I
Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces
una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un
río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que
muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con
el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos
desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de
pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán.
Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con
el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue
de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó
al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su
sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos
tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo
aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida
propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de
despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba
siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y
la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para
desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le
previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel
tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de
chivos por los dos lingotes imantados.
Úrsula Iguarán, su mujer, que
contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio
doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para
empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en
demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,
inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando
en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una
armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,
cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras.
Cuando
José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron
desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que
llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En
marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del
tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos
de Ámsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el
catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente
se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha
eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre
podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su
casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa
gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le
prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio
Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes,
concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades,
otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes
imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de
consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su
padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías.
José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a
sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de
su propia vida.
Tratando
de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a
la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron
en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer,
alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.
Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades
estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una
asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible.
Lo
envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus
experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un
mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó
ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la
desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas
del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos
que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo
ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su
invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las
complicadas artes de la guerra solar.
Durante
varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó
ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una
prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y
le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De
su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje
Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la
brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie
perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones
domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los
astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un
método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y
manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar
por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con
seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en
que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso
de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta
cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena.
De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue
sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado,
repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar
crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora
del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían
de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se
sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la
prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su
descubrimiento.
-La
tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia.
«Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de inculcar
a los niños tus ideas de gitano.»
José Arcadio Buendía,
impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un
rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro,
reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que
para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de
partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de
que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a
poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre
que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada
en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba
de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia
terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades
había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía
tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero mientras éste conservaba su
fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas,
el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el
resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables
viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía
mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas
partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo
final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al
género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el
archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a
la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio
multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía
poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura
triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas.
Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un
chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su
inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una
condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la
vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes
percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el
escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló
sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el
principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos
fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de
recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la
claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz
de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por
sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor,
había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a
toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella
visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por
distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
-Es el
olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió
Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y
esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una
sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le
hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría
para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio
-sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores-
estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello
largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por
los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres
brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de
los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés
y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los
procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos
intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de
las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante
varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y
aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió,
como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces
José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con
raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo
en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente
más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y
desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales
planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre,
y vuelta a cocer en manteca de cerdo a
falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un
chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos,
Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad
pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea
haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras
el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los
nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago
de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura
nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto,
sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante
aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se
convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados
en las encías, y se los mostró al público por un instante un instante fugaz en que volvió a ser el
mismo hombre decrépito de los años anteriores
y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su
juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los
conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero
experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el
mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y
prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las
investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a
comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. «En el
mundo están ocurriendo cosas increíbles -le decía a Úrsula-. Ahí mismo, al otro
lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos
viviendo como los burros.» Quienes lo conocían desde los tiempos de la
fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia
de Melquíades.
Al principio, José Arcadio
Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la
siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos,
aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su
casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron
arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada,
un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios,
un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde
vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos
animales prohibidos no sólo en la
casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula
andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de
nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar,
parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche,
siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a
ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los
rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre
limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor
de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era
el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de
tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y
abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido
que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años,
Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas
hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde
nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la
fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo
llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa,
sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a
ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder
el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades
vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió
de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la
ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los
pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa
social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los
cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las
maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se
convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una
barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de
cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero
hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para
seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el
concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con
los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba
por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el Oriente estaba la
sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha,
donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su
abuelo- sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que
luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En
su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de
enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo
de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no
tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba,
porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos
de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según
testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al
Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de
piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el
hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa
ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas
del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única
posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del Norte. De modo que
dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo
acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de
orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no
encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del
río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del
guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al
término de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron
con comer la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar
con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul
tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no
volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza
volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez
más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo
se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron
abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y
silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de
aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras
doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un
universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de
insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de
sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se
volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer
ante sus ojos. «No importa -decía José Arcadio Buendía-. Lo esencial es no
perder la orientación.» Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus
hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región
encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba
impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía,
colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando
despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a
ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa
luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a
estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del
velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa
coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un
suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un
espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las
costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron
con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.
El hallazgo del galeón,
indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía.
Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin
encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo
encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo
insalvable. Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a travesar
la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró
de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo
entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la
imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse
hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa
inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce
kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente a ese mar
color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de
su aventura.
-¡Carajo!
-gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo
peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que
dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia,
exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a
sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca
llegaremos a ninguna parte -se lamentaba ante Úrsula-. Aquí nos hemos de pudrir
en vida sin recibir los beneficios de la ciencia.» Esa certidumbre, rumiada
varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de
trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó
a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita
predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya
empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué
momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando
en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura
y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió
por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo
comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas
originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las
cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún
reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir en sus sordos
monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo
cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a
preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: «Puesto
que nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.
-No
nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
-Todavía no tenemos un muerto
-dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la
tierra.
Úrsula
replicó, con una suave firmeza:
-Si es
necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó
que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo
de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar
unos líquidos mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a
voluntad del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase de
aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.
-En vez de andar pensando en
tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo
están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía tomó al
pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de la ventana y vio a
los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo
en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de
Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que
lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región
inexplorada de los re cuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que
ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida él permaneció
contemplando a los niños con mirada absorta hasta que los ojos se le
humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro
de resignación.
-Bueno
-dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
José Arcadio, el mayor de los
niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y
el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de
crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de
imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la
sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo
al comprobar que no tenía ningún órgano de animal. Aureliano, el primer ser
humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y
retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos
abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro
reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una
curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo,
mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de
derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse
de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la
edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del
fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la
puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien puesta en el centro de la
mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un movimiento
irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se
despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero
éste lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la
existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un
período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto
en sus propias especulaciones quiméricas.
Pero desde la tarde en que
llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio,
les dedicó sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron
llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a
leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no
sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos
increíbles los límites de su imaginación. Fue así como los niños terminaron por
aprender que en el extremo meridional del África había hombres tan inteligentes
y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era
posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de
Salónica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la
memoria de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes de que el
oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de
marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado,
con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos
y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea,
pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
Eran gitanos nuevos. Hombres y
mujeres jóvenes que sólo conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel
aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles
un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores
que recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos
de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el
pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar
botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el
emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas
e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido inventar la máquina de la
memoria para poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea.
Los habitantes de Macondo se encontraron de pronto perdidos en sus propias
calles, aturdidos por la feria multitudinaria.
Llevando un niño de cada mano
para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes
acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso
aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía
andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes, para que le
revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a
varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el lugar
donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que
anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un
golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió
paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y
alcanzó a hacer la pregunta. El gitano le envolvió en el clima atónito de su
mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante
sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: «Melquíades murió.»
Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de
sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros
artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más
tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a
las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el
lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia.
Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad
de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según
decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía
pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había
un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz
y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al
ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro
sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las
cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo.
Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José
Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
-Es el
diamante más grande del mundo.
-No
-corrigió el gitano-. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin
entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó.
«Cinco reales más para tocarlo», dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y
entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos,
mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del
misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos
vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo.
Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en
el acto. «Está hirviendo», exclamó asustado. Pero su padre no le prestó
atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó
de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades
abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano
puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:
-Éste
es el gran invento de nuestro tiempo.
II
Cuando
el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de
Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los
cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido.
Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No
podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió
quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público.
Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su
cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin
atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de
asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos
tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con
quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos
buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y
llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos
situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un
dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de
sus pesadillas.
En la escondida ranchería
vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio
Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan
productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el
tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada
vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por
encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis
Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad
estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común
remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la
antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y
sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su
matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron
la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el
temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas
pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente
tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un
hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió
desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de
virginidad porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de
tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se
dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero
amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio
Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una
sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así
que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran
sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado
con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el
extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio.
Temiendo
que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía
antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de
velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por
delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante
el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su
madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que
ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular
olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula
seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José
Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya
ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma.
-Déjalos
que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación
siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José Arcadio
Buendía le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por
la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que
toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.
-Te
felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.
José Arcadio Buendía, sereno,
recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a Prudencio
Aguilar:
-Y tú,
anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió
con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había
concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de
defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro
y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó
a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se
velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio
cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza
frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de
su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía
clavó la lanza en el piso de tierra.
-Si has de parir iguanas,
criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa
tuya.
Era una buena noche de junio,
fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el
amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el
llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.
El asunto fue clasificado como
un duelo de honor, pero a ambos les quedó un malestar en la conciencia. Una
noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vio a
Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy
triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No
le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que
había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen dijo-. Lo que pasa
es que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula
volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto
la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia.
José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al
patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste.
-Vete
al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a
matarte.
Prudencio Aguilar no se fue,
ni José Arcadio Buendía se atrevió arrojar la lanza. Desde entonces no pudo
dormir bien.
Lo atormentaba la inmensa
desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda nostalgia
con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa
buscando agua para mojar su tapón de
esparto. «Debe estar sufriendo mucho -le decía a Úrsula-. Se ve que está muy
solo.» Ella estaba tan conmovida que la próxima vez que vio al muerto destapando
las ollas de la hornilla comprendió lo que buscaba, y desde entonces le puso
tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encontró lavándose las
heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.
-Está bien, Prudencio -le
dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos
jamás. Ahora vete tranquilo.
Fue así como emprendieron la
travesía de la sierra. Varios amigos de José Arcadio Buendía, jóvenes como él,
embullados con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres
y sus hijos hacia la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir,
José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus
magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de
paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas
de recién casada, unos pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de
oro que heredé de su padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente
procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar
ningún rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce
meses, con el estómago estragado por la carne de mico y el caldo de culebras,
Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes humanas. Había hecho la mitad del
camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros,
porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las varices se le reventaban
como burbujas. Aunque daba lástima verlos con los vientres templados y los ojos
lánguidos, los niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor
parte del tiempo les resultó divertido. Una mañana, después de casi dos años de
travesía, fueron los primeros mortales que vieron la vertiente occidental de la
sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la
ciénaga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron
el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los
pantanos, lejos ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino,
acamparon a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de
vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil, el coronel
Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por
sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin
embargo, la noche en que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían
un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su número había aumentado durante
la travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos.
José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad
ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron
con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que
tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente
convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar
los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la
orilla, y allí fundaron la aldea.
José Arcadio Buendía no logró
descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el día en que
conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en
un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a partir
de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas
casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas
se torcían de calor, para convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró
en sus tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba
positivamente entusiasmado con la educación de sus hijos, en especial la de
Aureliano, que había revelado desde el primer momento una rara intuición
alquímica. El laboratorio había sido desempolvado. Revisando las notas de
Melquíades, ahora serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas
y pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote adherido
al fondo del caldero.
El
joven José Arcadio participó apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía
cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue
demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental.
Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula
entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir, y experimentó un
confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre que veía
desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le
pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores
de recién casada.
Por
aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que
ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja. Úrsula
le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado
como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que
repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. «Al contrario dijo-. Será
feliz». Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa pocos días
después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de granos contiguo a la
cocina. Colocó las barajas con mucha calma en un viejo mesón de carpintería,
hablando de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella más
aburrido que intrigado. De pronto extendió la mano y lo tocó. «Qué bárbaro»,
dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. José Arcadio sintió
que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos
terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José
Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de humo que ella tenía en
las axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar con ella
en todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero
y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro.
Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal,
incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento
no la deseó. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que
inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó el café y abandonó la casa
deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una
ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero, sino como
había sido aquella tarde.
Días después, de un modo
intempestivo, la mujer lo llamó a su casa, donde estaba sola con su madre, y lo
hizo entrar en el dormitorio con el pretexto de enseñarle un truco de barajas.
Entonces lo tocó con tanta libertad que él sufrió una desilusión después del
estremecimiento inicial, y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que
esa noche fuera a buscarla. Él estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo
que no sería capaz de ir. Pero esa noche, en la cama ardiente, comprendió que
tenía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en
la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en
el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los
mosquitos, el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no
había advertido hasta entonces, y salió a la calle dormido. Deseaba de todo
corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente ajustada, como ella
le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos y
los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia
helada en sus entrañas. Desde el instante en que entró, de medio lado y
tratando de no hacer ruido, sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde
los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba
y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a
tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no
fuera a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las
hamacas, que estaban más bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que
roncaba hasta entonces se revolvió en el sueño y dijo con una especie de
desilusión: «Era miércoles.» Cuando empujó la puerta del dormitorio, no pudo
impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta,
comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente
desorientado.
En la
estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la
mujer que tal vez no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor
no hubiera estado en toda la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido
como había estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato,
preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo,
cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas,
le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado
esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de
agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa
y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés,
en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía
más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y
se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba
haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero
que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo
estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies v dónde la cabeza, ni
los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más
el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia
atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel
silencio exasperado y aquella soledad espantosa.
Se llamaba Pilar Ternera.
Había formado parte del éxodo que culminó con la fundación de Macondo,
arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce
años y siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer
pública la situación porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el
fin del mundo, pero más tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado
de esperarlo identificándolo siempre con los hombres altos y bajos, rubios y
morenos, que las barajas le prometían por los caminos de la tierra y los
caminos del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había
perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito
de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón, Trastornado por
aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su rastro todas las noches a
través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión encontró la puerta
atrancada, y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido el arresto de
tocar la primera vez tenía que tocar hasta la última, y al cabo de una espera
interminable ella le abrió la puerta. Durante el día, derrumbándose de sueño,
gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella
entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que hacer
ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa
explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible
que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y
le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte.
Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la alegría de todos cuando su
padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían logrado
vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.
En efecto, tras complicadas y perseverantes
jornadas, lo habían conseguido. Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios
por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se apretujaba en
el laboratorio, y les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el
prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado,
como si acabara de inventarío. De tanto mostrarlo, terminó frente a su hijo
mayor, que en los últimos tiempos apenas se asomaba por el laboratorio. Puso
frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le preguntó: «¿Qué te
parece?» José Arcadio, sinceramente, contestó:
-Mierda
de perro.
Su padre le dio con el revés
de la mano un violento golpe en la boca que le hizo saltar la sangre y las
lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas de árnica en la hinchazón,
adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que
quiso sin que él se molestara, para amarlo sin lastimarlo Lograron tal estado
de intimidad que un momento después, sin darse cuenta, estaban hablando en
murmullos.
-Quiero estar solo contigo
-decía él-. Un día de estos le cuento todo a todo el mundo y se acaban los
escondrijos.
Ella
no trató de apaciguarlo.
-Sería muy bueno -dijo-. Si
estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar
todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja
todas las porquerías que se te ocurran.
Esta conversación, el rencor
mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad del amor
desaforado, le inspiraron una serena valentía. De un modo espontáneo, sin ninguna
preparación, le contó todo a su hermano.
Al principio el pequeño
Aureliano sólo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que
implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinación
del objetivo. Poco a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hacía contar las
minuciosas peripecias, se identificaba con el sufrimiento y el gozo del
hermano, se sentía asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el amanecer,
en la cama solitaria que parecía tener una estera de brasas, y seguían hablando
sin sueño hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron ambos
la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y la
sabiduría de su padre, y se refugiaron en la soledad. «Estos niños andan como zurumbáticos
-decía Úrsula-. Deben tener lombrices.» Les preparó una repugnante pócima de
paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al
mismo tiempo en sus bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron unos
parásitos rosados que mostraron a todos con gran júbilo, porque les permitieron
desorientar a Úrsula en cuanto al origen de sus distraimientos y languideces.
Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa
propia las experiencias de su hermano, porque en una ocasión en que éste
explicaba con muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para
preguntarle: «¿Qué se siente?» José Arcadio le dio una respuesta inmediata:
-Es
como un temblor de tierra.
Un jueves de enero, a las dos
de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto,
Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero
todas sus partes eran humanas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino
cuando sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca
de su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión tan
impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría para sacarlo
del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando
claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el
cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que
se le caía de inocencia, encontró a José Arcadio.
Úrsula había cumplido apenas
su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos
saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de
Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso,
sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo
anunciaron en función de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una
simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio,
llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental
al desarrollo del transporte, como un objeto de recreo. La gente, desde luego,
desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre
las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden
colectivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios
dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía
ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea
de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por
el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma
y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora si eres un
hombre», le dijo. Y corno él no entendió lo que ella quería decirle, se lo
explicó letra por letra:
-Vas a
tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a
salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante
de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los
artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio
Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de
la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron
los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del
laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que
hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miró.
«Déjenlos que sueñen -dijo-. Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas.» A pesar de
su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los podere5 del huevo filosófico, que simplemente le
parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el
apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso
de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía
lo relevó de los deberes en el laboratorio creyendo que había tomado la
alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la
aflicción del hermano no tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal,
pero no consiguió arrancarle una confidencia. Rabia perdido su antigua
espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso
de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó
la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a
confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda
suerte de máquinas de artificio, Sin interesarse por ninguna, se fijó en algo
que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una niña, agobiada de
abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba
entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se
convirtió en víbora por desobedecer a sus padres.
José Arcadio no puso atención.
Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombrevíbora, se
había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se
encontraba la gitana, y se había detenido detrás de ella. Se apretó contra sus
espaldas. La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó con más
fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sintió. Se quedó inmóvil contra
él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por
último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos
gitanos metieron al hombre-víbora en su jaula y la llevaron al interior de la
tienda. El gitano que dirigía el espectáculo anunció:
-Y ahora, señoras y señores,
vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada
todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por
haber visto lo que no debía.
José Arcadio y la muchacha no
presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con
una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se
deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje
almidonado, de su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó
prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes
y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José
Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin
embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de
carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y
arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una
partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el
ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la
cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una
gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no
hacia parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos
empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a
José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnifico animal
en reposo.
-Muchacho
-exclamó-, que Dios te la conserve.
La compañera de José Arcadio
les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy
cerca de la cama.
La pasión de los otros
despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la
muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un
fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se
llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor
de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía
admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado
de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de
obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían
por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José
Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.
Cuando Úrsula descubrió su
ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los
gitanos no había más que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía
humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando
abalorios entre la basura le dijo a Úrsula que la noche anterior había visto a
su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con la jaula
del hombre-víbora. «¡Se metió de gitano!», le gritó ella a su marido, quien no
había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.
-Ojalá fuera cierto -dijo José
Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y
recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.
Úrsula preguntó por dónde se
habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y
creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la
aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en
regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta de su mujer sino a las
ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose en una cama de
estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca de
llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a
Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por
senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores
indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no
habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda inútil, regresaron
a la aldea.
Durante varias semanas, José
Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre
de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser
amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que
Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión, Pilar Ternera se ofreció para
hacer los oficios de la casa mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya
misteriosa intuición se había sensibilizado en la desdicha, experimentó un
fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo
inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente
desaparición de su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable
hostilidad, que la mujer no volvió a la casa.
El tiempo puso las cosas en su
puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué momento estaban otra
vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor,
entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde
hacía varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una
canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre
y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta
ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas
extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un
armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua
colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta
evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo observaban aquellos
fenómenos con asustado alborozo, sin lograr explicárselos, pero
interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta
empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto,
ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre
no se alteró. Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una
mesa, convencido de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa
ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
-Si no
temes a Dios, témele a los metales.
De pronto, casi cinco meses
después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con
ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendía apenas
si pudo resistir el impacto. «¡Era esto -gritaba-. Yo sabía que iba a ocurrir.»
Y lo creía de veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba
la materia, rogaba en el fondo de su corazón que el prodigio esperado no fuera
el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir
los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la
casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no
compartía su alborozo. Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado
ausente más de una hora, y le dijo:
-Asómate
a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó
mucho tiempo para restablecerse la perplejidad cuando salió a la calle y vio la
muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos
lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos
dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con
muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos
en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían
del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que
recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula
no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo
descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos.
III
El
hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de
nacido. Úrsula lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de
su marido que no pudo tolerar la idea de que un retoño de su sangre quedara
navegando a la deriva, pero impuso la condición de que se ocultara al niño su
verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José Arcadio, terminaron por
llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época
tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de
los niños quedó relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a
Visitación, una india guajira que llegó al pueblo con un hermano, huyendo de
una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía varios años. Ambos
eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la
ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la
lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de
lagartijas y a comer huevos de arañas sin que Úrsula se diera cuenta, porque
andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos de caramelo.
Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la
buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga,
de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un
pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio
permanente por donde llegaran los primeros árabes de pantuflas y argollas en
las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. José Arcadio Buendía
no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad inmediata que
entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación,
perdió todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a descansar la materia
extenuada por largos meses de manipulación, y volvió a ser el hombre
emprendedor de los primeros tiempos que decidía el trazado de las calles y la
posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de privilegios que
no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se
echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que
fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos
saltimbanquis, ahora con su feria ambulante transformada en un gigantesco
establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron recibidos con alborozo
porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio no
volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que
podría darles razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos
instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los
consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José Arcadio
Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de
Melquíades, que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su
milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encontraría siempre las puertas
abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron los trotamundos, había sido
borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los límites del
conocimiento humano.
Emancipado al menos por el
momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía impuso en poco
tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una
licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación
alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes
musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de madera labrada que
los árabes cambiaban por guacamayas, y que José Arcadio Buendía sincronizó con
tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con los acordes
progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía
exacto y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien
decidió por esos años que en las calles del pueblo se sembraran almendros en
vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos nunca las métodos para
hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue un campamento de
casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más antiguas
los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sabía entonces quién los había
sembrado. Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba el
patrimonio doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces
azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartadas en palos de balso,
Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio abandonada, aprendiendo
por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto, que en
poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar
la de su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las
camisas y sisas a las pantalones, porque Aureliano no había sacada la
corpulencia de las otras. La adolescencia le había quitada la dulzura de la voz
y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en cambio le
había restituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer.
Estaba
tan concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para comer.
Preocupada
por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco
de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano
gastó el dinero en ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las
llaves con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de
Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a mudar los dientes y todavía
andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión
de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte
-le decía Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y
mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias
de sus hijos eran alga tan espantosa coma una cola de cerdo, Aureliano fijó en
ella una mirada que la envolvió en un ámbito de incertidumbre.
-Alguien
va a venir -le dijo.
Úrsula, como siempre que él
expresaba un pronóstico, trató de desalentaría can su lógica casera. Era normal
que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin
suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de
toda lógica, Aureliano estaba seguro de su presagio.
-No sé
quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó
Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje desde Manaure con
unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con
una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con
precisión quién era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje
estaba compuesto por el baulito de la ropa un pequeño mecedor de madera can
florecitas de calores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un
permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La
carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas
por alguien que lo seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y
que se sentía obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad
de mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en
segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía,
aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue
Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en
su santa reino, cuyas restas adjuntaba la presente para que les dieran
cristiana sepultura. Tanto los nombres mencionados como la firma de la carta
eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban
haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara cama
el remitente y mucha menos en la remota población de Manaure. A través de la
niña fue imposible obtener ninguna información complementaria.
Desde
el momento en que llegó se sentó a chuparse el dedo en el mecedor y a observar
a todas con sus grandes ajos espantados, sin que diera señal alguna de entender
lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de negro, gastada
por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido
detrás de las orejas can moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las
imágenes barradas por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal
carnívoro montada en un soporte de cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su
piel verde, su vientre redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud
y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran de comer se quedó
can el plato en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era
sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco
de agua y ella movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can
la cabeza.
Se quedaron con ella porque no
había más remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de acuerda con la carta era
el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella
todo el santoral y no logró que reaccionara can ningún nombre. Como en aquel
tiempo no había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta
nadie, conservaron la talega con los huesos en espera de que hubiera un lugar
digno para sepultarías, y durante mucho tiempo estorbaron por todas partes y se
les encontraba donde menos se suponía, siempre con su cloqueante cacareo de
gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida
familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más
apartado de la casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los
relojes, que cada media hora buscaba con ajos asustados, como si esperara
encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que comiera en varios días.
Nadie entendía cómo no se había muerta de hambre, hasta que los indígenas, que
se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar can sus pies
sigilosos, descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del
patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. Era
evidente que sus padres, o quienquiera que la hubiese criado, la habían
reprendido por ese hábito, pues lo practicaba a escondidas y con conciencia de
culpa, procurando trasponer las raciones para comerlas cuando nadie la viera.
Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca
en el patio y untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con esos
métodos su vicio perniciosa, pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio
para procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más
drásticas. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al
serena toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque
nadie le había dicho que aquél era el remedio específico para el vicio de comer
tierra, pensaba que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que
hacer reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su
raquitismo, que tenían que barbearía como a un becerro para que tragara la
medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados
jeroglíficos que ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que según decían
las escandalizadas indígenas eran las obscenidades más gruesas que se podían
concebir en su idioma.
Cuando
Úrsula lo supo, complementó el tratamiento con correazos. No se estableció
nunca si lo que surtió efecto fue el ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas
combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca empezó a dar muestras
de restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y Amaranta, que la
recibieron coma una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien de los
cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la
lengua de los indios, que tenía una habilidad notable para los oficias manuales
y que cantaba el valse de los relojes con una letra muy graciosa que ella misma
había inventado. No tardaron en considerarla como un miembro más de la familia.
Era con Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus propios hijos, y llamaba
hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José Arcadio
Buendía.
De
modo que terminó por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca Buendía,
el único que tuvo siempre y que llevó can dignidad hasta la muerte.
Una noche, por la época en que
Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de
los otros niños, la india que dormía con ellos despertó par casualidad y oyó un
extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que
había entrada un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor,
chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en la
oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada
por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas
de la enfermedad cuya amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a
desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era
la peste del insomnio.
Cataure, el indio, no amaneció
en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le indicaba que la
dolencia letal había de perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la
tierra. Nadie entendió la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor
-decía José Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero
la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la
imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su
inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería
decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la
noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la
conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado.
José Arcadio Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de una de tantas
dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si
acaso, tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.
Al cabo de varias semanas,
cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José Arcadio Buendía se
encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que
también había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó:
«Estoy pensando otra vez en
Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día siguiente se sentían
tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó asombrado
a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda
la noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula
el día de su cumpleaños. No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora
de acostarse se sintieron sin sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más
de cincuenta horas sin dormir.
-Los niños también están
despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que entra en la
casa, nadie escapa a la peste.
Habían
contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido
de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un
brebaje de acónito, pero no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el
día soñando despiertos. En ese estada de alucinada lucidez no sólo veían las
imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas
por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en
su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a
ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón
de aro, le llevaba una rama de rosas. Lo acompañaba una mujer de manas
delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo.
Úrsula
comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo
un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los
había visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se
perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo
vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban encantados los deliciosos
gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los
tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes
sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al
contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en
Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no
tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con
los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los
relajes. Los que querían dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los
sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar
sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas chistes, a complicar
hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el
cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no
había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les
había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les
había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el
cuento del gallo capón, Y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les
había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del
gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por
noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se
dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a las jefes de
familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se
acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones
de la ciénaga. Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los
árabes cambiaban por guacamayas y se pusieron a la entrada del pueblo a
disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e
insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo
recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que
los enfermos supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada
durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía
por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de
insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la
población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación
de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que
el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil
costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió
la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la
memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de
las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día
estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no
recordó su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en
un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de
no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera
manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar.
Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi
todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo,
de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su
padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más
impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el
pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga,
guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se
dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus
inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El
letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma
en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las
mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla
con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una
realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que
había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la
ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se
habían escrita claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el
sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron
al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba
menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a
popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado
en las barajas como antes había leído el futuro.
Mediante
ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las
alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como
el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano
izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en
que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de
consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la
memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos
de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos
adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un
individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que
en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para
vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció par
el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los
durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito
cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al
abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante
de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el
tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también
cuarteada par la incertidumbre y sus manas parecían dudar de la existencia de
las cosas, era evidente que venían del mundo donde todavía los hombres podían
dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala,
abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía can atención
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras
de afecto, temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero
el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido
remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él
conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Entonces
comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre
ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía
una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le
humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los
objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías
escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un
deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras
Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y
Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a
quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había
regresada porque no pudo soportar la soledad. Repudiada par su tribu,
desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la
vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por
la muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José
Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a
sí mismo y a toda su familia plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de
metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado
daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizada y
ceniciento, el acartonada cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y
una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa
como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la
diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba
que la gente se iba gastando poca a poca a medida que su imagen pasaba a las
placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien
le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus
antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa,
aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias
palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana
vistió a los niños con sus rapas mejores, les empolvó la cara y les dio una
cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer
absolutamente inmóviles durante casi das minutos frente a la aparatosa cámara
de Melquíades.
En el
daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido
de terciopelo negra, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la
misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón
de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su destino. Era un
orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo de su trabajo.
En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de Melquíades, apenas
si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el
gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un
estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el
bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a cada instante.
Aquella consagración al trabajo, el buen juicio can que administraba sus
intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que
Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de
que fuera ya un hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En
realidad no la había tenido.
Meses después volvió Francisco
el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos años que pasaba con
frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par él mismo. En
ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias
ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de
la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar a un
acontecimiento que divulgar, le pagaba das centavos para que lo incluyera en su
repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre par pura
casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que
dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque
derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero
nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio y
una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo el
pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa ocasión
llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla
cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la
protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de
Catarme. Encontró a Francisco el Hombre, como un camaleón monolítico, sentado
en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz
descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir Walter
Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies
caminadores agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde
entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la
matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la
concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para
acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la media noche
el calor era insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin
encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar a casa
cuando la matrona le hizo una señal con la mano.
-Entra tú también -le dijo-.
Sólo cuesta veinte centavos. Aureliano echó una moneda en la alcancía que la
matrona tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata
adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de
Aureliano, esa noche, sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De
tanto ser usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitación
empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó la sábana empapada y le pidió
a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron,
torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación
no terminara nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse
en pie a causa del desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y
ardiente no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas.
Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se desvistiera, él
le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara
veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su
ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un
poca más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió, atormentado por
el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resistía la
comparación con su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se
sintió cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte
centavos», dijo con voz desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio.
Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la
respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos
de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada
por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó
reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo,
acostándola por veinte centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada.
Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez años de
setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando
la matrona tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber
hecho nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando
en la muchacha, con una mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad
irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y
la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del
despotismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que
ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la
tienda de Catarino, la muchacha se había ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito
atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se refugió en el
trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la
vergüenza de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en
sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de
daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto
utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios. Mediante
un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares
de la casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si
existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia.
Melquíades profundizó en las interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy
tarde, asfixiándose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo,
garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas sortijas
habían perdido la lumbre de otra época.
Una noche creyó encontrar una
predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes
casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de las Buendía.
«Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-. No serán casas de vidrio
sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los siglos de
los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno
que producía toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad
de pudines, merengues y bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los
vericuetos de la ciénaga. Había llegado a una edad en que tenía derecho a
descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan ocupada estaba en
sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,
mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes
desconocidas y hermosas bardando en bastidor a la luz del crepúsculo.
Eran Rebeca y Amaranta. Apenas
se habían quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor
durante tres años, y la ropa de color parecía haberles dado un nuevo lugar en
el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo esperarse, era la más bella.
Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos mágicas que
parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor,
era un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento
interior de la abuela muerta. Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso
físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se había dedicado a aprender el
arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a leer y
escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente,
que sus hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían
obligadas a dispersarse por falta de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado
en largos años de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y
emprendió la ampliación de la casa.
Dispuso
que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca
para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde se sentara
la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el
patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un jardín
de rasas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de
begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el
viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y
construir otro das veces más grande para que nunca faltaran los alimentos en la
casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las
mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un
gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro
vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin rumbo. Seguida por
docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la fiebre
alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta
del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de
obreros agobiados por el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no
estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el
talego de huesas humanos que los perseguía por todas partes can su sorda
cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo
la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y
fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía,
tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue
quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo sacó
de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de
azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial
escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su
esposa, descifró la firma.
-¿Quién
es este tipo? -preguntó.
-El
corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el
gobierno.
Don Apolinar Moscote, el
corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el Hotel de
Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo
cambalache de chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito
con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa de los Buendía. Puso una
mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la pared un escudo de la
república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero: Corregidor. Su primera disposición fue
ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar el aniversario de
la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el
escueto despacho. «¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar
Moscote, un hombre maduro, tímido, de complexión sanguínea, contestó que sí.
«¿Con qué derecho?», volvió a preguntar José Arcadio Buendía. Don Apolinar
Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido
nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el
nombramiento.
-En este pueblo no mandamos
con papeles -dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de una vez, no
necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
Ante la impavidez de don
Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada recuento
de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto
los caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad,
sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan
pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que
todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que el gobierno no los hubiera
ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera dejado
crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían
fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían
hacer. Don Apolinar Moscote se había puesto un saco de dril, blanco como sus
pantalones, sin perder en ningún momento la pureza de sus ademanes.
-De modo que si usted se
quiere quedar aquí, como otro ciudadana común y corriente, sea muy bienvenido
-concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden
obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y
largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una paloma.
Don Apolinar Moscote se puso
pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con una cierta
aflicción:
-Quiero
advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo
en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con que derribaba un
caballo. Agarró a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levantó a la altura
de sus ajos.
-Esto lo hago -le dijo- porque
prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto por el resto de
mi vida.
Así la llevó por la mitad de
la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus das pies en
el camino de la ciénaga. Una semana después estaba de regreso con seis soldados
descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde
viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con
los muebles, los baúles y los utensilios domésticas. Instaló la familia en el
Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y volvió a abrir el despacho
protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a
los invasores, fueron can sus hijas mayores a ponerse a disposición de José
Arcadio Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote
había vuelto can su mujer y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a
otros delante de su familia. Así que decidió arreglar la situación por las
buenas.
Aureliano lo acompañó. Ya para
entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntas engomadas, y tenía
la voz un poco estentórea que había de caracterizarlo en la guerra. Desarmadas,
sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar
Moscote no perdió la serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se
encontraban allí por casualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su
madre, y Remedios, de apenas nueve años, una preciosa niña can piel de lirio y
ojos verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan pronto cama ellos entraron,
antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran. Pera ambas
permanecieron de pie.
-Muy bien, amiga -dijo José
Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la puerta esos
bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.
Don Apolinar Moscote se
desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar. «Sólo le
ponemos das condiciones -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del
color que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida.
Nosotros le garantizamos el orden.» El corregidor levantó la mano derecha can
todas los dedos extendidos.
-¿Palabra
de honor?
-Palabra de enemigo -dijo José
Arcadio Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir:
usted y yo seguimos siendo enemigas.
Esa misma tarde se fueran los
soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió una casa a la
familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen
de Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser
hija suya, le quedó doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación
física que casi le molestaba para caminar, como una piedrecita en el zapato.
IV
La
casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile. Úrsula había
concebido aquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta
convertidas en adolescentes, y casi puede decirse que el principal motivo de la
construcción fue el deseo de procurar a las muchachas un lugar digno donde
recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese propósito, trabajó
coma un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que
estuvieran terminadas había encargado costosas menesteres para la decoración y
el servicio, y el invento maravilloso que había de suscitar el asombro del
pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola. La llevaron a pedazos, empacada
en varios cajones que fueron descargados junto con los muebles vieneses, la
cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias, los manteles
de Holanda y una rica variedad de lámparas y palmatorias, y floreros,
paramentos y tapices. La casa importadora envió por su cuenta un experto
italiana, Pietro Crespi, para que armara y afinara la pianola, instruyera a los
compradores en su manejo y las enseñara a bailar la música de moda impresa en
seis rollos de papel.
Pietro Crespi era joven y
rubio, el hombre más hermoso y mejor educada que se había visto en Macondo, tan
escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la
almilla brocada y el grueso saca de paño oscuro. Empapado en sudar, guardando
una distancia reverente con los dueños de la casa, estuvo varias semanas
encerrado en la sala, con una consagración similar a la de Aureliano en su
taller de orfebre. Una mañana, sin abrir la puerta, sin convocar a ningún
testigo del milagro, colocó el primer rollo en la pianola, y el martilleo
atormentador y el estrépito constante de los listones de madera cesaron en un
silencio de asombro, ante el orden y la limpieza de la música. Todos se
precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulminado no por la
belleza de la melodía, sino par el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en
la sala la cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del
ejecutante invisible. Ese día el italiano almorzó con ellos.
Rebeca
y Amaranta, sirviendo la mesa, se intimidaron con la fluidez con que manejaba
los cubiertos aquel hombre angélico de manos pálidas y sin anillos. En la sala
de estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las enseñó a bailar. Les
indicaba los pasos sin tocarlas, marcando el compás con un metrónomo, baja la
amable vigilancia de Úrsula, que no abandonó la sala un solo instante mientras
sus hijas recibían las lecciones. Pietro Crespi llevaba en esos días unos
pantalones especiales, muy flexibles y ajustados, y unas zapatillas de baile.
«No tienes por qué preocuparte tanto -le decía José Arcadio Buendía a su
mujer-. Este hombre es marica.» Pero ella no desistió de la vigilancia mientras
no terminó el aprendizaje y el italiano se marchó de Macondo. Entonces empezó
la organización de la fiesta. Úrsula hizo una lista severa de los invitados, en
la cual los únicos escogidos fueron los descendientes de los fundadores, salvo
la familia de Pilar Ternera, que ya había tenido otros dos hijos de padres
desconocidos.
Era en
realidad una selección de clase, sólo que determinada por sentimientos de
amistad, pues los favorecidos no sólo eran los más antiguos allegados a la casa
de José Arcadio Buendía desde antes de emprender el éxodo que culminó con la
fundación de Macondo, sino que sus hijos y nietos eran los compañeros
habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus hijas eran las únicas
que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta. Don Apolinar Moscote,
el gobernante benévolo cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos
recursos a dos policías armados con bolillos de palo, era una autoridad
ornamental. Para sobrellevar los gastos domésticos, sus hijas abrieron un
taller de costura, donde lo mismo hacían flores de fieltro que bocadillos de
guayaba y esquelas de amor por encargo. Pero a pesar de ser recatadas y
serviciales, las más bellas del pueblo y las más diestras en los bailes nuevos,
no consiguieron que se les tomara en cuenta para la fiesta.
Mientras Úrsula y las
muchachas desempacaban muebles, pulían las vajillas y colgaban cuadros de
doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los
espacios pelados que construyeron los albañiles, José Arcadio Buendía renunció
a la persecución de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y
destripó la pianola para descifrar su magia secreta. Dos días antes de la
fiesta, empantanado en un reguero de clavijas y martinetes sobrantes,
chapuceando entre un enredijo de cuerdas que desenrollaba por un extremo y se
volvían a enrollar por el otro, consiguió malcomponer el instrumento. Nunca
hubo tantos sobresaltos y correndillas como en aquellos días, pero las nuevas
lámparas de alquitrán se encendieron en la fecha y a la hora previstas. La casa
se abrió, todavía olorosa a resinas y a cal húmeda, y los hijos y nietos de los
fundadores conocieron el corredor de los helechos y las begonias, los aposentos
silenciosos, el jardín saturado por la fragancia de las rosas, y se reunieron
en la sala de visita frente al invento desconocido que había sido cubierto con
una sábana blanca. Quienes conocían el pianoforte, popular en otras poblaciones
de la ciénaga, se sintieron un poco descorazonados, pero más amarga fue la
desilusión de Úrsula cuando colocó el primer rollo para que Amaranta y Rebeca
abrieran el baile, y el mecanismo no funcionó.
Melquíades,
ya casi ciego, desmigajándose de decrepitud, recurrió a las artes de su
antiquísima sabiduría para tratar de componerlo. Al fin José Arcadio Buendía
logró mover por equivocación un dispositivo atascado, y la música salió primero
a borbotones, y luego en un manantial de notas enrevesadas. Golpeando contra
las cuerdas puestas sin orden ni concierto y templadas con temeridad, los
martinetes se desquiciaron. Pero los porfiados descendientes de los veintiún
intrépidos que desentrañaron la sierra buscando el mar por el Occidente,
eludieron los escollos del trastrueque melódico, y el baile se prolongó hasta
el amanecer.
