Este libro está dedicado a Andrew y James.
En
recuerdo de la abuela, Mayka, Nako, Zoran, Azra y Bill, y de todas las víctimas
de la guerra.
En
1991, Eslovenia y Croacia proclamaron su independencia de Yugoslavia. Tras diez
días de conflicto, Eslovenia consiguió salir bien parada. Sin embargo, los
serbios que vivían en Croacia se resistieron a la independencia. Con la ayuda
del Ejército Popular Yugoslavo, dominado por serbios y fuertemente armado, los
serbios invadieron algunas partes de Croacia e introdujeron en el diccionario
el término «limpieza étnica». Croacia seguía en guerra cuando, en abril de
1992, después de un referéndum nacional, Bosnia Herzegovina proclamó también su
independencia de Yugoslavia. Los serbobosnios atacaron a sus compatriotas
musulmanes y croatas, invadiendo amplias franjas del país con la ayuda del
Ejército Popular Yugoslavo. Armados con artillería pesada y con tanques, los
serbios y el Ejército Popular rodearon Sarajevo, la capital de Bosnia, y
pusieron así en marcha uno de los conflictos más
prolongados y sangrientos de la historia moderna.
La Despedida
Atka
En
un aparcamiento, escondido entre un edificio y las ramas de algunos árboles
altos, había un grupo de hombres, mujeres y niños que se agolpaban y se abrían
paso a empujones frente a un viejo autobús. Los fuertes gemidos, los lloros y
los gritos, mezclados con el sonido distante y metálico de pistolas y fuego de
mortero me recordaban a algunas escenas que había visto en las películas de
guerra antiguas. Era una mañana de mayo de 1992, y los serbios llevaban desde
principios de abril atacando Sarajevo con un fuego implacable. Habían tomado el
control de las colinas que rodeaban la ciudad, y esta estaba ahora tomada casi
por completo por los tanques y la artillería pesada. Invadida por el pánico y
con la protección de las Naciones Unidas, la gente estaba cogiendo los últimos
autobuses para salir de la ciudad, confusa e incrédula. Huían en busca de
seguridad, con la esperanza de que el sentido común prevaleciera pronto y de
que entonces la paz se restaurara. Todos queríamos que esa locura acabara
pronto para así poder volver a nuestra vida normal.
Noté
una mano diminuta que me agarraba del jersey y, al agacharme, vi a mi hermana
Hana, de doce años, devolviéndome impotente la mirada con sus grandes ojos
azules empapados en lágrimas. Todo había pasado tan rápido que apenas había
habido tiempo para pensar. Estaba enviando a mis dos hermanas pequeñas, Hana y
Nadia, lejos del miedo que estaba invadiendo la ciudad. No tenía ni idea de
cuál iba a ser su destino, y tampoco sabía qué podría pasarnos a todos aquellos
que nos quedábamos. En medio de la confusión, lo único que veía claro era que
tenía una responsabilidad hacia mis hermanas.
Hana
lloraba mientras me decía que no quería ir y que no quería dejarme allí. Se me
rompía el corazón y me daban ganas de gritar, pero sabía que eso podría
asustarla todavía más. La miré a los ojos e intenté que mi voz adquiriera un
tono tranquilizador:
«Escúchame:
no va a pasaros nada», le dije, y después le di un beso en la mano.
«¿Por
qué nos vamos solo Nadia y yo?», susurró.
«Hana,
no hay bastante espacio en el autobús para toda la familia. Esta mañana tuvimos
que decidir rápidamente si queríamos coger las últimas dos plazas de este
autobús o no. Tú y Nadia sois suficientemente mayores como para ir solas». Le
sequé las lágrimas y estreché entre mis brazos sus hombros huesudos. Los
tirantes de su mochila se hundían en su jersey azul oscuro de cachemir. Yo
tenía veintiún años y era la mayor de diez hermanos, y, entre todos ellos, Hana
y yo éramos las más parecidas; nuestro entusiasmo por aprender y una
personalidad similar suplía los nueve años de diferencia entre ambas.
«Ya
verás como vuelves pronto -mi voz temblaba, pero intenté que sonara
tranquilizadora-. Escucha, Hana: una vez que estés en el autobús no habrá
ningún problema. Seguro que Nadia y tú encontraréis a alguno de los amigos de
papá y os ayudarán a poneros en contacto con mamá. Si oís disparos durante el
viaje, agachad la cabeza, ¿está claro? -Hana asintió obediente, con la cara
helada de miedo-. Quizá tengáis que permanecer un tiempo fuera de aquí, incluso
dos o tres semanas. Seguramente va a ser duro, pero pase lo que pase recuerda
lo mucho que te quiero. Prométeme que vas a ser valiente». Le sonreí y me
devolvió la sonrisa entre lágrimas, con sus hoyuelos en las mejillas, y yo la
abracé aún más fuerte.
Entonces,
el motor del autobús se puso en marcha y se abrió la puerta. Junto a ella, un
hombre que estaba de pie fuera empezó a decir apresuradamente nombres de una
lista que tenía en la mano. Me empezó a temblar todo el cuerpo, miré de nuevo a
Hana y la abracé con fuerza. Con un nudo en la garganta le dije que la echaría
de menos, y entonces oí cómo Nadia nos llamaba de entre la multitud: «¡Atka,
Hana! Ya han dicho nuestros nombres, tenemos que irnos». Nadia tenía solo
quince años, y con su pelo corto y oscuro, sus vaqueros y sus deportivas,
parecía un chico. Ya nos habíamos despedido, así que levanté el brazo todo lo
que pude y me despedí con la mano. Ella estaba llorando pero también me dijo
adiós, me tiró un beso y subió al autobús. Después, como si alguien hubiera
pulsado el botón de silencio, todo el ruido que había a mi alrededor se
desvaneció y me oí a mí misma diciendo: «Vamos, Hana, mejor que vayas
subiendo». Yo iba detrás de ella, empujándola por entre la gente, y ella se dio
la vuelta y volvimos a abrazarnos. «Atka, seré valiente si tú me prometes que
también lo serás», me dijo con firmeza. «Claro, seré tan valiente como tú», la
miré a los ojos y la abracé por última vez. Alguien gritó pidiendo que nos
diéramos prisa, porque si nos veían nos dispararían. Yo llevé a Hana a la parte
delantera del autobús. Mientras subía, algo se apagaba dentro de mí, y me
invadió una terrible sensación de miedo. «¡Ten cuidado y no olvides agachar la
cabeza!», gritaba mientras me abría paso entre los gemidos de la gente y
caminaba al lado del autobús, sin apartar los ojos de mis hermanas. Vi cómo
caminaban hasta la parte de atrás del autobús y se sentaban. Hana aplastó
fuerte la cara contra una de las ventanas grandes y vi que decía algo, pero no
adiviné qué era. La cara de Nadia, llena de lágrimas, asomaba detrás de la de
Hana. Levanté el brazo y apoyé la mano en la ventana. Hana levantó la suya
lentamente como para tocar la mía, con apenas un cristal fino de por medio, y
nos miramos en silencio.
El
autobús comenzó a avanzar lentamente y yo con él, todavía con la mano levantada
y apoyada en la ventana. Aceleró y yo fui alejándome, hasta que ya solo veía
dos figuras borrosas por el cristal. Seguí llorando y me despedí con la mano
hasta que el autobús llegó al final de la calle y desapareció tras la esquina.
Después, todo empezó a darme vueltas, y durante un momento pensé que iba a
desplomarme. Alguien me tocó el hombro y me ofreció un cigarrillo, así que
respiré hondo y, después de unas cuantas caladas, empecé a calmarme. Me sequé
las lágrimas con la manga de la camisa y miré a mi alrededor. Quienes se habían
quedado, la mayoría hombres, estaban fumando y hablando entre ellos. «Está bien
que puedan salir de aquí -comentaba un hombre mayor -, pero volverán pronto…
Seguro que esta basura en la que nos han metido los serbios no durará mucho».
«El mundo no va a quedarse parado e ignorar lo que están haciendo. Es algo
inhumano, seguro que habrá una intervención militar», dijo otra persona,
acompañada de murmullos de asentimiento entre la multitud.
«Es
fácil disparar a la ciudad desde ahí arriba, en las colinas, sabiendo que no
estamos armados. Ya veréis: cuando intervengan los americanos, todos esos
héroes de las colinas van a volverse más pequeños que una semilla de amapola»,
dijo el hombre mayor, enfadado, y escupió en el suelo. Yo tiré la colilla de mi
cigarrillo, respiré hondo y me fui andando a casa, con cuidado de permanecer
pegada a uno de los lados de la calle. Andar por el medio era peligroso y hacía
que fuera un objetivo fácil para los francotiradores que estaban en las colinas
que rodeaban la ciudad. Me sentía bastante mareada, como si acabara de
despertarme de una anestesia.
Mi
abuela, dos de mis hermanas y tres hermanos estaban esperándome de pie en la
entrada de casa, que era grande y de ladrillo rojo. Las dos chicas, Janna y
Selma, tenían el pelo largo y oscuro; ya tenían edad de ir al colegio, así que
eran lo bastante mayores como para comprender qué era lo que estaba pasando a
su alrededor. La abuela tenía más de setenta años, pero seguía siendo fuerte y
activa. Llevaba a Tarik de la mano, que tenía el pelo rubio y los ojos verdes y
acababa de cumplir cuatro años. Los gemelos de dos años y medio, Asko y Emir,
estaban haciéndose muecas el uno al otro, felices y ajenos a lo que estaba
pasando.
«Atka,
hemos visto el autobús y le hemos dicho adiós», dijeron en voz baja mis
hermanas, abatidas. Entramos al pasillo de la casa y las abracé. La más pequeña
de las dos, Selma, dijo: «La mitad de la familia se ha ido, ahora solo quedamos
nosotros».
Después
agachó la cabeza y, con sus delgados hombros hacia delante, rompió a llorar:
«¿Cuándo van a volver mamá y Lela?», preguntó tartamudeando.
«No
lo sé, Selma -respondí mientras la acercaba aún más hacia mí-. Ahora que los
serbios han bloqueado las carreteras, nadie puede entrar en la ciudad». A mamá,
que había estado trabajando para una organización de ayuda humanitaria, el
gobierno bosnio le había enviado a Viena como delegada para recaudar ayuda para
el país. Lela, nuestra hermana de dieciséis años, había ido con ella para
ayudar. Se habían marchado la primera semana de abril, dos días antes de que
los serbios abrieran fuego sobre Sarajevo y bloquearan completamente la ciudad.
Lo último que habíamos sabido de mamá era que ella y Lela habían estado
esperando en Viena a que se reabrieran las carreteras o los aeropuertos.
«¿Van
a matarnos los serbios?», preguntó Janna aterrorizada.
«No.
No os preocupéis, pequeñas, no va a pasar nada. La abuela y yo cuidaremos de
todos vosotros». Entonces me arrodillé y las abracé de nuevo. Ellas se secaron
las lágrimas e intentaron esbozar una pequeña sonrisa.
«Mesha
va a venir a salvarnos. Es un soldado», afirmó Tarik. Mesha era nuestro hermano
de diecinueve años. Hacía un año que le habían llamado a filas en el Ejército
Popular Yugoslavo para hacer el servicio militar, que era obligatorio para
todos los hombres mayores de dieciocho años. En ese momento, Yugoslavia estaba
unida y en paz, y le enviaron a Montenegro. Sin embargo, desde entonces los
serbios habían tomado el mando del Ejército Popular y habían atacado Eslovenia,
Croacia y, más recientemente, Bosnia, así que ahora Mesha estaba atrapado en el
lado del enemigo. La última vez que nos llamó por teléfono había sido a
principios de mes, justo un día antes de que bombardearan el edificio principal
de Correos, lo que ocasionó que la centralita no funcionara y se cayeran la
mayoría de las líneas de teléfono de la ciudad. Nos dijo que quería huir de las
barracas del Ejército Popular y volver a casa, pero desde entonces no habíamos
vuelto a tener noticias suyas. Era de locos pensar que el ejército del que
estábamos tan orgullosos era precisamente el que ahora nos atacaba.
«Ay,
nuestro querido Mesha -dijo la abuela dándome un golpecito en el hombro-.
Venga, voy a preparar algo de café». Fuimos al salón, donde estaba papá
poniéndose los zapatos. «¿Hana y Nadia han podido salir sin problemas?»,
preguntó mientras se restregaba los ojos, marrones y de aspecto apagado.
«Sí,
papá, acaban de irse», contesté abatida.
«Al
menos hemos conseguido meter a dos en el autobús. Tienen el teléfono de mamá en
Viena, si es que sigue allí. Además, le he dado a Hana una lista larga de todos
mis amigos y contactos en Croacia. Estoy seguro de que podrán quedarse con
alguien durante unos días, hasta que vuelvan. Los enfrentamientos no durarán
mucho tiempo», dijo, y se puso de pie para estirarse la camisa y la chaqueta.
Era alto, como sus dos hermanos. «Mejor que me dé prisa en ir a ver a Mayka.
Probablemente tenga que volver a pasar allí la noche». Mayka era su madre.
Tenía más de ochenta años y vivía sola. Llevaba diez años viuda y, como el
resto de nosotros, tenía pánico a los disparos. Normalmente, caminar hasta su
casa desde la nuestra llevaba unos veinte minutos, pero, desde que empezaron
los enfrentamientos, el camino se había vuelto muy peligroso. Nunca sabíamos
cuánto tiempo nos iba a llevar o incluso si lo conseguiríamos. Los niños dieron
un beso a papá y él se marchó.
Yo
me senté en el sofá, me tapé la cara con las manos y cerré los ojos durante un
momento. Pensé en lo maravilloso que sería poder acurrucarse, irse a la cama y
olvidarse de todo. Sin embargo, una vocecilla a mi lado me sacó de mis
pensamientos: «Atka, ¿puedes hacernos tortitas?». Era Emir. Los gemelos habían
nacido prematuramente y seguían siendo frágiles y delicados. Yo no estaba de
humor, pero cuando le vi mirarme con sus grandes ojos marrones y decir con voz
dulce «por favor, Atka», no me pude resistir y accedí. Sus ojos se iluminaron y
empezó a saltar de alegría en medio de la habitación, gritando: «¡Tortitas!
¡Tortitas!». El resto de los niños se unieron a él y todos empezaron a saltar.
Llevábamos días comiendo tortitas secas y me sorprendía ver cómo, para ellos,
aquello seguía siendo una novedad. Al ver su alegría me invadió una sensación
de esperanza y no pude evitar sonreír.
El viaje en autobús
Hana
Subimos
al autobús y nos hicieron sentarnos en la parte de atrás. Yo empecé a abrirme
camino, llorando, y me senté junto a la ventana del lado donde estaba Atka.
Cuando vi que no podía abrirla me puse a llorar aún más. «Atka, Atka», decía
entre sollozos. De lo mucho que podía decirse, eso era lo único que se me
ocurría. Quería decirle cuánto la quería y que ella era mi mejor amiga. Atka se
acercó más al autobús y, con las mejillas llenas de lágrimas, levantó la mano
como para tocarme, y yo puse la mía contra el cristal. El autobús empezó a
moverse y permanecí con la mano fija en el cristal de la ventana hasta que
giramos la calle y dejé de ver a mi hermana. Sabía lo mucho que me quería y que
tenía que guardar mi promesa de ser valiente.
El
autobús estaba en completo silencio, con todos los pasajeros demasiado aturdidos
como para hablar. «¡Arrodillaos todos y permaneced en silencio! -gritó el
copiloto, y así hicimos-. No dejéis que os vean por las ventanas, es más
seguro».
El
hueco entre mi asiento y el de delante era lo bastante ancho como para poder
meterme dentro. Me senté allí, helada, durante unos minutos. Estaba demasiado
asustada como para hacer nada, y Nadia, que me agarraba con fuerza la mano,
parecía estar tan aterrorizada como yo. Pasó un rato hasta que pude reunir el
valor suficiente para levantar la cabeza y mirar hacia la parte delantera del
autobús. Como estaba tan cerca del suelo, no alcanzaba a ver muy lejos, pero
divisé la coleta de una niña en la fila que había frente a la mía y me di
cuenta de que era mi amiga, que vivía en la puerta de al lado de mi casa.
Estaba tumbada y acurrucada, dándome la espalda. En frente de ella había una
mujer de pelo rubio y corto que estaba de rodillas en un asiento. Era la tía de
mi amiga. Ver a un adulto me hacía sentir más segura.
Miré
hacia arriba en dirección a la ventana. El autobús iba deprisa y tan pronto
veía los tejados de los bloques de pisos grises de la época comunista como los
perdía de vista de nuevo. Desde principios de abril, las bombas y el intenso
fuego de artillería nos habían obligado a permanecer confinados en el refugio
del colegio que había en la calle de enfrente de nuestra casa. Llevaba más de
un mes sin ir al colegio, y ese día era la primera vez que me había aventurado
a salir del ahora aislado mundo de nuestra calle.
No
se oía ningún ruido de tranvías ni de coches, y el inquietante silencio solo se
veía alterado por algunos disparos esporádicos. No sabía bien qué estaba
ocurriendo. Había sido justo esa mañana cuando papá se había enterado de que
iba a haber un convoy de las Naciones Unidas que iba a sacar de la ciudad a un
pequeño número de mujeres y niños para llevarlos a zonas más seguras en la
costa de Croacia. Nos dijo a Nadia y a mí que el autobús iba a salir en menos
de una hora, y me sentí fatal cuando oí que nosotras íbamos a ser las únicas en
marcharnos. Lloré mucho; no era justo, yo no quería irme, quería quedarme en
casa con mi familia. Todo pasó muy rápido y no hubo tiempo para largas
despedidas. Nos fuimos con apenas una mochila pequeña cada una.
Los
disparos que había fuera del autobús se iban haciendo cada vez más
ensordecedores y regulares, y nunca los había sentido tan cercanos. Me daba
pánico que pudieran dispararnos. Una bala podría traspasar mi piel fácilmente y
matarme. De repente el copiloto empezó a gritar con pánico: «¡Joder, nos están
disparando a nosotros!», y le dijo al conductor que girara y se metiera por una
de las calles cercanas. Entretanto, los gritos y sollozos empezaron a inundar
el autobús. Yo, temblando de miedo, empecé a suplicarle a Dios que por favor,
por favor no nos dejara morir. Apreté un trocito de papel que tenía en el
bolsillo, donde la abuela había escrito una oración. Me dijo que me protegería
y me pidió que lo llevara siempre conmigo. Nadia también tenía uno.
De
repente, el autobús frenó en seco: «¡Levantaos y cruzad la calle corriendo
hasta aquel edificio!», dijo el copiloto mientras apuntaba a algo fuera.
Levanté la mirada y vi cómo la gente iba levantándose del suelo. Nadia y yo nos
pusimos en pie también. «¡Vamos, rápido, rápido!», gritaba él. La gente que
había en la parte delantera del autobús salió corriendo primero, y mientras
tanto íbamos oyendo más disparos. «¡Dejad las mochilas, vamos, moveos!»,
gritaba el conductor, con una vena gruesa saliendo del cuello. Creía que iban a
dejarnos atrás a Nadia y a mí, y, con las rodillas temblando, le dije a mi
hermana que se diera prisa. Frenético, el conductor gesticulaba y decía:
«¡Vosotras dos del fondo, vamos!». Fui corriendo hacia adelante y él, con las
manos temblando, me sacó por la puerta a empujones: «Agáchate y corre».
No
conseguía ver hacia qué lado se suponía que tenía que correr. Oía voces de
algunos adultos, pero no podía verlos, hasta que por fin logré distinguirlos de
pie a la entrada de un edificio gris, haciéndome señas para que avanzara hasta
donde estaban ellos. Cuando logré alcanzarlos, la mandíbula me temblaba de
miedo. «¡Ve hacia el sótano! -gritó uno de ellos sin ni siquiera mirarme-. Hay
un refugio allí». Pero me quedé al principio de la escalera esperando a Nadia,
a quien no conseguía ver. Estaba sola y asustada, a punto de empezar a llorar
de nuevo, pero unos segundos después llegó corriendo y me cogió de la mano.
Bajamos las escaleras a toda prisa, saltando los escalones de dos en dos o de
tres en tres. Estaba convencida de que en algún momento tropezaríamos y nos
caeríamos.
El
refugio era frío y oscuro, y en cuanto pasamos por la puerta nos golpeó una
fuerte humedad. Era más pequeño que el que había en el colegio, no tenía
ventanas y las paredes eran grises. Dentro se oían muchos gritos, fruto del
terror que provocaba a todos la idea de que nos dispararan. La gente hablaba
deprisa y no era capaz de permanecer en silencio. «¿Cómo pueden dispararnos a
nosotros, mujeres y niños inocentes?», le oí decir a una mujer. «¡No son
humanos, son animales!», dijo otra persona, llorando. Sus comentarios de enfado
continuaron, y yo sabía que cuando decían «ellos» se estaban refiriendo a los
serbios. Ellos habían comenzado la guerra. Yo estaba muy enfadada con el hecho
de que los serbios nos estuvieran haciendo aquello a nosotros, pero morir me
daba todavía más miedo. Mi amiga del autobús salió de algún lugar de la
oscuridad y me dijo: «Hana, te he visto en el autobús, ¿estás bien?».
«Sí»,
respondí tranquila.
«Mi
tía está conmigo. ¿Quién está contigo y con Nadia?», me preguntó, y hubo una
pausa.
«¿Estáis
solas? -esta vez lo preguntó en voz más baja. Yo estaba a punto de llorar, así
que me limité a asentir-. Nosotras iremos a Pisak cuando lleguemos a Croacia,
mi tía tiene una amiga allí -Pisak era un típico lugar de vacaciones en la
costa, pequeño-. ¿Y vosotras? ¿Dónde vais a ir?», me preguntó mirándome.
«No
estoy segura», respondí. Antes de irnos, papá nos había dado el número de
teléfono de mamá en Viena y una lista de sus contactos en Croacia. La mayoría
eran socios empresariales a quienes no conocía muy bien, pero nos dijo que
mencionáramos que éramos hijas suyas y seguro que nos ayudarían. Me hubiera
encantado haber tenido alguna tía o alguna persona conocida en Croacia con
quien pudiéramos quedarnos. Mi amiga sonrió. «No te preocupes. Estaremos de
vuelta en una o dos semanas». Era un poco mayor que yo y tenía una voz amable y
tranquilizadora, así que la creí.
Los
adultos seguían hablando entre ellos. Cuando ya llevábamos no sé cuánto tiempo
en el refugio, el conductor nos pidió que nos reagrupáramos junto a la puerta.
Nos dijo que íbamos a volver al autobús al cabo de poco tiempo y que iba a
haber un vehículo de las Naciones Unidas para acompañarnos durante el resto del
viaje. Se oyó un suspiro de alivio en todo el refugio y poco después estábamos
de vuelta en el autobús, donde el copiloto nos dijo que ya no teníamos que
agacharnos. Yo estaba medio esperando que el conductor se diera la vuelta y nos
dijera que la guerra se había acabado, pero, en vez de eso, continuó
conduciendo. Poco después estábamos en las afueras de Sarajevo, y yo me di la
vuelta y eché un vistazo a la ciudad que dejaba a mis espaldas.
Habían
pasado tantas cosas ese día que, hasta cierto momento de la tarde, Nadia y yo
no nos dimos cuenta del hambre que teníamos. Cogí el lokumi que llevaba en la
mochila; eran mis dulces bosnios favoritos y, cuando esa mañana papá nos dijo
que íbamos a irnos, la abuela los hizo deprisa, envolviéndolos con cuidado en
unas servilletas para que pudiéramos llevárnoslos. Mientras los comía, me sentí
agradecida. La perspectiva de la abuela era pragmática incluso en las peores
circunstancias, y, desde el principio de la guerra, había sabido casi por
instinto qué hacer en los momentos más duros. Había vivido la Segunda Guerra
Mundial y sabía bien qué hacer en tiempos de necesidad.
La
gente parecía mucho más tranquila ahora que unas horas antes, y estuvieron
charlando tranquilamente unos con otros. Mientras, mis ojos iban siguiendo las
curvas que hacían las colinas que se veían desde la ventana. Acabé perdiéndome
en el paisaje y poco a poco fui quedándome dormida. Cuando me desperté, las
primeras estrellas ya estaban cubriendo el cielo de la tarde. Al principio no
recordaba dónde estaba, pero luego me entristeció el hecho de despertarme en un
autobús lejos de casa y de mi familia. Nadia me dijo susurrando que estábamos
justo a las afueras de Travnik, donde pasaríamos la noche. Aparentemente, no
nos estaba permitido viajar de noche, aunque yo no sabía muy bien por qué…
Travnik era un pueblecito pequeño donde habíamos ido muchas veces con mis
padres a comer los fines de semana, y sabía que no estaba tan lejos de
Sarajevo. Nadia se giró hacia mí y me dijo: «Hemos parado unas cuantas veces
mientras dormías. Los soldados han entrado a comprobar el número de personas
que había y a asegurarse de que no había ningún hombre entre nosotros». Las
noticias sobre esta parada llegaron a Travnik, y algunos de los lugareños se
dispusieron a ofrecernos alojamiento para pasar la noche. La ciudad estaba
sufriendo el ataque de los serbios, pero la situación no parecía ser tan grave
ni los ataques tan constantes como en Sarajevo. Nadia y yo nos quedamos en casa
de un matrimonio mayor, muy amable y hospitalario. Los acontecimientos de aquel
día habían pasado factura y estábamos completamente agotadas. Aunque yo tenía
hambre, no quería comer sabiendo que mi familia estaba en Sarajevo
sobreviviendo con raciones de comida diminutas. Besé el papel que me había dado
la abuela y, hasta que me quedé dormida, estuve pensando en toda la gente que
se había quedado en casa.
Abandonamos Travnik a la mañana siguiente,
temprano, y nos dirigimos hacia la costa croata. Parecía como si estuviéramos
atravesando un país de fantasmas; todos los pueblos y ciudades estaban vacíos y
silenciosos, y apenas había coches en las calles, o los que había no se movían.
En las últimas semanas había habido muchos cortes de electricidad. Cuando
teníamos electricidad veíamos las noticias locales, pero la información era muy
superficial y era difícil saber qué estaba pasando en el resto del país. Ahora
estaba claro que el cáncer de la guerra se había propagado.
Las
primeras personas que vimos fueron unos soldados serbios que había en un puesto
de control situado cerca de un pueblecito llamado Livno. «Estamos llegando a un
control militar serbio -dijo el copiloto con voz preocupada-. Quedaos en
vuestros asientos y no habléis con ellos a menos que os pregunten». El autobús
disminuyó la velocidad. Había varios camiones aparcados en frente del nuestro,
formando así una barrera para los vehículos que pasaban. Al otro lado de la
carretera había todavía más camiones aparcados, además de dos coches calcinados
en la cuneta. Fuera había muchos hombres vestidos de camuflaje y armados con rifles,
la mayoría jóvenes y apenas unos cuantos que parecían tener la edad de mi
padre.
En
cuanto paramos, dos hombres uniformados subieron al autobús. Sus barbas eran
largas y sucias, llevaban ametralladoras y pasaban por delante de nosotros
oliendo a tabaco y a alcohol. Yo sabía que eran chetniks, soldados serbios.
Había oído hablar de las atrocidades que cometían, pero nunca había visto a
ninguno en persona. Bajé la cabeza y apreté los dientes, aterrorizada de que
pudieran dispararnos.
«¡Documentación!»,
gritaron bruscamente al conductor. «¿Hay algún hombre escondido en este
autobús?», preguntó uno de ellos.
«No,
solo mujeres y niños», respondió el conductor educadamente.
«Vamos
a ver si dices la verdad -dijo el otro, y empezaron a recorrer el autobús.
Cuando llegaron a donde estábamos nosotras, sentí como si me estuvieran
mirando, así que levanté la cabeza-. ¿Qué estás mirando?», dijo mientras me
clavaba la mirada.
«Nada,
nada, lo siento», dije, y volví a agachar la cabeza. Contuve la respiración
hasta que le oí marcharse. Bajaron del autobús y empezaron a inspeccionar el
maletero. La tensión en el autobús era como una nube oscura y amenazadora
cerniéndose sobre nosotros; todo el mundo estaba en silencio, paralizado.
Varios minutos después gritaron desde fuera: «No hay problema. Está vacío», y,
haciendo un gesto al conductor con las manos, le indicaron que podíamos pasar,
y el nudo que tenía en el estómago fue calmándose poco a poco. Quedaban otras
cuatro horas hasta que alcanzáramos la frontera croata y ya había empezado a
oscurecer. Croacia se había independizado recientemente, y ésta era la primera
vez que iba a entrar en ella como en un país extranjero. No llevábamos pasaporte
ni ningún otro documento. Un hombre de uniforme entró en el autobús y pidió al
conductor una relación de todos los pasajeros. «De modo que tenemos más
refugiados bosnios», dijo con tono áspero. Llevaba escritas las iniciales HVO
(Hrvatska Vojna Obrana1) en las mangas de la chaqueta, lo que indicaba que era
miembro de las Fuerzas Armadas de Croacia. Estaban combatiendo los ataques
serbios del interior, pero, de momento, toda la zona costera croata era un
lugar seguro. Se paseó por todo el autobús hojeando la lista de pasajeros:
«Aquí no vais a poder comer cevapcici», dijo refiriéndose a un plato típico
bosnio.
«¿Por
qué habla de comida?», susurré a Nadia.
«Shh…
Está burlándose de nosotros».
Entonces
se desvaneció toda la ilusión que tenía por cruzar a Croacia. Mi familia
siempre había pasado los veranos en la costa croata, y los croatas siempre
habían sido muy amables con nosotros, pero no lograba entender por qué aquel
hombre estaba siendo tan maleducado con nosotros. Después de hablar con el
conductor durante unos minutos, el soldado se bajó del autobús y continuamos el
viaje. Varias personas hicieron comentarios sobre su arrogancia y la manera tan
irrespetuosa en la que nos había tratado, pero yo no estaba dispuesta a que
aquello me afectara y traté de ignorar la presión que sentía en el pecho.
Aproximadamente
a medianoche llegamos a nuestro destino: Split, una viva ciudad costera con
puerto. Paramos en la estación de autobuses, que estaba cerca de los
principales muelles de la ciudad antigua. La ciudad dormía en calma, lo cual me
pareció sorprendente después de ver el desastre que estaba teniendo lugar en
Sarajevo y todo lo que había estado pasando en las últimas treinta y seis
horas. Me había imaginado que el resto del mundo estaba atrapado en la misma
espiral que Sarajevo.
Todos
salieron del autobús y empezaron a perderse de vista, y de repente Nadia y yo
nos encontramos completamente solas. La oscuridad y la noche siempre me habían
aterrorizado, incluso en casa, y ahora, en una ciudad desconocida y sin adultos
que me dijeran que no había nada que temer, me asustaba la idea de caer en
manos de todo tipo de horrores desconocidos, gente sin hogar, ladrones, o
incluso las mandíbulas de unos perros callejeros. Una mujer croata mayor, que
llevaba una falda tableada negra y larga y la cara envuelta en un pañuelo
negro, vino hacia nosotras. Las viudas solían ir vestidas de negro, y me daba
miedo el hecho de que aquella mujer pudiera serlo.
«¿Necesitáis
una habitación, niñas?», preguntó en el típico dialecto costero, con un acento
diferente al nuestro.
«Sí»,
exclamé yo, contenta de que esta anciana mujer, que probablemente tuviera la
edad de mi abuela, quisiera ayudarnos.
«Son
cien marcos alemanes la noche».
Me
quedé sorprendida. Papá no tenía dinero suelto para darnos porque todos los
bancos habían cerrado. No teníamos dinero. De la noche a la mañana, la moneda
nacional había perdido todo su valor y todo el mundo parecía querer negociar en
marcos alemanes. «¡Acabamos de salir de Sarajevo! ¿Cómo puede pedirnos dinero?»,
dije llorando de ira. Intenté hablar en voz baja, porque sabía que gritar a una
persona mayor era de mala educación.
«Bueno,
todos tenemos que buscarnos la vida de alguna manera», dijo ella fríamente, y
se marchó.
Yo
me senté en un pequeño banco que había cerca y, por primera vez desde que
dejamos Sarajevo, me derrumbé y lloré en voz alta. «¿Qué vamos a hacer?», le
pregunté a Nadia desesperada. Ella me abrazó. Llevábamos allí sentadas más de
diez minutos cuando alguien corrió hacia nosotras y nos preguntó si éramos de
Bosnia. «Sí», respondimos, ignorando ya si era seguro afirmar aquello.
«Hay
un autobús que va a uno de los polideportivos. Está allí -y señaló un sitio a
varios cientos de metros-. Es donde están yendo todos los refugiados», dijo
amablemente.
«Yo
no soy ninguna refugiada -pensé-, yo tengo una casa y una familia». Pero
necesitábamos un sitio donde poder pasar la noche, así que Nadia y yo cogimos
nuestras mochilas y fuimos hacia allí corriendo.
Cuando
llegamos, todo estaba oscuro y nos indicaron que nos sentáramos en una fila de
asientos vacía que había en el aparcamiento de autobuses. Pudimos utilizar las
mochilas como almohadas, pero los asientos estaban desnudos y no teníamos
ninguna manta para cubrirnos. Como oía a otros respirar y dar vueltas mientras
dormían, tardé bastante tiempo en conciliar el sueño, aunque la verdad es que
estaba exhausta. Hasta por la mañana no me di cuenta de que éramos miles de
refugiados allí. Las cocheras estaban llenas y la gente iba moviéndose por las
filas, abriéndose paso entre las pequeñas maletas y los montones de ropa. Me
levanté y vi el tremendo caos que había a mi alrededor; a mí me gustaban el
orden y la rutina. «Nadia, tenemos que salir de aquí», dije mientras la
sacudía. Todavía estaba dormida. Saqué de mi mochila la lista de contactos de
papá y le eché una ojeada a la primera página. «Hay un tal señor Yusic que vive
en Split. Tenemos el nombre de su hotel -dije, girándome hacia ella-. Vámonos y
preguntamos a alguien cómo de lejos está», y cogimos entonces nuestras
mochilas.
Caminando
en dirección a la gran señal de salida que había al final de nuestra fila,
pasamos por delante de decenas de mujeres y de muchos niños pequeños, y oímos
llorar a un bebé. Los pocos hombres que había entre nosotros parecían mayores y
tenían un aspecto frágil, y de repente me invadió la tristeza: tenían una edad
similar a la de la abuela, y daba lástima verles salir así de su tierra.
Cuando
salimos de las afueras de la ciudad, el olor a pan recién hecho y a chocolate
caliente nos guió hasta una mesa de madera que había en una esquina. Alguien
nos dijo que estaban repartiendo comida, así que cogimos un trozo de pan y nos
hicimos a un lado. Siendo como éramos dos chicas jóvenes que iban solas, no
queríamos llamar la atención en medio de tanto desconocido. «Disculpe, ¿sabe
dónde se encuentra el hotel Split?», pregunté a una mujer de mediana edad que
pasaba por allí con uniforme de camarera.
«No
muy lejos, solo tienes que seguir la carretera principal -dijo, señalando al
frente -. El autobús número tres para allí y tarda unos veinte minutos», dijo,
y continuó caminando. Le di las gracias, mientras se alejaba. Como no teníamos
dinero, decidimos ir andando. Fuimos preguntando la dirección por el camino y,
más de dos horas después, llegamos al hotel. Había un cartel grande y blanco en
el tejado con el nombre del hotel escrito en letras mayúsculas azules. Ya
habíamos ido a hoteles con nuestros padres, pero ir solas intimidaba. Nos
dirigimos a la recepción y preguntamos a la mujer del mostrador por el señor
Yusic.
«¿El
señor Yusic? En este momento se encuentra en Alemania, y no volverá hasta
dentro de una semana -nos respondió. Era una mujer de aspecto sofisticado, con
el pelo largo negro y liso. La insignia que llevaba en su camisa revelaba que
su nombre era Mladena. Miré hacia otro lado y empecé a morderme el labio
inferior-. ¿Puedo ayudaros en algo más?».
«Acabamos
de salir de Sarajevo -dije de repente. Ya no podía ocultarlo más-. El señor
Yusic es un conocido de mi padre, y papá nos dijo que nos pusiéramos en
contacto con él. No tenemos ningún otro sitio a donde ir».
«¿No
hay nadie más a quien podáis llamar?», preguntó, mientras cogía papel y boli.
La manera en la que lo dijo y la velocidad a la que se movía me hicieron darme
cuenta de que quería ayudarnos. Para ella no éramos «solo» refugiadas de
Bosnia.
«Sí,
podríamos llamar por teléfono a mamá -respondí-, pero… es un número extranjero.
Está en Viena». Me asustaba mencionarlo, porque esperaba que dijera que no
tenía permiso para hacer ese tipo de llamadas sin recargo, pero nos dio el
teléfono sin problemas. Marqué el número, nerviosa mientras esperaba que la
mujer que había respondido al teléfono localizara a mi madre. Al escuchar la
voz familiar de mamá logré decir entre lágrimas: «Mamá, soy Hana. Nadia y yo
acabamos de llegar a Croacia». Le expliqué la situación y le dije que el resto
de la familia estaba aún en Sarajevo. Mamá se mostró aliviada al saber que
todos estábamos vivos. Llevaba dos semanas intentando contactar con nosotros en
Sarajevo, y estaba desolada por no haber podido volver a casa con Lela. Al cabo
de unos minutos le di el teléfono a Nadia para que pudiera darle a mamá los
nombres de los contactos de la lista. Mientras Nadia estaba al teléfono, vino
el gerente del hotel y empezó a reprender a Mladena por permitirnos usar el
teléfono. «Esto no es un campo de refugiados», gritó. Era un hombre alto y
moreno, con cara de estar permanentemente enfadado.
«Pero
son amigos de la familia de uno de nuestros clientes más asiduos», respondió
ella de una manera muy profesional.
El
tono acusador del gerente atrajo a un hombre de unos treinta años y pelo rizado
que se dirigía a la recepción. Llevaba un pase de prensa colgado del cuello y
hablaba inglés. Yo no entendía lo que decía pero, unos minutos después, el
gerente se marchó y nos dejó en paz. Estaba muy agradecida a ese extranjero que
se había puesto de nuestro lado para defendernos. Necesitábamos ayuda
desesperadamente, y era evidente que él estaba dispuesto a ayudarnos. Mladena nos
dijo que era un periodista inglés y que se llamaba Christopher. Nadia colgó el
teléfono y dijo que mamá volvería a llamar. Al cabo de unos minutos, el
teléfono sonó y mamá nos dijo que teníamos que ir a Zagreb, la capital de
Croacia, y quedarnos en casa de unos amigos de la familia. El único problema
era que estaban pasando unos días fuera de casa, así que mientras tanto
tendríamos que encontrar un alojamiento. Nos quedamos allí, charlando con
Mladena y Christopher. Él quería saber más acerca de nosotras y de la situación
actual en Sarajevo, y Mladena traducía, así que le contamos todo lo que había
ocurrido en las últimas semanas. De toda la gente que nos encontramos, estas
dos personas fueron las más amables. Mladena no nos juzgaba y Christopher era
muy agradable, de manera que creía poder confiar en ambos.
Le
dimos a Mladena nuestra lista de contactos y cogió el teléfono diciendo que
dejáramos todo en sus manos. Supe que las noticias eran buenas cuando por fin
colgó el teléfono y sonrió. Teníamos un plan. Aquella noche, Nadia y yo
cogeríamos el ferry hasta Rijeka, en la costa norte, para quedarnos en casa de
un conocido de mi padre hasta que pudiéramos continuar el viaje a Zagreb. Me
pareció increíble la generosidad de Christopher cuando se ofreció a pagarnos
los billetes del ferry. Aceptamos aliviadas. Definitivamente, no quería volver
al polideportivo; había sido una experiencia humillante y detestaba sentirme
rechazada y ser una carga.
Después,
Christopher nos llevó a comer. Era la primera comida de verdad que habíamos
tomado desde que empezó la guerra hacía más de un mes. Cuando por fin Mladena
terminó su turno, nos llevó a su apartamento. Nos dijo que tenía dos hijos de
nuestra edad y que no soportaría que alguien les negara su ayuda si alguna vez
estuvieran -Dios no lo quiera - en una situación similar. Me di una ducha y me
quedé un rato bajo el agua, que era como si el agua estuviera lavándome todas
las cosas horribles por las que habíamos pasado los últimos días. Después,
Nadia y yo nos tumbamos una hora a descansar. La normalidad de la vida de
Mladena era reconfortante, pero al mismo tiempo me dejaba una sensación de
vacío. Deseaba estar con el resto de nuestra familia y que la vida en Sarajevo
volviera a la normalidad. Lo único que quería era que todo volviera a ser como
antes.
Christopher
y un colega suyo nos acompañaron esa noche en el ferry. Christopher me dejó su
transistor, donde sonaba una canción de U2, que me recordó a Atka y a tiempos
mejores, ya que era una de sus favoritas.
Tres
días más tarde, el conocido que tenía papá en Rijeka nos envió en un autobús a
Zagreb. Un amigo de la familia, a quien nunca habíamos visto, nos recogió en la
estación de autobuses y, en cuanto vio a Nadia, dijo: «Os he reconocido en
seguida. Te pareces mucho a tu madre». Su nombre era Omer. Una vez en el coche,
mencionó la suerte que habíamos tenido. Quería saber cómo había sido la
situación en Sarajevo durante los dos últimos meses y nos escuchó con atención,
mirándonos de vez en cuando por el retrovisor. «Vi a vuestra madre en las
noticias hace un tiempo, con todas esas otras mujeres que pedían al Ejército
Popular que liberara a sus hijos. ¿Qué está haciendo en Viena?», preguntó.
Nadia se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja derecha y empezó a gesticular
con las manos al tiempo que explicaba que el trabajo que hacía mamá para la
organización «Madres por la Paz» le había llevado a ocuparse de la ayuda
humanitaria. Le habían enviado a Viena para recoger ayuda de Cáritas.
«¿Entonces consiguió sacar a vuestro hermano del Ejército Popular?», preguntó
él.
«No
respondió Nadia con un suspiro. No quieren dejarle ir, y no estamos seguros de
dónde está ahora. Hace tres semanas hablamos con él por última vez».
«No
os preocupéis, chicas. Estoy convencido de que estará bien dijo Omer. Como
vosotras a partir de ahora. Podéis quedaros con nosotros hasta que llegue
vuestra madre», dijo. Mientras continuábamos el viaje en silencio, suspiré
aliviada. De momento estábamos a salvo.
La
llamada de teléfono
Atka
Era
medianoche y todo estaba negro como el azabache. En casa dormíamos como
sardinas en lata, en el único sofá que había en un minúsculo refugio que
teníamos en el sótano. Era un refugio excavado en la ladera de la montaña, el
lugar más seguro que había en nuestra casa de tres pisos. Cuando mis padres la
construyeron unos años atrás, una ley municipal obligaba a construir un refugio
atómico para casos de desastres nucleares. En su día, todos nos reímos de esas
leyes absurdas, pero ahora me alegraba que tuviéramos esos gruesos muros de
hormigón para protegernos.
Generalmente,
la abuela y las niñas preferían dormir en el refugio del colegio, rodeadas de
vecinos de cuya compañía la abuela disfrutaba, pero esa noche nos quedamos todos
en casa. Los niños estaban casi dormidos, y el sonido de su respiración era
regular y reconfortante.
Durante
el día, si los bombardeos no eran demasiado fuertes, podíamos utilizar el salón
y la cocina que había en la planta baja. La habitación de la abuela estaba
separada del salón, y el resto de los dormitorios estaban en la planta
superior, pero, desde que los francotiradores habían empezado a disparar a las
plantas altas, teníamos mucho miedo de subir allí.
El
estruendo de los bombardeos me recordaba a las tormentas. Me sentía amargada.
Durante toda mi vida había conocido Sarajevo como una ciudad multicultural,
donde no era extraño encontrar matrimonios entre serbios, croatas y musulmanes.
No me podía creer que los serbios, con los que habíamos convivido en armonía
durante tanto tiempo, se volvieran ahora contra nosotros, ni cómo podían
creerse con derecho a apropiarse de todos los lugares donde vivían. La mayoría
de nuestros vecinos serbios se quedaron en la ciudad, afrontando el mismo
peligro que el resto de nosotros, pero no entendía que otros se hubieran
marchado a las colinas para unirse a los chetniks.
Toqué
el frío y húmedo muro de hormigón en busca del interruptor de la luz y la
pulsé. Solo se escuchó un ruido sordo. Habían cortado la corriente hacía
semanas, pero no pude evitar encender el interruptor, con la esperanza de que
ocurriera un pequeño milagro. Estaba demasiado cerca del extremo del sofá y
estaba incómoda, así que me di la vuelta despacio e intenté volver a dormirme.
Mi cabeza estaba repleta de pensamientos que me atormentaban. Habían pasado
tres semanas desde que Nadia y Hana se habían ido en el que resultó ser uno de
los últimos convoys que salieron de la ciudad, y desde entonces no habíamos
tenido noticias de ellas. Sabíamos que su autobús había conseguido llegar a
Split, pero me intranquilizaba no saber dónde se encontraban, y además no
teníamos ni idea de dónde estarían mamá, Lela y Mesha. Papá se pasaba la mayor
parte del tiempo cuidando a su madre enferma, yendo a por agua para ella y
llevándole la poca comida que podíamos reservar para ella. Sus dos hermanos
pequeños y su hermana vivían en la parte nueva de la ciudad, pero, sin
tranvías, autobuses o gasolina para los coches, ir andando hasta casa de Mayka
en medio del fuego abierto era demasiado arriesgado, y pocas veces conseguían
hacer el trayecto. Desde la primera gran masacre que había habido a finales de
mayo, en la que un proyectil serbio mató a veintidós personas que hacían cola
para conseguir pan, eran pocos los que se atrevían a volver a las calles. Sin
embargo, había un chelista muy valiente de la orquesta sinfónica de la ciudad
que tocaba a diario en ese lugar en memoria de las víctimas.
No
podía evitar pensar en todo aquello en la oscuridad del refugio y, desesperada
e impotente, acabé durmiéndome llorando. Por la mañana, cuando abrí los ojos,
pude ver retazos de luz entrando por debajo de la puerta del refugio. La
fachada del sótano tenía dos grandes ventanas que daban a un pequeño jardín,
donde teníamos un viejo cobertizo. Los niños estaban hablando debajo de las
mantas, y por un segundo estuve tentada de quedarme todo el día en la cama
durmiendo, pero sabía que no podía. Ayudé a los niños a vestirse y después los
llevé al baño. Nos habíamos quedado sin pañales desechables y la falta de agua
corriente hacía que lavar los de algodón se convirtiera en una tarea imposible,
así que la única solución era enseñarles a no usar pañal, lo cual aprendieron
rápido, afortunadamente.
En
el piso de arriba, en el salón, la abuela ya estaba encendiendo un fuego en la
estufa de leña. Antes de la guerra solo se usaba para elevar aún más la
temperatura de la casa durante el invierno, pero ahora teníamos que utilizarla
para cocinar, además de para calentarnos.
La
abuela era una mujer pequeña pero fuerte, con unos penetrantes ojos azules. Era
práctica, amable y especialmente cariñosa con todos sus nietos, y había vivido
con nosotros desde que murió mi abuelo hacía unos veinte años. La queríamos
mucho y no podíamos imaginarnos la vida sin ella. «Voy a hacer un poco de té
para todos», dijo con un guiño mientras echaba a la olla unas hojas de menta
que había recogido del jardín de atrás. Afortunadamente aún nos quedaba leña
del invierno anterior, aunque ahora estábamos usándola con cautela.
Abrí
el armario de la cocina y observé nuestra provisión de alimentos. Las tiendas
de la ciudad habían cerrado o habían sido saqueadas, así que la única comida
que teníamos provenía de dos lotes de ayuda humanitaria. La estantería no
estaba muy llena: medio tarro de azúcar, un paquete pequeño de harina, media
botella de aceite para cocinar, una lata grande de leche en polvo y dos latas
de sardinas con tomate. Al fondo del armario había una bolsa grande de arroz
que había conseguido yo cuando las tiendas aún estaban abiertas. Quedaba menos
de la mitad, porque llevábamos semanas comiendo arroz y me daban náuseas con
solo mirarlo. «Voy a hacer un poco de lokumi para desayunar», grité, mientras
cogía la harina. La abuela estaba perdiendo audición, así que teníamos que hablar
alto. Comimos el lokumi mientras tomábamos el té, mordiéndolo poco a poco para
que durara más.
«Si
hoy el día está más tranquilo, iré a cambiar mi oro por comida», dijo la abuela
mientras sacaba de su bolso anillos, pulseras y collares. Miró a Janna y a
Selma: «También vamos a tener que vender vuestros pendientes… Pero no os
preocupéis, os compraré otros más bonitos cuando se acabe la guerra». Yo me
quité los míos, les ayudé a ellas con los suyos y se los dimos todos a la
abuela. «Eso quédatelo -me dijo mientras me quitaba un conjunto de anillos con
tres diamantes pequeños que me había regalado cuando cumplí dieciocho años-.
Nos quedaremos con esos y con mi alianza, además de con el medallón que me
regaló el abuelo. Lo que viene fácil, fácil se va -dijo mirando al montoncito
de oro que había encima de la mesa-. Lo importante es que estemos vivos y
sanos…». Volvió a meter las joyas en su bolso y me pidió que las llevara a su
habitación. Mientras me dirigía allí, miré por las ventanas del salón que daban
a la ciudad y al monte Trebevic que la coronaba.
Nuestra
casa estaba situada en lo alto de una pequeña colina, cerca del centro de la
ciudad, y desde allí podían verse cientos de edificios extendidos por las bajas
laderas de las colinas de alrededor y por el río Miljacka, que fluía a través
del valle y se perdía en el horizonte por la parte nueva de la ciudad. Los
serbios estaban situados en las partes altas, así que tenían fácil disparar a
la ciudad.
Nuestra
cocina daba a la calle, y el jardincito que había en frente de nuestra casa
estaba relativamente protegido por la casa de dos pisos que teníamos al lado.
Éste era el único espacio exterior donde dejábamos jugar a los niños. Los
hombres de nuestro vecindario, que estaba muy unido, se habían organizado para
formar una unidad de defensa, y utilizaban nuestro patio como centro de
operaciones. Siempre había dos chicos de guardia vigilando la calle, además del
inevitable vecino o vecinos que se ponían a su alrededor para hablar. Todos los
trabajos se habían interrumpido a excepción de los servicios básicos.
La
abuela zarandeó unos bidones que había en el pasillo. Llevábamos semanas sin
que saliera agua de los grifos, y el lugar más cercano para coger agua era un
edificio grande de hormigón que había en la calle principal, al final de
nuestra colina. El edificio, en forma de ele, había sido la sede central del
partido comunista antes de la guerra, pero ahora el sótano albergaba una de las
pocas emisoras de radio: Studio 99. «No queda mucho agua», dijo la abuela con
una expresión de preocupación en la cara.
«No
te preocupes -dije yo-, iré a por más; la última vez fuiste tú. ¿Puedes
quedarte a echar un vistazo a los niños?». Ella asintió, e inmediatamente las
niñas saltaron a sus pies, cada una de ellas cogiendo un par de bidones.
Insistían en ayudarme desde que supieron que cada gota de agua era preciosa.
Hasta ahora habíamos aprendido a racionar el agua escrupulosamente, y nos
habíamos acostumbrado a lavarnos solo con lo equivalente a dos vasos de agua
fría. Metí dos bidones en una mochila y me la eché a los hombros, y después la
abuela me dio otros dos antes de que nos fuéramos. Los guardias estaban de pie
fuera con algunos vecinos, oyendo la radio. «¿Alguna buena noticia?», pregunté.
«No.
Estamos escuchando los nombres de todos los que asesinaron ayer -respondió
Bruno. Tenía veinticinco años y, como el resto de nosotros, llevaba toda su
vida viviendo en esa calle-. ¿Vas a por agua? -preguntó, al ver los bidones-.
Tened cuidado, chicas, los francotiradores llevan toda la mañana disparando».
Nosotras
tres corrimos a la casa de al lado y bajamos las largas y empinadas escaleras
de piedra. Estas escaleras se veían desde las colinas de alrededor, así que,
temiendo que nos dispararan, nos dimos toda la prisa que pudimos, agachando
instintivamente la cabeza y encogiendo los hombros. Janna y yo llegamos al
final, donde ya estábamos protegidas por unos edificios altos, pero cuando miré
a mi alrededor me di cuenta de que no había ni rastro de Selma. «¿Dónde está
Selma?», le pregunté a Janna, gritando.
«Estaba
justo detrás de mí», respondió ella. Miramos hacia arriba y vimos a Selma
tirada en el suelo en medio de la escalinata. «¡Selma, Selma!», gritamos presas
del pánico.
«Se
me ha salido la sandalia -dijo ella llorando-. Me da mucho miedo moverme…»
«¡Levántate rápido y corre! Deja la sandalia», grité yo.
«¡Vamos!
-chilló Janna. Selma dudó un instante, pero después se puso en pie y corrió
hacia nosotras con una sola sandalia-. Selma, nos has dado un susto de muerte.
Podrían haberte matado por culpa de una estúpida sandalia», dijo Janna antes de
que las dos la abrazáramos. Nos detuvimos un momento para recobrar la calma y
después nos sumamos a la larga cola que había para el agua. La mayoría de la
gente que había allí era de nuestra zona, y estaban expresando su ira con la
situación a la que nos habíamos visto reducidos. «Ayer me pasé tres horas
haciendo cola para conseguir agua, ¿qué forma es ésta de vivir a finales del
siglo veinte?», decía un hombre mayor vestido de traje, mientras miraba los
bidones que tenía a sus pies.
Logré
ver a uno de mis vecinos, Hamo, un chico alto y delgado de pelo negro rizado y
un cigarrillo en la comisura de la boca. Llevaba sus vaqueros de siempre y una
chaqueta negra de cuero. Antes de la guerra trabajaba como DJ en una de las
discotecas más famosas de Sarajevo. El día que los serbios empezaron a
bombardear la ciudad, Hamo puso dos grandes altavoces en el alféizar de su
ventana con la canción Give Peace a Chance bien alta. La voz de John Lennon, ahogada
por los silbidos de los proyectiles, resonaba en todo el vecindario, pero,
cuando los serbios cortaron la electricidad, la protesta musical de Hamo se
acabó. Ahora trabajaba para Studio 99. Me vio y vino a saludarme. «Hola Atka,
¿qué tal?», sacó un paquete de tabaco de su bolsillo y me ofreció un
cigarrillo. Se habían convertido en un verdadero lujo y yo era reacia a aceptar
la invitación, pero él insistió.
«Gracias»,
le dije, guardándomelo para más tarde.
«No
hay de qué. ¿Te sabes el último chiste?». En el momento en el que mencionó la
palabra «chiste», la gente se giró para mirarle. Una vez tenía la atención de
todo el mundo, comenzó a contarlo. «Van dos sarajeveses fumando por la calle
cuando, de repente, explota un proyectil en frente de ellos. Hay trozos de
metralla y escombros volando por todas partes y, cuando en medio de la cortina
de humo y polvo consiguen verse, uno de ellos le dice al otro: “Has perdido una
oreja”. “Que le den morcillas a la oreja -responde el otro-, ¿dónde está mi
cigarrillo?». Todos se rieron y después volvieron a darse la vuelta. «Tú hablas
muy bien inglés, ¿no?», me preguntó.
«Más
o menos».
«Venga
ya, me consta que eres muy buena» dijo, dándome suavemente con el codo. Yo
sonreí y pensé un momento; la verdad es que tenía razón. El instituto al que
había acudido estaba especializado en arte e idiomas y estaba considerado uno
de los mejores de la ciudad. Nos llamaban a menudo de mi clase de inglés para
traducir películas, libros o revistas médicas, y yo había continuado
aprendiendo inglés en la universidad.
«Bueno,
no está mal, ¿por qué lo preguntas?», pregunté con curiosidad.
«Bueno,
estamos buscando a alguien que venga al estudio por las noches a escuchar The
Voice of America y nos lo traduzca. ¿Crees que podrías hacerlo?», preguntó,
mientras sacudía la ceniza de su cigarrillo. The Voice of America era un
programa de noticias, y una de las pocas fuentes de información que teníamos
del exterior.
«Lo
intentaré -respondí, entusiasmada-. Sería estupendo volver a usar un poco la
cabeza».
«Ahora
mismo el estudio es un caos, pero esperamos tener todo el equipo arreglado
dentro de poco. Si sigues viva, ¿por qué no te pasas alguna noche de la semana
que viene, después del toque de queda?», preguntó mientras me guiñaba el ojo y
me daba un toquecito en el hombro para despedirse. Las caras de Janna y Selma
irradiaban orgullo: «¿En serio vas a trabajar en la radio?», preguntó Janna en
alto, golpeando el bidón vacío contra su rodilla.
«Ya
veremos». Volvimos a casa dos horas más tarde con los bidones llenos y la
sandalia de Selma. Hervimos un poco de arroz para comer y después me senté a
disfrutar cada calada del cigarrillo que me había dado Hamo, hasta que lo
consumí por completo.
Al
cabo de varios días, la abuela cambió el oro en el mercado negro y consiguió
dos grandes sacos de arroz y harina, una lata de aceite, algo de comida
enlatada y un paquete de velas, todo lo cual racionamos cuidadosamente. Tarik
preguntó curioso: «Atka, si siempre comemos arroz, ¿vamos a volvernos chinos?».
«No,
por supuesto que no», respondí.
«Entonces,
¿puedes hacernos un poco de carne para comer?», preguntó Asko. Su cuerpecito
delgado parecía estar desproporcionado con respecto a su cabeza, que estaba
cubierta de una enorme mata de rizos rubios.
«¡Carne!
¿Puedes?», insistía Tarik emocionado.
«Claro
que puedo…», prometí. Mis hermanas me miraron asombradas y les entró una
risilla tonta. El fuego de por la mañana se había apagado y la abuela encendió
otro, guardando después cuidadosamente la caja de cerillas en el bolsillo de su
jersey. «Atka, pon un poco de agua a hervir, voy a rezar mis oraciones», dijo
mientras se colocaba bien el pañuelo rojo de la cabeza. La abuela tenía un
papel relevante en la comunidad musulmana de Sarajevo. Durante cincuenta años,
había dirigido las oraciones en los funerales, lo cual tenía lugar cada cierto
tiempo después de la muerte de un ser querido. A petición de ellos, la abuela
visitaba la casa de los allegados del difunto, donde se reunían familiares y
amigos, y les guiaba en sus oraciones. Su firme creencia en Dios le daba la
fuerza necesaria para salir adelante. Tanto mi generación como la de mis padres
crecieron bajo el comunismo, que consideraba la religión el opio del pueblo. Yo
nunca había cuestionado sus creencias, pero nuestra situación me enfadaba y,
cuando le preguntaba cómo podía Dios permitir todas esas atrocidades, ella me
respondía sencillamente que ese mal no tenía nada que ver con Dios, sino que
era obra del demonio. Yo admiraba su fe inquebrantable.
El
sonido del fuego crepitando en la estufa me recordaba a las noches en las que
llegaba a casa de patinar sobre hielo y entraba en calor junto al fuego, con un
vaso de chocolate caliente. Esperé a que hirviera el agua y después cociné algo
de arroz. Los niños se pusieron alrededor de la estufa, mirando la olla
emocionados. Me daba pena ver lo delgados y pálidos que estaban. Las chicas
pusieron la mesa y los cinco se sentaron a ella. Los niños eran demasiado
pequeños como para distinguir entre la carne y el arroz, así que pensé que no
haría mal en hacer un jueguecito imaginario. Utilicé un poco de arroz para
hacer bolas y las puse en un plato diferente. Ellos, ilusionados al pensar que
iban a volver a tomar carne, se pusieron a tamborilear el suelo con los pies.
La abuela salió de su habitación y se sentó con nosotros. Primero serví a Emir:
«Aquí tienes un poco de arroz -dije mientras le eché una cucharada generosa-, y
otro poco de carne…», y puse dos bolas de arroz en su plato. Los ojos le
brillaban, abiertos como platos. Miró el plato y preguntó: «¿Cuál es la carne? -y
señalé las bolas de arroz-. ¿Puedo comerlo lo primero?». Mis hermanas empezaron
a reírse mientras yo intentaba mantener la cara seria. Serví a todo el mundo y,
cuando llegué a Tarik, solo le eché un poco de arroz en el plato. Al ver que no
tenía bolas de arroz, me miró decepcionado y preguntó con tristeza: «¿Dónde
está mi carne?». «Tarik, estamos disimulando», dijo Selma riéndose. Pero él no
pareció entenderlo, así que añadí dos bolas de arroz a su plato. Él sonrió y en
seguida empezó a meterse la comida en la boca.
«¡Los
chicos van a decirles a los guardias que hay fuera de casa que hemos tomado
carne para comer y los vecinos empezarán a preguntarse de dónde la hemos
sacado!», dijo Selma con una risa contagiosa.
Aquella
noche la abuela se quedó en casa con los niños para que yo pudiera ir a
trabajar por primera vez al estudio. Dejé la casa en silencio y a la abuela
sentada en el sofá y rezando en silencio sus oraciones. La calle estaba oscura
y tardé unos minutos en acostumbrarme a la falta de luz. Oí hablar a los
guardias y vi la lucecita que brillaba de uno de sus cigarrillos. «¿Eres tú,
Toni?», pregunté susurrando.
«Sí.
Hemos oído que habéis comido carne hoy», dijo bromeando.
«¿Estás
celoso?», respondí. Se rieron mucho cuando les conté toda la historia. Toni,
que había enviado a su mujer y a sus dos hijas pequeñas fuera de la ciudad en
uno de los últimos convoys, dijo: «Los niños son geniales, tan inocentes e
ingenuos… Yo echo mucho de menos a mis hijas». Le pregunté si sabía algo de
ellas y respondió que no con un suspiro. «Como nosotros», comenté yo.
«Me
alegro de que hayas salido a charlar con nosotros», dijo el otro guardia.
«No,
no he salido para charlar. Voy a Studio 99 -dije muy animada-, me han pedido
que traduzca las noticias de The Voice of America. Sé que ya han dado el toque
de queda, pero ¿puedo ir de todas maneras?».
«Claro
-me dijo-, está nada más bajar la cuesta».
«Me
alegro por ti -dijo Toni con un tono de admiración en su voz-. Cuando vuelvas,
tráenos buenas noticias. Esperemos que el mundo no se quede mucho más tiempo
parado viéndonos sufrir».
«Hm…
Veremos», dije yo, y me dirigí a las escaleras.
Antes
de la guerra, las luces brillantes de la ciudad de noche siempre me habían
encantado, pero ahora todo estaba sumido en la más completa oscuridad, y el
sonido sordo de los proyectiles cayendo continuamente a nuestro alrededor me
aterrorizaba. Los destellos del fuego de artillería iluminaban el cielo
nocturno. Alguien había mencionado que los francotiradores usaban gafas de
visión nocturna para ver en la oscuridad. Yo solo podía ver unos cuantos pasos
por delante de mí y, mientras intentaba no tambalearme, empecé a ver que
llegaba al final de la colina. El corazón se me aceleraba; era la primera vez
que me aventuraba a salir sola de noche después del toque de queda, y me sentía
como si estuviera caminando en medio de un mundo surrealista.
Cuando
llegué a la entrada del edificio donde estaba el estudio, golpeé la pequeña
ventana cuadrada de la oficina del guarda. Éste comprobó mi carnet de identidad
y me llevó por unas escaleras guiándome con una pequeña linterna. El lugar era
frío y húmedo. Llegamos a un pasillo largo y vi una luz que salía de debajo de
las puertas; la corriente que surtía al estudio provenía de un generador que
había en el edificio del cuartel general de las Naciones Unidas, situado en el
portal de al lado.
«Aquí
está el estudio», dijo el guardia mientras iluminaba con su linterna una puerta
reciamente acolchada y la abría para dejarme pasar. Hamo estaba sentado en la
esquina derecha junto a la puerta, controlando el volumen de los altavoces y,
como siempre, tenía un cigarrillo en la boca. Llevaba puestos los auriculares
y, cuando me vio, se llevó el dedo índice a los labios. Había una consola negra
y grande que dividía en dos la pequeña habitación llena de humo, y una voz que
me resultaba familiar estaba hablando por el micrófono en la otra punta de la
habitación. Era Fazla, uno de los personajes de radio más famosos de la ciudad.
En cuanto terminó de hablar, Hamo puso una canción, se quitó los auriculares y
se volvió hacia mí: «Atka, me alegro de que hayas venido - miró a Fazla y dijo:-
Ésta es la chica que va a traducir para nosotros». Nos saludamos. Esperaba que
Studio 99 fuera algo mucho más sofisticado que eso, pero no dije nada. En vez
de eso le pregunté a Hamo si el programa era en directo. «Sí-dijo mientras
comprobaba la hora-. Tengo cuatro minutos antes de volver a estar en el aire.
Venga, voy a explicarte qué es lo que tienes que hacer». Me llevó a otra
habitación, no mucho más grande que la anterior. En ella había un escritorio,
unas cuantas sillas, una televisión y montañas de equipamiento técnico. Hamo
acercó una de las sillas al escritorio y después conectó los auriculares a una
de las grabadoras.
«Primero
graba las noticias y después tómate tu tiempo para traducirlas». Me dio un
bolígrafo y una hoja de papel que sacó de un cajón y me enseñó cómo usar los
equipos. Después se fue a la otra habitación y luego volvió y dejó dos
cigarrillos encima del escritorio, delante de mí: «Ésta es tu paga», dijo
bromeando. Cuando se marchó, miré a mi alrededor fascinada con todo ese mundo
de luz y sonido. La televisión estaba encendida y, aunque el sonido estaba
apagado, las imágenes parpadeantes de la pantalla me daban cierta sensación de
normalidad. De repente, los problemas de la ciudad parecían lejanos. Me ajusté los
auriculares y me preparé para escuchar la radio. Las noticias no habían
empezado todavía, así que me puse a comprobar que todo funcionaba
perfectamente. Hice una prueba de grabación y todo estaba correcto. Había un
teléfono encima de la mesa, así que lo cogí y me sorprendió gratamente
comprobar que daba señal, ya que las líneas de teléfono se habían caído cuando
empezaron los bombardeos. Marqué unos cuantos números pero ninguno funcionaba;
después intenté llamar a Tidja, mi tía materna, y me sorprendí muchísimo cuando
oí que daba señal. Su voz sonaba algo dormida cuando respondió, pero al cabo de
unos segundos estaba completamente despierta. Vivía en una de las laderas del
monte Trebevic, y, aunque podíamos ver nuestras casas, no habíamos podido
comunicarnos en los últimos dos meses.
Le
conté que Hana y Nadia se habían ido y que no teníamos noticias de mamá ni de
Mesha, y ella me contó lo preocupada que estaba por sus hijos. El mayor, que
era electricista, trabajaba casi todo el tiempo, incluso cuando había fuertes
bombardeos, intentando reparar cables dañados por toda la ciudad, y al pequeño
le habían destinado a otro sitio. Antes de colgar le di el número de teléfono
del estudio, que colgaba en una lista en la pared, y le dije que volvería a
llamarla en cuanto pudiera.
Era
el momento de escuchar las noticias. «Esto es The Voice of America», anunció
una voz grave, y pulsé el botón de grabado. Escuché y, con una creciente
sensación de amarga decepción, escribí lo siguiente: «El presidente Bush
rechaza la petición personal del presidente de Bosnia Herzegovina de usar la
fuerza militar contra las fuerzas serbias para terminar con la guerra de los
Balcanes. En vez de ello, Bush llama a un esfuerzo internacional común que
asegure el reparto de ayuda humanitaria. Tanto Italia como Francia prometieron
aumentar su participación…».
Cuando
terminé de traducir me dispuse a mirar con atención las palabras. No iba a
haber ninguna intervención militar, y tampoco ninguna ayuda del exterior.
