudades, lo que solía ser todo un trago para los extranjeros. «¿Necesitas intérprete?», pregunté al cabo de un rato.

«No, suelo trabajar solo», respondió, agachando la cabeza para frotarse los ojos. Su respuesta me desanimó un poco, pero traté de que no se me notara.

«Oh, está bien -dije-. Si sabes de alguien que lo necesite, dímelo».

Él levantó la cabeza y, después de tomar otro trago de su vaso, dijo: «Pero te digo una cosa: no me vendría mal alguien que pudiera ocuparse de la logística, ya sabes, cosas como encontrar gasolina, conseguir permisos y cosas por el estilo». «Ah, ¿te refieres a alguien que te saque de algún apuro?» «Sí, supongo, ¿podrías hacerlo?».

«Por supuesto», dije yo tirándome un farol. Nunca había hecho nada parecido, pero era mi ciudad y allí todo era posible si conocías a la persona indicada. Y ese era mi caso; sabía que la tarifa que se estaba aplicando para alguien así era de cien dólares al día, lo cual no iba a ser capaz de ganar nunca en el estudio o traduciendo esporádicamente para Aida.

«Trato hecho», dijo, y me dio la mano con firmeza.

Se nos unió más gente, subió el volumen de la música y, durante el resto de la noche, casi olvidé que afuera seguíamos estando en guerra. A la mañana siguiente, justo después de las ocho, fui corriendo hasta la entrada trasera del Holiday Inn, que estaba solo a diez minutos de mi casa. El hotel, que tenía diez pisos, se había construido para los Juegos Olímpicos y era el único edificio dentro de una amplia zona abierta que daba a una de las carreteras principales, a la que los francotiradores disparaban constantemente. Era una de las carreteras más peligrosas de la ciudad y allí habían matado a mucha gente. Los periodistas extranjeros la habían apodado «el callejón de los francotiradores». El lateral del hotel que daba a esa carretera estaba desierto y los bombardeos lo habían destrozado parcialmente, pero el resto del hotel parecía funcionar con normalidad dadas las circunstancias.

Pasé por delante del personal de televisión que estaba sentado en el vestíbulo del atrio y subí por las escaleras hasta la cuarta planta, en busca de la habitación 409. Nerviosa, llamé a la puerta pero nadie respondió. Volví a llamar y esperé, pensando que probablemente se había olvidado. Decepcionada, comencé a irme, pero entonces oí que la puerta se abría y me di la vuelta. «Perdona, Atka, estaba dormido -dijo Andrew, que estaba de pie en la puerta-. Pasa». Volvió a meterse en la habitación mientras se abrochaba la camisa. «Voy a preparar un poco de té, ¿quieres un poco?», preguntó, y encendió la estufa de gas portátil que tenía en una estantería.

«Sí, gracias», respondí, pensando que debía ser inglés. Tenía la habitación hecha un caos, con ropa, latas de comida y cartones de cigarrillos Camel esparcidos por el suelo, su cama y el sofá, e innumerables cámaras y carretes de vídeo que cubrían la mesa. Vi también que en la estantería, junto al televisor, había un reproductor de CD con dos altavoces pequeños. A través de la gruesa capa de plástico transparente encajada en el marco de la ventana que había al otro lado de la habitación vi la silueta de los edificios de gran altura que había en la parte nueva de la ciudad.

«Toma asiento», me dijo señalando el sillón. Yo aparté a un lado su chaleco antibalas y su casco y me senté. Me sentía un poco rara y, para romper el silencio, pregunté: «¿Qué quieres que haga hoy?».

«Aún no lo sé, veremos cómo vamos -respondió, y me dio una taza de té-. Lo que yo hago es contar historias a través de mis fotografías, y cada día es diferente. Saldremos y veremos qué pasa hoy».

«¿Por qué pone B+ en tu casco?», le pregunté.

«Ah, es mi grupo sanguíneo».

Me dio vergüenza no haberme dado cuenta de algo tan evidente, y poco después salimos de la habitación. Mientras cerraba la puerta con llave, le recordé que había olvidado su chaleco antibalas y el casco. «Bueno, tú no llevas ningún equipo, así que yo tampoco voy a llevar el mío», dijo. Esa respuesta tan inesperada me dejó sin habla y seguí caminando a su lado con una sensación extraña. De camino al aparcamiento subterráneo, Andrew pasó por el restaurante que había en la primera planta y cogió unos panecillos para los dos. Nos subimos a su coche, una berlina plateada llena de arañazos y abolladuras con la palabra «Prensa» pintada sobre el capó. Subió el volumen del radiocasete y, con el sonido ensordecedor de la música, salimos disparados a toda velocidad en dirección a la carretera principal. No había semáforos, y los cables de la corriente y del tranvía colgaban por todas partes. Dejamos atrás coches y tranvías abandonados y nos dirigimos hacia la parte nueva de la ciudad. Teníamos que conducir deprisa e intentar evitar que nos dispararan. Una ambulancia y un coche que la seguía pasaron a toda velocidad en dirección contraria. Andrew pisó el freno y, después de darle la vuelta al coche ligeramente, siguió a los dos vehículos. Yo me eché hacia un lado del coche, temiendo que alguien se chocara contra nosotros o que nos dispararan y me agarré con fuerza a la manivela de la puerta, intentando encogerme todo lo posible.

Cuando volvimos a pasar con el coche por el Holiday Inn vi la fachada que daba a la carretera, que estaba destrozada y carbonizada. Poco después pasamos por Studio 99 y me di cuenta de que estábamos dirigiéndonos hacia el principal complejo hospitalario. Paramos justo en frente de urgencias y Andrew salió a toda prisa del coche con sus cámaras. Yo le seguí y vi cómo un hombre mayor y una mujer de veinte y pocos años salían corriendo del coche que iba detrás de la ambulancia con cara de pánico.

La puerta de atrás de la ambulancia se abrió y de ella salieron dos hombres de un salto. Se giraron y sacaron una camilla sobre la que iba tumbado un adolescente. Tenía los ojos abiertos como platos, y las vendas que le envolvían la cara, hinchada, estaban empapadas de sangre. Los hombres metieron la camilla en el hospital y nosotros les seguimos. Andrew iba moviéndose a su lado y haciendo fotos. El personal médico se quedó entonces al cargo y en seguida llevaron al niño al quirófano. La mujer joven empezó a gritar «Alen, Alen», e intentó ir detrás de él, pero el hombre mayor la contuvo y ella empezó a llorar. Andrew siguió haciendo fotos y yo deseé que parara; me sentía como si fuéramos unos intrusos.

Unos minutos más tarde salió un médico sacudiendo la cabeza. El niño había muerto. La mujer joven se desmoronó y se dejó caer en los brazos del hombre. Para ellos era algo horrible, y yo lo único que quería era quitarme de en medio. Volví al coche y me tapé la cara con las manos, y entonces oí que se abría la puerta del conductor. «¿Estás bien?», preguntó Andrew.

«Solo era un niño…», susurré yo. Andrew me ofreció un cigarrillo, pero temblaba tanto que no fui capaz de encenderlo, así que él lo hizo por mí. Estábamos sentados en el coche, maldiciendo, cuando apareció la mujer joven delante de nosotros. La sujetaba el hombre mayor y estaba mirándonos. Andrew y yo nos miramos y salimos rápidamente del coche.

«¿Hablas inglés?», le preguntó ella a Andrew. Él respondió afirmativamente y ella añadió: «Ese niño era mi hermano. Por favor, dame las fotos que has hecho». Le temblaba la voz.

Él sacudió la cabeza y dijo dudando: «Verás, no estoy seguro de que quisieras verlas».

«Por favor, por favor -rogó la mujer-. Lo necesito. Solo tenía diecisiete años… Por favor, señor…». Estaba desesperada.

Andrew le puso la mano en el hombro y dijo: «Está bien; te las traeré en cuanto las revele».

«¿Me lo promete?»

«Te doy mi palabra», le aseguró él.

El hombre mayor, quien supuse que era su padre, me pidió un bolígrafo y papel y nos anotó su dirección. Doblados por el dolor, los dos se marcharon. Yo me quedé allí con el trozo de papel en la mano y me eché a llorar. Después volvimos a entrar y encontramos a uno de los médicos, que estaba sin afeitar y parecía exhausto. «¿Qué le ha producido la muerte?», preguntó Andrew, y yo traduje.

«La metralla. No hemos podido hacer nada; llegó muerto», respondió el médico con un aire triste de resignación. Habían llevado al niño al depósito de cadáveres, que guardaba un montón de cuerpos. Tenían que moverlos rápidamente, y por lo general los enterraban en el mismo día. Andrew le preguntó al médico cuánto tiempo llevaba de servicio. «Prácticamente vivo aquí. Mi mujer y mis hijos están en Italia. Se fueron de la ciudad hace meses y yo no soporto volver al piso vacío». El médico no dejaba de masajearse el cuello. El hospital solía estar en el punto de mira de los francotiradores y de la artillería de fuego, sobre todo hacia el mediodía, en las horas de visita. A menudo no había electricidad ni agua corriente, y sin esas necesidades básicas solo podían ocuparse de los casos urgentes. Las medicinas y la comida también eran escasas. La conversación se quedó a medias cuando de repente entraron más heridos.

Andrew parecía saber por dónde moverse, así que le seguí a un edificio de un solo piso que había a espaldas del hospital, de camino al depósito de cadáveres. Cuando nos acercábamos, noté el espantoso hedor a carne podrida y Andrew me pidió que esperara fuera. Había cadáveres envueltos en plástico negro alineados por todo el muro exterior, y vi sus pies asomando por debajo de ese envoltorio tan burdo. Me sentí fatal y vomité detrás de un montón de sábanas manchadas de sangre que había en el suelo. Temía que Andrew pensara que no estaba preparada para aquel trabajo, así que me limpié la boca deprisa e hice como si no hubiera pasado nada.

Él se pasó las siguientes horas trabajando, haciendo fotos del dolor y el sufrimiento de la gente desesperada que abarrotaba las habitaciones y los pasillos del hospital. Yo ya había visto heridos antes, algunos sin algún miembro o con la cara desfigurada, pero nunca me había parado a mirarles detenidamente. Sin embargo, ahora que estábamos parando y asimilando cada uno de los detalles, el horror se me hizo más patente. Mencioné a Andrew lo que estaba pensando y me dijo: «No puedo ni imaginarme lo que puedes estar sintiendo. Son tus compatriotas. Antes de empezar a trabajar conmigo, tú eras parte de ello, y ahora eres una observadora».

Era desgarrador, y me quedé más tranquila cuando por fin nos fuimos del hospital por la tarde y volvimos a la relativa cordura del cuartel general del Ejército Bosnio. Necesitábamos un permiso para el día siguiente para visitar uno de los frentes. El permiso debía estar aprobado, escrito a máquina y sellado, y los oficiales no tenían ninguna prisa en expedirlo. «Es increíble lo rápido que crece la jodida burocracia, incluso en guerra», gritó Andrew enfadado y tirando de su bufanda.

«Andrew, si sigues gritando nunca lo conseguiremos». Sabía que el vestíbulo estaba lleno de gente que nos miraba, así que intenté tranquilizarle.

«Esto es una maldita pérdida de tiempo». Lanzó una mirada a la puerta cerrada del oficial y se apoyó a mi lado contra la pared.

«Yo ni siquiera sabía que teníais que tener un permiso», dije.

«No teníamos por qué, hasta hace poco. En los primeros meses de la guerra, yo iba donde quería». Me ofreció un cigarrillo; era nuestro tercer paquete aquel día.

Mientras esperábamos le pregunté a Andrew de dónde era. «No consigo adivinarlo.

Hablas como un inglés pero vives y trabajas en Francia».

Andrew se echó a reír: «En realidad soy de Nueva Zelanda».

«¡Ah! Nunca he conocido a nadie de Nueva Zelanda», respondí, y le pedí que me contara más al respecto. Su descripción de playas enormes, que ocupaban kilómetros y kilómetros, y de las montañas altas junto al mar hacía que Nueva Zelanda pareciera un país exótico y misterioso.

«¿Y cómo llegaste a hacerte fotoperiodista?».

«Me regalaron mi primera cámara cuando tenía doce años. Hice unos cuantos cursos en el colegio y seguí haciendo fotos durante la universidad. Cuando llegué a París hace tres años me apunté a un curso de fotografía, pero cuando me di cuenta de que no iba a aprender nada nuevo, empecé a llamar a algunas puertas. Gamma es una de las mayores agencias que hay en París. A uno de los editores le gustamos mis fotos y yo, así que decidió darme una oportunidad y me enviaron a Sudán para ver qué tal se me daba, y al ver mis fotos me hicieron un contrato».

«¿Así que ya eras fotógrafo profesional antes de llegar a París?».

«No, era piloto de helicóptero», dijo sonriendo. Yo hice un gesto con la cara, dando por hecho que estaba de broma. «No bromeo. En serio, me saqué la licencia cuando tenía dieciocho años, y al principio era más bien como un hobby, pero después me enganchó por completo».

Era un hombre interesante y me gustaba hablar con él. Casi no me di cuenta de que había pasado más de una hora, y entonces un hombre alto y moreno con bigote nos llamó a su oficina. Quería saber para quién trabajaba Andrew y por qué quería ir al frente, pero después vio el pase de prensa que llevaba en mi chaqueta y reconoció mi apellido. Conocía a mi madre. «Si hubiera sabido de quién eras hija, no os habría tenido tanto tiempo esperando -dijo disculpándose, y en pocos minutos nos dieron el permiso-. Esto os da una libertad total de movimiento y, si necesitáis algo más, venid a verme». Nos acompañó hasta la puerta.

En vez de ir directamente a casa, Andrew me llevó a tomar algo a una discoteca clandestina. Hacía mucho tiempo que no iba a una discoteca y no sabía muy bien si alguna de ellas seguía funcionando. Había montones de periodistas y de gente de la ciudad. A Andrew no le preocupaba el toque de queda, y ya era bastante más de medianoche cuando me llevó a casa. No quise preguntarle si quería que siguiera trabajando para él, pero dijo: «Te veo mañana por la mañana, Atka. Bien hecho, ha sido un día duro».

Aunque estaba agotada, esa noche no pude dormir. Al día siguiente fuimos a uno de los frentes que había cerca de una zona residencial en la parte nueva de la ciudad. Nos llevaron por una trinchera larga y estrecha que discurría entre casas parcialmente destruidas. Había aproximadamente una decena de soldados cansados destinados allí que se alegraron de ver a un periodista extranjero y a quienes les gustó la idea de hablar con nosotros. La mayoría llevaban muy poca equipación e iban vestidos solo con chándal y deportivas, lo que les hacía parecer parte de un equipo deportivo en vez de la última línea de defensa de nuestra ciudad.

«Así que esta es la línea de frente?», le dije a uno de ellos, que se dejaba caer sobre el muro de la trinchera.

«Sí. Los serbios están en esa casa blanca y grande que está justo ahí delante», dijo señalándola. Miré y vi la casa, de donde salía un sonido de música folk. Estaba a apenas cien metros de distancia. «Nos están volviendo locos con eso, siempre ponen la misma canción», dijo el hombre. Estuvimos un rato charlando y nos dijo que era enterrador de profesión. «Para mí es fácil cavar zanjas; es lo que siempre he hecho. Soy feliz con una pala, pero no con esto», dijo tocando su rifle.

Mientras Andrew iba andando por la trinchera haciendo fotos, oí el ruido de unos disparos. Empecé a oír las balas silbar muy cerca de mí y de repente comenzó un tiroteo. Los hombres que había en la trinchera empezaron a maldecir y a devolver los disparos, y Andrew vino corriendo hacia mí: «Agacha la cabeza», dijo gritando y tumbándome en el barro. El ruido a nuestro alrededor era ensordecedor. Sabía lo cerca que estaban los serbios y nunca había estado tan asustada. Mientras agarraba la manga de la chaqueta de Andrew, no paraba de repetirme a mí misma que debía mantener la calma. Después cesó el tiroteo, tan repentinamente como había comenzado. Esperé un rato antes de levantarme y dar un profundo suspiro de alivio. Andrew encendió un cigarrillo y me ofreció una calada. Sabía a nuez.

«¿Todo el mundo está bien?», gritó alguien. No había nadie herido. Andrew tiró un paquete de cigarrillos a la línea para compartirlos con los soldados. «No te preocupes, Atka, acabas acostumbrándote», dijo, y me rodeó con el brazo. Más tarde, cuando volvíamos a la ciudad, mencioné a Andrew lo mucho que me había asustado. Él me miró y dijo: «Lo sé, es espantoso, pero hiciste bien en no dejarte llevar por el pánico. Creo que tú y yo vamos a ser un gran equipo».

La amabilidad de unos extraños

Hana

Acabábamos de terminar de ver las noticias de la noche. Hacía poco que había estallado el conflicto entre croatas y musulmanes en el centro y el sur de Bosnia, y las noticias no dejaban de informar acerca de las últimas atrocidades.

La abuela de Andrea se levantó y dejó la habitación silenciosamente. Danica empezó a recoger la mesa: «Mirad lo que están haciendo los musulmanes a los croatas en Bosnia», dijo furiosa. Entonces me sentí culpable y me preocupaba que pudieran enfadarse conmigo. Miré por el rabillo del ojo al padre de Andrea, pero no parecía estar enfadado y en seguida fue a por su crucigrama. Danica se volvió hacia mí y me dijo: «Ya sé que esto no tiene nada que ver contigo, pero me enfada el hecho de que Croacia esté ayudando aquí a los musulmanes bosnios y que otros musulmanes estén ahora combatiendo contra los croatas en Bosnia».

Era difícil no sentirse culpable, y al mismo tiempo yo quería señalar además que los croatas también estaban atacando a los musulmanes, pero me daba miedo decir nada. Por lo menos Danica sabía que en Sarajevo no había ningún conflicto entre croatas y musulmanes, y eso me aliviaba.

A la mañana siguiente, de camino al colegio, empezaron a preocuparme las reacciones que pudieran tener mis compañeros respecto a las noticias de la noche anterior, y me preguntaba si me culparían de algo. Para mi sorpresa, nadie mencionó nada y todo transcurrió como siempre. Algunos de mis amigos iban persiguiéndose por la clase y otros estaban sentados en sus pupitres, riéndose a carcajadas. Me pregunté si habrían visto las noticias y me senté con la esperanza de pasar desapercibida. Klaudia, que compartía el pupitre conmigo, se sacó una carta del bolsillo de su abrigo marrón y me la enseñó. Eran cartas que pertenecían a una serie que venía con una de sus tabletas de chocolate favoritas, «El reino animal», y llevaba mucho tiempo coleccionándolas. «Mira, ¡ya tengo toda la colección!», exclamó.

«¡Anda!, me encantaría verla», dije. Me acerqué aliviada y me puse a admirar su colección.

Klaudia y yo llevábamos compartiendo pupitre desde que empezó el invierno, y en seguida nos hicimos amigas. Por alguna razón, parecíamos entendernos; quizás porque la suya era también una familia numerosa o porque, como yo, ella también había tenido que cambiar de colegio. Su familia se había mudado a ese barrio hacía dos años, y eran dueños de una de las tiendas de ropa que había allí. Eran muy católicos y Klaudia siempre llevaba colgada una cadena con una crucecita dorada, y se santiguaba siempre que volvíamos a casa desde el colegio y pasábamos por delante de la iglesia. Hablábamos de nuestras familias y nos confiábamos cosas. Por las tardes, después del colegio, Klaudia ayudaba a su padre en la tienda y cuidaba a sus hermanos pequeños, así que, como no le quedaba mucho tiempo para hacer los deberes, yo le ayudaba muchas veces. Una vez me regaló unas medias grises a modo de agradecimiento, y también unos guantes de lana y un sombrero de su tienda.

El día pasó sin que nadie hiciera ningún comentario acerca del conflicto de Bosnia, pero al día siguiente, en clase de historia, utilicé una palabra bosnia en vez de una croata mientras hablaba con la profesora y, aunque todo el mundo me entendió, la profesora en seguida me corrigió: «Hana, por favor, procura utilizar la palabra croata de ahora en adelante», me dijo.

«Lo haré», respondí yo, avergonzada. Temí que pudiera mencionar el conflicto, así que rectifiqué inmediatamente. No quería ser diferente, y todo sería más fácil si aprendía a hablar como los croatas. Aparte del acento y de unas cuantas palabras que eran diferentes, ambos idiomas eran prácticamente iguales. Empecé a prestar más atención al vocabulario croata y aprendí a acortar las vocales al hablar, en vez de alargarlas. Al principio se me hacía raro, pero al cabo de poco tiempo empecé a hablar como mis compañeros. Ahora sabía que podía hablar con cualquiera y que nadie se daría cuenta de que no era de allí.

La casa estaba oscura y todo el mundo se había ido a la cama. Como siempre, Andrea y yo seguíamos despiertas, hablando en la cama mientras la luz entraba por debajo de las pesadas persianas. Después vi una luz en la casa de al lado: «¡Mis hermanas están en casa! Hace días que no las veo -le dije a Andrea, y, encendiendo la lámpara de la mesa, cogí las zapatillas de estar por casa y una chaqueta-. Voy un momento a verlas». Me puse la chaqueta encima del pijama y atravesé el pasillo oscuro de puntillas hasta salir de la casa. Con cuidado de no asustar a mis hermanas, golpeé suavemente la ventana de su dormitorio. Cuando Nadia me vio, sonrió y me dejó entrar. «¿Qué haces aquí? Es muy tarde -preguntó sorprendida-, ¿va todo bien?».

«Todo va bien, es solo que hacía tiempo que no os veía a ninguna de las dos, y como he visto las luces encendidas he pensado en venir a veros».

«Estoy yo sola en casa; Lela sigue en el trabajo».

Volví con Nadia a su habitación. El calefactor que había debajo de la ventana estaba encendido y me acerqué a él para calentarme las manos. «He recibido una carta de Nevena, la de Primosten -le dije-, ¿qué te parece? La mayoría de los refugiados de Sarajevo siguen en el hotel».

«¿De verdad? ¿Qué más decía?», preguntó Nadia mientras iba doblando un montón de ropa recién lavada.

«Era una carta muy larga. El hotel sigue a plena ocupación porque han ido llegando más refugiados desde el centro de Bosnia. Además, ha hecho mucho frío y no hay calefacción. Los refugiados de Vukovar se han trasladado a otra parte. Marko y su familia se han ido a Alemania…»

«Sí, sabía lo de Marko; me ha escrito a mí. ¿Y qué está haciendo Nevena?».

«Está yendo al colegio en Primosten, pero no escribe mucho sobre eso. Echa de menos

a sus padres y dice que ojalá estuviera en Sarajevo con ellos». Nadia y yo nos contamos las novedades del colegio y el trabajo. Yo le mencioné que había notado cómo últimamente apenas veía las luces encendidas cuando me iba a la cama, y le pregunté a qué hora solían terminar de trabajar.

«Depende -respondió Nadia-. Después solemos salir por ahí…».

«Ah, ¿sí? ¿Con quién?».

«Con gente de aquí que hemos conocido. Yo voy a esa cafetería, ¿sabes? La que está junto a la parada del tranvía…». Se ruborizó. Pensé que tendría un novio y esperé a que me contara algo más. Esperé un rato y, al ver que no decía nada, le pregunté qué tal estaba Lela. «No lo sé muy bien, no la veo demasiado…».

«¿Qué quieres decir? ¿Ya no salís juntas?», pregunté sorprendida.

«A veces sí -dijo ella encogiéndose de hombros-, pero cada una tiene sus propios amigos y no la veo ni hablo con ella tanto… No estamos tan unidas como antes». Mencionó que no habían discutido y que sencillamente se habían distanciado.

Ya era tarde y ambas queríamos irnos a dormir. Antes de irme, Nadia me dijo que había ido a ver a Damir, y decidimos volver a visitarle el próximo fin de semana. Andrea estaba dormida cuando llegué, así que me metí en la cama en silencio. Por la noche seguía rezando por mi familia con el trozo de papel que me había dado la abuela. Era duro estar sola, lejos de ellos, y a menudo lloraba en silencio. Sin embargo pensaba que, si empezaba a sentir lástima de mí misma, Dios pensaría que estaba dando las cosas por hecho y que podría pasarle algo malo a mi familia. La única manera de mostrar mi gratitud era hacer las cosas bien en el colegio.

Una tarde, después de que sonara el timbre, mi profesora de croata, Dubravka, me pidió que me quedara un momento. Era una mujer alta, y su piel de porcelana y su pelo rubio la hacían parecer que acababa de salir de uno de los cuadros que había colgados en la sala de arte. Nos enseñaba literatura y hablaba de los libros con tanto entusiasmo y conocimiento que siempre estaba deseando ir a su clase. Revisábamos periódicamente los libros que habíamos leído, lo que solía llevarnos a discusiones sobre diversos temas. Era una profesora muy culta y sus clases eran muy edificantes. Me acerqué tímidamente a su mesa, porque no estaba segura de por qué querría verme. «La redacción que has escrito es excelente. Te he puesto un sobresaliente», dijo.

La semana anterior nos había dado un tema para la redacción, en la que teníamos que describir nuestra vida y nuestras experiencias comparándolas con las de la joven gaviota del libro de Richard Bach «Juan Salvador Gaviota». Después de desechar unos cuantos borradores, por fin decidí escribir sobre la guerra y sobre cómo era lo de estar separada de mi familia. Comparé la lucha del pueblo bosnio con los intentos de Juan Salvador por superar algunos obstáculos por su cuenta. Era la primera vez que expresaba así lo que pensaba, y le di las gracias encantada de saber que le había gustado. Ella me miró: «Si no te importa, me gustaría leerlo en clase mañana».

«Claro…», respondí, un poco nerviosa pero orgullosa de que pensara que merecía la pena. Al día siguiente, en clase, me tranquilizó saber que iba a ser ella y no yo quien la leería. Yo me habría echado a llorar.

Poco después empezó a recomendarme más libros y se me abrió todo un mundo nuevo.

Leí «El viejo y el mar», de Hemingway, «El principito», de Saint-Exupéry, y «Anna Karenina», de Tostoy. Me introdujo en el arte y la filosofía y me animó a seguir escribiendo. Se me pasaban muchas cosas por la cabeza, y ponerlas todas sobre el papel me ayudaba a verlas con más claridad. Escribí una redacción sobre qué significa el hogar y la envié a una de las emisoras de radio de la ciudad, que emitía un famoso programa para niños todos los fines de semana. Mi historia se leyó un sábado por la tarde.

Varias semanas después me encontré a Lela y a Nadia en casa de Danica, que me saludaron con sus voces alegres cuando cerré la puerta. «Son solo las cinco, ¿cómo es que no estáis trabajando? -pregunté mientras me quitaba la mochila-, ¿y por qué estáis todas de tan buen humor?». Nadia y Lela miraron a Danica en silencio y después Nadia, intentando contener la emoción, dijo: «¡Adivina quién está en Zagreb».

«¿Quién? ¡Cuéntame!», supliqué.

«¡Merima, Mirza y Haris! -exclamaron ellas al unísono, levantándose de la silla de un salto-. Venga, vamos».

Yo me quedé allí de pie, confusa. La última vez que supimos algo de nuestra familia, Merima y los niños seguían en Sarajevo, esperando a ser evacuados. «Tu tía ha llamado esta tarde -dijo Danica-. Están esperándoos en el Hotel Esplanade: allí os explicarán todo. Venga, marchaos», dijo, y nos fuimos corriendo; estábamos deseando verlos.