Pietro Crespi volvió a
componer la pianola. Rebeca y Amaranta lo ayudaron a ordenar las cuerdas y lo
secundaron en sus risas por lo enrevesado de los valses. Era en extremo
afectuoso, y de índole tan honrada, que Úrsula renunció a la vigilancia. La
víspera de su viaje se improvisó con la pianola restaurada un baile para
despedirlo, y él hizo con Rebeca una demostración virtuosa de las danzas
modernas. Arcadio y Amaranta los igualaron en gracia y destreza. Pero la
exhibición fue interrumpida porque Pilar Ternera, que estaba en la puerta con
los curiosos, se peleó a mordiscos y tirones de pelo con una mujer que se
atrevió a comentar que el joven Arcadio tenía nalgas de mujer. Hacia la
medianoche, Pietro Grespi se despidió con un discursito sentimental y prometió
volver muy pronto. Rebeca lo acompañó hasta la puerta, y luego de haber cerrado
la casa y apagado las lámparas, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto
inconsolable que se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció ni
siquiera Amaranta. No era extraño su hermetismo. Aunque parecía expansiva y
cordial, tenía un carácter solitario y un corazón impenetrable.
Era
una adolescente espléndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba en
seguir usando el mecedorcito de madera con que llegó a la casa, muchas veces
reforzado y ya desprovisto de brazos. Nadie había descubierto que aún a esa
edad, conservaba el hábito de chuparse el dedo. Por eso no perdía ocasión de
encerrarse en el baño, y había adquirido la costumbre de dormir con la cara
vuelta contra la pared. En las tardes de lluvia, bordando con un grupo de
amigas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una
lágrima de nostalgia le salaba el paladar cuando veía las vetas de tierra
húmeda y los montículos de barro construidos por las lombrices en el jardín.
Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las naranjas con ruibarbo,
estallaron en un anhelo irreprimible cuando empezó a llorar. Volvió a comer
tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor
sería el mejor remedio contra la tentación. Y en efecto no pudo soportar la
tierra en la boca. Pero insistió, vencida por el ansia creciente, y poco a poco
fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los minerales primarios, la
satisfacción sin resquicios del alimento original. Se echaba puñados de tierra
en los bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un confuso
sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a sus amigas en las
puntadas más difíciles y conversaba de otros hombres que no merecían el
sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes. 'Los puñados de
tierra hacían menos remoto y más cierto al único hombre que merecía aquella
degradación, como si el suelo que él pisaba con sus finas botas de charol en
otro lugar del mundo, le transmitiera a ella el peso y la temperatura de su
sangre en un sabor mineral que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un
sedimento de paz en el corazón.
Una
tarde, sin ningún motivo, Amparo Moscote pidió permiso para conocer la casa.
Amaranta y Rebeca, desconcertadas por la visita imprevista, la atendieron con
un formalismo duro. Le mostraron la mansión reformada, le hicieron oír los
rollos de la pianola y le ofrecieron naranjada con galletitas. Amparo dio una
lección de dignidad, de encanto personal, de buenas maneras, que impresionó a
Úrsula en los breves instantes en que asistió a la visita. Al cabo de dos
horas, cuando la conversación empezaba a languidecer, Amparo aprovechó un
descuido de Amaranta y le entregó una carta a Rebeca. Ella alcanzó a ver el
nombre de la muy distinguida señorita doña Rebeca Buendía, escrito con la misma
letra metódica, la misma tinta verde y la misma disposición preciosista de las
palabras con que estaban escritas las instrucciones de manejo de la pianola, y
dobló la carta con la punta de los dedos y se la escondió en el corpiño mirando
a Amparo Moscote con una expresión de gratitud sin término ni condiciones y una
callada promesa de complicidad hasta la muerte.
La repentina amistad de Amparo
Moscote y Rebeca Buendía despertó las esperanzas de Aureliano. El recuerdo de
la pequeña Remedios no había dejado de torturaría, pero no encontraba la
ocasión de verla. Cuando paseaba por el pueblo con sus amigos más próximos,
Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez -hijos de los fundadores de iguales
nombres-, la buscaba con mirada ansiosa en el taller de costura y sólo veía a
las hermanas mayores. La presencia de Amparo Moscote en la casa fue como una
premonición. «Tiene que venir con ella -se decía Aureliano en voz baja-. Tiene
que venir.» Tantas veces se lo repitió, y con tanta convicción, que una tarde
en que armaba en el taller un pescadito de oro, tuvo la certidumbre de que ella
había respondido a su llamado. Poco después, en efecto, oyó la vocecita
infantil, y al levantar la vista con el corazón helado de pavor, vio a la niña
en la puerta con vestido de organdí rosado y botitas blancas.
-Ahí
no entres, Remedios -dijo Amparo Moscote en el corredor-. Están trabajando.
Pero Aureliano no le dio
tiempo de atender. Levantó el pescadito dorado prendido de una cadenita que le
salía por la boca, y le dijo: -Entra.
Remedios se aproximó e hizo
sobre el pescadito algunas preguntas, que Aureliano no pudo contestar porque se
lo impedía un asma repentina. Quería quedarse para siempre, junto a ese cutis
de lirio, junto a esos ojos de esmeralda, muy cerca de esa voz que a cada
pregunta le decía señor con el mismo respeto con que se lo decía a su padre.
Melquíades estaba en el rincón, sentado al escritorio, garabateando signos
indescifrables. Aureliano lo odió. No pudo hacer nada, salvo decirle a Remedios
que le iba a regalar el pescadito, y la niña se asustó tanto con el
ofrecimiento que abandonó a toda prisa el taller. Aquella tarde perdió
Aureliano la recóndita paciencia con que había esperado la ocasión de verla,
Descuidó el trabajo.
La
llamó muchas veces, en desesperados esfuerzos de concentración, pero Remedios
no respondió. La buscó en el taller de sus hermanas, en los visillos de su
casa, en la oficina de su padre, pero solamente la encontró en la imagen que
saturaba su propia y terrible soledad. Pasaba horas enteras con Rebeca en la
sala de visita escuchando los valses de la pianola. Ella los escuchaba porque
era la música con que Pietro Crespi la había enseñado a bailar. Aureliano los
escuchaba simplemente porque todo, hasta la música, le recordaba a Remedios.
La casa se llenó de amor.
Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en
los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en
la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en
el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios 8n la callada respiración
de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el
vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre.
Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana.
Sabía que la mula del correo no llegaba sino cada quince días, pero ella la
esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un día cualquiera por
equivocación. Sucedió todo lo contrario: una vez la mula no llegó en la fecha
prevista. Loca de desesperación, Rebeca se levantó a media noche y comió puñados
de tierra en el jardín, con una avidez suicida, llorando de dolor y de furia,
masticando lombrices tiernas y astillándose las muelas con huesos de caracoles.
Vomitó hasta el amanecer. Se hundió en un estado de postración febril, perdió
la conciencia, y su corazón se abrió en un delirio sin pudor. Úrsula,
escandalizada, forzó la cerradura del baúl, y encontró en el fondo, atadas con
cintas color de rosa, las dieciséis cartas perfumadas y los esqueletos de hojas
y pétalos conservados en libros antiguos y las mariposas disecadas que al
tocarlas se convirtieron en polvo.
Aureliano fue el único capaz
de comprender tanta desolación. Esa tarde, mientras Úrsula trataba de rescatar
a Rebeca del manglar del delirio, él fue con Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez
a la tienda de Catarino. El establecimiento había sido ensanchado con una
galería de cuartos de madera donde vivían mujeres solas olorosas a flores
muertas. Un conjunto de acordeón y tambores ejecutaba las canciones de
Francisco el Hombre, que desde hacía varios años había desaparecido de Macondo.
Los tres amigos bebieron guarapo fermentado.
Magnífico
y Gerineldo, contemporáneos de Aureliano, pero más diestros en las cosas del
mundo, bebían metódicamente con las mujeres sentadas en las piernas. Una de ellas,
marchita y con la dentadura orificada, le hizo a Aureliano una caricia
estremecedora. Él la rechazó. Había descubierto que mientras más bebía más se
acordaba de Remedios, pero soportaba mejor la tortura de su recuerdo. No supo
en qué momento empezó a flotar. Vio a sus amigos y a las mujeres navegando en
una reverberación radiante, sin peso ni volumen, diciendo palabras que no
salían de sus labios y haciendo señales misteriosas que no correspondían a sus
gestos. Catarino le puso una mano en la espalda y le dijo: «Van a ser las
once.» Aureliano volvió la cabeza, vio el enorme rostro desfigurado con una
flor de fieltro en la oreja, y entonces perdió la memoria, como en los tiempos
del olvido, y la volvió a recobrar en una madrugada ajena y en un cuarto que le
era completamente extraño, donde estaba Pilar Ternera en combinación, descalza,
desgreñada, alumbrándolo con una lámpara y pasmada de incredulidad.
-1Aureliano!
Aureliano se afirmó en los
pies y levantó la cabeza. Ignoraba cómo había llegado hasta allí, pero sabía
cuál era el propósito, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un
estanco inviolable del corazón.
-Vengo
a dormir con usted -dijo.
Tenía la ropa embadurnada de
fango y de vómito. Pilar Ternera, que entonces vivía solamente con sus dos
hijos menores, no le hizo ninguna pregunta. Lo llevó a la cama. Le limpió la
cara con un estropajo húmedo, le quitó la ropa, y luego se desnudó por completo
y bajó el mosquitero para que no la vieran sus hijos si despertaban. Se había
cansado de esperar al hombre que se quedó, a los hombres que se fueron, a los
incontables hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la
incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le
habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón. Buscó a
Aureliano en la oscuridad, le puso la mano en el vientre y lo besó en el cuello
con una ternura maternal. «Mi pobre niñito», murmuró. Aureliano se estremeció.
Con una destreza reposada, sin el menor tropiezo, dejó atrás los acantilados
del dolor y encontró a Remedios convertida en un pantano sin horizontes,
olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada. Cuando salió a flote estaba
llorando. Primero fueron unos sollozos involuntarios y entrecortados. Después
se vació en un manantial desatado, sintiendo que algo tumefacto y doloroso se
había reventado en su interior. Ella esperó, rascándole la cabeza con la yema
de los dedos, hasta que su cuerpo se desocupó de la materia oscura que no lo
dejaba vivir. Entonces Pilar Ternera le preguntó: «¿Quién es?» Y Aureliano se
lo dijo. Ella soltó la risa que en otro tiempo espantaba a las palomas y que
ahora ni siquiera despertaba a los niños. «Tendrás que acabar de criaría», se
burló. Pero debajo de la burla encontró Aureliano un remanso de comprensión.
Cuando abandonó el cuarto, dejando allí no sólo la incertidumbre de su
virilidad sino también el peso amargo que durante tantos meses soportó en el
corazón, Pilar Ternera le había hecho una promesa espontánea.
-Voy a
hablar con la niña -le dijo-, y vas a ver que te la sirvo en bandeja.
Cumplió. Pero en un mal
momento, porque la casa había perdido la paz de otros días. Al descubrir la
pasión de Rebeca, que no fue posible mantener en secreto a causa de sus gritos,
Amaranta sufrió un acceso de calenturas. También ella padecía la espina de un
amor solitario. Encerrada en el baño se desahogaba del tormento de una pasión
sin esperanzas escribiendo cartas febriles que se conformaba con esconder en el
fondo del baúl. Úrsula apenas si se dio abasto para atender a las dos enfermas.
No consiguió en prolongados e insidiosos interrogatorios averiguar las causas
de la postración de Amaranta. Por último, en otro instante de inspiración,
forzó la cerradura del baúl y encontró las cartas atadas con cintas de color de
rosa, hinchadas de azucenas frescas y todavía húmedas de lágrimas, dirigidas y
nunca enviadas a Pietro Crespi. Llorando de furia maldijo la hora en que se le
ocurrió comprar la pianola, prohibió las clases de bordado y decretó una
especie de luto sin muerto que había de prolongarse hasta que las hijas
desistieron de sus esperanzas. Fue inútil la intervención de José Arcadio
Buendía, que había rectificado su primera impresión sobre Pietro Crespi, y
admiraba su habilidad para el manejo de las máquinas musicales. De modo que
cuando Pilar Ternera le dijo a Aureliano que Remedios estaba decidida a
casarse, él comprendió que la noticia acabaría de atribular a sus padres. Pero
le hizo frente a la situación.
Convocados
a la sala de visita para una entrevista formal, José Arcadio Buendía y Úrsula
escucharon impávidos la declaración de su hijo. Al conocer el nombre de la
novia, sin embargo, José Arcadio Buendía enrojeció de indignación. «El amor es
una peste -tronó. Habiendo tantas muchachas bonitas y decentes, lo único que se
te ocurre es casarte con la hija del enemigo.» Pero Úrsula estuvo de acuerdo
con la elección. Confesó su afecto hacia las siete hermanas Moscote, por su
hermosura, su laboriosidad, su recato y su buena educación, y celebró el
acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio Buendía
puso entonces una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con
Pietro Crespi. Úrsula llevaría a Amaranta en un viaje a la capital de la
provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con gente distinta la
aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto como se enteró
del acuerdo, y escribió a su novio una carta jubilosa que sometió a la
aprobación de sus padres y puso al correo sin servirse de intermediarios.
Amaranta fingió aceptar la decisión y poco a poco se restableció de las
calenturas, pero se prometió a sí misma que Rebeca se casaría solamente pasando
por encima de su cadáver.
El sábado siguiente, José
Arcadio Buendía se puso el traje de paño oscuro, el cuello de celuloide y las
botas de gamuza que había estrenado la noche de la fiesta, y fue a pedir la
mano de Remedios Moscote. El corregidor y su esposa lo recibieron al mismo tiempo
complacidos y conturbados, porque ignoraban el propósito de la visita
imprevista, y luego creyeron que él había confundido el nombre de la
pretendida. Para disipar el error, la madre despertó a Remedios y la llevó en
brazos a la sala, todavía atarantada de sueño. Le preguntaron si en verdad
estaba decidida a casarse, y ella contestó lloriqueando que solamente quería
que la dejaran dormir. José Arcadio Buendía, comprendiendo el desconcierto de
los Moscote, fue a aclarar las cosas con Aureliano. Cuando regresó, los esposos
Moscote se habían vestido con ropa formal, habían cambiado la posición de los
muebles y puesto flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en compañía de
sus hijas mayores. Agobiado por la ingratitud de la ocasión y por la molestia del
cuello duro, José Arcadio Buendía confirmó que, en efecto, Remedios era la
elegida. «Esto no tiene sentido -dijo consternado don Apolinar Moscote-.
Tenemos
seis hijas más, todas solteras y en edad de merecer, que estarían encantadas de
ser esposas dignísimas de caballeros serios y trabajadores como su hijo, y
Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se arma en la
cama.» Su esposa, una mujer bien conservada, de párpados y ademanes afligidos,
le reprochó su incorrección. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas,
habían aceptado complacidos la decisión de Aureliano. Sólo que la señora de
Moscote suplicaba el favor de hablar a solas con Úrsula. Intrigada, protestando
de que la enredaran en asuntos de hombres, pero en realidad intimidada por la
emoción, Úrsula fue a visitarla al día siguiente. Media hora después regresó
con la noticia de que Remedios era impúber. Aureliano no lo consideró como un
tropiezo grave. Había esperado tanto, que podía esperar cuanto fuera necesario,
hasta que la novia estuviera en edad de concebir.
La armonía recobrada sólo fue
interrumpida por la muerte de Melquíades. Aunque era un acontecimiento
previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso
se había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y crítico,
que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos inútiles que deambulan como
sombras por los dormitorios, arrastrando los pies, recordando mejores tiempos
en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se acuerda en realidad hasta el día
en que amanecen muertos en la cama. Al principio, José Arcadio Buendía lo
secundaba en sus tareas, entusiasmado con la novedad de la daguerrotipia y las
predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad,
porque cada vez se les hacía más difícil la comunicación. Estaba perdiendo la
vista y el oído, parecía confundir a los interlocutores con personas que
conoció en épocas remotas de la humanidad, y contestaba a las preguntas con un
intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba tanteando el aire, aunque se movía
por entre las cosas con una fluidez inexplicable, como si estuviera dotado de
un instinto de orientación fundado en presentimientos inmediatos. Un día olvidó
ponerse la dentadura postiza, que dejaba de noche en un vaso de agua junto a la
cama, y no se la volvió a poner. Cuando Úrsula dispuso la ampliación de la
casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de Aureliano,
lejos de los ruidos y el trajín domésticos, con una ventana inundada de luz y
un estante donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las
polillas, los quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso
con la dentadura postiza donde habían prendido unas plantitas acuáticas de
minúsculas flores amarillas.
El
nuevo lugar pareció agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni
siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y
horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos que llevó consigo
y que parecían fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como
hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al
día, aunque en los últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de
legumbres. Pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos.
La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el
chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo de
animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción
de sus versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en
sus bordoneantes monólogos, y le prestó atención. En realidad, lo único que
pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el insistente martilleo de la
palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von
Humboldt. Arcadio se aproximó un poco más a él cuando empezó a ayudar a
Aureliano en la platería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de
comunicación soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco que ver
con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció iluminado por una emoción
repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de
acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su escritura
impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en voz alta
parecían encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho tiempo y
dijo en castellano: «Cuando me muera, quemen mercurio durante tres días en mi
cuarto.» Arcadio se lo cantó a José Arcadio Buendía, y éste trató de obtener
una información más explícita, pero sólo consiguió una respuesta: «He alcanzado
la inmortalidad.»
Cuando
la respiración de Melquíades empezó a oler, Arcadio lo llevó a bañarse al río
los jueves en la mañana. Pareció mejorar. Se desnudaba y se metía en el agua
junto con las muchachos, y su misterioso sentido de orientación le permitía
eludir los sitios profundos y peligrosos.
«Somos del agua», dijo en cierta ocasión. Así pasó mucho tiempo sin que nadie
lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conmovedor esfuerzo por
componer la pianola, y cuando iba al río con Arcadio llevando bajo el brazo la
totuma y la bola de jabón de corozo envueltas en una toalla. Un jueves, antes
de que lo llamaran para ir al río, Aureliano le oyó decir: «He muerto de fiebre
en los médanos de Singapur.» Ese día se metió en el agua pa’ un mal camino y no
lo encontraron hasta la mañana siguiente, varios kilómetros más abajo, varado
en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra
las escandalizadas protestas de Úrsula, que lo lloró con más dolor que a su
propio padre, José Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran. «Es inmortal
-dijo- y él mismo reveló la fórmula de la resurrección.» Revivió el olvidado
atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al cadáver que poco a poco
se iba llenado de burbujas azules.
Don
Apolinar Moscote se atrevió a recordarle que un ahogado insepulto era un
peligro para la salud pública. «Nada de eso, puesto que está vivo», fue la
réplica de José Arcadio Buendía, que completó las setenta y dos horas de
sahumerios mercuriales cuando ya el cadáver empezaba a reventarse en una
floración lívida, cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un vapor pestilente.
Sólo entonces permitió que lo enterraran, pero no de cualquier modo, sino con
los honores reservados al más grande benefactor de Macondo. Fue el primer
entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo
después por el carnaval funerario de la Mamá Grande. Lo sepultaran en una tumba
erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una
lápida donde quedó escrito lo único que se supo de él: MESQUÍADES. Le hicieron sus nueve noches de
velorio. En el tumulto que se reunía en el patio a tomar café, contar chistes y
jugar barajas, Amaranta encontró una ocasión de confesarle su amor a Pietro
Crespi, que pocas semanas antes había formalizado su compromiso con Rebeca y
estaba instalando un almacén de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, en
el mismo sector donde vegetaban los árabes que en otro tiempo cambiaban
baratijas por guacamayas, y que la gente conocía coma la calle de los Turcos.
El italiano, cuya cabeza cubierta de rizos charoladas suscitaba en las mujeres
una irreprimible necesidad de suspirar, trató a Amaranta como una chiquilla
caprichosa a quien no valía la pena tomar demasiado en cuenta.
Tengo
un hermano menor -le dijo-. Va a venir a ayudarme en la tienda.
Amaranta se sintió humillada y
le dijo a Pietro Crespi con un rencor virulenta, que estaba dispuesta a impedir
la boda su hermana aunque tuviera que atravesar en la puerta su propio cadáver.