Estaba destrozada. Fui a la habitación de al lado y le di a Hamo el texto
traducido, y en cuanto lo leyó se puso a decir palabrotas. En seguida, Fazla
dio paso a la siguiente canción y Hamo pulsó el botón rojo que indicaba que no
estábamos emitiendo. «Les importamos una mierda -dijo Hamo enfadado-. Si
tuviéramos petróleo seguro que alguien se presentaba aquí en un santiamén».
«Esos
idiotas de las Naciones Unidas deberían levantar el embargo de armas para que,
al menos, pudiéramos defendernos», gritó Fazla desde la otra punta y, jurando
en alto, tiró una cinta por encima de la mesa. «No voy a molestarme por toda
esta basura -dijo -. Hamo, ponnos una canción para tranquilizarnos un poco».
Unos segundos después, la inconfundible voz de Bob Dylan empezó a llenar el
estudio, y nos quedamos allí sentados escuchando música hasta tarde.
Durante
las semanas siguientes, nuestra pequeña montaña de madera disminuyó, a la par
que el arroz y la harina. Aunque la comida era escasa, la abuela recogía
ortigas y dientes de león del jardín de atrás y me enseñaba cómo hacer con
ellos pasteles y ensaladas. Uno de los vecinos inventó también una receta de
«queso» usando una mezcla de leche en polvo, aceite y vinagre. Con diferencia,
la comida favorita de los niños eran los schnitzels de pan y una mezcla de
«postre» amargo hecho con agua y dos cucharaditas de cacao en polvo. Nos
pasábamos el día hambrientos y no parábamos de hablar de comida a todas horas.
Por la noche, en la oscuridad del refugio, oíamos rugir los estómagos y
jugábamos a adivinar a quién le sonaba más.
Una
tarde a finales de junio, los niños hicieron un concurso de canto en el salón.
Janna, con su típico peto vaquero, se puso a cantar en alto en frente de todos,
y a Selma, que llevaba un vestido rosa y estaba sentada con los chicos, le dio
un ataque de risa. Cuando le tocó cantar a ella le dio vergüenza levantarse,
pero Janna y los chicos la animaron, así que se cubrió la cara y canto en voz
baja desde su sitio. Los niños estaban portándose muy bien y habían sido muy
obedientes desde que empezó el conflicto. Su completa inocencia y su alegría
hasta para las cosas más pequeñas animaban mucho a la hora de enfrentarse a las
dificultades que conllevaba cuidar de todos ellos bajo esas terribles
circunstancias. Yo estaba a punto de unirme al concurso cuando un estrépito
ensordecedor atravesó el aire, y al poco le siguió otro. El cristal de las
ventanas tembló y la habitación se llenó de humo. Nos quedamos parados durante
un segundo, y después los niños empezaron a gritar aterrorizados. Yo estaba
mareada, y los oídos me zumbaban tanto que me dolían.
«¿Estáis
todos bien? -gritaba yo, que apenas oía mi propia voz-. Rápido, id al refugio».
Janna y Selma cogieron a los niños y corrieron a las escaleras. A través del
humo pude ver a la abuela tumbada en el suelo del salón, con los ojos muy
abiertos. Pensé que estaba muerta, pero entonces cerró un instante los ojos y
gritó: «Incluso yo he oído ese último». Parecía estar más contenta que
asustada. La ayudé a levantarse y bajamos las escaleras hasta el refugio, donde
los niños estaban acurrucados en el sofá. «Atka, ¿van a alcanzarnos?», decía
Emir entre lágrimas.
«No,
claro que no. Estas paredes de hormigón son tan gruesas que estaríamos a salvo
aunque tiraran diez bombas directamente sobre ellas».
El
ruido de fuera era cada vez más ensordecedor. Era como si estuvieran cayendo
rayos. «¿Y qué pasaría si cien bombas golpearan la casa?», gritó Tarik.
«No
podrían destruir estas paredes», respondió Janna, gritando.
«¿Y
si fueran millones y millones?», Tarik se puso de pie y empezó a dar patadas al
sofá.
«Aunque
fueran millones y millones, no nos harían daño. Por favor, siéntate y
compórtate -dije tirando de él para que se sentara a mi lado. Yo seguía
temblando-. Si te portas bien te contaré un cuento cuando termine el
bombardeo». Cada vez que caía un proyectil y hacía un ruido ensordecedor, los
niños temblaban y la abuela y yo les abrazábamos fuerte. La abuela rezaba
mientras sostenía sus cuentas en la mano.
Con
varias semanas de conflicto a nuestras espaldas, habíamos aprendido a
diferenciar los sonidos de las armas y a saber aproximadamente a qué distancia
estaban. El sonido de los proyectiles que explotaban ya no nos asustaba
demasiado, a menos que cayeran lo suficientemente cerca de la casa como para
hacerla temblar. Al cabo de un tiempo los bombardeos cesaron, pero nos quedamos
en el refugio por si hubiera una segunda tanda de ataques. Yo estaba
contándoles un cuento a los niños cuando de repente escuché una gran explosión
en la planta de arriba. «¿Qué ha sido eso?», preguntó Selma con un hilo de voz,
asustada.
«No
lo sé», respondí yo, y subí corriendo las escaleras. Me sorprendió ver a Hamo
de pie en la puerta principal. Estaba tosiendo e intentaba recuperar la
respiración. «¿Qué haces tú aquí? ¿Quieres que te maten?», dije sorprendida. Él
me agarró de la mano y me sacó fuera. Intentando coger aire, me dijo que Mesha
estaba al teléfono en el estudio. Sus palabras me dejaron impactada y no supe
qué hacer. «Corre antes de que perdamos la conexión -gritó-. Yo te seguiré
cuando me haya dado un ataque al corazón».
«Dile
a la abuela que me voy», grité, mientras daba la vuelta a la esquina. Bajé
corriendo las escaleras, tropezándome y casi cayéndome, con el ruido de las
bombas explotando en la distancia. Cuando llegué al edificio del estudio, el
guardia me dejó entrar y corrió conmigo mientras me iluminaba el camino. En el
estudio había varias personas. Al otro lado de la habitación había dos chicos
hablando en directo por el micrófono.
«¿Es
tu hermano el que está al teléfono? -me susurró alguien al oído. Yo asentí-. Ve
a la otra habitación». Me dirigí allí de puntillas y cogí el auricular del
teléfono del escritorio, esperando que Mesha siguiera allí. Respiré hondo y
hablé: «¿Hola? ¿Mesha?». Al otro lado solo había silencio. «¿Mesha?», repetí.
«¿Atka?
¿Eres tú?». Al oír su voz familiar al teléfono empecé a llorar. Varias personas
se habían agolpado a mi alrededor. «Sí -dije-, ¿dónde estás? Estábamos muy
preocupados».
«Llevo
semanas intentando llamar a todo el mundo, y por fin esta mañana conseguí
contactar con la tía Tidja, que me ha dado este número -respondió Mesha-. Me
escapé del ejército la semana pasada, y el único sitio adonde podía ir era a
Serbia. Estoy escondido en Belgrado con uno de los amigos de papá, pero quiero
volver a casa». Su voz sonaba tranquila y despreocupada.
«No,
no puedes volver aquí. ¿No sabes lo que está pasando? -grité yo-. Estamos
completamente sitiados y nadie puede entrar ni salir de aquí».
«Eso
no es lo que dice la televisión serbia. Dicen que ellos son las víctimas. Me
han dicho que hay autobuses desde Belgrado hasta Pale y Grbavica». Mesha
parecía convencido. Pale era una pequeña estación de esquí cerca de Sarajevo y
Grbavica era un suburbio en la falda del monte Trebevic.
«No
sé nada de esos autobuses. Los serbios han tomado Pale, ahora es su cuartel
general. Y Grbavica… Los serbios también la tienen controlada. Han expulsado de
allí a casi todos los musulmanes y croatas. Mesha, sé que es difícil
comprenderlo, pero los serbios nos bombardean y nos disparan a diario. No
tenemos agua, comida ni electricidad, y casi todas las líneas de teléfono se
han caído. Si te subes a ese autobús, los serbios te apresarán y no volveremos
a verte… Te lo garantizo. Por favor, no vuelvas». Hablé deprisa y con urgencia,
temiendo que la línea pudiera cortarse en cualquier momento. Era evidente que
la propaganda de los serbios estaba dando una imagen distorsionada de la
realidad.
«La
tía me ha dicho lo mismo, me ha sugerido que vaya con nuestros primos a
Macedonia». Ahora Mesha parecía estar confuso.
«Sí,
vete a Macedonia, por favor, ¡pero no vuelvas aquí hasta que se haya terminado
toda esta mierda! Confía en mí, si intentas volver te matarán». No pude
resistir más y empecé a llorar. Alguien me dio medio cigarrillo y le di una
honda calada. Hamo apareció en la puerta.
«Está
bien, intentaré llegar a Macedonia -respondió Mesha-, pero ni siquiera sé si
lograré llegar hasta allí. No tengo ningún documento identificativo, me los
confiscó el Ejército Popular».
«Tienes
que intentarlo. Hagas lo que hagas, por favor no vuelvas aquí -esperé a que
respondiera, pero ahora solo se oía silencio-. ¿Hola? ¿Mesha? ¿Mesha?», pero
habíamos perdido la comunicación y, después de esperar un rato, colgué el
teléfono resignada.
Todo
era una nebulosa. Alguien me preguntó por qué estaba llorando y me preguntaban
si había recibido alguna mala noticia. Yo no podía hablar, estaba esperando que
el teléfono volviera a sonar. Escuché a Hamo decirle a los demás: «Es su
hermano. Servía en el Ejército Popular cuando empezó la guerra…». Yo me sequé
las lágrimas y expliqué que había escapado y que iba a intentar llegar a
Macedonia.
«Es
mejor que se mantenga alejado de aquí», apuntó alguien.
«Lo
sé, pero estoy preocupada».
Para
intentar animarme, Hamo dijo con una sonrisa: «¡Mesha me debe una por esto!
Llevo más de treinta años viviendo en esa colina y nunca antes había subido
esas escaleras. Pensaba que se me iba a salir el corazón por la boca». Después
puso los brazos sobre mis hombros y, mirándome directamente a los ojos, dijo:
«No te preocupes por tu hermano. Es un chico listo».
En
Zagreb
Hana
Había
partes de Croacia que estaban sumidas en el conflicto, pero la capital, Zagreb,
y la mayor parte de la zona central estaban a salvo. Omer, su mujer y sus dos
hijos vivían en un modesto piso de dos habitaciones en una urbanización cercana
al aeropuerto, a las afueras de la ciudad. Se oían aviones zumbando de fondo y
yo me paraba a verlos, pensando que algunos de ellos llevaban ayuda humanitaria
a Sarajevo. Habían pasado dos semanas desde que Nadia y yo nos habíamos ido de
casa. Pensábamos que a estas alturas ya podríamos haber vuelto, pero los
ataques serbios se habían intensificado y cada día llegaban más refugiados
bosnios a Croacia. Pese a que la mujer de Omer nos decía que nos sintiéramos
como en casa, seguía siendo un poco raro vivir con gente a la que apenas
conocíamos. Yo no tocaba nada sin preguntar antes, aunque solo fuera para echar
un vistazo a algún libro de alguna estantería. La mayoría de los días nos
quedábamos en el piso y veíamos las noticias de Sarajevo en la televisión.
«¿Cuánto tiempo crees que nos quedaremos aquí?», le pregunté a Nadia una de
esas tardes.
«No
lo sé. La guerra está empeorando cada vez más. Quizá falten todavía dos o tres
semanas… -dijo ella mientras bajaba el volumen de la televisión-. A ver qué
dice mamá cuando venga». Mamá nos había llamado desde Viena. Ella y Lela
estaban alojadas en un centro organizado para refugiados bosnios y no les
quedaba dinero. Su situación no era nada halagüeña. Mamá estaba desesperada por
encontrar un sitio en el que Lela pudiera quedarse y ella pudiera venir y
quedarse con nosotras, pero no sabía cuándo podría ser eso.
Cuando
nos fuimos de casa, Nadia y yo solo cogimos unos vaqueros y un par de
camisetas, así que la hija adolescente de Omer, Maya, nos dio parte de la ropa
que le había quedado pequeña. También compartió su minúscula habitación con las
dos, y Omer consiguió colocar un colchón hinchable en el suelo para que
durmiéramos Nadia y yo. Por la noche solíamos quedarnos despiertas hablando en
voz baja, y nos preguntábamos por el destino de nuestra familia y el de
Sarajevo. Nos habíamos ido de casa sin ninguna foto, así que intentaba
imaginármelos a todos con la mente. Aunque todos los días intentábamos
localizarles por teléfono, no lográbamos contactar con ellos e incluso
ignorábamos si seguían o no con vida; y lo mismo ocurría con el resto de
nuestra familia, que, por lo que sabíamos, seguía en Bosnia. Les echaba de
menos a todos.
Una
tarde, mientras Maya y yo estábamos charlando, le di las gracias por compartir
con nosotras su habitación. «En absoluto, no te preocupes», dijo ella. Nos
sentamos y nos pusimos a mirar los posters que tenía en las paredes de su
habitación, que eran como una docena: Freddie Mercury, AC/DC, Guns N’ Roses y
otros tantos cantantes internacionales. «¿Te gusta alguno de estos grupos?», me
preguntó.
«Me
gusta Oliver -dije yo, mirando una imagen que tenía del cantante croata-. Es
muy famoso en Sarajevo».
«¿En
serio? ¡También es mi favorito!», dijo ella, poniendo una de sus cintas en su
radiocasete rosa. Cantó en alto y, aunque yo también me sabía las letras, me
dio mucha vergüenza acompañarla. Cuando terminó la canción, rebobinó la cinta y
volvió a cantarla, esta vez a un volumen mucho más alto.
«Eres
muy graciosa», le dije riéndome. Con Omer y su mujer no me encontraba tan
relajada, y tampoco con su hijo de diez años, Vedad. Casi siempre cenábamos
juntos, pero, como yo no quería entrometerme en su vida, no hablaba mucho.
Ellos nunca hicieron ningún comentario acerca de nuestra estancia en su casa,
pero yo me sentía incómoda. La situación económica de Croacia era complicada
por culpa de la guerra y sabía que, al fin y al cabo, Nadia y yo éramos dos
bocas más que alimentar. También sabía que al hermano de Maya le encantaba la
comida y siempre era el primero en terminar, así que una noche, cuando
estábamos cenando carne y patatas asadas y le vi echando un vistazo a los
platos de los demás, suspiré profundamente y dije: «Ay, estoy llenísima, ¿a
alguien le importa terminarse mi plato?». Su cara regordeta se iluminaba a la
vez que se echaba la comida en su plato. Todos nos echamos a reír. Yo me
alegraba de poder contribuir con algo, aunque en realidad aquello que estaba
dando no fuera estrictamente mío.
Como
ponía un especial cuidado en no molestar, una tarde me horrorizó comprobar que,
cuando la mujer de Omer volvió de trabajar, no había agua caliente. Sin querer,
había apagado la bombona de agua caliente después de ducharme. Me sentí
completamente estúpida y me pasé toda la noche preocupada por que nos dijeran
que teníamos que irnos de allí.
Por
las mañanas, Omer y su mujer se iban a trabajar y Maya y su hermano iban al
colegio. Yo estaba enfadada y hundida por que la guerra me hubiera impedido
seguir yendo al colegio, pero seguía creyendo que regresaríamos pronto a
Sarajevo y la vida volvería a la normalidad. La mayoría de las veces, después
de ordenar el piso, Nadia y yo estábamos pendientes de los telediarios. Era
difícil contener las lágrimas cuando daban noticias sobre Sarajevo. Había mucha
gente herida o asesinada, y muchísimos hogares destruidos. Esperaba que mi
familia estuviera a salvo y que ninguna de esas bombas hubiera caído cerca de
casa. Los echaba de menos, pero, como no quería dar pena a Omer y a su mujer ni
que pensaran que éramos unas desagradecidas, siempre me lavaba la cara con agua
fría antes de que llegaran a casa, para que no se notara que había estado
llorando.
A
mediados de junio, el primer día de sus vacaciones de verano, Maya y su hermano
entraron corriendo por la puerta y tiraron las mochilas al suelo, casi
incapaces de contener la emoción. Era un día de mucho calor y desde la ventana
de la cocina se veía a unos cuantos niños jugando. Maya estaba a punto de salir
cuando por fin reuní el valor suficiente para preguntarle si podía ir con ella.
«Claro que puedes. No te lo he preguntado antes porque pensaba que no
querías…», contestó mientras se recogía el pelo en una coleta. Nos pusimos los
zapatos y salimos corriendo afuera. Sus amigos estaban jugando con una pelota
pero, según nos acercábamos, pararon y nos miraron. Una niña de pantalones
cortos azules se cruzó de brazos y dijo: «Maya, ¿quién es ésta?».
«La
refugiada de Bosnia de la que os he estado hablando. ¿Puede jugar con
nosotros?». Nadie respondió. Yo estaba allí de pie con la camiseta rosa y los
pantalones cortos que me había dado Maya, sintiéndome igual que si hubiera
tenido un ojo de más o cuatro piernas. Por fin, la niña que tenía la pelota en
las manos me preguntó mi nombre.
«Soy
Hana, ¿y tú?»
«Yo
soy Petra», dijo ella, lanzándome la pelota. La cogí y se la tiré a un niño que
había de pelo rubio.
«Buen
pase», dijo Maya, y empezamos a jugar. Más tarde nos sentamos en el borde de la
acera junto al edificio de Maya. Petra me preguntó si la guerra era igual en la
vida real que en la tele.
«Da
más miedo -respondí-. Me acuerdo de las primeras sirenas que sonaron cuando dos
aviones del Ejército Popular Yugoslavo sobrevolaron la ciudad muy de cerca. Mis
amigos y yo pensamos que era tan emocionante ver aviones que salimos a la calle
gritando: «Top Gun, Tom Cruise». Pero al día siguiente los serbios empezaron a
bombardear la parte antigua de la ciudad y vimos desde lejos cómo ardía la
Biblioteca Nacional. Los serbios bombardearon casas, museos, iglesias y
mezquitas, incluso hospitales. También mataron a un vecino nuestro. Lo peor era
por la noche, cuando teníamos que sentarnos en la oscuridad del refugio
esperando que los proyectiles no cayeran muy cerca de nosotros».
«En
octubre hubo sirenas en Zagreb, cuando los aviones del Ejército Popular
bombardearon el edificio principal del gobierno -dijo Petra-. Intentaban matar
a nuestro presidente, pero ésa ha sido la única vez que han atacado Zagreb».
«Ya
lo sé, vimos en las noticias cómo los serbios atacaban Vukovar y Osijek, pero
nunca imaginamos que pudiera ocurrir en Bosnia», dije yo.
«Si
los serbios quieren vivir todos juntos, ¿por qué no se van todos a Serbia?»,
comentó Maya, y todos nos mostramos de acuerdo. Al atardecer iluminaron las
farolas y la madre de Maya nos llamó desde la terraza para que entráramos a
cenar.
«Mañana
puedes contarnos más cosas», dijo Petra mientras me ponía en pie. «Claro», dije
yo, y corrí detrás de Maya camino a su casa.
Dos
días más tarde, mamá entró por la puerta del piso de Omer con una bolsa de
viaje azul en la mano. Gritamos mientras corríamos hacia ella. «¡Por fin! ¡Qué
contenta estoy de volver a verte!», dijo Nadia llorando. Mamá nos abrazó y yo
me eché a llorar. La piel de sus manos parecía menos suave que antes y tenía el
pelo más largo y más gris, pero ahora que volvía a estar con nosotras, todas
mis preocupaciones se desvanecieron.
«Tienes
unas hijas adorables», dijeron Omer y su mujer. Mamá les agradeció que cuidaran
de nosotras y les dijo lo perdida y perpleja que se había sentido en medio del
caos y la confusión de la guerra.
«Esperemos
que no dure mucho», dijo Omer mientras guiaba a mamá a la cocina. Nadia y yo
nos sentamos a su lado y le contamos todo lo que nos había ocurrido desde que
habíamos tenido que salir de casa. Mamá escuchó y después, mientras se echaba
un terrón de azúcar en el café, nos contó todo por lo que habían pasado Lela y
ella. Fueron incapaces de volver a Sarajevo con la ayuda que le habían enviado
a recoger, y no tuvieron más elección que quedarse en Viena, donde ayudaba en
el centro de refugiados en el que se alojaban. Como no sabíamos cuánto tiempo
nos llevaría volver a casa, mamá había conseguido dejar a Lela en Viena con un
amigo de la familia. Nos daba pena que no estuviera allí con nosotras.
Aquella
noche mamá insistió en preparar ella la cena, e hizo nuestro plato favorito,
krompirusha, hecho con masa filo y patatas. Después se quedó hasta bien entrada
la noche con Omer y su mujer, hablando de política y de la guerra. «Te vi en la
televisión el año pasado, cuando tú y las otras madres pedíais que dejaran a
vuestros hijos abandonar el ejército -dijo Omer-. ¿Conseguísteis algo?».
«Nada.
Éramos cinco mil y veníamos de todas partes de Yugoslavia, y ninguna sabíamos
qué pasaba con nuestros hijos. A cientos de nosotras nos tuvieron encerradas en
el cuartel general durante veintisiete horas, amenazándonos con que nuestros
hijos pagarían las consecuencias si seguíamos protestando. Había algunos
periodistas con nosotras, pero les echaron. Al segundo día, un soldado del
Ejército Popular que simpatizaba con nosotras entró y nos advirtió de que había
oído a dos generales planeando simular una revuelta que justificara abrir fuego
contra nosotros. Cuando oímos aquello nos fuimos por voluntad propia. Ahora
temo por Mesha. Ni siquiera puedo contactar con él en los barracones de
Montenegro. Quién sabe dónde estará… - A mamá le empezó a temblar la voz y se
puso a llorar-. Y solo Dios sabe cómo estará el resto en Sarajevo…», dijo,
frunciendo el ceño y agachando la cabeza.
Ya
era tarde cuando nos fuimos todos a la cama. Maya se quedó a dormir en el salón
para que mamá pudiera dormir en la misma habitación que nosotras. Por la
mañana, cuando Omer y su mujer se iban a trabajar, mamá volvió a darles las
gracias y les dijo que encontraríamos otro alojamiento tan pronto como fuera
posible. Intentamos volver a llamar por teléfono a Sarajevo, pero esta vez tampoco
hubo suerte, así que acudimos a uno de los puestos de la Cruz Roja de la
ciudad, donde nos dijeron que podríamos enviar un mensaje. Aunque nos
advirtieron de que cabía la posibilidad de que no llegara a su destinatario,
rellenamos uno de los formularios y escribimos un mensaje a casa, y en el
camino de vuelta compramos a mamá un periódico para que mirara las ofertas de
empleo. No teníamos dinero y lo necesitábamos desesperadamente. Había un
anuncio para tareas domésticas al que en circunstancias normales mamá nunca
habría mirado, pero por el que se interesó al ver que incluía alojamiento.
Llamó al número de teléfono y concertó una cita para el día siguiente. La
entrevista era en el centro de la ciudad, que estaba a cuarenta minutos en
autobús, y Nadia y yo la acompañamos. Desde la estación de autobús subimos por
una de las calles principales intentando localizar la dirección.
«Zagreb
es muy llano -dije yo-. Echo mucho de menos las montañas».
«Yo
también», dijo Nadia.
«El
centro de Zagreb se parece a Viena -dijo mamá-. Eso es porque los
austrohúngaros gobernaron también aquí».
«Sí,
estos edificios me recuerdan a los que construyeron en el centro de Sarajevo,
pero no creo que Zagreb tenga el mismo encanto que Bascarsija», añadí yo
acordándome de la parte antigua de Sarajevo, con sus antiguas mezquitas y sus
calles estrechas adoquinadas abarrotadas de tiendecitas de artesanía. Echaba de
menos el olor a carne a la parrilla y al café tostado que salía de las
cafeterías y los restaurantes.
«Bueno,
eso es porque Sarajevo estaba gobernado por los turcos y Zagreb nunca lo ha
estado», nos explicó mamá mientras subíamos al edificio. Me encantaba volver a
tener a mamá con nosotras, sabía un montón de cosas.
Cuando
llegamos, llamamos al timbre de una espléndida casa con grandes ventanas
arqueadas y nos abrió la puerta una mujer vestida impecablemente y con el pelo
recogido en un moño, que nos llevó a un gran jardín en la parte de atrás de la
casa. Nunca había visto un jardín de ese tamaño en pleno centro de la ciudad. Nos
sentamos a la mesa que había colocada sobre el césped, delicadamente cortado, y
mamá y la mujer empezaron a hablar. Ella le explicó que era la esposa de un
ministro, y mamá le contó que nunca había trabajado en ninguna casa, pero que
le encantaba cocinar. Yo interrumpí la conversación y dije que la comida de
mamá estaba deliciosa. Se me hacía raro estar escuchando a mi madre solicitar
un trabajo de limpiadora. La mujer parecía estar impresionada con ella y, al
poco tiempo, ella y mamá ya estaban hablando de la situación actual. Se
entendieron bien, pero resultó que no podía contratar a una refugiada porque
podría haber problemas por nuestra condición. Cuando nos fuimos me sentí mejor:
aunque mamá no hubiera conseguido el trabajo, al menos estábamos haciendo algo
para salir adelante. Mamá dijo que volvería a intentarlo en otro sitio pero
que, si no lo conseguía, contactaría con la parte croata de la organización
humanitaria para la que había estado trabajando y esperaba que, a través de
ellos, pudiéramos conseguir un lugar en el que quedarnos.
Al
cabo de unos días, mamá empezó a hacer de voluntaria en el centro de las
«Madres por la paz». Al principio solo trabajaba un par de horas al día, pero
luego fue quedándose cada vez más tiempo y a veces pasaba allí incluso el día
entero. A cambio de su trabajo recibía ropa y comida, y se alegraba de poder
llevar algo al piso donde estábamos. Nadia y yo solo la veíamos por las noches
o si íbamos a alguno de sus mítines. No queríamos pasar todo el tiempo en el
piso, porque con nosotras éramos muchos y, últimamente, Maya y su hermano
habían empezado a pelearse incluso delante de nosotras.
En
los mítines de mamá, Nadia y yo permanecíamos sentadas al fondo. Las salas
siempre estaban atiborradas de gente, con cientos de refugiados pidiendo ayuda.
No parecía haber nadie al cargo de estos mítines, y me daba la sensación de que
estaban muy desorganizados. Sin embargo, al final la gente se nos acercaba para
decirnos lo mucho que les había ayudado mamá a ellos y a sus familias.
Una
tarde en que hacía mucho calor, mamá nos llevó al hospital de mujeres que había
en la ciudad. Una de las enfermeras nos llevó al jardín y nos mostró a una
chica joven sentada en un banco a la sombra de un gran árbol. Tenía el pelo
largo y suelto y la piel tan pálida como el camisón que llevaba puesto. Nos
presentamos y mamá se sentó a su lado. Nadia y yo nos sentamos en el césped y
escuchamos mientras hablaban. La chica, que tenía las manos juntas y la cabeza
agachada, le dijo a mamá que tenía dieciséis años y venía de un pueblo pequeño
de Bosnia. Hablaba en voz muy baja y apenas podíamos oír lo que decía, así que
nos acercamos más al banco.
«Los
chetniks entraron en el pueblo -dijo con una voz apenas perceptible- y dos
hombres me violaron delante del resto de las chicas. Luego llegaron más chetniks
y se turnaron para hacer lo mismo con las demás». Me estremecí; la palabra
«violación» me daba náuseas. Nadia y yo nos miramos abochornadas. La chica se
encogió de hombros y después hizo una pausa. Mamá la rodeó con sus brazos y
ella respiró hondo. «Después -prosiguió- se mofaron de nosotras diciendo que
estaban esparciendo la semilla serbia». Su historia me parecía repugnante. La
chica me daba mucha pena, pero permanecí en silencio y nos quedamos un rato con
ella. Estaba embarazada y necesitaba ayuda, así que mamá prometió intentar
encontrarle un sitio para vivir. Me sentía afortunada sabiendo que a Nadia y a
mí no nos había ocurrido nada cuando habíamos estado solas. En el camino de
vuelta no pudimos dejar de hablar de ella.
Pasaron
dos semanas. Sabíamos que éramos demasiados en el piso de Omer, así que mamá
intentó buscar alojamiento en Zagreb, aunque, sin dinero, la única opción que
teníamos era ir a uno de los centros temporales que ya estaban atiborrados de
refugiados. Omer sugirió que nos quedáramos hasta que encontráramos algo mejor.
Una noche, ya tarde, mientras Nadia y yo estábamos tumbadas en la cama, me
volví hacia ella y le pregunté: «¿Por qué mamá está haciendo todo ese trabajo
para otra gente? ¿Qué hay de nosotras? ¿Quién nos va a ayudar a nosotras?».
«No
tengo ni idea -respondió ella elevando las cejas-. No quiere volver a casa;
supongo que se siente útil haciendo algo. Hay mucha gente que necesita ayuda».
«Lo
sé -dije yo apartando las mantas con el pie-, pero aquí no estamos en casa precisamente.
¡A ella no le están pagando, y yo me pregunto cuánto tiempo más va a
aguantarnos aquí esta gente! Quiero que se acabe pronto esta estúpida guerra y
podamos volver a casa». Nos quedamos allí charlando hasta que oímos la puerta
principal. Mamá había vuelto y tenía buenas noticias: había conseguido que
fuéramos a Primosten, un pueblo pequeño y seguro situado en la costa. «¿Por qué
Primosten?», pregunté yo.
«Hana,
créeme, es el único sitio que he encontrado -respondió mamá-. ¿Os acordáis de
Marco, el amigo que tenía Mesha en el Ejército Popular? Está viviendo allí con
su familia en un albergue para refugiados», dijo. El año anterior, mientras
servía con Mesha en el Ejército Popular, atacaron Vukovar, al este de Croacia,
que era el pueblo de Marko. Había perdido todo el contacto con su familia y no
sabía si estaban vivos o no. Pasó semanas desesperado y solía llamarnos en
medio de la noche amenazando con volar su barracón y a sí mismo. Mamá pasó días
enteros al teléfono hablando con la Cruz Roja croata hasta que por fin averiguó
que, aunque habían sacado a su familia de Vukovar, seguían vivos y a salvo.
Marko había escapado del Ejército Popular en enero, y se quedó con nosotros en
Sarajevo unos cuantos días hasta que mamá consiguió organizar su regreso a Croacia.
Antes de irse dijo que nunca olvidaría la amabilidad de nuestra familia.
«Ha
conseguido una habitación para vosotras dos», explico mamá.
«¿Qué
quieres decir con “nosotras dos”? ¿Tú no vienes?», pregunté. Mamá dijo que se
sentía más útil ayudando con el voluntariado, así que había decidido quedarse
en Zagreb con una de las mujeres de la agencia humanitaria. El corazón me dio
un vuelco; el hecho de pensar en irnos solas a un sitio nuevo me daba miedo.
Aunque entendía por qué mamá se sentía más útil allí, me daba rabia el hecho de
tener que volver a irnos por nuestra cuenta. Salí de la habitación con lágrimas
en los ojos. Me invadió la ira hacia la guerra y los chetniks. ¿Por qué habían
tenido que empezar una guerra y obligarnos a dejar nuestra casa? Volvió a
ahogarme la misma sensación de impotencia que había tenido al dejar Sarajevo, y
de nuevo volví a sentirme completamente sola.
Los
Tíos
Atka
El
pequeño y retorcido ciruelo que había en el jardincito de debajo de nuestra
casa nunca había dado tanto fruto, y sus ramas nudosas estaban vencidas por el
peso. Era alentador ver que al menos había algo que florecía en aquellas
circunstancias. Los niños y yo recogimos las ciruelas que estaban maduras e
hicimos un primer lote de mermelada. Era algo delicioso y emocionante que poder
añadir a nuestra sosa y repetitiva dieta de arroz y harina. Estos pocos tarros
que guardamos cuidadosamente en el armario eran el único progreso que podíamos
hacer. Por otra parte, el abastecimiento de madera era ya casi inexistente, así
que arrancamos la puerta de uno de los dormitorios y la cortamos para hacer
leña.
Se
cumplían ya cuatro meses del asedio a la ciudad, y cada día parecía un año
entero. Subir la colina cargados con los bidones nos llevaba la mayor parte del
día, ya que ahora la única fuente de agua provenía de la fábrica de cerveza que
había en la parte antigua de la ciudad, que estaba a bastante distancia de
nuestra casa. Había contenedores grandes alineados en las calles para ofrecer
alguna protección contra el fuego de los francotiradores. También había perros
abandonados por la ciudad, rebuscando entre los escombros y los montones de
basura sin recoger. El cementerio principal de la ciudad estaba demasiado
expuesto, y era muy peligroso organizar allí algún entierro, así que los
parques de la ciudad y los campos de fútbol que antes albergaban a una multitud
de gente alegre empezaron a llenarse ahora de tumbas recién excavadas. El
cristal de las ventanas estaba destrozado y los edificios estaban llenos de
agujeros de bala. Algunos edificios estaban parcialmente destruidos a causa de
los bombardeos constantes y el fuego de mortero y las caras de la gente
mostraban cansancio y preocupación.
Sin
embargo, después de meses escondiéndose, la gente había empezado a atreverse a
salir. Acabar muerto o herido era cuestión del destino, y la panadería
principal y el periódico local seguían funcionando, desafiando así a la guerra.
Las Naciones Unidas habían tomado el control sobre el aeropuerto de la ciudad y
permitían a sus aviones que transportaran ayuda alimentaria a la ciudad, aunque
los vuelos tuvieron que ser suspendidos debido a los intensos bombardeos.
Recibíamos raciones insignificantes de harina, aceite, queso y pescado
enlatado, pero el mercado negro estaba floreciendo y los precios de la comida
eran astronómicos; la escasa verdura y la comida enlatada que estaban
disponibles costaban ahora veinte veces más que antes de la guerra. Para
nosotros, estos precios eran sencillamente inalcanzables. Yo había oído que la
mayor parte de esta comida había sido robada de los paquetes de ayuda
preparados para los sarajeveses, y despreciaba a los que se lucraban en el
mercado negro haciendo dinero de nuestra miseria. Además, todos los edificios
de los bancos habían cerrado y estaban abandonados, y los ahorros de todos
habían desaparecido. Y mi padre, como la mayoría de la gente, ya no tenía
trabajo, así que no percibíamos ningún sueldo.
Los
periodistas extranjeros parecían ser los únicos con permiso para entrar y salir
de Sarajevo en vuelos de las Naciones Unidas, y se habían convertido en nuestro
único medio de comunicación con el mundo exterior. A mediados de julio
recibimos las primeras buenas noticias en mucho tiempo, cuando un periodista
francés nos entregó un mensaje de mamá escrito en un trocito de papel. Le
pregunté en inglés dónde y cuándo había visto a mi madre, pero se encogió de
hombros y me enseñó un montón de cartas que llevaba en una pequeña bolsa de
plástico: «Me crucé con cientos de refugiados cuando estuve en Zagreb el otro
día. Muchos me pidieron que trajera mensajes a sus familias… Lo siento, pero no
recuerdo quién era tu madre», explicó. Le dimos las gracias antes de que se
marchara. Mamá decía que Lela seguía en Viena, y que Hana y Nadia estaban con
ella en Zagreb, aunque pronto se irían a un centro de refugiados en Primosten.
En el papel estaban escritas las direcciones de todos.
Mamá
decía también que estaba trabajando mucho en labores humanitarias, ayudando a
ubicar a refugiados de Bosnia en Inglaterra y Austria. Decía que nos quería y
que pensaba en nosotros todo el tiempo. El mensaje era breve y no dejaba claro
cómo estaban logrando salir adelante fuera de casa. Tras casi dos meses de
preocupación, por fin sabíamos dónde estaban y que se encontraban a salvo.
Siempre que pensaba en esa carta sentía una sensación de alivio, y ni siquiera
los fuertes bombardeos, que comenzaban a primera hora del día, lograban
estropeármelo.
Durante
los días siguientes les enviamos varias cartas, unas a través de la Cruz Roja y
otras mediante periodistas extranjeros. En señal de afecto, los niños dibujaban
sus manos en las cartas que enviábamos, y papá y yo esperábamos que, al menos,
una de ellas llegara a su destino.
La
última semana de julio se llevó la primera víctima de nuestra familia. Un
francotirador disparó a nuestro tío Nako, uno de los hermanos pequeños de papá.
Estábamos desechos. Nako vivía en Dobrinja, un barrio a las afueras de la
ciudad, justo en una de las líneas del frente. Este barrio estaba comunicado
con la ciudad a través de un tramo corto de carretera que siempre estaba bajo
el fuego. El barrio mismo de Dobrinja sufría un asedio tras otro, y para
nosotros era demasiado peligroso ir hasta allí a consolar a su mujer y a sus
dos hijos, por no hablar de ir al funeral.
Un
día caluroso, casi una semana después de que mataran a mi tío, tuve que
quedarme acurrucada en el sofá con un dolor insoportable en la parte derecha de
la espalda, abajo, y apretaba los dientes muerta de dolor. Los niños me
miraban, confundidos y preocupados. Yo quería sonreír para asegurarles que me
encontraba bien, pero la expresión de dolor en mi cara no hacía más que
asustarles. La abuela miraba impaciente por la ventana: «Ahí viene», dijo, y
fue a abrir la puerta de casa.
Mi
amiga Sabrina, que vivía a dos puertas de nuestra casa, llegó con una bolsa
colgada del hombro. Era guapa y tenía una cara alegre, y trabajaba de enfermera
en uno de los centros de ambulancias improvisadas que se había organizado en la
escuela local.
Parecía
preocupada cuando me vio, y me preguntó dónde me dolía. Yo se lo indiqué y ella
me dio un pinchazo agudo que me provocó un dolor tan intenso que creí que me
iba a desmayar. «Debe ser el riñón -dijo ella, abriendo su bolsa y acercándome
un par de pastillas-. Lo único que puedo hacer es darte unos analgésicos
fuertes mientras me queden». Selma se levantó y me trajo un vasito de agua, y
me tomé las pastillas inmediatamente. «Se trata de una piedra en el riñón o de
una infección -dijo Sabrina-, pero es difícil saberlo sin una ecografía». Nos
miramos sabiendo que no iban a mirarme el riñón; los hospitales estaban
abarrotados de heridos y moribundos, y muchas veces no tenían ni siquiera agua
o electricidad. «Voy a dejarte algunas pastillas; el dolor no debería tardar en
irse. Te pondrás mejor», dijo acariciándome el hombro. Después miró a la abuela
y le preguntó si podíamos tomar un café. La abuela sonrió y respondió
disculpándose: «Mi niña, te haría uno si tuviera, pero hace mucho que no lo
huelo ni lo tomo». Sabrina sacó un puñado de granos de café envuelto en un
pañuelo y se lo dio a la abuela sonriendo: «No le estoy preguntando si tiene,
sino si le apetece». La abuela le devolvió la sonrisa y cogió el café. Después
encendió un fuego en la estufa.
«¿Tu
abuela usa puertas para hacer leña? -preguntó Sabrina-. He oído que los zapatos
de piel y los vaqueros también arden bien».
«Sí,
ya lo sé. Ya hemos quemado uno o dos», respondí.
El
agua tardó un poco en calentarse en la estufa, y, para cuando el café estaba
listo, el dolor que tenía en la espalda se me había pasado lo suficiente como
para poder sentarme un poco. El fuerte aroma a café oscuro que flotaba a
nuestro alrededor nos levantó el ánimo. Sentada a mi lado, la abuela servía el
café con cuidado en unas tacitas, disculpándose por no tener azúcar. Sabrina me
ofreció un cigarrillo, y nos pusimos a fumar mientras nos tomábamos el café
caliente.
«He
escuchado lo de tu tío Nako; lo siento mucho. ¿Cómo fue?», preguntó Sabrina.
Respiré
hondo y dije: «Le disparó un francotirador mientras estaba cruzando la calle.
Su mujer y sus dos hijos vieron todo desde la ventana de su casa». La voz se me
quebró y empecé a llorar.
«Oh,
qué tragedia… Pobres niños. ¿Fuiste al funeral?»
«No.
Viven en Dobrinja…»
«Pobre
abuela tuya. Entonces, ¿cómo te enteraste de que le habían matado?»
«Estaba
traduciendo en Studio 99. El hermano más pequeño de mi padre, Zoran, consiguió
contactar conmigo y me dijo lo que había pasado. Yo tuve que contárselo a papá
cuando llegué a casa. Fue terrible -paré un momento mientras recordaba la
mirada de horror en su cara-. Lo único que hacía era mirarme con incredulidad
y, cuando fui a abrazarle, se dio la vuelta. Al día siguiente fui a decírselo a
Mayka».
«No
tienes por qué hablar de ello si no quieres», dijo Sabrina, agachando la
cabeza.
«Lo
cierto es que me siento mejor hablando de ello con alguien -me soné la nariz y
me restregué los ojos-. Zoran y la tía Azra estaban en casa de Mayka cuando
llegamos papá y yo. Ella estaba a su lado. Azra intentó tranquilizarla mientras
el resto de nosotros permanecimos allí sentados buena parte del día, aturdidos
e impotentes. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?», pregunté mirando a Sabrina y
encogiéndome de hombros.
«¿Qué
tal lo lleva tu padre?»
«No
estoy segura; apenas le vemos. Pasa mucho tiempo en casa de Mayka o trabajando
con sus amigos. Se han puesto de acuerdo todos para escribir cartas que
atraigan la ayuda de los líderes internacionales. Como algunos funcionarios
creen que su trabajo podría merecer la pena, a papá le han eximido del deber de
acudir al ejército. Cuando está en casa, pasa horas sentado escribiendo cartas.
Incluso cree que Margaret Thatcher va a ayudar de alguna manera a Sarajevo,
aunque ya no sea la primer ministro. Creo que está en estado de shock»,
respondí con pena.
«¿Y
quién no? Es difícil mantenerse cuerdo -dijo ella-. Por eso algunos de esta
calle nos reunimos por la noche en el refugio del colegio para cantar y tocar
la guitarra…».
«Lo
sé… Cualquier cosa es buena para quitarse esto de la cabeza. Yo voy al estudio
siempre que puedo -dije señalando el pase de prensa de Studio 99 que acababan
de darme-. También he estado leyendo e intentando estudiar para los exámenes de
la universidad».
«¿Cómo?
¿Exámenes en mitad de la guerra?», preguntó sorprendida.
«Sí,
¡quién lo diría! Una de mis amigas y yo fuimos a la universidad el otro día
para enterarnos de qué pasaba, y vimos que algunos profesores seguían allí. Nos
dijeron que podíamos ir y hacer algunos de los exámenes finales cuando pudiéramos».
Sabrina
se echó a reír: «No hay manera de librarse. Me sorprende que haya gente allí».
«En
realidad, la universidad no sigue en marcha. El edificio está lleno de cientos
de refugiados de los pueblos. Tienen que cocinar fuera con estufas y tienen que
compartir las pocas instalaciones que hay disponibles. Sin nada de agua, te
puedes imaginar el olor…».
«…Al
menos nosotros seguimos en nuestras casas».
Apagué
mi cigarrillo y me arrastré hasta el sofá. Se me había pasado el dolor y tenía
sueño. Bostecé y en seguida me dormí. Pocos días después se puso a llover, así
que recogimos del canalón el agua de la lluvia y la pasamos por un colador.
Aunque no era agua potable, nos servía para lavar los platos y la ropa. Para
tapar las ventanas del salón, que estaban destrozadas, habíamos pegado unos
envoltorios de plástico grueso a los marcos, en el que venían impresas las
siglas de ACNUR. Sin embargo, la lluvia había pasado por los laterales de las
cintas, así que coloqué toallas en los alféizares para que absorbieran el agua.
Mi
dolor de riñón casi había desaparecido y me sentía mucho mejor, así que decidí
utilizar el agua de lluvia y lavar algo de ropa. A veces, la ayuda humanitaria
que nos daban incluía una pastilla de jabón que era como un ladrillo marrón
grande con una textura parecida a la de la cera y que yo dividía en varias
partes más pequeñas para racionarlo. Tenía un olor raro, pero era efectivo y
lavaba bien la ropa.
Empapé
la ropa en agua fría y empecé a lavarla. Como siempre, Janna y Selma vinieron a
ayudarme. Les di a cada una un trozo de jabón y les enseñé cómo usarlo con
moderación. Janna empezó a cantar en alto y Selma arrugó la frente en un gesto
de concentración mientras lavaba uno de sus vestidos.
«Atka,
¿así está bien?», preguntó Selma levantando el vestido que estaba lavando.
«Está
perfecto, Selma. Vamos a aclararlo y luego lo ponemos en el tendedero». Las dos
eran muy pequeñas, pero siempre me ayudaban sin que yo se lo pidiera. También
solían jugar con los pequeños y les leían cuentos, y nunca se quejaban de nada.
Pasamos
la mayor parte del día lavando ropa y, más tarde, cuando terminó de llover, la
pusimos a secar. Tanto la abuela como yo apreciábamos el esfuerzo de las niñas
y estábamos orgullosas de ellas. Hicimos un poco de té y pasamos la tarde
leyendo y estudiando. Fue un día tranquilo, con un silencio interrumpido solo
por el ruido ocasional de los disparos.
Un
par de días más tarde fui a ver a Mayka. Había pasado dos años viviendo con
ella después de que mi abuelo muriera, y habíamos intimado mucho. Papá pasaba
mucho tiempo con ella, y el resto de la familia pasaba por allí siempre que
podía para ver qué tal estaba. La pérdida de su hijo Nako le había afectado
mucho, y estaba muy delicada y muy triste.
Me
alegró ver a Zoran en casa de Mayka. Era su hijo pequeño y mi tío favorito.
Cuando yo era pequeña, Zoran aún era estudiante, y le recuerdo perfectamente
tocando la guitarra y cantándonos canciones. En aquella época llevaba el pelo
largo y para mí era como una estrella de pop. Me enseñaba sus canciones
favoritas y me llevaba a hombros entre los rosales que tenía Mayka en el
jardín. Más tarde, cuando ya era ingeniero eléctrico, su trabajo le llevó al
extranjero a él y a su familia, y acababan de llegar de un destino en Irak
justo antes de que empezara la guerra. Toda la familia apreciaba mucho a Zoran
por su carácter pacífico y animado, y verle siempre era motivo de alegría.
También me animaba con los estudios y, cuando le conté que acababa de aprobar
tres exámenes, me felicitó.
Había
traído algo de comida y un periódico para Mayka y, mientras ella echaba un
vistazo al periódico, fuimos a ver qué tal estaba el huerto pequeño que había
plantado Zoran en el jardín. «¿Qué tal está mi hermano mayor?», me preguntó
mientras miraba las plantas que teníamos en frente. Papá y él se llevaban muy
bien.
Yo
miré para arriba y suspiré: «No lo sé. Se pasa el día escribiendo peticiones de
ayuda. Quiere salvar a toda Bosnia».
«Ya
sabes cómo es; quiere ayudar a todo el mundo. Ha hecho mucho por todos
nosotros, pero ya sé a lo que te refieres. Es como un piloto, siempre con la
cabeza en las nubes -dijo Zoran en voz baja. Entonces empezó a arrancar las
malas hierbas de las cebollas y las patatas y yo me agaché para ayudarle-.
Tiene mucha suerte de tener una hija como tú. No es fácil cuidar a niños
pequeños, ni siquiera en los buenos tiempos», dijo mirándome a los ojos. Sus
elogios me avergonzaban, así que cambié de tema: «¿Esta verdura ya está lista
para comer?».
«Lo
estará dentro de poco, en una semana aproximadamente. Cuando esté lista la
compartiremos entre todos».
«No
recuerdo la última vez que comimos patatas; a los niños les van a encantar». Se
me hacía la boca agua hablando de comida. Terminamos de quitar las malas
hierbas y recogimos algunas cerezas de un árbol que había en la esquina del
jardín. Zoran cortó algunas rosas para llevárselas a su mujer. Volvimos dentro
y nos repartimos la fruta entre todos.
Mayka
había terminado de leer el periódico. De todas maneras no había mucho que leer;
ahora los periódicos se reducían a unas cuantas páginas, la mayoría de ellas
llenas de esquelas y noticias sobre el conflicto. Mayka dobló el periódico y
miró a Zoran.
«¿Los
bombardeos de Bagdad eran tan terribles como estos?», preguntó.
Zoran
y yo nos miramos sorprendidos. Últimamente no habíamos oído a Mayka preguntar
por nada, y pensé que su curiosidad era una buena señal. «No, mamá, no era nada
parecido», respondió él.
«Solía
preocuparme mucho por ti. Todos los días rezaba porque estuvieras bien y ahora
míranos, estamos peor que en Irak», dijo sacudiendo la cabeza.
«Sí,
es mucho peor», reiteró Zoran. Metió las cerezas cuidadosamente en bolsas de
plástico y las puso en la mesa de la cocina. Mayka suspiró y se apretó las
manos diciendo: «Yo he vivido la Segunda Guerra Mundial y no recuerdo que los
bombardeos fueran tan intensos, ¿es que las personas no van a aprender nunca?».
«No
creo que lleguemos a verlo», sonrió Zoran cínicamente y envolvió las rosas en
papel de periódico.
Estuvimos
un rato hablando y me alegré de ver a Mayka manteniendo una conversación sin
romper a llorar a la mínima mención de su hijo muerto. Zoran se marchó antes
que yo y le acompañé a la puerta. Me dio un beso y, mientras se iba, me dijo:
«No te preocupes por tu padre. Tú sigue estudiando y haciendo lo que estás
haciendo y todo saldrá bien». Me quedé otra hora con Mayka y le leí hasta que
se quedó dormida.
Era
domingo y Sabrina tenía el día libre, así que me pasé a verla. Su padre había
sacado la batería del coche y se la había puesto a la radio del salón para
poder escuchar las noticias. Me quedé helada cuando escuché el comunicado:
«Hoy, justo antes del mediodía, las bombas enemigas han caído sobre una larga
cola de gente que esperaba para coger el pan en la Plaza de la Solidaridad. Se
estima que han muerto unas quince personas, y más de veinte están heridas».
Zoran vivía cerca de esa plaza, y era probable que estuviera también en la
cola. «Tengo que averiguar si mi tío está bien -le dije a Sabrina-. Voy
corriendo a Studio 99 para llamarle».
«Puedes
llamarle desde aquí -dijo ella-. De momento nuestra línea funciona, ¡aunque
parezca mentira!».
Marqué
el número y pregunté por mi tío. En el edificio de Zoran había más de cincuenta
viviendas, pero en guerra todo el mundo tenía que compartir una única línea
telefónica que estaba situada en la planta baja. Esperé impaciente hasta que
por fin oí la voz de mi primo pequeño al otro lado del teléfono.
«Hola
Haris, soy Atka, ¿estás bien? ¿Dónde están tus padres?».
Con
voz débil y confusa respondió: «Mamá está llorando; no sabemos dónde está papá.
Ha ido a comprar pan y todavía no ha vuelto». Yo estaba horrorizada pero le
dije a Haris que no se preocupara y que luego volvería a llamarle. Ahora no
había nada que hacer salvo esperar. Mientras me acompañaba a la puerta, Sabrina
intentó animarme diciéndome que quizá me estaba preocupando innecesariamente, y
me dijo que volviera más tarde para llamar otra vez.
Cuando
volví a casa me sorprendió oír un ruido de borboteo que venía de los grifos.
Siempre dejábamos un grifo abierto para saber si había vuelto el suministro de
agua y, aunque ya habíamos oído más veces ese ruido, el agua nunca salía. Sin
embargo, esta vez empezó a salir un hilo fino de agua marrón, como si fuera
barro. No podía creerlo. Corrí a abrir todos los grifos y el agua empezó a
salir a borbotones. Entonces nos apresuramos a coger todos los bidones, cubos,
ollas, jarras y vasos que pudiéramos encontrar en toda la casa y, en cuanto el
agua empezó a salir limpia, nos dispusimos a llenarlos todos. Al cabo de tantos
meses, por fin teníamos agua corriente, y esperábamos que fuera una pequeña
señal de que las cosas estaban mejorando. Aproveché esta oportunidad para dar
un baño rápido a los niños y puse un montón de ropa sucia en remojo en una
bañera. Nunca me había imaginado que tener agua corriente pudiera causar tanta
emoción.
Al
cabo de un rato la presión descendió y el agua dejó de salir, pero aun así
estábamos encantados de haber podido recoger una cantidad suficiente de agua
para unos cuantos días. El dolor persistente del riñón seguía dándome
problemas, y fue todo un alivio saber que íbamos a poder tener un respiro en
nuestras constantes idas y venidas para recoger agua.
Habíamos
estado tan preocupados por el agua que me había olvidado de la noticia que
habían dado hacía un rato. De repente, un golpe en la puerta hizo que todo
volviera a mi cabeza. Tenía en frente a un hombre con el uniforme de bombero:
era el cuñado de Zoran, Mesko. Nunca había venido a casa, así que me temí lo
peor. «¿Está tu padre en casa?», preguntó. Yo asentí con la cabeza y le abrí
bien la puerta para que pudiera pasar. Los niños estaban emocionados de ver en
casa a un hombre de uniforme, y Tarik le preguntó si llevaba pistola. Él no
respondió. Papá estaba sentado en la esquina del salón, escribiendo. Mesko se
acercó a él y papá se levantó para saludarle. Mientras se daban la mano escuché
a Mesko decir: «Lamento tener que decirte esto, pero… hoy han matado a nuestro
querido Zoran». Sus palabras me sentaron como un puñetazo en el estómago. Papá
empezó a gritar a Mesko sin creérselo, acusándole de mentiroso. Mesko nos miró
y se fue de casa abruptamente. Papá fue hacia el sótano, cerrando de golpe la
puerta tras él. Yo no me podía mover. Me temblaban las piernas y me dejé caer
en una silla con la cabeza entre las manos.
«¿Qué
ha pasado?», oí preguntar a la abuela. Tarik se lo contó. Las niñas estaban
llorando, y yo sentí la mano de la abuela sobre mi hombro. Aturdida, pensé si
sería así como podía sentirse alguien en el infierno. No podía creer que
hubiera muerto y pensé en Mayka; Zoran era su hijo pequeño, y esta noticia iba
a acabar con ella.
Fui
abajo a ver qué tal estaba papá, y le vi mirando a la pared. Intenté hablar con
él, pero no me respondía. Su silencio me asustó y no supe qué decir ni qué
hacer. Me quedé allí de pie durante un rato esperando que emitiera algún sonido
pero, cuando ya me daba la vuelta para volver a subir las escaleras, papá me
dijo: «Mi querido Zokica… - llamaba a Zoran por su apodo-. Atka, no sé cómo
decírselo a Mayka; la noticia va a hacerle realmente mucho daño. Vas a tener
que hacerlo por mí».
Subí
corriendo las escaleras y fui derecha a los brazos de la abuela. Los niños
seguían llorando. Nos acurrucamos en el sofá y, de vez en cuando, uno de
nosotros iba a ver qué tal estaba esa figura silenciosa que había en el piso de
abajo. Sabrina se había enterado de la noticia y vino a ver qué tal estábamos y
a traerle a papá algunos calmantes. Janna se aseguró de que los tomara.
Yo
estaba tan rota, tan triste y tan preocupada que apenas pude dormir. A la
mañana siguiente me vi la cara de pasada en el espejo; parecía mucho más mayor.
Esperaba que papá estuviera mejor y le llevé un té recién hecho. Estaba dormido
y no respondió cuando le llamé. Le zarandeé para que se despertara, pero me
dijo que le dejara en paz. Alguien tenía que ir a casa de Mayka y darle la
terrible noticia, pero no quería ser yo. La carga que tenía que soportar estaba
ahogándome, y me preguntaba cómo podía dársele a alguien la noticia de que ha
perdido a su segundo hijo en un mes. Tenía que reunir valor de algún modo y
hacerlo.
Sabrina
volvió a venir, me abrazó, y le pregunté si le importaría acompañarme a casa de
Mayka. De camino, a las dos nos pareció que era buena idea darle a la abuela
algo para calmarla antes de darle la noticia, teniendo en cuenta su delicado
estado psicológico. De todas las veces que había ido a ver a Mayka, nunca la
había visto de pie junto a la puerta del patio, pero ahí estaba esa vez. Antes
de que nos viera, nos agachamos a escondernos en un jardín cercano para
compartir un cigarrillo. Me temblaban las manos y me sentía fatal. Miré de
nuevo a la puerta donde estaba Mayka pero ya no estaba allí. Me apoyé sobre el
muro de hormigón y me puse a escuchar el sonido de los pájaros. «Si yo fuera un
pájaro -pensé-, me iría volando». Cuando Sabrina dijo que ella también, me di
cuenta de que lo había dicho en alto. Las dos suspiramos y nos dirigimos
temerosas al patio de Mayka.
Llamé
a una ventana grande de la cocina donde siempre se sentaba Mayka. Cuando me
vio, la saludé con la mano y dimos la vuelta a la casa hasta llegar a la
galería, donde nos recibió. «¿Cómo está mi niña?», dijo sonriendo, y abrió los
brazos. Llevaba el pelo recogido y tenía ese aroma dulce y familiar a su
colonia de limón. Incluso en esa época tan difícil, ella seguía intentando
conservar su dignidad y su aspecto elegante. La abracé fuerte y pasamos a la
casa. Cuando llevábamos un rato hablando, Sabrina se ofreció a tomarle la
tensión a Mayka; fue fácil convencerla de que la tenía un poco alta y que
necesitaba una inyección para estabilizarla. Mayka estaba encantada de poder
recibir atención médica y de que le hicieran ese control que tenía que haberse
hecho hacía tiempo. Sabrina le puso la inyección y después salió fuera.
Ahora
que estaba yo sola, me senté en el sofá al lado de Mayka y le cogí de la mano.
Pasaron unos minutos, pero yo no podía hablar. Ella se dio cuenta de que algo
pasaba, y en ese momento abrió los ojos y vi el horror en su rostro. Cuando
bajé los ojos, ella preguntó: «¿Quién es? ¿Es Zoran?». Me dio un escalofrío al
oír su nombre y no fui capaz de responder. Le apreté la mano con fuerza. Ella
emitió un sonido que parecía venir de lo más profundo de su ser y gritó el
nombre de su hijo. Se tiró del pelo, gimiendo como un animal herido. La agarré
del brazo y lloré con ella. Le besé las manos y le acaricié la cabeza y
permanecimos agarradas la una a la otra durante un rato. Gracias a Dios, el
sedante empezó a hacer efecto, sus gemidos comenzaron a apagarse y, al poco
tiempo, se quedó profundamente dormida. Yo temía que mi querida Mayka no fuera
a ser capaz de continuar mucho más tiempo en este mundo. Me quedé allí sentada
mirándola y escuchándola respirar hasta que llegaron mi tía Azra y sus dos
hijas, con la cara compungida. Juntas lloramos por ese hombre al que tanto
queríamos, y al que enterraron al día siguiente en el antiguo cementerio Lion.
Era un cementerio muy expuesto y era demasiado peligroso que fuéramos todos al
funeral, así que papá fue solo y volvió desolado, después de que el funeral
hubiera tenido que acortarse porque los francotiradores habían abierto fuego
sobre los asistentes.
Había
pasado más de una semana cuando, una tarde, papá llegó a casa con una postal
que había enviado mamá desde Londres. La habían dejado en la recepción del
hotel Holiday Inn, donde estaba alojada la mayor parte de la prensa
internacional. Había un breve mensaje en la parte de atrás que decía que nos
echaba de menos y que estaba pasando unos días en Londres con la organización
humanitaria «Madres por la paz». Tarik preguntó dónde estaba Londres y le dije
que era donde vivían el rey y la reina de Inglaterra. Él respondió que entonces
quizá ellos vinieran a rescatarnos.
Papá
se sentó a escribir más cartas para hacer llamamientos internacionales. Desde
que murió Zoran, había entregado cientos de ellas a los periodistas extranjeros
para que las enviaran. «Papá, ¿por qué escribes todas esas cartas? -le pregunté-.
¿De verdad piensas que alguien va a ayudarnos?».
«No
-dijo, y mantuvo un largo silencio-. Pero quiero que el resto del mundo sepa
que el espíritu de esta ciudad no está muerto». Papá siempre había tenido ideas
utópicas. Veinte años antes, después de dimitir como director de una empresa
del gobierno, empezó a escribir libros de texto de matemáticas y puso en marcha
su propia editorial. Todo el mundo pensaba que estaba loco; montar un negocio
privado en pleno régimen comunista era increíblemente difícil, y muy poca gente
confiaba en que fuera a tener éxito, pero, a pesar del sistema, papá persistió
y su negocio floreció. Todos los libros de texto que escribió, que eran muchos,
demostraron ser muy útiles y se usaron en colegios y universidades de todo el
país, y con los años vendió varios millones de copias.
Ahora
suspiraba al verle tan absorto con sus cartas que parecía prestar muy poca
atención a lo que sucedía en casa. Me di cuenta de que tendría que salir
adelante sin contar con él.
Al
día siguiente, papá nos pidió a varios de nosotros que fuéramos al museo de la
Ciudad de Sarajevo, en la antigua parte turca de la ciudad. El comportamiento
de papá estaba volviéndose cada vez más extraño. Quería hacernos fotos vestidos
con el traje típico bosnio para poder añadirlos a la interminable lista de
cartas que estaba enviando a líderes y familias reales de todo el mundo para
pedir ayuda. Yo pensaba que estos llamamientos eran una completa pérdida de
tiempo, pero accedía igualmente a sus deseos porque me daba mucha pena. Fue un
día precioso y soleado, con solo unos disparos esporádicos. El museo era un
gran edificio rectangular con una preciosa rosaleda en el centro. El encargado
del museo nos dio una vuelta y nos dejó elegir los trajes que quisiéramos.
Una
de mis amigas de la universidad llamada Mira estaba con nosotros, y descubrimos
un cuartito donde conservaban la ropa del archiduque austro-húngaro Francisco
Fernando y su esposa Sofía. Ambos habían sido asesinados por un joven serbio
durante su visita a Sarajevo en 1914, un acontecimiento que suele considerarse
uno de los desencadenantes de la Primera Guerra Mundial.
Miramos
los vestidos asombrados, dudando de si serían auténticos o no, pero el uniforme
de Fernando seguía manchado de sangre. Mira se puso un precioso vestido de
encaje que había pertenecido a Sofía y que le quedaba estupendamente, y yo opté
por un vestido tradicional y un sombrero grande, también de Sofía. Papá se puso
el uniforme de Fernando y los demás encontraron diversos trajes nacionales. Por
fin, todos fuimos al patio y posamos para la foto. Mi padre estaba ridículo con
ese uniforme estrecho y corto de Fernando, y todos nos partimos de risa. Era
extraño y surrealista, y parecíamos un grupo de lunáticos a quienes habían dado
el día libre. De repente oímos ruidos de artillería en la distancia, seguido de
fuertes explosiones. El bombardeo había vuelto a empezar y el silbido de las
balas sobre nosotros, que ya nos era demasiado familiar, nos envió de vuelta
corriendo al edificio. Mientras corríamos para ponernos a cubierto escuché a
papá gritando «¡Corre, Fernando, corre! Los serbios quieren volver a
asesinarte». Todos nos reímos y, por un momento, me acordé de cómo solía ser
nuestra vida.
Un
hotel de refugiados en el mar
Hana
Nos
dejaron justo a las afueras del hotel, un flamante edificio blanco ubicado en
la colina y rodeado de pinos y cedros. Lo que más me sorprendió al bajar del
autobús fue el ruido ensordecedor de las cigarras. Bajo el calor sofocante, el
perfume a pinocha y a bellota era embriagador, y durante un momento recordé las
largas vacaciones de verano que había pasado en el mar con mi familia.
«Vamos
a buscar a Marko», dijo Nadia mientras cogía su mochila, en la que llevaba la
ropa que Maya y sus amigas nos habían dado.
Fuimos
andando hasta un recibidor frío donde Marko ya estaba esperándonos. Le reconocí
por las pecas que tenía en la cara y por su pelo rojo y rizado. Al verle, Nadia
empezó a llorar. «No seas tan cobarde», le dije en voz baja.
«Bienvenidas,
chicas de Sarajevo», dijo él, caminando hacia nosotras con una sonrisa en la
cara. Era estupendo ver un rostro familiar. Nos dio una palmadita en la espalda
y, antes de darme cuenta, ya había cogido nuestras mochilas y estaba
llevándolas al mostrador de recepción. Nadia y yo le seguimos. No le conocíamos
bien, pero era el amigo de nuestro hermano y eso era suficiente para confiar en
él.
Mientras
se ocupaba del registro, Nadia y yo fuimos hasta un mirador cercano. Desde allí
se veía el mar Adriático, y una pequeña playa de piedras que había debajo. Era
relajante escuchar el sonido de las olas rompiendo en la orilla del mar.
Mirando al agua le dije a Nadia: «Ojalá todos los demás estuvieran también
aquí, ¿te imaginas a Tarik corriendo alrededor del hotel?».
Nadia
me miró: «Y la abuela probablemente le perseguiría diciéndole que fuera más
despacio». Nos reímos.
«Pienso
en ellos constantemente -dije-. ¿Y tú?».
«A
todas horas -respondió con esa mirada triste que le había visto muchas otras
veces - ¿Sabes?...», estaba a punto de decir algo, pero se calló al oír pasos
detrás. Nos giramos y vimos a Marko, cuyas pecas eran mucho más evidentes bajo
la luz del sol. «Hoy voy a ser vuestro guía», dijo. Volvimos a entrar, y Nadia
y yo hicimos muecas; sus palabras nos habían hecho gracia.
Nos
llevó a una de las habitaciones de la planta baja, que compartía con su hermana
y sus padres, ya mayores. La puerta de la terraza estaba abierta, y la
habitación olía maravillosamente a limpio. Los padres de Marko nos dieron la
bienvenida y nos trataron con la misma familiaridad con la que yo estaba
acostumbrada a recibir a la familia y a los amigos. «Vuestro hermano era muy
buen amigo de nuestro hijo -dijo su padre-.
Y,
sin la ayuda de vuestra madre, solo Dios sabe si nos hubiera encontrado». Sus
palabras me pusieron la piel de gallina. La madre de Marko asentía con la
cabeza, con expresión seria.
Su
habitación era humilde, con una cama doble en medio y dos individuales a cada
lado. Había algunas fotos de familia enmarcadas en las mesillas, y una gran
cruz colgada encima de la cama grande. Eran católicos, como la mayoría de la
gente en Croacia. Parecía que habían pasado mucho tiempo en aquella habitación
y habían intentado ambientarla como si fuera su casa.
Marko
se volvió hacia nosotras y nos dijo: «Han cometido un error en recepción y no
vais a poder tener vuestra propia habitación hasta pasado mañana, ¿creéis que
podréis apañaros en aquella cama mientras tanto?», y miró a la cama individual
que había junto a la terraza.
«Claro,
sin problema», respondí yo rápidamente. Estaba encantada de tener un techo
sobre nuestras cabezas y de estar entre gente a quien le importábamos.
Nos
sentamos a hablar y la madre de Marko nos ofreció algunas galletas mientras su
padre nos contaba cómo habían tenido que salir de su casa en Vukovar. Varios
meses antes, los serbios habían invadido su ciudad y la habían arrasado,
saqueando todo a su paso. Yo me acordaba de las noticias devastadoras que había
visto en televisión el invierno anterior. Vukovar era la única ciudad del este
de Croacia que había caído en manos de los serbios, y ya no había ningún croata
viviendo allí. Era realmente triste oírles hablar de su huida forzosa de casa.
Lo único que habían podido llevarse había sido unas cuantas fotos y una maleta
con ropa.
