¿Cuál es la idea de hablar de progreso a un mundo que se sume en la
rigidez de la muerte? Walter Benjamín
Toda época ha
rechazado su propia modernidad; toda época, desde la primera en adelante, ha
preferido la época anterior. Walter Map
Prólogo a la edición en español
La versión original de
este libro fue publicada en inglés en 1989. En cierta medida, su tono refleja
las peculiaridades culturales y políticas del ambiente que predominó en los
países de habla inglesa a fines de los años ochentas. Después de todo, era la época
de Reagan y de Thatcher, época en la cual las economías occidentales parecían
flotar hacia una prosperidad cada vez mayor, sostenida por una ola de
especulación en el mercado de valores y en el intercambio comercial acompañada
por una retórica generalizada de libre mercado y por una insaciable avidez. La
idea de que habíamos entrado en una época postmoderna, en la cual los viejos
temas de la razón y la revolución carecían de validez, fue bien acogida, y esto
se debió en gran parte a que correspondía a la experiencia de una generación de
profesionales que ascendían en la escala social y que habían renunciado a los
sueños juveniles de un cambio político radical en favor de una cultura de
ostentoso consumo.
Hoy en día, al menos en Europa Occidental y en Norteamérica, la situación
económica y política es muy diferente. Lo que los japoneses llamaron la
"economía-burbuja" estalló por fin, como sucede con todas las
bonanzas basadas en la especulación. Las naciones avanzadas se precipitaron
hacia la tercera recesión de importancia en los últimos veinticinco años. La
euforia que rodeó el fin de la guerra fría y el hundimiento de los regímenes de
Europa Oriental y de la Unión Soviética, sumada a la creencia de que el
capitalismo liberal podía construir ahora un "nuevo orden mundial",
se disolvió pronto debido a la caída de la economía y al estallido de
encarnizadas guerras en varios de los antiguos países "socialistas".
Sin embargo, creo que los problemas filosóficos, históricos y estéticos
que se exploran en el libro ameritan todavía su discusión. En primer lugar,
como sostiene Jürgen Habermas en El
discurso filosófico de la modernidad, la controversia en torno al tema se
ha prolongado por más de ciento cincuenta años, desde el colapso del sistema
hegeliano. El debate alrededor de las doctrinas de Nietzsche y de Heidegger,
que constituyen el núcleo del postmodernismo, se ha vuelto demasiado intenso
para verse seriamente debilitado por cambios a corto plazo en la coyuntura
económica y política. El problema de saber si debemos rechazar la modernidad y
buscar nuevos recursos filosóficos y culturales en el pasado, o radicalizar la
modernidad a través de una transformación social que realice la promesa de una
sociedad libre y racional, no ha terminado aún.
En segundo lugar, los temas postmodernistas continúan inspirando muchas
de las controversias actuales, como puede ilustrarse con dos simples ejemplos.
El famoso anuncio del fin de la historia proclamado por Francis Fukuyama
oculta, bajo su mensaje superficial, un extremo triunfalismo capitalista y un
pesimismo cultural subyacente que representa una versión neoconservadora de
temas popularizados por Baudrillard y otros escritores de la misma especie,
cuyas obras proclaman la existencia de un mundo "posthistórico"
desprovisto de significado, en el cual las formas del consumo privado buscan,
probablemente sin éxito, llenar el vacío que deja la desaparición de las
grandes contiendas metafísicas y políticas que conforman el contenido de la
historia. Por otra parte, la "política de la identidad", tan en boga
entre los intelectuales de izquierda, es decir, la preocupación por formas
políticas basadas en identidades impuestas o adoptadas (etnia, color, género y
preferencias sexuales) refleja, entre otras cosas, el desgaste de la confianza
en una política universal de libertad susceptible de unir a las víctimas de las
diferentes formas de opresión en una lucha común.
El postmodernismo ha contribuido de manera significativa a esta
proliferación de particularismos militantes. Sin embargo, y ésta es la tercera
razón por la cual creo que los argumentos ofrecidos en el libro preservan su
vigencia, la aparente plausibilidad de las ideas postmodernistas tiene su
origen en experiencias reales. Los acontecimientos ocurridos durante los últimos
cinco años, la muerte del "socialismo realmente existente", la
aparición de violentos y destructivos nacionalismos en los Balcanes y en la
antigua Unión Soviética, el resurgimiento de la extrema derecha en Francia,
Alemania y otros países europeos, todos estos hechos refuerzan la creencia de
que los fundamentos de una política universal de emancipación ya no existen.
Contra el postmodernismo, no obstante, permanece fiel a esta
política, y no con base en una creencia irreflexiva, sino a través de lo que
pretende ser una argumentación razonada. Como es inevitable, el libro no
discute todos los asuntos pertinentes para los temas tratados. El significado
del colapso del "socialismo realmente existente", que no fue, en mi
opinión, una forma de socialismo sino un capitalismo de estado burocrático, es
el tema de un libro más reciente, The
Revenge of History, y el problema de la emancipación universal espero
abordarlo en un próximo trabajo. Entre tanto, los argumentos presentados en Contra el postmodernismo conservan toda
su pertinencia, al menos según mi criterio, y me es grato saber que el público
de habla hispana tendrá oportunidad de considerarlos. Alex Callinicos.
Prefacio y agradecimientos
Este libro es un esfuerzo por controvertir aquella extraña
mezcla de pesimismo político y cultural, por una parte, y de ligero
entretenimiento, por la otra, con la cual un amplio sector de la
intelectualidad contemporánea, en una ridícula repetición del talante
apocalíptico de fines del siglo XIX, se dispone a recibir su propio fin de siécle. Hay algo más que asuntos
filosóficos y estéticos en juego. Fundamentalmente, el problema reside en saber
si el marxismo clásico -considerado ahora por la mayoría de los intelectuales
de izquierda como algo terriblemente anticuado- puede iluminar nuestra
condición actual y contribuir a su mejoramiento. Para responder a esta pregunta
sigo un tortuoso sendero: utilizo las herramientas de la filosofía y de la
teoría social para examinar la tesis según la cual nos encontraríamos en un
cambio de época en nuestra vida social, tesis que rechazo como falsa.
Creo que jamás habría escrito este libro de no ser por una serie de
invitaciones en las que se me pedía discutir aquello que se convirtió en su
tema. Agradezco de manera especial a todos los participantes en el Seminario
sobre Teoría Crítica de Cardiff; a la revista Theory, Culture & Society, cuyos editores gentilmente me
autorizaron a usar (en el capítulo tercero) parte de un artículo publicado en
ella; al Coloquio sobre Teoría Crítica realizado en la Universidad de Iowa; al
Instituto de Arte Contemporáneo de Londres; a la Conferencia sobre Teoría de
Grupos realizada por la Asociación Británica de Sociología en enero de 1987; al
seminario donde presenté una ponencia en el Departamento de Francés de Birkbeck
College, Londres, y al Taller de Teoría Política de la Universidad de York.
Desearía asimismo agradecer a mis colegas del Departamento de Política de York
por concederme el tiempo necesario para escribir este libro. Fue Colin Gordon
quien me sugirió el bon mot que lleva
por título el primer capítulo. Los trabajos de Perry Anderson, Peter Bürger,
Frederic Jameson y Franco Moretti aclararon mi comprensión del modernismo.
David Held fue, de nuevo, un editor estimulante, entusiasta y colaborador.
Rusell Jacoby, en su interesante aunque deficiente libro The Last Intellectuals, describe cómo la
intelectualidad estadounidense, después de la última guerra mundial, se retira
de la vida pública para refugiarse en la academia. Análoga historia podría
hacerse de sus contrapartes inglesas. Sin duda, de los agradecimientos
anteriores puede colegirse mi ubicación institucional. Pero tengo también la
fortuna de estar sujeto a la disciplina del compromiso activo con una
organización socialista. Desearía entonces, por último, agradecer a mis
compañeros del Partido Socialista de los Trabajadores, tanto por la paciencia
que han mostrado ante mis ensoñaciones especulativas como por su enorme
contribución a la comprensión del capitalismo contemporáneo, que intento
exponer en el capítulo quinto.
Introducción
¿Un libro más sobre el
postmodernismo? ¿Qué posible justificación tendría el contribuir a la
destrucción de las menguadas selvas del mundo para entablar debates que con
seguridad han debido agotarse hace tiempo? Mi incomodidad ante este reto es aún
más aguda por cuanto en los orígenes del presente libro está una emoción poco
recomendable: la irritación. Este sentimiento surgió por la manera cómo, en el
transcurso de la década de 1980, la palabra "postmodernismo" parecía
filtrarse en toda discusión teórica imaginable. Fui invitado a participar en
simposios, conferencias, números especiales de revistas cuyo tema era siempre
el postmodernismo, y dado que en más de una ocasión el tema previsto era bien
diferente, fue una experiencia desconcertante para mí.
No fue, sin embargo, una experiencia idiosincrásica. La década de 1980
constituyó un momento estelar para el postmodernismo. Uno de sus principales
propagandistas, Ihab Hassan, llegó a escribir en una colección editada en 1987:
Quisquillosos académicos evitaron alguna vez
la palabra postmoderno como quien
elude el más sospechoso neologismo. Ahora, sin embargo, el término se ha
convertido en el santo y seña de nuevas tendencias en cine, teatro, danza,
música, arte y arquitectura; en filosofía, teología, psicoanálisis e historiografía;
en nuevas ciencias, tecnologías cibernéticas y varios estilos de vida
culturales.
Ciertamente, el
postmodernismo ha recibido ahora la bendición burocrática del National
Endowment for the Humanities en la forma de seminarios de verano para profesores
universitarios; más allá de esto, ha penetrado el discurso de los críticos
marxistas recientes que, hace sólo una década, ignoraban el término como un
caso más de la basura, modas y estribillos de la sociedad de consumo.1
Las afirmaciones de Hassan se refieren evidentemente a los Estados
Unidos, o en el mejor de los casos a Norteamérica, donde el postmodernismo
halló algunos de sus más extravagantes seguidores en Canadá. No obstante, las
mismas tendencias intelectuales se hacen sentir en Inglaterra. El notable
parroquialismo de la academia británica se aseguró de que tuviera un mayor
impacto en su periferia, es decir, en las personas interesadas en las últimas
tendencias del arte -un simposio sobre postmodernismo en la Galería Tate,
realizado en octubre de 1987, atrajo 1.500 solicitudes para un cupo de 200- o
en los intelectuales liberales de izquierda cuyo diario, The Guardian, dedicó una serie a este tema a fines de 1986, y cuyas
revistas predilectas, New Statesman y
Marxism Today, anunciaron varios
temas postmodernistas. Con variaciones locales, el término
"postmodernismo" fue adoptado también en otros lugares del mundo
occidental.
Pero ¿qué significa? Era ésta la pregunta que me inquietaba cada vez más
cuando constataba la proliferación de los discursos acerca del postmodernismo.
El asunto se veía complicado por el hecho de que los principales productores
del discurso, tales como Jean-François Lyotard y Charles Jenks, ofrecían
definiciones mutuamente inconsistentes, internamente contradictorias y/o
desesperadamente vagas. No obstante, gradualmente llegué a ver con claridad que
el postmodernismo representa la convergencia
de tres movimientos culturales diferenciados. El primero incluye algunos
cambios ocurridos en las artes durante el transcurso de las últimas décadas: en
particular, la reacción en contra del Estilo Internacional en arquitectura,
vinculada con nombres tales como Robert Venturi y James Sterling, quienes por
primera vez introdujeron el término
"postmoderno" en su uso popular.2
Este rechazo del funcionalismo y la austeridad tan valorados por el Bauhaus,
Mies van der Rohe y Gropius en favor de la heterogeneidad de los estilos, que
recurre de manera especial al pasado y a la cultura de masas, halló aparentes
paralelos en otras artes: el regreso al arte figurativo en pintura, por
ejemplo, y la narrativa de escritores como Thomas Pynchon y Umberto Eco.3
En segundo lugar, cierta corriente de la filosofía era considerada como la
expresión conceptual de los temas explorados por los artistas contemporáneos.
Se trataba de un grupo de teóricos franceses que llegaron a ser conocidos
durante los años setentas en el mundo de habla inglesa bajo el rótulo de
"postestructuralistas": en particular, Gilles Deleuze, Jacques
Derrida y Michel Foucault. A pesar de sus muchas diferencias, todos ellos
enfatizaron el carácter fragmentario, heterogéneo y plural de la realidad,
negaron al pensamiento humano la capacidad de alcanzar una explicación objetiva
de esa realidad y redujeron al portador de este pensamiento, el sujeto, a un
incoherente revoltijo de impulsos y deseos sub y transindividuales. Pero en
tercer lugar, el arte y la filosofía parecían reflejar, en oposición al
anti-realismo de los postestructuralistas, cambios ocurridos en el mundo
social. La teoría de la sociedad postindustrial, desarrollada por sociólogos
como Daniel Bell y Alain Touraine, ofrece una versión de las presuntas
transformaciones sufridas por las sociedades occidentales en el transcurso del
último cuarto de siglo. Según estos autores, el mundo desarrollado se encuentra
en una etapa de transición de una economía basada en la producción industrial
masiva hacia una economía en donde la investigación teórica sistemática se
constituye en el motor del crecimiento, una transformación de incalculables
consecuencias sociales, políticas y culturales.
El libro de Lyotard, La condición
postmoderna, publicado en 1979, goza de cierta posición decisiva en las
discusiones acerca del postmodernismo porque, precisamente, conjuga el arte
postmoderno, la filosofía postestructuralista y la teoría de la sociedad
postindustrial. Quizás esta totalidad tenga algunas fisuras, pero su aparente
coherencia ha impresionado a muchos. Lyotard define lo postmoderno en
contraposición a lo moderno:
Haré uso del
término moderno para designar cualquier ciencia que se legitima a sí misma en
referencia a un metadiscurso... haciendo un explícito llamado a tal o cual gran
narrativa: la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del significado, la
emancipación del sujeto razonante o actuante, la creación de la riqueza.
Hegel y Marx se encuentran evidentemente entre los
principales autores de estas grandes narrativas que, según Lyotard, no se
limitan a legitimar discursos teóricos sino también instituciones sociales.
"En contraste, defino lo postmoderno como la incredulidad con respecto a
los metarrelatos". La negación considerada por Lyotard como característica
del postmodernismo -la de la existencia de un patrón general sobre el cual
fundamentar nuestra concepción de una teoría verdadera o de una sociedad justa-
está claramente vinculada con el pluralismo y antirrealismo, cuyos paladines
son los postestructuralistas. Tales posiciones filosóficas encuentran, según
Lyotard, algún asidero objetivo en virtud de que "en la época llamada
postindustrial y postmoderna", en la que "el saber se ha convertido
en la principal fuerza de producción", la ciencia misma se fragmenta en un
cúmulo de juegos, cada uno de los cuales busca inestabilidades en lugar de
leyes deterministas; todos buscan su legitimación, no en una gran narrativa,
sino en la paralogía, la infracción de las reglas. A esta transformación del
carácter del discurso teórico corresponden aquellas formas del arte que han
dejado de buscar la coherencia, la sistematización, la integración a un todo.4
Es evidente que este análisis tiene implicaciones políticas. Lyotard,
quien como miembro del grupo Socialisme
ou Barbarie en los años cincuentas estaba comprometido con una visión
antiestalinista del marxismo, para cuando escribió La condición postmoderna había llegado a rechazar los objetivos de
la revolución socialista: "No es cuestión, en todo caso, de proponer una
alternativa ‘pura’ al sistema: todos sabemos, en estos años setentas que
terminan, que toda alternativa de esta índole terminará pareciéndose al sistema
que pretende reemplazar".5 "Todos" se refiere sin
duda al consenso establecido entre la intelectualidad parisiense en los albores
de los nouveaux philosophes, quienes,
a fines de la década del setenta, articularon el abandono del marxismo por
parte de los desencantados hijos de 1968. En la década subsiguiente, no
obstante, los temas del postmodernismo se avinieron bien con la tendencia
seguida por muchos intelectuales de izquierda en los países de habla inglesa.
La idea de que el mundo occidental había entrado en una época
"postmoderna", fundamentalmente diferente del capitalismo industrial
de los siglos XIX y XX reforzó, por ejemplo, los argumentos de dos de los
principales pensadores llamados "postmarxistas", Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe, quienes sostuvieron que los socialistas debían abandonar el
"clasismo", el énfasis que hace el marxismo clásico sobre la lucha de
clases como fuerza impulsora de la historia y sobre el proletariado como agente
del cambio.6
La fusión resultante entre postmodernismo y postmarxismo se expresa
acertadamente en la revista Marxism Today,
el más radical opositor del "clasismo" en la izquierda inglesa
durante los años ochentas, en la que se anunció hace poco que vivimos "una
nueva era":
A menos de que
la izquierda pueda adaptarse a esta Nueva Era, se verá condenada a la
marginalidad... El núcleo de la Nueva Era es la transición de la antigua
economía fordista de producción masiva hacia un orden postfordista nuevo, más
flexible, basado en los computadores, la tecnología informática y la robótica.
La Nueva Era es, sin embargo, mucho más que una transformación económica.
Nuestro mundo se hace de nuevo. La producción masiva, el consumidor masivo, la
gran ciudad, el Estado como Hermano Mayor, el Estado de la explosión de
vivienda, el Estado-nación están en decadencia: la flexibilidad, la diversidad,
la diferenciación, la movilidad, la comunicación, la descentralización y la
internacionalización están en ascenso. Este proceso transforma nuestra
identidad, el sentido de nosotros mismos, nuestra propia subjetividad. Estamos
en transición hacia una nueva era.7
Este es entonces el terreno delimitado por los discursos
acerca del postmodernismo: un mundo socialmente transformado, del que participan
y reflejan el arte postmoderno y la filosofía postestructuralista, un mundo que
exige un nuevo tipo de política. Por mi parte, rechazo todo esto. No creo que
vivamos en una "nueva era", en una era "postindustrial y
postmoderna" fundamentalmente diferente del modo capitalista de producción
que ha dominado el mundo durante los dos siglos anteriores.
Niego las principales tesis del postestructuralismo por
considerarlas sustancialmente falsas. Dudo mucho de que el arte postmoderno
represente una ruptura cualitativa con el modernismo de comienzos de siglo. Más
aún, gran parte de lo que ha sido escrito para sustentar la idea de que vivimos
en una época postmoderna me parece de ínfimo calibre intelectual, usualmente
superficial, a menudo desinformado y en ocasiones totalmente incoherente.
Debería, sin embargo, matizar este juicio. No creo que el trabajo de los
filósofos conocidos como postestructuralistas pueda descartarse sin más: es
posible que Deleuze, Derrida y Foucault estén equivocados en ciertos aspectos
fundamentales, pero desarrollan sus ideas con considerable habilidad y
sofisticación a la vez que ofrecen visiones parciales de innegable valor. Sin
embargo, tampoco es claro que suscriban necesariamente la idea de una época
postmoderna. Cuando se le invitó a comentar esta idea poco antes de su muerte,
Foucault respondió sardónicamente: "¿A qué llamamos postmodernidad? ¿Será
que no estoy actualizado?"8 Es preciso distinguir entre las
teorías filosóficas desarrolladas entre las décadas de 1950 y 1970 y agrupadas
luego bajo el título de "postestructuralismo", de la apropiación que
se hizo de ellas durante los años ochentas para apoyar la tesis del surgimiento
de una nueva era. Este último desarrollo ha sido liderado por filósofos,
críticos y teóricos sociales estadounidenses, con ayuda de algunas figuras
parisienses, Lyotard y Baudrillard, quienes, cuando se comparan con Deleuze,
Derrida y Foucault, aparecen como meros epígonos del postestructuralismo.
Análogo argumento puede ofrecerse con respecto al arte postmoderno. A
menudo parece que la diferencia entre los postmodernistas y sus oponentes
reside en la evaluación que hacen de los méritos o falta de méritos de la
reciente literatura, pintura o arquitectura, comparadas con las obras maestras
del modernismo en Joyce, Picasso o Mies.9 No obstante, habría una
cuestión previa independiente de tales juicios de valor, que constituye la
preocupación principal de este libro, a saber, si en efecto podemos distinguir
radicalmente el modernismo y el postmodernismo como dos épocas diferentes de la
historia de las artes. Si, como lo argumento, tal cosa es imposible, y si las
doctrinas que proclaman la existencia o el surgimiento de una época postmoderna
son falsas, como también lo afirmo, nos vemos abocados a una pregunta ulterior:
¿de dónde proviene el profuso discurso sobre la postmodernidad? ¿Por qué, en la
década pasada, gran parte de la intelectualidad occidental llegó a convencerse
de que tanto el sistema socioeconómico como las prácticas culturales
experimentan una ruptura fundamental con respecto al pasado reciente?
Este libro se propone responder esta pregunta, así como refutar los
argumentos ofrecidos en favor de la idea de tal ruptura. Por consiguiente,
ocupa de manera un tanto incómoda aquel espacio definido por la convergencia de
la filosofía, la teoría social y los escritos históricos. Por fortuna, existe
una tradición intelectual caracterizada precisamente por realizar una síntesis
de estos géneros: el materialismo histórico clásico del propio Marx, Engels,
Lenin, Trotsky, Luxemburgo y Gramsci. Desde la perspectiva de tal tradición,
este libro puede verse como la continuación, en una clave menor, de la crítica
de Marx a la religión, en la que trata al cristianismo, en particular, no sólo
como un conjunto de falsas creencias, cosa que ya había hecho la Ilustración,
sino como la expresión distorsionada de necesidades reales negadas por la
sociedad de clases. En este sentido, no busco sólo demostrar la insuficiencia
intelectual del postmodernismo, comprendido como la doctrina según la cual
entramos ahora en una época postmoderna, justificada por referencia al arte
postmoderno, a la filosofía postestructuralista y a la teoría de la sociedad
postindustrial, sino colocarlo en un contexto histórico. El postmodernismo puede
ser considerado, desde esta perspectiva, como un síntoma.
La estructura del libro refleja la estrategia descrita. El capítulo
primero explora los principales rasgos del discurso postmodernista. Se centra
especialmente en la posición preponderante atribuida en este discurso al
modernismo, en la forma como lo caricaturiza y a la vez se apropia de sus
características definitorias para el arte postmoderno, con la intención de
crear la impresión de una ruptura reciente y radical en la experiencia cultural.
Esto nos lleva en el capítulo segundo a una explicación alternativa del
modernismo. Con base en una lectura crítica de los trabajos de Perry Anderson,
Peter Bürger y Franco Moretti, sostengo que el florecimiento del arte
modernista a comienzos del presente siglo debe ser visto a la luz de una
coyuntura histórica específica que, en vísperas de la Revolución de Octubre,
dio lugar a la radicalización del modernismo manifestada en movimientos de
vanguardia tales como el constructivismo y el surrealismo, en los que se
cuestiona la institución misma del arte como parte de la lucha por una
transformación social más amplia. La derrota de la revolución socialista fue
también la de las vanguardias y determinó la historia subsiguiente del
modernismo, respecto del cual el arte postmoderno es sólo una variante más.
En el capítulo tercero me ocupo del postestructuralismo, que debe verse, inter alia, como la expresión filosófica
del modernismo, cuyos temas característicos fueron anunciados por Nietzsche, el
autor de mayor influencia en la obra de Deleuze, Derrida y Foucault. Procedo
luego a resaltar lo que parecen ser las mayores dificultades comunes a estos
filósofos: la negación de toda objetividad al discurso, la incapacidad de
fundar la oposición al poder que pretenden articular y la negación de toda
coherencia e iniciativa al sujeto humano. Argumentaré que el regreso de
Foucault, en su última obra, a la idea nietzscheana de un sujeto que se inventa
a sí mismo no resuelve estos problemas y que la escritura de Baudrillard, tan
en boga, es una vulgar caricatura de los aspectos novedosos e interesantes del
postestructuralismo.
El crítico más reciente de esta tradición es Jürgen Habermas, y El discurso filosófico de la modernidad (1985)
es ciertamente una de las obras clásicas de la década. Sin embargo, en el
capítulo cuarto sostengo que la crítica de Habermas al postmodernismo se ve en
gran medida debilitada por una concepción esencialmente procedimental de la
razón, elemento central de su teoría de la acción comunicativa, que lo conduce
a una filosofía del lenguaje implausible, a una teoría idealista de la sociedad
y a una explicación poco crítica de la democracia liberal moderna. Me propongo
afirmar que sólo el materialismo histórico clásico, reforzado por una
explicación del lenguaje y del pensamiento a la vez naturalista y comunicativa,
puede suministrar una base segura para la defensa de la "Ilustración
radicalizada" con la que Habermas está comprometido.
Finalmente, en el capítulo quinto me ocupo de la teoría social del postmodernismo,
y no sólo de la idea de una sociedad postindustrial, cuya refutación es
relativamente sencilla, sino de aquellos intentos más persuasivos realizados
por marxistas o marxizantes como Frederic Jameson, Scott Lash y John Urry, para
quienes una nueva fase "multinacional" o "desorganizada"
del capitalismo subyace al presunto surgimiento del arte postmoderno. Creo, no
obstante, que los cambios detectados por estos autores, cuando no excesivamente
exagerados, son el producto de tendencias mucho más prolongadas o bien de
circunstancias propias de la coyuntura económica particular y altamente
inestable de los años ochentas. Al considerar esta coyuntura nos vemos
conducidos a discutir las raíces del postmodernismo que, en mi concepto, deben
hallarse en la combinación del desencanto producido por las secuelas de 1958 en
el mundo occidental y las oportunidades de un estilo de vida
"sobreconsumista" ofrecido por el capitalismo a los estratos de
cuello blanco en la era Reagan-Thatcher.
Este argumento nos lleva a unas conclusiones políticas coherentes con los
compromisos intelectuales que hemos formulado, ya que uno de los propósitos del
libro, y no el de menor importancia, es la reafirmación de la tradición
revolucionaria socialista en contra de los apóstoles de la "nueva
era". Los lectores juzgarán si mis argumentos respaldan suficientemente
esta afirmación, pero el intento realizado suministra una respuesta, al menos
satisfactoria para mí, a la exigencia de justificar el haberlo escrito.
Su tono es predominantemente crítico, como puede colegirse del anterior
resumen. Mi preocupación no es exponer mis propias concepciones, sino demostrar
lo erróneo de las concepciones ajenas. Sin embargo, implícitos a lo largo del
libro y en ocasiones explícitos, hay fragmentos de una explicación alternativa
de aquellos asuntos sobre los que se centra la controversia en torno al
postmodernismo: la naturaleza de la modernidad y del arte moderno, por ejemplo
(capítulo segundo), y los atributos de la racionalidad (capítulo cuarto). Por
razones obvias, es imposible ofrecer un argumento explícito para fundamentar
esta explicación; quizás las críticas al postmodernismo, de ser persuasivas,
sirvan de recomendación a mis propias ideas. Parte de la argumentación que aquí
se echa de menos se halla en otro libro, Making
History, donde intento desarrollar una teoría de la estructura y de la
acción, un contrapeso necesario al antihumanismo de Deleuze, Derrida y
Foucault. No obstante, en última instancia, los argumentos con los que se
compromete el presente libro -especialmente en el capítulo quinto- se resuelven
en el debate más general acerca de si el marxismo clásico puede suministrar
todavía una orientación teórica y práctica en el mundo contemporáneo,
controversia que no será dirimida a nivel del discurso, sino en el terreno de
la política.
Notas
1. Hassan,
The Postmodem Turn, 1987, p. xi.
2. A todo lo largo del libro, utilizo la palabra
"arte" en un sentido genérico para referirme no sólo a la pintura y
la escultura, sino también a la arquitectura, la música, la literatura, etc.
3. Ciertamente, parece que el primer uso relativamente
sistemático deltérmino "postmoderno" tenía como propósito
caracterizar ciertas narrativas experimentales de fines de la década de 1950 y
los años sesentas: ver Hassan, op. cit,
pp. 85-86, y F. Kermode, History and
Value, Oxford, 1988, pp. 129-30.
4. PMC, pp. xxiii-iv, 5 y passim.
5. Ibid. p. 66.
6. E.
Laclau y C. Mouffe, Hegemony and
Socialist Strategy, Londres, 1985. Ver la crítica a toda esta corriente en E. M. Wood, The Retreat from Class, Londres, 1986.
7. Marxism
Today,
introducción a un número especial sobre "La nueva era", octubre de
1988.
8. M.
Foucault, "Structuralism and Poststructuralism", Telos 55,1983, p. 204. 9. Compárese, por ejemplo, T. Eagleton,
"Capitalism, Modernism and Postmodernism" NLR 152,1985, y L. Hutcheon, A
Poetics of Postmodernism, Londres, 1988.
Abreviaciones
DFM J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad,
(Madrid, 1989).
FT
Financial Times.
MH
A. Callinicos, Making History (Cambridge,
1987).
MIC
C. Nelson y L. Grossberg, eds., Marxism
and the Interpretation of Culture (Houndmills, 1988).
MR
P. Anderson, "Modernity and Revolution", en MIC.
NGC
New German Critique
NLR
New Left Review
PMC
J.-F. Lyotard, The Postmodem Condition (Manchester,
1984).
TAC
J. Habermas, The Theory of Communicative
Action I, (Londres, 1984), II
(Cambridge, 1987).
TCS Theory, Culture & Society.
1. La jerga de la postmodernidad
Vivimos, lamento decirlo, en una época de
superficies.
Oscar Wilde
1.1 La Ilustración y todo eso
"Postmodernidad" y revolución: el tema de este libro podría
resumirse en estas dos palabras que, en apariencia, tienen poco en común. En
realidad, ambas comparten al menos un rasgo: carecen de referente en el mundo
social. Pero cada una lo hace de manera diferente. La revolución socialista es
el resultado de procesos históricos operantes en el transcurso del presente
siglo que han producido una serie de importantes convulsiones sociales y
políticas y, en una ocasión -en Rusia, en octubre de 1917- el surgimiento real,
si bien poco duradero, de un Estado de la clase obrera. La inexistencia de una
revolución socialista exitosa es un hecho histórico contingente. La
postmodernidad, por el contrario, es una construcción meramente teórica cuyo
primordial interés reside en la circunstancia de ser un síntoma del talante
actual de la intelectualidad occidental (de ahí las comillas en torno a la
palabra "postmodernidad", que deben ser tratadas como si rodearan en
forma invisible toda ocurrencia del término en este libro). Postmodernidad y
revolución, no obstante, están relacionadas. La creencia en una época
postmoderna no sólo se asocia, por lo general, con el rechazo a la revolución
socialista, por irrealizable o indeseable, sino que el fracaso percibido de la
revolución es lo que ha contribuido a la difundida aceptación de esta creencia.
Lyotard trata el rechazo a la revolución como un caso particular de un
fenómeno más general y constitutivo de lo postmoderno: el colapso de las
"grandes narrativas". Estas estarían asociadas primordialmente con la
Ilustración, esto es, con aquellos pensadores del siglo XVIII, en su mayoría
franceses y escoceses, que buscaban extender los métodos de la revolución
científica del siglo XVII a la explicación del mundo social como parte del
esfuerzo más amplio del ser humano por obtener un control racional de su
entorno. La filosofía de la historia que resulta de este enfoque está expresada
en el título del célebre ensayo de Condorcet, Esbozo del progreso de la mente humana: en la evolución de la
sociedad puede leerse el mejoramiento progresivo de la condición del hombre.
Lyotard considera a Hegel y a Marx, al menos en este sentido, como sucesores de
los philosophes, pero sostiene que
ahora, sin embargo, la totalidad del proyecto de la Ilustración se ha ido a
pique:
La idea de que el progreso es
posible, probable o necesario estaba arraigada en la certeza de que el
desarrollo de las artes, la tecnología, el conocimiento y la libertad iría en
beneficio de la humanidad en su conjunto.
Dos siglos después, somos más sensibles a los signos que nos
indican lo contrario. Ni el liberalismo económico ni el político, como tampoco
la variedad de los marxismos, están libres de sospecha en lo referente a
crímenes de lesa humanidad durante los dos sanguinarios siglos pasados... ¿Qué
tipo de pensamiento sería capaz de resolver en un nivel superior (Aufheben) a
Auschwitz dentro de un proceso general (empírico o
especulativo) hacia la emancipación universal?1
Lyotard califica este pensamiento de "trivial"; un término
mejor sería "obsoleto." Aquello que Georg Lukács llama el
"anticapitalismo romántico" había surgido ya a fines del siglo XVIII,
en oposición a la Ilustración y al orden social burgués al que parecía
sancionar en nombre de un pasado precapitalista idealizado.2 Podría
considerarse que Hegel y Marx responden a la crítica romántica de la
Ilustración en cuanto buscan incorporarla a una comprensión más compleja del
desarrollo histórico que la ofrecida por Condorcet y otros philosophes. El rechazo a la Ilustración, que a menudo se atribuye
a Nietzsche, fue producto del pensamiento europeo de fines de los siglos XVIII
y XIX. Quizás el ejemplo reciente más famoso y complejo de esta tradición sea La dialéctica de la Ilustración de Max
Horkheimer y Theodor Adorno (1944), donde se afirma que la necesidad de dominar
la naturaleza, consagrada por los philosophes,
culmina en el "mundo totalmente administrado" del capitalismo tardío,
en el cual lo reprimido regresa bajo la forma bárbara e irracional del
fascismo.
La "incredulidad frente a las grandes narrativas" o
"metarrelatos", como los llaman otros autores, es entonces al menos
tan vieja como la Ilustración, movimiento donde proliferaron. El
reconocimiento, a fines del siglo pasado, de lo que Sorel denominó las
ilusiones del progreso parece particularmente incómodo para quienes se proponen
asociar de manera distintiva el arte postmoderno con tal incredulidad, pues las
figuras principales de la era heroica del modernismo rechazan por lo general la
noción de progreso histórico. T.S. Eliot, por ejemplo, en la famosa reseña de Ulises escrita en 1923, describe el uso
que hace Joyce del mito "sencillamente como una manera de controlar,
ordenar y conferir forma y sentido al inmenso panorama de futilidad y anarquía
que es la historia contemporánea".3 Frank Kermode argumenta que
"el sentido de un final", el sentimiento de encontrarse al final de
una época, "el ánimo impregnado de crisis final" es "endémico a
lo que llamamos modernidad".4
Sin embargo, una concepción apocalíptica de la postmodernidad como lugar
de la catástrofe final de la civilización occidental es bastante común. Arthur
Kroker y David Cooke, por ejemplo, escriben: "La nuestra es una
consciencia de fin de milenio que, al final de la historia, en la época
crepuscular del ultramodernismo (de la tecnología) y el hiperprimitivismo (de
los talantes públicos), descubre un gran panorama de desintegración y
decadencia contra la irradiación de un trasfondo de parodia, kitsch y
agotamiento".5 Pero los postmodernistas no sólo reclaman como
propia esta consciencia apocalíptica, rasgo bastante común del pensamiento
occidental desde la Edad Media, según Kermode,6 sino que la
contraponen al modernismo, que conciben a su vez como símbolo de la
Ilustración. Linda Hutcheon atribuye así al modernismo "fe en el dominio
racional, científico de la realidad", precisamente el rasgo distintivo del
proyecto de la Ilustración.7
Russell Berman señala que unos y otros, los postmodernistas y los
defensores del proyecto de la Ilustración, tales como Habermas, afirman que los
conceptos de modernidad y de modernismo que están en juego corresponden a las
formaciones culturales del humanismo que han prevalecido en Occidente desde el
Renacimiento, o al menos desde el siglo XIX. De allí la aparente similitud de
la controversia contemporánea con aquella que se dio entre la Ilustración y sus
opositores románticos, repetida tantas veces en el transcurso de los dos siglos
precedentes. La consecuencia de esta definición epocal de la modernidad es la
relativa denigración de la revolución estética de fines del siglo XIX y
comienzos del siglo XX y el surgimiento de lo que se conoce como "arte
moderno" o "literatura modernista", por oposición a las formas
tradicionales y convencionales de las décadas anteriores.8
Regresaremos a esta falta de especificidad histórica en la sección 1.4,
pero consideremos ahora el otro lado de esta asimilación del arte moderno a la
Ilustración, esto es, la apropiación de los rasgos del modernismo para dar al
arte postmoderno su identidad distintiva.
1.2 El agotamiento del modernismo
Comparemos estos dos pasajes:
En el espacio multidimensional y resbaloso del
postmodernismo, todo va con todo, como en un juego sin reglas. Imágenes
flotantes como las que vemos en la pintura de David Salle no guardan relación
con nada en absoluto, y el significado se convierte en algo desprendible, al
igual que las llaves de un llavero. Disociadas y descontextualizadas, se
deslizan una al lado de la otra sin llegar a unirse para conformar una
secuencia coherente. Sus interacciones fluctuantes pero no recíprocas son
incapaces de fijar un significado.9
La naturaleza de nuestra época es la multiplicidad y la
irresolución. Sólo puede reposar en das
Gleitende (lo que se mueve, lo que se desliza, lo que se nos sale de las
manos) y sabe que lo que otras generaciones consideraban firme es en realidad das Gleitende.10
El primer pasaje proviene de una conferencia dictada por la crítica de
arte Suzy Gablik en Los Angeles en 1987, y el segundo fue escrito por el poeta
Hugo von Hofmannsthal en 1905. Ambos describen un mundo plural y polisémico,
pero para Gablik tal concepción es propia del arte postmoderno. Y así, una
concepción de la realidad que tiene su origen en Nietzsche, bastante difundida
entre los intelectuales centroeuropeos a fines del siglo pasado y que hallamos
con frecuencia en la obra de las principales figuras del modernismo, como
Hofmannsthal, se presenta como típicamente postmodernista.
Este tipo de apropiación de los motivos modernos es uno de los rasgos
característicos del arte postmoderno. El alcance de este argumento sólo puede
establecerse si consideramos primero la naturaleza del modernismo. Eugene Lunn
nos ofrece una excelente definición del mismo:
1.
Auto-consciencia estética o
auto-reflexividad El
proceso de producir la obra de arte se convierte en el centro de la obra misma:
Proust, desde luego, suministra su ejemplo más acabado en En busca del tiempo perdido.
2.
Simultaneidad, yuxtaposición o
"montaje".
La obra pierde su forma orgánica y se convierte en un conjunto de fragmentos,
tomados a menudo de discursos o medios culturales diferentes. Evocan los collages cubistas y surrealistas, junto
con la práctica del montaje cinematográfico desarrollada por Eisenstein, Vertov
y otros cineastas rusos revolucionarios.
3.
Paradoja, ambigüedad e incertidumbre. El mundo mismo pierde su estructura
coherente, racionalmente identificable, y se convierte, como lo dice
Hofmannsthal, en algo múltiple e indeterminado. Las grandes pinturas de Klimt,
"Filosofía", "Medicina" y "Jurisprudencia",
encargadas para la Universidad de Viena pero rechazadas a causa del escándalo
que sus imágenes oscuras y ambiguas representaban para el pensamiento
ilustrado, ejemplifican esta concepción.
4.
"Deshumanización" y
eliminación del sujeto individual integrado o personalidad. La célebre afirmación de Rimbaud,
"Je est un autre" (Yo es otro), encuentra eco en las exploraciones
literarias del inconsciente inauguradas por Joyce y continuadas por los
surrealistas.11
Resulta sorprendente que los autores de las dos discusiones más recientes
e interesantes acerca del modernismo, Perry Anderson y Franco Moretti, nieguen
ambos que haya un conjunto de prácticas artísticas relativamente unificado que
corresponda a una definición como la ofrecida por Lunn. Anderson escribe:
"El modernismo como noción es la más vacía de las categorías culturales. A
diferencia del gótico, el renacentista, el barroco, el romántico o el
neoclásico, no designa un objeto descriptible por derecho propio; carece por
completo de contenido positivo.12 Quizás Anderson cree demasiado en
las categorías tradicionales de la historia del arte, términos cuyos orígenes
son a menudo arbitrarios y cuyo uso resulta incierto y cambiante.13
Moretti es más concreto en la forma como expresa su escepticismo acerca del
rótulo "modernismo":
"Modernismo" es una palabra comodín que quizás no
deba usarse a menudo. Dudaría en calificar a Brecht de modernista... En
realidad, sencillamente no puedo pensar en una categoría significativa que
pudiera incluir, por ejemplo, el surrealismo, Ulises y una obra de Brecht. No
puedo imaginar cuáles serían los atributos comunes de tal concepto. Sus objetos
son excesivamente disímiles.14
No obstante, resulta bastante plausible considerar que las obras de
teatro de Brecht corresponden a los "atributos comunes" de la
definición de Lunn: el efecto de distanciamiento (Verfremdung) está diseñado precisamente para hacer que la audiencia
sea consciente de estar en un teatro y no fisgoneando lo que sucede en la vida
real; Brecht reconoce explícitamente el montaje como rasgo definitorio de su
teatro épico; sus piezas están construidas en parte para negar al espectador la
satisfacción de un sentido inequívoco, y las narrativas desarrolladas ya no tratan
al sujeto individual como autor soberano y coherente de los acontecimientos.
Con esto no se pretende negar las considerables variaciones que se dan dentro
del modernismo: uno de los méritos de la explicación de Lunn es precisamente el
contraste que traza entre el confiado racionalismo del cubismo en Francia antes
de 1914 y el "lánguido esteticismo" vienés, por una parte, y, por la
otra, el arte "nervioso, agitado y sufrido" producido por el
expresionismo alemán.15 Tampoco se trata de desconocer las importantes
diferencias dentro del modernismo en lo que respecta a la posición misma del
arte -asunto sobre el cual regresaré en el capítulo segundo. La definición de
Lunn, sin embargo, capta los rasgos distintivos del arte que aparece en Europa
a fines del siglo XIX.
Las ventajas de disponer de una concepción semejante del modernismo
resultan evidentes cuando consideramos las definiciones que se ofrecen del
postmodernismo; la de Charles Jenks, por ejemplo: "Aún hoy, definiría el
postmodernismo como... doble codificación:
la combinación de las técnicas modernas con algo más (por lo general la
construcción tradicional) para que la arquitectura pueda comunicarse con el
público y con una minoría interesada, por lo general constituida por otros
arquitectos".16 Esta definición adquiere plausibilidad en
razón de los intentos de los arquitectos en las últimas décadas por
distanciarse de las losas alargadas características del Estilo Internacional,
con el que se identifica el modernismo en arquitectura. Pero si, como pretende
serlo, es tomada como una caracterización general del arte postmoderno,17
resulta a todas luces inadecuada. La sobrecodificación -aquello que Lunn
denomina "simultaneidad, yuxtaposición o montaje"- es un rasgo que
define el modernismo. Peter Ackroyd escribe lo siguiente acerca de Tierra yerma:
Eliot sólo halló su propia voz cuando reprodujo primero la de otros, como
si únicamente a través de su lectura y en respuesta a la literatura pudiera
hallar algo a lo cual aferrarse, algo "real". Es por esto que Ulises lo afectó de manera tan fuerte,
como ninguna otra novela jamás lo hizo. Joyce había creado un mundo que existe
únicamente en y mediante los múltiples usos del lenguaje: voces, parodias de
estilos... Joyce poseía una consciencia histórica del lenguaje y por ello la de
la relatividad de todo "estilo" determinado. Todo el desarrollo de
Eliot habría de llevarlo a compartir esta consciencia... En la secuencia final
de Tierra yerma, él mismo crea un
montaje de líneas de Dante, Kyd, Gerard de Nerval, el Pervigilium Veneris y el sánscrito... No hay una "verdad"
que debamos hallar, sólo una serie de estilos e interpretaciones que se suceden
unos a otros en un proceso al parecer interminable y sin sentidos.18
Eliot es un caso de particular pertinencia a la luz de la tesis de Jencks
según la cual el postmodernismo representa un "regreso a la tradición
occidental más amplia", después del "fetiche de la
discontinuidad"19 del modernismo. Pues una de las
preocupaciones centrales de Eliot -expresada por ejemplo en "La tradición
y el talento individual"- es la relación de continuidad y discontinuidad
entre su propia obra y la tradición europea más amplia:
.... el sentido histórico empuja al hombre a escribir no
simplemente con su propia generación en la sangre, sino con un sentimiento de
que el conjunto de la literatura de Europa desde Homero, y dentro de ella el
conjunto de la literatura de su propio país, tiene una existencia simultánea y
constituye un orden simultáneo. Este sentido histórico, que es tanto un sentido
de lo eterno como de lo temporal, y de lo eterno y de lo temporal juntos, es lo
que hace tradicional a un escritor. Y es al mismo tiempo lo que hace que el
escritor sea más agudamente consciente de su lugar en el tiempo, de su propia
contemporaneidad.20
Eliot no representa en ningún sentido la excepción entre los principales
modernistas en su preocupación por situarse respecto de la "tradición
occidental más amplia", como lo puede confirmar cualquier lector o
espectador que se familiarice con las obras de Joyce, Schónberg o Picasso. Por
lo tanto, la afirmación de Linda Hutcheon en el sentido de que "el
postmodernismo va más allá de la auto-reflexividad para ubicar el discurso en
un contexto más amplio"21 resulta poco convincente. Hutcheon
emplea lo que llama "metaficción historiográfica", a una serie de
novelas contemporáneas, para ilustrar esta tesis, pero los ejemplos que ofrece
-Los niños de la medianoche, de
Salman Rushdie; La mujer del teniente
francés, de John Fowles; El loro de
Flaubert, de Julian Barnes, y Ragtime,
de E. L. Doctorow, entre otros- parecen bastante heterogéneos y se identifican
principalmente por el uso que hacen, con diversos propósitos y en distintas
modalidades, de los recursos narrativos inaugurados por Conrad, Proust, Joyce,
Woolf y otros a comienzos del siglo.
El argumento de Hutcheon es parte de una serie de maniobras destinadas a
tratar de explicar el incómodo hecho de que, tanto las definiciones ofrecidas
del arte postmoderno como los ejemplos que se citan de él, lo ubican más
plausiblemente como una continuación de la revolución modernista y no como una
ruptura respecto de ella. Otra estrategia frecuente es tratar el modernismo
como esencialmente elitista. Hutcheon habla de "la oscuridad y hermetismo
del modernismo",22 e incluso Andreas Huyssen, quien
habitualmente desdeña tales cosas, nos dice que "las tendencias más
importantes dentro del postmodernismo se han opuesto a la implacable hostilidad
del modernismo a la cultura de masas".23 Tomadas como
aserciones acerca de la construcción interna del arte moderno, son
excesivamente fuertes. Incluso Eliot, repulsivamente mandarín, adoraba la
música popular londinense y buscó integrar sus ritmos a algunos de sus poemas,
especialmente Sweeney Agonistes.24
Stravinski no sólo escribió La
consagración de la primavera, sino también La historia del soldado, basada en gran parte en la música popular.
Si las afirmaciones citadas están dirigidas contra el esteticismo de los
grandes modernistas, contra su tendencia a considerar el arte como un refugio
del "inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia
contemporánea", la acusación es ciertamente acertada. No obstante, incluso
en este caso, quienes están comprometidos con la idea de un arte postmoderno,
radicalmente novedoso, deben confrontar el desarrollo de los movimientos
vanguardistas como el dadaísmo, el constructivismo y el surrealismo, que
utilizan las técnicas modernistas para superar la brecha entre el arte y la
vida como parte de una lucha más amplia por transformar la sociedad. Es éste un
tema del que me ocuparé en el siguiente capítulo; los argumentos presentados
hasta ahora, sin embargo, parecen suficientes para poner en duda la supuesta
novedad del arte postmoderno.
1.3 En busca de precursores
Hay, no obstante, intentos considerablemente más sutiles por establecer
la existencia de un arte distintivamente postmoderno. Estos intentos conciben
el postmodernismo como una tendencia dentro del mismo modernismo. Tal
aproximación, evidentemente, implica el rechazo, o al menos el abandono, de la
idea de que el modernismo y el postmodernismo pueden ser relacionados con
etapas características del desarrollo social:
por ejemplo, con la sociedad industrial y
postindustrial, respectivamente.
Lyotard, quien contribuyó en sus inicios a la idea de una nueva era
postmoderna, argumenta de manera algo confusa que tratar el "post del término ‘postmoderno'... en el
sentido de una simple sucesión, de una diacronía de períodos, cada uno de ellos
plenamente identificable", es "totalmente moderno... Puesto que
estamos iniciando algo radicalmente nuevo, es preciso correr las manecillas del
reloj hasta la hora cero". Pero la idea de una ruptura total con la
tradición "es, más bien, una manera de olvidar o de reprimir el pasado. De
repetirlo, no de superarlo".25
Si el
postmodernismo no es un movimiento más allá del modernismo,
¿qué es entonces? "Sin duda, es parte de lo
moderno", replica Lyotard,26 y para desarrollar este punto
recurre a Kant quien, como parte de su estética, elabora en la Crítica del juicio una concepción de lo
sublime que "incluso se halla en un objeto desprovisto de forma, en cuanto
implica inmediatamente, o su presencia provoca, una representación de lo
ilímite, y sin embargo un pensamiento sobreañadido de su totalidad". La
particular importancia filosófica de lo sublime es que nos ofrece una
experiencia de la naturaleza "en su caos, o en su más salvaje e irregular
desorden y desolación", y "cuando evidencia signos de magnitud y de
poder" nos conduce a formular las ideas de la razón pura, en especial las
del mundo físico como orden unificado y teleológico que, según Kant, no podemos
hallar en la experiencia sensible. El sentimiento de lo sublime es, por lo
tanto, una forma de la experiencia estética que rompe los límites de lo
sensible. Y, "sin duda, aun cuando la imaginación no halla nada más allá
del mundo sensible a lo que pueda aferrarse, este abandono de las barreras
sensibles le comunica el sentimiento de ser ilimitada y se convierte así en una
presentación de lo infinito". Kant sugiere que quizás "no haya pasaje
más sublime que la prohibición mosaica de las imágenes”27.
Lo esencial para Lyotard es menos la connotación religiosa y metafísica
de lo sublime en Kant que la "inconmensurabilidad de lo real respecto del
concepto implicado en la filosofía kantiana de lo sublime". Hace énfasis
no en "el pensamiento sobreañadido de... totalidad" que, según Kant,
es inherente al sentimiento de lo sublime, sino más bien en nuestra incapacidad
de experimentar una totalidad semejante. Lyotard distingue entre dos actitudes
diferentes ante "la relación sublime entre lo presentable y lo
concebible", la moderna y la postmoderna:
Aunque nostálgica, la estética moderna es una estética de lo
sublime. Permite que aparezca lo impresentable únicamente como falta de
contenido; pero la forma, debido a su coherencia identificable, continúa
ofreciendo al lector o al espectador motivo de solaz o placer... Lo postmoderno
sería aquello que, en lo moderno, muestra lo impresentable en la presentación
misma; aquello que se niega el solaz de la forma adecuada, el consenso del buen
gusto que haría posible compartir colectivamente la nostalgia de lo
inalcanzable; aquello que busca nuevas presentaciones, no para gozar de ellas,
sino para impartir un sentido más fuerte de lo impresentable.28
El arte postmoderno difiere entonces del modernismo en la actitud que
asume frente a nuestra incapacidad de experimentar el mundo como un todo
coherente y armonioso. El modernismo reacciona ante "el inmenso panorama
de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea" con una mirada
retrospectiva y nostálgica hacia un tiempo anterior a la pérdida del sentido de
totalidad, como lo hace Eliot cuando afirma que en los poetas metafísicos del
siglo XVII había "una aprehensión sensible y directa del pensamiento, o
una recreación del pensamiento en sentimiento" que desaparece después de
la "disociación de la sensibilidad" evidente ya en Milton y Dryden.29
El postmodernismo, por el contrario, deja de mirar hacia atrás. Se centra más
bien "en el poder de la facultad de concebir, en su ‘inhumanidad', por
decirlo así (era la cualidad que Apollinaire exigía de los artistas
modernos)", y "en el incremento de ser y de júbilo que resulta de la
invención de nuevas reglas de juego, sean éstas pictóricas, artísticas u
otras".30
Aunque nostálgica, la estética moderna es una estética de lo sublime.
Permite que aparezca lo impresentable únicamente como falta de contenido; pero
la forma, debido a su coherencia identificable, continúa ofreciendo al lector o
al espectador motivo de solaz o placer... Lo postmoderno sería aquello que, en
lo moderno, muestra lo impresentable en la presentación.
En efecto, esta concepción del postmodernismo abandona el intento de
atribuirle características estructurales, como "la doble
codificación", para diferenciarlo del modernismo. Ciertamente, como
observa Frederic Jameson, el argumento de Lyotard tiene "algo de la
celebración del modernismo tal como lo proyectaron sus primeros ideólogos: una
revolución constante y cada vez más dinámica de los lenguajes, formas y gustos
del arte".31 Jencks hace una objeción análoga: "Lyotard
continúa confundiendo en sus escritos el postmodernismo con la última
vanguardia, esto es, con el modernismo tardío".32 Jencks tiene
en mente, de manera especial, algunos aspectos del arte minimalista de los años
sesentas y setentas y, en efecto, parece que Lyotard se inclina a privilegiar
este tipo de trabajo, como lo sugiere la exposición Les Immatériaux, organizada por él en el Centro Pompidou. La
orientación principal del argumento de Lyotard, sin embargo, incluye la tesis
de que el postmodernismo es una tendencia dentro del modernismo caracterizada
por su rechazo a deplorar e incluso por su disposición a celebrar nuestra incapacidad
de experimentar la realidad como una totalidad ordenada e integrada. Quizás el
arte minimalista caiga bajo esta definición, pero de mayor interés son los
modelos de postmodernismo durante la época heroica del modernismo a comienzos
de siglo.
Lyotard ofrece un ejemplo poco convincente. Argumenta que la obra de
Proust es claramente modernista, pues si bien "el protagonista ya no es un
personaje sino la consciencia inmanente del tiempo,... la unidad del libro, la
odisea de esta consciencia, incluso si se difiere capítulo a capítulo, no se ve
seriamente cuestionada". Joyce, por el contrario, "permite que lo
impresentable se haga perceptible en la escritura misma, en el significante.
Todo el ámbito disponible de narrativa e incluso los operadores estilísticos se
ponen en juego sin tomar en cuenta la unidad del todo, a la vez que se ensayan
nuevos operadores".33 No obstante, podría objetarse que a pesar
de la variedad de estilos y de voces presente en Ulises, el uso del mito que hace Joyce confiere una coherencia
implícita a la obra. Y en Finnegans Wake,
el modelo cíclico trazado tanto por el libro como por la historia hace este
orden aún más evidente.34
En su brillante estudio sobre Wyndam Lewis, el intento más consistente de
mostrar los impulsos postmodernistas que operan dentro del modernismo, Jameson
coloca decididamente a Joyce en el campo modernista. La importancia de Lewis
para Jameson reside en su rechazo de la "estética impresionista" que
caracteriza "el modernismo angloamericano". Pound, Eliot, Joyce,
Lawrence y Yeats persiguen todos "estrategias de interioridad, que se
proponen recobrar un universo alienado transformándolo en estilos personales y
lenguajes privados". Nada habría más disímil que "la fuerza
prodigiosa con que Wyndam Lewis propaga sus erizadas frases mecánicas y
martilla el mundo para conseguir una repelente superficie cubista," la
implacable externalidad de su estilo, donde todo lo humano, lo físico y lo
mecánico estallan en pedazos y se asimilan entre sí. Asumiendo una posición
osada e imaginativa para un marxista, Jameson argumenta que la escritura de
Lewis -fascista, sexista, racista, elitista- debe considerarse, precisamente en
razón de su distintivo "expresionismo" formal, como una protesta,
especialmente poderosa,
"contra la reificación35 de la
experiencia de una vida social alienada, en la que, contra su voluntad,
permanece formal e ideológicamente encerrada"36.
La dificultad no radica tanto en la lectura que hace Jameson de Lewis,
que en esencia consiste en un caso particularmente osado de lo que Frank
Kermode llama "la teoría de la discrepancia", según la cual la
crítica marxista busca descubrir en los textos un significado inconsciente, a
menudo opuesto a las intenciones del autora,37 sino en la
descripción de la corriente principal del modernismo que pretende contrastar
con la escritura de Lewis. Según ella, la preocupación primordial del
modernismo es el tiempo de la experiencia privada, subjetiva, aquello que
Bergson denomina durée, el tiempo tal
como lo vive el individuo, un tiempo fragmentado que opera a un ritmo diferente
del tiempo homogéneo, lineal y "objetivo" de la sociedad moderna.35
Es posible que lo anterior pueda aplicarse a Proust, pero resulta bastante
inapropiado para los grandes escritores de habla inglesa contemporáneos de
Lewis. Para tomar de nuevo el caso de Eliot, vimos que éste concebía la
totalidad de la tradición europea como "un orden simultáneo" al de su
propia obra. En efecto, se ha argumentado de manera más general que el
modernismo literario se caracteriza precisamente por la espacialización de la
escritura, por la yuxtaposición de imágenes fragmentarias arrancadas de
cualquier secuencia temporal.39 En "La tradición y el talento
individual", Eliot propone asimismo la famosa tesis según la cual "la
poesía no es un dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción;
no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad".40
Tales afirmaciones parecen ajustarse a poemas como Tierra yerma mejor que aquellas para las cuales representa una
"estrategia de la interioridad", un refugio en "la consciencia
inmanente del tiempo". Eliot describe elogiosamente a Ulises como un regreso a un clasicismo que utiliza los materiales
suministrados por la vida moderna en lugar de basarse en un estéril
academicismo; resulta de interés que Lewis haya sostenido que "los hombres
de 1914" -Eliot, Pound, Joyce y él mismo- representan "un intento por
escapar del arte romántico al clásico", comparable con la revolución de
Picasso en la pintura.41
Jameson, quien después de todo es también el autor de un libro llamado The Political Unconscious, puede
argumentar que tales declaraciones de parte de Eliot y de otros acerca de su
compromiso con un arte impersonal y espacializado, muy diferentes de la
"estética impresionista" que les atribuye, son menos importantes que
lo que se revela en la construcción formal de sus obras. No obstante, sin adentrarnos
en un análisis formal semejante, vale la pena observar que la interpretación de
Jameson resulta mucho menos plausible cuando se aplica a las corrientes más
amplias del modernismo en países distintos del mundo de habla inglesa. ¿Dónde,
por ejemplo, se ubicaría el expresionismo, un tipo de arte altamente subjetivo
que, sin embargo, exterioriza la
angustia interior, la proyecta sobre el entorno objetivo de la personalidad y,
al hacerlo, lo distorsiona? ¿O el cubismo, que desmantela sistemáticamente los
objetos de la experiencia sensible ordinaria, desplegando ante el espectador su
estructura interna y sus relaciones externas?"42 ¿O la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad) de
la República de Weimar, que reacciona contra las extravagancias del expresionismo
en favor de un arte frío, objetivo (sachlich)
y en ocasiones explícitamente neoclásico, pero que combina todo esto con una
actitud crítica, si no revolucionaria, frente a la sociedad, un arte cuyo mayor
logro fue quizás el teatro de Brecht "para una época científica?".43
De manera más general puede decirse que el intento de Jameson de
contraponer el "expresionismo" de Lewis a la "estética
impresionista", que él supone característica del modernismo, oculta lo que
podríamos llamar la relación dialéctica entre la interioridad y la
exterioridad. La exploración de los ritmos propios de la experiencia subjetiva
es, sin duda, uno de los temas principales de la literatura modernista:
pensemos en Proust, Woolf, Joyce. La paradoja consiste en que un sondeo más allá
de la consciencia interna, incluso fragmentaria, hacia el inconsciente, amenaza
con resquebrajar el sujeto y confrontar las fuerzas externas que atraviesan y
constituyen el yo.
Es ésta la trayectoria adoptada por Freud: el descifrar los deseos
inconscientes lo condujo a encarar la historia, y no sólo la historia del
sujeto individual, sino los procesos históricos que generan las instituciones
sociales, principalmente la familia, y que subyacen a la odisea del yo. Según
Deleuze y Guattari, la falla de Freud fue no haber llevado el proceso lo
suficientemente lejos y haberse apoyado más bien en la historia mitologizada
que hace de la familia burguesa algo eterno.44. Como quiera que sea,
la lógica de la psicología profunda, la exploración de la consciencia inmanente,
lleva a desintegrar el sujeto y a exponer sus fragmentos como algo relacionado
directamente con el entorno social y natural presuntamente externo al yo.
Podemos ver cómo opera esta lógica en dos de las grandes figuras del modernismo
vienés, Klimt y Kokoschka. Las pinturas de Klimt están imbuidas de un malestar
interno y de un difundido erotismo que se mantienen bajo control dentro de una
relación armoniosa y ciertamente estilizada de las partes al todo; en
Kokoschka, por otra parte, han estallado las tensiones que Klimt consigue
dominar, distorsionando y desorganizando los temas de sus pinturas, recorridas
por una energía psíquica anárquica.45
Puede objetarse que el postmodernismo es tan sólo el resultado de esta
dialéctica entre lo interno y lo externo, un arte de lo superficial, de lo poco
profundo, de lo inmediato. Scott Lash, por ejemplo, propone que consideremos el
postmodernismo como "un régimen de significación figurativo, por oposición
a discursivo. Significar a través de figuras en lugar de palabras es significar
icónicamente. Las imágenes u otras figuras que significan de manera icónica lo
hacen por intermedio de su semejanza con el referente". El arte
postmoderno implica, por lo tanto, la "desdiferenciación", de manera
que, por una parte, lo significado tiende a "desaparecer y el significante
a operar como referente" y, por la otra, "el referente opera como
significante". La cinematografía (Blue
Velvet) y la crítica (el ataque de Susan Sontag a la interpretación)
contemporáneas suministran a Lash ilustraciones de este arte de la imagen,
pero, al igual que Lyotard, considera que el postmodernismo se halla de forma
inmanente en el modernismo, especialmente en el surrealismo, donde "se
entiende que la realidad está compuesta de elementos significativos. Naville,
para citar un caso, nos invita a deleitarnos con las calles de la ciudad donde
los kioskos, autos y luces ya son, en cierta manera, representaciones, y Breton
habla del mundo mismo como escritura automática".46
Una dificultad evidente de este análisis es que no explica cómo el
postmodernismo, entendido de esta manera, puede diferenciarse de aquellas artes
-la pintura y el cine, por ejemplo- que son necesariamente icónicas. John
Berger sostiene que la pintura se diferencia por el modo en que "ofrece
una presencia tangible, instantánea, directa, continua y física.
Es el arte más inmediatamente sensible".47
Podría objetarse al menos que una de las tendencias principales del arte
moderno es la de liberar esta carga sensible e inmediata inherente a la pintura
no sólo de las ideologías estéticas de la forma y de la representación sino de
las ideologías sociales más amplias, en las cuales se subordina el arte a la
religión organizada y al Estado. En las pinturas de Matisse encontramos un caso
de cómo opera el sentido de liberación resultante. El esfuerzo por obtener un
efecto análogo en la poesía fue uno de los impulsos cruciales de la revolución
literaria del modernismo: Pound se refirió al llamado Imagismo como "aquel tipo de poesía respecto del cual la
pintura y la escultura parece que acabaran de acceder al lenguaje".48
Si lo figurativo es la condición que define el postmodernismo, resulta entonces
que se trata de un rasgo mucho más característico del modernismo de lo que
admite Lash.
El asunto se complica si nos centramos en el surrealismo, como lo hace
este autor. Es cierto que los surrealistas proponen una concepción mágica de la
realidad, según la cual los eventos fortuitos de la vida cotidiana de la ciudad
ofrecen la ocasión para aquello que Walter Benjamin denomina
"iluminaciones profanas". En este sentido, la realidad en efecto
opera para ellos como un significante. Sin embargo, para mediados de los años
veintes, lo que en sus orígenes había sido un proyecto primordialmente esteticista,
dirigido a realizar el mandato de Rimbaud ("el poeta se hace vidente mediante el largo, prodigioso y
racional desorden de todos los sentidos”),
se había convertido en un compromiso político de mayor alcance con la
revolución social. Esto condujo a los principales exponentes del surrealismo a
unirse al partido comunista, por poco tiempo en la mayor parte de los casos, y
a Breton a un compromiso de toda la vida con la izquierda enfrentada a Stalin.
“‘Transformad el mundo', dijo Marx; ‘transformad la vida', dijo Rimbaud: estas
dos contraseñas son para nosotros una y la misma", afirmó Breton ante el
Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, realizado en 1935.49
La convergencia de la revolución política y de la revolución estética
hace que resulte difícil ver a los surrealistas como precursores del
postmodernismo. En efecto, la mayoría de las descripciones del arte postmoderno
tienden a enfatizar su rechazo a una transformación política revolucionaria.
Lyotard asocia "la nostalgia del todo único, ... la reconciliación del
concepto y de lo sensible, de lo transparente y de la experiencia comunicable,
con el terror, ...la fantasía de aprehender la realidad".50 Se
trata, presumiblemente, del viejo liberalismo decimonónico según el cual todo
intento de realizar una transformación radical de la sociedad conduciría
directamente al Gulag. Una de las tesis habituales en favor del
"humor"' y la "ironía" postmodernos parece ser que el
colapso de la creencia en la posibilidad y deseabilidad de un cambio político
global no nos dejaría más alternativa que la de parodiar lo que ya no podemos
tomar en serio. La parodia, sin embargo, se halla tan difundida entre los
grandes modernistas -Eliot y Joyce, por ejemplo- que todo intento de reclamarla
en forma exclusiva para el postmodernismo resulta sencillamente absurdo; en
efecto, en el capítulo segundo consideraremos la tesis de Franco Moretti, para
quien la ironía es un rasgo constitutivo del modernismo. Jameson sugiere que se
trata de una etapa posterior y que mientras la parodia modernista preserva
alguna concepción de la norma respecto de la cual se hace la digresión, el
postmodernismo se distingue por el pastiche, por "la práctica neutral de
la imitación, desprovista de todos los motivos ulteriores de la parodia, amputada
del impulso satírico, carente de hilaridad y de toda convicción de que al lado
de la lengua anormal que se ha tomado prestada momentáneamente, existe todavía
alguna saludable normalidad lingüística".51
¿Cómo podría el surrealismo, que conjuga la experimentación artística de
Rimbaud con el socialismo revolucionario de Marx, considerase plausiblemente
como precursor del postmodernismo, para el cual la revolución es, en el mejor
de los casos, una broma y, en el peor, un desastre? Lash no simplifica las
cosas al apoyarse en la discusión ofrecida por Benjamin del arte postaurático.
Benjamin emplea el término "aura" para designar el carácter único e
inalcanzable que en su opinión caracteriza la obra de arte tradicional.
"El valor único de la ‘auténtica' obra de arte se basa en el rito, el
lugar original de su valor de uso". El aura preserva esta "función
ritual" incluso después de la decadencia de la religión organizada, bajo
la forma "del culto secular a la belleza, desarrollado durante el Renacimiento",
y de la "teología negativa" del arte inherente al esteticismo del
siglo XIX, l árt pour l árt. El
desarrollo contemporáneo de la reproducción masiva del arte a través de medios
mecánicos, que llega a su máxima expresión en el cine, hace que el aura se
debilite, destruye el carácter único de las imágenes y altera la modalidad de
consumo de las mismas: la recepción de la obra de arte ya no es un asunto de
absorción del individuo en la imagen sino que, especialmente en el teatro
cinematográfico, ésta "es consumida por una colectividad en estado de
distracción".52
Ahora bien: Lash sostiene que el modernismo es típicamente
"aurático" mientras que el postmodernismo sería postaurático, pues
destroza la unidad orgánica de la obra de arte "a través del pastiche, el collage, la alegoría, etc.".53
Lash no explica cómo el uso que hace el postmodernismo del collage y de otros recursos similares lo
diferencia de movimientos paradigmáticamente modernistas como el cubismo. De
manera más específica, puede decirse que su argumento implica que ha
comprendido erróneamente la descripción ofrecida por Benjamin del arte
postaurático. Benjamin argumenta que el debilitamiento del aura logrado por
medios masivos, el cine, por ejemplo, fue uno de los objetivos explícitos de
los movimientos vanguardistas como el dadaísmo. "Lo que se propusieron y
lograron fue la inexorable destrucción del aura de sus creaciones... Las
actividades dadaístas aseguraban en realidad una vehemente distracción al hacer
de las obras de arte un foco de escándalo". Pero el tipo de resultado
efectista que busca el dadaísmo con sus poemas sin sentido y con sus ataques a
la audiencia se obtiene en mucha mayor escala por medio del cine, donde la
rápida sucesión de las tomas interrumpe la consciencia del espectador y le
impide sumirse en un estado de absorta contemplación.54
La importancia de los cambios resultantes en el modo de recepción es para
Benjamin de carácter político. La decadencia del aura significa que el arte ya
"no está basado en el rito", sino que "comienza a basarse en
otra práctica: la política". "La recepción en un estado de
distracción" permite que la audiencia adopte una actitud más crítica y
distanciada: "el público es un examinador, pero un examinador
distraído".55 Para Benjamin, esta nueva modalidad de recepción
llevaría a los consumidores masivos del arte reproducido mecánicamente a
adoptar una posición crítica, y no sólo frente a lo que ven, sino frente a la
sociedad capitalista que lo produce.
Adorno sostiene que tal creencia implica un
determinismo tecnológico ingenuo, pues separa los nuevos medios físicos de
reproducción masiva de las relaciones sociales burguesas de su uso.56
Con independencia de nuestra opinión al respecto, Benjamin acierta al detectar
una dinámica política operante en el esfuerzo de los movimientos vanguardistas
por alterar el modo de recepción del arte. Lo anterior es válido incluso para
los seguidores del dadaísmo, que no son los bromistas apolíticos descritos por
los postmodernos deseosos de apropiarse de ellos. El llamado grupo de Berlín,
en particular, aparece dentro del contexto definido por la Primera Guerra
Mundial, la revolución rusa de octubre de 1917 y la revolución alemana de
noviembre de 1918. Sus principales figuras -Richard Huelsenbeck, Wieland
Herzefelde, John Heartfield, George Grosz- se consideran a sí mismos, al igual
que los surrealistas pocos años después, como revolucionarios políticos y
estéticos a la vez, y simpatizan con los miembros del partido comunista alemán.