El Hotel Esplanade era un magnífico edificio antiguo situado cerca de la plaza mayor de la ciudad. Cuando entramos en aquel espléndido vestíbulo empecé a ver gente muy bien vestida, con trajes elegantísimos y lujosos abrigos de invierno. Había también un músico tocando el piano en una esquina. Yo me sentía muy fuera de lugar con mi llamativa chaqueta verde chillón. La mujer de recepción marcó el número de la habitación de Merima y nos indicó dónde estaba el ascensor, y nosotras subimos corriendo a la cuarta planta. Estaban esperándonos fuera de la habitación, y estuvimos un buen rato allí todos abrazándonos. Estábamos contentísimas de verlos, y no podíamos parar de repetir lo increíble que era que estuvieran allí. Finalmente, todos nos tranquilizamos y Merima nos pidió con cariño que pasáramos a la habitación y nos sentáramos.

Secándose las lágrimas, Nadia y Lela fueron hacia la cama de Haris y yo me senté en la de Mirza, a su lado. Fue todo un impacto verle sin una pierna, pero no quise decir nada porque no sabía cómo podía reaccionar.

Merima se había apartado el pelo de la cara y estaba mucho más delgada que cuando la vi por última vez. Los tres parecían agotados y estaban muy pálidos. Sabía que habían tenido que pasar por muchas cosas, pero no tuve el valor de preguntarles por ninguna de ellas. «Sigo sin creer que estéis aquí -decía Nadia una y otra vez-, ¿Cómo habéis conseguido salir?».

«¡Vimos la entrevista que os hicieron en la tele!», interrumpí yo, golpeando a Mirza con el codo.

«Nosotros tampoco podemos creerlo», dijo Merima. Nos contó que, después de la entrevista, una familia americana de Florida había conseguido contactar de alguna manera con el productor del programa, ofreciéndose a ayudar a Mirza y enviándole comida y ropa de abrigo. El productor les explicó a los americanos que podían ayudar, pero que no había ninguna garantía de que su ayuda llegara a Mirza. Los americanos siguieron intentándolo a través de distintas organizaciones de ayuda, pero el resultado era siempre el mismo. «Al final decidieron tomar ellos las riendas y apadrinarnos a los tres -dijo Merima-. Dijeron que harían todo lo necesario para sacarnos de allí, aunque creo que no ha sido nada fácil». Para superar todo el papeleo y las enormes dificultades que entrañaba sacar a alguien de una ciudad ocupada, los americanos contrataron a un abogado que pasó semanas trabajando sin descanso con la embajada de Estados Unidos y ACNUR. Al final, su insistencia dio fruto y un avión de las Naciones Unidas evacuó a Merima y los niños. La amabilidad de estos desconocidos era impresionante.

Mirza nos miró sonriendo: «Nos llevaron al aeropuerto en un coche blindado de Naciones Unidas y, cuando llegamos al Hércules, los pilotos me dejaron sentarme con ellos en la cabina».

Lela le preguntó a Mirza por qué le habían entrevistado a él primero. «Unos cuantos periodistas extranjeros -contestó- fueron al hospital donde había estado ingresado; querían hacer una historia sobre niños heridos. Uno de los médicos se acordó de que yo hablaba inglés y les dijo a los periodistas dónde vivíamos. Para entonces ya estábamos todos en el sótano de mi tío, así que fueron allí a verme».

«¿Cuánto tiempo vais a estar en Zagreb?», le pregunté a Merima.

«Solo esta noche. Estamos aquí para conseguir las visas para Estados Unidos». Explicó que, como no había embajada americana en Bosnia, habían tenido que ir a Zagreb a por ellas.

«¿Tenéis pensado volver cuando las cosas se calmen?».

«Por supuesto. La única razón por la que nos vamos ahora es para ver si podemos conseguir una prótesis para la pierna de Mirza. En Sarajevo los médicos no pueden hacer nada más por él -decía ella apenada-, pero volveremos… Sarajevo es nuestro hogar y toda nuestra familia está allí: mis padres, mi hermana y mi hermano. Los serbios han destruido todo y han matado a mucha gente, pero poco a poco iremos reconstruyendo la ciudad…».

Yo seguía pensando en Zoran, pero era incapaz de preguntar. Fue Nadia quien mencionó que nos habíamos enterado de su muerte por un periódico. Merima nos contó que aquel domingo Zoran estaba en la cola del pan, que se vendía en la parte de atrás de un camión que iba de vez en cuando a su barrio. Fue en ese momento cuando estalló una bomba allí cerca y una pequeña parte de la metralla le alcanzó directamente en el corazón, matándole en el acto. «Y tres semanas después hirieron a Mirza».

Permanecimos inmóviles mientras Mirza nos contaba lo que había pasado el día que le hirieron y cómo habían sido los dos meses posteriores en el hospital. «Tuvieron que operarme tres veces. Me desperté en una de ellas porque no pudieron ponerme suficiente anestesia. Parecía que me había caído de un caballo y que me estaba pisando, y después empezó a parecer que eran un montón de ellos los que estaban pisoteándome…». Mis hermanas y yo llorábamos en silencio mientras le escuchábamos.

«Tuvimos suerte; nos quedaba algo de dinero extranjero -dijo Merima-, y tenía que comprar todos los calmantes que encontrara en el mercado negro. Los hospitales tienen tan pocas medicinas que hasta es difícil conseguir una aspirina».

«La primera noche que recuerdo en el hospital fue la peor -siguió contando Mirza-.

La habitación estaba muy oscura y la gente lloraba de dolor. El día que me enteré de que me habían amputado la pierna, me enfadé mucho. ¡Era mi pierna y ni siquiera me pidieron permiso!».

«Cuando hirieron a Mirza dejamos de jugar fuera», dijo Haris desde su cama.

«Sí, solíamos jugar con los otros niños -dijo Mirza-. No creíamos que los serbios fueran a dispararnos a nosotros, pero, cuando me hirieron, Haris y yo nos asustamos mucho. Incluso el simple ruido de los bombardeos nos aterrorizaba».

Intenté comprender el horror por el que habían tenido que pasar. Era como si acabaran de llegar de un mundo distante e irreal. En ese momento llamaron a la puerta y Haris se puso de pie de un salto. Era el servicio de habitaciones: había pedido una hamburguesa. «¡Estoy deseando comérmela!», exclamó. Merima aclaró que hacía siglos que no comían carne, y advirtió a Haris de que no comiera muy deprisa porque su estómago no estaba acostumbrado a tanta comida, pero de todas formas él la devoró en un momento y después se tumbó en la cama frotándose la tripa: «Mamá, estaba deliciosa. Ni siquiera me importa que después me duela la tripa».

Estábamos muy agradecidas de verlos a los tres, así que nos quedamos allí hablando hasta que llegó la hora de coger el último tranvía. Nos dimos un beso de despedida y les deseamos todo lo mejor. «Nos acordaremos de vosotras y esperamos que podamos volver a vernos todos pronto en nuestra querida Sarajevo», dijo Merima con una tímida sonrisa cuando salíamos de su habitación.

Los tranvías vacíos traqueteaban por la calle desierta. Cruzamos la carretera agarradas del brazo y pasamos rápidamente por el parque, que estaba oscuro y sombrío, en dirección a nuestra parada de tranvía. Las luces de las habitaciones del hotel y de los pisos de la calle principal eran tenues y acogedoras. «¡Hey, mirad eso!», exclamé yo. El nombre del hotel al otro lado de la carretera estaba iluminado en medio de la oscuridad; y Lela y Nadia lo miraron y Nadia dijo sorprendida: «¡El Hotel Palace! Ahí es donde nos quedamos con papá cuando nos trajo en uno de sus viajes de negocios». Mientras caminábamos, Lela iba recordándonos el lío que armamos en aquella ocasión en el baño del hotel. Yo tenía siete años y las tres estábamos juntas en la bañera, llena hasta arriba. Papá nos trajo una tarrina de helado de fresa y vainilla a cada una de nosotras, pero el mío se me cayó sin querer a la bañera y tiñó el agua de rosa. Mis hermanas, a quienes les pareció gracioso, tiraron también sus helados al agua. Éramos tan felices entonces… «Y míranos ahora -dijo Nadia-. Esa vida es como un sueño lejano».

La localizadora

Atka

Era abril. Casi de noche, el aire iba perdiendo el frío del invierno, y apenas quedaban unas cuantas zonas nevadas en la cima de las colinas. «Quizá hoy deberías conducir tú», sugirió Andrew, y me dio las llaves del coche.

«No, no, yo no sé conducir», dije yo retrocediendo y levantando la mano.

Él se quedó un momento callado y después abrió la puerta: «Bueno, entonces tendrás que aprender», dijo, y se puso al volante.

«Debes estar de broma. No creo que esto sea una buena idea», dije, y abrí la puerta del copiloto. No me esperaba una clase de conducir ese día, ni ningún otro durante la guerra.

Andrew me miró seriamente: «¿Por qué no? ¿Y quién va a llevar el coche si me disparan?», preguntó sin rodeos.

Yo le miré sorprendida. Por alguna razón, nunca se me había pasado por la cabeza que pudiera pasar algo así, pero entonces me acordé del día anterior, cuando unas cuantas balas perdidas habían alcanzado el coche. «Está bien, será mejor que me enseñes -le dije-. Pero te lo advierto: no he cogido un coche en mi vida».

«Vamos, no es tan difícil. Yo aprendí cuando tenía quince años», dijo tratando de animarme. Señaló la llave de contacto y los pedales y me enseñó a cambiar de marcha. Yo le pedí que me repitiera cada una de las cosas unas cuantas veces más. Parecía fácil, así que cambiamos de asiento. «Quítate las botas -me dijo-, así notarás mejor el embrague».

«¿Qué es un embrague? No conozco esa palabra en inglés», le dije, y él me lo señaló.

Tiré mis botas a la parte de atrás del coche, coloqué el asiento y empecé a conducir. Intenté maniobrar por el aparcamiento subterráneo, pero el coche se me calaba continuamente. El guardia de seguridad, que estaba patrullando el aparcamiento del hotel, se reía con sorna. «Esto es muy difícil», grité frustrada y enfadada.

«Aquí no hay bastante espacio -dijo Andrew-. Venga, vamos a salir del aparcamiento».

Nerviosa, subí la rampa con el coche y me metí por la calle que había en la parte de atrás del hotel, que estaba relativamente protegida de los disparos de los francotiradores. El edificio del hotel nos protegía, y pude practicar por la calle una y otra vez. Allí era más fácil, pero me confundía el hecho de que Andrew no dejara de gritarme dándome instrucciones. Finalmente le dije que se callara para que pudiera concentrarme y al cabo de un tiempo fui cogiéndole el tranquillo. «Tienes un talento innato -dijo Andrew con un cumplido-. Aunque esa era la parte fácil; ahora tienes que llevarlo hasta la ciudad».

Yo estaba asustada, pero en medio de la emoción había una parte de mí que quería exhibirse. Puse el pie en el acelerador y me agarré al volante. Creía que estaba conduciendo bastante deprisa, pero Andrew me gritó: «Venga, písale un poco o vas a hacer que nos maten a los dos. Sé más agresiva». Estaba temblando. Esta vez pisé el pedal hasta el fondo y avancé por la calle varios cientos de metros hasta llegar al centro de la ciudad. Los edificios altos que había a cada lado de la calle nos protegían de la línea de fuego directa y reduje la velocidad. Mientras pasábamos con el coche por el puesto de control que había cerca del edificio de la Presidencia Bosnia, un soldado me indicó que parara. Solían parar a los vehículos que llevaban el distintivo de Prensa, sobre todo para intentar hacerse con algunos cigarrillos. Yo intenté frenar poco a poco, pero me confundí y, en vez de eso, calé el coche. Bajé la ventanilla con cierto miedo y avergonzada, y un soldado joven apoyó los brazos sobre la ventana y se asomó al coche. Yo le di las buenas tardes.

«Buenas tardes. ¿Puedo ver su documentación?», preguntó el soldado. Yo se lo traduje a Andrew y él me dio un trozo de papel que tenía en la caja de los guantes para que se lo diera. «Esto no es suficiente -dijo mirándolo-. Necesito tu carné de conducir y la matriculación del coche».

En ese momento se percató de que yo iba en calcetines y me preguntó dónde estaban mis zapatos: «Me los he quitado… Me está enseñando a conducir», dije señalando a Andrew. El soldado apartó su rifle automático, se agachó y metió la cabeza por la ventana: «¿Te estás quedando conmigo? -preguntó. Yo sacudí la cabeza, intentando poner una cara seria-. Dile a ese extranjero que no sé quién es más tonto: tú o él». Entonces se echó a reír y yo se lo traduje a Andrew, que empezó también a reírse y entonces se inclinó y, en un bosnio muy básico, le ofreció al soldado unos cuantos cigarrillos.

«Gracias», dijo, sonriendo. Cogió los cigarrillos, golpeó el techo del coche y gritó: «Vamos, cuidado con el embrague». Yo conduje durante un rato, pero después volví a darle el volante a Andrew. Ya era suficiente.

En el suelo vimos un pequeño chicle azul que había quedado allí después de un violento ataque, y seguimos caminando entre los escombros mirando las manchas de sangre marrón rojizo que había en el asfalto. Había unos cuantos niños jugando alrededor de los coches calcinados que había en la calle cuando el mortero estalló. Un hombre escuálido nos gritó desde la entrada llena de grafitis de uno de los edificios cercanos. Estaba de pie con un pequeño grupo de gente que nos miraba a Andrew y a mí, y nos preguntó si éramos periodistas. «Él es un periodista extranjero y yo trabajo para él -respondí-. Hemos venido a ver qué ha pasado». Fuimos hacia ellos.

El hombre nos dijo enfadado que había habido una tregua en los tiroteos y que los niños habían salido a jugar. «Vengan, vengan conmigo, tienen que ver esto», dijo, y nos llevó por las escaleras hasta la tercera planta. La puerta principal de uno de los apartamentos estaba abierta, y oímos sollozos que venían de dentro. Notamos también que en el vestíbulo había un fuerte olor a incienso, lo cual indicaba que había habido una muerte en la familia. Entonces entramos a un salón lleno de gente y el hombre me miró y dijo: «Ahí. Dígale a ese periodista que fotografíe a esas dos almas destruidas. Han matado a uno de sus hijos y el otro está luchando por su vida», dijo con amargura y señalando a un hombre y una mujer de treinta y muchos años que había sentados en un sofá. El hombre estaba mirando al suelo, fumando, y el rostro de la mujer estaba retorcido de dolor, llorando y con los ojos inyectados en sangre. Andrew y yo nos acercamos a ellos para darles el pésame. La mujer estaba demasiado abatida como para advertir que estábamos allí, pero su marido se levantó y nos dio la mano. Andrew le preguntó si podía hacer algunas fotografías y él respondió: «Haga todas las que quiera, mi casa es su casa».

Después, el hombre volvió a sentarse en el sofá y alguien nos ofreció un vaso de una bebida cordial muy poco cargada hecha a base de frambuesa. Como conocía nuestras costumbres, Andrew aceptó el ofrecimiento; dio un trago y después me dio el vaso y empezó a hacer fotos. Yo me aparté a un lado de la sala y vi dos fotos de colegio de los niños en la vitrina de un armario. No serían mayores que Janna y Selma. El mayor era bastante regordete y tenía una alegre sonrisa en la cara, y el pequeño estaba apretando mucho los labios, como intentando esconder los dientes que le faltaban delante. Llena de tristeza, me pregunté cuál de ellos estaría muerto y cuál seguiría vivo.

Una mujer que llevaba un jersey verde oscuro dijo en voz alta: «Venga, hijo mío, haz todas las fotos que puedas. Deja que el mundo vea lo que tiene que soportar esta pobre gente inocente», y un murmullo de aprobación y asentimiento se extendió por el grupo.

«¿Para quién trabaja?», me preguntó un hombre de gafas gruesas.

«Para Gamma, una agencia de fotografía de París», dije.

«¿Van a publicar estas fotos en Francia?», siguió preguntando el hombre.

«Probablemente en todo el mundo», respondí, y él asintió satisfecho con la cabeza.

Cuando Andrew hubo terminado de hacer fotos, nos quedamos un rato charlando con ellos y, justo cuando estábamos preparándonos para salir, el padre de los niños se acercó a mí: «¿Tienen coche?», me preguntó.

«Sí», dije, y asentí con la cabeza.

El hombre se frotó la frente y preguntó si podríamos llevarlos al día siguiente al funeral de su hijo. Le costaba hablar, pero continuó diciendo: «Es en el cementerio que está en la parte antigua de la ciudad, y no tenemos ningún modo de llegar hasta allí».

«Por supuesto que lo haremos», respondí sin dudarlo. Aunque hacía poco tiempo que conocía a Andrew, sabía que haría lo que fuera por ayudar.

Ya era de noche cuando llegamos con el coche al refugio del Holiday Inn. Por las noches, el fuerte contraste entre la vida en el hotel y la vida en la ciudad se hacía todavía más evidente. El vestíbulo estaba iluminado por las luces de un gran candelabro, la música sonaba tranquilamente en el bar y el restaurante del hotel estaba lleno de periodistas que continuaban sentados discutiendo acaloradamente durante la cena.

Subimos a la habitación de Andrew. Aunque el vestíbulo estaba la mayor parte del tiempo encendido, las habitaciones no solían tener electricidad. Encendió algunas velas y nos sirvió a cada uno un vaso de wiski irlandés. Nunca había sido de beber mucho, pero, desde que empecé a trabajar con Andrew, una bebida fuerte con Pink Floyd sonando ininterrumpidamente de fondo parecían la mejor manera de acabar el día.

Esa noche había agua en el hotel y Andrew me ofreció su ducha. La sola idea de estar de pie bajo el agua corriente era demasiado tentadora, así que me metí en el baño. La ducha era una sensación increíble, aunque el agua estaba tibia y había poca presión. Me lavé rápidamente, consciente de que el agua podría dejar de salir en cualquier momento, pero fue una grata sorpresa ver que seguía saliendo. Me eché espuma, cerré los ojos y levanté la cabeza para dejar que el agua cayera sobre mí. Cuando volví a la habitación había un par de amigos de Andrew a quienes ya había visto antes. Ariane, una mujer morena y de aspecto luchador que trabajaba para una emisora de radio francesa, y Gary, un fotoperiodista inglés alto y educado, estaban charlando en una mezcla de inglés y francés. Aunque Gary y Andrew trabajaban para agencias diferentes, ambos eran buenos amigos y su amistad, además, se había visto reforzada después del viaje a Gorazde. A la luz de las velas, los cuatro compartimos una lata de cuscús, que calentamos convenientemente en una estufa de gas portátil. Los escuché hablar apasionadamente de su trabajo. Ellos maldecían una y otra vez, llenos de frustración por la falta de voluntad del resto del mundo para intervenir y parar todas esas muertes, y a mí me alegraba ver que al menos ellos nos comprendían, así que estuvimos hablando hasta bien entrada la noche.

A la mañana siguiente, tal y como les habíamos prometido, Andrew y yo llevamos a los padres del niño que habían matado al antiguo cementerio turco. Durante el viaje nadie dijo ni una palabra y, cuando llegamos, un puñado de familiares y amigos se reunieron alrededor de un pequeño y sucio montículo y se pusieron a rezar. El funeral fue corto, como tenían que ser todos los funerales en aquel momento, y rápidamente el grupito se dispersó. Sin embargo, los padres del niño pequeño, con la cabeza agachada, se quedaron de rodillas junto a la tumba de su hijo. Andrew y yo esperamos en el coche y luego los llevamos al hospital para ver al hijo que había sobrevivido, el pequeño de los dos hermanos. Las heridas de metralla que tenía en la pierna y en la parte de atrás del brazo no eran tan graves como habían pensado en un primer momento, y gracias a Dios estaba fuera de peligro. Sus padres insistieron en que nos quedáramos en su habitación y el niño consiguió poner una sonrisa diminuta mientras Andrew hacía las fotos. Cuando terminaron las horas de visita llevamos a sus padres a casa. «Gracias; nunca olvidaremos lo que han hecho», nos dijo el padre mientras nos despedíamos fuera del edificio. Nos dio la mano y su mujer nos abrazó a los dos antes de que nos fuéramos.

Esa noche, con un vaso de wiski en la habitación de Andrew, hablamos sobre lo que había pasado durante el día. «Esos pobres padres… No sé cómo lo soportáis. Admiro vuestra fuerza y vuestro estoicismo», dijo.

«Ahora eso es lo único que nos queda. Si te pasara a ti, harías lo mismo».

«Quizás. Espero no tener que averiguarlo nunca», dijo, y se levantó a poner algo de música. Hasta bien entrada la noche estuvimos hablando sobre música, política, sobre la guerra y sobre nosotros. Aunque veníamos de mundos muy diferentes, compartíamos la misma opinión acerca de muchas cosas. Era como si fuéramos amigos de toda la vida. Nos sentamos en el sillón a hablar y a fumar hasta el amanecer, y entonces empezó a verse una línea rosa en el cielo sobre el horizonte y Andrew abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco. «Ven a ver el cielo -dijo volviéndose hacia mí-. Aún queda algo de belleza en esta tierra asolada».

***

Un par de días más tarde, un día húmedo y gris, Gary, Andrew y yo nos aventuramos a salir juntos afuera. Aparcamos el coche en el centro de la ciudad y anduvimos por entre los edificios, parcialmente destruidos. A mis ojos eran solo un montón de ruinas y escombros, pero Andrew y Gary parecían ver fotos por todas partes. Me quedé mirándolos mientras se iban moviendo por allí, sin dejar descansar a las cámaras. Andando, llegué a una puerta de cristal que estaba plagada de agujeros de bala y miré por uno de ellos. Gary estaba al otro lado de la puerta y me hizo algunas fotos. Yo sonreí. «¿Crees que podríamos entrar en el edificio del Parlamento? -me preguntó-.

Sería interesante hacer fotos desde alguno de los últimos pisos».

«Bueno, podemos intentarlo», dije.

El fuego de mortero había devastado aquel edificio blanco de veinte pisos y ahora estaba abandonado. Estaba justo en frente del Holiday Inn y apenas a una manzana de distancia de la línea de frente que había en esa ciudad. Avanzamos todo lo que pudimos con el coche hasta el edificio del Parlamento y aparcamos. Las balas silbaban a nuestro lado mientras cruzábamos corriendo la carretera y subíamos las escaleras de hormigón hasta llegar a una gran plaza, que cruzamos después para llegar a la entrada, que era un lugar relativamente seguro. Nos habíamos quedado sin aliento. «¿Todo el mundo está bien?», preguntó Andrew.

Un soldado armado que patrullaba el edificio ordenó que nos alejáramos: «Está prohibido entrar», dijo. Hecha polvo, miré a Gary y a Andrew.

«¿Por qué no? -preguntó Andrew-, ¿acaso necesitamos otro asqueroso papel?», gritó con impaciencia.

Gary estaba tranquilo. Puso la mano en el hombro de Andrew y le dijo: «Cálmate, Andrew. Déjale a Atka, seguro que ella lo soluciona».

«Ok, prueba con uno de estos», dijo Andrew, y me dio un paquete de cigarrillos. Yo fui andando hasta el soldado, que no parecía mucho mayor que yo.

«¿Hay alguna posibilidad de que hicieras una excepción con esos dos hombres? - supliqué-. Son fotoperiodistas y solo quieren hacer unas cuantas fotografías desde las plantas de arriba».

«No. Sigo órdenes estrictas». Tenía las manos bien metidas en los bolsillos, sacudía la cabeza y golpeaba el suelo con los pies. Parecía tener frío. Le ofrecí un cigarrillo, esperando que ese pequeño gesto le hiciera cambiar de opinión, pero lo rechazó. No fumaba. Sabía que, si conseguía encontrar de algún modo un vínculo entre ambos, cedería, así que encendí un cigarrillo y empecé a hablar: «Si no fuera por esta absurda guerra, no estaríamos aquí de pie con este frío, como pingüinos. Estaríamos sentados en una cafetería en alguna parte de la ciudad, bebiendo café y pasándolo bien con nuestros amigos».

Él se mostró de acuerdo y empezamos a charlar. Al cabo de un minuto aproximadamente ya nos habíamos dado cuenta de que teníamos un par de amigos comunes, a uno de los cuales habían herido hacía poco. «Venga, vamos, llama a esos dos periodistas y os llevo arriba», y me sonrió con una expresión alegre en la cara.

Subimos por las escaleras. El agua de la lluvia resbalaba por las paredes de hormigón agrietado y ennegrecido. Había piezas de mobiliario destrozado, y las montañas de escombros carbonizados cubrían todo el suelo. Estábamos cerca de la planta de arriba cuando el soldado dijo: «No subáis más. Si los serbios ven algún movimiento en el edificio, en seguida empezarán a dispararnos».

Mientras me mantenía pegada a la pared, caminé hasta un hueco grande donde antes había habido una ventana y me asomé para ver la ciudad. Las calles estaban vacías y sin vida y, nerviosa, saqué un poco la cabeza para ver el monte Trebevic a mi derecha, así como la parte de la ciudad que estaba tomada por los serbios. Esperaba ver allí al mal acechando, pero solo vi viviendas familiares y edificios. Volví a meter la cabeza y me puse a hablar con el soldado mientras Gary y Andrew hacían fotos. «¿Crees que esta guerra durará mucho?», le pregunté.

«Me temo que sí -respondió él-. Si yo fuera una mujer, empezaría a salir con uno de esos periodistas y me iría de aquí», dijo bromeando.

«¿Tú crees? No tardarías en echar de menos Sarajevo y a todos tus amigos. Yo lo echo de menos incluso cuando llevo una semana en la playa».

«Dímelo a mí. Yo antes era igual, pero dime qué hay que echar de menos ahora -dijo, y golpeó un teléfono roto que había en el suelo-. Si pudiera me marchaba en seguida».

Gary y Andrew volvieron hacia donde estábamos nosotros. «¿Dobro?», preguntó el soldado mirándolos. No necesitaba traducir, porque tanto Gary como Andrew ya sabían que eso significaba «todo bien».

«Totalmente dobro», respondió Gary con el pulgar hacia arriba.

Andrew señaló una foto grande de Tito enmarcada en blanco y negro que había en el suelo y me pidió que tradujera al soldado si podía llevársela. «Cógela. De todos modos, Tito se merece un sitio mejor que esto», contestó el soldado. Andrew cogió la foto y fuimos hasta la planta baja. Cuando volvimos al Holiday Inn, me sorprendió y me alegró ver a Mesha esperándome en el vestíbulo. Hacía unos días que no nos veíamos. Él había estado en el frente y yo había estado ocupada trabajando. Le presenté a Gary y a Andrew antes de que me llevara a un lado. «Atka, en casa no queda comida -dijo preocupado-. Me siento mal por los niños. No tienen nada. Al menos yo puedo comer una vez al día cuando estoy de servicio».

«Bueno, yo todavía no he recibido mi paga, pero voy a preguntarle a Andrew», dije intranquila. No me gustaba hablar de dinero, me hacía sentir incómoda. Miré hacia donde estaban ellos: Gary estaba hablando con unos periodistas ingleses y Andrew, que me había visto, vino hacia mí.

«Chicos, ¿va todo bien?», preguntó. Yo bajé la mirada, avergonzada y evitando tener que decir nada, pero después pensé en mis hermanos pequeños y entendí que tenía que preguntar: «Sí, todo bien -dije, y le miré-. Me preguntaba si sería posible recibir hoy mi paga».

«Por supuesto -respondió-. Me alegro de que no sea nada serio. A juzgar por vuestro aspecto, pensaba que debía haber pasado algo terrible».