Durante
un breve instante se me pasó por la cabeza que Sarajevo también podría caer en
manos de los serbios. Me estremecí; era la primera vez que se me pasaba eso por
la cabeza. El simple hecho de imaginarlo era ya demasiado terrible.
«¿Y
cómo terminasteis aquí?», preguntó Nadia.
«Bueno,
la guerra ha acabado con el turismo y, con tantos hoteles vacíos en la costa,
nuestro gobierno ha decidido albergar aquí a los refugiados. Los que veníamos
de Vukovar éramos una prioridad por lo que había pasado allí. Y ahora aquí
estamos».
El
padre de Marko hizo una pausa de unos minutos y, mientras se limpiaba las
gafas, agitó la cabeza y retomó la palabra: «Temo que la guerra de Bosnia pueda
ser mucho peor de lo que hemos visto aquí en Croacia. Rezamos porque Dios ponga
fin a todo esto». Siguió repitiendo lo mucho que lamentaba ver lo que estaba
ocurriendo en Bosnia, y me sorprendió que, pese a sus propios problemas, que no
eran pocos, seguía preocupado por los de los demás.
La
madre de Marko trataba de sonreír, pero yo no dejaba de pensar en su aspecto
triste. Supimos por ella que la comida del hotel provenía de fondos de ACNUR.
Ella pensaba que ACNUR también debía haber donado algo de dinero para pagar a
todo el personal que seguía trabajando como siempre, aunque no estaba
completamente segura.
Marko
se levantó de otra cama pequeña donde había estado sentado. «¡Todo esto es
demasiado serio para una tarde de sol como ésta! Chicas, ¿qué tal si colocáis
las maletas y os enseño el resto del hotel?».
«Buena
idea», dijo su madre.
Yo
fui al cuarto de baño y me puse unos pantalones cortos y una camiseta. Cuando
regresé, el padre de Marko estaba tumbado en la cama, dormido. Nos fuimos en
silencio. El hotel era pequeño y estaba bien cuidado. El sol entraba por los
grandes ventanales que había en cada extremo del recibidor. Mientras dábamos
una vuelta por allí, Marko nos habló de nuestro hermano Mesha y de lo difícil
que había sido para ambos estar en el Ejército Popular Yugoslavo una vez
tomaron el control los serbios. Nos contó que Mesha había tenido la buena
suerte de que le destinaran al laboratorio fotográfico del ejército y de que a
ninguno de ellos les habían enviado al frente. «Cuando decidí escapar, intenté
convencer a Mesha de que viniera conmigo, porque estaba seguro de que los
serbios también iban a atacar Bosnia. Pero él no me creyó, así que se quedó
allí…». Le dijimos que esperábamos que Mesha ya hubiera escapado.
Más
tarde, Marko nos llevó al restaurante que había en la planta alta y nos enseñó
las impresionantes vistas. El mar Adriático se prolongaba en la distancia
frente a nosotros y, a su derecha, veíamos un pueblecito colgado de una
península. «Aquello es Primosten - dijo Marko. Se veía la torre de una iglesia
que sobresalía por encima de los tejados de las casas-. Está a solo diez o
quince minutos andando. Es un pueblecito pintoresco», dijo. Verdaderamente el
sitio estaba precioso bajo la luz rosa y suave del atardecer, pero no podía
dejar de pensar en que mi familia no estaba allí conmigo.
«En
cuanto a la comida, es un poco como en el Ejército Popular -dijo Marko riéndose
-. Tenemos pescado todos los martes, jueves y sábados, espaguetis a la boloñesa
los lunes, miércoles y viernes, y carne los domingos. Es un campo de refugiados
de lujo», bromeó.
El
hotel estaba lleno de refugiados, principalmente de Vukovar, y aproximadamente
veinte mujeres y niños de Bosnia. La guerra nos había traído a todos aquí, y
nuestras circunstancias individuales no necesitaban explicación. Al poco tiempo
nos instalamos en nuestra propia habitación, la número 34, y conocimos a todo
el mundo.
Nadia
y yo nos hicimos amigas de otros cuatro niños de Sarajevo, y pasábamos la mayor
parte del tiempo con ellos. Una de las niñas, Nevena, tenía la misma edad que
yo, y estaba allí con su hermano mayor, muy delgado, a quien a su hermana le
gustaba dar órdenes. Los otros dos niños, Amela y Kemo, estaban allí con su
madre mientras su padre seguía en Sarajevo. Ellos se fueron justo después de
nosotras, pero los serbios secuestraron su convoy durante dos días y por poco
no consiguieron salir.
Los
seis hacíamos todo juntos: nadar, andar, jugar y comer. Una tarde, cuando
íbamos a comer, mencioné a Nevena que no habíamos logrado contactar con nuestra
familia desde que nos habíamos marchado de allí. Ella se paró en mitad de las
escaleras y me miró: «Hana, ¿no sabes que los periodistas extranjeros pueden
entrar y salir de Sarajevo en los vuelos de las Naciones Unidas? De vez en
cuando, algunos vienen al hotel para recoger cartas y dárselas a nuestras
familias en Bosnia. El mes pasado un periodista italiano nos trajo una carta de
nuestros padres».
«¿En
serio?» La miré llena de esperanza y de emoción. Efectivamente, pocos días
después vino un periodista al hotel. Acabábamos de volver de la playa y
estábamos yendo hacia el vestíbulo cuando vimos a un grupo de gente agolpada en
el mostrador de recepción. Nunca lo había visto tan concurrido y me dirigí
corriendo hacia la multitud. La madre de Kemo me vio y me llamó con cierta
urgencia: «Hana, este periodista va a Sarajevo y va a llevarse cartas».
Yo
corrí hacia mi habitación. El diario de Nadia estaba en la mesilla de la cama y
lo cogí para arrancar una hoja en blanco. Pensé que la carta tendría que ser
corta, porque tenía miedo de que el periodista se fuera antes de que pudiera
dársela. «Querido papá, Atka y todos los demás», empecé. Les conté dónde
estábamos y les dije que les echaba mucho de menos. Les di nuestra dirección y
mencioné que habíamos estado con mamá en Zagreb. También les dije que no se
preocuparan por nosotras y que deseábamos que pronto llegara el día en el que
estuviéramos juntos de nuevo. Al final puse: «Os queremos, Nadia y Hana». Después
corrí hasta recepción y le di la carta al periodista, contenta de que siguiera
allí. Le di las gracias en inglés. Todos pasamos el resto del día de buen
humor.
La
rutina diaria en el hotel giraba en torno a tres comidas, para las que nos
daban cupones semanales. Siempre tomábamos las comidas que nos daban, porque
nadie allí tenía dinero para comprar otra comida por su cuenta. La pequeña
cantidad de dinero que mamá había podido darnos la guardábamos para
emergencias. Nadia y yo comprobábamos esa cantidad todas las noches para
asegurarnos de que seguía toda ahí.
Entre
una comida y otra salíamos fuera con los otros niños para jugar y nadar en la
pequeña playa de la bahía, pero la mayor parte del tiempo había poco que hacer,
y a veces nos limitábamos a ir y volver a Primosten cinco o seis veces al día.
El pueblo era muy pequeño y la gente de allí sabía que éramos refugiados del
hotel. Siempre que pasábamos por los puestos de helados deseábamos tener dinero
para comprarnos algo.
En
los días más cálidos nos quedábamos en el hotel jugando a las cartas y al
monopoly, hablando siempre de casa. Antes de la guerra, nuestras vacaciones de
verano habían pasado demasiado deprisa, mientras que ahora había días
dolorosamente largos que parecían durar eternamente. Una de esas tardes yo
estaba sentada en el hotel con una niña de Mostar, una ciudad al sur del país.
Era dos años mayor que yo, y tanto ella como su hermano pequeño también estaban
allí solos. De repente, mientras jugábamos, ella dijo: «Estoy harta de esta
guerra», y tiró el tablero al suelo. «¡Ya basta, ya basta!», gritaba una y otra
vez, gesticulando con los puños cerrados. Yo no sabía que hacer, así que
sencillamente le di un abrazo. A menudo yo tenía los mismos pensamientos, pero
no podía expresarlos porque ello significaría romper mi promesa a Atka, y era
demasiado aterrador incluso el hecho de pensar en lo que podría pasarnos a
nosotras o a nuestra familia. Sabía que tenía que resistir y ser valiente hasta
que volviéramos a vernos.
Nadia
y yo limpiábamos nuestra habitación por turnos, y una vez a la semana lavábamos
las sábanas en la lavandería del hotel. Los domingos nos daban una ración de
jabón y un poco de detergente para lavar la ropa. Lo lavábamos todo a mano en
el lavabo del baño, y después lo secábamos en la terraza. Todo el mundo tenía
que hacer lo mismo.
La
sala de la televisión siempre estaba llena para ver las noticias de la noche.
Las veíamos siempre, con la esperanza de oír que se acercaba el final de la
guerra. Sin embargo, las noticias sobre Croacia y Bosnia mostraban que la
guerra estaba empeorando y que la situación estaba complicándose cada vez más.
Después empezaba a haber cada vez más ruido en la sala e iba llenándose de humo
y de adultos enzarzados en debates y discusiones acaloradas. Yo les escuchaba,
porque pensaba que ésa era la única manera de entender qué podría pasar
después. Hablaban de intervención extranjera y creían que sería inminente. La
opinión general parecía ser que los gobiernos de otros países no iban a
permitir mucho más tiempo las atrocidades de los serbios. Todos estaban de acuerdo
en que la OTAN debería intervenir. Yo confiaba en que los gobiernos extranjeros
mediarían en el conflicto y salvarían Bosnia, pero, cuando pasaron semanas sin
que pasara nada, ya no supe qué pensar. Finalmente me cansé de los mismos
argumentos y empecé a evitar las noticias. Cogí el hábito de caminar hasta
Primosten, porque a veces prefería salir por mi cuenta, pero siempre volvía a
tiempo para la cena.
El
camino que había entre el hotel y el pueblo a través del bosque era un camino
de barro y piedras cubierto de pinochas, y también de pequeñas lagartijas que
se movían suavemente debajo de los árboles y que luego desaparecían en los
agujeros del suelo. Me imaginaba con plena nitidez que la guerra había acabado
y que iba de camino a casa desde el colegio, o que hablaba con mis hermanos y
hermanas. Al final del bosque, el camino se convertía en una callecita
tranquila. Me gustaba ir allí porque había una hilera de casas preciosas en uno
de los lados que miraban al brillante mar Adriático. Caminando lentamente, me
imaginé que estaba dentro de cada casa con mi familia. Lo deseaba muchísimo y,
aunque sabía que no era real, me hacía sentir mejor.
Los
fines de semana dábamos una vuelta por el pequeño mercado del pueblo. Siempre
había unos cuantos puestos de venta de fruta, verdura y la pesca del día.
Algunos también vendían artículos de recuerdo y bisutería barata, y, un día,
por pura diversión, me paré a probarme unas pulseras. Cuando alcé la vista me
di cuenta de que mis amigos habían seguido sin mí. Estaba volviendo al hotel
por mi cuenta cuando una niña castaña de pelo largo me detuvo. Estaba de pie
delante de una casa grande y llevaba una camiseta verde con la marca de
Benetton escrita. «¿Eres del hotel?», preguntó.
«Sí,
estoy alojada allí por el momento», respondí. Había oído a algunos de los
vecinos más mayores hacer comentarios despectivos sobre los refugiados, y tenía
miedo de que se burlara de mí. Pero no lo hizo; solo tenía curiosidad. Se
llamaba Ivana y era de un pueblo cercano a Primosten. Le dije que yo era de
Sarajevo. La casa que tenía detrás de ella pertenecía a su abuela, y era donde
Ivana pasaba siempre las vacaciones de verano. Era muy simpática y hablaba
mucho. Me gustaba porque parecía amable, y decidimos quedar para jugar al día
siguiente.
«Tienes
un montón de libros», le dije al día siguiente mientras admiraba la gran
colección de libros de su abuela.
«La
mayoría son de mi padre -dijo-. Se crió en esta casa y le gusta que estén aquí.
Puedes coger uno o dos, si quieres».
«¿De
verdad? -pregunté mientras cogía uno titulado “The Gathering of the Young
Seagull” -. ¿Puedo coger este?».
«Sí,
por supuesto. Y cuando lo termines puedes coger otro». En el hotel no había
libros, así que estaba deseando empezar a leerlo.
Venía
de la cocina un dulce olor a pastel y bajamos a ver a la abuela de Ivana. Era
muy simpática y se mostró dispuesta a escucharme hablar sobre mis padres y el
resto de mi familia. Era agradable poder hablar de ellos en vez de sobre la
guerra, lo cual era todo un cambio. Había una radio sonando de fondo y entraba
una ligera brisa por las ventanas. La abuela de Ivana la abrazó y le pellizcó
la mejilla e Ivana, sonrojada, decía bromeando que ya no era ningún bebé;
aunque a mí me gustaba, porque me recordaba a mi propia abuela, que era muy
cariñosa y le encantaba hacernos cosquillas hasta que le suplicábamos piedad.
Ivana
me presentó a sus amigos de por allí y jugamos juntos al fútbol en un campo que
había cerca del hotel. A veces, los niños jugaban contra las niñas, pero la
mayoría de las veces jugábamos los del hotel contra los de allí. Nuestro equipo
no tenía nombre, pero al final los locales decidieron que «Los refugiados»
podría ser uno bueno. Era un nombre informal, así que ninguno nos ofendimos.
Un
domingo nos sentamos a cenar después de jugar al fútbol con los niños de la
zona, pero el asiento de Nadia estaba vacío. No estaba segura de dónde estaba,
pero si no se daba prisa se quedaría sin comer. «¿Alguien la ha visto?»,
pregunté un poco preocupada.
«Yo
la he visto volver del campo de fútbol. Debe haber pasado por vuestra
habitación», dijo Amela mientras cogía un poco de pan.
Nadia
llegó unos minutos más tarde, un poco sin aliento. «¿Dónde estabas?», le
pregunté, molesta pero contenta de verla.
Ella
se dejó caer en la silla y dijo: «Estaba en recepción hablando por teléfono con
mamá».
Yo
estaba apunto de meterme la comida en la boca, pero volví a poner el tenedor en
el plato. «¿Y qué ha dicho?». Mamá nos llamaba siempre que podía, y la última
vez que habíamos hablado con ella estaba ayudando a transportar a un grupo de
refugiados a Austria.
«Ha
vuelto a Zagreb», dijo Nadia mientras se servía un vaso de agua.
«¿Va
a venir aquí?», pregunté.
Nadia
sacudió la cabeza. «No, pero quiere llevarnos de vuelta a Zagreb. Está pensando
en volver a Sarajevo».
«¿Cómo?».
No podía creerlo.
«No
cree que la guerra vaya a terminar pronto, y quiere regresar a casa».
«¡Santo
Cielo! ¿En qué está pensando?», dije yo. En todos los programas de noticias
decían que todo el mundo estaba desesperado intentando salir de Bosnia. Tratar
de volver era muy arriesgado y peligroso. Los serbios controlaban la mayor
parte del territorio y, si descubrían a mamá intentando entrar en el país,
especialmente teniendo un nombre musulmán, probablemente la matarían. Sin
embargo, luego pensé en todos mis hermanos pequeños y me pude imaginar cómo se
sentiría mamá lejos de todos ellos.
A
principios de septiembre muchos de los comercios y restaurantes locales fueron
cerrando. Terminaba la temporada de verano. Ivana y algunos de los otros niños
habían vuelto a sus ciudades para empezar el nuevo año académico. Primosten
quedó vacío. A nuestro alrededor, todo estaba cambiando y en movimiento, pero
nosotros seguíamos parados. Seguíamos esperando noticias sobre si regresaríamos
o no a Zagreb, porque mamá estaba intentando arreglar las cosas para que nos
hospedáramos en un centro de refugiados. Nadie parecía saber por cuánto tiempo
iba a seguir utilizándose el hotel como centro de refugiados, o incluso si el
gobierno croata iba a seguir ayudando a los refugiados bosnios. Varias familias
de Vukovar habían abandonado el hotel y se habían marchado a Zagreb, donde el
gobierno había dispuesto algo de alojamiento. También había unas cuantas
mujeres bosnias a quienes habían dado permiso para buscar refugio en Noruega, y
se habían ido con sus hijos. Otros intentaban conseguir visados para ir a
Alemania o a Suecia, donde los gobiernos también aceptaban refugiados. Yo temía
que el hotel pudiera cerrar y que nos dejaran a todos en la calle.
Nadia
y yo estábamos en nuestra habitación cuando oímos un golpe fuerte en la puerta.
Amela estaba fuera diciéndonos que teníamos que ir a recepción. Había un
periodista extranjero que acababa de llegar de Sarajevo y había traído cartas,
una de ellas para nosotras. Fuimos corriendo a recepción sin cerrar siquiera la
puerta de nuestro cuarto, y en seguida reconocí la letra de Atka en el sobre
azul que nos dio. Abrimos la carta cuidadosamente y nos retiramos para leerla.
Había también otras personas leyendo sus cartas y algunos periódicos de
Sarajevo que había traído el periodista.
Atka
había escrito la carta a principios de agosto. Nos contaba que habían recibido
nuestro mensaje y que todos se habían alegrado al saber que nos encontrábamos
bien. La situación en Sarajevo era terrible y no sabían cuándo iba a terminar.
Nos pedía que continuáramos a salvo y decía también que todos nos querían y se
acordaban mucho de nosotras. Después ponía que, desgraciadamente, el tío Nako
había sido asesinado por un francotirador. Nadia y yo nos quedamos calladas,
horrorizadas. Nos miramos y, cogiéndonos de las manos, empezamos a llorar. Nos
sentíamos muy solas estando tan lejos de casa.
Kemo,
a quien el periódico le tapaba la cabeza, alzó la voz y dijo: «Hana, Nadia,
¿sois familia de un tal Zoran? Tiene el mismo apellido que vosotras». Vi la
mirada de horror en la cara de Nadia: ella también lo había escuchado. Kemo
estaba mirando la sección necrológica... Había fotos de la gente que había sido
asesinada. En casa siempre pasaba de largo de esa sección porque pensaba que
daba mala suerte. En seguida me vino a la mente la imagen en blanco y negro de
mi tío Zoran. No me hizo falta mirar el nombre; le habían asesinado hacía unos
días.
Escaleras
Atka
Mientras
indagaba en los pasillos oscuros y estrechos del sótano que había junto al
estudio, Hamo descubrió un cuartito lleno de libros. Compartió este
descubrimiento conmigo y con un par de colegas que estaban allí trabajando esa
noche. «Hay cientos de libros ahí dentro», dijo mientras dejaba caer un par de
gruesos volúmenes sobre la mesa.
Yo
me acerqué a uno de ellos y eché un vistazo a las páginas, que estaban
cubiertas de polvo. «Este va sobre Stalin», dije con desdén, y lo cerré de
golpe haciendo un ruido sordo.
«¿No
hay nada más actual que eso?», dijo uno de los chicos, bromeando.
«No,
es todo basura marxista. Debieron haberlos olvidado aquí. Recuerda que esta era
antes la sede central del partido comunista -Hamo levantó uno de los libros de
la mesa y le dio un golpecito-. Me pregunto qué tal arderán».
«¿Crees
que deberíamos llevarnos algunos para hacer fuego?», pregunté sin dudarlo.
«¿Quién
va a echarlos de menos?», respondió Hamo, y encendió la linterna mientras
volvía al cuartito. Le seguimos riéndonos, cogimos unos cuantos libros y nos
los llevamos a casa.
«Las
tapas duras de Das Kapital ardían tan despacio que me dio tiempo a cocinar una
barra de pan entera», le dije a Hamo en el estudio la noche siguiente.
«Lenin
también arde bien. Por fin los viejos comunistas contribuyen algo a la
sociedad», apuntó Hamo.
«Anoche
estaba tan aburrido que traté de leer algunos de los libros -dijo uno de
nuestros colegas-. No me extraña que el sistema colapsara, yo no logré pasar de
las primeras frases».
«Las
primeras frases… -exclamó Hamo- No está mal el esfuerzo. Yo no conozco a nadie
que haya llegado tan lejos». Se dirigió a una bolsa grande de viaje que había
en el escritorio, que estaba abarrotado de cosas. Abrió la cremallera y tiró de
un cable que había dentro.
«¿Para
qué es eso?», pregunté.
Hamo
inclinó la cabeza y, entornando los ojos entre el humo de su cigarrillo,
respondió: «Voy a conectar este cable a la corriente de aquí y la voy a llevar
hasta mi casa».
«¿Hablas
en serio? -dije incrédula-. ¿Cómo vas a hacer eso? ¡La corriente viene de las
Naciones Unidas, que está aquí al lado!».
Hamo
se encogió de hombros: «¿Y qué? ¡Que les jodan a las Naciones Unidas! -dijo
mofándose-. Para cuando tomen alguna decisión nos habrán matado a todos». Dicho
esto, se echó el rollo de cable al hombro y, ligeramente encorvado por el peso,
salió a la calle. Pensábamos que su plan era ridículo y volvimos al trabajo
entre risas. Yo me senté en mi escritorio y me concentré en traducir las
noticias: las Naciones Unidas estaban tratando de negociar un alto el fuego,
pero cada vez que se lograba un acuerdo, los serbios fallaban al trato y
retomaban la lucha armada. Para empeorar las cosas, los croatas de Bosnia
habían comenzado a luchar recientemente contra los musulmanes bosnios que había
en la parte central del país. Los periodistas extranjeros por fin habían
confirmado los rumores acerca de los campos de concentración serbios que
existían al norte de Bosnia, y los espeluznantes informes de la tortura y la
inanición de miles de prisioneros civiles empezaban a salir a la luz. Era
dolorosamente evidente que la guerra iba a alargarse hasta entrar en el duro
invierno balcánico.
Terminé
la traducción y la entregué. Hamo no había vuelto todavía, y la imagen de él
arrastrando un cable por entre los arbustos hizo que se me escapara una
sonrisa.
Aquella
noche no tenía que irme corriendo a casa para cuidar a los niños. Al cabo de
casi seis meses asediados, la mayoría de nuestros vecinos, resignados a su
destino, habían dejado de acudir al refugio que había en el colegio. La abuela
y las niñas tampoco iban ya allí a dormir. Caminé hasta casa bajo una noche
templada y agradable. El cielo sobre la oscura ciudad brillaba con las
estrellas y el dulce perfume de las hojas de tilo me rodeaba y me devolvía a
aquellas noches de verano que pasaba hasta tarde con mis amigos, despreocupada.
Las cosas habían cambiado mucho. Era extraño pensar que lo único de lo que
teníamos que preocuparnos en esa época era de a qué bar iríamos o qué íbamos a
ponernos. Era una vida completamente diferente.
A
la mañana siguiente, todo el vecindario estaba cuchicheando sobre Hamo. La
noticia de que había conectado la corriente a su casa se había extendido como
la pólvora, y hasta yo quería ir a verlo con mis propios ojos. Había hilos de
cables de tensión colgando de una casa a otra, como si fueran cuerdas de tender
vacías. El plan de Hamo había funcionado: había logrado arrastrar el cable
hasta su casa, y sus vecinos de al lado conectaron también la corriente a las
suyas. Hamo advirtió a todos de que no podían conectar más de unos pocos
aparatos pequeños al mismo tiempo para que la fuente de alimentación no se
sobrecargara.
«Apaga
la televisión», gritaba uno de los vecinos a otro por la ventana. «Tú has
tenido la tuya encendida toda la mañana, ¡ahora nos toca a nosotros!». Me hacía
gracia ver a los vecinos de Hamo tratando de organizar el uso de su recién
estrenada fuente de alimentación.
Ese
mismo día, más tarde, una anciana despistada encendió el horno y el sistema se
sobrecargó, arruinando toda la operación. Hamo, enfadado pero sin inmutarse,
arregló el problema. Yo envidiaba ese pequeño lujo y deseaba que mi casa
hubiera estado más cerca de la suya.
Tenía
poco tiempo libre, porque siempre estaba ocupada con el trabajo y las tareas de
casa, pero iba a ver a Mayka siempre que podía. De luto guardaba silencio, y su
único consuelo era la oración. Apenas hablaba cuando iba a verla y había
perdido el apetito, de modo que me preocupaba dejarla sola. Lo único que se me
ocurría para consolarla era arroparla bien bajo la manta antes de irme.
Cuando
iba a casa después de una de estas visitas, me entristeció ver las fachadas en
ruinas de los edificios que había en esa ruta tan familiar; no se había salvado
ni siquiera el gran edificio del orfanato. Algunos de los niños de ese orfanato
se apoyaban sobre la valla y pedían dinero o cigarrillos, pero no tenía nada
que darles. Se oía continuamente el ruido sordo de los bombardeos en la
distancia, cambiando únicamente de intensidad, y, como todo el mundo, me había
acostumbrado al peligro constante y solo corría para ponerme a cubierto si las
bombas empezaban a caer cerca.
Mientras
caminaba con las manos bien metidas en los bolsillos, empecé a pensar en mi
exnovio. Llevábamos juntos unos cuantos años, pero habíamos dejado de vernos
unos meses antes de que empezara la guerra. Cuando se enteró de la muerte de
mis tíos, vino haciendo autostop desde Dobrinja para verme, a pesar del
peligro. Me sorprendió y me emocionó que hiciera ese esfuerzo, pero descubrimos
que ya no teníamos nada que decirnos. Era extraño darse cuenta de que la
guerra, en vez de aproximarnos más, nos había alejado.
Estaba
acercándome a casa cuando alguien me llamó desde el otro lado de la calle. Era
una amiga de la familia que vivía cerca del orfanato, y crucé para saludarla.
Parecía preocupada y me dijo que acababa de enterarse de que al hijo pequeño de
Zoran, Mirza, le habían herido en la pierna el día anterior y le habían llevado
al hospital que había cerca de mi casa. Corrí a verle aterrada. La fachada de
aquel edificio de nueve pisos, que había sido un hospital militar, estaba
cubierta de agujeros enormes como consecuencia de los bombardeos que habían
tenido lugar desde las colinas. Cuando llegué, pregunté en recepción y me
dijeron que Mirza estaba en cuidados intensivos. La recepcionista dijo que
todos los pacientes y el personal médico estaban ahora confinados a las plantas
bajas del hospital, que eran relativamente seguras. Busqué entre los pasillos
atestados de gente hasta que vi a la madre de Mirza, Merima, que estaba de pie
fumando en uno de los pasillos. Su aspecto era nervioso y parecía agotada. Era
injusto y cruel verla allí cuando la sangre de su marido aún estaba caliente.
Era una mujer muy guapa de treinta y pico años que, al igual que su fallecido
marido, siempre tenía cierto aire de serenidad. Fui andando hacia ella y nos
abrazamos. Me cogió de la mano y fuimos juntas a ver a Mirza.
El
olor a antiséptico y a aire caliente que se mezclaban en esa habitación sin
ventanas era agobiante. Había hileras de camas a cada lado, y Mirza estaba en
una de ellas, cubierto por una sábana. Tenía el pelo mojado y las gotas de
sudor le caían por su carita pálida. Le miré nerviosa, le limpié la frente y le
di un beso. Le temblaron los párpados, balbuceó algo y después volvió a
quedarse dormido. Era horrible verle así y no pude contener las lágrimas. «¿Se
pondrá bien?», le pregunté a Merima en voz baja.
«Tiene
gangrena. Los médicos me han dicho que tienen que controlarle mucho».
«Ojalá
estuviera Zoran aquí», dije sin pensarlo.
Ella
se mordió los labios y asintió. Nos quedamos allí en silencio, mirando a Mirza.
Tenía solo doce años y ya se parecía mucho a su padre. Me quedé un rato con
ellos y prometí volver al día siguiente.
Selma
y Janna se pusieron a llorar cuando les conté lo de Mirza, y la abuela estuvo
toda la noche rezando por él. Me acordé de Zoran y le supliqué que cuidara de
su hijo pequeño. Por suerte, esa noche papá estaba durmiendo en casa de Mayka y
me alegré de no tener que contárselo todavía.
A
la mañana siguiente volví al hospital. Cuando llegué vi a Merima sentada en una
silla junto a la cama de Mirza, mirándole mientras dormía. Tenía los ojos rojos
e hinchados y parecía cansada. Llevaba la ropa del día anterior y di por hecho
que había pasado allí la noche. Cuando me vio, me hizo señas para que esperara
fuera de la habitación.
«¿Está
bien?», le pregunté mientras salía por la puerta.
«Ahora
está fuera de peligro, pero han tenido que amputarle la pierna, justo por
debajo de la cadera», respondió mirándome angustiada.
Di
un grito de horror. Le abracé sin saber qué decir. Nos quedamos allí en
silencio y, suspirando profundamente, Merima se apartó y se dirigió de nuevo a
la habitación. Cuando llegó a la puerta, se giró con lágrimas en los ojos y me
dijo entre susurros: «Atka, todavía no lo sabe y yo no tengo el valor para
decírselo».
Mirza
estaba llorando cuando volví a verle al día siguiente. Se había enterado de la
noticia. A uno de los niños de su habitación se le había escapado sin querer.
Mirza no paraba de decir que no acababa de creérselo porque seguía sintiendo la
pierna. Merima le acarició la cabeza y yo me senté con mi primo, cogiéndole de
la mano. Gracias a algunos de los fármacos que seguía teniendo el hospital,
intentaron controlarle el dolor durante los días siguientes, y pronto empezó a
sentirse un poco mejor. Estuvimos hablando y, aunque estaba adormilado, se
alegró cuando mencioné su película favorita, Rambo. Se sabía los diálogos de
memoria y me dijo algunos en inglés. Había ido a colegios internacionales
cuando Zoran trabajaba en el extranjero y hablaba el idioma con fluidez.
«Eres
todo un héroe; le has salvado la vida a tu hermano -le dije-. ¿Te acuerdas de
algo?».
Él
miro hacia otro lado y empezó a decir lentamente: «Estábamos jugando a la
entrada de nuestro edificio cuando de repente oí una explosión. Entonces empujé
a Haris al suelo. Había humo por todas partes y todo estaba en silencio. Yo
sentía calor en la pierna. Miré a Haris, que estaba pálido y acurrucado en una
esquina. Intenté subir a contarle a mamá lo que había pasado, pero me caí
cuando intenté subir las escaleras. Después debí quedarme sin conocimiento…».
Mirza
seguía en el hospital cuando Merima y Haris se mudaron al sótano de la casa de
su hermano Mesko, donde pensaban que estarían más seguros.
Las
hojas del otoño ya se habían caído. Las ramas de los árboles estaban desnudas
y, sin su protección, nos sentíamos incluso más expuestos al enemigo. El tiempo
era cada vez más húmedo y más frío, lo que obligaba a que los niños se
acurrucaran bajo sus mantas buscando calor. Cada vez que encendíamos el fuego
para cocinar, los cinco se sentaban alrededor de la estufa para calentarse.
Janna y Selma habían empezado a acudir a la «escuela de guerra» que se
organizaba en casa de una de sus profesoras, que vivía en el vecindario. Las
clases solo duraban un par de horas, y a las niñas les gustaba ir siempre que
los disparos lo permitían.
Las
pequeñas raciones de comida que recibíamos las distribuía ACNUR
esporádicamente. Nos pasábamos el día hablando de comida, y mirábamos con
nostalgia las imágenes de alimentos que había en los libros de cocina de mamá.
Algunas veces no había nada que comer y el hambre nos dejaba sin fuerzas. Los
niños estaban malnutridos y se les estaban estropeando los dientes. El largo
pelo rubio de Tarik había empezado a caerse a mechones, así que decidimos
afeitarle la cabeza: con la cabeza rapada parecía un hombrecito pequeño. Papá
había perdido tanto peso que la ropa le colgaba de lo que solía ser una percha
ancha. Desesperada, la abuela me pidió que fuera al centro musulmán local,
donde ella era muy conocida, y les pidiera comida. Ahora nos veíamos reducidos
a tener que pedir.
La
gente que trabajaba allí se resistía a ayudar y me explicaba una y otra vez que
la comida estaba reservada solo para las familias de los soldados caídos. Yo
les supliqué y mencioné el nombre de la abuela. Al oír eso, en seguida cedieron
y me dieron un paquetito de harina y una botella de aceite para cocinar. El
resto de la semana sobrevivimos a base de finas rebanadas de pan. Lo único que
teníamos para echarle al pan eran vitaminas en polvo que le había dado un
médico a papá en el hospital infantil. Mezclé los polvos con agua y se lo eché
al pan de los niños. Olía a humedad y sabía asqueroso, pero animé a los niños a
que se lo comieran, diciéndoles que les daría mucha energía y que les haría
crecer. Ellos, cada vez que lo tomaban, se tapaban la nariz y ponían cara de
asco.
Cuando
no estaba cuidando de Mayka, papá intentaba visitar a todos los amigos que
podía para ver qué tal estaban. En una ocasión volvió con un gran paquete de
comida que le había dado un amigo que trabajaba en la sinagoga. Lo abrimos y
vimos que contenía harina, arroz, y los típicos productos de primera necesidad,
y fue una ilusión enorme descubrir que también había lujos como café y
chocolate.
De
vez en cuando teníamos agua y corriente. Tener electricidad transformaba la
casa en un lugar cálido y alegre. Si teníamos harina, la abuela y yo podíamos
cocinar mientras los pequeños veían sus dibujos favoritos. Era más frecuente
tener agua que electricidad, y, cuando salía de los grifos, llenábamos todos
los recipientes que podíamos. Desgraciadamente no era muy habitual y, además,
duraba poco tiempo.
Una
tarde gris, papá vino a casa con una carta de Hana y Nadia que habían dejado en
el Holiday Inn. Era la segunda que recibíamos, aunque ellas decían que habían
enviado varias. Nos sentamos, y todos se pusieron a mi alrededor para escuchar.
Tarik interrumpió preguntando si allí también había guerra. «No», respondí yo
brevemente, y continué leyendo. Pero Tarik siguió interrumpiéndome: «¿Puedo ir
a verlas a la costa? ¡Ya estoy harto de esta guerra!».
Era
la primera vez que les oía quejarse, y lo único que pude hacer fue mirarle.
Sabía que el gobierno seguía intentando evacuar a algunas mujeres y niños en
autobuses escoltados por las Naciones Unidas, pero hasta ahora los serbios solo
habían permitido salir de la ciudad a uno o dos de estos autobuses. Cada vez
había más gente en Sarajevo que intentaba huir corriendo, cruzando de noche la
pista desierta del aeropuerto. Esa pista llevaba al monte Igman, la única
montaña de las afueras de la ciudad que no había caído en manos de los serbios.
Generalmente, aquellos que intentaban escapar acababan tiroteados por algún
francotirador y, si les pillaba alguno de los soldados de las Naciones Unidas
que patrullaban el aeropuerto, les obligaban a volver inevitablemente. Ninguno
de nosotros tenía ninguna intención de irse, y, de todos modos, cualquier intento
de escapar con cinco niños pequeños habría sido un suicidio. Además, cualquiera
que quisiera abandonar la ciudad tenía que presentar alguna prueba de auspicio
del correspondiente país extranjero, y nosotros no teníamos a nadie que nos
pudiera hacer algo así. Nunca se me había pasado por la cabeza irme de
Sarajevo. Aquella era mi ciudad, mi hogar, mi identidad. Nuestras raíces allí
eran profundas, e incluso de pequeños, mis amigas y yo cantábamos canciones de
amor y lealtad a nuestra ciudad.
Antes
de que pudiera responder, Janna se llevó el dedo a la boca, se volvió hacia
Tarik y dijo: «¿Eres tonto? ¿No ves que estamos rodeados?». Tarik encogió las
piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Su mirada triste nos dio pena y,
dándole un golpecito en la pierna, la abuela le hizo una seña para que fuera a
sentarse en sus rodillas. Le abrazó fuerte y le dijo: «Te prometo que, cuando
acabe esta guerra, os llevaré a todos a la playa», y sonrió ajustándose el
pañuelo.
Tarik
dijo feliz: «Los chetniks han estado disparando mucho, seguro que se quedan sin
balas y se acaba la guerra». Deseé poder creerle.
A
la mañana siguiente, temprano, los fuertes bombardeos nos obligaron a
permanecer en el refugio. Por el frío y la humedad, la habitación del sótano
parecía una prisión. Yo llevaba allí horas y me había quedado sin cuentos que
contar a los pequeños.
«¿Puedes
volver a contarnos el de Blancanieves?», preguntó Asko.
«Está
bien», respondí, metiéndome de nuevo en el cuento de siempre, de mala gana.
Los
niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, como si nunca lo hubieran
oído. Cuando llegué a la parte en la que Blancanieves se encuentra por primera
vez con los enanitos, Emir me tiró de la manga y me preguntó qué eran los
enanitos.
«Son
gente bajita con barba que vive en los bosques», respondí.
Llevándose
las manos a la cabeza exclamó: «Oh no, ¿también son chetniks?».
Todos
nos reímos a carcajadas y no fui capaz de terminar el cuento, porque cada vez
que empezaba a contarlo de nuevo, Janna y Selma empezaban a reírse.
Los
bombardeos disminuyeron bien entrada la tarde y por fin pudimos subir a la
planta de arriba. Estaba oscureciendo y empezaba a llover. La abuela cogió unas
velas que siempre guardaba en su habitación para asegurarse de que tuviéramos
luz una vez que se hiciera de noche. La caja de cerillas la guardaba en su
sujetador.
Los
niños, que tenían ganas de jugar, empezaron a perseguirse en el recibidor. La
abuela y yo acabábamos de empezar a encender el fuego para cocinar un puñado de
arroz para todos cuando, de repente, oímos un grito. Al cabo de unos segundos,
Selma entró corriendo en el salón, gritando que Asko se había caído por las
escaleras y había acabado en el sótano, sobre el suelo de hormigón. Bajé las
escaleras sumiéndome en la más absoluta oscuridad, gritando su nombre. No había
respuesta, pero le oí gimotear y fui tanteando a mi alrededor hasta dar con él.
Le cogí con cuidado y le subí por las escaleras. Tenía la cabeza cubierta de
sangre, así que le llevé al salón y le puse encima del sillón. La sangre le
caía por toda la cara, y le dije a Janna gritando que trajera una toalla. Ella
permaneció inmóvil, así que volví a gritarle. Por fin me trajo una toalla y se
la puse a Atko alrededor de la cabeza tratando de aliviarlo un poco. Los niños
nos miraban en silencio.
La
abuela corrió hacia la ventana y gritó pidiendo auxilio. De repente, el
bombardeo volvió a intensificarse y Janna empujó a los niños para que volvieran
al recibidor. Al poco tiempo, uno de los guardias del patio entró corriendo al
salón y miró la cabeza de Atko. «Las heridas en la cabeza son las peores;
sangran muchísimo», dijo mientras le quitaba la toalla empapada de sangre. Yo
no podía mirar.
«Tiene
una herida muy profunda en la frente, tiene que ir inmediatamente al hospital».
Levantó a Asko y salió fuera corriendo y diciéndome que me diera prisa. El otro
guardia fue corriendo a buscar un coche y, al poco tiempo, volvió con una
furgoneta oxidada: era el único vehículo de toda la calle que todavía tenía
algo de gasolina. El conductor, a quien todos en el barrio conocíamos como «el
Tío», me hizo señas para que subiera. Entré en la furgoneta con Asko en los
brazos y el Tío pisó fuerte el acelerador, llevándonos colina abajo a toda
velocidad. Me incliné sobre el cuerpo ligero de Asko, que estaba temblando. El
ruido de las explosiones era ensordecedor; era la primera vez que me subía a un
coche durante un bombardeo fuerte y me aterraba la idea de que impactaran
contra el desvencijado vehículo.
Aunque
el hospital estaba cerca, el trayecto se me hizo eterno. El Tío llevó la
furgoneta directamente hasta la entrada trasera y frenó en seco. Dos hombres de
bata blanca corrieron hacia nosotros y mientras abrían la puerta preguntaron:
«¿Metralla?».
«No,
se ha caído», dije con voz temblorosa. Mientras entrábamos les conté lo que
había pasado. Asko estaba quejándose débilmente cuando le metieron en una sala
de urgencias. Me hubiera gustado entrar con él, pero no me dejaron y me
pidieron que esperara fuera. Conseguí al menos despedirme de él con la mano
antes de que cerraran la puerta.
Era
deprimente ver a las personas que había en la sala de espera, algunas de ellas
con manchas de sangre en la ropa. Había una mujer acurrucada en una esquina
lejana que estaba llorando amargamente, con el pelo largo tapándole la cara. La
abrazaba un hombre con chaqueta negra. Yo aparté la mirada y luego me di cuenta
de que yo misma tenía la ropa manchada de sangre, e intenté quitarla.
De
repente oí gritos en el pasillo principal, e inmediatamente después, varios
médicos y enfermeras se dirigieron rápidamente hacia una oleada de heridos que
iban metiendo a toda prisa por la puerta. A uno de los hombres, empapado de
sangre, le traían en camilla, mientras él veía horrorizado que le faltaba una
pierna. Entró alguien más con un niño pequeño en brazos, pidiendo ayuda. Yo no
sabía adónde mirar, todo era caótico. Unas explosiones atronadoras sacudieron
el edificio; la cabeza me daba vueltas y me dolía la espalda. Me moví hacia una
esquina, me apoyé contra la pared y cerré los ojos. Estaba agotada y me
sorprendí a mí misma llorando sin control. Después vi la dulce cara de mi
hermana Hana y me acordé de la promesa que habíamos hecho el día que se fue de
Sarajevo: que seríamos valientes. Curiosamente, ese pensamiento me dio fuerzas.
Al cabo de un rato, un médico de aspecto cansado me llamó para que entrara al
quirófano. Bajo unos grandes vendajes, la cara pálida de Asko parecía muy
pequeña. Estaba asustado, pero se animó al verme llegar.
«Le
dejaremos aquí unas cuantas horas para asegurarnos de que no ha sufrido ninguna
conmoción cerebral -dijo el médico golpeándole la mano a Asko-. Eres un buen
chico. Ahora se quedará tu hermana contigo». El médico se marchó y yo me senté
en la cama de Asko. Le dije: «No pasa nada, Asko, voy a quedarme aquí contigo».
En seguida se quedó dormido y yo me acurruqué a su lado. Durante las horas
siguientes, la enfermera entraba y salía rápidamente para comprobar su estado
y, hacia la medianoche, nos dijo que podíamos volver a casa. Aunque Asko no
pesaba casi nada, me pregunté cómo iba a poder llevarle hasta casa yo sola,
cuando aún se oían los tenues ruidos sordos de un bombardeo lejano. Me
sorprendió ver al Tío de pie en el pasillo.
«Maldita
sea, ¿has visto la cantidad de heridos que han traído aquí esta noche?», dijo
enfadado.
«Sí,
los he visto», respondí yo, sacudiendo la cabeza resignada. Fuera estaba
oscuro, y la única luz era la que salía de las ventanas del hospital. «No me
puedo creer que hayas estado aquí esperando todo este tiempo», dije mientras me
subía a la furgoneta.
«¿Pensabas
que iba a dejarte aquí sola?», dijo entornando los ojos bajo sus cejas
pobladas.
Agradecida,
me dejé caer en el asiento de atrás con Asko en mi regazo. Me dolían todos los
huesos de mi cuerpo. Volvimos despacito, con los faros del coche apagados para
no atraer a los francotiradores. Papá estaba en casa y vigiló atentamente el
estado de Asko durante toda la noche.
A
la mañana siguiente mi amiga Samra, que vivía justo al final de la calle, vino
a vernos y trajo la última botella que tenía de zumo casero de remolacha. «La
guardaba para alguna emergencia -me dijo-, tiene muchas vitaminas. Dásela a
Asko, la necesitará». Yo no supe cómo agradecérselo.
Cuando
los puntos ya pudieron retirarse, Sabrina vino y se los quitó, y a Atko le
dijimos que esa cicatriz grande que tenía en la frente siempre le recordaría lo
valiente que había sido.
Los
barracones
Hana
A
principios de otoño vino un grupito de amigos del hotel para despedirse. Uno de
ellos empezó a tocar la canción «Don’t you cry» en la guitarra. Aunque el
destino nos había jugado una mala pasada y nos había separado de nuestra
familia, nos había dado a cambio nuevas y buenas amistades. Nadia y yo íbamos
de camino a Zagreb para encontrarnos con mamá y con Lela, que ahora estaban en
los barracones de refugiados que había allí. Cuando el autobús salió de
Primosten, pasamos la mayor parte del viaje charlando, emocionadas.
«Hace
casi seis meses que no vemos a Lela -dijo Nadia contando con los dedos-. Me
preguntó si habrá cambiado algo». Ambas habían estado siempre muy unidas. Yo
apoyé la frente en la ventanilla y me puse a mirar cómo el Adriático,
reluciente, iba desapareciendo en la distancia. Unas horas más tarde, la tierra
árida comenzó a dar paso a unas colinas ligeramente onduladas y, cuando
llegamos a una zona llana, supe que ya estábamos cerca de Zagreb.
Estaba
anocheciendo cuando llegamos a la estación principal de autobuses. La
plataforma estaba bien iluminada y en seguida reconocí el jersey verde de Lela
que Mesha le había dado antes de irse al Ejército Popular. Lela era muy guapa;
tenía el pelo castaño y largo y unos llamativos ojos verdes. Nadia también la
vio y dio un salto desde su asiento. «¡Ahí está, ya la veo!», exclamó emocionada,
y se dirigió hacia la salida. Yo intenté seguirla, pero el hombre que tenía en
frente se me adelantó y, cuando quise llegar a la plataforma, Nadia y Lela ya
estaban abrazándose y llorando. Corrí hacia ellas y, cuando Lela me vio, me
abrió los brazos. Nos quedamos las tres debajo del cartel, abrazándonos.
«¡Qué
alegría verte, por fin!», dijo ella suspirando.
«¿Dónde
está mamá?»
«Ha
tenido que irse a Austria con las “Madres por la paz”, pero volverá en unos
días», respondió Lela. Me entristeció y me defraudó saber que mamá no estaba
allí con nosotras.
El
aire estaba frío y me puse la única sudadera que tenía. Nos subimos con
nuestras mochilas al tranvía, que estaba lleno de gente. Lela y Nadia estaban
entretenidas hablando y, de vez en cuando, subían la voz entusiasmadas. Yo
miraba para otro lado, haciendo como que no iba con ellas. Nuestro acento era
distinto al de los croatas, y no quería que nadie a mi alrededor supiera que
éramos bosnias. Primosten era pequeño y los refugiados estábamos todos juntos,
pero estar en la gran ciudad de Zagreb intimidaba; me daba vergüenza formar
parte de esa enorme afluencia de refugiados, y me sentía como si fuéramos
intrusos. Cuando salimos del tranvía ya era de noche, y fuimos andando hasta
los barracones. «¿Es aquí donde vamos a quedarnos?», le pregunté a Lela. Había
grandes luces reflectoras iluminando todo el área, que parecía una zona de
obras. Había varios barracones largos en medio, con otros dos más pequeños a su
derecha, y todos ellos estaban rodeados por una valla de madera marrón. En el
suelo no había nada, y yo no paraba de mirar a mi alrededor, incrédula; aquel
sitio tenía un aspecto tan tétrico que me daban ganas de salir corriendo y
volver a Sarajevo o incluso a Primosten; a cualquier sitio con tal de no quedarme
allí. Pero no había ningún otro lugar adonde ir, así que me resigné y seguí a
mis hermanas a uno de aquellos barracones.
Dentro
había hileras de literas militares que iban de un extremo a otro de la sala, y
vi también unas cuantas mujeres y niños. Algunas de ellas estaban sentadas en
las literas jugando a las cartas, y otras estaban de pie hablando. Avanzamos
por el crujiente suelo de madera y llegamos a dos literas libres que Lela había
conseguido guardar para nosotras. Dejamos nuestras mochilas sobre el colchón
duro y susurré con optimismo: «¿Estos barracones son solo para mujeres?». Me
alivió saber que sí, y Nadia y yo sacamos nuestras cosas y pusimos parte de la
ropa encima de la litera.
«¿Vosotras
de dónde sois?», preguntó una mujer mayor que había en frente. La verdad es que
yo no tenía muchas ganas de hablar, así que me alegré de que fuera Nadia la que
le respondiera. «¿Quién está aquí con vosotras?», continuó preguntando la
mujer.
«Solo
nuestra madre -respondió Nadia-. El resto de nuestra familia continúa en
Sarajevo. ¿Y usted?».
«Yo
estoy aquí con mi nuera -dijo-. Los chetniks llegaron a nuestro pueblo y nos
dijeron que teníamos que irnos. Dejaron irse a las mujeres y a los niños, pero
detuvieron a todos los hombres. Se llevaron a mi marido y a mis dos hijos».
La
miré horrorizada. Llevaba puesto un jersey de colores y unos calcetines de lana
gruesa típicos de la gente del campo.
«¿Y
sabe dónde están ahora?», preguntó Nadia.
La
mujer sacudió la cabeza: «Ni siquiera sabemos si siguen vivos». Se movía de un
lado a otro, y sus ojos hundidos estaban llenos de pena.
«Pobre
mujer», me dijo Nadia en voz baja. Miré los barracones y me pregunté cuántas de
aquellas mujeres habían tenido que pasar por el mismo suplicio. En ese momento
me di cuenta de que había otras personas en una situación mucho peor que la
nuestra, de modo que tomé la decisión de no volver a quejarme nunca.
Lela
nos llevó a la cantina, donde había varias mujeres fumando. Después de cocinar
un poco de pasta nos sentamos en una mesa vacía que había en una esquina.
Acabábamos de empezar a comer cuando vinieron un par de mujeres hacia nosotras
y empezaron a hablar. Todas parecían alegrarse de poder hablar de sus
experiencias y averiguar cosas sobre los demás, pero sus terribles historias me
hacían temer por mi propia familia. A ninguna de las tres nos apeteció seguir
comiendo y dejamos los platos a un lado.
Aquella
noche no quedaba agua caliente en los baños comunes, y Lela me dijo que
tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente para ducharnos. Las luces se
apagaron a las diez de la noche y no había nada que hacer salvo irse a la cama.
La manta era tan tosca que me picaba todo, pero, como estaba tan cansada, cerré
los ojos. La mayoría de la gente seguía despierta y susurraba en medio de la oscuridad.
Al cabo de un rato se hizo el silencio, interrumpido solo por algún leve
sollozo y por alguna tos o ronquido ocasional. Se me pasaron un montón de cosas
por la cabeza y después, de repente, me sorprendí rezando. Estaba recitando las
palabras de la única oración que sabía: la que la abuela me había enseñado.
Recé porque toda mi familia estuviera a salvo y porque pronto volviéramos a
estar todos juntos.
El
centro de registro de refugiados más cercano estaba situado en la única
mezquita de la ciudad, y fuimos allí en tren por la mañana. Observé las calles
por las que íbamos pasando y advertí que eran más anchas y estaban más
concurridas que las de Sarajevo. Había edificios clásicos imponentes bordeando
las carreteras y, aunque asomé la cabeza por la ventana del tranvía, era
imposible ver los tejados. Pasamos por delante de varias iglesias, que parecían
más numerosas allí que en Sarajevo, y vimos a una multitud de personas
abriéndose paso a empujones por las aceras atestadas de gente, y coches
pitándose unos a otros en medio de largas colas. Aunque habíamos estado en
Zagreb hacía unos cuantos meses, la ciudad seguía pareciéndonos desconocida, y
su aparente magnitud era sobrecogedora.
Me
sorprendió la parte exterior de la mezquita, blanca y moderna y con una cúpula
de una forma extraña. Las mezquitas de piedra que había en Sarajevo se habían
construido hacía cientos de años y ninguna se parecía a esta. Un hombre que
había de pie fuera nos indicó que fuéramos al edificio de al lado, donde
pasamos a un recibidor ruidoso y lleno de gente y nos unimos a una de las dos
colas que había para las dos ventanillas del registro, que ya eran largas. Sin
nuestros carnés de refugiadas no podíamos recibir ninguna ayuda ni ir al
médico, así que esperamos pacientemente. Después de llevar más de una hora de
pie, me giré y le dije a Nadia: «Para cuando nos toque estaremos jubiladas».
Debí decirlo en voz alta, porque una mujer que había detrás de nosotras añadió:
«Las colas son largas porque la gente está intentando conseguir papeles para
irse al extranjero».
«¿Adónde?»,
preguntó Nadia.
«A
Suecia, Noruega, Alemania… Donde nos acojan -respondió la mujer encogiéndose de
hombros-. Vamos a inscribirnos».
«¿Sabéis
dónde vais a quedaros cuando lleguéis allí?», le pregunté.
«Nos
han dicho que los gobiernos de esos países se ocuparán de nosotros. No nos
importa adónde vayamos, con tal de que sea lejos de aquí. No creo que todo este
horror vaya a acabar pronto».
Nos
llevó todo el día registrarnos, pero a cambio no solo nos dieron los carnés de
refugiadas, sino también las raciones correspondientes, y nos dijeron que
tendríamos que volver a por más en unas dos semanas. Los paquetes contenían harina,
azúcar y aceite, además de varias latas de atún, pasta, mantequilla de
cacahuete y unos paquetes de pan precocinado. También nos dieron pasta de
dientes, un cepillo y algo de jabón. El envoltorio parecía bastante anticuado y
estuvimos bromeando diciendo que los paquetes debían ser restos de la Segunda
Guerra Mundial. No me importó pasar todo el día en la mezquita, porque al menos
estuvimos alejadas de los barracones.
Aquella
noche el aire de los barracones estaba totalmente cargado, y no podíamos abrir
la puerta porque las señoras mayores se quejaban de las corrientes. Subí a mi
cama y me puse sobre la cabeza una almohada delgada que tenía, y así conseguí
amortiguar parte del ruido. Di gracias a Dios por aquel día y volví a rezar,
como lo había hecho la noche anterior. En todo ese caos, empecé a notar que la
oración era mi único consuelo.
*
* *
Mamá
volvió a Zagreb a finales de semana. «Gracias a Dios que estás aquí, te hemos
echado de menos», dijo Nadia mientras nos abrazábamos todas. Emocionadas de volver
a estar juntas, nos sentamos a hablar en nuestras literas. Ninguna sabía nada
del resto de la familia desde hacía más de un mes, y estábamos preocupadas por
las noticias de los constantes bombardeos en Sarajevo. Mamá, que estaba
nerviosa y más delgada, nos dijo que su trabajo con los refugiados estaba
impidiendo que se volviera loca.
«¿Vais
a sacar a más refugiados?», le pregunté. Ella me dijo que dentro de unas
semanas iba a acompañar a Inglaterra a un grupo de mujeres de los barracones.
Nos quedamos horrorizadas cuando nos contó que los serbios las habían violado y
torturado, y resultó que había un canal de televisión inglés que quería hacer
un programa sobre ellas.
Lela
se preguntaba si habría alguna posibilidad de que nosotras fuéramos a alguno de
estos países, pero ningún gobierno admitía menores sin la compañía de algún
adulto, y mamá, que quería quedarse cerca de Bosnia, no tenía ninguna intención
de buscar refugio en el extranjero. Pero teníamos también alguna buena noticia:
mamá había conseguido localizar al hermanastro de mi padre, Damir, que vivía en
Zagreb. Solo le habíamos visto una vez, hacía ya unos años, pero mamá nos contó
que trabajaba como aprendiz en un estudio de bellas artes y había ido un par de
veces a visitarle, y dijo que le encantaría vernos. Nos animó un poco saberlo,
y mamá prometió que nos llevaría a verle cuando tuviera tiempo.
La
calle que había a la salida de los barracones estaba abarrotada y no paraban de
pasar coches, pero en los barracones la vida era tranquila. No había nada que
hacer; no había ningún colegio al que ir ni tampoco ningún programa para
refugiados. Nuestro futuro era incierto, y todo el mundo estaba esperando algo.
Mientras mamá estaba ocupada con el voluntariado, nosotras tres íbamos por la
ciudad y visitábamos a los amigos que habíamos hecho durante el tiempo que
vivimos con Omer. Por la noche volvíamos a los barracones para hacer la cena y
dormir. Normalmente mamá se acostaba mucho más tarde que nosotras. Una noche la
escuché contándole a Nadia que no estaba durmiendo bien; estaba todo el día
ocupada, y cuando nos levantábamos por la mañana su cama estaba vacía.
Esa
semana cumplía trece años, y para celebrarlo nos tomamos un par de trozos de
pastel en una cafetería de la ciudad. No podíamos permitirnos más; no hubo
velas de cumpleaños, regalos, amigos ni ninguna fiesta, pero lo que sí pude
hacer fue pedir un deseo: que la guerra terminara pronto.
«Recoged
todas vuestras cosas -gritó Nadia mientras entraba corriendo a los barracones-,
mamá ha encontrado un sitio para quedarnos».
Confundida,
metí todo en las mochilas y salí corriendo del barracón. Había un hombre de
mediana edad con abrigo marrón que estaba esperándonos junto a su coche.
«¿Dónde están mamá y Lela?», pregunté a Nadia mientras me subía al coche.
«Allí»,
dijo, y señaló por la ventanilla una pequeña oficina donde estaban firmando
nuestra salida. Después se metieron en el coche y salimos. El hombre que
conducía era un conocido que tenía mamá en Zagreb. Ella había ayudado a algunos
de sus familiares bosnios a irse al extranjero y él, como sabía que queríamos
irnos de allí, nos había buscado un sitio pequeño de alquiler.
«La
mayoría de los propietarios se resisten a alquilar a los refugiados pues no
pueden permitirse pagar el alquiler -nos explicó mientras conducía-, pero
conozco a estas personas desde hace un tiempo y les he dicho que respondo por
vosotras». Le dimos las gracias por su amabilidad. «Puedo pagaros el primer mes
de alquiler -continuó-, pero después tendréis que ocuparos vosotras. Ojalá pudiera
ayudar más, pero ya tengo bastante con lo mío».
Mamá
le aseguró que nos las arreglaríamos. Él nos llevó en coche hasta un barrio
precioso en la otra punta de la ciudad, con unas casas enormes y una calle
principal llena de tiendas con luces de neón. Se metió por una de las calles
laterales y aparcó frente a una casita de una sola planta hecha de ladrillo,
que parecía diminuta al lado de las dos grandes casas que tenía a los lados.
Dentro había dos habitaciones pequeñas y un baño. En el vestíbulo había una
cocina dentro de un armario, con una balda superior donde estaban guardados los
platos y los cubiertos. En una de las habitaciones había una mesa de madera
antigua y una silla, y en la otra habitación, situada al fondo, había un
colchón para dos personas. Era una casa sencilla, pero estaba limpia y me
alegraba no tener que compartirla con nadie más.
«Ahí
viven los propietarios», dijo el amigo de mamá señalando la casa de al lado. Lo
único que separaba ambas viviendas era un caminito estrecho. Se volvió hacia
nosotras y dijo: «Tengo una pequeña cafetería en la ciudad y podría contratar a
una de vosotras, ¿a alguna le interesa?».
Yo
no dije nada porque quería ir al colegio, pero Nadia dijo: «Yo nunca he
trabajado, pero lo haré».
«Solo
es un trabajo de camarera, es fácil -dijo-; aunque es verdad que no debería
contratar refugiados, así que te pagaré en efectivo». Nadia anotó la dirección
y dijo que empezaría la semana siguiente. Lela dijo que ella buscaría trabajo
en una de las cafeterías que había visto por el camino.
«Venga,
vamos a comprar algo de comida», dijo él mirando a mamá mientras salían de la
casa.
«También
se ha ofrecido para eso», dijo Nadia mientras cerraba la puerta de la casa. No
teníamos dinero y para nosotras habría sido incómodo el simple hecho de
mencionar que necesitábamos comida. Pasaríamos hambre antes de pedirlo. La casa
ya estaba ordenada, así que no tardamos mucho tiempo en colocar nuestras cosas;
lo único que llevábamos en las mochilas era algo de ropa y nuestros diarios, y
lo dejamos todo al lado del colchón. «¡Un baño solo para nosotras!», les dije a
mis hermanas gritando desde el vestíbulo. Ellas estaban en la habitación
poniéndole al colchón unas sábanas que le habían regalado a mamá.
Mamá
volvió al poco tiempo con una bolsa de comida en cada mano, y fuimos corriendo
a ayudarla a vaciarlo. Había traído salami, queso, pan del día, e incluso carne
y huevos. «¡Hacía siglos que no comíamos nada parecido! -exclamó Nadia-. ¡Me
trae recuerdos de casa!».
Había
un delicioso olor a comida que llenaba las habitaciones. Como en la casa solo
había una silla, no pudimos sentarnos a comer a la mesa, así que extendimos una
sábana en el suelo y nos sentamos todas juntas a comer. Aunque era pequeño, el
calefactor de la habitación funcionaba bien y, al levantarme a la mañana
siguiente, la casa estaba caliente. Mis hermanas, que estaban a mi derecha,
seguían dormidas. Mamá no estaba en la cama y la oí moviéndose por el
vestíbulo. Poco después entró en la habitación un olor a café que me resultaba
familiar, y entonces entró ella con una bandejita. «El café está preparado»,
dije yo mientras despertaba a mis hermanas. El café siempre había sido un
ritual de la mañana, y nuestros padres y la abuela nunca empezaban el día sin
él. Nadia y Lela abrieron los ojos y se sentaron lentamente.
«Huele
bien -dijo Nadia sonriendo-, igual que el de la abuela».
Mamá
sirvió el café y nos fue pasando las tazas. Cada una a su ritmo, fuimos
bebiéndolo mientras charlábamos. «Yo he dormido bastante bien, a pesar de tus
patadas», le dije a Nadia. Las cuatro habíamos dormido apretadas en el colchón
doble.
«Me
alegro. Yo no paraba de resbalarme en el colchón», dijo Nadia riéndose.
Mamá
acababa de empezar a contarnos que ese día iba a ir a ayudar a los barracones,
cuando oímos que alguien llamaba a la puerta. Nos miramos sorprendidas; nadie
sabía que estábamos allí salvo el amigo de mamá. Mamá fue a abrir la puerta y
volvió con una mujer a la que nunca habíamos visto. Tenía el pelo oscuro y
corto y estaba vestida de manera muy sencilla, con unos pantalones vaqueros
negros y un jersey marrón. «Lo siento, he venido sin avisar -dijo-. Solo quería
comprobar que os habíais instalado sin problemas». Su nombre era Danica y era
la mujer del casero.
«¡Disculpa
que aún no estemos levantadas!», dijimos, avergonzadas de seguir en la cama.
«Ah,
no os preocupéis. Yo soy como los gallos, siempre me levanto muy pronto», dijo
ella sonriendo. Le contamos a Danica de dónde éramos y cómo habíamos llegado
hasta Zagreb. «Hay un centro de refugiados de la Cruz Roja en nuestro barrio»,
nos dijo ella, y nos explicó cómo llegar allí. Luego me miró y me preguntó
cuántos años tenía. Respondí que tenía trece.
«Mi
hija Andrea es un año más pequeña que tú, ¿por qué no vienes esta tarde y la
conoces cuando vuelva del colegio?».
«Me
encantaría», le dije, emocionada de conocer a alguien de mi edad.
Estuvimos
charlando otro rato más y, cuando salió, se dio la vuelta y dijo: «Si alguien
necesita ponerse en contacto con vosotras, podéis darle nuestro número de
teléfono. Venid a verme -añadió, después de anotarlo- si necesitáis alguna cosa
más».
Después
del desayuno, mamá se fue a los barracones y Lela fue a dar un paseo por el
barrio a buscar trabajo en alguna cafetería. Nadia y yo fuimos a buscar el
edificio de la Cruz Roja, que no estaba lejos de casa. Dentro estaba
abarrotado. Nosotras queríamos averiguar si podíamos enviar cartas a Sarajevo
desde allí y si teníamos que volver a inscribirnos ahora que vivíamos en una
zona distinta. «Podéis darnos las cartas y, por supuesto, tendréis que volver a
inscribiros», dijo la mujer que estaba en el mostrador. Le dimos nuestros
carnés de refugiadas y añadió: «Podéis coger algunas prendas de ropa si las
necesitáis». Indicó una habitación que había al otro lado del vestíbulo, pero
había tanta gente que decidimos volver algún otro día.
Esa
noche, temprano, me pasé por la casa del casero para conocer a Andrea. Me abrió
la puerta una niña alta de ojos azules y el pelo rubio y corto. Llevaba puestos
unos vaqueros claritos y un jersey rosa brillante con rayas verdes. «Pasa,
pasa, hace frío fuera», dijo mientras abría más la puerta. Detrás de la puerta
principal de su casa de tres pisos había un recibidor cubierto de azulejos y
decorado con plantas y muebles modernos. «¿Qué tal si preparo algo de chocolate
caliente?», me preguntó mientras me llevaba hasta la cocina.
«Sí,
por favor», respondí entusiasmada.
Nos
sentamos a la mesa de la cocina y mojamos unas galletas en la bebida caliente.
Andrea no podía dejar de hablar de su colegio y sus amigos. Al escucharla me
acordaba de mis propios amigos y de cómo era mi vida en casa antes de la
guerra. La echaba de menos y estaba deseando volver al colegio.
«¿Puedo
acompañarte al colegio algún día por la mañana?», le pregunté.
«Claro;
suelo irme como a las siete y cuarto -dijo-. Y también puedes venir a ver la
tele conmigo siempre que quieras».
Cuando
llegué a casa, mamá estaba sentada a la mesa escribiendo en su agenda. Le hablé
de la hija del casero y de que habíamos estado hablando del colegio. «Me
encantaría ir -dije decidida-, ¿puedes intentar matricularme?».
Mamá
dudaba de que fueran a aceptar a una refugiada, pero me dijo que lo intentaría.
Dado que iba a viajar a Inglaterra próximamente, dijo que tendría que
resolverlo al día siguiente o en dos días. Me ponía nerviosa solo de pensar en
un colegio nuevo, pero al mismo tiempo la posibilidad me hacía mucha ilusión.
Esa
noche nos sentamos las cuatro, cada una de ellas escribiendo una carta a
nuestra familia. No sabíamos cuál de las cartas iba a llegarles, así que
incluimos en todas nuestra dirección postal y el número de teléfono de los
caseros, por si tenían alguna manera de llamarnos. Terminé la carta mencionando
lo mucho que les quería y les echaba de menos.
A
la mañana siguiente, Nadia y yo nos quedamos dormidas. Se estaba muy a gusto
debajo de las sábanas, así que nos quedamos un rato hablando en la cama. «Mamá
y Lela están en los barracones -dijo Nadia, leyendo una nota que había junto al
colchón-. Vamos a llevar las cartas a la Cruz Roja y así vemos si podemos
encontrar ropa de abrigo». Teníamos las deportivas hechas jirones.
Dimos
un paseo por el barrio, sorprendidas ante el número de tiendas de ropa que
había a lo largo de toda la calle principal. Las prendas de los escaparates
eran preciosas, pero en aquel momento estaban completamente fuera de nuestro
alcance. Las casas de las afueras eran grandes, y algunas tenían terrazas de
madera y unos marcos en las ventanas que las hacían parecer refugios de esquí
de lujo. Nadia y yo nos preguntamos quién viviría allí.
La
mujer con la que habíamos hablado el día anterior estaba sentada detrás del
mostrador, y sonrió cuando le entregamos nuestras cartas. La sala donde estaba
la ropa estaba llena de gente que buscaba entre los montones que había encima
de las mesas. Nosotras encontramos algunas chaquetas de invierno de color verde
eléctrico, que eran las únicas que nos quedaban bien y con lo que tendríamos
que apañarnos. Encontramos pantalones largos, sudaderas y zapatos de invierno.
Cuando salimos del edificio agaché la cabeza. Aunque no conocíamos a nadie
allí, era embarazoso salir de un centro de la Cruz Roja. Cerca había una cabina
de teléfono y me dirigí corriendo hacia ella para llamar a una niña de Zagreb a
quien había conocido durante el verano en Primosten. La conversación fue breve.