"El dadaísmo es bolchevismo alemán", afirma Huelsenbeck.57
Grosz, cuyos feroces ataques contra la burguesía alemana en obras tales como The Face of the Ruling Class han fijado
para siempre la imagen que tenemos de la República de Weimar, escribe más
tarde: "Llegué a creer, si bien transitoriamente, que el arte divorciado
de la lucha política no tenía sentido. Mi propio arte sería mi rifle, mi
espada; todos los pinceles y plumas que no estuviesen dedicados a la gran lucha
por la libertad no eran más que inútiles fruslerías".58
La relación entre la vanguardia modernista y la política revolucionaria
es en realidad compleja y problemática, como lo veremos en el próximo capítulo.
No obstante, el principal ejemplo que recoge Benjamin de una práctica artística
dirigida deliberadamente a obtener los mismos efectos producidos por el cine
-el teatro épico de Brecht- representa quizás el esfuerzo más sustentado por
unir el modernismo estético y el marxismo revolucionario. Según Benjamin,
"las formas del teatro épico corresponden a nuevas formas técnicas: el
cine y la radio". El objetivo de Brecht, afirma, es crear una audiencia
más relajada que absorta para que, "en lugar de identificarse con el
protagonista, aprenda a asombrarse ante las circunstancias en que existe".
El distanciamiento brechtiano, que "torna extrañas" las condiciones
sociales que presuponemos habitualmente, produce una audiencia emancipada, más
comprometida en un proceso activo de descubrimiento y menos dependiente de una
identificación pasiva con los actores, cuya participación en una pieza de
ficción busca ocultar las convenciones del naturalismo teatral.59 La
adopción por parte de Benjamin del teatro épico como ejemplo principal del arte
postaurático no se aviene bien con el argumento de Lash, pues Lash cita el
rechazo de Susan Sontag al "teatro del diálogo" de Brecht en favor
del "teatro de los sentidos" de Artaud como un caso crucial de la
transición hacia el postmodernismo. De hecho, existen varios intentos de reclamar
a Brecht para el postmodernismo,60 pero resultan altamente
implausibles. El énfasis de Brecht sobre el teatro épico como "teatro
pedagógico", dirigido a "una audiencia de la época científica",
preocupado por animar a sus consumidores a reflexionar sobre el mundo y a desarrollar
una comprensión crítica y racional del mismo, está orientado en forma tan
explícita a lograr un teatro de ilustración que resulta difícil imaginar que
sus obras se adapten con facilidad al canon postmodernista.61 El
intento de Lash de utilizar la estética de Benjamin para caracterizar el arte
postmoderno parece confirmar entonces el sardónico comentario de Andreas
Huyssen: "Dado el voraz eclecticismo del postmodernismo, se ha puesto de
moda incluir a Adorno y a Benjamin en el canon del postmodernismo avant la lettre: ciertamente, es el caso
de un texto crítico que se escribe a sí mismo sin interferencia alguna de una
consciencia histórica".62
1.4 La abolición de la diferencia
La impresión que nos dejan las distintas tesis en favor del arte
postmoderno de las que nos hemos ocupado en las páginas anteriores es la de su
carácter contradictorio. El postmodernismo corresponde a una nueva etapa
histórica del desarrollo social (Lyotard), o no lo hace (Lyotard de nuevo). El
arte postmoderno es una continuación del modernismo (Lyotard), o constituye una
ruptura respecto de él (Jencks). Joyce es un modernista (Jameson) o un
postmodernista (Lyotard). El postmodernismo da la espalda a la revolución
social, pero quienes practicaron un arte revolucionario y abogaron por él, como
Breton y Benjamin, son considerados como sus precursores. No debe sorprendernos
entonces que Kermode, al referirse al postmodernismo, afirme que se trata de
"otra de aquellas descripciones periódicas que nos ayudan a adoptar una
visión del pasado que se adapta a cualquier cosa que queramos hacer".
Lo que tienen en común las diversas descripciones del postmodernismo, a
menudo mutua e internamente contradictorias, es la idea de que los recientes
cambios estéticos, con independencia de cómo se caractericen, son sintomáticos
de una novedad radical y de mayor alcance, de una transmutación esencial de la
civilización occidental. Poco antes de la bonanza del postmodernismo, Daniel
Bell advirtió un profundo "sentido del final" entre los intelectuales
de Occidente, "simbolizado... en el difundido uso de la palabra post...
para definir, como forma compuesta, la época hacia la cual nos dirigimos".
Bell ilustró esta proliferación de "posts" con los siguientes
ejemplos: postcapitalista, postburgués, postmoderno, postcivilizado,
postcolectivista, postpuritano, postprotestante, postcristiano, postliterario,
posthistórico, sociedad postmercantil, sociedad postorganizativa, posteconómico,
postescasez, postbienestar, postliberal, postindustrial...64
Para los postmodernos, esta transmutación esencial es por lo general la
ruptura con la Ilustración, con la cual, como lo vimos en la sección 1.1,
tiende a identificarse el modernismo. En algunos casos esto lleva a las más
asombrosas afirmaciones, tales como la siguiente: "El modernismo en
filosofía se remonta muy atrás: Bacon, Galileo, Descartes -pilares de la
concepción modernista de lo avanzado, novedoso e innovador",65
un aserto de tal ignorancia que suscita casi admiración. ¿Cómo pueden
pensadores comprometidos con una epistemología de la representación, cuya más
elaborada articulación es la teoría de Locke según la cual las propiedades
sensibles de los objetos son signo de una estructura interna racionalmente
determinable, asimilarse a un movimiento artístico cuyas producciones afrontan
las expectativas del sentido común con la creencia de que el conocimiento
científico de la realidad no es posible y ni siquiera deseable? El objetivo de
afirmaciones semejantes, más que su contenido fáctico, casi siempre deleznable,
parece ser el intento de establecer la novedad del postmodernismo,
caracterizado en términos tomados del modernismo y tratando a este último como
la instancia final del racionalismo occidental.
Esta operación a menudo lleva a concebir la ruptura del postmodernismo
con la Ilustración en términos apocalípticos, de manera que se convierte en la
revelación de la falla fundamental inherente a la civilización europea durante
siglos, si no milenios. Quizás el ejemplo más tonto de esta modalidad de
pensamiento sea el de Kroger y Cooke, quienes afirman que "desde San
Agustín, nada ha cambiado en la codificación profunda y estructural de la
experiencia de Occidente", de modo que De
Trinitate "nos ofrece una comprensión especial del proyecto moderno,
en el momento mismo de su iniciación y desde su interior". En efecto, no
sólo "el proyecto moderno" sino "el escenario postmoderno...
comienzan en el siglo IV... todo lo que viene después del rechazo agustiniano
no ha sido más que una fantástica y terrible implosión de la experiencia al
tiempo que la propia cultura occidental se desarrolla bajo el signo de un
nihilismo pasivo y suicida". El "sentido apocalíptico del
final", articulado presuntamente por el postmodernismo, pierde así toda
especificidad histórica y se transforma en la condición crónica de la
civilización occidental desde la caída del imperio romano. Ciertamente,
hallamos aquí la noche a la que aludía Hegel en su crítica a Schelling, en la que
todas las vacas son negras y en la que San Agustín, Kant, Marx, Nietzsche,
Parsons, Foucault, Barthes y Baudrillard han estado analizando todos la misma
"escena postmoderna".66
El nihilismo de salón de Kroker y Cooke es en realidad la reductio ad absurdum de un estilo de
pensamiento que cuenta con más distinguidos antecedentes. Tanto Nietzsche como
Heidegger consideran que la metafísica occidental se funda en una falla
constitutiva que recorre la totalidad de su historia: respectivamente, la
reducción platónica de la multiplicidad de la realidad a las manifestaciones
fenoménicas del reino esencial de las formas, y el olvido, desde la época de
los presocráticos, de la diferencia ontológica originaria entre ser y ente. La
historia subsiguiente del pensamiento europeo consiste en variaciones y
elaboraciones en torno a este error fundacional, que culmina con la filosofía
de la subjetividad autoconstitutiva inaugurada por Descartes y que sirve para
legitimar el dominio racionalizado tanto de la naturaleza como de la humanidad
característico de la modernidad. Habermas enfatiza las contradicciones en que
incurren Nietzsche y Heidegger, así como sus sucesores, en especial Foucault y
Derrida, cuando utilizan las herramientas de la racionalidad -la argumentación
filosófica y el análisis histórico- para llevar a cabo una critica de la razón
como tal.67 Aunque regresaremos a este problema en el capítulo
tercero, más pertinente para nuestros propósitos es la manera como se
descalifica la civilización occidental en su totalidad por estar basada desde
la Antigüedad en un error. Tal concepción anima precisamente la disolución de
las diferencias históricas, convirtiéndolas en repeticiones de este pecado
original que, como lo vimos antes, es típico del postmodernismo.
Esta tendencia de la tradición de Nietzsche y de Heidegger, tan incómoda
para los autoproclamados filósofos de la diferencia, ha sido objeto de la más
estricta crítica por parte de Hans Blumenberg. La preocupación de Blumenberg es
la "tesis de la secularización", el tratamiento de las creencias,
instituciones y prácticas modernas como versiones secularizadas de temas
cristianos y, más específicamente, la teoría de Karl Lówith, para quien la
concepción ilustrada del progreso histórico es sólo la traducción a un vocabulario
pseudocientífico de la idea cristiana de la divina providencia. Como observa
Blumenberg, "la secularización del cristianismo producida por la
modernidad se convierte para Lówith en una diferenciación relativamente
secundaria" comparada con "el abandono del cosmos pagano de la
Antigüedad", donde imperaba una concepción cíclica del tiempo, abandono
logrado por el judaísmo y el cristianismo al concebir la historia humana como
el desarrollo del plan redentor de Dios. Resulta imposible hacer justicia aquí
a la riqueza de conocimientos históricos desplegada por Blumenberg para
demostrar el carácter distintivo del pensamiento moderno y la ruptura
cualitativa que representa respecto de la teología cristiana. Para él, los
orígenes de esta ruptura se remontan a la crítica nominalista de la metafísica
aristotélica en la tardía Edad Media, uno de cuyos mayores logros fue romper el
hechizo del mundo físico, expulsando de él todo indicio de propósito divino y
reduciéndolo al resultado meramente contingente del ejercicio de la voluntad de
Dios.
La negación, por parte de los nominalistas, de toda sugerencia mundana de
un orden divino, destinada a poner de relieve la absoluta perfección y poder
del "Dios oculto" (deus
absconditus), tuvo el efecto paradójico de crear un espacio dentro del cual
tomó forma lo que para Blumenberg es la actitud distintivamente moderna de
"autoafirmación": "Entre más inmisericorde e indiferente parecía
ser la naturaleza respecto del hombre, menos podía serle indiferente y con
mayor inflexibilidad habría de materializar, para su dominio, incluso lo que
había recibido de antemano como naturaleza". En lo sucesivo, la naturaleza
ya no podía ser contemplada por el "feliz espectador" como una
jerarquía de propósitos heredada de Platón y Aristóteles por el escolasticismo
medieval. El postulado nominalista según el cual "el hombre debe
comportarse como si Dios hubiese muerto... induce una incesante evaluación del
mundo que puede designarse como la fuerza motriz de la época científica".
La curiosidad deja de ser un vicio, como lo era para la teología cristiana, y
se sistematiza en la intervención metódica en la naturaleza característica de
la ciencia galileana. La concepción escolástica del mundo como un orden finito
y decididamente cognoscible es sustituida por "el concepto de realidad de
contexto abierto, que anticipa la realidad como el resultado siempre incompleto
de una realización, como confianza que se constituye a sí misma sucesivamente,
nunca como coherencia definitiva y absolutamente concedida". Esta
concepción de la realidad como algo abierto e incompleto subyace a su vez a la
concepción del progreso en la Ilustración, que, a diferencia de la escatología
cristiana, no se centra "en un acontecimiento que irrumpe en la
historia... la trasciende y es heterogéneo respecto de ella", sino que
"extrapola de una estructura presente en todo momento hacia un futuro
inmanente en la historia". Por consiguiente, "la idea de progreso...
es la autojustificación continua del presente ante el futuro que se da a sí
mismo y ante el pasado con el que se compara"68
Blumenberg ofrece una crítica sustancial y enriquecedora del estilo de
pensamiento inaugurado por Nietzsche y continuado por Heidegger, según el cual,
a la luz de la tesis de la secularización de Lówith, "las cosas deben
permanecer iguales a como fueron hechas" por "la intervención del
cristianismo en la historia europea (y a través de la historia europea en la
historia del mundo), de manera que incluso un ateísmo postcristiano es en
realidad un modo de expresión de la teología negativa intracristiana, y el
materialismo la continuación de la Encarnación por otros medios".69
La preocupación de Blumenberg por el carácter distintivo de la modernidad pone
de relieve, por otra parte, el problema implícito en la totalidad de este
capítulo. El postmodernismo en sus diversas manifestaciones se define por
contraposición al arte moderno y, de manera más general, a la "época
moderna" que presuntamente hemos dejado atrás. La orientación de este
capítulo ha sido primordialmente negativa: mostrar la importancia que atribuye
el postmodernismo al arte postmoderno, y su incapacidad de formular una
descripción plausible y coherente de sus rasgos distintivos. El lector podría,
con razón, exigir una descripción positiva de la naturaleza de la modernidad y
del arte moderno como su reflejo crítico. Me propongo satisfacer tal exigencia
en el próximo capítulo, y hacerlo de modo que, a diferencia de las teorías
postmodernistas examinadas críticamente, haga justicia a la especificidad histórica
del fenómeno estudiado.
Notas
1.
J. F. Lyotard, "Defining the
Postmodern", ICA Documents 4,
1985, p. 6.
2.
Ver R. Sayre y M. Lowy, "Figures
of Romantic Anti-capitalism", NGC 32,
1984.
3.
T. S. Eliot, Selected Prose, ed. F. Kermode, Londres, 1975, p. 177.
4.
Frank
Kermode, El sentido del final,
Barcelona, 1983, p. 99.
5.
A. Kroker y D. Cooke, The Postmodern Scene, 2a. ed.,
Houndmills, 1988, p. 8.
6.
F.
Kermode, op. cit., especialmente
capítulo 1.
7.
L. Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, Londres, 1988, p. 28.
8.
R. A. Berman, "Modern Art and
Desublimation," Telos 62,
1984-85, pp. 33-34.
9.
S. Gablik, "The Aesthetics of
Duplicity", Art & Design 3,
7/8, 1987, p. 36.
10.
Citado
en C. Schorske, Fin-de-Siecle Vienna,
Barcelona, 1981, p. 41.
11.
Ver. E. Lunn, Marxism and Modernism, Londres, 1985, pp. 34-37.
12.
MR, p. 332.
13.
Compárese con F. Kermode, History and Value, Oxford, 1988,
capítulo 6.
14.
F. Moretti, "The Spell of
Indecision", discusión, en MIC p.
346.
15.
Lunn,
op. cit., p. 58, ver en general pp.
33-71
16.
C. Jenks, ¿What is Postmodernism?, Londres, 1986, p. 14.
17.
Ver,
por ejemplo, ibid., pp. 3-7.
18.
P. Ackroyd, T. S. Eliot, Londres, 1985, pp. 118-19.
19.
Jenks,
op. cit., p. 43.
20.
T.
S. Eliot, Los poetas metafísicos y otros
ensayos sobre teatro y religión, I, Buenos Aires, s.f, p. 13.
21.
Hutcheon,
op. cit., 41.
22.
lbid, p. 32.
23.
A. Huyssen, "Mapping the
Postmodern", NGC 33, 1984, p.
16.
24.
Ackroyd,
op. cit., pp. 105, 145-48.
25.
Lyotard,
"Defining", p. 6.
26.
PMC, p. 79.
27.
I. Kant, Critique of Judgement, Oxford, 1973, I, pp. 90, 92, 127.
28.
PMC, pp. 79, 81. Como lo observa Huyssen, el recurso de
Lyotard "a lo sublime en Kant olvida que en el siglo XVIII, la fascinación
con lo sublime del universo, el cosmos, expresa precisamente aquel deseo de
totalidad y de representación que Lyotard tanto aborrece y critica con
persistencia en la obra de Habermas", op.
cit., p. 46. Ver también mi discusión sobre lo sublime en
"¿Reactionary Postmodernism?", en R. Boyne y A. Rattansi, eds. Postmodernism and Social Theory,
Houndmills, de próxima aparición.
29.
T. S. Eliot, op. cit. Al
parecer, Jenks cree que Eliot "sitúa [la disociación de la sensibilidad]
en el siglo XIX" (!), op. cit.,
p. 33.
30.
PMC, pp. 79-80.
31.
F.
Jameson, Prefacio a PMC, p. xvi.
32.
Jenks,
op. cit., p. 42.
33.
PMC, p. 80.
34.
G.
Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux,
París, 1980, p. l2.
35.
"Reificación"
y sus derivados se utilizan en su acepción filosóficapara indicar el proceso
mediante el cual algo se convierte en cosa.
36.
F.
Jameson, Fables of Aggression,
Berkeley y Los Angeles,1979, pp. 2, 81, 2, 14.
37.
F. Kermode, History, pp. 98 ss. Quizás el desarrollo más elaborado de la "teoría de la
discrepancia" se halla en P. Macherey, A
Theory of Literary Production, Londres, 1978, especialmente en la parte 1.
38.
Jameson,
Fables, capítulo 7.
39.
J. Frank, "Spatial Form in
Modern Literature', en The Widening Gyre,
New Brunswick, 1963.
40.
T. S. Eliot, op. cit., p. 22.
41.
T. S. Eliot, Selected Prose, pp. 176-177; W. Lewis, Blasting and Bombardiering, Londres, 1967, p. 250.
42.
Ver J.
Berger, The Success and Failure of
Picasso,
Harmondsworth,1965, pp. 47 ss.
43.
Ver J. Willett, The New Sobriety 1917-1933, Londres, 1978.
44.
G.
Deleuze, F. Guattari, L Anti-Oedipe,
París, 1973, capítulo 2.
45.
Ver
Schorske, op. cit., capítulos 5 y 8.
46.
S. Lash, "¿Discourse or
Figure?", TSC 5, 2/3, pp. 320,
331-32.
47.
J. Berger, "Defending Picasso's
Late Work," IS 2, 40, 1988, p.
113.
48.
Citado en N. Zach, "Imagism and
Vorticism," en M. Bradbury y J.M. McFarlane, eds., Modernism 1890-1930, Harmondsworth, 1976, p. 324.
49.
M. Nadeau, A History of Surrealism, Harmondsworth,1973, p. 212, n. 5. Ver
también W. Benjamin, "Surrealism" en One-Way Street and Other Writings, Londres, 1979. Rimbaud define la tarea del poeta en
una carta dirigida a Paul Demeny, del 15 de mayo de 1871.
50.
PMC, p. 82.
51.
F. Jameson, "Postmodernism, or
the Cultural Logic of Late Capitalism”, NLR
146, 1984, p. 45.
52.
W. Benjamin, Illuminations, Londres, 1970, pp. 226, 241.
53.
S. Lash y J. Urry, The End of Organized Capitalism,
Cambridge, 1987, pp. 286-87.
54.
Benjamin, op. cit., pp. 239-40. 55. lbid, p. 226, 242-43.
56. E. Bloch et.al, Aesthetics and Politics, Londres, 1977, pp.100-141, con una
presentación de Perry Anderson.
57. Citado
en C. Russell, Poets, Prophets and
Revolutionaries, Nueva York, 1985, p. 117. Para una visión más general, ibid., pp. 114-18, y H. Richter, Dada, Londres, 1965, capítulo 3.
58. G.
Grosz, A Small Yes and a Big No,
Londres, 1982, pp. 91-92. Ver también el informe del conde Harry Kessler acerca de su encuentro con
Grosz el 5 de febrero de 1919: "Grosz argumentaba que un arte semejante es
anti-natural, una enfermedad, y el artista un poseso... El [Grosz] es realmente
un bolchevique con apariencia de pintor", The Diaries of a Cosmopolitan 1918-1937, Londres, 1971, p. 64.
59.
W. Benjamin, Understanding Brecht, Londres, 1977, pp. 6, 18.
60. Ver, por ejemplo, Hutcheon, op. cit., p. 35.
61. Ver J. Willett, ed., Brecht on Theater, Londres, 1964: el
énfasis colocado por Brecht en sus escritos tardíos -por ejemplo, en "A
Short Organum for the Theatre"- sobre el papel del placer y de la
pedagogía en el teatro épico, implica una modificación de sus ideas anteriores
más bien que el abandono de ellas.
62. Huyssen, op. cit., p. 42.
63. Kermode, History, p. 132.
64.
D. Bell, The Coming of Post-Industrial Sociery, Londres, 1974, pp. 51-54.
65. J. Silverman y D. Welton,
introducción de los editores a Postmodernism
and Continental Philosphy, Albany, 1988, p. 2.
66.
Kroker y Cooke, op. cit, pp. 8, 76, 127, 129, 169.
67. DFM,
especialmente la lección 4.
68. H.
Blumenberg, The legitimacy of the Modere
Age, Cambridge, Mass.,1983, pp. 28, 30, 32, 182, 346, 423. Comparar con K. Lbwith. Meaning in History, Chicago, 1949.
69. Blumenberg, op. cit., p. 115. Jean Baudrillard es un excelente ejemplo de esta
manera de pensar: nos dice que la economía política, dentro de cuyas categorías
se encuentra atrapado el marxismo, es "sólo un tipo de realización de la
gran disociación judeo-cristiana entre Alma y Naturaleza", The Mirror of Production, St. Louis,
1975, pp. 63, 65.
2. Modernismo y capitalismo
La lucidez me vino cuando sucumbí
finalmente al vértigo de lo moderno
Louis Aragon
2.1 El vértigo de lo moderno
¿Qué es la modernidad? A menudo se cree que
Baudelaire responde de manera definitiva a esta pregunta cuando escribe: “La
modernidad es lo efímero, transitorio y contingente en la ocasión”.1
Por el contexto de esta observación, el ensayo titulado “El pintor de la vida
moderna”, resulta evidente que refleja la preocupación específica de Baudelaire
por caracterizar un arte que descubre lo eterno en lo transitorio, por
oposición al culto abstracto y académico de la belleza atemporal. No obstante,
tal definición parece captar una experiencia propia de los dos siglos
precedentes, sintetizada por David Frisby como “la novedad del presente”.2
En relación con esta experiencia, y como generadora de ella, habría otro
tipo de modernidad, concebida como una etapa diferenciada del desarrollo
histórico de la sociedad humana. La sociedad moderna representa una ruptura
radical con el carácter estático de las sociedades tradicionales. La relación
del hombre con la naturaleza ya no está gobernada por el ciclo repetitivo de la
producción agrícola. En su lugar, y particularmente desde el surgimiento de la
revolución industrial, las sociedades modernas se caracterizan por el esfuerzo
sistemático de controlar y transformar su entorno físico. Las permanentes
innovaciones técnicas, transmitidas a través del mercado mundial en expansión,
desatan un rápido proceso de cambio que se extiende por todo el planeta. Las
relaciones sociales atadas a la tradición, las prácticas culturales y las
creencias religiosas se ven arrasadas en el remolino del cambio. La famosa
descripción que ofrece Marx del capitalismo en el Manifiesto Comunista es la formulación clásica del proceso
incesante y dinámico de desarrollo inherente a la modernidad:
Una revolución continua en
la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una
inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las
anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de
creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se
hacen anticuadas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece en
el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a
considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones
recíprocas.3
¿Qué podría ser más natural que ver el arte
moderno como una respuesta estética a la experiencia de revolución permanente
de la modernidad? Consideremos las afirmaciones que propone Marinetti en favor
de este arte en el primer Manifiesto
Futurista (1909):
Cantaremos a las grandes
multitudes comprometidas en el trabajo, el placer o la sublevación: cantaremos
a las olas multicolores y polifónicas de la revolución en las capitales
modernas: cantaremos al estrépito y al calor de la noche en los astilleros y en
los muelles, encendidos de serpientes humeantes, devoradoras y violentas; a las
fábricas que cuelgan de las nubes, suspendidas por los torcidos hilos de sus
estelas de humo.4
El estilo casi
cinematográfico de Marinetti nos recuerda la celebración que hace Vertov de las
energías desencadenadas por la Revolución de Octubre en la película El hombre con cámara. Pero incluso
aquellos modernistas que dudan de la promesa de la modernidad pueden ser vistos
como actores que reaccionan ante los cambios sociales experimentados por ellos
mismos. El modernismo, se ha dicho a menudo, es un arte urbano: el París de
Baudelaire y de Rimbaud, el de los cubistas y los surrealistas, pero también el
Londres de Eliot, el Berlín de Brecht, la Praga de Kafka, la Nueva York de Dos
Passos, la Viena de Musil.5 En un célebre ensayo titulado “La
metrópolis y la vida mental”, Georg Simmel argumenta que la ciudad moderna
produce un tipo particular de experiencia que implica “la intensificación de la
estimulación nerviosa que resulta del cambio rápido e ininterrumpido de los
estímulos externos e internos”. El flujo incesante de nuevas impresiones al que
están sujetos los habitantes de las grandes metrópolis los lleva a adoptar una
actitud blasée (hastiada) y disociada
-el rechazo a registrar más cambios-, mientras que el temor al anonimato, a ser
reducidos a una cifra, promueve tanto “la sensibilidad a las diferencias” como
la adopción de “las más tendenciosas peculiaridades, esto es, las
extravagancias específicamente metropolitanas del manierismo, el capricho y el
preciosismo”.6 El modernismo como respuesta a la “ciudad irreal” de
la vida moderna es un tema explorado sobre todo por Walter Benjamin en Passagen-Werk, su gran estudio
inconcluso acerca del París de Baudelaire. La creencia de que el nuevo mundo
urbano e industrializado requiere también un nuevo tipo de arte, muy diferente
del culto romántico a la naturaleza, nunca fue expresada con tanta claridad
como lo hizo el pintor David Bomberg en el catálogo de una exposición de su
obra presentada en 1914: “Apelo a un sentido de la fuerza... Busco una
expresión más intensa... Contemplo la naturaleza mientras vivo en una ciudad de
acero. Si hay decoración, es accidental. Mi propósito es la construcción de la
forma pura”’.
La idea de que la experiencia de la modernidad funciona como término
medio entre el proceso dinámico de desarrollo económico fundamental para la
historia de los dos siglos precedentes -de modernización- y el modernismo
cultural, es elaborada ampliamente por Marshall Berman en su conocido libro Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Hay un modo de
experiencia vital -experiencia espaciotemporal de la propia persona y de los
otros, de las posibilidades y peligros de la vida- que en la actualidad
comparten hombres y mujeres en todas partes del mundo. Llamaré a esta
experiencia “modernidad”. Ser moderno es hallarnos en un ambiente que nos
promete aventura, poder, alegría, desarrollo, transformación de nosotros mismos
y del mundo, pero que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que
tenemos, lo que sabemos, lo que somos. Los ambientes y experiencias modernos
atraviesan todos los límites étnicos y geográficos, los límites de clase y
nacionalidad, de religión y de ideología; en este sentido, puede decirse que la
modernidad une a toda la humanidad. Se trata, sin embargo, de una unidad
paradójica, una unidad de desunión: nos sume en un remolino de desintegración y
renovación perpetuas, de lucha y de contradicción, de ambigüedad y angustia.
Ser modernos es hacer parte de un universo en el cual, como lo dijera Marx,
“todo lo sólido se desvanece en el aire”.8
La tesis de Berman ha sido sometida a una crítica minuciosa aunque
benevolente por parte de Perry Anderson en un ensayo que discutiremos en la
próxima sección. Y aunque los argumentos de Anderson son convincentes, la
afirmación central de Berman -desarrollada en una serie de análisis de casos
particulares, prolíficos y sutiles, desde Goethe hasta Bely- en relación con la
contradicción peculiar de la experiencia moderna es, a mi juicio, esencialmente
correcta. El dinamismo del mundo social promete la felicidad y el desastre.
Resulta más difícil, sin embargo, determinar si conceptos tales como los de
modernidad y modernización son apropiados para caracterizar y explicar tal
contradicción.
En primer lugar, estos conceptos tienen antecedentes filosóficos en el pensamiento
de la Ilustración. Según Habermas, “el concepto profano de época moderna
expresa la convicción de que el futuro ha empezado ya: significa la época que
vive orientada hacia el futuro, que se ha abierto a lo nuevo futuro”.9
Esta orientación hacia el futuro presupone la formulación de aquello que Hans
Blumenberg llama “el concepto de realidad de contexto abierto”, desarrollado de
manera especial por los pensadores de la revolución científica del siglo XVII
quienes, por su intermedio, rompieron con la concepción antigua y medieval de
un mundo cerrado y finito. Según Blumenberg, el “concepto de realidad” de la
filosofía moderna, esto es, postrenacentista, “legitima la calidad de lo nuevo,
de lo sorprendente y desconocido, tanto en la teoría como en la estética”.10
Esta valorización de lo nuevo forma parte de una transformación más amplia. Ya
no es posible justificar creencias, instituciones y prácticas por su
vinculación con modelos y principios tradicionales. “La modernidad ya no puede
ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos de otras épocas; tiene
que extraer su normatividad de sí misma”; afirma Habermas.11
Esta concepción de la modernidad, orientada al futuro en lugar del pasado
y, además, autolegitimadora, puede verse como el instrumento mediante el cual
algunos intelectuales europeos de los siglos XVII y XVIII buscaron comprender
las creencias teóricas y los procedimientos de la nueva física, poco conocidos
pero extraordinariamente exitosos, así como cambios análogos en otros ámbitos culturales
y en especial la querelle des anciens et
des modernes en las artes. No obstante, dicho concepto se incorpora a una
filosofía de la historia cuando los philosophes
comienzan a argumentar que el tipo de innovación teórica al que Newton había
conferido respetabilidad es el motor del progreso social en general, una
creencia que exige concebir el desenvolvimiento del tiempo como algo que
registra, no la decadencia de un mundo condenado, ni la eterna repetición
cíclica de lo mismo o las operaciones de la voluntad divina, sino más bien el
continuo mejoramiento de la condición humana gracias al desarrollo y difusión
del conocimiento científico. La noción de Ilustración no se limita a
suministrar un nombre a esta filosofía de la historia: ofrece una explicación y
una medida del progreso humano, mientras su ausencia da razón de los obstáculos
al cambio, interpuestos en especial por el clero, aquel agente social
responsable de preservar a las masas en la noche de la superstición.
La modernidad llegó a ser concebida como la sociedad en la cual se
realiza el proyecto de la Ilustración, y donde la comprensión científica de los
mundos físico y humano regula la interacción social.12 Saint-Simon,
influido por la teoría de la historia de Condorcet, concibió la sociedad
industrial, cuyo surgimiento anticipó, precisamente en estos términos. Los
grandes teóricos sociales de comienzos del siglo XIX no compartían el optimismo
de Saint-Simon y de Condorcet acerca del futuro, pero todos veían la sociedad
contemporánea como algo moldeado por la aplicación práctica del tipo de
conceptos y procedimientos teóricos comprendidos en la revolución científica
del siglo XVII. Una serie de instrumentos de análisis -la distinción de Weber
entre las formas de dominación tradicional y la racional-burocrática, la
trazada por Durkheim entre solidaridad mecánica y orgánica, la propuesta por
Tonies entre comunidad y sociedadfueron utilizados para establecer un contraste
general entre dos formas radicalmente distintas de organización social, separadas
esencialmente por los efectos disolutorios y dinamizantes de la racionalidad
científica moderna y de sus realizaciones prácticas.
La teoría weberiana de la racionalización -quizás la obra fundamental de
la teoría social no marxista- ofrece la más importante explicación individual
de la configuración de la modernidad. La modernización implica, en primer
lugar, la diferenciación de prácticas sociales originalmente unitarias y, en
particular, la diferenciación entre la economía capitalista y el Estado moderno.
“Sólo en las sociedades occidentales”, escribe Habermas, la “diferenciación de
estos dos subsistemas complementarios e interrelacionados llegó tan lejos que
la modernización pudo distinguirse de su constelación inicial y continuar de
manera auto-regulada”. En segundo lugar, este proceso diferenciador implica la
institucionalización de un tipo específico de acción, que Weber denomina
racionalidad orientada a fines (Zweckrationalitüt)
o racionalidad instrumental, dirigida a seleccionar los medios más eficaces
para la realización de un objetivo predeterminado. La racionalización de la
vida social consiste para Weber en la creciente regulación de la conducta por
parte de una racionalidad instrumental que sustituye las normas y valores
tradicionales, un proceso acompañado por el uso cada vez más difundido de los
métodos de la ciencia postgalileana para determinar el curso de acción más
eficaz disponible en la prosecución de los fines. Weber analiza aquello que
Habermas llama “racionalización de las
concepciones del mundo” y que consiste, por una parte, en romper el hechizo
del mundo, despojar a la naturaleza de todo propósito y, por la otra, en
diferenciar, a partir de una cultura originalmente unitaria, ámbitos
particulares (ciencia, arte, moralidad), cada uno gobernado por la misma
racionalidad formal. La clave para comprender el proceso de modernización es
“la transformación de la racionalización cultural en racionalización social”,
aquel proceso, por ejemplo, mediante el cual la concepción calvinista de la
vida como vocación contribuye a institucionalizar la acción económica
instrumental.13
Desde luego, Weber no manifiesta mayor entusiasmo frente al proceso de
modernización descrito, tanto por la naturaleza subjetiva de la Zweckrationalitüt, incapaz de ofrecer
criterios objetivos para seleccionar los fines de la acción -por oposición a
los medios para alcanzar algún fin previamente determinado-, como porque el
resultado de su institucionalización parece ser el de aprisionar a la humanidad
en la “jaula de hierro” de unas estructuras burocráticas que, si bien
formalmente racionales, tienen poco que ofrecer en lo referente a la libertad o
al sentido. Estas dudas no desempeñan papel alguno en la versión de la teoría
de Weber utilizada por los sociólogos de la posguerra en el mundo de habla
inglesa, como Talcott Parsons. Como señala Habermas, esta “teoría de la
modernización... desgaja a la modernidad de sus orígenes modernoeuropeos para
estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados
respecto del espacio y del tiempo”.14 Parsons concibe la
modernización como un proceso evolutivo en el cual los sistemas sociales,
gobernados por la “ley de la inercia” que los orienta hacia la estabilidad, se
ven motivados, debido a factores perturbadores exógenos y endógenos, a iniciar
un proceso de diferenciación estructurales. Dicha diferenciación, y en especial
el surgimiento de una economía de mercado autónoma, posibilita a su vez la
“adaptación ascendente” del sistema social y el aumento de la capacidad de
controlar su entorno por parte de la sociedad, particularmente a partir de la
Revolución Industrial, y a través de ella. No obstante, este proceso
diferenciador exige la transformación del patrón de valores prevaleciente y es,
al mismo tiempo, una consecuencia de ella; por otra parte, exige la sustitución
de aquellas características de la sociedad tradicional, como el “patrón
particular-adscriptivo”, que combinan lealtades específicas con el desempeño de
las funciones sociales en virtud de mecanismos semejantes a la herencia, y su
reemplazo por el “patrón universal de desempeño” que predomina en la sociedad
moderna, donde los agentes llegan a compromisos valorativos de carácter cada
vez más general y son asignados a sus posiciones sobre la base de su desempeño.
“El desarrollo moderno de la sociedad,” argumenta Parsons, “se dirige
principalmente hacia un patrón esencialmente nuevo de estratificación”, en el
cual “la legítima inequidad” ya no se basa en la adscripción sino en las
funciones desempeñadas por los miembros de la sociedad dentro del sistema
altamente diferenciado exigido por la industrialización.16
Los matices claramente apologéticos que imparte Parsons a la teoría de la
modernización hicieron vacilar incluso a quienes comparten de manera general la
misma problemática. Habermas, por ejemplo, objeta que Parsons establece “una
relación analítica entre un alto
nivel de complejidad sistémica, por una parte y, por la otra, formas
universales de integración social y un individualismo institucionalizado de
manera no coercitiva”, lo cual le impide abordar las “patologías que surgen en
la época moderna”.17 Habermas, como lo veremos en el capítulo
cuarto, busca remediar estas fallas al subsumir la teoría de la modernización
dentro de la explicación más amplia de la racionalidad comunicativa.
Independientemente de las críticas que formulo en contra de tal explicación,
creo que hay buenas razones para abandonar la problemática de la modernización.
En primer lugar, establecer el contraste entre la sociedad moderna y la
tradicional sólo conduce a una parodia ahistórica del alcance, diversidad y
complejidad de las formaciones sociales anteriores a la Revolución Industrial.
El profundo sentido histórico de Weber, que despliega con grandes resultados al
discutir las diferentes formas de dominación en Economy and Society, se ve debilitado por una epistemología que
hace de la estilización y de la caricatura una virtud, y por su preocupación
con el problema de la racionalización. En segundo lugar, la teoría misma de la
racionalización, en especial cuando se trivializa bajo la forma de las
“variables de patrones” de Parsons, implica una teoría idealista del cambio
social en la cual la modificación de las creencias subyace a la transformación
histórica. El cambio tecnológico tiende a ser concebido como la materialización
de descubrimientos teóricos, y el conflicto social como la consecuencia de
“tensiones” producidas por algún desequilibrio dentro del sistema prevaleciente
de valores.
Finalmente, la teoría de la modernización, en la forma funcionalista y
evolucionista que le da Parsons, es implícitamente teleológica, pues trata a la
sociedad existente más “desarrollada”, la estadounidense, como la meta hacia la
cual no sólo sus contrapartes en otros lugares del bloque occidental, sino
también las sociedades “menos desarrolladas” del Tercer Mundo habrán de tender
cada vez más. Como dice John Taylor, puesto que la teoría funcionalista del
cambio establece -mediante una
generalización ex post facto- una
correlación evolutiva entre industrialización y diferenciación, sólo puede
resolver el problema de las posibles direcciones del cambio en las sociedades
del Tercer Mundo refiriéndolas a un estadio final particular, a saber, el
alcanzado por los sistemas sociales contemporáneos más diferenciados. Sus
postulados evolutivos generan un camino histórico universal hacia la mayor
diferenciación, que debe ser seguido por todos los sistemas sociales si han de
industrializarse... Por consiguiente, el sesgo “eurocéntrico”, evidente en las
teorías funcionalistas de la modernización, no es, como lo han sugerido algunos
autores, un simple reflejo de los intereses ideológicos de los teóricos
individuales, sino un efecto necesario de la teoría dentro de la cual operan.18
El materialismo histórico, que analiza aquellos fenómenos de los que se
ocupan Weber, Parsons y Habermas a través del concepto de modo de producción
capitalista, principalmente, ofrece, a mi juicio, una perspectiva teórica
superior de la problemática de la modernización. En primer lugar, el concepto
de modo de producción, una combinación específica de fuerzas productivas
(fuerza de trabajo, medios de producción) y de relaciones de producción
(relaciones eficaces de control sobre las fuerzas productivas), permite una
cuidadosa discriminación entre diferentes formaciones sociales, incluidas
aquellas que preceden al capitalismo: la esclavista, la feudal y los modos
tributarios de producción. Algunos de los mejores escritos históricos del
marxismo contemporáneo, en efecto, se ocupan de las formaciones sociales
precapitalistas. En segundo lugar, la teoría marxista del cambio social es
materialista, pues concede primacía explicativa a las contradicciones
estructurales que surgen entre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción, así como a la lucha de clases generada por las relaciones
inequitativas y explotadoras, en el sentido económico del término. En tercer
lugar, el materialismo histórico no es una teoría teleológica de la evolución
social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último estadio del desarrollo
histórico, sino que el comunismo, la sociedad sin clases, que según Marx sería
el resultado de la revolución socialista, no es la consecuencia inevitable de
las contradicciones del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que Marx
llamó “la perdición mutua de las clases en conflicto” y Rosa Luxemburg
“barbarie”.19
La superioridad del materialismo histórico como teoría social no implica
que en él no haya lugar para el vocabulario de la modernidad. Términos tales
como “modernización” pueden servir para caracterizar descriptivamente los
cambios involucrados en el desarrollo del capitalismo industrial. Más aún,
tales cambios implican un modo radicalmente nuevo de vivir en comparación con
las formaciones sociales precapitalistas: con respecto, por ejemplo, a la
relación activa y transformadora entre el hombre y la naturaleza característica
del capitalismo, al desarrollo de formas de vida urbana cualitativamente nuevas
y al surgimiento de una concepción del tiempo lineal y homogénea.20
Fernand Braudel argumenta que el concepto de civilización, de “un orden que
reúne miles de posesiones culturales ciertamente diferentes entre sí y, a
primera vista, incluso ajenas unas a otras, y que se extiende desde los bienes
del espíritu y del intelecto hasta las herramientas y objetos de la vida
cotidiana”, es “una categoría de la historia, una clasificación necesaria”.21
Quizás debamos pensar la modernidad como un tipo de civilización configurada
por el desarrollo del modo de producción capitalista y por el dominio global
del mismo.
El materialismo histórico reclama nuestra atención en cuanto explicación de los cambios que preocupan
a los teóricos de la modernización. Las características que definen las
relaciones de producción capitalistas -la transformación de la fuerza de
trabajo en mercancía y el control de los medios de producción por parte de
capitales en competencia- son responsables de la tendencia al acelerado
desarrollo de las fuerzas productivas. Los capitales rivales buscan derrotar a
sus adversarios introduciendo innovaciones tecnológicas que aminoren los
costos, y la sujeción de los obreros al mercado de trabajo permite a los
capitalistas desarrollar incentivos sistemáticos diseñados para aumentar la
productividad laboral.22 De allí la importancia que atribuye Marx en
el Manifiesto al dinamismo del
capitalismo, a la realización de “maravillas muy superiores a las pirámides de
Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas”: “La burguesía no
puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos
de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello
todas las relaciones sociales”.23
Marx no se limitó, desde luego, a celebrar los logros productivos del
capitalismo, y en alguna ocasión describió la modernización capitalista de la
India bajo el dominio británico, en su opinión históricamente necesaria, como
el caso de un tipo de progreso “que se asemeja al horrendo ídolo pagano que
sólo bebe el néctar en las calaveras de los muertos”.24 El
desarrollo histórico es para Marx un proceso contradictorio y no lineal. Su más
interesante discusión del doble carácter de la modernización señalado por
Berman se encuentra en los Grundrisse.
Allí Marx se convierte en el adalid del capitalismo en contra de sus críticos
románticos, y enfatiza
la gran
influencia civilizadora del capital; su facultad para generar un estado de la
sociedad en comparación con el cual todos los anteriores aparecen como meros
desarrollos locales de la humanidad y como idolatría
de la naturaleza. Por primera vez, la naturaleza se convierte en un puro
objeto para la humanidad, en algo meramente utilizable; deja de ser reconocida
como un poder en sí misma, y el descubrimiento teórico de sus leyes autónomas
aparece como una simple treta para subyugarla a las necesidades humanas, bien
sea como objeto de consumo o como medio de producción. De acuerdo con esta
tendencia, el capital avanza más allá de las barreras nacionales y de los
prejuicios, superando también el culto a la naturaleza y toda satisfacción
tradicional, confinada, complaciente, incrustada de las necesidades presentes y
de la reproducción de antiguos modos de vida.25
Análogamente, argumenta que
la
antigua idea según la cual el ser humano aparece como la meta de la producción,
independientemente de su carácter limitado, nacional, religioso, político,
resulta muy elevada cuando se compara con el mundo moderno, en el cual la
producción aparece como meta de la humanidad y la riqueza como meta de la
producción. En realidad, cuando la limitada forma burguesa desaparece, ¿qué es
la riqueza si no es la universalidad de las necesidades, capacidades, placeres,
fuerzas productivas individuales, creada a través del intercambio universal?26
Marx, sin embargo, reconoce la fuerza de la
crítica romántica al capitalismo:
En la economía burguesa -y en la
época de producción a la que corresponde- esta realización completa del
contenido humano aparece como completo vacío, esta objetivación universal como
alienación total, y la destrucción de todas las metas limitadas y parciales
como el sacrificio a un fin enteramente externo al fin en sí mismo del hombre.
Es por ello que el infantil mundo de la Antigüedad aparece, de una parte, como
algo más elevado. De otra parte, es realmente más elevado respecto de todo
aquello donde se buscan figuras cerradas, formas y límites preestablecidos. Es
la satisfacción desde un punto de vista limitado, mientras que lo moderno no da
satisfacción o bien, allí donde parece satisfecho de sí mismo, resulta vulgar.
No obstante,
sería tan ridículo anhelar el regreso de la
plenitud original como lo es creer que con este vacío completo la historia se
ha detenido. La perspectiva burguesa nunca ha avanzado más allá de la antítesis
entre ella misma y el punto de vista romántico, y por consiguiente este último
la acompañará como su legítima antítesis hasta el final.27
Una de las
ideas más interesantes desarrolladas por Marx en estos pasajes es que la
defensa liberal del capitalismo y la crítica romántica del mismo son
perspectivas complementarias y correlativas, cada una de ellas parcial y
unilateral; la primera celebra el enorme desarrollo de las fuerzas productivas
que el régimen capitalista ha hecho posible, en tanto que la segunda denuncia
“el vacío completo” de la sociedad burguesa en nombre de una “plenitud
original” perdida y ciertamente ficticia. Marx consigue trascender ambas
perspectivas porque se centra en la contradicción existente entre la expansión
de las fuerzas productivas humanas, posibilitada por el capitalismo, y la “limitada
forma burguesa” en la que dicha expansión tiene lugar, apoyada como está sobre
la explotación del trabajo asalariado y sobre un anárquico proceso de
acumulación competitiva. Esta contradicción suscita crisis económicas crónicas
que indican la necesidad de sustituir el capitalismo por una sociedad en la
cual la satisfacción de las necesidades humanas, que el previo desarrollo de
las fuerzas productivas permite, se realice finalmente. Marx puede ver más allá
de los puntos de vista liberal y romántico porque se orienta hacia el final del
capitalismo, hacia el resultado revolucionario de este proceso contradictorio
de desarrollo cuyo clímax es la “incesante revolución de la producción, la
perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, la eterna
incertidumbre de la época burguesa”.
2.2 La coyuntura modernista
La superioridad analítica de la teoría marxista anteriormente reseñada
sobre el vocabulario conceptual de la modernización es el fundamento de las dos
principales críticas de Anderson al libro de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Anderson argumenta que “los adjetivos ‘constante’, ‘ininterrumpido’ y ‘eterno’”
empleados por Berman para caracterizar el implacable dinamismo de la modernidad
“denotan un tiempo histórico homogéneo, en el cual cada momento es
perpetuamente diferente de todo otro momento en virtud de ser el siguiente,
pero, por la misma razón, cada momento es eternamente el mismo como unidad
intercambiable de un proceso que se prolonga ad infinitum. Extractado de la totalidad de la teoría marxista del
desarrollo capitalista, tal énfasis produce sin dificultad el paradigma de la
modernización propiamente dicha”. Por oposición a esto, “la concepción de Marx
acerca del tiempo histórico del modo de producción capitalista como un todo es
muy diferente de la anterior: se trata de una temporalidad diferenciada y
compleja, en la cual los episodios o épocas son discontinuos respecto de los
demás e internamente heterogéneos”. Esta crítica implica que se requiere un
contexto histórico más específico para el modernismo que el de la modernización
a secas. De manera similar, para Anderson la concepción que tiene Berman del
modernismo es excesivamente indiferenciada. “El modernismo, como conjunto
específico de formas estéticas, se ubica por lo general precisamente a partir
del siglo XX y en efecto se interpreta así por oposición al realismo y a otras
formas clásicas de los siglos XIX, XVIII o de siglos anteriores. Prácticamente
todos los textos literarios que son objeto de los excelentes análisis de Berman
-los de Goethe o Baudelaire, Pushkin o Dostoievski- preceden al modernismo
propiamente dicho en el sentido habitual de la palabra”.28
Erradamente, como lo vimos en la sección 1.2, Anderson se muestra
escéptico incluso acerca de si “el modernismo propiamente dicho” representa un
conjunto coherente de movimientos que compartan una identidad común; sin
embargo, “las corrientes decisivas del modernismo” que identifica -“simbolismo,
expresionismo, cubismo, futurismo o constructivismo, surrealismo”- sugieren que
se centra en la época de fines del siglo XIX, en lo que coincide, por ejemplo,
con la propuesta de Malcolm Bradbury y James McFarlane de tratar el período
comprendido entre 1890 y 1930 como la época modernista.29 Anderson
procede entonces a ofrecer “una explicación coyuntural de las prácticas y
doctrinas estéticas agrupadas posteriormente como modernistas”:
En mi opinión, la
mejor forma de comprender el “modernismo”
es como
un campo de fuerzas culturales “triangulado” por tres
coordenadas decisivas. La primera de ellas es... la codificación de un
academicismo altamente formalizado en las artes visuales y otras,
institucionalizado en regímenes de Estado y sociedades donde prevalecen y a
menudo dominan clases aristocráticas o terratenientes; sin duda, éstas son
desplazadas en cierto sentido, pero en otro continúan fijando sucesivamente el
tono cultural en los países europeos antes de la Primera Guerra Mundial... La
segunda coordenada sería entonces un complemento lógico de la primera: el
incipiente y, por ende, esencialmente novedoso surgimiento de tecnologías
claves o invenciones propias de la segunda revolución industrial, esto es, el
teléfono, la radio, los automóviles, los aviones, etc., dentro de estas sociedades
... [La tercera], la proximidad imaginativa de la revolución social. El grado
de esperanza o aprehensión que la perspectiva de una revolución semejante
suscita varía mucho pero, en la mayor parte de Europa, “está en el ambiente”
incluso durante la Belle Epoque.30
Anderson sostiene que “la persistencia de los anciens régimes y del academicismo
propio de ellos, suministra un ámbito crítico de valores culturales en contra
de los cuales pueden medirse las formas contestatarias de arte, pero también en
términos de los cuales se pueden articular parcialmente”. Sin embargo, mientras
que algunos modernistas -Pound y Eliot, por ejemplo- utilizan “la tradición” de
la alta cultura europea para distanciarse de un presente que desdeñan, “la
energía y atractivo de la nueva época de las máquinas se convierten en un
poderoso estímulo imaginativo” para otros: los cubistas, futuristas y
constructivistas.
Finalmente,
la niebla de la revolución social que se desplaza sobre el horizonte de esta
época esparce su apocalíptica luz sobre aquellas corrientes del modernismo más
constantes y violentamente radicales en su rechazo al orden social en su
conjunto, de las cuales la más importante es ciertamente el expresionismo
alemán. El modernismo europeo de los primeros años de este siglo florece
entonces en el espacio comprendido entre un pasado clásico que todavía puede
ser utilizado, un presente técnico aún incierto y un futuro político
impredecible. O bien, para ponerlo en otros términos, surge en la intersección
de un orden dominante semi-aristocrático, una economía capitalista
semi-industrializada y un movimiento obrero semi-emergente o semi-insurgente.31
Aunque
encuentro este análisis bastante persuasivo, formularé primero una seria
objeción al argumento de Anderson. Se refiere a su caracterización de la
sociedad europea de fines del siglo, derivada, como él mismo lo reconoce, de lo
que denomina “la obra reciente y fundamental de Arno Mayer, The Persistence of the Old Régime”.32
La interpretación ofrecida por Mayer de Europa en vísperas de la Gran Guerra se
centra en la afirmación según la cual hasta 1914, Europa fue primordialmente
preindustrial y preburguesa, pues la sociedad civil se arraigaba profundamente
en economías agrícolas intensivas, manufacturas de consumo y un comercio
insignificante. Ciertamente, el capitalismo industrial y sus formaciones de
clase, en especial la burguesía y el proletariado de las fábricas, hicieron
grandes progresos, particularmente después de 1890. Pero no estaban en
condiciones de atacar o suplantar las obstinadas estructuras del orden
preexistente.33
La agricultura siguió siendo el sector principal de la economía europea,
apuntalando la dominación política de la aristocracia y, en general, de las
clases terratenientes en todo el continente, situación que se refleja en el
carácter monárquico de los principales Estados europeos de la época, con la
excepción de Francia. La burguesía, políticamente subordinada, se adaptó a los anciens régimes, y en lugar de buscar el
derrocamiento de las antiguas monarquías, los magnates industriales y
financieros emergentes adoptaron el color de su entorno y se dedicaron a imitar
el estilo de vida de sus aristocráticos superiores y a adquirir sus
propiedades. No debe sorprendernos, entonces, que el sistema educativo, con su
énfasis sobre los clásicos griegos y latinos, transmitiera todavía los valores
de los nobles terratenientes de Europa y que “en su forma, contenido y estilo,
los artefactos de la alta cultura permanecieran anclados y envueltos en las convenciones
que prolongaban y celebraban tradiciones que servían de apoyo al antiguo orden”34.
El análisis de Mayer ofrece una útil perspectiva de la dinámica de la
crisis que culmina en la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento con el cual
se inicia “la Guerra de los Treinta Años de la crisis general del siglo XX”. El
motor de esta crisis fue la posición cada vez más reaccionaria de las clases
dirigentes europeas a partir de 1890, manifiesta no sólo en la amplia
polarización de la política oficial y en el surgimiento de partidos políticos
ultraconservadores, sino en la popularidad de Nietzsche y del darwinismo
social. Hacia 1900, las “élites gobernantes” se habían convertido en “la más
formidable classe dangereuse de
Europa”. Por consiguiente, “si surgió una crisis en Europa a comienzos del
siglo, no estuvo alimentada por fuerzas populares sublevadas contra el orden
establecido, sino por los ultraconservadores empeñados en impulsarla”. La
“división del sistema internacional en dos rígidos bloques... fue más bien
efecto que causa” de esta ola reaccionaria. “La Gran Guerra, por lo tanto,
constituyó la expresión de la decadencia y derrota del antiguo orden que
luchaba por prolongar su vida más que del surgimiento explosivo de un
capitalismo industrial decidido a imponer su primacía”. El colapso de las
monarquías centroeuropeas no contribuyó tampoco a arreglar las cosas, y “fue
preciso que hubiera dos guerras mundiales y un Holocausto... para desalojar
definitivamente la insolencia aristocrática de las sociedades civiles y
políticas de Europa”.35
Este análisis de la Europa de fines del siglo XIX puede objetarse por
distintas razones. En primer lugar, la tesis de la persistente dominación
aristocrática es altamente debatible. Anderson mismo es el autor de una
interpretación de la historia inglesa centrada en el carácter presuntamente
indolente de la burguesía industrial frente a la aristocracia terrateniente,
cuya hegemonía se prolonga hasta bien entrado el siglo XX bajo la forma de la
City londinense, y el argumento de Mayer puede considerarse, en efecto, como
una generalización de esta tesis a toda Europa; no obstante, las ideas de
Anderson han sido objeto de una crítica detallada y, en mi opinión,
devastadora,36 y una versión del mismo enfoque, que concibe la
sociedad alemana anterior a 1945 como peculiarmente “premoderna”, ha sido
cuestionada en forma irrefutable por David Blackbourn y Geoff Eley, quienes
arguyen que después de 1871 el Estado alemán, cuya oficialidad estaba
constituida primordialmente por los terratenientes agrarios conocidos con el
nombre de Junkers, operaba en favor
de los intereses del capital industrial.37
Eric Hobsbawm argumenta, de manera más general, que no debemos considerar
el siglo XIX como el siglo de la persistencia del ancien régime, sino como el siglo del “triunfo y transformación del
capitalismo en las formas específicamente históricas de la sociedad burguesa en
su versión liberal”. Mientras la mayor parte de la burguesía, que disfrutaba de
la prosperidad característica al menos de la vida urbana de la segunda mitad del
siglo, desarrollaba el “estilo de vida menos formal, más auténticamente privado
y privatizado” típico de ella, el gran capital “no tuvo dificultades en
organizarse como una élite, pues podía utilizar métodos similares a los
empleados por la aristocracia e incluso, como sucedió en Gran Bretaña, utilizar
los propios mecanismos de la aristocracia”. La adopción por parte de la gran
burguesía del estilo de vida aristocrático “no fue tan sólo una abdicación de
los burgueses ante los antiguos valores aristocráticos”. El uso radicalmente
novedoso de la “socialización a través de escuelas elitistas (u otras)...
asimiló los valores aristocráticos a un sistema moral diseñado para una
sociedad burguesa y sus servidores públicos”.38 El propio Mayer
señala que durante el transcurso del siglo XIX en Europa, la educación
secundaria se caracterizó por un mayor énfasis sobre los clásicos, tendencia
que podría representarse con plausibilidad como un intento por integrar, para
usar los términos de Matthew Arnold, a los “filisteos” burgueses con los
“bárbaros” aristócratas en una clase dirigente común, más bien que para
subordinar uno de estos grupos al otro.39
Una de las razones para detenernos en el problema de si la Europa de
fines del siglo XIX era un orden aristocrático o una sociedad burguesa es que
la respuesta a esta pregunta determinará la evaluación que se haga de la
“Guerra de los Treinta Años”, de 1914 a 1945. Para Mayer, los tormentos de
Europa durante estos años, transmitidos al resto del mundo gracias al imperialismo,
fueron una consecuencia del conflicto entre los anciens régimes y el capitalismo industrial emergente, un conflicto
donde los primeros desempeñaron el papel activo. Podríamos considerar entonces
las dos guerras mundiales y las convulsiones sociales que las rodearon (en
Rusia en 1905 y 1917; en Alemania en 1918, 1933 y 1945; en China en 1925-27 y
1949, etc.), según sus consecuencias objetivas y no según las intenciones de
sus protagonistas, como un proceso de modernización que arrasó con los
obstáculos “feudales y aristocráticos” al desarrollo capitalista. La época
burguesa propiamente dicha, de acuerdo con esta explicación, sólo habría
comenzado en Europa después de 1945.
Las connotaciones apologéticas de este análisis deberían ser
razonablemente claras: el capitalismo es eximido de toda responsabilidad
respecto de los horrores de la primera mitad del siglo, responsabilidad que se
atribuye a las fuerzas reaccionarias europeas comprometidas con la defensa de
un pasado aristocrático. Tal versión purificada del capitalismo es susceptible
de conceptualizarse, en términos esencialmente neoliberales, como una economía
de mercado donde prevalece la competencia perfecta y donde la rivalidad militar
entre los Estados -rasgo permanente del escenario global antes y después de
1945- tiende, correlativamente, a ser tratada con independencia del modo de
producción capitalista. La idea de una modernización tardía de Europa,
posterior a 1945, se relaciona con la pregunta, formulada en el capítulo
quinto, acerca de si el mundo ha entrado en una nueva fase de desarrollo
socioeconómico. Por ahora señalemos únicamente que, por el contrario, la
tradición marxista clásica de Lenin, Luxemburg, Hilferding y Bujarin,
continuada, al menos a este respecto, por Hobsbawm, sitúa los orígenes de la
“Guerra de los Treinta Años” en las contradicciones cada vez más agudas del
capitalismo de fines del siglo XIX y, en particular, en la creciente
concentración del poder económico, en países como Alemania y Estados Unidos, en
manos de grandes corporaciones; en la tendencia concomitante, no sólo del
capital industrial y bancario, sino del capital estatal y privado, a fusionarse
en un único complejo de intereses nacionales, y en la consiguiente
transformación de la competencia entre empresas en rivalidad militar entre
grandes potencias.40
Explicar la irrupción de los conflictos militares y sociales después de
1900 en términos de contradicciones internas del modo de producción capitalista
no implica, desde luego, que los sobrevivientes del orden agrario que analiza
Mayer en su libro puedan ser ignorados. No obstante, deben ser considerados
dentro del contexto de la reestructuración progresiva de las formaciones
sociales europeas que se inicia con el predominio del capital. Más aún, aquello
que Norman Stone, generalizando a partir del famoso estudio realizado por
George Dangerfield sobre Inglaterra bajo los gobiernos de Campbell-Bannerman y
Asquith en 1906-1914, sugiere que pensemos cómo “la extraña muerte de la Europa
liberal” antes de 1914, puede ser mejor comprendido como consecuencia del
choque que produjo el desarrollo del capitalismo industrial en el último tercio
del siglo XIX.41. La naturaleza desigual e incompleta de este
desarrollo contribuyó al impacto desorientador y desestabilizador de la industrialización.
A este respecto, la perspectiva más iluminadora es la suministrada por el
concepto de Trotsky acerca del desarrollo desigual y combinado, cuyos orígenes
se remontan a sus intentos posteriores a 1905 por caracterizar la crisis de la
sociedad zarista: la combinación de un orden rural predominantemente feudal con
enclaves de capitalismo industrial, basado en maquinaria avanzada importada de
Occidente, hacían de Rusia un país especialmente vulnerable a convulsiones
sociales susceptibles de atacar a la burguesía y a la autocracia por igual.42
Mayer, al estudiar la supervivencia de los anciens
régimes, ignora su relación contradictoria con las transformaciones
capitalistas en proceso, que tuvieron como efecto radicalizar el conflicto
social al vincular -no sólo en Rusia, sino también en Alemania y en Italia, por
ejemplo- la exigencia de abolir los privilegios de la aristocracia (la reforma
agraria, el sufragio universal) que, en términos marxistas, habrían de
“completar la revolución burguesa”, con las luchas anticapitalistas de la clase
obrera industrial. Mayer desconoce la escalada del conflicto social en Europa
inmediatamente antes de 1914 -desde Rusia, después de la masacre de las minas
de oro de Lena, en 1912, hasta Inglaterra durante el gran “desasiego laboral”
de 1910-14-, y la desconoce a pesar de que la reacción ultraconservadora se
configuró contra el trasfondo de las sucesivas olas de intensa lucha de clases,
que son precisamente las que hacen inteligibles exclamaciones tales como la del
líder pangermánico Heinrich Class: “Anhelo la guerra sagrada y redentora”.43
El “gran pánico” de las clases dominantes europeas a comienzos del siglo, que
Mayer analiza como una variable independiente, se entiende mejor si se concibe
como una respuesta a los efectos desestabilizadores del desarrollo capitalista.
El énfasis, en contra de Mayer, sobre la unidad contradictoria de los anciens régimes y el orden capitalista
industrial, en lugar de refutarla, confirma la validez de los análisis que hace
Anderson sobre el contexto histórico del modernismo. En efecto, a la luz de la
crítica formulada, resulta más fácil aclarar la posición anómala de Inglaterra:
como lo observa Anderson, “punto de avanzada para Eliot o Pound, distante para
Joyce, Inglaterra no produjo prácticamente ningún movimiento de tipo modernista
en las primeras décadas del siglo XX, a diferencia de Alemania o Italia,
Francia o Rusia, Holanda o Estados Unidos”.44 Cuando vemos -como
Anderson, en sus escritos históricos, sólo de manera reticente e inconsistente
lo reconoce- que los terratenientes ingleses eran, en palabras de Edward
Thompson, “una clase capitalista en extremo exitosa y confiada en sí misma”
incluso antes de la Revolución Industrial, podemos comprender aquel aspecto de
la sociedad inglesa que hacía de ella una excepción comparada con el continente
europeo. Inglaterra, una sociedad completamente aburguesada aun antes de su
industrialización más o menos gradual pero masiva, no ofrecía a finales del
siglo XIX el radical contraste entre lo antiguo y lo nuevo ocasionado por el
surgimiento comparativamente súbito del capitalismo industrial en los países
donde prevalecía un auténtico ancien
régime: Prusia, Rusia y Austria-Hungría. La contribución decisiva al
modernismo de habla inglesa hecha por los emigrantes norteamericanos no es más
difícil de explicar desde esta perspectiva que el papel relativamente menor de
los ciudadanos británicos: Eliot, Pound y Lewis se caracterizaron por una aguda
consciencia del contraste existente entre la alta cultura europea y las
prodigiosas transformaciones sociales producidas por la industrialización
capitalista, transformaciones que, desde luego, fueron llevadas a sus mayores
extremos en la patria de Henry Ford.
A pesar de estas observaciones, la forma como Anderson esboza la
coyuntura dentro de la cual se configura el modernismo es esencialmente
correcta, y para ilustrarla basta considerar uno de los casos más importantes:
Viena, la ciudad donde, en más de un sentido, es posible decir que se inventó
el siglo XX.
La magnitud misma de las innovaciones culturales aparecidas en Viena en
el período decisivo del modernismo, comprendido entre 1890 y 1930, es
asombrosa: en pintura Klimt, Kokoschka y Schiele; en arquitectura y diseño
Wagner Olbrich, Loos y Hoffman; en literatura Schnitzler, Hofmannsthal, Kraus,
Musil, Broch, Trakl y Werfel; en filosofía y física Mach, Boltzmann, Mauthner,
Wittgenstein, Schlick, Neurath y Popper; en economía política Menger,
Bóhm-Bawerk, Hilferding y Schumpeter; en música Schónberg, Webern y Berg; en
cine Stroheim, Sternberg, Lang y Preminger. Y, desde luego, inmersa en toda
nuestra visión de Viena a fines del siglo, la gigantesca figura de Freud. Esta
extraordinaria cultura constituye ciertamente un caso de prueba para cualquier
descripción general del modernismo.45
Tal descripción, sin embargo, no debe inducirnos a tratar el modernismo
vienés como algo excepcional, como algo fundamentalmente diferente de sus
contrapartes en otros lugares de Europa, quizás incluso como una anticipación
del postmodernismo. Claudio Magris, por ejemplo, sostiene que “la civilización
austriaca aspira a la vez a una totalidad barroca que trasciende la historia y
a una dispersión postmoderna. Los héroes austriacos son epígonos y precursores,
pre y postmodernos a la vez. Ciertamente están desprovistos de la enérgica y
progresista síntesis del héroe moderno, pero es precisamente esto lo que hace
de ellos figuras de carencia y ausencia, rostros de nuestro destino”.46
Jean Clair desarrolla aún más este argumento al distinguir el modernismo de la
llamada Secesión de Viena47 de
los movimientos vanguardistas de otros lugares de Europa: dadaísmo,
surrealismo, constructivismo:
“Si la vanguardia... surge de una aspiración hacia el futuro, la
modernidad de la Secesión surge de la nostalgia del pasado. La primera proyecta
un fundamento, la segunda cuestiona una tradición. La primera no participa del
mito de la revolución y la innovatio,
sino del mito de la regeneración y la renovatio”.
Que este contraste expresa un ánimo que recuerda más al París de los nouveaux philosophes que a la Viena de
Freud y de Schónberg resulta evidente cuando dice Clair que “aquellas
ilustraciones en las cuales vemos a Trotsky (exiliado en Viena antes de la
Primera Guerra Mundial) conversando con las grandes figuras del lugar”,
representan para él “el horror del mundo moderno que presencia cómo los
verdugos fraternizan con sus víctimas”.48
En la próxima sección nos ocuparemos de la naturaleza de los movimientos
de vanguardia; no obstante, sin negar la especificidad del modernismo vienés,
nada de lo que dicen Magris y Clair acerca de su actitud escéptica hacia la
modernidad, su orientación hacia el pasado y su énfasis sobre la ausencia y la
carencia lo distingue de Eliot o Proust, por ejemplo. Tampoco basta con
considerar a la Viena de finales del siglo como el lugar de una rebelión en
contra del culto a la razón propio de la Ilustración. Sin duda, en ningún otro
lugar fue expresado con mayor vehemencia, durante las décadas de 1890 a 1930,
el problema inherente al tipo de progreso propuesto por los philosophes. Pero había también otras
tendencias en juego. Podría decirse, por ejemplo, que el Círculo de Viena no
sólo estaba comprometido con un ejercicio técnico filosófico -la formulación de
las doctrinas epistemológicas y semánticas del positivismo lógico-, sino con la
defensa de la Ilustración en contra de las diversas formas del irracionalismo,
rasgo conspicuo de la Viena de la posguerra que halló expresión en el fascismo
clerical de Dollfuss, así como en el nazismo.
Ernest Nagel describe, en 1936, una conferencia dictada por Schlick “en
una ciudad que zozobraba económicamente, en un momento en el cual la reacción
social imperaba” como “un explosivo intelectual en potencia. Me preguntaba
durante cuánto tiempo serían toleradas tales doctrinas en Viena”.49
No fue durante mucho tiempo, como lo demuestra el asesinato de Schlick; no
obstante, el compromiso del Círculo de Viena en defensa de la razón continuó
con Popper, a pesar de las críticas que dirige al positivismo lógico, e incluso
Freud, el pensador que hizo más que cualquier otro por abolir el sujeto
autolegitimador del racionalismo cartesiano, buscó siempre una comprensión
científica de los procesos inconscientes que había develado. Finalmente, creer
que Viena era inmune a los temores y esperanzas que abrigaba un futuro político
impredecible sería, desde luego, absurdo. La alcaldía de Karl Lueger antes de
1914 suministró a Hitler un modelo de política antisemita masiva y Viena fue
durante muchos años uno de los principales centros de la socialdemocracia
europea, entre cuyos más importantes ornamentos intelectuales se contaban los
austro-marxistas Rudolph Hilferding, Otto Bauer, Max Adler y Karl Renner, entre
otros. Bauer, en especial, fue puesto a prueba por una serie de sublevaciones
durante la posguerra: la revolución alemana de 1918, la masacre ejecutada por
la policía el 15 de julio de 1927 y la abolición del movimiento obrero
austriaco decretada por Dollfuss en febrero de 1934, cuando Europa presenció en
los barrios pobres de Viena la primera resistencia armada masiva al fascismo.50
Lejos de ser una excepción, a comienzos del siglo XX Viena acusó, en
forma intensificada, la constelación de elementos que contribuyeron al
surgimiento del modernismo. Fue la capital de la Kakania de Musil y de la doble
y barroca monarquía, kaiserfch und
kóniglich, de Francisco José, el más absurdo de todos los ancien régimes; sin embargo, fue
también, a diferencia de Londres y París, pero semejante en este aspecto a
Berlín y San Petersburgo, un gran centro manufacturero; de una población de dos
millones de habitantes, 375.000 eran obreros industriales.51 Las
tensiones sociales fueron exacerbadas por el carácter políglota de sus
pobladores, provenientes de todos los pueblos sometidos al imperio: alemanes,
checos, polacos, judíos, magiares, croatas, serbios, eslovenos, rumanos,
italianos. Hacia la década de 1890, los movimientos de masas provocados por
estas tensiones -la democracia cristiana, el pangermanismo, el nacionalismo
eslavo, la socialdemocracia- amenazaban con derrocar el régimen constitucional
liberal establecido por Prusia después de la derrota de Austria en la guerra de
1866.