Mesha miró a Andrew y, con un inglés precario, empezó a explicar por qué estaba allí. Avergonzada, traté de impedir que siguiera hablando, pero Andrew me miró y dijo: «Atka, tenemos que conseguir comida para tus hermanos pequeños». Mesha le dio las gracias y yo también agradecí que Andrew entendiera los apuros por los que estaba pasando mi familia. Se ofreció a comprar provisiones en los almacenes que tenían las Naciones Unidas en el aeropuerto, porque probablemente se daba cuenta de que el dinero que ganaba no iba a dar para comprar muchas cosas en el mercado negro. Yo nunca había oído hablar de ese almacén, pero Andrew nos dijo que podía comprar cigarrillos, gasolina para cocinar y otras cosas imprescindibles para él, porque se había hecho amigo de uno de los soldados franceses que trabajaba allí.

Los viajes al aeropuerto eran arriesgados, porque la carretera estaba controlada por los serbios. Solían parar o disparar a cualquiera que pasara por allí con el coche, incluyendo a los vehículos armados de las Naciones Unidas que transportaban a diplomáticos, periodistas extranjeros y voluntarios que iban desde y hacia el aeropuerto. Ese mismo año, los serbios habían parado a uno de los vehículos de las Naciones Unidas y habían matado a tiros al viceprimer ministro bosnio, que iba de camino al aeropuerto para dar la bienvenida a un cargamento de ayuda que volaba desde Turquía. Los soldados de las Naciones Unidas se quedaron ahí parados mirando mientras los serbios se turnaban para tirotearle una y otra vez. Le dije a Andrew que no quería que se pusiera en peligro solo por mí y mi familia. «Mira, tengo que ir al aeropuerto de todas maneras -dijo-; necesito encontrar a alguien que salga hoy y pueda llevar los carretes a mi agencia de París».

Subimos a su habitación. La mesita pequeña que había allí estaba llena de notas y carretes, y Andrew las metió rápidamente en un paquete blanco para enviar por correo. «No tardaré mucho, podéis esperarme aquí», dijo mientras escribía la dirección de su agencia en el paquete. A mí me parecía que ya nos habíamos entrometido bastante y le dije que esperaríamos en el vestíbulo hasta que volviera, pero él desapareció en el baño y oímos correr un grifo. Asombrado, Mesha me miró y, antes de que pudiera explicarle que a veces el hotel tenía agua corriente, Andrew salió y dijo: «Hey, ¿qué tal una ducha?».

Mesha no necesitó que se lo preguntara dos veces y en seguida se metió en el baño. «Oh, me siento fatal. No tienes que hacer todo esto», le dije a Andrew.

«Atka, no hay de qué. El pobre hombre ha estado en el frente y da la casualidad de que yo tengo agua -dijo apoyando su mano en mi hombro-. Tú relájate, ahora vengo. Coged lo que queráis». Cogió su bolsa y se fue. Cuanto más lo conocía, más me gustaba.

«Estoy como nuevo», dijo Mesha estirando hacia arriba los brazos mientras salía del cuarto de baño.

Yo hice café y charlamos mientras esperamos. «¿Qué tal las cosas en el frente?», pregunté.

«Bastante horribles. Nunca sabemos qué va a pasar. Anoche, los serbios nos tiraron rodando un barril lleno de petróleo, pero por suerte la mecha encendida se apagó justo cuando nos alcanzó».

Le pedí que me contara más cosas sobre lo que pasaba en el frente, pero él no quería hablar de ello. Ambos nos quedamos aliviados cuando volvió Andrew dos horas más tarde. Fuimos en coche hasta mi casa con todas las provisiones que había comprado; yo no podía creer la cantidad de comida que había allí: un montón de productos frescos, latas, cigarrillos, linternas y pilas. Mis hermanos se apresuraron a ayudar y empezaron a llevar dentro la comida; estaban radiantes de felicidad. En medio de la conmoción, la abuela salió con algunos bidones vacíos y se los dio a Andrew: «Hijo, tú tienes un coche, ¿podrías llenarlos, por favor?». No sabía que era extranjero y le habló en bosnio. A mí se me caía la cara de vergüenza, pero Andrew respondió. «Nema problema, ningún problema», y ambos nos echamos a reír. La abuela se metió otra vez en la casa y, pocos segundos después, la mitad del barrio bajó hasta donde estábamos y nos preguntó si también podríamos recoger agua para ellos. Nosotros metimos en el coche todos los bidones que pudimos y nos fuimos a la cervecería. Cuando volvimos le presenté a Andrew a mi familia.

El restaurante del hotel estaba lleno de periodistas desayunando. Allí había comida suficiente, pero después de un año de estar hambrienta yo solo era capaz de comer un poquito cada vez. Andrew se paró en la puerta para hablar con John, un hombre alto con barba y pelo rizado y despeinado. Escribía para el New York Times y acababan de decirle que había ganado un premio Pulitzer por un reportaje sobre Bosnia. Estaba dándole las gracias a Andrew por presentarle al chelista: «Definitivamente todo esto es culpa tuya, por hablarme de Vedran y animarme a que saliera y hablara con él, incluso aunque en ese momento no era lo que quería hacer». John sonrió y nos invitó a una pequeña celebración que se estaba organizando para esa noche. El maitre del hotel vino a felicitar a John y le dijo que el chef estaría encantado de prepararle una pequeña tarta para celebrarlo.

«¿De qué conoces a Vedran?», le pregunté a Andrew mientras nos íbamos. Vedran era el chelista que tocaba en recuerdo de las veintidós personas que fueron asesinadas mientras iban a comprar el pan en la primera gran masacre del pasado mes de mayo. Tocó en esa calle durante veintidós días consecutivos a pesar del peligro, y todos en la ciudad le conocíamos y admirábamos. Se había convertido en un potente símbolo del espíritu desafiante de nuestra ciudad.

«Lo conocí un par de días después de aquella horrible masacre -dijo Andrew-. Era muy extraño ver a un hombre vestido de frac tocando el chelo en esa calle desierta. Le hice fotos y pasamos un par de días juntos en el sótano de un restaurante que pertenecía a un amigo suyo. Bebimos mucho y de vez en cuando salíamos a la calle donde Vedran tocaba el “Adagio en sol menor” de Albinoni». Andrew encendió un cigarrillo y continuó diciendo: «Conozco bien esa pieza de música, me tocó la fibra sensible. Es la pieza que tocaban en la película «Gallipoli», que contaba la historia de la tristemente célebre batalla de la Primera Guerra Mundial en la que murieron muchos australianos y neozelandeses. Como puedes imaginarte, este hombre me deslumbraba completamente. Hice una historia de él en fotos y conseguí convencer a John para que fuera también a conocerle. John escribió una historia sobre él que gustó tanto a su periódico que decidieron destinarle a Sarajevo de manera permanente».

«¡Qué interesante!», apunté yo, y estaba a punto de decir algo más, pero John llamó a Andrew y este se dio la vuelta para hablar con él. Miré por toda la sala buscando un sitio para sentarme. Ya conocía a la mayoría de la gente que había allí; eran, o bien parte de la prensa, o bien oficiales de las Naciones Unidas.

Susan, una mujer de cincuenta y muchos años, estaba sentada sola, vestida de negro. Tenía el pelo largo, negro como el azabache, y un incipiente mechón gris en la parte delantera. Ya habíamos hablado alguna vez; era una escritora famosa de Nueva York. En un intento por atraer la atención del mundo por nuestra grave situación, había venido a Sarajevo a dirigir la obra «Esperando a Godot». Me vio y señaló dos sitios vacíos que había a su lado: «Me recuerdas a Gavroche -dijo cuando me senté-. Sí, ya sabes, ese personaje de Los Miserables», explicó.

«Ah, sí -dije yo-, pero ése era un chico, ¿no?». Ella respondió que sí, sonrió y me dijo que le recordaba a él por mi gorra, el pañuelo y el peto negro, además de por mi astucia. Seguíamos hablando cuando vinieron Andrew y Gary.

«No te lo vas a creer -dijo Gary, inclinándose sobre la mesa-. Acabo de encontrarme a dos estudiantes de fotografía alemanes que han llegado en avión esta mañana. Me han pedido que les lleve a dar una vuelta por la ciudad, pero me parece que no tienen mucha idea de lo que está pasando aquí».

«¿Cómo? No me puedo creer que las Naciones Unidas les hayan dado pases para entrar». Me enfurecía pensar lo fácil que era para esos estudiantes extranjeros entrar en el país en avión con las Naciones Unidas, mientras había tantos heridos en la ciudad a quienes no podían evacuar.

«Ya lo sé, es de locos -señaló Gary-, pero aun así voy a enseñarles un poco todo esto. Luego nos vemos». Se dio la vuelta y se fue.

«Será mejor que nos vayamos nosotros también», me dijo Andrew.

«¿Dónde vais?», preguntó Susan, acomodándose en la silla.

«Al cementerio Lion. Uno de los tíos de Atka está enterrado allí y ella todavía no ha visitado su tumba», respondió Andrew.

«Qué pena, ¿os importa que vaya con vosotros?», dijo mirándome. Respondí que por supuesto que no.

El cementerio estaba junto a una pequeña subida, más allá de la sala de los Juegos Olímpicos. El suelo estaba húmedo y el barro de color ocre se nos pegaba a los zapatos. «No sé exactamente dónde está la tumba de mi tío», dije mirando una gran estatua de un león blanco que había en mitad del cementerio. A la izquierda había unas lápidas negras de mármol de antes de la guerra y, entre ellas y a la derecha de la estatua, había cientos de cruces de madera improvisadas para los cristianos y lápidas mortuorias temporales para los musulmanes. «Vamos a tener que mirar entre las lápidas», les dije a Susan y a Andrew. Les escribí el nombre de mi tío en la palma de las manos y los tres nos separamos. Yo anduve entre las tumbas mirando nombres y fechas. Había mucha gente de mi edad y más jóvenes enterrados allí. Después de buscar durante un buen rato, encontré la tumba de mi tío en una esquina al final del cementerio, cerca de la carretera. Ver su nombre inscrito allí hizo que me viera cara a cara con el final de todas las cosas. Me hice un ovillo en el suelo y me eché a llorar. Desde el principio había supuesto que, cuando terminara la guerra, todos regresaríamos a la vida tal y como era antes; pero Zoran, y tantos otros, se habían ido para siempre, y por tanto nada volvería a ser como antes.

De vuelta al hotel, Susan me preguntó por mi tío. Le conté cómo había muerto y lo que le había pasado a Mirza, y le hablé también de esa amable familia americana que había ayudado a mi tía y a sus dos hijos. Hacía poco que nos habíamos enterado de que los tres estaban ahora en Florida. Seguimos hablando de ellos durante todo el camino hasta que llegamos al vestíbulo del hotel. Susan me dio su número de teléfono y me dijo: «Vuelvo a Estados Unidos en un par de días. Tienes que darme un toque si alguna vez vienes a Nueva York». Yo le di las gracias, mirando el trozo de papel. Estaba segura de que nunca iría a Nueva York, pero su gesto me conmovió y me metí la nota en el bolsillo. «Luego os veo», dijo con una sonrisa, y subió las escaleras. Yo me giré y miré a Andrew diciendo: «Gracias por llevarme al cementerio». Él me rodeó con el brazo y dijo: «Atka, ni lo menciones».

Nos sentamos en la barra y pedimos un café bosnio. Le pregunté a Andrew cómo estaba su familia en Nueva Zelanda. Eran cuatro hermanos y sus padres llevaban treinta años casados. «Mi padre está muy enfermo -dijo, frunciendo el ceño-. Tiene cáncer».

«Lo siento mucho; espero que se mejore», dije. La muerte se había convertido en algo tan común en mi vida que ni siquiera se me había pasado por la cabeza que hubiera gente en otras partes del mundo que también estuvieran enfrentándose a ella.

«Yo también. Cuando le vi en Navidad parecía que estaba bien, aunque estaba bastante más delgado como consecuencia de la quimioterapia».

Gary nos vio sentados en el bar y vino hacia nosotros. Riéndose, nos contó que había llevado a dar una vuelta por la ciudad a los estudiantes alemanes. Temiendo por su vida, querían haberse ido lo antes posible, pero se dieron cuenta horrorizados de que habían suspendido los vuelos debido al aumento del conflicto. Aquellas dos personas estaban ahora atrapadas, como el resto de nosotros. «¿Y qué has hecho con ellos?», preguntó Andrew.

«Encontraron a un corresponsal alemán que estaba aquí y en seguida corrieron a su habitación buscando refugio. No creo que volvamos a verlos hasta que vuelva a abrirse el aeropuerto». Gary parecía divertirse.

«¿No se habían dado cuenta de lo peligroso que era esto?», pregunté sacudiendo la cabeza.

«Una cosa es verlo en las noticias y otra es entender realmente lo que está pasando», dijo Andrew encogiéndose de hombros. Yo di el último sorbo a mi café y aparté la taza.

«¿Dónde vais?», preguntó Gary.

«Vamos a intentar encontrar gasolina», respondí.

«Buena suerte».

Nos dirigimos hacia las antiguas Barracas del Mariscal Tito, donde estaban destinados los soldados ucranianos de Naciones Unidas. Habíamos oído rumores de que vendían gasolina y de que lo hacían a precios mucho más bajos que en el mercado negro. Andrew aparcó el coche en una calzada que había a las afueras del edificio largo y cuadrado que rodeaba todo el bloque. A través de la entrada, que consistía en una puerta de hierro bien vigilada, se veía una callejuela que daba a un patio grande donde había aparcados muchos coches blindados de las Naciones Unidas. «Espérame en el coche, voy a comprobar», dije mientras salía. Vi una gran puerta doble, sin vigilancia, a la derecha de la puerta de hierro. Suponía que habría un camino más fácil para entrar, así que abrí la puerta y fui directamente a la cafetería, llena de soldados bosnios que estaban comiendo.

«¿Alguien puede ayudarme? Quiero comprar gasolina a los ucranianos», dije en voz alta, y todas las cabezas se giraron hacia mí. Dos hombres de aspecto serio con el emblema de la Policía Militar en las mangas abandonaron la fila de la comida en la que estaban y vinieron lentamente hacia mí: «¿Acaso no sabes que la Policía Militar arresta a gente como tú por vender gasolina en el mercado negro?», me preguntó el más alto de los dos con voz áspera. Tenía un aspecto intimidador, con una gran cicatriz que le cruzaba la mejilla y una mirada furiosa en los ojos. Temía que aquel pudiera ser uno de muchos criminales de poca monta que, en medio de la confusión de la guerra, hubiera ascendido escalones en el ejército.

«Sí, vamos a tener que detenerte para interrogarte», dijo el más bajito. Después se giró y les dijo a todos los que estaban allí que tenían la situación bajo control. Yo, que me había quedado de piedra y estaba enfadada por mi propia estupidez, intenté explicarles que mi intención no era vender la gasolina en el mercado negro, pero no me escuchaban.

«¿Tienes hambre?», me preguntó el más bajito.

«¿Cómo?», pregunté confundida.

«Vamos a comer antes de interrogarte». Me llevaron a una de las mesas y me trajeron un plato de judías. El hombre de la cicatriz se inclinó hacia mí y me susurró: «Escucha, jovencita, no voy a detenerte, pero tienes que ser más discreta con estas cosas. Podrías meterte en un buen lío». Yo suspiré aliviada. «Y ahora, veamos -dijo sonriéndome-, puedo conseguirte gasolina, ¿cuánta necesitas?».

Yo, que seguía insegura y desconfiada, no quería decir nada, pero él me golpeó suavemente con el codo como para asegurarme que no estaba gastándome ninguna broma. «Necesito unos cuarenta litros», dije en voz baja.

«¿Eso es todo?», dijo riéndose y comiendo una cucharada de su plato. Respondí que sí y expliqué que trabajaba para un fotoperiodista y que necesitábamos combustible para el coche.

«No hay problema. En cuanto comamos te llevo a ver a alguien que puede ayudarte», dijo, y me metió prisa para que terminara de comer. Cuando hubimos terminado, el hombre de la cicatriz me llevó a la parte de atrás de los barracones para hablar con un soldado ucraniano de Naciones Unidas. En una extraña mezcla de bosnio, ruso e inglés, acordamos que me daría los cuarenta litros de gasolina a cambio de cuarenta dólares americanos y unos cuantos carretes. Me dijo que volviera yo sola a recogerla después de que anocheciera. En el mercado negro la cobraban a diez dólares el litro, así que era muy buen trato.

El hombre de la cicatriz me acompañó de vuelta al coche y, como daba por hecho que querría que le pagara por el favor, le pregunté lo que le debía. «¿Por cuarenta litros? - dijo levantando las cejas-. No te preocupes. Cuando vuelvas esta noche, preséntate en el puesto de control», dijo, y señaló la puerta de hierro de la entrada: «Le diré al guardia que esté atento, por si acaso».

Le di las gracias y le ofrecí un paquete de Camel. Siempre llevaba unos cuantos paquetes en el bolso a modo de incentivo. Volví al coche agradecida. «Estaba preocupado por ti -dijo Andrew girando la llave-. Estaba a punto de ir a buscarte».

«No te vas a creer lo que me ha pasado», exclamé sacudiendo la cabeza y le conté todo. Pasamos el resto del día trabajando y, tal y como habíamos acordado, fuimos por la noche a recoger la gasolina. Me presenté ante el guardia en la puerta y nos dirigimos por la callejuela oscura hasta donde estaba el alambre de espino. El ucraniano estaba esperándome al otro lado de la alambrada y me pasó dos bidones por encima, que después llevé al coche tambaleándome. Yo estaba asustada, pero todo se desarrolló sin problemas y acordamos volver a vernos una semana después.

De vuelta a la habitación de Andrew en el hotel, mientras nos tomábamos nuestro vaso de wiski irlandés de siempre, empezamos a reírnos de lo absurdas que eran las Naciones Unidas. Eché un vistazo a la fotografía grande de Tito que había cogido Andrew de las ruinas del edificio del Parlamento. «Me pregunto lo que habría dicho Tito si pudiera ver las Naciones Unidas ahora, vendiendo gasolina desde los barracones que aún llevan su nombre».

«Tito era un oportunista, lo habría entendido», dijo Andrew encendiendo un cigarrillo.

«Tengo que contarte una historia divertida -dije-. Mi abuela es muy religiosa, y en 1975 fue a la Meca a cumplir el ritual de peregrinación».

«Ah, sí», dijo Andrew asintiendo con la cabeza.

«En fin, un día se separó de su grupo y, como no sabía hablar ni una palabra de árabe, no podía pedirle ayuda a nadie. Tampoco sabía el nombre de su hotel, así que se quedó sin más en medio de la ciudad y empezó a gritar: “Tito, Tito”».

Andrew empezó a reírse: «Me imagino a tu abuelita…».

«Un transeúnte de allí acudió en su ayuda y, después de buscar un poco, encontró el hotel donde se alojaban los peregrinos de Yugoslavia».

«Es una historia genial».

Estuvimos bebiendo y fumando durante un tiempo sin decir una palabra, mientras escuchábamos el incesante ruido de los tiroteos. «Atka -dijo Andrew rompiendo el silencio-, tengo que decirte algo».

«¿El qué?», pregunté.

Él me miró y dijo tranquilamente: «Estoy enamorado de ti».

«Y yo de ti», susurré. Nos conocíamos hacía apenas un par de semanas, pero parecían toda una vida. Nos dimos las manos y tuve una escalofriante sensación de libertad. En ese momento no importaba que todo a nuestro alrededor fuera tan triste, trágico y fútil.

Daba igual lo cruentas y angustiosas que fueran las historias que llegaban desde Bosnia, las Naciones Unidas seguían impasibles y el embargo armamentístico continuaba en vigor. A juzgar por el número de reporteros que había en el Holiday Inn, estaba claro que Sarajevo era el centro de atención de los medios de comunicación, pero todos los sarajeveses con los que yo hablaba se sentían solos y abandonados.

Siempre había mucho que hacer, pero cada vez que teníamos un rato libre, Andrew y yo llevábamos agua y provisiones para mi familia. Echaba de menos ver a los niños y no dejaba de preocuparme por ellos, y, en los días en los que los bombardeos eran particularmente intensos, Andrew me llevaba a casa para comprobar que todo el mundo estaba bien. Últimamente había empezado a hacer de intérprete para otros periodistas siempre que podía; era la única de mi familia que ganaba dinero, y dependían de mí para la comida y otras cosas esenciales. Ahora que Andrew y yo éramos novios ya no estaba dispuesta a aceptar dinero por el trabajo que hacía con él.

Andrew conoció a todos mis amigos y Mesha venía a vernos por las tardes en sus días libres. Solíamos sentarnos en la habitación de Andrew con Gary y Ariane para hablar y escuchar música. El inglés de Mesha era muy básico, pero siempre intentaba mantener alguna conversación. «La vida es una falla, amigos míos», dijo Mesha una noche.

«¿Quieres decir una playa?», le dije intentando no reírme.

«Sí, una falla, una falla», repitió él. Sonaba muy divertido.

«¿Qué he dicho?». Mesha estaba confundido y yo se lo expliqué, manteniendo la risa a duras penas.

Mesha se rió avergonzado: «Van a pensar que soy idiota».

«No te preocupes, tío, ya te hemos entendido», dijo Gary sonriendo y subiendo el volumen de la música.

Una tarde relativamente tranquila invité a Andrew a conocer a Mayka. Le había hablado mucho de ella. Ahora era una mera sombra de la mujer que había sido, pero se le iluminó la cara cuando nos vio en la puerta. «Mi niña, me alegro mucho de que hayas venido -dijo abrazándome-. Desde que empezaste a trabajar para esos periodistas, no te veo mucho».

Le di una bolsa con comida y unas manzanas. «Ya lo sé, Mayka, pero si no hubiera estado trabajando no habría podido traerte esto», respondí con tristeza y sintiéndome bastante culpable. Mayka se presentó a sí misma a Andrew y, antes de que nos sentáramos, le hizo toda una batería de preguntas. Evidentemente, sospechaba un poco de aquel extranjero y quería saberlo todo sobre él. Gracias a Dios, a Andrew no le hizo falta mucho tiempo para tranquilizarla, gracias a su modo de ser directo y franco. Pasamos la tarde con ella, viendo álbumes familiares. Mayka iba comentando todas las fotos mientras comía lentamente la manzana que le había cortado, y a mí me alegraba volver a verla sonreír y bromear. «Estoy preocupada por tus hermanas, allí en Zagreb», me dijo Mayka cuando nos íbamos.

«No tienes que preocuparte por ellas, están bien. Hay un teléfono vía satélite en el edificio de televisión y, siempre que Andrew llama a su agencia, yo puedo llamarlas a ellas y ver qué tal están», le expliqué mientras salíamos al patio.

«Gracias a Dios. Al menos ellas están bien. Si te enteras de algo más sobre Merima, ven a contármelo», dijo suspirando, y me abrazó. Entonces estallaron un par de bombas allí cerca y le dijimos que volviera dentro.

Aquella noche, en el hotel, Andrew se enteró de que algunos periodistas iban a salir de Sarajevo a la mañana siguiente. Les interesaba acercarse a las crecientes noticias sobre los derramamientos de sangre en la parte central de Bosnia y sobre la posibilidad de que las Naciones Unidas pudieran evacuar a cientos de heridos de los pueblos ocupados más pequeños del este del país. «Voy a ir con ellos. Hay un tipo que puede meterme en uno de los coches blindados». Andrew cogió sus cámaras y un par de camisas y se marchó al amanecer.

Mientras estuvo fuera, yo estaba ocupada haciendo de intérprete, trabajando en Studio 99 y ayudando en casa. La abuela, mamá y yo cavamos un huerto en el jardín y plantamos todas las semillas que nos había dado ACNUR. Tarik echaba una mano a plantar y Selma, que había encontrado un cubo pequeño de plástico entre unos juguetes viejos, se ofreció a regar el huerto.

Andrew me había dejado las llaves de su coche y de su habitación, y yo alquilaba el coche por días a otros periodistas. Una noche, de manera improvisada, mis amigas y yo fuimos en coche desde el estudio hasta el hotel. El coche iba particularmente lento y empezó a echar humo cuando lo metí en el aparcamiento subterráneo. Temía haberlo estropeado, así que le pedí al guardia de seguridad que le echara un vistazo. «¿Quién es el idiota que no ha quitado el freno de mano?», preguntó riéndose.

«Ah, bueno, yo, supongo -balbuceé sonrojada-. Llevo conduciendo así todo el día. Qué estúpida…». Me volví hacia mis amigas y les invité a subir y tomar algo. Una vez en la habitación de Andrew, terminamos la botella de wiski, nos reímos y estuvimos de fiesta hasta altas horas de la mañana. Era la primera vez que nos quedábamos fuera de casa toda la noche desde que había empezado la guerra.

Andrew ya llevaba fuera una semana y su ausencia era terrible. No teníamos manera de comunicarnos y yo estaba muy preocupada por él. Cuando volvió, me contó que él también había estado preocupado por mí. Hicimos un pacto y acordamos no volver a separarnos durante más de unos pocos días.

A mediados de mayo, Andrew y Gary hablaron de ir a Mostar, un pueblo al sur del país. Los croatas, apoyados por las Fuerzas de Defensa Militar Croata, habían ocupado recientemente la parte occidental de la ciudad y estaban expulsando de allí a todos los musulmanes, y el fuego entre ambos era particularmente intenso. «Creo que debemos ir allí cuanto antes», dijo Andrew, y Gary se mostró de acuerdo. «Vayamos mañana o pasado».

«Nuestra mejor opción es volar a Split y, desde allí ir en coche hasta Mostar cruzando el territorio tomado por los croatas -dijo Andrew-. Son solo dos horas en coche».

«¿Y qué pasa con Atka? No sé si debería ir a Mostar, es demasiado peligroso», dijo Gary.

«Tienes razón. Yo no me atrevería a ir allí; al menos no con mi apellido musulmán», dije.

«Intentaremos que vengas con nosotros a Split y después tomaremos una decisión», sugirió Andrew, y yo accedí. Ya era bastante complicado saber si íbamos a llegar al final del día, como para saber qué sería de nosotros al día siguiente. Planear con tanto tiempo parecía como si estuviéramos tentando al destino.

La visita

Hana

«Profesor Devide». Miré el nombre en la puerta y toqué el timbre. El profesor Devide era uno de los nombres que mi padre había anotado en su lista cuando nos fuimos de Sarajevo. El ruido de pasos detrás de la puerta iba aumentando, y unos segundos después apareció en la puerta una mujer asiática de baja estatura con el pelo negro como la seda. Me sorprendió. La única vez que había visto a algún asiático había sido en revistas o en películas. Era hermosa y de aspecto delicado. Abrió aún más la puerta y dijo con una voz suave y monótona: «Pasad, pasad». Yo la seguí por el largo vestíbulo mientras iba mirando las delicadas pinturas de pájaros exóticos que había colgadas a uno de los lados de la pared por encima de la estantería.

«¡Pasad, pasad!», dijo una voz amable desde detrás de la puerta de cristal que había al fondo del vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, y había un hombre esbelto de pelo blanco sentado en el sillón.

«Tú debes ser Hana -dijo levantándose-. Yo soy Vladimir Devide y esta es mi mujer, Yasuyo». Ella hizo una inclinación de cabeza y sonrió, y él me dio la mano. Nos sentamos y Yasuyo se excusó y se retiró. «Me alegro de que nos llamaras -dijo Vladimir-. Dime, ¿cómo está tu padre y el resto de la familia?».

«La última vez que supe algo de ellos seguían vivos, pero eso fue hace diez días. Mi hermana Atka puede llamarnos de vez en cuando desde un teléfono vía satélite, porque ahora está trabajando para un periodista extranjero».

«Me alegro de que tengáis algún contacto con ellos. Debe ser muy duro para todas vosotras. Yo sigo las noticias todos los días, pero me he dado cuenta de que, conforme avanza la guerra, las noticias sobre Sarajevo son cada vez más abrumadoras». Es una tragedia; Sarajevo es una ciudad preciosa y la tengo mucho cariño. Solía pasar allí mucho tiempo», dijo Vladimir.