«¿Has
hablado con ella?», me preguntó Nadia.
«No.
Se ha puesto su madre y me ha preguntado de dónde era. Le he dicho que era
bosnia y me ha dicho que no volviera a llamar a su casa. Ha sido muy
humillante».
Nadia
me cogió de la mano y, moviendo la otra, me dijo sonriendo: «No te preocupes,
Hana. Yo ignoro ese tipo de cosas. Me entra por un oído y me sale por el otro».
Nadia y yo pasamos el resto de la tarde escribiendo en el diario.
A
la mañana siguiente, Andrea nos enseñó a mamá y a mí el camino al colegio. Era
solo un paseo y al poco tiempo nos encontramos en frente de un edificio de tres
plantas con numerosas ventanas de aulas que daban a la calle. Había también
unos cuantos abedules altos dentro de un patio grande.
El
director no puso ninguna pega y nos recibió aunque no hubiéramos concertado una
cita previamente. Nos invitó a pasar a su oficina, que estaba llena de libros,
y se sentó en un sillón de piel que había detrás de la mesa de su despacho. Era
un hombre muy alto y autoritario: «Señora, para nosotros es complicado admitir
a refugiados, sobre todo si no trae usted ningún expediente académico que yo
pueda ver», dijo con voz grave. Yo siempre había sido buena estudiante, pero,
como tuvimos que salir corriendo de Sarajevo, no tenía conmigo ningún
expediente que lo demostrara. «Los carnés de refugiado tampoco bastan como
prueba de identidad. Necesitamos una partida de nacimiento o bien… algo más».
Se mantuvo inflexible y yo temí que no fuera a aceptarme. Entonces, mamá
mencionó que papá había surtido a su colegio de sus libros de matemáticas. El
director pareció quedarse ligeramente sorprendido y, levantándose de la silla, nos
dijo que tendría que confirmar ese dato con el profesor de matemáticas.
Entonces abandonó la sala y nos quedamos allí esperando nerviosas. «Parece que
tiene usted razón -dijo cuando volvió, hablando en un tono mucho más amable-.
El profesor de matemáticas ha puesto por las nubes los libros de su marido.
Discúlpeme… Tenemos que seguir un procedimiento, ya sabe».
El
director decidió aceptarme siempre que mamá encontrara un modo de pagar el
comedor del colegio. Mamá le aseguró que se ocuparía de ello a través de una de
las organizaciones de beneficencia. «En ese caso, puedes empezar la semana que
viene», dijo el director sonriéndome y dándole la mano a mi madre.
«Muchas
gracias, mamá», le dije besándola a la salida.
Cuando
llegamos a casa, Danica estaba de pie junto a la ventana de la cocina e invitó
a mamá a que entrara a tomar un café. Después oí que Andrea me llamaba desde
una ventana que había a un lado de la casa, y acudí cruzando el camino que
había entre ambas viviendas. «He oído que vas a venir a mi colegio», exclamó.
«¡Tengo
muchísimas ganas!». Ella se rió y me pregunto si necesitaba libros, a lo que
asentí.
«Mi
vecino iba a tu clase el año pasado y puede darte los suyos. Luego te los
llevo, que ahora tengo que irme a cenar», dijo, y cerró la ventana de un golpe.
Mamá
se iba a Inglaterra ese fin de semana, así que el lunes tendría que ir al
colegio yo sola. «Buena suerte -me dijo Nadia-. Siento que ninguna de las dos
pueda acompañarte, pero tenemos que ir a trabajar». Lela había empezado a
trabajar en una cafetería del barrio. «No pasa nada», dije yo, aunque lo cierto
es que estaba nerviosa.
Andrea
estaba esperándome en frente de casa. Yo, que llevaba la mejor ropa, un jersey
rosa y unos pantalones grises, iba a ir andando con ella. Estaba lloviendo y
compartió su paraguas conmigo. La tutora me recibió en el vestíbulo y me llevó
a mi clase. Yo me quedé junto a su mesa, en frente de la pizarra y delante de
hileras de pupitres llenos de caras desconocidas que me miraban. Las paredes
estaban llenas de mapas, dibujos de los alumnos y fotos de gente que no
conocía. El corazón me latía con fuerza. «Esta es nuestra nueva alumna, Hana,
de Sarajevo», dijo la profesora presentándome a la clase e indicando después
que me sentara al fondo. Me pasé toda la clase con la cabeza baja, haciendo
como que escribía pero sin poder concentrarme; además, al volver a mi asiento
había oído cuchichear a dos alumnos y me sentí incómoda y sola. Aquel día
tuvimos cinco asignaturas diferentes con distintos profesores, y tuve que
presentarme en cada una de ellas. La cara y las orejas me ardían. En la clase
de inglés hubo dos niñas que se sentaban al final de la clase que dijeron en
voz baja: bosnicka, que era una manera despectiva de referirse a alguien de
Bosnia, pero yo fingí no haberlas oído. Lo único que quería hacer era sentarme
al fondo y aprender; no quería que nadie me hablara.
Fue
un alivio oír el sonido del timbre, que indicaba el fin de las clases. Algunos
de mis compañeros me dijeron adiós y, de vuelta a casa, pensé que había
sobrevivido al primer día. Me prometí a mí misma que me concentraría en mis
estudios y trabajaría duro. El año académico había empezado hacía seis semanas
y había muchas clases en las que tenía que ponerme al día. Me puse a estudiar
hasta que Nadia y Lela volvieron del trabajo, que era casi medianoche. «¿Qué
tal el trabajo?», le pregunté a Nadia.
«Cansado.
Casi le tiro una taza de café encima a un cliente», respondió frotándose los
ojos. Lela estaba cortando unos trozos de pan y echándoles un poco de
mantequilla y mermelada. «El amigo de mamá les ha dicho a los clientes más
habituales que soy familia suya, así que nadie me está molestando con lo de ser
refugiada -añadió Nadia -, por lo menos de momento. ¿Qué tal ha ido el
colegio?».
«Bueno,
imagínate, soy la única bosnia de la clase», dije encogiéndome de hombros.
«Ya
les demostrarás quién eres -dijo Lela-. Siempre has sido una gansa. Me voy a la
cama, que mañana trabajo».
No
había ningún despertador en casa y, temiendo que pudiéramos quedarnos dormidas,
no paramos de despertarnos en toda la noche.
*
* *
Lela
y Nadia trabajaban muchas horas todos los días, haciendo turnos tanto de mañana
como de tarde. Con las propinas que conseguían comprábamos comida para hacer
sándwiches e intentábamos ahorrar lo suficiente como para comprar un
despertador. Durante el día yo estaba en el colegio, y las tardes las pasaba
estudiando, así que nos veíamos poco y teníamos que contarnos las cosas a
primera hora de la mañana o a última de la noche. A mí no me gustaba estar sola
en casa por la noche, y no era capaz de irme a dormir hasta que no volvían.
Una
noche oí que abrían la puerta y a los pocos segundos entraron Lela y Nadia
empapadas. «Está lloviendo», dijo Nadia quitándose la chaqueta. Lela dejó los
zapatos al lado del radiador para que se secaran y se fue al baño. «Tengo
muchísimo hambre», oí decir a Nadia desde el vestíbulo.
«No
queda mucha comida -grité yo-. Tenemos que ir el martes a la Cruz Roja y coger
algo».
«¿Puedes
ir tú? Nosotras no tenemos tiempo». Nadia entró en la habitación, secándose el
pelo con una toalla. La verdad es que no quería ir sola, pero asentí con la
cabeza. Ellas se metieron en la cama y se pusieron a escribir un rato en el
diario. Ahora había algo más de espacio en el colchón, puesto que solo
dormíamos allí nosotras tres. No quería pedirles que apagaran la luz; habían
estado todo el día trabajando duro y escribir en su diario era el único tiempo
que tenían para ellas mismas, así que me puse la manta por encima de la cabeza,
recé y me quedé dormida.
El
día en el que mamá volvía de Inglaterra era frío y húmedo, y había enormes
charcos cubriendo las calles; pero ni aquel tiempo tan horrible fue capaz de
empañar la alegría que nos trajo ella con sus noticias. Había averiguado que
nuestro hermano Mesha estaba viviendo con unos familiares lejanos en Macedonia.
Nos quedamos de piedra: «¿Cómo le has encontrado? Cuéntanoslo todo», pidió
Nadia emocionada. Estaba tan contenta que me apretaba y me besaba la mano a
cada rato mientras mamá nos contaba cómo había conseguido localizarle. Mientras
estaba en Inglaterra, había llamado a algunos familiares y a todos los amigos
de la familia que se le ocurrieron y que vivían en Serbia o en Macedonia,
esperando averiguar si alguno de ellos sabía algo de Mesha. No había podido
llamar desde Croacia porque las líneas de teléfono a Serbia y a Macedonia no
funcionaban. Mamá se quedó tranquila cuando una vieja amiga de la familia que
vivía en Belgrado le dijo que Mesha había estado viviendo con ella en mayo
durante unos días, y que ahora estaba en Macedonia, y le dio su número. Él no
se lo podía creer cuando llamó mamá. Para nosotras era todo un alivio saber que
estaba vivo y a salvo. Dijo que se quedaría en Macedonia todo el tiempo que
pudiera, y se alegró de saber que al menos algunos de nosotros estábamos fuera
de peligro. «Me siento como si alguien me hubiera quitado un gran peso de
encima», dijo mamá. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír, y
di gracias a Dios por escuchar mis oraciones.
Más
tarde, cuando mamá estaba sacando las cosas de su maleta, encontró un trozo de
papel con el nombre y la dirección del periodista inglés que nos había ayudado
en Split. Miré a Nadia sorprendida y después a mamá. «Por casualidad -dijo mamá
mirándonos -, averiguó que el grupo de mujeres al que estaba ayudando había
llegado a Inglaterra y que una de las que trabajaban allí tenía el mismo
apellido que vosotras dos, así que vino a verme. Se alegró mucho de saber que
yo era vuestra madre y de que habíamos logrado reunirnos».
«¡No
me puedo creer que te encontraras a Christopher! -exclamó Nadia mientras nos
sentábamos a escribirle una carta dándole las gracias-. El mundo es un
pañuelo», dijo agitando la cabeza.
Mamá
sacó las cosas de su maleta y nos dio a cada una una bandera pequeña del Reino
Unido, junto con una caja de bombones de menta. Eran los bombones preferidos de
Lela y los pusimos en su parte del colchón. Era tarde, pero mamá se remangó e
hizo unos pasteles para la cena. Nadia y yo nos llevábamos la mano a la tripa
mientras cantábamos a coro una de nuestras canciones favoritas. Hubiéramos
querido ayudarla, pero el espacio que había junto al horno era demasiado
pequeño como para que hubiera más de una persona al mismo tiempo. Los pasteles
olían a pan recién hecho y los tomamos con mermelada para cenar, sentadas en el
suelo.
Fue
interesante todo lo que nos contó mamá de su viaje a Inglaterra, y yo le
pregunté si iba a volver allí. Ella apartó el plato, agachó la cabeza y nos
dijo que había encontrado una forma de volver a Sarajevo. Había un convoy de
ACNUR que salía de Split en dirección a Sarajevo en menos de una semana, y se
había inscrito para ir. Nadia dejó un bocado a medias y dijo asustada: «No
puedes ir, ¡es demasiado peligroso! Los serbios te acribillarán a tiros si te
pillan». Mamá no parecía escuchar.
«¿Crees
que puedes ir allí sin más? -dije, encolerizada-. Están matando a todo el mundo
y tú quieres volver, ¿estás loca?». Entonces empecé a llorar.
«Espera
un poco hasta que se calme la situación», le rogó Nadia. Pero mamá se mostró
inflexible. Ahora que sabía dónde estaba Mesha y que nosotras tres estábamos a
salvo en Zagreb, estaba decidida a volver con papá y con nuestros hermanos
pequeños. No quería estar más tiempo lejos de ellos, y quería volver a casa
antes de que llegara el frío invierno. Nadia y yo nos miramos incrédulas. Mamá
estaba decidida y no podíamos hacer ni decir nada para hacerla cambiar de
opinión. Cuando Lela volvió y se enteró, mamá y nosotras tres nos pusimos a
llorar en la cama, maldiciendo la guerra por llevarnos a aquella situación.
El
sábado siguiente a primera hora, Nadia y yo fuimos con mamá a la estación
central de autobuses. Lela quería haber venido, pero tenía que ir a trabajar.
Mamá no dejaba de acariciarnos la cara y la cabeza. Estaba llorando, pero no
dejaba de decir una y otra vez que tenía que irse y volver con el resto de la
familia. Fue horrible verla marcharse, sobre todo porque no sabíamos si íbamos
a volver a verla. Entre lágrimas y mientras veía cómo se alejaba el autobús,
recé a Dios y le pedí por favor que no dejara que le pasara nada.
«¿Cómo
vamos a apañárnoslas solas?», pregunté.
Secándose
las lágrimas, Nadia dijo: «No lo sé, tendremos que conseguirlo de algún modo.
Lo hemos hecho antes, Hana, podremos volver a hacerlo».
La
entrevista
Atka
Para
protegerse del aguanieve helado de noviembre y de las lluvias torrenciales, los
guardias se fueron de nuestro patio y se instalaron en un puesto de guardia de
madera improvisado que había a las afueras del colegio. El cielo estaba
plomizo, y en nuestro refugio hacía tantísimo frío que ya no podíamos soportar
bajar allí. Equipados como estábamos con capas de jerséis, gorros y guantes de
lana, dormíamos en las cuatro camas plegables que teníamos en el salón. Allí
hacía más calor que en el refugio y era más seguro que dormir en el piso de
arriba.
El
eco del fuego de los francotiradores viajaba por el aire. Yo me quedaba en la
cama, resistiéndome a abandonar su calor. Después, una vez reunía fuerzas, me
levantaba y me ponía otro jersey. Los niños, que ya estaban levantados, iban
contando el número de disparos que oían. Yo saltaba una y otra vez para entrar
un poco en calor y Emir se reía de mí y se escondía debajo del edredón.
Aquellos días, los niños se quedaban en la cama todo el tiempo que querían; no
había nada para lo que hubiera que levantarse.
La
abuela estaba ocupada arrancando las páginas de los libros y echando también a
la estufa unos viejos vaqueros que habían sido míos. Papá se había ido temprano
para encenderle un fuego a Mayka, a quien, afortunadamente, aún le quedaba algo
de carbón en el cobertizo del jardín para poder calentarse.
El
agua de la garrafa estaba congelada en parte, así que la agité para romper el
hielo y me salpiqué la cara con el agua medio derretida. Las manos y la cara me
picaban de dolor.
«¡Atka!».
Alguien llamaba desde la puerta. Era Aida, una conocida mía que trabajaba como
intérprete para una agencia de noticias extranjera. Me sorprendió, porque hacía
meses que no la veía, pero me sorprendí aún más cuando me dijo que los
periodistas con los que trabajaba querían entrevistar a mi familia. «¿Por qué a
nosotros?», pregunté mientras temblaba en la puerta.
«Están
buscando historias de interés humano y yo les hablé de tu familia -me dijo- y
de cómo tú y tu abuela habéis acabado cuidando de tus hermanos porque tu madre
no puede volver a casa». Tras una breve charla, acordamos que esa misma tarde
traería a los periodistas para conocernos. Me encantaba la idea, ¡podría ser
toda una oportunidad! La espera de la visita levantó los ánimos; «¿Van a venir
unos extranjeros a casa? -exclamó Selma-. Janna, vamos a ordenar bien toda la
casa», dijo mientras se vestía apresuradamente debajo del edredón.
La
abuela estaba preocupada: «¿Cómo vamos a recibir visita si no tenemos nada que
ofrecerles, ni siquiera café o un poco de bizcocho?». La hospitalidad era una
parte fundamental de nuestra cultura, y era bochornoso recibir a unos invitados
con las manos vacías. «No te preocupes, abuela. Les ofreceremos algo de té y
con eso bastará», dije yo tratando de tranquilizarla.
«¡Con
té no basta! Voy a hacerles por lo menos un pastel de ortigas». Para ella era
una cuestión de orgullo y no estaba dispuesta a ceder. Yo asentí.
Janna
puso la mesa con un mantel grande de ganchillo y Selma colocó en medio un
pesado jarrón de cristal, y yo me pasé toda la mañana mirando a la puerta una y
otra vez, nerviosa, esperando a que apareciera papá. Me preocupaba que pudiera
complicar a los periodistas hablándoles de sus ideas irracionales sobre la
obtención de ayuda para Bosnia, algo que incluso a mí me parecía difícil de
comprender. Afortunadamente, papá no había llegado aún cuando en frente de casa
paró un jeep blanco con una gran placa identificativa de prensa en el capó.
Aida y otros dos hombres, que llevaban botas de invierno, pantalones y chalecos
antibalas, pasaron al recibidor. Estaban a punto de quitarse las botas, como
era la costumbre, pero la abuela, sacudiendo la mano, les dijo que no se
preocuparan.
«Hola,
soy David», dijo un hombre alto y rubio con acento americano. Me dio la mano
con firmeza.
El
otro hombre, que llevaba un par de cámaras al cuello, extendió la mano y me
dijo: «Hola, soy Laurent. Gracias por dejarnos venir a su casa para hablar con
ustedes». Era francés. Yo respondí en inglés y les presenté a la familia. La
abuela les dio la mano y después se apresuró a atender el té en la cocina. Los
niños, que estaban sentados todos juntos en el sofá, estaban riéndose y
cuchicheando entre ellos. David y Laurent se quitaron sus pesados chalecos
antibalas, nos sentamos a la mesa y Aida nos ofreció a todos un cigarrillo.
Empezamos a hablar de la guerra y de la dificultad de nuestra situación. Al
cabo de un rato, Aida se levantó de la mesa y dijo: «Atka habla tan bien inglés
que no me necesitáis. Tengo un amigo que vive por aquí cerca, ¿os importa que
vaya a verle? Volveré en una hora aproximadamente». David asintió y Aida se
marchó. Después, el periodista hojeó su bloc de notas hasta que encontró una
página en blanco; entonces me miró y preguntó: «¿Empezamos?».
«Sí,
claro», dije con esa sensación familiar de nerviosismo que solía asaltarme
antes de los exámenes.
«Dime,
¿por qué estáis tu abuela y tú solas a cargo de los niños? ¿Dónde están tus
padres?». Tuve que pensar la respuesta durante un momento porque no sabía muy
bien cómo empezar. Le conté que, con el estallido de la guerra en Croacia, los
serbios se habían apoderado del Ejército Popular Yugoslavo y de todas sus armas,
con el poder que ello suponía. En ese momento mi hermano, como tantos otros,
estaba cumpliendo el servicio militar obligatorio, y de repente se encontró
sirviendo al enemigo. Las madres de Croacia y de Bosnia pusieron en marcha una
activa campaña para que liberaran a sus hijos, y ello llevó a mi madre a
implicarse en el movimiento de «Madres por la paz», del que se convirtió en una
de las líderes. David escuchaba con interés y escribía mientras yo hablaba. Al
poco tiempo me fui soltando y comprobé que todo lo que comentaba estaba escrito
en el cuaderno de David. Las palabras salían de mi boca con total fluidez y no
podía dejar de hablar a aquellos desconocidos, que tanto interés tenían en
informar al resto del mundo de lo que estaba pasando allí. Ellos se mantuvieron
en silencio y yo continué mi historia: «Desde la muerte de mis tíos, mi padre
pasa la mayor parte del tiempo con su madre. Ella no está bien, así que solo
quedamos mi abuela, de setenta y cinco años, y yo para organizar el resto».
Mientras
hablaba, la abuela nos trajo unas tazas de té y un gran plato de pastel de
ortigas, y aprovechó para disculparse con la mano en el pecho: «Por favor,
perdónennos; esto es todo lo que podemos ofrecerles».
«Es
un pastel de ortigas riquísimo, sírvanse, por favor; si no, la abuela se
sentirá muy ofendida», dije. Ellos dudaron. Era evidente que se sentían
incómodos aceptando comida de nosotros, pero la abuela insistió y, con mis
ánimos, cogieron un trozo cada uno. La abuela dio un golpecito en el hombro a
David y él le sonrió.
«Me
alegro de que les guste», dijo ella, encantada. Después les llevó otro plato de
pastel a los niños. Paramos un momento para comer; cuando terminamos, David me
ofreció otro cigarrillo, me lo encendió, y yo aspiré hondo. Hacía tanto tiempo
que no fumaba que esos dos cigarrillos seguidos me dieron dolor de cabeza.
«¿Cómo
os las apañáis con todos estos niños? -preguntó él-. Seguro que echan de menos
a su madre».
«Sí,
pero así también están bien -respondí-. Nos tienen a la abuela y a mí».
Después,
David preguntó cómo nos organizábamos en el día a día. «Comemos, dormimos y
hacemos vida aquí en el salón. Es la única estancia que tratamos de calentar,
pero es difícil mantenerla caliente si lo único que tenemos en las ventanas son
tapas de plástico», dije señalándolas. Él me miraba de vez en cuando mientras
escribía. Le hablé de Janna y Selma y de sus valientes esfuerzos para ir a
recoger agua, lo cual a veces hacían incluso solas. Ellas oyeron su nombre y
Janna me preguntó por curiosidad si estaba hablando de ellas. Se golpearon
suavemente con el codo y Janna, esperando que David la mirara, dijo en voz
alta: «Espero que pronto volvamos a estar todos juntos. Sería feliz durante el
resto de mi vida». Yo se lo traduje a David, que le guiñó el ojo y lo escribió.
Laurent
preguntó si podía hacer alguna foto de las niñas sujetando las garrafas de
agua, así que Janna y Selma le llevaron fuera para enseñarle la larga y
empinada escalera que teníamos que subir cada vez que íbamos a por agua.
A
mí me interesaba saber qué estaba pasando en el resto del mundo pero, aparte de
que Bill Clinton había sido nombrado nuevo presidente de Estados Unidos, lo
cual ya sabía, a David no se le ocurrieron muchas más cosas interesantes que
contar. Al poco tiempo la conversación volvió a llevarnos a la guerra.
Estábamos de acuerdo en que el reciente ejército de Bosnia, pobremente armado y
que estaba formado principalmente por civiles sin entrenamiento, no era rival
alguno para el ejército serbio y, de hecho, los repetidos intentos del ejército
bosnio de atravesar las líneas serbias que cercaban la ciudad fracasaban
constantemente y terminaban dejando numerosas bajas. «El embargo armamentístico
que ejercen las Naciones Unidas sobre Bosnia es totalmente injusto. Los bosnios
deberían estar armados -decía David mientras golpeaba la mesa con su bolígrafo-,
así al menos podríais defenderos».
«Estoy
de acuerdo contigo. Lo irónico es que, cuando los serbios empezaron a
atacarnos, tenían todas las armas del Ejército Popular Yugoslavo, mientras que
nosotros estábamos completamente desarmados, así que lo único que hace el
embargo de las Naciones Unidas, que se impuso para “promover la paz y la
seguridad en la región”, es dejar que los serbios continúen asesinando.
Nosotros no podemos defendernos, no tenemos armas -dije con amargura-. Si las
Naciones Unidas estuvieran protegiéndonos de verdad no habría ningún problema,
pero lo único que hacen es registrar el número de bombas que caen sobre la
ciudad cada día, como si nosotros no pudiéramos contarlas. Nadie tiene ningún
respeto por esa organización; la llamamos las Naciones Inútiles».
Ambos
nos giramos cuando oímos que alguien abría la puerta del salón. «¿Qué tal
vais?», preguntó Aida mientras entraba con Laurent.
«Genial,
acabamos de terminar», respondió David apartando su cuaderno.
«Pues
entonces vámonos», dijo Aida señalando la puerta. David y Laurent nos dieron
las gracias y prometieron traernos una copia del artículo cuando estuviera
terminado. Cuando se iban, Aida mencionó que a veces necesitaba un intérprete,
y me preguntó si estaría dispuesta a ayudar. Respondí encantada que cuando
quisiera.
Pocos
días después de esa entrevista recibimos un mensaje de mamá a través de la
radio de un radioaficionado, puesto que, aquellos días, sus transmisiones eran
nuestra única forma de comunicación. Nos enteramos de que estaba en las afueras
de Sarajevo e intentaba entrar en la ciudad cruzando el aeropuerto a pie. El
corazón me dio un vuelco. Sabía que todas las noches moría mucha gente
intentando cruzar aquella franja letal, y miré a la abuela, alarmada. «No te
preocupes, Atka, rezaré por ella», dijo, y, cogiendo sus cuentas, se dirigió
hacia su habitación.
Los
niños, que no sabían el riesgo que estaba asumiendo mamá, recibieron la noticia
entusiasmados. «Mamá, mamá», gritaba Tarik, saltando una y otra vez con los
brazos al aire. Los gemelos le imitaron, y Janna y Selma se besaban y se
abrazaban. Me contagiaron su entusiasmo, y cogí a Emir por debajo de los brazos
y empecé a darle vueltas. «Yo también quiero, yo también», gritaban Tarik y
Asko. Les di vueltas a los dos y me eché a reír cuando empezaron a tambalearse
dando vueltas por la habitación a toda velocidad. No podían parar de hablar de
la deliciosa comida que haría mamá cuando viniera. Sin embargo, a mí lo único
que se me pasaba por la cabeza era que podía ser que no consiguiera burlar a
los francotiradores, que tenían toda la pista a su alcance. Después fui a ver a
Samra y a su novio, que intentaron tranquilizarme con un vasito de coñac y un
poco de conversación.
Al
día siguiente nos levantamos temprano, y cada vez que oíamos un ruido fuera de
la casa, los niños corrían a la puerta para ver si venía mamá. Presa de la
desesperación, corrí a ver a Aida y a David, cuya oficina estaba cerca de casa,
para pedirles si podían contactar con las Naciones Unidas en el aeropuerto y
rogarles que escoltaran a mi madre por la pista. Los dos lo intentaron, pero
ninguno de los oficiales de las Naciones Unidas estaba dispuesto a escuchar, y
por supuesto tampoco a ayudar. Volví a casa destrozada, y el resto del día
transcurrió mientras esperábamos ansiosos. Al caer la noche, los niños fueron
quedándose dormidos uno a uno, y la abuela y yo esperamos hasta después del
toque de queda y terminamos quedándonos también dormidas.
Papá
había estado con Mayka los últimos dos días y no sabía que mamá quisiera
volver. Yo me dije a mí misma: «Si mamá no aparece por aquí mañana, tendré que
contarle a papá qué está pasando». Al día siguiente seguíamos sin saber nada y
cuando empezaba a anochecer y los niños ya habían dejado de mirar por la
ventana, yo ya me sentía fatal a causa de la preocupación y me temía lo peor.
Nadie oyó llegar a mamá; apareció como un fantasma en la puerta del salón,
iluminado con velas. Su silueta oscura asustó a los niños, pero en cuanto les
llamó, reconocieron su voz y corrieron a sus brazos. Los cinco la rodearon en
un momento y ella, que intentaba abrazarlos a todos a la vez, no dejaba de
besar sus cabecitas. La abuela y yo nos hicimos a un lado, llorando y mirándolos
a todos. Yo me agaché también y abracé a mamá todo lo fuerte que pude.
Mientras, la abuela se secaba las lágrimas con una esquina de su pañuelo y
decía «Le doy gracias a Dios por que lo hayas conseguido. He estado rezando por
ti todo este tiempo».
El
pelo de mamá, que antes era oscuro, estaba ahora completamente gris, y ella
parecía delgada y cansada. Le ayudé con su bolsa, grande y pesada. Mamá miró la
estancia y se dejó caer en el sillón con un profundo suspiro. Emir se sentó en
su regazo y no le soltó la mano, y Asko se acurrucó contra ella.
«¿Dónde
está papá?», preguntó ella.
«Está
con Mayka», respondió la abuela.
«Seguro
que has traído un montón de comida -dijo Tarik, aplaudiendo emocionado -, ¿has
traído salami?», preguntó mientras abría la cremallera de la bolsa. Selma y
Janna hicieron lo mismo y, poco a poco, empezaron a desempaquetar todo.
«Mirad
todo esto: hay café, judías, arroz, jabón y cientos de cartas», exclamó Janna,
pasándole todas las cosas a Selma, que las iba dejando cuidadosamente en montoncitos
sobre el suelo.
La
cara de la abuela se iluminó: «¡Que Dios te dé larga vida por traernos café!
Ahora mismo voy a hacer un poco», dijo golpeando suavemente el paquete.
Mientras la abuela decía esto, se oyó una explosión en la distancia y mamá se
puso de pie de un salto para intentar ir a cubierto. Los niños se rieron y le
dijeron que no se preocupara porque ése no había caído cerca, y Janna hizo caso
omiso al peligro con un gesto informal con la mano. Mamá volvió a sentarse en
el sillón, desconcertada.
Selma
se sentó a sus pies y dijo: «Cuando oigas un ruido fuerte y sordo, es el fuego
de los tanques. Las bombas silban cuando van por el aire». En vez de asustarla,
a mamá toda esta información parecía divertirle, viniendo de sus hijos
pequeños.
«Yo
creo que ese es un misil antiaéreo, mamá», dijo Tarik sin estar muy seguro y
mirándome para pedir mi aprobación. Yo me puse a escuchar las ráfagas
constantes y asentí. «Yo soy el soldado más joven», dijo él, y posó orgulloso.
Mamá le miró con cariño.
«Mamá,
los francotiradores son los peores», dijo Selma frunciendo un poco el ceño.
«Sí,
yo los odio -dijo Janna poniendo mala cara-, especialmente a los de los fines
de semana».
Mamá
me miró pidiéndome una explicación. «Son hombres de Serbia y Montenegro que
durante la semana tienen un trabajo normal y los fines de semana vienen aquí a
dispararnos», dije yo. Mamá me miró horrorizada.
«Mamá,
nunca vayas andando por el medio de la calle -le advirtió Janna-, pégate
siempre a los lados. Las casas y los edificios son un buen refugio». Los niños
explicaban todo con tanta seriedad que parecía que estaban hablando de las
reglas de un juego. Asko se chupaba el dedo, y Emir seguía sin querer soltarle
la mano a mamá. Estuvimos allí escuchando a mamá contarnos todas las penurias por
las que había pasado, y mientras tomamos café y disfrutamos encantados cada
bocado de la comida que había traído mamá. En circunstancias normales, el viaje
desde Zagreb tardaba unas ocho horas en autobús, pero le había llevado casi un
mes esquivar la red tan compleja que había de frentes y de zonas de intensos
combates. Al no poder unirse al convoy de ACNUR que salía desde Split, mamá
tuvo que esperar unos días antes de decidirse a arriesgarse e intentar hacer el
viaje por su cuenta. Había hecho autostop con gente del mercado negro y había
buscado refugio con extranjeros que se había ido encontrando por el camino.
Milagrosamente, había conseguido llegar sana y salva al monte Igman, y se había
quedado allí con una antigua amiga que vivía en la ladera. Una vez allí, esperó
unos tres días hasta que surgió una oportunidad de cruzar la temida pista con
un pequeño grupo de hombres que solían hacer contrabando de comida en la
ciudad.
«Era
de noche cuando salimos -continuó relatando mamá-. Nos escondimos detrás de un
pequeño montículo en el lado de la montaña que había en la pista, y después
avanzamos lentamente hasta una larga zanja llena de barro y rodeada de un
alambre de espino. Tenía los brazos entumecidos del frío y de dolor de ir
arrastrando la bolsa. El hombre que iba guiándonos conocía bien el camino y nos
llevó hasta una apertura que había en el alambre. Finalmente, cuando consideró
que ya no había peligro, fuimos saliendo poco a poco de la zanja y nos quedamos
tumbados en el suelo esperando a que el grupo que iba detrás de nosotros nos
alcanzara».
«¿Así
que había más grupos?», pregunté yo.
«Sí
-dijo ella-. Esa noche éramos cuatro en total. Estábamos a punto de cruzar la
pista juntos, pero de repente nos vio un transporte armado de personal de las
Naciones Unidas y alumbró en nuestra dirección. Vinieron hacia nosotros y
algunos de los hombres huyeron presas del pánico. Al resto nos ordenaron subir
a la parte de atrás del vehículo -mamá paró un minuto y se aclaró la garganta-.
En medio de la confusión de la noche, las Naciones Unidas entendieron que
estábamos intentando huir de Sarajevo, así que nos llevaron en coche hasta la
ciudad. Nos dejaron en un puesto de control bosnio en Dobrinja, donde pasé la
noche, y finalmente, hace tan solo una hora, conseguí que me trajeran en coche
hasta la ciudad».
«Los
francotiradores podían haberte matado -dije buscando su mano-. ¡No tienes ni
idea de la suerte que has tenido!».
Sin
embargo, los niños estaban mucho más interesados en saber algo de sus hermanas.
«¿Cuánto
mide Hana? -dijo Janna-, ¿Nadia tiene el pelo muy largo? ¿Y Lela?».
«Mamá,
¿me echan de menos?», dijo Tarik reclamando su atención.
«Apuesto
a que Hana tiene un montón de amigos en su nuevo colegio», dijo Selma. Parecía
que nuestras hermanas estaban arreglándoselas en Zagreb, aunque ahora me
preocupaba que estuvieran solas. Nos alegramos mucho cuando mamá dijo que había
hablado con Mesha y que estaba a salvo en Macedonia.
Mientras
nos describía su trabajo con los refugiados, no pude evitar preguntarle qué tal
mis hermanas y cuánto tiempo podía pasar con ellas si estaba viajando tanto y
atendiendo a otras personas. Mamá me miró e intentó explicar que, sin labores
humanitarias, no tenía ningún otro medio de sobrevivir. La abuela dio a mamá
una palmadita en la espalda y le dijo: «Has hecho lo que tenías que hacer.
Tampoco ha debido ser fácil para ti».
A
la mañana siguiente, mamá y los niños despertaron todos apretados en la cama.
Mi primera intención al levantarme fue saltar de la cama, pero después volví a
acurrucarme, aliviada por no tener que suplir más a mamá.
La
espesa capa de niebla que envolvía la ciudad cubría todo hasta el punto de que
lo único que podíamos hacer era imaginarnos cómo era la casa de al lado. Nos
sentíamos como si estuviéramos en una nube.
Me
sentía segura, convencida de que los francotiradores no podían ver con la
niebla, así que me dirigí a Studio 99. Con la guerra en pleno auge y con varios
meses de frío invierno por delante, nadie quería acudir a la universidad y las
clases se suspendieron. Desde que volvió mamá, yo había empezado a trabajar a
tiempo completo, traduciendo las noticias y editando programas locales. Aunque
no me pagaban nada por mi trabajo, aparte de algún paquete de cigarrillos o
algo de arroz de vez en cuando, me encantaba tener algo que hacer. «Genial,
aquí está Atka. Ella puede encargarse», dijo uno de mis colegas en cuanto entré
por la puerta.
Yo
le miré confusa. «¿Encargarme de qué?»
«Necesitamos
un informe de la situación del suministro eléctrico, y tú puedes hacerlo», y me
dio un walkman.
«Pero
yo nunca he escrito un informe», dije rechazando la idea. Intenté devolverle el
walkman, pero se dio la vuelta y se fue. Yo miré al otro hombre que había allí
de pie en la sala. Era el periodista con más experiencia de allí e infundía
respeto. «No tengo ni idea de qué hacer», me quejé.
«¿A
qué vienen esos nervios? No somos la CNN -dijo bromeando-. Tú busca a alguien
responsable que pueda decirte qué es lo que pasa».
«De
verdad, no puedo hacerlo», dije yo, inflexible.
«Escucha,
tienes que encontrar respuesta a las siguientes preguntas: quién, qué, cuándo,
dónde y por qué. Tan sencillo como eso», dijo.
«Está
bien». Acepté ir, resignada, y me metí el walkman en el bolso.
«Atka
-dijo mientras estaba saliendo por la puerta-, nadie va a cortarte la cabeza si
esto no sale bien».
Anduve
por las calles cubiertas de neblina hasta llegar al edificio de la empresa
eléctrica, con la esperanza de no encontrarme a ninguno de esos perros
hambrientos que vagabundeaban por la ciudad. Cuando llevaba un buen rato
esperando en el vestíbulo, me llevaron hasta una de las oficinas del gerente.
Era un hombre menudo y de aspecto negociador y me dijo que era el único que
podía concederme unos minutos de su tiempo. Coloqué el walkman encima del
escritorio intentando aparentar confianza y profesionalidad. Tenía las
preguntas preparadas, así que pulsé el botón de grabado, pero no se oía ningún
ruido y la cinta no parecía moverse. «Voy a comprobar las pilas», murmuré yo.
Me temblaban las manos ligeramente cuando abrí el compartimento de las pilas y
vi que estaba vacío. Me sentí una idiota. Él abrió un cajón, sacó cuatro pilas
pequeñas y las puso sobre la mesa.
«Usa
estas», dijo, mientras las hacía rodar hacia mí. Después de colocarlas en el
walkman empezó a hablar. «Honestamente, sé poco más que cualquier ciudadano de
a pie. Como todo el mundo sabe, tratamos de mantener el suministro eléctrico
tanto a hospitales como a instituciones gubernamentales, pero incluso eso es
complicado. Nos gustaría poder suministrar también algo de electricidad al
resto de la ciudad, pero es imposible. Los serbios apuntan y destruyen los
cables de transmisión y disparan a nuestros técnicos cuando van a repararlos.
Han matado o herido a un número significativo de nuestros trabajadores».
Yo
sabía bien de qué estaba hablando. Al hijo mayor de mi tía Tidja, que trabajaba
para esa empresa, le habían herido hacía poco mientras estaba trabajando. Los
médicos consideraron que era demasiado arriesgado manipular la bala, que se
había alojado a apenas unos milímetros de su corazón. Curiosamente, era más
seguro dejar la bala donde estaba que quitarla, así que a mi primo le dieron el
alta a los pocos días.
Aunque
la entrevista fue muy apresurada y no decía nada nuevo, se transmitió aquella
misma tarde. Había hecho un buen trabajo y me sentía muy orgullosa. El editor
jefe se acercó a mi colega Amna y a mí y nos pidió que pensáramos en una idea
para un programa semanal de una hora de duración. Después de hablarlo mucho,
decidimos hacer una serie dedicada a aquellos compañeros nuestros que habían
perdido la vida. Como se había vuelto muy peligroso ir a los funerales,
pensamos que al menos ese programa permitiría que familias y amigos pudieran
rendir homenaje a las víctimas y despedirse de ellos. El editor apoyó la idea y
nos dijo que esa misma semana tendríamos que tener el primer programa listo
para la emisión.
Era
reconfortante volver a ver a mis padres juntos, aunque papá seguía obsesionado
con escribir llamamientos de ayuda a los líderes internacionales. Mamá y la
abuela se quedaron al cargo de los niños y de las tareas de cada día, así que
yo podía trabajar más. Veía a Mayka casi todos los días. Era como una niña
pequeña, acurrucada en el sofá frente a la ventana de la cocina. Como era una
persona mayor y pertenecía a la población «de riesgo», tenía derecho a una
comida diaria de la Cruz Roja, que papá recogía y le llevaba dentro de un
pequeño recipiente de metal.
A
Mirza le dieron el alta en el hospital después de operarle por tercera vez. El
muñón se le estaba curando poco a poco, y me enseñaba cómo se las apañaba para
andar con una sola pierna. Merima se sentía de algún modo más segura viviendo
en el sótano abarrotado que compartía con algunos familiares cercanos. Un canal
de televisión extranjero había entrevistado a Mirza y a su familia y su
historia había dado la vuelta al mundo. Una familia americana quiso ayudarles y
contactó con el productor; en una ciudad llena de miedo y de esperanzas rotas,
veíamos la posibilidad de cualquier ayuda externa con mucho escepticismo.
Con
las primeras nieves, la temperatura bajó hasta casi helarnos. A menos once
grados centígrados, el frío helaba hasta los huesos, y podíamos ver nuestra
respiración en el aire helado. El agua de los bidones solía helarse durante la
noche. Estábamos tan necesitados de leña que, al final, la abuela insistió en
que echáramos abajo el gran cobertizo que había construido el abuelo y al que
ella tenía muchísimo cariño. Cuando yo era más pequeña, solía pasar allí horas
escondida leyendo cuentos rusos. No tardamos mucho en demoler ese antiguo
cobertizo, y su madera nos mantuvo calientes durante unos días.
Una
mañana, David, el periodista americano que me había entrevistado, aparcó su
jeep en frente de casa. Había trabajado para él de traductora en unas cuantas
ocasiones. «Voy a entrevistar a un radioaficionado de Gorazde, ¿puedes hacer de
intérprete?». Yo fui corriendo a por mi chaqueta.
La
mayoría de las noticias de los medios se centraban en Sarajevo, ya que al resto
del país era muy difícil acceder y permanecía casi olvidado. El único medio de
comunicación con Gorazde era a través de radioaficionados. Gorazde era un
pueblo pequeño y predominantemente musulmán al este de Bosnia, rodeado de
montañas. Era uno de los muchos pueblos y aldeas que estaban completamente
bloqueados por los serbios. Los convoys de las Naciones Unidas intentaban
llevar allí ayuda, pero los serbios casi siempre les obligaban a retroceder;
como consecuencia, no llegaba ninguna ayuda y, hasta entonces, solo uno o dos
periodistas extranjeros habían logrado llegar al pueblo.
Desde
casa estábamos a unos dos minutos en coche por la colina hasta el centro de la
ciudad. David aparcó al otro lado de la carretera del edificio de la
Presidencia, donde iba a tener lugar la entrevista. En frente del edificio, el
Ejército Bosnio había instalado dos puestos de control que consistían en
grandes montones de sacos de arena y de alambre de espino. Los soldados,
armados, comprobaron nuestros pases de prensa y nos dejaron pasar. Una vez
dentro, la entrada estaba fuertemente vigilada y tuvimos que pasar por otro
control de seguridad, y después nos llevaron a una sala en el piso de abajo,
que estaba congelada.
Allí
había un hombre muy delgado con guantes y chaqueta de esquí que estaba
sintonizando una radio. El ruido que salía de la caja sonaba como si la radio
estuviera detectando frecuencias en medio de una tormenta de viento. «Hola, soy
Faruk -dijo a modo de presentación-. Dentro de nada tendremos a Gorazde en
antena». Señaló unas sillas que había detrás de él y nos sentamos a esperar.
Mientras, una camarera que llevaba un jersey gordo de lana nos sirvió un
chocolate negro caliente. Me gustaba el trato especial que recibía cuando
trabajaba con extranjeros; nadie me ofrecía café cuando trabajaba en Studio 99.
Al poco tiempo escuchamos una voz débil en medio de las interferencias:
«Sarajevo, ¿me oís?».
«Sí,
te oímos, Gorazde, ¿estás listo?».
«Sí,
adelante».
«¿Cómo
describirías tu situación?», preguntó David, y yo traduje.
«¿Qué
quieres que te diga? -dijo la voz al otro lado-. Estamos al borde de la
catástrofe. La población ha aumentado con la llegada de refugiados de otras
aldeas de alrededor y, sencillamente, no hay comida para todo el mundo. La
situación es crítica. La gente sobrevive con menos de un trozo de pan al día,
como mucho». A veces, su voz era muy débil y tenía que concentrarme mucho para
escuchar bien todo lo que decía. Le traducía a David y él iba tomando notas.
«¿Los
bombardeos son intensos?», preguntó David.
«Sí,
los serbios han estado disparándonos con todo lo que tenían: artillería pesada,
tanques, morteros, misiles antiaéreos y ametralladoras. Es difícil contabilizar
las bajas que hay cada día, y el número va cambiando de un día para otro. Los
heridos los trata un grupo de médicos saturado de trabajo que está haciendo
verdaderos milagros. La falta de suministro médico y de anestésicos básicos
hace que su trabajo sea casi imposible, maldita sea».
La
entrevista se alargó otros veinte minutos y después fuimos a un edificio, ahora
desierto y parcialmente destruido, que solía albergar un banco. La AP1 estaba
situada en la tercera planta. Mientras subíamos las escaleras, David me contó
que había un grupo de periodistas y fotoperiodistas extranjeros que estaba a
punto de emprender un arduo y peligroso viaje hasta Gorazde, atravesando las
montañas nevadas. «Si no les disparan, morirán congelados -repuse yo-. Están
yendo directamente a la boca del lobo».
La
oficina de la AP tenía electricidad y un pequeño calefactor en el suelo que
despedía aire caliente. Aida estaba comprobando las radios manuales. Me
presentó a un fotógrafo recién llegado, Mike, de Tejas, que estaba sentado
zampándose unos fideos precocinados. El delicioso aroma a pollo era un
recordatorio cruel del hambre.
David
se sentó en frente del ordenador y empezó a escribir. Me hizo unas cuantas
preguntas relacionadas con la entrevista y le di explicaciones más detalladas.
Mike me miró y me preguntó: «¿Dónde has aprendido inglés?».
«En
el colegio», respondí.
«¡Vaya!
Yo aprendí español en el colegio y solo me acuerdo de una o dos palabras. Los
colegios comunistas debían ser duros», dijo, y se apoyó en su silla estirando
sus largas piernas.
«Supongo
-respondí-. ¿Sabes mucho acerca de Bosnia?».
«Bueno,
me imaginaba que iba a ver las carreteras llenas de porquería y a la gente
viviendo en chabolas. No creía que fuera a encontrarme con un país tan moderno
que tiene incluso televisión por cable».
Aida
y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco. Sus comentarios eran los típicos
que hacían los extranjeros que no sabían casi nada acerca de nuestro país.
«¿Entiendes bien la situación que hay aquí ahora mismo?», pregunté.
«Lo
intento -respondió él-, pero es difícil porque todos tenéis el mismo aspecto:
serbios, croatas y musulmanes. No veo la diferencia». Mike se levantó y se
colgó las cámaras al cuello: «No entiendo cómo los serbios han podido volverse
contra vosotros después de haber convivido durante tanto tiempo». Sacudió la
cabeza.
«Eso
es porque Bosnia se ha convertido en un país independiente, pero la mayoría de
los serbios no quieren reconocerlo -expliqué yo-. Pasa lo mismo con Croacia. La
mayoría de los serbios de la antigua Yugoslavia creen que, vivan donde vivan,
esa tierra debería pertenecer a Serbia».
«¿Y
por qué el conflicto es mucho mayor aquí que en Croacia?»
«Bueno,
más de un tercio de la población de Bosnia es serbia, mientras que en Croacia
son solo una pequeña minoría».
Aida
se levantó y se puso la chaqueta. «Yo antes estaba casada con un serbio -dijo-,
pero le dejé hace años».
«¿En
serio? ¿Le dejaste porque era serbio?», preguntó Mike.
«No,
lo dejé porque era un capullo», respondió ella sin más. Todos nos reímos.
David
estaba hablando por el teléfono vía satélite con su oficina de París, y Mike y
Aida se despidieron y se fueron. Yo envidiaba la facilidad con la que ellos
podían llamar al exterior. David terminó de hablar y, para mi sorpresa, me pasó
el teléfono: «¿Quieres llamar a alguien?».
Yo
le miré y dudé, porque sabía lo carísimo que era usar uno de esos teléfonos.
«Sí, por favor. Mis hermanas están en Croacia, pero no tengo aquí su número -dije-,
¿puedo traerlo la próxima vez y llamarlas?». Él aceptó sin problemas.
Más
tarde, cuando estaba contándole en casa a todo el mundo que iba a poder llamar
a mis hermanas desde la oficina de la AP, oímos un ruido ensordecedor en el
jardín. Eran dos niños que estaban talando nuestro ciruelo. Papá les persiguió
pero ya era demasiado tarde y ya no pudimos salvar el árbol, así que lo
cortamos para hacer madera. Ese árbol llevaba toda la vida en el jardín, y yo
aún recordaba el sabor de la mermelada que habíamos hecho con las ciruelas del
verano anterior. La madera, aún verde y húmeda, ardía muy lentamente y casi no
daba calor.
1
La AP (Associated Press) es una agencia de noticias estadounidense, fundada en
Nueva York en 1846 y con más de trescientas sedes en todo el mundo. Además de
aglutinar periódicos y cadenas de televisión, posee una de las mayores redes de
radio de Estados Unidos y un enorme archivo fotográfico digital. (N. de la T.)
Encuentros
Inesperados
Hana
Estaba
sola en casa intentando estudiar, pero era difícil concentrarse. Tenía hambre y
me sonaba la tripa. Nos habíamos quedado sin comida y todavía quedaban unos
días para que nos dieran la siguiente ración. Después, al oscurecer, oí que
alguien abría la puerta de casa; era Nadia, que traía una bolsa de plástico
pequeña: «¡He traído pan y huevos! -dijo, y se quitó la chaqueta-. Mira todo
esto: lo he comprado con el dinero que he conseguido con las propinas de hoy».
«¡Me
has salvado! ¡Me muero de hambre!», exclamé. Mientras se freían los huevos me
fui bailando al recibidor, moviendo la cuchara de madera. Los huevos estaban
buenísimos, y el simple olor a comida nos ponía de buen humor.
«Siento
lo de anoche», dijo Nadia, untando el pan con los huevos. Nadia, Lela y yo
siempre intentábamos llevarnos bien, pero últimamente habíamos estado
peleándonos y discutiendo mucho, y nos enfadábamos hasta por las discrepancias
más absurdas.
«No
eres tú la que me grita; es Lela».
«Ya
lo sé, pero tampoco es fácil para ella -dijo, entristecida-. Está preocupada
por muchas cosas: mamá, la familia, pagar las facturas, el alquiler… Al ir a trabajar
esta mañana sin desayunar, me he pasado todo el día preguntándome si me darían
suficiente propina para comprar comida para cenar esta noche».
«Ojalá
estuviéramos en casa -dije melancólica-. Si estuviéramos todos juntos en
Sarajevo, todo sería mucho más sencillo. Estoy preocupada por mamá… ¿Cómo va a
llegar a Sarajevo por su cuenta?». Mamá había llamado la noche anterior desde
Split antes de salir, pero ya hacía dos semanas de eso y desde entonces no
habíamos tenido noticias.
Mientras
extendía bien el periódico arrugado que había traído del trabajo, Nadia dijo:
«No te preocupes; seguro que estará bien. Anoche soñé con la abuela, que
llevaba su pañuelo rojo y me sonreía. Es una buena señal».
Deseaba
creer en los sueños, como hacía Nadia. Miramos los titulares del periódico; la
mayoría de los artículos trataban de la guerra en Croacia y sobre la escalada
de violencia en Bosnia. El creciente número de refugiados que llegaban a
Croacia estaba poniendo muy a prueba la economía. «¿Y qué pasará si nos echan de
aquí?», dije de repente, aterrorizada.
«Si
lo hacen, que lo hagan. No seremos las únicas», dijo Nadia mientras pasaba de
página.
La
idea de volver a mudarme me horrorizaba. Envidiaba la vida de mis compañeros de
clase, tan feliz y sencilla. Vivían en casa con sus familias, y eso era justo
lo que yo deseaba tener.
«¿Hay
alguna carta de la Cruz Roja?», preguntó Nadia, levantando la mirada. Yo negué
con la cabeza. Había mirado casi todos los días, pero hasta ahora no habíamos
recibido nada en el buzón. Nosotras enviábamos cartas a Sarajevo con
regularidad, pero no estábamos seguras de si la familia las recibía. «Volveré a
mirar el martes, cuando vaya a recoger la comida -dije, recogiendo los platos-.
Relájate, voy a fregar yo».
Era
casi finales de octubre cuando Nadia y yo fuimos al estudio de Bellas Artes,
donde trabajaba el hermanastro de papá, Damir. El edificio antiguo de ladrillo
donde se encontraba el estudio estaba al final de una callejuela estrecha, muy
cerca de la calle principal. Con cierto reparo, llamamos al timbre y apareció
en la puerta un hombre alto y delgado con una bata de pintor. Cuando le dijimos
quiénes éramos, se limpió las manos de pintura y nos dio un beso en la mejilla.
«Bienvenidas, niñas. Me alegro mucho de veros. Habéis crecido muchísimo», dijo,
haciéndose a un lado para que entráramos. Su cara alargada y su frente grande
me recordaban a papá, lo cual volvía a provocarme cierta nostalgia. «Pasad. Voy
a hacer un poco de café», dijo, guiándonos hasta la cocina del piso de arriba,
en el entresuelo. Desde allí se veía una sala grande y luminosa llena de
lienzos y botes de pintura. Damir encendió la cafetera y, mientras esperábamos
a que hirviera el agua, estuvimos hablando de la guerra y de la muerte de Nako
y Zoran.
«Qué
tragedia. Yo solo les había visto en una ocasión -dijo mientras colocaba las
tazas sobre el banco de trabajo-. Me pregunto qué destino le espera a Bosnia.
Deben estar pasándolo fatal». Nosotras nos quedamos en silencio.
Damir
cogió el azucarero, que estaba en una balda. Siempre había sido alguien
misterioso para nosotras y no creía que fuera a importarle que le preguntáramos
por su pasado. «Damir, nunca nos han hablado mucho de ti… ¿Cómo es que nuestro
abuelo es tu padre?».
Él
sirvió el café, se dio la vuelta y nos miró con curiosidad: «¿No sabéis lo que
pasó?».
«No.
Al menos no la historia completa», respondió Nadia mientras Damir removía el
café.
Él
le dio una taza e indicó con la mano que nos sentáramos en un viejo sofá. Él se
quedó de pie, apoyado sobre la mesa en frente de nosotras, y encendió un
cigarrillo: «Vuestro abuelo conoció a mi madre aquí, en Zagreb, mientras
trabajaba en una de sus obras de teatro. Pese a que estaba casado y con hijos,
tuvieron una aventura. Después de que él se marchara, mi madre se enteró de que
estaba embarazada». Él exhaló y movió la mano para apartar la nube de humo.
«¿Y
qué pasó entonces?», preguntó Nadia, bebiendo un sorbito de café.
«En
esa época era un escándalo -suspiró él-. Los padres de mi madre eran muy
católicos y, cuando se enteraron de que estaba embarazada, la echaron de casa».
«Qué
horror», dijo Nadia.
«Lo
fue -dijo, agachando la cabeza y arrojando la ceniza a un cenicero-. Cuando yo
nací, mi madre no podía mantenernos a los dos y tuvo que llevarme a un
orfanato».
Yo
me quedé con la boca abierta: «¡Un orfanato! No teníamos ni idea». Nadia y yo
nos miramos. «¿Te criaste allí?», pregunté.
«Sí;
hasta que cumplí dieciocho años. Mi madre me visitaba con frecuencia».
«¿Y
ahora dónde está?», dijo Nadia.
«Vive
aquí, en Zagreb. Tuvo una crisis y nunca se recuperó del todo; así que ahora la
cuido yo». Apagó el cigarrillo y en seguida encendió otro.
«¿Cuándo
te enteraste de que nuestro abuelo era tu padre?», pregunté.
«Hace
solo ocho años, cuando me enviaron a Sarajevo a hacer el servicio militar
obligatorio. Entonces fue cuando mi madre me contó por fin quién era mi padre y
de dónde era. Después de una larga búsqueda, encontré su casa y conocí a
vuestra abuela. Ella me dijo que su marido había muerto hacía un año, y en
seguida llamó a vuestro padre. Fue entonces cuando fui a veros a vuestra casa».
Nadia
sonrió. «Recuerdo aquel día. Cuando te vi, pensé que el abuelo había venido de
entre los muertos».
Él
se echó a reír. «Sí, todo el mundo me decía que, de todos sus hijos, yo era el
que más se parecía a él… Vamos, chicas, os voy a enseñar en lo que estoy
trabajando». Intrigadas, le seguimos por unas escaleras estrechas. Yo estaba
hipnotizada con todas las imágenes coloridas que había a mi alrededor; era como
si estuviéramos en otro mundo. Había lienzos de vivos colores que colgaban de
las paredes y mostraban, sobre todo, temas religiosos. Sobre un caballete que
había en una esquina había una pintura medio acabada de un Cristo. «Esto es en
lo que estoy trabajando actualmente». Yo me quedé impresionada por el talento
de Damir, y le dije que sus pinturas me parecían preciosas. Él me sonrió:
«Créeme que lo intento, ¡puede que algún día me convierta en el mismísimo
Miguel Ángel croata!».
Nos
quedamos un rato y le vimos pintar. La luz se estaba yendo y pensamos que era
hora de irse. Damir urgó en su bolsillo y nos dio algo de dinero. «Venid a
verme siempre que podáis. Ojalá pudiera ayudaros más, pero los artistas no
ganamos mucho». Nosotras no queríamos coger su dinero, pero él insistió: «Me
ofendéis si no lo hacéis», y nos guió hasta la puerta.
El
camino hasta el tranvía estaba oscuro y lóbrego. «¿Verdad que es simpático? -dijo
Nadia-. Me alegro de que por fin hayamos venido a verle».
La
clase estaba caliente y bien iluminada. Nos pusimos de pie para saludar a la
profesora de historia, que tenía cincuenta y tantos años y cierto aspecto de
ser una mujer tranquila pero autoritaria. «Vamos a repasar lo que hicimos la
semana pasada. -dijo, hojeando la gran libreta verde que tenía en la mesa y que
contenía los nombres y las notas de todos los alumnos-. ¿Algún voluntario?».
Nos miró por encima de sus gafas de leer. Yo levanté la mano y segundos después
estaba de pie junto a la pizarra, de frente a la profesora. Ella me preguntó
detalladamente acerca de los orígenes de la Primera Guerra Mundial. Yo había
estudiado mucho y, aunque estaba nerviosa, en seguida respondí todas sus
preguntas correctamente. Al cabo de quince minutos me ordenó que volviera a mi
asiento. «Ahí tenéis a una alumna ejemplar -le dijo a la clase-. Tienes un
sobresaliente».
Cuando
volví a mi pupitre me acordé de Atka. Sabía que estaría muy orgullosa de mí.
Los elogios de mi profesora me llenaron de confianza y me animaron a seguir
estudiando duro. Las largas horas pegada al libro de texto tuvieron como fruto
unas buenas notas.
Me
cambiaron a un pupitre en la parte delantera de la clase, junto a una niña
llamada Klaudia, y mis compañeros solían pedirme ayuda con los deberes. Por fin
podía alegrarme de tener amigos con los que poder jugar a la hora de comer, y
de no tener que comer yo sola. Era una sensación genial la de que me aceptaran
y me apreciaran por mi habilidad académica. Me había metido por completo en la
vida del colegio y me había hecho amiga de todo el mundo.
Nadia
y Lela hacían muchos turnos, y la mayoría de los días estaba yo sola en casa
cuando volvía del colegio. No había radio ni televisión, y no había mucho que
hacer aparte de estudiar. El único ruido que había era el del crujido de mis
libros y el del constante tictac del pequeño despertador que había encima de la
mesa. A veces solo oía mi propia respiración. Era raro estar en una casa tan
vacía; echaba de menos el ruido de casa y estar con mis hermanos pequeños mientras
jugaban y se perseguían por toda la casa. Aunque antes solía molestarme, echaba
de menos incluso el sonido de fondo de la música favorita de papá. No teníamos
fotos de la familia, y yo solía tumbarme en el colchón con los ojos cerrados e
imaginármelos a todos. No quería olvidar cómo eran.
Como
sabía que me daba miedo estar sola después de que oscureciera, una noche Danica
me invitó a su casa. En cuanto entré me sentí atraída por un delicioso olor a
carne asada que llegaba desde la cocina. Andrea estaba sentada a la mesa con su
abuela, que estaba ocupando tejiendo. Danica me la presentó y ella levantó la
mirada para saludarme.
Andrea
y yo fuimos a su habitación, donde pasamos la noche hablando y jugando a las
cartas. No tenía hermanos, y siempre decía que yo tenía mucha suerte de tener
una familia grande. Hablamos de nuestra comida favorita y, cuando le dije que
me gustaban las tortitas con chocolate, le pidió a su abuela que nos hiciera
algunas. Un poco más tarde, el padre de Andrea llegó del trabajo y entró a su
habitación a saludar. Yo me sentía segura y me hubiera gustado no tener que
volver a casa. Desde entonces, Andrea y yo jugábamos juntas todas las noches y
llegamos a conocernos muy bien.
Se
acercaba la fecha de la entrevista de la profesora con alguno de mis padres y
en una ocasión, estando en su casa, le pregunté a Danica si podría acudir ella
en lugar de mis hermanas, que ese día trabajaban. Ella dijo que estaría
encantada de ir.
Un
viernes sombrío después del colegio, fui a la Cruz Roja para ver si había
alguna carta de Sarajevo. Había mucha cola y, mientras esperaba, vi algunas
caras familiares. «Menuda maldición esto de ser refugiado», oí decir con
amargura a un hombre mayor. Según avanzaba la guerra, la gente iba volviéndose
cada vez más irritable y menos amable. Le di mi carné de refugiada a la mujer
que había detrás del mostrador y ella, después de buscar entre un montón de
cartas que tenía en la estantería detrás de ella, sacó un sobre azul. Vi
nuestros nombres y reconocí la inconfundible letra de papá.
Cuando
Nadia y Lela volvieron del trabajo, leímos la carta juntas. Papá hablaba de
todo aquello por lo que estaban pasando. Los niños estaban muy delgados y no
estaban creciendo mucho, papá había perdido mucho peso y Selma y Janna iban de
vez en cuando a la escuela de guerra, que tenía lugar en uno de los pisos del
barrio. Atka había dejado de estudiar, pero seguía trabajando en la emisora.
La
carta también incluía entradas del diario que había escrito Janna. Nadia empezó
a leer una de ellas en voz alta: «Zoran ya no está con nosotros. Salió a
comprar el pan, y en ese momento se oyó una bomba y gente gritando. Poco
después, alguien fue a decirle a Merima que habían matado a Zoran. No sé cómo
pudo soportar Merima ese momento, pero sé que fue duro: Mirza y Haris sin
padre; es triste, ¿verdad?». Con lágrimas en los ojos, Nadia le dio la carta a
Lela y le pidió que leyera el resto porque ella no podía. Lela continuó:
«Vosotros
que empezasteis la guerra,
Vosotros
que matáis a nuestros seres queridos,
Vosotros
que quemáis nuestros hogares,
Arrojad
vuestras armas,
Deshaceos
de todas esas horribles cosas que nadie necesita, Nunca separaréis nuestro
corazón de la gente que ha muerto, Porque siempre vivirán en nuestra cabeza».
«La
pequeña Janna… No parece que tenga nueve años, ¿verdad?», dijo Nadia sacudiendo
la cabeza. Aunque era una carta muy triste, al menos sabíamos que todos seguían
vivos, y la esperanza de volver a verles nos animaba a continuar.
A
finales de mes, Nadia y Lela cobraron sus salarios. Después de pagar el
alquiler y las facturas, quedaba suficiente dinero como para preparar un
paquete de comida para nuestra familia. Compramos paquetes de arroz, harina,
azúcar, café y pasta y, en un sobre aparte, enviamos cincuenta marcos alemanes
que había conseguido ahorrar Lela con las propinas. Lo enviamos todo a Split.
Mladena, la recepcionista del hotel que se había ocupado de nosotras, nos dijo
que ella lo enviaría con uno de los periodistas extranjeros. Por fin éramos
capaces de hacer algo para ayudar a nuestra familia.
Los
golpecitos en la ventana me asustaron. Fuera estaba oscuro y me quedé helada
durante un momento, convencida de que era un ladrón. «Soy Danica, ¿hay alguien
en casa?». Me alivió saber que era ella y corrí a la puerta principal.
«Vaya
susto me has dado», dije, y la dejé pasar.
Danica
sonrió. «Acabo de volver de la entrevista con tu profesora», dijo, de pie en el
recibidor. Yo estaba a la espera de saber qué tenían que decir de mí los
profesores y me alegró saber que estaban muy contentos con mi trabajo. «Solo
tienen buenas palabras por tus buenas notas y por tu buen comportamiento. Sigue
así». Le di las gracias por haber ido, y ella añadió: «Esperaba poder hablar
con alguna de tus hermanas».
«Volverán
del trabajo dentro de una hora, ¿quieres que les dé algún recado?».
Danica
me dijo que había pensado que, como yo seguía en el colegio y me iba bien,
sería mejor que me mudara con su familia. Esa noche, en la cama, hablé con
Nadia y Lela. Se me hacía extraño comentar la invitación de Danica y, aunque
era difícil, acordamos que era una buena idea económicamente hablando, puesto
que entonces ellas no tendrían que preocuparse más de mantenerme. Lela mencionó
que le hubiera gustado haber podido ir también ellas dos al instituto, pero que
sin expediente académico nadie habría querido admitirlas. «Además, así
tendremos más sitio en el colchón», bromeó Nadia.
«Solo
me voy a la casa de al lado; nos veremos todos los días».
Unos
días después, llevé mi ropa y mis libros a casa de nuestra casera. Andrea ya
había vaciado dos de sus cajones para mí. En su habitación no había espacio
para otra cama, así que pusimos un colchón en el suelo. Jugamos con la nieve
del patio e hicimos un muñeco de nieve. La abuela de Andrea nos dio una
zanahoria y una olla vieja y las usamos para hacerle la nariz y un sombrero.
Esa
noche oí unos pasos debajo de la habitación de Andrea y vi a Nadia abriendo la
puerta de su casa. Mientras hablábamos, Danica entró en la habitación con una
sartén pequeña en las manos y se la acercó a Nadia por la ventana. «He hecho un
guiso para cenar y queda bastante para vosotras, ¿os apetece un poco?».
Ella
aceptó agradecida. «Será estupendo probar algo de tu comida casera, por
variar».
La
familia de Andrea me trataba como a una más de la familia, y yo me encontraba
muy cómoda con ellos. Al menos una vez a la semana, Danica daba a mis hermanas
unas ollas de comida caliente. A veces les hacía un pastel y, de vez en cuando,
cuando me preparaba para ir al colegio, me encontraba a Nadia y a Lela en la
cocina, tomando un café con Danica. Trabajaban muy duro para pagar el alquiler
y comprar comida, así que era agradable ver que también se las cuidaba.
Las
ramas del manzano que había en el jardín delantero estaban cubiertas por una
capa de nieve recién caída. La manta blanca del invierno convertía el barrio
entero en un paisaje mágico. De repente, mientras estaba hablándole a Andrea de
las vistas que teníamos en casa de las montañas de Sarajevo, sonó el teléfono.
«¿Hola?»,
dije al cogerlo. Se oía un chisporroteo.
«¿Hola?
-oí decir al otro lado del teléfono-. Llamo desde Sarajevo; estoy intentando
localizar a mis hermanas». En seguida reconocí la voz de Atka y le dije a
Andrea con la mano que fuera a buscar a mis hermanas.
«¡Atka!
Soy Hana, ¿cómo estás?». Estaba contentísima de oír su voz después de tanto
tiempo. Atka llamaba desde un teléfono por satélite, así que tenía que ser
breve. Hablamos deprisa y con urgencia, y nuestra voz resonaba de fondo. La
vida en Sarajevo estaba siendo muy dura, y solo podían sobrevivir a base de
pequeñas cantidades de comida, pero todos seguían vivos y nos alivió saber que
mamá había conseguido llegar a casa. Hacía muchísimo frío y estaba siendo
difícil para ellos mantenerse calientes. Lamentablemente, no habían recibido el
paquete de comida que les habíamos enviado, pero sí el dinero, curiosamente. Me
quedé hecha trizas cuando supe que habían herido gravemente a Mirza. Atka
estaba justo hablándome de la gente a la que habían matado cuando Lela entró.
«Aquí está Lela -grité-. Habla deprisa, Atka no puede estar mucho tiempo al
teléfono», dije mientras le pasaba el auricular.
«Atka,
no me puedo creer que seas tú -dijo Lela aturdida y empapada en lágrimas-,
¿están todos vivos?».
Yo
me quedé allí de pie escuchándola y le oí hacer todas las preguntas que ya
había hecho yo. Después puso un gesto trágico y empezó a temblarle la voz
mientras agarraba el auricular: «¿Cómo le mataron?». Yo la miraba alarmada y
ella, con la cara pálida, me dio el teléfono.