Carl Schorske, en su brillante estudio acerca de la Viena de fines del
siglo, sugiere que deberíamos considerar la increíble florescencia cultural de
la ciudad dentro del contexto de la crisis de la burguesía liberal, que era el
apoyo principal del régimen. “Dos hechos sociales básicos diferencian a la
burguesía austriaca de la francesa y la inglesa: aquella no logró destruir la
aristocracia ni fusionarse plenamente con ésta y, a causa de su debilidad,
siguió siendo dependiente y profundamente leal al emperador como padre
protector distante pero necesario”.52 La posición de intruso propia
de la burguesía vienesa se veía reforzada por la alta proporción de judíos
dentro de sus filas: el ochenta por ciento de los banqueros eran judíos, como
también lo era el más importante de los propietarios de las acerías del
Imperio, Karl Wittgenstein, padre del filósofo.53 La fusión cultural
entre aristocracia y burguesía se vio complicada por el hecho de que el arte de
los Habsburgos era el de la contra-reforma católica, “una cultura de artes
aplicadas y escénicas... La burguesía austriaca, arraigada en la cultura
liberal de la razón y la ley, se vio así confrontada a una cultura
aristocrática más antigua, de signo sensual y de gracia”. No obstante, el
intento de asimilación realizado por la burguesía liberal alcanzó su apogeo a
comienzos del siglo, momento en el cual se retira de la política ante el
surgimiento del antisemitismo, del movimiento obrero y del nacionalismo eslavo.
“La vida del arte llegó a ser el sustituto de la vida de la acción. En efecto,
como la acción cívica demostró ser cada vez más inútil, el arte se convirtió
casi en una religión, en fuente de significado y alimento del alma”. La
tradición barroca, sin embargo, se fusionó con un énfasis específicamente
liberal e individualista sobre “el cultivo de la personalidad”. Así, en la
década de 1890, en su intento de asimilación de una cultura aristocrática de
finura -de larga data-, el burgués culto se había apropiado de la sensibilidad
estética y sensual, pero en forma secularizada, distorsionada y altamente
individualizada. La consecuencia fue el narcisismo y una hipertrofia de la vida
de los sentimientos. La amenaza de los movimientos políticos de masas prestó
nueva intensidad a esta tendencia ya presente, debilitando la tradicional
confianza liberal en su propio legado de racionalidad, normas morales y
progreso. El arte pasó de ser un ornamento a convertirse en esencia, de una
expresión de valores en una fuente de valores.54
Nos ocuparemos de uno de los principales ejemplos que ofrece Schorske en
apoyo de su tesis -el arte de Klimt- en la próxima sección. Resulta evidente,
sin embargo, que la interpretación de Schorske es compatible con el argumento
general de Anderson según el cual el modernismo emerge “en el espacio
comprendido entre un pasado clásico utilizable todavía, un presente técnico
todavía incierto y un futuro político impredecible”. Por otra parte, la
discusión de Schorske en torno de la Viena de fines del siglo es de especial
interés por cuanto enfatiza la manera como fueron sublimadas las frustraciones
políticas del liberalismo austriaco, y no sólo en el arte de la Secesión, por
ejemplo, sino también en el psicoanálisis freudianos. Esto suscita una pregunta
más amplia acerca de la política del modernismo, asunto que trataremos a
continuación.
2.3 Apogeo y decadencia de las vanguardias
En un breve
pero extraordinario ensayo reciente, Franco Moretti comenta la tendencia del
marxismo contemporáneo a convertirse en “poco más que una apología izquierdista
del modernismo”, y a tratar los recursos de este último como si fuesen
implícitamente subversivos del orden social existente. Moretti argumenta que el
énfasis típico del modernismo sobre la ambigüedad expresa “una actitud
estética-irónica cuya mejor definición se encuentra todavía en una vieja
fórmula –‘la suspensión voluntaria de la incredulidad’- que muestra cuánto debe
la imaginación moderna, donde nada es increíble, a la ironía romántica”.56
Para caracterizar adecuadamente el romanticismo, Moretti acude a una de las más
extraordinarias figuras de la derecha europea, el brillante pero siniestro Carl
Schmitt, quien afirma que “el romanticismo es un ocasionalismo subjetivizado”,
y que “...el sujeto romántico trata el mundo como ocasión y oportunidad para su
productividad romántica”. Toda concepción del mundo en sí mismo y de las
transacciones subjetivas con este mundo, gobernado por relaciones causales
objetivas, se pierde. “El romántico se aparta de la realidad... Mediante el uso
de la ironía evita las exigencias de la objetividad y se guarda de
comprometerse con nada. La reserva de todas las posibilidades infinitas reside
en la ironía”. Por consiguiente, “todo sociedad e historia, cosmos y humanidad-
está dirigido únicamente a la productividad del yo romántico... todo
acontecimiento se transforma en una ambigüedad onírica y fantástica y todo objeto
puede convertirse en cualquier cosa”.57
Schmitt argumenta que una estetización semejante de la relación entre
individuo y realidad sólo es posible “en un mundo burgués”, donde “cada
individuo es su propio sacerdote” pero también “su propio poeta, su propio
filósofo, su propio rey y el constructor de la catedral de su propia
personalidad”.58 Moretti lleva su explicación un paso más allá. El
modernismo es un “componente crucial de aquella gran transformación simbólica
que ha tenido lugar en las modernas sociedades occidentales, donde el sentido
de la vida ya no se busca en el ámbito de la vida pública, la política y el
trabajo; por el contrario, ha emigrado hacia el mundo del consumo y de la vida
privada”. Las “interminables ensoñaciones” del modernismo “deben su existencia
misma a la ciega e insidiosa indiferencia de nuestra vida pública”. La
“increíble amplitud de las opciones políticas del modernismo sólo es explicable
por su fundamental indiferencia política”.59
Podría objetarse que esta concepción del modernismo ignora la presencia,
poco reconocida y con frecuencia oculta, de la política en los textos
modernistas: Colin MacCabe ha mostrado, por ejemplo, la importancia de la
revolución irlandesa para la comprensión de los escritos de Joyceó. Sin embargo,
creo que con ello se elude el problema. Frederic Jameson afirma “la prioridad
de la interpretación política de los textos literarios” para integrarlos “en la
unidad de un único relato colectivo”: la historia de la lucha de clases. “Es
detectando las huellas de esta narrativa ininterrumpida, y restaurando a la
superficie del texto la realidad reprimida y sepultada de este texto
fundamental, como la doctrina del inconsciente político encuentra su función y
su necesidad”.61 Pero lo político, según Jameson, es precisamente
inconsciente y requiere una práctica de interpretación que pueda revelarlo, una
opinión bastante consistente con la tesis de Moretti, quien afirma que la
relación primordialmente estética del modernismo con el mundo quizás sea una
expresión distorsionada de “la realidad reprimida y sepultada” de la lucha de
clases.
Que el modernismo tiende a involucrar precisamente el tipo de abandono
estético de la realidad descrito por Schmitt y Moretti puede ser ilustrado de
múltiples maneras. Por ejemplo, una de las más grandes obras de Klimt es el
“Friso de Beethoven”, pintado para la exposición de 1902 en el edificio de la
Secesión de Viena en honor a la estatua del compositor realizada por Max
Klinger. Schorske contrasta el friso con la melancólica visión política que
aparece en “Jurisprudencia”, una obra anterior de Klimt que ofrece “el temible
espectáculo de la ley como inmisericorde castigo que consume a sus víctimas”.
Klimt tomó luego como tema la novena sinfonía de Beethoven, pero transformó su prometeísmo
revolucionario, así como el de la “Oda a la alegría” de Schiller, en “la
manifestación de una regresión narcisista y de una felicidad utópica... Allí
donde la política había traído derrota y sufrimiento, el arte suministraba
evasión y comodidad”. En los dos primeros paneles, Klimt contrapone “el anhelo
de la felicidad” a “las fuerzas hostiles”; en el tercero, donde aparece una
pareja abrazada, “el anhelo de la felicidad cesa en la poesía”. Su inspiración
fue la frase de Schiller: “Abrazar el mundo entero”. Sin embargo, “para
Schiller y para Beethoven, el abrazo era un abrazo político, el abrazo de la
hermandad humana: ¡Abrazaos, multitudes!, fue la orden universalista de
Schiller. Pero si Beethoven introduce este tema a través de voces únicamente masculinas,
andante maestoso, con toda la fuerza y dignidad del fervor fraternal, para
Klimt el sentimiento no es heroico sino puramente erótico. Más extraordinario
aún, el beso y el abrazo suceden dentro de un útero”. Schorske se refiere al
friso de Klimt como “la formulación más completa del ideal del arte como
refugio de la vida moderna. En ‘Beethoven’, la utopía del soñador, totalmente
abstraída de la concreción histórica de esta vida, se encuentra ella misma
aprisionada en el útero, la realización lograda a través de la regresión”.62
Si bien el retiro de Klimt al reino del arte apoya la interpretación
general ofrecida por Schorske de la cultura vienesa, el otro ejemplo sobre el
cual quisiera llamar la atención resulta aún más sorprendente, pues se trata de
una novela escrita en medio de una sublevación política.
Petersburgo, de Andrei Bely, es considerada por
Nabokov, junto con Ulises, La
metamorfosis y la primera mitad de En
busca del tiempo perdido, como “una de las obras maestras de la prosa del
siglo XX”.63 Es la historia de cómo, durante el clímax de la
Revolución de 1905, un joven intelectual, Nikolai Apollonovich Ableukhov, uno
de esos alienados “hombres superfluos” cuyos dilemas constituyen el tema
principal de la novela clásica rusa, se enfrenta a la misión asignada por un
grupo terrorista de dinamitar a su propio padre, un antiguo burócrata zarista. Petersburgo, sin embargo, es mucho más
que esto, ya que traza, ante todo, un retrato de la gran ciudad, arraigado en
la tradición literaria, en el que abundan los recursos modernistas; una ciudad
que bulle con los tumultos revolucionarios, obsesionada por los fantasmas del
pasado simbolizados en la gran estatua de bronce de Pedro el Grande, a la cual
dedica Pushkin “El jinete de bronce”. Para Marshall Berman, Petersburgo es el texto clave del
modernismo.64 Podemos admitir sin dificultad la grandeza de la
novela, especialmente en lo que se refiere a su vívido estilo cinematográfico,
con cortes entre cada escena y, sin embargo, nos sorprende la distancia que
asume respecto de las preocupaciones políticas de los grandes escritores
realistas del siglo XIX como Tolstoi, Dostoievski y Turgueniev. Bely evoca la
atmósfera de San Petersburgo en octubre de 1905, una ciudad convulsionada por
el gran paro general que dio lugar al primer soviet. No obstante, esta lucha de
masas es sólo el trasfondo sobre el cual los individuos, en particular los
Ableukhov, padre e hijo, y el intelectual revolucionario Dudkind, persiguen su
destino. De manera reveladora, Bely descarta las multitudes, las de los
funcionarios de bombín y las de los proletarios revolucionarios, al referirse a
ellas como “miriópodos humanos”. Nikolai Apollonovich, obsesionado por la bomba
con la que ha sido encargado de matar a su padre, es, en efecto, el descendiente
de Raskolnikov y de otros anti-héroes de las novelas de Dostoievski. Pero
mientras que en la obra de Dostoievski los dilemas personales dramatizan la
exploración de argumentos políticos y metafísicos fundamentales, Nikolai
Apollonovich flota en el curso de los acontecimientos como un corcho, testigo
pasivo incluso de su propio drama personal, que incluye la activación y
detonación de la bomba. Las opciones éticas y políticas se desdibujan
comparadas con la intensidad de la pura experiencia, y al final, Nikolai
Apollonovich huye de Rusia, el mundo de la historia viviente, para convertirse
en arqueólogo en el norte de Africa, donde se contenta con examinar los restos
de un remoto pasado. Petersburgo es
una novela en la cual se dramatiza “el hechizo de la indecisión” que, según
Moretti, sedujo al modernismo.
Esta lectura del modernismo, que subraya su adopción de una relación
estética con la realidad y el tratamiento del arte como escape y refugio, no
implica que las obras artísticas modernas no expresen nunca compromisos
políticos. Lo que resulta sorprendente es cuán variables son estos compromisos.
Las cuatro características definitorias del modernismo presentadas por Eugene
Lunn -reflexividad, montaje, ambigüedad y deshumanización (ver sección l.2)-
coexisten con una amplia gama de posiciones políticas, desde el socialismo
revolucionario de Brecht, Eisenstein y Maiakovski hasta el fascismo de Pound,
Lewis y Céline. Dicho contraste es bien conocido, y recientemente Jeffrey Herf,
en un fascinante estudio, se ocupa del fenómeno del “modernismo reaccionario”
en la República de Weimar y en la Alemania nazi, donde “los nacionalistas
despojaron el anticapitalismo romántico de la derecha alemana de su
pastoralismo orientado hacia el pasado y señalaron más bien hacia el esbozo de
un nuevo y maravilloso orden, diseñado para sustituir el caos informe debido al
capitalismo por una nación unida y tecnológicamente avanzada”. Quizás el
ejemplo de mayor impacto ofrecido por Herf es el de Ernst Jünger, quien celebra
la Fronterlebnis (experiencia
frontal) en las trincheras de la Primera Guerra Mundial porque la destrucción
mecanizada inherente a ella (captada en la repugnante imagen de una “turbina
llena de sangre”) constituye la anticipación de una sociedad en la cual se
comprende que “tecnología y naturaleza no se oponen”, que la tecnología es “la
encarnación de una voluntad de hielo”. En esta sociedad, los antagonismos de
clase son superados y el obrero y el capitalista se unen en una comunidad
comprometida en realizar, a través de la expansión militar, la voluntad de
poder, que asume una forma visible a través de la maquinaria de la producción y
de la destrucción en masa. Lo que nos asombra de Jünger es la manera como las
imágenes, y no sólo las de la guerra moderna sino las de las metrópolis del
siglo XX -“en las grandes ciudades, entre automóviles y signos eléctricos, en
las reuniones políticas de masas, en el ritmo motorizado del trabajo y el ocio,
en medio del bullicio de la moderna Babilonia”-, son tratadas en calidad de
ilustraciones de la Lebensphilosophie
(filosofía de la vida) que previamente había descartado como síntoma de
decadencia.65
Benjamin tiene a Jünger en mente cuando afirma que “el resultado lógico
del fascismo es la introducción de la estética en la vida política”. No
obstante, dice también que el tipo de estetización de la política implícito en
la declaración de Marinetti (“la guerra es bella”) configura
“la consumación del arte por el arte”.66 Benjamin toca aquí un tema
elaborado después por Peter Bürger, quien argumenta que, a fines del siglo
XVIII, el arte surge como una institución diferenciada cuyo estatuto autónomo
se racionaliza en la tesis de la independencia del arte respecto de otras prácticas
sociales, tesis articulada teóricamente gracias a la aparición casi simultánea
de la estética filosófica. La “institución del arte” es un producto de la
sociedad burguesa. No sólo se libera la obra de arte de su anterior
subordinación al culto ritual y su producción se transforma en una práctica
individual en lugar de colectiva -cambios iniciados ya bajo las monarquías
absolutas-, sino que su modo de recepción es también individual, por oposición
al consumo colectivo de la congregación medieval o de la corte moderna
temprana. No obstante, en el transcurso del siglo XIX, cuando se consolida la
dominación burguesa, la posición autónoma de la “institución del arte” se
refleja en el contenido mismo de las obras. Temas centrales en la novela
realista, tales como “la relación entre individuo y sociedad”, son eclipsados
por la concentración cada vez mayor que los creadores de arte introducen en el
propio medio. Esta tendencia culmina en el esteticismo de fines de siglo,
“donde el arte se convierte en el contenido de la vida”.67
Benjamin describió el esteticismo de Mallarmé y de otros artistas de
comienzos de siglo como “una teología negativa que adopta la forma de la idea
del arte ‘puro’, que no sólo niega toda función social al arte sino también
toda categorización según el tema”.68 Tal posición tiene un
precursor bien conocido por Benjamin, Baudelaire, para quien el dandismo es “el
último destello de heroísmo en tiempos de decadencia”, un ataque a “la
creciente marea de democracia, que abruma y nivela todo”. El dandy afirma “la
superioridad aristocrática de su personalidad” al practicar, “con
espiritualidad y estoicismo, una especie de culto de la propia persona”.69
Foucault comenta: “El hombre moderno es, para Baudelaire,... el hombre
que se inventa a sí mismo”, y sintetiza así la concepción que tiene Baudelaire
de la modernidad:
Baudelaire no cree que la heroicidad irónica del presente,
este libre juego de transfiguración de la realidad, esta elabora ción estética
de la persona, tengan lugar en la sociedad misma, como tampoco en el cuerpo
político. Sólo pueden ser producidos en un lugar ajeno, diferente, que
Baudelaire denomina arte.70
Son precisamente tales actitudes las que el modernismo, con su
autoreflexividad y ambigüedad, convierte en el contenido mismo del arte.
Benjamin sostiene que el dandismo de Baudelaire es una respuesta a la
mercantilización de la vida social en la ciudad moderna: “Los inconformes se
rebelan en contra de la rendición del arte al mercado. Se agrupan en torno a la
bandera del ‘arte por el arte’... Los ritos con los que lo celebran son la
contraparte de las distracciones que transfiguran la mercancía”.71 Resulta
entonces plausible el argumento de Moretti que vincula la aparición del
modernismo con la transformación de la vida urbana en el siglo XIX, analizada
entre otros por Richard Sennet, y que tiene como consecuencia la inversión
emocional más importante en el ámbito de las relaciones personales, mientras el
ámbito público se marchita y se convierte, en el mejor de los casos, en una
forma de expresión de sí, cambios inseparables de la progresiva irrupción del
mercado en las relaciones sociales, tan enfatizada por Benjamin (ver también la
sección 5.4).72
¿No es similar la tendencia general de este análisis a la célebre
denuncia que hace Luckács del modernismo como algo “estéticamente atractivo
pero decadente”? El modernismo, afirma, es sólo una variante tardía del
naturalismo, y la sustitución que éste hace del realismo es el resultado de la
transformación de la burguesía decimonónica, que era una clase revolucionaria,
en una clase reaccionaria.73 Pero no es así. En primer lugar, la
interpretación del modernismo esbozada en esta sección, así como en la
anterior, rechaza lo que Anderson llama el “evolucionismo” de Lukács, esto es,
la idea de que “el tiempo difiere de una época a otra, pero dentro de cada
época todos los sectores de la realidad se mueven en mutua sincronía, de tal
manera que la decadencia que aparece en un nivel debe reflejarse en todos los
demás”.74 Si bien la propensión del modernismo a tratar la realidad
como ocasión para la experiencia estética quizás se haya gestado en los
procesos históricos delineados en los parágrafos anteriores, su aparición sólo
resulta inteligible en el contexto de la coyuntura específica discutida en la
sección 2.2. En segundo lugar, poner de relieve el hecho de que el modernismo
comparte con el romanticismo un “ocasionalismo subjetivizado” no implica un
juicio estético negativo sobre las obras de arte agrupadas bajo el primer
rótulo. La polémica de Brecht en contra de ese formalismo extremo que conduce a
Lukács a negar todo mérito a una obra que no se conforme a un modelo
hipostático derivado del realismo del siglo XIX, conserva en la actualidad toda
su vigencia.75
En tercer lugar, puede argumentarse que el arte moderno expresa una
protesta en contra de la sociedad capitalista, con la cual se relaciona de
complejas maneras. La versión más extrema de esta tesis la encontramos, por
supuesto, en Adorno:
La modernidad del arte reside en su relación mimética con una
realidad petrificada y enajenada. Esto, y no la negación de tal realidad, es lo
que hace hablar al arte. Una consecuencia de ello es que el arte moderno no
tolera nada que se asemeje a un compromiso inocuo. Baudelaire.... no reprodujo
la reificación, como tampoco se pronunció con vehemencia en su contra. Más
bien, protestó en contra de ella indirectamente, a través de la experiencia de
sus arquetipos y utilizando la forma artística como medio para tal experiencia.
Es esto lo que le permite elevarse a un nivel de arte muy superior al del
sentimentalismo romántico tardío. Su fuerza como escritor reside en su
habilidad para sincopar la abrumadora objetividad de la forma de la mercancía,
que absorbe dentro de sí todos los residuos humanos, con la objetividad de la
obra como tal, que precede al sujeto existente. Allí la obra de arte absoluta
se funde con la mercancía absoluta.76
Para Adorno, es la naturaleza “absoluta” de la obra
modernista, su carácter abstracto, despersonalizado, visiblemente construido,
lo que le permite criticar, por alusión, un mundo social dominado por el
fetichismo de la mercancía, en el cual las relaciones sociales se transforman
en relaciones entre cosas. En otro sentido, sin embargo, el modernismo
desemboca en una crítica política más enfática. Bürger sostiene que lo
distintivo de los movimientos de vanguardia de comienzos de siglo -el dadaísmo,
los primeros surrealistas, el cónstructivismo ruso posterior a la revolución-
es “atacar la posición del arte en la sociedad burguesa. Lo que se niega no es
una forma anterior de arte (un estilo), sino el arte como institución que no
guarda relación con la praxis vital de los hombres”:
Los vanguardistas proponen la superación del arte -superación
en el sentido hegeliano: el arte no debe ser destruido, sino transferido a la
praxis vital, donde se preserva, si bien bajo otra forma. Los vanguardistas
adoptan así un elemento esencial del esteticismo. El esteticismo había hecho de
la distancia de la praxis vital el contenido de la obra. La praxis vital a la
que se refiere y niega el esteticismo es la racionalidad instrumental de la
cotidianidad burguesa. Ahora bien, los vanguardistas no se proponen integrar el
arte a esta praxis. Por el contrario, coinciden en el rechazo del esteticismo
del mundo y de su racionalidad dé medios y fines. Lo que los diferencia de él
es el intento por organizar una nueva praxis vital a partir del arte.77
Según Bürger, el arte por el arte
y movimientos de vanguardia tales como el surrealismo representan entonces
diferentes maneras de rechazar la sociedad burguesa; el primero se retira a una
exploración reflexiva de “la institución del arte” y el segundo busca
reintroducir el arte en el mundo social como parte de la lucha por revolucionar
el mundo. El lema de la vanguardia habría sido entonces formulado por Breton
cuando sostuvo: ‘Transformad el mundo’, dijo Marx; ‘transformad la vida’, dijo
Rimbaud: estas dos contraseñas son para nosotros una y la misma” (Ver sección
1.3). Bürger, al delimitar esteticismo y vanguardia, no discute el modernismo
como tal y se abstiene incluso de usar esta categoría. Que esto constituye un
punto débil en un análisis que en todos los demás sentidos es inmejorable
resulta evidente cuando consideramos la tesis de Bürger acerca de “la obra de
arte no orgánica”. Para describir la ruptura de la vanguardia con cualquier
concepción de la obra de arte como totalidad armónica y orgánica, Bürger se
apoya en el extraordinario estudio sobre el barroco ofrecido por Benjamin en El origen del drama barroco alemán.
Benjamin, quien advierte la similitud entre el barroco y el expresionismo,
argumenta que el primero involucra el uso de la alegoría, “caracterizada por la
primacía de la cosa sobre lo personal, del fragmento sobre la totalidad”: una
melancólica visión del mundo como algo decadente, condenado a la muerte y a la
descomposición, conduce al dramaturgo barroco a proponerse como objetivo
“repartir significativamente una entidad viva entre los disjecta membra de la alegoría”.78
Análogamente, según Bürger,
la obra de arte orgánica busca hacer irreconocible el
hecho de haber sido producida. La obra vanguardista hace lo contrario: se
proclama a sí misma como una construcción artificial, un artefacto. En esta
medida, el montaje puede considerarse como un principio fundamental del arte
vanguardista. La obra “montada” llama la atención al hecho de que está
compuesta de fragmentos de realidad; rompe la apariencia (Schein) de totalidad.
Paradójicamente, la intención vanguardista de destruir
el arte como institución se realiza en la propia obra de arte. La intención de
transformar revolucionariamente la vida, al regresar el arte a la praxis,
genera una revolución en el arte.79
El punto
crucial del desarrollo de la técnica vanguardista del montaje llegó, según
Bürger, con el cubismo, “aquel movimiento de la pintura moderna que de forma
más consciente destruyó el sistema de representación que había prevalecido
desde el Renacimiento”. El carácter revolucionario del cubismo residía en sus técnicas
de composición y, en particular, en la creación de collages que incorporan a las pinturas fragmentos extraídos de la
vida cotidiana: trozos de diarios, por ejemplo. “La inserción de fragmentos de
realidad en la obra de arte la transforma de manera fundamental”, sostiene
Bürger. “El artista no sólo renuncia a configurar un todo, sino que confiere a
la pintura una nueva posición, ya que algunas partes de ella ya no guardan la
relación con la realidad característica de la obra de arte orgánica. Dejan de
ser signos que señalan hacia la realidad; son la realidad”. Al debilitar la
concepción tradicional de la obra de arte como un mundo ideal y auto-contenido
que refleja el mundo real, el cubismo atacó también la noción del arte como
institución autónoma diferente del resto de la vida social. No obstante, como
lo admite Bürger, dicho ataque a la “institución del arte” permaneció implícito
en el cubismo: una pintura de Picasso o de Braque es todavía “un objeto
estético”.80 Este punto podría generalizarse, pues es posible
descubrir técnicas análogas al montaje en modernistas claramente comprometidos
con el concepto esteticista del arte como refugio de una vida social alienada:
la urdimbre de diferentes voces en la narrativa de Joyce y en las primeras
poesías de Eliot es un ejemplo que discutimos en la sección 1.2.
El modernismo preparó entonces el camino de las vanguardias. Adoptó una
concepción del arte desarrollada inicialmente por el idealismo alemán clásico y
fundamental para el romanticismo, según la cual la experiencia estética
representa una forma superior de consciencia respecto de la mera comprensión
discursiva suministrada por el conocimiento científico. Así concebido, el arte
es un rechazo de “la racionalidad instrumental de la cotidianidad burguesa”, el
distanciamiento frente a un mundo social invadido por el fetichismo de la
mercancía. Tal arte, sin embargo, sólo puede, por necesidad, tener un objeto:
él mismo. Una práctica estética que aspire a escapar de la fragmentación de la
vida social se ve conducida a concentrarse en sus propios procesos creativos,
precisamente porque éstos parecen elevarse por sobre dicha fragmentación,
aunque la existencia misma del arte como institución diferenciada y autónoma es
a su vez el resultado de la transformación de las relaciones sociales contra la
cual se rebela el modernismo. Sin embargo, al convertirse mediante la reflexión
en su propio objeto, el modernismo posibilita la crítica del carácter aislado
del arte y a éste le permite aspirar a superar la alienación social contra la
cual se había rebelado el arte por el arte, mediante el recurso de retrotraer
la actividad estética a una “praxis vital” transformada: esto se ve claramente,
por ejemplo, en el intento surrealista de realizar una síntesis entre Marx y
Rimbaud. Pero el modernismo es una condición necesaria de las vanguardias
también en un segundo sentido. Las innovaciones técnicas características del
modernismo -en especial el montaje- lo diferencian de los intentos románticos
por desarrollar aquello que Benjamin denomina una “teología del arte”. Al
descomponer la obra de arte orgánica y desplegar abiertamente sus creaciones
como aglomeraciones de fragmentos discontinuos, los cubistas y los grandes
modernistas literarios buscaron responder a lo que Eliot llama “el inmenso
panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea”. Despejaron
así el camino para una concepción del arte como algo que, lejos de significar
un refugio, se integra al mundo social y participa en y de él, un mundo cuya
fusión con las prácticas artísticas habrá de ser esencial para su
transformación.
No hay duda de que Bürger, a pesar de todo, está en lo cierto cuando
insiste en el carácter distintivo de las vanguardias como movimientos que
buscan abolir la separación entre el arte y la vida. El propio Bürger se ocupa
primordialmente del surrealismo, aunque su inclusión dentro de los movimientos
de vanguardia ha sido cuestionada, en mi concepto erróneamente.81
Hay, en todo caso, otros movimientos de importancia entre los cuales el más
notable es quizás el constructivismo ruso. Las principales técnicas innovadoras
de este movimiento -una tendencia creciente hacia la abstracción y hacia la
representación dinámica de un mundo transformado por el hombre mediante el uso
de las máquinas en el dominio de la naturaleza- fueron utilizadas en los años
que precedieron la Primera Guerra Mundial y en el transcurso de ella por una
serie de grandes figuras: Malevich, Goncharova, Tatlin, Popova, Exter,
Rosanova, Rodchenko, Larionov. Estos artistas, sin embargo, conformaban una
pequeña y aislada bohéme, con sus
centros nocturnos, al estilo de Dadá, y sus trajes extravagantes (Maiakovski
tenía predilección por una blusa amarilla brillante), hacían ostentación de su
reto al mundo burgués. Camilla Gray comenta al respecto: “En sus extravagancias
y payasadas públicas podemos detectar un esfuerzo intuitivo e ingenuo por
recobrar el lugar del artista en la vida pública, que le permita convertirse,
como siente la profunda necesidad de hacerlo, en un ciudadano activo”.82
La oportunidad de conjugar el arte y la vida vino después de la Revolución de
Octubre de 1917. La mayoría de los modernistas prerrevolucionarios adhirió con
entusiasmo al régimen bolchevique. Malevich sostuvo que “el cubismo y el
futurismo eran las formas de arte revolucionarias que prefiguraban la
revolución en la vida política y económica de 1917”, y que ahora ambas
revoluciones, la estética y la política, podrían unirse mediante la superación
dialéctica del arte en una vida social transformada. Maiakovski declaró en
noviembre de 1918: “No necesitamos un mausoleo del arte en el cual se rinda
culto a obras muertas, sino una fábrica del espíritu humano en las calles, en
los tranvías, en las fábricas, en los talleres y en el hogar de los obreros”.83
Y durante algunos años, en sus actividades propagandísticas y las de otros
artistas en favor de la revolución, en las grandes manifestaciones públicas
organizadas por ellos, en el teatro de Meyerhold y de Tretiakov, en proyectos
como el “Monumento a la Tercera Internacional” de Tatlin, en las películas de
Eisenstein y de Vertov, parecía haber cierta correspondencia entre tal
aspiración y la realidad social.
La importancia del constructivismo ruso reside en que muestra cómo la
radicalización del modernismo y su conversión en la vanguardia no fueron tan
sólo el desarrollo de una lógica intrínseca al esteticismo de fines de siglo,
sino que dependían de condiciones políticas y, en particular, de la Revolución
de Octubre, en la que se concreta la visión de una transformación social
mediante la cual el arte y la vida podían reunificarse. El mismo patrón, en el
cual se funden la innovación estética y la política revolucionaria gracias a
las esperanzas suscitadas por el poder de los obreros en Rusia, puede
apreciarse en otros lugares de Europa y, en especial, en la Alemania de Weimar,
producto a su vez de una revolución que amenazó con extender el bolchevismo a
los centros del capitalismo occidental. Bruno Taut escribió en el manifiesto
del Consejo de los Trabajadores para el Arte, creado después de la revolución
de noviembre de 1918: “El arte y el pueblo deben conformar una unidad. El arte
ya no será un lujo para unos pocos, sino que será disfrutado y experimentado
por las masas. Su objetivo es la alianza de las artes bajo las alas de una gran
arquitectura”. El papel central desempeñado por la arquitectura en la restauración
de una cultura integrada, similar a la alcanzada en la Edad Media pero basada
en el socialismo, fue señalado por Walter Gropius, quien escribió en aquella
época: “Pintores, escultores, derribemos las barreras que rodean la
arquitectura; seamos constructores y compañeros de armas para lograr nuestro
objetivo final: la idea creativa de la Catedral del Futuro, que lo abarcará
todo en una forma única: arquitectura, escultura y pintura”. La aspiración de
construir la “Catedral del Socialismo” como “obra de arte completa” prevaleció
durante los años de la República de Weimar en el Bauhaus, que estuvo
sucesivamente bajo la dirección de Gropius, Hannes Meyer y Mies van der Rohe,84
y el vigor con que Tom Wolfe estigmatizó la arquitectura moderna en From Bauhaus to Our House parece
derivar, al menos en parte, de la furia macartista provocada por el
descubrimiento de que los centros urbanos norteamericanos están diseñados según
los lineamientos propuestos inicialmente por un grupo de comunistas.
El caso de la Alemania de Weimar es de mayor interés general para la
comprensión del modernismo. Si la Viena de fines del siglo XIX fue la ciudad
donde se inventó el siglo XX, Berlín entre 1918 y 1933 fue la ciudad donde
todas las contradicciones del siglo se hicieron presentes en su forma más
dramática. Capital de una república fundada sobre la derrota militar y que
zozobraba en medio de la depresión económica, centro a la vez del más avanzado
capitalismo industrial de Europa y de la aristocracia terrateniente formada en la
tradición del absolutismo prusiano, una ciudad polarizada por las tensiones
sociales, sacudida por la ira de los obreros rebeldes, pauperizada por los
pequeños burgueses y los lumpen-proletarios desempleados, campo de batalla de
comunistas, socialdemocrátas, monarquistas y nazis, quienes finalmente llegaron
a dominarla, Berlín fue también un enclave importante del modernismo. Esto no
se debió tan sólo a la importancia de la vanguardia local, que incluye figuras
tales como Grosz, Heartfield, Brecht, Eisler, Hindemith, Piscator y otros. Los
grandes programas de vivienda realizados por la administración socialdemócrata
de la ciudad permitieron a arquitectos radicales como Taut, Gropius y Mies van
der Rohe aplicar los principios modernistas al diseño de los bloques de
apartamentos destinados a la clase obrera. La Alemania de Weimar se convirtió
en el principal conducto de difusión de la influencia de la vanguardia rusa
hacia Occidente. El tratado de Rapallo, firmado en abril de 1922 entre los dos
países perjudicados por la Paz de Versalles, restauró algunos de los fuertes
vínculos existentes entre Alemania y Rusia antes de la revolución. Tales
conexiones eran de carácter cultural, económico y militar. Kandinsky había sido
una figura central del grupo expresionista Blaue
Reiter en Munich antes de la guerra. Después de la distensión producida por
el tratado de Rapallo, El Lissitzky, Maiakovski, llya Ehrenburg y otros
visitaron Alemania, extendiendo la influencia del constructivismo hacia
Occidente. Fue su entusiasta acogida en Berlín la que atrajo inicialmente la
atención internacional hacia El acorazado
Potemkin de Eisenstein. Por otra parte, mientras el Estado benefactor de
Weimar se desmoronaba bajo el impacto de la crisis
mundial a fines de la década de 1920, los arquitectos modernistas como Taut y
Meyer emigraban a la Unión Soviética para participar en los grandes programas
de construcción exigidos por el primer Plan Quinquenal.
John Willett nos transmite la cualidad especial de la vanguardia
berlinesa en su importante estudio sobre la Neue
Sachlichkeit (Nueva objetividad), el estilo cultural distintivo de la
Alemania de Weimar en su breve período de estabilidad, entre 1923 y 1928:
Un nuevo realismo que busca métodos para enfrentar sujetos
reales y necesidades humanas reales, una visión agudamente crítica de la
sociedad y de los individuos existentes, y la determinación de dominar nuevos
medios y descubrir nuevos enfoques colectivos respecto de la comunicación de
los conceptos artísticos. La visión constructivista en cuestión halla
aplicaciones en varios campos -inicialmente en el arte “puro” de dos y tres
dimensiones, luego en la fotografía, el cine, la arquitectura, varias formas
del diseño y en el teatro- a menudo, y con mayor importancia que en la época
anterior a 1914, según principios derivados del rápido avance tecnológico: esto
es, no tanto de la apariencia externa de las máquinas como del tipo de
pensamiento que subyace a su diseño y operación. La visión crítica proviene de
Dadá y de la desilusión provocada por la guerra y por la revolución alemana; en
efecto, se trata de una contraparte más serena y escéptica al humanitarismo
optimista de los expresionistas entre 1916 y 1919; el vacío dejado por la
decadencia de este movimiento es ocupado por el grupo conocido por el nombre
algo equívoco de “Nueva objetividad”.85
Aunque el arte de la Neue
Sachlichkeit se caracterizó por un tono frío e impersonal, esto no implica
que adoptara una posición neutral. Brecht escribió en 1927: “Me sorprende que
las piezas correspondientes a este período surgen del asombro de sus autores
ante las cosas que suceden en la vida. Nuestro deseo de corregirlas, de crear
precedentes y fundar una tradición de superación de las dificultades, hace
surgir las obras de una época que estará caracterizada por el tropel de la
gente hacia las grandes ciudades”.86 Fue un arte imbuido por el
sentido de la metrópolis moderna en general y de Berlín en particular. La
modernidad de la ciudad permeó, por ejemplo, el documental titulado Berlín, la sinfonía de una gran ciudad,
realizado en 1927 por Walter Ruttman y Carl Meyer, modernidad en cuyo horizonte
apareció la sombra amenazadora del Amerikanismus,
del futuro de la humanidad, una civilización enorme, dinámica, anónima,
industrializada. Técnicas tales como la “factografía” rusa postrevolucionaria,
los reportajes modelados sobre el estilo documental del libro Diez días que estremecieron al mundo, de
John Reed, así como las técnicas de montaje de los cubistas, de Joyce y de
Eisenstein fueron utilizadas para captar la ambigüedad de la metrópolis
-promesa y amenaza- y para trazar los contrastes sociales de los que se
ocuparon estos artistas en razón de sus políticas revolucionarias.
Pero si la Alemania de Weimar presenció el desarrollo de uno de los más
importantes movimientos de vanguardia, fue también el escenario en el que se
vieron frustradas todas las esperanzas de estos movimientos. La derrota de la
revolución alemana, finalmente lograda después de la represión del
levantamiento comunista de octubre de 1923, desató dos procesos
contrarrevolucionarios: por una parte, la consolidación, en medio de un
ambiente internacional hostil, de un régimen burocrático de Capitalismo de
Estado en Rusia y, por la otra, en el clima de crisis social creado por la Gran
Depresión de 1929, la victoria del fascismo en Alemania.87 El
estalinismo y el nazismo destruyeron, conjuntamente, las vanguardias. Lo
anterior resulta evidente si tenemos en cuenta que ambos regímenes se
propusieron abolir por la vía administrativa lo que el primero llamó el
“formalismo burgués” y el segundo el
Kulturbolchewismus. Con el primer Plan Quinquenal, la
relativa tolerancia de la experimentación artística que había caracterizado a
Rusia durante los años veintes tocó a su fin, y durante el período de
entusiasmo voluntarista que los historiadores denominan ahora “la revolución
cultural” de 192831, se dio rienda suelta a los ingenuos partidarios de la
“cultura proletaria” antes de ser derrocados a su vez y sustituidos por los apparatchiks del “realismo socialista”.88
“El crucero del amor de la vida se ha destrozado contra las rocas del
filisteísmo”, escribió Maiakovski en su último poema, antes de suicidarse en
1930. Meyerhold y Tretiakov, junto con muchos otros artistas, perecieron en el
Gulag. Quienes sobrevivieron lo hicieron con dificultad: la mayor parte de los
proyectos fílmicos de Eisenstein, por ejemplo, abortaron. La conquista del
poder por parte de los nazis expulsó a un sinnúmero de artistas de Alemania,
parte de la emigración masiva de la intelectualidad centroeuropea que jugó un
papel tan importante en la conformación de las culturas anglófonas que
absorbieron a los exiliados.
El desastre del estalinismo y del fascismo, sin embargo, destruyó los
movimientos de vanguardia en otro sentido aún más fundamental: los privó de la
esperanza de la revolución social, esencial para la integración buscada entre
el arte y la vida. La estabilización del capitalismo durante la posguerra dejó
inermes a aquellas pocas personas comprometidas todavía con los objetivos del
vanguardismo: el tortuoso camino seguido por Brecht, que pasa de un Hollywood
invivible por causa del macartismo a una Alemania Oriental estalinista a la que
sólo en parte respalda, ilustra el dilema del artista revolucionario en un
mundo en apariencia pacificado pero lejos de estar reconciliado.
El naufragio de las vanguardias dramatiza el agotamiento general del
modernismo. Moretti observa que “la extraordinaria concentración de obras de
arte literarias durante la Primera Guerra Mundial... configuró la última
estación literaria de la cultura occidental. En el transcurso de unos pocos
años, la literatura europea dio lo mejor de sí y pareció próxima a abrir nuevos
e ilimitados horizontes. Pero en lugar de ello, murió. Unos pocos icebergs aislados y muchos émulos: pero
nada comparable al pasado”.89 Wyndham Lewis dijo algo similar en
1937. Al referirse a “los hombres de 1914” -Eliot, Pound, Joyce y él mismo-
escribió: “Somos los primeros hombres de un futuro que aún no se ha
materializado. Pertenecemos a una ‘gran época’ que no ha ‘despegado’ “. Su
explicación fue que “si... nos concentramos en cualquiera de las artes... nos
veremos obligados a concluir que en todos los casos el ‘comercialismo’, como
decimos, las está destruyendo de la manera más eficiente, o lo ha hecho ya”.90
El carácter mercantil de la vida social hace parte también de la forma
como explica Anderson la desintegración de la coyuntura modernista después de
1945:
La Segunda Guerra Mundial destruyó las tres coordenadas
históricas que hemos discutido y, al hacerlo, eliminó la vitalidad del
modernismo. Después de 1945, el antiguo orden semiaristocrático o agrario y
todas sus dependencias fueron abolidos en todos los países. La democracia
burguesa se universalizó por fin. Con ello se cortaron algunos vínculos
críticos con un pasado precapitalista. Al mismo tiempo, se impuso con fuerza el
fordismo. La producción y el consumo masivos transformaron las economías europeas
occidentales según los lineamientos norteamericanos. Ya no cabía la menor duda
acerca de qué tipo de sociedad habría de consolidar esta tecnología: surge una
civilización capitalista, industrializada, monolítica y opresivamente
estable... Finalmente, la imagen o esperanza de la revolución desapareció en
Occidente. El comienzo de la Guerra Fría y la sovietización de Europa Oriental
eliminaron toda perspectiva de una abolición socialista del capitalismo
avanzado durante todo un período histórico. La ambigüedad de la aristocracia,
el carácter absurdo del academicismo, la alegría producida por los primeros
automóviles y las primeras películas, la evidencia de la alternativa
socialista, desaparecieron todas. En su lugar reina ahora la economía
rutinaria, burocratizada, de la producción universal de mercancías, en la cual
el “consumo masivo” y la “cultura de masas” se han convertido en términos
intercambiables.91
Exploraré las implicaciones culturales de estos cambios en el capítulo
quinto. Antes, sin embargo, consideraré algunas de las formas en que los
argumentos en pro y en contra de la modernidad han sido objeto de examen
filosófico.
Notas
1.
C. Baudelaire, My Heart Laid Bare and Other Prose Writings, Londres, 1986, p. 37.
2.
D. Frisby, Fragments of Modernity, Cambridge, 1985, p. 16.
3.
K. Marx y F. Engels, Obras
escogidas, Moscú, 1969, p. 38.
4.
Citado en J. Rawson, "ltalian Futurism", en M. Bradbury y J.
McFarlane, op.
cit., p. 245.
5.
G. M. Hyde, "The Poetry of the
City", en Bradbury y McFarlane, eds.op.
cit.
6.
K. Wolff, ed., The Sociology of Georg Simmel, Nueva York, 1950, pp. 409-10,120-21.
Como lo observa Simmel (ibid, p. 424, n. 11), "La
metrópolis y la vida mental" es una formulación abreviada de algunos de
los temas principales de su opus magnum,
The Philosophy of Money, Londres,
1978. Ver Frisby, op. cit., capítulo 2 y para algunas críticas de "La
metrópolis y la vida mental", D. Smith, The Citiy and Social Theory, Oxford, 1980, pp. 17 ss.
7.
Citado en R. Cork, David Bomberg, New Haven, 1987, p. 78. Ver también, por ejemplo, el
fascinante estudio de T. J. Clark acerca del contexto urbano en la obra de
Manet, The Painting of Modem Life,
Londres, 1984.
8.
M. Berman, Todo lo sólido se
desvance en el aire, México, 1988.
9.
DFM, p. 16.
10.
H. Blumenberg, op. cit., p. 423.
11. DFM, p. 18.
12.
Ver K. Kumar, Prophecy and Progress, Harmondsworth, 1978, capítulos 1-3.
13. TAC, 1 p. 284;
ver, en general, pp. 197-330. Si bien sigo en el texto la explicación
habermasiana de la teoría de la racionalización de Weber, debe señalarse que su
lectura es objeto de acaloradas controversias; ver, por ejemplo, W. Hennis,
"Max Weber's ‘Central Question'", Economy
and Society 12, 1983.
14. DFM, pp.
12-13.
15.
T. Parsons, The Social System, Londres, 195 I , pp. 481 ss.
16.
T. Parsons, The System of Modern Societies, Englewood Cliffs, 1971, p. 119.
17. TAC, ll, pp.
291-92; ver en general pp. 199-299.
18. J. Taylor, From Modernization to Modes of Production, Londres, 1979, p. 31;
ver, en general, la crítica a la teoría de la modernización de Parsons en ibid, capítulo 1, y S. P. Savage, The Theories of Talcott Parsons,
Londres, 1981, capítulos 5 y 6.
19. Esta descripción del materialismo
histórico se centra en los aspectoslógicos de la teoría más que en las ideas sostenidas
por muchos marxistas. Las discusiones recientes acerca de este tema han estado
dominadas por L. Althuser y E. Balibar, Para
leer El Capital, Londres, 1970, y G. A. Cohen, Karl Marx's Theory of History - a Defence, Oxford,1978. Mi propia
versión está consignada en MH,
especialmente el capítulo 2.
20. Ver la interesante discusión que de
estos cambios ofrece A. Giddens,A
Contemporary Critique of Historical Materialism, Londres, 1981, capítulo 6.
Las ideas de Giddens acerca de las implicaciones de estos cambios para la
estética se encuentran en "Modernism and Postmodernism", NGC 22 (1981).
21. F.
Braudel, The Structures of Everyday Life,
Londres, 1981, pp. 56061. 22. La obra de Robert Brenner ha puesto de relieve la importancia de
estos rasgos en el capitalismo: ver T. E. Aston y C. H. E. Philpin, eds., The Brenner Debate, Cambridge, 1985, y
R. Brenner, "The Social Basis of Economic Development" en J. Roemer,
ed., Analytical Marxism, Cambridge,
1986.
23. Marx y Engels, op. cit, pp. 37.
24. Ibid, XII, p.
222.
25. Marx, Grundrisse, Harmondsworth, 1973, pp. 409-10.
26. Ibid., pp.
487-88.
27. Ibid, pp. 162,
488.
28. Ml, p. 321-22.
29.
lbid,
p. 323. Comparar con M. Bradbury y J. McFarlane, "The Name and Nature of
Modernism", en op. cit.
30. MR, pp.
324-25.
31. Ibid, p.
325-26.
32. Ibid, p. 324.
Esta influencia puede haber sido recíproca: Mayer incluye a Anderson entre los
lectores del borrador de los cruciales cuatro primeros capítulos de su obra; A.
J. Mayer, The Persistence of the Old
Regime, Nueva York, 1981, p. x.
33. Mayer, op. cit, p. 17.
34. Ibid, p. 189.
35. Ibid, pp. 3,
4, 292, 301, 314, 329.
36.
Ver P. Anderson, "Origins of the
Present Crisis" en P. Anderson y R.Blackburn, eds., Towards Socialiam, Londres, 1965, y "The Figures of
Descent", NLR 161, 1987; como crítica, E. P. Thompson, "The Peculiarities
of the English" en The Poverty of
Theory and Other Essays, Londres, 1978, M. Barratt Brown, "Away with
the Great Arches", NLR 167,
1988, A. Callinicos, "¿Exception or Symptom?", NLR 169, 1988, y C. Barker y D. Nicholls, eds., The Development of
British society, Manchester, 1988.
37.
D. Blackbum y G. Eley, The Peculiarities of German History,
Oxford,1984.
38.
E. J. Hobsbawm, The Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, pp. 8-9, 168, 176-77.
39.
Mayer, op. cit., p. 253 ss.
40. Ver Hobsbawm, op. cit., especialmente
pp. 56-73. Personalmente,critico la idea de que la rivalidad militar entre
Estados sea independiente de la dialéctica entre fuerzas y relaciones de
producción en MH, capítulo 4.
41. N. Stone, Europe 1878-1919, Londres, 1983, capítulo 2. Constatamos con sorpresa
que este historiador de la Nueva Derecha ofrece un análisis de la Europa de fin
de siglo más acorde con el espíritu de Lenin y Trotsky que el del marxista
Mayer y el marxista Anderson. Un retrato detallado de Europa circa 1900, que transmite un fuerte
sentido de la contradictoria unidad de lo antiguo y lo nuevo, es el opus magnum del historiador marxista
holandés Jan Romein, The Watershed of Two
Eras, Middletown, 1978.
42. Ver, por ejemplo, L. D. Trotsky, 1905, Harmnodsworth, 1973.
43. Citado en Stone, op. cit., p. 152. Mayer argumenta que "en el transcurso de una
década y media [de 1900], el movimiento obrero y el patriotismo sufrieron aún
mayores derrotas que manifestaban su propia debilidad interna y hacían patente
la fuerza y decisión de los gobiernos en contenerlas. Incluso el gran
levantamiento popular que tuvo lugar en Rusia en 1905-1906 siguió este
modelo". Persistence, p. 301.
Comparemos esto con las afirmaciones de Stone: "Después de 1910, en la
mayoría de los países, el desasosiego laboral produjo muchas más huelgas que
antes y, en algunos lugares, el paro general casi termina en la toma de pueblos
enteros por parte de "los Rojos", Europe,
p. 144. En Rusia, el despertar de la militancia de la clase obrera después de
la masacre de las minas de oro de Lena en 1912 culminó en un paro general y en
barricadas en las calles de San Petersburgo en julio de 1914: ver T. Cliff, Lenin, I, Londres, 1975, capítulos
18-20.
44. MR, p. 323.
45. Una fuente indispensable en lo
relativo a Viena a fines del siglo es elexcelente catálogo de la exposición
realizada en 1986 en el Centro Pompidou, en París, Vienne 1880-1938: L Apocalypse joyeuse, París, 1986.
46. C. Magris, "Le Flambeau
d'Ewald", en Vienne 1880-1938,
p. 22.
47. Por Secesión se conoce el movimiento
creado por un grupo de jóvenes artistas, intelectuales y arquitectos vieneses
en 1897, que propendía por la apertura de las artes plásticas a las nuevas
tendencias desarrolladas en otros lugares de Europa, y en especial al art nouveau. Además de un órgano de
difusión, Ver Sacrum (Primavera
sagrada), la organización contaba con su propia sede, "La casa de la
Secesión", construida en el estilo de un templo pagano, y creó el Wiener Werkstatte, taller de artes
aplicadas que sentó las bases del nuevo arte decorativo. Este movimiento de
vanguardia luchaba por una renovación cultural que incorporara las propuestas
modernistas en todos los campos; sus propuestas suscitaron virulentas
controversias de matices políticos, como sucedió con los frescos realizados por
Klimt para la nueva universidad de Viena.
48. J. Clair, "Une Modemité
sceptique", ibid,, p. 50.
49. E.
Nagel, "Impressions and Appraisals of Analytical Philosophy
inEurope", I, Journal of Philosophy
XXXIII, 1936, p. 9. Ver
también P. Jacob, L’Empirisme logique,
París, 1980, pp. 95-101, y D. Lecourt, L'Ordre
et les jeux, París, 1981, capítulo 1.
50. Ver Schorske, op. cit., capítulo 3; R. Rosdolski, "La Situation
révolutionnaire en Autriche en 1918 et la politique des sociauxdémocrates",
Critique Communiste 7/8, 1976, y R.
Loew, "The Politics of Austro- Marxism", NLR 118, 1979. Ernst Fischer dibuja un vívido retrato de la crisis
de la postguerra en Viena en An Opposing
Man, Londres, 1974.
51. D. J.
Olson, The City as Work of Art, New
Haven, 1986, p. 64.
52. Schorske, op. cit., p. 29.
53. Mayer,
op. cit., p. 114 ss. Los contrastes de Viena se sintetizan
de alguna forma en el hecho de que en 1903-4 tanto Adolf Hitler como Ludwig
Wittgenstein -nacidos con pocos días de diferencia- asistieron al mismo
colegio: B. McGuinness, Wittgenstein: A
Life. Young Ludwig (1889-1921), Londres, 1988, p. 51. Un intento poco
satisfactorio de relacionar el pensamiento de Wittgenstein con el escenario más
amplio de la cultura vienesa puede hallarse en A. Janik y S. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid, 1974.
54. Schorske, op. cit, pp. 29, 30-32. Los banqueros y los industriales, tales
como Karl Wittgenstein, August Lederer y Otto Promavesi, financiaron a Klimt y
a otros miembros de la Secesión de Viena: ver B. Michel, "Les Mécenes de
la Secession", en Vienne 1880-1938.
55. Schorske, op. cit., capítulo 4.
56.
F. Moretti, "The Spell of
Indecision", MIC, pp. 339, 341.
57.
C. Schmitt, Political Romanticism, Cambridge, Mass., 1986, pp. 17, 71-72,
75-76.
58. ibid, p. 20.
59. Moretti, op. cit., p. 342. Stephen Spender enfatiza también la continuidad
existente entre el romanticismo y el modernismo literario: ver The Struggle of the Modern, Londres,
1963, pp. 47-55.
60. C.
MacCabe, James Joyce and the Revolution
of the Word, Londres, 1979, capítulos 6 y 7. MacCabe ataca fuertemente la aplicación de la tesis
general de Moretti a Joyce: "Spell" (discusión), p. 345.
61.
F. Jameson, The Political Unconscious, Londres, 1981, pp. 19-20.
62. Schorske, op. cit., pp. 250, 254, 258-59, 263.
63. R. A. Maguire y J. E. Maimstad,
introducción de los traductores a A.Bely, Petersburg, Harmondsworth, 1983, p.
vii.
64. Berman, op. cit., pp. 255-70.
65. J. Herf, Reactionary Modernism, Cambridge, 1984, p. 2; todas las citas son
de ibid., pp. 83, 84, 94, 104; ver en
general, capítulo 4.
66.
W. Benjamin, llluminations, Londres, 1970, pp. 243-44. Ver también Benjamin,
"Theories of German Fascism", NGC
17, 1979.
67.
P. Bürger, Theory of the Avant Garde, Manchester, 1984, pp. 27, 49.
68. Benjamin, Illuminations, p. 226.
69. Baudelaire, op. cit., pp. 55-57.
70.
M. Foucault, "¿What is
Englightenment?”, en P. Rabinow, ed., A
Foucault Reader, Harmondsworth, 1986, p. 42.
71. W. Benjamin, Charles Baudelaire, Londres, 1973, p. 172.
72. R.
Sennett, The Fall of Public Man, Londres,
1986. Ver, sobre
Benjamin, Frisby, Fragments, capítulo
4.
73. G.
Lukács, The Meaning of Contemporary
Realisrn, Londres, 1972, p. 69. 74. MR, p. 324; ver
también ibid. (discusión), p. 337. Lo
que dice Lukács acerca del carácter distintivo del arte moderno es por lo
general muy perspicaz. No obstante, está viciado por la insistencia en ver el
modernismo como una degeneración del realismo clásico y en deducirlo de lo que
considera como la naturaleza reaccionaria de la burguesía en la época
imperialista. Las mismas fortalezas y debilidades pueden apreciarse en la
crítica de Lukács a la filosofía alemana post-hegeliana en The Destruction of Reason, Londres, 1980. Adorno se refirió a este
libro como la destrucción de la propia razón de Lúkács, pero -adaptando la observación
de Lenin acerca de Paul Levi- al menos tenía una cabeza que perder.
75.
B. Brecht, "Against Georg
Lukács", en E. Bloch etal, Aesthetics
and Politics, Londres, 1977.
76. T. Adorno, Teoría estética, Madrid, 1980, pp. 31-32.
77. Bürger, op. cit, p. 49.
78. W. Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Madrid, 1990, p. 194.
Ciertamente, podríamos hallar otros precursores del modernismo. Mikhail Bachtin
argumenta que "el lenguaje de la novela es un sistema de lenguajes que se
animan entre sí mutua e ideológicamente". (The Dialogic Imagination, Austin, 1981, p. 47).
Habiendo argumentado primero que Dostoievski era autor
de novelas "polifónicas", desarrolla más tarde la idea de que el uso,
y ciertamente la parodia de otros géneros, es el rasgo específico del discurso
del novelista. Bachtin utiliza a Rabelais como el principal ejemplo de lo que
llama heteroglosia, pero podemos pensar en algunos más -Don Quijote y Tristram
Shandy, entre otros. Podríamos, sin embargo, objetar que el modernismo es
distintivo por cuanto desarrolla de manera consciente y sistemática la
concepción del lenguaje implícita en estos escritos anteriores.
79.
Bürger, op. cit, p. 72. 80. Ibid, pp. 73-74, 78.
81. Richard Wolin argumenta que el
continuo compromiso del surrealismo con el "principio de autonomía
estética" fue afirmado "en la decisión de Breton de hacer prevalecer
los poderes soberanos de la imaginación por sobre la posición de Aragón, quien
estaba dispuesto a colocarlos a órdenes de Stalin", "Modemism vs. Postmodernisrn",
Telos 62, 1984-5, p. 15. Wolin ubica
tal decisión en 1929: de hecho, la crisis ocurrida en aquel año llevó a la
expulsión del movimiento surrealista de un grupo que se oponía a su
identificación con la revolución socialista. La ruptura de Breton con Aragón
sucedió en 1931, después de que este último se convirtiera en adalid del
estalinismo de la tercera época con el poema Front rouge. Breton defendó a Aragón de la persecución a la que
condujeron las líneas del poema, "muerte a los policías" y
"fuego contra Léon Blum", pero criticó Front rouge por ser "regresivo desde el punto de vista
poético" e insistió en el rechazo del "arte por el arte" y en
"la exigencia de que el escritor, el artista, participe activamente en la
lucha social", lo que no implica que "el objetivo de la poesía y del
arte" se convierta "en instrucción o propaganda revolucionaria",
"The Poverty of Poetry", apéndice a M. Nadeau, The History of Surrealism, Harmondsworth, 1973, p. 331. El duradero
compromiso de Breton con una versión antiestalinista del marxismo resulta
evidente en su oposición a las políticas del frente popular del Comintern y en
su asociación con Trotsky a fines de la década de 1930: ver Nadeau, op. cit., parte 4 y F. Rosemont, André Breton and the First Principles of
Surrealism, Londres, 1978.
82.
C. Gray, The Russian Experiment in Art 1863-1922, Edición revisada, Londres,
1986, p. 116.
83. Citado en ibid, p. 219.
84. Citas tomadas de K. Frampton, Modern Architecture: A Critical History,
edición revisada, Londres, 1985, pp. 117-18; ver también ibid, capítulo 14.
85.
J. Willet, The New Sobriety 1917-1933, Londres, 1978, p. 11. 86. J. Willet, Brecht on Theatre, op. cit., p. 20.
87.
Ver C. Harman, The Lust Revolution, Londres, 1982.
88.
Ver S. Fitzpatrick, Cultural Revolution in Rusia 1928-1931,
Bloomington, 1978.
89.
F. Moretti, Signs Taken for Wonders, edición revisada, Londres, 1988, p. 209.
90.
W. Lewis, op. cit, pp. 256, 260.
91.
MR, pp. 326-28.
3. Las aporías del postestructuralismo
Escuché de la propia sirvienta de su señoría... que
era su intención iniciarlo casi de inmediato en Nietzsche.
No le
agradaría Nietzsche, señor. Es fundamentalmente insensato. P.G. Wodehouse
3.1 El búho de Minerva levanta el vuelo al
amanecer: Nietzsche
Marx, Nietzsche
y Saint-Simon pueden ser considerados como los fundadores de tres de las
maneras más influyentes de pensar la modernidad. Los tres toman como punto de
partida la Ilustración, y los tres tienen una concepción distintiva de la época
moderna inaugurada por la doble revolución industrial y política de fines del
siglo XVIII. SaintSimon heredó la concepción de la historia de Condorcet como
"progreso de la mente humana", y considera que tal progreso asumía
una forma concreta en la sociedad industrial, donde el conocimiento científico
se convertiría en la base del poder social y los antagonismos de clase
desaparecerían. Marx y Nietzsche eran también, a su manera, hijos de la Ilustración.
Tanto la Ideologiekritik de Marx como
la genealogía de Nietzsche representaron una prolongación de los esfuerzos de
los philosophes por identificar las
raíces sociales de la ideología.1 No obstante, ni Marx ni Nietzsche
compartieron la concepción de la historia propuesta por la Ilustración como un
progreso continuo.
Marx, desde luego, no vio en la sociedad burguesa la realización de la
razón, sino la última versión de la explotación de clase, que se distingue
principalmente por su dinamismo tecnológico y por el surgimiento y
consolidación del proletariado, aquella fuerza social capaz de abolir la
sociedad de clases (ver sección 2.1). Nietzsche develó también una sucesión
histórica de formas de dominación, pero negó la posibilidad de una sociedad
donde no hubiera explotadores y explotados. Incluso la razón científica, que
Marx había dirigido en contra de la burguesía para decodificar las leyes del
movimiento del capitalismo, se convirtió para Nietzsche en la encarnación de la
voluntad de poder inherente a la vida orgánica. Saint-Simon pervive en los
teóricos de la sociedad "industrial" y "postindustrial",
particularmente en Parsons, Aron, Bell, Touraine y otros semejantes. La
progenie de Marx es legión. Weber fue el más notable de los pensadores sociales
influenciado por Nietzsche, pero el pensamiento de este último ha disfrutado de
un extraordinario resurgimiento en la Francia de la posguerra y, en especial,
dentro de aquel grupo de pensadores conocidos bajo el rótulo de
postestructuralistas: Foucault, Derrida y Deleuze. En este capítulo nos
ocuparemos de sus ideas, fundamentales para toda discusión acerca del
postmodernismo.
Habermas argumenta que la triple respuesta a la modernidad arriba
descrita se origina en el colapso del sistema hegeliano. Pues fue Hegel quien
"inauguró el discurso de la modernidad", cuyo tema es "el
autocercioramiento crítico de la modernidad". Hegel comprendió el problema
distintivo de la modernidad, su necesidad de autojustiftcación, debida al
debilitamiento de las normas y modelos tradicionales ocasionado por la
revolución del siglo XVII (ver sección 2.1). Para Hegel, la modernidad se
distingue por la forma en que "la vida religiosa, el Estado y la sociedad,
así como la ciencia, la moralidad y el arte, se transforman en las respectivas
encarnaciones del principio de subjetividad". Sin embargo, concibe la
subjetividad como "una estructura de autorrelación" que se
identifica, no con la persona individual y finita, sino con el Absoluto, cuyo
autodesenvolvimiento subyace a la historia de la humanidad: la modernidad es
aquella época en la cual el Absoluto alcanza la consciencia de sí mismo a
través de la acción de los sujetos finitos. "Como conocimiento absoluto,
la razón asume una forma tan abrumadora que no solamente soluciona el problema
del autocercioramiento crítico de la modernidad, sino que lo soluciona
excesivamente bien", afirma Habermas. La acción humana consciente que
constituye el contenido de la historia se convierte, por la astucia de la
razón, en el instrumento mediante el cual el Absoluto logra sus propósitos, con
independencia de las intenciones de los agentes. Hegel establece así el modelo
que habrán de seguir en lo sucesivo las discusiones acerca de la modernidad:
Para el discurso filosófico de la modernidad sigue siendo
determinante la referencia de la historia a la razón –lo mismo para bien que
para mal. Quien participa en este discurso –y en esto no ha cambiado nada hasta
la fecha– hace un determinado uso de las expresiones "razón" o
"racionalidad". No las utiliza ni conforme a reglas de juego
ontológicas para caracterizar a Dios o al ente en su conjunto, ni conforme a
reglas de juego empiristas para caracterizar disposiciones de los sujetos capaces
de conocimiento y lenguaje. La razón no se considera ni como algo acabado, como
una teleología objetiva que se manifestase en la naturaleza o en la historia,
ni como una simple capacidad subjetiva. Sino que, más bien, los patrones
estructurales inferidos de las evoluciones históricas proporcionan referencias
cifradas a las sendas seguidas por procesos de formación inconclusos,
interrumpidos, dirigidos en falso, que van más allá de la consciencia subjetiva
del individuo particular.2
Habermas argumenta que el fracaso del intento
hegeliano por descubrir la razón en la historia se origina en la crítica de los
jóvenes hegelianos al Absoluto como algo que sanciona una continua explotación
y opresión.
"Seguimos siendo contemporáneos de los jóvenes
hegelianos", y no sólo en el rechazo del idealismo absoluto, sino porque
seguimos una de las tres sendas que se distancian de él:
La crítica de los hegelianos
de izquierda, vuelta a lo práctico, excitada hasta la revolución, trata de
movilizar el potencial históricamente acumulado de la razón, potencial que aún
aguarda ser liberado, contra las mutilaciones de la razón, contra la
racionalización unilateral del mundo burgués. Los hegelianos de derecha siguen
a Hegel en la convicción de que la sustancia del Estado y de la religión bastaría
para compensar el desasosiego del mundo burgués con tal de que la subjetividad
de la consciencia revolucionaria que crea ese desasosiego cediera ante una
cabal comprensión objetiva de la racionalidad de lo existente... Nietzsche, en
fin, trata de desenmascarar toda la dramaturgia de la pieza en que actúan tanto
la esperanza revolucionaria como la reacción. Priva de su aguijón dialéctico a
la crítica de esa razón contraída a racionalidad con arreglo a fines, a la
crítica de la razón centrada en el sujeto, y se comporta respecto de la razón
en conjunto como los jóvenes hegelianos respecto de sus sublimaciones: la razón
no es otra cosa que poder, que la pervertida voluntad de poder que tan
brillantemente, empero, logra tapar.3
Marx, desde luego, siguió el primer sendero; Habemas menciona
varios neoconservadores alemanes contemporáneos –Hans Freyer, Joachim Ritter y
otros– como ejemplos del hegelianismo de derecha, pero un teórico social como
Parsons parece ser el prototipo de esta "actitud afirmativa hacia la
modernidad social".4 El pensamiento de Nietzsche resulta
esencial para las discusiones contemporáneas acerca de la modernidad y la
postmodernidad, y quienes detectan el surgimiento de una época postmodema por
lo general repiten argumentaciones elaboradas inicialmente por Nietzsche; de
sus tesis, se invocan principalmente en este contexto las siguientes:
1. El sujeto individual, lejos
de ser el fundamento autoevidente de la modernidad, es una ficción, una
construcción histórica contingente, bajo cuya aparente unidad se agitan
impulsos inconscientes conflictivos.
2. La naturaleza plural del yo
es sólo una instancia del carácter múltiple y heterogéneo de la realidad misma:
aquello que Nietzsche llama la “voluntad de poder” recorre la totalidad de la
naturaleza, incluido el mundo humano, y está presente en la tendencia de los
diferentes centros de poder a comprometerse en una lucha perpetua por la
dominación, cuyos resultados modifican tanto las relaciones constitutivas
fundamentales de la realidad como la identidad de las partes de dichas
relaciones.
3. La voluntad de poder opera
dentro de la historia humana: las luchas políticas y militares, las
transformaciones sociales y económicas, las revoluciones morales y estéticas
sólo resultan comprensibles dentro del contexto de estos incesantes conflictos
de los que surgen las sucesivas formas de dominación.