Se impresionó tanto el italiano con el dramatismo de la amenaza, que no
resistió la tentación de comentarla con Rebeca. Fue así como el viaje de
Amaranta, siempre aplazado par las ocupaciones de Úrsula, se arregló en menos
de una semana. Amaranta no opuso resistencia, pero cuando le dio a Rebeca el
beso de despedida, le susurró al oído:
-No te hagas ilusiones. Aunque
me lleven al fin del mundo encontraré la manera de impedir que te cases, así
tenga que matarte.
Con la ausencia de Úrsula, can
la presencia invisible de Melquíades que continuaba su deambular sigiloso por
las cuartos, la casa pareció enorme y vacía. Rebeca había quedado a cargo del
orden doméstico, mientras la india se ocupaba de la panadería. Al anochecer,
cuando llegaba Pietro Crespi precedido de un fresco hálito de espliego y
llevando siempre un juguete de regalo, su novia le recibía la visita en la sala
principal can puertas y ventanas abiertas para estar a salvo de toda
suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque el italiano había demostrado
ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la mano de la mujer que sería su
esposa antes de un año. Aquellas visitas fueron llenando la casa de juguetes
prodigiosos. Las bailarinas de cuerda, las cajas de música, los manas
acróbatas, los caballos trotadores, los payasos tamborileros, la rica y
asombrosa fauna mecánica que llevaba Pietro Crespi, disiparan la aflicción de
José Arcadio Buendía por la muerte de Melquíades, y la transportaron de nuevo a
sus antiguas tiempos de alquimista. Vivía entonces en un paraíso de animales
destripados, de mecanismos deshechos, tratando de perfeccionarías can un sistema
de movimiento continua fundado en los principios del péndulo. Aureliano, por su
parte, había descuidado el taller para enseñar a leer y escribir a la pequeña
Remedios. Al principia, la niña prefería sus muñecas al hambre que llegaba
todas las tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para
bañarla y vestirla y sentaría en la sala a recibir la visita. Pero la paciencia
y la devoción de Aureliano terminaron par seducirla, hasta el punto de que
pasaba muchas horas con él estudiando el sentido de las letras y dibujando en
un cuaderno con lápices de colores casitas can vacas en los corrales y sales
redondos con rayas amarillas que se ocultaban detrás de las lomas.
Sólo Rebeca era infeliz con la
amenaza de Amaranta. Conocía el carácter de su hermana, la altivez de su
espíritu, y la asustaba la virulencia de su rencor. Pasaba horas enteras
chupándose el dedo en el baño, aferrándose a un agotador esfuerzo de voluntad
para no comer tierra. En busca de un alivio a la zozobra llamó a Pilar Ternera
para que le leyera el porvenir. Después de un sartal de imprecisiones
convencionales, Pilar Ternera pronosticó:
-No serás feliz mientras tus
padres permanezcan insepultos. Rebeca se estremeció. Cama en el recuerdo de un
sueño se vio a sí misma entrando a la casa, muy niña, con el baúl y el
mecedorcito de madera y un talego cuyo contenido no conoció jamás. Se acordó de
un caballero calvo, vestido de lino y con el cuello de la camisa cerrado con un
botón de aro, que nada tenía que ver con el rey de capas. Se acordó de una
mujer muy joven y muy bella, de manos tibias y perfumadas, que nada tenían en
común con las manos reumáticas de la sota de oros, y que le ponía flores en el
cabello para sacarla a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes.
-No entienda
-dijo.
Pilar
Ternera pareció desconcertada:
-Yo
tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
Rebeca quedó tan preocupada
con el enigma, que se lo cantó a José Arcadio Buendía y éste la reprendió por
dar crédito a pronósticos de barajas, pera se dio a la silenciosa tarea de
registrar armarios y baúles, remover muebles y voltear camas y entabladas,
buscando el talega de huesos. Recordaba no haberla visto desde los tiempos de
la reconstrucción. Llamó en secreta a los albañiles y una de ellas reveló que
había emparedado el talego en algún dormitorio porque le estorbaba para
trabajar. Después de varios días de auscultaciones, can la oreja pegada a las
paredes, percibieron el clac clac profundo. Perforaron el muro y allí estaban
los huesos en el talego intacto. Ese mismo día lo sepultaron en una tumba sin
lápida, improvisada junta a la de Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía regresó a
la casa liberado de una carga que por un momento pesó tanto en su conciencia
como el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio un beso en
la frente a Rebeca.
-Quítate las malas ideas de la
cabeza -le dijo-. Serás feliz. La amistad de Rebeca abrió a Pilar Ternera las
puertas de la casa, cerradas por Úrsula desde el nacimiento de Arcadio. Llegaba
a cualquier hora del día, como un tropel de cabras, y descargaba su energía
febril en los oficios más pesados. A veces entraba al taller y ayudaba a
Arcadio a sensibilizar las láminas del daguerrotipo con una eficacia y una
ternura que terminaron par confundirlo. Lo aturdía esa mujer. La resolana de su
piel, su alar a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro, perturbaban
su atención y la hacían tropezar con las cosas.
En cierta ocasión Aureliano
estaba allí, trabajando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó en la mesa para
admirar su paciente laboriosidad. De pronto ocurrió. Aureliano comprobó que
Arcadio estaba en el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encontrarse con
los ojos de Pilar Ternera, cuyo pensamiento era perfectamente visible, como
expuesto a la luz del mediodía.
-Bueno
-dijo Aureliano-. Dígame qué es.
Pilar
Ternera se mordió los labios can una sonrisa triste.
-Que
eres bueno para la guerra -dijo-. Donde pones el ojo pones el plomo.
Aureliano descansó con la
comprobación del presagio. Volvió a concentrarse en su trabaja, como si nada
hubiera pasado, y su voz adquirió una repasada firmeza.
-Lo
reconozco -dijo-. Llevará mi nombre.
José Arcadio Buendía consiguió
par fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de cuerda el mecanismo del reloj,
y el juguete bailó sin interrupción al compás de su propia música durante tres
días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que cualquiera de sus empresas
descabelladas. No volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los
cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de
delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las noches dando
vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los
principios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda
la que fuera útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio,
que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes
inciertos que entró en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo
identificó, asombrado de que también envejecieran los muertos, José Arcadio
Buendía se sintió sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclamó-, ¡cómo has
venido a parar tan lejos!» Después de muchos años de muerte, era tan intensa la
añoranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora
la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio
Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigas. Tenía mucho tiempo
de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los
muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y
nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos
hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en las abigarrados
mapas de la muerte. José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta
el amanecer. Pocas horas después, estragado par la vigilia, entró al taller de
Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hoy?»
Aureliano le contestó que era
martes. «Eso mismo pensaba ya -dijo José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he
dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las
paredes, mira las begonias. También hoy es lunes. » Acostumbrada a sus manías,
Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía
volvió al taller. «Esta es un desastre -dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del
sol, igual que ayer y antier. También hoy es lunes.» Esa noche, Pietro Crespi
lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos,
llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por
su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y que entonces estaban
solos en la muerte. Le regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un
alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó qué había
pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de
construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él
contestó que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en
el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el
taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se
ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!» Aureliano lo
reprendió coma a un niño y él adaptó un aire sumiso.
Pasó
seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el
aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún
cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama
con los ojos abiertas, llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los
muertos, para que fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes,
antes de que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la
naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes.
Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza
descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el
gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando como un
endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente
incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano
pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbaría, catorce
para amarraría, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde la
dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la
baca. Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía estaba atado de pies y manos al
tronco del castaño, empapada de lluvia y en un estado de inocencia total. Le
hablaran, y él las miró sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula
le soltó las muñecas y los tobillos, ulceradas por la presión de las sagas, y
lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más tarde le construyeron un
cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia.
V
Aureliano
Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el
padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue la culminación de
cuatro semanas de sobresaltos en casa de los Moscote, pues la pequeña Remedios
llegó a la pubertad antes de superar los hábitos de la infancia. A pesar de que
la madre la había aleccionado sobre los cambios de la adolescencia, una tarde
de febrero irrumpió dando gritos de alarma en la sala donde sus hermanas
conversaban con Aureliano, y les mostró el calzón embadurnado de una pasta
achocolatada. Se fijó un mes para la boda. Apenas si hubo tiempo de enseñarla a
lavarse, a vestirse sola, a comprender los asuntos elementales de un hogar. La
pusieron a orinar en ladrillos calientes para corregirle el hábito de mojar la
cama. Costó trabajo convencerla de la inviolabilidad del secreto conyugal,
porque Remedios estaba tan aturdida y al mismo tiempo tan maravillada con la
revelación, que quería comentar con todo el mundo los pormenores de la noche de
bodas. Fue un esfuerzo agotador, pero en la fecha prevista para la ceremonia la
niña era tan diestra en las cosas del mundo como cualquiera de sus hermanas.
Don Apolinar Moscote la llevó del brazo por la calle adornada con flores y
guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la música de varias bandas, y
ella saludaba con la mano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le
deseaban buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido de paño negro, con
los mismos botines de charol con ganchos metálicos que había de llevar pocos
años después frente al pelotón de fusilamiento, tenía una palidez intensa y una
bola dura en la garganta cuando recibió a su novia en la puerta de la casa y la
llevó al altar. Ella se comportó con tanta naturalidad, con tanta discreción,
que no perdió la compostura ni siquiera cuando Aureliano dejó caer el anillo al
tratar de ponérselo.
En
medio del murmullo y el principio de confusión de los convidados, ella mantuvo
en alto el brazo con el mitón de encaje y permaneció con el anular dispuesto,
hasta que su novio logró parar el anillo con el botín para que no siguiera
rodando hasta la puerta, y regresó ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas
sufrieron tanto con el temor de que la niña hiciera una incorrección durante la
ceremonia, que al final fueron ellas quienes cometieron la impertinencia de
cargarla para darle un beso. Desde aquel día se reveló el sentido de
responsabilidad, la gracia natural, el reposado dominio que siempre había de
tener Remedios ante las circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia
iniciativa puso aparte la mejor porción que cortó del pastel de bodas y se la
llevó en un plato con un tenedor a José Arcadio Buendía. Amarrado al tronco del
castaño, encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palmas, el
enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de
gratitud y se comió el pastel con los dedos masticando un salmo ininteligible.
La única persona infeliz en aquella celebración estrepitosa, que se prolongó
hasta el amanecer del lunes, fue Rebeca Buendía. Era su fiesta frustrada. Por
acuerdo de Úrsula, su matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero
Pietro Crespi recibió el viernes una carta con el anuncio de la muerte
inminente de su madre. La boda se aplazó. Pietro Crespi se fue para la capital
de la provincia una hora después de recibir la carta, y en el camino se cruzó
con su madre que llegó puntual la noche del sábado y cantó en la boda de
Aureliano el aria triste que había preparado para la boda de su hijo. Pietro
Crespi regresó a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta,
después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar en
tiempo para su boda. Nunca se averiguó quién escribió la carta. Atormentada por
Úrsula, Amaranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar que
los carpinteros no habían acabado de desarmar.
El padre Nicanor Reyna -a
quien don Apolinar Moscote había llevado de la ciénaga para que oficiara la
boda- era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Tenía la
piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una
expresión de ángel viejo que era más de inocencia que de bondad. Llevaba el
propósito de regresar a su parroquia después de la boda, pero se espantó con la
aridez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el escándalo, sujetos a
la ley natural, sin bautizar a los hijos ni santificar las fiestas. Pensando
que a ninguna tierra le hacía tanta falta la simiente de Dios, decidió quedarse
una semana más para cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar
concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadie le prestó atención. Le
contestaban que durante muchos años habían estado sin cura, arreglando negocios
del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal.
Cansado de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a emprender la
construcción de un templo, el más grande del mundo con santos de tamaño natural
y vidrios de colores en las paredes, para que fuera gente desde Roma a honrar a
Dios en el centro de la impiedad. Andaba por todas partes pidiendo limosnas con
un platillo de cobre. Le daban mucho, pero él quería más, porque el templo
debía tener una campana cuyo clamor sacara a flote a los ahogados. Suplicó tanto,
que perdió la voz. Sus huesos empezaron a llenarse de ruidos. Un sábado, no
habiendo recogido ni siquiera el valor de las puertas, se dejó confundir por la
desesperación. Improvisó un altar en la plaza y el domingo recorrió el pueblo
con una campanita, como en los tiempos del insomnio, convocando a la misa
campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros por nostalgia. Otros para que Dios
no fuera a tomar como agravio personal el desprecio a su intermediario. Así que
a las ocho de la mañana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor
cantó los evangelios con voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los
asistentes empezaron a desbandarse, levantó los brazos en señal de atención.
-Un momento -dijo-. Ahora
vamos a presenciar una prueba irrebatible del infinito poder de Dios.
El muchacho que había ayudado
a misa le llevó una taza de chocolate espeso y humeante que él se tomó sin
respirar. Luego se limpió los labios con un pañuelo que sacó de la manga,
extendió los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce
centímetros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios
días por entre las casas, repitiendo la prueba de la levitación mediante el
estímulo del chocolate, mientras el monaguillo recogía tanto dinero en un
talego, que en menos de un mes emprendió la construcción del templo. Nadie puso
en duda el origen divino de la demostración, salvo José Arcadio Buendía, que
observó sin inmutarse el tropel de gente que una mañana se reunió en torno al
castaño para asistir una vez más a la revelación. Apenas se estiró un poco en
el banquillo y se encogió de hombros cuando el padre Nicanor empezó a
levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado.
-Hoc est simplicisimun -dijo
José Arcadio Buendía-: homo iste statum quartum materiae invenit.
El padre Nicanor levantó la
mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo tiempo.
-Nego -dijo-.
Factum hoc existentiam Dei probat sine
dubio.
Fue así como se supo que era
latín la endiablada jerga de José Arcadio Buendía. El padre Nicanor aprovechó
la circunstancia de ser la única persona que había podido comunicarse con él,
para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las tardes se
sentaba junto al castaño, predicando en latín, pero José Arcadio Buendía se
empecinó en no admitir vericuetos retóricos ni transmutaciones de chocolate, y
exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llevó
entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la
Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin
fundamento científico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus
propósitos de evangelización y siguió visitándolo por sentimientos
humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la iniciativa y
trató de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta
ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de
fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó,
según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos
adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que
jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada
vez más asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era
posible que lo tuvieran amarrado de un árbol.
-Hoc
est simplicisimun -contestó él-: porque estoy loco. Desde
entonces, preocupado por su propia fe, el cura no volvió a visitarlo, y se
dedicó por completo a apresurar la construcción del templo. Rebeca sintió
renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la terminación de la
obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la
familia sentada a la mesa habló de la solemnidad y el esplendor que tendrían
los actos religiosos cuando se construyera el templo. «La más afortunada será
Rebeca», dijo Amaranta. Y como Rebeca no entendió lo que ella quería decirle,
se lo explicó con una sonrisa inocente:
-Te va
a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.
Rebeca trató de anticiparse a
cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción, el templo no estaría
terminado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la
creciente generosidad de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas.
Ante la sorda indignación de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, Úrsula
celebró la idea de Amaranta y contribuyó con un aporte considerable para que se
apresuraran los trabajos. El padre Nicanor consideró que con otro auxilio como
ese el templo estaría listo en tres años. A partir de entonces Rebeca no volvió
a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que su iniciativa no había
tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo menos grave que podía
hacer -le replicó Amaranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella
noche-. Así no tendré que matarte en los próximos tres años.» Rebeca aceptó el
reto.
Cuando Pietro Crespi se enteró
del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis de desilusión, pero Rebeca le dio una
prueba definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo.
Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carecía del carácter
impulsivo de su novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un
capital que no se podía dilapidar. Entonces Rebeca recurrió a métodos más
audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de la sala de visita y
Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba
explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas lámparas de
alquitrán y hasta ayudaba a instalar en la sala sistemas de iluminación más
seguros. Pero otra vez fallaba el combustible o se atascaban las mechas, y
Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del novio. Terminó por no
aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la
panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta
a no dejarse derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud.
«Pobre
mamá -decía Rebeca con burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el
sopor de las visitas-. Cuando se muera saldrá penando en ese mecedor.» Al cabo
de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de la construcción
que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro Crespi resolvió darle al padre
Nicanor el dinero que le hacía falta para terminar el templo. Amaranta no se
impacientó. Mientras conversaba con las amigas que todas las tardes iban a
bordar o tejer en el corredor, trataba de concebir nuevas triquiñuelas. Un
error de cálculo echó a perder la que consideró más eficaz: quitar las bolitas
de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo
en la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la
terminación del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de
la boda, que quiso preparar el vestido con más anticipación de lo que había
previsto Amaranta. Al abrir la cómoda y desenvolver primero los papeles y luego
el lienzo protector, encontró el raso del vestido y el punto del velo y hasta
la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura de
haber puesto en el envoltorio dos puñados de bolitas de naftalina, el desastre
parecía tan accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta.
Faltaba
menos de un mes para la boda, pero Amparo Moscote se comprometió a coser un
nuevo vestido en una semana. Amaranta se sintió desfallecer el mediodía
lluvioso en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada de punto para
hacerle a Rebeca la última prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor
helado descendió por el cauce de su espina dorsal. Durante largos meses había
temblado de pavor esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo
definitivo para la boda de Rebeca, estaba segura de que en el último instante,
cuando hubieran fallado todos los recursos de su imaginación, tendría valor
para envenenaría. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor dentro de la
coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de
alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos
del crochet y se pinchó el dedo con la aguja, pero decidió con espantosa
frialdad que la fecha sería el último viernes antes de la boda, y el modo sería
un chorro de láudano en el café.
Un obstáculo mayor, tan
insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e indefinido aplazamiento. Una
semana antes de la fecha fijada para la boda, la pequeña Remedios despertó a
media noche empapada en un caldo caliente que exploté en sus entrañas con una
especie de eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su
propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufrió
una crisis de conciencia. Había suplicado a Dios con tanto fervor que algo
pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se sintió culpable
por la muerte de Remedios. No era ese el obstáculo por el que tanto había
suplicado. Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había
instalado con su esposo en una alcoba cercana al taller, que decoró con las
muñecas y juguetes de su infancia reciente, y su alegre vitalidad desbordaba
las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón de buena salud por
el corredor de las begonias. Cantaba desde el amanecer. Fue ella la única
persona que se atrevió a mediar en las disputas de Rebeca y Amaranta. Se echó
encima la dispendiosa tarea de atender a José Arcadio Buendía. Le llevaba los
alimentos, lo asistía en sus necesidades cotidianas, lo lavaba con jabón y
estropajo, le mantenía limpio de piojos y liendres los cabellos y la barba,
conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo reforzaba con lonas
impermeables en tiempos de tormenta.
En sus
últimos meses había logrado comunicarse con él en frases de latín rudimentario.
Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a la casa y
bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió
que fuera considerado como su lujo mayor. Su instinto maternal sorprendió a
Úrsula. Aureliano, por su parte, encontró en ella la justificación que le hacía
falta para vivir. Trabajaba todo el día en el taller y Remedios le llevaba a
media mañana un tazón de café sin azúcar. Ambos visitaban todas las noches a
los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro interminables partidos de dominó,
mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de
gente mayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de
don Apolinar Moscote. En frecuentes viajes a la capital de la provincia
consiguió que el gobierno construyera una escuela para que la atendiera
Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. Logró por medio
de la persuasión que la mayoría de las casas fueran pintadas de azul para la
fiesta de la independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el
traslado de la tienda de Catarino a una calle apartada, y clausuró varios
lugares de escándalo que prosperaban en el centro de la población. Una vez
regresó con seis policías armados de fusiles a quienes encomendó el
mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de
no tener gente armada en el pueblo. Aureliano se complacía de la eficacia de su
suegro. «Te vas a poner tan gordo como él», le decían sus amigos. Pero el
sedentarismo que acentuó sus pómulos y concentró el fulgor de sus ojos, no
aumentó su peso ni alteró la parsimonia de su carácter, y por el contrario
endureció en sus labios la línea recta de la meditación solitaria y la decisión
implacable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar
en la familia de ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo,
hasta Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana azul, por si
nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer. Fue ella la última persona
en que pensó Arcadio, pocos años después, frente al pelotón de fusilamiento.