«Tengo
que irme -resonó la voz de Atka-. Os queremos. Cuidaos mucho. Intentaré volver
a llamar». Entonces se perdió la comunicación y no pude añadir nada.
«Lela,
¿a quién han matado?», dije agarrándola del brazo.
«A
Senad -dijo aturdida-. Le ha disparado un francotirador».
Senad,
su novio, era solo un año mayor que ella. «¿Cuándo?», le pregunté.
«No
me hagas más preguntas», dijo, y salió corriendo de casa. Dejé escapar un
gemido y salí detrás de ella. La encontré llorando en su habitación, con la
cabeza debajo de la almohada. Yo no sabía qué hacer y no paraba de decirle que
no llorara, pero ella no parecía escucharme. «Han herido a Mirza y están
matando a todos. Al final seremos las únicas que queden vivas», dijo llorando.
«No
digas eso». Yo estaba asustada e intenté tranquilizarla, pero ella no
reaccionaba. Le di un vaso de agua con un poco de azúcar, que era lo que solía
darnos la abuela si alguna vez nos hacíamos daño jugando. Lela ni siquiera
quiso mirarme. Me sentía impotente, así que me senté al borde del colchón y
esperé a que Nadia llegara a casa. Cuando se enteró de lo que había pasado, se
tumbó al lado de Lela y empezó a hablarle despacito. Yo no podía escuchar lo
que le decía, pero al cabo de un rato Lela empezó a tranquilizarse y Nadia se
quedó con ella hasta que se durmió.
Al
día siguiente, de camino al colegio, paré a comprobar qué tal estaba Lela.
Nadia estaba vistiéndose y me dijo que Lela estaba un poco mejor y que ya se
había ido a trabajar. En el colegio intenté disimular que no pasaba nada, pero
no podía parar de pensar en Lela y, en cuanto sonó el timbre, corrí a casa para
ver qué tal estaba. La puerta estaba abierta y Lela estaba sola, tirada en el
colchón. Al principio pensé que estaba dormida, pero me entró el pánico cuando
vi que no respiraba. Intenté despertarla gritando su nombre y sacudiéndola,
pero no se movía. Después vi que había un bote de pastillas en el suelo, y
entonces empecé a sentirme fatal y fui corriendo a casa de Danica, pero no
había nadie. Con las manos temblando, llamé a una ambulancia y, cuando volví a
donde estaba Lela, seguía sin moverse. No dejé de zarandearla y pedirle que se
despertara, y entonces oí la sirena de la ambulancia. Los médicos entraron, la
pusieron en una camilla, y me dijeron que llamara al hospital en unas horas.
Me
acurruqué en el colchón, llorando y rezando por que se recuperara. Nadia llegó
unas horas después y se fue directa al hospital. Cuando volví a casa de Danica
me quedé despierta dando vueltas hasta bien entrada la noche, y en ese momento
oí que Nadia pasaba silbando bajo la ventana. «Está estable -dijo-, pero van a
tenerla ingresada unos días. Tomó demasiadas pastillas…». «Gracias -pensé yo-.
Gracias por no dejarla morir». A la vuelta del hospital tres días más tarde,
Lela parecía exhausta, y sus llamativos ojos verdes resaltaban en su cara
pálida. Estuvo en cama durante un tiempo, sin hablar mucho y comiendo muy poco.
Lentamente empezó a recuperarse, y al final recuperó parte de su alegría de
siempre. Nunca me habló de ese día y yo no volví a mencionárselo.
En
Croacia, la Navidad era la fiesta más importante del año, mientras que en
Bosnia, la celebración más grande era el día de Año Nuevo. Bien abrigados, mis
amigos del colegio y yo dimos un paseo por la plaza principal y comimos
castañas asadas. La bulliciosa plaza y las calles adyacentes parecían sacadas
de un cuento de hadas. Había abetos cuidadosamente colocados a los que habían
colgado muchas luces brillantes y otras baratijas llamativas. Había también
adornos de Navidad preciosos que brillaban en los escaparates, y los suelos de
las tiendas estaban cubiertos de una nieve en polvo brillante.
Al
volver a casa me encontré a Danica en la cocina preparando carne y pasteles
para la cena de Navidad. La mesa del salón estaba puesta y tenía cubertería de
plata y vasos de cristal. La televisión estaba encendida. Yo me puse también
manos a la obra y ayudé a Danica a traer cosas. Mientras llevaba un plato de
comida de la cocina, se me ocurrió mirar la pantalla y estuve a punto de
derramarlo. Cogí el mando y subí el volumen de la televisión. «Mi primo Mirza
está saliendo por la tele», grité. Todo el mundo vino corriendo y nos quedamos
todos de pie en medio del salón mirando la pantalla.
Andrea
me rodeó con el brazo y, en silencio, vimos a un periodista americano
entrevistando a Mirza. Mi primo era muy elocuente y hablaba con claridad. En la
noticia, el periodista llevaba a Mirza y a Merima al cementerio. Era muy
doloroso ver a Mirza con las muletas, visitando la tumba de su padre por
primera vez. La noticia terminaba con antiguos vídeos de familia donde aparecía
Mirza esquiando. Pensé en la última vez que le había visto y me acordé de cómo
solía hacernos carreras en nuestra calle. Le consideraba un chico valiente y me
sentía muy orgullosa de él.
En
Año Nuevo recibimos una llamada inesperada de nuestro hermano Mesha. Estaba en
Zagreb, así que, en cuestión de minutos, estábamos las tres de camino a la
mezquita de la ciudad para verle. Ser refugiadas nos había enseñado a actuar
con rapidez y a hacer pocas preguntas. La última vez que le habíamos visto
había sido en marzo de 1991, en un andén de la estación de Sarajevo. Aún no nos
habíamos recuperado de la gran fiesta que habíamos tenido la noche anterior,
pero toda la familia habíamos ido a decirle adiós porque se iba a hacer el
servicio militar. En aquel momento, el Ejército Popular Yugoslavo se
consideraba el protector del país, y toda la nación lo respetaba. Nuestro
hermano iba a servir a su país, y para todos nosotros era un motivo de orgullo.
Cantamos mientras el tren salía de la estación, sin tener ni idea de los
terribles momentos que estaban por llegar.
Vimos
a Mesha de pie en el vestíbulo de la mezquita, junto a un grupo de gente.
Llevaba pantalón vaquero, una chaqueta marrón muy fina y el pelo corto, y
parecía más grande y más mayor de lo que le recordaba. Abrazó a Nadia y a Lela
y a mí me levantó por los aires y empezó a darme vueltas. Antes, Mesha casi
nunca nos abrazaba, pero ahora no quería soltarnos. Nuestras vidas habían dado
un giro desde la última vez que nos vimos hacía veintidós meses. Con nuestro
hermano mayor con nosotras, me sentía más segura y más cerca de casa.
«Pareces
muy mayor», dijo Nadia mientras se alejaba para mirarle bien. Mesha levantó las
cejas y sonrió con tristeza.
«Vayamos
a algún sitio donde podamos hablar», sugirió. Tan emocionadas estábamos de
verle que no dejamos de pellizcarle durante todo el camino hasta que llegamos a
la cafetería más cercana. Dentro había mucho humo y nos sentamos en una mesa
cerca de la ventana. Lela pidió bebidas para todos, y Mesha cogió su tabaco. Se
echó hacia atrás en la silla y nos miró diciendo: «Las tres sois ya unas
adolescentes».
«Mesha,
hace casi dos años que no nos vemos», dijo Nadia al tiempo que cogía uno de sus
cigarrillos.
«No
deberías fumar», dijo Mesha frunciendo el ceño.
«Solo
fumo uno o dos al día; me tranquiliza», respondió ella en tono defensivo.
Mesha
escuchó todo lo que le contamos acerca de lo que nos había pasado desde el
comienzo de la guerra, y después Lela le preguntó cómo había conseguido
abandonar el Ejército Popular. «Cuando empezó la guerra -nos contó-, todo se
volvió muy confuso. Al cabo de un mes me di cuenta de que los oficiales al
cargo no sabían qué hacer con aquellos de nosotros que éramos de Bosnia, así
que un día de mayo del año pasado decidí escapar de los barracones en
Montenegro. Literalmente, salí andando de los barracones y me escondí en la
ciudad durante unos días con unas personas que conocía. Más tarde conseguí
subirme a un autobús y salir de allí».
«¿Te
enviaron alguna vez al frente?», pregunté asustada.
Mesha
sacudió la cabeza: «No. Trabajaba en el laboratorio fotográfico del ejército,
así que estaba en la retaguardia, pero la mayoría de los serbios que servían
conmigo fueron al frente en Croacia. No sabíamos qué estaba pasando ni en
Croacia ni en Bosnia -dijo, encogiéndose de hombros-. No nos permitían ver las
noticias. Por la noche nos confinaban a los barracones, pero muchas veces nos
entraba el pánico: nos pasábamos la noche viendo camiones que iban y venían,
trayendo muertos y heridos». Se bebió de un trago el resto del café y le indicó
a una camarera que le trajera otro.
«¿Qué
pasó después de que te escaparas?», preguntó Nadia, dejando salir el humo del
tabaco por un lado de la boca.
«Primero
fui a Belgrado. Ya sabéis que papá tiene muchos amigos allí…».
«Sí,
mamá nos contó que habías estado allí, ¿allí estabas seguro?».
«Yo
creía que lo estaba -dijo rascándose la cabeza-. No tenía ni idea de lo que
sucedía en Sarajevo. En Belgrado, las noticias siempre retrataban a los serbios
como las víctimas. Estuve moviéndome por las casas de los amigos de papá, y no
me quedaba con ninguno de ellos durante más de una semana cada vez. No salía a
la calle; sabía que no podía dejarme ver. En junio ya había decidido volver a
Sarajevo y, unos días antes, conseguí contactar con Atka y con la tía Tidja. En
ese momento fue cuando me enteré realmente de lo que estaba pasando». Cogió su
paquete de cigarrillos y lo puso junto al cenicero que había encima de la mesa.
«Me suplicaron que no volviera a Sarajevo porque era muy peligroso, y la tía
Tidja me animó a que fuera a casa de nuestros familiares de Macedonia, y así lo
hice, aunque no tenía papeles».
Lela
se mordía las uñas mientras escuchaba.
«Cogí
un autobús a Macedonia pero traté de no llamar la atención, esperando pasar
desapercibido. En la frontera pasamos por un control de pasaportes. Yo no tenía
pasaporte ni ningún otro documento identificativo, así que los policías me
llevaron a la oficina de fronteras».
«¡Mierda!
¿Te detuvieron?», dijo Nadia mirándole fijamente.
Mesha
sonrió y dijo: «Cuando vi allí a mi antiguo superior del Ejército Popular no
podía creérmelo. Resultó que él también había escapado. Me reconoció, simpatizó
conmigo y me dejó salir». Lela bromeó diciendo que la abuela debía haber rezado
mucho por Mesha aquel día.
«Yo
también lo hice», dijo él riéndose. Mesha pasó cinco meses viviendo con
nuestros primos de Macedonia y ayudando en la tienda que tenían unos amigos
suyos de suministros de fontanería. Temía que le descubrieran las autoridades
locales, así que decidió que lo mejor era no ponerse en contacto con nosotras.
«Al menos sabía que estabais bien. Siempre ponía Radio Sarajevo para escuchar
las noticias, pero no había modo de saber cómo estaba el resto o si estaban
vivos. Las líneas de teléfono a Sarajevo estaban cortadas. Me volvía loco, y lo
único que sabía era que tenía que intentar volver a casa…».
«¿Y
cómo llegaste aquí?», preguntó Nadia.
«Descubrí
que se había organizado un convoy para llevar a hombres jóvenes que, como yo,
habían escapado del Ejército Popular para volver a Bosnia. Por supuesto, no
había ninguna manera de llegar allí directamente por la guerra, así que nos
dijeron que el autobús nos llevaría a la frontera de Bosnia con Croacia via
Zagreb. Nos dieron un pasaporte de grupo y salimos de Macedonia hace cuatro
días».
«¿Por
qué has tardado cuatro días en llegar aquí?», preguntamos las tres al mismo
tiempo. Macedonia no estaba tan lejos.
«Era
demasiado peligroso coger la ruta directa, así que tuvimos que ir por el camino
largo y pasar por Bulgaria, Rumanía y Hungría. Una vez llegamos a la frontera
croata, la policía militar nos escoltó, y nos volverá a escoltar mañana hasta
la frontera bosnia».
Mesha
solo tenía veinticuatro horas para estar con nosotras antes de que saliera el
convoy. Yo estaba contentísima de ver a mi hermano, pero me daba pena saber que
tenía que irse tan pronto. Me senté en su regazo y él no paró de hacerme
cosquillas.
Cuando
volvimos a casa de mis hermanas pusimos otro colchón para él utilizando
nuestras maletas y mochilas, y Danica le dejó una manta. A la mañana siguiente
nos levantamos temprano y pasamos el día juntos. Danica preparó una gran comida
y le compró a Mesha una chaqueta de invierno muy calentita. Yo deseé que el día
hubiera tenido más horas; parecía que acababa de llegar y ya tenía que irse. Le
dimos una carta para que la llevara a casa, y él compartió con nosotras el poco
dinero que le quedaba y no nos dejó que fuéramos con él a la parada de autobús.
Encuentros
Atka
En
torno a la medianoche, los serbios que asediaban la ciudad marcaron la llegada
del Año Nuevo ortodoxo intensificando el fuego de los tanques y los morteros.
La descarga continuó hasta justo después del amanecer, cuando se quedaron en
silencio, probablemente exhaustos después de haber pasado la noche bebidos y de
juerga.
Aprovechando
la ventaja de esa pausa en los bombardeos, mamá y yo nos aventuramos a salir a
recoger agua a la cervecería, y de camino pasamos por casa de Mikana, una amiga
de mamá, y le pedimos que nos acompañara. «Feliz Año Nuevo», dijo mamá cuando
vio aparecer a Mikana por la puerta. Aunque Mikana era serbia, se consideraba a
sí misma, lo primero y por encima de todo una sarajevesa orgullosa. No
practicaba su religión, pero seguía las tradiciones ortodoxas por razones culturales.
Como muchos otros serbios, había decidido quedarse en la ciudad y compartir el
mismo destino que el resto de nosotros. Juntas, nos dirigimos hacia la
cervecería, que estaba en la parte antigua. Las nubes estaban bajas y caían por
encima de la ciudad, amortiguando el ruido esporádico de las ametralladoras.
«Recuérdame
por qué vuestro Año Nuevo cae en el decimotercer día de enero -le dije a Mikana-.
Sé que tiene algo que ver con el calendario, pero siempre se me olvida
exactamente por qué».
«Porque
la Iglesia Ortodoxa se rige por el calendario juliano, que va dos semanas por
detrás del gregoriano», respondió ella.
«Vale,
eso es. Lo estudiamos en el colegio», recordé yo.
Mikana
sacó algo del bolsillo de su abrigo de piel. «¡Mirad lo que tengo!», dijo enseñándonos
un cono de papel lleno de granos de café tostado.
«¡Café!
¿Es un regalo de Papá Noel?», pregunté yo bromeando.
«Este
es de mi alijo secreto. Quiero llevaros a conocer a una amiga mía; lo beberemos
todas juntas. Se le da bien leer tazas de café», dijo Mikana aligerando el
paso. Antes de la guerra, los adivinos que leían tazas de café eran un
pasatiempo divertido para mis amigas y para mí, pero ahora nos parecía
ridículo. «¿Qué va a poder contarnos?», dije yo, sin poder evitar sentirme un
poco cínica.
«No
importa, lo que queremos es el café», añadió mamá con una sonrisa.
Pasamos
por mi antiguo instituto y después atravesamos corriendo un puente estrecho que
llevaba al otro lado del río. En vez de girar hacia la cervecería, continuamos
subiendo por la colina y nos metimos por una de esas calles empinadas. «Aquí
estamos», dijo Mikana, y abrió una puerta de madera por la que se accedía al
jardín de una vivienda de dos pisos. Había una gran montaña de leña apilada
bajo los aleros que había a lo largo de toda la fachada principal de la casa.
Mikana llamó a la puerta.
«Mira
toda esa madera», dije, sorprendida.
Una
mujer mayor se asomó a la ventana desde detrás de la cortina. Su cara arrugada
estaba enmarcada por un pañuelo verde aceituna.
«Venga,
abre la puerta, ¡soy yo!», dijo Mikana mientras se acercaba más a la ventana.
La cara de la mujer se suavizó al reconocerla y nos dio la bienvenida a su
casa. Al poco tiempo nos encontramos sentadas en un sillón grande que tenía en
la cocina, detrás del cual había una ventana con el cristal roto en mil
pedazos, que alguien había intentado arreglar uniendo los trozos con cinta de
embalaje. En frente, una gran estufa rectangular despedía un intenso calor que
consiguió envolverme y hacer que me repantingara en el sillón.
«¿De
dónde has sacado toda esa leña?», preguntó mamá a la anciana.
«Hice
que me talaran unos cuantos árboles», respondió ella señalando la ventana.
Efectivamente, allí estaban las líneas rectas de los árboles desnudos del
jardín.
«Es
una suerte tener tantos árboles», añadí yo con cierta envidia, y ella se
encogió de hombros. «Voy a tener que talar también el resto antes de que
alguien me los robe, y guardaré la madera en el sótano; así me durará para los
inviernos que queden».
«¿Qué
quieres decir? La guerra no va a durar otro invierno», dijo Mikana haciendo
caso omiso del comentario de la mujer con un gesto de la mano.
«Ay,
vosotros los jóvenes, ¡os creéis que lo sabéis todo! -dijo la mujer inclinando
la cabeza-. Eso decían de la Segunda Guerra Mundial y mira el tiempo que duró».
Yo pensé que seguro que ahora las cosas eran diferentes, y era imposible que
durara tanto una guerra en Europa, al menos no en la era de Los Simpson y de la
televisión por cable. Mikana se inclinó hacia delante y puso sobre la mesa el
café que había en el cono. La mirada de sorpresa en la cara de la mujer no
tenía precio, y felizmente, cogió un molinillo de café de bronce que tenía en
una estantería.
«Tú
eres la más joven, puedes molerlo», dijo, y me lo dio. Llenó la cafetera de
agua y la puso sobre la estufa, y yo empecé a darle a la manivela y a mirar a mi
alrededor. Los tapetes blancos de encaje cubrían casi todo lo que había en la
habitación: la televisión de la esquina, la mesa de cristal que teníamos en
frente, y los respaldos y los brazos del sillón grande. La cara familiar de
Tito, el antiguo presidente de Yugoslavia, nos miraba desde una foto que había
en un marco de madera colgado de la pared. Había sido el líder responsable de
mantener unido al país durante casi cuarenta años. Poco después de su muerte,
nuestro sistema comunista colapsó, y empezaron a acceder al poder distintos
partidos nacionalistas. En vez de la prosperidad que todos esperábamos de
nuestro nuevo sistema democrático, Yugoslavia, tal como yo la conocí, empezó a
resquebrajarse. Aunque Tito había muerto hacía más de una década, el pueblo le
recordaba con gran respeto, y su imagen seguía visible en todas partes,
recordándonos el pasado unido y pacífico de nuestro país. Abrí la parte
inferior del molinillo y olí el polvo, que ya estaba molido.
«Hecho»,
dije, dándoselo a la anciana. Ella preparó el café y después puso la cafetera y
cuatro tazas muy pequeñas en una bandeja que trajo a la mesa. Con una cuchara,
cogió la espuma de la parte superior de la cafetera y echó un poco en cada una
de las tazas. Sirvió cuidadosamente el café y esperamos a que se asentaran los posos.
Estaba muy fuerte y muy caliente, y saboreamos cada trago.
«¿Queréis
que os lea las tazas?», se ofreció la anciana, pensando que, probablemente, esa
era una de las razones de nuestra visita improvisada. Yo me terminé el café y,
con un montón de posos que me quedaban aún al fondo, removí suavemente lo que
quedaba en la taza y la puse boca abajo en el plato. Mikana y mamá hicieron lo
mismo. La pequeña cocina olía a especias y a ajo y, mientras esperábamos a que
se secaran los posos, cerré los ojos durante lo que me pareció un segundo.
«Atka, despierta. Te toca». La voz de Mikana me asustó, y después bostecé y me
desperté. La anciana estaba estudiando las formas de mi taza: «Veo un pájaro,
como en la taza de tu madre -dijo dándole la vuelta. La miré medio dormida-. El
pájaro está cerca de tu casa. Es posible que recibas noticias pronto». Yo pensé
que quizá estábamos a punto de recibir alguna carta de mis hermanas. «Hmm… Y
tienes por delante un largo camino», continuó.
«¿Adónde?
¿Al otro lado de la pista?», pregunté bromeando.
«Juro
que te veo yéndote lejos, muy lejos», dijo la anciana con voz firme. Pero yo ya
no estaba prestando mucha atención; no quería irme a ninguna parte, solo quería
volver a dormirme. Volviendo a casa recogimos suficiente agua para otro par de
días. Tuvimos suerte de cogerla cuando lo hicimos, porque a la mañana siguiente
mataron a ocho personas con fuego de mortero mientras esperaban en la cola de
la cervecería para coger agua.
Una
semana más tarde, cuando volvía a casa del estudio, la abuela me dio un trozo
de papel. «Vino un chico hace media hora y me dio esto», dijo con una sonrisa.
Era algún tipo de certificado, pero faltaba la parte final de la página y no
acababa de entenderlo. «Bueno, dale la vuelta», dijo la abuela impaciente. Di
un grito cuando reconocí la letra de Mesha, y eché un vistazo rápido a la nota.
Estaba con una de las Brigadas del Ejército Bosnio en el monte Igman, y estaba
esperando un permiso para bajar a la ciudad. Toda la familia se quedó de piedra
con la noticia. Mesha enviaba cien marcos alemanes con la carta, y con ese
dinero pudimos comprar tres kilos de patatas semicongeladas y unas cuantas
latas de comida, y conseguimos que nos durara unos cuantos días.
Esa
misma semana habían matado a un buen amigo de papá, que también escribía cartas
de llamamiento. Descubrieron su cuerpo enterrado bajo la nieve cerca de su
casa, quemado y apuñalado múltiples veces. Papá sospechaba que alguien había
aprovechado la confusión de la guerra para saldar cuentas con la mujer de su
amigo, que había sido juez antes de la guerra y había huido de la ciudad con
sus hijos cuando empezaron los bombardeos. Fuera por lo que fuera, papá estaba
destrozado.
Eran
principios de febrero y Mesha todavía no había llegado. Todos estábamos
preocupadísimos y yo, para evitar esa atmósfera triste en casa, me pasaba la
mayor parte del tiempo trabajando en el estudio. «¿Qué tenemos previsto para
hoy?», me preguntó Hamo. Siempre estaba allí, y yo solía bromear diciéndole que
era parte del mobiliario. «Yo tengo que editar unas cosas, ¿puedo usar tus
auriculares?», pregunté.
«Sírvete»,
me dijo, así que me puse en el escritorio y empecé a trabajar. El estudio
estaba lleno de gente yendo y viniendo, pero yo tenía que cumplir un plazo y no
podía permitirme el lujo de distraerme. Estaba tan absorta en mi trabajo que no
presté mucha atención cuando alguien vino y se sentó a mi lado. La persona en
cuestión me dio un golpecito con el codo y yo, molesta, levanté la mirada.
Entonces el corazón me dio un vuelco cuando comprobé que era mi hermano,
vestido con su uniforme militar. «¡Mesha!», grité, y dejé caer los auriculares.
Con
mirada triunfante exclamó: «Lo he conseguido». Nos quedamos allí de pie, nos
dimos un abrazo, y yo apoyé la cabeza en su hombro durante un buen rato antes
de mirarle a los ojos y decirle con los ojos empapados en lágrimas: «¡Gracias a
Dios que estás vivo y por fin estás en casa! Hace tres semanas que recibimos tu
carta, y llevo todo el tiempo asustada pensando que quizá te hubieran matado.
¿Por qué has tardado tanto en llegar hasta aquí?».
Él
suspiró. «Es una larga historia; ya te la contaré después». Me abrazó aún más
fuerte y pude ver la cara cubierta en lágrimas de mi madre, que estaba detrás
de él. Mamá no dejaba de decirle a todo el mundo que su hijo había vuelto y la
gente no paraba de hacerle preguntas a Mesha, así que pasó un buen rato hasta
que pudimos irnos los tres.
Mesha
parecía más alto y más ancho de lo que le recordaba, y ya no había ni rastro de
aquel comportamiento de niño travieso que tenía antes. Parecía más mayor y más
serio, pero su abrazo era igual de cálido que el que me había dado aquel día en
el andén, cuando se fue de casa para servir en el Ejército Popular. Los gemelos
no se acordaban de él, pero Tarik, encantado de ver a su hermano mayor e
impresionado con su uniforme, empezó a trepar por sus brazos. Pasó tiempo hasta
que se calmó un poco el entusiasmo inicial y Mesha pudo contarnos lo que había
pasado. Le escuchamos durante horas, y Janna y Selma se apretujaron a su lado.
«Llegué al monte Igman tres días después de ver a las chicas en Zagreb -explicó-
y, como no tenía ningún modo de demostrar mi identidad, el Ejército Bosnio me
arrestó en el puesto de control».
«Qué
irónico -dijo mamá-. Después de todo por lo que has pasado, acabas siendo
arrestado por tu propia gente».
El
Ejército Bosnio le encerró creyendo que podría ser un espía serbio y, después
de dos días en prisión, le llevaron ante las autoridades del Ejército Bosnio en
el monte Igman, donde la mayoría era gente de Sarajevo. «Entre ellos estaba
Kenan», dijo Mesha, y papá sonrió. Kenan era un viejo amigo de papá.
«¿Y
qué hacía Kenan en el monte Igman?», preguntó papá.
«Trabaja
como intérprete para el ejército. Me reconoció y confirmó mi identidad, así que
la suerte me sonrió». Soltaron a Mesha, pero, como tenía edad para luchar, le
pusieron a servir y tuvo que ocuparse del puesto de control durante quince
días. Por fin, el día anterior le dieron un pase de una semana para bajar a
vernos a la ciudad. «Intenté cruzar la pista tres veces -nos contó- y, cuando
por fin conseguí llegar hasta el lado de la ciudad, me arrodillé y besé el
suelo. No soy capaz de expresar lo contento que estaba de haber regresado sano
y salvo». Había cargado con su pesada mochila llena de comida a través del frío
y la nieve a lo largo de unos veinte kilómetros desde el monte Igman. Mientras
la abríamos, él se quedó dormido. Esa noche la casa se llenó de alegría.
A
la mañana siguiente salí de casa y caminé pisando la espesa capa de nieve,
mirando los largos carámbanos de hielo que colgaban de los laterales de la casa
de al lado. Seguía nevando y levanté la vista para ver los grandes copos,
intentando que alguno me cayera en la lengua. «Vamos», dijo mi amigo Armin
mientras arrastraba su trineo. En otros tiempos, en un día como ése habríamos
estado en su casa escuchando a Pink Floyd y reordenando de nuevo su enorme
colección de discos, pero ese día había que ir a por agua.
Até
los bidones de plástico vacíos a mi trineo de madera y miré por la calle. Por
lo general, los vecinos solían echar hollín a las afueras de las casas para
evitar que la gente se escurriera, pero aún era pronto y la nieve seguía
intacta. Armin creía que el mejor momento para ir a recoger agua era de madrugada
y, después de hacerlo varias veces, yo también pensaba lo mismo. No se oían
tantas armas a esa hora del día, y las colas eran menores. «Te echo una
carrera», dije a Armin gritando. Entonces empujé el trineo con todas mis
fuerzas y me subí a él. Oí a Armin reírse al adelantarme y, a medida que
bajábamos la colina zumbando, empezaron a llorarme los ojos del aire frío. No
corríamos de esa manera desde que éramos pequeños.
Armin
me esperó al final de la colina, y su sonrisa dejaba ver el gran espacio que
tenía entre los dientes delanteros. «Somos la Primera Brigada Bosnia
Motorizada», bromeó mientras me tiraba una bola de nieve. Yo me bajé del trineo
de un salto y me encontré con sus brillantes guantes negros de piel. «Oye, eso
no es justo, yo no puedo devolvértela. Mis guantes son de lana, ¡y como los
moje no se me secarán hasta verano!», y levanté las manos para enseñárselos.
«Me
alegro de tener calefacción por gas», dijo bromeando.
«Sí,
restriégamelo», respondí. A diferencia de la electricidad, el gas no había
sufrido cortes; nadie sabía explicar por qué. Desafortunadamente, nuestra casa
no estaba conectada al suministro de gas de la ciudad.
«Ha
sido un golpe bajo», admitió medio excusándose, y ajustó bien la cuerda que
sujetaba mis bidones, que había dejado flojos. Tirando de nuestros trineos,
anduvimos hacia la primera intersección y nos paramos. Ahí era donde teníamos
que cruzar. Había unos contenedores apilados por el lado derecho de la
intersección que impedían la visibilidad a los francotiradores y nos daban algo
de protección. No se oía ningún disparo. «Aún no hay sangre en la nieve,
¡vamos!», dijo Armin.
«Bueno,
podríamos ser los primeros…», dije, pero antes de que pudiera terminar la
frase, él había empezado a correr. Yo me mentalicé y corrí detrás de él, y la
mente se me quedó en blanco. Oía fuertes golpes en mi cabeza y el corazón me
latía con fuerza. Corrimos hasta llegar a cubierto en los edificios del otro
lado de la carretera, y después paramos para coger aire. Me dolían la nariz y
la garganta por el aire frío y cortante. Temblando de miedo y en las nubes,
miré hacia atrás a la carretera.
«Maldito
deporte», oí decir a Armin enfadado. Me tiró del brazo y seguimos andando, protegidos
por los edificios altos que había en esa calle. En esos días había muy pocos
coches en la carretera, porque prácticamente no quedaba gasolina disponible.
Seguimos por la carretera principal y pasamos lo que antes había sido un
imponente centro comercial azul oscuro de muchos pisos, y que ahora estaba en
ruinas. En el suelo había mostradores y maniquíes rotos, sepultados por enormes
trozos de cristal destrozado. Miré hacia el parque, al otro lado de la
carretera, donde habían talado un montón de árboles. Por todos lados se veían
montículos de tumbas que acababan de cavar y que estaban cubiertas de nieve.
Junto al parque se alzaba también un edificio alto y gris, en cuya planta baja
solía encontrarse nuestra cafetería favorita. Mis amigos y yo solíamos pasar
muchas horas en uno de sus rincones, bebiendo, charlando y llenando un cenicero
tras otro; incluso los camareros nos conocían por nuestro nombre.
«Qué
mala es la nostalgia, ¿verdad?», dijo Armin como si estuviera leyéndome el
pensamiento.
Yo
me quité uno de los guantes y cogí un paquete de cigarrillos que tenía en el
bolsillo interno de mi chaqueta. «¿Quieres uno?», le pregunté balanceando el
paquete en el aire delante de él.
Él
se frotó las manos encantado. «¿Dónde los has conseguido? -preguntó mientras
cogía uno-, ¿los ha traído Mesha?».
«Sí
-dije yo-. Todo un lujo» Todos los vecinos habían oído que Mesha había vuelto.
«La vuelta debe haber sido “interesante”», dijo Armin encendiendo su
cigarrillo.
«Sí,
seguro», dije yo, y me puse a contarle todo acerca del viaje de regreso a casa
de Mesha.
«¿Tiene
que volver al batallón del monte Igman?», preguntó Armin.
«No
lo sé. Mamá ha dicho que tirará de todos los hilos que pueda para que le
trasladen a algún batallón aquí en la ciudad».
«No
me puedo creer que quisiera volver a este infierno; debería haberse quedado
donde estaba y haber esperado a que acabara toda esta mierda. Probablemente le
trasladarán a mi brigada, ¡ahí se lo va a pasar bien!», dijo Armin con sorna.
Sus
palabras me infundieron miedo. Si aquello ocurría, Mesha tendría que ir al
frente, con apenas un rifle sobre el hombro y un puñado de balas. Durante la
noche, solamente mi hermano y los amigos con los que hasta hacía poco habíamos
jugado al billar y al fútbol los fines de semana se habían convertido en los
únicos defensores armados de la ciudad. En ese momento hubiera preferido que
Mesha no hubiera vuelto. Los dos continuamos andando en silencio, fumando. «¿Te
das cuenta de que vamos a vivir lo suficiente como para morir de un cáncer de
pulmón?», dijo Armin.
«Sí,
si tenemos suerte sí», respondí yo. El espesor con el que caía la nieve
amortiguó el sonido de nuestra risa desesperada.
A
finales de aquella semana, la insistencia de mamá dio sus frutos, y Mesha fue
trasladado a la brigada de Armin, en la que tuvo que presentarse en seguida.
Inesperadamente,
poco después de que Mesha llegara a casa, a Mirza, Merima y Haris les
ofrecieron asilo en Estados Unidos, y a todos nos sorprendió saber que las
Naciones Unidas se mostraron de acuerdo con evacuarles. No tenían mucha
información acerca de quién lo financiaba, pero Merima decidió abandonar la
ciudad por Mirza, y regresar tan pronto como se acabara la guerra. Nos
despedimos de ellos en casa de Mayka una tarde soleada, sin saber si
volveríamos a vernos. Nos abrazamos en silencio durante un buen rato.
«Van
a una vida mejor -dijo Mayka cuando se hubieron marchado-. Los médicos en
Estados Unidos son excelentes, y tienen una tecnología mucho más avanzada. Le
pondrán a Mirza una pierna artificial moderna y podrá llevar una vida normal.
Yo le guardaré la bicicleta en el cobertizo. Algún día, cuando vuelva, podrá
volver a montar en ella». Le temblaba la voz, pero tenía un espíritu fuerte.
Aunque lloró, no paró de decir que estaba contenta, porque al menos algunos de
sus seres queridos se iban a un sitio más seguro.
Desde
que volvió Mesha, el tiempo en casa giraba en torno a sus deberes en el
ejército. Ya no había días de la semana, sino «días de guardia», «días de
servicio» y «días de permiso». Para sus dos días de guardia, a Mesha le habían
destinado cerca de la Pista de Hielo de los Juegos Olímpicos, que había sido
bombardeada. Estaba solo a unos veinte minutos paseando de casa, y se hacía
raro pensar que en 1984, hacía apenas nueve años, había albergado parte de los
XIV Juegos Olímpicos. Ahora era una zona prohibida. Mesha pasaba los días de
servicio en las trincheras, que estaban a menos de un kilómetro de la Pista de
Hielo. En sus días libres venía a casa destrozado y cubierto de barro. Nos
asegurábamos de que teníamos guardada suficiente agua como para que pudiera
lavarse, y de que siempre tuviera algo que comer antes de caer derrotado en la
cama. Además, la abuela cuidaba de que los niños estuvieran callados mientras
dormía.
Mesha
bajaba a verme al trabajo siempre que podía. Una mañana, en uno de sus días
libres, apareció en el estudio, y Hamo y él se pusieron a recordar los buenos
tiempos en la discoteca Sloga, donde Mesha había trabajado como camarero y Hamo
como DJ. Yo estaba preparando cintas para grabar. «Tío, nada es como antes -dijo
Hamo-. Y a ti, idiota, te da por volver cuando todo el mundo está intentando
salir de aquí».
Mesha
se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared. «Tú no sabes lo que es estar
solo y no tener contacto con tu familia. Prefiero estar aquí, aunque tenga que
ir a las trincheras. Por lo menos estoy con Fudo y con Bruno, con los que me he
criado», dijo con voz firme y convincente. Hamo se quedó callado.
«¿Te
metiste en algún lío cuando estabas en el Ejército Popular?», preguntó otro de
mis colegas.
«Solo
un par de veces -dijo Mesha riéndose y rascándose la parte de atrás de la
cabeza-. Una vez me reprendieron por no llevar el gorro militar. Mi sargento me
preguntó dónde estaba y no pude evitar responder: “¿Qué más da, señor? Todo el
país está en ruinas y a usted le preocupa mi gorra”». Contó tan bien la
historia que todos nos echamos a reír.
«¿Te
amonestaron?», pregunté.
«No.
El sargento entendió el chiste, era un buen tipo».
«¿Y
eso es todo?». Hamo estaba mordiendo un palillo, nervioso. Hacía tiempo que se
había quedado sin cigarrillos.
«Hubo
otra vez. Fue poco después de que mamá se implicara en el movimiento de “Madres
por la paz” -dijo Mesha con el rostro ensombrecido-. No les gustó el hecho de
que hubiera protestado junto a otras madres en Belgrado, así que la Policía
Militar me llevó a una “entrevista informativa”. Me apalearon y dijeron que
había sido porque me había “resistido” durante el interrogatorio».
«¡Qué
cabrones!», dije furiosa. Le miré fijamente, con un sentimiento encontrado de
pena y enfado. Nunca había mencionado nada al respecto.
«No
fue para tanto, solo un par de puñetazos. Atka, no digas ni una palabra de esto
a mamá o se llevará un disgusto», me dijo Mesha llevándose un dedo a los
labios.
Al
cabo de un rato de silencio incómodo, Hamo le dio a Mesha un golpecito en el
hombro y le dijo alegremente: «Nada que no pueda resistir una dura cabeza
bosnia, ¿verdad?».
Mesha
asintió. Poco después, se fue a casa y me dejó triste y preocupada. Me fui a la
otra habitación y traté de concentrarme en mi trabajo. Deseaba que mi amiga
Amna hubiera estado allí para sustituirme. Solía trabajar conmigo, pero ese día
llegó más tarde, lo cual no era algo tan raro puesto que vivía en la parte
nueva de la ciudad y todos los días tenía que caminar o hacer autostop para
llegar al estudio. Ya casi había terminado de editar cuando apareció. Pasó por
delante de mí y se sentó, horrorizada y temblando. Un par de amigos míos
vinieron corriendo hacia nosotras. «¿Estás bien?», le pregunté alarmada, y me
agaché en frente de ella.
«Me
han dado», dijo ella, tocándose un lado de la cabeza.
«¿Estás
de broma?». Me había quedado atónita. Amna me cogió la mano y la llevó junto a
su oído derecho. Yo noté lo que parecía un guijarro afilado debajo de la piel.
Me levanté y miré más de cerca y, al apartar un poco su pelo negro le vi un
corte pequeño y fino en el cuero cabelludo. «Creo que tienes un trozo de
metralla en la cabeza», dije dando un paso atrás. Los demás se acercaron para
mirar.
«Eso
mismo he pensado yo. No me puedo creer que siga viva», dijo Amna levantándose
de repente de su sitio.
«¿Duele?»,
preguntó uno de nuestros amigos.
«No,
no duele, y en el momento no sentí nada -dijo ella mirándonos-. Estaba de pie
junto a la panadería principal intentando que alguien me trajera a la ciudad,
cuando de repente oí una explosión enorme que sacudió el suelo. Estaba
aterrorizada y me quedé pegada. Si no llega a ser porque alguien me metió en un
coche de un empujón, creo que aún seguiría allí de pie».
«¿No
sabías que te habían dado?», le pregunté.
«No,
no noté nada hasta que salí del coche».
Todos
nos miramos durante un momento y después empezamos a reírnos histéricamente.
«¿Esto nos está pasando de verdad a nosotros?», dije.
«No
tiene gracia», dijo Amna intentando reprimir una risita, pero ni ella ni
nosotros pudimos.
«Me
parece que nos hemos vuelto todos locos», exclamó una de las chicas.
«No
me digas que no eres lista -le solté-, ¡obviamente hoy ya has comido algo!».
«Sí,
un trozo de pan. Estoy a tope de energía», dijo bromeando.
Los
cuatro estábamos riéndonos a carcajadas cuando la cabeza de Hamo apareció por
la puerta. «Eh, vosotros, un poco de silencio que estamos en el aire», dijo
enfadado, y cerró la puerta. Nosotros nos tapamos la boca con la mano e
intentamos guardar silencio. Cuando logramos calmarnos un poco, Amna se tocó la
cabeza con aspecto distraído, y sugerí que la lleváramos al hospital. «Ni
hablar -objetó ella-, antes quiero enseñárselo a mis padres».
Pasaron
varias semanas y no hubo ni un solo día donde no tuviera lugar algún
acontecimiento. En algún momento hacia finales de marzo entrevisté para el
estudio a un fotógrafo de la AP llamado Peter. Era uno de los fotógrafos que
habían hecho el viaje a Gorazde recientemente. Yo le había visto antes de su
viaje y me impresionó el cambio radical en su apariencia; parecía demacrado y
tenía los labios secos y agrietados a causa del frío. Me contó que un pequeño
grupo de fotógrafos y periodistas extranjeros guiado por traficantes de comida
locales habían atravesado las empinadas montañas nevadas, cruzando los frentes
con tal de llegar al pueblo ocupado. Caminaron más de cuarenta kilómetros.
Sobrevivían a las noches esquivando disparos al azar y ocultándose de los
estallidos, y el frío invernal se cobró siete vidas de gente que se congeló por
el camino. Los reporteros llegaron a Gorazde justo a tiempo de presenciar y
documentar la difícil situación de hambre de la gente y su reacción a los
lanzamientos aéreos americanos. Era la primera vez que la ayuda americana caía
en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Después
de la entrevista, Peter me invitó a su fiesta de despedida en la nueva base de
la AP en el Hotel Belvedere, que estaba solo a cinco minutos andando desde
Studio 99. Yo fui hasta allí rápidamente en medio de la oscuridad y al poco
tiempo escuché el ruido del generador y vi el parpadeo de las luces en el
hotel. Crucé el vestíbulo hasta llegar a la barra, cálida y llena de humo,
donde había un montón de gente. Reconocí una canción de U2 que estaba sonando
de fondo. Por el número de cascos y de chalecos antibalas que había amontonados
en una esquina, era evidente que esa noche una buena parte de la prensa
extranjera estaba allí. Dudé un momento a la entrada hasta que vi alguna cara
conocida. Aida, David y un fotógrafo noruego alto a quien había conocido hacía
poco estaban allí de pie en un grupo grande al otro lado de la barra, y me uní
a ellos. «Peter volvió completamente hecho polvo y estuvo dos días durmiendo»,
estaba diciendo Aida a una mujer que había a su lado.
«Sigue
teniendo un aspecto deplorable; menos mal que ya se va mañana. Necesita algo de
comida decente y mucho descanso», añadió el noruego.
Vi
que Peter venía hacia mí, y con él un hombre de veinte y muchos años con unos
profundos ojos azules. Llevaba una chaqueta marrón de piel, y la gorra negra
que llevaba en la cabeza era parecida a la que llevaba yo. «Atka, quiero que
conozcas a Andrew, un buen amigo mío. También acaba de volver de Gorazde».
Peter nos presentó, y yo noté cierta camaradería entre ambos. Andrew y yo nos
sonreímos. «¿Así que te vas mañana con Peter?», le pregunté.
«Oh
no, yo acabo de llegar de París», respondió.
Le
miré extrañada: «Pensaba que acababas de volver de Gorazde».
«Sí,
así es, pero en cuanto llegué a Sarajevo tuve que llevar todas las grabaciones
a mi agencia de París. Tenía un encargo que hacer para Newsweek y había que
cumplir los plazos», explicó mientras bebía un trago de wiski escocés.
«¿Y
lo conseguiste?», pregunté, intentando reconocer su acento. No era ni inglés ni
americano.
«Apenas
-con una leve sonrisa, inclinó la cabeza hacia uno de los lados-. Mi editor
quedó encantado».
Alguien
llamó a Peter desde la otra punta de la sala y se dio la vuelta para irse
mientras decía: «Disculpadme, chicos, vuelvo en un minuto». Y yo, deseando
saber algo del mundo exterior, miré a Andrew y le pregunté: «¿Y qué tal
París?».
«No
sabría decirte -respondió. Parecía cansado, y tenía los ojos rojos-. Solo pasé
una noche en mi casa y después volví directamente aquí».
Estuvimos
hablando un tiempo. Era un fotoperiodista que llevaba cubriendo el conflicto de
Yugoslavia desde el principio. Tenía un conocimiento impresionante de nuestra
historia, y mucha facilidad para pronunciar los nombres de nuestros pueblos y
ciudades, lo que solía ser todo un trago para los extranjeros. «¿Necesitas
intérprete?», pregunté al cabo de un rato.
«No,
suelo trabajar solo», respondió, agachando la cabeza para frotarse los ojos. Su
respuesta me desanimó un poco, pero traté de que no se me notara.
«Oh,
está bien -dije-. Si sabes de alguien que lo necesite, dímelo».
Él
levantó la cabeza y, después de tomar otro trago de su vaso, dijo: «Pero te
digo una cosa: no me vendría mal alguien que pudiera ocuparse de la logística,
ya sabes, cosas como encontrar gasolina, conseguir permisos y cosas por el
estilo». «Ah, ¿te refieres a alguien que te saque de algún apuro?» «Sí,
supongo, ¿podrías hacerlo?».
«Por
supuesto», dije yo tirándome un farol. Nunca había hecho nada parecido, pero
era mi ciudad y allí todo era posible si conocías a la persona indicada. Y ese
era mi caso; sabía que la tarifa que se estaba aplicando para alguien así era
de cien dólares al día, lo cual no iba a ser capaz de ganar nunca en el estudio
o traduciendo esporádicamente para Aida.
«Trato
hecho», dijo, y me dio la mano con firmeza.
Se
nos unió más gente, subió el volumen de la música y, durante el resto de la
noche, casi olvidé que afuera seguíamos estando en guerra. A la mañana
siguiente, justo después de las ocho, fui corriendo hasta la entrada trasera
del Holiday Inn, que estaba solo a diez minutos de mi casa. El hotel, que tenía
diez pisos, se había construido para los Juegos Olímpicos y era el único
edificio dentro de una amplia zona abierta que daba a una de las carreteras
principales, a la que los francotiradores disparaban constantemente. Era una de
las carreteras más peligrosas de la ciudad y allí habían matado a mucha gente.
Los periodistas extranjeros la habían apodado «el callejón de los
francotiradores». El lateral del hotel que daba a esa carretera estaba desierto
y los bombardeos lo habían destrozado parcialmente, pero el resto del hotel
parecía funcionar con normalidad dadas las circunstancias.
Pasé
por delante del personal de televisión que estaba sentado en el vestíbulo del
atrio y subí por las escaleras hasta la cuarta planta, en busca de la
habitación 409. Nerviosa, llamé a la puerta pero nadie respondió. Volví a
llamar y esperé, pensando que probablemente se había olvidado. Decepcionada,
comencé a irme, pero entonces oí que la puerta se abría y me di la vuelta.
«Perdona, Atka, estaba dormido -dijo Andrew, que estaba de pie en la puerta-.
Pasa». Volvió a meterse en la habitación mientras se abrochaba la camisa. «Voy
a preparar un poco de té, ¿quieres un poco?», preguntó, y encendió la estufa de
gas portátil que tenía en una estantería.
«Sí,
gracias», respondí, pensando que debía ser inglés. Tenía la habitación hecha un
caos, con ropa, latas de comida y cartones de cigarrillos Camel esparcidos por
el suelo, su cama y el sofá, e innumerables cámaras y carretes de vídeo que
cubrían la mesa. Vi también que en la estantería, junto al televisor, había un
reproductor de CD con dos altavoces pequeños. A través de la gruesa capa de
plástico transparente encajada en el marco de la ventana que había al otro lado
de la habitación vi la silueta de los edificios de gran altura que había en la
parte nueva de la ciudad.
«Toma
asiento», me dijo señalando el sillón. Yo aparté a un lado su chaleco antibalas
y su casco y me senté. Me sentía un poco rara y, para romper el silencio,
pregunté: «¿Qué quieres que haga hoy?».
«Aún
no lo sé, veremos cómo vamos -respondió, y me dio una taza de té-. Lo que yo
hago es contar historias a través de mis fotografías, y cada día es diferente.
Saldremos y veremos qué pasa hoy».
«¿Por
qué pone B+ en tu casco?», le pregunté.
«Ah,
es mi grupo sanguíneo».
Me
dio vergüenza no haberme dado cuenta de algo tan evidente, y poco después
salimos de la habitación. Mientras cerraba la puerta con llave, le recordé que
había olvidado su chaleco antibalas y el casco. «Bueno, tú no llevas ningún equipo,
así que yo tampoco voy a llevar el mío», dijo. Esa respuesta tan inesperada me
dejó sin habla y seguí caminando a su lado con una sensación extraña. De camino
al aparcamiento subterráneo, Andrew pasó por el restaurante que había en la
primera planta y cogió unos panecillos para los dos. Nos subimos a su coche,
una berlina plateada llena de arañazos y abolladuras con la palabra «Prensa»
pintada sobre el capó. Subió el volumen del radiocasete y, con el sonido
ensordecedor de la música, salimos disparados a toda velocidad en dirección a
la carretera principal. No había semáforos, y los cables de la corriente y del
tranvía colgaban por todas partes. Dejamos atrás coches y tranvías abandonados
y nos dirigimos hacia la parte nueva de la ciudad. Teníamos que conducir
deprisa e intentar evitar que nos dispararan. Una ambulancia y un coche que la
seguía pasaron a toda velocidad en dirección contraria. Andrew pisó el freno y,
después de darle la vuelta al coche ligeramente, siguió a los dos vehículos. Yo
me eché hacia un lado del coche, temiendo que alguien se chocara contra
nosotros o que nos dispararan y me agarré con fuerza a la manivela de la
puerta, intentando encogerme todo lo posible.
Cuando
volvimos a pasar con el coche por el Holiday Inn vi la fachada que daba a la
carretera, que estaba destrozada y carbonizada. Poco después pasamos por Studio
99 y me di cuenta de que estábamos dirigiéndonos hacia el principal complejo
hospitalario. Paramos justo en frente de urgencias y Andrew salió a toda prisa
del coche con sus cámaras. Yo le seguí y vi cómo un hombre mayor y una mujer de
veinte y pocos años salían corriendo del coche que iba detrás de la ambulancia
con cara de pánico.
La
puerta de atrás de la ambulancia se abrió y de ella salieron dos hombres de un
salto. Se giraron y sacaron una camilla sobre la que iba tumbado un
adolescente. Tenía los ojos abiertos como platos, y las vendas que le envolvían
la cara, hinchada, estaban empapadas de sangre. Los hombres metieron la camilla
en el hospital y nosotros les seguimos. Andrew iba moviéndose a su lado y
haciendo fotos. El personal médico se quedó entonces al cargo y en seguida
llevaron al niño al quirófano. La mujer joven empezó a gritar «Alen, Alen», e
intentó ir detrás de él, pero el hombre mayor la contuvo y ella empezó a
llorar. Andrew siguió haciendo fotos y yo deseé que parara; me sentía como si
fuéramos unos intrusos.
Unos
minutos más tarde salió un médico sacudiendo la cabeza. El niño había muerto.
La mujer joven se desmoronó y se dejó caer en los brazos del hombre. Para ellos
era algo horrible, y yo lo único que quería era quitarme de en medio. Volví al
coche y me tapé la cara con las manos, y entonces oí que se abría la puerta del
conductor. «¿Estás bien?», preguntó Andrew.
«Solo
era un niño…», susurré yo. Andrew me ofreció un cigarrillo, pero temblaba tanto
que no fui capaz de encenderlo, así que él lo hizo por mí. Estábamos sentados
en el coche, maldiciendo, cuando apareció la mujer joven delante de nosotros.
La sujetaba el hombre mayor y estaba mirándonos. Andrew y yo nos miramos y
salimos rápidamente del coche.
«¿Hablas
inglés?», le preguntó ella a Andrew. Él respondió afirmativamente y ella
añadió: «Ese niño era mi hermano. Por favor, dame las fotos que has hecho». Le
temblaba la voz.
Él
sacudió la cabeza y dijo dudando: «Verás, no estoy seguro de que quisieras
verlas».
«Por
favor, por favor -rogó la mujer-. Lo necesito. Solo tenía diecisiete años… Por
favor, señor…». Estaba desesperada.
Andrew
le puso la mano en el hombro y dijo: «Está bien; te las traeré en cuanto las
revele».
«¿Me
lo promete?»
«Te
doy mi palabra», le aseguró él.
El
hombre mayor, quien supuse que era su padre, me pidió un bolígrafo y papel y
nos anotó su dirección. Doblados por el dolor, los dos se marcharon. Yo me
quedé allí con el trozo de papel en la mano y me eché a llorar. Después
volvimos a entrar y encontramos a uno de los médicos, que estaba sin afeitar y
parecía exhausto. «¿Qué le ha producido la muerte?», preguntó Andrew, y yo
traduje.
«La
metralla. No hemos podido hacer nada; llegó muerto», respondió el médico con un
aire triste de resignación. Habían llevado al niño al depósito de cadáveres,
que guardaba un montón de cuerpos. Tenían que moverlos rápidamente, y por lo
general los enterraban en el mismo día. Andrew le preguntó al médico cuánto
tiempo llevaba de servicio. «Prácticamente vivo aquí. Mi mujer y mis hijos
están en Italia. Se fueron de la ciudad hace meses y yo no soporto volver al
piso vacío». El médico no dejaba de masajearse el cuello. El hospital solía
estar en el punto de mira de los francotiradores y de la artillería de fuego,
sobre todo hacia el mediodía, en las horas de visita. A menudo no había
electricidad ni agua corriente, y sin esas necesidades básicas solo podían
ocuparse de los casos urgentes. Las medicinas y la comida también eran escasas.
La conversación se quedó a medias cuando de repente entraron más heridos.
Andrew
parecía saber por dónde moverse, así que le seguí a un edificio de un solo piso
que había a espaldas del hospital, de camino al depósito de cadáveres. Cuando
nos acercábamos, noté el espantoso hedor a carne podrida y Andrew me pidió que
esperara fuera. Había cadáveres envueltos en plástico negro alineados por todo
el muro exterior, y vi sus pies asomando por debajo de ese envoltorio tan burdo.
Me sentí fatal y vomité detrás de un montón de sábanas manchadas de sangre que
había en el suelo. Temía que Andrew pensara que no estaba preparada para aquel
trabajo, así que me limpié la boca deprisa e hice como si no hubiera pasado
nada.
Él
se pasó las siguientes horas trabajando, haciendo fotos del dolor y el
sufrimiento de la gente desesperada que abarrotaba las habitaciones y los
pasillos del hospital. Yo ya había visto heridos antes, algunos sin algún
miembro o con la cara desfigurada, pero nunca me había parado a mirarles
detenidamente. Sin embargo, ahora que estábamos parando y asimilando cada uno
de los detalles, el horror se me hizo más patente. Mencioné a Andrew lo que
estaba pensando y me dijo: «No puedo ni imaginarme lo que puedes estar sintiendo.
Son tus compatriotas. Antes de empezar a trabajar conmigo, tú eras parte de
ello, y ahora eres una observadora».
Era
desgarrador, y me quedé más tranquila cuando por fin nos fuimos del hospital
por la tarde y volvimos a la relativa cordura del cuartel general del Ejército
Bosnio. Necesitábamos un permiso para el día siguiente para visitar uno de los
frentes. El permiso debía estar aprobado, escrito a máquina y sellado, y los
oficiales no tenían ninguna prisa en expedirlo. «Es increíble lo rápido que crece
la jodida burocracia, incluso en guerra», gritó Andrew enfadado y tirando de su
bufanda.
«Andrew,
si sigues gritando nunca lo conseguiremos». Sabía que el vestíbulo estaba lleno
de gente que nos miraba, así que intenté tranquilizarle.
«Esto
es una maldita pérdida de tiempo». Lanzó una mirada a la puerta cerrada del
oficial y se apoyó a mi lado contra la pared.
«Yo
ni siquiera sabía que teníais que tener un permiso», dije.
«No
teníamos por qué, hasta hace poco. En los primeros meses de la guerra, yo iba
donde quería». Me ofreció un cigarrillo; era nuestro tercer paquete aquel día.
Mientras
esperábamos le pregunté a Andrew de dónde era. «No consigo adivinarlo.
Hablas
como un inglés pero vives y trabajas en Francia».
Andrew
se echó a reír: «En realidad soy de Nueva Zelanda».
«¡Ah!
Nunca he conocido a nadie de Nueva Zelanda», respondí, y le pedí que me contara
más al respecto. Su descripción de playas enormes, que ocupaban kilómetros y
kilómetros, y de las montañas altas junto al mar hacía que Nueva Zelanda
pareciera un país exótico y misterioso.
«¿Y
cómo llegaste a hacerte fotoperiodista?».
«Me
regalaron mi primera cámara cuando tenía doce años. Hice unos cuantos cursos en
el colegio y seguí haciendo fotos durante la universidad. Cuando llegué a París
hace tres años me apunté a un curso de fotografía, pero cuando me di cuenta de
que no iba a aprender nada nuevo, empecé a llamar a algunas puertas. Gamma es
una de las mayores agencias que hay en París. A uno de los editores le gustamos
mis fotos y yo, así que decidió darme una oportunidad y me enviaron a Sudán
para ver qué tal se me daba, y al ver mis fotos me hicieron un contrato».
«¿Así
que ya eras fotógrafo profesional antes de llegar a París?».
«No,
era piloto de helicóptero», dijo sonriendo. Yo hice un gesto con la cara, dando
por hecho que estaba de broma. «No bromeo. En serio, me saqué la licencia
cuando tenía dieciocho años, y al principio era más bien como un hobby, pero
después me enganchó por completo».
Era
un hombre interesante y me gustaba hablar con él. Casi no me di cuenta de que
había pasado más de una hora, y entonces un hombre alto y moreno con bigote nos
llamó a su oficina. Quería saber para quién trabajaba Andrew y por qué quería
ir al frente, pero después vio el pase de prensa que llevaba en mi chaqueta y
reconoció mi apellido. Conocía a mi madre. «Si hubiera sabido de quién eras
hija, no os habría tenido tanto tiempo esperando -dijo disculpándose, y en
pocos minutos nos dieron el permiso-. Esto os da una libertad total de
movimiento y, si necesitáis algo más, venid a verme». Nos acompañó hasta la
puerta.
En
vez de ir directamente a casa, Andrew me llevó a tomar algo a una discoteca
clandestina. Hacía mucho tiempo que no iba a una discoteca y no sabía muy bien
si alguna de ellas seguía funcionando. Había montones de periodistas y de gente
de la ciudad. A Andrew no le preocupaba el toque de queda, y ya era bastante
más de medianoche cuando me llevó a casa. No quise preguntarle si quería que
siguiera trabajando para él, pero dijo: «Te veo mañana por la mañana, Atka.
Bien hecho, ha sido un día duro».
Aunque
estaba agotada, esa noche no pude dormir. Al día siguiente fuimos a uno de los
frentes que había cerca de una zona residencial en la parte nueva de la ciudad.
Nos llevaron por una trinchera larga y estrecha que discurría entre casas
parcialmente destruidas. Había aproximadamente una decena de soldados cansados
destinados allí que se alegraron de ver a un periodista extranjero y a quienes
les gustó la idea de hablar con nosotros. La mayoría llevaban muy poca
equipación e iban vestidos solo con chándal y deportivas, lo que les hacía
parecer parte de un equipo deportivo en vez de la última línea de defensa de
nuestra ciudad.
«Así
que esta es la línea de frente?», le dije a uno de ellos, que se dejaba caer
sobre el muro de la trinchera.
«Sí.
Los serbios están en esa casa blanca y grande que está justo ahí delante», dijo
señalándola. Miré y vi la casa, de donde salía un sonido de música folk. Estaba
a apenas cien metros de distancia. «Nos están volviendo locos con eso, siempre
ponen la misma canción», dijo el hombre. Estuvimos un rato charlando y nos dijo
que era enterrador de profesión. «Para mí es fácil cavar zanjas; es lo que
siempre he hecho. Soy feliz con una pala, pero no con esto», dijo tocando su
rifle.
Mientras
Andrew iba andando por la trinchera haciendo fotos, oí el ruido de unos
disparos. Empecé a oír las balas silbar muy cerca de mí y de repente comenzó un
tiroteo. Los hombres que había en la trinchera empezaron a maldecir y a
devolver los disparos, y Andrew vino corriendo hacia mí: «Agacha la cabeza»,
dijo gritando y tumbándome en el barro. El ruido a nuestro alrededor era
ensordecedor. Sabía lo cerca que estaban los serbios y nunca había estado tan
asustada. Mientras agarraba la manga de la chaqueta de Andrew, no paraba de
repetirme a mí misma que debía mantener la calma. Después cesó el tiroteo, tan
repentinamente como había comenzado. Esperé un rato antes de levantarme y dar
un profundo suspiro de alivio. Andrew encendió un cigarrillo y me ofreció una
calada. Sabía a nuez.
«¿Todo
el mundo está bien?», gritó alguien. No había nadie herido. Andrew tiró un
paquete de cigarrillos a la línea para compartirlos con los soldados. «No te
preocupes, Atka, acabas acostumbrándote», dijo, y me rodeó con el brazo. Más
tarde, cuando volvíamos a la ciudad, mencioné a Andrew lo mucho que me había
asustado. Él me miró y dijo: «Lo sé, es espantoso, pero hiciste bien en no
dejarte llevar por el pánico. Creo que tú y yo vamos a ser un gran equipo».
La
amabilidad de unos extraños
Hana
Acabábamos
de terminar de ver las noticias de la noche. Hacía poco que había estallado el
conflicto entre croatas y musulmanes en el centro y el sur de Bosnia, y las
noticias no dejaban de informar acerca de las últimas atrocidades.
La
abuela de Andrea se levantó y dejó la habitación silenciosamente. Danica empezó
a recoger la mesa: «Mirad lo que están haciendo los musulmanes a los croatas en
Bosnia», dijo furiosa. Entonces me sentí culpable y me preocupaba que pudieran
enfadarse conmigo. Miré por el rabillo del ojo al padre de Andrea, pero no
parecía estar enfadado y en seguida fue a por su crucigrama. Danica se volvió
hacia mí y me dijo: «Ya sé que esto no tiene nada que ver contigo, pero me
enfada el hecho de que Croacia esté ayudando aquí a los musulmanes bosnios y
que otros musulmanes estén ahora combatiendo contra los croatas en Bosnia».
Era
difícil no sentirse culpable, y al mismo tiempo yo quería señalar además que
los croatas también estaban atacando a los musulmanes, pero me daba miedo decir
nada. Por lo menos Danica sabía que en Sarajevo no había ningún conflicto entre
croatas y musulmanes, y eso me aliviaba.
A
la mañana siguiente, de camino al colegio, empezaron a preocuparme las
reacciones que pudieran tener mis compañeros respecto a las noticias de la
noche anterior, y me preguntaba si me culparían de algo. Para mi sorpresa,
nadie mencionó nada y todo transcurrió como siempre. Algunos de mis amigos iban
persiguiéndose por la clase y otros estaban sentados en sus pupitres, riéndose
a carcajadas. Me pregunté si habrían visto las noticias y me senté con la
esperanza de pasar desapercibida. Klaudia, que compartía el pupitre conmigo, se
sacó una carta del bolsillo de su abrigo marrón y me la enseñó. Eran cartas que
pertenecían a una serie que venía con una de sus tabletas de chocolate
favoritas, «El reino animal», y llevaba mucho tiempo coleccionándolas. «Mira,
¡ya tengo toda la colección!», exclamó.
«¡Anda!,
me encantaría verla», dije. Me acerqué aliviada y me puse a admirar su
colección.
Klaudia
y yo llevábamos compartiendo pupitre desde que empezó el invierno, y en seguida
nos hicimos amigas. Por alguna razón, parecíamos entendernos; quizás porque la
suya era también una familia numerosa o porque, como yo, ella también había
tenido que cambiar de colegio. Su familia se había mudado a ese barrio hacía
dos años, y eran dueños de una de las tiendas de ropa que había allí. Eran muy
católicos y Klaudia siempre llevaba colgada una cadena con una crucecita
dorada, y se santiguaba siempre que volvíamos a casa desde el colegio y
pasábamos por delante de la iglesia. Hablábamos de nuestras familias y nos
confiábamos cosas. Por las tardes, después del colegio, Klaudia ayudaba a su
padre en la tienda y cuidaba a sus hermanos pequeños, así que, como no le
quedaba mucho tiempo para hacer los deberes, yo le ayudaba muchas veces. Una
vez me regaló unas medias grises a modo de agradecimiento, y también unos
guantes de lana y un sombrero de su tienda.
El
día pasó sin que nadie hiciera ningún comentario acerca del conflicto de
Bosnia, pero al día siguiente, en clase de historia, utilicé una palabra bosnia
en vez de una croata mientras hablaba con la profesora y, aunque todo el mundo
me entendió, la profesora en seguida me corrigió: «Hana, por favor, procura
utilizar la palabra croata de ahora en adelante», me dijo.
«Lo
haré», respondí yo, avergonzada. Temí que pudiera mencionar el conflicto, así
que rectifiqué inmediatamente. No quería ser diferente, y todo sería más fácil
si aprendía a hablar como los croatas. Aparte del acento y de unas cuantas
palabras que eran diferentes, ambos idiomas eran prácticamente iguales. Empecé
a prestar más atención al vocabulario croata y aprendí a acortar las vocales al
hablar, en vez de alargarlas. Al principio se me hacía raro, pero al cabo de
poco tiempo empecé a hablar como mis compañeros. Ahora sabía que podía hablar
con cualquiera y que nadie se daría cuenta de que no era de allí.
La
casa estaba oscura y todo el mundo se había ido a la cama. Como siempre, Andrea
y yo seguíamos despiertas, hablando en la cama mientras la luz entraba por
debajo de las pesadas persianas. Después vi una luz en la casa de al lado:
«¡Mis hermanas están en casa! Hace días que no las veo -le dije a Andrea, y,
encendiendo la lámpara de la mesa, cogí las zapatillas de estar por casa y una
chaqueta-. Voy un momento a verlas». Me puse la chaqueta encima del pijama y
atravesé el pasillo oscuro de puntillas hasta salir de la casa. Con cuidado de
no asustar a mis hermanas, golpeé suavemente la ventana de su dormitorio.
Cuando Nadia me vio, sonrió y me dejó entrar. «¿Qué haces aquí? Es muy tarde -preguntó
sorprendida-, ¿va todo bien?».
«Todo
va bien, es solo que hacía tiempo que no os veía a ninguna de las dos, y como
he visto las luces encendidas he pensado en venir a veros».
«Estoy
yo sola en casa; Lela sigue en el trabajo».
Volví
con Nadia a su habitación. El calefactor que había debajo de la ventana estaba
encendido y me acerqué a él para calentarme las manos. «He recibido una carta
de Nevena, la de Primosten -le dije-, ¿qué te parece? La mayoría de los
refugiados de Sarajevo siguen en el hotel».
«¿De
verdad? ¿Qué más decía?», preguntó Nadia mientras iba doblando un montón de
ropa recién lavada.
«Era
una carta muy larga. El hotel sigue a plena ocupación porque han ido llegando
más refugiados desde el centro de Bosnia. Además, ha hecho mucho frío y no hay
calefacción. Los refugiados de Vukovar se han trasladado a otra parte. Marko y
su familia se han ido a Alemania…»
«Sí,
sabía lo de Marko; me ha escrito a mí. ¿Y qué está haciendo Nevena?».
«Está
yendo al colegio en Primosten, pero no escribe mucho sobre eso. Echa de menos
a
sus padres y dice que ojalá estuviera en Sarajevo con ellos». Nadia y yo nos
contamos las novedades del colegio y el trabajo. Yo le mencioné que había
notado cómo últimamente apenas veía las luces encendidas cuando me iba a la
cama, y le pregunté a qué hora solían terminar de trabajar.
«Depende
-respondió Nadia-. Después solemos salir por ahí…».
«Ah,
¿sí? ¿Con quién?».