4. Tampoco el pensamiento está
libre de esta lucha: la racionalidad científica moderna es una variante
especialmente exitosa de la voluntad de poder; su impulso de dominio sobre la
naturaleza se origina en la tesis platónica según la cual el pensamiento puede
descubrir la estructura interna de una realidad inmutable y previamente
existente; la única actitud apropiada ante la heterogénea ebullición del mundo
real es el perspectivismo, pues éste reconoce todo pensamiento como una
interpretación, válida únicamente dentro de un marco conceptual cuyos
fundamentos de aceptación no residen en ninguna presunta correspondencia con la
realidad, sino en su propósito, concebible en última instancia en términos de
la voluntad de poder a la que sirve.5
En las siguientes secciones me ocuparé de las
versiones contemporáneas de las tesis anteriores. No obstante, merece la pena
señalar primero en qué medida es Nietzsche uno de los precursores del
modernismo. Como observa Habermas,
[Nietzsche] es el primero que trae a
concepto la mentalidad de la modernidad estética, incluso antes que la
consciencia vanguardista pudiera cobrar forma objetiva en la literatura, la pintura
y la música del siglo XX –y pudiera tornarse en Adorno en teoría estética. En
la revalorización de que es objeto lo transitorio, en las loas al dinamismo, en
la glorificación de la actualidad y de lo nuevo se expresa una consciencia del
tiempo de raíz estética, la añoranza de una actualidad pura que por un instante
se hubiera detenido a sí misma.6
Por otra parte, un reciente estudio de Alexander Nehemas pone de relieve
"el esteticismo de Nietzsche, su confianza esencial en los modelos
artísticos para la comprensión del mundo y de la vida y para evaluar personas y
acciones. Tal esteticismo surge de su esfuerzo por colocar el estilo en el
centro de su propio pensamiento y por repetir de nuevo lo que considera el gran
logro de griegos y romanos: ‘hacer de un gran estilo no sólo un mero arte
sino... realidad, verdad, vida’”.7 El esteticismo de Nietzsche no
sólo se refleja en la importancia que concede al arte: "El arte y nada más
que el arte. ¡El es el que hace posible la vida, el gran seductor de la vida,
el gran estimulante de la vida!". Sucede también que la naturaleza de la
experiencia estética contiene en potencia la forma de la comprensión apropiada
para el mundo. Nietzsche afirma que el "mundo puede ser considerado como
una obra de arte que se engendra a sí misma".8 Richard Schacht
sugiere que esta observación implica que "el mundo posee aquella
ambigüedad característica de la obra de arte. Uno de sus rasgos más
significativos es que, si bien no está desprovista de forma, detenta por lo
general una ‘riqueza’ que hace imposible un análisis simple y unívoco".9
Concebir el mundo como una obra de arte sustenta la idea de que es algo
intrínsecamente plural, concepción que a su vez apoya la idea de un número
indefinido de perspectivas mutuamente inconsistentes que ofrecen
interpretaciones igualmente válidas de su naturaleza. Resulta obvia la afinidad
entre pluralismo y perspectivismo expresada en esta concepción del mundo y en
lo que Hofmannsthal llama das Gleitende,
lo inestable, móvil, indeterminado, tan importante para el modernismo. De la
misma manera, la dialéctica de interioridad y exterioridad que en la sección
1.3 propuse como rasgo importante del arte modernista está anticipada en
algunos de los pasajes de Nietzsche contra Platón, tales como los siguientes:
"¡Ah, esos griegos, ellos sabían vivir; para vivir es necesario saber
quedarse valerosamente en la superficie, en la epidermis, adorar la apariencia,
creer en la forma, en los sonidos, en las palabras, en todo el Olimpo de la
apariencia! ¡Esos griegos eran superficiales por profundidad!".10
Hay otro aspecto en relación con el cual puede decirse que Nietzsche
anticipa el modernismo, y es la importancia que concede a la noción de
autocreación. Como lo vimos en la sección 2.3, Baudelaire describe el dandismo
como "una especie de culto de la propia persona"; esto lleva a
Foucault a comentar que "el hombre moderno, para Baudelaire... es el
hombre que se inventa a sí mismo". Comparemos lo anterior con el tipo de
hombre que busca promover Nietzsche al reformular todos los valores:
"¡Pero nosotros queremos ‘ser lo que somos’: los hombres únicos,
incomparables, los que se dan leyes a sí mismos, los que se crean a sí
mismos!".11 Nietzsche describe a Goethe como "el último
alemán por el que siento respeto"; "lo que él quería era la
‘totalidad’... disciplinase a sí mismo con la totalidad, se creó a sí
mismo".12 Pero, por sobre todo, Nietzsche se considera a sí
mismo como su propia creación. En Ecce
Homo, cuyo subtítulo es Cómo se llega
a ser lo que se es, escribe:
Para la tarea de una
transmutación de los valores hacía falta quizás más facultades de las que nunca
se han dado reunidas en un solo individuo y, sobre todo, también facultades
opuestas que no se perturben ni se destruyan recíprocamente. La jerarquía de las
facultades; la distancia; el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no
“conciliar” nada; una prodigiosa multiplicidad que, sin embargo, es todo lo
contrario de un caos, ésta fue la condición preliminar, el largo y secreto
trabajo y la capacidad artística de mi instinto.13
De esta manera, aunque Nietzsche niega que haya una
unidad necesaria de la persona, y ciertamente niega la necesidad de que los
seres humanos sean personas en el sentido en que la personalidad puede ser
creada, atribuye gran importancia a la idea de que al menos algunos "se
inventan a sí mismos" a través de un proceso de dominio de sí. La creación
de sí consiste en hacer de la propia persona una obra de arte. Nehemas nos
sugiere pensar en la novela En busca del
tiempo perdido como modelo de lo que esto implicaría. Al final de la obra
descubrimos que el sentido de la vida del narrador no es otra cosa que su
propio proceso de desenvolvimiento, que intenta captar cuando comienza a
escribir el libro que acabamos de terminar. De igual forma, “llegar a serlo que
se es... es identificarse con todas las acciones realizadas, ver que todo
cuanto hacemos (lo que llegamos a ser) es lo que somos. En el caso ideal, es
también reunir todo esto en una totalidad coherente y desear ser lo que se es:
es dar estilo al propio carácter; ser, podríamos decir, llegar a ser". Los
escritos de Nietzsche ejemplifican esta concepción de la construcción de un
carácter que se ha creado a sí mismo: el propio Nietzsche, el protagonista de Ecce Homo. Por esto concluye Nehemas que
"la pasión de Nietzsche por la autorreferencia se combina con su tendencia
a la automodelación para hacer de él el primero de los modernistas, siendo a la
vez el último de los románticos".14
La posición general de Nietzsche quizás se comprenda mejor si la
consideramos una variante del anticapitalismo romántico, definido por Robert
Sayre y Michael Lówy como oposición al
capitalismo en nombre de valores precapitalistas.15 Nietzsche
rechaza la civilización burguesa contemporánea como decadente: "Nosotros,
los modernos, con nuestra angustiosa preocupación de nosotros mismos y con
nuestro amor al prójimo, con nuestras virtudes de trabajo, de falta de
pretensiones, de equidad y de cientificismo; nosotros, acumuladores económicos
maquinales, parecemos una época débil”.16 La única sociedad que
ofrece un modelo del tipo de valores por los que propende sería la de la Grecia
clásica, pues dentro de sus características está una cultura aristocrática de
creación de sí: "Una clase de ociosos que se hacen la vida difícil y
ejercen mucha violencia sobre sí mismos. El poder de la forma, voluntad para
formarse".17 No es difícil, a la luz de los análisis
presentados en el capítulo anterior, comprender cómo un sistema de ideas
semejante, en muchos aspectos la articulación filosófica de los temas
principales del modernismo, tenía que surgir durante el Gründerzelt, el período posterior a la unificación de Alemania en
1871, cuando el Junkerdom y el
capitalismo industrial se fusionan en un molde particularmente complaciente,
autoritario y materialista. En la próxima sección me ocuparé de por qué estas
ideas han resurgido con tal ímpetu en la Francia de la posguerra.
3.2 Dos tipos de postestructuralismo
"Postestructuralismo"
es en realidad un término que se usó por primera vez en los Estados Unidos para
referirse a dos corrientes de pensamiento distintas pero relacionadas entre sí.
A la primera la llama acertadamente Richard Rorty "textualismo", y la
describe como heredera del idealismo alemán clásico. No obstante, Rorty afirma
que "mientras el idealismo del siglo XIX deseaba sustituir un tipo de
ciencia (la filosofía) por otro (la ciencia natural) como centro de la cultura,
el textualismo desea colocar la literatura en el centro y tratar a la ciencia y
a la filosofía, en el mejor de los casos, como géneros literarios".18
La manera como me propongo emplear el término "textualismo" se
refiere primordialmente a Jacques Derrida y a sus seguidores, en su mayoría
norteamericanos, de quienes quizás el más célebre (o tal vez debiéramos decir
renombrado, desde el descubrimiento póstumo de sus escritos pronazis durante la
guerra) es Paul de Man.
Rorty, sin embargo, no distingue esta línea de pensamiento de una segunda
forma de postestructuralismo, en la que la categoría clave es el
"poder-saber" de Foucault. La diferencia entre la genealogía de este
último y el textualismo resulta evidente cuando consideramos la definición que
ofrece Foucault de dispositivo, o
aparato constitutivo del cuerpo social, al que describe como "un conjunto
totalmente heterogéneo conformado por discursos, instituciones, formas
arquitectónicas, decisiones regulativas, leyes, medidas administrativas,
afirmaciones científicas, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas:
en síntesis, lo dicho y lo no dicho".19 Lo distintivo de este
postestructuralismo "mundano", como lo llama Edward Said, es la
articulación de "lo dicho y lo no dicho", de lo discursivo y lo no
discursivo.20 Tal método es evidente no sólo en la sucesión de
textos históricos en los que Foucault busca reconstruir la genealogía de la
modernidad, sino en las obras de Giles Deleuze, Félix Guattari y Jacques
Donzelot, entre otros. El textualismo, por su parte, nos niega para siempre la
posibilidad de escapar de lo discursivo. II
n’y a pus de hors-texte (No hay fuera de texto), según la célebre frase de
Derrida.21
La deuda de ambas variantes del postestructuralismo con Nietzsche es
abrumadora. Deleuze bosqueja muchos de los temas principales de su propio
pensamiento en Nietzsche et la
philosophie (1962). Derrida ha reconocido la influencia de Nietzsche en
varios textos.22 Foucault fue aún más allá cuando declaró, poco
antes de su muerte, que "sencillamente, soy nietzscheano", y cuando
presentó dos exposiciones claves de su propio método bajo la forma de lecturas
de Nietzschez.23 Los hilos que unen el postestructuralismo con el
modernismo se observan, empero, con menor frecuencia aunque, como lo señala
Andreas Huyssen, "el postestructuralismo está mucho más próximo al
modernismo de lo que presumen por lo general los partidarios del
postmodemismo". Este autor adelanta incluso la tesis de que "el
postestructuralismo es primordialmente un discurso del modernismo y acerca de él”.24
En efecto, es difícil negar la importancia del modernismo para ambas
variantes del postestructuralismo. De nuevo es Foucault quien nos suministra la
evidencia más clara al respecto. Quizás el pasaje de mayor impacto no aparece
en aquellos textos dedicados explícitamente a los artistas modernos tales como
Magritte y Raymond Roussel, sino en el prefacio a Las palabras y las cosas, en el que comienza citando un prodigioso
pasaje de Borges acerca de cierta "enciclopedia china" en la cual se
dice que "los animales se dividen en: (a) pertenecientes al Emperador, (b)
embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g)
perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como
locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un finísimo pincel de pelo de
camello, (i) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos
parecen moscas". Foucault reflexiona sobre la arbitrariedad de toda
clasificación y sobre las condiciones de posibilidad (lo que él denomina el a priori histórico) que nos permiten pensar en objetos tan diversos como
miembros del mismo conjunto de categorías y, al hacerlo, evoca otra
sorprendente combinación: la de "la sombrilla y la máquina de coser sobre
la mesa de disección”.25 Esta imagen, desde luego, fue utilizada por
Lautréamont para apresar la belleza de su héroe "Mervyn, aquel hijo de la
rubia Inglaterra: es tan apuesto... como la fortuita combinación de una máquina
de coser y una sombrilla sobre una mesa de disección!".26
Elogiado por los surrealistas, el pasaje es, como observa Moretti, "un
pequeño clásico de la imaginación modernista" que "niega irónicamente
toda idea de 'totalidad' y todas las jerarquías de significado, dejando el
campo libre a un juego interpretativo virtualmente ilimitado”.27
La invocación a Lautréamont por parte de Foucault pone de manifiesto
hasta qué punto está su pensamiento permeado por una sensibilidad modernista. Y
cuando, en el mismo libro, Foucault intenta captar lo específico de la
modernidad, afirma que ésta implica "la aparición del lenguaje como una
profusión múltiple", como "una enigmática multiplicidad que debe ser
dominada" y no como la transparente cuadrícula de la representación
concebida en la época clásica (los siglos XVII y XVIII), acontecimiento que asocia
especialmente con los nombres de Nietzsche y Mallarmé. La consecuencia más
importante de este cambio es subvertir el sujeto, debilitar la posición central
que le ha sido asignada desde Descartes: "El problema del lenguaje”, dice
Foucault, "parece asediar por todas partes la figura del hombre". La
importancia del modernismo literario –los ejemplos ofrecidos por Foucault son
Artaud, Roussel, los surrealistas, Kafka, Bataille y Blanchot– reside en que
"desde el interior del lenguaje experimentado y recorrido como lenguaje,
en el juego de sus posibilidades extendidas hasta su punto extremo, aparece que
el hombre ‘ha llegado a su fin’", tesis repetida en la famosa frase final
de Las palabras y las cosas, en la
que especula acerca de que los cambios descritos significan "que el hombre
sería borrado, como un rostro sepultado en la arena al borde del mar".28
Foucault parece explorar temas articulados por primera vez en la
filosofía de Nietzsche, pero que en su concepto han sido estudiados con mayor
profundidad por algunos escritores modernistas. El carácter central de la
estética para Foucault se pone de relieve en el hecho de que leyó a Nietzsche
por primera vez en 1953, "a causa de Bataille, y a Bataille a causa de
Blanchot".29 El esteticismo de la corriente textualista del
postestructuralismo fundada por Derrida es, si fuera posible, aún más marcado.
Christopher Norris argumenta que "la influencia de Derrida aparece como
una fuerza liberadora" para los críticos norteamericanos porque "su
obra suministra un conjunto enteramente nuevo de poderosas estrategias que
colocan al crítico literario, no sólo a la par con el filósofo, sino en una
compleja relación (o rivalidad) con él, gracias a la cual las tesis filosóficas
quedan expuestas al cuestionamiento retórico o deconstrucción. Paul de Man ha descrito este proceso de pensamiento
en el cual ‘la literatura resulta ser el tema principal de la filosofía y el
modelo del tipo de verdad al que aspira'”.30 Rorty expresa la misma
idea cuando sostiene que el textualismo trata a la ciencia y a la filosofía
como "géneros literarios". Según la observación de Habermas,
"Derrida procede más bien en términos de una crítica estilística,
extrayendo del excedente retórico de significado que un texto que se presenta
como no literario debe a sus capas literarias, algo así como comunicaciones
indirectas con las que el propio texto desmiente sus contenidos
manifiestos". El efecto de lo anterior es una "estetización del lenguaje": la práctica de la deconstrucción
niega a los textos teóricos su aparente contenido cognoscitivo, reduciéndolos a
un conjunto de recursos retóricos, y al hacerlo borra toda diferencia entre
ellos y los textos explícitamente literarios.31
Esta eliminación de la distinción entre filosofia y literatura conduce a
Derrida a escribir algunos libros que, como en el caso de Glas, por ejemplo,
con su estilo irónico y alusivo, su interminable desenvolvimiento de los
significados de las palabras y su absorción reflexiva al exponer su propia
naturaleza retórica, sólo se asemejan a las obras de arte modernistas. Pero se
trata tan sólo del caso extremo de unas características que comparten los
principales representantes de lo que Luc Ferry y Alain Renaut llaman —el
pensamiento del 68’ o, si se nos permite la expresión, ‘la filosofía francesa
de 1968’... una constelación de trabajos cronológicamente cercanos a mayo de
aquel año y, sobre todo, cuyos autores fueron reconocidos, a menudo
explícitamente, como personas que contribuyeron a inspirar tal
movimiento". Esta corriente de pensamiento, más amplia que el
postestructuralismo tal como lo hemos definido aquí, incluye a los fundadores
del estructuralismo, Lévi-Strauss y Lacan, al igual que a Althusser, quien
compartía el antihumanismo, la degradación del sujeto a una posición secundaria
y subordinada; posee también, como lo señalan Ferry y Renaut, un estilo
distintivo, "el culto de la paradoja y, si no el rechazo a la claridad, al
menos una insistente exigencia de complejidad".32 Este estilo,
desarrollado inicialmente por Lacan, cuya influencia es evidente en la
deliberada oscuridad de los escritos de Althusser en los años sesentas, guarda
obvia afinidad con las prácticas literarias del modernismo. Parece como si el
esfuerzo por negar al sujeto su autoevidente unidad y por derrocarlo del trono
donde lo había colocado Descartes exigiera un estilo deliberadamente difícil,
apoyado tanto en la carencia de dirección y en la alusión como lo estaba el de
Descartes en la aserción explícita y la argumentación consecuente.
Pero ¿por qué habría de surgir una corriente filosófica en la Francia de
la posguerra tan afín al modernismo en sus intereses y en su estilo? Parte de
la respuesta a esta pregunta se halla en un pasaje altamente sugestivo donde
Anderson afirma que "el cine de Jean-Luc Godard, en la década de
1960", representó una de las pocas excepciones a
la decadencia general del modernismo producida por la desaparición de la
coyuntura histórica que lo originó:
Mientras la Cuarta República pasaba
tardíamente a la Quinta y una Francia rural y provincial se transformaba
súbitamente, gracias a la industrialización gaullista que incorporó las más
avanzadas tecnologías, revivió algo semejante a un breve destello póstumo de la
coyuntura anterior que produjo el arte clásico innovador del siglo. El cine de
Godard fue marcado a su modo por las tres coordenadas descritas anteriormente.
Citas y alusiones a un pasado cultural se difuminan en él a la manera de Eliot;
equívoco celebrante del automóvil y del aeropuerto, la cámara y la carabina. Al
estilo de Léger, y aguardando las tempestades revolucionarias del Oriente, como
Nizano.33
Resulta tentador generalizar a partir de esta observación y argumentar
que la experiencia de un desarrollo capitalista desigual y combinado en la
Francia de la posguerra –una rápida industrialización enmarcada dentro de un
contexto político autoritario, en una sociedad donde la existencia de un
partido comunista masivo había contribuido a legitimar el marxismo entre los
intelectuales y a promover formas críticas de pensamiento en reacción a su
ciego estalinismo– propició la supervivencia de una sensibilidad modernista, de
la cual las películas de Godard serían la expresión artística más acabada, pero
que alimentó también, de la manera descrita, las ideas de una generación de
filósofos, la mayor parte de los cuales comenzó a escribir en las dos décadas
siguientes a 1945. No obstante, incluso si admitimos este argumento en términos
generales, sería preciso tener en cuenta otra serie de consideraciones relativas
al desarrollo interno del pensamiento francés.
Vincent Descombes, en su estudio acerca del pensamiento francés de la
posguerra, sugiere lo siguiente: "Podemos ver en la reticente evolución de
la filosofía en Francia el paso de la generación de las ‘tres haches’, como se
decía en 1945, a la generación de los ‘tres maestros de la sospecha’, como se
decía en 1960. Las tres haches son Hegel, Husserl y Heidegger; los tres
maestros de la sospecha Marx, Nietzsche y Freud".34 El cambio,
en términos generales, consiste en pasar del papel constitutivo que la
fenomenología de Husserl –influencia decisiva sobre las principales figuras
parisienses de la época inmediatamente siguiente a la posguerra, Sartre y
Merleau-Ponty– le asigna al sujeto, al carácter de constituido al que lo
degrada "el pensamiento del 68", ya sea porque el papel constitutivo
es asumido ahora por las fuerzas y relaciones de producción, por el
inconsciente o la voluntad de poder.
Aun cuando la formulación de Descombes capta en efecto las modificaciones
implicadas en el surgimiento del postestructuralismo, no sobra enfatizar que
una de las "tres haches" continúa ejerciendo una influencia decisiva
sobre "el pensamiento del 68": a saber, Heidegger. La obra de Derrida
se sitúa explícitamente como una continuación del pensamiento de Heidegger.
Foucault afirmó poco antes de morir: "Heidegger ha sido siempre para mí el
filósofo esencial",35 e incluso los escritos de Althusser
conservan la marca de la influencia heideggeriana.36 La importancia
de Heidegger para el antihumanismo francés reside en lo que Habermas llama
"la inequivocidad con que pone pleito a la razón centrada en el
sujeto", en "cómo interpreta en términos de la historia de la
metafísica la dominación que el sujeto moderno ejerce”.37 La
trayectoria del pensamiento occidental, según Heidegger, es la del progresivo
olvido del ser, expresado con mayor claridad en el papel central asignado al
sujeto por la filosofía postcartesiana, y que culmina con el triunfo de una
racionalidad instrumental en la que se reduce sistemáticamente el mundo a la
materia prima de las necesidades subjetivas: un marco conceptual del que
ninguna filosofía, incluida la propia filosofía de Heidegger, puede escapar, y
que sólo podrá ser subvertido por una alusiva referencia a la diferencia
ontológica entre Ser y ente, cuyo ocultamiento es constitutivo de la
metafísica.
Esta crítica del sujeto resultó atractiva para los fundadores del
antihumanismo francés, pues respondía a deficiencias detectadas en la
fenomenología de Husserl. Foucault recuerda que "durante el período
comprendido entre 1945 y 1955... la joven universidad francesa... intentó casar
al marxismo con la fenomenología". Este proyecto, una de las
preocupaciones centrales de Sartre y de Merleau-Ponty, naufragó, sin embargo,
en "el problema del lenguaje": "Era claro que la fenomenología
no constituía un rival de consideración para el análisis estructural de los
efectos del significado que pueden producirse por una estructura de tipo
lingüístico donde el sujeto (en sentido fenomenológico) no interviene para
conferir significado".38 La lingüística estructuralista de
Saussure, que concibe el lenguaje como un sistema de diferencias, concede al
sujeto, en el mejor de los casos, un papel secundario en la producción del
significado; no obstante, ofrece un paradigma cuyo poder de explicar algo más
que el lenguaje, estrictamente definido, se demuestra en la aplicación que
hacen de él Lévi-Strauss en antropología y Lacan en psicoanálisis. El
postestructuralismo, que desarrolla pero también radicaliza estas innovaciones,
bien puede considerarse como el resultado del encuentro entre Nietzsche,
Heidegger y Saussure.
El postestructuralismo, especialmente en la forma que asume en sus dos
representantes de mayor influencia, Derrida y Foucault, ha sido objeto de una
detallada y, en mi opinión, devastadora crítica por parte de Habermas en El discurso filosófico de la modernidad,
y por parte de Peter Dews en Logics of
Disintegration. Pero en lugar de repetir aquí las tesis de estos excelentes
libros o lo que yo mismo he elaborado en otros textos, dedicaré el resto de
este capítulo a las principales aporías del postestructuralismo, las fallas de
este cuerpo teórico que evidencian defectos inherentes a su misma construcción.39
Las tres debilidades primordiales se refieren a la racionalidad, la oposición y
el sujeto.
3.3 Aporía 1: la racionalidad
Derrida, más
que ningún otro de los postestructuralistas, explotó los recursos filosóficos
ofrecidos por la teoría del lenguaje de Saussure y los aplicó para resolver los
dilemas de la fenomenología de Husserl. En este sentido, el rasgo más
sobresaliente de la concepción saussuriana del lenguaje como sistema de
diferencias es que implica una teoría antirrealista del significado, que pone
entre paréntesis el problema de la referencia, esto es, el problema de la
relación entre las expresiones lingüísticas y los objetos extradiscursivos
denotados por ellas. Para Saussure, la distinción crucial no es aquella que se
establece entre palabra y objeto, sino entre significante (palabra) y
significado (concepto). Más aún, "lo importante en la palabra... son las
diferencias fónicas que permiten distinguir esta palabra de todas las demás,
pues las diferencias son las portadoras del significado". No sólo "no
hay más que diferencias en el lenguaje", sino que "en el lenguaje hay
sólo diferencias sin términos positivos. Bien sea que tomemos el significado o
el significante, el lenguaje no posee ideas ni sonidos que existan con
anterioridad al sistema lingüístico, sino sólo las diferencias conceptuales y
fónicas que resultan del sistema. La idea o sustancia fónica que contiene un
signo ideacional es menos importante que los otros signos que lo rodean”.40
Aun cuando Saussure pone entre paréntesis el problema de la referencia, de la
relación entre palabra y objeto, tiende a atribuir igual importancia a los
significados y a los significantes, concebidos como dos series paralelas
compuestas respectivamente de palabras y conceptos. El intento realizado por
Lévi-Strauss de extender esta concepción estructural del lenguaje al estudio
más general del mundo humano, implica atribuir primacía a los significantes por
sobre los significados, de manera que el significado se convierte en un asunto
de interrelaciones de palabras.41 Derrida y otros
postestructuralistas fueron un paso más allá y negaron toda sistematicidad al
lenguaje. En lugar de seguir el tipo de estructura cerrada que toma Lévi Strauss
de Saussure, la producción de significado se concibió entonces como el juego de
significantes que prolifera hasta el infinito.
Tal posición, si bien es una respuesta legítima a las contradicciones internas
de la teoría saussuriana, tuvo para Derrida el atractivo especial de sentar las
bases de una crítica filosófica a lo que él llama "metafísica de la
presencia", la doctrina según la cual la realidad se da directamente al
sujeto. Pues todo intento por detener el incesante juego de los significantes
recurriendo al concepto de referencia, por ejemplo, implica, en su opinión,
postular un "significado trascendente" que de cierta manera está
presente a la consciencia sin mediación discursiva alguna. El rechazo de la
teoría saussuriana (radicalizada) del significado depende entonces de aquello
que Wilfred Sellars ha llamado "el mito de lo dado", el mito de una
parusía donde la realidad se da en forma inmediata al sujeto.
Para apreciar la fuerza de este argumento, debemos considerar el tipo de
filosofía del lenguaje implícita en la metafísica de la presencia. Consiste,
paradójicamente, en un signo de interrogación sobre el lenguaje mismo. La
consciencia, según el mito de lo dado, tiene acceso directo a la realidad y,
por consiguiente, no precisa de ningún intermediario discursivo. Es posible
entonces prescindir de la significación, ya que en el mejor de los casos, no es
más que una conveniencia, una ayuda para la memoria o un instrumento de la
economía del pensamiento y, en el peor, una impureza que nubla nuestra visión.
Esta epistemología hace plausible una concepción atomista del lenguaje, en la
que las palabras significan individualmente en virtud de su referencia a un
objeto (o bien, en algunas versiones, a una idea que representa un objeto o es
causada por él). La mente, familiarizada de antemano con estos objetos o ideas,
asigna las palabras a sus referentes. Esta teoría del significado se encuentra
tanto en el empirismo como en el racionalismo del siglo XVII, en el Ensayo de Locke y en la Lógica de Port-Royal. La importancia
revolucionaria del Curso de Saussure
reside principalmente en la eliminación del atomismo. Las palabras, como lo
hemos visto, ya no significan en virtud de su referencia a los objetos, sino
gracias a su relación con otras palabras. El sujeto, por ende, no es ya
directamente constitutivo del lenguaje, ni confiere significado a las palabras
al bautizar con ellas objetos a los que tendría acceso independiente. El
significado es autónomo, pues depende ahora de la interrelación de los
significantes.
Esta explicación holista del lenguaje tiene implicaciones filosóficas más
amplias. Establece que el sujeto no puede ser, como lo creía Husserl, el punto
de partida inmediato, presente a sí mismo, de la constitución del mundo: la
consciencia está necesariamente mediada, se halla imbricada en discursos que
trascienden al sujeto. No obstante, como lo observa Dews, "la respuesta de
Derrida al colapso del proyecto filosófico de Husserl no consiste, a semejanza
de la de Adorno o la de Merleau-Ponty, en ‘descender’ hacia una explicación de
la subjetividad como algo que emerge del mundo natural y social y se encuentra
entretejido con él, sino en ‘remontarse’ en busca del fundamento de la
consciencia trascendental".42 El sujeto está subordinado al
incesante juego de la diferencia, pero este planteamiento no nos conduce hacia
la historia sino más allá de ella. La diferencia, en efecto, es un concepto
inadecuado para caracterizar el proceso de significación. Derrida ofrece varios
términos – huella, archiescritura y, sobre todo, différance– para enfatizar la imposibilidad de escapar a la
metafísica de la presencia. En alguna ocasión, escribí acerca de la différance.
Este neologismo es lo que Lewis Carrol llamaría una
"palabra doble". Combina los significados de dos términos,
"diferir" y "deferir". Afirma, en primer lugar, la
presencia y la ausencia y, en segundo lugar, una presencia siempre diferida
(hacia el futuro o hacia el pasado), y siempre invocada. La presencia es tan
inherente a la diferencia como la ausencia en cuanto tal.43
El juego constitutivo de la significación implica necesariamente la
disrupción de la presencia, la cual siempre hace parte de una cadena de
sustituciones que la trasciende, pero refiere también a ella, a una presencia
que nunca puede realizarse plenamente sino que se difiere sin cesar. Différance es así "el origen
obliterado de ausencia y presencia".44 La différance sólo puede ser conceptualizada mediante un lenguaje que,
en virtud de la naturaleza de la différance
misma, implica necesariamente la metafísica de la presencia: la différance, en cuanto prima
ontológicamente sobre presencia y ausencia, resulta incognoscible. De esta
contradicción surge la práctica de la deconstrucción, que implica combatir la
metafísica de la presencia en su propio terreno, un terreno del cual no hay
escape posible. "El paso más allá de la filosofía no consiste en volver la
página de la filosofía (algo que por lo general implica filosofar de mala manera),
sino en continuar leyendo a los filósofos de determinada manera".45
No es de sorprender, entonces, que varios autores hayan detectado en la
argumentación de Derrida fuertes vínculos con la tradición del idealismo
alemán. Dews sostiene que "Derrida... nos ofrece una filosofía de la différance como absoluto", un
absoluto que, al igual que el de Schelling, es incognoscible a través de los
procedimientos característicos de la racionalidad científica moderna.46
Schelling, sin embargo, creía que el absoluto puede ser aprehendido
intuitivamente; Derrida, por el contrario, se apoya en el juego incesante de
los significantes para suministrar un atisbo de la différance, pero no va más allá, dada la naturaleza necesariamente
metafísica del lenguaje. Esta posición tiene un precursor más reciente. Ferry y
Renaut comentan sarcásticamente:
"Foucault=Heidegger + Nietzsche",
"Derrida = Heidegger + el estilo de Derrida", y argumentan que
"parece que no hay nada inteligible o enunciable en la obra de Derrida que
no sea (respecto de su contenido) una repetición pura y simple de la
problemática heideggeriana de la diferencia ontológica"47. A su
turno observa Habermas: "Las deconstrucciones de Derrida siguen fielmente
el movimiento del pensamiento heideggeriano". El tema heideggeriano del
ocultamiento del ser se repite en la concepción de la différance como "origen obliterado de presencia y
ausencia": "El motivo dionisíaco del dios que a los hijos e hijas de
Occidente les hace añorar aún más su prometida presencia por medio de una ausencia
que les excita el apetito, retorna en la metáfora de la archiescritura y su
huella".48 La dificultad principal del textualismo de Derrida
no reside, como en el caso del idealismo tradicional, en que implique la
negación de la existencia de objetos independientes de nuestro pensamiento –o,
en este caso, del discurso.
En este sentido, la célebre afirmación de Derrida según la cual
"nada hay fuera de texto" es equívoca. A la luz de su concepción de
la différance, como lo señala Frank
Lentricehia, "nada hay fuera de texto" debe significar, entonces,
poner en duda no sólo la autoridad de la presencia, sino también ‘su simple y
simétrico contrario, la ausencia o carencia’. Nada hay fuera de texto no debe
leerse como si postulara una ‘nada’ ontológica exterior al texto”.49
Pero si el textualismo no niega la existencia de objetos extradiscursivos,
niega ciertamente nuestra capacidad de conocerlos, pues tal conocimiento
exigiría algún modo de acceso confiable a los objetos. Para Derrida la idea de
una acceso semejante es un ejemplo de la metafísica de la presencia, en cuanto
implica la idea de un contacto directo e inmediato con una realidad externa al
juego de los significantes. Podríamos comparar esta posición con la de Kant,
quien sostiene que no podemos conocer las cosas tal como son en sí mismas, sino
sólo impresiones sensibles organizadas por las categorías del entendimiento,
inherentes a la estructura de la subjetividad trascendental que subyace a la
experiencia. La diferencia es que Derrida coloca la différance en el lugar de la incognoscible ‘cosa en sí’ y, al
disolver el sujeto en el juego de presencia y ausencia, pone en movimiento las
categorías mismas.
Determinar si tal posición es sostenible depende en gran medida de los
objetivos teóricos más generales que se tengan. Lentricehia, en su devastador
estudio acerca de los seguidores norteamericanos de Derrida, ha mostrado cómo
la noción de deconstrucción puede legitimar un auténtico idealismo narcisista,
preocupado por la manera como la textualidad se autogenera incesantemente.50
Pero no es ésta la única versión disponible del textualismo. Norris, por
ejemplo, sostiene que la deconstrucción no es sólo "una especie del
irracionalismo nietzscheano", sino, al menos como ha sido propuesta por
Derrida y de Man, una forma de la "crítica de la ideología" cuyo
"punto de partida es argumentar dentro del mayor rigor lógico hasta llegar
a conclusiones que pueden ser contraintuitivas o contradecir la sabiduría
(consensual) del sentido común”.51 En efecto, podríamos considerar
esta interpretación del textualismo como un ejemplo de este tipo de
procedimiento, pues Norris tiende a presentar la deconstrucción como una forma de
lectura minuciosa que guarda estrechas semejanzas con los métodos de la
filosofía analítica –conclusión que no concuerda con la respuesta que suscitan
por lo general los textos más extravagantemente literarios de Derrida.
Sin embargo, el propio Derrida se preocupa por establecer el carácter
político y contestatario de su filosofía. Al reflexionar en 1980 acerca de su
trayectoria intelectual, declaró: "Cada vez me preocupa más la necesidad
de plantear desde un comienzo problemas que han sido considerados tradicionalmente
institucionales".
De manera más específica,
¿cómo es que la filosofía se
encuentra a sí misma, por oposición a inscribirse en un espacio que busca pero
no consigue controlar...? ¿Cómo habríamos de llamar a la estructura de este
espacio? No lo sé; tampoco sé si pueda existir jamás algo que pueda llamarse
conocimiento de un espacio semejante. Llamarlo socio-político es una
trivialidad que no satisface, e incluso los más incontrovertibles estudios
reputados como análisis sociales a menudo tienen muy poco que decir sobre ello;
permanecen ciegos a su propia inscripción, a la ley de su propio desempeño
productivo, al escenario de su propio legado y a su legitimación de sí; en
síntesis, a lo que llamo su escritura.52
Este pasaje resulta interesante debido a su oscilación característica:
por una parte, alude a las condiciones sociales del discurso ("problemas
considerados tradicionalmente institucionales") pero, a la vez, desvirtúa
el fundamento de todo análisis de estas condiciones por su ceguera a la différance, pues la
"escritura" no es más que uno de sus avatares. "Esta
archiescritura", dice Habermas, "asume el papel de un generador
–exento de sujeto– de estructuras".53 Podemos dirigirnos
gestualmente a ello, pero nunca conoceremos lo hors-texte. Que tal oscilación es un rasgo fundamental del
textualismo de Derrida puede confirmarse cuando consideramos otro ejemplo.
Derrida escribió uno de los artículos del catálogo de una exposición de arte
antisegregacionista inaugurada en París en noviembre de 1983. Conformado en su
mayor parte por etéreas banalidades –"¿no ha sido siempre el
segregacionismo el registro archival de lo innombrable?"–, a este texto,
"La última palabra del racismo", le fue criticada su falta de
especificidad histórica por dos teóricos norteamericanos de la literatura a
quienes Derrida respondió en un artículo enojado y abusivo. El punto filosófico
de la controversia reside en determinar si a la negación de la existencia de lo
hors-texte por parte de Derrida debe
atribuirse su incapacidad de entender la evolución de la dominación racial en
Sudáfrica. Quizás de mayor interés sea el contraste que traza entre la
segregación, a la que describe como una "concentración de la historia
mundial" –o, más específicamente, como "un ‘discurso’ europeo del
concepto de raza unido a la operación de las multinacionales occidentales y de
los Estados nacionales"–, y la oposición a la misma, que depende "del
futuro de otra ley y otra fuerza que se encuentran más allá de la totalidad de
este presente". No obstante, resulta imposible anticipar ahora la
naturaleza de tales "ley" y "fuerza". Al comentar las
pinturas de la mencionada exposición, dice Derrida: "Su silencio es justo.
Un discurso nos obligaría a confrontar el estado actual de fuerza y ley.
Establecería contratos, se tornaría dialéctico, permitiría su reapropiación".54
Por consiguiente, la oposición a la segregación racial debe permanecer
inarticulada y no ha de tratar de formular un programa y una estrategia
política: todo intento en este sentido implicaría, sencillamente, la
reincorporación al "estado actual de ley y fuerza" y, quizás, incluso
al "discurso europeo del racismo". Si tal argumento es válido,
entonces la oposición está condenada al fracaso desde hace tiempo: lejos de
permanecer en silencio, es ciertamente locuaz y ha recurrido a una diversidad de
discursos para definirse a sí misma: la socialdemocracia, el estalinismo, el
exclusivismo negro, el sindicalismo, el socialismo revolucionario, el
fundamentalismo islámico.55
Pero las pretensiones de estos discursos –el contenido de toda lucha real
por la liberación– al parecer son para Derrida una mera variación sobre el tema
del "estado actual de ley y fuerza". No debe sorprender entonces que
Ferry y Renaut se refieran a la "ontología negativa”56 de
Derrida, en el sentido de que únicamente podemos aludir, pero nunca tratar de
saber algo acerca de lo que está más allá de la "totalidad del
presente", pues de lo contrario corremos el riesgo de
"reapropiación". Habermas observa: "Derrida, pese a todos sus
desmentidos, permanece próximo a la mística judía",57 una de
cuyas características principales, como lo señala Gershom Scholem en su clásico
estudio, es que transforma al Dios personal de las Escrituras en "deus absconditus, el Dios que está
oculto en su propio ser, [y] sólo puede ser nombrado en un sentido metafórico y
con ayuda de palabras que, desde el punto de vista místico, no son verdaderos
nombres en absoluto".58 La segregación es "el registro
archival de lo innombrable" porque representa la culminación y por ello la
verdad de la civilización europea. Dicha civilización no sólo produjo el
"discurso" de la raza, sino que ahora lo reproduce a escala mundial y
es la fuente de las categorías con las cuales nos vemos obligados a pensar. Por
consiguiente, sería la alternativa al segregacionismo lo que resulta
innombrable, pues se colocaría más allá de estas categorías.
Cualesquiera que sean sus convicciones políticas, que en todo caso no
parecen elevarse demasiado por sobre un liberalismo de izquierda corriente,
Derrida es incapaz de fundamentarlas racionalmente porque se niega los recursos
para analizar las disposiciones sociales existentes, que rechaza, y
parajustificar su rechazo esbozando un estado de cosas más deseable. Además de
la influencia de Heidegger, esta posición encuentra sus raíces en una filosofía
del lenguaje que pasa del repudio de las teorías atomistas del significado,
características de la epistemología del siglo XVII, a la negación de toda
relación del discurso con la realidad. Tal paso, sin embargo, es innecesario.
La contemporánea filosofía analítica del lenguaje propone teorías del
significado tan fuertemente antiatomistas como podrían serlo las de cualquier
autor dentro de la tradición saussuriana. En los escritos de Quine, por
ejemplo, el lenguaje es concebido, de manera holística, como
"tejido de frases".59 Sin
embargo, los conceptos de referencia y de verdad son fundamentales para el
intento individual más ambicioso de desarrollar una teoría holística del
significado: el de Donald Davidson. Davidson sostiene que el significado de las
oraciones está dado por sus condiciones de verdad, y la verdad la define,
siguiendo a Tarski, mediante el concepto de satisfacción, es decir, mediante la
relación entre predicados y aquellos objetos de los que pueden predicarse con
verdad. "El estudio del sentido se reduce entonces al estudio de la
referencia". Davidson tiende a tratar el concepto de referencia, no como
fundamento epistemológico del significado, sino más bien como un concepto
explicativo que permite al teórico de la verdad ofrecer una explicación
estructural de cómo las palabras derivan su significado de la posibilidad de
figurar en un número indefinido de oraciones diferentes. No obstante, insiste
en que "el lenguaje es un instrumento de comunicación debido a su
dimensión semántica, a la potencialidad de verdad o falsedad de sus enunciados
e inscripciones".60
En efecto, durante la década de 1970, el concepto de referencia se
convierte en una de las preocupaciones principales de los filósofos de habla
inglesa, en gran parte debido a las obras de Saul Kripke, Hilary Putnam y Keith
Donnellan. Lo sorprendente de estas controversias es su rechazo a basar las
explicaciones de la referencia en la idea de un acceso directo por parte del
sujeto, acceso que resulta imposible incluso respecto de sus propios contenidos
de consciencia. La moraleja del trabajo realizado por Putnam acerca de los
términos correspondientes a las clases naturales ("oro",
"tigre", etc.) es que "los significados no están en la
cabeza": el sentido de estas palabras está fijado por la referencia; ésta,
a su vez, depende en parte de la estructura interna del referente y, en parte,
de la "división lingüística del trabajo" mediante la cual la
comunidad en su totalidad, y no los hablantes individualmente considerados,
adquiere conocimiento de dicha estructura.61 Esta caracterización de
la referencia ha sido desarrollada por Tyler Burge, quien argumenta que los
estados mentales del individuo no pueden ser identificados con independencia de
su contexto social y de su entorno físico.62 Asimismo, el importante
estudio sobre la referencia realizado por Gareth Evans es "decididamente
anticartesiano" en su rechazo de todo sujeto de pensamiento presente a sí
mismo.63
Hay, desde luego, poco acuerdo acerca de la tendencia epistemológica de
algunos de los recientes trabajos de la filosofía analítica del lenguaje, como
resulta evidente por los debates entre "realistas" y
"antirrealistas".64 Ciertamente, Richard Rorty ha hecho un
uso tendencioso de Quine y Davidson para llegar a una serie de conclusiones
compatibles con el textualismo. En el próximo capítulo consideraré algunos de
los argumentos implicados en ello. Sin embargo, lo que muestran los trabajos a
los que hemos aludido es que el rechazo del atomismo no exige abandonar el
concepto de referencia: de hecho, la teoría del significado de Davidson combina
holismo y realismo. El mito de lo dado tendría entonces más de una solución.
3.4 Aporía 2: la oposición
Las
dificultades enfrentadas por el textualismo son sólo un caso de un dilema más
general que Habermas pone de relieve cuando argumenta que la radicalización de
la Ilustración implica la "crítica de las ideologías", por medio de
la cual se busca demostrar que los discursos teóricos ocultan intereses
socio-políticos y están configurados por tales intereses.
Con este tipo de crítica, la Ilustración se torna por primera
vez reflexiva: ahora se aplica a, y se cumple en, sus propios productos –las
teorías. Ahora bien, el drama de la Ilustración sólo alcanza su clímax cuando
es la propia crítica ideológica la que cae en la sospecha de no producir ya
verdades –y la Ilustración se torna así por segunda vez reflexiva. La duda se
extiende entonces también a la razón, cuyos criterios la crítica de las
ideologías los había encontrado en los ideales burgueses, a los que se habría
limitado a tomar la palabra. Este es el paso que da La dialéctica de la Ilustración: autonomiza la crítica incluso
contra los propios fundamentos de la crítica.65
Horkheimer y Adorno se ven confrontados entonces a lo que Habermas llama
una "contradicción realizativa": "Si no quieren renunciar al
efecto de un último desenmascaramiento y quieren proseguirla crítica, tienen
que mantener indemne al menos un criterio para poder explicar la corrupción de
todos los criterios racionales... En vista de esta paradoja, esta crítica que
acaba echándose a sí misma por tierra pierde el norte". Derrida, según
Habermas, afronta el mismo dilema: "La razón centrada en el sujeto sólo
puede ser acusada de poseer una naturaleza autoritaria mediante el recurso a
sus propios instrumentos".66 Como también Habermas lo señala,
tal contradicción se remonta a Nietzsche. La naturaleza paradójica del intento
nietzscheano de demostrar, por medio de la argumentación racional, la
naturaleza perspectivista e instrumental del conocimiento, ha conducido a
varios intentos de salvamento: se le atribuye, por ejemplo, una epistemología
multidimensional que haya un lugar para la concepción clásica de la verdad como
correspondencia entre proposiciones y hechos o, en el extremo opuesto, se
insiste sobre el carácter fundamentalmente estético de su filosofía, con lo
cual las consideraciones epistémicas pasan, en el mejor de los casos, a una
posición secundaria.67
La paradoja surge en el caso de Derrida debido a una filosofía del
lenguaje radicalmente antirrealista que nos niega la posibilidad de conocer una
realidad independiente del discurso. El antirrealismo lo obliga, como hemos
visto, a poner en duda la posibilidad de explicar las relaciones entre formas
del discurso y prácticas sociales, bien sea que estas últimas apoyen las
relaciones de dominación existentes o se opongan a ellas. El
postestructuralismo "mundano" de Foucault y de Deleuze, por el
contrario, concede una importancia central a tal relación. Lejos de operar en
el interior del discurso, buscan contextualizarlo plenamente. Foucault, por
ejemplo, afirma: "Creo que el propio punto de referencia no debiera ser el
modelo del lenguaje y los signos, sino el de la guerra y la batalla. La
historia que nos engendra y nos determina tiene la forma de la guerra más bien
que la del lenguaje: se trata de relaciones de poder, no de relaciones de
significado”68
Deleuze y Guattari polemizan en contra del "imperialismo del
significante" y se apoyan en Hjmeslev y Bakhtin para desarrollar una
teoría pragmática del lenguaje a partir del carácter social de la emisión.69
La naturaleza de esta pragmática serefleja en la noción foucaultiana de
"poder-saber": "No hay relación de poder sin la correlativa
constitución de un campo del saber, como tampoco hay un saber que no presuponga
y constituya a la vez relaciones de poder".70 La voluntad de
verdad es sólo una de las formas de la voluntad de poder; el análisis adecuado
de los discursos teóricos pertenece, como sostenía Nietzsche, a la genealogía
de las formas de dominación, no a la historia epistemológica del desarrollo del
conocimiento. El resultado de lo anterior es un antirrealismo tan radical como
el de Derrida en su rechazo de toda explicación de teorías en términos de su
capacidad de caracterizar, con mayor o menor exactitud, hechos que existan
independientemente; se trata, no obstante, de un antirrealismo imbricado en una
pragmática del discurso y del poder, a diferencia del de los textualistas,
según el cual es imposible escapar a los límites del discurso.
Este tipo de postestructuralismo, muy diferente del anterior, permite una
orientación histórica ausente por completo del textualismo de Derrida. Es
probable que la más duradera contribución de los seguidores franceses de
Nietzsche sea la serie de grandes textos históricos en los que Foucault
exploró, hacia el final de su vida, la constitución de la modernidad a través
de un rodeo por la antigüedad: Historia
de la locura (1961), Vigilar y
castigar (1975), Historia de la
sexualidad (1976, 1984). Esta apariencia de continuidad, empero, es
engañosa. El propio Foucault sostiene que, a pesar de haber estado siempre
preocupado por "una historia de la verdad", por "un análisis de
‘los juegos de verdad (jeux de venté)’,
por los juegos de verdadero y falso a través de los cuales se constituye a sí
mismo el ser históricamente como experiencia, esto es, como lo que puede y debe
ser pensado", su pensamiento ha sufrido un "desplazamiento
teórico" de obras tales como las escritas en los años sesentas, Las palabras y las cosas, por ejemplo,
dedicadas a "los juegos de verdad en su mutua relación", hacia el
estudio genealógico de "los juegos de verdad vinculados con las relaciones
de poder", en Vigilar y castigar y
en el primer volumen de Historia de la
sexualidad.71
No obstante, dicho "desplazamiento" es motivado por algo más
que meras consideraciones teóricas. Implica una interpretación particular de
mayo de 1968, que rechaza el intento de considerarlo una reivindicación del
clásico proyecto revolucionario socialista. Por el contrario, sostiene
Foucault, "lo que ha ocurrido desde 1968 y, podría argumentarse, lo que lo
hizo posible, es profundamente antimarxista”.72 1968 involucra la
oposición descentralizada al poder más que un esfuerzo por sustituir un
conjunto de relaciones sociales por otro. Un intento semejante sólo podía haber
logrado establecer un nuevo aparato de poder-saber en lugar del antiguo, como
lo demuestra la experiencia de la Rusia postrevolucionaria. Foucault busca dar
a este argumento –en sí mismo poco original, pues se trata de un lugar común
del pensamiento liberal desde Tocqueville y Mill– un nuevo cariz, ofreciendo
una explicación distintiva del poder. El poder no es unitario, sostiene, y
consiste en una multiplicidad de relaciones que infiltran la totalidad del
cuerpo social. Por ello, es imposible asignar una prioridad causal a la base
económica, como lo hace el marxismo. Más aún, el poder es productivo: no opera
mediante la represión de los individuos y no circunscribe sus actividades, sino
que las constituye. Foucault ilustra lo anterior, primordialmente, en las
instituciones "disciplinarias" tales como la prisión, creada a
comienzos del siglo XIX. Por último, el poder suscita por necesidad una
oposición, una resistencia, si bien tan fragmentaria y descentralizada como las
relaciones de poder que combate.73
Esta concepción del poder nos lleva de inmediato al problema inherente a
la crítica que hace Nietzsche de la Ilustración y que utiliza las propias armas
de esta última. Foucault afirma: "Considero que el poder siempre está ahí
de ‘antemano’, nunca estamos ‘fuera’ de él, no hay ‘márgenes’ de juego para
quienes rompen con el sistema". Pero, de ser así, si el poder es
omnipresente, ¿en qué medida es posible, como lo hizo Foucault, escribir la
genealogía de la sociedad disciplinaria moderna? La repuesta de Foucault, al
menos en los años setentas, implica vincular a la genealogía las formas de
oposición y resistencia que, en su opinión, son inherentes a las relaciones de
poder. Habla así de "la reactivación de los saberes locales –de los
saberes secundarios, como los llama Deleuze– por oposición a la jerarquización
científica de los saberes y de los efectos inherente a su poder".74
No obstante, ¿serían estos "saberes locales" algo más que la
contraparte contestataria del aparato prevaleciente de poder-saber? Lo anterior
está relacionado con el problema general de la oposición en la obra de
Foucault, sobre el cual varios autores han llamado la atención. Según Hubert
Dreyfus y Paul Rabinow, "la oposición es a la vez un elemento del
funcionamiento del poder y la fuente de su perpetuo desorden".75
Sin embargo, ¿de dónde deriva la oposición la capacidad de serlo, dada la
omnipresencia del poder? Foucault señala tentativamente el cuerpo como el lugar
de las operaciones de poder y como fuente de resistencia a estas operaciones,
pero vacila entre concebir el cuerpo como la maleable materia prima del poder o
como una esencia natural fija.76 Esta ambigüedad es sintomática de
lo que Dreyfus y Rabinow describen como "una serie de dilemas" en la
obra de Foucault acerca de la verdad, la oposición y el poder: "En cada
conjunto hay una aparente contradicción entre un regreso a la concepción
filosófica tradicional, según la cual la descripción y la interpretación deben
corresponder, en última instancia, a las cosas como realmente son, y la
concepción nihilista, según la cual la realidad física, el cuerpo y la historia
son lo que creemos que son".77
Una salida a estos dilemas consiste en adoptar un naturalismo más
radical, en el que se trate el poder como un fenómeno secundario. Tal es el
camino seguido por Deleuze y Guattari en su opus
magnum, Capitalismo y esquizofrenia.
En el primer volumen, El Anti-Edipo
(1972), su argumento se centra en el concepto de "producción
deseante", que refleja los esfuerzos realizados en vísperas de 1968 por
conjugar a Marx y a Freud. El deseo, sostienen, es positivo, productivo,
heterogéneo y múltiple, y las formaciones sociales difieren según la manera
como "codifican" y "territorializan" el flujo del deseo. Al
parecer bajo la influencia de Foucault, quien rechaza enfáticamente el
"concepto deleuziano de deseo”,78 el de producción deseante
desaparece en el segundo volumen, Mil
planicies (1980), donde es sustituido por un concepto que guarda estrecha
semejanza con la noción foucaultiana de dispositivo, en la cual se unen
"lo dicho y lo no dicho: el concepto de armazón (agencement), utilizado por Deleuze y Guattari para denotar la
multiplicidad de elementos heterogéneos que se ramifican al infinito y se
mezclan unos con otros, conformando los plateaux
(planicies) cuya forma se propone reflejar el libro.
Deleuze y Guattari continúan insistiendo, sin embargo, en la primacía del
deseo sobre el poder: "Nuestras únicas diferencias con Foucault residen en
los siguientes puntos: 1) las armazones no son principalmente de poder sino de
deseo, pues el deseo se encuentra siempre en ellas mientras que el poder es una
dimensión estratificada de la armazón; 2) el diagrama (de la estructura formal
de la armazón)... tiene líneas de fuga que son primarias y no fenómenos de oposición
o de reacción dentro de la armazón, sino puntos de creación y
desterritorialización". En otras palabras, el flujo del deseo, que reúne
lo orgánico y lo inorgánico, lo humano y lo natural, lo discursivo y lo social
en unidades contingentes y cambian tes, es primario y rompe constantemente los
límites conformados por estas unidades. La inclinación a oponerse a las formas
dominantes del poder no es generada por estas fuerzas en sí mismas, sino que
surge de la tendencia natural del deseo a ir más allá de sí, a
"desterritorializar".
La dificultad con esta posición es doble. En primer lugar, parece erigir
una sospechosa versión de la llamada Lebensphilosophie
(filosofía de la vida), en la que el deseo que subvierte y aventaja al
poder se identifica con la vida misma, pero con una vida que se opone a la
unidad orgánica de los cuerpos, los Estados, las sociedades. Deleuze y Guattari
suscriben, en efecto, un "vitalismo material". En segundo lugar, esta
metafísica naturalista explica la oposición, pero a costa de hacer del poder un
misterio. Es cierto que Mil planicies contiene
una detallada descripción de la tendencia a la "territorialización" y
a la "estratificación", la tendencia del deseo a confinarse dentro de
relaciones de poder. No obstante, a menos de admitir la filosofía de la vida,
no hay razón alguna para aceptar esta descripción. Cualquiera que sea el
innegable esplendor de muchos de los escritos de Deleuze, como corpus sólo sugieren que la única forma
de escapar de los dilemas de Foucault reside en adoptar una versión modernizada
de la ontología nietzscheana de la voluntad de poder.79
Si se acepta la tesis fundamental de Foucault sobre la omnipresencia del
poder, sería más apropiado decir que ésta es la única salida. De los diversos
recursos utilizados para aislar esta tesis de la crítica, quizás el más
importante consista en apelar al pluralismo teórico. Paul Patton, por ejemplo,
desvirtúa el intento realizado por mí de hacer una comparación global entre el
marxismo clásico y la genealogía de Foucault, por considerar que muestra
"un monoperspectivismo que elimina toda diferencia teórica",
sintomático de la "voluntad de totalizar", esto es, "un rechazo
a aceptar la posibilidad de diferencia y discontinuidad en el corazón de la historia
humana, y el correspondiente rechazo a permitir que pueda haber perspectivas
irreductiblemente diferentes, cada una de las cuales es, a su manera, una
crítica de la realidad social existente", una perspectiva que refleja la
voluntad "de gobernar una multiplicidad de intereses", característica
de una "filosofía de Estado".80 Este argumento descarta
por fiat la posibilidad de que la
teoría social marxista y la foucaultiana puedan ser fundamentalmente
incompatibles.
El contenido de las posiciones de Foucault y de Deleuze, en efecto, se
introduce de contrabando bajo la apariencia de una preferencia metodológica por
el pluralismo. El marxismo, que según lo reconoce el propio Patton es una
teoría de la totalidad social, se reduce a un fragmento de un campo teórico
múltiple, y se transforma así en un contenido que puede ser incorporado a una
perspectiva nietzscheana y que trata la lucha de clases como una caso
particular de la lucha por la dominación que recorre la historia de la
humanidad. La retórica de la diferencia suscrita por Patton encubre el hecho de
que la concepción de Foucault de un dispositivo de poder-saber es una teoría de
la totalidad tanto como la de Marx. Para Dews, "el poder –en singular– se
convierte en un sujeto constitutivo en el sentido kantiano o husserliano, y lo
social en el sujeto constituido".81 Quizás sea afortunado,
entonces, que la tesis según la cual cualquier totalización está al servicio de
la voluntad de poder no se apoye en ningún argumento o evidencia, a menos de
contar como tal el inexplicable entusiasmo de Foucault por el libro de André
Glucksmann, Los pensadores maestros,
desprovisto de todo interés.82
La defensa de Foucault y de Deleuze ofrecida por Patton pone de relieve
las fuentes políticas de sus ideas: el rechazo, posterior a 1968, por parte de
muchos de los intelectuales franceses de izquierda, de toda perspectiva de
transformación social global, como reacción a las frustradas esperanzas
revolucionarias y al surgimiento de los "nuevos movimientos sociales"
(feministas, homosexuales, ecologistas, nacionalistas negros, etc.). Patton
sostiene que la experiencia de estos movimientos muestra que "el cambio en
las relaciones sociales existentes no necesariamente está mediado por la
totalidad. Las condiciones que mantienen la opresión pueden ser modificadas
fragmentariamente".83 Este juicio político resume la evolución
de muchos de los miembros de la generación de 1968 en el transcurso de los años
setentas, que comenzaron siendo militantes de grupúsculos revolucionarios, se
dedicaron Iuego a campañas monotemáticas y de allí pasaron a la
socialdemocracia, proceso que asumió una forma particularmente concentrada en
Francia debido al colapso súbito y traumático del partido comunista francés
bajo el impacto del partido socialista revivido por Frangois Mitterrand. La
denuncia del marxismo como filosofía del Gulag, presentada por los nouveaux philosophes ex-maoístas en
1976-77, es un acontecimiento carente de toda importancia intelectual pero
dotado de un alto contenido político, pues señala el paso de la intelectualidad
francesa –marxista durante una generacióna las filas de la socialdemocracia y
del neoliberalismo (ver sección 5.6).84
Aun cuando la teoría nietzscheana del poder-saber propuesta por Foucault
ejerció una importante influencia sobre quienes abandonaron el marxismo, el
concepto de oposición preserva en sus escritos un contenido decididamente
político, que suministra una racionalidad a los diversos grupos reprimidos para
resistir a la opresión. Un signo de la degeneración del postestructuralismo francés
en los años ochentas –sin duda, el resultado del ambiente que ha convertido al
París de hoy, según palabras de Anderson, en la capital de la reacción
intelectual europea"85– es el debilitamiento del contenido
político que antes estaba implícito en el concepto de oposición. Lyotard, por
ejemplo, quien con posterioridad a 1968 elaboró una filosofía del deseo análoga
a la de Deleuze y Guattari, ha llegado a desconfiar de toda forma de acción
política y aun consideró sospechosas las manifestaciones estudiantiles,
eminentemente moderadas, que tuvieron lugar en París en diciembre de 1986.86
Ahora la tarea no es buscar un cambio revolucionario ni articular siquiera las
aspiraciones políticas de un grupo especialmente oprimido, sino "declarar
la guerra a la totalidad; seamos testigos de lo impresentable; activemos las
diferencias y salvemos el honor del nombre".87 A pesar de su
declarado rechazo a la "estetización de lo político", Lyotard parece
concebir la oposición, esencialmente, en términos estéticos. Favorece, por
sobre la defensa de "los derechos naturales", "lo
ininscribible".88 Y puesto que, según vimos en la sección 1.3,
Lyotard caracteriza el arte postmoderno como algo que implica una actitud hacia
lo sublime que, a diferencia del modernismo, ya no lamenta la imposibilidad de
presentar la totalidad, resulta claro que la carga contestataria debe recaer
ahora sobre el arte.
Quizás el punto extremo de esta degeneración lo suministra la obra de
Jean Baudrillard. Al concepto foucaultiano de poder y a la noción marxista de
producción, Baudrillard contrapone la idea de seducción, una idea que, a
diferencia de las anteriores, es cíclica, reversible y carente de propósito.
Los antecedentes nietzscheanos de este concepto resultan suficientemente
claros, como lo son los del concepto afín de reto, cuyo "único término es
la inmediatez de una respuesta o la muerte. Todo lo lineal, incluida la
historia, tiene un fin; sólo el reto es infinito, pues es indefinidamente
reversible".89 Lo social es el resultado de la imposición de un
orden lineal sobre lo cíclico, proceso que subvierte la sociedad de consumo del
capitalismo tardío, caracterizada esencialmente por la
"hiperrealidad" y por el colapso de toda distinción entre lo
verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario. La única forma de oposición
apropiada bajo estas circunstancias es el rechazo de toda acción política, la
cual sólo conseguiría restaurar, y en forma quizás más represiva, no sólo la
implosión social, sino la inerte absorción apática de la "mayoría silenciosa"
en las imágenes con que sin cesar la abruman los medios de comunicación:
"Retirarse a lo privado bien podría ser un desafio directo a lo político,
una forma de resistirse activamente a la manipulación política".
En el capítulo quinto discuto las ideas de Baudrillard sobre la
"hiperrealidad" contemporánea. No obstante, resulta difícil ver su
crítica a toda forma de acción colectiva –con excepción de la de los grupos
terroristas, al estilo de las Brigadas Rojas, cuyos actos "ciegos, poco
representativos e insensatos" corresponden al "ciego, insensato y
poco representativo comportamiento de las masas"– como algo más que un
intento facilista por sustituir el concepto foucaultiano de oposición por uno
aún más alejado de las estrategias políticas convencionales de la izquierda.90
Las posiciones de Baudrillard no le permiten escapar al mismo problema que
enfrentan Foucault y Deleuze: "Esto... continúa siendo un misterio: ¿por
qué respondemos a un reto? ¿Por qué razón tratamos de jugar mejor y de sentir
apasionadamente para responder a tan arbitrario mandato?".91 Y,
en efecto, ¿porqué? Amenos de que estemos dispuestos a ubicar las fuentes de la
necesidad de dominio en la estructura misma de la realidad –como lo hacen en
diferentes formas la ontología de la voluntad de poder de Nietzsche y la
filosofía de la vida de Deleuze–, la omnipresencia del poder y de la oposición
y los ciclos de reto y seducción flotan libremente, todos desprovistos de una
argumentación coherente que los sustente.92
3.5 Aporía 3: el sujeto
En sus últimas
obras, Foucault comenzó a explorar un camino que quizás le hubiera permitido
eludir los dilemas expuestos en la sección anterior, un camino que implica
regresar al problema de la subjetividad. Como lo vimos en la sección 3.1, un
aspecto fundamental de la démarche postestructuralista
fue la degradación del sujeto de su posición de constitutivo a la de
constituido. Foucault se convirtió quizás en el más elocuente y radical abogado
de esta posición, y en 1976 escribió: "El individuo no es una entidad dada
de antemano a la que se atrapa mediante el ejercicio del poder. El individuo,
con su identidad y sus características, es el producto de una relación de poder
ejercida sobre los cuerpos, las multiplicidades, los movimientos, los deseos y
las fuerzas".93 Luego, sin embargo, parece cambiar de idea,
quizás debido a la dificultad de fundamentar la oposición dada la omnipresencia
del poder, y es entonces cuando sostuvo en un fascinante ensayo tardío que
"el poder sólo se ejerce sobre sujetos libres, y sólo en cuanto son
libres. Con esto queremos decir que los sujetos individuales o colectivos
enfrentan un campo de posibilidades que incluye diversas maneras de
comportarse, diversas reacciones y diversas conductas”.94 Si el
poder actúa sobre sujetos dados de antemano, la oposición podría explicarse con
facilidad como algo que surge del choque entre los deseos de los sujetos,
formados independientemente, y los imperativos del poder; parece, no obstante,
que con esto damos un gran paso atrás, pues regresamos a una "flosofía del
sujeto" rechazada previamente por Foucault.
El problema del sujeto se convierte en el tema principal del segundo y
tercer volúmenes de Historia de la
sexualidad, publicados pocos días antes de la muerte de Foucault, en junio
de 1984. De manera característica, así como había negado a mediados de la
década de 1970 que alguna vez se hubiera preocupado por el lenguaje, en esta
ocasión minimizó el problema del poder: "Estoy lejos de ser un teórico del
poder. Es más, diría que el poder, como problema independiente, no me
interesa".95 Anunció entonces "un nuevo desplazamiento
teórico" que lo condujo del podersaber hacia "los juegos de verdad en
relación con el yo y con la constitución de la propia persona como sujeto,
tomando como dominio de referencia y campo de investigación lo que llamaríamos
la ‘historia del deseo humano’". En forma más específica, Foucault se
interesó por rastrear los orígenes de la noción distintivamente occidental y
moderna según la cual la verdad del sujeto debe encontrarse en su sexualidad,
creencia respecto de la cual el psicoanálisis es sólo la última versión. Para
comprender la formulación de esta idea a comienzos de la era cristiana,
Foucault se vio obligado a remontarse a la antigüedad clásica para explorar las
concepciones de la sexualidad durante aquella época. Tuvo también que construir
nuevos instrumentos teóricos, en especial una "estética de la
existencia" o "tecnología del yo", "las prácticas reflejas
y voluntarias mediante las cuales los hombres no sólo establecen las reglas de
conducta que han de regirlos, sino que buscan transformarse, modificarse en su
ser singular y hacer de su vida una obra portadora de ciertos valores estéticos
y que responda a determinados criterios estilísticos". El ejemplo principal
que ofrece Foucault de este "arte de la existencia" es el citrésis aphrodisión, el gobierno de los
placeres, practicado por los ciudadanos de la Atenas clásica, a través del cual
se propusieron alcanzar el dominio de sí, conformarse como sujetos morales capaces
de manejar su familia y sus esclavos y de participar en el gobierno de la
ciudad".
Estas "modificaciones", como las llama Foucault, parecen
señalar un cambio importante en su distanciamiento de la idea de que "el
individuo... no es el vis-á-vis del
poder", sino "uno de sus efectos principales".97 Para
adaptar una célebre observación de Edward Thompson, parece que el sujeto
presencia ahora su propia elaboración. La clásica "tecnología del yo"
analizada por Foucault en el segundo y tercer volumen de la Historia de la sexualidad incluye
prácticas de autoconstitución y autogobierno. La tesis de que esto implica un
regreso de su parte a la "filosofía del sujeto" ha sido rebatida por
algunos.98 Ferry y Renaut afirman que Foucault confunde dos
concepciones diferentes del sujeto: por una parte, "la estructura
atemporal, ahistórica del ser humano como un ser que se caracteriza por su
relación consigo mismo" y, por la otra, la forma "moderna",
históricamente específica, de subjetividad, "que es necesario criticar mientras
se reconstruye su génesis”.99 El objeto de estudiar el chrésis aphrodisión griego es entonces
el de descubrir la existencia de otras formas de subjetividad, con lo cual se
demuestra que su forma actual no nos ha sido impuesta ineluctablemente por nuestra
propia naturaleza. "Entre los inventos culturales de la humanidad hay un
tesoro de recursos, técnicas, ideas, procedimientos, etc., que no pueden ser
exactamente reactivados, pero que al menos conforman o ayudan a conformar un
punto de vista que puede resultar muy útil para analizar lo que ocurre en la
actualidad, y para transformarlo”. El tipo de transformación que Foucault tiene
en mente está indicado en la siguiente pregunta: "¿No podría convertirse
la vida de cada persona en una obra de arte? ¿Porqué habrían de ser la lámpara
ola casa una obra de arte, mas no nuestra propia vida?".100
Como lo reconoció Foucault en la entrevista de la cual se toma esta cita,
la idea de hacer de la propia vida una obra de arte proviene directamente de
Nietzsche: " ‘Dar estilo’ al carácter: es éste un arte muy difícil, que
raras veces se posee. De él dispone el que percibe en su conjunto todo lo que
su naturaleza ofrece de energías o de debilidades, para adaptarlas a un plan
artístico, hasta que cada cosa aparezca en su arte y su razón y las mismas
debilidades encanten nuestros ojos”.101 En efecto, Nietzsche
anticipó el análisis que hizo Foucault de la clase dirigente ateniense, al
describirla como una "clase ociosa", caracterizada por la
"voluntad de darse forma a sí misma" (ver sección 3.1). Pero ¿cómo
darse forma a uno mismo, según lo proponen Nietzsche y Foucault, si no hay un
sujeto que exista con anterioridad? Este problema es explorado con mayor
profundidad por Nehemas en la discusión de la frase nietzscheana "llegar a
ser lo que se es". "Si no hay un sujeto, no parece haber nada que se
pueda llegar a ser". Nehemas argumenta que debemos comprender "llegar
a ser lo que se es" como un proceso, "incorporar cada vez más
características bajo un rubro en constante expansión y evolución". Este
proceso de incorporación implica por sobre todo asumir la responsabilidad de
los propios atributos y acciones. "La creación del yo aparece entonces
como la creación o imposición de un acuerdo de orden superior sobre nuestros
pensamientos, deseos y acciones de nivel inferior. Es el desarrollo de la
capacidad o la disposición de aceptar la responsabilidad por todo lo que hemos
hecho y admitir lo que en cada caso es verdad: que todo lo que hemos hecho
realmente constituye lo que cada uno de nosotros es".102 Como
vimos en la sección 3.1, el principal ejemplo ofrecido por Nehemas de una
creación de sí semejante es el del propio Nietzsche, quien afirma en Ecce Homo: "Yo no quiero en lo más
mínimo que una cosa, sea la que sea, se haga distinta de lo que es; yo mismo no
quiero cambiar”.103
La importancia del proceso descrito por Nehemas es indiscutible, pero
dudo de que pueda llamarse acertadamente "creación de sí". En primer
lugar, se requiere algún principio de individuación para asignar las
características correctas a cada persona. Nietzsche, por ejemplo, no hubiera
estado dispuesto a "aceptar la responsabilidad" por la vida de
Wagner. Nehemas, en efecto, admite este punto: "Debido a que está
organizado de manera coherente, el cuerpo suministra el terreno común que
permite a los pensamientos, deseos y acciones en conflicto agruparse como
rasgos de un único sujeto".104 Este criterio de identidad (¿y
de continuidad?) física ofrece una manera de distinguir la adscripción correcta
o incorrecta de propiedades y acciones a diferentes individuos.105
Al reconocer así el carácter irreductible y distintivo de las personas, sin
embargo, hemos avanzado muchísimo en la limitación del proceso de creación de
sí. Las características específicas de cada persona circunscriben sus
realizaciones posibles. El sordo y el ciego no pueden apreciar la música y la
pintura, respectivamente, y menos aún producirlas. Las acciones pasadas –un
acto de traición personal o política–, por ejemplo, pueden configurar mi vida futura
de manera ineludible. El mal genio puede afectar mi vida personal e incidir
sobre las principales relaciones con los demás. Desde luego, como lo indican
estos últimos ejemplos, las características inmodifieables se confunden en
ocasiones con aquellas que son susceptibles de modificación. No obstante, el
proceso de dar sentido a la propia vida, descrito por Nehemas como
"creación de sí", está restringido por los hechos atinentes al
carácter y a la historia personal. Nietzsche, cuando se refiere en el pasaje
citado a "dar estilo" al carácter, parece tener en mente un proceso
de equilibrio en el cual las fortalezas y debilidades se integran en una
concepción general de la propia persona; tales fortalezas y debilidades, sin
embargo, están dadas independientemente de esta concepción, al menos en parte.