Úrsula dispuso un duelo de
puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni salida para nadie como no fuera
para asuntos indispensables; prohibió hablar en voz alta durante un año, y puso
el daguerrotipo de Remedios en el lugar en que se veló el cadáver, con una
cinta negra terciada y una lámpara de aceite encendida para siempre. Las
generaciones futuras, que nunca dejaron extinguir la lámpara, habían de
desconcertarse ante aquella niña de faldas rizadas, botitas blancas y lazo de
organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la imagen académica
de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano José. Lo adoptó como un
hijo que había de compartir su soledad, y aliviarla del láudano involuntario
que echaron sus súplicas desatinadas en el café de Remedios. Pietro Crespi
entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el sombrero, y hacía
una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido
negro con mangas hasta los puños. Habría sido tan irreverente la sola idea de pensar
en una nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirtió en una relación
eterna, un amor de cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados
que en otros días descomponían las lámparas para besarse hubieran sido
abandonados al albedrío de la muerte. Perdido el rumbo, completamente
desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.
De pronto cuando el duelo
llevaba tanto tiempo que ya se habían reanudado las sesiones de punto de cruz-
alguien empujó la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio
mortal del calor, y los horcones se estremecieron con tal fuerza en los
cimientos, que Amaranta y sus amigas bordando en el corredor, Rebeca chupándose
el dedo en el dormitorio, Úrsula en la cocina, Aureliano en el taller y hasta
José Arcadio Buendía bajo el castaño solitario, tuvieron la impresión de que un
temblor de tierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hombre descomunal.
Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de
la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el
pecho completamente bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la
apretada esclava de cobre de los niños en
cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y
parado como las crines de un mulo, las mandíbulas férreas y la mirada triste.
Tenía un cinturón dos veces más grueso que la cincha de un caballo, botas con
polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su presencia daba la
impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala de visitas
y la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio desbaratadas, y
apareció como un trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus
amigas estaban paralizadas con las agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con
la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor y pasó de largo hacia
el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar
por la puerta de su dormitorio.
«Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos alertas en el
mesón de orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y
allí se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al
otro lado del mundo.
«Buenas»,
dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo miró a
los ojos, lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de alegría.
Era José Arcadio. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de que
Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba el
español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde había estado, y
contestó: «Por ahí.» Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió
tres días. Cuando despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió
directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental
provocó un pánico de curiosidad entre las mujeres. Ordenó música y aguardiente
para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo
tiempo. «Es imposible», decían, al convencerse de que no lograban moverle el
brazo. «Tiene niños-en-cruz.» Catarino, que no creía en artificios de fuerza,
apostó doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su
sitio, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron
once hombres para meterlo. En el calor de la fiesta exhibió sobre el mostrador
su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una maraña azul y roja de
letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia les
preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él
propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado,
porque la mujer más solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas
aceptaron.
Escribieron
sus nombres en catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sacó
una. Cuando sólo faltaban por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes
correspondían.
-Cinco
pesos más cada una -propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas.
De eso vivía. Le había dado
sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de
marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la
tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que
no tenía un milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y
desde el cuello hasta los dedos de los pies. No lograba incorporarse a la
familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio de tolerancia
haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró
sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando
contaba sus aventuras en países remotos. Había naufragado y permanecido dos
semanas a la deriva en el mar del Japón, alimentándose con el cuerpo de un compañero
que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al
sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del Golfo de
Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el
casco, las hebillas y las armas de un cruzado.
Había
visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de Víctor Hugues, con el
velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por
cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. Úrsula
lloraba en la mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en
las cuales relataba José Arcadio sus hazañas y desventuras. «Y tanta casa aquí,
hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los puercos» Pero en el fondo no
podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el mismo atarván
que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban
flores. Algo similar le ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía
disimular la repugnancia que le producían en la mesa sus eructos bestiales.
Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a
las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus
afectos. Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo
cuarto, procuró restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio los
había olvidado porque la vida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas
que recordar. Sólo Rebeca sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio
pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era un currutaco de
alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en
toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión
José Arcadio la miró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy
mujer, hermanita.» Rebeca perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra
y cal de las paredes con la avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta
ansiedad que se le formó un callo en el pulgar.
Vomitó
un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de
fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con
el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la
siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos,
despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de
amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que
sintió el impulso de retroceder. «Perdone -se excusó-. No sabía que estaba
aquí.» Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca
obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le
formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con
la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando:
«Ay, hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural
para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la
levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos y la
descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido,
antes de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor
insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como
un papel secante la explosión de su sangre.
Tres días después se casaron
en la misa de cinco. José Arcadio había ido el día anterior a la tienda de
Pietro Crespi. Lo había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó
aparte para hablarle. «Me caso con Rebeca», le dijo. Pietro Crespi se puso
pálido, le entregó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por
terminada. Cuando quedaron solos en el salón atiborrado de instrumentos músicos
y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo:
-Es su
hermana.
-No me
importa -replicó José Arcadio.
Pietro
Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.
-Es contra natura -explicó- y,
además, la ley lo prohíbe. José Arcadio se impacientó no tanto con la
argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.
-Me cago dos veces en natura
-dijo-. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a
preguntarle nada a Rebeca.
Pero su comportamiento brutal
se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le humedecían los ojos.
-Ahora
-le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ahí le queda
Amaranta.
El padre Nicanor reveló en el
sermón del domingo que José Arcadio y Rebeca no eran hermanos. Úrsula no
perdonó nunca lo que consideró como una inconcebible falta de respeto, y cuando
regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la
casa. Para ella era como si hubieran muerto. Así que alquilaron una casita
frente al cementerio y se instalaron en ella sin más muebles que la hamaca de
José Arcadio. La noche de bodas a Rebeca le mordió el pie un alacrán que se
había metido en su pantufla. Se le adormeció la lengua, pero eso no impidió que
pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban con los gritos
que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres
veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a
perturbar la paz de los muertos.
Aureliano fue el único que se
preocupó por ellos. Les compró algunos muebles y les proporcionó dinero, hasta
que José Arcadio recuperó el sentido de la realidad y empezó a trabajar las
tierras de nadie que colindaban con el patio de la casa. Amaranta, en cambio,
no logró superar jamás su rencor contra Rebeca, aunque la vida le ofreció una
satisfacción con que no había soñado: por iniciativa de Úrsula, que no sabía
cómo reparar la vergüenza, Pietro Crespi siguió almorzando los martes en la
casa, sobrepuesto al fracaso con una serena dignidad. Conservó la cinta negra
en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y se complacía en
demostrar su afecto a Úrsula llevándole regalos exóticos: sardinas portuguesas,
mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un primoroso mande Manila.
Amaranta lo atendía con una cariñosa diligencia.
Adivinaba sus gustos, le
arrancaba los hilos descosidos en los puños de la camisa, y bordó una docena de
pañuelos con sus iniciales para el día de su cumpleaños. Los martes, después
del almuerzo, mientras ella bordaba en el corredor, él le hacía una alegre compañía.
Para Pietro Crespi, aquella mujer que siempre consideró y trató como una niña,
fue una revelación. Aunque su tipo carecía de gracia, tenía una rara
sensibilidad para apreciar las cosas del mundo, y una ternura secreta. Un
martes, cuando nadie dudaba de que tarde o temprano tenía que ocurrir, Pietro
Crespi le pidió que se casara con él. Ella no interrumpió su labor. Esperó a
que pasara el caliente rubor de sus orejas e imprimió a su voz un sereno
énfasis de madurez.
-Por supuesto, Crespi -dijo-,
pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es bueno precipitar las cosas.
Úrsula se ofuscó. A pesar del
aprecio que le tenía a Pietro Crespi, no lograba establecer si su decisión era
buena o mala desde el punto de vista moral, después del prolongado y ruidoso noviazgo
con Rebeca. Pero terminó por aceptarlo como un hecho sin calificación, porque
nadie compartió sus dudas. Aureliano, que era el hombre de la casa, la
confundió más con su enigmática y terminante opinión:
-Éstas
no son horas de andar pensando en matrimonios.
Aquella opinión que Úrsula
sólo comprendió algunos meses después era la única sincera que podía expresar
Aureliano en ese momento, no sólo con respecto al matrimonio, sino a cualquier
asunto que no fuera la guerra. Él mismo, frente al pelotón de fusilamiento, no
había de entender muy bien cómo se fue encadenando la serie de sutiles pero
irrevocables casualidades que lo llevaron hasta ese punto. La muerte de
Remedios no le produjo la conmoción que temía. Fue más bien un sordo
sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración
solitaria y pasiva, semejante a la que experimentó en los tiempos en que estaba
resignado a vivir sin mujer. Volvió a hundirse en el trabajo, pero conservó la
costumbre de jugar dominó con su suegro. En una casa amordazada por el luto,
las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos hombres.
«Vuelve
a casarte, Aurelito -le decía el suegro-. Tengo seis hijas para escoger.» En
cierta ocasión, en vísperas de las elecciones, don Apolinar Moscote regresó de
uno de sus frecuentes viajes, preocupado por la situación política del país.
Los liberales estaban decididos a lanzarse a la guerra. Como Aureliano tenía en
esa época nociones muy confusas sobre las diferencias entre conservadores y
liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los liberales, le decía,
eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de
implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a
los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema
federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en
cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la
estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe
de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que
el país fuera descuartizado en entidades autónomas.
Por
sentimientos humanitarios, Aureliano simpatizaba con la actitud liberal
respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de todos modos no
entendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían
tocarse con las manos. Le pareció una exageración que su suegro se hiciera
enviar para las elecciones seis soldados armados con fusiles, al mando de un
sargento, en un pueblo sin pasiones políticas. No sólo llegaron, sino que
fueron de casa en casa decomisando armas de cacería, machetes y hasta cuchillos
de cocina, antes de repartir entre los hombres mayores de veintiún años las
papeletas azules con los nombres de los candidatos conservadores, y las
papeletas rojas con los nombres de los candidatos liberales. La víspera de las
elecciones el propio don Apolinar Moscote leyó un bando que prohibía desde la
medianoche del sábado, y por cuarenta y ocho horas, la venta de bebidas
alcohólicas y la reunión de más de tres personas que no fueran de la misma
familia.
Las
elecciones transcurrieron sin incidentes. Desde las ocho de la mañana del
domingo se instaló en la plaza la urna de madera custodiada por los seis
soldados. Se votó con entera libertad, como pudo comprobarlo el propio
Aureliano, que estuvo casi todo el día con su suegro vigilando que nadie votara
más de una vez. A las cuatro de la tarde, un repique de redoblante en la plaza
anunció el término de la jornada, y don Apolinar Moscote selló la urna con una
etiqueta cruzada con su firma. Esa noche, mientras jugaba dominó con Aureliano,
le ordenó al sargento romper la etiqueta para contar los votos. Había casi
tantas papeletas rojas como azules, pero el sargento sólo dejó diez rojas y
completó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una
etiqueta nueva y al día siguiente a primera hora se la llevaron para la capital
de la provincia. «Los liberales irán a la guerra», dijo Aureliano. Don Apolinar
no desatendió sus fichas de dominó. «Si lo dices por los cambios de papeletas,
no irán -dijo-. Se dejan algunas rojas para que no haya reclamos.» Aureliano
comprendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal -dijo- iría a
la guerra por esto de las papeletas.» Su suegro lo miró por encima del marco de
los anteojos.
-Ay, Aurelito -dijo-, si tú
fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no hubieras visto el cambio de las
papeletas.
Lo que en realidad causó
indignación en el pueblo no fue el resultado de las elecciones, sino el hecho
de que los soldados no hubieran devuelto las armas. Un grupo de mujeres habló
con Aureliano para que consiguiera con su suegro la restitución de los
cuchillos de cocina. Don Apolinar Moscote le explicó, en estricta reserva, que
los soldados se habían llevado las armas decomisadas como prueba de que los
liberales se estaban preparando para la guerra. Lo alarmó el cinismo de la
declaración. No hizo ningún comentario, pero cierta noche en que Gerineldo
Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros amigos del incidente de los
cuchillos, le preguntaron si era liberal o conservador. Aureliano no vaciló:
-Si
hay que ser algo, seria liberal -dijo-, porque los conservadores son unos
tramposos.
Al día siguiente, a instancias
de sus amigos, fue a visitar al doctor Alirio Noguera para que le tratara un
supuesto dolor en el hígado. Ni siquiera sabía cuál era el sentido de la
patraña. El doctor Alirio Noguera había llegado a Macondo pocos años antes con
un botiquín de globulitos sin sabor y una divisa médica que no convenció a
nadie: Un Clavo saca otro clavo. En
realidad era un farsante. Detrás de su inocente fachada de médico sin prestigio
se escondía un terrorista que tapaba con unas cáligas de media pierna las
cicatrices que dejaron en sus tobillos cinco años de cepo. Capturado en la
primera aventura federalista, logró escapar a Curazao disfrazado con el traje
que más detestaba en este mundo: una sotana. Al cabo de un prolongado
destierro, embullado por las exaltadas noticias que llevaban a Curazao los
exiliados de todo el Caribe, se embarcó en una goleta de contrabandistas y
apareció en Riohacha con los frasquitos de glóbulos que no eran más que de
azúcar refinada, y un diploma de la Universidad de Leipzig falsificado por él
mismo. Lloró de desencanto. El fervor federalista, que los exiliados definían
como un polvorín a punto de estallar, se había disuelto en una vaga ilusión
electoral. Amargado por el fracaso, ansioso de un lugar seguro donde esperar la
vejez, el falso homeópata se refugió en Macondo. En el estrecho cuartito
atiborrado de frascos vacíos que alquiló a un lado de la plaza vivió varios
años de los enfermos sin esperanzas que después de haber probado todo se
consolaban con glóbulos de azúcar.
Sus instintos
de agitador permanecieron en reposo mientras don Apolinar Moscote fue una
autoridad decorativa. El tiempo se le iba en recordar y en luchar contra el
asma. La proximidad de las elecciones fue el hilo que le permitió encontrar de
nuevo la madeja de la subversión. Estableció contacto con la gente joven del
pueblo, que carecía de formación política, y se empeñó en una sigilosa campaña
de instigación. Las numerosas papeletas rojas que aparecieron en la urna, y que
fueron atribuidas por don Apolinar Moscote a la novelería propia de la
juventud, eran parte de su plan: obligó a sus discípulos a votar para
convencerlos de que las elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz -decía- es
la violencia.» La mayoría de los amigos de Aureliano andaban entusiasmados con
la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se había atrevido a
incluirlo en los planes, no sólo por sus vínculos con el corregidor, sino por
su carácter solitario y evasivo. Se sabía, además, que había votado azul por
indicación del suegro.
Así
que fue una simple casualidad que revelara sus sentimientos políticos, y fue un
puro golpe de curiosidad el que lo metió en la ventolera de visitar al médico
para tratarse un dolor que no tenía. En el cuchitril oloroso a telaraña
alcanforada se encontró con una especie de iguana polvorienta cuyos pulmones
silbaban al respirar. Antes de hacerle ninguna pregunta el doctor lo llevó a la
ventana y le examinó por dentro el párpado inferior. «No es ahí», dijo
Aureliano, según le habían indicado. Se hundió el hígado con la punta de los
dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor que no me deja dormir.» Entonces
el doctor Noguera cerró la ventana con el pretexto de que había mucho sol, y le
explicó en términos simples por qué era un deber patriótico asesinar a los
conservadores. Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el bolsillo
de la camisa. Lo sacaba cada dos horas, ponía tres globulitos en la palma de la
mano y se los echaba de golpe en la boca para disolverlos lentamente en la
lengua. Don Apolinar Moscote se burló de su fe en la homeopatía, pero quienes
estaban en el complot re-conocieron en él a uno más de los suyos. Casi todos
los hijos de los fundadores estaban implicados, aunque ninguno sabía
concretamente en qué consistía la acción que ellos mismos tramaban. Sin
embargo, el día en que el médico le reveló el secreto a Aureliano, éste le sacó
el cuerpo a la conspiración. Aunque entonces estaba convencido de la urgencia
de liquidar al régimen conservador, el plan lo horrorizó. El doctor Noguera era
un místico del atentado personal. Su sistema se reducía a coordinar una serie
de acciones individuales que en un golpe maestro de alcance nacional liquidara
a los funcionarios del régimen con sus respectivas familias, sobre todo a los
niños, para exterminar el conservatismo en la semilla. Don Apolinar Moscote, su
esposa y sus seis hijas, por supuesto, estaban en la lista. -Usted no es
liberal ni es nada -le dijo Aureliano sin alterarse-. Usted no es más que un
matarife.
-En
ese caso -replicó el doctor con igual calma- devuélveme el frasquito. Ya no te
hace falta.
Sólo seis meses después supo
Aureliano que el doctor lo había desahuciado como hombre de acción, por ser un
sentimental sin porvenir, con un carácter pasivo y una definida vocación
solitaria. Trataron de cercarlo temiendo que denunciara la conspiración.
Aureliano los tranquilizó: no diría una palabra, pero la noche en que fueran a
asesinar a la familia Moscote lo encontrarían a él defendiendo la puerta.
Demostró una decisión tan convincente, que el plan se aplazó para una fecha
indefinida. Fue por esos días que Úrsula consultó su opinión sobre el
matrimonio de Pietro Crespi y Amaranta, y él contestó que las tiempos no
estaban para pensar en eso. Desde hacía una semana llevaba bajo la camisa una
pistola arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba par las tardes a tomar el café con
José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su casa, y desde las siete
jugaba dominó con el suegro. A la hora del almuerzo conversaba con Arcadio, que
era ya un adolescente monumental, y lo encontraba cada vez más exaltado can la
inminencia de la guerra. En la escuela, donde Arcadio tenía alumnos mayores que
él revueltos can niños que apenas empezaban a hablar, había prendido la fiebre
liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de convertir el templo en
escuela, de implantar el amor libre. Aureliano procuró atemperar sus ímpetus.
Le recomendó discreción y prudencia. Sordo a su razonamiento sereno, a su
sentido de la realidad, Arcadio le reprochó en público su debilidad de
carácter, Aureliano esperó. Par fin, a principios de diciembre, Úrsula irrumpió
trastornada en el taller.
-¡Estalló
la guerra!
En efecto, había estallado
desde hacía tres meses. La ley marcial imperaba en todo el país. El único que
la supo a tiempo fue don Apolinar Moscote, pero no le dio la noticia ni a su
mujer, mientras llegaba el pelotón del ejército que había de ocupar el pueblo
por sorpresa. Entraron sin ruido antes del amanecer, can das piezas de
artillería ligera tiradas por mulas, y establecieron el cuartel en la escuela.
Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. Se hizo una requisa más
drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron hasta las
herramientas de labranza. Sacaron a rastras al doctor Noguera, la amarraron a
un árbol de la plaza y la fusilaron sin fórmula de juicio. El padre Nicanor
trató de impresionar a las autoridades militares can el milagro de la
levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo. La exaltación liberal se
apagó en un terror silencioso. Aureliano, pálido, hermético, siguió jugando
dominó con su suegro. Comprendió que a pesar de su título actual de jefe civil
y militar de la plaza, don Apolinar Moscote era otra vez una autoridad
decorativa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las
mañanas recaudaba una manlieva extraordinaria para la defensa del orden
público. Cuatro soldados al mando suyo arrebataron a su familia una mujer que
había sido mordida por un perro rabioso y la mataron a culatazos en plena
calle. Un domingo, dos semanas después de la ocupación, Aureliano entró en la
casa de Gerineldo Márquez y con su parsimonia habitual pidió un tazón de café
sin azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su
voz una autoridad que nunca se le había conocido. «Prepara los muchachos
-dijo-. Nos vamos a la guerra.» Gerineldo Márquez no lo creyó.
-¿Con
qué armas? -preguntó.
-Con
las de ellos -contestó Aureliano.
El martes a medianoche, en una
operación descabellada, veintiún hombres menores de treinta años al mando de
Aureliano Buendía, armados con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron
por sorpresa la guarnición, se apoderaron de las armas y fusilaron en el patio
al capitán y los cuatro soldados que habían asesinado a la mujer.
Esa misma noche, mientras se
escuchaban las descargas del pelotón de fusilamiento, Arcadio fue nombrado jefe
civil y militar de la plaza. Los rebeldes casados apenas tuvieron tiempo de
despedirse de sus esposas, a quienes abandonaron a sus propios recursos. Se
fueron al amanecer, aclamados por la población liberada del terror, para unirse
a las fuerzas del general revolucionario Victorio Medina, que según las últimas
noticias andaba por el rumbo de Manaure. Antes de irse, Aureliano sacó a don
Apolinar Moscote de un armario. «Usted se queda tranquilo, suegro -le dijo-. El
nuevo gobierno garantiza, bajo palabra de honor, su seguridad personal y la de
su familia.» Don Apolinar Moscote tuvo dificultades para identificar aquel
conspirador de botas altas y fusil terciado a la espalda con quien había jugado
dominó hasta las nueve de la noche.