Mientras hablábamos, Yasuyo volvió a la habitación llevando una bandeja con una tetera y algunas tazas. Cuando me dio una de ellas, Vladimir le dijo algo en un idioma que yo no había oído nunca. Qué curioso, pregunté: «¿En qué idioma estáis hablando?».

«En japonés -dijo él-. Yasuyo y yo nos conocimos por motivos de trabajo cuando yo estaba en Japón. Pasamos del inglés al japonés, porque todavía no sabe hablar croata».

«Sí, mi croata no es muy bueno», dijo ella con una sonrisa.

«¡Japón debe ser muy interesante! -dije intrigada-. Cuando era pequeña vi un libro de fotos de Japón y soñaba con irme allí de montañera». Después, dándome cuenta de lo infantil que había resultado mi comentario, me sentí extraña y dejé de hablar. Ambos empezaron a reírse y Vladimir señaló: «Bueno, el paisaje es espectacular».

Contenta, tomé un sorbo de ese té aromático y pregunté: «¿Te importa que eche un vistazo a tus libros?».

«En absoluto», dijo él, y fuimos hacia unas estanterías altísimas con historias del mundo entero que descansaban allí esperando a que alguien las leyera. Había libros con títulos en croata, inglés, ruso, alemán, y un alfabeto que no conocía. Uno de los libros me llamó la atención: en el lomo aparecía la palabra «Haiku» y debajo el nombre de Vladimir. En clase de literatura habíamos estudiado la poesía haiku1. Miré a Vladimir pidiéndole su aprobación y después cogí ese libro de la estantería.

«¿Este es tuyo?», pregunté mientras abría el libro. Dentro había fotos preciosas de cerezos en flor y de pájaros.

«Es una colección de haiku con mis traducciones y comentarios». Sonrió y miró el libro que tenía en la mano: «Ese puedes quedártelo».

«Oh no, muchas gracias…», dije devolviéndole el libro.

«Cógelo, es un regalo», insistió.

Pasamos el resto de la tarde charlando en su salón. Vladimir me contó que, cuando fue profesor invitado en una universidad de Sarajevo, él y mi padre se hicieron muy buenos amigos. Más tarde trabajaron juntos cuando Vladimir editó los libros de matemáticas de mi padre. Me alegraba oír hablar de mi padre. Tomamos más té y oí a Yasuyo y a Vladimir hablar de su trabajo y de sus viajes al extranjero. Su vida sonaba muy aventurera y fascinante. Escuchándoles, me preguntaba si mi familia aún seguiría unida si se hubiera formado en alguno de aquellos países lejanos.

Había llegado la primavera y ya habían brotado las primeras flores. Las calles estaban llenas de gente y Zagreb parecía haber despertado de su largo sueño de invierno. Mis hermanas ganaban suficiente dinero como para pagar el alquiler y la comida, así que esos días, para lo único para lo que íbamos a la Cruz Roja era para ver si habíamos recibido algo de correspondencia.

Nadia seguía trabajando muchas horas, pero un sábado encontró tiempo para ir conmigo a ver a Damir. Nos llevó a tomar una comida rápida a una pequeña parrilla que había en frente de su estudio y, cuando llegamos, el sitio nos recibió con olor a carne asada y a pan recién hecho. Detrás de la barra había un hombre achaparrado haciendo empanadas de carne a la parrilla y recibiendo órdenes de los clientes. Otro llevaba la comida a las mesas. Mientras pedíamos en la barra, una de las mesas que había junto a una pared lateral se quedó libre y fuimos rápidamente a cogerla. «Me alegra saber que Atka os ha llamado esta mañana -dijo Damir sacando una silla-. Estoy muy contento de que todos sigáis enteros». Dejó su vaso de limonada sobre la mesa y se sentó.

«Ahora para nosotras es mucho más fácil que Atka nos llame cada varias semanas - dijo Nadia-. Antes pasábamos meses atemorizadas sin saber qué sería de ellos».

«¿Habéis visto en las noticias que las Naciones Unidas han declarado “zonas libres de las Naciones Unidas” a Sarajevo, Srebrenica y otras ciudades de Bosnia?», preguntó.

«Sí, lo hemos oído, ¿pero eso qué significa?»

«Bueno, supuestamente significa que todos los civiles de esas zonas están bajo la protección de las Naciones Unidas, pero, como todos sabemos, eso no hace que los serbios dejen de atacar. Las cosas están empeorando en todos los sitios».

Trajeron la comida y la conversación había dado un giro. Damir estaba empezando a hablarnos de sus últimos cuadros, pero la ruidosa voz de un hombre le interrumpió en mitad de una frase. El hombre se puso a gritar cada vez más y, al poco tiempo, la salita estaba dominada por sus insultos y sus palabrotas. Se acabó la conversación. Yo me giré y vi a un hombre sin afeitar que se dirigía a la barra balanceándose entre las mesas. «¡Miraos todos, sentados aquí tan cómodos! Por suerte, algunos de nosotros estamos luchando en el frente y defendiendo a nuestra patria», gritó, y tiró una silla.

El hombre que había detrás de la barra intentó tranquilizarle, pero él cada vez se ponía más grosero. Algunas personas se levantaron y se fueron. Nosotros nos quedamos donde estábamos y evitamos mirar en su dirección. Al poco tiempo le dieron al hombre un poco de comida y le dijeron que se marchara a su casa. Él cogió el paquete y se fue tambaleándose y maldiciendo. Cuando cerró la puerta le pregunté a Damir si estaba borracho. «Seguro», respondió él. «Chicas -dijo con voz grave-, tened cuidado de por dónde vais. Hay muchos hombres que vuelven del frente muy cabreados».

«Pero él no llevaba uniforme. No creo que fuera ningún soldado», dije.

«Probablemente estará de permiso. Todos los hombres capacitados físicamente tienen que ir al frente. Muchos de los que llaman a filas evitan ser reclutados, y es probable que eso le moleste y piense que todos somos unos evasores».

«¿Tiene que ir todo el mundo? ¿Incluso las personas que están trabajando?», pregunté.

«Sí. Yo también he estado en el frente muchas veces».

«¿Tú? -pregunté sorprendida-, ¡pero tú eres artista!». Él dijo que eso no importaba, que todo el mundo tenía que ir.

«No es un buen sitio -señaló-. No me sorprende que muchos hombres vuelvan tensos y enfadados. Y nadie lo entiende. Algunos de estos tipos pueden llegar a estar bastante transtornados, y encuentran consuelo en la bebida. Quién sabe de qué son capaces cuando están borrachos». Tamborileó la mesa con los dedos.

«Vemos unos cuantos a veces en el trabajo, pero mi jefe suele ocuparse de ellos», dijo Nadia.

«Yo por lo menos tengo mi arte para mantenerme cuerdo», dijo Damir suspirando.

Después de su advertencia, evité pasar por delante de todo tipo de bares, porque me asustaba pensar en quién podría estar dentro.

Era un lunes cálido de mayo y se acercaba el final del calendario escolar. Una niña de mi clase y yo estábamos jugando al escondite en el vestíbulo. En cuanto di la vuelta a la esquina al final del pasillo, me topé con Klaudia y con otros compañeros de clase. Estaban haciendo un corrillo, como si estuvieran intentando esconder algo. «¡Ahí estás! -dijo Klaudia, y su cara se iluminó-. Hemos estado buscándote. Tenemos una sorpresa para ti. Cierra los ojos», me dijo, y me cogió de la mano.

«¿Una sorpresa?», pregunté riéndome emocionada y cerrando los ojos.

Klaudia me guió en dirección a la clase: «Mantenlos cerrados», me advirtió.

Fuimos caminando despacio y oí a mis compañeros susurrando a mi alrededor. Me pregunté si habrían dejado algunas chucherías en mi pupitre, o si había escrito un chiste en la pizarra. «Vale -dijo Klaudia-, abre los ojos».

Para entonces esperaba haber llegado a la clase, pero me di cuenta de que todavía estábamos en el vestíbulo. Estaba confundida y no sabía hacia dónde mirar. «¿Dónde está la sorpresa?», pregunté.

«Por allí», dijo Klaudia señalando la puerta de la clase. Había alguien escondido en la esquina que había detrás. Sabía que era una mujer por la forma de su cuerpo, pero no sabía quién era. Tenía la cara escondida detrás de una gorra negra, y no se la quitó hasta que no me acerqué más a ella. «¡Hana!», dijo con una gran sonrisa en la cara.

«¡¿Atka?!». En seguida abrí la boca de par en par y corrí hacia ella. Nos abrazamos muy fuerte; algo dentro de mí se desmoronó y empecé a llorar. Atka me abrazaba, llorando también. Al cabo de unos minutos dijo: «Míranos, parecemos las cataratas del Niágara». Empezamos a reírnos. Yo quería verle la cara, pero no quería soltarla.

«¿Te ha gustado la sorpresa?», preguntó Atka dando unos cuantos pasos atrás. Seguía agarrándome los brazos y ahora sonreía.

«Atka, no me lo puedo creer -dije, sorprendida de verla allí en frente de mí. Me temblaban las manos-. Déjame verte», le dije, y la miré detenidamente. El pelo marrón oscuro le llegaba hasta el cuello de una chaqueta vaquera azul, y llevaba puestos sus pantalones vaqueros. Tenía mala cara y estaba muy delgada, pero sus ojos brillaban pese a las grandes sombras oscuras que había debajo. Me apretó aún más la mano y se rió: «¡Mira todo lo que has crecido! Y pareces toda una croata». Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que mis compañeros estaban allí alrededor de nosotras. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas. Klaudia desapareció detrás de la puerta de la clase y volvió poco después con mi mochila: «Vete -dijo-. Se lo explicaremos a la profesora».

Atka y yo nos fuimos del colegio agarradas del brazo y, mientras íbamos a casa de Danica, las preguntas se agolpaban en la boca. Atka quería saber qué tal nos iban las cosas y qué tal me estaba yendo en el colegio. Yo quería saber más acerca de qué tal estaba la familia, sobre Sarajevo, y sobre cómo había conseguido llegar allí. Estuvimos todo el camino hablando y, con Atka a mi lado, todo a mi alrededor cobró vida. Los árboles de aquella calle parecían más verdes, e incluso el cielo era de un azul más vívido. Durante unos minutos olvidé dónde estábamos. Nadia y Lela, que ya habían visto a Atka, estaban esperándonos en casa de Danica, que había hecho café para cuando volviéramos. «Me muero por saber cómo has conseguido salir», dijo Nadia.

«He venido con un periodista extranjero -respondió Atka-, pero luego os cuento».

«¿Han mejorado algo las cosas en Sarajevo?», preguntó Lela.

«No. La situación allí es horrible y no hace más que empeorar -dijo Atka, e hizo una pausa-. Aquí se está muy tranquilo. Estoy acostumbrada al fuego continuo; incluso cuando ando por estas calles creo que van a dispararme».

«Tenemos suerte aquí de no haber acabado como en Sarajevo…», apuntó Danica.

Nadia preguntó qué tal todos. «Están sobreviviendo. No hay mucha comida y todos están malnutridos. Los niños están muy delgados, pero no se quejan, y la abuela ya sabeis cómo es. Si no hubiera sido por ella no creo que hubiera podido seguir; es una mujer muy fuerte».

Danica sirvió a todas más café. Atka cogió el azucarero y se echó tres cucharadas en la taza. «¿Tienes bastante?», bromeó Nadia.

«Déjame que lo disfrute, hace años que no pruebo el azúcar».

«¿Cómo están papá y mamá?», pregunté.

«Mamá está ocupada cuidando a los niños. A veces ayuda en alguna de las agencias de cooperación, pero papá… vive en su mundo. Envía cientos de cartas a todo el mundo pidiendo ayuda para Sarajevo. No sé si debo compadecerme o enfadarme con él. También pasa mucho tiempo cuidando de la pobre Mayka, que se limita a aguantar - Atka encendió un cigarrillo-. Mesha me da mucha pena. Tiene que ir al frente, armado solo con un rifle y un puñado de balas».

Al oír todo aquello me sentí como si hubiera dejado a mi familia en la estacada por irme allí, aunque en realidad no tuvimos elección cuando nos subieron a aquel autobús en Sarajevo. No importaba lo difícil que era para nosotras tres; estábamos a salvo y no estábamos muriéndonos de hambre. «De todas maneras -continuó diciendo Atka-, al menos en lo referente a la comida, las cosas están mucho mejor ahora que trabajo como intérprete».

«Me alegro mucho. Si no hubiera sido por tu inglés no tendrías trabajo. ¿Te acuerdas de cuando te ayudaba a practicar tu vocabulario antes de los exámenes?» «Claro que me acuerdo», asintió ella.

«Atka -dijo Lela-, acuérdate de cuando pusiste en una de tus cartas que Tarik había jurado lealtad a la Brigada del Ejército Bosnio, ¿qué era eso?»

«Bueno, tendrías que haberle visto. Se sabe todas las letras de las canciones del Ejército Bosnio. Les dijo a los chicos del barrio que quería unirse a ellos y se lo llevaron a una ceremonia de toma de juramento en una sala del colegio. Él estaba orgulloso de que le dijeran que era oficialmente el “soldado” más joven de la ciudad».

Era difícil imaginarse a Tarik en esa ceremonia. Era tan pequeño que el rifle debía ser más grande que él. Estuvimos aproximadamente otras dos horas más en la cocina y después fuimos dando un paseo hasta un parque de la zona y dejamos las chaquetas en el suelo. El césped estaba cubierto de margaritas y Nadia me hizo un collar de margaritas mientras Lela me hacía trencitas en el pelo.

Atka se dio la vuelta y se apoyó sobre su estómago, cogiendo briznas de hierba. «Ya llevamos tanto tiempo… -dijo pensativa-; todos estamos cansados, solo intentamos sobrevivir. Vivimos como animales enjaulados y nadie está a salvo en ningún sitio. Puedes intentar esconderte de las balas, pero nadie escapa a los bombardeos ni a las granadas. Matan a la gente en sus casas, en la calle e incluso en los refugios. Nunca sabes dónde va a encontrarte la muerte. Es imposible describirlo…». Se sentó y encendió un cigarrillo. Mientras fumaba nos explicaba cómo había logrado salir de Sarajevo. Todo había ocurrido muy deprisa. Nos contó que Andrew, el periodista extranjero con el que trabajaba, quería cubrir el conflicto de Mostar, y habían volado hasta Split en un vuelo de las Naciones Unidas.

«¿Cómo conseguiste subirte a un avión de las Naciones Unidas?», pregunté.

«Cuando empecé a trabajar para Andrew, él y su agencia me consiguieron un pase de prensa de Naciones Unidas, pero, como soy bosnia, los mismos oficiales de Naciones Unidas se negaban a dejarme subir al avión. Pensaban que estaba intentando huir, pero Andrew les garantizó que volveríamos». Atka nos enseñó un sello de las Naciones Unidas que había en su nuevo pasaporte. Ponía: «Líneas Aéreas Maybe».

«Nunca había visto un pasaporte bosnio. Estoy acostumbrada a los yugoslavos que teníamos…», dijo Nadia mientras lo miraba.

«Eso tengo que agradecérselo a papá -respondió Atka-. Muy típico de él. A principios de la guerra, me lo consiguió como símbolo de la reciente independencia de nuestro país. En ese momento no le vi ningún sentido a tener un pasaporte; después de todo, lo único que hacíamos era intentar sobrevivir y, de todos modos, ¿dónde iba a ir yo en medio de una guerra? Pero, por suerte, insistió. Si no lo hubiera tenido, las Naciones Unidas no me habrían dejado subir al avión».

Atka había llegado a Split un día antes con Andrew, y había ido directamente al Hotel Split, que se había convertido en una de las bases para los periodistas extranjeros que cubrían la guerra. «Hablamos con un par de periodistas que acababan de llegar de Mostar. El conflicto entre croatas y musulmanes allí es feroz; ir allí habría sido insensato». Y añadió con un gesto divertido: «¡No os vais a creer lo que pasó después! Fuimos a recepción para que Andrew pudiera llamar a su agencia y, cuando la recepcionista me vio, me preguntó si era la hermana de Nadia. Dijo que nos parecíamos mucho».

«¡Entonces debía ser Mladena -exclamó Nadia-. Se portó muy bien con nosotras cuando llegamos aquí por primera vez».

«Sí, ya me contó. Me habló del día en el que aparecísteis vosotras dos en el hotel, y de cómo Hana se ponía de puntillas para intentar ver el otro lado del mostrador. ¡Qué coincidencia!».

«¿Y entonces pasasteis la noche en ese hotel?», preguntó Lela, pero Atka sacudió la cabeza y dijo que habían ido a Pisak a ver a Seyo. Seyo era uno de nuestros vecinos en Sarajevo, y él y su mujer se habían ido de allí con sus hijos muy al principio de la guerra. Todos sabíamos que tenían una vivienda de vacaciones en Pisak, cerca de Split. «Él y su familia se fueron de Sarajevo deprisa y corriendo y no se llevaron nada, ni siquiera las partidas de nacimiento, como vosotras -dijo Atka-. Cuando uno de los vecinos oyó decir que iba a ir cerca de Split, me pidió que le llevara a Seyo sus documentos personales».

Atka y Andrew pasaron la noche en casa de Seyo. «Hoy por la mañana temprano, Andrew sugirió que quizá yo también podría pasar un par de días con vosotras en Zagreb mientras él iba a trabajar a Mostar. Yo no tenía ni idea de que fuera a venir a veros. Él me llevó al aeropuerto de Split y, casi sin darme cuenta, estaba en el avión».

«¿Entonces solo puedes quedarte dos días?», pregunté decepcionada.

«Sí, tengo que volver a trabajar. He quedado con Andrew en Pisak dentro de dos días, y después tenemos que volver a Sarajevo».

«¿Andrew tiene alguna protección de Naciones Unidas cuando cruza el frente?», pregunté a Atka. Ese nombre extranjero me parecía difícil de pronunciar.

Ella sacudió la cabeza: «No, no hay ninguna protección. Los periodistas entran por su cuenta. Es un trabajo muy peligroso y arriesgan su vida haciendo fotos y contando historias. A algunos de ellos los han disparado y los han matado, así que estoy muy preocupada por Andrew». Llevábamos unos cuantos minutos sentadas en silencio, perdidas en nuestros pensamientos, cuando Nadia señaló que ese día era diecisiete de mayo; hacía exactamente un año que habíamos salido de Sarajevo. «Y nosotros pensando que solo os íbais para unos días -dijo Atka-. Estábamos muy ciegos... Nadie se imaginaba lo que iba a venir». Después se levantó y dijo: «Venga, vamos a hacer algunas fotos y a celebrar que estamos juntas -dijo, y sacó del bolso una cámara pequeña-. Me la ha dado Andrew, tengo un carrete entero».

Fuimos corriendo hasta llegar a un abedul que había en mitad del parque. «¡Esperadme!», gritaba Nadia.

«¡Date prisa, tortuga!», le respondí yo gritando. Le dolía la tripa y se quedó corriendo detrás de nosotras. Lela ayudó a Atka a subir al árbol y después fuimos nosotras. Nos quedamos en una horquilla formada por dos ramas grandes del árbol y Nadia hizo fotos. Después corrimos por el parque haciendo volteretas laterales y bailando, y deseé que aquello durara para siempre.

Era más de medianoche y las cuatro estábamos tumbadas en la cama, juntas, medio despiertas. Estábamos en casa de mis hermanas, contándole a Atka todo lo que nos había pasado en ese último año. «Ya basta de hablar de nosotras -dijo Nadia-. Cuéntanos más historias de casa».

«Vale, tengo una divertida», dijo Atka. «El año pasado -comenzó-, antes de que llegara mamá, habíamos recibido la ayuda humanitaria, que la abuela y yo siempre dividíamos en pequeñas raciones para que nos duraran una o dos semanas. Siempre lo guardábamos todo en el armario. En fin, un día, después de ir a por agua, llegué a casa y vi que el armario estaba completamente vacío y que los niños estaban inusualmente alegres. Les pregunté a Janna y a Selma dónde estaba toda la comida y Selma respondió emocionada que habían hecho un picnic; me explicó que Tarik, Asko y Emir no dejaban de llorar, así que, para animarles, las niñas habían simulado llevarles a un picnic, y se comieron todo lo que había… Pero no tuve el valor de decirles lo que habían hecho».

Era una historia divertida, pero al mismo tiempo era muy duro pensar en el hambre que debían estar pasando. Por la mañana, Lela hizo café y mis hermanas se sentaron a hablar en la cama. Yo me vestí para ir al colegio. Atka estaba hablándonos del día que Mesha llegó a casa. «Consiguió llegar a casa cruzando las calles desiertas desde el aeropuerto, y llevando una mochila pesadísima llena de comida. Ya sabes lo lejos que está… Y bueno, Mesha se paró a encender un cigarrillo cuando apareció un hombre de un edificio cercano y le preguntó si podía darle uno. Mesha le dio dos. El hombre los cogió e insistió en llevar la pesada mochila de Mesha. Él sospechó y le preguntó al hombre si se iba a ir con ella corriendo. El hombre respondió que no, que le había dado, no uno, sino dos cigarrillos, y que por eso llevaría su mochila hasta el mismísimo Everest».

Nos echamos a reír y, mientras, Nadia fue hacia su maleta para coger algo. Se agachó y la parte de debajo de su camiseta ancha se echó para adelante. «Nadia, ¡tienes una tripa enorme!», advirtió Atka. Nadia se echó a reír e hizo un ademán con la mano: «Lo sé, todo el peso se me va a la tripa, pero sigo teniendo las piernas delgadas, como patas de pollo».

Atka se quedó mirándola durante unos minutos más. Yo ya estaba con la puerta abierta a punto de salir y les lancé un beso a todas. «Nos vemos pronto. No vayáis a ningún sitio sin mí». Ese día estaba tan contenta que estaba deseando volver a casa con mis hermanas, así que volví corriendo justo después de mi examen de geografía. «¡Hola! ¡Ya estoy aquí!», grité al abrir la puerta. Oí las voces de mis hermanas en la habitación, así que entré deprisa. Atka estaba de pie junto a la ventana, con una expresión seria en la cara: «¿Cómo has podido dejar que esto pasara?». Estaba mirando a Nadia, que estaba sentada en el colchón mirando al suelo. Lela estaba apoyada contra la pared y parecía furiosa. Dijo que no podía creerse lo irresponsable que había sido Nadia. «¿Qué ha pasado?», pregunté, sin tener ni idea de qué estarían hablando.

«He llevado a Nadia a que la vea un médico -explicó Atka, inclinando la cabeza contra el marco de la ventana-. ¡Está embarazada de cinco meses!».

«¿Qué? -dije yo-, ¿Cómo vas a estar embarazada?». Estaba estupefacta.

«Eso quisiera saber yo también». Atka se mordía el labio. «Tú misma eres nada más que una niña -dijo volviéndose hacia Nadia-, ¡¿en qué estabas pensando?! ¿Cómo crees que vas a poder cuidar de un bebé?».

Lela no dejaba de repetir lo decepcionada que estaba con Nadia por dejar que aquello pasara, y yo no podía creer lo que había hecho. «Me las apañaré. Ya encontraré la manera», dijo Nadia. Estaba sorprendentemente tranquila.

«¿Y qué hay del padre? ¿Lo sabe?».

«Hablaré con él -dijo-. Ya veré cómo…».

«No sé cómo vas a hacer esto tú sola. Yo ni siquiera tengo dinero para darte. Me lo he gastado todo en el médico esta mañana». Atka levantaba los brazos en gesto de desesperación.

Pasamos el resto de la tarde allí sentadas intentando encontrar un modo de hacer algo. Sin duda, aquello no podía haber pasado en un momento peor. Estábamos empezando a asumir la conmoción de la situación, pero eso no hacía que fuera más fácil aceptarlo. Sabíamos que teníamos que contárselo a Danica, así que fuimos a verla a última hora de la tarde. Se quedó helada pero, sorprendentemente, no se enfadó. Estuvo un rato hablando con Nadia y nos dijo que tenía una amiga que trabajaba para una organización benéfica católica que quizás podría ayudarla. Mientras estaban solas en el salón, oí a Atka agradecer a Danica toda su ayuda. Tenía un nudo en el estómago. Nadia era tan joven… Tener un bebé no solo iba a ser complicado económicamente, sino que también era una vergüenza. Al único hijo de madre soltera que yo conocía siempre le insultaban y se metían con él, y todos los vecinos miraban a su madre por encima del hombro. De la noche a la mañana, la vida de Nadia había cambiado para siempre.

Lloramos y hablamos más y por la noche logramos tranquilizarnos un poco. Nadia empezó a hacer la cena para todas y Atka y yo fuimos a dar un paseo hasta el colegio, hablando por el camino. Sentaba bien salir un poco fuera de casa. «Hana, estoy muy orgullosa de ver lo bien que te va en el colegio -dijo-. Sé que no tengo que preocuparme por ti; sigue estudiando tanto».

«Lo haré, Atka. Claro que lo haré». En toda esa locura, creía que eso era lo único que podía hacer.

Ya estábamos acercándonos a la puerta del colegio cuando Atka me preguntó si me acordaba de la promesa que habíamos hecho. Dije que sí con la cabeza; pensaba en ella todos los días. «Quiero que la guardes. Sigue siendo así de valiente», dijo, y me apretó el brazo. Significaba mucho para mí que ella se acordara. Volvimos a casa; la cena ya estaba lista y la tomamos sobre nuestras rodillas.

A media mañana del día siguiente había un taxi fuera tocando el claxon, pero ninguna de las tres quería dejar de abrazar a Atka y no dejábamos que se fuera. Finalmente ella dijo que, o se iba ella o se iba el taxista, y se secó las lágrimas. Costaba creer que pronto estaría de vuelta en Sarajevo. «Tengo vuestras cartas», dijo, y apretó la mano contra el bolso que llevaba al hombro. Luego se dirigió a Nadia y le pidió por favor que se cuidara y, colocándole el pelo detrás de la oreja, le aseguró que todo iría bien. A Nadia se le caían las lágrimas. Vimos al taxi irse y, cuando giró en una esquina, subí corriendo las escaleras hasta llegar a mi habitación y metí la cabeza debajo de la almohada. Empecé a llorar; ya ni siquiera me importaba que alguien me oyera. Me sentía enfadada e impotente.

Un tiempo después, Andrea vino y me puso el brazo sobre los hombros. «Hana, no llores, volverás a ver a Atka -dijo-, y con Nadia todo irá bien. Estoy segura de que mamá podrá ayudarla». Yo me sentía muy sola, pero Andrea continuó allí hablando conmigo. Finalmente logré levantar la cabeza de la almohada y me pareció que la habitación estaba como desdibujada. «Tengo una buena idea -dijo Andrea al tiempo que se sentaba a mi lado en la cama-. Cuando termine la guerra, iré a visitarte a Sarajevo y me presentarás a todos tus hermanos». Yo me senté y sonreí al oír la sugerencia: «Eso sería maravilloso», dije, y respiré hondo.

1 El haiku es una modalidad de poesía tradicional japonesa caracterizada por su brevedad y su temática austera, comúnmente relacionada con la naturaleza. (N. de la T.)

Idas y venidas

Atka

Pisak era un pueblo tranquilo extendido a través de una abrupta y rocosa bahía. Era difícil pensar que la guerra estaba en pleno auge a no más de dos horas en coche de este lugar idílico y pacífico. Llevaba dos días en casa de Seyo, esperando impaciente a que Andrew y Gary volvieran de Mostar para poder volver a Sarajevo, y detestaba no saber qué estaba pasando con mi familia.