Hay otras limitaciones, compartidas por todos o muchos individuos. En
primer lugar, las capacidades pertenecientes a los seres humanos en cuanto
especie –que el antihumanismo del "pensamiento del 68" desconoce– establecen
límites al ámbito de la "creación de sí". Incluso con toda la ayuda
de la tecnología, una persona no puede esperar incluir las experiencias de un
delfín entre las suyas. En segundo lugar está el problema de la cruda inequidad
de los recursos, expresado primordialmente en las divisiones de clase.
Nietzsche argumenta que "las naturalezas fuertes y dominadoras serán las
que encuentren... su alegría más pura" en la disciplina de sí que implica
aceptar "la restricción de un gusto único", mientras "los
caracteres débiles, incapaces de dominarse a sí mismos, son los que odian la
sujeción del estilo".106 Como lo señala Nehemas,
"Nietzsche no considera que cada agente tiene un yo".107 Foucault,
más democrático, se pregunta por qué no habría de convertir cada cual su vida
en una obra de arte. La respuesta, desde luego, es que la mayor parte de las
vidas de la gente, contrariamente a lo que sostienen las teorías del
"postcapitalismo" discutidas en el capítulo quinto, están moldeadas
todavía por su falta de acceso a los recursos productivos y por la consiguiente
necesidad de vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Invitar al portero de
un hospital en Birmingham, a un mecánico de Sáo Pablo, a un funcionario del
bienestar social en Chicago o a un niño de la calle de Bombay a hacer de su
vida una obra de arte sería un insulto, a menos de que esta invitación
estuviese vinculada, precisamente, con una estrategia de cambio social que,
como lo vimos en la sección anterior, el postestructuralismo rechaza.
La discusión de los escritos tardíos de Foucault muestra que su aparente
redescubrimiento del sujeto no representa una salida a los dilemas implícitos
en la noción de poder-saber si no se adopta a la vez una teoría mucho más
radical de la naturaleza y de la actividad humanas que la ofrecida por la
tradición nietzscheana.108 Por otra parte, dicha discusión nos lleva
de nuevo al punto de partida pues, como lo hemos mostrado, quizás el más
importante de los pensadores postestructuralistas permanece atado hasta el fin
de sus días al esteticismo fundamental del pensamiento de Nietzsche. Para
comprender por qué estas ideas fueron acogidas tan favorablemente en los años
ochentas, debemos examinar el contexto social y político de su recepción. Esto
vendrá en el capítulo quinto. Sin embargo, consideraremos primero el
pensamiento del más grande crítico del postestructuralismo.
Notas
1.
Ver H. Barth, Truth and ldeology, Berkeley y Los Angeles, 1976.
2.
DFM,
p. 73, nota 4. Sobre Hegel, ver especialmente C. Taylor, Hegel, Cambridge, 1975 y M. Rose, The Hegelian Dialectic and lts Criticism, Cambridge, 1981
3. DFM, p. 75.
4. Ibid, pp
94-98, Parsons mismo describe "el idealismo alemán, tal como pasó de Hegel
a través de Marx a Weber", como "quizás la fuente de mayor
influencia" en su concepto de modernidad ver The Sysrem of Modem Societies, Engelwood Cliffs, 1971, p. 1.
5. La presentación más sistemática del
pensamiento de Nietzsche esquizás la de R. Schacht, Nietzsche, Londres, 1993.
6. DFM, p. 153.
7.
A. Nehemas, Nietzsche Life as Literature, Cambridge, Mass., 1985, p. 39.
8. F. Nietzsche, La volumad de dominio, Buenos Aires, 1949, § 795.
9.
R. Schacht, op.cit., p.203,
10. Nietzsche, La gaya ciencia, Buenas Aires, 1949, Prefacio § 4. Nietzsche
prosigue y se pregunta si "nosotros, rompecabezas del espíritu... ¿no
somos precisamente en esto griegos, adoradores de las formas, de los sonidos de
las palabras; y por esto, artistas?”
11. lbid., § 335.
12. F. Nietzsche, El ocaso de las dioses, Buenos Aires, 1949, § 51, § 49.
13. F. Nietzsche, Ecce Homo, Buenos Aires, 1949, § 9.
14. Nehemas, op. cit, pp. 168, 191, 234.
15. R.
Sayre y M. Lowy, "Figures of Romantic Anti-Capitalism", NGC 32, 1984, p.46. Lukács, quien acuñó la expresión
“anticapitalismo romántico”, dudó en aplicarla a Nietzsche, si bien reconocía
en él “afinidades metodológicas con eI anticapitalismo romántico”, The Destruction of Reason, Londres,
1980, p.327; ver también Ibid, pp.
341-42.
16. F. Nietzsche, El ocaso de los ídolos, § 37.
17. F. Nietzsche, La voluntad de dominio, § 94.
18.
R. Rorty, The Consequences of Pragmatism, Brighton, 1982, P. 141.
19.
M. Foucault, Power/Knowledge, Brighton, 1980, p. 194.
20.
E. Said, The World, the Texti the Eretic, Cambridge, Mass, 1993.
21. J. Derrida, De la grammatolagie, París, 1967, p. 227.
22.
Ver, por ejemplo, J. Derrida,
"The Ends of Man" en Margins of
Philosphy, Brighton, 1982.
23.
Citado
en L. Ferry y A. Renaut, Lu Pensée 68,
París, 1985, p. 105. Ver M. Foucault, "Nietzsche,
Freud y Marx" en Cahiers de
Royaumont Philosphie VI Nietzsche, París, 1967 y "Nietzsche,
Genealogy, Histmy" en Language, Counter-Memory, Practice, Oxford, 1977.
24.
A. Huyssen, "Mapping the
Postmodern", NGC 33, 1984, pp,
37-38.
25.
Foucault, The Order of Things, Londres, 1970, pp, xv ss.
26. Conde de Lauréamont, Les Chants de MaIdoror, Buenos Aires,
1944, p. 213.
27. F. Moretti,"TheSpell of
lndecsion", p.340.Ver la discusión de estaimagen de Lautréamont en M.
Nadeau, op. cit, pp. 24-26.
28. Foucault, op. cit, pp. 303, 305, 382, 283, 387.
29.
M. Foucault, "Structuralism and
Post-Structuralism", Telos 55,
1983, p. 1 99.
30.
C. Norris, Deconstruction, Londres, 1981, p. 2 l.
31. DFM, p. 229.
32. Ferry y Renaut. op. cit, pp. 11-12, 38-39.
33. MR pp. 328-29.
34. V. Descombes, Le Meme et l'autre, París, 1979, p. 13.
35. Citado en Ferry y Renaut, op. cit, p. 105.
36. Ver D. Lecourt, La Philosphie sane feinte, París, 1982, p. 62.
37. DFM, p. 165.
38. Foucault, “Structuralism”, pp.
197-98.
39. Ver también A. Callinicos, ¿Is There a Future for Marxism?,
Londres,1982.
40.
P. de Saussure, Course in General Linguistics, Nueva York, 1966, pp, 117-18,120.
41. Ver especialmente, C. Lévi-Strauss,
"Introduction a I'ouvre de Marcel Mauss", en M. Mauss, Sociologie et anthropologie, París,
1950.
42.
P. Dews, op. cit, p. 19.
43. Callincos, Future, p.46.
44. Derrida, Gramatología, p. 143.
45.
J. Derrida, Writing and Difference, Londres, 1978, p. 288.
46. Dews, op. cit, p. 24; ver, en general, pp. 19 ss.
47. Ferry y Renaut, op. clt, pp, 167-68.
48. DFM, p.219.
49.
F. Lentricchia, After the New Criticism, Londres, 1983, p. 171.
50.
lbid, passim.
51.
C. Norris, The Contest of Faculties, Londres, 1985, p. 18.
52.
J. Derrida, "The Time of a
Thesis: Punctuations", en A. Montefiore,ed., Philosophy in France Today, Cambridge, 1983, pp. 45, 49.
53. DFM, p. 218.
54. J.
Derrida, "Racism Last Word", Critical
Inquiry 12, 1985, pp, 291, 295, 297-99. Ver también A. McClintock y R. Nixon,
"No Names Apart: the Separation of Work and History in Derrida's 'Le
Dernier, mot du racisme", y Derrida, "But Beyund... (Open letter lo Anne McClintuck and
Rob Nixon)", ibid, 13, 1986.
55. Ver A. Callincos, South Africa between Reform and Revolution,
Londres, 1988, capítulos 4 y 5.
56. Ferry y Renaut, op, cit, p. 174.
57. OFM, p.220.
58.
G. Scholem, Mayor Trends in Jewish Mysticism, Nueva York, 1961, p. 12.
59. W.
V. O. Quine, "Carnap and Logical Truth" en P. A. Schlipp, ed., The Philosophy of
Rudolf Carnap, La Salle, 1963, p. 406.
60. D. Davidson, De la verdad y de la interpretación, Barcelona, 1990, p. 71.
Sobre la referencia, ver Ibid, capítulos 15 y 16.
61.
H. Putnam, Mind, Language and Reality, Cambridge, 1975.
62.
T. Burge, "Individualism and the
Mental", en P. A. French et al.,
eds., Midwest Studies in Philosophy IV,
Minneapolis, 1979, y "Other Bodies", en A. W oodfield, ed., Thought and Object, Oxford, 1982.
63. G. Evans, The Variety of Reference, Oxford,1982, p.256, Para una discusión de
las implicaciones de estas teorías, ver P. Pettit y J. McDowel, eds., Subject, Thought and Context,
Oxford,1986, especialmente l aintroducción de los editores.
64. Para un reciente estudio sobre esta
controversia, ver S. Blackbum,Spreading
the Word, Oxford, 1984.
65. DFM, p.146.
66. Ibid, p. 158,
228-29.
67. Estas dos estrategias son adoptadas
respectivamente por Schacht yNehemas en sus libros sobre Nietzsche.
68. Foucault, Power/Knowledge, p. 114.
69. G. Deleuze y F. Guattari, op, cit, pp. 84-129.
70.
M. Foucault, Discipline and Punish, Londres, 1977, p. 27.
71. M.
Foucault, L’Usage des plaisirs, París,
1984, pp.12-13. Ver la
discusión de este desplazamiento en mi libro, Future, capítulo 4.
72.
Foucault, Power/Knowledge, p. 57. Compárese con Deleuze y Guattari: "Mayo de 1968 en
Francia fue molecular"; implica una "micro-política", un flujo
"irreductible a la segmentación masiva de clase", Mille Plateaux, pp. 260, 264-65.
73. Ver especialmente M. Foucault, La volonté de savoir, París, 1976, pp.
123-28.
74. Foucault, Power/Knowledge, pp. 85, 141.
75.
H. Dreyfus y P. Rabinow, Michel Foucault, Brighton, 1982, p. 140.
Ver también N. Poulantzas, State, Power,
Socialism, Londres, 1978, pp. 146-153, y P. Dews, “The ‘Nouvelle
Philosophie’ and Foucault", Economy
and Society 8, 1979.
76. Foucault, Volonté, p. 208.
77. Dreyfus y Rabinow, op. cit, p. 205.
78. Foucault, "Structuralism",
p. 104.
79. Deleuze y Guattari, Mille plateaux, pp. 175-76, n. 36, 512.
Quizás de manera perversa, la afirmación más clara del vitalismo de Deleuze se
encuentra en Foucault, Paris, 1986,
cuyo título hubiera debido ser más bien Deleuze,
pues en él utiliza los escritos de Foucault para exponer sus propias ideas.
Así: "La última palabra del poder es que la oposición es lo primero” (p. 95) –afirmación que contradice la
critica a Foucault que aparece en Mille
plateaux, y que citamos anteriormente. Afirma también: "La fuerza
viene del exterior, ¿no es ésta una idea de la Vida, un vitalismo con el que
culmina el pensamiento de Foucault? ¿No será la Vida esta capacidad que tiene
la fuerza para oponerse?" (Foucault,
p.98); todo lo anterior, evidentemente, debe atribuirse al pensamiento de
Deleuze más bien que al de Foucault.
80. P.
Patton, "Marxism and Beyond", en MIC,
pp. 129, 132-34. El
objeto de esta crítica es Callinicos, Future,
capítulos 6 y 7.
81. Dews, op. cit., p. 188
82. Foucault, “La grande colere des
faits”, Le Nouvel Observateur, 9,
mayo1977.
83. Patton, op. cit, p.131
84.
Ver F. Aubral y X. Delcourt, Contre la nouvelle philosophie, París,
1977, y acerca del contexto político, R. W. Johnson, The Long March of the French Left, Londres, 1981.
85.
P. Anderson, In the Tracks of Historical Materialism, Londres, 1983, p. 32.
86. Ver A. Krivine y D. Bensaid, ¡Mai si!, Paris, 1988, p. 158.
87. PMC, p. 82,
88. W. van Reijen y D.Veerman, "An
lntereiew vith Jean-Francois Lyotard", TCS
5, 2-3, 1988, pp199. 302.
89.
J. Baudrilard, Forget Foucault, Nueva York, 1987, p. 56.
90. J.
Baudrillard, In the Shadow of the Silen
Majorities, Nueva York,1983, pp. 39, 52. Ver especialmente ibid,
pp. 111-123 para una discusión inefablemente tonta del desastroso caso Schleyer
(ver capítulo 4, nota 8, a continuación).
91. Baudrillard, Forget Foucault, p. 62.
92. Discuto esta dificultad general de
las teorías de dominio nietzscheanas en "Marxism and Power”, en A.
Leftwich, ed., New Developments in
Political Science, Upleadon, de próxima apatición.
93. Foucault, Power/Knowledge, pp. 73-74.
94.
M. Foucault. "The Subject and
Power", epílogo a Dreyfus y Rahinow, Foucault,
p. 221.
95. Foucault, "Structuralism",
p. 207.
96. Foucault, Usage, pp.12, 16-17. Ver la reseña que escribí acerca de este libro
y del volumen posterior de Histoire de la
sexualité, le Souci de soi, París, 1984, "Foucault's Third Theoretical
Displacement", TCS 3, 3, 1986.
97. Foucault, Power/Knowledge, p. 98.
98. Ver, por ejemplo, C. Gordon "Question,
Ethos, Event”, Economy and Society 15,
1986, p. 85, y Deleuze, Foucault, pp,
103 ss.
99. Ferry y Renaut, op. cit, p. 150-51.
100. M. FoucauIt, "On the
Genealogy of Ethies”, en P. Rabinow, ed., A
Foucault Reader, Hardmonswotth, 1986, p. 350.
101. Nietzsche, La gaya ciencia,
,§290. Comparar con Foucault, "Genealogy'", p. 351.
102. Nehemas, Nietzsche,
pp, 172, 183-84, 188.
103. Nietzsche, Ecce
Homo, Buenos Aires. 1949, p- 256.
104. Nehemas, Nietzsche,
p. 181.
105. El problema implícito en un
principio de individuación semejante, al que Derek Parfit llama la atención
–ver especialmente Reason and Persons,
Oxford, 1984–, pone de relieve, en mi opinión, las raíces del concepto moderno
de persona dentro de una determinada concepción del mundo y, más
particularmente, el de las relaciones espaciotemporales, más bien que demostrar
la necesidad de abandonarlo. Ver P. F. Strawson, Individuos, Barcelona, 1991, (1960).
106. Nietzsche, La
gaya ciencia, p 290.
107. Nehemas, op.cit.
p.253, n.17.
108. Ver MH,
especialmente, capítulo I.
4. Los límites de la razón comunicativa
Sobre las alas de la síntesis se puede volar a tan
gran altura que la sangre vierte en hielo y el cuerpo humano se congela, a una
altura que nadie ha alcanzado, pero a donde se han remontado, con un cigarro
entre los dientes, miles de eruditos. Valerian Maikov
4.1 En defensa de la Ilustración
Jürgen Habermas
es, sin duda, el principal filósofo de la izquierda occidental contemporánea.
Esta caracterización se apoya en tres razones: en primer lugar, simplemente, en
la dimensión, alcance y calidad de sus escritos; en segundo lugar, en su
intento de reconstruir el materialismo histórico como una teoría de la
evolución social y suministrar una explicación defendible de los procesos
contradictorios de modernización del capitalismo; y en tercer lugar, en el
hecho de que asumiera la defensa del proyecto de la Ilustración, es decir, de
una "organización racional de la vida social cotidiana".1
Todos estos aspectos de la obra de Habermas están presentes en El discurso filosófico de la modernidad (1985).
Allí utiliza tanto su amplio y penetrante conocimiento de la historia
intelectual como la teoría de la acción comunicativa, esencial en el análisis
de la modernidad, para desarrollar una crítica devastadora e inusitadamente
vívida de la tradición que parte de Nietzsche y de Heidegger, representada hoy
en día por las dos vertientes del postestructuralismo discutidas en el capítulo
anterior.
Es importante, creo, enfatizar el carácter político de las intervenciones
de Habermas en contra del postestructuralismo. Su obra, desde fines de la
década de 1970, se ha centrado en el resurgimiento, dentro del capitalismo
occidental, de varias tendencias del pensamiento conservador que implican un
rechazo parcial o total de la modernidad. Este resurgimiento de lo que Habermas
considera como el irracionalismo de la derecha europea anterior a la Segunda
Guerra Mundial adoptó, desde luego, matices especialmente peligrosos en la
República Federal alemana, y el temor ante los ataques reaccionarios contra la
democracia liberal animó el fuerte compromiso de Habermas en el llamado
"pleito sobre la historia", por ejemplo, una controversia acerca de
la historia alemana suscitada por la tesis de Eric Nolte según la cual el
holocausto nazi no habría sido más que una reacción frente a la dinámica
totalitaria inherente al socialismo y una copia de ella.2 La crítica
de Habermas al postestructuralismo debe ubicarse dentro de este contexto, en el
que distingue entre los "antiguos conservadores", que
"recomiendan un retiro anterior a la modernidad"; los
"neoconservadores", que aceptan "el progreso técnico, el
desarrollo del capitalismo y la administración racional" –lo que llama
"la modernización de la sociedad"– pero "recomiendan la política
de diluir el contenido explosivo de la modernidad cultural", y los
"jóvenes conservadores", que
recapitulan la
experiencia básica de la modernidad estética. Reclaman como propias las
revelaciones de una subjetividad decentrada, emancipada de los imperativos del
trabajo y de la utilidad, y con esta experiencia se salen del mundo moderno.
Con base en actitudes modernistas, justifican un irreconciliable
antimodernismo. Desplazan a la esfera de lo lejano y de lo arcaico los poderes
espontáneos de la imaginación, la experiencia de sí y la emoción. A la razón
yuxtaponen, de manera maniquea, un principio accesible únicamente a la
evocación, sea la voluntad de poder o la soberanía, el Ser o la fuerza
dionisíaca de lo poético.3
La idea de que
el postestructuralismo debe considerarse como algo afín a la nostalgia
conservadora de un orden orgánico precapitalista idealizado ha encontrado
grandes resistencias en el mundo de habla inglesa, donde la recepción de
Foucault, Deleuze y en menor medida Derrida corresponde primordialmente a los
intelectuales de izquierda. Frederic Jameson, por ejemplo, descalifica la defensa
que hace Habermas de la modernidad como algo "específico de la situación
nacional en la que Habermas piensa y escribe" y, por consiguiente, algo
que "no puede ser generalizado".4 Tal respuesta, sin
embargo, es algo apresurada. Christopher Norris sustenta con buenos argumentos
la idea de vincular la crítica del postestructuralismo a la razón discursiva
con el rechazo tradicional de la derecha a la modernidad. Norris toma como
punto de partida la discusión de Lyotard acerca de la narrativa, la forma distintiva
del conocimiento en las sociedades premodernas. Según Lyotard, las narrativas
populares – cuentos folclóricos– se caracterizan por el hecho de ser
autolegitimadoras; no requieren justificación en términos de una
"meta-narrativa", es decir, de una teoría abstracta de la
racionalidad o de una de las "grandes narrativas" del pensamiento
ilustrado, en las que los relatos individuales se integran dentro de una
totalidad que se despliega: la Razón, el Espíritu, el Proletariado. La
postmodernidad es precisamente aquella condición en la cual se evidencia que
las meta-narrativas poseen las mismas propiedades de las narrativas populares;
son fuente de su propia legitimidad, un conjunto dejuegos de lenguaje fusionado
con la heterogeneidad del discurso ordinario.5
Norris observa:
En cuanto se difunde la idea de que toda
teoría es una de las especies sublimadas de la narrativa, surgen dudas acerca
de la posibilidad misma del conocimiento como algo diferente de las diversas
formas de gratificación narrativa. La teoría presupone una distancia crítica
entre sus propias categorías y las de la mitología naturalizada o sistema de
presuposiciones del sentido común. Eliminar sin más esta distancia –como lo
hace Lyotardes eliminar, a través de la argumentación, los fundamentos mismos
de la crítica racional.
El concepto mismo de investigación teórica –de theória–, desde su primera formulación en el pensamiento griego, es
la de un discurso que no es idéntico, por ejemplo, a la narrativa popular. Al
eliminar la distinción entre los dos niveles del discurso, argumenta Norris,
Lyotard imposibilita una crítica política del statu quo:
La
"condición postmoderna", tal como la interpreta Lyotard, parece
compartir las características esenciales de toda ideología conservadora, desde Burke
hasta la Nueva Derecha actual. Esto es, se basa en la idea de que el prejuicio
está tan profundamente arraigado en nuestras tradiciones de pensamiento, que la
crítica racional nunca podría desalojarlo de allí. Todo pensamiento seno acerca
de la cultura y de la sociedad deberá admitir el hecho de que tales
investigaciones sólo tienen sentido dentro del contexto de una tradición que
las anima.6
Si bien la crítica de Norris está dirigida a Lyotard, tiene aplicaciones
más generales. El postestructuralismo niega que la teoría pueda desprenderse
del contexto inmediato de significados y propósitos dentro del cual es
formulada. Por consiguiente, cualquier crítica de las condiciones existentes no
puede basarse en principios generales, sino que debe proceder alusivamente,
como lo hace Derrida cuando apela a lo "innombrable". Análogamente,
las hermenéuticas de Heidegger y de Gadamer sostienen que la comprensión
depende de una precomprensión determinada por prácticas sociales cuya
naturaleza no puede ser plenamente aprehendida, pues están presupuestas por el
acto mismo de comprensión y son inherentes a él; la tradición, lejos de
disolverse a través de la crítica racional de la Ilustración, es el
prerrequisito esencial de una crítica semejante y, por ende, establece sus
límites.7 La filosofía del lenguaje de Habermas tiene como uno de
sus propósitos constituirse en una respuesta a la tradición hermenéutica (ver
sección 4.2); por ahora, sin embargo, basta anotar que Foucault y Derrida, al
igual que Heidegger, buscan poner en duda la pretensión de la teoría de
reflexionar en forma crítica sobre la red de prácticas sociales existentes, que
presuntamente determina los límites de nuestra comprensión.
En Teoría de la acción comunicativa
(1981), Habermas elabora su filosofía del lenguaje como base de la teoría
de la modernidad y suministra también el marco conceptual sobre el que se apoya
en la crítica al postestructuralismo. La Teoría
de la acción comunicativa, por otra parte, es ciertamente una intervención
política. Habermas ha explicado cómo, a fines de 1977, llegó a escribir este
libro, cuyo tema central es la modernización como proceso de racionalización:
"La tensa situación política alemana, que se estaba convirtiendo en un progrom después del secuestro de
Schleyer, me obligó a salir de la torre de marfil teórica para asumir una
posición al respecto". La democracia liberal parecía estar amenazada tanto
desde la extrema izquierda –los terroristas de las Brigadas Rojas– como desde
la extrema derecha, cuyas exigencias de represión ganaron respetabilidad
gracias al resurgimiento del pensamiento conservador. Al mismo tiempo, la
emergencia de nuevos movimientos sociales como los Verdes parecía representar
un reto a la civilización industrial moderna:
El motivo real para comenzar el libro en 1977 era comprender
cómo la crítica de la reificación, la crítica de la racionalización, podía ser
reformulada de tal manera que ofreciera una explicación teórica del fracaso del
compromiso con el Estado de bienestar y del potencial de una crítica del
desarrollo en nuevos movimientos, sin renunciar al proyecto de la modernidad ni
caer en el post o antimodernismo, el nuevo conservatismo "duro" o el
joven conservatismo "salvaje".8
Habermas se
preocupa entonces por asumir una defensa crítica de la modernidad que ponga de
presente su carácter incompleto, su incapacidad manifiesta de realizar su
potencial. A este respecto, su obra puede considerarse como una continuación de
la tradición marxista y, más específicamente, de la Escuela de Frankfurt.
Habermas dice de Adorno: "Permanece fiel a la idea de que no hay cura para
las heridas de la
Ilustración diferente de una radicalización de la
Ilustración misma".9 Sin duda es ésta también su propia
posición. No obstante, hay serias debilidades en su intento de elaborar esta
formulación, debilidades que hacen vulnerables tanto su crítica al
postestructuralismo como su crítica más general al "post o
antimodernismo". Y en particular, como trataré de mostrarlo en este
capítulo, su teoría de la acción comunicativa lo conduce a una defensa tan
unilateral de la modernidad como la crítica de Nietzsche y sus sucesores.
4.2 De Weber a Habermas
Habermas sigue
a Weber al concebir "la modernización de la sociedad europea como
resultado de un proceso histórico universal de racionalización". Partiendo
de la teoría que ofrece Weber de la modernización como diferenciación de
subsistemas autónomos, en particular el mercado y el Estado, regulados por la
racionalidad instrumental, Habermas adopta el mismo camino de Lukács y de la
Escuela de Frankfurt en sus comienzos. En Historia
y consciencia de clase, Lukács interpretó la racionalización como
reificación, consecuencia de la penetración del fetichismo de la mercancía en
todos los ámbitos de la vida social; como la reducción, regulada por el mercado
y producida por los mecanismos económicos del capitalismo, de todas las
relaciones entre personas a relaciones entre cosas. Según Lukács, el inverso de
este proceso de reificación es el proletariado, concebido en términos
hegelianos como el "sujeto-objeto idéntico de la historia" que, al
adoptar ineludiblemente una consciencia revolucionaria, hará estallar en
pedazos las estructuras reificadas de la sociedad capitalista. Horkheimer y
Adorno asumieron y sin duda enriquecieron los análisis lukácsianos de la
reificación, pero renunciaron a la expectativa de una revolución proletaria.
Al mismo tiempo, como afirma Habermas, "desligan este concepto (de
reificación) del particular contexto histórico del nacimiento del sistema
económico capitalista", y "anclan el mecanismo causante de la
cosificación de la consciencia en los propios fundamentos antropológicos de la
historia de la especie, en la forma de existencia de una especie que tiene que
reproducirse por medio del trabajo". El triunfo de la razón instrumental
dejó de ser entonces, como dijera Lukács, el resultado de una constelación
históricamente circunscrita y transitoria de circunstancias, y se convirtió más
bien en el resultado inevitable de la necesidad humana de reproducirse, que
implica una tendencia transhistórica a dominar por igual a las personas y a la
naturaleza, tendencia que culmina con el capitalismo tardío. De ahí la
"contradicción realizativa" identificada por Habermas en la Dialéctica de la Ilustración, así como
en la crítica de Nietzsche a la modernidad (ver sección 3.4). Y en efecto,
¿cómo pueden Horkheimer y Adorno continuar con la práctica de una teoría
crítica de la sociedad cuando la razón misma se identifica con la necesidad de
dominio? Adorno busca continuar la crítica racional a través de una dialéctica
negativa, cuyo propósito es exponer las contradicciones existentes y evocar
alusivamente, a la vez, una sociedad emancipada, reconciliada con la naturaleza,
mediante la articulación de la insinuación de una sociedad semejante implícita
en las estructuras abstractas y distorsionadas del arte moderno.
Como observa Habermas:
A la sombra de una filosofía que se ha sobrevivido a sí
misma, el pensamiento filosófico entra deliberadamente en regresión para
convertirse en gesto. Por divergentes que sean las intenciones de sus
respectivas filosofías de la historia, Adorno, al final de su carrera
intelectual, y Heidegger, se asemejan en la postura que ambos adoptan frente a
la pretensión teórica del pensamiento objetivante y de la reflexión: la
"rememoración (Eingedenken) de la naturaleza en el sujeto" viene a
quedar chocantemente próxima al "pensar rememorativo" (Andenken) del
Ser.10
Habermas se identifica con aquella vertiente del discurso de la
modernidad fundada por Marx, que consiste en "entender la praxis racional
como una razón concretada en la historia, la sociedad, el cuerpo y el lenguaje.11
No obstante, la "contradicción realizativa" inherente al pensamiento
de la Escuela de Frankfurt en sus comienzos es, en su opinión, inevitable,
mientras permanezcamos dentro del marco de referencia de una "filosofía de
la consciencia", para la cual es esencial "un sujeto [que] se refiere
a los objetos, bien sea para representarlos, o bien para producirlos tal como
deben ser". La concepción monológica de la subjetividad, fundamental para
el pensamiento occidental desde Descartes, implica necesariamente una
concepción instrumental de la racionalidad: el mundo se presenta al sujeto así
concebido como un medio para sus propios fines; por consiguiente, la razón es
constituida dentro del marco de una relación de medios afines, y está moldeada
por la necesidad del sujeto de dominar un entorno que le es ajeno y externo.
Dentro de este paradigma, nos vemos atrapados en un dilema entre la aceptación
neoconservadora de una modernidad dominada por la razón instrumental, y la
crítica radical de esta modernidad que, al identificar la racionalidad instrumental
con la razón tout court, se niega un
criterio que le permita justificar tal crítica o especificar un estado de cosas
más deseable. Sólo podemos escapar a este dilema "si se abandona el
paradigma de la filosofía de la consciencia, es decir, el paradigma de un
sujeto que se representa los objetos
y que se forma en el enfrentamiento
con ellos por medio de la acción, y se lo sustituye por el paradigma de la
filosofía del lenguaje, del entendimiento intersubjetivo o comunicación, y el
aspecto cognitivo-instrumental queda inserto en el concepto, más amplio, de racionalidad comunicativa".12
Habermas nos propone entonces sustituir la concepción monológica por la
concepción dialógica de la subjetividad y de la racionalidad. De allí la
importancia de la teoría de la acción
comunicativa, en la que es fundamental distinguir entre dos tipos de
acción: la "acción orientada al éxito", acción instrumental o
estratégica, en la cual el sujeto individual persigue sus propios objetivos en
relación con su entorno físico o social concebido como un objeto ajeno, y la
acción comunicativa, en la cual "los planes de acción de los actores
implicados no se coordinan a través de un cálculo egocéntrico de resultados,
sino mediante actos de entendimiento". Llegar a una comprensión, "el telos inherente al discurso
humano", consiste en "el proceso de obtención de un acuerdo (Einigung) entre sujetos lingüística e
interactivamente competentes". Con base en un análisis que se apoya en la
filosofía de los actos de habla de Austin, Grice y Searle, Habermas argumenta
que la comprensión implica necesariamente la aceptación por parte del oyente de
una "pretensión de validez" ofrecida por el hablante: "Un
hablante puede motivar racionalmente a un oyente a la aceptación de la oferta que
su acto de habla entraña... porque tiene la garantía (Gewühr) que ofrece de desempeñar, llegado el caso, la pretensión de
validez que ese acto de habla comporta". Sólo de esta manera puede
obtenerse un acuerdo no coercitivo entre sujetos: "Sólo los actos de habla
a los que el hablante vincula una pretensión de validez susceptible de crítica
tienen, por así decirlo, por su propia fuerza, la capacidad de mover al oyente
a la aceptación de la oferta que un acto de habla entraña".13
La teoría de la acción comunicativa es utilizada por Habermas de varias
maneras. En primer lugar, al entretejer una concepción convincente de la
racionalidad con el discurso cotidiano puede refutar toda forma de relativismo
o escepticismo como algo incoherente: "Para el ser humano que se mantiene dentro
de las estructuras de comunicación del lenguaje ordinario, la base de validez
del discurso tiene la obligatoriedad de una presuposición universal e
ineludible y, en este sentido, trascendental... Si no estamos en libertad de
rechazar o aceptar pretensiones de validez relacionadas con el potencial
cognoscitivo de la especie humana, no tiene sentido ‘decidir’ en favor o en
contra de la razón, en favor o en contra de la expansión del potencial de la
acción razonada.14
En segundo lugar, como lo sugiere la última frase citada, esta concepción
de la racionalidad comunicativa tiene consecuencias políticas. Es inherente a
la aspiración de un acuerdo no coercitivo, meta de todo acto de habla, la
concepción de una sociedad basada sobre un acuerdo semejante: "La
perspectiva utópica de reconciliación y libertad está basada en las condiciones
mismas de socialización (Vergesellschaftung)
comunicativa de los individuos, está ya inserta en el mecanismo lingüístico de
la reproducción de la especie".15
En tercer lugar, esta concepción compleja y diferenciada de la
racionalidad, dentro de la cual la razón instrumental no es más que "un
momento subordinado", le permite a Habermas evitar la concepción
unilateral de la racionalización que comparten Weber y la Escuela de Frankfurt.
"El potencial de la razón comunicativa queda, pues, a la vez desplegado y distorsionado en el curso de la modernización capitalista,16 argumenta.
El desarrollo del capitalismo occidental implicó "un patrón selectivo de
racionalización, es decir, de los recortes que implica el perfil que la
modernización ofrece.17 Sólo ciertos aspectos de la racionalidad,
comprendida de manera amplia y en términos de la acción comunicativa, han sido
incorporados a la modernidad. De ahí su carácter incompleto; por oposición al
diagnóstico de Nietzsche y de sus seguidores, no sufre de un "exceso"
sino de "un defecto de razón".18
Para captar el carácter "recortado" de la modernización,
Habermas traza una distinción entre "sistemas" y "mundo de la
vida" que es fundamental para el segundo volumen de su Teoría de la acción comunicativa.
Representa, en cierto sentido, su versión de la distinción entre estructura
social y acción humana. El concepto de sistema se refiere a las implicaciones
funcionales de las acciones para la reproducción de una sociedad determinada, y
el de mundo de la vida (Lebenswelr) a
aquellos mecanismos por medio de los cuales los agentes sociales llegan a una
comprensión compartida del mundo; este último se relaciona entonces con las
intenciones de los agentes, en tanto que el primero lo hace con aquello que, en
palabras de Hegel, sucede a espaldas suyas. La distinción es una distinción
analítica y se refiere a aspectos de cualquier orden social que sólo asumen una
forma distintivamente institucional como resultado de la modernización: en
efecto, la diferenciación entre sistema y mundo de la vida es constitutiva de
la modernidad. El más fundamental de los dos es el mundo de la vida; Habermas
usa este término, derivado de la fenomenología hermenéutica de Husserl, para
aludir a la comprensión compartida implícita en todo acto de habla. Estas
comprensiones, encarnadas en la tradición, configuran "el horizonte en que
los agentes comunicativos se mueven ‘ya siempre’”. Son "previas a todo
disentimiento posible; no pueden ser controvertidas como puede serlo un
conocimiento intersubjetivamente compartido; lo más que pueden es venirse abajo".19
Si bien la discusión habermasiana del mundo de la vida incorpora algunas
de las ideas centrales de la hermenéutica, Habermas niega que el conocimiento
tradicional implícito en todo acto de habla sea inmune a la crítica racional.
En contra de Gadamer, insiste en que "la apropiación reflexiva de la
tradición rompe la sustancia casi natural de la tradición y modifica la
posición del sujeto respecto de ella".20 Uno de los rasgos de
la modernización es precisamente que "la necesidad de entendimiento"
está menos "cubierta de antemano
por una interpretación del mundo de la vida sustraída a toda crítica", y
más bien es "cubierta esa necesidad por medio de operaciones
interpretativas de los participantes mismos, esto es, por medio de un acuerdo
que, por haber sido motivado racionalmente, siempre comportará sus
riesgos".21 Este cambio en el peso relativo asumido en el
discurso por el mundo de la vida y la prosecución de un acuerdo racionalmente
motivado se relaciona con el proceso general de racionalización. Habermas sigue
a Weber y a Parsons al considerar que lo anterior implica una diferenciación
esencial, que se refiere específicamente a dos aspectos del mundo de la vida.
En primer Iugar, está la diferenciación de "ámbitos culturales
independientes". La ciencia, el derecho y la moralidad y el arte se
constituyen como prácticas culturales distintivas, cada una regulada por sus
propios principios específicos. Este proceso de autonomización involucra
aquello que Habermas llama la "racionalización de las imágenes del mundo".
Por una parte, la confusión entre naturaleza y cultura, característica del
mito, ha tocado a su fin; el mundo está deshechizado y se traza una distinción
radical entre el mundo físico, gobernado por leyes causales, y el mundo humano,
permeado de significados y propósitos. Se desarrolla entonces una comprensión
típicamente "moderna" y "decentrada" del mundo, en la cual
la naturaleza deja de ser una proyección de las preocupaciones humanas. Por
otra parte, este proceso de racionalización implica la formalización de la
misma razón. La racionalidad ya no consiste en ciertas ideas sustantivas, sino
en los procedimientos mediante los
cuales llegamos a sostener tales ideas, y estos procedimientos están implícitos
en todo acto de habla: "Pues justo en el plano formal que representa la
comprobación o desempeño argumentativo de pretensiones de validez queda
asegurada la unidad de la
racionalidad en la diversidad de
esferas de valor, racionalizadas cada una conforme a su propio sentido
interno".22
La insistencia de Habermas en el carácter procedimental de la razón
moderna constituye la base de su crítica a Weber, en quien se apoya en gran
medida para su propia formulación de la racionalización. Para Weber, "la
verdadera razón de la ‘dialéctica de la ilustración’ radica en que es la propia
diferenciación de la legalidad interna de las distintas esferas culturales del
valor la que lleva ya en sí el germen
de destrucción de la racionalización del mundo que esa misma racionalización
hace posible, no siendo menester recurrir, por tanto, para dar razón de ella, a
una materialización institucional desequilibrada del potencial cognoscitivo que
esa diferenciación libera". Weber considera esta diferenciación como el
surgimiento de un pluralismo epistémico que confronta diferentes perspectivas
entre sí, y los motivos para optar por una de ellas son inevitablemente
subjetivos. No obstante, argumenta Habermas, "Weber no distingue entre los
contenidos particulares de valor de
Ia tradición cultural y los criterios
universales de valor bajo los que los componentes cognitivos, normativos y
expresivos de la cultura se independizan en esferas de valor distintas y
constituyen complejos de racionalidad atenidos cada uno a su propia lógica
interna".23 La diferenciación de la ciencia, la moralidad y el
arte implica la articulación explícita de los presupuestos tácitos de la
comunicación, que exigen de cada hablante el compromiso con la justificación
racional de la "pretensión de validez" implícita en su enunciación.
La razón, lejos de desintegrarse como resultado de la modernización, asume una
forma más compleja y consciente de sí gracias a ella.
La modernización implica, sin embargo, una segunda forma de
diferenciación, aquella que se establece entre sistema y mundo de la vida. Es
condición necesaria del desarrollo del capitalismo que la integración sistémica
se desprenda de la integración social. La reproducción de la sociedad,
efectuada antes a través de la transmisión de la tradición, depende cada vez en
mayor medida del surgimiento de "mecanismos sistémicos que estabilizan
plexos de acción no pretendidos mediante un entrelazamiento funcional de las consecuencias de la acción". Dos
subsistemas autorregulados se separan del mundo de la vida: el mercado y el
Estado. La coordinación de la acción cada vez depende menos de la comprensión
implícita compartida por los agentes y más de las operaciones impersonales de
los subsistemas económico y político. El mercado y el Estado funcionan
aisladamente del tejido de la vida cotidiana, y utilizan "un medio
deslingüizado como es el dinero"; "las interacciones regidas por
medios pueden formar en el espacio y en el tiempo redes cada vez más complejas,
sin que tales concatenaciones comunicativas se puedan mantener presentes en
conjunto ni sean atribuibles a la responsabilidad de nadie". Por ello,
"el cambio de la acción comunicativa a la interacción regida por medios...
puede tecnificar el mundo de la vida en el sentido de una disminución de las
expensas y riesgos que comportan los procesos lingüísticos de formación de
consenso, y de un simultáneo aumento de las oportunidades de acción racional
con arreglo a fines.24 La prevalencia de la racionalidad
instrumental que tanto Weber como la Escuela de Erankfurt en sus comienzos
consideran característica de la modernidad resulta ser entonces lo que Habermas
llama "el desacoplamiento entre sistema y mundo de la vida".
La descripción que hace Habermas de este proceso se basa en gran parte en
Parsons –por ejemplo, en su conceptualización del dinero y el poder como
"medios dirigidos”.25 Al igual que Parsons, considera esta
diferenciación de sistema y mundo de la vida, al menos en ciertos aspectos,
como algo que debe ser bienvenido, en lo que reside uno de los principales
desacuerdos de Habermas con Marx. Como dice Albert Wellmer:
Marx
confunde dos tipos de fenómenos diferentes que al menos nosotros debiéramos
mantener separados: la explotación, la pauperización y degradación de la clase
obrera, la deshumanización del trabajo y la falta de control democrático de la
economía, por una parte, y el surgimiento de la ley formal basada en principios
universales de derechos humanos junto con la diferenciación funcional y
sistémica de las sociedades modernas, por otra. Al conjugar estos dos tipos de
fenómenos en su crítica a la alienación, Marx creyó que la abolición de la
propiedad capitalista bastaba para despejar el camino a la abolición de los
rasgos inhumanos de las modernas sociedades industriales y a la abolición de
todas las diferenciaciones funcionales y complejidades sistémicas que conllevan
y, por ende, a la recuperación de una unidad y solidaridad inmediatas entre los
seres humanos en una sociedad comunistas.26
Habermas, por el contrario, cree que "la abolición de todas las
diferenciaciones funcionales y las complejidades sistémicas" de la
modernización es tan imposible como indeseable. A su juicio, Marx
pasa por alto el intrínseco valor
evolutivo que poseen los subsistemas regidos por medios. No se da cuenta que la
diferenciación del aparato estatal y de la economía representa también un nivel
más alto de diferenciación sistémica que abre nuevas posibilidades de control e
impone a la vez una reorganización de las viejas relaciones feudales de clase.
Este nivel de integración tiene una importancia que va más allá de la mera
institucionalización de una nueva
relación de clases.27
El enjuiciamiento positivo que hace Habermas de la "diferenciación
sistémica" se fundamenta en una teoría de la evolución social en la cual
el desarrollo de las fuerzas productivas se encuentra subordinado a
"procesos de aprendizaje... en las dimensiones de la visión moral, el
conocimiento práctico, la acción comunicativa y la regulación consensual de los
conflictos pertinentes a la acción –procesos de aprendizaje sedimentados en
formas más maduras de integración social, en nuevas relaciones de producción. Estas, a su vez, hacen posible
inicialmente la introducción de nuevas fuerzas productivas". La
diferenciación de "ámbitos culturales independientes" y, en
particular, los de la ley y la moralidad, no es simplemente un síntoma de la
reificación capitalista, sino que más bien posibilita la "regulación
consensual de los conflictos pertinentes a la acción (realizada bajo la
renuncia a la fuerza)" que "permite una continuación de la
comunicación por otros medios". La evolución de "estructuras
normativas" como la ley y la moralidad no es un simple reflejo de la base
económica, sino que posee una "historia interna" que "marca el
paso de la evolución social”.28 La modernización debe entonces ser
bienvenida, y no sólo porque la diferenciación funcional amplía el alcance de
la acción instrumental y, al hacerlo, incrementa la capacidad de la sociedad de
satisfacer sus necesidades, sobre todo a nivel económico, sino porque pone en
marcha formas de interacción social que desarrollan y formalizan la prosecución
del acuerdo no coercitivo característico del lenguaje ordinario.
No obstante, la modernización tiene también su lado oscuro, resumido en
lo que Habermas tiende a llamar la paradoja de la racionalización: "La
racionalización del mundo de la vida debió alcanzar un determinado grado de
madurez antes de que los medios del dinero y del poder pudieran
institucionalizarse jurídicamente en ese mundo". La autonomía del mercado
y del Estado presupone entonces la diferenciación del mundo de la vida en
ámbitos culturales independientes y, más específicamente, el desarrollo de un
sistema legal formalizado. "La dinámica específica de estos dos
subsistemas funcionalmente entrelazados empieza a operar a su vez sobre las
formas de vida racionalizadas de la sociedad moderna, que los hace posibles, a
medida que los procesos de monetarización y burocratización penetran también en
los ámbitos nucleares de la reproducción cultural, la integración social y la
socialización”.29
El resultado es la "colonización del mundo de la vida": la
racionalidad cognoscitiva-instrumental avanza más allá de los límites de la
economía y del Estado hacia otros ámbitos de la vida, estructurados
comunicativamente, y obtiene su dominio a expensas de la racionalidad
ético-política y estético-práctica.30 A este proceso deben
atribuirse las patologías sociales del capitalismo tardío, en el cual las
contradicciones económicas se desplazan –gracias al compromiso propiciado por
el Estado benefactor keynesiano entre la fuerza laboral y el capital– al ámbito
cultural y generan, a través de la politización resultante del mercado, una
creciente exigencia de legitimación que la progresiva monetarización y
burocratización de la vida cotidiana impiden satisfacer.31
Estas patologías dan lugar a formas específicas de conflicto, que
"se desencadenan no en torno a problemas de distribución, sino en torno a
cuestiones relativas a la gramática de las formas de vida". Los conflictos
de clase son institucionalizados en virtud del compromiso del Estado benefactor
y, por esta razón, el movimiento obrero ya no representan un reto fundamental para
el statu quo. En su lugar:
Surge una línea de conflicto entre un
centro constituido por las capas implicadas directamente en el proceso de
producción, que están interesadas en defender el crecimiento capitalista como
base del compromiso del Estado social, y una periferia constituida por una
variopinta mezcla de elementos diversos. A ella pertenecen aquellos grupos que
se hallan más bien lejos del "núcleo productivista" de las sociedades
capitalistas tardías, que están particularmente sensibilizados para las
consecuencias autodestructivas del aumento de complejidad o que se han visto
particularmente afectados por ellas.
Habermas tiene en mente, desde luego, los "nuevos movimientos
sociales" –feministas, ecologistas, partidarios de la lucha contra el
poder nuclear y pacifistas– que surgen en los años setentas y que, en muchos
casos, representan otra "resistencia contra las tendencias a una
colonización del mundo de la vida”.32 La respuesta de Habermas a
estos movimientos es ambivalente. Por un lado, acoge el reto que representan
para la expansión destructiva de la racionalidad instrumental hacia contextos
que deben ser regulados por las normas discursivas de las pretensiones de
validez, y por el otro teme que el rechazo de estos movimientos a la
racionalidad instrumental pueda extenderse hasta convertirse en una renuncia a
la razón tout court. De allí el
peligro que representa el postestructuralismo, cuya ala más "mundana"
(Foucault y Deleuze) identifica la oposición con el ataque descentralizado al
poder por parte de estos movimientos.
Habermas insiste en que "los mundos de la vida modernos son
diferenciados y así deben permanecer para que la reflexividad de las
tradiciones, la individuación del sujeto social y los fundamentos
universalistas de la justicia y de la moralidad no se vayan al diablo".33
En lugar de buscar la "desdiferenciación" de la modernidad, quienes
se preocupan por resistir a la colonización del mundo de la vida debieran
centrarse en "construir umbrales protectores en el intercambio entre
sistema y mundo de la vida y de introducir sensores en el intercambio entre
mundo de la vida y sistema".34 En particular, una mayor
regulación democrática del Estado y del mercado, que deben necesariamente
preservar cierta autonomía, haría más responsable de estos sistemas a la
racionalidad instrumental que a la racionalidad comunicativa entretejida con el
mundo de la vida. El argumento de Habermas está destinado entonces a mostrar
que los objetivos factibles de los movimientos son alcanzables, y no a través
de la destrucción de la modernidad, sino mediante la preservación de sus logros
positivos –la racionalización del mundo de la vida– y la realización de un
potencial adicional implícito en las propias estructuras de la razón
comunicativa.
4.3 El espectro de Kant: lenguaje, sociedad y realidad
Algo del alcance y calidad del proyecto de Habermas deberá resultar
evidente de la síntesis anterior. Confrontamos una figura de considerable
importancia, que ciertamente sobrepasa por mucho a los epígonos del
postestructuralismo, Lyotard, Baudrillard y tutti
quanti, y que presenta un desafío a la crítica de la modernidad
desarrollada especialmente por Foucault. Fundamental para este desafío es la
teoría de la racionalidad de Habermas, y puesto que en lo que sigue critico
esta teoría, desearía poner de relieve las considerables virtudes de la démarche habermasiana que, en cierto
sentido, comprende la adopción de algunos de los temas postestructuralistas.
Habermas rechaza, por ejemplo, la aspiración tradicional a la Filosofía
Primera, la posibilidad de suministrar un fundamento a priori del conocimiento, bien sea la estructura ontológica del
ser o los supuestos trascendentales de la experiencia.35 Más aún, al
igual que los postestructuralistas, Habemas reconoce el agotamiento de "la
filosofía de la consciencia", del intento de asignar un papel constitutivo
al sujeto. No obstante, lo que diferencia a Habermas de Foucault y de Derrida
es su insistencia en que todavía es posible construir una teoría de la racionalidad,
a pesar del fracaso de todos los esfuerzos dirigidos a basar una teoría
semejante en la filosofía de la consciencia. La naturaleza de la racionalidad,
por el contrario, debe ser obtenida a partir de la estructura de la
intersubjetividad y, más específicamente, a partir de los supuestos de todo
acto de habla, de la aspiración inherente al lenguaje cotidiano hacia un
acuerdo racionalmente motivado.
Creo que esta estrategia es básicamente correcta. En otras palabras,
considero que Habermas tiene razón en creer que una concepción de lo que es ser
racional está implícita en las actitudes que asumen unos usuarios del lenguaje
frente a otros. Lo que encuentro desastroso, sin embargo, es la manera de
llevar a la práctica tal estrategia.36 Existe, para comenzar, la
extraña idea de que la comunicación implica que el hablante "ofrezca"
y el oyente "acepte" un acto de habla, transacción que depende de que
el primero se comprometa a justificar racionalmente su enunciación. La
comprensión no se limita entonces a que el oyente escuche la enunciación en un
lenguaje conocido, sino que depende del reconocimiento de los compromisos del
hablante como algo diferente del contenido del acto de habla mismo. Esto no
sólo exige recurrir a una noción altamente problemática del conocimiento tácito
–la comprensión exige que el oyente sepa implícitamente que el hablante propone
que él reconozca su intención (la del hablante) de realizar un acto de habla
normativamente apropiado, veraz y sinceramente expresado–37 sino que
parece ser una instancia de aquel modelo de comprensión entendida como una
especie de sombra mental de la enunciación que Wittgenstein refuta en las Investigaciones filosóficas.38
Viene luego la idea de que la comprensión consiste en el acuerdo. El
oyente comprende el acto de habla porque reconoce el compromiso del hablante a
dar razones que sustenten las pretensiones de la enunciación respecto de lo que
es (será o debiera ser) el caso. ¿Pero por qué habría de depender la
comprensión de la orientación de un acuerdo motivado racionalmente? Todos
escuchamos miríadas de enunciaciones con las cuales no estamos de acuerdo.
¿Dependerá nuestra comprensión de estas enunciaciones de reconocer (a través de
las "ofertas" del hablante de reivindicar discursivamente la pretensión
de validez de las mismas) la posibilidad de estar de acuerdo con ellas?
Ciertamente, no es así. Si alguien me dice que "Hitler tenía razón",
puedo comprender a la perfección lo que me dice aunque no hay la más remota
posibilidad de que esté de acuerdo con él, independientemente de cuánto tiempo
lo discutamos. Quizás sea éste un mal ejemplo, pues implica un desacuerdo que
puede pasar con excesiva rapidez del intercambio de palabras al intercambio de
golpes.
Sin embargo, podemos pensar en otros casos en los que este peligro sea
menos inminente, como el del ateo a quien se le dice que "Dios
existe": lo comprende, mas niega lo que escucha. Tal vez estos
contraejemplos sean excesivamente simples. Habermas afirma que "no toda
interacción mediada lingüísticamente representa un ejemplo de una acción
orientada al entendimiento", pero "el empleo del lenguaje orientado
al entendimiento, es el modo original”.39
Podemos pensar en algunos casos en los cuales la comprensión parece coincidir
con el rechazo a considerar el acuerdo como algo parasitario a este "modo
original". No obstante, es una jugada peligrosa, pues debilita el vínculo
conceptual que desea establecer Habermas entre la racionalidad y las
presuposiciones del lenguaje cotidiano. Si la "situación ideal del discurso"
orientada hacia un acuerdo racionalmente motivado ya no está implícita en todo
acto de habla, la conexión entre comprensión y racionalidad se rompe. Existiría
el problema ulterior de cómo distinguir entonces entre enunciaciones
"normales" y "divergentes".
La identificación que hace Habermas entre el habla y la acción orientada
a obtener un acuerdo racionalmente motivado conlleva implícitamente el
contraste sugerido por la siguiente observación: "Sólo los actos de habla
a los que el hablante vincula una pretensión de validez susceptible de crítica
tienen, por así decirlo, su propia fuerza, la capacidad de mover al oyente a la
aceptación de la oferta que un acto de habla entraña".40 La
alternativa al acuerdo no coercitivo es el consenso impuesto. Estaríamos bien
encaminados si escuchamos ecos kantianos en éste y en otros pasajes semejantes.
El lenguaje es el ámbito donde tratamos a los demás como fines en sí mismos,
cuyo acuerdo debe ser voluntariamente obtenido, más bien que como medios que
podemos obligar a servir nuestros propósitos: "Nuestra primera frase
expresa inequívocamente la intención de un consenso universal y no
coercitivo... Es por ello que quizás el lenguaje del idealismo alemán... no sea
obsoleto”.41 Como lo señala Anderson, "allí donde el
estructuralismo y el postestructuralismo desarrollan, por así decirlo, el
carácter diabólico del lenguaje, Habermas produce, sin inmutarse, su carácter
angelical".42 El problema es que la filosofía del lenguaje de
Habermas se derrumba bajo el peso de la carga metafísica que coloca sobre ella.
Pues el contraste entre el acuerdo voluntario y el coercitivo depende de la
idea de que la comprensión implica la aceptación,
por parte del oyente, de la "oferta" del hablante. Pero, ¿por qué
habría de darse una transacción semejante? Al objetar este tipo de teoría, en
la cual la comprensión depende de los presupuestos que los participantes en el
discurso hacen acerca de las intenciones de los demás, Michael Dummett
argumenta:
En el caso normal, el hablante sencillamente
dice lo que quiere significar. No quiero insinuar con esto que primero tenga el
pensamiento y luego lo ponga en palabras, sino que conoce el lenguaje y
simplemente habla. En el caso normal, asimismo, el oyente simplemente
comprende. Esto es, conoce el lenguaje, escucha y comprende; dado que conoce el
lenguaje, su comprensión de las palabras no consiste en nada diferente de
escucharlas.43
Desde esta concepción de la comprensión, la orientación del hablante y
del oyente a un acuerdo no viene, sencillamente, al caso; es su participación
en una práctica social compartida –usar el mismo lenguaje– lo que les permite
comprenderse mutuamente. Esto parecería eludir el problema, ya que Habermas
podría argumentar que usar el mismo lenguaje presupone la intención de obtener
un consenso racionalmente fundado. Es preciso considerar entonces con mayor
detalle el papel del acuerdo en el lenguaje, que, si bien es de fundamental
importancia, lo es por razones muy diferentes a las que le atribuye Habermas.
Tomemos la siguiente observación de Wittgenstein:
A la comprensión por medio del
lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las definiciones, sino también
(por extraño que esto pueda sonar) una concordancia en los juicios. Esto parece
abolir la lógica, pero no lo hace. Una cosa es describir los métodos de medida
y otra hallar y formular resultados de mediciones. Pero lo que llamamos
"medir" está también determinado por una cierta constancia en los
resultados de mediciones.44
El acuerdo no sería entonces el telos
del lenguaje sino su prerrequisito. ¿Qué puede estar diciendo Wittgenstein
aquí? Al parecer se limita a argumentar que cada lenguaje implica un conjunto
de convenciones sociales que regulan su uso correcto. Dicha interpretación, sin
embargo, ha sido refutada por la discusión de aquellos pasajes de las
Investigaciones en los que Wittgenstein critica la idea de que una regla pueda
orientar la práctica.45 En todo caso, la frase final del pasaje dice
que se necesita más que un acuerdo en los "métodos de medida", y que
adicionalmente debe haber una "constancia en los resultados de las
mediciones". ¿De qué dependerá tal constancia? En primer lugar, sin duda,
de la constitución del mundo. "Concordamos en los juicios" porque
muchas de las creencias afirmadas en nuestros enunciados asertóricos
representan adecuadamente la naturaleza del mundo que compartimos. La
"concordancia en los juicios" depende de las propiedades objetivas
del entorno natural y social que debemos enfrentar, pero depende también de nuestra
propia constitución. Somos nosotros
quienes enfrentamos este entorno, seres humanos con una naturaleza común que
garantiza una considerable coincidencia de perspectivas, incluso entre miembros
de sociedades muy diferentes.
Esto parece ser lo que Wittgenstein tiene en mente en el pasaje citado
(donde, por lo demás, rechaza también una teoría consensual de la verdad): “
‘¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es verdadero y
lo que es falso?’ Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de formas
de vida".46 El acuerdo en los juicios no es sólo una cuestión
de creencias compartidas, sino de naturaleza compartida. Lo que Wittgenstein
quiso decir por "formas de vida" es un problema complejo y
controvertido, pero resulta razonablemente claro, creo, que la expresión no se
refiere, como a menudo se piensa, a las prácticas específicas de una sociedad
en particular, sino a una conducta que emana de la naturaleza humana. Así,
cuando considera el caso de un explorador que confronta un lenguaje
desconocido, dice Wittgenstein: "El modo de actuar humano común es el
sistema de referencia por medio del cual interpretamos un lenguaje
extraño".47 Como señala Colin McGinn, "su idea es que lo
que subyace (si ésta es la palabra) a nuestras prácticas y costumbres con
signos es nuestra naturaleza humana en interacción con nuestro entrenamiento:
esto explica por qué podemos continuar como lo hacemos sin acudir a la reflexión”.48
Esta concepción naturalista del lenguaje guarda
estrechas afinidades con uno de los más importantes desarrollos de la filosofía
analítica de posguerra. Quine ha criticado la idea -proveniente, en última
instancia, de la distinción kantiana entre juicios analíticos y sintéticos-
según la cual el lenguaje tendría una estructura formal, conformada por
convenciones encarnadas en el significado de las palabras y separada del contenido de nuestras
enunciaciones que contienen, fundamental-mente, aserciones acerca del estado del mundo. El
ataque de Quine a la distinción analítico-sintética implica una concepción muy
diferente del lenguaje, expresada en su célebre metáfora: "El saber de
nuestros antepasados es un tejido de frases... Es un saber gris, negro de
hechos y blanco de convicciones. Pero no he hallado ninguna razón convincente
para concluir que haya en él hilos negros ni blancos".49
Desde esta perspectiva, no hay una distinción radical entre asuntos de
significado y asuntos de hecho, entre la forma y el contenido del lenguaje. El
argumento de Quine ha sido llevado mucho más lejos por Davidson, para quien
interpretar el lenguaje de otra persona consiste en atribuirle en general las
propias creencias; la posibilidad de pensar que las creencias del hablante sean
sistemáticamente falsas es negarle racionalidad. Incluso cuando este Principio
de Caridad se reduce a un Principio de Humanidad, que exige tan sólo que las
creencias del hablante sean inteligibles, dada su situación, y no que sean
aquellas que el hablante considera verdaderas, la orientación general de la
teoría es la misma: la interpretación presupone la racionalidad del hablante,
en el sentido de ubicarlo en el contexto de un mundo que comparte con el
oyente, así como su naturaleza humana común.50 En años recientes,
Davidson ha tendido a enfatizar cómo esta teoría de la interpretación precluye
todo intento por distinguir entre la forma y el contenido del lenguaje, al
argumentar, por ejemplo, que "el lenguaje es una condición para tener
convenciones" más que un producto de ellas.51
Las diferencias entre el naturalismo, rasgo prominente de la
contemporánea filosofía analítica del lenguaje, y la teoría habermasiana de la
acción comunicativa contribuyen a aclarar la naturaleza de su epistemología.
Wellmer caracteriza acertadamente la concepción de la racionalidad comunicativa
como "(a) una concepción procedimental de la racionalidad, es decir, una
forma específica de enfrentarse a las incoherencias, contradicciones y
disensiones y, (b) un estándar formal de racionalidad que opera en un metanivel
respecto a todos aquellos estándares sustantivos de racionalidad".52
Como lo vimos en la sección anterior, para Habermas la diferenciación de
"los ámbitos culturales independientes" –ciencia, ley y moralidad y
arte– implica la elaboración de patrones formales de racionalidad compartidos
por todos ellos. De nuevo, enfrentamos una perspectiva sorprendentemente
kantiana.
La clasificación misma de Habermas –ciencia, moralidad y arte– reproduce
la estructura de las tres Criticas de
Kant, que se ocupan respectivamente de la razón pura teórica, la razón pura
práctica y los juicios estéticos y teleológicos. Las distinciones kantianas de
la razón se refieren también a la forma: el conocimiento consiste en la
aplicación de las categorías del entendimiento a las impresiones sensibles y es
el carácter universal de estas categorías lo que suministra la clave para
establecer la naturaleza de los juicios morales. La diferencia reside en que
Kant arraiga la racionalidad en características inherentes al sujeto
trascendental, mientras que, para Habermas, ésta se deriva de la naturaleza de
la intersubjetividad lingüística.
La insistencia de Habermas en la naturaleza procedimental de la
racionalidad lo conduce en ciertas direcciones inusitadas. Argumenta, por
ejemplo, que la filosofía moral debiera ocuparse únicamente de establecer el
cognoscitivismo ético, esto es, la doctrina según la cual las aserciones éticas
serían reductibles a atribuciones racionales y no meras órdenes o expresiones
de deseo o de gusto:
De acuerdo con mi concepción, el filósofo debe explicar el
punto de vista moral y, en cuanto sea posible, justificar la pretensión de
universalidad de tal explicación, mostrando por qué no se limita a reflejar las
intuiciones morales del hombre de clase media promedio de la sociedad moderna
occidental. Cualquier cosa que vaya más allá de esto es objeto del discurso
moral entre los participantes. En cuanto el filósofo desee justificar los
principios específicos de una teoría normativa de la moral y de la política,
debe considerarlos como una propuesta para ser debatida discursivamente entre
los ciudadanos. En otras palabras: el filósofo moral debe dejarlos asuntos
sustantivos, que van más allá de una crítica fundamental al escepticismo de los
valores y al relativismo valorativo, en manos de los participantes en el
discurso moral, o bien adaptar las pretensiones cognoscitivas de la teoría
normativa desde un principio al papel de uno de los participantes.53
En otro lugar afirma Habermas: "Las éticas cognoscitivistas hacen
abstracción de los problemas de la vida buena y se concentran en los aspectos
estrictamente deónticos, susceptibles de universalización, de modo que de ‘el
bien’ sólo quedan las cuestiones relativas a la justicia".54 Sin
embargo, no resulta claro que quede siquiera eso, pues Habermas niega que la Teoría de Justicia de Rawls sea una
"obra filosófica". Al elaborar dos principios de la justicia, Rawls
"habla como ciudadano de los Estados Unidos, dentro de cierto contexto, y
es fácil hacer –como se ha hecho– una crítica ideológica de las instituciones y
principios concretos que desea defender".55 Habermas parece
sugerir que el hecho de que Rawls no haya desligado los principios de su propio
contexto sociopolítico no es tan sólo un fracaso contingente: toda teoría de la justicia naufragará
contra el mismo escollo.
Lo anterior resulta bastante absurdo. ¿Cómo podría eludir la formulación
y justificación racional de principios éticos toda discusión de los mundos
sociales concretos, tanto actuales como posibles? ¿Cómo podría evitar ofrecer
alguna descripción de la persona? ¿Y cómo podría una consideración acerca de
los seres humanos y de sus relaciones sociales desentenderse de la
investigación empírica? Uno de los grandes méritos del libro de Rawls –así como
del de Nozick, Anarchy, State and Utopia,
una explicación neoliberal basada en la teoría de Rawls– es la reivindicación
de la teoría política sustantiva, que busca fundamentar los principios de la
justicia en concepciones cuasiempíricas de la naturaleza humana y de la
sociedad. La metaética formal de Habermas se desvanece también frente a la
orientación más interesante adoptada por la filosofía moral analítica, que se
ocupa de la relación entre el realismo ético –según el cual los juicios morales
deben ser considerados como aserciones susceptibles de verdad o falsedad, al
igual que todas las demás– y los diversos contextos sociales en los que se
encuentran los seres humanos.56
De hecho, también deja vulnerable a Habermas frente a la estrategia de
Rorty, quien concede a Habermas que una concepción procedimental del papel de
la filosofia es correcta, pero lo acusa luego de un "viraje" en el
que se "privatiza la filosofia" al renunciar al intento de
suministrar una justificación teórica de los proyectos políticos. La política,
argumenta Rorty, debería dejarse a los "soñadores superficiales, gente
como Edward Bellamy, Henry George, H.G. Wells, Michael Harrington, Martin
Luther King", quienes proponen "maneras concretas de mejorar las cosas...
Suministran esperanzas locales y no un conocimiento universal".57
Rorty, de manera típicamente narcisista, formula el problema en términos del
papel de la filosofía, pero se trata en realidad de determinar si la
investigación teórica desempeña algún papel en la orientación de la práctica
política. La conclusión –que no puede hacerlo– es altamente compatible con el
liberalismo de Rorty, "el intento por satisfacer las expectativas de la
burguesía del Atlántico Norte", como lo llama, pero sin duda perjudica
gravemente el esfuerzo de Habermas por rehabilitar la "Ilustración
radicalizada".58
La escisión entre una metaética formalista y una filosofía política
sustantiva indica, en mi concepto, que cualquier teoría defendible de la
racionalidad no puede ser puramente procedimental, sino que debe incorporar una
explicación fáctica de los seres humanos y de su lugar en el mundo. Tal
pretensión es, desde luego, un corolario de negar la distinción
analítico-sintética. Si la aclaración de significados no puede divorciarse de
la investigación empírica sobre la estructura del mundo, la filosofía debe
considerarse entonces como algo continuo con la ciencia y no como un fundamento
a priori de la misma. Habermas evita
en principio una "filosofía primera", pero al concebir la
racionalidad como algo esencialmente procedimental, amenaza con recobrar para
la filosofía su papel fundamentador, si bien lo recupera para una concepción
bastante etérea de filosofía. La dificultad atinente a la epistemología
naturalista que he contrapuesto a la de Habermas es, desde luego, que al situar
la racionalidad en el contexto de los seres humanos y de su entorno natural y
social, ésta pareciera disolverse en tal contexto, peligro que me propongo
ilustrar –y remediar– al considerar el problema de la verdad.
El naturalismo epistemológico de mayor importancia en la actualidad es
quizás la filosofía del lenguaje de Davidson. Como lo vimos en la sección 3.3,
es a la vez holista –siguiendo a Quine, concibe el lenguaje como un
"tejido" de frases interconectadas– y realista –el sentido de una
proposición particular está dado por sus condiciones de verdad, y la verdad se
concibe según su definición clásica, de manera que la proposición es falsa o
verdadera en virtud del estado del mundo. Rorty, por su parte, ha intentado
reclamar tal filosofía del lenguaje para el pragmatismo, entendido como
"la doctrina de que no hay limitaciones a la investigación, aparte de las
limitaciones conversacionales –no habría limitaciones generales derivadas de la
naturaleza de los objetos, de la mente ni del lenguaje, salvo aquellas
limitaciones particulares suministradas por las observaciones de nuestros
colegas de investigación".59 Argumenta que " ‘verdadero’
no tiene valor explicativo"; puede tener algún valor técnico para nosotros
en cuanto permite, por ejemplo, distinguir entre usar y mencionar
proposiciones, como lo hacen las proposiciones de verdad de Tarski de la forma
" ‘p’ es verdadero si y sólo si p", utilizadas por Davidson para
establecer el sentido (las condiciones de verdad) de las proposiciones; esto,
sin embargo, no equivale a fundamentar el conocimiento en una relación entre
las proposiciones y el mundo.60
Davidson rechaza decididamente esta interpretación de su
teoría.61 Habermas suscribe también una teoría pragmatista de la
verdad. Siguiendo a Dewey, identifica la verdad con la asertividad justificada:
decir de una proposición que es verdadera es decir que está justificada. Esto,
sin embargo, equivale a reducir la verdad a lo que los participantes en la
conversación elijan aceptar (la posición de Rorty), pues una proposición está
justificada si los participantes en la discusión la aceptan libremente sobre la
base de la argumentación racional.62 Esta definición de la verdad en
términos de consenso ideal proviene directamente de la de Peirce, para quien
una proposición es verdadera si fuera aceptada en una investigación que
continuara en forma indefinida.
El defecto de estas teorías es que una proposición puede afirmarse
justificadamente, no sólo en términos del estado actual del conocimiento, sino
también en términos de cualquier consenso que pueda surgir de la discusión de
una situación ideal del discurso, no contaminada por las inequidades del poder,
y seguir siendo falsa. Es muy posible que no sólo nuestras mejores teorías
contemporáneas, sino las admitidas por el tipo de consenso ideal proyectado por
Habermas como telos del discurso,
estén equivocadas. Uno de los grandes méritos de la teoría clásica, donde la
verdad depende del estado del mundo y no de que coincidamos en cualquier cosa,
incluso en el mejor de los casos, es que permite tal posibilidad.