-Esto
es un disparate, Aurelito -exclamó.
-Ningún disparate -dijo
Aureliano-. Es la guerra. Y no me vuelva a decir Aurelito, que ya soy el
coronel Aureliano Buendía.
VI
El
coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los
perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas,
que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor
cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres
emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina
en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del
Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante
general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una
frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió
que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron
después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que
fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus
hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar
la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de guerras
civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por
la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue
una calle con su nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes
de morir de viejo, ni siquiera eso esperaba la madrugada en que se fue con sus
veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del general Victorio Medina.
-Ahí te dejamos a Macondo -fue
todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos bien, procura que
lo encontremos mejor.
Arcadio le dio una
interpretación muy personal a la recomendación. Se inventó un uniforme con
galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de
Melquíades, y se colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán
fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería a la entrada del pueblo, uniformó
a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y los dejó
vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de
invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió
a atacar la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella
una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia en media hora. Desde
el primer día de su mandato Arcadio reveló su afición por los bandos. Leyó
hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza.
Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró de
utilidad pública los animales que transitaban por las calles después de las
seis de la tarde e impuso a los hombres mayores de edad la obligación de usar
un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo amenaza de
fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como no fuera para
celebrar las victorias liberales.
Para
que nadie pusiera en duda la severidad de sus propósitos, mandó que un pelotón
de fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando contra un
espantapájaros. Al principio nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas,
los muchachos de la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio
en la tienda de Catarino, el trompetista de la banda lo saludó con un toque de
fanfarria que provocó las risas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por
irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con los
tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. «¡Eres un asesino!
-le gritaba Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad-.
Cuando Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en
alegrarme.» Pero todo fue inútil. Arcadio siguió apretando los torniquetes de
un rigor innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que
hubo nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia -dijo don Apolinar Moscote
en cierta ocasión-. Esto es el paraíso liberal.» Arcadio lo supo. Al frente de
una patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se
llevó a rastras a don Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del
cuartel, después de haber atravesado el pueblo clamando de vergüenza y
blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio se disponía a
dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento.
-¡Atrévete,
bastardo! -gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera
tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. «Atrévete, asesino -gritaba-.
Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la
vergüenza de haber criado un fenómeno.» Azotándolo sin misericordia, lo
persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol.
Don Apolinar Moscote estaba inconsciente, amarrado en el poste donde antes
tenían al espantapájaros despedazado por los tiros de entrenamiento. Los
muchachos del pelotón se dispersaron, temerosos de que Úrsula terminara
desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los miró. Dejó a Arcadio con el
uniforme arrastrado, bramando de dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote
para llevarlo a su casa. Antes de abandonar el cuartel, soltó a los presos del
cepo.
A partir de entonces fue ella
quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical, suspendió el uso de
los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de
su fortaleza, siguió llorando la desdicha de su destino. Se sintió tan sola,
que buscó la inútil compañía del marido olvidado bajo el castaño. «Mira en lo
que hemos quedado -le decía, mientras las lluvias de junio amenazaban con
derribar el cobertizo de palma-. Mira la casa vacía, nuestros hijos
desperdigados por el mundo, y nosotros dos solos otra vez como al principio.»
José Arcadio Buendía, hundido en un abismo de inconsciencia, era sordo a sus
lamentos. Al comienzo de su locura anunciaba con latinajos apremiantes sus
urgencias cotidianas. En fugaces escampadas de lucidez, cuando Amaranta le
llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más molestos y se prestaba con
docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la época en que Úrsula fue a
lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo
bañaba por partes sentado en el banquito, mientras le daba noticias de la familia.
«Aureliano se ha ido a la guerra, hace ya más de cuatro meses, y no hemos
vuelto a saber de él -le decía, restregándole la espalda con un estropajo
enjabonado. José Arcadio volvió, hecho un hombrazo más alto que tú y todo
bordado en punto de cruz, pero sólo vino a traer la vergüenza a nuestra casa.»
Creyó observar, sin embargo, que su marido entristecía con las malas noticias.
Entonces optó por mentirle.
«No me
creas lo que te digo -decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para
recogerlos con la pala-. Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y
ahora son muy felices.» Llegó a ser tan sincera en el engaño que ella misma
acabó consolándose con sus propias mentiras. «Arcadio ya es un hombre serio
-decía-, y muy valiente, y muy buen mozo con su uniforme y su sable.» Era como
hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance
de toda preocupación. Pero ella insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a
todo, que decidió soltarlo. Él ni siquiera se movió del banquito. Siguió
expuesto al sol y la lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un
dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del
castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse,
Úrsula pudo por fin darle una noticia que parecía verdad.
-Fíjate que nos sigue
atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el italiano de la pianola se
van a casar.
Amaranta y Pietro Crespi, en
efecto, habían profundizado en la amistad, amparados por la confianza de
Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar las visitas. Era un noviazgo
crepuscular. El italiano llegaba al atardecer, con una gardenia en el ojal, y
le traducía a Amaranta sonetos de Petrarca. Permanecían en el corredor sofocado
por el orégano y las rosas, él leyendo y ella tejiendo encaje de bolillo,
indiferentes a los sobresaltos y las malas noticias de la guerra, hasta que los
mosquitos los obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Amaranta,
su discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en torno al novio una
telaraña invisible, que él tenía que apartar materialmente con sus dedos
pálidos y sin anillos para abandonar la casa a las ocho. Habían hecho un
precioso álbum con las tarjetas postales que Pietro Crespi recibía de Italia.
Eran imágenes de enamorados en parques solitarios, con viñetas de corazones
flechados y cintas doradas sostenidas por palomas. «Yo conozco este parque en
Florencia -decía Pietro Crespi repasando las postales-. Uno extiende la mano y
los pájaros bajan a comer.»
A
veces, ante una acuarela de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios aromas
de flores el olor de fango y mariscos podridos de los canales. Amaranta
suspiraba, reía, soñaba con una segunda patria de hombres y mujeres hermosos
que hablaban una lengua de niños, con ciudades antiguas de cuya pasada grandeza
sólo quedaban los gatos entre los escombros. Después de atravesar el océano en
su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los manoseos
vehementes de Rebeca, Pietro Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo
consigo la prosperidad. Su almacén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un
invernadero de fantasía, con reproducciones del campanario de Florencia que
daban la hora con un concierto de carillones, y cajas musicales de Sorrento, y
polveras de China que cantaban al destaparías tonadas de cinco notas, y todos
los instrumentos músicos que se podían imaginar y todos los artificios de
cuerda que se podían concebir. Bruno Crespi, su hermano menor, estaba al frente
del almacén, porque él no se daba abasto para atender la escuela de música.
Gracias a él, la calle de los Turcos, con su deslumbrante exposición de
chucherías, se transformó en un remanso melódico para olvidar las
arbitrariedades de Arcadio y la pesadilla remota de la guerra. Cuando Úrsula
dispuso la reanudación de la misa dominical, Pietro Crespi le regaló al templo
un armonio alemán, organizó un coro infantil y preparó un repertorio gregoriano
que puso una nota espléndida en el ritual taciturno del padre Nicanor. Nadie
ponía en duda que haría Amaranta una esposa feliz. Sin apresurar los
sentimientos, dejándose arrastrar por la fluidez natural del corazón, llegaron
a un punto en que sólo hacía falta fijar la fecha de la boda. No encontrarían
obstáculos. Úrsula se acusaba íntimamente de haber torcido con aplazamientos
reiterados el destino de Rebeca, y no estaba dispuesta a acumular
remordimientos.
El
rigor del luto por la muerte de Remedios había sido relegado a un lugar
secundario por la mortificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la
brutalidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ante la
inminencia de la boda, el propio Pietro Crespi había insinuado que Aureliano
José, en quien fomentó un cariño casi paternal, fuera considerado como su hijo
mayor. Todo hacía pensar que Amaranta se orientaba hacia una felicidad sin
tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella no revelaba la menor ansiedad. Con
la misma paciencia con que abigarraba manteles y tejía primores de pasamanería
y bordaba pavorreales en punto de cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara
más las urgencias del corazón. Su hora llegó con las lluvias aciagas de
octubre. Pietro Crespi le quitó del regazo la canastilla de bordar y le apretó
la mano entre las suyas. «No soporto más esta espera -le dijo-.
Nos
casamos el mes entrante.» Amaranta no tembló al
contacto de sus manos de hielo. Retiró la suya, como un animalito escurridizo,
y volvió a su labor.
-No
seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo.
Pietro Crespi perdió el
dominio de sí mismo. Lloró sin pudor, casi rompiéndose los dedos de
desesperación, pero no logró quebrantarla. «No pierdas el tiempo -fue todo
cuanto dijo Amaranta-. Si en verdad me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta
casa.» Úrsula creyó enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi agotó los recursos
de la súplica. Llegó a increíbles extremos de humillación. Lloró toda una tarde
en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido el alma por consolarlo. En noches
de lluvia se le vio merodear por la casa con un paraguas de seda, tratando de
sorprender una luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca estuvo mejor vestido que
en esa época. Su augusta cabeza de emperador atormentado adquirió un extraño
aire de grandeza. Importunó a las amigas de Amaranta, las que iban a bordar en
el corredor, para que trataran de persuadirla. Descuidó los negocios.
Pasaba
el día en la trastienda, escribiendo esquelas desatinadas, que hacía llegar a
Amaranta con membranas de pétalos y mariposas disecadas, y que ella devolvía
sin abrir. Se encerraba horas y horas a tocar la cítara. Una noche cantó.
Macondo despertó en una especie de estupor, angelizado por una cítara que no
merecía ser de este mundo y una voz como no podía concebirse que hubiera otra
en la tierra con tanto amor. Pietro Crespi vio entonces la luz en todas las
ventanas del pueblo, menos en la de Amaranta. El dos de noviembre, día de todos
los muertos, su hermano abrió el almacén y encontró todas las lámparas
encendidas y todas las cajas musicales destapadas y todos los relojes trabados
en una hora interminable, y en medio de aquel concierto disparatado encontró a
Pietro Crespi en el escritorio de la trastienda, con las muñecas cortadas a
navaja y las dos manos metidas en una palangana de benjuí.
Úrsula dispuso que se le
velara en la casa. ~ padre Nicanor se oponía a los oficios religiosos y a la
sepultura en tierra sagrada. Úrsula se le enfrentó. «De algún modo que ni usted
ni yo podemos entender, ese hombre era un santo -dijo-. Así que lo voy a enterrar,
contra su voluntad, junto a la tumba de Melquíades.» Lo hizo, con el respaldo
de todo el pueblo, en funerales magníficos. Amaranta no abandonó el dormitorio.
Oyó desde su cama el llanto de Úrsula, los pasos y murmullos de la multitud que
invadió la casa, los aullidos de las plañideras, y luego un hondo silencio
oloroso a flores pisoteadas. Durante mucho tiempo siguió sintiendo el hálito de
lavanda de Pietro Crespi al atardecer, pero tuvo fuerzas para no sucumbir al
delirio. Úrsula la abandonó. Ni siquiera levantó los ojos para apiadarse de
ella, la tarde en que Amaranta entró en la cocina y puso la mano en las brasas
del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor, sino la
pestilencia de su propia carne chamuscada. Fue una cura de burro para el
remordimiento. Durante varios días anduvo por la casa con la mano metida en un
tazón con claras de huevo, y cuando sanaron las quema duras pareció como si las
claras de huevo hubieran cicatrizado también las úlceras de su corazón. La
única huella externa que le dejó la tragedia fue la venda de gasa negra que se
puso en la mano quemada, y que había de llevar hasta la muerte.
Arcadio dio una rara muestra
de generosidad, al proclamar mediante un bando el duelo oficial por la muerte
de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó como el regreso del cordero extraviado.
Pero se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el uniforme
militar, sino desde siempre. Creía haberlo criado como a un hijo, como crió a
Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones. Sin embargo, Arcadio era un niño
solitario y asustado durante la peste del insomnio, en medio de la fiebre
utilitaria de Úrsula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del hermetismo
de Aureliano, de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le
enseñó a leer y escribir, pensando en otra cosa, como lo hubiera hecho un
extraño. Le regalaba su ropa, para que Visitación la redujera, cuando ya estaba
de tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes, con sus pantalones
remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor
que lo hizo con Visitación y Cataure en su lengua.
Melquíades
fue el único que en realidad se ocupó de él, que le hacía escuchar sus textos
incomprensibles y le daba instrucciones sobre el arte de la daguerrotipia.
Nadie se imaginaba cuánto lloró su muerte en secreto, y con qué desesperación
trató de revivirlo en el estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le
ponía atención y se le respetaba, y luego el poder, con sus bandos terminantes
y su uniforme de gloria, lo liberaron del peso de una antigua amargura. Una
noche, en la tienda de Catarino, alguien se atrevió a decirle: «No mereces el
apellido que llevas.» Al contrario de lo que todos esperaban, Arcadio no lo
hizo fusilar.
-A
mucha honra -dijo-, no soy un Buendía.
Quienes conocían el secreto de
su filiación, pensaron por aquella réplica que también él estaba al corriente,
pero en realidad no lo estuvo nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había
hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión
tan irresistible como lo fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano.
A pesar de que había perdido sus encantos y el esplendor de su risa, él la
buscaba y la encontraba en el rastro de su olor de humo. Poco antes de la
guerra, un mediodía en que ella fue más tarde que de costumbre a buscar a su
hijo menor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto donde solía
hacer la siesta, y donde después instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el
patio, él esperó en la hamaca, temblando de ansiedad, sabiendo que Pilar
Ternera tenía que pasar por ahí. Llegó.
Arcadio
la agarró por la muñeca y trató de meterla en la hamaca. «No puedo, no puedo
-dijo Pilar Ternera horrorizada-. No te imaginas cómo quisiera complacerte,
pero Dios es testigo que no puedo.» Arcadio la agarró por la cintura con su
tremenda fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al contacto de su
piel. «No te hagas la santa -decía-. Al fin, todo el mundo sabe que eres una
puta.» Pilar se sobrepuso al asco que le inspiraba su miserable destino.
-Los
niños se van a dar cuenta -murmuró-. Es mejor que esta noche dejes la puerta
sin tranca.
Arcadio la esperó aquella
noche tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó sin dormir, oyendo los grillos
alborotados de la madrugada sin término y el horario implacable de los
alcaravanes, cada vez más convencido de que lo habían engañado.
De pronto, cuando la ansiedad
se había descompuesto en rabia, la puerta se abrió. Pocos meses después, frente
al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en el
salón de clases, los tropiezos contra los escaños, y por último la densidad de
un cuerpo en las tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un
corazón que no era el suyo. Extendió la mano y encontró otra mano con dos
sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad.
Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma
húmeda con la línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo
de la muerte. Entonces comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque
no olía a humo sino a brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y
ciegos con pezones de hombre, y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la
ternura caótica de la inexperiencia exaltada.
Era
virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera
le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para
que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto muchas veces,
atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en
ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento
oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila.
Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus
padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros. Más
tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron del local, se amaban
entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la trastienda. Por la época
en que Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija.
Los únicos parientes que se
enteraron, fueron José Arcadio y Rebeca, con quienes Arcadio mantenía entonces
relaciones íntimas, fundadas no tanto en el parentesco como en la complicidad.
José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme
de Rebeca, la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la
descomunal energía del marido, que de holgazán y mujeriego se convirtió en un
enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de
par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y
salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles
curtidos por el salitre de los muertos. El hambre de tierra, el doc doc de los
huesos de sus padres, la impaciencia de su sangre frente a la pasividad de
Pietro Crespi, estaban relegados al desván de la memoria. Todo el día bordaba
junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra, hasta que los potes de
cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar la
comida, mucho antes de que aparecieran los escuálidos perros rastreadores y
luego el coloso de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a
veces llevaba un venado al hombro y casi siempre un sartal de conejos o de
patos silvestres. Una tarde, al principio de su gobierno, Arcadio fue a
visitarlos de un modo intempestivo. No lo veían desde que abandonaron la casa,
pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el guisado.
Sólo cuando tomaban el café
reveló Arcadio el motivo de su visita: había recibido una denuncia contra José
Arcadio. Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las
tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta
apoderarse por la fuerza de los mejores predios del contorno. A los campesinos
que no había despojado, porque no le interesaban sus tierras, les impuso una
contribución que cobraba cada sábado con los perros de presa y la escopeta de
dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las tierras usurpadas habían
sido distribuidas por José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y
creía posible demostrar que su padre estaba loco desde entonces, puesto que
dispuso de un patrimonio que en realidad pertenecía a la familia. Era un
alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer justicia. Ofreció
simplemente crear una oficina de registro de la propiedad para que José Arcadio
legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la condición de que delegara
en el gobierno local el derecho de cobrar las contribuciones. Se pusieron de
acuerdo. Años después, cuando el coronel Aureliano Buendía examinó los títulos de
propiedad, encontró que estaban registradas a nombre de su hermano todas las
tierras que se divisaban desde la colina de su patio hasta el horizonte,
inclusive el cementerio, y que en los once meses de su mandato Arcadio había
cargado no sólo con el dinero de las contribuciones, sino también con el que
cobraba al pueblo por el derecho de enterrar a los muertos en predios de José
Arcadio.
Úrsula tardó varios meses en
saber lo que ya era del dominio público, porque la gente se lo ocultaba para no
aumentarle el sufrimiento. Empezó por sospecharlo. «Arcadio está construyendo
una casa -le confió con fingido orgullo a su marido, mientras trataba de
meterle en la boca una cucharada de jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró
involuntariamente: No sé por qué todo esto me huele mal.» Más tarde, cuando se
enteró de que Arcadio no sólo había terminado la casa sino que se había
encargado un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que estaba disponiendo
de los fondos públicos. «Eres la vergüenza de nuestro apellido», le gritó un
domingo después de misa, cuando lo vio en la casa nueva jugando barajas con sus
oficiales. Arcadio no le prestó atención. Sólo entonces supo Úrsula que tenía
una hija de seis meses, y que Santa Sofía de la Piedad, con quien vivía sin
casarse, estaba otra vez encinta. Resolvió escribirle al coronel Aureliano
Buendía, en cualquier lugar en que se encontrara, para ponerlo al corriente de
la situación. Pero los acontecimientos que se precipitaron por aquellos días no
sólo impidieron sus propósitos, sino que la hicieron arrepentirse de haberlos
concebido. La guerra, que hasta entonces no había sido más que una palabra para
designar una circunstancia vaga y remota, se concretó en una realidad
dramática. A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspecto
ceniciento, montada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva, que
las patrullas de vigilancia la dejaron pasar sin preguntas, como uno más de los
vendedores que a menudo llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue directamente
al cuartel. Arcadio la recibió en el local donde antes estuvo el salón de
clases, y que entonces estaba transformado en una especie de campamento de
retaguardia, con hamacas enrolladas y colgadas en las argollas y petates
amontonados en los rincones, y fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería
dispersos por el suelo. La anciana se cuadró en un saludo militar antes de
identificarse:
-Soy
el coronel Gregorio Stevenson.
Llevaba malas noticias. Los
últimos focos de resistencia liberal, según dijo, estaban siendo exterminados.
El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado batiéndose en retirada por
los lados de Riohacha, le encomendó la misión de hablar con Arcadio. Debía
entregar la plaza sin resistencia, poniendo como condición que se respetaran
bajo palabra de honor la vida y las propiedades de los liberales. Arcadio
examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño mensajero que habría
podido confundirse con una abuela fugitiva.
-Usted,
por supuesto, trae algún papel escrito -dijo.
-Por supuesto -contestó el
emisario-, no lo traigo. Es fácil comprender que en las actuales circunstancias
no se lleve encima nada comprometedor.
Mientras hablaba, se sacó del
corpiño y puso en la mesa un pescadito de oro. «Creo que con esto será
suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto era uno de los pescaditos
hechos por el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo comprado
antes de la guerra, o haberlo robado, y no tenía por tanto ningún mérito de
salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo de violar un secreto de
guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en misión a Curazao, donde
esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y adquirir armas y pertrechos
suficientes para intentar un desembarco a fin de año. Confiando en ese plan, el
coronel Aureliano Buendía no era partidario de que en aquel momento se hicieran
sacrificios inútiles.
Arcadio fue inflexible. Hizo
encarcelar al mensajero, mientras comprobaba su identidad, y resolvió defender
la plaza hasta la muerte.