La casa de Seyo estaba encaramada en la parte de arriba del pueblo, mirando al mar y a las adorables casitas blancas de piedra. El matiz turquesa del Adriático me recordaba a las largas vacaciones de verano, cuando todos nosotros, embadurnados de crema solar Coppertone, pasábamos días enteros saltando desde el malecón y nadando en el agua caliente. Sin embargo, ahora el mar no me atraía nada, y ni siquiera me apetecía nadar. «Parece como si hubieras perdido toda esperanza», me dijo Suyo mirándome. Tenía cuarenta y pico años, pero parecía mucho más joven por su constitución atlética y su pelo dorado por el sol.

«Así es exactamente como me siento», dije, y cogí una ramita de romero del jardín y empecé a arrancarle sus diminutas hojas. Oímos el ruido de coches y ambos salimos al caminito que recorría el olivar.

«Ahí vienen», dijo. El corazón me dio un vuelco cuando vi a Andrew y a Gary llegar en su viejo y polvoriento Range Rover, ¡qué alivio verlos llegar sanos y salvos! Detrás de ellos venía un coche blindado blanco que parecía estar completamente fuera de lugar en medio de aquel caminito estrecho. Los coches aparcaron frente a nosotros y abrieron las puertas con fuerza. Andrew y Gary salieron apresuradamente del coche y Patrick, un fotoperiodista francés, salió de un salto del coche blindado. Junto a él había un hombre de aspecto desaliñado vestido con una camisa blanca arrugada y a quien nunca había visto.

«¡Brillante, maldita sea!», exclamó el hombre con un fuerte acento inglés mientras levantaba el brazo de Patrick de modo triunfante. Dio la mano a Andrew y a Gary con una mirada exultante. Todos estaban riéndose y felicitándose entre sí, mientras Seyo y yo les mirábamos, deseando enterarnos de qué había pasado. Andrew vino hacia mí y me abrazó antes de presentarme a aquel hombre. Se llamaba Laurie y tenía una perilla gris afeitada y arrugas en los ojos. Vi que tenía un tatuaje grande de un dragón en el antebrazo, y las palabras «amor» y «odio» en los puños de las manos. Nos sentamos en el patio y la mujer de Seyo nos ofreció a todos un poco de licor de uva.

«Lo de Mostar ha sido realmente intenso -dijo Gary mirándonos y sacudiendo la cabeza-. Hay muchísimos enfrentamientos callejeros, y la línea de frente cambia de una calle a otra. No sabíamos hacia dónde salir corriendo o dónde buscar cobijo y justo en ese momento nos topamos con este hombre», dijo brindando por Laurie.

Andrew nos contó que Laurie era un mercenario inglés. En principio había ido a Croacia a entrenar al Ejército Croata, pero cuando estalló la guerra en Bosnia le enviaron a Mostar a entrenar allí a los croatas. Hacía poco, cuando los croatas se revolvieron contra los musulmanes sacándolos de sus casas y atacándolos, Laurie pasó por una inesperada crisis de conciencia y pasó a apoyar a los musulmanes. «Enfurecidos, los croatas pusieron precio a su cabeza. Estaba atrapado en Mostar y temía por su vida, así que nos suplicó que le trajéramos con nosotros a escondidas», dijo Andrew.

«¡¿Cómo?! -dije horrorizada-, ¿de modo que todos los croatas le buscan y le traéis aquí?».

«Bueno, no podíamos dejarle allí sin más, le habrían matado».

«Y le matarán si le encuentran aquí», dije alarmada.

«¿Cómo habéis conseguido pasar los controles de carretera?», preguntó Seyo sorprendido.

«Fueron momentos un poco tensos. Nos escapamos milagrosamente de uno o dos controles. Por suerte, los croatas solo buscaban nuestro coche y no el de Patrick. Venga, voy a enseñaros dónde le escondimos». Andrew se dirigió al coche blindado. En la parte de atrás, entre las luces traseras, había un candado pequeño. «Aquí es donde estaba el depósito de combustible de repuesto -dijo Andrew, y abrió la puerta del maletero, señalando un espacio vacío. La zona no era mucho más grande que una maleta-. Sacamos el depósito y Laurie estuvo ahí metido durante todo el viaje. Solo le sacamos cuando llegamos a Pisak».

Agachándose para examinar bien el hueco, Seyo dijo: «Si os hubieran cogido los croatas os habrían arrestado. No quiero ni pensar lo que os habrían hecho si se hubieran enterado de lo que estábais haciendo. Estais todos locos».

Esa noche intentamos pensar modos de sacar a Laurie de allí sano y salvo. Italia estaba cerca y Andrew sugirió que Laurie podía cruzar el Adriático por la noche, pero Laurie no sabía navegar y sus posibilidades de que los guardacostas le interceptaran y le arrestaran era bastante alta. Como no se nos ocurría nada más, aceptamos el ofrecimiento de Seyo de esconderle en su casa, pero ninguno queríamos poner en peligro a Seyo y su familia más tiempo del estrictamente necesario. Al día siguiente nos dimos cuenta de que había un cartel de «Se busca» con la descripción de Laurie pegado en una de las farolas de la zona, así que intentamos por todos los medios pasar desapercibidos. Dos días después, un colega de Andrew y Gary vino a Pisak y se ofreció a llevar a Laurie a la embajada británica en Zagreb, y sentimos un alivio inmenso cuando se fueron.

Andrew y Gary estaban en Mostar por trabajo. Tenían que irse todos los días de madrugada y volvían a Pisak por la noche, completamente agotados y sin saber muy bien si iban a conseguir que alguien sacara a tiempo sus carretes del país para cumplir los plazos de entrega. Yo sabía que tenía que esperar que Andrew terminara su misión, pero la angustia que me producía esperarle y estar además lejos de mi casa me estaba volviendo loca. Ahora empezaba a comprender lo difícil que era para aquellos que habían tenido que abandonar sus casas y no tenían ningún contacto con sus seres queridos. No podía comer ni dormir, y me alegré de volver a Sarajevo al final de la semana. Llevamos con nosotros dos bolsas grandes de comida para mi familia.

Dorados por el sol, mis hermanos, pálidos y muy delgados, estaban jugando fuera y empezaron a saltar una y otra vez cuando nos vieron llegar a Andrew y a mí. Nos ayudaron a descargar las bolsas del coche y nos metimos todos dentro. Yo no podía parar de abrazarles y besarles, y daba gracias a Dios por mantener a todos vivos. Con el dinero que les había dado antes de irme, habían conseguido comprar leña para cocinar y aún quedaba un poco. Nos sentamos en el salón mientras la abuela hacía café y les hablé de mi viaje. «Mirad, he hecho muchas fotos de nuestras hermanas en Zagreb». Hice circular las fotos, en blanco y negro, y se les saltaron las lágrimas. La abuela miraba cada una de las fotos durante un rato antes de volver a pasarla a los demás, una a una. El embarazo de Nadia no era obvio por las fotos y yo no mencioné nada delante de los niños. Sabía que la abuela iba a sentirse avergonzada y suponía que mis padres también se enfadarían, así que decidí decírselo en privado a mamá y papá. Más tarde, cuando estábamos a punto de irnos, le hice una señal a Andrew para que me esperara en el coche. Le advertí de que quizá pudiera tardar un rato y él me dijo que me tomara mi tiempo, se despidió de todo el mundo y me deseó suerte. Janna, Tarik y los gemelos le acompañaron fuera, pero Selma se sentó en el sillón, frunciendo el ceño y apretando las manos entre las piernas. Yo fui hacia ella y le pregunté en voz baja qué pasaba. «Siempre estás con ese periodista extranjero», respondió.

Yo la miré a los ojos, marrones y tristes. «Pero él me ha ayudado a ir a ver a nuestras hermanas. Mira, te han enviado una carta», dije, y le di el sobre alborotándole el pelo. Ella lo abrió y empezó a leer. Entretanto, les pedí a papá y a mamá que fueran a la habitación de la abuela y cerré la puerta: «Tenéis que leer esto», dije, y les di la carta de Nadia. Me quedé esperando su reacción de enfado y desesperación. Mamá terminó de leer la carta y se puso furiosa, tapándose la cabeza con las manos. Papá la rodeó con el brazo y dijo: «Felicidades, vas a ser abuela». Yo le miré incrédula; su reacción me sorprendió. «Papá, ¿no te preocupa? Solo tiene dieciséis años y es una refugiada, y el padre del niño no quiere saber nada, ¿qué va a ser de ella?», pregunté.

«Solo intento sacar algo de luz de esta situación, ¿qué quieres que haga? -dijo papá alzando la voz-, ¿qué puedo hacer yo desde aquí?», dijo golpeándose el pecho con las manos. «Mira toda la gente que está muriendo a nuestro alrededor. El bebé de Nadia es una nueva vida», añadió con los ojos llenos de lágrimas. Mamá estaba llorando. De vez en cuando, uno de los niños miraba por la puerta y preguntaba qué estaba pasando. «Shh… Estamos hablando», decía llevándome un dedo a los labios. Intenté consolar a mama y les dije que una amiga de Danica trabajaba en una organización benéfica y quizá pudiera ayudar a Nadia.

Nos quedamos sentados en la habitación durante un rato, en silencio. Papá se limitaba a resoplar, y yo me quedé con la mirada fija en el suelo. Era evidente que no iban a discutir más sobre el tema y, al cabo de un rato, como no sabía qué más hacer, dije que tenía que irme a trabajar. Una vez en el coche me eché a llorar. «Odio todo lo que nos está pasando -le dije a Andrew llena de amargura-. Si no fuera por todo esto, Nadia seguiría en el colegio y mis tíos aún estarían vivos. Estoy tan enfadada…».

«Maldita guerra…», dijo Andrew, y dio un puñetazo al volante. Por fin nos fuimos.

Todo lo que podía hacer yo para ayudar a mi familia era seguir trabajando y ganando dinero. Al día siguiente trabajé para un periodista americano que iba a entrevistar a un civil bosnio capturado por los serbios y a quien habían soltado hacía poco tiempo en un intercambio de prisioneros. El hombre relataba las horribles experiencias por las que había pasado en uno de los campos de concentración serbios del sur de Bosnia. Nos enseñó quemaduras y cicatrices de las heridas que le habían hecho. No sabía dónde estaban su mujer y su familia, y tenía que pararse y contener las lágrimas cada vez que hablaba de ellos: «Tengo esperanza, porque ya no me queda ninguna otra cosa», dijo al final de la entrevista. Admiraba su fuerza. Después de todo por lo que había pasado, todavía tenía esperanza. Viendo tales horrores, la situación de mi familia no me parecía tan cruda. En una semana, el impacto del embarazo de Nadia había disminuido. Incluso la abuela, que al principio estaba enfadada y avergonzada, decía que, después de todo, era la voluntad de Dios.

Una tarde, Andrew y yo estábamos trabajando en la ciudad cuando oímos a alguien que nos llamaba desde el otro lado de la carretera. Había un hombre con un bigote caído que venía corriendo hacia nosotros, saludándonos. Era Vedran, el chelista. «Hola, Andrew, amigo mío -dijo. Andrew le saludó y le dio la mano antes de presentarme-.

Llevas demasiado tiempo aquí», le dijo con una sonrisa irónica.

«Sí, tienes razón -respondió Andrew-. Aquí me siento casi como en casa».

Vedran nos contó que le habían invitado a tocar en un concierto en el extranjero y que las Naciones Unidas habían decidido ayudarle a salir de la ciudad. «No necesito ningún visado y las Naciones Unidas pueden llevarme; el único problema de verdad es conseguir un pasaporte nuevo», dijo Vedran, riéndose. Señaló los documentos que llevaba en la mano.

«Probablemente en estos momentos sea el pasaporte más inútil del mundo, pero es dificilísimo conseguirlo», dije.

«¿Por qué? Solo es un pasaporte», añadió Andrew.

«Bueno… primero tienes que demostrar tu dirección y que la corrobore el Ministerio de Interior, que está en aquella parte de la ciudad -dije señalando la calle principal-. Eso puede llevarte aproximadamente una semana en tiempos de paz, así que imagínate el tiempo que tardarías ahora… Y después tienes que entregar una partida de nacimiento que tenga menos de seis meses y que recoges en ese sitio de allí -dije señalando un edificio que había detrás de nosotros-, que ahora suele estar cerrado por la guerra. Y eso es solo el principio…».

«¿Qué clase de obsesión tiene este país con la burocracia? -preguntó Andrew-. Vedran, ¿no pueden acelerártelo? ¡Eres famoso!», dijo.

Vedran sacudió la cabeza con gesto de resignación. «¿Queréis ver la foto que tengo para el pasaporte?», preguntó, y nos enseñó una atrevida foto de Polaroid. Fue muy divertido. Estuvimos un rato charlando con Vedran, y un transeúnte le reconoció y se paró a hablar. Andrew y yo le deseamos suerte con el pasaporte y volvimos al hotel.

Yo había oído algo acerca de la existencia de una fábrica de munición en la ciudad y conseguí un permiso para que Andrew hiciera una historia sobre ella. Debido a la naturaleza secreta de la fábrica, nos dijeron que esperáramos en la parte trasera del Holiday Inn, donde pasaría a recogernos alguien del Ejército Bosnio. Mientras esperábamos discutimos cómo, durante la guerra, el número de delincuentes había aumentado entre las filas del Ejército Bosnio. Ahora algunos de ellos dirigían y organizaban sus propias operaciones militares, desobedeciendo e ignorando por completo las órdenes del gobierno. «¿Qué sabes de Caco?», me preguntó Andrew.

«Es un hombre espeluznante y con un pasado oscuro -respondí. Ahora Caco era comandante en el Ejército Bosnio. En las últimas semanas, los soldados que había bajo su mando habían empezado a patrullar la ciudad, reclutando a civiles y a gente que había rehuido el servicio militar y obligándoles a cavar zanjas en el frente-. Pero, si no fuera por tipos como él, no sé qué habría sido de nosotros. Eran el único medio de defensa que teníamos cuando los serbios empezaron a atacarnos».

«Este lugar es como el salvaje oeste», comentó Andrew.

«No, es peor. Ya has oído decir a mis amigos que el salvaje oeste es Disneylandia comparado con esto». En ese momento, un Volkswagen Golf vino hacia nosotros, y de él salió de un salto un soldado sin afeitar, con una coleta y unas gafas Ray-Ban. «¿Tú eres Atka?», preguntó.

«Sí -respondí-, y este es Andrew. Es el fotoperiodista que se va a encargar de la historia». El soldado le saludó y nos pidió que nos metiéramos en la parte de atrás del coche. «Tenéis que llevar los ojos tapados», dijo el conductor.

«¿Por qué? ¿Está usted bromeando?», pregunté.

«No, es por seguridad». El conductor metió la mano en una caja y cogió dos guantes de tela negros. El soldado nos pidió que nos inclináramos hacia delante. A Andrew y a mí se nos escapó una risilla y el soldado se disculpó diciendo que a él también le parecía ridículo taparnos los ojos, pero que solo recibía órdenes. Ató la tela con fuerza alrededor de los ojos de Andrew y después de los míos, y entonces oí arrancar el motor. «Esto es para partirse de risa», dijo Andrew, y noté que su mano cogía la mía. Estuvimos un tiempo dando vueltas y yo intenté averiguar dónde podían estar llevándonos. Oí disparos en la distancia y me agaché, agarrando la mano de Andrew.

«¿Qué pasa?», grité. Uno de ellos me dijo que no me preocupara y que estábamos solo a unos pocos segundos de llegar a nuestro destino. Cuando nos quitaron la venda de los ojos reconocí el patio del edificio: estábamos literalmente a trescientos metros en carretera del Holiday Inn. Andrew y yo intercambiamos una mirada pero no dijimos nada. El soldado nos llevó a lo que parecía un taller del tamaño aproximado de una clase. No era la gran fábrica que esperábamos. El olor fuerte, que me recordaba al quitaesmalte, era abrumador. Un hombre calvo que llevaba un abrigo azul nos dio la bienvenida y nos presentó a otros tres hombres, los técnicos en bombas.

«¿Dónde conseguís la pólvora para hacer las armas?», dije yo traduciendo la pregunta de Andrew.

«Nosotros hacemos todas las balas, las granadas y los morteros con las armas de los serbios que no han explotado. Con el embargo de armas no tenemos suministros propios», explicó uno de ellos.

«Mi primo trabaja en una de vuestras fábricas. Hace unos meses perdió tres dedos mientras desactivaba una granada de mano», dije. El hombre calvo asintió; se había enterado de aquel accidente.

«Sí, al principio tuvimos unos cuantos percances, pero estamos mejorando con el tiempo y la experiencia», apuntó mientras se limpiaba el sudor de la frente.

«Es un trabajo peligroso, me quito el sombrero», dijo Andrew.

«Tienes que tener nervios de acero». El hombre dio un golpecito a Andrew en la espalda y nos enseñó unas cajas pequeñas de madera llenas de munición que habían hecho ellos mismos. Era una cantidad irrisoria, pero era todo lo que podían producir. Había otras pocas fábricas de munición en la ciudad, pero nos habían dicho que esta era la más grande. Ahora entendía por qué mi hermano iba armado solo con tres balas cada vez que salía al frente. Permanecimos allí otra media hora mientras Andrew hacía algunas fotos más.

«¿Has visto lo que tienen para trabajar? En ese sitio no hay nada -dijo Andrew cuando nos llevaron al hotel-. Con tan pocas armas, es un milagro que la ciudad siga en pie».

Esa misma tarde, Andrew y yo fuimos en coche hasta la parte nueva de la ciudad. La carretera estaba constantemente bajo el fuego indiscriminado de los francotiradores, y cada vez que la recorríamos pasaba muchísimo miedo y pensaba que iban a dispararnos en cualquier momento. Estuvimos un par de horas con un hombre que trabajaba para uno de los periódicos diarios y después empecé a temer el viaje de vuelta; como siempre, Andrew pisó a tope el pedal del acelerador pensando que, cuanto más rápido fuéramos, más difícil iba a ser para los serbios alcanzarnos. Me sudaban las manos y sentía el corazón cada vez más acelerado. De repente, el coche dio un frenazo. Miré a Andrew, aterrada de que le hubieran alcanzado. Él se giró hacia mí y me preguntó: «¿Quieres casarte conmigo?». Eso era lo último que esperaba oír. «¿Qué? ¡Sí, quiero! Y ahora sácanos de este maldito lugar antes de que nos disparen».

Él sonrió y, cogiendo el volante, condujo hasta el hotel. En cuanto paró el coche le puse la mano en el hombro y grité: «¡¿En qué estabas pensando, idiota?! -estaba furiosa y temblando de miedo-. Has parado el coche en medio del callejón de los francotiradores! ¡Podían habernos matado a los dos!».

«Lo sé, pero ha merecido la pena». Me miró sonriente y yo no pude resistirme, así que los dos empezamos a reírnos. Quería a Andrew y quería estar con él, pero luego la realidad me hizo pensármelo dos veces: «Andrew -dije-, ¿tienes idea de dónde te estás metiendo? Soy bosnia y el futuro de mi país no tiene muy buena pinta…».

«Sí, todo eso ya lo sé, pero no me importa -respondió-. Tú eres lo único que quiero, y que pasemos juntos el resto de nuestra vida, sea lo larga que sea». Me miró la mano y me quitó el anillo que me había dado la abuela. «No podemos perder tiempo, voy a casarme contigo». Volvió a ponerme el anillo en el dedo y prometimos amarnos para toda la vida.

El principal canal de televisión bosnio estaba en un edificio de hormigón largo y de muchos pisos. Ahora tenía los muros destrozados y estaba lleno de enormes agujeros. Andrew y yo pasamos por la entrada de seguridad hasta el centro de comunicación por satélite para la prensa extranjera. El lugar estaba lleno de periodistas, todos hablando en algún idioma extranjero. Estuvimos un rato esperando hasta que uno de los teléfonos se quedó libre. Andrew llamó a su agencia de París y después a sus padres a Nueva Zelanda, y yo hice una llamada rápida a mis hermanas. «¿Qué tal están?», me preguntó Andrew cuando colgué.

«He hablado con Lela. Está cuidando bien de Nadia y les he asegurado que la familia ha aceptado bien la situación. ¿Y tus padres?».

«Están bien -Andrew encendió un cigarrillo-. Mi padre ha terminado su tratamiento de quimioterapia».

«¿Eso significa que ya está curado?». Me alegré por él.

«No exactamente -respondió-. Es una enfermedad terminal, pero ahora se siente más fuerte y es capaz de viajar. Voy a quedar con ellos en Hawaii el mes que viene».

«¿Te vas?». Estaba sorprendida. Era la primera vez que le escuchaba algo así y el corazón me dio un vuelco.

«Sí, me voy, pero solo por poco tiempo -dijo-. Mi padre lo ha organizado todo para que mi hermano y yo salgamos a navegar por el Pacífico. Es una regata desde Los Ángeles hasta Hawaii y mis padres quedarán con nosotros al final». Yo no supe qué decir. Había dos periodistas esperando para usar el teléfono, así que Andrew y yo nos apartamos del mostrador. «Si conseguimos organizarlo, me encantaría que vinieras conmigo», dijo Andrew.

«¿Cómo? ¿Hasta Estados Unidos?». La propuesta me dejó atónita.

«Sí, me gustaría que conocieras a mis padres. No sé cuánto tiempo le quedará a mi padre…».

«Me encantaría conocerlos, pero ya sabes lo difícil que es que los bosnios salgamos a algún sitio… Nunca conseguiré un visado y, aunque lo hiciera, no podría pagarme el billete».

«Podemos intentarlo, y no te preocupes por el billete», respondió.

«Aun así no estoy segura. Si me voy, mi familia no tendrá dinero».

«No te preocupes, solo estaremos fuera tres semanas y nos aseguraremos de que tengan la suficiente comida y dinero como para aguantar mientras estamos fuera».

Cuando abandonábamos el edificio, Andrew señaló un gran muro blanco donde los periodistas extranjeros habían escrito un montón de mensajes. Aunque ya lo había visto antes, nunca me había parado a leer lo que había escrito. Algunos de los mensajes eran cínicos, y otros eran mensajes de esperanza. Señaló uno especialmente banal que decía: «Ha sido real, ha sido divertido, pero ahora queremos paz para todos». Le pregunté a Andrew cuál era el suyo. Me lo enseñó; había escrito: «si no hay guerra no hay trabajo». «Eso es mucho más realista, ¿no te parece?». Me pareció demasiado directo, pero me gustó su sinceridad.

Después cogimos el coche y fuimos a ver a mi familia y a contarles lo que nos habían dicho mis hermanas de Zagreb. Me asusté cuando, al llegar, vimos una multitud reunida en el patio. Mesha estaba allí, furioso y dando patadas a la fachada. Me temí lo peor y fui hacia él preguntándole a gritos qué había pasado. «Un francotirador ha matado a Fudo y a Feris esta misma mañana», dijo uno de los vecinos, enfurecido.

«¡¿Qué?!» No podía creerlo. No conocía bien a Feris, pero Fudo era uno de los mejores amigos de Mesha. Los dos estaban juntos en la trinchera. «Mesha…», intenté abrazarle, pero no quería mirarme.

«Esto es una mierda de vida -dijo Mesha, furioso-. Atka, les he visto morir». No dejaba de dar patadas a la pared, y la abuela le trajo un vaso de agua con azúcar para tranquilizarle. Él sacudía la cabeza y decía: «¿Qué será de su mujer y de su hija pequeña? Solo tiene tres años -Mesha se quedó mirando al suelo y pasó un tiempo hasta que pudo volver a hablar-. Estábamos de servicio esta mañana cuando vimos una luz en una casa abandonada, ya sabes, en tierra de nadie…». Yo me quedé escuchándole, aturdida. «La casa estaba solo a unos cuantos metros de la trinchera y Fudo fue a echarla un vistazo. Nos dijo gritando que había encontrado un alargador y venía arrastrándolo para que pudiéramos enchufar la radio con él, y en ese momento le disparó un francotirador». Mesha se paseaba distraído arriba y abajo. «Y entonces Feris dio un salto y fue a ayudarle, pero esos cabrones le dispararon en la cabeza -Mesha se echó a llorar -. Intenté seguirle, pero los demás me contuvieron. Los teníamos a solo unos cuantos metros, pero no podíamos alcanzarlos. No podíamos hacer nada…».

No fue hasta unas horas después, en la fría luz de la mañana, cuando Mesha y los demás encontraron unos ganchos de acero y pudieron arrastrar a sus amigos muertos hasta la trinchera. «Fudo solía decir que era una “puta guerra” donde solo luchabas para acabar debajo de un poste -dijo Mesha-. Es como si supiera lo que le iba a pasar».

Al día siguiente enterraron a Fudo en el estadio de fútbol, que ahora se había convertido en cementerio.

El tiempo en junio era cada vez más cálido y animaba ver que algunos cafés reabrían sus puertas. Pese al riesgo, había cada vez más gente en las calles paseando al sol o sentada en las cafeterías disfrutando de un café poco cargado, refrescos y cervezas aguadas, que eran las únicas bebidas disponibles. El simple hecho de sentarse en las mesas hacía que la vida pareciera más normal. Algunas de las cafeterías seguían abiertas por las noches, y a veces Andrew y yo quedábamos en alguna con amigos. Nos sentábamos y hablábamos en sus jardines, iluminados con velas, embriagados del aroma de las flores que empezaban a salir. En ocasiones se estaba tan tranquilo que era difícil hacerse a la idea de que seguíamos asediados. A mis amigos les gustaba Andrew, no solo porque fuera mi novio, sino también porque conocía la historia de nuestro país y la entendía muy bien. Samra fue la única persona a la que le conté que estábamos prometidos.

Durante las dos semanas siguientes trabajé para varios periodistas que cubrían distintas historias. Algunos de ellos entrevistaban a médicos, bomberos, soldados y oficiales del ejército, y otros solo querían grabar las vidas de la gente corriente. Siempre había uno o dos periodistas que venían a Sarajevo por poco tiempo, y parecían más interesados en mostrar que habían estado en medio de la guerra que en informar al respecto. Cuando trabajaba con estas personas me sentía más como una guía turística que como una intérprete, pero, como me pagaban bien, no me importaba.

La mayor parte del tiempo, cuando Andrew estaba trabajando para alguna revista y trabajaba con redactores, yo hacía de intérprete. Una vez, cuando Andrew estaba cubriendo una historia para la revista Time, conocimos a un médico palestino que llevaba muchos años casado y que, cuando empezó la guerra, se había negado a marcharse. Mientras hablábamos con él trajeron a un hombre herido y el médico corrió en su ayuda.

Nos quedamos allí viendo cómo le sacaba una bala de la espalda sin ninguna anestesia ni calmantes. Andrew hizo fotos. Los gritos del hombre eran insoportables y yo tuve que abandonar la habitación.

También conocimos a un hombre cuyo bebé había muerto de meningitis. Vivía al otro lado de la pista, bajo las faldas del monte Igman. Cada vez que el bebé se ponía enfermo, él hacía el esfuerzo de cruzar la pista para llevarle hasta el hospital de la ciudad. Lo intentó durante tres noches seguidas, pero las fuerzas de las Naciones Unidas que patrullaban el aeropuerto no le dejaban pasar. A la cuarta noche consiguió cruzar, pero cuando consiguió llegar al hospital era demasiado tarde y el bebé había muerto.

Cuando le encargaron a Andrew un trabajo para el Sunday Times, entrevistamos a un chico joven de mi barrio que se había alistado en el Ejército Bosnio. No tenía más que trece años, pero, como era atípicamente alto, nadie había comprobado su edad. Su comportamiento parecía el de un hombre más mayor. Antes de la guerra solía verle jugar a las canicas con otros niños en el patio del colegio, y ahora era espantoso encontrarle en medio de una trinchera. «Eres muy joven, ¿por qué decidiste unirte al ejército?», preguntó la redactora.