Ahora bien: tanto Habermas como Rorty responderían que la teoría clásica
de la verdad, precisamente por ser tan fuerte, y porque incluso nuestras
mejores teorías pueden resultar falsas, sería una rueda suelta metafísica sin
utilidad cuando se trata de buscar el sentido del mundo. Y ambos estarían
equivocados. En primer lugar, el hecho de que, según la teoría clásica, incluso
las teorías más "justificadas" estén sometidas a la posibilidad de
ser falsas, implica una concepción falibilista del conocimiento, según la cual
las teorías son hipótesis susceptibles de revisión. En segundo lugar, la
objetividad de la verdad –independiente aun del consenso más ideal, pues el
valor de verdad de una proposición depende de si el mundo es como afirma que
es– sugiere que imponemos algunas limitaciones a la revisión de teorías pues,
desde el punto de vista de alcanzar la verdad, puede resultar mejor o peor
revisarlas.
A pesar de Rorty, habría limitaciones a la investigación diferentes de
las "conversacionales". El intento más interesante de dar cuenta de
estas limitaciones, elaborado por Lakatos, implica una fusión fascinante de sus
dos maestros, Lukács y Popper, en la cual las revisiones admisibles deben ser a
la vez coherentes con un programa de investigación científica teóricamente
articulado, y predecir acertadamente "hechos novedosos" en algunos
casos.63 Esta última exigencia, la exigencia de corroboración
empírica, requiere que las teorías admisibles ofrezcan una prueba independiente
de la exactitud de sus representaciones del mundo. La verdad, concebida en
términos clásicos, actúa como "ideal regulativo", en palabras de
Popper, que exige la aceptación de limitaciones en la revisión de nuestras
creencias.64
Si la línea de pensamiento esbozada en el párrafo anterior es correcta,
el tipo de naturalismo filosófico que he descrito nos ofrece una explicación de
la racionalidad mejor que la de Habermas y es consistente con un realismo
epistemológico. Puede llegar incluso a exigirlo, pues la estrategia de Davidson
implica la idea de que comprendemos a los demás sólo si los consideramos racionales,
esto es, si les atribuimos creencias cuya aceptación es al menos inteligible en
las circunstancias en que se encuentran, así no sean verdaderas. Resulta
difícil ver cómo una justificación racional de esta atribución puede eludir la
distinción entre creencias falsas y verdaderas, la cual nos lleva a su vez a
los problemas relativos a la verdad y al conocimiento a los que hemos aludido.
En todo caso, la concepción procedimental de la racionalidad de Habermas no
parece sostenible. Definir la verdad en términos de un consenso ideal no da
cuenta de las razones para decidir sobre la asertividad de una proposición en
particular. Habermas concede, en efecto, que la "dimensión
evidencial" del concepto de verdad (del suyo) precisa ulterior clarificación.65
El peligro reside en que Rorty, un postestructuralsta disfrazado de
pragmatista, puede disponer a su antojo de una teoría de la racionalidad que
evidencia debilidades semejantes. Una concepción puramente formal de la razón
no está en condiciones de derrotar a los enemigos de la Ilustración.
4.4 El
espectro de Marx: econonúa, política y conflicto
Si la teoría de la racionalidad comunicativa de Habermas es
demasiado débil para resistir la crítica postestructuralista de la razón,
resulta a la vez excesivamente fuerte para dar cuenta de la modernidad social,
pues tiende a exagerar el grado en que ha sido realizado el proyecto de la
Ilustración en la sociedad contemporánea. En ambos casos, el origen de la
dificultad reside en una concepción de la socialidad como acción orientada al
acuerdo, y lo anterior resulta evidente si consideramos la teoría social de
Habermas en tres niveles de progresiva complejidad.
En primer lugar está la crítica de Habermas al marxismo. La debilidad
fundamental de la "filosofía de la praxis" de Marx, según Habermas,
es que permanece dentro de la problemática de la "filosofía de la
consciencia": "La filosofía de la praxis, que privilegia la relación
entre el sujeto agente y el mundo de objetos manipulables, entiende el proceso
de formación de la especie (conforme al modelo de la auto-externalización) como
un proceso de autogeneración de la especie. Para la filosofía de la praxis, el
principio de la modernidad no es la autoconsciencia sino el trabajo". La
humanidad, por lo tanto, es concebida por el marxismo, según Habermas, como un
macrosujeto que actúa sobre su entorno y lo transforma para satisfacer sus
necesidades. La forma de acción implicada en ello es, por consiguiente,
instrumental, pues está gobernada por una racionalidad de propósitos orientada
a obtener el logro más eficiente de fines predeterminados.
Este "paradigma de la producción" adolece, como teoría de la
sociedad, de algunos defectos inherentes. Habermas le objeta, en primer lugar,
que no puede explicar "la relación que existe entre el tipo de actividad
paradigmática que representa el trabajo y todas las otras formas de
manifestación cultural"; en segundo lugar, es igualmente incapaz de
decirnos "si del proceso metabólico entre sociedad y naturaleza pueden
obtenerse aún contenidos normativos" y, en tercer lugar, el identificar la
práctica con la producción limita el alcance explicativo de la teoría social
marxista dado "el final históricamente previsible de la sociedad basada en
el trabajo". La teoría de la acción comunicativa incorpora entonces
aquellos aspectos del marxismo que son de valor perdurable –en particular, una
concepción de la historia como proceso de aprendizaje evolutivo– y, al mismo
tiempo, una visión de la naturaleza selectiva de la racionalización capitalista.
Todo esto dentro de un marco filosófico cuya concepción de la acción social
sería dialógica en lugar de monológica.66
Este argumento deriva su plausibilidad del contraste
establecido entre la producción entendida como acción instrumental, por una
parte, y, por la otra, la producción entendida como interacción social
normativamente regulada. Para Habermas, "la praxis, en el sentido de
interacción regida por normas, no puede analizarse según el modelo de un gasto
productivo de fuerza de trabajo y de consumo de valores de uso”.67
Esta oposición entre trabajo e interacción es anterior a la elaboración
habermasiana de la teoría de la acción comunicativa y constituye un tema
central de sus escritos en la década de 1960. ¿Pero representa de manera
acertada la teoría de Marx? Hay buenas razones para dudar de ello.
En primer lugar, la antropología filosófica de Marx, desarrollada en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844
y en La ideología alemana, no trata
el trabajo simplemente como una relación monológica entre sociedad y
naturaleza. Una de las piezas fundamentales de la teoría del trabajo alienado
elaborada en los Manuscritos es la
distorsión de las relaciones sociales que éste representa. Por otra parte, al
criticar el idealismo subjetivo de los jóvenes hegelianos, Marx argumenta en
favor del carácter social del lenguaje y del pensamiento –idea desarrollada por
Mikhail Bakhtin y sus colegas en los años veintes, cuando intentaron formular
una filosofía sistemática del lenguaje basada en la naturaleza dialógica del
habla.68 Con esto no quiero decir que la antropología de Marx esté
exenta de problemas. Recientemente se han dirigido una serie de críticas contra
su modelo de autorrealización como uso pleno de las facultades esenciales de la
persona, y el lugar de la ética dentro del materialismo histórico también ha
sido objeto de fuertes controversias.69 No obstante, resulta difícil
ver cómo podría Habermas ofrecer una respuesta satisfactoria a estos problemas,
pues su concepción etérea de la racionalidad hace abstracción del carácter
corpóreo de la existencia humana –algo que toda antropología orientada a lograr
la emancipación social se ve obligada a confrontar– y desemboca en una
metaética kantiana en la que se privilegia las normas y los deberes en
detrimento de otras formas de vida ética, como las virtudes, a las cuales
convendría conceder mayor importancias.70
En segundo lugar, respecto de la oposición entre trabajo instrumental e
interacción gobernada por normas, ¿se trata de una distinción exhaustiva o
adecuada desde el punto de vista explicativo de la teoría social? Es evidente
que Marx no lo creía así. Marx distingue entre fuerzas y relaciones de
producción; entre los procesos de trabajo, técnicamente determinados, mediante
los cuales se producen valores de uso, y las relaciones de control efectivo
sobre los medios de producción y la fuerza de trabajo a partir de las cuales se
desarrollan la explotación y la lucha de clases (ver sección 2.1). Las
relaciones de producción no son reductibles a la acción instrumental que con
cierta plausibilidad podríamos identificar en el proceso laboral, como tampoco a la interacción social
normativamente regulada, cuyo telos
implícito sería el consenso; constituyen más bien una esfera de relaciones de
poder asimétricas, de distribución inequitativa de la riqueza y los ingresos,
de intereses de clase antagónicos y de irreconciliable lucha social.71
La "reconstrucción" que hace Habermas del materialismo histórico elimina
las relaciones de producción, que se subordinan a las estructuras consensuales
de la integración social: "El núcleo institucional en torno al cual se
cristalizan las relaciones de producción establece una forma específica de
integración social. Por integración social entiendo, siguiendo a Durkheim,
asegurar la unidad social del mundo de la vida a través de sistemas y
normas".72 La distinción entre el mundo de la vida y el sistema
sustituye la distinción entre las fuerzas y las relaciones de producción, y
estas últimas se identifican con las estructuras normativas autónomas de la ley
y la moralidad.
Sin embargo, puesto que la diferenciación entre el sistema y el mundo de
la vida es un producto de la
modernización capitalista, y en particular de la racionalización del mundo de
la vida, ¿cómo hemos de explicar este proceso histórico? Habermas recurre a
veces al marxismo clásico, como cuando nos dice que "los impulsos para una
diferenciación del sistema social proceden del ámbito de la reproducción material".73
Desarrollar este argumento exigiría, sin embargo, conferir a las
relaciones de producción una especificidad y autonomía explicativa que están
ausentes de la teoría social de Habermas.
A falta de una explicación materialista de los mecanismos de cambio social,
Habermas se desliza hacia un extraño tipo de idealismo en el cual los estadios
de desarrollo del individuo se asimilan a los de la humanidad. Habla de
"las estructuras homólogas de la consciencia en la historia del individuo
y de la especie", y dice que ambas involucran "procesos de
aprendizaje" en los que el sujeto, individual o colectivo, evoluciona
gradualmente hacia formas más avanzadas de la consciencia moral que culminan en
una "ética universal del habla" en la cual las normas se justifican
argumentativamente.74 No debe sorprendernos entonces que Habermas, a
pesar de su crítica a la "filosofía de la praxis", se aproxime
peligrosamente a restaurar una especie de macrosujeto social cuando afirma:
"De ahí que también las sociedades modernas, profundamente decentradas,
mantengan en la acción comunicativa un centro virtual de
autoentendimiento" y una "difusa consciencia común".75
La historia, en ausencia de una explicación de los antagonismos que dan lugar a
la explotación y a la lucha de clases, se convierte en un proceso a través del
cual la aspiración hacia un consenso racionalmente fundado, implícita en todo
acto de habla, se articula en forma cada vez más explícita en las estructuras
normativas y en la consciencia moral.
En un segundo nivel, más concreto, la concepción consensual de lo social
propuesta por Habermas lo lleva a exagerar el grado en que el capitalismo
tardío ha superado el tipo de contradicciones económicas analizadas por Marx en
El capital. Argumenta que "para
la ortodoxia marxista resulta difícil explicar el intervencionismo de Estado,
la democracia de masas y el Estado benefactor". Los tres están vinculados:
La democracia de masas, con el Estado social como contenido
político, es una ordenación que contrarresta el antagonismo de clases que sigue
inscrito en el sistema económico, bajo una condición, a saber: que no decaiga
la dinámica de crecimiento del capitalista salvaguardada por el
intervencionismo del Estado, pues sólo entonces se dispone de una masa de
compensaciones que puede distribuirse en el marco de discusiones ritualizadas,
conforme a criterios tácitamente consentidos, y canalizarse hacia los roles de
consumidor y cliente, impidiendo así que las estructuras del trabajo alienado y
de la codecisión alienada desarrollen una fuerza explosiva.76
Bajo el capitalismo tardío y "organizado", el control político
de la economía asegura, gracias a las técnicas keynesianas de administración de
la demanda, una tregua en la lucha de clases, a costa de desplazar estas
contradicciones hacia otros ámbitos.
Como tengo mucho más que decir acerca del capitalismo contemporáneo en el
capítulo quinto, basta aquí señalar que el análisis de Habermas adolece de dos
debilidades fundamentales. La primera es que deja por fuera de su explicación
el regreso, desde fines de los años sesentas, del ciclo clásico de prosperidad
y depresión que ha llevado a dos graves recesiones mundiales, en 1974-75 y en
1979-82. Más aún, si bien puede debatirse todavía hasta qué punto ha regresado
el capitalismo de las últimas décadas a una condición de
"desorganización", es claro que la capacidad de los Estados
nacionales para administrar la actividad económica dentro de sus fronteras ha
sido reducida de manera importante. Estos desarrollos hacen difícil sostener la
idea de que una "repolitización" de las relaciones de producción ha
contribuido en gran medida a la estabilidad económica a expensas de la
reproducción cultural del sistema.
Cualquiera que sea la forma específica como las caractericemos, las
contradicciones internas del modo capitalista de producción tienen todavía una
efectividad que ninguna medida de control por parte de los Estados individuales
ha conseguido superar. En segundo lugar, la descripción que hace Habermas de la
"crisis de legitimación", que a su juicio ha suplantado la forma
clásica de la crisis del capitalismo, se centra en los efectos
desestabilizadores de cambios que, según su teoría, han debilitado la
integración normativa de las masas al orden existente. Sin embargo, es
innegable que la estabilidad social no depende de la creencia de las clases
subordinadas en la legitirnidad del statu
quo, sino de una fragmentación de la consciencia social que les impide
desarrollar una perspectiva integral de la sociedad en su conjunto.77
Aparte de estas críticas específicas, lo que más interesa es la dirección
general del argumento de Habermas, en el cual el peso explicativo es asumido
por el desarrollo de las estructuras normativas –que hacen posible el control
político de la economía–, o sus disfunciones internas –que generan crisis de
legitimación. Hallamos esta misma tendencia cuando consideramos, a un nivel aún
más concreto, las ideas de Habermas sobre la democracia. Las instituciones de
la democracia parlamentaria representan para él la regulación consensual de la
vida social. "Desde la perspectiva de una teoría de la sociedad, el
sentido normativo de la democracia puede reducirse a la fórmula de que la
satisfacción de las necesidades funcionales de la economía y de la
administración, esto es, de los ámbitos de acción integrados sistémicamente,
tienen que encontrar su límite en la integridad del mundo de la vida, es decir,
en las exigencias de los ámbitos de acción que dependen de la integración
social".78 Las formas democráticas entran entonces, necesariamente,
en conflicto con el capitalismo, gobernado por el imperativo de la integración
sistémica regulada por el mercado.
Dada esta concepción de la democracia liberal (Habermas tiene buen
cuidado de distanciarse de la "llamada democracia directa"),79
no debe sorprendernos que se oponga a sus críticos tanto de derecha como de
izquierda. En efecto, ve una estrecha afinidad entre los dos y denuncia a
"aquellos izquierdistas de la República Federal y a quienes en la
actualidad, especialmente en Italia, sustituyen al diablo por Belcebú y llenan
la brecha que deja una teoría marxista inexistente de la democracia con la
crítica fascista a la democracia preconizada por [Karl] Schmitt".80 Su
polémica contra Schmitt, de donde proviene este pasaje, es un escrito valeroso
en el que las pasiones de Habermas se ven directamente involucradas, y resultar
fácil ver por qué Schmitt pertenece, como lo observa Habermas, a la galére de pensadores conservadores
–incluidos Heidegger, Gottfried Benn y Ernst Jünger– que enarbolan explícitamente
la esvástica en el mástil de la contra-Ilustración y acogen el régimen
hitleriano como la realización de su crítica a la modernidad.81
Pero más aún, el sistema de ideas de Schmitt hace de él una especie de
imagen mefistofélica refleja de Habermas. El decisionismo del primero se
contrapone al universalismo y al racionalismo del segundo. "Soberano es
quien decide la excepción", afirma Schmitt, con lo que quiere decir que el
locus del poder político reside en la
acción que responde a un momento de extremo peligro para el Estado con una
intervención creativa que surge ex nihilo,
irreductible a todo principio general.82 A esta teoría de la
soberanía corresponde una concepción de la política como "el antagonismo
más intenso y extremo", fundado en la relación de amigo y enemigo que
refleja la posibilidad permanente de la guerra implícita en la vida social y
que encuentra su máxima expresión en el sistema mundial de naciones rivales,
concepción directamente opuesta a la idea consensual de lo social propuesta por
Habemass.83 Finalmente, Schmitt trata la discusión, que para
Habermas es un componente necesario de la racionalidad, como algo distintivo de
la burguesía liberal, que "comparte su característica de clase de eludir
las decisiones. Una clase que traslada toda actividad política al juego de la
conversación en la prensa y en el parlamento no es un rival digno en el
conflicto social.84
Para Schmitt, en efecto, la discusión, como "intercambio de
opiniones gobernado por el propósito de persuadir al oponente, a través de la
argumentación, de la verdad o justicia de algo, o permitir que nos persuadan de
que algo es verdadero o justo", es la esencia del gobierno parlamentario.
No obstante, esta forma de reglamentación política surge en el período del constitucionalismo
liberal y, por lo tanto, es anterior a la introducción progresista del sufragio
universal en la segunda mitad del siglo XIX. Sólo bajo estas circunstancias, es
decir, cuando la discusión parlamentaria se da dentro de una restringida élite
burguesa, "las leyes surgen con base en un conflicto de opiniones y no con
base en una lucha de intereses". Sin embargo,
hoy en día, la situación del parlamentarismo moderno es
crítica porque el desarrollo de la moderna democracia de masas ha hecho de la
discusión pública argumentativa un mero formalismo. Muchas de las nomas de la
ley parlamentaria contemporánea, y en especial las disposiciones relativas a la
independencia de los representantes y a la apertura de las sesiones, operan
como una decoración superflua, inútil e incluso incómoda, como si alguien
hubiera pintado el radiador de un sistema de calefacción con llamas rojas para
dar la apariencia de un fuego ardiente. Los partidos... no se enfrentan unos a
otros para discutir opiniones, sino como grupos de poder social y económico que
calculan sus mutuos intereses y sus oportunidades de poder, y que acuerdan
compromisos y coaliciones con base en ello. Las masas se ganan a través de un
aparato propagandístico cuyo efecto máximo consiste en apelar a pasiones e intereses
inmediatos. La argumentación, en el sentido real característico de una
auténtica discusión, desaparece.85
Este texto, publicado en 1926, describe la República de Weimar. No
obstante, ¿quién podría negar que se aplica igualmente a la democracia liberal
contemporánea? Yo, por mi parte, no lo haría, pues he vivido bajo tres
sucesivos períodos de gobierno de la señora Thatcher en Inglaterra y conozco la
farsa de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, dominadas por
sondeos de treinta segundos y por astutas propagandas de impacto. Habermas
puede rechazar sin dificultad la solución de Schmitt a la crisis de la
democracia liberal, que consiste en sepultar las instituciones parlamentarias y
las libertades civiles para colocar en su lugar "una Führerdemokratie imperial y racialmente homogénea", y sostener
con razón que "el medio de discusión público y guiado por argumentos... es
esencial para toda justificación democrática de la autoridad política".86
Pero ¿puede negar la exactitud del diagnóstico que hace Schmitt de la
situación de la democracia liberal contemporánea? Habermas afirma que "la
tendencia a la desintegración de la esfera pública de tipo liberal –la
formación de opinión de estilo discursivo, mediada por las lecturas, el
razonamiento y la información– se ha intensificado desde finales de los años
cincuentas. El modo de funcionamiento de los medios electrónicos lo atestigua
y, especialmente, la centralización de organizaciones que privilegian el flujo
vertical y unidireccional de información de segunda y tercera mano, de consumo
privado". Habiendo identificado por primera vez esta tendencia en Strukturwandel der Offentlichkeit (1962),
Habermas habla ahora del "surrealismo realmente existente" de la vida
bajo el capitalismo tardío.87
Desde luego, reconocer que el contenido político de las instituciones
liberales democráticas se ha debilitado hasta tal punto no equivale a abogar
por su abolición, como hace la extrema derecha. A pesar de la sarcástica
referencia de Habermas a la "inexistente teoría marxista de la
democracia", la tradición clásica del socialismo revolucionario –Marx y
Engels, Lenin y Trotsky, Luxemburg y Gramsci– rechazó siempre la idea de que
los marxistas debían permanecer indiferentes ante los ataques reaccionarios
contra los derechos y las instituciones de la democracia liberal. La posición
izquierdista infantil que se rehusa a defender la democracia burguesa contra la
derecha, no obstante, está fuertemente arraigada en Alemania, lo cual puede
explicar por qué Habermas tiende a exagerar la posición contraria.
Sin embargo, los marxistas clásicos insistieron también en la necesidad
de rastrear las raíces de clase de la democracia liberal, que limita las
posibilidades de participación masiva, y en establecer como objetivo una forma
más elevada de democracia en la que la representación, en lugar de basarse en
un electorado atomizado y pasivo, se fundamente en la organización colectiva
operante y en la comunidad. El peligro con la defensa que hace Habermas de la
democracia liberal en contra de los neoconservadores es que puede conducirlo a
una posición apologética; en efecto, en su discusión acerca del carácter único
del holocausto nazi, por ejemplo, tiende a enfatizar de tal manera las virtudes
democráticas de la República Federal que minimiza su violación de las
libertades civiles, como la prohibición constitucional de los partidos
"extremistas", y trata su integración al orden político occidental
como una ruptura necesaria con su pasado autoritario.88
Las ideas de Habermas sobre la democracia ilustran su tendencia más
general a independizar las estructuras normativas, es decir, a tratar la
sociedad como una "realidad moral”.89
Obviamente, hay un amplio margen de desacuerdo serio e iluminador acerca de
cuán factible es una forma más avanzada de democracia. Pero tal discusión
requeriría una investigación detallada e históricamente informada acerca de las
condiciones sociales de los modos específicos de gobierno político.90
Es probable que una investigación de este tipo se adelante con mayores
perspectivas de éxito dentro del marco del materialismo histórico clásico que
sobre la base de la teoría de la "reconstrucción" de Habermas, en la
que el desarrollo de las formas de interacción social, y no la interacción del
desarrollo tecnológico con la lucha de clases, "marca el paso de la
evolución social". El propio Anthony Giddens –quien no es en absoluto un
admirador incondicional del marxismo– objeta a la Teoría de la acción comunicativa: "¡Demasiado Weber! ¡Muy poco
Marx!".91
El argumento puede aplicarse de manera más amplia al diagnóstico que
ofrece Habermas de la modernidad. Para ponerlo en los términos utilizados por
Marx cuando discutía el conflicto entre los defensores de la burguesía y los
opositores románticos del capitalismo (ver sección 2.1), Habermas, al rechazar
con razón la crítica a la Ilustración elaborada por
Nietzsche y sus sucesores, que abre la puerta al
regreso impuesto de una "plenitud original" ficticia –el proyecto de
Heidegger, de Schmitt y de otros durante la época nazi–, tiende a caer en una
exageración unilateral análoga acerca de cuánto ha realizado la modernidad el
proyecto de la Ilustración. Marx celebró el capitalismo por haber desarrollado
inconmensurablemente las capacidades humanas y por haber creado la clase que
conseguirá "su bendito final". Y en esta dirección, como lo
argumentaré en el próximo capítulo, reside la verdadera radicalización de la
Ilustración.92
Notas
1.
J.
Habermas, "Modernity - an Incomplete Project", en H. Foster, ed.,Postmodern Culture, Londres, 1985, p. 9.
2. Los
textos principales de este debate están recogidos en R.Augstein et al., Historikerstreit, Munich, 1987. Ver también el número especial de NGC 44, 1988.
3. Habermas,
“Modernity” , p. 14.
4.
P.
Jameson, "The Politics ot Theory'", NGC 33, 1984, p. 59.
5. Ver
especialmente PMC, pp, 18 ss.
6.
Norris,
The Contest of Faculties, pp. 23-24.
7. HubertDreyfus
y Paul Rabinow enfatizan las similitudes existentesentre la arquelogía de
FoucauIt y la hermenéutica heideggeriana: ver por jemplo, Michel Foucault, p. 121
8 J. Hebermas, Autnomy
and solidarity, Londres, 1986, p. 107. En septiembre de 1987, uno de
los principales industriales alemanes, Hans-Martin Schleyer, fue secuestrado
por las Brigadas Rojas, con lo cual se desató la crisis que condujo a su muerte
y a la de los líderes de las Brigadas Rojas, en la prisión de Stammheim.
9.
Ibid, p.
158.
10. TAC, I, pp. 483, 491. Ver también
DFM, lección V.
11. DEM p. 371
12. TAC, I, pp, 494, 497. Ver también
DFM, lección XI.
13. TAC, 1,pp.367-68,387,390. Habemas
ofrece en realidad una tipología más compleja de la acción: ver ibid, pp. 420 ss. Su filosofía del
lenguaje está elaborada con cierto detalle en Communication and the Evolution of Society, Londres, 1979.
14. Habermas,
Communication, p. 177.
15. TAC I, p. 507.
16. DFM p. 374.
17. TAC, l, p, 315.
18. DFM p. 368.
19. TAC, 11, pp. 169, 187; ver, en
general, ibid, capítulo 6.
20.
J.
Habermas, “A Review of Gadamer’s Truth
and Method” en F. R. Dallmayr y T. A. McCarty, ed, Understanding and Social lnquiry, Notre Dame, 1977, p. 356,
21. TAC, 1, p. 104.
22. lbid, p. 324_
23. lbid, pp. 315, 324, ver en
general, ibid., capítulo 2.
24. TAC, II, pp. 213, 251, 376, 377.
25. Ver,
por ejemplo, T. Parsons, "On the Concept of Political Power",en Politics and Social Structure, Nueva
York, 1969, y la discusión crítica de las teorías de Parsons que aparece en TAC II, capítulo 7.
26.
A.
Wellmer, "Reason, Utopia and Enlightenment", en R. Bernstein,ed, Habermas and Modemiry, Cambridge, 1985,
p. 39.
27. TAC, II, p. 339.
28. Habermas,
Communication, pp. 97-99, 117, 120.
29. DFM, p. 420.
30. TAC, II, p. 467.
31. Ver J.
Habermas, Legitimation and Crisis,
Londres, 1976.
32. TAC, II, pp. 556, 559.
33. Habermas,
Autonomy, p.107.
34. DFM, p.429.
35. TAC, I, pp. 16-17.
36. Ver,
además de la siguiente discusión sobre la filosofía del lenguajede Habermas,
las observaciones que al respecto se encuentran en MH, pp. 110-14.
37. Ver,
por ejemplo, TAC l, pp. 393-4, y
Habermas, Communication, capitulo 1.
38. Ver,
por ejemplo, L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, México,1986, 1, §
194.
39. TAC, I, pp. 370.
40. Ibid, p. 390.
41. J. Habermas, Knowledge
and Human Interest, Londres, 1972, p. 314. [Conocimiento e
interés, Madrid, 1982].
42.
P.
Anderson, In the Tracks of Historical
Materialism, Londres, 1983, p. 64.
43.
M.
Dummet, "A Nice Derangement of Epitaphs: some Comments onDavidson and
Hacking", en H. LePore, ed, Truth
and Interpretation, Oxford,1986, p.471.
44. Wittgenstein
, op. cit., 1, § 242.
45.
Ver S.
Kripke, Wittgenstein on Rules and Private
Language, Oxford, 1982 y C. McGinn, Wittgenstein
on Meaning, Oxford, 1984.
46. Wittgenstein
, op. cit. § 241.
47. Wittgenstein
, op. cit, I, § 243, § 206.
48. McGinn,
op. cit, p. 85.
49. W.V.O.Quine, “Carnap and Logical Truth", en PP.A.
Schlipp, ed.,Carnap and Logical Thruth,
La Salle, 1963, pp. 406. El ataque de Quine a la distinción
analítico-sintética se encuentra en "Dos dogmas del empirismo", en Desde un punto de vista lógico, Barcelona,
1984.
50. Ver mi
discusión de la teoría de la interpretación de Davidson enMH, pp. 104-110.
51. D.
Davidson, De la verdad y de la
interpretación, Barcelona, 1990, p. 276. Davidson ha llevado incluso su
anti-convencionalismo hasta el extremo de negar que la comunicación involucre
interlocutores que compartan el lenguaje; ver "A Nice Derangement of
Epitphs", en LePore, op cit, en
donde el artículo de Dummett que lleva el mismo nombre, citado en la nota 43,
es una respuesta a esta posición. El debate parece girar en torno a dos formas
diferentes de naturalismo.
52. Citado
en TAC, I, p. 107.
53. Habermas,
Autonomy, pp, 160-61.
54. TCA, II, p. 563.
55. Habermas,
Autonomy, p. 205.
56.
Ver,
por ejemplo, A. MacIntyre, After Virtue,
Londres, 1981, S. Lovibond, Realism and
Imagination in Ethics, Oxford, 1983, y B. Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Londres, 1985.
57.
R.
Rorty, "Posties", London Review
of Books, 3 de septiembre de 1987, p. 12.
58. Ver
Norris, op. cit, capitulo 6, para una
discusión crítica del “liberalismo postmodernista burgués" de Rorty.
59.
R.
Rorty, The Consequencies of Pragmatism,
Brighton, 1982, p. 165.
60.
Ver
Rorty, "Pragmatism, Davidson and Truth", en LePore, ed. op. cit.
61. Davidson,
op. cit., p.22. Davidson ha explorado
las implicaciones epistemológicas de su semántica filosófica en "A
Coherente Theory of Truth and Knowledge", en L.Pore, ed., op. cit.
62. Ver,
por ejemplo, la formulación (y crítica) de la teoría de la verdadde Habermas en
J. B. Thompson, "Universal Pragmatics”, en J. B. Thompson y David Held,
eds., Habermas: Critical Debates,
Londres, 1982, pp. 129-31, y también A. Giddens, “¿Reason vithout
Revolution?" en Bemstein,ed., Habermas
ard Modernity, pp. 114-17.
63. I. Lakatos, Philosophical
Papers, 2 vols. Cambridge, 1978,1.
64.
K.
Popper, Realism and the Aim of Science,
Londres, 1982.
65.
Habermas,
"A Reply to my Critics", en Thampson y Held, op. cit.
66. DFM, pp.84,103-4; ver en general
, pp.98-101, 411-16.
67. Ibid, p. 106. Ver también
J. Habermas, "Labour and Interaction",en Theory and Practice, Londres, 1974, y Conocimiento, parte 1.
68. Ver especialmente V. N. Volshinov, Marxism and the Philosophy of Language,
Nueva York, 1973. Discuto las implicaciones que tiene el trabajo
de Bakhtin y de su escuela para el marxismo en "Postmodenism,
Poststructuralism, Postmarxism?”, TCS 2,
3, 1995 y en un artículo inédito, "¿The Missing Link?".
69. Ver
G.A.Cohen, "Reconsidering Historical Materialism", y N.
Geras,"The Controversy about Marx and Justice", ambos reproducidos en
A. Callinicos, ed., Marxist Theory,
Oxford, 1989. Estos asuntos son objeto de discusión en la introdución a esta
recopilación y en MH, capítulo 1.
70. Ver,
por ejemplo, A. Heller, "Habermas and Marxism", en Thompson y Held, op. cit.; J. Whitebrook, “Reason and
Happiness”, en Bernstein, ed. op. cit,
y, para una crítica esencial de la ética deóntica, ver Williams, op. cit.
71. Ver MH, capítulos 3 y 5, donde se discute en
qué sentido la teoría marxista de los intereses sería irreductible al concepto
de acción instrumental.
72. Habermas,
Communication, p. 144.
73. TAC, II, p. 237.
74. Habermas,
Communication, p. 99. Ver en general Ibid, capítulos 2-4.
75. DFM, p. 424.
76. TAC, II, pp. 495-96.
77. Ver D.Held, "CrisisTendencies, Legitimation and
the State",en Thompson y Held, op.
cit.. El propio Habermas utiliza en ocasiones este mismo
argumento: "En lugar de la tarea positiva de satisfacer cierta necesidad
de interpretar por intermedio de la ideología, tenemos la exigencia negativa de
impedir que se generen interpretaciones holísticas... La consciencia cotidiana es despojada de su poder de síntesis; se
torna fragmentaria”, TAC, II, p. 355. Esto, sin embargo,
pareciera conjurar la visión de un estado de cosas (¿la sociedad
precapitalista?) en el cuál las "interpretaciones holísticas" de la
clase dirigente eran aceptadas por las masas –idea históricamente problemática:
ver N. Abererombie et al, The Dominant Ideology Thesis, Londres,
1980, y MH capítulo 4.
78. TAC, II, p. 488.
79. Habermas,
Communicatian, p. 186.
80. Habermas,
“Sovereignty and Führerdemodratie”, Times Librery Supplement, 26 de
septiembre de 1986, p. 1054.
81. Ver
los textos relativos a la colaboración de Schmitt con los nazis,así como una
discusión más amplia de sus ideas en Telos
72, 1987, número especial dedicado a Schmitt.
82.
C.
Schmitt, Political Theology, p. 59.
83.
C.
Schmitt, The Concept of the Political,
New Brunswick, 1976, p. 29 y passim.
84. Schmitt,
Political Theory, p. 59.
85.
C.
Schmitt, The Crisis of Parlamentary
Democracy, Cambridge, Mass, 1985, pp. 5-6.
86. Habermas,."Sovereignty”,
p.1054.
87. Habermas,
Autonomy, pp,178-79.
88. Ver B.
Hahn y P. Schottler, "Jürgen Habermas und ‘das ungetrübteBewusst-sein des
Bruchs", en H. Gerstenberger y D. Schmidt, eds., “¿Normälitat oder Normalisierung?”, Münster, 1987.
89. Habermas,
Legitimation Crisis, p. 112.
90. Para
un ejemplo fascinarte de este tipo de investigación, ver
E.M.Wood, Peasant-Citizen
and Slave, Londres, 1988.
91. Giddens,
op. cit., p. 120. Ver también
"Labour nad Interaction” en Thompson y Held, eds, op. cit.
92. Otro
ejemplo de la tendencia de Habermas a adoptar una posiciónmuy poco crítica
frente a la modernidad es la tesis de que la diferenciación social producida
por el desarrollo capitalista es irreversible –o mejor, que todo intento por
superar esta diferenciación invita en realidad a una regresión social (ver
especialmente sección 4.2). Esto implica que debemos aceptar la separación
entre economía y política característica del capitalismo, o modificarla únicamente,
posición que ha recibido un apoyo independiente por parte de la moda actual del
socialismo de mercado: especialmente A. Move, The Economics Feasible Socialism, Londres, 1983. Aunque creo que la
aceptación del mercado por parte de los socialistas representa una desastrosa
retirada, basada en parte en una mala comprensión de las tendencias económicas
discutidas en la sección posterior, 5.3, el tema suscita problemas que no
podemos tratar aquí; no obstante, sería conveniente ver, por ejemplo, E. Mandel,
"In Defense of Socialist Planning”, NLR
159, 1986, y C. Harman, "The Myth oí Market Socialism", /S 2, 43,
1989. Sobre el problema más general de la diferenciación social, considero
perfectamente posible aceptar que una sociedad socialista es una forma altamente
compleja de organización social, como llegó a reconocerlo Marx –ver A.
Rattansi, Marx and the Division of Labour,
Londres, 1982–, pero que sin embargo, implica una forma de complejidad
diferente a la del capitalismo.
Anderson ofrece algunas
observaciones de interés sobre el tema: ver MR
(discusión), p. 336.
5. ¿Qué
hay de nuevo?
El siglo XIX aún no
ha terminado. Richard Sennett
5.1 Los
mitos del postindustrialismo
La idea de la sociedad postindustrial es, desde luego, absurda. Tal como
lo formula Daniel Bell, por ejemplo, el concepto denota el último estadio de
una progresión: el paso de la sociedad tradicional a la industrial y ahora a la
postindustrial. Cada estadio se diferencia por lo que podría pensarse como una
versión (bastante tosca) de lo que Marx llama fuerzas productivas: la sociedad
tradicional se basa en la agricultura y la industrial en la industria
manufacturera moderna, que implica el control científico de la naturaleza y el
uso de fuentes de energía artificiales. La sociedad postindustrial se
caracteriza porque en ella se pasa de la producción de bienes a una economía de
servicios, y por el papel central que desempeña el conocimiento teórico como fuente
de innovaciones técnicas y de formulación de políticas. Los cambios en la
estructura social se infieren de estos cambios tecnológicos.
La sociedad postindustrial es una "sociedad del conocimiento",
dominada cada vez más por una élite profesional y técnica entrenada en
universidades. Las grandes corporaciones están pasando de un "modo
economicista" de actividad, en el cual "todos los aspectos de la
organización se subordinan unilateralmente a la consecución de los medios para
lograr los objetivos de la producción y del lucro", a un "modo
socializante" que "garantiza a todos los trabajadores cargos
vitalicios y en el que la satisfacción de la fuerza laboral se convierte en el
destino principal de los recursos económicos de las empresas". Por
consiguiente; argumenta Bell, "hoy en día, en Estados Unidos, nos
distanciamos de una sociedad basada en un sistema de mercado, de empresa
privada, y avanzamos hacia una sociedad en la cual las decisiones económicas de
mayor importancia serán adoptadas a nivel político, en términos de ‘objetivos’
y ‘prácticas’ conscientemente definidos".1
Es fácil desdeñar semejantes predicciones acerca de la muerte del
capitalismo, que reflejan las circunstancias de su formulación inicial, durante
la larga época de prosperidad económica de las décadas de 1950 y
1960.2 Ciertamente, resulta difícil tomar
en serio el presunto paso de un modo "economicista" a un modo
"socializante" en vísperas del holocausto de los empleos
manufactureros de fines de los años setentas y del gran mercado especulativo de
mediados de los ochentas, la era de las concesiones y las adquisiciones
clientelistas, de la privatización y de las grandes transacciones financieras,
la era de Ivan Boesky y Gordon Gecko. El argumento de Bell fue en gran medida
un desarrollo de la ortodoxia prevaleciente entre los científicos sociales de
habla inglesa en el período inmeditamente siguiente a la posguerra, cuyos temas
principales eran la separación de la propiedad y del control de las empresas,
el consiguiente surgimiento de una tecnocracia administrativa, la fragmentación
de las clases sociales en conjuntos yuxtapuestos de grupos de interés y, otra
de las brillantes ideas de Bell, el "fin de la ideología", de la
política polarizada cuyo objetivo es la transformación global de la sociedad.
La formulación de este concepto de sociedad postindustrial quizás deba ser
vista entonces como un esfuerzo, impulsado por un determinismo tecnológico que
acobardaría al más vulgar de los marxistas, por dar cierta coherencia a estos
temas y conferirles una justificación en la economía.
Los comentaristas se apresuraron a señalar las
erróneas interpretaciones de las tendencias económicas en las que incurrían los
teóricos de la sociedad postindustrial.3 El alza en el porcentaje de
la producción y del empleo que hoy asumen los servicios, sin duda uno de los
mayores cambios seculares del capitalismo del siglo XX, ha ocurrido en lo
fundamental a expensas de la agricultura y no de la industria manufacturera y,
en todo caso, el empleo en esta última nunca ha incluido a la mayor parte de la
fuerza laboral: el punto más alto jamás alcanzado se logró brevemente en
Inglaterra en 1955, cuando correspondió a la industria manufacturera el 48% del
empleo.4 Es cierto que en el período que se inicia en los años
setentas tuvo lugar una transición más pronunciada de la manufactura hacia los
servicios en las economías occidentales, pero esta tendencia exige un análisis
mucho más cuidadoso que el ofrecido por aquellos intelectuales de izquierda que
se aferran a él para anunciar la desaparición del proletariado industrial,
tesis sintetizada en el libro de André Gorz, Adiós a la clase obrera.5
En primer lugar, este proceso de "desindustrialización", como
es lógico, implicó una disminución en el porcentaje de la producción y del
empleo en el sector manufacturero. En otras palabras, se trató primordialmente
de un cambio relativo, ya que
decreció la participación de la fuerza laboral en la industria mas no el número
absoluto de empleados del sector. El paso sectorial de la manufactura a los
servicios puede explicarse en gran parte por el aumento creciente de la
productividad del trabajo en la industria manufacturera, lo que significa que
una proporción menor de la fuerza laboral puede producir una cantidad
considerablemente mayor de bienes. El crecimiento de la productividad del
trabajo en el sector de los servicios es, por comparación, muchísimo más lento
–en los Estados Unidos, entre 1970 y 1984, aumentó sólo en un 0.8% anual en la
banca comercial y, de hecho, cayó a una tasa anual del 0.4% en los expendios de
comida y bebida.6
Quizás sea importante anotar que la participación de
la industria en la producción ha decrecido en general menos abruptamente que su
participación en el empleo: en los Estados Unidos, por ejemplo, la industria
decreció del 25.8% del empleo en 1964 al 19.6% en 1982; su participación en el
volumen del Producto Bruto Interno, sin embargo, experimentó una caída mucho
menos pronunciada, del 24.8% en 1964 al 22.8% en 1982. Conjuntamente, por lo
tanto, estas cifras sugieren un aumento considerable de la productividad en el
sector industrial y, por otra parte, la transición de la manufactura a los
servicios no es universal. El Japón, la economía de mayor éxito en la época de
la posguerra, experimentó entre 1964 y 1982 una caída en la participación de los servicios en el volumen del PBI,
del 51.7% al 48.8%, y un alza en la
participación del sector manufacturero, del 24.1% al 39.9%. El caso del Japón
refuta la difundida teoría según la cual una disminución en la manufactura
respecto de los servicios es una consecuencia de la "madurez"
económica y del aumento en el ingreso per capita. El ingreso per capita en Japón es considerablemente
más alto que en Gran Bretaña, pero los servicios detentan en Inglaterra una
mayor participación (55.6% en 1982) y la manufactura una proporción mucho menor
(24.9%) del volumen del PBI.7
En todo caso, hay buenas razones para dudar de que
exista una tendencia inevitable a
sustituir la manufactura por los servicios. El crecimiento de la llamada
industria de "bienes blancos", por ejemplo, implica sustituir
servicios por bienes: implementos domésticos como neveras, aspiradoras y
lavadoras, producidos en fábricas y distribuidos en el mercado, reemplazan los servicios
suministrados por trabajo femenino gratuito o por sirvientes. De la misma
manera, la tendencia general a utilizar el automóvil privado en lugar del
transporte público significa que la movilización personal se asegura mediante
la adquisición de un bien y no mediante la prestación de un servicio.
Finalmente, la transformación de la recreación masiva en el siglo XX ha
significado la progresiva sustitución de los servicios que antes prestaban los
cines y teatros por bienes de consumo durables: equipos de sonido, televisores,
grabadoras, etc.
Michael Prowse argumenta que el lento crecimiento de
la productividad en el sector de los servicios implica que "el precio
relativo de los servicios suministrados directamente se eleva en comparación
con el de los bienes, propiciando la adquisición de artículos
manufacturados" y generando "un incentivo constante para que los
empresarios fabriquen bienes capaces de sustituir servicios anteriormente
adquiridos". Sugiere también que "la razón principal por la cual la participación
del sector de servicios ha aumentado es que algunas de las industrias
manufactureras en ciertos países de Occidente están moribundas y ya no
desempeñan la función de producir bienes tangibles que sustituyan los
servicios".8
Es el carácter
poco competitivo de sus respectivas industrias manufactureras lo
que, en opinión de Prowse, explica la desindustrialización relativamente rápida
de Gran Bretaña y los Estados Unidos. La complacencia con que los gobiernos de
Thatcher y Reagan saludaron el ocaso de la manufactura como la transición
históricamente ineludible hacia una economía de servicios, suscitó fuertes
críticas de parte de comentaristas más reflexivos como Prowse, preocupados por
las perspectivas futuras del capitalismo británico y estadounidense.9
Las implicaciones sociales de la disminución relativa del empleo en la
industria manufacturera, por otra parte, no han sido las anticipadas por Bell.
La creciente proporción de la fuerza laboral clasificada como de "cuello
blanco" se confunde a menudo con la expansión del sector de los servicios
pero, desde luego, no son equivalentes, pues éste emplea limpiadores y meseros
al lado de funcionarios bancarios y corredores de bolsa, mientras diseñadores y
tipógrafos, ingenieros y calificados operarios de maquinaria trabajan en las
fábricas. En todo caso, el empleo de cuello blanco cubre al menos tres
posiciones de clase diferentes: los "capitalistas gerenciales", que
son, en efecto, miembros asalariados de la burguesía; la "nueva clase media",
conformada por los empleados de mayor nivel en las áreas profesionales,
comerciales y administrativas, y los empleados rutinarios cuya falta de
seguridad, salarios relativamente bajos e imposibilidad de controlar su empleo
los colocan, básicamente, en la misma posición de los trabajadores manuales.10
El empleo en el sector de servicios propiamente dicho difícilmente se
ajusta al perfil de la élite de la "sociedad del conocimiento"
descrita por Bell. El salario semanal promedio en la industria manufacturera de
los Estados Unidos era de US$ 396 en 1986 y US$ 275 en el sector de servicios.
El gobierno de Reagan hizo gran alarde del hecho de que las veinte ocupaciones
de mayor crecimiento en la década de 1980 se relacionaban todas con "el
manejo de la información", con lo cual se refería a un abigarrado grupo de
programadores de computadores, analistas y operadores, manejadores de máquinas
procesadoras de datos, mecánicos, agentes de viaje, ingenieros astronáuticos,
asistentes de psiquiatría y ayudantes paralegales. Conjuntamente, sin embargo,
este grupo es inferior al creciente número de empleados en expendios de comidas
rápidas. El 22% de los 17.1 millones de empleos en servicios no gubernamentales
creados en los Estados Unidos entre 1972 y 1984 corresponde a restaurantes y
comercio al detalle, un sector donde el salario por hora es inferior en un 38%
al de la industria manufacturera.11
La "desindustrialización", por lo demás, ha sido un doloroso
proceso, de resultados socialmente regresivos. En ningún lugar del mundo se ilustra
esto mejor que en California, la paradigmática "sociedad
postindustrial" ubicada estratégicamente en el extremo este de la dinámica
economía del Pacífico que, en 1985, tenía el 70% de su fuerza laboral empleada
en el sector de servicios y que está idealmente conformada, gracias a Hollywood
y a Silicon Valley, para suministrar al mercado mundial recreación, información
y entretenimiento.12 La recesión de 1979-82 eliminó casi que de tajo
las industrias de automóviles, de acero y de llantas, al igual que otras
empresas básicas, y una alta tasa de desempleo se combinó con la entrada a
menudo ilegal de emigrantes para producir un descenso radical en los salarios.
Por consiguiente, hubo una expansión de las industrias intensivas en mano de
obra mal remunerada, tanto en el sector de la manufactura como en el de los
servicios, y creció el empleo en textiles hasta el punto de que California está
ahora en condiciones de competir con Hong Kong y Taiwan. Como observa Mike
Davis, "la industria de Los Angeles ha pasado del ‘fordismo’ al
‘sangriento taylorismo’ casi a la misma escala de Asia Oriental".13
Un patrón similar puede observarse en el sector de servicios, cuyos salarios
llegan en promedio casi a la mitad de los de la industria manufacturera básica.
Por consiguiente, a pesar de las ficticias tasas de riqueza y de dinámico
crecimiento de California, los ingresos per cápita cayeron del 123% del
promedio estadounidense en 1960 al 116% en 1980 y al 113% en 1984. En palabras
de Philip Stephens, "los beneficios del crecimiento han sido disfrutados,
principalmente, por los empresarios de Silicon Valley y por una pequeña
proporción de la población con grandes propiedades y activos financieros".14
El resurgimiento en las ciudades más ricas de la Tierra de los
denominados "métodos sudorosos" de explotación de la mano de obra,
típicos del siglo XIX, hace parte de un conjunto más amplio de cambios, uno de
cuyos rasgos más importantes y, por lo general, más ignorados por los teóricos
parroquiales de la sociedad postindustrial, es el desarrollo de los nuevos
países industrializados del Tercer Mundo.15 Una de las principales
consecuencias de la producción emergente en estos países ha sido el
considerable crecimiento de la clase obrera industrial a escala global. Paul
Kellog escribe:
El empleo en la manufactura
creció en un 65% en Turquía entre 1960 y 1982,179% en Egipto entre 1958 y 1981,
623% en Tanzania entre 1953 y 1981, 57% en Zimbabwe entre 1970-80, 212% en
Brasil entre 1970-82, 34% en Perú entre 1971-81 y un asombroso 2.500% en Corea
del Sur entre 1956 y 1982. A escala mundial esto significa, en los once años
comprendidos entre 1971 y 1982, un incremento del 14.1% en el empleo
industrial. Es cierto que durante este período "las economías de mercado
desarrolladas" (Norteamérica y Europa Occidental en particular)
experimentaron una baja en el empleo industrial del 6½ por ciento. No obstante,
"las economías de mercado en vías de desarrollo" se dispararon en un
58%, y "las economía de planificación central" en un 16% para compensar
con creces la diferencia... A escala mundial hay ahora más trabajadores en la
industria que en cualquier momento de la historia... La clase obrera
industrial, en los 36 principales países industriales, aumentó entre 1977 y
1982 de 173 a 183 millones. Lo anterior es una descripción incompleta, si
consideramos que 1982 fue el peor año de la peor recesión de la época de la
posguerra, una recesión que condujo a que en Occidente millones de trabajadores
de la industria perdieran su empleo.16
La discusión acerca de cómo deben ser interpretados estos cambios se
encuentra en la sección 5.3, pero por ahora basta señalar que detectar en ellos
el surgimiento de la sociedad postindustrial es ciertamente una equivocación.
Sin embargo, varios teóricos contemporáneos, desde Habermas hasta sus enemigos
postmodernistas, se han apresurado a anunciar "la obsolescencia del
paradigma de la producción", entendiendo con ello el marxismo. Resulta
difícil tomar en serio mucho de lo que se ha escrito al respecto. Craig Owens
merece probablemente el premio al argumento más tonto cuando afirma que
"el marxismo privilegia la actividad típicamente masculina de producción
como la actividad decididamente humana... las mujeres,
confinadas
históricamente a los ámbitos del trabajo no productivo o reproductivo, se
colocan así por fuera de la sociedad masculina de productores, en un estado de
naturaleza".17
El adverbio "históricamente" produce especial deleite pues,
desde luego, el trabajo de la mujer desempeña un papel productivo fundamental
en los hogares campesinos que constituyen la unidad económica básica de las
sociedades agrarias precapitalistas.18 La transformación de la
familia, que dejó de ser una unidad de producción para convertirse en una
unidad de consumo donde el trabajo doméstico de la mujer se dedica
primordialmente a la reproducción de la fuerza de trabajo, es una novedad
histórica propia del capitalismo industrial. De lo anterior no se deduce, desde
luego, que bajo el capitalismo las mujeres estén confinadas a este papel
reproductivo; en efecto, una de las tendencias contemporáneas más importantes
en el campo del empleo es la progresiva incorporación de la mujer al trabajo
asalariado en las economías avanzadas.19
Baudrillard es menos ignorante que Owens pero formula una crítica similar
al marxismo, acusándolo de etnocentrismo y de "racismo teórico" por
querer proyectar las categorías propias del capitalismo industrial a las
"sociedades primitivas", en las cuales la producción "es
continuamente negada y volatilizada por el intercambio recíproco que se consume
a sí mismo en una operación sin fin".20 El materialismo
histórico no está, como parece creerlo Baudrillard, comprometido con la idea de
que toda formación social produce en aras de la producción misma; ciertamente,
Marx considera tal cosa como un rasgo peculiar del capitalismo. Lo único que
afirma el materialismo histórico es que incluso las sociedades preclasistas,
con prácticas de redistribución tales como la reciprocidad generalizada y que
sólo en el sentido más formal están gobernadas por el deseo de maximizar
utilidades, deben hallar una manera de asegurar su reproducción material, y que
la combinación entre fuerzas productivas y relaciones de producción conformará
cada sociedad y le dará sus características propias, independientemente de que
sus agentes así lo reconozcan. Cuando confrontamos la tesis de Baudrillard, que
al parecer niega que las sociedades primitivas estén sujetas a limitaciones
materiales, tendemos a coincidir con Perry Anderson en que "el marxismo
clásico" es "una especie de sentido común”.21
Habermas, sobra decirlo, pertenece a una categoría muy diferente de la de
los littérateurs postmodernistas como
Owens y Baudrillard. No obstante, considera también que el "paradigma de
la producción" resulta cada vez menos aplicable a la sociedad
contemporánea y habla, por ejemplo, de "el final, históricamente
previsible, de la sociedad basada en el trabajo".22 Aquí parece
tener en mente lo que considera la importancia cada vez menor del trabajo
manual en la producción de bienes y servicios. Pero, como ya hemos visto, la
disminución del empleo en la industria de las economías avanzadas ha sido
exagerada y se ve contrarrestada por la expansión de la clase obrera industrial
a escala mundial. En todo caso, resulta poco adecuado identificar el trabajo
propiamente dicho con el trabajo industrial. A pesar de las filas de
desempleados que llenaron las calles durante las décadas de 1970 y 1980, en las
economías occidentales nueve décimas partes de la población en edad de trabajar
tienen habitualmente algún tipo de empleo, por lo general asalariado, y el
hecho de que los obreros manuales de la industria no constituyan hoy día la
mayoría de los empleados asalariados no implica por sí mismo el comienzo del
final de la "sociedad basada en el trabajo".
El trabajo asalariado, por el contrario, con la disminución de la
agricultura campesina y la creciente incorporación de la mujer al mercado
laboral, se ha convertido en el rasgo más difundido de la experiencia social en
el pasado medio siglo. El que gran parte de este trabajo implique ahora
interactuar con otras personas más que producir bienes no modifica las
relaciones sociales correspondientes, y un rasgo revelador de las relaciones
industriales contemporáneas es la extensión del sindicalismo a las profesiones
"vocacionales" (salud, docencia, trabajo social, etc.); en 1988, por
ejemplo, tanto en Gran Bretaña como en Francia, se dieron importantes
conflictos laborales que involucraron a un número creciente de enfermeras. El
que menos personas estén empleadas en la producción material no modifica en
manera alguna, por lo tanto, el hecho de que nadie puede sobrevivir sin los
bienes industriales fabricados por estas personas. No sólo tienen los seres
humanos las mismas necesidades de alimento, vestido, abrigo y similares, sino
que los niveles de vida cada vez más altos y la expansión del consumo masivo que
conllevan implican la proliferación
de bienes materiales, debido a la tendencia arriba anotada de sustituir
servicios por artículos duraderos. La enorme expansión de las capacidades
productivas que ha tenido lugar bajo el capitalismo hace posible una drástica
reducción de la jornada laboral y, en este sentido, de la "sociedad basada
en el trabajo". Pero esta posibilidad sólo podrá convertirse en realidad
como resultado de la abolición de las relaciones sociales capitalistas, que
dependen todavía de la explotación del trabajo asalariado. E incluso la
sociedad socialista que surja de una transformación semejante descansará
todavía sobre lo que Marx llama "el reino de la necesidad", es decir,
sobre la producción de los valores de uso sin los cuales la existencia humana
desaparecería. El que un pensador tan persuasivo como Habermas pierda de vista
estas realidades fundamentales es un indicio de la confusión intelectual
prevaleciente.
5.2 El
espectro de Hegel: el postmodernismo de Jameson
La creencia en
la existencia de una época postmoderna no necesariamente depende de la idea,
poco sostenible, de una sociedad postindustrial. Una serie de escritores
marxistas, o al menos marxizantes, ha
relacionado lo que consideran como el surgimiento de una cultura postmoderna
con cambios ocurridos dentro del modo capitalista de producción. El más
importante defensor de esta perspectiva es Frederic Jameson, para quien
"conceder alguna originalidad histórica a la cultura postmoderna es
afirmar implícitamente una diferencia estructural entre lo que se llama a veces
la sociedad de consumo y momentos anteriores del capitalismo...".23
Jameson había comenzado ya a desarrollar un análisis análogo en su brillante
discusión del surrealismo presentada en El
marxismo y la forma, un libro publicado en 1971. Las "iluminaciones
profanas" de los surrealistas, el descubrimiento de una investidura
psíquica inconsciente que existe de manera casi mágica en los objetos
cotidianos, reflejan a su juicio "una economía que todavía no está
industrializada y sistematizada por completo", en la que "el origen
humano de los productos –su relación con el trabajo que los produce– no se
oculta totalmente; en su producción se evidencian aún las huellas de una
organización artesanal del trabajo, mientras su distribución está asegurada,
predominantemente, por una red de pequeños tenderos". Hoy, por el
contrario,
en lo que llamamos el capitalismo
postindustrial, los productos que nos son suministrados están desprovistos por
completo de profundidad: su contenido plástico es totalmente incapaz de servir
como conductor de energía psíquica... Toda investidura libidinal en estos
objetos está excluida de antemano, y podemos preguntarnos si será cierto que
nuestro universo de objetos, en lo sucesivo, será incapaz de suministrar
"algún símbolo adecuado para conmover la sensibilidad humana"
(Breton), si no estaremos en presencia de una transformación cultural de
señaladas proporciones, de una ruptura histórica absoluta e inesperada.24
Este pasaje contiene in nuce el análisis más reciente de Jameson acerca de la
"lógica cultural del capitalismo tardío". El postmodernismo se ha
convertido, sostiene, en una "dominante cultural". El arte producido
bajo su imperio se caracteriza por una especial carencia de profundidad, un
despojarse de todo contenido emocional; celebra, por el contrario, la
desintegración del sujeto y ofrece meros pastiches de un pasado histórico
nostálgicamente reducido a un mundo perdido de compromiso político o a una
fuente de imágenes brillantes estilo retro. El extraño alborozo inducido por el
arte postmoderno, añade, es un caso de lo "sublime histérico", de la
efervescencia y terror con los cuales respondemos a la consciencia de que el
funcionamiento del sistema económico mundial ya no es representable ni
imaginable. En todos los aspectos mencionados, sin embargo, el postmodernismo
refleja la naturaleza de este sistema.
"Ha habido tres momentos fundamentales del capitalismo... el
capitalismo mercantil, el estadio monopolista o imperialista, y el nuestro,
erróneamente llamado postindustrial, pero que mejor podría denominarse
multinacional". A cada estadio corresponde una tecnología particular –el
vapor (mercantil), la electricidad y los automóviles (monopolista), los
computadores y la energía nuclear (multinacional)– así como una "dominante
cultural" –realismo en el caso del capitalismo mercantil, modernismo en el
caso del imperialismo. El "postmodernismo" correspondería a la
tercera fase, la del "capitalismo tardío, multinacional o de consumo... la
fase más pura del capitalismo que se haya dado, una prodigiosa expansión del
capital hacia áreas que hasta ahora habían permanecido por fuera del ámbito de
la producción de mercancías... Nos veríamos tentados a hablar en este sentido
de una colonización nueva e históricamente inédita de la naturaleza y del
inconsciente, esto es, la destrucción de la agricultura precapitalista del
Tercer Mundo por parte de la Revolución Verde, y el surgimiento de los medios
de comunicación y de la industria de la publicidad".25
El esfuerzo de Jameson por contextualizar históricamente el
postmodernismo está ejecutado en forma brillante e imaginativa. Despliega la
calidad del auténtico crítico de la cultura al pasar con asombrosa facilidad de
las generalidades teóricas a los casos concretos, en especial cuando analiza el
interior barroco del Hotel Bonaventure de Los Angeles para ilustrar la forma
como el "hiperespacio postmoderno... ha conseguido finalmente trascender
la capacidad que tiene el cuerpo humano individual de ubicarse, de organizar
perceptivamente su entorno inmediato y de localizar su posición en un mundo
externo espacialmente identificable". Pero la manera como Jameson
entreteje lo universal y lo particular tiene un propósito político definido, ya
que así puede evitar la formulación de un juicio moral –positivo o negativo–
sobre el postmodernismo. Si bien descarta con facilidad "la celebración
complaciente (y sin embargo delirante) que manifiestan los inexpertos
seguidores de este nuevo mundo estético (incluida su dimensión social y
económica, acogida con igual entusiasmo bajo el lema de ‘sociedad
postindustrial’)", Jameson insiste también en que "si el
postmodernismo es un fenómeno histórico, el esfuerzo por conceptualizarlo en
términos de juicios morales o moralizantes debe ser calificado, en última
instancia, de error categorial". El arte postmoderno no puede ser ignorado
sencillamente como algo mistifcador, sino que debe "ser leído como una
nueva forma peculiar de realismo (o al menos de una mímesis de la realidad)".
Esta respuesta, según él, es la única consistente con la aproximación de Marx
al capitalismo en el Manifiesto Comunista,
"un tipo de pensamiento... capaz de aprehender los rasgos demostrablemente
funestos del capitalismo al mismo tiempo con su extraordinario y liberador
dinamismo dentro de una única idea, sin atenuar la fuerza de ninguno de los dos
juicios. Debemos, de alguna manera, elevar nuestra mente al punto en que
podamos comprender que el capitalismo es a la vez lo mejor que le ha sucedido a
la humanidad, y lo peor".26
La posición general de Jameson se alinea en forma evidente con la
perspectiva adoptada por Marx frente al capitalismo (ver sección 2.1) y, por lo
tanto, con el argumento central desarrollado a lo largo de este libro. Podemos
simpatizar también con su deseo de evitar ese tipo de denuncia elitista de las
nuevas formas culturales que desfigura en gran medida los escritos de Lukács
sobre el modernismo. La actitud de Jameson ante el postmodernismo evoca más
bien la "máxima brechtiana" citada por Benjamin: "No comenzar
con las buenas cosas viejas, sino con las malas cosas nuevas".27
En lugar de aferrarnos nostálgicamente a las formas agotadas del modernismo,
sugiere Jameson, debemos explorar el potencial crítico inherente al
postmodernismo. A la hora de la verdad, se muestra algo parsimonioso en cuanto
a ilustrar las posibilidades subversivas de las nuevas formas, pero no es allí
donde reside la mayor dificultad; ésta es, ante todo, de tipo metodológico.
Jameson es el más célebre seguidor contemporáneo del marxismo hegeliano.
Para él, el marxismo se distingue antes que nada por "el imperativo de
totalizar", de conceptualizar los diversos fragmentos de la vida social
como aspectos de un conjunto de relaciones comprehensivo e integrado. La
diferencia entre Jameson y Lukács, cuya Historia
y consciencia de clase representa el esfuerzo más importante por
identificar el método marxista con el concepto de totalidad, es doble. En
primer lugar, Jameson no concibe la totalidad social como una entidad que pueda
ser directamente experimentada en ningún sentido, sino como "una causa
ausente... inaccesible para nosotros excepto en forma textual". La
historia, "concebida en su acepción más amplia como secuencia de modos de
producción y como la sucesión y el destino de diversas formaciones
sociales", opera como "horizonte último" de todo análisis
textual, pero su principal función teórica es suministrar el fundamento de la
crítica al carácter parcial y limitado de las "narrativas" que no la
toman en cuenta. "Este estatuto negativo y metodológico del concepto de
totalidad" significa que "el marxismo subsume otros modos de
interpretación de los sistemas" y utiliza, por ejemplo, el
postestructuralismo, como lo hace el propio Jameson en su estudio sobre Wyndham
Lewis (ver sección 1.3), pero al mismo tiempo los lleva más allá de sus límites
al incorporarlos dentro de una totalización más amplia.
En segundo lugar, mientras que Historia
y consciencia de clase conceptualiza las mediaciones entre diversas
prácticas sociales en términos de las homologías que evidencian, Jameson sigue
a Althusser, el más importante de los críticos marxistas de Lukács, cuya
concepción estructural de la totalidad social "insiste en la interrelación
de todos los elementos de una formación social, sólo que los relaciona a través
de sus diferencias estructurales y distanciamiento mutuo y no en razón de su
identidad última... La diferencia se entiende entonces como un concepto
relacional más que como el mero inventario inerte de una diversidad sin relación".
Así, "la celebración postestructuralista actual de la discontinuidad y la
heterogeneidad es... sólo un momento inicial de la exégesis althusseriana, la
cual exige luego que los fragmentos, los niveles inconmensurables, los impulsos
heterogéneos del texto, se relacionen de nuevo, pero en el modo de la
diferencia estructural y de la contradicción determinada".28 La
concepción de Jameson de la totalidad es entonces similar a la del deus absconditus de los escolásticos y
los místicos, presente sólo en su ausencia. Esta démarche implica poner al servicio de la tradición lukácsiana la
crítica de Althusser a la "totalidad expresiva" de Hegel, "esto
es, una totalidad cuyas partes son a su vez partes totales, cada una de las
cuales expresa las otras y también la totalidad social que las contiene, porque
cada una posee en si misma, en la forma inmediata de su expresión, la esencia
de la totalidad"29.
De lograrlo, sería una extraordinaria hazaña, pues Althusser considera el
análisis que hace Lukács de la reificación en Historia y consciencia de clase como uno de los principales
ejemplos de una totalidad semejante, donde diferentes prácticas sociales se
reducen a expresiones de una esencia única cuya estructura comparten.30
No es claro, sin embargo, que la síntesis propuesta por Jameson entre Lukács y
Althusser funcione, al menos en lo que respecta al postmodernismo. Tenemos más
bien la impresión de que el esfuerzo de Jameson por vincular un arte
distintivamente postmoderno con una nueva fase "multinacional" del
desarrollo capitalista es precisamente el tipo de error que Althusser busca
diagnosticar en su crítica a la totalidad expresiva.31 Jameson nos
dice, por ejemplo, que "el modo de la literatura contemporánea de
entretenimiento", a la que llama "paranoia de alta tecnología",
en la que "los circuitos y redes de una putativa interconexión mundial
computarizada se movilizan narrativamente a través de las conspiraciones
laberínticas de agencias de información rivales, autónomas pero letalmente
interconectadas y de una complejidad que sobrepasa a menudo la capacidad de la
mente normal", es "un esfuerzo desfigurado por pensar la imposible
totalidad del sistema mundial contemporáneo", "la red completamente
novedosa y decentrada del tercer estadio del capital".32 Esto
se asemeja mucho más a una relación de homología que a una diferencia
estructural y, de manera más general, la presentación que hace Jameson del arte
postmoderno, a pesar de sus muchos aciertos, tiende a forzar dentro de un molde
único una diversidad de fenómenos culturales cuya relación no es evidente: el
tratamiento que hace del "cine de la nostalgia" es un ejemplo de
ello.33
De esta crítica no debe concluirse que Jameson esté equivocado al
insistir en la necesidad de totalización. Por el contrario, él mismo señala que
la celebración postestructuralista de la fragmentación y de la diferencia
"debe estar acompañada de una apariencia inicial de continuidad, de alguna
ideología de unificación previamente establecida, que es su misión refutar y
fragmentar".34 Podría argumentarse, como lo hago en la sección
3.4, que cuando Foucault, para citar un caso, elabora su descripción de la
"sociedad disciplinaria", constituida por el "dispositivo"
del "poder-saber", recurre implícitamente a una totalización. Jameson
acierta cuando enfatiza el fracaso de toda estrategia política que no implique
el reconocimiento del carácter sistemico del capitalismo.35 El
problema reside en que la tendencia de Jameson a reducir la diversidad de la
vida social a instancias de una esencia única corre el peligro de dar mala fama
a la totalización –o mejor, a la totalización marxista que, a diferencia del
postestructuralismo, explicita su esfuerzo por relacionar diferentes prácticas
como partes de un mismo todo. El asunto se complica aún más por su intento de
colocarse más allá del bien y del mal en su actitud hacia el capitalismo
postmoderno.
De hecho, no hay inconsistencia alguna entre el análisis científico y la
evaluación ética de un fenómeno social, y al sugerir lo contrario, Jameson sólo
propicia el que se le atribuya una teleología hegeliana en la que el progreso
se halla entretejido en la textura misma de la historia.36 Dentro de
este contexto, sigue siendo válido el argumento de Althusser: el marxismo sólo
puede evitar el evolucionismo si se apoya en una concepción compleja de la
totalidad, en la que se reconozca la "temporalidad diferencial" de
los diversos niveles de una formación social, cada uno de los cuales tiene
"un tiempo peculiar, relativamente autónomo y por ello relativamente independiente
incluso en su dependencia de los ‘tiempos’ de otros niveles", de manera
que la totalidad debe ser vista como la "interrelación de tiempos diferentes..., esto es, el tipo de
dislocación (décalage) y torsión de
las diferentes temporalidades producido por los diferentes niveles de la
estructura, cuya compleja combinación constituye el tiempo peculiar de
desarrollo del proceso".37 Una totalidad así será
necesariamente "irrepresentable", sólo cognoscible por medio de una
compleja articulación de conceptos teóricos, y éstos no son, como lo cree
Jameson, rasgos que pertenecen únicamente al "capitalismo multinacional.38
5.3 ¿Una ruptura en el capitalismo?
La tesis central de Jameson, según la cual el
capitalismo habría sufrido un cambio fundamental, no se refuta, desde luego,
sólo con señalar que conceptualiza de manera reduccionista las implicaciones
culturales de este presunto cambio. Es preciso demostrar también que los
esfuerzos realizados para sustentar la tesis no están bien elaborados. En El marxismo y la forma, el
"capitalismo monopolista postindustrial", predominante desde los años
cuarentas y caracterizado en términos tomados de El capital monopolista de Paul Baran y Paul Sweezy, es el
responsable del carácter superficial y carente de sentimiento de los productos
culturales de hoy.39 Hacia 1984, sin embargo, Jameson había llegado
a repudiar la noción de "sociedad postindustrial" y había ubicado el
momento del cambio "a finales de la década de 1950 o comienzos de la de
1960"; cita como autoridad en economía el libro El capitalismo tardío de Ernest Mandel, que "ofrece la
anatomía de la originalidad histórica de esta nueva sociedad", descrita
ahora como la del capital "multinacional", un estadio posterior a la
era monopolista.40 Como señala Mike Davis, esta nueva periodización
entra en conflicto con la utilizada por Mandel, cuyo "propósito central
[en el libro citado] es comprender la larga ola de rápido crecimiento de la
posguerra" y quien "considera que la verdadera ruptura, la
terminación definitiva de esta larga ola, sería la ‘segunda recesión’ de
1974-75...". La diferencia entre el esquema de Jameson y el de Mandel es
crucial: ¿nació el capitalismo tardío alrededor de 1945 o de 1960? ¿Son los
años sesentas el comienzo de una nueva era o sólo la incandescente cúspide de
la bonanza de la posguerra? ¿Dónde se ubicaría la recesión en la explicación de
las tendencias culturales contemporáneas?41
Jameson no es lo suficientemente explícito acerca de la naturaleza del
"capitalismo multinacional" como para sustentar una discusión seria
de estos interrogantes. Las inconsistencias de su análisis (de fines de la
década de 1940 a comienzos de la década de 1960, del capital monopolista al
multinacional) y su uso relativamente informal de las fuentes económicas
sugiere que su creencia en "una transformación cultural de señaladas
proporciones, una ruptura histórica absoluta e inesperada", es una
intuición que anima su crítica más que algo inferido de la investigación
empírica de la economía mundial contemporánea. Hay, sin embargo, esfuerzos
mejor fundamentados para mostrar que el capitalismo ha pasado a una nueva fase
cuyo correlato cultural sería el postmodernismo. Consideraremos dos de ellos.