No tuvo que esperar mucho
tiempo. Las noticias del fracaso liberal fueron cada vez más concretas. A fines
de marzo, en una madrugada de lluvias prematuras, la calma tensa de las semanas
anteriores se resolvió abruptamente con un desesperado toque de corneta,
seguido de un cañonazo que desbarató la torre del templo. En realidad, la
voluntad de resistencia de Arcadio era una locura. No disponía de más de
cincuenta hombres mal armados, con una dotación máxima de veinte cartuchos cada
uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos, excitados con proclamas
altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo por una causa perdida.
En medio del tropel de botas, de órdenes contradictorias, de cañonazos que
hacían temblar la tierra, de disparos atolondrados y de toques de corneta sin
sentido, el supuesto coronel Stevenson consiguió hablar con Arcadio. «Evíteme
la indignidad de morir en el cepo con estos trapes de mujer -le dijo-. Si he de
morir, que sea peleando.»
Logró
convencerlo. Arcadio ordenó que le entregaran un arma con veinte cartuchos y lo
dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel, mientras él iba con su estado
mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al camino de
la ciénaga. Las barricadas habían sido despedazadas y los defensores se batían
al descubierto en las calles, primero hasta donde les alcanzaba la dotación de
los fusiles, y luego con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo.
Ante la inminencia de la derrota, algunas mujeres se echaron a la calle armadas
de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión, Arcadio encontró a
Amaranta que andaba buscándolo como una loca, en camisa de dormir, con dos
viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había
sido desarmado en la refriega, y se evadió con Amaranta por una calle adyacente
para llevarla a casa Úrsula estaba en la puerta, esperando, indiferente a las
descargas que habían abierto una tronera en la fachada de la casa vecina. La
lluvia cedía, pero las calles estaban resbaladizas y blandas como jabón
derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a
Amaranta con Úrsula y trató de enfrentarse a do8 soldados que soltaron una
andanada ciega desde la esquina. Las viejas pistolas guardadas muchos años en
un ropero no ;f~½cionaron. Protegiendo a Arcadio con su cuerpo, Úrsula intentó
arrastrarlo hasta la casa.
-Ven,
por Dios -le gritaba-. ¡Ya basta de locuras!
Los
soldados los apuntaron.
-¡Suelte
a ese hombre, señora -gritó uno de ellos-, o no respondemos!
Arcadio empujó a Úrsula hacia
la casa y se entregó. Poco después terminaron los disparos y empezaron a
repicar las campanas. La resistencia había sido aniquilada en menos de media
hora. Ni uno solo de los hombres de Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de
morir se llevaron por delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el
cuartel. Antes de ser atacado, el supuesto coronel Gregorio Stevenson puso en
libertad a los presos y ordenó a sus hombres que salieran a batirse en la
calle. La extraordinaria movilidad y la puntería certera con que disparó sus
veinte cartuchos por las diferentes ventanas, dieron la impresión de que el
cuartel estaba bien resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos.
El capitán que dirigió la operación se asombró de encontrar los escombros
desiertos, y un solo hombre en calzoncillos, muerto, con el fusil sin carga,
todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una
frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el
cuello un escapulario con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de
la bota para alumbrarle la cara, el capitán se quedó perplejo. «Mierda»,
exclamó. Otros oficiales se acercaron.
Miren
dónde vino a aparecer este hombre -les dijo el capitán-. Es Gregorio Stevenson,
Al amanecer, después de un
consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro del cementerio.
En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había
desaparecido el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse
siquiera por demostrar su reciente valor, escuchó los interminables cargos de
la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa hora debía estar bajo el castaño
tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de ocho meses, que
aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto, Pensaba en Santa Sofía
de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo
del sábado, y añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que
parecían artificiales. Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo
ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad
a las personas que más había odiado. El presidente del consejo de guerra inició
su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que habrían
transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados no tuvieran
sobrados méritos decía el presidente-, la temeridad irresponsable y criminal
con que el acusado empujó a sus subordinados a una muerte inútil, bastaría para
merecerle la pena capital.» En la escuela desportillada donde experimentó por
primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde conoció la
incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la muerte.
En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que
experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino
de nostalgia. No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.
-Díganle a mi mujer -contestó
con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de Úrsula -hizo una
pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a
nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el
abuelo.
Antes de que lo llevaran al
paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué
arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de
tomarse una taza de café negro. El jefe del pelotón, especialista en
ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era mucho más que una casualidad:
capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna persistente,
Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La
nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa
curiosidad. Sólo cuando le ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a
Rebeca con el pelo mojado y un vestido de flores rosadas abriendo la casa de
par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En efecto, Rebeca miró
casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo
reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le
contestó en la misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de
los fusiles y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de Melquíades y
sintió los pasos perdidos de Santa Bofia de la Piedad, virgen, en el salón de
clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había llamado
la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo!
-alcanzó a pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran
Remedios.» Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo
el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio la orden de fuego.
Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin
comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.
-¡Cabrones!
-gritó-. ¡Viva el partido liberal!
VII
En
mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio
oficial, en una proclama altisonante que prometía un despiadado castigo para
los promotores de la rebelión, el coronel Aureliano Buendía cayó prisionero
cuando estaba a punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado de
hechicero indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron en la guerra,
catorce murieron en combate, seis estaban heridos, y sólo uno lo acompañaba en
el momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la
captura fue dada en Macondo con un bando extraordinario. «Está vivo -le informó
Úrsula a su marido-. Roguemos a Dios para que sus enemigos tengan clemencia.»
Después de tres días de llanto, una tarde en que batía un dulce de leche en la
cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era Aureliano
-gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo-. No sé cómo
ha sido el milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto.» Lo dio por
hecho. Hizo lavar los pisos de la casa y cambiar la posición de los muebles.
Una semana después, un rumor sin origen que no sería respaldado por el bando,
confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía había sido
condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento
de la población. Un lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba
vistiendo a Aureliano José, cuando percibió un tropel remoto y un toque de
corneta, un segundo antes de que Úrsula irrumpiera en el cuarto con un grito:
«Ya lo traen.» La tropa pugnaba por someter a culatazos a la muchedumbre
desbordada. Úrsula y Amaranta corrieron hasta la esquina, abriéndose paso a
empellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa
desgarrada, el cabello y la barba enmarañados, y estaba descalzo. Caminaba sin
sentir el polvo abrasante, con las manos amarradas a la espalda con una soga
que sostenía en la cabeza de su montura un oficial de a caballo. Junto a él,
también astroso y derrotado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No estaban
tristes. Parecían más bien turbados por la muchedumbre que gritaba a la tropa
toda clase de improperios.
-¡Hijo mío! -gritó Úrsula en
medio de la algazara, y le dio un manotazo al soldado que trató de detenerla.
El caballo del oficial se encabritó. Entonces el coronel Aureliano Buendía se
detuvo, trémulo, esquivó los brazos de su madre y fijó en sus ojos una mirada
dura.
-Váyase
a casa, mamá -dijo-. Pida permiso a las autoridades y venga a verme a la
cárcel.
Miró a Amaranta, que
permanecía indecisa a dos pasos detrás de Úrsula, y le sonrió al preguntarle:
«¿Qué te pasó en la mano?» Amaranta levantó la mano con la venda negra. «Una
quemadura», dijo, y apartó a Úrsula para que no la atropellaran los caballos.
La tropa disparó. Una guardia especial rodeó a los prisioneros y los llevó al
trote al cuartel.
Al atardecer, Úrsula visitó en
la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había tratado de conseguir el permiso a
través de don Apolinar Moscote, pero éste había perdido toda autoridad frente a
la omnipotencia de los militares. El padre Nicanor estaba postrado por una
calentura hepática. Los padres del coronel Gerineldo Márquez, que no estaba
condenado a muerte, habían tratado de verlo y fueron rechazados a culatazos.
Ante la imposibilidad de conseguir intermediarios, convencida de que su hijo
sería fusilado al amanecer, Úrsula hizo un envoltorio con las cosas que quería
llevarle y fue sola al cuartel.
-Soy la madre del coronel
Aureliano Buendía -se anunció. Los centinelas le cerraron el paso. «De todos
modos voy a entrar -les advirtió Úrsula-. De manera que si tienen orden de
disparar, empiecen de una vez.» Apartó a uno de un empellón y entró a la
antigua sala de clases, donde un grupo de soldados desnudos engrasaban sus
armas, Un oficial en uniforme de campaña, sonrosado, con lentes de cristales
muy gruesos y ademanes ceremoniosos, hizo a los centinelas una señal para que
se retiraran.
-Soy
la madre del coronel Aureliano Buendía -repitió Úrsula.
-Usted querrá decir -corrigió
el oficial con una sonrisa amable- que es la señora madre del señor Aureliano
Buendía.
Úrsula reconoció en su modo de
hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páramo, los cachacos.
-Como
usted diga, señor -admitió-, siempre que me permita verlo.
Había órdenes superiores de no
permitir visitas a los condenados a muerte, pero el oficial asumió la
responsabilidad de concederle una entrevista de quince minutos. Úrsula le
mostró lo que llevaba en el envoltorio: una muda de ropa limpia los botines que
se puso su hijo para la boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el
día en que presintió su regreso. Encontró al coronel Aureliano Buendía en el
cuarto del cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos, porque tenía
las axilas empedradas de golondrinos. Le habían permitido afeitarse. El bigote
denso de puntas retorcidas acentuaba la angulosidad de sus pómulos. A Úrsula le
pareció que estaba más pálido que cuando se fue, un poco más alto y más
solitario que nunca. Estaba enterado de los pormenores de la casa: el suicidio
de Pietro Crespi, las arbitrariedades y el fusilamiento de Arcadio, la
impavidez de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta había
consagrado su viudez de virgen a la crianza de Aureliano José, y que éste
empezaba a dar muestras de muy buen juicio y leía y escribía al mismo tiempo
que aprendía a hablar. Desde el momento en que entró al cuarto, Úrsula se
sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el
resplandor de autoridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan
bien informado. «Ya sabe usted que soy adivino -bromeó él. Y agregó en serio-:
Esta mañana, cuando me
trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por todo esto.» En verdad,
mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él estaba concentrado en sus
pensamientos, asombrado de la forma en que había envejecido el pueblo en un
año. Los almendros tenían las hojas rotas. Las casas pintadas de azul, pintadas
luego de rojo y luego vueltas a pintar de azul, habían terminado por adquirir
una coloración indefinible.
-¿Qué
esperabas? -suspiró Úrsula-. El tiempo pasa.
-Así
es -admitió Aureliano-, pero no tanto.
De este modo, la visita tanto
tiempo esperada, para la que ambos habían preparado las preguntas e inclusive
previsto las respuestas, fue otra vez la conversación cotidiana de siempre.
Cuando el centinela anunció el término de la entrevista, Aureliano sacó de
debajo de la estera del catre un rollo de papeles sudados. Eran sus versos. Los
inspirados por Remedios, que había llevado consigo cuando se fue, y los
escritos después, en las azarosas pausas de la guerra. «Prométame que no los va
a leer nadie -dijo-. Esta misma noche encienda el horno con ellos.» Úrsula lo
prometió y se incorporó para darle un beso de despedida.
-Te
traje un revólver -murmuró.
El coronel Aureliano Buendia
comprobó que el centinela no estaba a la vista. «No me sirve de nada -replicó en
voz baja-. Pero démelo, no sea que la registren a la salida.» Úrsula sacó el
revólver del corpiño y él lo puso debajo de la estera del catre. «Y ahora no se
despida -concluyó con un énfasis calmado-. No suplique a nadie ni se rebaje
ante nadie. Hágase el cargo que me fusilaron hace mucho tiempo.» Úrsula se
mordió los labios para no llorar.
-Ponte
piedras calientes en los golondrinos -dijo.
Dio media vuelta y salió del
cuarto. El coronel Aureliano Buendía permaneció de pie, pensativo, hasta que se
cerró la puerta. Entonces volvió a acostarse con los brazos abiertos. Desde el
principio de la adolescencia, cuando empezó a ser consciente de sus presagios,
pensó que la muerte había d< anunciarse con una señal definida, inequívoca,
irrevocable, pero le faltaban pocas horas para morir, y la señal no llegaba. En
cierta ocasión una mujer muy bella entró a su campamento de Tucurinca y pidió a los centinelas que le permitieran verlo. La
dejaron pasar, porque conocían el fanatismo de algunas madres que enviaban a
sus hijas al dormitorio de los guerreros más notables, según ellas mismas
decían, para mejorar la raza. El coronel Aureliano Buendía estaba aquella noche
terminando e poema del hombre que se había extraviado en la lluvia, cuando la
muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner la hoja en la gaveta
con llave donde guardaba sus versos. Y entonces lo sintió. Agarró la pistola en
la gaveta sin volver la cara.
-No
dispare, por favor -dijo.
Cuando se volvió con la
pistola montada, la muchacha había bajado la suya y no sabía qué hacer. Así
había logrado eludir cuatro de once emboscadas. En cambio, alguien que nunca fu
capturado entró una noche al cuartel revolucionario de Manaure y asesinó a
puñaladas a su intimo amigo, el coronel Magnífico Visbal, a quien había cedido
el catre para que sudar una calentura. A pocos metros, durmiendo en una hamaca
e el mismo cuarto, él no se dio cuenta de nada. Eran inútiles sus esfuerzos por
sistematizar los presagios. Se presentaban d pronto, en una ráfaga de lucidez sobrenatural,
como una convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En ocasione eran tan
naturales, que no las identificaba como presagios sin cuando se cumplían. Otras
veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes
vulgares de superstición. Pero cuando lo condenaron a muerte y le pidieron
expresar su última voluntad, no tuvo la menor dificultad par identificar el
presagio que le inspiró la respuesta:
-Pido
que la sentencia se cumpla en Macondo -dijo. El presidente del tribunal se
disgustó.
-No
sea vivo, Buendía -le dijo-. Es una estratagema par ganar tiempo.
-Si no
la cumplen, allá ustedes -dijo el coronel-, pero esa es mi última voluntad.
Desde entonces lo habían
abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visitó en la cárcel, después
de mucho pensar, llegó a la conclusión de que quizá la muerte no se anunciaría
aquella vez, porque no dependía del azar sino de la voluntad de sus verdugos.
Pasó la noche en vela atormentado por el dolor de los golondrinos. Poco antes
del alba oyó pasos en el corredor. «Ya vienen», se dijo, y pensó sin motivo en
José Arcadio Buendía, que en aquel momento estaba pensando en él, bajo la
madrugada lúgubre del castaño. No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia
intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría
conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar. La puerta se abrió y
entró el centinela con un tazón de café. Al día siguiente a la misma hora
todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor de las axilas, y ocurrió
exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce de leche con los centinelas
y se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y los botines de charol.
Todavía el viernes no lo habían fusilado.
En realidad, no se atrevían a
ejecutar la sentencia. La rebeldía del pueblo hizo pensar a los militares que
el fusilamiento del coronel Aureliano Buendía tendría graves consecuencias
políticas no sólo en Macondo sino en todo el ámbito de la ciénaga, así que
consultaron a las autoridades de la capital provincial. La noche del sábado,
mientras esperaban la respuesta, el capitán Roque Carnicero fue con otros
oficiales a la tienda de Catarino. Sólo una mujer, casi presionada con
amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hombre
que saben que se va a morir -le confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero todo
el mundo anda diciendo que el oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía,
y todos los soldados del pelotón, uno por uno, serán asesinados sin remedio,
tarde o temprano, así se escondan en el fin del mundo.»
El
capitán Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y éstos lo
comentaron con sus superiores. El domingo, aunque nadie lo había revelado con
franqueza, aunque ningún acto militar había turbado la calma tensa de aquellos
días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos a eludir con
toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el correo del
lunes llegó la orden oficial: la ejecución debía cumplirse en el término de veinticuatro
horas. Esa noche los oficiales metieron en una gorra siete papeletas con sus
nombres, y el inclemente destino del capitán Roque Carnicero lo señaló con la
papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios dijo él con profunda
amargura-. Nací hijo de puta y muero hijo de puta.» A las cinco de la mañana
eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el patio, y despertó al condenado con
una frase premonitoria:
-Vamos
Buendía -le dijo-. Nos llegó la hora.
-Así que era esto -replicó el
coronel-. Estaba soñando que se me habían reventado los golondrinos.
Rebeca Buendía se levantaba a
las tres de la madrugada desde que supo que Aureliano sería fusilado. Se
quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando por la ventana entreabierta el
muro del cementerio, mientras la cama en que estaba sentada se estremecía con
los ronquidos de José Arcadio. Esperó toda semana con la misma obstinación
recóndita con que en otra época esperaba las cartas de Pietro Crespi. «No lo
fusilarán aquí» -le decía José Arcadio-. Lo fusilarán
a media noche en cuartel para que nadie sepa quién formó el pelotón, y lo
enterrarán allá mismo.» Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo
fusilarán aquí» -decía-. Tan segura estaba, que había previsto la forma en que
abriría la puerta para decirle adiós con la mano. «No lo van a traer por la
calle -insistía José Arcadio-, con sólo seis soldados asustados, sabiendo que
gente está dispuesta a todo.» Indiferente a la lógica de su marido, Rebeca
continuaba en la ventana.
-Ya
verás que son así de brutos -decía-.
El martes a las cinco de la
mañana José Arcadio había tomado el café y soltado los perros, cuando Rebeca
cerró la ventana se agarró de la cabecera de la cama para no caer. «Ahí lo trae
suspiró-. Qué hermoso está.» José Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio,
trémulo en la claridad del alba, con unos pantalones que habían sido suyos en
la juventud. Estaba ya de espaldas al muro y tenía las manos apoyadas en la
cintura porque los nudos ardientes de las axilas le impedían bajar los brazos
«Tanto joderse uno -murmuraba el coronel Aureliano Buendía-. Tanto joderse para
que lo maten a uno seis maricas si poder hacer nada,» Lo repetía con tanta
rabia, que casi parece fervor, y el capitán Roque Carnicero se conmovió porque
creyó que estaba rezando. Cuando el pelotón lo apuntó, la rabia se había
materializado en una sustancia viscosa y amarga que le adormeció la lengua y lo
obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció el resplandor de aluminio del
amanecer, y volvió verse a sí mismo, muy niño, con pantalones cortos y un lazo
en el cuello, y vio a su padre en una tarde espléndida conduciéndolo al
interior de la carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el grito, creyó que era orden
final al pelotón. Abrió los ojos con una curiosidad de escalofrío, esperando
encontrarse con la trayectoria incandescente de los proyectiles, pero sólo
encontró capitán Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio
atravesando la calle con su escopeta pavorosa lista para disparar.
-No haga fuego -le dijo el
capitán a José Arcadio. Usted viene mandado por la Divina Providencia.
Allí empezó otra guerra. El
capitán Roque Carnicero y sus seis hombres se fueron con el coronel Aureliano
Buendía a liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte
en Riohacha. Pensaron ganar tiempo atravesando la sierra por el camino que
siguió José Arcadio Buendía para fundar a Macondo, pero antes de una semana se
convencieron de que era una empresa imposible. De modo que tuvieron que hacer
la peligrosa ruta de las estribaciones, sin más municiones que las del pelotón
de fusilamiento. Acampaban cerca de los pueblos, y uno de ellos, con un
pescadito de oro en la mano, entraba disfrazado a pleno día y hacia contacto
con los liberales en reposo, que a la mañana siguiente salían a cazar y no regresaban
nunca. Cuando avistaron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general
Victorio Medina había sido fusilado. Los hombres del coronel Aureliano Buendía
lo proclamaron jefe de las fuerzas revolucionarias del litoral del Caribe, con
el grado de general. Él asumió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso a
sí mismo la condición de no aceptarlo mientras no derribaran el régimen
conservador. Al cabo de tres meses habían logrado armar a más de mil hombres,
pero fueron exterminados. Los sobrevivientes alcanzaron la frontera oriental.
La
próxima vez que se supo de ellos habían desembarcado en el Cabo de la Vela,
procedentes del archipiélago de las Antillas, y un parte del gobierno divulgado
por telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el país, anunció la
muerte del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un telegrama
múltiple que casi le dio alcance al anterior, anunciaba otra rebelión en los
llanos del sur. Así empezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano
Buendía. Informaciones simultáneas y contradictorias lo declaraban victorioso
en Villanueva, derrotado en Guacamayal, demorado por los indios Motilones,
muerto en una aldea de la ciénaga y otra vez sublevado en Urumita. Los
dirigentes liberales que en aquel momento estaban negociando una participación
en el parlamento, lo señalaron como un aventurero sin representación de
partido. El gobierno nacional lo asimiló a la categoría de bandolero y puso a
su cabeza un precio de cinco mil pesos. Al cabo de dieciséis derrotas, el coronel
Aureliano Buendía salió de la Guajira con dos mil indígenas bien armados, y la
guarnición sorprendida durante el sueño abandonó Riohacha. Allí estableció su
cuartel general, y proclamó la guerra total contra el régimen. La primera
notificación que recibió del gobierno fue la amenaza de fusilar al coronel
Gerineldo Márquez en el término de cuarenta y ocho horas, si no se replegaba
con sus fuerzas hasta la frontera oriental. El coronel Roque Carnicero, que
entonces era jefe de su estado mayor, le entregó el telegrama con un gesto de
consternación, pero él lo leyó con imprevisible alegría.