«Con
gente de aquí que hemos conocido. Yo voy a esa cafetería, ¿sabes? La que está
junto a la parada del tranvía…». Se ruborizó. Pensé que tendría un novio y
esperé a que me contara algo más. Esperé un rato y, al ver que no decía nada,
le pregunté qué tal estaba Lela. «No lo sé muy bien, no la veo demasiado…».
«¿Qué
quieres decir? ¿Ya no salís juntas?», pregunté sorprendida.
«A
veces sí -dijo ella encogiéndose de hombros-, pero cada una tiene sus propios
amigos y no la veo ni hablo con ella tanto… No estamos tan unidas como antes».
Mencionó que no habían discutido y que sencillamente se habían distanciado.
Ya
era tarde y ambas queríamos irnos a dormir. Antes de irme, Nadia me dijo que
había ido a ver a Damir, y decidimos volver a visitarle el próximo fin de
semana. Andrea estaba dormida cuando llegué, así que me metí en la cama en
silencio. Por la noche seguía rezando por mi familia con el trozo de papel que
me había dado la abuela. Era duro estar sola, lejos de ellos, y a menudo
lloraba en silencio. Sin embargo pensaba que, si empezaba a sentir lástima de
mí misma, Dios pensaría que estaba dando las cosas por hecho y que podría
pasarle algo malo a mi familia. La única manera de mostrar mi gratitud era
hacer las cosas bien en el colegio.
Una
tarde, después de que sonara el timbre, mi profesora de croata, Dubravka, me
pidió que me quedara un momento. Era una mujer alta, y su piel de porcelana y
su pelo rubio la hacían parecer que acababa de salir de uno de los cuadros que
había colgados en la sala de arte. Nos enseñaba literatura y hablaba de los
libros con tanto entusiasmo y conocimiento que siempre estaba deseando ir a su
clase. Revisábamos periódicamente los libros que habíamos leído, lo que solía
llevarnos a discusiones sobre diversos temas. Era una profesora muy culta y sus
clases eran muy edificantes. Me acerqué tímidamente a su mesa, porque no estaba
segura de por qué querría verme. «La redacción que has escrito es excelente. Te
he puesto un sobresaliente», dijo.
La
semana anterior nos había dado un tema para la redacción, en la que teníamos
que describir nuestra vida y nuestras experiencias comparándolas con las de la
joven gaviota del libro de Richard Bach «Juan Salvador Gaviota». Después de
desechar unos cuantos borradores, por fin decidí escribir sobre la guerra y
sobre cómo era lo de estar separada de mi familia. Comparé la lucha del pueblo
bosnio con los intentos de Juan Salvador por superar algunos obstáculos por su
cuenta. Era la primera vez que expresaba así lo que pensaba, y le di las
gracias encantada de saber que le había gustado. Ella me miró: «Si no te
importa, me gustaría leerlo en clase mañana».
«Claro…»,
respondí, un poco nerviosa pero orgullosa de que pensara que merecía la pena.
Al día siguiente, en clase, me tranquilizó saber que iba a ser ella y no yo
quien la leería. Yo me habría echado a llorar.
Poco
después empezó a recomendarme más libros y se me abrió todo un mundo nuevo.
Leí
«El viejo y el mar», de Hemingway, «El principito», de Saint-Exupéry, y «Anna
Karenina», de Tostoy. Me introdujo en el arte y la filosofía y me animó a
seguir escribiendo. Se me pasaban muchas cosas por la cabeza, y ponerlas todas
sobre el papel me ayudaba a verlas con más claridad. Escribí una redacción
sobre qué significa el hogar y la envié a una de las emisoras de radio de la
ciudad, que emitía un famoso programa para niños todos los fines de semana. Mi
historia se leyó un sábado por la tarde.
Varias
semanas después me encontré a Lela y a Nadia en casa de Danica, que me
saludaron con sus voces alegres cuando cerré la puerta. «Son solo las cinco,
¿cómo es que no estáis trabajando? -pregunté mientras me quitaba la mochila-,
¿y por qué estáis todas de tan buen humor?». Nadia y Lela miraron a Danica en
silencio y después Nadia, intentando contener la emoción, dijo: «¡Adivina quién
está en Zagreb».
«¿Quién?
¡Cuéntame!», supliqué.
«¡Merima,
Mirza y Haris! -exclamaron ellas al unísono, levantándose de la silla de un
salto-. Venga, vamos».
Yo
me quedé allí de pie, confusa. La última vez que supimos algo de nuestra
familia, Merima y los niños seguían en Sarajevo, esperando a ser evacuados. «Tu
tía ha llamado esta tarde -dijo Danica-. Están esperándoos en el Hotel
Esplanade: allí os explicarán todo. Venga, marchaos», dijo, y nos fuimos
corriendo; estábamos deseando verlos.
El
Hotel Esplanade era un magnífico edificio antiguo situado cerca de la plaza
mayor de la ciudad. Cuando entramos en aquel espléndido vestíbulo empecé a ver
gente muy bien vestida, con trajes elegantísimos y lujosos abrigos de invierno.
Había también un músico tocando el piano en una esquina. Yo me sentía muy fuera
de lugar con mi llamativa chaqueta verde chillón. La mujer de recepción marcó
el número de la habitación de Merima y nos indicó dónde estaba el ascensor, y
nosotras subimos corriendo a la cuarta planta. Estaban esperándonos fuera de la
habitación, y estuvimos un buen rato allí todos abrazándonos. Estábamos
contentísimas de verlos, y no podíamos parar de repetir lo increíble que era
que estuvieran allí. Finalmente, todos nos tranquilizamos y Merima nos pidió
con cariño que pasáramos a la habitación y nos sentáramos.
Secándose
las lágrimas, Nadia y Lela fueron hacia la cama de Haris y yo me senté en la de
Mirza, a su lado. Fue todo un impacto verle sin una pierna, pero no quise decir
nada porque no sabía cómo podía reaccionar.
Merima
se había apartado el pelo de la cara y estaba mucho más delgada que cuando la
vi por última vez. Los tres parecían agotados y estaban muy pálidos. Sabía que
habían tenido que pasar por muchas cosas, pero no tuve el valor de preguntarles
por ninguna de ellas. «Sigo sin creer que estéis aquí -decía Nadia una y otra
vez-, ¿Cómo habéis conseguido salir?».
«¡Vimos
la entrevista que os hicieron en la tele!», interrumpí yo, golpeando a Mirza
con el codo.
«Nosotros
tampoco podemos creerlo», dijo Merima. Nos contó que, después de la entrevista,
una familia americana de Florida había conseguido contactar de alguna manera
con el productor del programa, ofreciéndose a ayudar a Mirza y enviándole
comida y ropa de abrigo. El productor les explicó a los americanos que podían
ayudar, pero que no había ninguna garantía de que su ayuda llegara a Mirza. Los
americanos siguieron intentándolo a través de distintas organizaciones de
ayuda, pero el resultado era siempre el mismo. «Al final decidieron tomar ellos
las riendas y apadrinarnos a los tres -dijo Merima-. Dijeron que harían todo lo
necesario para sacarnos de allí, aunque creo que no ha sido nada fácil». Para
superar todo el papeleo y las enormes dificultades que entrañaba sacar a
alguien de una ciudad ocupada, los americanos contrataron a un abogado que pasó
semanas trabajando sin descanso con la embajada de Estados Unidos y ACNUR. Al
final, su insistencia dio fruto y un avión de las Naciones Unidas evacuó a
Merima y los niños. La amabilidad de estos desconocidos era impresionante.
Mirza
nos miró sonriendo: «Nos llevaron al aeropuerto en un coche blindado de
Naciones Unidas y, cuando llegamos al Hércules, los pilotos me dejaron sentarme
con ellos en la cabina».
Lela
le preguntó a Mirza por qué le habían entrevistado a él primero. «Unos cuantos
periodistas extranjeros -contestó- fueron al hospital donde había estado
ingresado; querían hacer una historia sobre niños heridos. Uno de los médicos
se acordó de que yo hablaba inglés y les dijo a los periodistas dónde vivíamos.
Para entonces ya estábamos todos en el sótano de mi tío, así que fueron allí a
verme».
«¿Cuánto
tiempo vais a estar en Zagreb?», le pregunté a Merima.
«Solo
esta noche. Estamos aquí para conseguir las visas para Estados Unidos». Explicó
que, como no había embajada americana en Bosnia, habían tenido que ir a Zagreb
a por ellas.
«¿Tenéis
pensado volver cuando las cosas se calmen?».
«Por
supuesto. La única razón por la que nos vamos ahora es para ver si podemos
conseguir una prótesis para la pierna de Mirza. En Sarajevo los médicos no
pueden hacer nada más por él -decía ella apenada-, pero volveremos… Sarajevo es
nuestro hogar y toda nuestra familia está allí: mis padres, mi hermana y mi
hermano. Los serbios han destruido todo y han matado a mucha gente, pero poco a
poco iremos reconstruyendo la ciudad…».
Yo
seguía pensando en Zoran, pero era incapaz de preguntar. Fue Nadia quien
mencionó que nos habíamos enterado de su muerte por un periódico. Merima nos
contó que aquel domingo Zoran estaba en la cola del pan, que se vendía en la
parte de atrás de un camión que iba de vez en cuando a su barrio. Fue en ese
momento cuando estalló una bomba allí cerca y una pequeña parte de la metralla
le alcanzó directamente en el corazón, matándole en el acto. «Y tres semanas
después hirieron a Mirza».
Permanecimos
inmóviles mientras Mirza nos contaba lo que había pasado el día que le hirieron
y cómo habían sido los dos meses posteriores en el hospital. «Tuvieron que
operarme tres veces. Me desperté en una de ellas porque no pudieron ponerme
suficiente anestesia. Parecía que me había caído de un caballo y que me estaba
pisando, y después empezó a parecer que eran un montón de ellos los que estaban
pisoteándome…». Mis hermanas y yo llorábamos en silencio mientras le
escuchábamos.
«Tuvimos
suerte; nos quedaba algo de dinero extranjero -dijo Merima-, y tenía que
comprar todos los calmantes que encontrara en el mercado negro. Los hospitales
tienen tan pocas medicinas que hasta es difícil conseguir una aspirina».
«La
primera noche que recuerdo en el hospital fue la peor -siguió contando Mirza-.
La
habitación estaba muy oscura y la gente lloraba de dolor. El día que me enteré
de que me habían amputado la pierna, me enfadé mucho. ¡Era mi pierna y ni
siquiera me pidieron permiso!».
«Cuando
hirieron a Mirza dejamos de jugar fuera», dijo Haris desde su cama.
«Sí,
solíamos jugar con los otros niños -dijo Mirza-. No creíamos que los serbios fueran
a dispararnos a nosotros, pero, cuando me hirieron, Haris y yo nos asustamos
mucho. Incluso el simple ruido de los bombardeos nos aterrorizaba».
Intenté
comprender el horror por el que habían tenido que pasar. Era como si acabaran
de llegar de un mundo distante e irreal. En ese momento llamaron a la puerta y
Haris se puso de pie de un salto. Era el servicio de habitaciones: había pedido
una hamburguesa. «¡Estoy deseando comérmela!», exclamó. Merima aclaró que hacía
siglos que no comían carne, y advirtió a Haris de que no comiera muy deprisa
porque su estómago no estaba acostumbrado a tanta comida, pero de todas formas
él la devoró en un momento y después se tumbó en la cama frotándose la tripa:
«Mamá, estaba deliciosa. Ni siquiera me importa que después me duela la tripa».
Estábamos
muy agradecidas de verlos a los tres, así que nos quedamos allí hablando hasta
que llegó la hora de coger el último tranvía. Nos dimos un beso de despedida y
les deseamos todo lo mejor. «Nos acordaremos de vosotras y esperamos que
podamos volver a vernos todos pronto en nuestra querida Sarajevo», dijo Merima
con una tímida sonrisa cuando salíamos de su habitación.
Los
tranvías vacíos traqueteaban por la calle desierta. Cruzamos la carretera
agarradas del brazo y pasamos rápidamente por el parque, que estaba oscuro y
sombrío, en dirección a nuestra parada de tranvía. Las luces de las
habitaciones del hotel y de los pisos de la calle principal eran tenues y
acogedoras. «¡Hey, mirad eso!», exclamé yo. El nombre del hotel al otro lado de
la carretera estaba iluminado en medio de la oscuridad; y Lela y Nadia lo
miraron y Nadia dijo sorprendida: «¡El Hotel Palace! Ahí es donde nos quedamos
con papá cuando nos trajo en uno de sus viajes de negocios». Mientras
caminábamos, Lela iba recordándonos el lío que armamos en aquella ocasión en el
baño del hotel. Yo tenía siete años y las tres estábamos juntas en la bañera,
llena hasta arriba. Papá nos trajo una tarrina de helado de fresa y vainilla a
cada una de nosotras, pero el mío se me cayó sin querer a la bañera y tiñó el
agua de rosa. Mis hermanas, a quienes les pareció gracioso, tiraron también sus
helados al agua. Éramos tan felices entonces… «Y míranos ahora -dijo Nadia-.
Esa vida es como un sueño lejano».
La
localizadora
Atka
Era
abril. Casi de noche, el aire iba perdiendo el frío del invierno, y apenas
quedaban unas cuantas zonas nevadas en la cima de las colinas. «Quizá hoy
deberías conducir tú», sugirió Andrew, y me dio las llaves del coche.
«No,
no, yo no sé conducir», dije yo retrocediendo y levantando la mano.
Él
se quedó un momento callado y después abrió la puerta: «Bueno, entonces tendrás
que aprender», dijo, y se puso al volante.
«Debes
estar de broma. No creo que esto sea una buena idea», dije, y abrí la puerta
del copiloto. No me esperaba una clase de conducir ese día, ni ningún otro
durante la guerra.
Andrew
me miró seriamente: «¿Por qué no? ¿Y quién va a llevar el coche si me
disparan?», preguntó sin rodeos.
Yo
le miré sorprendida. Por alguna razón, nunca se me había pasado por la cabeza
que pudiera pasar algo así, pero entonces me acordé del día anterior, cuando
unas cuantas balas perdidas habían alcanzado el coche. «Está bien, será mejor
que me enseñes -le dije-. Pero te lo advierto: no he cogido un coche en mi
vida».
«Vamos,
no es tan difícil. Yo aprendí cuando tenía quince años», dijo tratando de
animarme. Señaló la llave de contacto y los pedales y me enseñó a cambiar de
marcha. Yo le pedí que me repitiera cada una de las cosas unas cuantas veces
más. Parecía fácil, así que cambiamos de asiento. «Quítate las botas -me dijo-,
así notarás mejor el embrague».
«¿Qué
es un embrague? No conozco esa palabra en inglés», le dije, y él me lo señaló.
Tiré
mis botas a la parte de atrás del coche, coloqué el asiento y empecé a
conducir. Intenté maniobrar por el aparcamiento subterráneo, pero el coche se
me calaba continuamente. El guardia de seguridad, que estaba patrullando el
aparcamiento del hotel, se reía con sorna. «Esto es muy difícil», grité
frustrada y enfadada.
«Aquí
no hay bastante espacio -dijo Andrew-. Venga, vamos a salir del aparcamiento».
Nerviosa,
subí la rampa con el coche y me metí por la calle que había en la parte de
atrás del hotel, que estaba relativamente protegida de los disparos de los
francotiradores. El edificio del hotel nos protegía, y pude practicar por la
calle una y otra vez. Allí era más fácil, pero me confundía el hecho de que
Andrew no dejara de gritarme dándome instrucciones. Finalmente le dije que se
callara para que pudiera concentrarme y al cabo de un tiempo fui cogiéndole el
tranquillo. «Tienes un talento innato -dijo Andrew con un cumplido-. Aunque esa
era la parte fácil; ahora tienes que llevarlo hasta la ciudad».
Yo
estaba asustada, pero en medio de la emoción había una parte de mí que quería
exhibirse. Puse el pie en el acelerador y me agarré al volante. Creía que
estaba conduciendo bastante deprisa, pero Andrew me gritó: «Venga, písale un
poco o vas a hacer que nos maten a los dos. Sé más agresiva». Estaba temblando.
Esta vez pisé el pedal hasta el fondo y avancé por la calle varios cientos de
metros hasta llegar al centro de la ciudad. Los edificios altos que había a
cada lado de la calle nos protegían de la línea de fuego directa y reduje la
velocidad. Mientras pasábamos con el coche por el puesto de control que había
cerca del edificio de la Presidencia Bosnia, un soldado me indicó que parara.
Solían parar a los vehículos que llevaban el distintivo de Prensa, sobre todo
para intentar hacerse con algunos cigarrillos. Yo intenté frenar poco a poco,
pero me confundí y, en vez de eso, calé el coche. Bajé la ventanilla con cierto
miedo y avergonzada, y un soldado joven apoyó los brazos sobre la ventana y se
asomó al coche. Yo le di las buenas tardes.
«Buenas
tardes. ¿Puedo ver su documentación?», preguntó el soldado. Yo se lo traduje a
Andrew y él me dio un trozo de papel que tenía en la caja de los guantes para
que se lo diera. «Esto no es suficiente -dijo mirándolo-. Necesito tu carné de
conducir y la matriculación del coche».
En
ese momento se percató de que yo iba en calcetines y me preguntó dónde estaban
mis zapatos: «Me los he quitado… Me está enseñando a conducir», dije señalando
a Andrew. El soldado apartó su rifle automático, se agachó y metió la cabeza
por la ventana: «¿Te estás quedando conmigo? -preguntó. Yo sacudí la cabeza,
intentando poner una cara seria-. Dile a ese extranjero que no sé quién es más
tonto: tú o él». Entonces se echó a reír y yo se lo traduje a Andrew, que
empezó también a reírse y entonces se inclinó y, en un bosnio muy básico, le
ofreció al soldado unos cuantos cigarrillos.
«Gracias»,
dijo, sonriendo. Cogió los cigarrillos, golpeó el techo del coche y gritó:
«Vamos, cuidado con el embrague». Yo conduje durante un rato, pero después
volví a darle el volante a Andrew. Ya era suficiente.
En
el suelo vimos un pequeño chicle azul que había quedado allí después de un
violento ataque, y seguimos caminando entre los escombros mirando las manchas
de sangre marrón rojizo que había en el asfalto. Había unos cuantos niños
jugando alrededor de los coches calcinados que había en la calle cuando el
mortero estalló. Un hombre escuálido nos gritó desde la entrada llena de
grafitis de uno de los edificios cercanos. Estaba de pie con un pequeño grupo
de gente que nos miraba a Andrew y a mí, y nos preguntó si éramos periodistas.
«Él es un periodista extranjero y yo trabajo para él -respondí-. Hemos venido a
ver qué ha pasado». Fuimos hacia ellos.
El
hombre nos dijo enfadado que había habido una tregua en los tiroteos y que los
niños habían salido a jugar. «Vengan, vengan conmigo, tienen que ver esto»,
dijo, y nos llevó por las escaleras hasta la tercera planta. La puerta
principal de uno de los apartamentos estaba abierta, y oímos sollozos que
venían de dentro. Notamos también que en el vestíbulo había un fuerte olor a
incienso, lo cual indicaba que había habido una muerte en la familia. Entonces
entramos a un salón lleno de gente y el hombre me miró y dijo: «Ahí. Dígale a
ese periodista que fotografíe a esas dos almas destruidas. Han matado a uno de
sus hijos y el otro está luchando por su vida», dijo con amargura y señalando a
un hombre y una mujer de treinta y muchos años que había sentados en un sofá.
El hombre estaba mirando al suelo, fumando, y el rostro de la mujer estaba
retorcido de dolor, llorando y con los ojos inyectados en sangre. Andrew y yo
nos acercamos a ellos para darles el pésame. La mujer estaba demasiado abatida
como para advertir que estábamos allí, pero su marido se levantó y nos dio la
mano. Andrew le preguntó si podía hacer algunas fotografías y él respondió:
«Haga todas las que quiera, mi casa es su casa».
Después,
el hombre volvió a sentarse en el sofá y alguien nos ofreció un vaso de una
bebida cordial muy poco cargada hecha a base de frambuesa. Como conocía
nuestras costumbres, Andrew aceptó el ofrecimiento; dio un trago y después me
dio el vaso y empezó a hacer fotos. Yo me aparté a un lado de la sala y vi dos
fotos de colegio de los niños en la vitrina de un armario. No serían mayores
que Janna y Selma. El mayor era bastante regordete y tenía una alegre sonrisa
en la cara, y el pequeño estaba apretando mucho los labios, como intentando
esconder los dientes que le faltaban delante. Llena de tristeza, me pregunté
cuál de ellos estaría muerto y cuál seguiría vivo.
Una
mujer que llevaba un jersey verde oscuro dijo en voz alta: «Venga, hijo mío,
haz todas las fotos que puedas. Deja que el mundo vea lo que tiene que soportar
esta pobre gente inocente», y un murmullo de aprobación y asentimiento se
extendió por el grupo.
«¿Para
quién trabaja?», me preguntó un hombre de gafas gruesas.
«Para
Gamma, una agencia de fotografía de París», dije.
«¿Van
a publicar estas fotos en Francia?», siguió preguntando el hombre.
«Probablemente
en todo el mundo», respondí, y él asintió satisfecho con la cabeza.
Cuando
Andrew hubo terminado de hacer fotos, nos quedamos un rato charlando con ellos
y, justo cuando estábamos preparándonos para salir, el padre de los niños se
acercó a mí: «¿Tienen coche?», me preguntó.
«Sí»,
dije, y asentí con la cabeza.
El
hombre se frotó la frente y preguntó si podríamos llevarlos al día siguiente al
funeral de su hijo. Le costaba hablar, pero continuó diciendo: «Es en el
cementerio que está en la parte antigua de la ciudad, y no tenemos ningún modo
de llegar hasta allí».
«Por
supuesto que lo haremos», respondí sin dudarlo. Aunque hacía poco tiempo que
conocía a Andrew, sabía que haría lo que fuera por ayudar.
Ya
era de noche cuando llegamos con el coche al refugio del Holiday Inn. Por las
noches, el fuerte contraste entre la vida en el hotel y la vida en la ciudad se
hacía todavía más evidente. El vestíbulo estaba iluminado por las luces de un
gran candelabro, la música sonaba tranquilamente en el bar y el restaurante del
hotel estaba lleno de periodistas que continuaban sentados discutiendo
acaloradamente durante la cena.
Subimos
a la habitación de Andrew. Aunque el vestíbulo estaba la mayor parte del tiempo
encendido, las habitaciones no solían tener electricidad. Encendió algunas
velas y nos sirvió a cada uno un vaso de wiski irlandés. Nunca había sido de
beber mucho, pero, desde que empecé a trabajar con Andrew, una bebida fuerte
con Pink Floyd sonando ininterrumpidamente de fondo parecían la mejor manera de
acabar el día.
Esa
noche había agua en el hotel y Andrew me ofreció su ducha. La sola idea de
estar de pie bajo el agua corriente era demasiado tentadora, así que me metí en
el baño. La ducha era una sensación increíble, aunque el agua estaba tibia y
había poca presión. Me lavé rápidamente, consciente de que el agua podría dejar
de salir en cualquier momento, pero fue una grata sorpresa ver que seguía
saliendo. Me eché espuma, cerré los ojos y levanté la cabeza para dejar que el
agua cayera sobre mí. Cuando volví a la habitación había un par de amigos de
Andrew a quienes ya había visto antes. Ariane, una mujer morena y de aspecto
luchador que trabajaba para una emisora de radio francesa, y Gary, un
fotoperiodista inglés alto y educado, estaban charlando en una mezcla de inglés
y francés. Aunque Gary y Andrew trabajaban para agencias diferentes, ambos eran
buenos amigos y su amistad, además, se había visto reforzada después del viaje
a Gorazde. A la luz de las velas, los cuatro compartimos una lata de cuscús,
que calentamos convenientemente en una estufa de gas portátil. Los escuché
hablar apasionadamente de su trabajo. Ellos maldecían una y otra vez, llenos de
frustración por la falta de voluntad del resto del mundo para intervenir y
parar todas esas muertes, y a mí me alegraba ver que al menos ellos nos
comprendían, así que estuvimos hablando hasta bien entrada la noche.
A
la mañana siguiente, tal y como les habíamos prometido, Andrew y yo llevamos a
los padres del niño que habían matado al antiguo cementerio turco. Durante el
viaje nadie dijo ni una palabra y, cuando llegamos, un puñado de familiares y
amigos se reunieron alrededor de un pequeño y sucio montículo y se pusieron a
rezar. El funeral fue corto, como tenían que ser todos los funerales en aquel
momento, y rápidamente el grupito se dispersó. Sin embargo, los padres del niño
pequeño, con la cabeza agachada, se quedaron de rodillas junto a la tumba de su
hijo. Andrew y yo esperamos en el coche y luego los llevamos al hospital para
ver al hijo que había sobrevivido, el pequeño de los dos hermanos. Las heridas
de metralla que tenía en la pierna y en la parte de atrás del brazo no eran tan
graves como habían pensado en un primer momento, y gracias a Dios estaba fuera
de peligro. Sus padres insistieron en que nos quedáramos en su habitación y el
niño consiguió poner una sonrisa diminuta mientras Andrew hacía las fotos. Cuando
terminaron las horas de visita llevamos a sus padres a casa. «Gracias; nunca
olvidaremos lo que han hecho», nos dijo el padre mientras nos despedíamos fuera
del edificio. Nos dio la mano y su mujer nos abrazó a los dos antes de que nos
fuéramos.
Esa
noche, con un vaso de wiski en la habitación de Andrew, hablamos sobre lo que
había pasado durante el día. «Esos pobres padres… No sé cómo lo soportáis.
Admiro vuestra fuerza y vuestro estoicismo», dijo.
«Ahora
eso es lo único que nos queda. Si te pasara a ti, harías lo mismo».
«Quizás.
Espero no tener que averiguarlo nunca», dijo, y se levantó a poner algo de
música. Hasta bien entrada la noche estuvimos hablando sobre música, política,
sobre la guerra y sobre nosotros. Aunque veníamos de mundos muy diferentes,
compartíamos la misma opinión acerca de muchas cosas. Era como si fuéramos
amigos de toda la vida. Nos sentamos en el sillón a hablar y a fumar hasta el
amanecer, y entonces empezó a verse una línea rosa en el cielo sobre el
horizonte y Andrew abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco.
«Ven a ver el cielo -dijo volviéndose hacia mí-. Aún queda algo de belleza en
esta tierra asolada».
***
Un
par de días más tarde, un día húmedo y gris, Gary, Andrew y yo nos aventuramos
a salir juntos afuera. Aparcamos el coche en el centro de la ciudad y anduvimos
por entre los edificios, parcialmente destruidos. A mis ojos eran solo un
montón de ruinas y escombros, pero Andrew y Gary parecían ver fotos por todas
partes. Me quedé mirándolos mientras se iban moviendo por allí, sin dejar
descansar a las cámaras. Andando, llegué a una puerta de cristal que estaba
plagada de agujeros de bala y miré por uno de ellos. Gary estaba al otro lado
de la puerta y me hizo algunas fotos. Yo sonreí. «¿Crees que podríamos entrar
en el edificio del Parlamento? -me preguntó-.
Sería
interesante hacer fotos desde alguno de los últimos pisos».
«Bueno,
podemos intentarlo», dije.
El
fuego de mortero había devastado aquel edificio blanco de veinte pisos y ahora
estaba abandonado. Estaba justo en frente del Holiday Inn y apenas a una
manzana de distancia de la línea de frente que había en esa ciudad. Avanzamos
todo lo que pudimos con el coche hasta el edificio del Parlamento y aparcamos.
Las balas silbaban a nuestro lado mientras cruzábamos corriendo la carretera y
subíamos las escaleras de hormigón hasta llegar a una gran plaza, que cruzamos
después para llegar a la entrada, que era un lugar relativamente seguro. Nos
habíamos quedado sin aliento. «¿Todo el mundo está bien?», preguntó Andrew.
Un
soldado armado que patrullaba el edificio ordenó que nos alejáramos: «Está
prohibido entrar», dijo. Hecha polvo, miré a Gary y a Andrew.
«¿Por
qué no? -preguntó Andrew-, ¿acaso necesitamos otro asqueroso papel?», gritó con
impaciencia.
Gary
estaba tranquilo. Puso la mano en el hombro de Andrew y le dijo: «Cálmate,
Andrew. Déjale a Atka, seguro que ella lo soluciona».
«Ok,
prueba con uno de estos», dijo Andrew, y me dio un paquete de cigarrillos. Yo
fui andando hasta el soldado, que no parecía mucho mayor que yo.
«¿Hay
alguna posibilidad de que hicieras una excepción con esos dos hombres? -
supliqué-. Son fotoperiodistas y solo quieren hacer unas cuantas fotografías
desde las plantas de arriba».
«No.
Sigo órdenes estrictas». Tenía las manos bien metidas en los bolsillos, sacudía
la cabeza y golpeaba el suelo con los pies. Parecía tener frío. Le ofrecí un
cigarrillo, esperando que ese pequeño gesto le hiciera cambiar de opinión, pero
lo rechazó. No fumaba. Sabía que, si conseguía encontrar de algún modo un
vínculo entre ambos, cedería, así que encendí un cigarrillo y empecé a hablar:
«Si no fuera por esta absurda guerra, no estaríamos aquí de pie con este frío,
como pingüinos. Estaríamos sentados en una cafetería en alguna parte de la
ciudad, bebiendo café y pasándolo bien con nuestros amigos».
Él
se mostró de acuerdo y empezamos a charlar. Al cabo de un minuto
aproximadamente ya nos habíamos dado cuenta de que teníamos un par de amigos
comunes, a uno de los cuales habían herido hacía poco. «Venga, vamos, llama a
esos dos periodistas y os llevo arriba», y me sonrió con una expresión alegre
en la cara.
Subimos
por las escaleras. El agua de la lluvia resbalaba por las paredes de hormigón
agrietado y ennegrecido. Había piezas de mobiliario destrozado, y las montañas
de escombros carbonizados cubrían todo el suelo. Estábamos cerca de la planta
de arriba cuando el soldado dijo: «No subáis más. Si los serbios ven algún
movimiento en el edificio, en seguida empezarán a dispararnos».
Mientras
me mantenía pegada a la pared, caminé hasta un hueco grande donde antes había
habido una ventana y me asomé para ver la ciudad. Las calles estaban vacías y
sin vida y, nerviosa, saqué un poco la cabeza para ver el monte Trebevic a mi
derecha, así como la parte de la ciudad que estaba tomada por los serbios.
Esperaba ver allí al mal acechando, pero solo vi viviendas familiares y
edificios. Volví a meter la cabeza y me puse a hablar con el soldado mientras
Gary y Andrew hacían fotos. «¿Crees que esta guerra durará mucho?», le
pregunté.
«Me
temo que sí -respondió él-. Si yo fuera una mujer, empezaría a salir con uno de
esos periodistas y me iría de aquí», dijo bromeando.
«¿Tú
crees? No tardarías en echar de menos Sarajevo y a todos tus amigos. Yo lo echo
de menos incluso cuando llevo una semana en la playa».
«Dímelo
a mí. Yo antes era igual, pero dime qué hay que echar de menos ahora -dijo, y
golpeó un teléfono roto que había en el suelo-. Si pudiera me marchaba en
seguida».
Gary
y Andrew volvieron hacia donde estábamos nosotros. «¿Dobro?», preguntó el
soldado mirándolos. No necesitaba traducir, porque tanto Gary como Andrew ya
sabían que eso significaba «todo bien».
«Totalmente
dobro», respondió Gary con el pulgar hacia arriba.
Andrew
señaló una foto grande de Tito enmarcada en blanco y negro que había en el
suelo y me pidió que tradujera al soldado si podía llevársela. «Cógela. De
todos modos, Tito se merece un sitio mejor que esto», contestó el soldado.
Andrew cogió la foto y fuimos hasta la planta baja. Cuando volvimos al Holiday
Inn, me sorprendió y me alegró ver a Mesha esperándome en el vestíbulo. Hacía
unos días que no nos veíamos. Él había estado en el frente y yo había estado
ocupada trabajando. Le presenté a Gary y a Andrew antes de que me llevara a un
lado. «Atka, en casa no queda comida -dijo preocupado-. Me siento mal por los
niños. No tienen nada. Al menos yo puedo comer una vez al día cuando estoy de
servicio».
«Bueno,
yo todavía no he recibido mi paga, pero voy a preguntarle a Andrew», dije
intranquila. No me gustaba hablar de dinero, me hacía sentir incómoda. Miré
hacia donde estaban ellos: Gary estaba hablando con unos periodistas ingleses y
Andrew, que me había visto, vino hacia mí.
«Chicos,
¿va todo bien?», preguntó. Yo bajé la mirada, avergonzada y evitando tener que
decir nada, pero después pensé en mis hermanos pequeños y entendí que tenía que
preguntar: «Sí, todo bien -dije, y le miré-. Me preguntaba si sería posible
recibir hoy mi paga».
«Por
supuesto -respondió-. Me alegro de que no sea nada serio. A juzgar por vuestro
aspecto, pensaba que debía haber pasado algo terrible».
Mesha
miró a Andrew y, con un inglés precario, empezó a explicar por qué estaba allí.
Avergonzada, traté de impedir que siguiera hablando, pero Andrew me miró y
dijo: «Atka, tenemos que conseguir comida para tus hermanos pequeños». Mesha le
dio las gracias y yo también agradecí que Andrew entendiera los apuros por los
que estaba pasando mi familia. Se ofreció a comprar provisiones en los
almacenes que tenían las Naciones Unidas en el aeropuerto, porque probablemente
se daba cuenta de que el dinero que ganaba no iba a dar para comprar muchas
cosas en el mercado negro. Yo nunca había oído hablar de ese almacén, pero
Andrew nos dijo que podía comprar cigarrillos, gasolina para cocinar y otras
cosas imprescindibles para él, porque se había hecho amigo de uno de los
soldados franceses que trabajaba allí.
Los
viajes al aeropuerto eran arriesgados, porque la carretera estaba controlada
por los serbios. Solían parar o disparar a cualquiera que pasara por allí con
el coche, incluyendo a los vehículos armados de las Naciones Unidas que
transportaban a diplomáticos, periodistas extranjeros y voluntarios que iban
desde y hacia el aeropuerto. Ese mismo año, los serbios habían parado a uno de
los vehículos de las Naciones Unidas y habían matado a tiros al viceprimer
ministro bosnio, que iba de camino al aeropuerto para dar la bienvenida a un
cargamento de ayuda que volaba desde Turquía. Los soldados de las Naciones
Unidas se quedaron ahí parados mirando mientras los serbios se turnaban para
tirotearle una y otra vez. Le dije a Andrew que no quería que se pusiera en
peligro solo por mí y mi familia. «Mira, tengo que ir al aeropuerto de todas
maneras -dijo-; necesito encontrar a alguien que salga hoy y pueda llevar los
carretes a mi agencia de París».
Subimos
a su habitación. La mesita pequeña que había allí estaba llena de notas y
carretes, y Andrew las metió rápidamente en un paquete blanco para enviar por
correo. «No tardaré mucho, podéis esperarme aquí», dijo mientras escribía la
dirección de su agencia en el paquete. A mí me parecía que ya nos habíamos
entrometido bastante y le dije que esperaríamos en el vestíbulo hasta que
volviera, pero él desapareció en el baño y oímos correr un grifo. Asombrado,
Mesha me miró y, antes de que pudiera explicarle que a veces el hotel tenía
agua corriente, Andrew salió y dijo: «Hey, ¿qué tal una ducha?».
Mesha
no necesitó que se lo preguntara dos veces y en seguida se metió en el baño.
«Oh, me siento fatal. No tienes que hacer todo esto», le dije a Andrew.
«Atka,
no hay de qué. El pobre hombre ha estado en el frente y da la casualidad de que
yo tengo agua -dijo apoyando su mano en mi hombro-. Tú relájate, ahora vengo.
Coged lo que queráis». Cogió su bolsa y se fue. Cuanto más lo conocía, más me
gustaba.
«Estoy
como nuevo», dijo Mesha estirando hacia arriba los brazos mientras salía del
cuarto de baño.
Yo
hice café y charlamos mientras esperamos. «¿Qué tal las cosas en el frente?»,
pregunté.
«Bastante
horribles. Nunca sabemos qué va a pasar. Anoche, los serbios nos tiraron
rodando un barril lleno de petróleo, pero por suerte la mecha encendida se
apagó justo cuando nos alcanzó».
Le
pedí que me contara más cosas sobre lo que pasaba en el frente, pero él no
quería hablar de ello. Ambos nos quedamos aliviados cuando volvió Andrew dos
horas más tarde. Fuimos en coche hasta mi casa con todas las provisiones que
había comprado; yo no podía creer la cantidad de comida que había allí: un
montón de productos frescos, latas, cigarrillos, linternas y pilas. Mis
hermanos se apresuraron a ayudar y empezaron a llevar dentro la comida; estaban
radiantes de felicidad. En medio de la conmoción, la abuela salió con algunos
bidones vacíos y se los dio a Andrew: «Hijo, tú tienes un coche, ¿podrías
llenarlos, por favor?». No sabía que era extranjero y le habló en bosnio. A mí
se me caía la cara de vergüenza, pero Andrew respondió. «Nema problema, ningún
problema», y ambos nos echamos a reír. La abuela se metió otra vez en la casa
y, pocos segundos después, la mitad del barrio bajó hasta donde estábamos y nos
preguntó si también podríamos recoger agua para ellos. Nosotros metimos en el
coche todos los bidones que pudimos y nos fuimos a la cervecería. Cuando
volvimos le presenté a Andrew a mi familia.
El
restaurante del hotel estaba lleno de periodistas desayunando. Allí había
comida suficiente, pero después de un año de estar hambrienta yo solo era capaz
de comer un poquito cada vez. Andrew se paró en la puerta para hablar con John,
un hombre alto con barba y pelo rizado y despeinado. Escribía para el New York
Times y acababan de decirle que había ganado un premio Pulitzer por un
reportaje sobre Bosnia. Estaba dándole las gracias a Andrew por presentarle al
chelista: «Definitivamente todo esto es culpa tuya, por hablarme de Vedran y
animarme a que saliera y hablara con él, incluso aunque en ese momento no era
lo que quería hacer». John sonrió y nos invitó a una pequeña celebración que se
estaba organizando para esa noche. El maitre del hotel vino a felicitar a John
y le dijo que el chef estaría encantado de prepararle una pequeña tarta para
celebrarlo.
«¿De
qué conoces a Vedran?», le pregunté a Andrew mientras nos íbamos. Vedran era el
chelista que tocaba en recuerdo de las veintidós personas que fueron asesinadas
mientras iban a comprar el pan en la primera gran masacre del pasado mes de
mayo. Tocó en esa calle durante veintidós días consecutivos a pesar del
peligro, y todos en la ciudad le conocíamos y admirábamos. Se había convertido
en un potente símbolo del espíritu desafiante de nuestra ciudad.
«Lo
conocí un par de días después de aquella horrible masacre -dijo Andrew-. Era
muy extraño ver a un hombre vestido de frac tocando el chelo en esa calle
desierta. Le hice fotos y pasamos un par de días juntos en el sótano de un restaurante
que pertenecía a un amigo suyo. Bebimos mucho y de vez en cuando salíamos a la
calle donde Vedran tocaba el “Adagio en sol menor” de Albinoni». Andrew
encendió un cigarrillo y continuó diciendo: «Conozco bien esa pieza de música,
me tocó la fibra sensible. Es la pieza que tocaban en la película «Gallipoli»,
que contaba la historia de la tristemente célebre batalla de la Primera Guerra
Mundial en la que murieron muchos australianos y neozelandeses. Como puedes
imaginarte, este hombre me deslumbraba completamente. Hice una historia de él
en fotos y conseguí convencer a John para que fuera también a conocerle. John
escribió una historia sobre él que gustó tanto a su periódico que decidieron
destinarle a Sarajevo de manera permanente».
«¡Qué
interesante!», apunté yo, y estaba a punto de decir algo más, pero John llamó a
Andrew y este se dio la vuelta para hablar con él. Miré por toda la sala
buscando un sitio para sentarme. Ya conocía a la mayoría de la gente que había
allí; eran, o bien parte de la prensa, o bien oficiales de las Naciones Unidas.
Susan,
una mujer de cincuenta y muchos años, estaba sentada sola, vestida de negro.
Tenía el pelo largo, negro como el azabache, y un incipiente mechón gris en la
parte delantera. Ya habíamos hablado alguna vez; era una escritora famosa de
Nueva York. En un intento por atraer la atención del mundo por nuestra grave
situación, había venido a Sarajevo a dirigir la obra «Esperando a Godot». Me
vio y señaló dos sitios vacíos que había a su lado: «Me recuerdas a Gavroche -dijo
cuando me senté-. Sí, ya sabes, ese personaje de Los Miserables», explicó.
«Ah,
sí -dije yo-, pero ése era un chico, ¿no?». Ella respondió que sí, sonrió y me
dijo que le recordaba a él por mi gorra, el pañuelo y el peto negro, además de
por mi astucia. Seguíamos hablando cuando vinieron Andrew y Gary.
«No
te lo vas a creer -dijo Gary, inclinándose sobre la mesa-. Acabo de encontrarme
a dos estudiantes de fotografía alemanes que han llegado en avión esta mañana.
Me han pedido que les lleve a dar una vuelta por la ciudad, pero me parece que
no tienen mucha idea de lo que está pasando aquí».
«¿Cómo?
No me puedo creer que las Naciones Unidas les hayan dado pases para entrar». Me
enfurecía pensar lo fácil que era para esos estudiantes extranjeros entrar en
el país en avión con las Naciones Unidas, mientras había tantos heridos en la
ciudad a quienes no podían evacuar.
«Ya
lo sé, es de locos -señaló Gary-, pero aun así voy a enseñarles un poco todo
esto. Luego nos vemos». Se dio la vuelta y se fue.
«Será
mejor que nos vayamos nosotros también», me dijo Andrew.
«¿Dónde
vais?», preguntó Susan, acomodándose en la silla.
«Al
cementerio Lion. Uno de los tíos de Atka está enterrado allí y ella todavía no
ha visitado su tumba», respondió Andrew.
«Qué
pena, ¿os importa que vaya con vosotros?», dijo mirándome. Respondí que por
supuesto que no.
El
cementerio estaba junto a una pequeña subida, más allá de la sala de los Juegos
Olímpicos. El suelo estaba húmedo y el barro de color ocre se nos pegaba a los
zapatos. «No sé exactamente dónde está la tumba de mi tío», dije mirando una
gran estatua de un león blanco que había en mitad del cementerio. A la
izquierda había unas lápidas negras de mármol de antes de la guerra y, entre
ellas y a la derecha de la estatua, había cientos de cruces de madera
improvisadas para los cristianos y lápidas mortuorias temporales para los
musulmanes. «Vamos a tener que mirar entre las lápidas», les dije a Susan y a
Andrew. Les escribí el nombre de mi tío en la palma de las manos y los tres nos
separamos. Yo anduve entre las tumbas mirando nombres y fechas. Había mucha
gente de mi edad y más jóvenes enterrados allí. Después de buscar durante un
buen rato, encontré la tumba de mi tío en una esquina al final del cementerio,
cerca de la carretera. Ver su nombre inscrito allí hizo que me viera cara a cara
con el final de todas las cosas. Me hice un ovillo en el suelo y me eché a
llorar. Desde el principio había supuesto que, cuando terminara la guerra,
todos regresaríamos a la vida tal y como era antes; pero Zoran, y tantos otros,
se habían ido para siempre, y por tanto nada volvería a ser como antes.
De
vuelta al hotel, Susan me preguntó por mi tío. Le conté cómo había muerto y lo
que le había pasado a Mirza, y le hablé también de esa amable familia americana
que había ayudado a mi tía y a sus dos hijos. Hacía poco que nos habíamos
enterado de que los tres estaban ahora en Florida. Seguimos hablando de ellos
durante todo el camino hasta que llegamos al vestíbulo del hotel. Susan me dio
su número de teléfono y me dijo: «Vuelvo a Estados Unidos en un par de días.
Tienes que darme un toque si alguna vez vienes a Nueva York». Yo le di las
gracias, mirando el trozo de papel. Estaba segura de que nunca iría a Nueva
York, pero su gesto me conmovió y me metí la nota en el bolsillo. «Luego os
veo», dijo con una sonrisa, y subió las escaleras. Yo me giré y miré a Andrew
diciendo: «Gracias por llevarme al cementerio». Él me rodeó con el brazo y
dijo: «Atka, ni lo menciones».
Nos
sentamos en la barra y pedimos un café bosnio. Le pregunté a Andrew cómo estaba
su familia en Nueva Zelanda. Eran cuatro hermanos y sus padres llevaban treinta
años casados. «Mi padre está muy enfermo -dijo, frunciendo el ceño-. Tiene
cáncer».
«Lo
siento mucho; espero que se mejore», dije. La muerte se había convertido en
algo tan común en mi vida que ni siquiera se me había pasado por la cabeza que
hubiera gente en otras partes del mundo que también estuvieran enfrentándose a
ella.
«Yo
también. Cuando le vi en Navidad parecía que estaba bien, aunque estaba
bastante más delgado como consecuencia de la quimioterapia».
Gary
nos vio sentados en el bar y vino hacia nosotros. Riéndose, nos contó que había
llevado a dar una vuelta por la ciudad a los estudiantes alemanes. Temiendo por
su vida, querían haberse ido lo antes posible, pero se dieron cuenta horrorizados
de que habían suspendido los vuelos debido al aumento del conflicto. Aquellas
dos personas estaban ahora atrapadas, como el resto de nosotros. «¿Y qué has
hecho con ellos?», preguntó Andrew.
«Encontraron
a un corresponsal alemán que estaba aquí y en seguida corrieron a su habitación
buscando refugio. No creo que volvamos a verlos hasta que vuelva a abrirse el
aeropuerto». Gary parecía divertirse.
«¿No
se habían dado cuenta de lo peligroso que era esto?», pregunté sacudiendo la
cabeza.
«Una
cosa es verlo en las noticias y otra es entender realmente lo que está
pasando», dijo Andrew encogiéndose de hombros. Yo di el último sorbo a mi café
y aparté la taza.
«¿Dónde
vais?», preguntó Gary.
«Vamos
a intentar encontrar gasolina», respondí.
«Buena
suerte».
Nos
dirigimos hacia las antiguas Barracas del Mariscal Tito, donde estaban
destinados los soldados ucranianos de Naciones Unidas. Habíamos oído rumores de
que vendían gasolina y de que lo hacían a precios mucho más bajos que en el
mercado negro. Andrew aparcó el coche en una calzada que había a las afueras
del edificio largo y cuadrado que rodeaba todo el bloque. A través de la
entrada, que consistía en una puerta de hierro bien vigilada, se veía una
callejuela que daba a un patio grande donde había aparcados muchos coches
blindados de las Naciones Unidas. «Espérame en el coche, voy a comprobar», dije
mientras salía. Vi una gran puerta doble, sin vigilancia, a la derecha de la
puerta de hierro. Suponía que habría un camino más fácil para entrar, así que abrí
la puerta y fui directamente a la cafetería, llena de soldados bosnios que
estaban comiendo.
«¿Alguien
puede ayudarme? Quiero comprar gasolina a los ucranianos», dije en voz alta, y
todas las cabezas se giraron hacia mí. Dos hombres de aspecto serio con el
emblema de la Policía Militar en las mangas abandonaron la fila de la comida en
la que estaban y vinieron lentamente hacia mí: «¿Acaso no sabes que la Policía
Militar arresta a gente como tú por vender gasolina en el mercado negro?», me
preguntó el más alto de los dos con voz áspera. Tenía un aspecto intimidador,
con una gran cicatriz que le cruzaba la mejilla y una mirada furiosa en los
ojos. Temía que aquel pudiera ser uno de muchos criminales de poca monta que,
en medio de la confusión de la guerra, hubiera ascendido escalones en el
ejército.
«Sí,
vamos a tener que detenerte para interrogarte», dijo el más bajito. Después se
giró y les dijo a todos los que estaban allí que tenían la situación bajo
control. Yo, que me había quedado de piedra y estaba enfadada por mi propia
estupidez, intenté explicarles que mi intención no era vender la gasolina en el
mercado negro, pero no me escuchaban.
«¿Tienes
hambre?», me preguntó el más bajito.
«¿Cómo?»,
pregunté confundida.
«Vamos
a comer antes de interrogarte». Me llevaron a una de las mesas y me trajeron un
plato de judías. El hombre de la cicatriz se inclinó hacia mí y me susurró:
«Escucha, jovencita, no voy a detenerte, pero tienes que ser más discreta con
estas cosas. Podrías meterte en un buen lío». Yo suspiré aliviada. «Y ahora,
veamos -dijo sonriéndome-, puedo conseguirte gasolina, ¿cuánta necesitas?».
Yo,
que seguía insegura y desconfiada, no quería decir nada, pero él me golpeó
suavemente con el codo como para asegurarme que no estaba gastándome ninguna
broma. «Necesito unos cuarenta litros», dije en voz baja.
«¿Eso
es todo?», dijo riéndose y comiendo una cucharada de su plato. Respondí que sí
y expliqué que trabajaba para un fotoperiodista y que necesitábamos combustible
para el coche.
«No
hay problema. En cuanto comamos te llevo a ver a alguien que puede ayudarte»,
dijo, y me metió prisa para que terminara de comer. Cuando hubimos terminado,
el hombre de la cicatriz me llevó a la parte de atrás de los barracones para
hablar con un soldado ucraniano de Naciones Unidas. En una extraña mezcla de
bosnio, ruso e inglés, acordamos que me daría los cuarenta litros de gasolina a
cambio de cuarenta dólares americanos y unos cuantos carretes. Me dijo que
volviera yo sola a recogerla después de que anocheciera. En el mercado negro la
cobraban a diez dólares el litro, así que era muy buen trato.
El
hombre de la cicatriz me acompañó de vuelta al coche y, como daba por hecho que
querría que le pagara por el favor, le pregunté lo que le debía. «¿Por cuarenta
litros? - dijo levantando las cejas-. No te preocupes. Cuando vuelvas esta
noche, preséntate en el puesto de control», dijo, y señaló la puerta de hierro
de la entrada: «Le diré al guardia que esté atento, por si acaso».
Le
di las gracias y le ofrecí un paquete de Camel. Siempre llevaba unos cuantos
paquetes en el bolso a modo de incentivo. Volví al coche agradecida. «Estaba
preocupado por ti -dijo Andrew girando la llave-. Estaba a punto de ir a
buscarte».
«No
te vas a creer lo que me ha pasado», exclamé sacudiendo la cabeza y le conté
todo. Pasamos el resto del día trabajando y, tal y como habíamos acordado,
fuimos por la noche a recoger la gasolina. Me presenté ante el guardia en la
puerta y nos dirigimos por la callejuela oscura hasta donde estaba el alambre
de espino. El ucraniano estaba esperándome al otro lado de la alambrada y me
pasó dos bidones por encima, que después llevé al coche tambaleándome. Yo
estaba asustada, pero todo se desarrolló sin problemas y acordamos volver a
vernos una semana después.
De
vuelta a la habitación de Andrew en el hotel, mientras nos tomábamos nuestro
vaso de wiski irlandés de siempre, empezamos a reírnos de lo absurdas que eran
las Naciones Unidas. Eché un vistazo a la fotografía grande de Tito que había
cogido Andrew de las ruinas del edificio del Parlamento. «Me pregunto lo que
habría dicho Tito si pudiera ver las Naciones Unidas ahora, vendiendo gasolina
desde los barracones que aún llevan su nombre».
«Tito
era un oportunista, lo habría entendido», dijo Andrew encendiendo un
cigarrillo.
«Tengo
que contarte una historia divertida -dije-. Mi abuela es muy religiosa, y en
1975 fue a la Meca a cumplir el ritual de peregrinación».
«Ah,
sí», dijo Andrew asintiendo con la cabeza.
«En
fin, un día se separó de su grupo y, como no sabía hablar ni una palabra de
árabe, no podía pedirle ayuda a nadie. Tampoco sabía el nombre de su hotel, así
que se quedó sin más en medio de la ciudad y empezó a gritar: “Tito, Tito”».
Andrew
empezó a reírse: «Me imagino a tu abuelita…».
«Un
transeúnte de allí acudió en su ayuda y, después de buscar un poco, encontró el
hotel donde se alojaban los peregrinos de Yugoslavia».
«Es
una historia genial».
Estuvimos
bebiendo y fumando durante un tiempo sin decir una palabra, mientras
escuchábamos el incesante ruido de los tiroteos. «Atka -dijo Andrew rompiendo
el silencio-, tengo que decirte algo».
«¿El
qué?», pregunté.
Él
me miró y dijo tranquilamente: «Estoy enamorado de ti».
«Y
yo de ti», susurré. Nos conocíamos hacía apenas un par de semanas, pero
parecían toda una vida. Nos dimos las manos y tuve una escalofriante sensación
de libertad. En ese momento no importaba que todo a nuestro alrededor fuera tan
triste, trágico y fútil.
Daba
igual lo cruentas y angustiosas que fueran las historias que llegaban desde
Bosnia, las Naciones Unidas seguían impasibles y el embargo armamentístico
continuaba en vigor. A juzgar por el número de reporteros que había en el
Holiday Inn, estaba claro que Sarajevo era el centro de atención de los medios
de comunicación, pero todos los sarajeveses con los que yo hablaba se sentían
solos y abandonados.
Siempre
había mucho que hacer, pero cada vez que teníamos un rato libre, Andrew y yo
llevábamos agua y provisiones para mi familia. Echaba de menos ver a los niños
y no dejaba de preocuparme por ellos, y, en los días en los que los bombardeos
eran particularmente intensos, Andrew me llevaba a casa para comprobar que todo
el mundo estaba bien. Últimamente había empezado a hacer de intérprete para
otros periodistas siempre que podía; era la única de mi familia que ganaba
dinero, y dependían de mí para la comida y otras cosas esenciales. Ahora que
Andrew y yo éramos novios ya no estaba dispuesta a aceptar dinero por el
trabajo que hacía con él.
Andrew
conoció a todos mis amigos y Mesha venía a vernos por las tardes en sus días
libres. Solíamos sentarnos en la habitación de Andrew con Gary y Ariane para
hablar y escuchar música. El inglés de Mesha era muy básico, pero siempre
intentaba mantener alguna conversación. «La vida es una falla, amigos míos»,
dijo Mesha una noche.
«¿Quieres
decir una playa?», le dije intentando no reírme.
«Sí,
una falla, una falla», repitió él. Sonaba muy divertido.
«¿Qué
he dicho?». Mesha estaba confundido y yo se lo expliqué, manteniendo la risa a
duras penas.
Mesha
se rió avergonzado: «Van a pensar que soy idiota».
«No
te preocupes, tío, ya te hemos entendido», dijo Gary sonriendo y subiendo el
volumen de la música.
Una
tarde relativamente tranquila invité a Andrew a conocer a Mayka. Le había
hablado mucho de ella. Ahora era una mera sombra de la mujer que había sido,
pero se le iluminó la cara cuando nos vio en la puerta. «Mi niña, me alegro
mucho de que hayas venido -dijo abrazándome-. Desde que empezaste a trabajar
para esos periodistas, no te veo mucho».
Le
di una bolsa con comida y unas manzanas. «Ya lo sé, Mayka, pero si no hubiera
estado trabajando no habría podido traerte esto», respondí con tristeza y
sintiéndome bastante culpable. Mayka se presentó a sí misma a Andrew y, antes
de que nos sentáramos, le hizo toda una batería de preguntas. Evidentemente,
sospechaba un poco de aquel extranjero y quería saberlo todo sobre él. Gracias
a Dios, a Andrew no le hizo falta mucho tiempo para tranquilizarla, gracias a
su modo de ser directo y franco. Pasamos la tarde con ella, viendo álbumes
familiares. Mayka iba comentando todas las fotos mientras comía lentamente la
manzana que le había cortado, y a mí me alegraba volver a verla sonreír y
bromear. «Estoy preocupada por tus hermanas, allí en Zagreb», me dijo Mayka
cuando nos íbamos.
«No
tienes que preocuparte por ellas, están bien. Hay un teléfono vía satélite en
el edificio de televisión y, siempre que Andrew llama a su agencia, yo puedo
llamarlas a ellas y ver qué tal están», le expliqué mientras salíamos al patio.
«Gracias
a Dios. Al menos ellas están bien. Si te enteras de algo más sobre Merima, ven
a contármelo», dijo suspirando, y me abrazó. Entonces estallaron un par de
bombas allí cerca y le dijimos que volviera dentro.
Aquella
noche, en el hotel, Andrew se enteró de que algunos periodistas iban a salir de
Sarajevo a la mañana siguiente. Les interesaba acercarse a las crecientes
noticias sobre los derramamientos de sangre en la parte central de Bosnia y
sobre la posibilidad de que las Naciones Unidas pudieran evacuar a cientos de
heridos de los pueblos ocupados más pequeños del este del país. «Voy a ir con
ellos. Hay un tipo que puede meterme en uno de los coches blindados». Andrew
cogió sus cámaras y un par de camisas y se marchó al amanecer.
Mientras
estuvo fuera, yo estaba ocupada haciendo de intérprete, trabajando en Studio 99
y ayudando en casa. La abuela, mamá y yo cavamos un huerto en el jardín y
plantamos todas las semillas que nos había dado ACNUR. Tarik echaba una mano a
plantar y Selma, que había encontrado un cubo pequeño de plástico entre unos
juguetes viejos, se ofreció a regar el huerto.
Andrew
me había dejado las llaves de su coche y de su habitación, y yo alquilaba el
coche por días a otros periodistas. Una noche, de manera improvisada, mis
amigas y yo fuimos en coche desde el estudio hasta el hotel. El coche iba
particularmente lento y empezó a echar humo cuando lo metí en el aparcamiento
subterráneo. Temía haberlo estropeado, así que le pedí al guardia de seguridad
que le echara un vistazo. «¿Quién es el idiota que no ha quitado el freno de
mano?», preguntó riéndose.
«Ah,
bueno, yo, supongo -balbuceé sonrojada-. Llevo conduciendo así todo el día. Qué
estúpida…». Me volví hacia mis amigas y les invité a subir y tomar algo. Una
vez en la habitación de Andrew, terminamos la botella de wiski, nos reímos y
estuvimos de fiesta hasta altas horas de la mañana. Era la primera vez que nos
quedábamos fuera de casa toda la noche desde que había empezado la guerra.
Andrew
ya llevaba fuera una semana y su ausencia era terrible. No teníamos manera de
comunicarnos y yo estaba muy preocupada por él. Cuando volvió, me contó que él
también había estado preocupado por mí. Hicimos un pacto y acordamos no volver
a separarnos durante más de unos pocos días.
A
mediados de mayo, Andrew y Gary hablaron de ir a Mostar, un pueblo al sur del
país. Los croatas, apoyados por las Fuerzas de Defensa Militar Croata, habían
ocupado recientemente la parte occidental de la ciudad y estaban expulsando de
allí a todos los musulmanes, y el fuego entre ambos era particularmente
intenso. «Creo que debemos ir allí cuanto antes», dijo Andrew, y Gary se mostró
de acuerdo. «Vayamos mañana o pasado».
«Nuestra
mejor opción es volar a Split y, desde allí ir en coche hasta Mostar cruzando
el territorio tomado por los croatas -dijo Andrew-. Son solo dos horas en
coche».
«¿Y
qué pasa con Atka? No sé si debería ir a Mostar, es demasiado peligroso», dijo
Gary.
«Tienes
razón. Yo no me atrevería a ir allí; al menos no con mi apellido musulmán»,
dije.
«Intentaremos
que vengas con nosotros a Split y después tomaremos una decisión», sugirió
Andrew, y yo accedí. Ya era bastante complicado saber si íbamos a llegar al
final del día, como para saber qué sería de nosotros al día siguiente. Planear
con tanto tiempo parecía como si estuviéramos tentando al destino.
La
visita
Hana
«Profesor
Devide». Miré el nombre en la puerta y toqué el timbre. El profesor Devide era
uno de los nombres que mi padre había anotado en su lista cuando nos fuimos de
Sarajevo. El ruido de pasos detrás de la puerta iba aumentando, y unos segundos
después apareció en la puerta una mujer asiática de baja estatura con el pelo
negro como la seda. Me sorprendió. La única vez que había visto a algún
asiático había sido en revistas o en películas. Era hermosa y de aspecto
delicado. Abrió aún más la puerta y dijo con una voz suave y monótona: «Pasad,
pasad». Yo la seguí por el largo vestíbulo mientras iba mirando las delicadas
pinturas de pájaros exóticos que había colgadas a uno de los lados de la pared
por encima de la estantería.
«¡Pasad,
pasad!», dijo una voz amable desde detrás de la puerta de cristal que había al
fondo del vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de
libros, y había un hombre esbelto de pelo blanco sentado en el sillón.
«Tú
debes ser Hana -dijo levantándose-. Yo soy Vladimir Devide y esta es mi mujer,
Yasuyo». Ella hizo una inclinación de cabeza y sonrió, y él me dio la mano. Nos
sentamos y Yasuyo se excusó y se retiró. «Me alegro de que nos llamaras -dijo
Vladimir-. Dime, ¿cómo está tu padre y el resto de la familia?».
«La
última vez que supe algo de ellos seguían vivos, pero eso fue hace diez días.
Mi hermana Atka puede llamarnos de vez en cuando desde un teléfono vía
satélite, porque ahora está trabajando para un periodista extranjero».
«Me
alegro de que tengáis algún contacto con ellos. Debe ser muy duro para todas
vosotras. Yo sigo las noticias todos los días, pero me he dado cuenta de que,
conforme avanza la guerra, las noticias sobre Sarajevo son cada vez más
abrumadoras». Es una tragedia; Sarajevo es una ciudad preciosa y la tengo mucho
cariño. Solía pasar allí mucho tiempo», dijo Vladimir.
Mientras
hablábamos, Yasuyo volvió a la habitación llevando una bandeja con una tetera y
algunas tazas. Cuando me dio una de ellas, Vladimir le dijo algo en un idioma
que yo no había oído nunca. Qué curioso, pregunté: «¿En qué idioma estáis
hablando?».
«En
japonés -dijo él-. Yasuyo y yo nos conocimos por motivos de trabajo cuando yo
estaba en Japón. Pasamos del inglés al japonés, porque todavía no sabe hablar
croata».
«Sí,
mi croata no es muy bueno», dijo ella con una sonrisa.
«¡Japón
debe ser muy interesante! -dije intrigada-. Cuando era pequeña vi un libro de
fotos de Japón y soñaba con irme allí de montañera». Después, dándome cuenta de
lo infantil que había resultado mi comentario, me sentí extraña y dejé de
hablar. Ambos empezaron a reírse y Vladimir señaló: «Bueno, el paisaje es
espectacular».
Contenta,
tomé un sorbo de ese té aromático y pregunté: «¿Te importa que eche un vistazo
a tus libros?».
«En
absoluto», dijo él, y fuimos hacia unas estanterías altísimas con historias del
mundo entero que descansaban allí esperando a que alguien las leyera. Había
libros con títulos en croata, inglés, ruso, alemán, y un alfabeto que no
conocía. Uno de los libros me llamó la atención: en el lomo aparecía la palabra
«Haiku» y debajo el nombre de Vladimir. En clase de literatura habíamos
estudiado la poesía haiku1. Miré a Vladimir pidiéndole su aprobación y después
cogí ese libro de la estantería.
«¿Este
es tuyo?», pregunté mientras abría el libro. Dentro había fotos preciosas de
cerezos en flor y de pájaros.
«Es
una colección de haiku con mis traducciones y comentarios». Sonrió y miró el
libro que tenía en la mano: «Ese puedes quedártelo».
«Oh
no, muchas gracias…», dije devolviéndole el libro.
«Cógelo,
es un regalo», insistió.
Pasamos
el resto de la tarde charlando en su salón. Vladimir me contó que, cuando fue
profesor invitado en una universidad de Sarajevo, él y mi padre se hicieron muy
buenos amigos. Más tarde trabajaron juntos cuando Vladimir editó los libros de
matemáticas de mi padre. Me alegraba oír hablar de mi padre. Tomamos más té y
oí a Yasuyo y a Vladimir hablar de su trabajo y de sus viajes al extranjero. Su
vida sonaba muy aventurera y fascinante. Escuchándoles, me preguntaba si mi
familia aún seguiría unida si se hubiera formado en alguno de aquellos países
lejanos.
Había
llegado la primavera y ya habían brotado las primeras flores. Las calles
estaban llenas de gente y Zagreb parecía haber despertado de su largo sueño de
invierno. Mis hermanas ganaban suficiente dinero como para pagar el alquiler y
la comida, así que esos días, para lo único para lo que íbamos a la Cruz Roja
era para ver si habíamos recibido algo de correspondencia.
Nadia
seguía trabajando muchas horas, pero un sábado encontró tiempo para ir conmigo
a ver a Damir. Nos llevó a tomar una comida rápida a una pequeña parrilla que
había en frente de su estudio y, cuando llegamos, el sitio nos recibió con olor
a carne asada y a pan recién hecho. Detrás de la barra había un hombre achaparrado
haciendo empanadas de carne a la parrilla y recibiendo órdenes de los clientes.
Otro llevaba la comida a las mesas. Mientras pedíamos en la barra, una de las
mesas que había junto a una pared lateral se quedó libre y fuimos rápidamente a
cogerla. «Me alegra saber que Atka os ha llamado esta mañana -dijo Damir
sacando una silla-. Estoy muy contento de que todos sigáis enteros». Dejó su
vaso de limonada sobre la mesa y se sentó.
«Ahora
para nosotras es mucho más fácil que Atka nos llame cada varias semanas - dijo
Nadia-. Antes pasábamos meses atemorizadas sin saber qué sería de ellos».
«¿Habéis
visto en las noticias que las Naciones Unidas han declarado “zonas libres de
las Naciones Unidas” a Sarajevo, Srebrenica y otras ciudades de Bosnia?»,
preguntó.
«Sí,
lo hemos oído, ¿pero eso qué significa?»
«Bueno,
supuestamente significa que todos los civiles de esas zonas están bajo la
protección de las Naciones Unidas, pero, como todos sabemos, eso no hace que
los serbios dejen de atacar. Las cosas están empeorando en todos los sitios».
Trajeron
la comida y la conversación había dado un giro. Damir estaba empezando a
hablarnos de sus últimos cuadros, pero la ruidosa voz de un hombre le
interrumpió en mitad de una frase. El hombre se puso a gritar cada vez más y,
al poco tiempo, la salita estaba dominada por sus insultos y sus palabrotas. Se
acabó la conversación. Yo me giré y vi a un hombre sin afeitar que se dirigía a
la barra balanceándose entre las mesas. «¡Miraos todos, sentados aquí tan
cómodos! Por suerte, algunos de nosotros estamos luchando en el frente y
defendiendo a nuestra patria», gritó, y tiró una silla.
El
hombre que había detrás de la barra intentó tranquilizarle, pero él cada vez se
ponía más grosero. Algunas personas se levantaron y se fueron. Nosotros nos
quedamos donde estábamos y evitamos mirar en su dirección. Al poco tiempo le
dieron al hombre un poco de comida y le dijeron que se marchara a su casa. Él
cogió el paquete y se fue tambaleándose y maldiciendo. Cuando cerró la puerta
le pregunté a Damir si estaba borracho. «Seguro», respondió él. «Chicas -dijo
con voz grave-, tened cuidado de por dónde vais. Hay muchos hombres que vuelven
del frente muy cabreados».
«Pero
él no llevaba uniforme. No creo que fuera ningún soldado», dije.
«Probablemente
estará de permiso. Todos los hombres capacitados físicamente tienen que ir al
frente. Muchos de los que llaman a filas evitan ser reclutados, y es probable
que eso le moleste y piense que todos somos unos evasores».
«¿Tiene
que ir todo el mundo? ¿Incluso las personas que están trabajando?», pregunté.
«Sí.