«Quería combatir».

«¿Y qué pasa con tus padres? ¿Por qué te lo permitieron? ¿No están preocupados por ti?».

«Mi padre ha muerto y mi madre está muy enferma. Por supuesto que se preocupa, pero sabe que estoy en peligro de todas maneras, esté donde esté. Al menos así puedo comer todos los días y, cuando vuelvo a casa, le llevo a ella un poco de mi comida». Se rascó la barbilla. El resto de soldados que nos rodeaban animaron al chico a que nos enseñara la facilidad con la que manejaba el rifle.

«¿Has disparado a alguien alguna vez?», preguntamos.

«No estoy seguro -dijo encogiéndose de hombros-, pero he visto cómo disparaban a mucha gente».

Pudimos comprobar cómo su oficial al mando y la redactora ponían en duda la moralidad de esta situación tan inusual, pero el oficial evitaba sagazmente las preguntas y finalmente nos dimos por vencidos. Mientras me dirigía hacia la puerta me dijo en bosnio: «¿Acaso estos extranjeros están cuestionando mi moralidad? ¿Qué pasa con la moralidad del resto del mundo, que está ahí sentado mirando cómo nos masacran?». Yo me encogí de hombros y levanté las cejas. No supe qué decir.

«Imagínate los efectos que tendrá esta guerra a largo plazo en todo el mundo, especialmente en los niños, por no hablar de todo el daño que causa la malnutrición», dijo Andrew mientras íbamos en coche hasta el Holiday Inn.

«Todos hemos perdido algo o a alguien. En este momento hay mucho dolor y mucho odio -dije con mucha lástima y mirando por la ventana con la mirada perdida-. No sé cómo podremos olvidar algún día lo que nos han hecho».

«Probablemente tengan que pasar una o dos generaciones», añadió la redactora con toda naturalidad.

Sus palabras me dejaron intranquila. No estaba enfadada con ella, pero daba miedo pensar que, incluso si sobrevivíamos, podría costarnos más de una vida recuperarnos.

Una mañana, Gary se presentó en la habitación de Andrew: «Tíos, hoy no creo que pueda ir a ninguna parte», dijo con un toque de pánico en la voz.

«¿Por qué? ¿Qué ha pasado?», le preguntamos.

«He perdido mi amuleto de la suerte. Es una pulsera de plata y la llevo desde que estuve en Camboya, pero ahora no la encuentro por ninguna parte», dijo frunciendo el ceño y con un aspecto desubicado.

Yo entendía su angustia; siempre llevaba en el bolsillo el trozo de papel con las oraciones de la abuela. Muchos de mis amigos y de mi familia también tenían sus propios amuletos, y algunos que nunca habían sido religiosos empezaron incluso a ir a la mezquita o a misa. «Anda, vamos Gary, no le des tanta importancia», dijo Andrew intentando calmarle; pero él no era capaz de quedarse tranquilo y decidió volver a su habitación a seguir buscándolo. «Mi madre siempre reza a San Antonio cuando pierde algo. Prueba con eso», le dijo Andrew mientras le acompañaba a la puerta.

«Espero que lo encuentre», dije, y le enseñé a Andrew lo que me había dado mi abuela.

«Yo no creo en todos esos rollos supersticiosos», dijo mientras encendía la estufa portátil.

«¿De veras? -pregunté-, ¿entonces por qué empiezas el día diciendo “hoy no es un buen día para morir”? ¿No es para que te dé buena suerte?».

«Hmm… Supongo que sí, nunca lo había mirado de ese modo».

«No creo que sea un asunto de superstición. Todos necesitamos algo en lo que creer. Mira, voy a enseñarte una cosa: ven y mira esto». Abrí la ventana. Había un francotirador disparando a un edificio alto de viviendas que había cerca. «Pese a los disparos, todos los días la misma mujer tiende los pañales en la cuerda que hay fuera de la ventana. No tiene sentido seguir haciéndolo, pero es evidente que ella tiene esperanza».

«Entiendo a qué te refieres», dijo Andrew encendiendo un cigarrillo.

Unos minutos más tarde vino Gary con una sonrisa en la cara: había encontrado su amuleto de la suerte. «No volveré a quitármelo nunca más», dijo mientras le daba vueltas a la pulsera en la muñeca.

Acabábamos de sentarnos a tomar el té que había hecho Andrew cuando oímos que alguien llamaba a la puerta con fuerza. Era nuestra amiga Ariane, que se iba a París y había venido a despedirse. «Atka, puedes quedarte con esto», dijo, y me dio una bolsa llena de cremas y otros productos faciales. Yo se lo agradecí y le di un abrazo. «Os echaré de menos a ti y a tu excéntrica música franco-árabe», dije. Aunque al principio había sido muy reservada, las dos nos habíamos hecho amigas.

Ariane dio un abrazo a Gary y a Andrew, a cuyo lado parecía muy pequeña. «Cuidaos, chicos, y, si no os veo en París, os veré por aquí en mi siguiente encargo», dijo, y se fue, conteniendo las lágrimas.

«Admiro su temperamento apasionado. El Holiday Inn no será el mismo sin ella», apuntó Gary.

Esa noche, justo antes del toque de queda, Andrew y yo hicimos nuestro viaje de siempre para recoger la gasolina que nos proporcionaba el soldado ucraniano.

Eran ya mediados de junio. Andrew había tenido que ir a París el día anterior para llevar los carretes a la agencia. Había organizado con Chris, un coordinador de Naciones Unidas, que me pusieran en un vuelo que fuera a salir de la ciudad al día siguiente, y esperábamos poder encontrarnos en Zagreb en un par de días. Sin embargo, apenas unas horas después de que Andrew se fuera, los serbios cerraron el acceso por carretera al aeropuerto, como solían hacer, y redujeron así mis posibilidades de irme. Como no quería perder tiempo, me fui a Studio 99 a trabajar un poco. «¿Has visto esto?», dijo Hamo, señalando enfadado un trozo de papel que había encima del escritorio. Nunca había estado tan cortante conmigo, así que me pregunté qué podía haber pasado y cogí el papel. Era un informe oficial sobre el número de heridos en Sarajevo, y lo leí pausadamente.

«Oh Dios mío -exclamé entrecortadamente-. Mira esto, han matado y herido a cientos de personas… y a un montón de niños…». Dejé caer el trozo de papel y miré a Hamo, que estaba en la otra punta de la habitación, sacudiendo la cabeza.

«Están matándonos a todos sistemáticamente -dijo, rebobinando una cinta de cassette con un boli-. No es más que una cuestión de tiempo que nos toque a nosotros».

Permanecí unos minutos sentada al borde de la mesa, pensando en los numerosos hospitales y cementerios que había en la ciudad. Hamo dejó la cinta. «Mesha nos ha dicho que igual te vas a Estados Unidos, ¿cuándo sales?». Quería sonar indiferente.

«No lo sé. Quizás mañana, si los serbios abren la carretera», respondí. Me sentía como una desertora.

«Pues acuérdate de enviarnos una postal», apuntó Hamo, sarcástico.

En seguida le repliqué bruscamente: «Bueno, ¿qué harías tú en mi lugar? Quiero ver a mis hermanas -Le miré-. Y, en cuanto a Estados Unidos, sabes igual que yo que de todos modos no me van a dar el visado».

Hamo se sentó y dijo: «No me hagas caso. Es solo que estoy cabreado con esta mierda de vida». Me deseó suerte y me pidió que trajera algunas cintas de música para el estudio, si podía. No había mucho que editar, así que, poco después, triste e incómoda, fui a ver a Mayka para contarle mi posible viaje. «¿Por qué no has traído a tu novio?», me preguntó.

«Ha tenido que ir a París a llevar los carretes y, si puedo irme, le veré de nuevo en Zagreb».

«Me da la sensación de que es tu destino. No te sorprendas de que os hayáis enamorado en medio de esta locura -dijo Mayka-. Nos pasó a tu abuelo y a mí durante la última guerra», dijo con una tierna expresión en los ojos.

«Lo sé, Mayka, pero parece absurdo hablar de ello cuando están matando a tanta gente a nuestro alrededor».

«Lo entiendo. Esta guerra es un infierno -dijo golpeándome la mano-. No olvides decirle a tu novio que me gusta, pero que también eres mi chica y no voy a dejar que me la quite».

«No te preocupes, Mayka, no lo hará». La besé y la abracé fuerte. Su pelo y su ropa aún tenían ese leve aroma a cítrico, y cerré los ojos un momento. «Vendré a verte en cuanto vuelva», le prometí. No tenía sentido mencionarle a Mayka nada sobre Estados Unidos, porque lo único que haría sería disgustarla. Además, estaba convencida de que nunca me darían un visado e, incluso aunque consiguiera llegar a Zagreb, estaba segura de que volvería en dos o tres días. Le aseguré a Mayka que tendría cuidado y me fui, sin perderla de vista mientras recorría la calle. Estaba de pie en la puerta, despidiéndome con la mano, y yo le devolví el gesto.

A la mañana siguiente, antes de salir de casa, vinieron unos cuantos amigos a despedirse. Era difícil dejarlos allí. Me acompañaron fuera y la abuela me salpicó con un vaso de agua por la espalda para que me diera buena suerte. Lo hacía siempre que teníamos algo importante que hacer, porque creía que el agua se llevaba todas las dificultades y los obstáculos del camino. Cuando me hube despedido de todo el mundo, besé a mis hermanos pequeños y les dije: «Si os portáis bien os traeré algunos dulces». Estaba casi al final de la calle cuando oí la voz aguda de Tarik gritando mientras me seguía: «Atkaaa, prometo portarme bien si me traes una tableta grande de chocolate».

Cuando llegué a la oficina de Chris en el Holiday Inn, estaba nerviosa y sudando. Me dijo que la carretera seguía cortada y sugirió que esperara un par de horas en el vestíbulo por si los serbios cambiaban de opinión. Estuve toda la mañana esperando, pero no hubo ninguna novedad. Se me acercó un periodista francés, alto y con mucho desparpajo, y me dijo: «Atka, no me gusta verte aquí sentada de esa manera. Ven conmigo, voy a enseñarte cómo hacer rappel». Me cogió de la mano mientras echaba el humo de su puro cubano con indiferencia. Ya le había visto muchas veces hacer rappel en días demasiado peligrosos como para atreverse a salir fuera, así que su propuesta no me sorprendió. Trajo también a otros tantos periodistas y descendimos cuatro o cinco veces por dentro del hotel, desde la planta más alta hasta el vestíbulo. Fue divertidísimo, pero después me sentí un poco mareada.

Esa noche la carretera seguía cortada y volví a casa resignada. Estaba enfadada y frustrada por haber perdido un día entero de trabajo, y además no quería volver a despedirme de todo el mundo, pero los niños se alegraron. «Genial, igual no te vas», dijo Selma. Su simpática carita me animó. De momento habían cesado los disparos y todos salimos al jardín a charlar y a disfrutar de esa preciosa noche tan agradable, como solíamos hacer antes de la guerra. A la mañana siguiente, cuando me estaba yendo al Holiday Inn, le dije a mamá que si no podía irme directamente, me iría a trabajar como siempre. Los serbios no habían cambiado de parecer y Gary, que sabía que buscaba trabajo, me presentó a un periodista americano que necesitaba un intérprete para ese día. Estábamos hablando en el vestíbulo cuando vi que Chris venía corriendo por el pasillo hacia mí. Con él estaba el amigo de Andrew, David, un escritor de Nueva York. «Han abierto la carretera, puedes irte -gritó-. Venga, te llevamos». Antes de que pudiera explicarle nada al americano, Chris y David ya me habían llevado a su coche a toda prisa.

«Primero vamos a llevarte a la oficina central de ACNUR, y allí intentaré meterte en algún vehículo blindado. Esperemos que puedan llevarte al aeropuerto», dijo Chris.

David me dio una nota con su dirección: «Si consigues llegar a Nueva York, quédate en mi casa».

Atravesamos en coche toda la calle, pasando a toda velocidad a unas cuantas personas. Vi a una señora mayor peleándose con una carretilla llena de bidones y me quedé mirándola hasta que giramos en una esquina y desapareció de mi vista.

Andrew

Hana

Era una cálida noche de verano y estaba tumbada leyendo un libro. Desde debajo de la ventana abierta de mi habitación oía hablar a Nadia y a Danica en voz baja. Nadia había dejado de trabajar y ahora pasaba la mayor parte del tiempo en casa. Yo apoyé el libro en mi pecho y me puse a escucharlas. «No sé cómo agradecértelo», oí decir a Nadia.

«No te preocupes. Lo importante es que tu bebé y tú podáis quedaros en un sitio seguro».

Parecía que la amiga de Danica había encontrado sitio para Nadia y su bebé en una casa llevada por monjas católicas. Estas daban alojamiento y comida a refugiadas y a mujeres jóvenes en situaciones similares a la de Nadia. «Te cogerán a finales de julio», dijo Danica.

«¿Por qué tan pronto? -preguntó Nadia-. No espero al bebé hasta septiembre».

«Quieren que te instales allí con tiempo suficiente. No conozco todos los pormenores, pero creo que puedes quedarte allí hasta uno o dos meses después de que nazca el bebé. Mi amiga te lo contará con más detalle».

Invitó a Nadia a que subiera, y poco después oí el ruido de sus pasos por el pasillo. Yo corrí al cuarto de baño y encendí el grifo, porque no sabía si debería haber escuchado la conversación o no. Sin embargo, Nadia me lo contó todo cuando nos sentamos a hablar en la cocina. Aunque podía apañárselas en el piso con Lela y con el bebé, pensaba que estar con otras madres y sus hijos podría ser de gran ayuda para ella, y además liberaría un poco a Lela.

«¿Qué tal está Lela?», le pregunté.

«Ha estado trabajando muchísimas horas y está cuidándome mucho. No sé qué haría sin ella».

«Sí, y siempre paga puntualmente el alquiler», añadió Danica.

Yo deseaba poder hacer algo para contribuir, pero el único modo era siendo una buena estudiante, para que Lela no tuviera que preocuparse de mí.

«Mira, toca aquí», dijo Nadia, y puso mi mano en su tripa, que tenía el tamaño de un globo enorme.

«Noto una patadita», dije intrigada, y seguí apoyando la mano contra su tripa, esperando a que el bebé volviera a moverse.

«¡Creo que voy a tener un jugador de baloncesto!», bromeó Nadia.

«¿Y qué pasa con el padre del niño? ¿Qué dijo cuando se lo contaste?», pregunté.

Nadia agachó la mirada y Danica me miró moviendo la cabeza de un lado a otro. Yo me mordí el labio y me quedé unos segundos mirando el reloj de la pared, cuyas manecillas hacían bastante ruido. «Poca cosa -dijo finalmente y sin quitar la mirada de la mesa-. Digamos que estoy mejor sin él».

«De todas maneras nos tienes a nosotras», dije dándole un golpecito con el codo, aunque en realidad me daba mucha pena.

«¡Eso es!», dijo Danica mientras cogía de un armario un poco de azúcar y un recipiente para mezclar. Era evidente que a Nadia no le apetecía hablar del tema y, como yo no quería que se disgustara, me volví hacia Danica y le pregunté qué bizcocho iba a hacer. «Mi famosa roulade. ¿Te importa coger dos huevos?».

«¡Qué bien! Me encanta tu roulade -dijo Nadia-, pero tengo mucho antojo de pastel de cerezas». Nadia abrió los ojos entusiasmada: «¿Te acuerdas, Hana, del que nos hacía Mayka?».

«Claro que sí». La última vez que estuvimos con Mayka nos dio una porción de su pastel de cerezas y un vaso de refresco de agua de rosas. «Fue muy triste no poder tener ni siquiera la ocasión de despedirnos de ella», dije, y me pregunté cuándo volveríamos a verla.

«Si hubiera sabido que íbamos a estar fuera tanto tiempo, nunca me habría subido a ese autobús», dijo Nadia convencida mientras doblaba repetidamente una servilleta. Al poco tiempo se levantó y dijo que estaba cansada y tenía calor, y se fue a casa de Lela a echarse un rato. Cuando terminamos de hacer la roulade me senté en la cama, pensando lo amable y comprensiva que había sido Danica con Nadia. Era extraño, porque con Andrea y conmigo siempre era muy estricta. Incluso me sorprendió el mensaje que nos había enviado Atka sobre papá y mamá. Esperaba duras palabras y cierto desprecio por parte de todos, pero no parecían estar enfadados en absoluto.

Al principio de las vacaciones de verano, la abuela de Andrea iba al campo a ver a sus primos, y Andrea se iba a Alemania a visitar a los amigos de la familia. A mí me invitaron a ir con ella, pero, como Alemania ya había admitido a decenas de miles de refugiados de mi país, eran muy estrictos con los requisitos de visado para los bosnios. Además, los únicos papeles que teníamos eran nuestras tarjetas de refugiados, y para viajar necesitábamos algo más que eso.

Un día después de que Andrea se marchara, fui al mercado con Danica para ayudarle a hacer la compra. Las hileras de puestos estaban llenas de enormes montones de fruta y verdura fresca. Los tenderos gritaban a los que íbamos a comprar y nos invitaban a ir a sus puestos. Danica y yo nos abríamos paso a empujones entre la muchedumbre, llevando nuestras bolsas. Ella fue hacia el puesto de los tomates, pero a mí me paró una mujer que vendía fresas: «Prueba esta -me dijo, y me dio una-, no vas a encontrar fresas más dulces». La probé y, después de darle un mordisco, le dije que estaba deliciosa. «Dile a tu madre que venga a comprar unas pocas», dijo la mujer. Me impresionó escuchar la palabra «madre», y noté cómo empezaba a ponerme roja. Mi madre estaba en Sarajevo, pero me daba mucha vergüenza decirlo. En vez de ello, me puse a correr buscando a Danica, que estaba en uno de los puestos regateando el precio de unas patatas. Seguimos comprando y yo no mencioné nada sobre las fresas o sobre lo que había dicho aquella mujer.

De camino a casa nos encontramos con una compañera de trabajo de Danica y nos detuvimos a hablar con ella. Danica me presentó y la mujer, acariciándome la cabeza, dijo: «Así que esta es tu refugiada de Bosnia. Ahora hay muchos como tú en Zagreb; me temo que dentro de poco vais a ser más que nosotros». Noté cierto sarcasmo en su voz.

«Los niños no tienen la culpa», respondió Danica, y, alegando que las bolsas pesaban mucho, cortó en seguida la conversación. Las dos seguimos nuestro camino a casa. Fuera hacía sol, y algunos de nuestros amigos estaban jugando en la calle y me pidieron que me uniera a ellos, aunque yo no tenía muchas ganas. Me encerré en la habitación, eché las cortinas y me puse a llorar. Ahora que Andrea no estaba, me pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación, leyendo y escuchando música clásica. Como ya no tenía deberes que hacer ni nada que estudiar, no podía dejar de pensar en Sarajevo. Deseaba poder estar allí con solo cerrar los ojos. Allí era donde había nacido; yo pertenecía allí. Todas las personas y las cosas que quería estaban allí. Sabía que tenía una familia, pero me sentía huérfana.

Hacía un tiempo, Lela me había traído varios periódicos y revistas del trabajo, y en ellas había secciones especiales dedicadas a historias y poemas escritos por refugiados bosnios. Las experiencias eran distintas para cada uno de ellos, pero todos compartían los mismos pensamientos. Todos se sentían como si fueran una carga para los países que los habían acogido, y deseaban volver a casa. Si hubieran sabido que su exilio iba a ser tan duradero y tan duro, nunca se habrían ido de su país. Corté y pegué algunas de estas historias en mi diario y volvía a leerlas todas las noches. Me alegré cuando Andrea volvió a casa.

Mi profesora croata me había dado una lista de lecturas al final del curso y una de esas tardes de calor fui a la biblioteca local con Klaudia, que quería acompañarme. Quedamos en la calle principal y la vi llegar con sus hermanos, unos gemelos de cuatro años. «Lo siento, he tenido que traerlos. Mamá y papá tienen cosas que hacer en la tienda», dijo Klaudia poniendo los ojos en blanco.

«No te preocupes», dije. Cogí a uno de ellos de la mano, que era diminuta al lado de la mía. Le dije en broma que su pelo negro le hacía parecer un deshollinador. Mientras andábamos, los niños intentaban escaparse de nosotras, pero conseguimos mantenerlos bajo control.

«Vosotros dos: portaos bien o no hay helado», dijo Klaudia en tono amenazador.

«Yo solía enfadarme cuando me mandaban cuidar de mis hermanos -le dije-, pero ahora me gustaría poder cuidarlos todos los días».

«Yo no sé qué haría sin mi familia. Me encontraría completamente perdida», dijo Klaudia, tirando de sus hermanos hacia ella.

Yo quería que me contara acerca de sus próximas vacaciones familiares en la playa, pero, antes de que pudiera decir nada, me preguntó si habíamos hablado con Atka últimamente. «Llamó hace unos días -respondí-. Toca madera, mi familia está bien y es posible que venga a vernos otra vez dentro de poco».

«¿En serio?», dijo Klaudia.

«Sí, si le dejan subir a un vuelo de Naciones Unidas, pero no hay nada seguro. Ojalá pueda -dije cruzando los dedos-, pero, ¿sabes lo que es realmente triste? Cuando Atka volvió a casa después de vernos, llevó unas naranjas a mis hermanos pequeños y ellos ni siquiera sabían qué era una naranja».

«Qué triste… -dijo Klaudia-. Nunca más volveré a quejarme de tener que comer fruta y verdura. ¿Tienes familia en otras partes de Bosnia? Ya sabes, donde están los campos de concentración».

«No, gracias a Dios», respondí. Las imágenes de rostros demacrados detrás de alambradas de espino que grababan los periodistas extranjeros me daban escalofríos. Los serbios habían encarcelado, torturado y matado de hambre a hombres civiles, tanto jóvenes como mayores, y con ello habían demostrado que eran mucho más capaces de hacer el mal de lo que nadie hubiera imaginado.

«Toda esa pobre gente… No consigo olvidar la fotografía de uno de los hombres. Estaba sin camiseta y se le notaban todos los huesos; parecía un esqueleto». Klaudia hablaba en voz baja para que sus hermanos no la oyeran.

«Es terrible -dije yo-. Me pregunto quiénes de los padres de mis amigos se han unido a los serbios en las colinas. No logro entender cómo pueden hacernos esto los serbios».

«Yo tampoco. Se supone que son cristianos -dijo Klaudia-, ¿acaso no tienen miedo al castigo de Dios?».

«Ellos piensan que Dios está de su parte».

«Él nunca permitiría esa maldad -dijo ella-, al menos no el Dios en el que yo creo». Le pregunté acerca de su fe y me habló de su amor a Jesús y de la importancia del perdón. «¿Tu familia es religiosa?», me preguntó, interesada.

«No, no mucho -respondí-, pero siempre celebramos todas las fiestas musulmanas, porque son parte de nuestra tradición y nuestra cultura. La abuela es la única verdaderamente creyente. Sin embargo, ahora que estoy fuera de casa rezo todos los días…»

«Es importante ser buena persona, aunque no seas religioso», dijo Klaudia.

Paramos a comprar un helado y después hablamos sobre las vacaciones y sobre nuestros amigos del colegio. Cuando volví a casa esa tarde, me quedé pensando en nuestra conversación y escribí en mi diario:

Antes o después, la vida nos enseña a perdonar. En mi caso, la vida me lo enseñó bastante pronto, pero eso no importa. Estoy preparada para perdonar al enemigo; estoy preparada para perdonar a todo el mundo con tal de poder volver a mi casa. Espero que esto pase algún día y que el enemigo comprenda mi deseo de que todos vivamos en paz, felicidad, amistad y amor, porque esa es la esencia de la vida humana.

«¿Ya están aquí?», dijo Andrea mientras yo miraba una vez más por la ventana de la cocina.

«No les veo», respondí. Atka había llamado inesperadamente desde Split la noche anterior. Había conseguido salir de Sarajevo en avión e iba a encontrarse con Andrew en el aeropuerto de Zagreb esa misma mañana. Iban a venir a vernos, así que cada vez que oía pasar un coche, no podía quedarme quieta y corría hacia la ventana. Aproximadamente al mediodía paró un taxi en frente de la casa y un hombre alto salió de la parte delantera. Tenía el pelo corto, castaño, y llevaba unos vaqueros negros y una camisa verde. Dudé al verle, pero Atka salió del coche al cabo de unos segundos y yo empecé a correr gritando: «¡Están aquí! ¡Están aquí!». Nadia y Lela corrieron detrás de mí. Atka abrió los brazos cuando nos vio y todas nos dimos un enorme abrazo. El taxi empezó a irse y nos apartamos para dejarle pasar. Atka estaba pálida y parecía cansada, pero muy alegre. «Este es Andrew», dijo.

«Encantado de conoceros, por fin», dijo Andrew, y nos abrazó como si fuéramos sus hermanas pequeñas.

«Lo siento, no hablo muy bien inglés», dije yo.

Nadia miró a Atka después de presentarse tímidamente: «Atka, vas a tener que traducírmelo todo. Ya sabes que yo solo estudié ruso en el colegio…»

«No te preocupes, lo haré -rió Atka-, ¡mira todo lo que te ha crecido la tripa en un mes! Sigo sin poder creer que vas a ser mamá».

«Yo ya estoy acostumbrándome a la idea -dijo Nadia-, ¿qué dijeron todos cuando se lo contaste?», preguntó tímidamente.

«Al principio se quedaron sorprendidos, pero me dijeron que no te preocuparas. Solo quieren que tú y el bebé estéis bien».

Fuimos cogidas del brazo a casa de mis hermanas. «Me alegro mucho de volver a verte», dijo Atka apretándome fuerte el brazo. Yo hice lo mismo con el suyo. Una vez dentro, Lela pidió disculpas a Andrew por recibirle en un lugar tan pequeño. Teníamos muy pocos muebles y nos avergonzaba no poder ofrecerle ni siquiera una silla. «No te preocupes por Andrew. No le da importancia a este tipo de cosas», nos aseguró Atka.

«Me han hablado mucho de vosotras, chicas -decía Atka traduciendo a Andrew-. Creo que sois muy valientes».

Nosotras sonreímos tímidamente, sin saber muy bien qué responder. «Gracias -dijo Nadia haciendo una mueca-. Nunca nos habían llamado valientes…». Despejó un poco el colchón y le dijo que se sentara, pero él se sentó en el suelo para dejarnos sitio a nosotras. Estuvimos hablando durante horas, y a menudo nos disculpábamos con Andrew por no incluirle en la conversación, aunque él estaba encantado de estar allí sentado escuchando. Más tarde se ofreció a llevarnos a tomar algo.

El centro de la ciudad cobraba vida en verano, y era muy agradable estar allí en una noche tan cálida. Había parejas con niños paseando por las calles, tomando unos helados, y las terrazas de las cafeterías estaban llenas de gente charlando, fumando o bebiendo algo. Las campanas de la catedral estaban dando las horas cuando nos sentamos en el jardín de una de las cafeterías que había en una de las calles laterales. «¿Cuánto tiempo vas a quedarte esta vez?», le pregunté a Atka.

«Uno o dos días, creo. Los padres de Andrew están en Estados Unidos y quiere que vaya con él a conocerlos».

«¡A Estados Unidos!», exclamamos a coro.

Boquiabierta, Nadia le preguntó si estaba de broma. «No, no lo estoy. Yo estoy convencida de que no me van a dar el visado, pero intenta decirle eso a Andrew - respondió Atka con una sonrisa-. Insiste en que de todos modos deberíamos ir mañana a la embajada americana».

«Buena suerte», dijo Nadia con sarcasmo.

«Dudo de que te la den. Todo el mundo está harto de los bosnios», añadió Lela.