Scott Lash y John Urry afirman que las sociedades occidentales se
encuentran actualmente en la transición de un capitalismo
"organizado" a un capitalismo "desorganizado". El
capitalismo organizado (la expresión fue acuñada por Hilferding), tal como se
consolida a comienzos del siglo XX, implicó en particular la concentración y
centralización del capital industrial, comercial y bancario; la separación
entre propiedad y control; el crecimiento de la "clase de servicios"
profesional, gerencial y administrativa; la regulación corporativa de la
economía nacional por parte del Estado, los grandes capitales y las
organizaciones laborales; el dominio sectorial de la industria manufacturera y
extractiva; la concentración espacial de la gran industria en los centros
urbanos, que operan como foco de economías regionales coherentes, y una vida
cultural escindida por la racionalidad tecnológica y sus oponentes, en especial
el modernismo y el nacionalismo.
El surgimiento del capitalismo desorganizado consiste en la
desintegración de los espacios económicos nacionales gobernados por el Estado y
característicos de la fase anterior; en la expansión de un mercado mundial
dominado por corporaciones multinacionales, que debilita el poder económico de
los países, y en el crecimiento de las inversiones industriales en el Tercer
Mundo, que contribuye a la decadencia de la industria manufacturera en
Occidente. El efecto de todo lo anterior, combinado con el progresivo crecimiento
de la "clase de servicios", es minar la fuerza y coherencia del
movimiento laboral, contribuyendo a la erosión de la negociación corporativa y
al debilitamiento de una política basada en la lucha de clases. Por otra parte,
una serie de cambios espaciales, como la reubicación de la industria en zonas
alejadas de las grandes ciudades, promueve la decadencia de los centros
metropolitanos y la desintegración de las economías rurales. La vida cultural,
por último, es cada vez más fragmentaria y pluralista, modificación que se
refleja en el surgimiento del postmodernismo.42
Aunque Lash y Urry adoptan implícitamente una explicación multicausal de
los cambios descritos, otros autores que cubren el mismo terreno han preferido
centrarse en la relación entre la producción y el consumo. Los escritores
vinculados a la revista británica Marxism
Today argumentan que el capitalismo contemporáneo experimenta ahora el
surgimiento del "postfordismo". El concepto clave es aquí el de
"fordismo", desarrollado en particular por la "escuela de la
regulación" marxista francesa (Michel Aglietta, Alain Lipietz, Michel de
Vrooy y otros), aun cuando no puede imputarse a estos teóricos responsabilidad
alguna por la manera como han sido utilizadas sus ideas.43 El
fordismo debe entenderse, en primera instancia, como un sistema masivo de
producción que implica la estandarización de los productos, el uso a gran
escala de maquinaria apropiada únicamente para un modelo en particular, el
"manejo científico" propuesto por Taylor de las relaciones laborales,
el ensamblaje de productos en línea y la garantía de mercados masivos debida a
los altos costos fijos.
El fordismo se caracteriza, en segundo lugar, por la articulación de la
producción y del consumo masivos; por el uso de la propaganda para incitar a
los consumidores a adquirir productos estandarizados; por la formación de
mercados nacionales protegidos y por el intervencionismo de Estado, que utiliza
técnicas como el control keynesiano de la demanda y la transferencia de pagos
para impedir catastróficas caídas en el poder adquisitivo de la población. La
crisis de fines de los años sesentas y comienzos de los años setentas
significa, según estos autores, el fin del fordismo, y en su lugar habría
tomado forma una nueva variante del capitalismo llamada, sin mayor
originalidad, postfordismo. Pero así como el fordismo fue creado por
productores tales como el epónimo fundador del mismo, el postfordismo está
gobernado por el consumo. Los sistemas de reparto basados en computadores
permiten a los distribuidores evitar el excesivo almacenamiento de productos,
que era el problema del fordismo, y hacen posible dirigir los artículos a
grupos específicos de consumidores. El postfordismo, al mismo tiempo, ha
presenciado la disgregación del mercado masivo en nichos fragmentados en los
cuales el diseño se ha convertido en un importante punto de venta: las
mercancías ya no se adquieren sólo por el valor de uso que poseen, sino por el
estilo de vida que connota su diseño.
Estos cambios corresponden, dentro de la esfera de la producción, al
desarrollo de la "especialización flexible". Se introducen nuevas
tecnologías –como los sistemas flexibles de manufactura que ya no están
destinadas a un modelo particular y pueden adaptarse a una serie de propósitos.
El uso creciente de los computadores en la coordinación de la industria
posibilita, asimismo, el almacenamiento oportuno, con lo cual se aminoran los
gastos generales fijos. El tamaño de las plantas se reduce y el papel de los
obreros se modifica, puesto que los nuevos métodos de producción ya no
requieren la masa de operarios poco capacitados del fordismo, sino un núcleo
más pequeño, una fuerza de trabajo con múltiples habilidades, capaz de
participar activamente, a través de círculos de calidad y otros instrumentos
por el estilo, en los procesos laborales. Por debajo de este grupo, que en lo
habitual está compuesto por hombres blancos y bien remunerados, se encuentra la
fuerza laboral "periférica", mal remunerada, con empleos temporales,
a menudo de tiempo parcial, extraída de grupos oprimidos como las mujeres y los
negros, y que se extiende hasta las clases más pobres, sostenidas por un
restringido Estado benefactor. El postfordismo significa entonces un aumento de
ingresos y de libertad para algunos, y una disminución para otros.44
Los autores de estos análisis del capitalismo contemporáneo son culpables
de un reduccionismo tan feroz como el de Jameson, pero carecen de su habilidad
para ofrecer una explo ración matizada, precisa y elocuente de fenómenos culturales
concretos. Leer las descripciones de la "nueva era" en la revista Marxism Today es confrontar una versión
caricaturesca del tipo de totalidad expresiva criticada por Althusser, que
llega incluso a ofrecer listados contrapuestos de las características de la
"era moderna" y la "nueva era".
Los argumentos que buscan establecer conexiones entre diferentes fenómenos son
a menudo en extremo descuidados. Stuart Hall, por ejemplo, cuya conversión en
un maestro de la retórica ofuscadora, que confunde distinciones conceptuales
básicas, bien puede ser considerada una de las menores tragedias intelectuales
de la década de 1980, concede que "aún se debate si el ‘postfordismo’
existe," pero luego procede a afirmar que "cualquiera que sea la
explicación que acordemos, el hecho de verdad sorprendente es que esta `nueva
era' pertenece a una zona de tiempo marcada por la marcha del capital a través
del planeta y, al mismo tiempo, de la línea Maginot de nuestra
subjetividad".45 El aterrador reduccionismo desplegado aquí proviene,
por extraño que parezca, de uno de los críticos más persistentes de la presunta
tendencia marxista a identificar la superestructura ideológico-política con la
base económica. No obstante, los análisis del capitalismo desorganizado y del
postfordismo tienen al menos el mérito de que buscan mostrar cómo los cambios
sistemáticos de la economía capitalista justifican hablar de una era distintiva
postmoderna; más aún, tales explicaciones están fundamentadas en lo empírico,
al menos en cuanto se refieren a transformaciones que ya han ocurrido. La
dificultad reside en que exageran indebidamente la dimensión de estos cambios y
no consiguen conceptualizarlos de manera adecuada.
Estas fallas son más evidentes en el caso del contraste trazado entre el
fordismo y el postfordismo, objeto de rigurosas y devastadoras críticas tanto
teóricas como empíricas. En primer lugar, los teóricos del postfordismo
analizan en forma incorrecta el modelo de producción masiva del fordismo: en el
caso clásico de la industria automovilística, por ejemplo, gran parte de estos
equipos no son especializados y pueden ser utilizados de nuevo en la
fabricación de otros modelos. De cualquier manera, la dependencia del fordismo
con respecto a un producto único inmodiflcado al estilo del Ford modelo T o del
Volkswagen pequeño es algo excepcional y, además, el campo de aplicación de las
técnicas de producción masiva siempre ha estado limitado a la producción de
bienes de consumo durables (autos, productos eléctricos y electrónicos) y no
incluye industrias de consumo básicas como ropa y muebles, ni tampoco
industrias de procesamiento intensivas como el acero y los químicos.
En segundo lugar, la tesis de que los mercados masivos para productos
estandarizados se están disgregando carece de sustentación empírica. Hay una
gran demanda de productos durables "maduros" como autos, lavadoras y
refrigeradores, a los que se añaden en la actualidad nuevos artículos como
videograbadoras, equipos de sonido compactos, hornos microondas, lavadoras de
platos y procesadores de alimentos. La internacionalización del comercio ha
llevado a la fragmentación de los mercados en cuanto los productores locales,
que antes predominaban, se ven confrontados por los importadores, pero el
resultado típico de este enfrentamiento es que los productores masivos
sobreviven ofreciendo una variedad de modelos y combinando una participación
relativamente alta en el mercado doméstico con un aumento en las exportaciones.
En tercer lugar, la novedad de la "especialización flexible" ha
sido muy exagerada. Las nuevas tecnologías –el uso de robots en las fábricas de
automóviles, por ejemplo– se encuentran todavía dedicadas a la producción de
una generación de modelos específicos y, por otra parte, la introducción de los
sistemas flexibles de manufactura es costosa, pues exige un alto volumen de
producción para cubrir los gastos que conlleva.46 Finalmente, la
tendencia hacia una fuerza laboral dividida entre un "núcleo"
privilegiado y una "periferia" oprimida es también una gran
exageración que descansa en el supuesto, implausible en una época de intensa
competencia internacional, de que los empleadores pueden garantizar a algunos
de sus trabajadores un empleo seguro y bien remunerado.47
Estas
críticas no tocan los aspectos esenciales del análisis del
"capitalismo desorganizado" ofrecido por
Lash y Urry,48 autores que afirman que la decadencia del
"capitalismo organizado", en términos económicos, es una consecuencia
de la expansión mundial del capital: "Lo que ocurre ahora es que la
‘industria’ y las ‘finanzas’ han sido internacionalizadas, pero en circuitos
separados y descoordinados. Dichas circunstancias han debilitado masivamente a
las naciones individuales que colocan su economía dentro de uno de estos
círculos viciosos y hacen que el Estado no pueda regular ni orquestar su moneda
nacional.49 Esta tesis, sin embargo, no es creación original de Lash
y Urry y, en efecto, ha sido propuesta de manera consistente y brillante por un
marxista mucho más ortodoxo, Nigel Harris, para quien la internacionalización
del capital implica tres tendencias principales, todas evidentes durante la
larga bonanza de los años cincuentas y sesentas y que desde entonces se han
acelerado: el crecimiento del comercio internacional y ante todo del comercio
intraindustrial, que refleja la aparición de un "sistema global de
manufactura" en el que las fábricas de los países individuales participan
en un proceso de producción continuo y organizado a escala mundial; la
expansión de la inversión por parte de las compañías multinacionales, cada vez
más desvinculadas de toda base económica nacional, y la configuración de un
sistema financiero que se extiende a todo el mundo y cuyas operaciones están
por fuera del control de los gobiernos nacionales. El efecto acumulativo de estos
cambios, dramatizado por el surgimiento de los nuevos países industrializados
de América Latina y del Pacífico, es "el fin del capitalismo
nacional": ningún país está ya en condiciones de controlar las actividades
económicas dentro dé su territorio en una época en la cual los actores
principales son capitales que operar en un escenario mundial.50
En este caso, mucha más que en el del postfordismo, estamos ante
desarrollos cuya realidad e importancia son innegables. La integración mundial
del capital es cualitativamente mayor de lo que era en la generación anterior y
quizás la corroboración más importante de este aserto sea el hecho de que el
mercado mundial, bajo el impacto de las recesiones de mediados de los años
setentas y comienzos de los ochentas, no se desintegró en bloques comerciales
proteccionistas, uno de los rasgos principales de la depresión de los años
treintas. Sin embargo, es posible debatir todavía si los cambios ocurridos
equivalen al amanecer de una nueva era del capitalismo, "multinacional” o
"desorganizado". David M. Gordon ha sometido la tesis de la expansión
mundial de la producción y del surgimiento de una nueva división internacional
del trabajo a un cuidadoso análisis empírico, con sorprendentes resultados. En
1984 la participación de los países menos desarrollados (los llamados LDCs, de
acuerdo con su sigla inglesa) en la industria mundial era del 13.9%,
marginalmente inferior al 14.0% alcanzado en 1948 como resultado de la política
de sustitución de importaciones durante la Depresión y la Segunda Guerra
Mundial, pero que luego decayó durante la bonanza de los años cincuentas y
sesentas. Incluso en el período más reciente e inestable, comprendido entre
1973 y 1984, la participación de los nuevos países industrializados (NICs) sólo
se elevó del 7.1 % al 8.5%, lo que significa que lejos de que el capital
occidental haya inundado el Tercer Mundo, la participación de la inversión
extranjera directa dirigida a los países menos desarrollados permaneció
relativamente estable entre fines de la década de 1960 y comienzos de la de
1980.
Estas inversiones, por otra parte, además de buscar salarios bajos, se
vieron gobernadas ante todo por consideraciones más amplias, tales como el
tamaño del mercado local y la estabilidad política y económica de los países.
Gordon concluye que "presenciamos la decadencia de la economía mundial de
la posguerra más que la construcción de un sistema fundamentalmente nuevo y
perdurable de producción e intercambio". En respuesta a esta crisis,
caracterizada por el descenso de los márgenes de ganancia, por ciclos
comerciales sincronizados mundialmente, tasas de cambio volátiles y capitales
internacionalmente móviles que buscan inversiones en sectores de especulación,
el
papel del Estado se ha fortalecido sustancialmente desde comienzos de los años
setentas; las políticas estatales son cada vez más decisivas en el frente
internacional, no más inútiles. Los gobiernos se involucran cada vez más en la
dirección activa de la política monetaria y en las tasas de interés para
condicionar las fluctuaciones de la tasa de cambio y de los flujos de capital a
corto plazo. Ahora son potencial y realmente decisivos en la negociación de la
sobreproducción y en los acuerdos de inversión. Y, si esto puede sernos de
algún consuelo en una época de creciente conservadurismo monetario, todos,
incluidas las corporaciones transnacionales, son cada vez más dependientes de
una intervención estatal coordinada para la reestructuración y solución de la
dinámica de crisis subyacentes.51
El énfasis que hace Gordon sobre la continuada y en algunos aspectos
creciente importancia de las naciones es, en mi opinión, correcto.52
Si bien las décadas de 1970 y 1980 no presenciaron el regreso de los grandes bloques
comerciales del período comprendido entre las dos guerras, instituciones como
el Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas (GATT) han advertido a menudo la
creciente tendencia de los gobiernos a utilizar diversas formas de control de
las importaciones como instrumentos de negociación, en su esfuerzo por asegurar
el acceso de sus compañías a otros mercados internacionales: los conflictos de
los Estados Unidos con Japón a propósito de los productos electrónicos, por una
parte, y con la Comunidad Económica Europea a propósito de la política
agrícola, por la otra, son ejemplos de ello. Pero el caso más dramático de
intervencionismo de Estado tuvo lugar después del Lunes Negro, el 19 de octubre
de 1987, cuando Wall Street sufrió la más abrupta caída de su historia en los
precios de las acciones.
Enfrentado a un posible colapso mundial de las bolsas de valores, que a
su vez podía precipitar la quiebra del sistema financiero, el Estado intervino.
Alan Greenspan, presidente del banco central estadounidense o US Federal
Reserve Board, emitió un célebre comunicado de una frase el 20 de octubre:
"Conforme a nuestra responsabilidad como banco central de la nación,
afirmamos nuestra disposición de servir como fuente de liquidez para apoyar el
sistema económico y financiero".53 La Federal Reserve y otros
de los bancos centrales de Occidente bajaron las tasas de interés e inyectaron
ingentes sumas de dinero al sistema bancario para mantener a flote los mercados
financieros. Esta intervención en gran escala por parte del Estado impidió el
tipo de reacción en cadena que llevó a la quiebra de Wall Street en octubre de
1929 y a la bancarrota de los bancos a comienzos de la década de 1930, y de
allí a la más severa recesión en la historia del capitalismo. El resultante estímulo
de la demanda contribuyó a asegurar que 1988 fuese un año de rápido e
inesperado crecimiento económico.54
La habilidad de los Estados occidentales, que actuaron de común acuerdo
para convertir una recesión anunciada en una bonanza moderada, sugiere que los
rumores acerca de la muerte del intervencionismo de Estado han sido exagerados.
En efecto, mucho de lo que se ha escrito acerca de la expansión mundial del
capital adolece de una falta de perspectiva histórica. Martin Wolf sostiene:
Antes de 1914, la economía mundial estaba tan
integrada en muchos aspectos como lo está hoy en día y en ciertos aspectos
importantes aún más. De hecho, es posible considerar que la historia de la
economía internacional en los ültimos setenta años ha consistido en dos intentos
de restaurar los dos rasgos principales de la economía liberal internacional de
las períodos de 1870 y 1914. El primer intento fracasó durante la Depresión. El
segundo intento de reconstrucción comienza en el período inmediatamente
siguiente a la Segunda Guerra Mundial y ha continuado, con crecientes
dificultades, hasta la fecha. La relacion entre el comercio en manufacturas y
la producción mundial sobrepasó el nivel alcanzado en 1913 únicamente a fines
de la década de 1970. Esto concuerda con la experiencia de las siete
principales economías de mercado. La relación entre el comercio (exportaciones
más importaciones) y el PBI a mediados de los años ochentas estaba un poco por
encima de los niveles anteriores a la Primera Guerra Mundial en Francia y en Gran
Bretaña. En realidad, estaba un poco por debajo de estos niveles en Japón y ha
aumentado de manera importante sobre los niveles anteriores a 1914 sólo en el
caso de los Estados Unidos, Italia y Canadá. (Comparaciones confiables con
Alemania son imposibles, por razones obvias.)... la economía mundial (en 1914)
era casi tan abierta al comercio como lo es en la actualidad y, podríamos
argumentar, más abierta al flujo de capitales.55
Quizás resulte desorientador igualar la importancia del comercio y la inversión
internacionales en la economía mundial anterior a 1914 con la prevalencia del laissez faire, dado que en aquel
entonces ya se manifestaba la tendencia hacia la "organización" de
las economías nacionales individuales, hacia el surgimiento de los oligopolios,
los monopolios y los carteles, hacia la fusión de la banca y la industria bajo
la forma del capital financiero y hacia la creciente regulación de la vida
económica nacional por parte de lo que Hilaire Belloc ha denominado el
"Estado servil".56 No obstante, es evidente que la
"guerra de los treinta años" estudiada por Arno Mayer, la crisis
general que sacudió a los países occidentales entre 1914 y 1945 (ver sección
1.2), presenció la fragmentación del mercado mundial y la formación de lo que
Bucharin llama "monopolios capitalistas de Estado". En efecto, las
exigencias de la guerra mundial y la recesión económica propiciaron, en las
economías avanzadas, la fusión del Estado con el capital privado. Este
acoplamiento se intensificó no tanto en las economías de guerra de 1914-18 y
1939-45, sino durante la depresión de los años treintas, cuando las principales
potencias asumieron facultades de control sobre la inversión privada como parte
del esfuerzo por crear un bloque económico autosuficiente bajo su dominio. Las
políticas intervencionistas del denominado Gobierno Nacional británico, el New Deal de Roosevelt, los programas
nazis de armamento y de obras públicas y el primer plan quinquenal de la Rusia
de Stalin deben ser vistos entonces como variaciones sobre un mismo tema,
siendo el último caso el ejemplo extremo de una tendencia general y no la antítesis
de los demás.57
Las consecuencias desestabilizadoras de estos esfuerzos conjuntos entre
el Estado y los capitalistas precipitaron la Segunda Guerra Mundial y la
destrucción del antiguo orden europeo. La época de la posguerra ha consistido
en un retiro gradual de la fragmentación en bloques característica de los años
comprendidos entre 1914 y 1945, por una serie de razones: los acuerdos
institucionales diseñados al final de la guerra para promover un orden de libre
comercio dominado por los Estados Unidos (el acuerdo de Bretton Woods, etc.);
el surgimiento, en las décadas de 1950 y 1960, de un mercado mundial de grandes
proporciones y relativamente abierto, donde la competencia entre las
principales economías (los Estados Unidos, la Comunidad Económica Europea y el
Japón) no se convirtió en un conflicto estratégico gracias, en parte, a su
integración político-militar en la OTAN; las consecuencias acumulativas e
imprevistas de una serie de decisiones en las que se refleja, en particular, el
debilitamiento de la posición competitiva de los Estados Unidos frente a Europa
Occidental y al Japón y que llevaron al desarrollo de mercados financieros
internacionales desregulados (la creación, por ejemplo, del mercado de
eurodólares en los años sesentas); y, quizás la razón fundamental para los
marxistas ortodoxos, la reducción de los costos y el aumento de la
productividad generados por la organización de procesos industriales
mundialmente integrados.58
En todo caso, a pesar de la tendencia hacia la internacionalización del
capital, los Estados nacionales preservan un considerable poder para incidir en
la tasa de acumulación y en su distribución dentro de sus fronteras. Creer lo
contrario presupone a menudo una idea exagerada del poder del Estado en épocas
anteriores, que implica aceptar el teorema de la economía keynesiana según el
cual la intervención del Estado puede contrarrestar las crisis periódicas y
asegurar total empleo, teorema que ha servido a muchos para tratar de explicar
la bonanza de la posguerra. El tangible fracaso de los métodos keynesianos, que
no pudieron impedir las dos recesiones mundiales de mediados de los años
setentas y comienzos de los ochentas, se toma entonces como evidencia para
argumentar que el intervencionismo de Estado ya no puede producir un
crecimiento económico libre de crisis. Por esta razón es importante hacer
énfasis sobre los límites del poder del Estado durante el apogeo del
"capitalismo organizado", después de 1914, y en la época
inmediatamente siguiente a la posguerra.
Ningún Estado pudo lograr una completa autarquía económica durante la
fragmentación del mercado mundial en los años treintas, ni siquiera la Rusia de
Stalin, donde una de las principales funciones de la colectivización forzada de
la agricultura, en 1928-29, fue incrementar las exportaciones soviéticas de
grano –que aumentaron 56 veces su volumen entre 1928 y 1931– para financiar la
importación de las plantas y de los equipos necesarios para la
industrialización, a costa de la vida de millones de campesinos que murieron de
hambre o fueron deportados a los campos de trabajo.59 Por otra
parte, ni la prolongada bonanza de los años cincuentas y sesentas, ni tampoco
las recesiones de los años setentas y ochentas, pueden considerarse como el
éxito y posterior fracaso de la gerencia keynesiana de la demanda. El propio
Keynes argumentó que "el ciclo comercial debe entenderse... como algo
ocasionado por un cambio cíclico en la eficiencia marginal del capital",
concepto equivalente a la noción marxista de tasa de ganancia.60 La
larga bonanza de las décadas de 1950 y 1960 no reflejó tanto la exitosa
intervención del Estado como el efecto de los altos niveles de gastos
armamentistas durante los tiempos de paz, que detuvieron lo que se conoce con
el nombre de "tendencia decreciente de la tasa de ganancia". Fue la
caída de esta "economía armamentista permanente", a fines del decenio
de 1960, lo que produjo la crisis que desató la recesión mundial de la década
de 1970.61 El Estado, sin embargo, no era omnipotente antes de 1970,
ni fue impotente después.
Resulta importante resaltar el argumento de que los Estados nacionales
conservan todavía una considerable fortaleza económica, pues en los años
ochentas presenciamos una de las demostraciones principales de su validez, aún
más sorprendente si tenemos en cuenta que el uso del poder estatal fue
encubierto por un gran despliegue retórico de laissez faire. La economía estadounidense experimentó una drástica
recuperación durante 1983 y 1984, que fue seguida por un largo período
decrecimiento menos rápido y estable pero no menos real. El gobierno de Reagan
explicó este "regreso a la prosperidad" como una consecuencia de su
política de promoción de la empresa privada. De hecho, sucedió todo lo
contrario. Anatole Kaletsky describió la bonanza estadounidense de estos años
como "el triunfo de John Maynard Reagan", como el resultado de
"una política de reflación de la demanda completamente keynesiana".62
Dos formas de intervencionismo de Estado resultaron decisivas. En primer
lugar, la Federal Reserve, después de haber contribuido a precipitar la
recesión de 1979-82 a través de una restricción monetaria destinada a impedir
una mayor depreciación del dólar, comenzó, en el verano de 1982, a aumentar el
suministro de dinero en un esfuerzo por detener la quiebra de los bancos
después del incumplimiento del pago de la deuda externa por parte de México,
una política continuada por medidas tales como el rescate de Continental
Illinois en 1984 y por la respuesta que se dio al Lunes Negro en octubre de 1987.
En segundo lugar, la política económica de Reagan, que implicó un
redistribución del ingreso de los pobres hacia los ricos a través de impuestos
y recortes al bienestar social, así como un drástico aumento del presupuesto
para la defensa financiado primordialmente por préstamos del gobierno,
significó un estímulo de la demanda efectiva que ayudó a la recuperación de la
economía estadounidense. El "regreso a la prosperidad" de Reagan, por
lo tanto, no representa la magia del mercado, sino un extraordinario ejercicio
de "keynesianismo militar".63
Uno de los más importantes desarrollos de la economía política occidental
durante la segunda mitad de la década de 1980 fue una cierta generalización de
este modelo. La eco nomía británica disfrutó en 1987-88 su primera bonanza
verdadera desde comienzos de los años setentas, y ésta no fue una consecuencia
de la falta de reglamentación ni del laissez
faire, sino de las medidas oficiales adoptadas para reactivar la economía:
en 1986, el gobierno de la señora Thatcher abandonó los intentos anteriores de
controlar el suministro de dinero y permitió que la libra esterlina se
depreciara frente a otras monedas; la abolición de todos los controles al
crédito hizo posible un incremento de la deuda del sector privado de poco más
de £100 mil millones en 1983 a £250 mil millones en 1987; asimismo, durante el
segundo y tercer periodo de gobierno de la señora Thatcher presenciamos un
cambio decisivo hacia una combinación de drásticos recortes en los impuestos
personales y en los pagos del bienestar social, semejantes a los de la política
económica de Reagan.64
Por otra parte, y de mucha mayor importancia para la economía mundial, el
gobierno japonés respondió a la recesión de 1985-86, inducida por el alza del
yen frente al dólar, adoptando en mayo de 1987 un paquete de medidas
keynesianas clásicas que incluían un programa masivo de obras públicas
diseñadas para compensar las exportaciones perdidas con un incremento del
consumo doméstico, política que permitió al Japón, al igual que a Inglaterra,
obtener un rápido crecimiento del producto bruto interno en 1987-88. La
respuesta de los principales gobiernos occidentales a la quiebra del mercado de
valores en 1987 subrayó la orientación keynesiana de la política económica y
configuró una especie de ironía histórica, ya que las prescripciones
promulgadas por Keynes, a las que erróneamente se atribuye la prolongada
prosperidad de los años cincuentas y sesentas, tuvieron un decisivo impacto
económico en una década en la cual su pensamiento había caído en desgracia y
había sido desplazado, al menos ante quienes diseñaban las políticas y en los
círculos académicos, por las utopías reaccionarias de Hayek y de Friedman.
El regreso a las medidas keynesianas, sin embargo, no ha significado en
absoluto una solución a los problemas que enfrenta la economía mundial. Mike
Davis, cuyos escritos acerca del capitalismo estadounidense durante la era de
Reagan son brillantes, describió la recuperación económica de los Estados
Unidos en la década de 1980 como "una prosperidad patológica", y
señaló "la tendencia general que se advierte en el proceso de distribución
de utilidades hacia los ingresos provenientes de la colocación de capitales a
interés, con el resultante fortalecimiento de un bloque de neorrentistas
reminiscente del capitalismo especulativo de los años veintes". Al mismo
tiempo, observó "la sorprendente reorientación de las principales
corporaciones industriales estadounidenses, que se alejan de los mercados
masivos de bienes durables de consumo hacia sectores volátiles de alto rendimiento,
tales como la producción militar y los servicios financieros".65
La bonanza de Reagan, en otras palabras, no significó un resurgimiento de
la fortuna global de la industria norteamericana. Por el contrario, la
fortaleza del dólar en la primera mitad de los años ochentas –una consecuencia
de las altas tasas de interés requeridas para atraer a los prestamistas
extranjeros, de quienes llegó a depender la venta de la deuda del gobierno de
los Estados Unidos– promovió una ulterior penetración de importaciones por
parte de Japón, Europa Occidental y los nuevos países industrializados del
sudeste asiático, y hacia mediados de la década el monumental déficit de la
balanza de pagos de los Estados Unidos y su deuda externa representaban una
importante dislocación de las relaciones económicas internacionales. El
carácter especulativo de la bonanza, caracterizado por frenéticas batallas de
fusionamiento empresarial, adquisiciones irregulares, compras clientelistas y
otros rasgos típicos de un clásico mercado de especulación, era un reflejo de
la caída de la rentabilidad industrial y del consiguiente desplazamiento de las
inversiones hacia los papeles financieros y los bienes raíces.
Una comisión presidencial informó en 1985: "Durante los últimos
veinte años, las tasas reales de ganancia sobre los bienes manufacturados han
bajado. Las utilidades previas a impuestos están muy por debajo de las de las
inversiones financieras alternativas, y esto hace que los inversionistas pongan
en duda la sabiduría de colocar sus fondos en el sector manufacturero, de vital
importancia para los Estados Unidos".66 Una serie de factores
contribuyeron a internacionalizar el auge del mercado de valores: el desarrollo
de un mercado mundial de títulos, la desregulación y la expansión general del crédito.
El Financial Times se quejó en la
primavera de 1987 de que "los mercados financieros parecen haberse
liberado de las restricciones del mundo real... y disfrutan de un baile
celestial sobre sus propias creaciones". Los precios accionarios más altos
se dieron en el Japón, el centro industrial del comercio mundial, y en la bolsa
de valores de Tokio "incluso los endurecidos profesionales comenzaron a
palidecer".67
El Lunes Negro, al igual que su predecesor, el Martes Negro del 24 de
octubre de 1929, representó la corrección obligada de unas circunstancias en
las cuales se había permitido al sector financiero una extensión exagerada en
comparación con la base industrial, relativamente deprimida, del capitalismo
occidental. La intervención del Estado, aunque impidió la repetición de la
secuencia que condujo de la quiebra financiera a la recesión mundial en
1929-31, no consiguió abolir las contradicciones que habían ocasionado la
quiebra en primer lugar. El Financial
Times observó, casi un año después del Lunes Negro: "Los gobiernos de
todo el mundo solucionaron el problema inmediato de la crisis de confianza
después de la quiebra arrojando dinero sobre ella, pero ahora han añadido la
inflación a los problemas de las distorsionadas balanzas de pagos y han sobreextendido
a los bancos".68 Los años ochentas fueron extraordinarios, y lo
fueron tanto por el carácter sostenido de la recuperación a comienzos de la
década como por los frágiles fundamentos que le sirvieron de base.
Una tercera e importante recesión fue evitada gracias a la combinación de
intervencionismo de Estado, creciente endeudamiento y pura suerte; el análisis
que hace David Stockman de la política económica del primer gobierno de Reagan
en The Triumph of Politics destruye
la creencia de que la recuperación haya tenido algo que ver con la sabiduría o
prudencia de quienes gobernaban a los Estados Unidos. La relativa prosperidad
de mediados y fines de la década pasada no señaló, por consiguiente, el
comienzo de una nueva era de expansión capitalista comparable a la de los años
cincuentas y sesentas, sino que representó un episodio de crecimiento acelerado
y malsano en medio de lo que Gordon ha descrito como "la decadencia de la
economía global de la posguerra". El capitalismo de los años ochentas
cumple sin duda el mandato de Nietzsche: "¡Vivid peligrosamente!
¡Construid vuestras ciudades cerca del Vesubio!".69
5.4 El
espejo del fetichismo de la mercancía:
Baudrillard
y la cultura del capitalismo tardío
Una de las razones por las cuales muchos han creído presenciar el
advenimiento de una nueva era en las dos décadas precedentes, bien sea que se
piense en términos de "sociedad postindustrial" o de una nueva fase
del capitalismo, es el difundido sentimiento de que la cultura occidental ha
experimentado durante este período una profunda transformación. La misma idea
ha sido expresada en diversos lenguajes políticos e intelectuales. Dentro de la
izquierda, Christopher Lasch ha anunciado el advenimiento de una nueva
personalidad narcisista, "producto final del individualismo burgués":
"Adquisitiva, en el sentido de que sus deseos no tienen límite, no acumula
bienes y provisiones para el futuro, a la manera del individualista previsor de
la economía política del siglo XIX, sino que exige gratificación inmediata y
vive en un estado de inquieto y perpetuamente insatisfecho deseo".70
Más hacia la derecha, Daniel Bell ha explorado "las contradicciones
culturales del capitalismo" y ha sostenido que éste, en su fase tardía, ha
subvertido los fundamentos morales de la sociedad burguesa, arraigados en la
ética protestante, a través de la promoción de un mercado masivo dirigido a la
satisfacción inmediata de los deseos del consumidor, en tanto que el modernismo
ha minado la antigua confianza en la razón científica.71
Para los novelistas Saul Bellow y Martin Amis, la Norteamérica
contemporánea es un "infierno de débiles mentales" (la frase es en
realidad de Wyndham Lewis), un caos siniestro y decentrado donde el individuo
autónomo y la tradición cultural se ven cada vez más desplazados por una masa
violenta y analfabeta, lobotomizada por la televisión, incapaz de todo
entendimiento coherente, con lapsos de atención cada vez menores mientras salta
de canal en canal, un punto de vista acerca del presente que Bellow y Amis tratan
de exponer en novelas tales como The
Dean's December y Money.72.
Se considera por lo general a los años sesentas como el momento decisivo de
esta transición cultural; Gilles Lipovetsky sostiene, por ejemplo, que la
consecuencia más importante de los acontecimientos ocurridos en mayo de 1968
fue, contrariamente a la intención de sus protagonistas, promover el
individualismo narcisista que él, al igual que otros estudiosos del tema,
consideran como el rasgo dominante de las décadas de 1970 y 1980.73
Los ritos funerarios realizados por la crítica cultural contemporánea en
honor del individuo autónomo y racional de la modernidad lindan en ocasiones
con lo apocalíptico. Resulta apropiado, entonces, que el teórico social á la mode sea ahora Baudrillard, para quien
las declaraciones apocalípticas no son nada extraordinario. Los fenómenos
culturales sobre los cuales se concentran otros autores son para él meros
síntomas de un cambio más fundamental, que nos despoja de la capacidad de
hablar de un mundo independiente de nuestras representaciones, de distinguir
entre lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario. La postmodernidad, nos
dice, se caracteriza por la "simulación". A diferencia de la
problemática de la representación, que se ocupa de la relación (del reflejo,
distorsión o como quiera llamárselo) entre las imágenes y una "realidad
básica", la simulación "no guarda relación con ninguna realidad en
absoluto: es su propio simulacro puro". El tipo de distinciones trazadas
por las investigaciones teóricas desde el resurgimiento de Platón durante el
Renacimiento –entre esencia y apariencia, por ejemplo– carecen de sentido en la
era de lo "hiperreal", de "lo
que ya está siempre de antemano reproducido" , y en lugar de un mundo
representado más o menos adecuadamente en imágenes, tenemos un mundo de
imágenes, evocaciones alucinatorias de una realidad inexistente.
Este mundo dantesco es un producto histórico, el resultado de los cambios
técnicos que hacen posible la reproducción masiva de los productos culturales
–ante todo la televisión–, pero más fundamentalmente, es el resultado del
capitalismo: "Fue el capital lo que primero se nutrió, a través de su
historia, de la destrucción de todo referente, de toda meta humana, el que hizo
estallar en pedazos toda distinción ideal entre lo verdadero y lo falso, entre
el bien y el mal, para establecer una ley radical de equivalencia e
intercambio, la férrea ley de su poder". El resultado de lo anterior es un
mundo sin profundidad, una hiperrealidad de puras superficies: "No más
sujeto, punto focal, centro o periferia: pura flexión o inflexión circular. No
más violencia ni vigilancia: solo ‘información’, virulencia secreta, reacción
en cadena, lenta implosión y simulacro de espacios donde entra en juego el
efecto de realidad". La crítica de las ideologías ya no resulta, por lo
tanto, apropiada, pues "la ideología corresponde a la traición de la
realidad por los signos, y la simulación corresponde a un corto circuito de la
realidad y a su duplicación en el signo".74 Todas las
estrategias convencionales de la izquierda, reformista o revolucionaria,
carecen de sentido; la única forma de oposición que nos queda es la del
silencio y la apatía de las masas, la de su rechazo a ser incorporadas,
manipuladas o representadas, incluso (o especialmente) por los partidos
socialistas (ver sección 3.4).75
El análisis ofrecido por Baudrillard es una mala réplica del pensamiento
de Nietzsche, quien negó toda realidad más allá de la experiencia inmediata y
abogó por el consiguiente repudio de todo "modelo profundo" de
interpretación que reste valor a la superficie de las cosas en favor de una
esencia subyacente. Baudrillard cita con aprobación las palabras del pensador
alemán cuando dijo: "¡Abajo con todas las hipótesis que han permitido
creer en un mundo verdadero!",76 pero lo distintivo de su
posición es que atribuye a un estadio particular del desarrollo social aquello
que Nietzsche considera propiedades del mundo, propiedades a las que se otorga
una importancia central en el arte moderno, como la superficialidad, la
ambivalencia, la inestabilidad.
"El problema fundamental...", anota Baudrillard, "se
refiere a la destrucción simbólica de todas las relaciones sociales, debida no
tanto a la propiedad de los medios de producción como al control del código. Se
trata de una revolución dentro del sistema capitalista de la misma importancia
que la revolución industrial".77 Por consiguiente, "es
ahora al nivel de la reproducción (modas, medios, publicidad, información y
sistemas de comunicación), al nivel de lo que Marx, con negligencia, llamó
sectores inesenciales del capital (con lo cual podemos apreciar la ironía de la
historia), esto es, en la esfera de los simulacros y del código, donde se fundamenta
el proceso global del capital". Lo hiperreal, además, es un mundo
estetizado: "En la actualidad, cuando lo real y lo imaginario se confunden
en la misma totalidad operativa, la fascinación estética está en todas
partes... La realidad misma, completamente impregnada por una estética
inseparable de su propia estructura, ha llegado a confundirse con su propia
imagen”.78
Los Estados Unidos, declara Baudrillard en Amérique (1986), son a la vez "la última sociedad primitiva contemporánea” y la "versión original
de la modernidad", donde todas las tendencias hacia la hiperrealidad y la
simulación antes descritas se realizan plenamente. El carácter distintivo del
"modo de vida norteamericano" se sintetiza en los grandes desiertos
de este país, pues "el desierto es una forma sublime, distanciada de toda
sociabilidad, de toda sexualidad". Tierra de superficies brillantes, del
"incontenible desarrollo de la inequidad, la banalidad y la
indiferencia", los Estados Unidos han realizado la "antiutopía"
del postestructuralismo francés, "la de la sinrazón, la
desterritorialización, la indeterminación del sujeto y del lenguaje, la
neutralización de todos los valores, la muerte de la cultura". La
diferencia entre Norteamérica y Europa, agrega Baudrillard, reside en que
"aquí sólo conseguimos soñar y ocasionalmente pasar a la acción, mientras
que la Norteamérica pragmática extrae las consecuencias lógicas de todo lo que
nosotros podamos concebir". Europa y ante todo sus intelectuales, están
marcados todavía por "la revolución de 1789", "con el sello de
la Historia, del Estado y de la Ideología", y actúan como "la
consciencia infeliz de esta modernidad" que Norteamérica ha realizado
irreflexivamente.
"En este sentido es ingenua y primitiva, no conoce la ironía del
concepto, no conoce la ironía de la seducción, no ironiza sobre el futuro o el
destino; ella actúa, materializa". El dibujo que luego nos presenta de los
Estados Unidos es una versión del mito del Buen Salvaje, en el cual se asume la
idea estereotipada de una Norteamérica ingenua, ignorante, irreflexiva y
brutal, pero donde los juicios de valor habitualmente asociados con este
concepto se invierten, de manera que los europeos se estigmatizan como simples
observadores ineficientes, preocupados todavía por la naturaleza de la
modernidad, en tanto que Norteamérica realiza sus sueños y sus pesadillas. El
contraste trazado por Baudrillard entre los Estados Unidos y Europa sigue
siendo sorprendentemente banal, el residuo de innumerables ensayos
superficiales escritos durante el pasado siglo y medio. Por otra parte, el
entusiasmo que manifiesta por la "hiperrealidad" norteamericana lo
lleva en ocasiones a adoptar una posición claramente apologética, como cuando
nos dice que "no hay policías en Nueva York", una ciudad cuya fuerza
pública se ha hecho famosa en los últimos años por su racismo y sus métodos
brutales.79
El resultado de los análisis de Baudrillard es la justificación de una
especie de dandismo intelectual. En un mundo que ha asumido las propiedades de
una obra de arte moderno, el intelectual debe abandonar las tareas
tradicionales de la investigación teórica y no tratar de descubrir la
estructura subyacente a la apariencia de las cosas. La crítica no tiene sentido
allí donde "ya no existe una distancia crítica y especulativa entre lo
real y lo racional".80 Todo lo que queda son belles lettres, proposiciones teóricas
insustanciales que se conjugan con insulsos apercus,
como sucede con tanta frecuencia en Amérique.
Sin duda, los escritos recientes de Baudrillard son un caso extremo de aquello
que Jacques Bouveresse define como "un tipo de trabajo que intenta, con un
éxito muy relativo, compensar la ausencia de una argumentación propiamente
filosófica con efectos literarios, y la ausencia de cualidades propiamente literarias
con pretensiones filosóficas".81 Esta oscilación ambivalente
entre la filosofía y la literatura oculta el problema, inherente al legado
teórico de Nietzsche, acerca de la condición del propio discurso de
Baudrillard. Algunas de sus formulaciones parecen tratar la simulación como
algo que le ha sucedido a la
realidad: "la realidad misma... completamente impregnada... ha sido
confundida...".
Esto suena como si un mundo previamente existente hubiera sufrido cambios
estructurales –la confusión de imagen y realidad, etc.–, pero, en tal caso,
podríamos entonces analizar estos cambios y explorar la posibilidad de que no
sean tan trascendentales como lo cree Baudrillard, sino susceptibles de ser
modificados por eventos posteriores: ¿podría abolirse la hiperrealidad, por
ejemplo, y de ser así, cómo? En contraposición con esta tesis relativamente
débil, Baudrillard propone la idea de que, dada la naturaleza de lo hiperreal,
caracterizado por la sustitución de lo real por sus imágenes, ya no podemos
hablar con coherencia de una realidad independiente de tales imágenes. No
obstante, ¿cómo podría entonces cualquier persona, prisionera de la simulación,
como somos al parecer todos, describir su naturaleza y dar cuenta de la
transición de lo real o lo hiperreal? Baudrillard se ve atrapado en uno de los
dilemas característicos del pensamiento de Nietzsche, el de cómo sustentar la
tesis de que hemos sobrepasado un mundo en el cual resulta adecuada la
investigación teórica sin apoyarse en los supuestos y procedimientos de una investigación
semejante (ver sección 3.3). Una manera de eludir esta "contradicción
realizativa" es, como observa Habermas, eliminar la distinción entre
filosofía y literatura, pues las "exigencias de consistencia... pierden su
autoridad, o al menos quedan subordinadas a otra clase de exigencias, por
ejemplo, exigencias de tipo estético, en cuanto la lógica pierde su tradicional
primacía sobre la retórica". El esteticismo de Baudrillard, al igual que
el de Derrida, es un intento por evadir las aporías de la crítica de la razón
de Nietzsche.82
Tratada como tesis puramente empírica, la idea de Baudrillard según la
cual es "en la esfera de los simulacros y del código... donde se
fundamenta el proceso global del capitalismo" resulta vulnerable a los
argumentos desarrollados en las secciones 5.1 y 5.3. La proliferación de
fenómenos de "reproducción (modas, medios, publicidad, información y
sistemas de comunicación)" exige una vasta expansión de la producción
material, y la mayor circulación de las imágenes depende de una variedad de
productos físicos como televisores, grabadoras de video, satélites y similares.
En un sentido más fundamental, la gente no sólo vive de televisión, sino que
debe satisfacer sus necesidades cotidianas de alimento, ropa y techo, con lo cual
la organización y el control de la producción sigue siendo un factor
determinante de la naturaleza de nuestras sociedades. No obstante, y a pesar de
lo insípido de las tesis de Baudrillard, quedaría un interrogante al que
debemos responder. ¿Ha habido una ruptura cultural cualitativa en las dos
décadas precedentes, que nos sitúa en un infierno de débiles mentales
narcisistas y cretinizados por la televisión? Aun cuando rechacemos las
categorías de Baudrillard como instrumentos adecuados para conceptualizar los
cambios que al parecer ha sufrido la cultura occidental, no podemos desconocer
el problema. Y aunque es imposible despachar en unas pocas páginas los
complejos asuntos suscitados por sus escritos, vale la pena hacer al menos
algunas observaciones.
La primera es que sería un error exagerar la novedad de las tendencias
culturales identificadas por los comentaristas contemporáneos. Richard Sennet
sostiene que el origen de la personalidad narcisista, que no conoce límites
entre ella misma y el mundo y que exige la gratificación inmediata de sus
deseos, así como su contexto más amplio, "la sociedad íntima", donde
las relaciones sociales se tratan como pretextos para la expresión de la propia
personalidad, reside en la erosión de la vida pública impersonal ocurrida en la
Europa del siglo XIX. Sennet considera tres tendencias principales como
responsables del "cambio fundamental en las ideas de lo público y lo
privado que siguió a las grandes revoluciones de fines del siglo XVIII y al
surgimiento de un capitalismo industrial nacional en épocas más modernas":
en primer lugar, los efectos del desarrollo de la industria misma, es decir,
"las presiones hacia la privatización suscitadas por el capitalismo en la
sociedad burguesa del siglo XIX", que hicieron de la familia nuclear
"un refugio de los terrores de la sociedad"; en segundo lugar, el
surgimiento de "un código de lo inmanente", según el cual "lo
inmanente, el instante, el hecho, es una realidad en y por sí misma" que
no precisa de una interpretación a la luz de "un esquema preexistente para
ser comprendida"; en tercer lugar, la transformación de la vida pública en
un ámbito donde "la persona puede escapar a las cargas de [la vida
familiar idealizada]... mediante un tipo especial de experiencia, entre extraños
o, más importante aún, entre personas destinadas a permanecer siempre como
extraños", y donde una silenciosa y pasiva masa de espectadores observa la
extravagante expresión de la personalidad de unos pocos: el fáneur de Baudelaire, el artista
romántico, el líder político. La "sociedad íntima" contemporánea
habría llegado incluso a la abolición de este tipo de esfera pública, y la
política sería ahora una manera de proyectar, a través de los medios
electrónicos, la personalidad del líder "carismático" a una audiencia
de masas, que establece una relación completamente pasiva entre ambos y los
aísla entre sí. Este y otros fenómenos relacionados serían las consecuencias de
la transformación de la vida pública en instrumento de expresión de la
personalidad, ocurrida en el siglo XIX. "Personalidad pública era una
contradicción en los términos; en última instancia, destruyó el término
público... Así, el fin de la creencia en la vida pública no constituye una
ruptura con la cultura burguesa del siglo XIX, sino una intensificación de sus
términos".83
Es posible entonces argumentar con plausibilidad que
el individualismo narcisista contemporáneo tiene profundas raíces históricas, y
existe una forma particular de teorizar los procesos culturales discutidos aquí
por parte de las ideas de Marx acerca del "fetichismo de la
mercancía". Marx sostiene que en un sistema de producción de mercancías
generalizado, donde la actividad social de la producción en las empresas
particulares está mediada por la circulación de los productos del trabajo en el
mercado, "la relación social definida entre los hombres mismos... asume
aquí, para ellos, la forma fantástica de una relación entre cosas".84
David Frisby ha mostrado cómo la noción de fetichismo de la mercancía
suministró el leitmotiv de algunos de
los principales críticos culturales alemanes de comienzos del siglo, incluidos
no sólo los marxistas Walter Benjamin y Siegfried Kracauer sino también George
Simmel, cuyo libro La filosofía del
dinero contiene apartes que, según uno de sus reseñistas, "parecen una
traducción de las discusiones económicas de Marx al lenguaje de la
psicología".85
Simmel, Kracauer y Benjamín se concentraron en los nuevos modos de
percepción desarrollados como resultado de la aparición de un capitalismo
moderno y urbano, y sorprende cuán contemporáneas resultan algunas de sus
consideraciones. Las de Simmel sobre el papel del estilo como un medio de
preservar la distancia y a la vez de establecer la existencia de atributos
compartidos en una cultura intensamente individualista y subjetiva, aun cuando
escritas a fines del siglo XIX, habrían podido redactarse con la década de 1980
en mente.86 Benjamin se refirió a la novedad como "una cualidad
que no depende del valor de uso de la mercancía", "la quintaescencia
de la falsa consciencia, cuyo agente incansable es la moda. Esta ilusión de
novedad se refleja, como un espejo en otro, en la ilusión de una infinita
igualdad".87 El intercambio de mercancías reduce la diferencia
a la identidad, ya que el paso del tiempo degrada cada "innovación" a
un elemento más en una secuencia infinita, en virtud del hecho de que ya no es
"la última", una observación que, aunque fue formulada respecto del
París del siglo XIX, preserva toda su pertinencia en una cultura dominada por
lo que Harold Rosenberg llama "la tradición de lo nuevo".
Existen dos intentos recientes de utilizar el concepto de fetichismo de
la mercancía para explicar la cultura capitalista del siglo XX. Uno de ellos
es, desde luego, la crítica a la "industria de la cultura" elaborada
por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de
la Ilustración, y el segundo es el análisis desarrollado por Guy Debord y
otros miembros de movimiento situacionista en los años sesentas. Parodiando la
frase con que se inicia El capital,
Debord afirma que "toda la vida de las sociedades donde reinan las
condiciones modernas de producción se anuncia como una acumulación inmensa de
espectáculos," y agrega que el espectáculo, "en todas sus formas
específicas, como información o propaganda, publicidad o consumo directo de
entretenimiento", debe ser visto como "una relación social entre las
personas mediada por imágenes". Como tal, la "sociedad del
espectáculo" es "la realización absoluta" del "principio
del fetichismo de la mercancía".88
Si bien Baudrillard admite la influencia de los situacionistas, rechaza
sin tapujos sus ideas: "No vivimos ya la sociedad del espectáculo... como
tampoco los tipos específicos de alienación y represión que ésta
conlleva".89 Podemos presumir que ello se debe a que conceptos
como los de alienación y represión presuponen la existencia de algo alienado o
reprimido. Debord afirma decididamente que la sociedad del espectáculo implica
un forma distorsionada de relación social, habla de "la praxis social
global escindida entre realidad e imagen" y "dice que "dentro de
un mundo puesto realmente de cabeza, lo verdadero es el movimiento de lo
falso".90 Todo lo anterior es anatema para Baudrillard, para
quien realidad e imagen, falso y verdadero, se confunden de manera endémica en
el mundo hiperreal de la simulación.
La tradición que ha desarrollado la teoría de Marx acerca del fetichismo
de la mercancía es, por lo tanto, una tradición comprometida con la idea de
adelantar la critica de la realidad existente como parte de la lucha por lo que
Marx llama "la emancipación humana". No obstante, considerarla como
un proyecto que merece la pena continuarse no significa en absoluto suscribir
en forma acrítica todas las formulaciones teóricas de quienes trabajan dentro
de este proyecto. Adorno y Horkheimer, por ejemplo, llevan al extremo un
peligro inherente a la noción del fetichismo de la mercancía cuando insisten en
que las operaciones del mercado inducen automáticamente la aceptación del
capitalismo por parte de las masas,91 y las conclusiones políticas
del quietismo pesimista de la Escuela de Frankfurt en sus inicios, así como el
comunismo ultraizquierdista de los situacionistas, son bastante discutibles.
Sin embargo, una de las ventajas de relacionar los cambios ocurridos en la
consciencia social con la relativa invasión de la vida cotidiana por parte de
las relaciones de mercado, es que somete la crítica cultural apocalíptica, al
estilo de Baudrillard, a la disciplina de la exploración social de los procesos
socioeconómicos.
En este contexto, el concepto de fordismo elaborado por la escuela
regulacionista puede aplicarse con provecho. El poder explicativo del concepto
es limitado, pues no da cuenta de cómo consiguió evadir el capitalismo, durante
su larga etapa de prosperidad, la tendencia a la caída de la tasa de ganancia,
ni de las razones por las cuales no pudo evadirla en las décadas de 1930 y
1970.92 Por otra parte, los teóricos del fordismo (y más aún los del
postfordismo), como lo vimos en la sección anterior, exageran la prevalencia de
las técnicas fordistas (o postfordistas) de producción. Sin embargo, no deja de
ser cierto que la articulación entre la producción y el consumo masivos es un
rasgo central de las economías capitalistas del siglo XX. Aglietta sostiene que
una de las consecuencias del fordismo es la mercantilización sistemática de la
vida cotidiana, y afirma que "con el fordismo..., las relaciones
mercantiles extienden su dominio a las prácticas de consumo. Es éste un modo de
consumo reestructurado por el capitalismo, porque el tiempo dedicado al consumo
experimenta una creciente densidad en el uso individual de las mercancías y una
significativa disminución de las relaciones interpersonales no
mercantiles".
Para Aglietta, la "norma de consumo" creada por el fordismo
"está gobernada por dos mercancías: la vivienda estandarizada, lugar
privilegiado de consumo, y el automóvil como medio de transporte compatible con
la separación entre el hogar y el sitio de trabajo". Ambas mercancías –y
en especial, desde luego, el automóvil– fueron sometidas a la producción masiva
y la adquisición de ambas exige una "amplia socialización de las
finanzas" bajo la forma de nuevas o ampliadas facilidades de crédito
(compra a plazos, hipotecas, etc.). Más aún, "las dos mercancías básicas
del proceso de consumo masivo crearon complementariedades que producen una
gigantesca expansión de las mercancías, apoyada por una diversificación
sistemática de los valores de uso". Por último, el consumo masivo del
fordismo requirió "la creación de una estética funcional (‘diseño’)",
que implica adaptar los valores de uso a las normas de la producción masiva y
estandarizada, y que
duplicó la relación real entre individuos y objetos en una
relación imaginaria. No contento con crear un espacio de objetos de la vida
cotidiana como apoyo del universo capitalista de las mercancías, suministró una
imagen de este espacio a través de técnicas publicitarias. Esta imagen fue
presentada como la objetivación de la categoría del consumo que los individuos
podían percibir fuera de sí mismos. El proceso de reconocimiento social fue
externalizado y fetichizado. Los individuos no se interpelaron unos a otros
inicialmente como sujetos, de acuerdo con su posición social: fueron
interpelados por un poder exterior, que difunde un retrato robotizado del
"consumidor".93
A pesar del
funcionalismo implícito en el argumento de Aglietta, resulta sugestivo por
cuanto vincula aquellos fenómenos culturales de los que se ocupan Horkheimer,
Adorno y los situacionistas con ciertas transformaciones del capitalismo. Uno
de los interrogantes que deben responder los teóricos de la postmodernidad es
el de si han ocurrido cambios cualitativos en los últimos veinte años que
justifiquen hablar de una nueva época histórica. Incluso Bell nos previene en
contra de hacer exageradas pretensiones a este respecto:
En términos de la vida cotidiana de los individuos, se
experimentó un cambio mayor entre 1850 y 1940 –cuando se introducen los ferrocarriles,
los barcos de vapor, el telégrafo, la electricidad, el teléfono, el automóvil,
el cine, la radio y los aviones– que en el período durante el cual se supone
que se ha acelerado el futuro. En realidad, con excepción de la televisión, no
ha habido una innovación de importancia que afecte la vida cotidiana de la
gente como lo hicieron los elementos enumerados.94
La televisión, podríamos decir, es la gran excepción.
Pero su difundido uso ha intensificado sin lugar a dudas la tendencia hacia la
privatización, el aislamiento del hogar, que es el foco principal de la vida
fuera del trabajo, y la profusión de las imágenes en la existencia social, como
lo evidencian los escritos de Adorno y Horkheimer de los años cuarentas. Por
otra parte, ¿no podría sostenerse que la dirección del cambio varía con la
dimensión elegida, y que la televisión hace posible una visión más activa, si
bien más privatizada, que el cine? La imagen de una audiencia masiva
autísticamente absorta en la televisión puede decir tanto acerca de los
prejuicios de los intelectuales como del mundo social propiamente dicho.
Lipovetsky representa, a su turno, aquello que en ocasiones pareciera ser
lo contrario de la crítica cultural apocalíptica, y si bien gran parte de su
descripción de la postmodernidad es similar (si no idéntica) a la de
Baudrillard, su interpretación es bastante diferente. La época postmoderna se
caracteriza, según él, por un "proceso de personalización" que
"continúa por otros medios la labor de la modernidad democrática e
individualista". Siguiendo a Tocqueville más que a Marx, Lipovetsky no
considera que la "seducción" postmoderna reduzca a los agentes a la
alienación y a la pasividad. Por el contrario,
el individuo se ve
obligado a elegir permanentemente, a tomar la iniciativa, a informarse, a
probarse, a permanecer joven, a deliberar acerca de los actos más sencillos:
qué automóvil comprar, que película ver, qué libro leer, qué régimen o terapia
seguir. El consumo obliga a la persona a hacerse cargo de si misma, la hace
responsable; es un sistema de participación ineludible, contrariamente a lo que
afirman quienes vituperan la sociedad del espectáculo y de la pasividad.95
Lipovetsky ofrece aquí una descripción precisa de la alienación
capitalista tardía y no, como él cree, una demostración de su inexistencia.
Según sus propias palabras, la "personalización" implica una intensa
reclusión en la vida privada y la reducción de la esfera pública a un mero
cascarón. La tradición democrática clásica de Maquiavelo, Rousseau y Marx tenía
algo más amplio en mente, cuando hablaba de libertad, que la capacidad
–limitada, desde luego, por la posición de clase y los ingresos– de elegir
entre diversos artículos de consumo ofrecidos por corporaciones multinacionales
competitivas. "Alienación", por consiguiente, es entonces un término
tan bueno como cualquier otro para sintetizar la actividad privatizada y la
apatía pública de esta sociedad.
Podríamos sostener, por lo tanto, que la cultura del capitalismo tardío
representa una continuación de las tendencias operantes a lo largo del siglo.
Hobsbawm observa que la combinación de la tecnología (que utiliza los mismos
"recursos básicos: ... la reproducción mecánica del sonido y la fotografía
en movimiento") con las características del mercado masivo de la
"industria cultural" aparece por primera vez en la llamada Epoca del
Imperio, a fines de siglo pasado.96 Podríamos
sostener también que este momento decisivo de la mercantilización de la vida
cotidiana se dio simultáneamente con el surgimiento del fordismo en los años
comprendidos entre las dos guerras mundiales –en particular en los Estados
Unidos, por supuesto, aunque su desigual impacto puede rastrearse en otros
lugares–, y que luego se consolidó después de 1945. Es por ello que abordaremos
dentro de este contexto el problema del destino del modernismo, que quedó en
suspenso al final del segundo capítulo.
5.5 La mercantilización del modernismo
El final de la Segunda Guerra Mundial señaló el fin de
la coyuntura que había producido el modernismo: la del desarrollo desigual y
combinado del capitalismo industrial que perturbó el orden de los regímenes
existentes y ofreció a la vez anticipaciones apocalípticas de un futuro
radicalmente distinto. Durante la posguerra, la estabilización y expansión del
capitalismo occidental dejaron encalladas a las vanguardias que habían soñado
con trascender la separación entre el arte y la vida. Como dice Perry Anderson,
"lo que marca la situación típica del artista contemporáneo en
Occidente... es el cierre de horizontes: desprovisto de un pasado del que pueda
apropiarse, y de un futuro imaginable, se encuentra en un presente
interminablemente recurrente".97 ¿Qué efectos tiene esta
situación sobre el modernismo?
De manera muy breve, podríamos señalar una serie de cambios. Uno de ellos
fue el renovado énfasis sobre la obra de arte autónoma y abstracta. Adorno, por
ejemplo, atacó a Benjamin y a Brecht por defender el "montaje", cuya
dependencia de un "material confeccionado tomado del exterior... revela
cierta tendencia al irracionalismo conformista", y se pronunció en favor
de la "construcción", que "postula la disolución de los
materiales y de los componentes del arte y la forma como se le impone
unidad".98 El arte auténticamente crítico, nos dice, no debe
tratar de disolverse en la vida social, sino expresar en su fracturada
estructura su distancia frente a una realidad alienada y oprimida y su rechazo
a ella. Cuando Clement Greenberg estableció en 1939 su famosa distinción entre
el arte de vanguardia, que elude el compromiso social en aras de la
purificación de la forma abstracta, y la cultura de masas kitsch, banal y comercializada, era un izquierdista que buscaba en el
socialismo "la preservación de lo que queda hoy en día de una cultura
viva".99
Después de 1945, desaparecida toda esperanza de revolución, esta
distinción es utilizada para canonizar una nueva forma del arte por el arte y,
dentro de un ambiente definido por la guerra fría y por la insaciable demanda
de obras modernistas en el mercado de arte neoyorquino, Greenberg y otro
crítico exizquierdista, Harold Rosenberg, se convirtieron en los principales
propagandistas del expresionismo abstracto, cuyas creaciones interpretan como
obras que articulan la alienación personal del pintor en un mundo refractario
al cambio.100
Esta evasión hacia lo abstracto no impidió que el arte moderno fuera
incorporado a los cánones sociales de su tiempo y, por lo tanto, mercantilizado.
El propio Adorno creía que "de los peligros que amenazan al arte moderno,
el de convertirse en algo inofensivo no es el menor".101 Una de
las formas que asume este peligro es lo que Russell Berman llama "la
obsolescencia del impacto".102 El impacto producido por la
deliberada incoherencia de las obras de arte vanguardistas tiene como
propósito, según Peter Bürger, "dirigir la atención del lector al hecho de
que la conducción de la propia vida es discutible y que es preciso
modificarla". Pero "nada pierde su eficacia más rápido que el
impacto; por su propia naturaleza, es una experiencia única. Con la repetición,
se transforma fundamentalmente: en efecto, puede darse un impacto esperado...
El impacto es ‘consumido’". En la medida en que el modernismo llegó
entonces a representar la norma de la alta cultura, las técnicas utilizadas por
los movimientos de vanguardia para subvertir la institución misma del arte fueron incorporadas, como se dijo anteriormente, y mercantilizadas. Bürger observa:
Si un artista envía hoy en día un tubo de horno a una
exposición, nunca alcanzará la intensidad de la protesta que alcanzaron las
confecciones de Duchamp. Por el contrario, mientras que el Urinoir de Duchamp
está dirigido a destruir el arte como institución (incluidas sus formas de
organización específicas, como los museos y las exposiciones), el creador del
tubo solicita que su "obra" sea aceptada por el museo. Esto
significa, entonces, que la protesta vanguardista se ha convertido en lo
contrario.103
Preservadas para las manifestaciones de la alta
cultura, las técnicas modernistas pudieron ser entonces integradas al mercado.
Desde luego, no había nada nuevo en ello, pues la transformación de la obra de
arte en mercancía fue un requisito indispensable para emancipar el arte de su
dependencia de los fines religiosos. Pero el grado de mercantilización de la
pintura en particular ha alcanzado nuevos topes desde la Segunda Guerra
Mundial. El interés por las obras de arte como inversión llegó a su apogeo, como
era de esperarse, en el mercado especulativo de mediados de la década de 1980,
e incluso sobrevivió a la quiebra del mercado de valores. Las pinturas
individuales obtuvieron precios astronómicos: en 1987, los
"Girasoles" de Van Gogh se vendieron en 39.9 millones de dólares, y
sus "Iris" en 53.9 millones. Inevitablemente, los artistas se
adaptaron a esta nueva situación, y de ahí que el inefable Andy Warhol afirmara
que "ser bueno para los negocios es el tipo de arte más fascinante".104
Para quienes no se conformaban con apostar a la grandeza póstuma (y a los
precios de subasta), "ser bueno para los negocios" significó producir
en abundancia. Un joven artista de Manhattan, Barry X. Ball, observó
recientemente: "Este sistema no funciona para quienes producen poco. Hay
una presión constante para producir y hacerlo rápido. Encuentro que esto
modifica la forma como trabajo. Ya no puedo cometer errores. No dispongo de
obras anteriores para comparar. Ya no delibero tanto".105
No obstante, fue en la arquitectura donde se presentó la más importante
mercantilización del modernismo. Al discutir una de las más maravillosas
reconstrucciones urbanas del siglo XIX, la de las antiguas murallas de Viena en
la Ringstrasse, proyecto de los gobiernos liberales en las décadas de 1870 y
1880, Carl Schorske observó que "en Austria, como en cualquier otro sitio,
la clase media triunfante fue enérgica en su independencia del pasado en cuanto
a la ley y a la ciencia. Pero toda vez que se empeñó en expresar sus valores en
la arquitectura, se retrotrajo a la historia.., construyó el Rathaus en
imponente gótico, el Burgtheater fue
concebido en estilo barroco temprano y la Universidad en estilo
renacentista".106
El "estilo internacional" que forjaron los arquitectos
modernistas suministró a la burguesía de mediados del siglo XX los medios
artísticos distintivos que le permitieron dejar su huella en el entorno urbano,
y la carrera de Mies van der Rohe simboliza este proceso: último director del
Bauhaus en los días finales de la República de Weimar, Mies elaboró un estilo
–Kenneth Frampton lo llama "monumentalidad simétrica" que
"culminó con el desarrollo de un método de construcción altamente
racionalizado y ampliamente adoptado en los años cincuentas por la industria de
la construcción estadounidense y su clientela corporativa... El enfoque de Mies
ofrecía a la clientela orientada a la publicidad una impecable imagen de poder
y de prestigio", y el mejor ejemplo de ello es quizás el edificio Seagram
de Nueva York.107 El modernismo dio al capitalismo el lenguaje
arquitectónico del que había carecido hasta entonces.
Y así, en un complejo movimiento, la recuperación de las técnicas de
vanguardia dirigidas a la autonomía del arte han ido de la mano con la
integración del modernismo a los circuitos del capital. Estos desarrollos se
relacionan a su vez con un proceso más amplio que Bermas llama "la falsa
superación del arte y de la vida".108 En algunos aspectos, la
meta vanguardista de reintegrar el arte y la vida se ha realizado, aunque de
manera distorsionada, pues la vida –la sociedad capitalista– aún no ha sido
transformada. Lo que resulta crucial aquí no es tanto la interpenetración entre
la alta cultura y la cultura de masas –el uso habitual, por ejemplo, de los
recursos del distanciamiento brechtiano en las series de televisión–, pues no
hay nada especialmente nuevo en estos desbordamientos, e incluso el cine negro
sería irreconocible sin el uso de las técnicas tomadas del cine expresionista
alemán; lo que resulta crucial aquí es, desde luego, la industria cultural en
sus múltiples facetas. Es fascinante, por citar un caso, ver cómo se utilizan
las obras de arte modernistas en la publicidad y constatar que las imágenes de
las pinturas de Magritte se han convertido en clichés de los medios masivos y
se emplean, por ejemplo, para anunciar las tasas de interés de una sociedad
británica de bienes raíces.
Bermas argumenta que "el arte se convierte en la extensión de la
política, a medida que el sistema de dominación mecaniza su control," y
que ni siquiera un policía de esquina con los ojos de Argos podría competir con
la omnipresencia de la música, la más romántica de las artes, que
tiende a obliterar la comunicación y
a debilitar la resistencia individual, construyendo en su lugar la bella
ilusión de un canto colectivo de dictatorial unanimidad. No obstante, al ser
una falsa colectividad donde nadie se siente a gusto, se transforma
continuamente en su antinomia sadomasoquista: por una parte, la
pseudoprivacidad autista del walkman, por la otra la autoafirmación
megalomaníaca del amplificador... cada uno de estos gestos guarda una relación
inversa con la posición social de los grupos asociados con los respectivos
recursos técnicos: a peor sonido, mayor volumen.109
Estos fenómenos –la recuperación de la vanguardia para el arte, la
incorporación y mercantilización del modernismo, la falsa superación del arte y
de la vida– parecen detentar mayor importancia que cualquiera de los cambios
asociados con el presunto surgimiento de un arte distintivamente postmoderno. Bürger enumera las siguientes tendencias, todas
calificadas de postmodernas: "la posición positiva frente a la
arquitectura de fines de siglo y, por ende, una evaluación esencialmente más
crítica de la arquitectura moderna; el debilitamiento de la rígida dicotomía
entre arte culto e inculto, que Adorno considera todavía como
irreconciliablemente opuestos; la revaluación de las pinturas figurativas de
los años veintes...; el regreso a la novela tradicional, incluso por parte de
los representantes de la novela experimental".110
La idea de que estas modificaciones de la sensibilidad representan una
ruptura cualitativa con el modernismo no resiste un examen crítico. Intentaré
ilustrar esta tesis –desarrollada anteriormente en el capítulo primero, cuando discutí
los argumentos generales en favor de un giro cultural postmoderno– mediante la
consideración de algunos casos específicos, aun cuando las breves observaciones
presentadas a continuación son una especie de caricatura de un análisis
propiamente dicho. Tomemos, por ejemplo, el regreso del figurativismo en la
pintura. Bürger sostiene que esto puede ser visto como una ruptura con el
modernismo sólo dentro de una concepción muy restringida de este último, la de
Adorno, que, como vimos antes, identifica el arte moderno con "el
principio... de un dominio completo de la forma".