Yo también he estado en el frente muchas veces».
«¿Tú?
-pregunté sorprendida-, ¡pero tú eres artista!». Él dijo que eso no importaba,
que todo el mundo tenía que ir.
«No
es un buen sitio -señaló-. No me sorprende que muchos hombres vuelvan tensos y
enfadados. Y nadie lo entiende. Algunos de estos tipos pueden llegar a estar
bastante transtornados, y encuentran consuelo en la bebida. Quién sabe de qué
son capaces cuando están borrachos». Tamborileó la mesa con los dedos.
«Vemos
unos cuantos a veces en el trabajo, pero mi jefe suele ocuparse de ellos», dijo
Nadia.
«Yo
por lo menos tengo mi arte para mantenerme cuerdo», dijo Damir suspirando.
Después
de su advertencia, evité pasar por delante de todo tipo de bares, porque me
asustaba pensar en quién podría estar dentro.
Era
un lunes cálido de mayo y se acercaba el final del calendario escolar. Una niña
de mi clase y yo estábamos jugando al escondite en el vestíbulo. En cuanto di
la vuelta a la esquina al final del pasillo, me topé con Klaudia y con otros
compañeros de clase. Estaban haciendo un corrillo, como si estuvieran
intentando esconder algo. «¡Ahí estás! -dijo Klaudia, y su cara se iluminó-.
Hemos estado buscándote. Tenemos una sorpresa para ti. Cierra los ojos», me
dijo, y me cogió de la mano.
«¿Una
sorpresa?», pregunté riéndome emocionada y cerrando los ojos.
Klaudia
me guió en dirección a la clase: «Mantenlos cerrados», me advirtió.
Fuimos
caminando despacio y oí a mis compañeros susurrando a mi alrededor. Me pregunté
si habrían dejado algunas chucherías en mi pupitre, o si había escrito un
chiste en la pizarra. «Vale -dijo Klaudia-, abre los ojos».
Para
entonces esperaba haber llegado a la clase, pero me di cuenta de que todavía
estábamos en el vestíbulo. Estaba confundida y no sabía hacia dónde mirar.
«¿Dónde está la sorpresa?», pregunté.
«Por
allí», dijo Klaudia señalando la puerta de la clase. Había alguien escondido en
la esquina que había detrás. Sabía que era una mujer por la forma de su cuerpo,
pero no sabía quién era. Tenía la cara escondida detrás de una gorra negra, y
no se la quitó hasta que no me acerqué más a ella. «¡Hana!», dijo con una gran
sonrisa en la cara.
«¡¿Atka?!».
En seguida abrí la boca de par en par y corrí hacia ella. Nos abrazamos muy
fuerte; algo dentro de mí se desmoronó y empecé a llorar. Atka me abrazaba,
llorando también. Al cabo de unos minutos dijo: «Míranos, parecemos las
cataratas del Niágara». Empezamos a reírnos. Yo quería verle la cara, pero no
quería soltarla.
«¿Te
ha gustado la sorpresa?», preguntó Atka dando unos cuantos pasos atrás. Seguía
agarrándome los brazos y ahora sonreía.
«Atka,
no me lo puedo creer -dije, sorprendida de verla allí en frente de mí. Me
temblaban las manos-. Déjame verte», le dije, y la miré detenidamente. El pelo
marrón oscuro le llegaba hasta el cuello de una chaqueta vaquera azul, y
llevaba puestos sus pantalones vaqueros. Tenía mala cara y estaba muy delgada,
pero sus ojos brillaban pese a las grandes sombras oscuras que había debajo. Me
apretó aún más la mano y se rió: «¡Mira todo lo que has crecido! Y pareces toda
una croata». Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que mis compañeros
estaban allí alrededor de nosotras. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas.
Klaudia desapareció detrás de la puerta de la clase y volvió poco después con
mi mochila: «Vete -dijo-. Se lo explicaremos a la profesora».
Atka
y yo nos fuimos del colegio agarradas del brazo y, mientras íbamos a casa de
Danica, las preguntas se agolpaban en la boca. Atka quería saber qué tal nos
iban las cosas y qué tal me estaba yendo en el colegio. Yo quería saber más
acerca de qué tal estaba la familia, sobre Sarajevo, y sobre cómo había
conseguido llegar allí. Estuvimos todo el camino hablando y, con Atka a mi
lado, todo a mi alrededor cobró vida. Los árboles de aquella calle parecían más
verdes, e incluso el cielo era de un azul más vívido. Durante unos minutos
olvidé dónde estábamos. Nadia y Lela, que ya habían visto a Atka, estaban
esperándonos en casa de Danica, que había hecho café para cuando volviéramos.
«Me muero por saber cómo has conseguido salir», dijo Nadia.
«He
venido con un periodista extranjero -respondió Atka-, pero luego os cuento».
«¿Han
mejorado algo las cosas en Sarajevo?», preguntó Lela.
«No.
La situación allí es horrible y no hace más que empeorar -dijo Atka, e hizo una
pausa-. Aquí se está muy tranquilo. Estoy acostumbrada al fuego continuo;
incluso cuando ando por estas calles creo que van a dispararme».
«Tenemos
suerte aquí de no haber acabado como en Sarajevo…», apuntó Danica.
Nadia
preguntó qué tal todos. «Están sobreviviendo. No hay mucha comida y todos están
malnutridos. Los niños están muy delgados, pero no se quejan, y la abuela ya
sabeis cómo es. Si no hubiera sido por ella no creo que hubiera podido seguir;
es una mujer muy fuerte».
Danica
sirvió a todas más café. Atka cogió el azucarero y se echó tres cucharadas en
la taza. «¿Tienes bastante?», bromeó Nadia.
«Déjame
que lo disfrute, hace años que no pruebo el azúcar».
«¿Cómo
están papá y mamá?», pregunté.
«Mamá
está ocupada cuidando a los niños. A veces ayuda en alguna de las agencias de
cooperación, pero papá… vive en su mundo. Envía cientos de cartas a todo el
mundo pidiendo ayuda para Sarajevo. No sé si debo compadecerme o enfadarme con
él. También pasa mucho tiempo cuidando de la pobre Mayka, que se limita a
aguantar - Atka encendió un cigarrillo-. Mesha me da mucha pena. Tiene que ir
al frente, armado solo con un rifle y un puñado de balas».
Al
oír todo aquello me sentí como si hubiera dejado a mi familia en la estacada
por irme allí, aunque en realidad no tuvimos elección cuando nos subieron a
aquel autobús en Sarajevo. No importaba lo difícil que era para nosotras tres;
estábamos a salvo y no estábamos muriéndonos de hambre. «De todas maneras -continuó
diciendo Atka-, al menos en lo referente a la comida, las cosas están mucho
mejor ahora que trabajo como intérprete».
«Me
alegro mucho. Si no hubiera sido por tu inglés no tendrías trabajo. ¿Te
acuerdas de cuando te ayudaba a practicar tu vocabulario antes de los
exámenes?» «Claro que me acuerdo», asintió ella.
«Atka
-dijo Lela-, acuérdate de cuando pusiste en una de tus cartas que Tarik había
jurado lealtad a la Brigada del Ejército Bosnio, ¿qué era eso?»
«Bueno,
tendrías que haberle visto. Se sabe todas las letras de las canciones del
Ejército Bosnio. Les dijo a los chicos del barrio que quería unirse a ellos y
se lo llevaron a una ceremonia de toma de juramento en una sala del colegio. Él
estaba orgulloso de que le dijeran que era oficialmente el “soldado” más joven
de la ciudad».
Era
difícil imaginarse a Tarik en esa ceremonia. Era tan pequeño que el rifle debía
ser más grande que él. Estuvimos aproximadamente otras dos horas más en la
cocina y después fuimos dando un paseo hasta un parque de la zona y dejamos las
chaquetas en el suelo. El césped estaba cubierto de margaritas y Nadia me hizo
un collar de margaritas mientras Lela me hacía trencitas en el pelo.
Atka
se dio la vuelta y se apoyó sobre su estómago, cogiendo briznas de hierba. «Ya
llevamos tanto tiempo… -dijo pensativa-; todos estamos cansados, solo
intentamos sobrevivir. Vivimos como animales enjaulados y nadie está a salvo en
ningún sitio. Puedes intentar esconderte de las balas, pero nadie escapa a los
bombardeos ni a las granadas. Matan a la gente en sus casas, en la calle e
incluso en los refugios. Nunca sabes dónde va a encontrarte la muerte. Es
imposible describirlo…». Se sentó y encendió un cigarrillo. Mientras fumaba nos
explicaba cómo había logrado salir de Sarajevo. Todo había ocurrido muy
deprisa. Nos contó que Andrew, el periodista extranjero con el que trabajaba,
quería cubrir el conflicto de Mostar, y habían volado hasta Split en un vuelo
de las Naciones Unidas.
«¿Cómo
conseguiste subirte a un avión de las Naciones Unidas?», pregunté.
«Cuando
empecé a trabajar para Andrew, él y su agencia me consiguieron un pase de
prensa de Naciones Unidas, pero, como soy bosnia, los mismos oficiales de
Naciones Unidas se negaban a dejarme subir al avión. Pensaban que estaba
intentando huir, pero Andrew les garantizó que volveríamos». Atka nos enseñó un
sello de las Naciones Unidas que había en su nuevo pasaporte. Ponía: «Líneas
Aéreas Maybe».
«Nunca
había visto un pasaporte bosnio. Estoy acostumbrada a los yugoslavos que
teníamos…», dijo Nadia mientras lo miraba.
«Eso
tengo que agradecérselo a papá -respondió Atka-. Muy típico de él. A principios
de la guerra, me lo consiguió como símbolo de la reciente independencia de
nuestro país. En ese momento no le vi ningún sentido a tener un pasaporte;
después de todo, lo único que hacíamos era intentar sobrevivir y, de todos
modos, ¿dónde iba a ir yo en medio de una guerra? Pero, por suerte, insistió.
Si no lo hubiera tenido, las Naciones Unidas no me habrían dejado subir al
avión».
Atka
había llegado a Split un día antes con Andrew, y había ido directamente al
Hotel Split, que se había convertido en una de las bases para los periodistas
extranjeros que cubrían la guerra. «Hablamos con un par de periodistas que
acababan de llegar de Mostar. El conflicto entre croatas y musulmanes allí es
feroz; ir allí habría sido insensato». Y añadió con un gesto divertido: «¡No os
vais a creer lo que pasó después! Fuimos a recepción para que Andrew pudiera
llamar a su agencia y, cuando la recepcionista me vio, me preguntó si era la
hermana de Nadia. Dijo que nos parecíamos mucho».
«¡Entonces
debía ser Mladena -exclamó Nadia-. Se portó muy bien con nosotras cuando
llegamos aquí por primera vez».
«Sí,
ya me contó. Me habló del día en el que aparecísteis vosotras dos en el hotel,
y de cómo Hana se ponía de puntillas para intentar ver el otro lado del
mostrador. ¡Qué coincidencia!».
«¿Y
entonces pasasteis la noche en ese hotel?», preguntó Lela, pero Atka sacudió la
cabeza y dijo que habían ido a Pisak a ver a Seyo. Seyo era uno de nuestros
vecinos en Sarajevo, y él y su mujer se habían ido de allí con sus hijos muy al
principio de la guerra. Todos sabíamos que tenían una vivienda de vacaciones en
Pisak, cerca de Split. «Él y su familia se fueron de Sarajevo deprisa y
corriendo y no se llevaron nada, ni siquiera las partidas de nacimiento, como
vosotras -dijo Atka-. Cuando uno de los vecinos oyó decir que iba a ir cerca de
Split, me pidió que le llevara a Seyo sus documentos personales».
Atka
y Andrew pasaron la noche en casa de Seyo. «Hoy por la mañana temprano, Andrew
sugirió que quizá yo también podría pasar un par de días con vosotras en Zagreb
mientras él iba a trabajar a Mostar. Yo no tenía ni idea de que fuera a venir a
veros. Él me llevó al aeropuerto de Split y, casi sin darme cuenta, estaba en
el avión».
«¿Entonces
solo puedes quedarte dos días?», pregunté decepcionada.
«Sí,
tengo que volver a trabajar. He quedado con Andrew en Pisak dentro de dos días,
y después tenemos que volver a Sarajevo».
«¿Andrew
tiene alguna protección de Naciones Unidas cuando cruza el frente?», pregunté a
Atka. Ese nombre extranjero me parecía difícil de pronunciar.
Ella
sacudió la cabeza: «No, no hay ninguna protección. Los periodistas entran por
su cuenta. Es un trabajo muy peligroso y arriesgan su vida haciendo fotos y
contando historias. A algunos de ellos los han disparado y los han matado, así
que estoy muy preocupada por Andrew». Llevábamos unos cuantos minutos sentadas
en silencio, perdidas en nuestros pensamientos, cuando Nadia señaló que ese día
era diecisiete de mayo; hacía exactamente un año que habíamos salido de
Sarajevo. «Y nosotros pensando que solo os íbais para unos días -dijo Atka-.
Estábamos muy ciegos... Nadie se imaginaba lo que iba a venir». Después se
levantó y dijo: «Venga, vamos a hacer algunas fotos y a celebrar que estamos
juntas -dijo, y sacó del bolso una cámara pequeña-. Me la ha dado Andrew, tengo
un carrete entero».
Fuimos
corriendo hasta llegar a un abedul que había en mitad del parque.
«¡Esperadme!», gritaba Nadia.
«¡Date
prisa, tortuga!», le respondí yo gritando. Le dolía la tripa y se quedó
corriendo detrás de nosotras. Lela ayudó a Atka a subir al árbol y después
fuimos nosotras. Nos quedamos en una horquilla formada por dos ramas grandes
del árbol y Nadia hizo fotos. Después corrimos por el parque haciendo
volteretas laterales y bailando, y deseé que aquello durara para siempre.
Era
más de medianoche y las cuatro estábamos tumbadas en la cama, juntas, medio
despiertas. Estábamos en casa de mis hermanas, contándole a Atka todo lo que
nos había pasado en ese último año. «Ya basta de hablar de nosotras -dijo Nadia-.
Cuéntanos más historias de casa».
«Vale,
tengo una divertida», dijo Atka. «El año pasado -comenzó-, antes de que llegara
mamá, habíamos recibido la ayuda humanitaria, que la abuela y yo siempre
dividíamos en pequeñas raciones para que nos duraran una o dos semanas. Siempre
lo guardábamos todo en el armario. En fin, un día, después de ir a por agua,
llegué a casa y vi que el armario estaba completamente vacío y que los niños
estaban inusualmente alegres. Les pregunté a Janna y a Selma dónde estaba toda
la comida y Selma respondió emocionada que habían hecho un picnic; me explicó
que Tarik, Asko y Emir no dejaban de llorar, así que, para animarles, las niñas
habían simulado llevarles a un picnic, y se comieron todo lo que había… Pero no
tuve el valor de decirles lo que habían hecho».
Era
una historia divertida, pero al mismo tiempo era muy duro pensar en el hambre
que debían estar pasando. Por la mañana, Lela hizo café y mis hermanas se
sentaron a hablar en la cama. Yo me vestí para ir al colegio. Atka estaba
hablándonos del día que Mesha llegó a casa. «Consiguió llegar a casa cruzando
las calles desiertas desde el aeropuerto, y llevando una mochila pesadísima
llena de comida. Ya sabes lo lejos que está… Y bueno, Mesha se paró a encender
un cigarrillo cuando apareció un hombre de un edificio cercano y le preguntó si
podía darle uno. Mesha le dio dos. El hombre los cogió e insistió en llevar la
pesada mochila de Mesha. Él sospechó y le preguntó al hombre si se iba a ir con
ella corriendo. El hombre respondió que no, que le había dado, no uno, sino dos
cigarrillos, y que por eso llevaría su mochila hasta el mismísimo Everest».
Nos
echamos a reír y, mientras, Nadia fue hacia su maleta para coger algo. Se
agachó y la parte de debajo de su camiseta ancha se echó para adelante. «Nadia,
¡tienes una tripa enorme!», advirtió Atka. Nadia se echó a reír e hizo un
ademán con la mano: «Lo sé, todo el peso se me va a la tripa, pero sigo
teniendo las piernas delgadas, como patas de pollo».
Atka
se quedó mirándola durante unos minutos más. Yo ya estaba con la puerta abierta
a punto de salir y les lancé un beso a todas. «Nos vemos pronto. No vayáis a
ningún sitio sin mí». Ese día estaba tan contenta que estaba deseando volver a
casa con mis hermanas, así que volví corriendo justo después de mi examen de
geografía. «¡Hola! ¡Ya estoy aquí!», grité al abrir la puerta. Oí las voces de
mis hermanas en la habitación, así que entré deprisa. Atka estaba de pie junto
a la ventana, con una expresión seria en la cara: «¿Cómo has podido dejar que
esto pasara?». Estaba mirando a Nadia, que estaba sentada en el colchón mirando
al suelo. Lela estaba apoyada contra la pared y parecía furiosa. Dijo que no
podía creerse lo irresponsable que había sido Nadia. «¿Qué ha pasado?»,
pregunté, sin tener ni idea de qué estarían hablando.
«He
llevado a Nadia a que la vea un médico -explicó Atka, inclinando la cabeza
contra el marco de la ventana-. ¡Está embarazada de cinco meses!».
«¿Qué?
-dije yo-, ¿Cómo vas a estar embarazada?». Estaba estupefacta.
«Eso
quisiera saber yo también». Atka se mordía el labio. «Tú misma eres nada más
que una niña -dijo volviéndose hacia Nadia-, ¡¿en qué estabas pensando?! ¿Cómo
crees que vas a poder cuidar de un bebé?».
Lela
no dejaba de repetir lo decepcionada que estaba con Nadia por dejar que aquello
pasara, y yo no podía creer lo que había hecho. «Me las apañaré. Ya encontraré
la manera», dijo Nadia. Estaba sorprendentemente tranquila.
«¿Y
qué hay del padre? ¿Lo sabe?».
«Hablaré
con él -dijo-. Ya veré cómo…».
«No
sé cómo vas a hacer esto tú sola. Yo ni siquiera tengo dinero para darte. Me lo
he gastado todo en el médico esta mañana». Atka levantaba los brazos en gesto
de desesperación.
Pasamos
el resto de la tarde allí sentadas intentando encontrar un modo de hacer algo.
Sin duda, aquello no podía haber pasado en un momento peor. Estábamos empezando
a asumir la conmoción de la situación, pero eso no hacía que fuera más fácil
aceptarlo. Sabíamos que teníamos que contárselo a Danica, así que fuimos a
verla a última hora de la tarde. Se quedó helada pero, sorprendentemente, no se
enfadó. Estuvo un rato hablando con Nadia y nos dijo que tenía una amiga que
trabajaba para una organización benéfica católica que quizás podría ayudarla.
Mientras estaban solas en el salón, oí a Atka agradecer a Danica toda su ayuda.
Tenía un nudo en el estómago. Nadia era tan joven… Tener un bebé no solo iba a
ser complicado económicamente, sino que también era una vergüenza. Al único
hijo de madre soltera que yo conocía siempre le insultaban y se metían con él,
y todos los vecinos miraban a su madre por encima del hombro. De la noche a la
mañana, la vida de Nadia había cambiado para siempre.
Lloramos
y hablamos más y por la noche logramos tranquilizarnos un poco. Nadia empezó a
hacer la cena para todas y Atka y yo fuimos a dar un paseo hasta el colegio,
hablando por el camino. Sentaba bien salir un poco fuera de casa. «Hana, estoy
muy orgullosa de ver lo bien que te va en el colegio -dijo-. Sé que no tengo
que preocuparme por ti; sigue estudiando tanto».
«Lo
haré, Atka. Claro que lo haré». En toda esa locura, creía que eso era lo único
que podía hacer.
Ya
estábamos acercándonos a la puerta del colegio cuando Atka me preguntó si me
acordaba de la promesa que habíamos hecho. Dije que sí con la cabeza; pensaba
en ella todos los días. «Quiero que la guardes. Sigue siendo así de valiente»,
dijo, y me apretó el brazo. Significaba mucho para mí que ella se acordara.
Volvimos a casa; la cena ya estaba lista y la tomamos sobre nuestras rodillas.
A
media mañana del día siguiente había un taxi fuera tocando el claxon, pero
ninguna de las tres quería dejar de abrazar a Atka y no dejábamos que se fuera.
Finalmente ella dijo que, o se iba ella o se iba el taxista, y se secó las
lágrimas. Costaba creer que pronto estaría de vuelta en Sarajevo. «Tengo vuestras
cartas», dijo, y apretó la mano contra el bolso que llevaba al hombro. Luego se
dirigió a Nadia y le pidió por favor que se cuidara y, colocándole el pelo
detrás de la oreja, le aseguró que todo iría bien. A Nadia se le caían las
lágrimas. Vimos al taxi irse y, cuando giró en una esquina, subí corriendo las
escaleras hasta llegar a mi habitación y metí la cabeza debajo de la almohada.
Empecé a llorar; ya ni siquiera me importaba que alguien me oyera. Me sentía
enfadada e impotente.
Un
tiempo después, Andrea vino y me puso el brazo sobre los hombros. «Hana, no
llores, volverás a ver a Atka -dijo-, y con Nadia todo irá bien. Estoy segura
de que mamá podrá ayudarla». Yo me sentía muy sola, pero Andrea continuó allí
hablando conmigo. Finalmente logré levantar la cabeza de la almohada y me
pareció que la habitación estaba como desdibujada. «Tengo una buena idea -dijo
Andrea al tiempo que se sentaba a mi lado en la cama-. Cuando termine la
guerra, iré a visitarte a Sarajevo y me presentarás a todos tus hermanos». Yo
me senté y sonreí al oír la sugerencia: «Eso sería maravilloso», dije, y
respiré hondo.
1
El haiku es una modalidad de poesía tradicional japonesa caracterizada por su
brevedad y su temática austera, comúnmente relacionada con la naturaleza. (N.
de la T.)
Idas
y venidas
Atka
Pisak
era un pueblo tranquilo extendido a través de una abrupta y rocosa bahía. Era
difícil pensar que la guerra estaba en pleno auge a no más de dos horas en
coche de este lugar idílico y pacífico. Llevaba dos días en casa de Seyo,
esperando impaciente a que Andrew y Gary volvieran de Mostar para poder volver
a Sarajevo, y detestaba no saber qué estaba pasando con mi familia.
La
casa de Seyo estaba encaramada en la parte de arriba del pueblo, mirando al mar
y a las adorables casitas blancas de piedra. El matiz turquesa del Adriático me
recordaba a las largas vacaciones de verano, cuando todos nosotros,
embadurnados de crema solar Coppertone, pasábamos días enteros saltando desde
el malecón y nadando en el agua caliente. Sin embargo, ahora el mar no me
atraía nada, y ni siquiera me apetecía nadar. «Parece como si hubieras perdido
toda esperanza», me dijo Suyo mirándome. Tenía cuarenta y pico años, pero
parecía mucho más joven por su constitución atlética y su pelo dorado por el
sol.
«Así
es exactamente como me siento», dije, y cogí una ramita de romero del jardín y
empecé a arrancarle sus diminutas hojas. Oímos el ruido de coches y ambos
salimos al caminito que recorría el olivar.
«Ahí
vienen», dijo. El corazón me dio un vuelco cuando vi a Andrew y a Gary llegar
en su viejo y polvoriento Range Rover, ¡qué alivio verlos llegar sanos y
salvos! Detrás de ellos venía un coche blindado blanco que parecía estar
completamente fuera de lugar en medio de aquel caminito estrecho. Los coches aparcaron
frente a nosotros y abrieron las puertas con fuerza. Andrew y Gary salieron
apresuradamente del coche y Patrick, un fotoperiodista francés, salió de un
salto del coche blindado. Junto a él había un hombre de aspecto desaliñado
vestido con una camisa blanca arrugada y a quien nunca había visto.
«¡Brillante,
maldita sea!», exclamó el hombre con un fuerte acento inglés mientras levantaba
el brazo de Patrick de modo triunfante. Dio la mano a Andrew y a Gary con una
mirada exultante. Todos estaban riéndose y felicitándose entre sí, mientras
Seyo y yo les mirábamos, deseando enterarnos de qué había pasado. Andrew vino
hacia mí y me abrazó antes de presentarme a aquel hombre. Se llamaba Laurie y
tenía una perilla gris afeitada y arrugas en los ojos. Vi que tenía un tatuaje
grande de un dragón en el antebrazo, y las palabras «amor» y «odio» en los
puños de las manos. Nos sentamos en el patio y la mujer de Seyo nos ofreció a
todos un poco de licor de uva.
«Lo
de Mostar ha sido realmente intenso -dijo Gary mirándonos y sacudiendo la
cabeza-. Hay muchísimos enfrentamientos callejeros, y la línea de frente cambia
de una calle a otra. No sabíamos hacia dónde salir corriendo o dónde buscar
cobijo y justo en ese momento nos topamos con este hombre», dijo brindando por Laurie.
Andrew
nos contó que Laurie era un mercenario inglés. En principio había ido a Croacia
a entrenar al Ejército Croata, pero cuando estalló la guerra en Bosnia le
enviaron a Mostar a entrenar allí a los croatas. Hacía poco, cuando los croatas
se revolvieron contra los musulmanes sacándolos de sus casas y atacándolos,
Laurie pasó por una inesperada crisis de conciencia y pasó a apoyar a los
musulmanes. «Enfurecidos, los croatas pusieron precio a su cabeza. Estaba
atrapado en Mostar y temía por su vida, así que nos suplicó que le trajéramos
con nosotros a escondidas», dijo Andrew.
«¡¿Cómo?!
-dije horrorizada-, ¿de modo que todos los croatas le buscan y le traéis
aquí?».
«Bueno,
no podíamos dejarle allí sin más, le habrían matado».
«Y
le matarán si le encuentran aquí», dije alarmada.
«¿Cómo
habéis conseguido pasar los controles de carretera?», preguntó Seyo
sorprendido.
«Fueron
momentos un poco tensos. Nos escapamos milagrosamente de uno o dos controles.
Por suerte, los croatas solo buscaban nuestro coche y no el de Patrick. Venga,
voy a enseñaros dónde le escondimos». Andrew se dirigió al coche blindado. En
la parte de atrás, entre las luces traseras, había un candado pequeño. «Aquí es
donde estaba el depósito de combustible de repuesto -dijo Andrew, y abrió la
puerta del maletero, señalando un espacio vacío. La zona no era mucho más
grande que una maleta-. Sacamos el depósito y Laurie estuvo ahí metido durante
todo el viaje. Solo le sacamos cuando llegamos a Pisak».
Agachándose
para examinar bien el hueco, Seyo dijo: «Si os hubieran cogido los croatas os
habrían arrestado. No quiero ni pensar lo que os habrían hecho si se hubieran
enterado de lo que estábais haciendo. Estais todos locos».
Esa
noche intentamos pensar modos de sacar a Laurie de allí sano y salvo. Italia
estaba cerca y Andrew sugirió que Laurie podía cruzar el Adriático por la
noche, pero Laurie no sabía navegar y sus posibilidades de que los guardacostas
le interceptaran y le arrestaran era bastante alta. Como no se nos ocurría nada
más, aceptamos el ofrecimiento de Seyo de esconderle en su casa, pero ninguno
queríamos poner en peligro a Seyo y su familia más tiempo del estrictamente
necesario. Al día siguiente nos dimos cuenta de que había un cartel de «Se
busca» con la descripción de Laurie pegado en una de las farolas de la zona,
así que intentamos por todos los medios pasar desapercibidos. Dos días después,
un colega de Andrew y Gary vino a Pisak y se ofreció a llevar a Laurie a la
embajada británica en Zagreb, y sentimos un alivio inmenso cuando se fueron.
Andrew
y Gary estaban en Mostar por trabajo. Tenían que irse todos los días de
madrugada y volvían a Pisak por la noche, completamente agotados y sin saber
muy bien si iban a conseguir que alguien sacara a tiempo sus carretes del país
para cumplir los plazos de entrega. Yo sabía que tenía que esperar que Andrew
terminara su misión, pero la angustia que me producía esperarle y estar además
lejos de mi casa me estaba volviendo loca. Ahora empezaba a comprender lo
difícil que era para aquellos que habían tenido que abandonar sus casas y no
tenían ningún contacto con sus seres queridos. No podía comer ni dormir, y me
alegré de volver a Sarajevo al final de la semana. Llevamos con nosotros dos
bolsas grandes de comida para mi familia.
Dorados
por el sol, mis hermanos, pálidos y muy delgados, estaban jugando fuera y
empezaron a saltar una y otra vez cuando nos vieron llegar a Andrew y a mí. Nos
ayudaron a descargar las bolsas del coche y nos metimos todos dentro. Yo no
podía parar de abrazarles y besarles, y daba gracias a Dios por mantener a
todos vivos. Con el dinero que les había dado antes de irme, habían conseguido
comprar leña para cocinar y aún quedaba un poco. Nos sentamos en el salón
mientras la abuela hacía café y les hablé de mi viaje. «Mirad, he hecho muchas
fotos de nuestras hermanas en Zagreb». Hice circular las fotos, en blanco y
negro, y se les saltaron las lágrimas. La abuela miraba cada una de las fotos
durante un rato antes de volver a pasarla a los demás, una a una. El embarazo
de Nadia no era obvio por las fotos y yo no mencioné nada delante de los niños.
Sabía que la abuela iba a sentirse avergonzada y suponía que mis padres también
se enfadarían, así que decidí decírselo en privado a mamá y papá. Más tarde,
cuando estábamos a punto de irnos, le hice una señal a Andrew para que me
esperara en el coche. Le advertí de que quizá pudiera tardar un rato y él me
dijo que me tomara mi tiempo, se despidió de todo el mundo y me deseó suerte.
Janna, Tarik y los gemelos le acompañaron fuera, pero Selma se sentó en el
sillón, frunciendo el ceño y apretando las manos entre las piernas. Yo fui
hacia ella y le pregunté en voz baja qué pasaba. «Siempre estás con ese
periodista extranjero», respondió.
Yo
la miré a los ojos, marrones y tristes. «Pero él me ha ayudado a ir a ver a
nuestras hermanas. Mira, te han enviado una carta», dije, y le di el sobre
alborotándole el pelo. Ella lo abrió y empezó a leer. Entretanto, les pedí a
papá y a mamá que fueran a la habitación de la abuela y cerré la puerta:
«Tenéis que leer esto», dije, y les di la carta de Nadia. Me quedé esperando su
reacción de enfado y desesperación. Mamá terminó de leer la carta y se puso
furiosa, tapándose la cabeza con las manos. Papá la rodeó con el brazo y dijo:
«Felicidades, vas a ser abuela». Yo le miré incrédula; su reacción me
sorprendió. «Papá, ¿no te preocupa? Solo tiene dieciséis años y es una
refugiada, y el padre del niño no quiere saber nada, ¿qué va a ser de ella?»,
pregunté.
«Solo
intento sacar algo de luz de esta situación, ¿qué quieres que haga? -dijo papá
alzando la voz-, ¿qué puedo hacer yo desde aquí?», dijo golpeándose el pecho
con las manos. «Mira toda la gente que está muriendo a nuestro alrededor. El
bebé de Nadia es una nueva vida», añadió con los ojos llenos de lágrimas. Mamá
estaba llorando. De vez en cuando, uno de los niños miraba por la puerta y
preguntaba qué estaba pasando. «Shh… Estamos hablando», decía llevándome un
dedo a los labios. Intenté consolar a mama y les dije que una amiga de Danica
trabajaba en una organización benéfica y quizá pudiera ayudar a Nadia.
Nos
quedamos sentados en la habitación durante un rato, en silencio. Papá se
limitaba a resoplar, y yo me quedé con la mirada fija en el suelo. Era evidente
que no iban a discutir más sobre el tema y, al cabo de un rato, como no sabía
qué más hacer, dije que tenía que irme a trabajar. Una vez en el coche me eché
a llorar. «Odio todo lo que nos está pasando -le dije a Andrew llena de
amargura-. Si no fuera por todo esto, Nadia seguiría en el colegio y mis tíos
aún estarían vivos. Estoy tan enfadada…».
«Maldita
guerra…», dijo Andrew, y dio un puñetazo al volante. Por fin nos fuimos.
Todo
lo que podía hacer yo para ayudar a mi familia era seguir trabajando y ganando
dinero. Al día siguiente trabajé para un periodista americano que iba a
entrevistar a un civil bosnio capturado por los serbios y a quien habían
soltado hacía poco tiempo en un intercambio de prisioneros. El hombre relataba las
horribles experiencias por las que había pasado en uno de los campos de
concentración serbios del sur de Bosnia. Nos enseñó quemaduras y cicatrices de
las heridas que le habían hecho. No sabía dónde estaban su mujer y su familia,
y tenía que pararse y contener las lágrimas cada vez que hablaba de ellos:
«Tengo esperanza, porque ya no me queda ninguna otra cosa», dijo al final de la
entrevista. Admiraba su fuerza. Después de todo por lo que había pasado,
todavía tenía esperanza. Viendo tales horrores, la situación de mi familia no
me parecía tan cruda. En una semana, el impacto del embarazo de Nadia había
disminuido. Incluso la abuela, que al principio estaba enfadada y avergonzada,
decía que, después de todo, era la voluntad de Dios.
Una
tarde, Andrew y yo estábamos trabajando en la ciudad cuando oímos a alguien que
nos llamaba desde el otro lado de la carretera. Había un hombre con un bigote
caído que venía corriendo hacia nosotros, saludándonos. Era Vedran, el
chelista. «Hola, Andrew, amigo mío -dijo. Andrew le saludó y le dio la mano
antes de presentarme-.
Llevas
demasiado tiempo aquí», le dijo con una sonrisa irónica.
«Sí,
tienes razón -respondió Andrew-. Aquí me siento casi como en casa».
Vedran
nos contó que le habían invitado a tocar en un concierto en el extranjero y que
las Naciones Unidas habían decidido ayudarle a salir de la ciudad. «No necesito
ningún visado y las Naciones Unidas pueden llevarme; el único problema de
verdad es conseguir un pasaporte nuevo», dijo Vedran, riéndose. Señaló los documentos
que llevaba en la mano.
«Probablemente
en estos momentos sea el pasaporte más inútil del mundo, pero es dificilísimo
conseguirlo», dije.
«¿Por
qué? Solo es un pasaporte», añadió Andrew.
«Bueno…
primero tienes que demostrar tu dirección y que la corrobore el Ministerio de
Interior, que está en aquella parte de la ciudad -dije señalando la calle
principal-. Eso puede llevarte aproximadamente una semana en tiempos de paz,
así que imagínate el tiempo que tardarías ahora… Y después tienes que entregar
una partida de nacimiento que tenga menos de seis meses y que recoges en ese
sitio de allí -dije señalando un edificio que había detrás de nosotros-, que
ahora suele estar cerrado por la guerra. Y eso es solo el principio…».
«¿Qué
clase de obsesión tiene este país con la burocracia? -preguntó Andrew-. Vedran,
¿no pueden acelerártelo? ¡Eres famoso!», dijo.
Vedran
sacudió la cabeza con gesto de resignación. «¿Queréis ver la foto que tengo
para el pasaporte?», preguntó, y nos enseñó una atrevida foto de Polaroid. Fue
muy divertido. Estuvimos un rato charlando con Vedran, y un transeúnte le
reconoció y se paró a hablar. Andrew y yo le deseamos suerte con el pasaporte y
volvimos al hotel.
Yo
había oído algo acerca de la existencia de una fábrica de munición en la ciudad
y conseguí un permiso para que Andrew hiciera una historia sobre ella. Debido a
la naturaleza secreta de la fábrica, nos dijeron que esperáramos en la parte
trasera del Holiday Inn, donde pasaría a recogernos alguien del Ejército
Bosnio. Mientras esperábamos discutimos cómo, durante la guerra, el número de
delincuentes había aumentado entre las filas del Ejército Bosnio. Ahora algunos
de ellos dirigían y organizaban sus propias operaciones militares,
desobedeciendo e ignorando por completo las órdenes del gobierno. «¿Qué sabes
de Caco?», me preguntó Andrew.
«Es
un hombre espeluznante y con un pasado oscuro -respondí. Ahora Caco era
comandante en el Ejército Bosnio. En las últimas semanas, los soldados que
había bajo su mando habían empezado a patrullar la ciudad, reclutando a civiles
y a gente que había rehuido el servicio militar y obligándoles a cavar zanjas
en el frente-. Pero, si no fuera por tipos como él, no sé qué habría sido de
nosotros. Eran el único medio de defensa que teníamos cuando los serbios
empezaron a atacarnos».
«Este
lugar es como el salvaje oeste», comentó Andrew.
«No,
es peor. Ya has oído decir a mis amigos que el salvaje oeste es Disneylandia
comparado con esto». En ese momento, un Volkswagen Golf vino hacia nosotros, y
de él salió de un salto un soldado sin afeitar, con una coleta y unas gafas
Ray-Ban. «¿Tú eres Atka?», preguntó.
«Sí
-respondí-, y este es Andrew. Es el fotoperiodista que se va a encargar de la
historia». El soldado le saludó y nos pidió que nos metiéramos en la parte de
atrás del coche. «Tenéis que llevar los ojos tapados», dijo el conductor.
«¿Por
qué? ¿Está usted bromeando?», pregunté.
«No,
es por seguridad». El conductor metió la mano en una caja y cogió dos guantes
de tela negros. El soldado nos pidió que nos inclináramos hacia delante. A
Andrew y a mí se nos escapó una risilla y el soldado se disculpó diciendo que a
él también le parecía ridículo taparnos los ojos, pero que solo recibía
órdenes. Ató la tela con fuerza alrededor de los ojos de Andrew y después de
los míos, y entonces oí arrancar el motor. «Esto es para partirse de risa»,
dijo Andrew, y noté que su mano cogía la mía. Estuvimos un tiempo dando vueltas
y yo intenté averiguar dónde podían estar llevándonos. Oí disparos en la
distancia y me agaché, agarrando la mano de Andrew.
«¿Qué
pasa?», grité. Uno de ellos me dijo que no me preocupara y que estábamos solo a
unos pocos segundos de llegar a nuestro destino. Cuando nos quitaron la venda
de los ojos reconocí el patio del edificio: estábamos literalmente a
trescientos metros en carretera del Holiday Inn. Andrew y yo intercambiamos una
mirada pero no dijimos nada. El soldado nos llevó a lo que parecía un taller
del tamaño aproximado de una clase. No era la gran fábrica que esperábamos. El
olor fuerte, que me recordaba al quitaesmalte, era abrumador. Un hombre calvo
que llevaba un abrigo azul nos dio la bienvenida y nos presentó a otros tres
hombres, los técnicos en bombas.
«¿Dónde
conseguís la pólvora para hacer las armas?», dije yo traduciendo la pregunta de
Andrew.
«Nosotros
hacemos todas las balas, las granadas y los morteros con las armas de los
serbios que no han explotado. Con el embargo de armas no tenemos suministros
propios», explicó uno de ellos.
«Mi
primo trabaja en una de vuestras fábricas. Hace unos meses perdió tres dedos
mientras desactivaba una granada de mano», dije. El hombre calvo asintió; se
había enterado de aquel accidente.
«Sí,
al principio tuvimos unos cuantos percances, pero estamos mejorando con el
tiempo y la experiencia», apuntó mientras se limpiaba el sudor de la frente.
«Es
un trabajo peligroso, me quito el sombrero», dijo Andrew.
«Tienes
que tener nervios de acero». El hombre dio un golpecito a Andrew en la espalda
y nos enseñó unas cajas pequeñas de madera llenas de munición que habían hecho
ellos mismos. Era una cantidad irrisoria, pero era todo lo que podían producir.
Había otras pocas fábricas de munición en la ciudad, pero nos habían dicho que
esta era la más grande. Ahora entendía por qué mi hermano iba armado solo con
tres balas cada vez que salía al frente. Permanecimos allí otra media hora
mientras Andrew hacía algunas fotos más.
«¿Has
visto lo que tienen para trabajar? En ese sitio no hay nada -dijo Andrew cuando
nos llevaron al hotel-. Con tan pocas armas, es un milagro que la ciudad siga
en pie».
Esa
misma tarde, Andrew y yo fuimos en coche hasta la parte nueva de la ciudad. La
carretera estaba constantemente bajo el fuego indiscriminado de los
francotiradores, y cada vez que la recorríamos pasaba muchísimo miedo y pensaba
que iban a dispararnos en cualquier momento. Estuvimos un par de horas con un
hombre que trabajaba para uno de los periódicos diarios y después empecé a
temer el viaje de vuelta; como siempre, Andrew pisó a tope el pedal del
acelerador pensando que, cuanto más rápido fuéramos, más difícil iba a ser para
los serbios alcanzarnos. Me sudaban las manos y sentía el corazón cada vez más
acelerado. De repente, el coche dio un frenazo. Miré a Andrew, aterrada de que
le hubieran alcanzado. Él se giró hacia mí y me preguntó: «¿Quieres casarte
conmigo?». Eso era lo último que esperaba oír. «¿Qué? ¡Sí, quiero! Y ahora
sácanos de este maldito lugar antes de que nos disparen».
Él
sonrió y, cogiendo el volante, condujo hasta el hotel. En cuanto paró el coche
le puse la mano en el hombro y grité: «¡¿En qué estabas pensando, idiota?! -estaba
furiosa y temblando de miedo-. Has parado el coche en medio del callejón de los
francotiradores! ¡Podían habernos matado a los dos!».
«Lo
sé, pero ha merecido la pena». Me miró sonriente y yo no pude resistirme, así
que los dos empezamos a reírnos. Quería a Andrew y quería estar con él, pero
luego la realidad me hizo pensármelo dos veces: «Andrew -dije-, ¿tienes idea de
dónde te estás metiendo? Soy bosnia y el futuro de mi país no tiene muy buena
pinta…».
«Sí,
todo eso ya lo sé, pero no me importa -respondió-. Tú eres lo único que quiero,
y que pasemos juntos el resto de nuestra vida, sea lo larga que sea». Me miró
la mano y me quitó el anillo que me había dado la abuela. «No podemos perder
tiempo, voy a casarme contigo». Volvió a ponerme el anillo en el dedo y
prometimos amarnos para toda la vida.
El
principal canal de televisión bosnio estaba en un edificio de hormigón largo y
de muchos pisos. Ahora tenía los muros destrozados y estaba lleno de enormes
agujeros. Andrew y yo pasamos por la entrada de seguridad hasta el centro de
comunicación por satélite para la prensa extranjera. El lugar estaba lleno de
periodistas, todos hablando en algún idioma extranjero. Estuvimos un rato
esperando hasta que uno de los teléfonos se quedó libre. Andrew llamó a su
agencia de París y después a sus padres a Nueva Zelanda, y yo hice una llamada
rápida a mis hermanas. «¿Qué tal están?», me preguntó Andrew cuando colgué.
«He
hablado con Lela. Está cuidando bien de Nadia y les he asegurado que la familia
ha aceptado bien la situación. ¿Y tus padres?».
«Están
bien -Andrew encendió un cigarrillo-. Mi padre ha terminado su tratamiento de
quimioterapia».
«¿Eso
significa que ya está curado?». Me alegré por él.
«No
exactamente -respondió-. Es una enfermedad terminal, pero ahora se siente más
fuerte y es capaz de viajar. Voy a quedar con ellos en Hawaii el mes que
viene».
«¿Te
vas?». Estaba sorprendida. Era la primera vez que le escuchaba algo así y el
corazón me dio un vuelco.
«Sí,
me voy, pero solo por poco tiempo -dijo-. Mi padre lo ha organizado todo para
que mi hermano y yo salgamos a navegar por el Pacífico. Es una regata desde Los
Ángeles hasta Hawaii y mis padres quedarán con nosotros al final». Yo no supe
qué decir. Había dos periodistas esperando para usar el teléfono, así que
Andrew y yo nos apartamos del mostrador. «Si conseguimos organizarlo, me
encantaría que vinieras conmigo», dijo Andrew.
«¿Cómo?
¿Hasta Estados Unidos?». La propuesta me dejó atónita.
«Sí,
me gustaría que conocieras a mis padres. No sé cuánto tiempo le quedará a mi
padre…».
«Me
encantaría conocerlos, pero ya sabes lo difícil que es que los bosnios salgamos
a algún sitio… Nunca conseguiré un visado y, aunque lo hiciera, no podría
pagarme el billete».
«Podemos
intentarlo, y no te preocupes por el billete», respondió.
«Aun
así no estoy segura. Si me voy, mi familia no tendrá dinero».
«No
te preocupes, solo estaremos fuera tres semanas y nos aseguraremos de que
tengan la suficiente comida y dinero como para aguantar mientras estamos
fuera».
Cuando
abandonábamos el edificio, Andrew señaló un gran muro blanco donde los
periodistas extranjeros habían escrito un montón de mensajes. Aunque ya lo
había visto antes, nunca me había parado a leer lo que había escrito. Algunos
de los mensajes eran cínicos, y otros eran mensajes de esperanza. Señaló uno especialmente
banal que decía: «Ha sido real, ha sido divertido, pero ahora queremos paz para
todos». Le pregunté a Andrew cuál era el suyo. Me lo enseñó; había escrito: «si
no hay guerra no hay trabajo». «Eso es mucho más realista, ¿no te parece?». Me
pareció demasiado directo, pero me gustó su sinceridad.
Después
cogimos el coche y fuimos a ver a mi familia y a contarles lo que nos habían
dicho mis hermanas de Zagreb. Me asusté cuando, al llegar, vimos una multitud
reunida en el patio. Mesha estaba allí, furioso y dando patadas a la fachada.
Me temí lo peor y fui hacia él preguntándole a gritos qué había pasado. «Un
francotirador ha matado a Fudo y a Feris esta misma mañana», dijo uno de los
vecinos, enfurecido.
«¡¿Qué?!»
No podía creerlo. No conocía bien a Feris, pero Fudo era uno de los mejores
amigos de Mesha. Los dos estaban juntos en la trinchera. «Mesha…», intenté
abrazarle, pero no quería mirarme.
«Esto
es una mierda de vida -dijo Mesha, furioso-. Atka, les he visto morir». No
dejaba de dar patadas a la pared, y la abuela le trajo un vaso de agua con
azúcar para tranquilizarle. Él sacudía la cabeza y decía: «¿Qué será de su
mujer y de su hija pequeña? Solo tiene tres años -Mesha se quedó mirando al
suelo y pasó un tiempo hasta que pudo volver a hablar-. Estábamos de servicio
esta mañana cuando vimos una luz en una casa abandonada, ya sabes, en tierra de
nadie…». Yo me quedé escuchándole, aturdida. «La casa estaba solo a unos
cuantos metros de la trinchera y Fudo fue a echarla un vistazo. Nos dijo gritando
que había encontrado un alargador y venía arrastrándolo para que pudiéramos
enchufar la radio con él, y en ese momento le disparó un francotirador». Mesha
se paseaba distraído arriba y abajo. «Y entonces Feris dio un salto y fue a
ayudarle, pero esos cabrones le dispararon en la cabeza -Mesha se echó a llorar
-. Intenté seguirle, pero los demás me contuvieron. Los teníamos a solo unos
cuantos metros, pero no podíamos alcanzarlos. No podíamos hacer nada…».
No
fue hasta unas horas después, en la fría luz de la mañana, cuando Mesha y los
demás encontraron unos ganchos de acero y pudieron arrastrar a sus amigos
muertos hasta la trinchera. «Fudo solía decir que era una “puta guerra” donde
solo luchabas para acabar debajo de un poste -dijo Mesha-. Es como si supiera
lo que le iba a pasar».
Al
día siguiente enterraron a Fudo en el estadio de fútbol, que ahora se había
convertido en cementerio.
El
tiempo en junio era cada vez más cálido y animaba ver que algunos cafés
reabrían sus puertas. Pese al riesgo, había cada vez más gente en las calles
paseando al sol o sentada en las cafeterías disfrutando de un café poco
cargado, refrescos y cervezas aguadas, que eran las únicas bebidas disponibles.
El simple hecho de sentarse en las mesas hacía que la vida pareciera más normal.
Algunas de las cafeterías seguían abiertas por las noches, y a veces Andrew y
yo quedábamos en alguna con amigos. Nos sentábamos y hablábamos en sus
jardines, iluminados con velas, embriagados del aroma de las flores que
empezaban a salir. En ocasiones se estaba tan tranquilo que era difícil hacerse
a la idea de que seguíamos asediados. A mis amigos les gustaba Andrew, no solo
porque fuera mi novio, sino también porque conocía la historia de nuestro país
y la entendía muy bien. Samra fue la única persona a la que le conté que
estábamos prometidos.
Durante
las dos semanas siguientes trabajé para varios periodistas que cubrían
distintas historias. Algunos de ellos entrevistaban a médicos, bomberos,
soldados y oficiales del ejército, y otros solo querían grabar las vidas de la
gente corriente. Siempre había uno o dos periodistas que venían a Sarajevo por
poco tiempo, y parecían más interesados en mostrar que habían estado en medio
de la guerra que en informar al respecto. Cuando trabajaba con estas personas
me sentía más como una guía turística que como una intérprete, pero, como me
pagaban bien, no me importaba.
La
mayor parte del tiempo, cuando Andrew estaba trabajando para alguna revista y
trabajaba con redactores, yo hacía de intérprete. Una vez, cuando Andrew estaba
cubriendo una historia para la revista Time, conocimos a un médico palestino
que llevaba muchos años casado y que, cuando empezó la guerra, se había negado
a marcharse. Mientras hablábamos con él trajeron a un hombre herido y el médico
corrió en su ayuda.
Nos
quedamos allí viendo cómo le sacaba una bala de la espalda sin ninguna
anestesia ni calmantes. Andrew hizo fotos. Los gritos del hombre eran
insoportables y yo tuve que abandonar la habitación.
También
conocimos a un hombre cuyo bebé había muerto de meningitis. Vivía al otro lado
de la pista, bajo las faldas del monte Igman. Cada vez que el bebé se ponía
enfermo, él hacía el esfuerzo de cruzar la pista para llevarle hasta el
hospital de la ciudad. Lo intentó durante tres noches seguidas, pero las fuerzas
de las Naciones Unidas que patrullaban el aeropuerto no le dejaban pasar. A la
cuarta noche consiguió cruzar, pero cuando consiguió llegar al hospital era
demasiado tarde y el bebé había muerto.
Cuando
le encargaron a Andrew un trabajo para el Sunday Times, entrevistamos a un
chico joven de mi barrio que se había alistado en el Ejército Bosnio. No tenía
más que trece años, pero, como era atípicamente alto, nadie había comprobado su
edad. Su comportamiento parecía el de un hombre más mayor. Antes de la guerra
solía verle jugar a las canicas con otros niños en el patio del colegio, y
ahora era espantoso encontrarle en medio de una trinchera. «Eres muy joven,
¿por qué decidiste unirte al ejército?», preguntó la redactora.
«Quería
combatir».
«¿Y
qué pasa con tus padres? ¿Por qué te lo permitieron? ¿No están preocupados por
ti?».
«Mi
padre ha muerto y mi madre está muy enferma. Por supuesto que se preocupa, pero
sabe que estoy en peligro de todas maneras, esté donde esté. Al menos así puedo
comer todos los días y, cuando vuelvo a casa, le llevo a ella un poco de mi
comida». Se rascó la barbilla. El resto de soldados que nos rodeaban animaron
al chico a que nos enseñara la facilidad con la que manejaba el rifle.
«¿Has
disparado a alguien alguna vez?», preguntamos.
«No
estoy seguro -dijo encogiéndose de hombros-, pero he visto cómo disparaban a
mucha gente».
Pudimos
comprobar cómo su oficial al mando y la redactora ponían en duda la moralidad
de esta situación tan inusual, pero el oficial evitaba sagazmente las preguntas
y finalmente nos dimos por vencidos. Mientras me dirigía hacia la puerta me
dijo en bosnio: «¿Acaso estos extranjeros están cuestionando mi moralidad? ¿Qué
pasa con la moralidad del resto del mundo, que está ahí sentado mirando cómo
nos masacran?». Yo me encogí de hombros y levanté las cejas. No supe qué decir.
«Imagínate
los efectos que tendrá esta guerra a largo plazo en todo el mundo,
especialmente en los niños, por no hablar de todo el daño que causa la
malnutrición», dijo Andrew mientras íbamos en coche hasta el Holiday Inn.
«Todos
hemos perdido algo o a alguien. En este momento hay mucho dolor y mucho odio -dije
con mucha lástima y mirando por la ventana con la mirada perdida-. No sé cómo
podremos olvidar algún día lo que nos han hecho».
«Probablemente
tengan que pasar una o dos generaciones», añadió la redactora con toda
naturalidad.
Sus
palabras me dejaron intranquila. No estaba enfadada con ella, pero daba miedo
pensar que, incluso si sobrevivíamos, podría costarnos más de una vida
recuperarnos.
Una
mañana, Gary se presentó en la habitación de Andrew: «Tíos, hoy no creo que
pueda ir a ninguna parte», dijo con un toque de pánico en la voz.
«¿Por
qué? ¿Qué ha pasado?», le preguntamos.
«He
perdido mi amuleto de la suerte. Es una pulsera de plata y la llevo desde que
estuve en Camboya, pero ahora no la encuentro por ninguna parte», dijo
frunciendo el ceño y con un aspecto desubicado.
Yo
entendía su angustia; siempre llevaba en el bolsillo el trozo de papel con las
oraciones de la abuela. Muchos de mis amigos y de mi familia también tenían sus
propios amuletos, y algunos que nunca habían sido religiosos empezaron incluso
a ir a la mezquita o a misa. «Anda, vamos Gary, no le des tanta importancia»,
dijo Andrew intentando calmarle; pero él no era capaz de quedarse tranquilo y
decidió volver a su habitación a seguir buscándolo. «Mi madre siempre reza a
San Antonio cuando pierde algo. Prueba con eso», le dijo Andrew mientras le
acompañaba a la puerta.
«Espero
que lo encuentre», dije, y le enseñé a Andrew lo que me había dado mi abuela.
«Yo
no creo en todos esos rollos supersticiosos», dijo mientras encendía la estufa
portátil.
«¿De
veras? -pregunté-, ¿entonces por qué empiezas el día diciendo “hoy no es un
buen día para morir”? ¿No es para que te dé buena suerte?».
«Hmm…
Supongo que sí, nunca lo había mirado de ese modo».
«No
creo que sea un asunto de superstición. Todos necesitamos algo en lo que creer.
Mira, voy a enseñarte una cosa: ven y mira esto». Abrí la ventana. Había un
francotirador disparando a un edificio alto de viviendas que había cerca. «Pese
a los disparos, todos los días la misma mujer tiende los pañales en la cuerda
que hay fuera de la ventana. No tiene sentido seguir haciéndolo, pero es
evidente que ella tiene esperanza».
«Entiendo
a qué te refieres», dijo Andrew encendiendo un cigarrillo.
Unos
minutos más tarde vino Gary con una sonrisa en la cara: había encontrado su
amuleto de la suerte. «No volveré a quitármelo nunca más», dijo mientras le
daba vueltas a la pulsera en la muñeca.
Acabábamos
de sentarnos a tomar el té que había hecho Andrew cuando oímos que alguien
llamaba a la puerta con fuerza. Era nuestra amiga Ariane, que se iba a París y
había venido a despedirse. «Atka, puedes quedarte con esto», dijo, y me dio una
bolsa llena de cremas y otros productos faciales. Yo se lo agradecí y le di un
abrazo. «Os echaré de menos a ti y a tu excéntrica música franco-árabe», dije.
Aunque al principio había sido muy reservada, las dos nos habíamos hecho
amigas.
Ariane
dio un abrazo a Gary y a Andrew, a cuyo lado parecía muy pequeña. «Cuidaos,
chicos, y, si no os veo en París, os veré por aquí en mi siguiente encargo»,
dijo, y se fue, conteniendo las lágrimas.
«Admiro
su temperamento apasionado. El Holiday Inn no será el mismo sin ella», apuntó
Gary.
Esa
noche, justo antes del toque de queda, Andrew y yo hicimos nuestro viaje de
siempre para recoger la gasolina que nos proporcionaba el soldado ucraniano.
Eran
ya mediados de junio. Andrew había tenido que ir a París el día anterior para
llevar los carretes a la agencia. Había organizado con Chris, un coordinador de
Naciones Unidas, que me pusieran en un vuelo que fuera a salir de la ciudad al
día siguiente, y esperábamos poder encontrarnos en Zagreb en un par de días.
Sin embargo, apenas unas horas después de que Andrew se fuera, los serbios
cerraron el acceso por carretera al aeropuerto, como solían hacer, y redujeron
así mis posibilidades de irme. Como no quería perder tiempo, me fui a Studio 99
a trabajar un poco. «¿Has visto esto?», dijo Hamo, señalando enfadado un trozo
de papel que había encima del escritorio. Nunca había estado tan cortante
conmigo, así que me pregunté qué podía haber pasado y cogí el papel. Era un
informe oficial sobre el número de heridos en Sarajevo, y lo leí pausadamente.
«Oh
Dios mío -exclamé entrecortadamente-. Mira esto, han matado y herido a cientos
de personas… y a un montón de niños…». Dejé caer el trozo de papel y miré a
Hamo, que estaba en la otra punta de la habitación, sacudiendo la cabeza.
«Están
matándonos a todos sistemáticamente -dijo, rebobinando una cinta de cassette
con un boli-. No es más que una cuestión de tiempo que nos toque a nosotros».
Permanecí
unos minutos sentada al borde de la mesa, pensando en los numerosos hospitales
y cementerios que había en la ciudad. Hamo dejó la cinta. «Mesha nos ha dicho
que igual te vas a Estados Unidos, ¿cuándo sales?». Quería sonar indiferente.
«No
lo sé. Quizás mañana, si los serbios abren la carretera», respondí. Me sentía
como una desertora.
«Pues
acuérdate de enviarnos una postal», apuntó Hamo, sarcástico.
En
seguida le repliqué bruscamente: «Bueno, ¿qué harías tú en mi lugar? Quiero ver
a mis hermanas -Le miré-. Y, en cuanto a Estados Unidos, sabes igual que yo que
de todos modos no me van a dar el visado».
Hamo
se sentó y dijo: «No me hagas caso. Es solo que estoy cabreado con esta mierda
de vida». Me deseó suerte y me pidió que trajera algunas cintas de música para
el estudio, si podía. No había mucho que editar, así que, poco después, triste
e incómoda, fui a ver a Mayka para contarle mi posible viaje. «¿Por qué no has
traído a tu novio?», me preguntó.
«Ha
tenido que ir a París a llevar los carretes y, si puedo irme, le veré de nuevo
en Zagreb».
«Me
da la sensación de que es tu destino. No te sorprendas de que os hayáis
enamorado en medio de esta locura -dijo Mayka-. Nos pasó a tu abuelo y a mí
durante la última guerra», dijo con una tierna expresión en los ojos.
«Lo
sé, Mayka, pero parece absurdo hablar de ello cuando están matando a tanta
gente a nuestro alrededor».
«Lo
entiendo. Esta guerra es un infierno -dijo golpeándome la mano-. No olvides
decirle a tu novio que me gusta, pero que también eres mi chica y no voy a
dejar que me la quite».
«No
te preocupes, Mayka, no lo hará». La besé y la abracé fuerte. Su pelo y su ropa
aún tenían ese leve aroma a cítrico, y cerré los ojos un momento. «Vendré a
verte en cuanto vuelva», le prometí. No tenía sentido mencionarle a Mayka nada
sobre Estados Unidos, porque lo único que haría sería disgustarla. Además,
estaba convencida de que nunca me darían un visado e, incluso aunque
consiguiera llegar a Zagreb, estaba segura de que volvería en dos o tres días.
Le aseguré a Mayka que tendría cuidado y me fui, sin perderla de vista mientras
recorría la calle. Estaba de pie en la puerta, despidiéndome con la mano, y yo
le devolví el gesto.
A
la mañana siguiente, antes de salir de casa, vinieron unos cuantos amigos a
despedirse. Era difícil dejarlos allí. Me acompañaron fuera y la abuela me
salpicó con un vaso de agua por la espalda para que me diera buena suerte. Lo
hacía siempre que teníamos algo importante que hacer, porque creía que el agua
se llevaba todas las dificultades y los obstáculos del camino. Cuando me hube
despedido de todo el mundo, besé a mis hermanos pequeños y les dije: «Si os
portáis bien os traeré algunos dulces». Estaba casi al final de la calle cuando
oí la voz aguda de Tarik gritando mientras me seguía: «Atkaaa, prometo portarme
bien si me traes una tableta grande de chocolate».
Cuando
llegué a la oficina de Chris en el Holiday Inn, estaba nerviosa y sudando. Me
dijo que la carretera seguía cortada y sugirió que esperara un par de horas en
el vestíbulo por si los serbios cambiaban de opinión. Estuve toda la mañana
esperando, pero no hubo ninguna novedad. Se me acercó un periodista francés,
alto y con mucho desparpajo, y me dijo: «Atka, no me gusta verte aquí sentada
de esa manera. Ven conmigo, voy a enseñarte cómo hacer rappel». Me cogió de la
mano mientras echaba el humo de su puro cubano con indiferencia. Ya le había
visto muchas veces hacer rappel en días demasiado peligrosos como para
atreverse a salir fuera, así que su propuesta no me sorprendió. Trajo también a
otros tantos periodistas y descendimos cuatro o cinco veces por dentro del
hotel, desde la planta más alta hasta el vestíbulo. Fue divertidísimo, pero
después me sentí un poco mareada.
Esa
noche la carretera seguía cortada y volví a casa resignada. Estaba enfadada y
frustrada por haber perdido un día entero de trabajo, y además no quería volver
a despedirme de todo el mundo, pero los niños se alegraron. «Genial, igual no
te vas», dijo Selma. Su simpática carita me animó. De momento habían cesado los
disparos y todos salimos al jardín a charlar y a disfrutar de esa preciosa
noche tan agradable, como solíamos hacer antes de la guerra. A la mañana
siguiente, cuando me estaba yendo al Holiday Inn, le dije a mamá que si no
podía irme directamente, me iría a trabajar como siempre. Los serbios no habían
cambiado de parecer y Gary, que sabía que buscaba trabajo, me presentó a un
periodista americano que necesitaba un intérprete para ese día. Estábamos
hablando en el vestíbulo cuando vi que Chris venía corriendo por el pasillo
hacia mí. Con él estaba el amigo de Andrew, David, un escritor de Nueva York.
«Han abierto la carretera, puedes irte -gritó-. Venga, te llevamos». Antes de
que pudiera explicarle nada al americano, Chris y David ya me habían llevado a
su coche a toda prisa.
«Primero
vamos a llevarte a la oficina central de ACNUR, y allí intentaré meterte en
algún vehículo blindado. Esperemos que puedan llevarte al aeropuerto», dijo
Chris.
David
me dio una nota con su dirección: «Si consigues llegar a Nueva York, quédate en
mi casa».
Atravesamos
en coche toda la calle, pasando a toda velocidad a unas cuantas personas. Vi a
una señora mayor peleándose con una carretilla llena de bidones y me quedé
mirándola hasta que giramos en una esquina y desapareció de mi vista.
Andrew
Hana
Era
una cálida noche de verano y estaba tumbada leyendo un libro. Desde debajo de
la ventana abierta de mi habitación oía hablar a Nadia y a Danica en voz baja.
Nadia había dejado de trabajar y ahora pasaba la mayor parte del tiempo en
casa. Yo apoyé el libro en mi pecho y me puse a escucharlas. «No sé cómo
agradecértelo», oí decir a Nadia.
«No
te preocupes. Lo importante es que tu bebé y tú podáis quedaros en un sitio
seguro».
Parecía
que la amiga de Danica había encontrado sitio para Nadia y su bebé en una casa
llevada por monjas católicas. Estas daban alojamiento y comida a refugiadas y a
mujeres jóvenes en situaciones similares a la de Nadia. «Te cogerán a finales
de julio», dijo Danica.
«¿Por
qué tan pronto? -preguntó Nadia-. No espero al bebé hasta septiembre».
«Quieren
que te instales allí con tiempo suficiente. No conozco todos los pormenores,
pero creo que puedes quedarte allí hasta uno o dos meses después de que nazca
el bebé. Mi amiga te lo contará con más detalle».
Invitó
a Nadia a que subiera, y poco después oí el ruido de sus pasos por el pasillo.
Yo corrí al cuarto de baño y encendí el grifo, porque no sabía si debería haber
escuchado la conversación o no. Sin embargo, Nadia me lo contó todo cuando nos
sentamos a hablar en la cocina. Aunque podía apañárselas en el piso con Lela y
con el bebé, pensaba que estar con otras madres y sus hijos podría ser de gran
ayuda para ella, y además liberaría un poco a Lela.
«¿Qué
tal está Lela?», le pregunté.
«Ha
estado trabajando muchísimas horas y está cuidándome mucho. No sé qué haría sin
ella».
«Sí,
y siempre paga puntualmente el alquiler», añadió Danica.
Yo
deseaba poder hacer algo para contribuir, pero el único modo era siendo una
buena estudiante, para que Lela no tuviera que preocuparse de mí.
«Mira,
toca aquí», dijo Nadia, y puso mi mano en su tripa, que tenía el tamaño de un
globo enorme.
«Noto
una patadita», dije intrigada, y seguí apoyando la mano contra su tripa,
esperando a que el bebé volviera a moverse.
«¡Creo
que voy a tener un jugador de baloncesto!», bromeó Nadia.
«¿Y
qué pasa con el padre del niño? ¿Qué dijo cuando se lo contaste?», pregunté.
Nadia
agachó la mirada y Danica me miró moviendo la cabeza de un lado a otro. Yo me
mordí el labio y me quedé unos segundos mirando el reloj de la pared, cuyas
manecillas hacían bastante ruido. «Poca cosa -dijo finalmente y sin quitar la
mirada de la mesa-. Digamos que estoy mejor sin él».
«De
todas maneras nos tienes a nosotras», dije dándole un golpecito con el codo,
aunque en realidad me daba mucha pena.
«¡Eso
es!», dijo Danica mientras cogía de un armario un poco de azúcar y un
recipiente para mezclar. Era evidente que a Nadia no le apetecía hablar del
tema y, como yo no quería que se disgustara, me volví hacia Danica y le
pregunté qué bizcocho iba a hacer. «Mi famosa roulade. ¿Te importa coger dos
huevos?».
«¡Qué
bien! Me encanta tu roulade -dijo Nadia-, pero tengo mucho antojo de pastel de
cerezas». Nadia abrió los ojos entusiasmada: «¿Te acuerdas, Hana, del que nos
hacía Mayka?».
«Claro
que sí». La última vez que estuvimos con Mayka nos dio una porción de su pastel
de cerezas y un vaso de refresco de agua de rosas. «Fue muy triste no poder
tener ni siquiera la ocasión de despedirnos de ella», dije, y me pregunté
cuándo volveríamos a verla.
«Si
hubiera sabido que íbamos a estar fuera tanto tiempo, nunca me habría subido a
ese autobús», dijo Nadia convencida mientras doblaba repetidamente una
servilleta. Al poco tiempo se levantó y dijo que estaba cansada y tenía calor,
y se fue a casa de Lela a echarse un rato. Cuando terminamos de hacer la
roulade me senté en la cama, pensando lo amable y comprensiva que había sido
Danica con Nadia. Era extraño, porque con Andrea y conmigo siempre era muy
estricta. Incluso me sorprendió el mensaje que nos había enviado Atka sobre
papá y mamá. Esperaba duras palabras y cierto desprecio por parte de todos,
pero no parecían estar enfadados en absoluto.
Al
principio de las vacaciones de verano, la abuela de Andrea iba al campo a ver a
sus primos, y Andrea se iba a Alemania a visitar a los amigos de la familia. A
mí me invitaron a ir con ella, pero, como Alemania ya había admitido a decenas
de miles de refugiados de mi país, eran muy estrictos con los requisitos de
visado para los bosnios. Además, los únicos papeles que teníamos eran nuestras
tarjetas de refugiados, y para viajar necesitábamos algo más que eso.