«Lo sé -dijo Atka ladeando la cabeza-, pero Andrew quiere que lo intentemos. Su padre está muy enfermo y tiene muchas ganas de verle. Pero, si no me dan el visado, volveremos a Sarajevo a trabajar. Por lo menos os he visto a vosotras tres».

Un rato después Andrew se fue a comprar el periódico y, en cuanto desapareció, las tres empezamos a bromear con Atka por el novio tan guapo que tenía. «Me alegro mucho de que os guste. Es inteligente, honrado y completamente diferente de cualquiera que haya conocido antes», dijo Atka.

«Creo que alguien está enamorada por aquí», dijo Lela sonriendo, y después empezó a cantar el estribillo de una conocida canción de amor bosnia, y las cuatro nos echamos a reír.

«Ya está bien de hablar de mí -dijo Atka mirando a Nadia-. Me ha quitado un enorme peso de encima saber que vas a poder quedarte con esas monjas católicas. Te ayudaré en todo lo que pueda».

«¿Han mejorado algo las cosas ahora que Sarajevo es una zona segura de las Naciones Unidas?», preguntó Nadia.

Atka descartó la idea: «¿Una zona segura de las Naciones Unidas? Menudo chiste. Los bombardeos son incluso más intensos ahora. A los serbios les encanta fastidiar a occidente». Atka nos contó que habían matado a más amigos y vecinos nuestros. Aunque sabíamos que los serbios estaban matando a mucha gente, era estremecedor enterarse de la muerte de gente conocida. Nos acordábamos bien de sus caras y era fácil imaginar la pena que estarían sintiendo sus familias.

Andrew volvió con un periódico inglés y lo extendió encima de la mesa. Yo sabía suficiente inglés como para entender que el titular hablaba del fracaso del último plan de paz para Bosnia. Andrew resumió el artículo y Atka lo tradujo: «Básicamente, lo que intentaban hacer era dividir Bosnia en una nación de serbios, croatas y musulmanes. A los serbios les ofrecieron casi la mitad del territorio, y el resto tenía que dividirse entre los musulmanes y los croatas. Pero los serbios querían más, así que rechazaron el plan, que ahora está oficialmente acabado. Y el conflicto continúa…»

La idea de una Bosnia dividida, incluso después de un año de guerra, no tenía ningún sentido. Siempre habíamos vivido juntos y, por alguna razón, pensaba que todo volvería a ser igual después de la guerra. Lela le preguntó a Atka cuánto tiempo llevaba Andrew trabajando en Bosnia.

«Cubrió la guerra en Croacia y ha ido a Vukovar, Dubrovnik, Knin… -explicó Atka -, y, cuando había paz en Bosnia, solía ir a Sarajevo a descansar».

Andrew añadió: «Yo había visto los tanques de la JNA en las montañas que rodean Sarajevo, y me pareció evidente que estaban preparándose para atacar. Sin embargo, cuando se lo decía a la gente de la ciudad, se reían de mí y me decían que la guerra nunca llegaría a Bosnia. No podía creer cómo podían ser tan inocentes. Los musulmanes y los croatas son víctimas de un ataque muy bien planificado y no tienen armas para defenderse. Sencillamente, no tienen ni la más remota posiblidad».

Nunca había oído la opinión de un extranjero sobre la guerra, y me alegraba que estuviera de nuestro lado. Era simpático y le pregunté más acerca de su trabajo. Nos contó que una de los retos que tenían los medios era mantener el interés en la opinión pública tras todo un año de conflicto. Al parecer, en ese momento solo eran noticia las crónicas más impactantes. Recientemente, su agencia le había pedido que les enviara algunas historias inspiradoras. El desfile de miss Sarajevo había tenido lugar poco antes y querían una historia sobre la ganadora, de modo que Atka la localizó y, después de pasar unas cuantas horas con ella y su familia, Andrew hizo un montón de fotos de ella en la ciudad, incluso rodeada de lugares muy conocidos expuestos a los francotiradores. «Es joven, pero muy valiente», dijo Andrew.

Era la primera vez que oíamos que pasaba algo remotamente normal en Sarajevo. Atka comentó que la gente había asumido el hecho de que la guerra ya se había convertido en la realidad de todos los días, y todo el mundo intentaba seguir con su vida de la mejor manera posible. Nos fuimos después de medianoche. Atka y Andrew estaban alojados en la ciudad, en el piso de un fotógrafo al que habían conocido en Sarajevo, y yo me fui con mis otras hermanas. A la mañana siguiente me desperté con la misma sensación de anticipación que solía tener antes de ir a la playa para las vacaciones de verano. Salí de la cama de un salto, me puse la ropa y corrí a la cocina. Danica estaba calentando un poco de leche, y había un plato de galletas en el centro de la mesa. «¡Sabía que ibas a levantarte temprano! Estoy haciendo un poco de chocolate». Nos quedamos en casa toda la mañana, esperando a que viniera Atka, pero no daba señales de vida y llamamos una y otra vez al número que nos había dado, pero nadie respondía. «Ya has visto las colas que hay fuera de las embajadas -nos recordó Danica-. Van a pasarse allí horas», dijo, y nos animó a que comiéramos algo.

Después de la comida, Nadia y yo nos quedamos sentadas en la mesa de la cocina jugando a las cartas y Lela se fue a trabajar. Por fin, Atka y Andrew llegaron, justo después de las tres de la tarde. «Ya empezábamos a pensar que os habíais olvidado de nosotras», bromeó Nadia. Tal y como suponía Danica, ambos llevaban toda la mañana esperando en la cola de la embajada. Cuando llegó el turno de Atka, la mujer que estaba encargada de los visados dijo, de una manera autoritaria y desagradable, que quería ver el último extracto bancario y alguna prueba de que no estaba buscando asilo político en Estados Unidos. «Andrew trató de explicarle que acabábamos de salir de una zona en guerra donde los bancos no funcionaban, y que él iba a pagarme el billete, pero le dijeron con muy poca educación que no interfiriera y que se hiciera a un lado. Tendríais que haber visto cómo me trató esa mujer. Era humillante y, por supuesto, rechazó mi solicitud incluso sin mirarla», dijo Atka.

«Por lo que he oído, la mayoría de la gente hace cola durante horas y tiene que volver al día siguiente -dijo Danica-. Me sorprende incluso que tú hayas conseguido hablar con alguien».

«Bueno -dijo Atka-, Andrew no iba a rendirse, así que cuando volvimos al piso llamó a nuestra amiga Susan, de Nueva York, para pedirle ayuda. Ella nos pidió que le diéramos media hora y que después volviéramos a la embajada. No tengo ni idea de lo que hizo o qué les contó, pero la misma mujer de la embajada me selló el visado en el pasaporte sin preguntar y, sonriendo, me deseó un buen viaje». Atka estaba perpleja: «No tenía ni idea de que Susan fuera una mujer de tanta influencia».

«No me lo puedo creer. Primero apenas puedes salir de Sarajevo y ahora te vas hasta Estados Unidos», comentó Nadia.

«Lo sé. Estaba completamente segura de que iba a volver directamente a Sarajevo. Ni siquiera soy capaz de pensar con claridad», dijo Atka, pero Andrew estaba encantado. Nadia le preguntó a Atka por sus planes. «No lo sé -dijo ella volviéndose hacia Andrew, y hablándole en inglés-. Andrew ha reservado billetes para los dos - prosiguió, nerviosa-. Tenemos que volar a Split mañana y después coger un vuelo a Nueva York via Roma al día siguiente».

«Yo pensaba que los padres de Andrew estaban en Hawaii, ¿por qué vas a Nueva York?», pregunté yo. Ella respondió que Andrew tenía que ver a algunos de los editores de las revistas para las que trabajaba. «¡Qué suerte! ¿Y después?».

«Andrew va a hacer una regata desde Los Ángeles hasta Hawaii que dura unos diez días… Así que él volará a Los Ángeles y, mientras esté en la carrera, yo supongo que iré a ver a Merima y a los niños a Florida. Pero la verdad es que no pensaba para nada que fuera a poder verlos, y ni siquiera tengo su dirección. Tendré que localizarlos de alguna manera…».

«Atka, nosotras tenemos su dirección y su número de teléfono -exclamó Nadia-. Voy a por ellos». Atka pareció asombrada.

«Van a sorprenderse mucho de verte -añadí alegremente-. Dales un abrazo de nuestra parte». Le pregunté también cuándo volverían, y ella lo consultó con Andrew y respondió: «Deberíamos estar de vuelta en tres semanas, y definitivamente vendré a veros antes de volver a Sarajevo».

Yo soñaba con ir a Estados Unidos. Me encantaban su música y sus películas, y parecía que allí todo era un mundo de color y prosperidad, y le pregunté a Atka si podía traer algunos cuadernos y bolígrafos. Esa noche fuimos al cine. Después, cuando nos dirigíamos caminando hasta la plaza principal, Atka y Andrew empezaron a cantar: Start spreading the news, I’m leaving today, I want to be a part of it, New York, New York… Yo dije que nunca había escuchado esa canción y pregunté quién la cantaba. Andrew me dijo que era Frank Sinatra, y que algún día me enseñaría la letra. Estábamos todos de muy buen humor y muy alegres y yo ya me encontraba más cómoda con Andrew, así que le pregunté por qué se había hecho fotoperiodista. «Quería estar siempre en lugares donde se hiciera la historia -respondió él-. Para mí, el fotoperiodismo es la mejor manera de contar una historia».

«Si la revista Time publica tus fotos es que debes ser bueno», dije con admiración.

«Me encanta mi trabajo -dijo él-, pero, para serte sincero, es horrible estar en este sector. Es muy feroz y competitivo y, aunque estés llevando al mundo historias de lugares peligrosos, básicamente te estás ganando la vida con la miseria de los demás. No estoy seguro de que me guste en lo que me estoy convirtiendo». Parecía tener mucho éxito, y yo no estaba muy segura de a qué se refería. Andrew miró a Atka y le guiñó un ojo. Eran muy felices y era muy reconfortante estar con ellos. Deseaba que pudieran quedarse. «Haz fotos cuando estés en Florida para que podamos ver cómo están Merima, Mirza y Haris», le dije a Atka cuando nos despedimos esa noche. Ella se mordió el labio y dijo: «No iría si no fuera por Andrew. Se me hace difícil tener que dejaros y estoy preocupada por el resto de la familia. Sin mí no tienen medios para comprar comida, así que lo único que quiero es volver lo antes posible». Se marcharon a la mañana siguiente temprano, y Nadia dijo que estaba segura de que esas tres semanas pasarían volando.

Lejos

Atka

Tardé un rato en darme cuenta de que estaba en Split. Se oían las olas rompiendo en la playa. Salí a fumar un cigarrillo, pero me sentó mal. Andrew me preguntó si me encontraba bien. «No mucho…», respondí. Él me preguntó qué pasaba. «Bueno, no sé por dónde empezar… Estoy muy preocupada por mis hermanas, tienen muchas cosas entre manos, y yo ni siquiera les he contado que me has pedido matrimonio. No me parece justo. Y además me siento fatal por dejar a todo el mundo en Sarajevo. Me siento como si hubiera dejado plantado a todo el mundo. La verdad es que no me esperaba que fuera a poder ir contigo a Estados Unidos. No sé qué hacer…». Le miré esperando una respuesta.

«Tus hermanas son muy sensatas y se las están apañando bien. Y, en cuanto a tu familia, no podríamos evitar que les pasara algo incluso aunque estuviéramos en Sarajevo… Nadie puede», dijo, y me dio un abrazo.

«Al menos cuando estoy allí sé exactamente lo que está pasando, pero ahora no tengo manera de enterarme…»

«Atka, sé que tres semanas pueden parecer una eternidad, pero han sobrevivido todo este tiempo…»

Nos quedamos un rato más hablando en la terraza. Por la mañana me sentía igual de mal camino al aeropuerto, así que tuvimos que parar el coche. «Llevo unos días sintiéndome así -dije. Miré a Andrew preocupada-. No creo que sea solo cosa del riñón… Creo que puedo estar embarazada».

Él me cogió de la mano y dijo tranquilamente: «Bueno, solo hay una manera de saberlo. En cuanto lleguemos a Roma compramos una prueba de embarazo en la farmacia».

Una periodista para la que había trabajado en Sarajevo vivía en Roma y nos quedamos esa noche en su casa. Cuando por fin nos quedamos solos un momento, corrimos al baño a hacer la prueba. Nerviosos, nos quedamos mirándola hasta que aparecieron dos rayas rosas en una ventanita diminuta. «¿Qué significa eso?», le pregunté a Andrew, que estaba leyendo las instrucciones. Dijo que dos líneas significaba positivo. «¡¿Positivo?!». Desconcertada, me dejé caer en la esquina del baño y pensé: «¿Cómo vamos a tener un bebé en medio de una guerra? Soy estúpida». Estaba enfadada conmigo misma, pero antes de que pudiera expresar mi ansiedad, Andrew vino a sentarse a mi lado, envolviéndome con sus brazos, y yo apoyé mi cabeza en su hombro. «Como si las cosas no fuesen ya suficientemente complicadas», dije sin saber qué hacer.

«Tienes que dejar de preocuparte. Tú y yo estamos juntos en esto y saldremos adelante», dijo, intentando que me tranquilizara.

«No sé cómo… Esto es tan inesperado… La guerra continúa y no hay visos de que vaya a terminar, y yo necesito trabajar… Y quiero terminar mi carrera -dije enfadada -. Soy tan estúpida… y una hipócrita. ¡Yo dando lecciones a Nadia y ahora mírame a mí!».

«Pero nos queremos el uno al otro», dijo él.

«Lo sé. Yo también te quiero, pero no tiene nada que ver con eso. Tú no sabes lo que es ser bosnia. Para nosotros, las cosas siempre van de mal en peor. Te advertí de que sería complicado», dije sacudiendo la cabeza.

«Solo si nosotros lo hacemos complicado -respondió Andrew-. Quizás podamos alquilar una casa en Pisak y usarla como base, y así tus hermanas también podrían vivir allí».

«Mmm… Quizás esa pueda ser una opción. Pero sabes que tengo que estar en Sarajevo para trabajar y mantener a mi familia».

«Bueno -dijo Andrew mirándome-, en realidad no podemos planear ahora todo. Ya sabes lo rápido que pueden cambiar las cosas. Ya veremos cuál es la situación cuando volvamos de Estados Unidos».

A la mañana siguiente volamos a Nueva York. Estaba sentada entre una señora gorda y Andrew, que estaba completamente enfrascado en su libro. Intenté concentrarme en un crucigrama. El aroma a flor del perfume de la mujer era muy intenso y me dieron náuseas. Intentaba respirar, pero en seguida sentía ese dolor agudo tan familiar en la espalda. Yo me quejaba y cerraba los ojos esperando que todo pasara. «¿Qué estoy haciendo aquí? Toda mi vida está en Sarajevo», pensé, aterrada. Me puse muy nerviosa y sacudí el brazo de Andrew diciéndole que quería bajarme del avión. «¿A qué te refieres?

Estamos en el aire cruzando el océano Atlántico».

«¡No me importa! -dije levantando la voz- Quiero bajarme, quiero irme a casa».

«Por si no lo sabes, esto no es un autobús», respondió. Su tono brusco me puso furiosa.

«¿Cómo te atreves a decir algo así? Tú no estás enfermo, no estás embarazado y no has tenido que abandonar a tu familia. ¡No tienes ni idea de cómo me siento!», dije bruscamente, y vomité en una bolsa blanca de papel del bolsillo que había en el asiento de delante.

«¿Pero… qué te he hecho? -le oí decir. Me dio un pañuelo de papel y me acarició la espalda-. Lo siento, Atka…». Me dio otra bolsa para el mareo y después llamó a una azafata para que me trajera un paño húmedo.

«Yo también lo siento -dije con un suspiro después de limpiarme la cara-. Es solo que no puedo dejar de pensar en mi familia. Estoy hecha polvo y el dolor del riñón me está matando…»

Andrew me puso un cojín pequeño detrás de la cabeza y después me cogió de la mano: «Atka, puede que esto suene fatal, pero ahora mismo no podemos hacer nada por tu familia, así que intenta descansar algo si puedes».

Finalmente me dormí. Llegamos a Nueva York por la noche y estaba deseando llegar a casa de nuestro amigo David para llamar a Merima. Se quedó sin habla cuando le dije dónde estaba y que iría pronto a verles. Al día siguiente, después de las reuniones de Andrew con los editores de las revistas, fuimos a ver a nuestra amiga Susan. Le hizo mucha ilusión vernos aparecer por la puerta, y le dije que no estaríamos allí de no ser por su ayuda: «Gracias. Quién hubiera dicho que volveríamos a vernos en Nueva York…». Pasamos toda la tarde con ella, viendo las últimas fotos que había hecho Andrew de la guerra. Después, Susan nos llevó a la última planta de su edificio. Me quedé embelesada mirando las miles de luces que iluminaban la ciudad; parecían mágicas. Respiré hondo y pensé en mi ciudad, ocupada y olvidada en la oscuridad, y tuve que apretar bien los dientes para no romper a llorar.

No teníamos más que un par de días en Nueva York y Andrew quería enseñármelo todo. Caminamos hasta el centro de la ciudad, donde había enormes edificios que se erguían a cada uno de los lados de las calles. Hordas de gente pasaban a toda prisa como si estuvieran atrapadas en una corriente al final de un profundo cañón. Las luces de neón iluminaban los escaparates, y los conductores tocaban el claxon haciendo mucho ruido. El caótico compás de la ciudad reflejaba la confusión que tenía yo en la cabeza. Deseaba poder emocionarme con estar en la Gran Manzana, pero mi corazón no estaba ahí. Tenía ganas de marcharme a casa corriendo, pero, como sabía lo importante que era para Andrew que viéramos a sus padres, me contuve. Justo antes de irse a Los Ángeles a la mañana siguiente, Andrew me dio una camiseta con la palabra Vendetta, que era el nombre del yate en el que iba a competir. «Te veré en diez días, pero no te asustes si no estoy en el aeropuerto de Hawaii para recibirte. Tú ponte esta camiseta y ve al hotel donde están alojados mis padres; así te reconocerán. Y no te preocupes si mi padre parece un poco distante, a veces es un poco tímido».

«¿No vas a estar tú allí conmigo?», dije sorprendida.

«Lo intentaré, pero cuando navegas nunca sabes. Podría retrasarme en la carrera». Me abrazó una vez más antes de cruzar corriendo la puerta de embarque. Yo nunca había estado sola en el extranjero y, como darme un paseo por un aeropuerto tan grande me intimidaba bastante, decidí ir directamente a mi puerta, y dos horas más tarde subí a un avión con dirección a Miami.

Merima, los niños y yo estábamos tan contentos de volver a vernos que apenas dormimos las primeras noches. Vivían en un piso de dos habitaciones, amueblado de manera austera, que formaba parte de un gran bloque de viviendas rodeado de unas exuberantes plantas tropicales. Solo había tres camas en el piso, así que Merima y yo compartimos la suya.

El rostro de Merima seguía teniendo ese toque melancólico, pero parecía que estaba logrando salir adelante. Mirza y Haris hablaban inglés con acento americano y, con sus camisetas de colores, sus pantalones cortos y sus gorras, parecían haber vivido siempre en Florida. Habían empezado el colegio cuando llegaron y ahora estaban en medio de sus vacaciones de verano. Una noche nos sentamos en un patio pequeño que tenían detrás de su casa y vimos cómo Mirza montaba en bici, manteniendo el equilibrio y pedaleando con una sola pierna. «Mayka estaría orgullosa de ti», le dije. Animado por mis palabras, Mirza continuó enseñándonos lo que sabía hacer. Merima sonreía y yo me volví hacia ella: «¿Qué crees que harás mientras estéis aquí?», le pregunté mientras me abanicaba con una revista.

«Aún no lo sé. Estoy mejorando mi inglés y espero poder encontrar trabajo pronto», respondió, y se quitó el sudor de la frente con un pañuelo.

«¿A qué podrías dedicarte?», le pregunté.

«Dudo que pueda trabajar de directora de proyectos, como hacía en nuestro país, pero estoy dispuesta a hacer cualquier cosa; no estoy en posición de elegir. Espero que la guerra termine pronto. La idea de volver a casa algún día es lo que me ayuda a seguir adelante. Mi prioridad ahora es la educación y el bienestar de mis hijos».

«¿Cuándo van a ponerle a Mirza su pierna artificial?».

«La familia que lo financia está gestionándolo -dijo ella, y suspiró, echando el humo de su cigarrillo-. La sanidad es muy cara aquí, así que llevará algo de tiempo…»

Cuando iba haciéndose más de noche, reuní el valor de preguntarle qué tal lo estaba llevando sin Zoran. Se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo: «Le echo de menos cada segundo…, ¿pero qué le voy a hacer?». Seguimos allí sentadas en silencio, con el aire sofocante, y al cabo de un rato le conté que acababa de enterarme de que estaba embarazada y estaba pensando cómo hacer.

«Estoy segura de que, hagáis lo que hagáis, tomaréis la decisión correcta. Zoran y yo siempre te hemos considerado una persona madura y lista y, por todo lo que me has contado sobre Andrew, él también parece un buen hombre». Sus palabras me reconfortaron.

Llovió mucho todas las tardes; los relámpagos iluminaban el cielo y el sonido estrepitoso de los truenos hacían que Haris corriera a refugiarse debajo de su cama con las manos en las orejas. «Le hemos dicho que el ruido no es de los bombardeos, pero aun así sigue teniéndoles mucho miedo», me explicó Mirza.

Merima no tenía coche, e ir andando a todas partes con ese calor sofocante era agotador. Un día, los niños y yo fuimos al centro comercial, que estaba a cierta distancia de su casa, y les compré un equipo de música con el dinero que me quedaba. Para cuando volvimos, yo casi me desmayo del calor bochornoso y del continuo dolor que tenía en el riñón. La mayor parte del tiempo nos quedábamos dentro de la casa con el aire acondicionado puesto, o bien íbamos a darnos un baño rápido en la piscina de la urbanización. Mirza se había convertido en un espléndido nadador y me enseñaba entusiasmado cuántas volteretas podía hacer sin coger aire. Hice fotos de todos para enseñárselas a la familia cuando volviera.

En los días siguientes, mi dolor de riñones empeoró. Merima me preparaba sopas, pero no era capaz de retener nada. Por la noche intentaba no dar muchas vueltas en la cama para no despertarla. Cuando llevaba allí una semana, Merima invitó a cenar a Philip y a Sandi, el matrimonio que les había llevado hasta allí. Preparó musaka y baklava, unos platos tradicionales bosnios. Philip era un hombre alto de hombros anchos y pelo corto y oscuro. Su mujer, Sandi, era atractiva y alegre. Eran un matrimonio sociable y les gustaba la conversación. Cada vez que Sandi movía un brazo, sonaban en su muñeca una hilera de pulseras de oro. Durante la cena les pregunté qué les había llevado a querer ayudar a una familia de Sarajevo. «El año pasado por Navidad estábamos de vacaciones en Virginia -dijo Philip-, y una noche, después de un estupendo día de esquí, estábamos sentados en el hotel cuando Sandi vio a este hombrecito en la televisión», dijo sonriendo y mirando a Mirza.

«Estábamos pasándonoslo tan bien, con la Navidad y todo eso… -continuó diciendo Sandi-, que ver a un niño como él de esa manera nos hizo darnos cuenta de que teníamos que hacer algo para ayudar… Nosotros también tenemos hijos. Y fue después de que consiguiéramos dar con los productores del reportaje cuando descubrimos la devastadora situación de Sarajevo. No podíamos creer lo difícil que era el simple hecho de enviaros comida», dijo sacudiendo la cabeza y mirando a Merima.

Philip apoyó los codos en la silla: «Me puse en contacto con todas las organizaciones de ayuda humanitaria que encontré, pero ninguna de ellas estaba segura de que la ayuda pudiera llegar a la familia, de modo que en ese momento decidimos que, si no podíamos hacerles llegar la ayuda, tendríamos que sacarles de allí. Y nos alegramos de haberlo hecho, porque ahora tenemos a Merima y a estos dos hombrecitos con nosotros». Hablaba con una voz alta y rotunda.

La noche antes de abandonar Florida, el hermano de Merima llamó por teléfono desde Sarajevo. Como era el jefe de bomberos podía utilizar un teléfono vía satélite. Por lo que sabía, mi familia estaba bien. «Por favor, ve a verlos -le supliqué llorando-. Diles que estoy con Merima y que les echo tremendamente de menos». Fue duro tener que separarme de Merima y de los niños.

Andrew no estaba en el aeropuerto cuando aterricé en Honolulu, así que yo, que llevaba puesta la camiseta de Vendetta, cogí un taxi hasta el hotel en el que estaban alojados sus padres. El tráfico era lento y el taxista se giró hacia mí diciendo: «Señorita, hoy hay muchos coches en la carretera; Bill Clinton está visitando Pearl Harbor». En medio del tráfico, saqué la cabeza para mirar por la ventanilla. Nos pasaron rápidamente unas cuantas limusinas flanqueadas por hombres de seguridad. «Creo que ahí está nuestro presidente», dijo el taxista. Quizás debería tirarme al suelo en frente de su coche y suplicarle que ayudara a Bosnia, pensé. Me recliné en el asiento y cerré los ojos durante un rato.

Ya era muy de noche cuando aparcamos en frente de un enorme edificio blanco. La entrada del hotel estaba junto a unas columnas altas rodeadas de palmeras. Cansada y nerviosa, estaba atravesando el vestíbulo hasta recepción cuando alguien me dio un golpecito en el hombro y me di la vuelta. Un hombre de pelo gris me sonrió, y su mirada cálida me recordaba a Andrew. «Tú debes ser Atka. Yo soy Bill, el padre de Andrew - me saludó con un abrazo. Llevaba unos pantalones de color beige y una camiseta roja. Me cogió la mochila del hombro y me llevó a la terraza-. Ven a conocer a Rose, llevamos todo el día esperándote. Estamos tomando algo».

Aunque no se veía el océano, podía oír las olas en la playa. Había ramas enormes que caían de un enorme árbol en medio del jardín. En una mesa bajo un toldo enorme había una mujer de aspecto elegante vestida de blanco. Llevaba su pelo rubio recogido en una coleta, y parecía bronceada y relajada. «Hola, querida, soy Rose -dijo sonriendo mientras se levantaba de la silla-. Debes estar agotada». Me abrazó y me dio un beso.

Bill sacó otra silla para mí y nos sentamos.

«Andrew me ha hablado mucho de vosotros… ¿Cómo estáis?», les pregunté.

«Bueno, hemos pasado una mala racha, pero ahora está todo mucho mejor», dijo Rose sonriendo a Bill.

«Sí, estoy bien», dijo él devolviéndole la sonrisa. Apretó las manos, se apoyó en la mesa y me puso al día de la regata rápidamente. Dado el ligero viento que soplaba, Vendetta avanzaba muy lentamente. Aquello me desanimó y me dieron ganas de llorar. «Lo primero que haremos mañana por la mañana será ir al club náutico y comprobar cuál es su posición -dijo Bill aclarándose la garganta-. Y ahora, lo más importante, ¿qué tal está tu familia?».

«Lo último que supe de ellos fue que estaban todos bien, pero no lo sé seguro, porque las cosas en Sarajevo pueden cambiar de la noche a la mañana».

«Oh, pobre… Es terrible. ¿No puedes comunicarte con ellos con ese teléfono vía satélite que ha estado usando Andrew para llamarnos?», preguntó Rose, preocupada.

«Ojalá fuera tan fácil, pero solo tienen acceso los extranjeros y los altos funcionarios del gobierno».