Tal concepción impide "ver que la posterior elaboración de un
material artístico puede enfrentar límites internos". Bürger señala cómo
Picasso, durante la Primera Guerra Mundial. pasó del cubismo al neoclasicismo,
paso marcado por un cuadro de 1917 al que llamó "Olga en la silla
reclinable", y opina que "la idea de que la posibilidad de una
continuación consistente del material cubista podía haberse agotado" dio a
esta evolución "una coherencia que la estética de Adorno no nos permite
reconocer".111 El argumento admite una aplicación más general.
Greenberg adujo que en comparación con la forma como el cubismo se libera del
contenido de la pintura y persigue la forma absoluta, el surrealismo sería
"una tendencia reaccionaria que intenta recobrar el tema exterior".112
No obstante, el resurgimiento del neoclasicismo fue característico no sólo del
surrealismo sino de pintores de la Neue
Sachúchkeit como Grosz y Dix, cuyo uso de la figuración debe considerarse
parte de uno de los movimientos de vanguardia más innovadores de los años
veintes.113
El privilegio concedido por Adorno y por Greenberg a la abstracción
parece más un intento defensivo por preservar fragmentos de la alta cultura del
avance de la industria cultural y del kitsch,
que un análisis equilibrado del modernismo. El hecho de que durante los últimos
veinte años los pintores se hayan retirado de los extremos abstraccionistas
alcanzados después de la Segunda Guerra Mundial no significa, por sí mismo, un
cambio de trascendencia, en especial si consideramos que algunos de los
artistas reputados como representantes del postmodernismo (Garlo Maria Mariani,
por ejemplo) evidencian una preocupación típicamente modernista por el proceso
mismo de la creación artística. Lo que Greenberg llamó "la imitación de la
imitación" se cierne todavía sobre gran parte del arte contemporáneo.114
Es en la arquitectura, sin embargo, donde el postmodernismo ha alcanzado
un mayor perfil. Uno de los desarrollos culturales más interesantes de los
últimos años ha sido la politización de los debates acerca de la arquitectura,
proceso que quizás lleve la delantera en Gran Bretaña gracias a la intervención
del Príncipe de Gales, quien se ha distinguido por ser un defensor populista de
la arquitectura tradicional contra la depredación del modernismo.115
Estos debates deben ser vistos dentro del contexto de las transformaciones
sufridas por las relaciones espaciales en las sociedades capitalistas avanzadas
de la generación precedente. Uno de los rasgos predominantes de la posguerra ha
sido el traslado de la población y de la industria de los principales centros
metropolitanos, una política que ha avanzado especialmente en los Estados
Unidos con el auge de los suburbios y el desplazamiento de las inversiones del
nordeste y del este medio hacia el sur, pero que ha tenido también gran
importancia en países como Gran Bretaña.116
David Harvey afirma que esta tendencia debe ser vista como parte del
surgimiento de lo que él llama "la urbanización del lado de la
demanda", la aparición de la "ciudad keynesiana", "un
artefacto de consumo" cuya "vida social, económica y política se
organiza en torno al tema del consumo respaldado por el Estado y financiado a
crédito". La suburbanización "significó la movilización de la demanda
efectiva a través de la reestructuración total del espacio, de manera que el
consumo de productos tales como automóviles, petróleo, caucho y los de las
industrias de la construcción se convirtiera en una necesidad y no en un
lujo". La crisis urbana de los años sesentas en los Estados Unidos marcó
la rebelión de aquellos estratos de la población urbana menos beneficiados por
la larga época de prosperidad, pero la verdadera ruptura ocurrió al iniciarse
la recesión en 1973, que produjo "un impulso cambiante de las políticas
urbanas, que se alejaron de la equidad y de la justicia social y se
concentraron en la eficiencia, la innovación y las crecientes tasas reales de
explotación".117
El impacto de la crisis económica en las grandes
ciudades, dramatizado por la quiebra de Nueva York en 1974-75, obligó a
modificar el carácter de la urbanización. Dos de las estrategias delineadas por
Harvey como respuesta a esta crisis son de particular importancia. La primera
es el esfuerzo realizado por las ciudades para "mejorar su posición
competitiva respecto de la división espacial del consumo". A medida que
"el consumo masivo de los años sesentas se transformó en el consumo menos
masivo pero más discriminatorio de los años setentas y ochentas", "la
ciudad se vio obligada a aparecer como algo innovador, estimulante y creativo
en los ámbitos del estilo de vida, la alta cultura y la moda". En segundo
lugar, "las áreas urbanas pueden... competir por aquellas funciones claves
de control y de mando en las altas finanzas y el gobierno que tienden, por su
propia naturaleza, a estar altamente centralizadas y encarnan a la vez un
inmenso poder sobre todo tipo de actividades y de espacios. Las ciudades pueden
competir entre sí para convertirse en centros del capital financiero, de
recolección y control de información, de procesos de decisión
gubernamentales".118
Estas dos estrategias no son incompatibles; por el contrario, una ciudad
donde se concentran las sedes de las corporaciones, de las firmas bancarias y
fiduciarias incluye probablemente dentro de su población numerosos empleados de
cuello blanco y bien remunerados, que conforman el foco principal del consumo
de altos ingresos. El desarrollo de este tipo de "ciudad
postkeynesiana" exige una transformación a gran escala del entorno urbano:
la creación de centros comerciales en zonas céntricas derruidas, la
construcción de nuevos edificios de oficinas, la "transformación" de
zonas ribereñas deprimidas en concentraciones de vivienda costosa. Dichos
cambios, desde luego, han ocurrido en todas las principales ciudades de
Occidente durante la década de 1980.
Mike Davis sostiene que "el renacimiento
urbano" del centro de Los Ángeles refleja la "expansión hipertrófica
del sector de los servicios financieros", y que "la transformación de
un recinto derruido del centro de la ciudad en un nódulo financiero y
corporativo... va de la mano con el precipitado deterioro de la infraestructura
urbana en general y con una nueva ola de inmigración que ha llevado a cerca de
un millón de asiáticos, mexicanos y centroamericanos indocumentados al centro
de la ciudad". El abandono de la reforma urbana está simbolizado en el
carácter de fortaleza de los nuevos edificios, y el Hotel Bonaventure de John
Portman, tratado por Jameson como la cumbre del postmodernismo (ver sección
5.2), señala más bien, con su inclusión de "espacios pseudonaturales y
pseudopúblicos en el interior mismo de la edificación", una
"segregación sistemática de los grandes exteriores de la ciudad
hispanoasiática".119 Análogos patrones se repiten en otras
ciudades; Londres, por ejemplo, un centro financiero internacional clave y en
expansión, tenía en 1985 la mayor concentración de desempleados en el mundo
industrializado y mayores extremos de riqueza y de pobreza que cualquier otro
lugar de Gran Bretaña.120
No es de sorprender entonces que, bajo estas circunstancias, la
naturaleza del entorno urbano se convierta en un asunto político, aunque esto
implica a menudo una considerable mistificación. Así, los abogados de un
resurgimiento clásico, como el Príncipe Carlos, desplazan la atención de las
causas socio-económicas reales de la pobreza de los habitantes del centro de la
ciudad hacia los innegables desastres producidos por el desplazamiento de las
barriadas después de la guerra y por el traslado de los habitantes citadinos de
la clase obrera a enormes edificios de apartamentos. Las funestas consecuencias
de los intentos realizados por los urbanizadores y los arquitectos modernistas
para modelar de nuevo la ciudad han sido utilizadas para justificar la
prosecución de los temas más reaccionarios, desde la idea de que algunos
estilos son ordenados por la divinidad hasta la revaluación de la arquitectura
nazi.121
Sin embargo, afirmar que los estilos postmodernos representan una
auténtica ruptura cultural es debatible y bien puede decirse que edificaciones
tales como el Edificio Portland de Michael Graves, una cause célebre debido a
su fachada, que se asemeja a una especie de collage, simbolizan la creciente
falta de pertinencia de las consideraciones estéticas en los grandes proyectos
de construcción. Para Diane Ghirardo, la alharaca que rodea el postmodernismo
estilístico es compensatoria. El arquitecto se convierte en la persona favorita
de los medios cuando su importancia comienza a declinar. En casi todos los
proyectos, el arquitecto, en cierto sentido, es el último en llegar. La
práctica contemporánea reduce el papel del arquitecto... al de un diseñador de
exteriores o especialista en interiores. Los agentes de alquiler, los
promotores, los funcionarios encargados de los préstamos comerciales, las
comisiones de planeación y de zona toman las decisiones importantes, dejando al
marginado arquitecto la trivial tarea de seleccionar los acabados y el
pulimento dentro y fuera de la edificación.122
De acuerdo con este análisis, el postmodernismo en arquitectura no
anuncia una nueva estética sino el empaque necesario para diferenciar un
rascacielos de otro en una época en que la individualidad del edificio ha
llegado a ser un factor de importancia en el mercadeo del espacio de oficinas.123.
Como lo dice Frampton:
Hoy en día la división del trabajo y
los imperativos de la economía "monopolizada" son tales que reducen
la práctica de la arquitectura a un empaque a gran escala... En los casos más
predeterminados, el postmodernismo reduce la arquitectura a una condición en la
que "el empaque negociado" y diseñado por el constructor/promotor
determina el esqueleto y la sustancia esencial del trabajo, mientras que el
arquitecto se ve reducido a contribuir con una máscara convenientemente
seductora. Esta es la condición que predomina actualmente en el desarrollo de
los centros urbanos en los Estados Unidos, donde las altas torres de apartamentos
se ven reducidas al "silencio" de sus envolturas completamente
vidriadas y reflejantes, o revestidas en
devaluados arreos de uno u otro tipo.124
Resulta difícil ver entonces qué es lo que ha ocurrido en la arquitectura
o en la evolución de la pintura que represente el final del modernismo. Los
cambios arquitectónicos en particular parecen constituir más bien un estadio
posterior del proceso de mercantilización implícito en el triunfo del
"estilo internacional" después de la guerra. Enfatizar la comercialización
del modernismo, para no hablar de la de sus variantes postmodernistas, no
exige, sin embargo, que veamos todo esto como una traición a algún significado
original radical. Como dije en el capítulo segundo, el modernismo se
caracterizó en su momento por su ambigüedad, por su capacidad de expresar una
variedad de posiciones políticas, desde el fascismo de Marinetti hasta el
marxismo de Brecht, y por constituirse precisamente en una evasión de la
política.
Los años transcurridos desde 1945 no han presenciado la traición de la
revolución modernista, y los argumentos presentados en esta sección tampoco
implican descalificar todas las obras recientes, incluidas aquellas que se
consideran postmodernas, como basura desprovista de valor. El buen arte puede producirse
bajo una inmensa diversidad de circunstancias, pero lo cierto es que el fuego
innovador ha abandonado el arte moderno. La tesis de Franco Moretti según la
cual los primeros años de este siglo representaron "la última estación literaria de la cultura
occidental" (ver sección 5.3) tiene una aplicación más general a un amplio
espectro de prácticas culturales.
Con frecuencia me sorprende el tedio que nos abruma cuando caminamos por
una galería de pintura del siglo XX organizada en orden cronológico y cuando
avanzamos del entusiasmo de la primera parte del siglo hacia la desesperada y a
menudo estéril iconoclasta de los recientes artistas. Los desarrollos
auténticamente interesantes provienen en gran parte, como observa Anderson, del
contexto del Tercer Mundo, donde se reproduce una constelación de
circunstancias análoga a aquella en que surgió el modernismo.125
Podemos pensar, por ejemplo, en las novelas de Salman Rushdie, que se mueve con
aparente facilidad entre la cultura metropolitana occidental y la experiencia
de un subcontinente integrado desigual y dolorosamente al capitalismo global,
una situación cuyas contradicciones se han tornado, por desgracia, trágicamente
manifiestas.
Estas consideraciones deberían subrayar de nuevo la necesidad de colocar
los cambios estilísticos dentro de un contexto histórico más amplio, y esto
suscita asimismo el problema de la política. El arte intenta a menudo, y sin
éxito, eludir la política, que en ocasiones lo convierte incluso en su campo de
batalla, como lo evidencia la controversia acerca de la arquitectura moderna y
acerca de los Versos satánicos de
Rushdie. Este punto es de especial importancia, pues creer que estamos entrando
a la época postmoderna en términos culturales e históricos presupone cierto
contexto político. En la próxima y última sección intentaré esbozar este
contexto.
5.6 Los hijos de Marx y de la Coca-cola
Comenzamos con Lyotard, así que podemos también terminar con
él, y en más de un sentido. Lyotard escribe: "El eclecticismo es el grado
cero de la cultura general contemporánea: uno escucha reggae, mira una película
del oeste, almuerza en McDonalds y cena con cocina local, usa perfumes
franceses en Tokio y ropa ‘retro’ en Hong-Kong; el saber es algo que pertenece
a los concursos de televisión".126 Todo depende, desde luego,
de quién sea "uno". Se trata de algo más que de una observación ad hominem, aun cuando es un poco
ridículo que Lyotard ignore a la mayor parte de la población, incluso en las
sociedades avanzadas, a la cual le es negado el deleite de los perfumes
franceses y de los viajes a Oriente. ¿Quién dispone entonces de esta
combinación particular de experiencias? En otras palabras, ¿qué sujeto político
contribuye a crear la idea de una época postmoderna?
Existe una respuesta obvia a esta pregunta. Uno de los
más importantes desarrollos sociales de las economías avanzadas durante el
presente siglo ha sido el crecimiento de la llamada "nueva clase
media", conformada por aquellos empleados de cuello blanco que gozan de
altos niveles remunerativos. John Goldthorpe escribe: "Mientras que a
comienzos del siglo XX los empleados profesionales, administradores y gerentes
constituían apenas un 5-10% de la población activa, incluso en las naciones más
avanzadas, hoy en día constituyen el 10-25% en las sociedades
occidentales".127
Esta nueva clase media, concebida como un substrato asalariado que ocupa
lo que Eric Olin Wright denomina una "ubicación de clase
contradictoria", colocada entre la fuerza laboral y el capital, se
desempeña primordialmente en tareas de gerencia y supervisión y es probable que
constituya un grupo mucho menor de lo que muestran las cifras: quizás el 12% de
la población trabajadora en Gran Bretaña.128 Sin embargo, debido al
poder social de que disfrutan sus miembros y a la influencia cultural que
ejerce sobre otros empleados de cuello blanco que aspiran a promoverse a sus
filas, la nueva clase media es una fuerza que debe tenerse en cuenta en las
principales sociedades occidentales.129
Raphael Samuel ha dibujado un evocador retrato de esta nueva clase media
asalariada que, a diferencia de la pequeña burguesía del capitalismo y de los
profesionales independientes, se distingue más por gastar que por ahorrar. Los
suplementos a color de los periódicos dominicales le dan a la vez una vida de
fantasía y un conjunto de pistas culturales. Muchas de sus pretensiones a la
cultura consisten en un ostentoso despliegue de
"buen
gusto", bien sea en la forma de utensilios de cocina, comida
"continental", casas de recreo o botes de vela para los fines de
semana. Nuevas formas de vida social, como fiestas y "amoríos",
eliminan la segregación sexual que mantenía a hombres y mujeres en ámbitos
rígidamente separados.
La categoría de clase social rara vez se incluye dentro de la
concepción que tiene de sí misma esta nueva clase media. Sus miembros prefieren
la gratificación inmediata a la diferida, hacen de sus gastos una virtud y
tratan la autocomplacencia como una ostentosa muestra de buen gusto. Los
placeres sensuales, lejos de ser ilícitos, constituyen el ámbito mismo donde se
establece la ambición social y se confirma la identidad sexual. La comida, en
particular, una pasión burguesa de la posguerra..., se convierte en decisivo
indicador de clase.130
No es difícil
imaginar las condiciones económicas que hacen posibles prácticas y gustos
semejantes, y no sobra añadir que el ahorro pierde importancia cuando la
posición social depende menos de la acumulación de capital que de la habilidad
para ascender dentro de una jerarquía gerencial, y cuando hay facilidades de
crédito que permiten la expansión del consumo. Resulta tentador, por
consiguiente, considerar el postmodernismo como la expresión cultural del
surgimiento de la nueva clase media, aunque tal cosa sería, en mi opinión, un
error.131
En primer lugar, la nueva clase media es menos una colectividad coherente
que una colección heterogénea de estratos que ocupa la misma posición
contradictoria dentro de las relaciones de producción pero que se encuentra desarticulada
por diversas bases de poder. Una fuente importante de diferenciación dentro de
la nueva clase media es, por ejemplo, el hecho de estar alguno de sus miembros
empleado en el sector público o en el privado, lo cual explica por qué un
profesor universitario al servicio del Estado no siempre comparte una comunidad
de intereses con un próspero agente de bolsa.131 Por otra parte, en
cuanto el término "postmodernismo" tiene auténticos referentes
culturales –pienso en los desarrollos discutidos al final de la sección
anterior–, éstos se remontan a la década de 1960 o poco después, mientras que
la nueva clase media ha existido desde mucho antes. Esto sugiere entonces la
necesidad de un análisis que, al igual que la genealogía del modernismo de
Anderson (ver capítulo segundo), busque identificar con precisión la coyuntura
histórica en la cual comienza a hablarse de una era postmoderna.
Hay dos fenómenos que considero decisivos. El primero es el que Mike
Davis describe como "el surgimiento de un nuevo sistema de acumulación
embrionario que puede llamarse ‘sobreconsumismo’",
con lo cual se refiere a "los crecientes subsidios políticos y económicos
que benefician a un estrato masivo de gerentes, profesionales, nuevos
empresarios y rentistas". Davis argumenta que el capitalismo
estadounidense experimentó en las décadas de 1970 y 1980 una crisis del antiguo
sistema fordista de acumulación, basado en la articulación de la producción
masiva semiautomática y del consumo de la clase obrera, y una redistribución de
la riqueza y de los ingresos que no sólo favoreció al capital, como podría
pensarse, sino a una nueva clase media cada vez más consciente de sí. Los
recortes a los impuestos y al bienestar social impulsados por el primer
gobierno de Reagan significaron una perdida de al menos 23 mil millones de
dólares para las familias de bajos recursos en lo correspondiente a beneficios
federales e ingresos, mientras que las familias de altos recursos ganaron más
de 35 mil millones de dólares.
"El antiguo círculo encantado de los pobres que se enriquecen a
medida que los ricos también se enriquecen está siendo superado por la
tendencia hacia el empobrecimiento de los pobres y el enriquecimiento de los
ricos, mientras la proliferación de empleos mal remunerados amplía
simultáneamente un próspero mercado de personas improductivas y de jefes".
El resultado de lo anterior es una "economía de niveles divididos"
que implica, como señala Business Week,
una estructura de mercado de consumo más radicalmente bifurcada, en la que las
masas de obreros pobres se agrupan en torno a almacenes de ocasión e
importaciones de Taiwan, en un extremo, mientras en el otro hay un "enorme
mercado de productos y servicios de lujo que incluye viajes, ropa de grandes diseñadores,
exclusivos restaurantes, computadores personales y elegantes autos
deportivos".133
Aunque el argumento de Davis se ve algo debilitado por su excesiva
dependencia de la errónea teoría de la crisis propia de la llamada escuela de
la regulación, no hay duda de que se refiere a un fenómeno de importancia
general. La era Reagan-Thatcher presenció no sólo el abandono del
keynesianismo, al menos en apariencia, sino una importante reorientación de la
política fiscal, uno de cuyos rasgos principales fue la redistribución en favor
de los ricos. En la Gran Bretaña, las "reformas" al bienestar social
adoptadas por el gobierno y los drásticos recortes en impuestos para las
personas de mayores ingresos, introducidos en la primavera de 1988, siguieron
el patrón establecido por la política económica de Reagan, y otras medidas
promovieron la expansión del consumo entre los grupos de altos ingresos: el
impetuoso crecimiento del sector financiero gracias a la bonanza de los
empréstitos al Tercer Mundo en los años setentas, y al mercado de especulación
de mediados de la década de 1980. Los años ochentas fueron, después de todo, la
década en que aparece el término “yuppie”
en el lenguaje cotidiano. El yuppie constituye
algo más que un tema para las comedias sociales y un objeto de resentimiento
(de allí la difundida "alegre tristeza" con que fueron recibidos el
Lunes Negro y sus secuelas en Wall Street y en el mercado de valores de
Londres); es también un símbolo de la enorme proporción de la nueva clase media
beneficiada por la era Reagan-Thatcher.
La "prosperidad patológica", en palabras de Davis, que
caracterizó la recuperación de las economías occidentales de las recesiones de
1974-75 y 1979-82 implicó entonces cierta reorientación del consumo hacia la
nueva clase media, un estrato social cuyas condiciones de existencia tienden a
propiciar grandes gastos. Otra circunstancia, sin embargo, debe tenerse en
cuenta para comprender el peculiar talante de los años ochentas, y se trata de
las secuelas políticas del fracaso de 1968. Como se sabe, 1968 fue el año en el
cual una combinación de crisis –los eventos ocurridos en mayo y junio en
Francia, la sublevación de los estudiantes y de los ghettos en los Estados
Unidos, la Primavera de Praga en Checoslovaquia– pareció augurar el derrocamiento
del orden social prevaleciente en ambos lados de la Cortina de Hierro. En la
radicalización resultante, una generación de intelectuales fue ganada para el
activismo político militante, a menudo por alguna de las organizaciones de
extrema izquierda, por lo general de tendencia maoísta o trotskista, que
proliferaron a fines de la década de 1960.
Diez años más tarde, empero, las expectativas milenaristas de una
revolución inminente habían sido frustradas, y el statu quo resultó más sólidamente fundado de lo que se creía. Allí
donde hubo cambios –la caída de las dictaduras en el sur de Europa es quizás
uno de los más importantes–, su beneficiario fue, en el mejor de los casos, la
socialdemocracia más que el socialismo revolucionario. La extrema izquierda se
desintegró en toda Europa a fines de la década de 1970, y en Francia, donde las
expectativas habían alcanzado su punto más alto, la caída terminó siendo más
precipitada. Los nouveaux philosophes contribuyeron
a convertir a la intelectualidad parisiense, en su mayoría marxista desde la
época del Frente Popular y de la resistencia a la invasión alemana, al
liberalismo. La izquierda parlamentaria accedió al gobierno en 1981, por
primera vez desde la Cuarta República, en medio de un escenario político caracterizado
por la desbandada del marxismo. Y mientras que los antiguos miembros del
maoísmo se apresuraban a firmar declaraciones en favor de los
"contras" nicaragüenses, la izquierda en general estaba ya dispuesta
a acoger a Nietzsche y a la OTAN.134
Veinte años más tarde, en 1988, con la aparente estabilidad del
capitalismo occidental bajo la dirección de la Nueva Derecha, la retirada de la
generación de 1968 de sus creencias revolucionarias había llegado aún más
lejos. Como observa Chris Harman, "si en 1968 estaba en boga dejar la
escuela y dedicarse a la droga, la moda ahora parece ser reintegrarse al
sistema y dejar la política socialista".135 El veinteavo
aniversario de 1968 se destacó primordialmente por las decepcionantes
retrospectivas de los antiguos líderes estudiantiles. La revista Marxism Today, que había lanzado una
estrategia de mercado con base en el progresivo abandono de todo lo que se
asemejara a un principio socialista, se mostró especialmente estridente en su
renuncia a unas esperanzas revolucionarias que nunca había compartido. En
Francia, no obstante, hubo al menos un intento serio por explicar este
extraordinario revés, el paso de la generación de las barricadas a la de los yuppies.136
La explicación más sorprendente la ofreció Régis Debray, cuya evolución
de teórico de la guerra de guerrillas, amenazado de muerte por el ejército
boliviano debido a su colaboración con el Che Guevara, a consejero presidencial
de Franrois Mitterrand en el Elysée, sintetizó un proceso más general. Debray sostiene
que mayo del 68 actuó como un instrumento de modernización, al eliminar los
obstáculos institucionales a la integración del capitalismo francés al
capitalismo de consumo multinacional y norteamericanizado. Los acontecimientos
del 68, según él, constituyeron
el movimiento social más razonable;
la triste victoria de la razón productiva sobre la sinrazón romántica; la más
melancólica demostración del papel determinante de la economía preconizado por
la teoría marxista (tecnología más relaciones de producción). Era preciso darle
una moralidad a la industrialización, no porque los poetas la reclamaran, sino
porque la industrialización precisaba de ella. La antigua Francia pagaba su
deuda a una nueva Francia; los atrasos sociales, políticos y culturales todos a
la vez. El cheque fue cuantioso. La Francia de la piedra y el centeno, del
aperitivo y del instituto, del sí papá, sí patrón, sí querida, se dejó de lado
para que la Francia de los programas de computadores y de los supermercados, de
las noticias y la planificación, del know how y las juntas, pudiera ostentar al
máximo su viabilidad, y ser finalmente acogida. Esta limpieza de primavera se
experimentó como una liberación y, en efecto, lo fue.137
De acuerdo con esta explicación, el desencanto de la generación de 1968
fue una consecuencia inevitable de la lógica objetiva de los acontecimientos
–consistente en modernizar y no en abolir el capitalismo francés–, así como una
forma de adaptación a la sociedad de consumo perfeccionada como resultado de la
crisis. El argumento de Debray ha sido retomado por Gilles Lipovetsky, quien lo
lleva aún más lejos y lo generaliza, pues dice que las revueltas de fines de
los años sesentas contribuyeron a establecer el predominio del individualismo
narcisista identificado por Lasch, Sennet y Bell como una de las principales
tendencias culturales de los últimos veinte años. "Fin del modernismo: los
años sesentas son la última manifestación de la ofensiva lanzada contra los
valores puritanos y utilitaristas, el último movimiento de protesta cultural,
en esta ocasión un movimiento de masas. Pero también son el comienzo de una
cultura postmodema, desprovista de innovaciones y de verdadera audacia, que se
contenta con democratizar la lógica del hedonismo", un hedonismo que se ha
convertido en "condición" del "funcionamiento" y
"expansión" del capitalismo.138
El principal defecto de este tipo de explicación es su casi extravagante
funcionalismo. Debray suscribe alegremente una filosofía hegeliana de la
historia en la cual, gracias a la astucia de la razón, los acontecimientos
cumplen propósitos desconocidos para sus actores. "La sinceridad de los
actores de mayo se vio acompañada y sobrepasada por una astucia que
desconocían. La cumbre de la generosidad personal se encontró con la cumbre del
anónimo cinismo del sistema. Y así como los grandes hombres hegelianos son lo
que son debido al Espíritu absoluto, los revolucionarios de mayo fueron los
empresarios del Espíritu que necesitaba la burguesía".139 La
forma como Debray y Lipovetsky reducen 1968 a un episodio de modernización –o
postmodernización– del capitalismo excluye la posibilidad de otros resultados y
descarta de antemano el hecho de que la expansión que en efecto tuvo el sistema
durante los años setentas y ochentas se debió a la derrota del reto político
que representaron las luchas de fines de la década de 1960.140
Como señalaron Alain Krivine y Daniel Bensaid, unos de los pocos líderes
estudiantiles franceses que no han renunciado al marxismo, Debray y Lipovetsky
confieren "a un hecho cumplido las virtudes de una necesidad histórica, y
en su visión de mayo, la astucia del capital sustituye, a su entera
conveniencia, la astucia de la razón".141 Incluso Henri Weber,
uno de los miembros más talentosos de la generación de 1968, quien abandonó más
tarde el socialismo revolucionario para integrarse a la socialdemocracia, ha
escrito que "el individualismo de
mayo era prometeico y comunitario", "portador de un proyecto
relativamente grandioso de transformación social", convencido de que
"no hay auténtica autorrealización que no sea por la colectividad",
de modo que "hay una ruptura más que una continuidad" entre éste y
"el individualismo narcisista y apático de fines de los años
setentas", con el que Lipovetsky lo identifica.142
Esencialmente, los esfuerzos de Debray y Lipovetsky por restarle
importancia a 1968 fracasan en razón de la magnitud misma de lo ocurrido.
Después de todo, lo sucedido en Francia durante mayo y junio de aquel año no
sólo incluyó las barricadas estudiantiles en el Barrio Latino y la ocupación de
la Sorbona, sino la huelga general de mayores proporciones en la historia
europea reciente. Estos acontecimientos constituyeron el episodio más dramático
de aquello que Harman, en su magistral estudio de este período, llama la
"triple crisis: de la hegemonía estadounidense en Vietnam, de las formas
autoritarias de gobierno frente a una clase obrera que había crecido en forma
masiva, y del estalinismo en Checoslovaquia", crisis conducente a la
renovación generalizada de la lucha
de clases en todo el capitalismo occidental y que, con mayores o menores
altibajos, se prolongó hasta el comienzo de la recesión mundial de 1974-75 e
inicialmente sevio exacerbada por ella.143
Esta renovación de la lucha de clases, la mayor ocurrida en Europa desde
las secuelas de la revolución rusa, comprende, junto con mayo y junio de 1968
en Francia, la famosa "operación tortuga de mayo" en Italia, iniciada
en el otoño de 1969; la ola de huelgas contra el gobierno laborista de
1970-1974 en Gran Bretaña, que culminó con la renuncia del primer ministro,
Edward Heath, acosado por las protestas de los mineros; la revolución
portuguesa de 1974-75, y los amargos conflictos laborales que acompañaron la
agonía del régimen franquista en España durante 1975 y 1976. Aunque las
protestas obreras en los Estados Unidos nunca alcanzaron este clímax,
las manifestaciones del
movimiento pacifista contra la intervención en Vietnam, las sublevaciones de
los ghettos negros y la revuelta estudiantil contribuyeron a producir, a fines
de los años sesentas, la peor crisis doméstica de este país desde la guerra
civil. Y hubo ecos en otros lugares: el cordobazo en Argentina, una explosión
de militancia obrera y estudiantil en Australia, la huelga general de 1972 en
Quebec.
El hecho de que estas luchas no consiguieran abrir brechas duraderas y
profundas en el poder del capital fue algo contingente, que no refleja la
lógica interna del sistema sino el dominio de los movimientos obreros y estudiantiles por parte de
organizaciones e ideologías socialdemócratas o estalinistas, comprometidas con
la obtención de reformas parciales dentro del marco de la colaboración entre
las clases. La intervención del partido comunista francés para poner fin a la
huelga general en mayo y junio de 1968 se repitió en numerosas ocasiones en
otros países, desde los "contratos sociales" suscritos por el
Congreso de los Sindicatos Británicos con el partido laborista en 1974-79,
hasta el pacto de la Moncloa mediante el cual los partidos comunista y
socialista españoles apoyaron a los herederos de Franco. Este tipo de
compromisos permitió al capitalismo occidental resistir el temporal de las
grandes recesiones de los años setentas y ochentas, y utilizarlas para
reestructurarse y racionalizarse. Mientras la clase obrera de las naciones
avanzadas pasaba de la ofensiva a la defensiva, la extrema izquierda se
encontró aislada, nadando contra la corriente. Estas circunstancias menos
favorables ocasionaron la desaparición de muchas organizaciones que sucumbieron
a la "crisis de la militancia" y ante el hecho de que sus actividades
no tuvieron el fácil éxito que se esperaba.
En mi concepto, la odisea política de la generación de 1968 es crucial
para entender la difundida aceptación de la idea de una época postmoderna en
los años ochentas. Es ésta la década en que los radicales de los años sesentas
y setentas comienzan a entrar en la edad madura. Por lo general, habían perdido
toda esperanza en el triunfo de una revolución socialista y a menudo habían
dejado de creer incluso que una revolución semejante fuese deseable. En su
mayor parte habían llegado a ocupar algún tipo de posición profesional,
gerencial o administrativa, y se habían convertido en miembros de la nueva
clase media en un momento en el cual la dinámica sobre-consumista del
capitalismo occidental ofrecía a esta clase mejores niveles de vida, un
beneficio que con frecuencia negaba al resto de la fuerza laboral: en los
Estados Unidos, por ejemplo, el salario-hora en términos reales disminuyó en un
8.7% entre 1973 y 1986.144 Esta coyuntura –la prosperidad de la
nueva clase media, combinada con la desilusión política de muchos de sus más
destacados integrantes suministra el contexto de la proliferación de los
discursos sobre el postmodernismo. Antes de proseguir, sin embargo, quisiera
aclarar un punto en particular. No pretendo sostener que la filosofía de
Foucault o las novelas de Rushdie, para citar dos casos, se deriven
directamente de los desarrollos políticos y económicos arriba descritos. Mi
propósito es más bien el de explicar la aceptación de ciertas ideas por parte
de un gran número de personas.145
En este sentido,
considero que los principales temas del postmodernismo sólo resultan
inteligibles sobre el trasfondo de la coyuntura histórica de fines de los años
setentas y comienzos de los años ochentas. Uno de los rasgos predominantes de
la postmodernidad es el esteticismo, heredado de Nietzsche y reforzado por los
intentos que hacen Derrida, Foucault y otros autores por articular las
implicaciones filosóficas del modernismo (ver sección 3.2). Richard Schusterman
advierte la aparición de una "tendencia intrigante y cada vez más
prominente en la filosofía moral (y en la cultura) angloamericana hacia la
estetización de lo ético. La idea... es que las consideraciones estéticas son o
deben ser decisivas, y quizás la instancia suprema, para determinar cómo
elegimos conducir o moldear nuestras vidas y cómo evaluamos qué es una vida
buena".146 Schusterman toma como ejemplo a Rorty, cuya
preeminencia en la década pasada se debió ante todo a sus esfuerzos por
traducir los temas postestructuralistas a un lenguaje analítico. Quizás el caso
más interesante de esta corriente de pensamiento sea la idea de Nietzsche
acerca de la "estética de la existencia", desarrollada por Foucault
en sus últimos libros (ver sección 3.5). Pero lo sorprendente del giro
filosófico hacia el esteticismo es cómo se aviene con el talante cultural de
los años ochentas. Decir que ésta fue una década obsesionada por el estilo se
ha convertido en un lugar común.
Los teóricos del postfordismo tenían razón al advertir
la diferenciación de los mercados y la proliferación de las marcas de
diseñadores cuyo atractivo decisivo reside en sugerir que al comprar, verbi gratia, un Levi’s 501 se accede a
un estilo de vida determinado. Aunque la dimensión de estos desarrollos ha sido
exagerada en exceso, es innegable que en varios aspectos de la vida podemos
detectar asociaciones análogas entre cierto tipo de consumo y la formación de
cierto tipo de persona, y entre las más importantes está la obsesión narcisista
por el cuerpo, masculino y femenino, menos como objeto de deseo –una vez
disciplinado por las dietas y los ejercicios para obtener determinada forma–
que como señal de juventud, salud, energía, movilidad. Esta estilización de la
existencia (para tomar una expresión de Foucault) se comprende mejor en el
contexto, no de una Nueva Era, sino de una era de prosperidad para la nueva
clase media, clase que en la década de 1980 vio aumentar sus ingresos y
encontró grandes facilidades de crédito sin la presión de ahorrar a la que
estaba sometida la pequeña burguesía en años anteriores.
Otro de los rasgos sorprendentes de los discursos acerca del
postmodernismo es su tono apocalíptico, que alcanza quizás su mayor estridencia
en los escritos de Baudrillard y de sus seguidores. Ahora bien: en más de un
sentido, la expectativa de un desastre inminente ha sido un rasgo endémico de
la cultura occidental durante gran parte de este siglo, y en especial desde
Auschwitz e Hiroshima. Creo, sin embargo, que en este caso habría algo más que
el "apocalipsis rutinario" del que habla Frank Kermode147 pues,
al fin y al cabo, ¿cuál ha sido la experiencia de la generación de 1968? Sus
miembros vivieron una época en la que grandes transformaciones históricas
parecían inminentes, y en la que muchos creían que el futuro inmediato estaba
delicadamente balanceado entre la utopía y la distopía, entre el avance
socialista y la tiranía reaccionaria, creencia que acontecimientos como el
golpe de Estado chileno de septiembre de 1973 no afectó en absoluto. La
esperanza de la revolución ha desaparecido, es cierto, pero no ha sido
sustituida, a mi juicio, por una creencia positiva en las virtudes de la
democracia burguesa. Incluso quienes piensan, erróneamente, que el capitalismo
ha superado sus contradicciones económicas, ven que se ciernen sobre el
horizonte otras catástrofes potenciales como la guerra nuclear y el colapso de
la ecología. Para quienes sostienen tales ideas es plausible creer que nos
encontramos en el umbral de una nueva fase de desarrollo respecto de la cual el
marxismo, con su orientación hacia la lucha de clases, no es pertinente, pero
al mismo tiempo habrán de convenir en que el liberalismo tampoco constituye una
respuesta a estas inquietudes.
El éxito de Lyotard y Baudrillard, absolutamente desproporcionado en
relación con el escaso mérito intelectual de sus obras, se torna comprensible
desde esta perspectiva. Ambos se identificaron estrechamente con 1968; el
propio Baudrillard afirma que "mi obra comienza en realidad con los
movimientos de la década de 1960".148 Ambos ofrecen extensos
comentarios filosóficos sobre la actualidad, a diferencia de Derrida, quien se
ha centrado en la deconstrucción de textos teóricos, y de Foucault, cuyo
interés principal fue la genealogía de la modernidad. Ambos han seguido, desde
fines de los años sesentas, una trayectoria que los aleja de una posición
política explícita y los acerca a una especie de pose estética basada en
negarse a tratar de comprender o transformar la realidad social existente. ¿Qué
podría ser más tranquilizante para una generación atraída primero hacia el
marxismo y luego alejada de él por los altibajos políticos de las dos últimas
décadas que escuchar, en un estilo adornado con la aparente profundidad y
auténtica oscuridad de la retórica submodernista cultivada por "el
pensamiento del 68", que ya no es posible hacer nada para cambiar el
mundo?
La "oposición" se reduce entonces al consumo de productos
culturales y, en primer lugar, al consumo de las obras de arte postmodernas,
cuyos autores buscan encarnar en ellas este tipo de pensamiento; si no, una
vieja novela rosa puede desempeñar la misma función, pues, como subraya con
frecuencia Susan Sontag, el esteticismo implica "una actitud neutral con
respecto al contenido".149 El tipo de distancia irónica del
mundo, que fue uno de los más importantes rasgos de las grandes obras
modernistas, se transforma en rutina y se trivializa incluso, ya que se ha
convertido en una manera de negociar una realidad todavía irreconciliada que ya
nadie cree poder cambiar.
Como escribí en otro lugar:
La mejor manera de comprender el discurso del postmodernismo es como el producto de una intelectualidad
socialmente móvil en un ambiente dominado por la retirada de los movimientos
obreros occidentales y la dinámica "sobreconsumista" del capitalismo
de la era Reagan-Thatcher. Desde esta perspectiva, el término
"postmoderno" parece ser un significado flotante, con el cual esta inteligentsia
busca articular su desilusión política y su aspiración a un estilo de vida
orientado al consumo. Las dificultades implícitas en identificar un referente
para este término carecen entonces de importancia, pues los discursos acerca
del postmodernismo en realidad no tratan tanto del mundo como de la expresión
del sentido del final de una generación.150
No hay nada nuevo, sin embargo, en semejante desilusión política o trahison des clercs, como dirían los
franceses. Uno de los casos más pertinentes es el del brillante grupo de
intelectuales norteamericanos que adhirieron al marxismo en las décadas de 1930
y 1940 y que, en su mayor parte, regresaron desilusionados al liberalismo
durante la guerra fría y en ocasiones al neoconservadurismo durante los años
setentas.151 Análogos recuentos podrían hacerse de todos los
períodos en los cuales los radicales se han visto políticamente aislados, desde
la época de la Restauración.152 En el presente libro me he propuesto
analizar la patología de esta última "experiencia de derrota" y, en
particular, del intento de explicarla en términos del surgimiento de una época
postmoderna para la cual el proyecto de la Ilustración, aun radicalizado por el
marxismo, carece de interés.
Como he tratado de mostrarlo, dicho intento fracasa como filosofía,
estética y teoría social. El postmodernismo debe ser entendido como una
respuesta a la incapacidad de las grandes sublevaciones de 1968-76 para
satisfacer las expectativas revolucionarias que habían generado. Durante estas
revueltas, algunos temas que habían sido marginalizados durante medio siglo
disfrutaron de un breve resurgimiento, y no sólo la idea de la revolución proletaria,
concebida como una irrupción democrática desde abajo y no como imposición de un
cambio desde arriba, sino también el proyecto vanguardista de superar la
separación entre el arte y la vida.153
Tales aspiraciones han sido en gran parte abandonadas, pero creer que
esto siempre será así supone que no habrá más explosiones sociales en los
países avanzados, al menos comparables a las de 1968 y los años inmediatamente
posteriores. El carácter frágil e inestable de la patológica prosperidad de los
años ochentas, no obstante, sugiere otra cosa. El capitalismo mundial no ha
escapado al período de crisis que se inició a comienzos de la década de 1970,
como tampoco ha abolido por arte de magia a la clase obrera. Por el contrario,
los años ochentas se vieron marcados por la aparición de nuevos movimientos
sindicales –en Polonia, en Brasil, en Corea del Sur y en Sudáfrica, para citar
apenas unos cuantos–, y el proyecto de la "Ilustración radicalizada",
esbozado originalmente por Marx, para quien las contradicciones de la
modernidad sólo pueden ser resueltas a través de la revolución socialista,
aguarda de ellos su realización.
Notas
1.
D. Bell, The Coming of Post-Industrial Society, Londres, 1974, pp. 212, 284,
297-98 y passim.
2.
Ver
ibid., pp. 33-40, sobre la historia
de la expresión "sociedad postindustrial": al parecer, Bell comparte
con David Riesman el dudoso honor de haber inventado esta expresión a fines de
los años cincuentas.
3.
Ver,
por ejemplo, R. Heilbroner, Business
Civilization in Decline, Harmondsworth, 1977, capítulo 3, y K. Kumar, Prophecy and Progress,
Harmandsworth,1978, capítulos 6 y 7.
4.
M. Prowse, "The Need to Bolster
Confidence", FT, 30 de noviembre
de 1987.
5.
Ver
mi discusión de Gorz en MH,
pp.184-89.
6.
A.
Kaletsky y G. de Jonquieres, "Why a Service Economy is no Panacea", FT, 22 de mayo,1987.
7.
M. Prowse, "Why Services may be
no Substitute for Manufacturing",FT,
25 de octubre, 1985.
8.
Ibid.
9.
Ver,
por ejemplo, además de Prowse, "Services", Kaletsky y Jonquieres,
"Service Economy" y el informe especial, "¿Can America
Compete?", Business Week, 27 de
abril, 1987.
10.
Ver A. Callinicos y C. Harman, The Changing Working Class, Londres,
1987, capítulo l.
11.
Kaletsky
y Jonquieres, "Service Economy".
12.
La
información presentada en este párrafo acerca de California estomada de P.
Stephens, "Uneasy Realities Behind a Post-Industrial Dream", FT, 15 de octubre, 1986.
13.
M. Davis y S. Buddick: "Los
Angeles: Civil Liberties between theHammer and the Rock", NLR 170, 1988, p. 48. La expresión "sangriento
taylorismo" fue acuñada por Alan Lipietz para designar las industrias
tercermundistas, repetitivas y altamente explotadoras, dedicadas al ensamblaje
de productos manufacturados de exportación, especialmente textiles y electrónicos,
que emplean mano de obra no calificada: ver Mirages
and Miracles,
Londres,1987, pp. 73 ss.
14.
Stephens,
op. cit.
15.
Ver especialmente N. Harris, The End of the Third World. Londres, 1986.
16.
P. Kellog, "¿Goodbye to the
Working Class?", IS, 2, 36,1987,
pp.108110.
17.
C. Owens, "Feminists and
Postmodernists", en H. Foster, ed., Postmodern
Culture, Londres, 1985, p. 63.
18.
Ver, por ejemplo, M. Poster, Critical Theory of the Family, Londres,
1978.
19.
Ver,
por ejemplo, A. Rogers, "Women at Work", IS, 2, 32,1986 y el análisis mucho más extenso presentado en el
libro sobre mujeres y clase de Lindsey German, de próxima aparición.
20.
J. Baudrillard, The Mirror of Production, St. Lous,1975, p. 80.
21.
MR
(discusión), p. 337. Ver, acerca de las sociedades "primitivas", inter alia, M. Godelier, Rationality and Irrationality in Economics,
Londres, 1972 y M.Sahlins, Stone Age
Economics, Londres, 1974.
22.
DFM, p. 104. Ver también, por ejemplo, J. Habermas, Autonomy and Solidarity, pp. 140 ss.
23.
F. Jameson, "The Politics of
Theory", NGC 33, 1984, p. 53.
24.
F.Jameson, Marxism and Form, Princeton,1971, pp.102-105. La presentación que hace Jameson del
surrealismo (ibid, p. 95-106) parece
haber influido sobre las ideas de Anderson acerca del modernismo: ver MR, p. 327.
25.
F. Jameson, "Postmodernism, or
the Cultural Logic of Late Capitalism", NLR 146, pp. 78 y passim.
26.
Ibid, pp. 83, 85, 86, 88.
27.
W. Benjamin, Understanding Brecht, Londres, 1973, p. 121.
28.
F. Jameson, The Political Unconscious, pp. 35, 41, 52-3, 57, 75, 98.
29.
L. Althusser y E. Balibar, Reading Capital, p. 94.
30.
Ver, por ejemplo, G. Stedman-Jones,
"The Marxism of the EarlyLukács", NLR
70.
31.
Para
una crítica similar del artículo de Jameson sobre el postmodernismo, ver M.
Davis, "Urban Renaissance and the Spirit of Postmodernism", NRL 151, 1985, pp. 106-7. Para
un comentario más general sobre Jameson, T. Eagleton, "The Idealism of
American Criticism", NLR 127,
1981, pp. 62-64, E. Said, "Opponents, Audiences, Constituencies and
Community", en Foster, ed., Postmodern
Culture, pp. 146-48, y D. Kellner, "Postmodernism as Social
Theory", TCS 5, 213, 1988, pp.
258-62.
32.
Jameson,
"Postmodernism", p. 80.
33.
Ver
A. Callinicos, "¿Reactionary Postmodernism?” en R. Boyne y A.Rattansi,
eds., Postmodernism and Social Theory,
Houndmills, de próxima aparición.
34.
Jameson,
Political Unconscious, p. 53.
35.
Ver
especialmente Jameson, "Cognitive Mapping", en MIC.
36.
Ver
D. Latimer, "Jameson and Postmodernism", NLR 148,1984, y, sobre marxismo y ética, MH, capítulo 1.
37.
Althusser
y Balibar, op. cit., pp. 99,104; ver,
en general, pp. 91-105 y P. Anderson, Arguments
widtin English Marxism, Londres, 1980, pp. 73-77.
38.
Ver
Callinicos, "Reactionary Modernism".
39.
Jameson, Marxism, pp. xvii-xviii,
36n.,105.
40.
Jameson,
"Postmodernism", pp. 53, 55.
41.
Davis, "Urban Renaissance",
pp. 106-107. Ver E. Mandel, Late
Capitalism, Londres, 1975, y The Second Slump, Londres, 1980.
42.
S. Lash y J. Urry, The End of Organized Capitalism,
Cambridge,1987.
43.
Ver especialmente M. Aglietta, A Theory of Capitalist Regulation,
Londres, 1979.
44.
Ver, por ejemplo, R. Murray,
"Life after Henry (Ford)", Marxism
Today, octubre 1988.
45.
S. Hall, "Brave New World",
ibid., pp. 24, 27.
46.
K. Williams et al., "¿The End of Mass Production?", Economy and Society 16, 1987. Agradezco a Lindsey German el haber
llamado mi atención sobre este artículo.
47.
Callinicos y Harman, Changing Working Class, pp. 62-67. Para una crítica general de la tesis
del postfordismo, ver J. Robertson, "Consuming Passions", Socialist Worker Review, diciembre 1988.
48.
Aunque
debe observarse que Lash y Urry sí identifican una tendencia hacia la
"especialización flexible": ver End,
p.199.
1. Ibid, pp. 208-209.
50.
N. Harris, Of Bread and Guns, Harmondsworth,1983, especialmente capítulos 2,
4, 7, y End of the Third World, passim.
51.
D. M. Gordon, "The Global
Economy: ¿New Edifice or CrumblingFoundations?", NLR 168,1988, pp. 54, 63-64 y passim.
52.
Ver A. Callinicos, "Imperialism,
Capitalism and the State Today", IS,
2, 35, 1987.
53.
FT, octubre 21,1987.
54.
Para un análisis del Lunes Negro y sus secuelas inmediatas, ver
C.Lapavitas, "Financial Crisis and the Stock Exchange Crash", IS 2, 38,1988.
55.
M. Wolf, "The Need to Look to
the Long Term", FT, noviembre
16,1987.
56.
H. Belloc, The Servile State, Indianápolis, 1977. Para un resumen de las tendencias
económicas de fines de siglo, ver E. J. Hobsbawm, The Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, pp. 50-73.
57.
Ver N. I. Bucharin, Imperialism and
World Economy, Londres, 1972, y para un análisis de la crisis ocurrida
entre las dos guerras desde esta perspectiva, C. Harman, Explaining the Crisis, Londres, 1984, capítulo 2.
58.
Harris, op. cit, capítulo 2,
suministra el mejor estudio general sobre estos cambios.
59.
Ver, por ejemplo, D. Filtzer, Soviet Workers and Stalinist
Industrialization, Londres, 1986, pp. 91, y M. Ellman,
"¿Did the Agricultural Surplus Provide the Resources for the Increase in
Investment in the USSR during the First Five-Year Plan?", Economic Journal 85, 1975.
60.
J. M. Keynes, The General Theory of Employment Interest and Money, Londres, 1970,
p. 313.
61.
Ver especialmente Harman, Explainin,
capítulo 3.
62.
A. Kaletsky, "The Triumph of
John Maynard Reagan", FT, mayo
3,1986.
63.
P. Green, "Contradictions of the
American Boom", IS 2, 26, 1985. Otro caso extraordinario de intervencionismo
en Estados Unidos fue el rescate de las compañías de ahorros y de las lonjas en
quiebra por parte del Federal Home Loan Bank Board, en cooperación con
corporaciones como Ford y Revlon, a un costo eventual estimado en US$ 38.6 mil
millones para el gobierno de los Estados Unidos: ver The New York Times, diciembre 31, 1988.
64.
Para un estudio general, ver P.
Green, "British Capitalism and theThatcher Years", IS 2, 35, 1987. No todos los principales Estados
capitalistas occidentales han seguido el modelo de los Estados Unidos; la
excepción más importante es Alemania Occidental que, bajo la dirección del
Bundesbank, ha seguido políticas de restricción monetaria. Sobre las diferentes
trayectorias de las economías occidentales, ver M. Aglietta, "World Capitalism
in the Eighties", NLR 136, 1982.
65.
M. Davis, Prisioners of the American Dream, Londres, 1986, p. 233; ver ibiá,
capítulo 6, passim.
66.
Citado por R. Brenner, "The
Roots of US Economic Decline", Against
the Current 2, 1986, p. 27.
67.
FT, abril 18 de 1987.
68.
Ibid, agosto 13, 1988.
69.
F.Nietzsche, El eterno retorno,
Buenos Aires, 1949, § 383.
70.
C. Lash, The Culture of Narcissim, Londres, 1980, p. xvi.
71.
D. Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism, Londres, 1979.
72.
S. Bellow y M. Amis, "The Moronic Inferno", en B. Brooks et
aL,eds., Modernity and Its Discontents,
Nottingham,1987, transcripción de una discusión moderada por Michael Ignatieff
en la serie de televisión Voices,
ahora desaparecida, en la primavera de 1986.
73.
G. Lipovetsky, L'Ere du vide,
París, 1983. Ver también Bell, op. cit.,
capítulo 3.
74.
J. Baudrillard, Simulations, Nueva York, 1983, pp. 12, 48, 5354,143,146.
75.
J. Baudrillard, In the Shadow of the Silent Minorities, Nueva York, 1983.
76.
J. Baudrillard, Simulations,
p.115.
77.
J. Baudrillard, Mirror, p.122.
78.
J. Baudrillard, Simulations,
pp. 99,150-52.
79.
Baudrillard, Amérique, París,
1986, pp. 21, 32,143,150,151,178,19495, 150, 195.
80.
J. Baudrillard, Shadow, pp.
83-84.
81.
J. Bouveresse, "Why I Am so very
UnFrench", en A. Monteflore, ed.,Philosophy
in France Today, Cambridge,1983, p. 15.
82.
DFM, p. 228; ver en general ibid, pp. 225-254.
83.
R. Sennet, The Fall of Public Man, Londres, 1986, pp. 19, 21, 23, 261-62.
84.
K. Marx, El capital, I, México,
1968, p. 37.
85.
Citado en D. Frisby, p.11; ver, acerca de Simmel, Kracauer y Benjamin, D.
Frisby, Fragments of Modernity,
Cambridge,1985. Simmel ejerció una importante influencia sobre Lukács y
Benjamin.
86.
Ver, por ejemplo, Simmel,
Philosophy, pp. 472 ss.
87.
W. Benjamin, Charles Baudelaire,
Londres, 1973, p.172. Comparar con su definición de la modernidad como "lo
nuevo en el contexto de lo que siempre ha estado allí”, citada y discutida en
Frisby, Fragments, pp. 207, ss.
88.
G. Debord, The Society of the Spectacle, Detroit,1970, § 1, 4, 6, 36.
89.
Baudrillard, Simulations, p.
54. Ver, acerca de la influencia de los situacionistas, Baudrillard, "Lost
in the Hipermarket", City Limits,
diciembre 8 de 1988, p. 88.
90.
Debord, op. cit., § 7, 9.
91.
Ver A. Callinicos, Marxism and Philosophy, Oxford,1983,
pp.12736.
92.
Ver Harman, Explaining, pp.
143-47, y M. Glick y R. Brenner, "The Regulation Approach to the History
of Capitalism", de próxima aparición en NLR; su dependencia de la teoría de las crisis propuesta por la
escuela regulacionista es la falla principal de los escritos de Davis acerca
del capitalismo estadounidense.
93.
Aglietta, Theory, pp.158-61.
94.
Bell, The Coming, p. 318, n. 30.
95.
Lipovetsky, Ere, pp. 7, 14,
4?-48,142-43.
96.
Hobsbawm, Empire, pp.
220,237-38.
97.
MR, 329.
98.
T. W., Adorno, Aesthetic Theory, Londres, 1984, pp. 83-84.
99.
Greenberg, "Avant Garde and
Kitsch", Partisan Review VI:
5,1939, p. 49.
100.
Ver S. Guilbaut, How New York Stole the Idea of Modem Art, Chicago, 1983, y J. D.
Herbert, "The Political Origins of Abstract Expressionist Art
Criticism", Telos 62, 1984/85.
101.
Adorno, op. cit., p. 44.
102.
R. A. Berman, "Modem Art and
Desublimation", Telos 62,
1984/85, p. 41.
103.
P. Bürger, Theory of the Avant Garde, Manchester,1984, pp. 17, 80, 81.
104.
Citado en C. Ratcliff, "The
Marriage of Art and Money", Art in
America, julio 1988, p. 78.
105.
Citado en E. Hartney, "Art vs.
Market", ibid, p. 31.
106.
C. Schorske, op, cit., p. 58;
ver en general ibid, capítulo 2.
107.
K. Frampton, Modere Architecture: A
Critical History, edición revisada, Londres,1985, pp. 231, 237.
108.
Berman, op. cit, p. 43.
109.
Ibid, p. 45-46. Bürger sostiene que esta
"falsa superación" de arte y vida es un peligro inherente al proyecto
vanguardista, pues "la relativa libertad del arte frente a la praxis vital
es a la vez la condición que debe ser satisfecha si ha de haber un conocimiento
crítico de la realidad. Un arte que no se distingue ya de la praxis vital sino
que se ve completamente absorbido por ella perderá la capacidad de
criticarla". (Theory, p. 50). Pero ciertamente mucho depende de las
condiciones bajo las cuales se da la integración entre arte y vida. Los
movimientos de vanguardia aspiran a reintegrar el arte a una vida social
transformada; en ausencia de una transformación semejante, sus miembros sólo
pueden continuar como artistas, en términos de la sociedad burguesa, con todas
las contradicciones que esto implica, algunas de las cuales se describen en el
texto. Todo intento por estetizar de nuevo la vida social sobre la base de un
control colectivo y democrático de los recursos por parte de los productores directos
no tendría como consecuencia la supresión del papel crítico desempeñado
históricamente por el arte en la discusión permanente de alternativas. La
exploración que hace Trotsky de algunos de estos problemas en Literatura y revolución (Ann Arbor,1971)
preserva toda su pertinencia. Por otra parte, pareciera que el proyecto
vanguardista no ha sido realizado y no porque esté mal concebido. Ver las
observaciones algo ambiguas de Habermas en Autonomy,
p.173.
110.
P. Bürger, "The Decline of
Modern Age", Telos 62, 1984/85,
pp. 117-18.
111.
Ibid, pp.120-21.
112.
Greenberg, op. cit, p. 37; ver también Greenberg, "Towards a Newer
Lacoon", Partisan Review VII, 4,
1940.
113.
Ver J. Willet, The New Sobriety 1917-1933, Londres, 1978.
114.
Greenberg, "Avant Garde", p. 37.
115.
Ver, por ejemplo, C. Jenks, "The Prince Versus the Architects",Observer, junio 12, 1988.
116.
Para un resumen de estas tendencias, ver Lash y Urry, End, pp. 99 ss.; sobre los Estados
Unidos ver, por ejemplo, D. Smith, Social
Theory and the City, Oxford, 1980, pp. 236 ss., y sobre Gran Bretaña, D.
Massey, Spatial Divisions of Labour,
Londres, 1984.
117.
D. Harvey, The Urbanization of Capital, Oxford,1985, pp. 2056,207,215.
118.
Ibid, pp. 215-17.
119.
Davis, "Urban Renaissance", pp. 109-110, 111-12. Ver también
los comentarios críticos a la presentación que hace Jameson del Hotel
Bonaventure en R. Jacoby, The Last
Intellectuals, Nueva York, 1987, pp. 168-72.
120.
P. Towsend et aI, Poverty and Labour in
London, Londres, 1987.
121.
D. Davis, "Late Postmodern: the
End of Style", Art in America,
julio,1987. Agradezco a
Margie Robertson el haberme indicado este artículo.
122.
D. Ghirardo, "Past or Postmodern
in Architectural Fashion", Telos 62,
1984/85, p. 190.
123.
Ver S. Zukin, "The Postmodern
Debate on Urban Form", TCS 5,23,1988,
pp. 437-38.
124.
Frampton, op. cit., p. 306.
125.
MR, pp. 329.
126.
PMC, p. 76.
127.
J. Goldthorpe, "On the Service
Class, its Formation and Future", en A. Giddens y G. Mackenzie, eds., Social Class and the Division of Labour,
Cambridge, 1982, p. 172.
128.
E. O. Wright, Class, Crisis and the State, Londres, 1978, capítulo 2 y Callinicos
y Harman, Changing Working Class.
129.
Lash y Urry, en mi opinión, exageran demasiado la importancia dela
"nueva clase media", pues le atribuyen la iniciativa principal en la
organización del capitalismo del siglo XX, especialmente en los Estados Unidos,
y luego la de su desorganización; ver End,
pp. 163 ss.
130.
R. Samuel, "The SDP and the New
Political Class", New Society,
22, abril 1982.
131.
Para un intento de hacerlo que, en mi concepto, es en gran parteuna
oportunidad malgastada ver F. Pfeil, “Postmodemism as a Structure of Feeling”,
en MIC.
132 Ver
Callinicos y Harman, Changing Working
Class, pp. 37-49.
133.
Davis,
Prisioners, pp. 21 l, 212, 218, 234.
134.
Ver,
sobre la desintegración de la izquierda intelectual francesa, A.Callinicos, ¿Is There a Future for Marxism?, Londres,
1982, y P. Anderson, In the Tracks of
Historical Materialism, Londres, 1983. Chris Harman analiza la crisis
general de la extrema izquierda europea en The
Fire Last Time, Londres, 1988, capítulo 16.
135.
Harman,
Fire, p. viii.
136.
Para
una visión general del debate francés sobre 1968, ver L. Ferryy A. Renaut, La Pensée 1968, París, 1985, cap. 2.
137.
R. Debray, "A Modest Contribution
to the Rites and Ceremonies ofthe Tenth Anniversary", NLR, 115, 1979, p.
47.
138.
Lipovetsky,
Ere, pp.119,143.
139.
Debray,
op. cit, p. 48.
140.
Ver H. Weber, "Reply to
Debray", NLR 115,1979.
141.
A.
Krivine y D. Bensaid, ¡Mai Si!,
Paris,1988, p. 59.
142.
H.
Weber, Vingt ans aprés, Paris,1988,
pp.166,177; ver, en general, ibid,
capítulo 6. Ver Krivine y Bensaid op. cit.,
pp. 59-61 para la discusión crítica de los análisis de 1968 ofrecidos por Weber
de parte de sus antiguos camaradas.
143.
Harman,
Fire, p. 339. Ver ibid., passim, para el análisis que se presenta a continuación.
144.
Business Week, abril 27, 1987.
145.
En
términos más generales, pienso que la teoría marxista de laideología debe
ocuparse de explicar por qué ciertas creencias se aceptan, y no cómo se
originan: ver MH, p.139.
146.
R. Shusterman, "Postmodernist
Aesthetics: A New Moral Philosophy", TCS
5, 2-3,1988, p. 337.
147.
Ver F. Kermode, History and Value, Oxford,1988.
148.
Baudrillard,
"Lost", p. 88.
149.
S. Sontag, "Notes on
Campo", en A Susan Sontag Reader,
Harmondsworth, 1983, p.107.
150.
Callinicos,
"Reactionary Postmodernism".
151.
Ver A. Bloom, Prodigal Sons, Nueva York, 1986, y A. Wald, The New York Intellectuals, Chapel Hill,1987.
152.
Ver C. Hill, The Experience of Defeat, Londres, 1984.
153.
Ver,
por ejemplo, sobre la vanguardia norteamericana de los ariossesentas, A.
Huyssen, "Mapping the Postmodern", NGC 33, 1984, pp. 20 ss.
6. Epílogo
El hombre ha
muerto, pero su espíritu vive.
Lema
de los huelguistas negros, Durban, Sudáfrica, 1973
Marx y Freud son las dos grandes figuras de la
Ilustración radicalizada. Ambos descubrieron el lado oscuro del imperio de la
razón de los philosophes. Marx reveló
la explotación y la opresión sin la cual el progreso de la sociedad burguesa
habría sido imposible, y Freud disolvió la transparencia de la razón al
demostrar que el yo consciente de sí mismo es un producto de la historia del
deseo y de la represión cuyos efectos están almacenados todavía en el
inconsciente. Después de sus obras, la teoría ya no podía concebirse, sencilla
y llanamente, como la contemplación desinteresada de verdades eternas, según se
hacía desde Platón.1 Pero ni Marx ni Freud fueron más allá, como lo
hizo Nietzsche, quien redujo la razón a la expresión de intereses, a una forma
más de la voluntad de poder.
Ambos entendieron y utilizaron la razón como medio de liberación. Marx lo
proclamó de manera más enfática al sostener que la teoría, cuando se integra a
través de la organización socialista a la lucha por la verdadera liberación de
la clase trabajadora, es un instrumento indispensable de la "emancipación
humana". Pero también para Freud, quien lo expresó de múltiples maneras.
Que el paciente desarrolle una comprensión racional de su historia –del proceso
de su propia formación como persona, fuente de su sufrimiento– es un rasgo
esencial de la terapia. Es cierto que Freud tiende a concebir esta comprensión
como la estoica aceptación de que los hombres habrán de vivir siempre, y
necesariamente, en la infelicidad. Deleuze y Guattari lo comparan en este
sentido con Ricardo y afirman que así como Ricardo fue el primero en formular
una versión rigurosa de la teoría del valor, pero no relaciona este
descubrimiento con la naturaleza histórica específica de las relaciones de
producción del capitalismo, Freud buscó contener los impulsos y deseos
inconscientes que había descubierto dentro de la familia eterna santificada por
el mito y la tragedia.2 Marx, por el contrario, es más optimista
acerca la posibilidad de la emancipación humana, pues se basa en una
comprensión histórica de la naturaleza transitoria de las estructuras sociales
que han formado nuestra existencia en el transcurso de los últimos milenios: la
familia, la propiedad privada y el Estado.
En todo caso, es esta orientación, la de la Ilustración radicalizada, la
de usar la razón para comprender, controlar y transformar fuerzas con las que
jamás habían soñado los pensadores
ilustrados, lo único que nos suministra una guía apropiada a través de la
modernidad, a la cual aún pertenecemos, a pesar de la proclamación de la Nueva
Era por parte de los postmodernistas. Desde luego, esto involucra posiciones
políticas. Una de las más notables declaraciones acerca de cuál es la actitud
que debe adoptarse hacia la modernidad se encuentra casi al final de Los orígenes del drama barroco alemán de
Walter Benjamin. Si bien el tema de este libro –una de las más grandes y
extrañas obras filosóficas de este siglo– es el Trauerspiel barroco, para Benjamin la técnica fundamental de este
tipo de teatro –la alegoría que se refiere al mundo como algo fragmentado y
desprovisto de sentido y de esperanza– guarda estrechas semejanzas con el uso
modernista del montaje como respuesta a lo que Eliot llamó "el inmenso panorama
de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea".
El barroco, sin embargo, implica un momento ulterior
al de la melancólica descripción de un mundo condenado. Es el momento de la
redención:
El alegorista se despierta en el
mundo de Dios... Así llegan a descifrarse las cosas más desmembradas, las más
extintas, las más dispersas. Cierto que con ello la alegoría pierde todo lo que
tenía de más propio: el saber secreto y privilegiado, el régimen de la
arbitrariedad en el dominio de las cosas muertas, la infinitud supuestamente
implícita en la ausencia de esperanza. Todo esto se desvanece como polvo con
ese vuelco único en el que la absorción meditativa alegórica se ve obligada a
desalojar la fantasmagoría final de lo objetivo y, abandonada por completo a
sus propios recursos, se reencuentra a sí misma, ya no lúdicamente en el mundo
terreno de las cosas, sino en serio, bajo el amparo del cielo.3
Cuando escribió estas palabras, a mediados de los años
veintes, Benjamin se encontraba a medio camino entre el mesianismo judío, de
donde toma el concepto de redención, y el socialismo revolucionario. A medida
que fortaleció su compromiso con una variante algo idiosincrásica del marxismo,
Benjamin llegó a considerar la redención cada vez más como un acontecimiento
secular –la revolución socialista–, aun cuando el concepto nunca perdió por
completo su sentido religioso original. La perspectiva resultante la expuso con
gran elocuencia en sus "Tesis sobre la filosofía de la historia",
obra escrita en una coyuntura política desesperada, después de que el pacto
entre Hitler y Stalin parecía prometer un mundo dividido entre dos monstruosos
despotismos. Allí concibe la revolución como una violenta irrupción en el
desenvolvimiento lineal de los acontecimientos, que redime un pasado dominado
por la explotación y la opresión.4
Si comprendemos la redención en estos términos, el pasaje arriba citado
nos orienta sobre el presente, sobre "la presunta infinitud de un mundo
sin esperanza", un mundo al que se añaden, a la explotación y a la
anarquía de las que hablaba Marx, la represión abordada por Freud, la
consciencia fragmentada que Horkheimer y Adorno remiten a las operaciones de la
industria cultural y al fetichismo de la mercancía, y los "nuevos
horrores": la lenta destrucción de la naturaleza debida a las
consecuencias de la acumulación competitiva del capital. Ante un mundo
semejante, la melancolía barroca y la ironía romántica –cultivadas con tanto
talento por el modernismo y reducidas a meros pastiches por los profetas de la
postmodernidad– parecen ser las únicas respuestas apropiadas, siempre y cuando
abandonemos la posibilidad de una transformación social que imponga un nuevo
conjunto de prioridades, con base en el control colectivo y democrático de los
recursos del planeta.
En cuanto admitimos tal posibilidad, en este
"vuelco único", todo cambia y vemos entonces ambos lados de la
perspectiva marxista sobre el capitalismo: no sólo la destrucción que ocasiona,
sino la expansión potencial de las capacidades humanas que implica. Si no
trabajamos de manera consciente con el propósito de lograr el tipo de cambio
revolucionario que permita la realización de este potencial en un mundo
transformado, no hay mucho que hacer y, quizás, lo único que tendríamos por
delante sería dedicarnos, al igual que Lyotard y Baudrillard, a tañer la lira
mientras arde Roma.
Notas
1.
Ver Habermas, Knowledge and Human Interests, Londres, 1972, pp. 301-307.
2. G. Deleuze y F. Guattari, L'Anti-Oedipe, París,1973, pp. 356 ss.
3. W. Benjamín, El origen del drama barroco alemán, Madrid,1990, p. 230.
4. Benjamin, "Tesis sobre la
filosofía de la historia", en Discursos
interrumpidos, I, Madrid, 1973; ver R. Wolin, Walter Benjamin: an Aesthetic of Redemption, Nueva York, 1982.
Discuto estas "Tesis" en MH,
capítulo 5.
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