Un
día después de que Andrea se marchara, fui al mercado con Danica para ayudarle
a hacer la compra. Las hileras de puestos estaban llenas de enormes montones de
fruta y verdura fresca. Los tenderos gritaban a los que íbamos a comprar y nos
invitaban a ir a sus puestos. Danica y yo nos abríamos paso a empujones entre
la muchedumbre, llevando nuestras bolsas. Ella fue hacia el puesto de los
tomates, pero a mí me paró una mujer que vendía fresas: «Prueba esta -me dijo,
y me dio una-, no vas a encontrar fresas más dulces». La probé y, después de
darle un mordisco, le dije que estaba deliciosa. «Dile a tu madre que venga a
comprar unas pocas», dijo la mujer. Me impresionó escuchar la palabra «madre»,
y noté cómo empezaba a ponerme roja. Mi madre estaba en Sarajevo, pero me daba
mucha vergüenza decirlo. En vez de ello, me puse a correr buscando a Danica,
que estaba en uno de los puestos regateando el precio de unas patatas. Seguimos
comprando y yo no mencioné nada sobre las fresas o sobre lo que había dicho
aquella mujer.
De
camino a casa nos encontramos con una compañera de trabajo de Danica y nos
detuvimos a hablar con ella. Danica me presentó y la mujer, acariciándome la
cabeza, dijo: «Así que esta es tu refugiada de Bosnia. Ahora hay muchos como tú
en Zagreb; me temo que dentro de poco vais a ser más que nosotros». Noté cierto
sarcasmo en su voz.
«Los
niños no tienen la culpa», respondió Danica, y, alegando que las bolsas pesaban
mucho, cortó en seguida la conversación. Las dos seguimos nuestro camino a
casa. Fuera hacía sol, y algunos de nuestros amigos estaban jugando en la calle
y me pidieron que me uniera a ellos, aunque yo no tenía muchas ganas. Me
encerré en la habitación, eché las cortinas y me puse a llorar. Ahora que
Andrea no estaba, me pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación, leyendo
y escuchando música clásica. Como ya no tenía deberes que hacer ni nada que
estudiar, no podía dejar de pensar en Sarajevo. Deseaba poder estar allí con
solo cerrar los ojos. Allí era donde había nacido; yo pertenecía allí. Todas
las personas y las cosas que quería estaban allí. Sabía que tenía una familia,
pero me sentía huérfana.
Hacía
un tiempo, Lela me había traído varios periódicos y revistas del trabajo, y en
ellas había secciones especiales dedicadas a historias y poemas escritos por
refugiados bosnios. Las experiencias eran distintas para cada uno de ellos,
pero todos compartían los mismos pensamientos. Todos se sentían como si fueran
una carga para los países que los habían acogido, y deseaban volver a casa. Si
hubieran sabido que su exilio iba a ser tan duradero y tan duro, nunca se
habrían ido de su país. Corté y pegué algunas de estas historias en mi diario y
volvía a leerlas todas las noches. Me alegré cuando Andrea volvió a casa.
Mi
profesora croata me había dado una lista de lecturas al final del curso y una
de esas tardes de calor fui a la biblioteca local con Klaudia, que quería
acompañarme. Quedamos en la calle principal y la vi llegar con sus hermanos,
unos gemelos de cuatro años. «Lo siento, he tenido que traerlos. Mamá y papá
tienen cosas que hacer en la tienda», dijo Klaudia poniendo los ojos en blanco.
«No
te preocupes», dije. Cogí a uno de ellos de la mano, que era diminuta al lado
de la mía. Le dije en broma que su pelo negro le hacía parecer un
deshollinador. Mientras andábamos, los niños intentaban escaparse de nosotras,
pero conseguimos mantenerlos bajo control.
«Vosotros
dos: portaos bien o no hay helado», dijo Klaudia en tono amenazador.
«Yo
solía enfadarme cuando me mandaban cuidar de mis hermanos -le dije-, pero ahora
me gustaría poder cuidarlos todos los días».
«Yo
no sé qué haría sin mi familia. Me encontraría completamente perdida», dijo
Klaudia, tirando de sus hermanos hacia ella.
Yo
quería que me contara acerca de sus próximas vacaciones familiares en la playa,
pero, antes de que pudiera decir nada, me preguntó si habíamos hablado con Atka
últimamente. «Llamó hace unos días -respondí-. Toca madera, mi familia está
bien y es posible que venga a vernos otra vez dentro de poco».
«¿En
serio?», dijo Klaudia.
«Sí,
si le dejan subir a un vuelo de Naciones Unidas, pero no hay nada seguro. Ojalá
pueda -dije cruzando los dedos-, pero, ¿sabes lo que es realmente triste?
Cuando Atka volvió a casa después de vernos, llevó unas naranjas a mis hermanos
pequeños y ellos ni siquiera sabían qué era una naranja».
«Qué
triste… -dijo Klaudia-. Nunca más volveré a quejarme de tener que comer fruta y
verdura. ¿Tienes familia en otras partes de Bosnia? Ya sabes, donde están los
campos de concentración».
«No,
gracias a Dios», respondí. Las imágenes de rostros demacrados detrás de
alambradas de espino que grababan los periodistas extranjeros me daban
escalofríos. Los serbios habían encarcelado, torturado y matado de hambre a
hombres civiles, tanto jóvenes como mayores, y con ello habían demostrado que
eran mucho más capaces de hacer el mal de lo que nadie hubiera imaginado.
«Toda
esa pobre gente… No consigo olvidar la fotografía de uno de los hombres. Estaba
sin camiseta y se le notaban todos los huesos; parecía un esqueleto». Klaudia
hablaba en voz baja para que sus hermanos no la oyeran.
«Es
terrible -dije yo-. Me pregunto quiénes de los padres de mis amigos se han
unido a los serbios en las colinas. No logro entender cómo pueden hacernos esto
los serbios».
«Yo
tampoco. Se supone que son cristianos -dijo Klaudia-, ¿acaso no tienen miedo al
castigo de Dios?».
«Ellos
piensan que Dios está de su parte».
«Él
nunca permitiría esa maldad -dijo ella-, al menos no el Dios en el que yo
creo». Le pregunté acerca de su fe y me habló de su amor a Jesús y de la
importancia del perdón. «¿Tu familia es religiosa?», me preguntó, interesada.
«No,
no mucho -respondí-, pero siempre celebramos todas las fiestas musulmanas,
porque son parte de nuestra tradición y nuestra cultura. La abuela es la única
verdaderamente creyente. Sin embargo, ahora que estoy fuera de casa rezo todos
los días…»
«Es
importante ser buena persona, aunque no seas religioso», dijo Klaudia.
Paramos
a comprar un helado y después hablamos sobre las vacaciones y sobre nuestros
amigos del colegio. Cuando volví a casa esa tarde, me quedé pensando en nuestra
conversación y escribí en mi diario:
Antes
o después, la vida nos enseña a perdonar. En mi caso, la vida me lo enseñó
bastante pronto, pero eso no importa. Estoy preparada para perdonar al enemigo;
estoy preparada para perdonar a todo el mundo con tal de poder volver a mi
casa. Espero que esto pase algún día y que el enemigo comprenda mi deseo de que
todos vivamos en paz, felicidad, amistad y amor, porque esa es la esencia de la
vida humana.
«¿Ya
están aquí?», dijo Andrea mientras yo miraba una vez más por la ventana de la
cocina.
«No
les veo», respondí. Atka había llamado inesperadamente desde Split la noche
anterior. Había conseguido salir de Sarajevo en avión e iba a encontrarse con
Andrew en el aeropuerto de Zagreb esa misma mañana. Iban a venir a vernos, así
que cada vez que oía pasar un coche, no podía quedarme quieta y corría hacia la
ventana. Aproximadamente al mediodía paró un taxi en frente de la casa y un
hombre alto salió de la parte delantera. Tenía el pelo corto, castaño, y
llevaba unos vaqueros negros y una camisa verde. Dudé al verle, pero Atka salió
del coche al cabo de unos segundos y yo empecé a correr gritando: «¡Están aquí!
¡Están aquí!». Nadia y Lela corrieron detrás de mí. Atka abrió los brazos
cuando nos vio y todas nos dimos un enorme abrazo. El taxi empezó a irse y nos
apartamos para dejarle pasar. Atka estaba pálida y parecía cansada, pero muy
alegre. «Este es Andrew», dijo.
«Encantado
de conoceros, por fin», dijo Andrew, y nos abrazó como si fuéramos sus hermanas
pequeñas.
«Lo
siento, no hablo muy bien inglés», dije yo.
Nadia
miró a Atka después de presentarse tímidamente: «Atka, vas a tener que
traducírmelo todo. Ya sabes que yo solo estudié ruso en el colegio…»
«No
te preocupes, lo haré -rió Atka-, ¡mira todo lo que te ha crecido la tripa en
un mes! Sigo sin poder creer que vas a ser mamá».
«Yo
ya estoy acostumbrándome a la idea -dijo Nadia-, ¿qué dijeron todos cuando se
lo contaste?», preguntó tímidamente.
«Al
principio se quedaron sorprendidos, pero me dijeron que no te preocuparas. Solo
quieren que tú y el bebé estéis bien».
Fuimos
cogidas del brazo a casa de mis hermanas. «Me alegro mucho de volver a verte»,
dijo Atka apretándome fuerte el brazo. Yo hice lo mismo con el suyo. Una vez
dentro, Lela pidió disculpas a Andrew por recibirle en un lugar tan pequeño.
Teníamos muy pocos muebles y nos avergonzaba no poder ofrecerle ni siquiera una
silla. «No te preocupes por Andrew. No le da importancia a este tipo de cosas»,
nos aseguró Atka.
«Me
han hablado mucho de vosotras, chicas -decía Atka traduciendo a Andrew-. Creo
que sois muy valientes».
Nosotras
sonreímos tímidamente, sin saber muy bien qué responder. «Gracias -dijo Nadia
haciendo una mueca-. Nunca nos habían llamado valientes…». Despejó un poco el
colchón y le dijo que se sentara, pero él se sentó en el suelo para dejarnos
sitio a nosotras. Estuvimos hablando durante horas, y a menudo nos
disculpábamos con Andrew por no incluirle en la conversación, aunque él estaba
encantado de estar allí sentado escuchando. Más tarde se ofreció a llevarnos a
tomar algo.
El
centro de la ciudad cobraba vida en verano, y era muy agradable estar allí en
una noche tan cálida. Había parejas con niños paseando por las calles, tomando
unos helados, y las terrazas de las cafeterías estaban llenas de gente
charlando, fumando o bebiendo algo. Las campanas de la catedral estaban dando
las horas cuando nos sentamos en el jardín de una de las cafeterías que había
en una de las calles laterales. «¿Cuánto tiempo vas a quedarte esta vez?», le
pregunté a Atka.
«Uno
o dos días, creo. Los padres de Andrew están en Estados Unidos y quiere que
vaya con él a conocerlos».
«¡A
Estados Unidos!», exclamamos a coro.
Boquiabierta,
Nadia le preguntó si estaba de broma. «No, no lo estoy. Yo estoy convencida de
que no me van a dar el visado, pero intenta decirle eso a Andrew - respondió
Atka con una sonrisa-. Insiste en que de todos modos deberíamos ir mañana a la
embajada americana».
«Buena
suerte», dijo Nadia con sarcasmo.
«Dudo
de que te la den. Todo el mundo está harto de los bosnios», añadió Lela.
«Lo
sé -dijo Atka ladeando la cabeza-, pero Andrew quiere que lo intentemos. Su
padre está muy enfermo y tiene muchas ganas de verle. Pero, si no me dan el
visado, volveremos a Sarajevo a trabajar. Por lo menos os he visto a vosotras
tres».
Un
rato después Andrew se fue a comprar el periódico y, en cuanto desapareció, las
tres empezamos a bromear con Atka por el novio tan guapo que tenía. «Me alegro
mucho de que os guste. Es inteligente, honrado y completamente diferente de
cualquiera que haya conocido antes», dijo Atka.
«Creo
que alguien está enamorada por aquí», dijo Lela sonriendo, y después empezó a
cantar el estribillo de una conocida canción de amor bosnia, y las cuatro nos
echamos a reír.
«Ya
está bien de hablar de mí -dijo Atka mirando a Nadia-. Me ha quitado un enorme
peso de encima saber que vas a poder quedarte con esas monjas católicas. Te
ayudaré en todo lo que pueda».
«¿Han
mejorado algo las cosas ahora que Sarajevo es una zona segura de las Naciones
Unidas?», preguntó Nadia.
Atka
descartó la idea: «¿Una zona segura de las Naciones Unidas? Menudo chiste. Los
bombardeos son incluso más intensos ahora. A los serbios les encanta fastidiar
a occidente». Atka nos contó que habían matado a más amigos y vecinos nuestros.
Aunque sabíamos que los serbios estaban matando a mucha gente, era estremecedor
enterarse de la muerte de gente conocida. Nos acordábamos bien de sus caras y
era fácil imaginar la pena que estarían sintiendo sus familias.
Andrew
volvió con un periódico inglés y lo extendió encima de la mesa. Yo sabía
suficiente inglés como para entender que el titular hablaba del fracaso del
último plan de paz para Bosnia. Andrew resumió el artículo y Atka lo tradujo:
«Básicamente, lo que intentaban hacer era dividir Bosnia en una nación de
serbios, croatas y musulmanes. A los serbios les ofrecieron casi la mitad del
territorio, y el resto tenía que dividirse entre los musulmanes y los croatas.
Pero los serbios querían más, así que rechazaron el plan, que ahora está
oficialmente acabado. Y el conflicto continúa…»
La
idea de una Bosnia dividida, incluso después de un año de guerra, no tenía
ningún sentido. Siempre habíamos vivido juntos y, por alguna razón, pensaba que
todo volvería a ser igual después de la guerra. Lela le preguntó a Atka cuánto
tiempo llevaba Andrew trabajando en Bosnia.
«Cubrió
la guerra en Croacia y ha ido a Vukovar, Dubrovnik, Knin… -explicó Atka -, y,
cuando había paz en Bosnia, solía ir a Sarajevo a descansar».
Andrew
añadió: «Yo había visto los tanques de la JNA en las montañas que rodean
Sarajevo, y me pareció evidente que estaban preparándose para atacar. Sin
embargo, cuando se lo decía a la gente de la ciudad, se reían de mí y me decían
que la guerra nunca llegaría a Bosnia. No podía creer cómo podían ser tan
inocentes. Los musulmanes y los croatas son víctimas de un ataque muy bien
planificado y no tienen armas para defenderse. Sencillamente, no tienen ni la
más remota posiblidad».
Nunca
había oído la opinión de un extranjero sobre la guerra, y me alegraba que
estuviera de nuestro lado. Era simpático y le pregunté más acerca de su
trabajo. Nos contó que una de los retos que tenían los medios era mantener el
interés en la opinión pública tras todo un año de conflicto. Al parecer, en ese
momento solo eran noticia las crónicas más impactantes. Recientemente, su
agencia le había pedido que les enviara algunas historias inspiradoras. El
desfile de miss Sarajevo había tenido lugar poco antes y querían una historia
sobre la ganadora, de modo que Atka la localizó y, después de pasar unas
cuantas horas con ella y su familia, Andrew hizo un montón de fotos de ella en
la ciudad, incluso rodeada de lugares muy conocidos expuestos a los
francotiradores. «Es joven, pero muy valiente», dijo Andrew.
Era
la primera vez que oíamos que pasaba algo remotamente normal en Sarajevo. Atka
comentó que la gente había asumido el hecho de que la guerra ya se había
convertido en la realidad de todos los días, y todo el mundo intentaba seguir
con su vida de la mejor manera posible. Nos fuimos después de medianoche. Atka
y Andrew estaban alojados en la ciudad, en el piso de un fotógrafo al que
habían conocido en Sarajevo, y yo me fui con mis otras hermanas. A la mañana
siguiente me desperté con la misma sensación de anticipación que solía tener
antes de ir a la playa para las vacaciones de verano. Salí de la cama de un
salto, me puse la ropa y corrí a la cocina. Danica estaba calentando un poco de
leche, y había un plato de galletas en el centro de la mesa. «¡Sabía que ibas a
levantarte temprano! Estoy haciendo un poco de chocolate». Nos quedamos en casa
toda la mañana, esperando a que viniera Atka, pero no daba señales de vida y
llamamos una y otra vez al número que nos había dado, pero nadie respondía. «Ya
has visto las colas que hay fuera de las embajadas -nos recordó Danica-. Van a
pasarse allí horas», dijo, y nos animó a que comiéramos algo.
Después
de la comida, Nadia y yo nos quedamos sentadas en la mesa de la cocina jugando
a las cartas y Lela se fue a trabajar. Por fin, Atka y Andrew llegaron, justo
después de las tres de la tarde. «Ya empezábamos a pensar que os habíais
olvidado de nosotras», bromeó Nadia. Tal y como suponía Danica, ambos llevaban
toda la mañana esperando en la cola de la embajada. Cuando llegó el turno de
Atka, la mujer que estaba encargada de los visados dijo, de una manera
autoritaria y desagradable, que quería ver el último extracto bancario y alguna
prueba de que no estaba buscando asilo político en Estados Unidos. «Andrew trató
de explicarle que acabábamos de salir de una zona en guerra donde los bancos no
funcionaban, y que él iba a pagarme el billete, pero le dijeron con muy poca
educación que no interfiriera y que se hiciera a un lado. Tendríais que haber
visto cómo me trató esa mujer. Era humillante y, por supuesto, rechazó mi
solicitud incluso sin mirarla», dijo Atka.
«Por
lo que he oído, la mayoría de la gente hace cola durante horas y tiene que
volver al día siguiente -dijo Danica-. Me sorprende incluso que tú hayas conseguido
hablar con alguien».
«Bueno
-dijo Atka-, Andrew no iba a rendirse, así que cuando volvimos al piso llamó a
nuestra amiga Susan, de Nueva York, para pedirle ayuda. Ella nos pidió que le
diéramos media hora y que después volviéramos a la embajada. No tengo ni idea
de lo que hizo o qué les contó, pero la misma mujer de la embajada me selló el
visado en el pasaporte sin preguntar y, sonriendo, me deseó un buen viaje».
Atka estaba perpleja: «No tenía ni idea de que Susan fuera una mujer de tanta
influencia».
«No
me lo puedo creer. Primero apenas puedes salir de Sarajevo y ahora te vas hasta
Estados Unidos», comentó Nadia.
«Lo
sé. Estaba completamente segura de que iba a volver directamente a Sarajevo. Ni
siquiera soy capaz de pensar con claridad», dijo Atka, pero Andrew estaba
encantado. Nadia le preguntó a Atka por sus planes. «No lo sé -dijo ella
volviéndose hacia Andrew, y hablándole en inglés-. Andrew ha reservado billetes
para los dos - prosiguió, nerviosa-. Tenemos que volar a Split mañana y después
coger un vuelo a Nueva York via Roma al día siguiente».
«Yo
pensaba que los padres de Andrew estaban en Hawaii, ¿por qué vas a Nueva
York?», pregunté yo. Ella respondió que Andrew tenía que ver a algunos de los
editores de las revistas para las que trabajaba. «¡Qué suerte! ¿Y después?».
«Andrew
va a hacer una regata desde Los Ángeles hasta Hawaii que dura unos diez días…
Así que él volará a Los Ángeles y, mientras esté en la carrera, yo supongo que
iré a ver a Merima y a los niños a Florida. Pero la verdad es que no pensaba
para nada que fuera a poder verlos, y ni siquiera tengo su dirección. Tendré
que localizarlos de alguna manera…».
«Atka,
nosotras tenemos su dirección y su número de teléfono -exclamó Nadia-. Voy a
por ellos». Atka pareció asombrada.
«Van
a sorprenderse mucho de verte -añadí alegremente-. Dales un abrazo de nuestra
parte». Le pregunté también cuándo volverían, y ella lo consultó con Andrew y
respondió: «Deberíamos estar de vuelta en tres semanas, y definitivamente
vendré a veros antes de volver a Sarajevo».
Yo
soñaba con ir a Estados Unidos. Me encantaban su música y sus películas, y
parecía que allí todo era un mundo de color y prosperidad, y le pregunté a Atka
si podía traer algunos cuadernos y bolígrafos. Esa noche fuimos al cine.
Después, cuando nos dirigíamos caminando hasta la plaza principal, Atka y
Andrew empezaron a cantar: Start spreading the news, I’m leaving today, I want
to be a part of it, New York, New York… Yo dije que nunca había escuchado esa
canción y pregunté quién la cantaba. Andrew me dijo que era Frank Sinatra, y
que algún día me enseñaría la letra. Estábamos todos de muy buen humor y muy
alegres y yo ya me encontraba más cómoda con Andrew, así que le pregunté por
qué se había hecho fotoperiodista. «Quería estar siempre en lugares donde se
hiciera la historia -respondió él-. Para mí, el fotoperiodismo es la mejor
manera de contar una historia».
«Si
la revista Time publica tus fotos es que debes ser bueno», dije con admiración.
«Me
encanta mi trabajo -dijo él-, pero, para serte sincero, es horrible estar en
este sector. Es muy feroz y competitivo y, aunque estés llevando al mundo
historias de lugares peligrosos, básicamente te estás ganando la vida con la
miseria de los demás. No estoy seguro de que me guste en lo que me estoy
convirtiendo». Parecía tener mucho éxito, y yo no estaba muy segura de a qué se
refería. Andrew miró a Atka y le guiñó un ojo. Eran muy felices y era muy
reconfortante estar con ellos. Deseaba que pudieran quedarse. «Haz fotos cuando
estés en Florida para que podamos ver cómo están Merima, Mirza y Haris», le
dije a Atka cuando nos despedimos esa noche. Ella se mordió el labio y dijo:
«No iría si no fuera por Andrew. Se me hace difícil tener que dejaros y estoy
preocupada por el resto de la familia. Sin mí no tienen medios para comprar
comida, así que lo único que quiero es volver lo antes posible». Se marcharon a
la mañana siguiente temprano, y Nadia dijo que estaba segura de que esas tres
semanas pasarían volando.
Lejos
Atka
Tardé
un rato en darme cuenta de que estaba en Split. Se oían las olas rompiendo en
la playa. Salí a fumar un cigarrillo, pero me sentó mal. Andrew me preguntó si
me encontraba bien. «No mucho…», respondí. Él me preguntó qué pasaba. «Bueno,
no sé por dónde empezar… Estoy muy preocupada por mis hermanas, tienen muchas
cosas entre manos, y yo ni siquiera les he contado que me has pedido
matrimonio. No me parece justo. Y además me siento fatal por dejar a todo el
mundo en Sarajevo. Me siento como si hubiera dejado plantado a todo el mundo.
La verdad es que no me esperaba que fuera a poder ir contigo a Estados Unidos.
No sé qué hacer…». Le miré esperando una respuesta.
«Tus
hermanas son muy sensatas y se las están apañando bien. Y, en cuanto a tu
familia, no podríamos evitar que les pasara algo incluso aunque estuviéramos en
Sarajevo… Nadie puede», dijo, y me dio un abrazo.
«Al
menos cuando estoy allí sé exactamente lo que está pasando, pero ahora no tengo
manera de enterarme…»
«Atka,
sé que tres semanas pueden parecer una eternidad, pero han sobrevivido todo
este tiempo…»
Nos
quedamos un rato más hablando en la terraza. Por la mañana me sentía igual de
mal camino al aeropuerto, así que tuvimos que parar el coche. «Llevo unos días
sintiéndome así -dije. Miré a Andrew preocupada-. No creo que sea solo cosa del
riñón… Creo que puedo estar embarazada».
Él
me cogió de la mano y dijo tranquilamente: «Bueno, solo hay una manera de
saberlo. En cuanto lleguemos a Roma compramos una prueba de embarazo en la
farmacia».
Una
periodista para la que había trabajado en Sarajevo vivía en Roma y nos quedamos
esa noche en su casa. Cuando por fin nos quedamos solos un momento, corrimos al
baño a hacer la prueba. Nerviosos, nos quedamos mirándola hasta que aparecieron
dos rayas rosas en una ventanita diminuta. «¿Qué significa eso?», le pregunté a
Andrew, que estaba leyendo las instrucciones. Dijo que dos líneas significaba
positivo. «¡¿Positivo?!». Desconcertada, me dejé caer en la esquina del baño y
pensé: «¿Cómo vamos a tener un bebé en medio de una guerra? Soy estúpida».
Estaba enfadada conmigo misma, pero antes de que pudiera expresar mi ansiedad,
Andrew vino a sentarse a mi lado, envolviéndome con sus brazos, y yo apoyé mi
cabeza en su hombro. «Como si las cosas no fuesen ya suficientemente
complicadas», dije sin saber qué hacer.
«Tienes
que dejar de preocuparte. Tú y yo estamos juntos en esto y saldremos adelante»,
dijo, intentando que me tranquilizara.
«No
sé cómo… Esto es tan inesperado… La guerra continúa y no hay visos de que vaya
a terminar, y yo necesito trabajar… Y quiero terminar mi carrera -dije enfadada
-. Soy tan estúpida… y una hipócrita. ¡Yo dando lecciones a Nadia y ahora
mírame a mí!».
«Pero
nos queremos el uno al otro», dijo él.
«Lo
sé. Yo también te quiero, pero no tiene nada que ver con eso. Tú no sabes lo
que es ser bosnia. Para nosotros, las cosas siempre van de mal en peor. Te
advertí de que sería complicado», dije sacudiendo la cabeza.
«Solo
si nosotros lo hacemos complicado -respondió Andrew-. Quizás podamos alquilar
una casa en Pisak y usarla como base, y así tus hermanas también podrían vivir
allí».
«Mmm…
Quizás esa pueda ser una opción. Pero sabes que tengo que estar en Sarajevo
para trabajar y mantener a mi familia».
«Bueno
-dijo Andrew mirándome-, en realidad no podemos planear ahora todo. Ya sabes lo
rápido que pueden cambiar las cosas. Ya veremos cuál es la situación cuando
volvamos de Estados Unidos».
A
la mañana siguiente volamos a Nueva York. Estaba sentada entre una señora gorda
y Andrew, que estaba completamente enfrascado en su libro. Intenté concentrarme
en un crucigrama. El aroma a flor del perfume de la mujer era muy intenso y me
dieron náuseas. Intentaba respirar, pero en seguida sentía ese dolor agudo tan
familiar en la espalda. Yo me quejaba y cerraba los ojos esperando que todo
pasara. «¿Qué estoy haciendo aquí? Toda mi vida está en Sarajevo», pensé,
aterrada. Me puse muy nerviosa y sacudí el brazo de Andrew diciéndole que
quería bajarme del avión. «¿A qué te refieres?
Estamos
en el aire cruzando el océano Atlántico».
«¡No
me importa! -dije levantando la voz- Quiero bajarme, quiero irme a casa».
«Por
si no lo sabes, esto no es un autobús», respondió. Su tono brusco me puso
furiosa.
«¿Cómo
te atreves a decir algo así? Tú no estás enfermo, no estás embarazado y no has
tenido que abandonar a tu familia. ¡No tienes ni idea de cómo me siento!», dije
bruscamente, y vomité en una bolsa blanca de papel del bolsillo que había en el
asiento de delante.
«¿Pero…
qué te he hecho? -le oí decir. Me dio un pañuelo de papel y me acarició la
espalda-. Lo siento, Atka…». Me dio otra bolsa para el mareo y después llamó a
una azafata para que me trajera un paño húmedo.
«Yo
también lo siento -dije con un suspiro después de limpiarme la cara-. Es solo
que no puedo dejar de pensar en mi familia. Estoy hecha polvo y el dolor del
riñón me está matando…»
Andrew
me puso un cojín pequeño detrás de la cabeza y después me cogió de la mano:
«Atka, puede que esto suene fatal, pero ahora mismo no podemos hacer nada por
tu familia, así que intenta descansar algo si puedes».
Finalmente
me dormí. Llegamos a Nueva York por la noche y estaba deseando llegar a casa de
nuestro amigo David para llamar a Merima. Se quedó sin habla cuando le dije
dónde estaba y que iría pronto a verles. Al día siguiente, después de las
reuniones de Andrew con los editores de las revistas, fuimos a ver a nuestra
amiga Susan. Le hizo mucha ilusión vernos aparecer por la puerta, y le dije que
no estaríamos allí de no ser por su ayuda: «Gracias. Quién hubiera dicho que
volveríamos a vernos en Nueva York…». Pasamos toda la tarde con ella, viendo
las últimas fotos que había hecho Andrew de la guerra. Después, Susan nos llevó
a la última planta de su edificio. Me quedé embelesada mirando las miles de
luces que iluminaban la ciudad; parecían mágicas. Respiré hondo y pensé en mi
ciudad, ocupada y olvidada en la oscuridad, y tuve que apretar bien los dientes
para no romper a llorar.
No
teníamos más que un par de días en Nueva York y Andrew quería enseñármelo todo.
Caminamos hasta el centro de la ciudad, donde había enormes edificios que se
erguían a cada uno de los lados de las calles. Hordas de gente pasaban a toda
prisa como si estuvieran atrapadas en una corriente al final de un profundo
cañón. Las luces de neón iluminaban los escaparates, y los conductores tocaban
el claxon haciendo mucho ruido. El caótico compás de la ciudad reflejaba la
confusión que tenía yo en la cabeza. Deseaba poder emocionarme con estar en la
Gran Manzana, pero mi corazón no estaba ahí. Tenía ganas de marcharme a casa
corriendo, pero, como sabía lo importante que era para Andrew que viéramos a
sus padres, me contuve. Justo antes de irse a Los Ángeles a la mañana
siguiente, Andrew me dio una camiseta con la palabra Vendetta, que era el
nombre del yate en el que iba a competir. «Te veré en diez días, pero no te
asustes si no estoy en el aeropuerto de Hawaii para recibirte. Tú ponte esta
camiseta y ve al hotel donde están alojados mis padres; así te reconocerán. Y no
te preocupes si mi padre parece un poco distante, a veces es un poco tímido».
«¿No
vas a estar tú allí conmigo?», dije sorprendida.
«Lo
intentaré, pero cuando navegas nunca sabes. Podría retrasarme en la carrera».
Me abrazó una vez más antes de cruzar corriendo la puerta de embarque. Yo nunca
había estado sola en el extranjero y, como darme un paseo por un aeropuerto tan
grande me intimidaba bastante, decidí ir directamente a mi puerta, y dos horas
más tarde subí a un avión con dirección a Miami.
Merima,
los niños y yo estábamos tan contentos de volver a vernos que apenas dormimos
las primeras noches. Vivían en un piso de dos habitaciones, amueblado de manera
austera, que formaba parte de un gran bloque de viviendas rodeado de unas
exuberantes plantas tropicales. Solo había tres camas en el piso, así que
Merima y yo compartimos la suya.
El
rostro de Merima seguía teniendo ese toque melancólico, pero parecía que estaba
logrando salir adelante. Mirza y Haris hablaban inglés con acento americano y,
con sus camisetas de colores, sus pantalones cortos y sus gorras, parecían
haber vivido siempre en Florida. Habían empezado el colegio cuando llegaron y
ahora estaban en medio de sus vacaciones de verano. Una noche nos sentamos en
un patio pequeño que tenían detrás de su casa y vimos cómo Mirza montaba en
bici, manteniendo el equilibrio y pedaleando con una sola pierna. «Mayka
estaría orgullosa de ti», le dije. Animado por mis palabras, Mirza continuó
enseñándonos lo que sabía hacer. Merima sonreía y yo me volví hacia ella: «¿Qué
crees que harás mientras estéis aquí?», le pregunté mientras me abanicaba con
una revista.
«Aún
no lo sé. Estoy mejorando mi inglés y espero poder encontrar trabajo pronto»,
respondió, y se quitó el sudor de la frente con un pañuelo.
«¿A
qué podrías dedicarte?», le pregunté.
«Dudo
que pueda trabajar de directora de proyectos, como hacía en nuestro país, pero
estoy dispuesta a hacer cualquier cosa; no estoy en posición de elegir. Espero
que la guerra termine pronto. La idea de volver a casa algún día es lo que me
ayuda a seguir adelante. Mi prioridad ahora es la educación y el bienestar de
mis hijos».
«¿Cuándo
van a ponerle a Mirza su pierna artificial?».
«La
familia que lo financia está gestionándolo -dijo ella, y suspiró, echando el
humo de su cigarrillo-. La sanidad es muy cara aquí, así que llevará algo de
tiempo…»
Cuando
iba haciéndose más de noche, reuní el valor de preguntarle qué tal lo estaba
llevando sin Zoran. Se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo: «Le echo de
menos cada segundo…, ¿pero qué le voy a hacer?». Seguimos allí sentadas en
silencio, con el aire sofocante, y al cabo de un rato le conté que acababa de
enterarme de que estaba embarazada y estaba pensando cómo hacer.
«Estoy
segura de que, hagáis lo que hagáis, tomaréis la decisión correcta. Zoran y yo
siempre te hemos considerado una persona madura y lista y, por todo lo que me
has contado sobre Andrew, él también parece un buen hombre». Sus palabras me
reconfortaron.
Llovió
mucho todas las tardes; los relámpagos iluminaban el cielo y el sonido
estrepitoso de los truenos hacían que Haris corriera a refugiarse debajo de su
cama con las manos en las orejas. «Le hemos dicho que el ruido no es de los
bombardeos, pero aun así sigue teniéndoles mucho miedo», me explicó Mirza.
Merima
no tenía coche, e ir andando a todas partes con ese calor sofocante era
agotador. Un día, los niños y yo fuimos al centro comercial, que estaba a
cierta distancia de su casa, y les compré un equipo de música con el dinero que
me quedaba. Para cuando volvimos, yo casi me desmayo del calor bochornoso y del
continuo dolor que tenía en el riñón. La mayor parte del tiempo nos quedábamos
dentro de la casa con el aire acondicionado puesto, o bien íbamos a darnos un
baño rápido en la piscina de la urbanización. Mirza se había convertido en un
espléndido nadador y me enseñaba entusiasmado cuántas volteretas podía hacer
sin coger aire. Hice fotos de todos para enseñárselas a la familia cuando
volviera.
En
los días siguientes, mi dolor de riñones empeoró. Merima me preparaba sopas,
pero no era capaz de retener nada. Por la noche intentaba no dar muchas vueltas
en la cama para no despertarla. Cuando llevaba allí una semana, Merima invitó a
cenar a Philip y a Sandi, el matrimonio que les había llevado hasta allí. Preparó
musaka y baklava, unos platos tradicionales bosnios. Philip era un hombre alto
de hombros anchos y pelo corto y oscuro. Su mujer, Sandi, era atractiva y
alegre. Eran un matrimonio sociable y les gustaba la conversación. Cada vez que
Sandi movía un brazo, sonaban en su muñeca una hilera de pulseras de oro.
Durante la cena les pregunté qué les había llevado a querer ayudar a una
familia de Sarajevo. «El año pasado por Navidad estábamos de vacaciones en
Virginia -dijo Philip-, y una noche, después de un estupendo día de esquí,
estábamos sentados en el hotel cuando Sandi vio a este hombrecito en la
televisión», dijo sonriendo y mirando a Mirza.
«Estábamos
pasándonoslo tan bien, con la Navidad y todo eso… -continuó diciendo Sandi-,
que ver a un niño como él de esa manera nos hizo darnos cuenta de que teníamos
que hacer algo para ayudar… Nosotros también tenemos hijos. Y fue después de
que consiguiéramos dar con los productores del reportaje cuando descubrimos la
devastadora situación de Sarajevo. No podíamos creer lo difícil que era el
simple hecho de enviaros comida», dijo sacudiendo la cabeza y mirando a Merima.
Philip
apoyó los codos en la silla: «Me puse en contacto con todas las organizaciones
de ayuda humanitaria que encontré, pero ninguna de ellas estaba segura de que
la ayuda pudiera llegar a la familia, de modo que en ese momento decidimos que,
si no podíamos hacerles llegar la ayuda, tendríamos que sacarles de allí. Y nos
alegramos de haberlo hecho, porque ahora tenemos a Merima y a estos dos
hombrecitos con nosotros». Hablaba con una voz alta y rotunda.
La
noche antes de abandonar Florida, el hermano de Merima llamó por teléfono desde
Sarajevo. Como era el jefe de bomberos podía utilizar un teléfono vía satélite.
Por lo que sabía, mi familia estaba bien. «Por favor, ve a verlos -le supliqué
llorando-. Diles que estoy con Merima y que les echo tremendamente de menos».
Fue duro tener que separarme de Merima y de los niños.
Andrew
no estaba en el aeropuerto cuando aterricé en Honolulu, así que yo, que llevaba
puesta la camiseta de Vendetta, cogí un taxi hasta el hotel en el que estaban
alojados sus padres. El tráfico era lento y el taxista se giró hacia mí
diciendo: «Señorita, hoy hay muchos coches en la carretera; Bill Clinton está
visitando Pearl Harbor». En medio del tráfico, saqué la cabeza para mirar por
la ventanilla. Nos pasaron rápidamente unas cuantas limusinas flanqueadas por
hombres de seguridad. «Creo que ahí está nuestro presidente», dijo el taxista.
Quizás debería tirarme al suelo en frente de su coche y suplicarle que ayudara
a Bosnia, pensé. Me recliné en el asiento y cerré los ojos durante un rato.
Ya
era muy de noche cuando aparcamos en frente de un enorme edificio blanco. La
entrada del hotel estaba junto a unas columnas altas rodeadas de palmeras.
Cansada y nerviosa, estaba atravesando el vestíbulo hasta recepción cuando
alguien me dio un golpecito en el hombro y me di la vuelta. Un hombre de pelo
gris me sonrió, y su mirada cálida me recordaba a Andrew. «Tú debes ser Atka.
Yo soy Bill, el padre de Andrew - me saludó con un abrazo. Llevaba unos
pantalones de color beige y una camiseta roja. Me cogió la mochila del hombro y
me llevó a la terraza-. Ven a conocer a Rose, llevamos todo el día esperándote.
Estamos tomando algo».
Aunque
no se veía el océano, podía oír las olas en la playa. Había ramas enormes que
caían de un enorme árbol en medio del jardín. En una mesa bajo un toldo enorme
había una mujer de aspecto elegante vestida de blanco. Llevaba su pelo rubio
recogido en una coleta, y parecía bronceada y relajada. «Hola, querida, soy
Rose -dijo sonriendo mientras se levantaba de la silla-. Debes estar agotada».
Me abrazó y me dio un beso.
Bill
sacó otra silla para mí y nos sentamos.
«Andrew
me ha hablado mucho de vosotros… ¿Cómo estáis?», les pregunté.
«Bueno,
hemos pasado una mala racha, pero ahora está todo mucho mejor», dijo Rose
sonriendo a Bill.
«Sí,
estoy bien», dijo él devolviéndole la sonrisa. Apretó las manos, se apoyó en la
mesa y me puso al día de la regata rápidamente. Dado el ligero viento que
soplaba, Vendetta avanzaba muy lentamente. Aquello me desanimó y me dieron
ganas de llorar. «Lo primero que haremos mañana por la mañana será ir al club
náutico y comprobar cuál es su posición -dijo Bill aclarándose la garganta-. Y
ahora, lo más importante, ¿qué tal está tu familia?».
«Lo
último que supe de ellos fue que estaban todos bien, pero no lo sé seguro,
porque las cosas en Sarajevo pueden cambiar de la noche a la mañana».
«Oh,
pobre… Es terrible. ¿No puedes comunicarte con ellos con ese teléfono vía
satélite que ha estado usando Andrew para llamarnos?», preguntó Rose,
preocupada.
«Ojalá
fuera tan fácil, pero solo tienen acceso los extranjeros y los altos
funcionarios del gobierno».
«Oh,
querida. Es horrible que ni siquiera puedas contactar con ellos. Rezaré por
todos ellos en la misa del domingo -me tocó la mano-. ¿Por qué no me escribes
todos sus nombres y me enseñas a pronunciarlos?». Sacó del bolso un papel y un
bolígrafo y los puso en frente de mí.
«Pero
Rose, son muchos…»
«Oh,
no me importa», insistió. Yo escribí sus nombres y después se los leí en voz
alta. «Uf, suenan muy extraños -dijo, y se le escapó una risita-, pero
aprenderé a pronunciarlos. Hay muchos niños… seguro que sois católicos», dijo
bromeando. Le dije riendo que no, y me preguntó si en mi país la gente solía
tener muchos hijos. «No, en absoluto, Rose, la nuestra es una familia muy
atípica».
«Bienvenida
al club -dijo Bill sonriendo. Hizo señas al camarero y le pidió que me trajera
un poco de zumo-. He leído mucho acerca de tu tierra. El presidente Tito hizo
un extraordinario esfuerzo por mantener unida a Yugoslavia durante tantos
años».
«Es
cierto. Todos lloramos cuando murió. Después de su muerte, todo el mundo temía
que el país se viniera abajo, y la gente bromeaba diciendo que a Yugoslavia
deberían cambiarle el nombre por el de Titanic».
«Qué
maravilla» -dijo Bill riéndose-. Él y Rose querían escuchar más cosas sobre mi
familia, el trabajo de Andrew y sobre mí. Como Andrew no estaba conmigo, no
quise mencionar que estábamos prometidos ni que yo estaba embarazada. A pesar
de no sentirme bien, me quedé hablando con ellos hasta un buen rato después de
medianoche. Cuando por fin fui a la habitación que habían reservado para mí, me
metí en la cama con la ropa y me quedé dormida.
A
la mañana siguiente, el oficial de la regata del club náutico nos dijo que,
debido a los continuos vientos ligeros, apenas había habido ningún avance en la
posición del Vendetta, y podría pasar una semana antes de que terminaran. Yo
estaba enfadada, porque no podía hacer nada salvo esperar. En el camino de
vuelta al hotel, Bill me preguntó si podía dejarle mi pasaporte. «Ahora que tenemos
unos días, voy a conseguirte un visado por si Andrew y tú queréis venir a Nueva
Zelanda», dijo.
«Oh,
no te preocupes por eso. No vamos a ir, tenemos que volver a Sarajevo»,
respondí.
«De
todos modos viene bien tenerlo, aunque no lo vayas a usar nunca», dijo Bill en
broma y, por educación, accedí.
Bill
y Rose eran adorables y, aunque quería pasar tiempo con ellos, me encontraba
demasiado mal como para salir de la habitación, y me llevaron a un médico. Yo
le dije que estaba embarazada, pero me quejé también del dolor agudo que tenía
en el riñón. Me aseguró que probablemente era debido a algún tipo de fiebre de
los viajes combinada con algunas náuseas matutinas, y me aconsejó descansar.
«¡¿Alguna fiebre por el viaje?! ¿Le has comentado lo de tu dolor en la espalda?
-Rose estaba horrorizada-. Tienes muy mal aspecto, ¿qué te ha dicho el médico
de tus ojeras?». Yo me encogí de hombros. Estando en un país extranjero con
gente a la que apenas conocía, me resistía a armar ningún espectáculo. Sin
seguro médico, el precio de mi breve visita al médico era muy caro, pero Bill y
Rose me dijeron que corría de su cuenta.
Aquella
tarde hice un esfuerzo por ir a nadar con ellos, pero la mayoría de las veces
tenía tanto dolor que apenas podía salir de la cama. Veía todas las noticias de
la CNN sobre Sarajevo y estaba obsesionada pensando en mi familia y preocupada
por cómo íbamos a apañárnoslas Andrew y yo con el bebé. Echaba muchísimo de
menos a Andrew y, por fin, el día que llegó el Vendetta, pude reunir la fuerza
suficiente como para recibirle en la línea de meta junto a Bill y a Rose. Ellos
estaban muy emocionados, porque hacía seis meses que no le veían. Andrew bajó
de la cubierta de un salto y vino a abrazarme, y, como si supiera lo que tenía
en la cabeza, me dijo al oído: «Tendremos al bebé en Sarajevo… Haré lo que sea
para hacerte feliz».
«Yo
también. Estoy segura de que saldremos adelante -le dije, también susurrando-.
Tus padres han sido muy buenos conmigo», le dije antes de que se diera la
vuelta a saludarles.
«Oh,
Andrew, ¡qué alegría volver a verte!», dijo Rose mientras le abrazaba. Andrew
abrazó también a su madre y, estrechando la mano a su padre, les dijo: «Yo
también me alegro de veros. Gracias a los dos por cuidar de Atka». Les escuché
hablar y, mientras tanto, vi las caras alegres de los navegantes que estaban a
mi alrededor. Pensé para mí: «Esto es muy extraño. ¿De verdad estoy en medio de
un club náutico en Hawaii o me ha disparado un francotirador en la cabeza y
ahora estoy tumbada en una cama de hospital imaginando todo esto?». El hermano
pequeño de Andrew y el resto de la tripulación se unieron a nosotros y,
mientras celebraban el final de la carrera en el club náutico, yo me senté
fuera, donde el aire era más fresco. Esa misma noche, en la terraza de la habitación
de los padres de Andrew, les dijimos que estábamos prometidos y que estaba
esperando un bebé. Como acababa de conocerlos, estaba algo inquieta por cómo
reaccionarían, pero Bill en seguida pidió champán para celebrarlo y Rose dijo:
«Cuando os vi esta mañana a los dos abrazándoos, se notaba que estáis muy
enamorados. Y lo del bebé es adorable. Querida, ojalá nos hubieras dicho antes
que estabas embarazada; habríamos sabido por qué te encontrabas tan mal…,
aunque estar embarazada no es motivo para que te duelan los riñones». Rose nos
abrazó a los dos: «Ya os imagino a los dos viviendo en París con el bebé».
«No
vamos a vivir en París», respondió Andrew, y Rose preguntó por qué. «Bueno, en
Francia yo no soy residente, así que Atka no podría vivir allí. Además, ella
quiere estar cerca de su familia, lo cual es justo», explicó mientras me
sonreía.
«¿Crees
que es buena idea tener a un bebé en Sarajevo?», preguntó Bill frunciendo el
ceño.
«He
visto nacer allí a muchos bebés -dijo Andrew-. La gente sigue adelante con sus
vidas a pesar de la guerra; solo tienes que aprender a vivir con lo que
tienes».
Era
evidente que Bill y Rose estaban preocupados, pero no volvieron a mencionarlo.
Al día siguiente, Andrew tuvo que salir al mar a llevar a Vendetta a la isla de
Maui, y yo quise ir con él. Bill nos lo desaconsejó por cómo me encontraba,
pero Andrew y yo estábamos tan contentos de volver a estar juntos que no
queríamos separarnos. Cuando llevábamos una hora de viaje empecé a marearme y
me acurruqué en un pequeño camarote que había debajo, atrapada en medio de un
olor a moho de la ropa impermeable húmeda, a cigarrillos y a cerveza rancia. El
mar estaba agitado y el movimiento errático de la embarcación estaban haciendo
que me pusiera mala a marchas forzadas. Me sentía como si me hubieran estado
dando vueltas en una enorme lavadora, y lo único que podía hacer era quedarme
cerca del cubo por si acaso el mareo hacía efecto. Cada vez que Andrew bajaba a
ver qué tal estaba, yo me quejaba y decía que solo quería morirme. Cuando
llegamos al embarcadero doce horas más tarde, ni siquiera era capaz de salir
del camarote, y durante los tres días siguientes que estuvimos en el hotel, yo
me dormía y me despertaba, sin apenas comer. Los padres de Andrew estaban muy
preocupados por mí y sugirieron que podrían acortar sus vacaciones para que
pudiéramos ir a Nueva Zelanda en seguida y que me hicieran un chequeo médico
adecuado. Andrew no quería, porque sabía que yo quería volver a casa cuanto
antes, pero, cuando el dolor se hizo insoportable, me rendí: «Ya no me importa
nada dónde vaya… Solo quiero que se acabe este dolor».
Andrew
llamó a su agencia para decirles que no volvería al trabajo durante por lo
menos otra semana y Bill ya había gestionado mi visado para Nueva Zelanda, así
que pudimos irnos inmediatamente. Yo pensaba que ya estaba bastante lejos de
casa, ¡allí era pleno invierno!, pero, después de volar diez horas más, me
sentí como si hubiera llegado al mismísimo fin del mundo. Lo primero que
hicimos después de aterrizar fue ir a ver a un médico.
Los
resultados indicaban que tenía múltiples carencias. Pesaba solo cuarenta y ocho
kilos y, por el bebé, que iba a nacer en febrero, el médico me aconsejó que
descansara por lo menos un mes. No consideró necesario hacerme una ecografía
del riñón y me diagnosticó un caso agudo de náuseas matutinas. Frustrada,
intenté explicarle que llevaba con ese dolor de riñón desde antes de quedarme
embarazada, pero él sonrió y me dijo que me tranquilizara y no me estresara
mucho. «¿Tranquilizarme? -le dije a Andrew-, ¿Cómo?». Estar en un lugar en paz
y con comida en abundancia me hacía sentir tan culpable que me daba la
sensación de que con mi dolor de riñón estaba de alguna manera en sintonía con
mi familia. En Europa era verano y la mayoría de los periodistas que conocía
Andrew se habían ido de vacaciones, así que era imposible encontrar a gente que
fuera a ir a Sarajevo. Yo solía llamar a mis hermanas y a Merima, que tampoco
tenían ninguna noticia del resto de la familia. Me consolaba hablar con ellos,
porque entendían perfectamente lo que era estar lejos de casa.
Como
me encontraba débil y enferma, apenas salía a la calle, y pasaba la mayor parte
del tiempo arropada en el sofá verde que tenían Bill y Rose en el salón. Vivían
en la Isla del Sur, en una tupida bahía que había al otro lado de la colina de
Christchurch. Las vistas desde su casa alcanzaban las bahías de alrededor y el
pequeño pueblecito de costa Lyttelton a la cabeza de la bahía. La casa era
espaciosa y estaba elegantemente amueblada, con una enorme chimenea en el salón
donde Bill y Andrew mantenían siempre el fuego encendido. «Ojalá pudiera enviar
toda esta madera a Sarajevo. Cada uno de los cargamentos de leña que traes nos
duraría en casa una semana», dije sin poder evitarlo.
Como
los hermanos de Andrew vivían fuera, estábamos los cuatro solos en casa. Bill
solía grabar a menudo las noticias locales de Sarajevo, que eran breves, y me
enseñaba también todos los artículos de periódico que encontraba sobre Bosnia.
Su tos era cada vez más persistente, pero nunca le oí quejarse.
Después
de llevar dos semanas en cama, me sentí capaz de bajar con Andrew a la ciudad
para reservar los billetes a Europa. Yo quería irme inmediatamente, pero él se
mostró inflexible y dijo que deberíamos quedarnos en Nueva Zelanda durante por
lo menos un mes más, debido a mi mala salud. Esperar hasta septiembre sonaba
como una cadena perpetua, pero me encontraba demasiado cansada como para
discutir. Después fuimos con el coche por una carretera serpenteante que
llevaba a lo alto de la colina y yo empecé a marearme, así que Andrew tuvo que
parar el coche. «Venga, vamos a tomar un poco de aire fresco», dijo, y me abrió
la puerta del coche. No llevaba ropa de invierno, pero tenía puesto un abrigo
gris viejo de Andrew que tenía Rose guardado en un armario. El aire congelado
me helaba hasta los huesos, y de repente una fuerte ráfaga cerró de golpe la
puerta detrás de mí. El aire fresco me recordaba los fríos días de invierno en
la pista de hielo al aire libre.
«No
son malas vistas -dijo Andrew. En la distancia, al borde de las altas llanuras,
había majestuosas montañas cubiertas de nieve que se alzaban como una larga
fortaleza -. Detrás de esas montañas está la salvaje costa oeste, y después, a
tres mil kilómetros de distancia cruzando el océano, está Australia». Me cogió
de la mano.
«Da
miedo pensar lo lejos que estamos del resto del mundo», señalé. Andrew sonrió.
Miré la ciudad que teníamos a nuestros pies, que parecía muy pequeña, y vi
apenas un puñado de edificios altos que se agolpaban en algún lugar del centro
y, a su alrededor, casas bajas esparcidas en la zona de las afueras. «¿Esa es
toda la ciudad?», pregunté.
«Sí.
Aquí hay mucho espacio, no tenemos que vivir en grandes bloques de pisos como
hacéis en Europa. Ahí está la belleza de Nueva Zelanda».
Temblando
de frío, volví rápidamente al coche y nos dirigimos al otro lado de la colina.
Pasamos por delante de un pequeño edificio de piedra que parecía un castillo y
después por una calle ancha salpicada de preciosos jardines y grandes casas de
madera victorianas a cada lado. Todo parecía muy ordenado, alegre y con mucho
encanto, como si lo hubieran sacado de las páginas de algún libro para niños.
Las calles de la ciudad parecían desiertas, como solían estar las calles de
Sarajevo cuando había algún partido de fútbol importante y todos estaban en sus
casas pegados a la televisión. «¿Hoy es fiesta? -pregunté. Andrew respondió que
no-. Entonces, ¿dónde está todo el mundo? Estaba confundida… Él se echó a reír
y me dijo que, tal y como me había advertido, allí no había nadie; había más
ovejas que personas. Después me dijo que me llevaría a Hagley Park, que me
encantaría. Allí había grandes robles y castaños dando sombra a unos enormes
prados verdes, vacíos, que había en medio del parque, y vimos también unos
cuantos patos huyendo de los ciclistas que pasaban zumbando con sus bicicletas.
«Es un parque enorme, mira todos esos árboles. Si estuviéramos en Sarajevo ya
los habrían cortado todos para hacer leña», dije.
«Solo
están aquí rodeando los campos deportivos donde se juega al rugby y al cricket -dijo
Andrew-. También hay un jardín botánico muy grande, un campo de golf y un lago.
El parque entero es enorme».
«Este
lugar parece Inglaterra, por lo que he visto en algunas películas», dije
mientras veía un largo edificio de estilo gótico que había cerca del parque, y
unos grupos de escolares con chaquetas de rayas blancas y negras y corbata.
«La
ciudad la colonizaron los ingleses, y lleva el nombre de la Facultad de Christ
Church de la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Los cuatro primeros barcos
con colonos atracaron en Lyttelton. Habría sido genial que hubieran construido
la ciudad en el puerto, pero, como no había ninguna fuente de donde conseguir
agua, subieron por la colina y, cuando descubrieron que había dos ríos, la
construyeron aquí».
«Es
una ciudad preciosa», dije. Poco después fuimos a la agencia de viajes. La
agente era una simpática mujer pelirroja que conocía a Andrew desde hacía años.
Cuando se enteró de que yo era de Sarajevo se mostró muy comprensiva: «Oh, es
horrible lo que está pasando allí. Aquí estamos tan lejos que nos resulta
difícil entender por qué hay tanto conflicto», dijo, y nos ofreció una silla.
Andrew
empezó a explicarle los motivos por los que había comenzado la guerra, pero,
por la expresión de su cara, supe que estaba completamente perdida. Sin embargo,
escuchó pacientemente. «Aquí tenemos tanta suerte… -dijo, y después miró la
pantalla de su ordenador-. En fin, vamos a ver vuestros vuelos». Reservamos los
vuelos para mediados de septiembre.
«No
tengo ni idea de cómo va a sobrevivir mi familia tanto tiempo sin mí», le dije
a Andrew mientras salíamos de la agencia.
«Quizá
haya alguna manera de enviarles dinero para que, al menos, puedan comprar
comida», respondió él.
«Oh,
me siento toda una carga. No es tu responsabilidad, no tienes por qué ayudar», farfullé.
«Atka,
ahora también son mi familia. Por supuesto que voy a ayudar. Al menos no
tenemos que preocuparnos por el dinero». Volvimos con el coche por la colina y
le dije que lamentaba que tuviéramos que quedarnos allí por mi culpa. «Atka,
esto es lo que tenemos que hacer y no tienes que disculparte conmigo por nada.
Y por mi trabajo no hay ningún problema; por suerte, mi editor entiende nuestra
situación…».
Esa
semana hablamos con nuestro amigo David, de Nueva York. Iba a volver a Sarajevo
dentro de poco y nos prometió que iría a ver a mis padres y a explicarles dónde
estábamos y por qué no habíamos vuelto todavía. ¡Por fin teníamos una conexión!
A la mañana siguiente, Andrew fue al banco y transfirió dinero a la cuenta de
David para que pudiera llevárselo a mi familia.
Rose
se había aprendido los nombres y las edades de todos mis hermanos y quería que
le contara más cosas de ellos, así que pasábamos horas hablando. «Los hermanos
pequeños de Atka parecen un grupo de Oliver Twists», le dijo Andrew una tarde
cuando estábamos los cuatro sentados en el salón.
Mientras
estudiaba en la mesita de café el gran atlas del mundo, Bill preguntó por qué
se habría construido Sarajevo en ese punto. Yo, que estaba en el sofá verde, me
di la vuelta y le dije: «Originalmente había un asentamiento romano junto a
unas aguas termales que había cerca de Sarajevo. Siglos después, durante el
periodo otomano, los comerciantes que viajaban desde el este y el oeste solían
parar allí para que sus caballos descansaran, en una posada de carretera que
había en nuestro valle, y de ahí fue creciendo el asentamiento».
«Eso
tiene sentido -respondió Bill, que tosía de vez en cuando-. ¿Y el nombre de la
ciudad? ¿Significa algo?».
Andrew
estaba en la otra punta del sofá leyendo el periódico y entonces bajó la página
y dijo: «Alguien me contó una vez que venía de una palabra turca».
«Y
así es. Cuando era pequeña, mi abuelo me contó una historia sobre un gran visir
turco que estaba…»
«Un
visir… Eso es un potentado, ¿verdad?», dijo Rose, que estaba sentada al lado de
Bill con las piernas encogidas sobre el sofá. Él dijo que así era, y yo
continué diciendo: «En fin, hace cientos de años, este gran visir estaba
viajando por nuestro valle cuando, de repente, una gran tormenta golpeó su
caravana. No había tiempo para montar una tienda de campaña y cubrirla con
alfombras persas, paños de seda y otras riquezas a las que el gran visir estaba
acostumbrado, y el único refugio que encontraron fue ese pequeño
establecimiento de carretera, que tenía unos pequeños establos para los
caballos. Los criados, avergonzados de no haber podido encontrar nada mejor, no
dejaban de disculparse ante el visir, pero él respondió que, en medio de una
tormenta tan aterradora como aquella, ese apeadero le parecía tan magnífico como
un saray, que en turco significa “palacio”. Sarajevo es la combinación de la
palabra “saray” y “ovasi”, que en turco significa “campos”, así que el nombre
significa literalmente “los campos alrededor de palacio”».
«Es
una historia encantadora -dijo Rose-. En vuestro país tenéis mucha historia.
Nueva Zelanda es tan joven…»
«Sí,
aquí los edificios son tan nuevos que la pintura todavía está húmeda», añadió
Bill, y todos nos echamos a reír.
Rose
se fue y trajo un cuaderno de la cocina y, mirando las páginas, dijo
lentamente: «Estaba pensando que… como te vas a quedar aquí un tiempo, ¿por qué
no os casáis aquí? -nos miró a Andrew y a mí-. ¿Qué os parece, queridos? Estáis
enamorados, ¿por qué esperar?».
«Oh,
Rose, yo no me imagino mi boda sin mi familia ni mis amigos…», le expliqué.
«Pero
puedes tener otra boda con tu familia cuando vuelvas a Sarajevo. Para nosotros
significaría mucho poder veros aquí casados, y no sería nada grande, solo unos
cuantos amigos y la familia».
«Yo
creo que es una buena idea», dijo Andrew. Me miró y esperó a que yo dijera
algo.
«Pero
me encuentro tan mal… Y, para ser sincera, no tengo la cabeza como para pensar
en una boda…»
«No
tendrías que preocuparte de nada, pequeña, nosotros estaremos encantadísimos de
organizarlo todo», dijo Bill en seguida. Andrew y yo nos miramos, y me dijo que
dependía de mí. «Bueno -dije dudando-, supongo que podemos hacerlo, pero tendrá
que ser algo pequeño».
«Por
supuesto; será algo muy sencillo», nos aseguró Rose.
Después
le dije a Andrew lo triste y extraña que iba a ser esa boda para mí sin que
hubiera nadie de mi familia ni mis amigos. «Tú piensa que es solo una fiesta, y
organizaremos otra en Sarajevo para todo el mundo cuando volvamos allí -sugirió-.
Además, hace mucho tiempo que no veo a mis amigos y a mis primos, y será
estupendo volver a verlos y que puedas conocerlos a todos».
Unos
días más tarde, en medio de la noche, recibimos una llamada de Ariane, que
estaba de vuelta en Sarajevo. Mesha y mi madre estaban con ella. Yo temblaba
mientras hablábamos, y esperaba nerviosa a que sonara mi propio eco antes de
que respondieran. Todos estaban vivos y acababan de recibir el dinero que les
habíamos enviado. Ahora habían abierto un túnel largo y estrecho que habían
cavado por debajo de la pista y podían llevar comida y suministro militar a la
ciudad. Como era la única vía de salvamento para la ciudad, todo el mundo
acordó llamarla «el túnel de la vida», y, como ya existía ese túnel, comprar
comida en el mercado negro era ahora más barato.
Cuando
les dije cuánto les echaba de menos a todos, me dijeron que pensara lo primero
en el bebé, que me cuidara y que diera muchos saludos a Andrew y a sus padres.
Andrew anotó el número de satélite de Ariane en Sarajevo y quedamos en volver a
llamarles al poco tiempo. Justo antes de colgar, Mesha dijo: «Buena suerte en
la boda. Estará bien, pero te garantizo que la que hagamos aquí será todavía
más grande». Yo sonreí y en seguida llamé a mis hermanas a Zagreb para decirles
que había hablado con mamá y con Mesha.
Agosto
llegó plagado de vientos helados del Antártico, y el mes pasó volando entre el
dolor y el sueño, interrumpidos por llamadas esporádicas a mi familia. Lo que
más me importaba eran las continuas noticias que llegaban de mi país. Volvimos
unas cuantas veces al médico, pero siempre nos decía que los tres primeros
meses de embarazo solían ser duros para las mujeres sanas, así que más aún para
alguien como yo, que acababa de pasar un año en una zona en guerra. Seguía
pensando que no hacía falta hacerme una ecografía de riñón, pero me dio cita
para hacerme una del bebé dos días antes de la fecha en que íbamos a volver a
Europa.
Mi
familia pudo comprar la comida suficiente con el dinero que habían recibido a
través de David. Ante la llegada del invierno, la gente del barrio se había
organizado para cavar zanjas en nuestra calle e instalaron tuberías para el gas
en las casas que no lo tenían, como era el caso de la nuestra. Saber que mi
familia no iba a congelarse y que ahora tendrían gas para cocinar fue el mejor
regalo que podían hacerme para mi veintitrés cumpleaños, que era a finales de
mes.
Y
entonces llegó el día de la boda. Como no conocía a nadie, le pedí a Rose que
fuera mi dama de honor y a Bill que fuera mi padrino. Mientras caminaba entre
una multitud de gente desconocida temía romper a llorar, pero entonces vi a
Andrew sonriéndome y me quedé tranquila. La ceremonia fue breve y sencilla,
pero después hubo una gran celebración. Estaban allí la mayoría de los amigos y
de la familia de Andrew. Se celebró en casa de Bill y Rose, y por encima de
ella vino una pequeña avioneta volando con una pancarta que decía «Bon chance
de Paris». Era una sorpresa especial que había organizado el editor de Andrew
desde París. Sin mis amigos ni mi familia allí, me sentía un poco como si yo no
tuviera nada que ver con todo aquello, como si fuera la boda de otra persona.
Uno de los tíos de Andrew vino hacia mí y me dijo: «Atka, sé cómo te sientes -era
un hombre muy simpático con un fuerte acento austríaco-. Hace muchos años,
cuando llegué a Nueva Zelanda, no conocía a nadie, ni a un alma, y cuando me
casé no había nadie en mi boda, igual que tú…». Hablaba con lágrimas en los
ojos, y después se giró hacia el resto de los invitados y, levantando su copa,
propuso un brindis por Andrew y por mí. Luego, antes de que se sentara todo el
mundo a cenar, Bill brindó por mi familia y Andrew me agarró la mano con
fuerza.
El
lunes después de la boda fuimos al hospital para la primera ecografía del bebé.
«Eso es el latido de su corazón», dijo la radióloga, indicándonos un ruido
sordo. Andrew y yo nos dimos las manos y miramos la pantalla sonriendo. La
radióloga estuvo unos minutos moviendo el ecógrafo hacia arriba y hacia abajo
por mi tripa y después su expresión adquirió cierta seriedad. «Hmm… -murmuró
mientras miraba a la pantalla-. Déjenme que observe esto un poco más».
«¿Observar
qué?». Andrew y yo nos asustamos.
La
ginecóloga acercó un poco más la silla a la pantalla y dijo: «Parece… Parece un
gastro… -dijo algo que no entendí-. Voy a buscar un médico», y abandonó la sala
bruscamente.
Yo
no tenía ni idea de lo que había querido decir, y miré a Andrew horrorizada. Él
puso mala cara, y yo, tirándole de la mano, le pregunté qué había dicho, qué significaba
esa palabra. Se me pasó por la cabeza un bebé bicéfalo, y me sentí como si
estuviera hundiéndome más y más en la cama hasta acabar en el suelo. «No estoy
seguro. Yo tampoco he entendido esa palabra, pero me temo que tiene algo que
ver con el estómago del bebé. Sea lo que sea, podremos con ello», dijo Andrew,
y me agarró la mano mientras esperábamos en esa habitación pequeña y oscura.
El
médico entró y, después de estar observando la pantalla durante un tiempo que a
mí me pareció una eternidad, confirmó que nuestro bebé tenía gastrosquisis, un
gran agujero en la pared abdominal que implicaba que algunos órganos internos
estaban desarrollándose fuera del estómago del bebé. «Lo siento mucho», dijo.
Yo sentí como una sensación de derrota, y Andrew, con la voz temblorosa, le
preguntó si era operable. «Depende. Tenemos que hacer más pruebas, ya saben, la
gastrosquisis es un problema cromosómico que suele tener complicaciones
añadidas, síndrome de Down y un montón de cosas más que creo que no debo detallar
antes de hacer más pruebas». El médico hablaba lentamente. Yo respiraba con
dificultad, parecía como si hubieran sacado todo el aire de la habitación, pero
conseguí preguntarle qué lo causaba, ¿estrés? ¿malnutrición?. «No lo sabemos
con exactitud», dijo el médico encogiéndose de hombros.
«Si
el resto de las pruebas salen bien, ¿podría adelantarnos cuál sería el
pronóstico?», preguntó Andrew.
«Si
es un caso claro de gastrosquisis, normalmente hacen falta un par de
operaciones después de que el bebé nazca. Los recién nacidos necesitan estar en
cuidados intensivos durante incluso diez semanas, pero, una vez que consiguen
empezar a comer, normalmente se recuperan bastante bien».
«¿Podemos
hacer esas pruebas cuanto antes? -le pregunté yo-. Nos vamos a Sarajevo dentro
de dos días».
«¿En
serio? ¿No están en guerra en Bosnia? -preguntó preocupado-. Esta es una
situación muy seria, ¿creen que allí los hospitales podrán hacerse cargo de
esto?».
«No,
en absoluto -dijo Andrew categóricamente-, ya ni siquiera tienen lo básico».
«Bueno,
depende de ustedes -dijo el médico-, pero yo les aconsejo vivamente que no
vayan».
Andrew
y yo salimos del hospital destrozados, y estuvimos llorando durante todo el
camino de vuelta a su casa. Cancelamos los billetes y esperamos a que hicieran
las pruebas. No podíamos hacer nada más. Nada. Y yo me sentía deshecha e
impotente: al día siguiente, de pura ira, cogí mi melena y me la corté.
Un
halo de esperanza
Hana
Atk
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