«Oh, querida. Es horrible que ni siquiera puedas contactar con ellos. Rezaré por todos ellos en la misa del domingo -me tocó la mano-. ¿Por qué no me escribes todos sus nombres y me enseñas a pronunciarlos?». Sacó del bolso un papel y un bolígrafo y los puso en frente de mí.

«Pero Rose, son muchos…»

«Oh, no me importa», insistió. Yo escribí sus nombres y después se los leí en voz alta. «Uf, suenan muy extraños -dijo, y se le escapó una risita-, pero aprenderé a pronunciarlos. Hay muchos niños… seguro que sois católicos», dijo bromeando. Le dije riendo que no, y me preguntó si en mi país la gente solía tener muchos hijos. «No, en absoluto, Rose, la nuestra es una familia muy atípica».

«Bienvenida al club -dijo Bill sonriendo. Hizo señas al camarero y le pidió que me trajera un poco de zumo-. He leído mucho acerca de tu tierra. El presidente Tito hizo un extraordinario esfuerzo por mantener unida a Yugoslavia durante tantos años».

«Es cierto. Todos lloramos cuando murió. Después de su muerte, todo el mundo temía que el país se viniera abajo, y la gente bromeaba diciendo que a Yugoslavia deberían cambiarle el nombre por el de Titanic».

«Qué maravilla» -dijo Bill riéndose-. Él y Rose querían escuchar más cosas sobre mi familia, el trabajo de Andrew y sobre mí. Como Andrew no estaba conmigo, no quise mencionar que estábamos prometidos ni que yo estaba embarazada. A pesar de no sentirme bien, me quedé hablando con ellos hasta un buen rato después de medianoche. Cuando por fin fui a la habitación que habían reservado para mí, me metí en la cama con la ropa y me quedé dormida.

A la mañana siguiente, el oficial de la regata del club náutico nos dijo que, debido a los continuos vientos ligeros, apenas había habido ningún avance en la posición del Vendetta, y podría pasar una semana antes de que terminaran. Yo estaba enfadada, porque no podía hacer nada salvo esperar. En el camino de vuelta al hotel, Bill me preguntó si podía dejarle mi pasaporte. «Ahora que tenemos unos días, voy a conseguirte un visado por si Andrew y tú queréis venir a Nueva Zelanda», dijo.

«Oh, no te preocupes por eso. No vamos a ir, tenemos que volver a Sarajevo», respondí.

«De todos modos viene bien tenerlo, aunque no lo vayas a usar nunca», dijo Bill en broma y, por educación, accedí.

Bill y Rose eran adorables y, aunque quería pasar tiempo con ellos, me encontraba demasiado mal como para salir de la habitación, y me llevaron a un médico. Yo le dije que estaba embarazada, pero me quejé también del dolor agudo que tenía en el riñón. Me aseguró que probablemente era debido a algún tipo de fiebre de los viajes combinada con algunas náuseas matutinas, y me aconsejó descansar. «¡¿Alguna fiebre por el viaje?! ¿Le has comentado lo de tu dolor en la espalda? -Rose estaba horrorizada-. Tienes muy mal aspecto, ¿qué te ha dicho el médico de tus ojeras?». Yo me encogí de hombros. Estando en un país extranjero con gente a la que apenas conocía, me resistía a armar ningún espectáculo. Sin seguro médico, el precio de mi breve visita al médico era muy caro, pero Bill y Rose me dijeron que corría de su cuenta.

Aquella tarde hice un esfuerzo por ir a nadar con ellos, pero la mayoría de las veces tenía tanto dolor que apenas podía salir de la cama. Veía todas las noticias de la CNN sobre Sarajevo y estaba obsesionada pensando en mi familia y preocupada por cómo íbamos a apañárnoslas Andrew y yo con el bebé. Echaba muchísimo de menos a Andrew y, por fin, el día que llegó el Vendetta, pude reunir la fuerza suficiente como para recibirle en la línea de meta junto a Bill y a Rose. Ellos estaban muy emocionados, porque hacía seis meses que no le veían. Andrew bajó de la cubierta de un salto y vino a abrazarme, y, como si supiera lo que tenía en la cabeza, me dijo al oído: «Tendremos al bebé en Sarajevo… Haré lo que sea para hacerte feliz».

«Yo también. Estoy segura de que saldremos adelante -le dije, también susurrando-. Tus padres han sido muy buenos conmigo», le dije antes de que se diera la vuelta a saludarles.

«Oh, Andrew, ¡qué alegría volver a verte!», dijo Rose mientras le abrazaba. Andrew abrazó también a su madre y, estrechando la mano a su padre, les dijo: «Yo también me alegro de veros. Gracias a los dos por cuidar de Atka». Les escuché hablar y, mientras tanto, vi las caras alegres de los navegantes que estaban a mi alrededor. Pensé para mí: «Esto es muy extraño. ¿De verdad estoy en medio de un club náutico en Hawaii o me ha disparado un francotirador en la cabeza y ahora estoy tumbada en una cama de hospital imaginando todo esto?». El hermano pequeño de Andrew y el resto de la tripulación se unieron a nosotros y, mientras celebraban el final de la carrera en el club náutico, yo me senté fuera, donde el aire era más fresco. Esa misma noche, en la terraza de la habitación de los padres de Andrew, les dijimos que estábamos prometidos y que estaba esperando un bebé. Como acababa de conocerlos, estaba algo inquieta por cómo reaccionarían, pero Bill en seguida pidió champán para celebrarlo y Rose dijo: «Cuando os vi esta mañana a los dos abrazándoos, se notaba que estáis muy enamorados. Y lo del bebé es adorable. Querida, ojalá nos hubieras dicho antes que estabas embarazada; habríamos sabido por qué te encontrabas tan mal…, aunque estar embarazada no es motivo para que te duelan los riñones». Rose nos abrazó a los dos: «Ya os imagino a los dos viviendo en París con el bebé».

«No vamos a vivir en París», respondió Andrew, y Rose preguntó por qué. «Bueno, en Francia yo no soy residente, así que Atka no podría vivir allí. Además, ella quiere estar cerca de su familia, lo cual es justo», explicó mientras me sonreía.

«¿Crees que es buena idea tener a un bebé en Sarajevo?», preguntó Bill frunciendo el ceño.

«He visto nacer allí a muchos bebés -dijo Andrew-. La gente sigue adelante con sus vidas a pesar de la guerra; solo tienes que aprender a vivir con lo que tienes».

Era evidente que Bill y Rose estaban preocupados, pero no volvieron a mencionarlo. Al día siguiente, Andrew tuvo que salir al mar a llevar a Vendetta a la isla de Maui, y yo quise ir con él. Bill nos lo desaconsejó por cómo me encontraba, pero Andrew y yo estábamos tan contentos de volver a estar juntos que no queríamos separarnos. Cuando llevábamos una hora de viaje empecé a marearme y me acurruqué en un pequeño camarote que había debajo, atrapada en medio de un olor a moho de la ropa impermeable húmeda, a cigarrillos y a cerveza rancia. El mar estaba agitado y el movimiento errático de la embarcación estaban haciendo que me pusiera mala a marchas forzadas. Me sentía como si me hubieran estado dando vueltas en una enorme lavadora, y lo único que podía hacer era quedarme cerca del cubo por si acaso el mareo hacía efecto. Cada vez que Andrew bajaba a ver qué tal estaba, yo me quejaba y decía que solo quería morirme. Cuando llegamos al embarcadero doce horas más tarde, ni siquiera era capaz de salir del camarote, y durante los tres días siguientes que estuvimos en el hotel, yo me dormía y me despertaba, sin apenas comer. Los padres de Andrew estaban muy preocupados por mí y sugirieron que podrían acortar sus vacaciones para que pudiéramos ir a Nueva Zelanda en seguida y que me hicieran un chequeo médico adecuado. Andrew no quería, porque sabía que yo quería volver a casa cuanto antes, pero, cuando el dolor se hizo insoportable, me rendí: «Ya no me importa nada dónde vaya… Solo quiero que se acabe este dolor».

Andrew llamó a su agencia para decirles que no volvería al trabajo durante por lo menos otra semana y Bill ya había gestionado mi visado para Nueva Zelanda, así que pudimos irnos inmediatamente. Yo pensaba que ya estaba bastante lejos de casa, ¡allí era pleno invierno!, pero, después de volar diez horas más, me sentí como si hubiera llegado al mismísimo fin del mundo. Lo primero que hicimos después de aterrizar fue ir a ver a un médico.

Los resultados indicaban que tenía múltiples carencias. Pesaba solo cuarenta y ocho kilos y, por el bebé, que iba a nacer en febrero, el médico me aconsejó que descansara por lo menos un mes. No consideró necesario hacerme una ecografía del riñón y me diagnosticó un caso agudo de náuseas matutinas. Frustrada, intenté explicarle que llevaba con ese dolor de riñón desde antes de quedarme embarazada, pero él sonrió y me dijo que me tranquilizara y no me estresara mucho. «¿Tranquilizarme? -le dije a Andrew-, ¿Cómo?». Estar en un lugar en paz y con comida en abundancia me hacía sentir tan culpable que me daba la sensación de que con mi dolor de riñón estaba de alguna manera en sintonía con mi familia. En Europa era verano y la mayoría de los periodistas que conocía Andrew se habían ido de vacaciones, así que era imposible encontrar a gente que fuera a ir a Sarajevo. Yo solía llamar a mis hermanas y a Merima, que tampoco tenían ninguna noticia del resto de la familia. Me consolaba hablar con ellos, porque entendían perfectamente lo que era estar lejos de casa.

Como me encontraba débil y enferma, apenas salía a la calle, y pasaba la mayor parte del tiempo arropada en el sofá verde que tenían Bill y Rose en el salón. Vivían en la Isla del Sur, en una tupida bahía que había al otro lado de la colina de Christchurch. Las vistas desde su casa alcanzaban las bahías de alrededor y el pequeño pueblecito de costa Lyttelton a la cabeza de la bahía. La casa era espaciosa y estaba elegantemente amueblada, con una enorme chimenea en el salón donde Bill y Andrew mantenían siempre el fuego encendido. «Ojalá pudiera enviar toda esta madera a Sarajevo. Cada uno de los cargamentos de leña que traes nos duraría en casa una semana», dije sin poder evitarlo.

Como los hermanos de Andrew vivían fuera, estábamos los cuatro solos en casa. Bill solía grabar a menudo las noticias locales de Sarajevo, que eran breves, y me enseñaba también todos los artículos de periódico que encontraba sobre Bosnia. Su tos era cada vez más persistente, pero nunca le oí quejarse.

Después de llevar dos semanas en cama, me sentí capaz de bajar con Andrew a la ciudad para reservar los billetes a Europa. Yo quería irme inmediatamente, pero él se mostró inflexible y dijo que deberíamos quedarnos en Nueva Zelanda durante por lo menos un mes más, debido a mi mala salud. Esperar hasta septiembre sonaba como una cadena perpetua, pero me encontraba demasiado cansada como para discutir. Después fuimos con el coche por una carretera serpenteante que llevaba a lo alto de la colina y yo empecé a marearme, así que Andrew tuvo que parar el coche. «Venga, vamos a tomar un poco de aire fresco», dijo, y me abrió la puerta del coche. No llevaba ropa de invierno, pero tenía puesto un abrigo gris viejo de Andrew que tenía Rose guardado en un armario. El aire congelado me helaba hasta los huesos, y de repente una fuerte ráfaga cerró de golpe la puerta detrás de mí. El aire fresco me recordaba los fríos días de invierno en la pista de hielo al aire libre.

«No son malas vistas -dijo Andrew. En la distancia, al borde de las altas llanuras, había majestuosas montañas cubiertas de nieve que se alzaban como una larga fortaleza -. Detrás de esas montañas está la salvaje costa oeste, y después, a tres mil kilómetros de distancia cruzando el océano, está Australia». Me cogió de la mano.

«Da miedo pensar lo lejos que estamos del resto del mundo», señalé. Andrew sonrió. Miré la ciudad que teníamos a nuestros pies, que parecía muy pequeña, y vi apenas un puñado de edificios altos que se agolpaban en algún lugar del centro y, a su alrededor, casas bajas esparcidas en la zona de las afueras. «¿Esa es toda la ciudad?», pregunté.

«Sí. Aquí hay mucho espacio, no tenemos que vivir en grandes bloques de pisos como hacéis en Europa. Ahí está la belleza de Nueva Zelanda».

Temblando de frío, volví rápidamente al coche y nos dirigimos al otro lado de la colina. Pasamos por delante de un pequeño edificio de piedra que parecía un castillo y después por una calle ancha salpicada de preciosos jardines y grandes casas de madera victorianas a cada lado. Todo parecía muy ordenado, alegre y con mucho encanto, como si lo hubieran sacado de las páginas de algún libro para niños. Las calles de la ciudad parecían desiertas, como solían estar las calles de Sarajevo cuando había algún partido de fútbol importante y todos estaban en sus casas pegados a la televisión. «¿Hoy es fiesta? -pregunté. Andrew respondió que no-. Entonces, ¿dónde está todo el mundo? Estaba confundida… Él se echó a reír y me dijo que, tal y como me había advertido, allí no había nadie; había más ovejas que personas. Después me dijo que me llevaría a Hagley Park, que me encantaría. Allí había grandes robles y castaños dando sombra a unos enormes prados verdes, vacíos, que había en medio del parque, y vimos también unos cuantos patos huyendo de los ciclistas que pasaban zumbando con sus bicicletas. «Es un parque enorme, mira todos esos árboles. Si estuviéramos en Sarajevo ya los habrían cortado todos para hacer leña», dije.

«Solo están aquí rodeando los campos deportivos donde se juega al rugby y al cricket -dijo Andrew-. También hay un jardín botánico muy grande, un campo de golf y un lago. El parque entero es enorme».

«Este lugar parece Inglaterra, por lo que he visto en algunas películas», dije mientras veía un largo edificio de estilo gótico que había cerca del parque, y unos grupos de escolares con chaquetas de rayas blancas y negras y corbata.

«La ciudad la colonizaron los ingleses, y lleva el nombre de la Facultad de Christ Church de la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Los cuatro primeros barcos con colonos atracaron en Lyttelton. Habría sido genial que hubieran construido la ciudad en el puerto, pero, como no había ninguna fuente de donde conseguir agua, subieron por la colina y, cuando descubrieron que había dos ríos, la construyeron aquí».

«Es una ciudad preciosa», dije. Poco después fuimos a la agencia de viajes. La agente era una simpática mujer pelirroja que conocía a Andrew desde hacía años. Cuando se enteró de que yo era de Sarajevo se mostró muy comprensiva: «Oh, es horrible lo que está pasando allí. Aquí estamos tan lejos que nos resulta difícil entender por qué hay tanto conflicto», dijo, y nos ofreció una silla.

Andrew empezó a explicarle los motivos por los que había comenzado la guerra, pero, por la expresión de su cara, supe que estaba completamente perdida. Sin embargo, escuchó pacientemente. «Aquí tenemos tanta suerte… -dijo, y después miró la pantalla de su ordenador-. En fin, vamos a ver vuestros vuelos». Reservamos los vuelos para mediados de septiembre.

«No tengo ni idea de cómo va a sobrevivir mi familia tanto tiempo sin mí», le dije a Andrew mientras salíamos de la agencia.

«Quizá haya alguna manera de enviarles dinero para que, al menos, puedan comprar comida», respondió él.

«Oh, me siento toda una carga. No es tu responsabilidad, no tienes por qué ayudar», farfullé.

«Atka, ahora también son mi familia. Por supuesto que voy a ayudar. Al menos no tenemos que preocuparnos por el dinero». Volvimos con el coche por la colina y le dije que lamentaba que tuviéramos que quedarnos allí por mi culpa. «Atka, esto es lo que tenemos que hacer y no tienes que disculparte conmigo por nada. Y por mi trabajo no hay ningún problema; por suerte, mi editor entiende nuestra situación…».

Esa semana hablamos con nuestro amigo David, de Nueva York. Iba a volver a Sarajevo dentro de poco y nos prometió que iría a ver a mis padres y a explicarles dónde estábamos y por qué no habíamos vuelto todavía. ¡Por fin teníamos una conexión! A la mañana siguiente, Andrew fue al banco y transfirió dinero a la cuenta de David para que pudiera llevárselo a mi familia.

Rose se había aprendido los nombres y las edades de todos mis hermanos y quería que le contara más cosas de ellos, así que pasábamos horas hablando. «Los hermanos pequeños de Atka parecen un grupo de Oliver Twists», le dijo Andrew una tarde cuando estábamos los cuatro sentados en el salón.

Mientras estudiaba en la mesita de café el gran atlas del mundo, Bill preguntó por qué se habría construido Sarajevo en ese punto. Yo, que estaba en el sofá verde, me di la vuelta y le dije: «Originalmente había un asentamiento romano junto a unas aguas termales que había cerca de Sarajevo. Siglos después, durante el periodo otomano, los comerciantes que viajaban desde el este y el oeste solían parar allí para que sus caballos descansaran, en una posada de carretera que había en nuestro valle, y de ahí fue creciendo el asentamiento».

«Eso tiene sentido -respondió Bill, que tosía de vez en cuando-. ¿Y el nombre de la ciudad? ¿Significa algo?».

Andrew estaba en la otra punta del sofá leyendo el periódico y entonces bajó la página y dijo: «Alguien me contó una vez que venía de una palabra turca».

«Y así es. Cuando era pequeña, mi abuelo me contó una historia sobre un gran visir turco que estaba…»

«Un visir… Eso es un potentado, ¿verdad?», dijo Rose, que estaba sentada al lado de Bill con las piernas encogidas sobre el sofá. Él dijo que así era, y yo continué diciendo: «En fin, hace cientos de años, este gran visir estaba viajando por nuestro valle cuando, de repente, una gran tormenta golpeó su caravana. No había tiempo para montar una tienda de campaña y cubrirla con alfombras persas, paños de seda y otras riquezas a las que el gran visir estaba acostumbrado, y el único refugio que encontraron fue ese pequeño establecimiento de carretera, que tenía unos pequeños establos para los caballos. Los criados, avergonzados de no haber podido encontrar nada mejor, no dejaban de disculparse ante el visir, pero él respondió que, en medio de una tormenta tan aterradora como aquella, ese apeadero le parecía tan magnífico como un saray, que en turco significa “palacio”. Sarajevo es la combinación de la palabra “saray” y “ovasi”, que en turco significa “campos”, así que el nombre significa literalmente “los campos alrededor de palacio”».

«Es una historia encantadora -dijo Rose-. En vuestro país tenéis mucha historia. Nueva Zelanda es tan joven…»

«Sí, aquí los edificios son tan nuevos que la pintura todavía está húmeda», añadió Bill, y todos nos echamos a reír.

Rose se fue y trajo un cuaderno de la cocina y, mirando las páginas, dijo lentamente: «Estaba pensando que… como te vas a quedar aquí un tiempo, ¿por qué no os casáis aquí? -nos miró a Andrew y a mí-. ¿Qué os parece, queridos? Estáis enamorados, ¿por qué esperar?».

«Oh, Rose, yo no me imagino mi boda sin mi familia ni mis amigos…», le expliqué.

«Pero puedes tener otra boda con tu familia cuando vuelvas a Sarajevo. Para nosotros significaría mucho poder veros aquí casados, y no sería nada grande, solo unos cuantos amigos y la familia».

«Yo creo que es una buena idea», dijo Andrew. Me miró y esperó a que yo dijera algo.

«Pero me encuentro tan mal… Y, para ser sincera, no tengo la cabeza como para pensar en una boda…»

«No tendrías que preocuparte de nada, pequeña, nosotros estaremos encantadísimos de organizarlo todo», dijo Bill en seguida. Andrew y yo nos miramos, y me dijo que dependía de mí. «Bueno -dije dudando-, supongo que podemos hacerlo, pero tendrá que ser algo pequeño».

«Por supuesto; será algo muy sencillo», nos aseguró Rose.

Después le dije a Andrew lo triste y extraña que iba a ser esa boda para mí sin que hubiera nadie de mi familia ni mis amigos. «Tú piensa que es solo una fiesta, y organizaremos otra en Sarajevo para todo el mundo cuando volvamos allí -sugirió-. Además, hace mucho tiempo que no veo a mis amigos y a mis primos, y será estupendo volver a verlos y que puedas conocerlos a todos».

Unos días más tarde, en medio de la noche, recibimos una llamada de Ariane, que estaba de vuelta en Sarajevo. Mesha y mi madre estaban con ella. Yo temblaba mientras hablábamos, y esperaba nerviosa a que sonara mi propio eco antes de que respondieran. Todos estaban vivos y acababan de recibir el dinero que les habíamos enviado. Ahora habían abierto un túnel largo y estrecho que habían cavado por debajo de la pista y podían llevar comida y suministro militar a la ciudad. Como era la única vía de salvamento para la ciudad, todo el mundo acordó llamarla «el túnel de la vida», y, como ya existía ese túnel, comprar comida en el mercado negro era ahora más barato.

Cuando les dije cuánto les echaba de menos a todos, me dijeron que pensara lo primero en el bebé, que me cuidara y que diera muchos saludos a Andrew y a sus padres. Andrew anotó el número de satélite de Ariane en Sarajevo y quedamos en volver a llamarles al poco tiempo. Justo antes de colgar, Mesha dijo: «Buena suerte en la boda. Estará bien, pero te garantizo que la que hagamos aquí será todavía más grande». Yo sonreí y en seguida llamé a mis hermanas a Zagreb para decirles que había hablado con mamá y con Mesha.

Agosto llegó plagado de vientos helados del Antártico, y el mes pasó volando entre el dolor y el sueño, interrumpidos por llamadas esporádicas a mi familia. Lo que más me importaba eran las continuas noticias que llegaban de mi país. Volvimos unas cuantas veces al médico, pero siempre nos decía que los tres primeros meses de embarazo solían ser duros para las mujeres sanas, así que más aún para alguien como yo, que acababa de pasar un año en una zona en guerra. Seguía pensando que no hacía falta hacerme una ecografía de riñón, pero me dio cita para hacerme una del bebé dos días antes de la fecha en que íbamos a volver a Europa.

Mi familia pudo comprar la comida suficiente con el dinero que habían recibido a través de David. Ante la llegada del invierno, la gente del barrio se había organizado para cavar zanjas en nuestra calle e instalaron tuberías para el gas en las casas que no lo tenían, como era el caso de la nuestra. Saber que mi familia no iba a congelarse y que ahora tendrían gas para cocinar fue el mejor regalo que podían hacerme para mi veintitrés cumpleaños, que era a finales de mes.

Y entonces llegó el día de la boda. Como no conocía a nadie, le pedí a Rose que fuera mi dama de honor y a Bill que fuera mi padrino. Mientras caminaba entre una multitud de gente desconocida temía romper a llorar, pero entonces vi a Andrew sonriéndome y me quedé tranquila. La ceremonia fue breve y sencilla, pero después hubo una gran celebración. Estaban allí la mayoría de los amigos y de la familia de Andrew. Se celebró en casa de Bill y Rose, y por encima de ella vino una pequeña avioneta volando con una pancarta que decía «Bon chance de Paris». Era una sorpresa especial que había organizado el editor de Andrew desde París. Sin mis amigos ni mi familia allí, me sentía un poco como si yo no tuviera nada que ver con todo aquello, como si fuera la boda de otra persona. Uno de los tíos de Andrew vino hacia mí y me dijo: «Atka, sé cómo te sientes -era un hombre muy simpático con un fuerte acento austríaco-. Hace muchos años, cuando llegué a Nueva Zelanda, no conocía a nadie, ni a un alma, y cuando me casé no había nadie en mi boda, igual que tú…». Hablaba con lágrimas en los ojos, y después se giró hacia el resto de los invitados y, levantando su copa, propuso un brindis por Andrew y por mí. Luego, antes de que se sentara todo el mundo a cenar, Bill brindó por mi familia y Andrew me agarró la mano con fuerza.

El lunes después de la boda fuimos al hospital para la primera ecografía del bebé. «Eso es el latido de su corazón», dijo la radióloga, indicándonos un ruido sordo. Andrew y yo nos dimos las manos y miramos la pantalla sonriendo. La radióloga estuvo unos minutos moviendo el ecógrafo hacia arriba y hacia abajo por mi tripa y después su expresión adquirió cierta seriedad. «Hmm… -murmuró mientras miraba a la pantalla-. Déjenme que observe esto un poco más».

«¿Observar qué?». Andrew y yo nos asustamos.

La ginecóloga acercó un poco más la silla a la pantalla y dijo: «Parece… Parece un gastro… -dijo algo que no entendí-. Voy a buscar un médico», y abandonó la sala bruscamente.

Yo no tenía ni idea de lo que había querido decir, y miré a Andrew horrorizada. Él puso mala cara, y yo, tirándole de la mano, le pregunté qué había dicho, qué significaba esa palabra. Se me pasó por la cabeza un bebé bicéfalo, y me sentí como si estuviera hundiéndome más y más en la cama hasta acabar en el suelo. «No estoy seguro. Yo tampoco he entendido esa palabra, pero me temo que tiene algo que ver con el estómago del bebé. Sea lo que sea, podremos con ello», dijo Andrew, y me agarró la mano mientras esperábamos en esa habitación pequeña y oscura.

El médico entró y, después de estar observando la pantalla durante un tiempo que a mí me pareció una eternidad, confirmó que nuestro bebé tenía gastrosquisis, un gran agujero en la pared abdominal que implicaba que algunos órganos internos estaban desarrollándose fuera del estómago del bebé. «Lo siento mucho», dijo. Yo sentí como una sensación de derrota, y Andrew, con la voz temblorosa, le preguntó si era operable. «Depende. Tenemos que hacer más pruebas, ya saben, la gastrosquisis es un problema cromosómico que suele tener complicaciones añadidas, síndrome de Down y un montón de cosas más que creo que no debo detallar antes de hacer más pruebas». El médico hablaba lentamente. Yo respiraba con dificultad, parecía como si hubieran sacado todo el aire de la habitación, pero conseguí preguntarle qué lo causaba, ¿estrés? ¿malnutrición?. «No lo sabemos con exactitud», dijo el médico encogiéndose de hombros.

«Si el resto de las pruebas salen bien, ¿podría adelantarnos cuál sería el pronóstico?», preguntó Andrew.

«Si es un caso claro de gastrosquisis, normalmente hacen falta un par de operaciones después de que el bebé nazca. Los recién nacidos necesitan estar en cuidados intensivos durante incluso diez semanas, pero, una vez que consiguen empezar a comer, normalmente se recuperan bastante bien».

«¿Podemos hacer esas pruebas cuanto antes? -le pregunté yo-. Nos vamos a Sarajevo dentro de dos días».

«¿En serio? ¿No están en guerra en Bosnia? -preguntó preocupado-. Esta es una situación muy seria, ¿creen que allí los hospitales podrán hacerse cargo de esto?».

«No, en absoluto -dijo Andrew categóricamente-, ya ni siquiera tienen lo básico».

«Bueno, depende de ustedes -dijo el médico-, pero yo les aconsejo vivamente que no vayan».

Andrew y yo salimos del hospital destrozados, y estuvimos llorando durante todo el camino de vuelta a su casa. Cancelamos los billetes y esperamos a que hicieran las pruebas. No podíamos hacer nada más. Nada. Y yo me sentía deshecha e impotente: al día siguiente, de pura ira, cogí mi melena y me la corté. 

Un halo de esperanza

Hana

Era el primer día de clase en el colegio y todos estaban en el patio de pie formando grupos mientras esperaban a que sonara el timbre. Me alegró ver a algunos de mis compañeros haciendo un círculo cerca de la entrada principal, y me abrí paso entre la multitud para llegar a ellos. «Hana -me gritó una de las niñas cuando me vio, y se hizo a un lado para hacerme un hueco. Mis amigos también estaban contentos 


                      


Atk
























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