¡Qué
bueno! -exclamó-. Ya tenemos telégrafo en Macondo.
Su respuesta fue terminante.
En tres meses esperaba establecer su cuartel general en Macondo. Si entonces no
encontraba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilaría sin fórmula de juicio a
toda la oficialidad que tuviera prisionera en ese momento, empezando por los
generales, e impartiría órdenes a sus subordinados
para que procedieran en igual forma hasta el término de la guerra. Tres meses
después, cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo que recibió en el camino de la ciénaga
fue el del coronel Gerineldo Márquez.
La casa estaba llena de niños.
Úrsula había recogido a Santa Sofía de la Piedad, con la hija mayor y un par de
gemelos que nacieron cinco meses después del fusilamiento de Arcadio. Contra la
última voluntad del fusilado, bautizó a la niña con el nombre de Remedios.
«Estoy segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir -alegó-. No la pondremos
Úrsula, porque se sufre mucho con ese nombre.» A los gemelos les puso José
Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. Amaranta se hizo cargo de todos. Colocó
asientitos de madera en la sala, y estableció un parvulario con otros niños de
familias vecinas. Cuando regresó el coronel Aureliano Buendía, entre estampidos
de cohetes y repiques de campanas, un coro infantil le dio la bienvenida en la
casa. Aureliano José, largo como su abuelo, vestido de oficial revolucionario,
le rindió honores militares.
No todas las noticias eran
buenas. Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía, José Arcadio y
Rebeca se fueron a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró de
su intervención para impedir el fusilamiento. En la casa nueva, situada en el mejor
rincón de la plaza, a la sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de
petirrojos, con una puerta grande para las visitas V cuatro ventanas para la
luz, establecieron un hogar hospitalario. Las antiguas amigas de Rebeca, entre
ellas cuatro hermanas Moscote que continuaban solteras, reanudaron las sesiones
de bordado interrumpidas años antes en el corredor de las begonias. José
Arcadio siguió disfrutando de las tierras usurpadas cuyos títulos fueron
reconocidos por el gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a
caballo, con sus perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal de
conejos colgados en la montura. Una tarde de septiembre, ante la amenaza de una
tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el
comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para
sacarlos más tarde y fue al dormitorio a
cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró al
dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una
versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo
concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho
feliz. Ese fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo.
Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un
pistoletazo retumbó la casa.
Un
hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la
calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió
escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló
una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a
la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala
de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra
sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de
las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba
una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y
apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos
para el pan.
-¡Ave
María Purísima! -gritó Úrsula.
Siguió el hilo de sangre en
sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el
corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba que tres y tres son seis
y seis y tres son nueve, y atravesó el comedor y las salas y siguió en línea
recta por la calle, y dobló luego a la derecha y después a la izquierda hasta
la calle de los Turcos, sin recordar que todavía llevaba puestos el delantal de
hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta de
una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi
se ahogó con el olor a pólvora quemada, y encontró a José Arcadio tirado boca
abajo en el suelo sobre las polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo
original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho. No
encontraron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el arma. Tampoco
fue posible quitar el penetrante olor a pólvora del cadáver. Primero lo lavaron
tres veces con jabón y estropajo, después lo frotaron con sal y vinagre, luego
con ceniza y limón, y por último lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron
reposar seis horas. Tanto lo restregaron que los arabescos del tatuaje
empezaban a decolorarse.
Cuando
concibieron el recurso desesperado de sazonarlo con pimienta y comino y hojas
de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento ya había empezado a descomponerse
y tuvieron que enterrarlo a las volandas. Lo encerraron herméticamente en un
ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro y diez
centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado
con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó
el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y tenso como un tambor,
le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes reforzaron
la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos ceniza apelmazada,
aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora hasta muchos años
después, cuando los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura
con una coraza de hormigón. Tan pronto como sacaron el cadáver, Rebeca cerró
las puertas de su casa y se enterró en vida, cubierta con una gruesa costra de
desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper. Salió a la calle en una
ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata antigua y un sombrero de
flores minúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el Judío Errante y
provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras de las
ventanas para morir en los dormitorios. La última vez que alguien la vio con
vida fue cuando mató de un tiro certero a un ladrón que trató de forzar la
puerta de su casa. Salvo Argénida, su criada y confidente, nadie volvió a tener
contacto con ella desde entonces. En un tiempo se supo que escribía cartas al
Obispo, a quien consideraba como su primo hermano, pero nunca se dijo que
hubiera recibido respuesta. El pueblo la olvidó.
A pesar de su regreso
triunfal, el coronel Aureliano Buendía no se entusiasmaba con las apariencias.
Las tropas del gobierno abandonaban las plazas sin resistencia, y eso suscitaba
en la población liberal una ilusión de victoria que no convenía defraudar, pero
los revolucionarios conocían la verdad, y más que nadie el coronel Aureliano
Buendía. Aunque en ese momento mantenía más de cinco mil hombres bajo su mando
y dominaba dos estados del litoral, tenía conciencia de estar acorralado contra
el mar, y metido en una situación política tan confusa que cuando ordenó
restaurar la torre de la iglesia desbaratada por un cañonazo del ejército, el
padre Nicanor comentó en su lecho de enfermo: «Esto es un disparate: los
defensores de la fe de Cristo destruyen el templo y los masones lo mandan
componer.» Buscando una tronera de escape pasaba horas y horas en la oficina
telegráfica, conferenciando con los jefes de otras plazas, y cada vez salía con
la impresión más definida de que la guerra estaba estancada. Cuando se recibían
noticias de nuevos triunfos liberales se proclamaban con bandos de júbilo, pero
él medía en los mapas su verdadero alcance, y comprendía que sus huestes
estaban penetrando en la selva, defendiéndose de la malaria y los mosquitos,
avanzando en sentido contrario al de la realidad. «Estamos perdiendo el tiempo
-se quejaba ante sus oficiales-. Estaremos perdiendo el tiempo mientras los
carbones del partido estén mendigando un asiento en el congreso.»
En
noches de vigilia, tendido boca arriba en la hamaca que colgaba en el mismo
cuarto en que estuvo condenado a muerte, evocaba la imagen de los
abogados vestidos de negro que abandonaban el palacio presidencial en el hielo
de la madrugada con el cuello de los abrigos levantado hasta las orejas,
frotándose las manos, cuchicheando, refugiándose en los cafetines lúgubres del
amanecer, para especular sobre lo que quiso decir el presidente cuando dijo que
sí, o lo que quiso decir cuando dijo que no, y para suponer inclusive lo que el
presidente estaba pensando cuando dijo una cosa enteramente distinta, mientras
él espantaba mosquitos a treinta y cinco grados de temperatura, sintiendo
aproximarse al alba temible en que tendría que dar a sus hombres la orden de
tirarse al mar.
Una noche de incertidumbre en
que Pilar Ternera cantaba en el patio con la tropa, él pidió que le leyera el
porvenir en las barajas. «Cuídate la boca -fue todo lo que sacó en claro Pilar
Ternera después de extender y recoger los naipes tres veces-. No sé lo que
quiere decir, pero la señal es muy clara: cuídate la boca.» Dos días después
alguien le dio a un ordenanza un tazón de café sin azúcar, y el ordenanza se lo
pasó a otro, y éste a otro, hasta que llegó de mano en mano al despacho del
coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que estaba ahí, el
coronel se lo tomó. Tenía una carga de nuez vómica suficiente para matar un
caballo. Cuando lo llevaron a su casa estaba tieso y arqueado y tenía la lengua
partida entre los dientes. Úrsula se lo disputó a la muerte. Después de
limpiarle el estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas calientes y le dio
claras de huevos durante dos días, hasta que el cuerpo estragado recobró la
temperatura normal. Al cuarto día estaba fuera de peligro. Contra su voluntad,
presionado por Úrsula y los oficiales, permaneció en la cama una semana más.
Sólo entonces supo que no habían quemado sus versos. «No me quise precipitar
-le explicó Úrsula-. Aquella noche, cuando iba a prender el horno, me dije que
era mejor esperar que trajeran el cadáver.» En la neblina de la convalecencia,
rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendía
evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia.
Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una
guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de
la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo
examinarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo
Márquez:
-Dime
una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
-Por qué ha de ser, compadre
contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido liberal.
-Dichoso tú que lo sabes
contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando
por orgullo.
-Eso
es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendía
le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es mejor eso,
que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:
-O que
pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
Su orgullo le había impedido
hacer contactos con los grupos armados del interior del país, mientras los
dirigentes del partido no rectificaran en público su declaración de que era un bandolero.
Sabía, sin embargo, que tan pronto como pusiera de lado esos escrúpulos
rompería el círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le permitió
reflexionar. Entonces consiguió que Úrsula le diera el resto de la herencia
enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al coronel Gerineldo Márquez jefe
civil y militar de Macondo, y se fue a establecer contacto con los grupos
rebeldes del interior.
El coronel Gerineldo Márquez
no sólo era el hombre de más confianza del coronel Aureliano Buendía, sino que
Úrsula lo recibía como un miembro de la familia. Frágil, tímido, de una buena
educación natural, estaba, sin embargo, mejor constituido para la guerra que
para el gobierno. Sus asesores políticos lo enredaban con facilidad en
laberintos teóricos. Pero consiguió imponer en Macondo el ambiente de paz rural
con que soñaba el coronel Aureliano Buendía para morirse de viejo fabricando
pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, almorzaba donde Úrsula
dos o tres veces por semana. Inició a Aureliano José en el manejo de las armas
de fuego, le dio una instrucción militar prematura y durante varios meses lo
llevó a vivir al cuartel, con el consentimiento de Úrsula, para que se fuera
haciendo hombre. Muchos años antes, siendo casi un niño, Gerineldo Márquez
había declarado su amor a Amaranta. Ella estaba entonces tan ilusionada con su
pasión solitaria por Pietro Crespi, que se rió de él.
Gerineldo Márquez esperó. En
cierta ocasión le envió a Amaranta un papelito desde la cárcel, pidiéndole el
favor de bordar una docena de pañuelos de batista con las iniciales de su
padre. Le mandó el dinero. Al cabo de una semana, Amaranta le llevó a la cárcel
la docena de pañuelos bordados, junto con el dinero, y se quedaron varias horas
hablando del pasado. «Cuando salga de aquí me casaré contigo», le dijo
Gerineldo Márquez al despedirse. Amaranta se rió, pero siguió pensando en él
mientras enseñaba a leer a los niños, y deseé revivir para él su pasión juvenil
por Pietro Crespi. Los sábados, día de visita a los presos, pasaba por casa de
los padres de Gerineldo Márquez y los acompañaba a la cárcel. Uno de esos
sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran
los bizcochos del horno para escoger los mejores y envolverlos en una
servilleta que había bordado para la ocasión.
-Cásate
con él -le dijo-. Difícilmente encontrarás otro hombre como ese. Amaranta
fingió una reacción de disgusto.
-No necesito andar cazando
hombres -replicó-. Le llevo estos bizcochos a Gerineldo porque me da lástima
que tarde o temprano lo van a fusilar.
Lo
dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la
amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se
suspendieron.
Amaranta
se encerró a llorar, agobiada por un sentimiento de culpa semejante al que la
atormenté cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus palabras
irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la consoló. Le aseguré
que el coronel Aureliano Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y
prometió que ella misma se encargaría de atraer a Gerineldo Márquez, cuando
terminara la guerra. Cumplió la promesa antes del término previsto. Cuando
Gerineldo Márquez volvió a la casa investido de su nueva dignidad de jefe civil
y militar, lo recibió como a un hijo, concibió exquisitos halagos para
retenerlo, y rogó con todo el ánimo de su corazón que recordara su propósito de
casarse con Amaranta. Sus súplicas parecían certeras. Los días en que iba a
almorzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el
corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula les llevaba
café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los
molestaran. Amaranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las
cenizas olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser
intolerable esperé los días de almuerzos, las tardes de damas chinas, y el
tiempo se le iba volando en compañía de aquel guerrero de nombre nostálgico
cuyos dedos temblaban imperceptiblemente al mover las fichas. Pero el día en
que el coronel Gerineldo Márquez le reiteré su voluntad de casarse, ella lo
rechazó.
-No me casaré con nadie -le
dijo-, pero menos contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a casar conmigo
porque no puedes casarte con él.
El coronel Gerineldo Márquez
era un hombre paciente. «Volveré a insistir -dijo-. Tarde o temprano te
convenceré.» Siguió visitando la casa. Encerrada en el dormitorio, mordiendo un
llanto secreto, Amaranta se metía los dedos en los oídos para no escuchar la
voz del pretendiente que le contaba a Úrsula las últimas noticias de la guerra,
y a pesar de que se moría por verlo, tuvo fuerzas para no salir a su encuentro.
El coronel Aureliano Buendía
disponía entonces de tiempo para enviar cada dos semanas un informe
pormenorizado a Macondo. Pero sólo una vez, casi ocho meses después de haberse
ido, le escribió a Úrsula. Un emisario especial llevó a la casa un sobre
lacrado, dentro del cual había un papel escrito con la caligrafía preciosista
del coronel: Cuiden mucho a papá porque
se va a morir. Úrsula se alarmó: «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe»,
dijo. Y pidió ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo
era tan pesado como siempre, sino que en 511 prolongada estancia bajo el
castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente,
hasta el punto de que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo
a rastras a la cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y
reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a
respirarlo el viejo colosal macerado por el sol y la lluvia. Al día siguiente
no amaneció en la cama. Después de buscarlo por todos los cuartos, Úrsula lo
encontré otra vez bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de
su fuerza intacta, José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de luchar.
Todo le daba lo mismo. Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una
costumbre del cuerpo. Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba noticias
de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con quien él podía tener
contacto desde hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado
por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día
a conversar con él. Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de
animales magníficos, no tanto por disfrutar de unas victorias que entonces no
les harían falta, sino por tener algo con qué distraerse en los tediosos
domingos de la muerte. Era Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de
comer y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba
Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio
Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos.
Soñaba
que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con
la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el
mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese
cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro
exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le
gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos,
hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto
en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba
a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas
después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un
cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto
real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse
un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y
un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío
-pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de
Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de
quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había
vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
-He
venido al sepelio del rey.
Entonces entraron al cuarto de
José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído,
le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo.
Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron
a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores
amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y
cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que
durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles
amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con
palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Sentada
en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta
contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la
navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se sangré las
espinillas, se corté el labio superior tratando de modelarse un bigote de
pelusas rubias, y después de todo quedó igual que antes, pero el laborioso
proceso le dejé a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado
a envejecer.
-Estás
idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad -dijo-. Ya eres un hombre.
Lo era desde hacía mucho
tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta creyó que aún era un niño y
siguió desnudándose en el baño delante de él, como lo había hecho siempre, como
se acostumbré a hacerlo desde que Pilar Ternera se lo entregó para que acabara
de criarlo. La primera vez que él la vio, lo único que le llamó la atención fue
la profunda depresión entre los senos. Era entonces tan inocente que preguntó
qué le había pasado, y Amaranta fingió excavarse el pecho con la punta de los
dedos y contesté: «Me sacaron tajadas y tajadas y tajadas.» Tiempo después,
cuando ella se restableció del suicidio de Pietro Crespi y volvió a bañarse con
Aureliano José, éste ya no se fijé en la depresión, sino que experimenté un estremecimiento
desconocido ante la visión de los senos espléndidos de pezones morados. Siguió
examinándola, descubriendo palmo a palmo el milagro de su intimidad, y sintió
que su piel se erizaba en la contemplación, como se erizaba la piel de ella al
contacto del agua. Desde muy niño tenía la costumbre de abandonar la hamaca
para amanecer en la cama de Amaranta, cuyo contacto tenía la virtud de disipar
el miedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su
desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su
mosquitero, sino el anhelo de sentir la respiración tibia de Amaranta al
amanecer. Una madrugada, por la época en que ella rechazó al coronel Gerineldo
Márquez, Aureliano José despertó con la sensación de que le faltaba el aire.
Sintió los dedos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos que
buscaban su vientre.
Fingiendo
dormir cambió de posición para eliminar toda dificultad, y entonces sintió la
mano sin la venda negra buceando como un molusco ciego entre las algas de su
ansiedad. Aunque aparentaron ignorar lo que ambos sabían, y lo que cada uno
sabía que el otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por una
complicidad inviolable. Aureliano José no podía conciliar el sueño mientras no
escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura doncella
cuya piel empezaba a entristecer no tenía un instante de sosiego mientras no
sentía deslizarse en el mosquitero aquel sonámbulo que ella había criado, sin
pensar que sería un paliativo para su soledad. Entonces no sólo durmieron
juntos, desnudos, intercambiando caricias agotadoras, sino que se perseguían
por los rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier
hora, en un permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de
ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que entró al granero cuando ellos
empezaban a besarse.
«¿Quieres
mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José. Él
contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de medir la harina para
el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó a Amaranta del delirio. Se
dio cuenta de que había llegado demasiado lejos, de que ya no estaba jugando a
los besitos con un niño, sino chapaleando en una pasión otoñal, peligrosa y sin
porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José, que entonces terminaba su
adiestramiento militar, acabó por admitir la realidad y se fue a dormir al
cuartel. Los sábados iba con los soldados a la tienda de Catarino. Se consolaba
de su abrupta soledad, de su adolescencia prematura, con mujeres olorosas a
flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las convertía en Amaranta
mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.
Poco después empezaron a
recibirse noticias contradictorias de la guerra. Mientras el propio gobierno
admitía los progresos de la rebelión, los oficiales de Macondo tenían informes
confidenciales de la inminencia de una paz negociada. A principios de abril, un
emisario especial se identificó ante el coronel Gerineldo Márquez. Le confirmó
que, en efecto, los dirigentes del partido habían establecido contactos con
jefes rebeldes del interior, y estaban en vísperas de concertar el armisticio a
cambio de tres ministerios para los liberales, una representación minoritaria
en el parlamento y la amnistía general para los rebeldes que depusieran las
armas. El emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel
Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo con los términos del armisticio.
El
coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a cinco de sus mejores hombres y
prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió dentro de la
más estricta reseña. Una semana antes de que se anunciara el acuerdo, y en
medio de una tormenta de rumores contradictorios, el coronel Aureliano Buendía
y diez oficiales de confianza, entre ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron
sigilosamente a Macondo después de la medianoche, dispersaron la guarnición,
enterraron las armas y destruyeron los archivos. Al amanecer habían abandonado
el pueblo con el coronel Gerineldo Márquez y sus cinco oficiales. Fue una
operación tan rápida y confidencial, que Úrsula no se enteró de ella sino a
última hora, cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dormitorio
y murmuró: «Si quiere ver al coronel Aureliano Buendía, asómese ahora mismo a
la puerta.» Úrsula saltó de la cama y salió a la puerta en ropa de dormir, y
apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que abandonaba el pueblo en
medio de una muda polvareda. Sólo al día siguiente se enteró de que Aureliano
José se había ido con su padre.
Diez días después de que un
comunicado conjunto del gobierno y la oposición anunció el término de la
guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel
Aureliano Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal armadas
fueron dispersadas en menos de una semana. Pero en el curso de ese año,
mientras liberales y conservadores trataban de que el país creyera en la
reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a Riohacha
desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a
los catorce liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de quince
días una aduana fronteriza, y desde allí dirigió a la nación un llamado a la
guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres meses en la selva, en
una disparatada tentativa de atravesar más de mil quinientos kilómetros de
territorios vírgenes para proclamar Ja guerra en los suburbios de la capital.
En cierta ocasión estuvo a menos de veinte kilómetros de Macondo, y fue
obligado por las patrullas del gobierno a internarse en las montañas muy cerca
de la región encantada donde su padre encontró muchos años antes el fósil de un
galeón español.
Por esa época murió
Visitación. Se dio el gusto de morirse de muerte natural, después de haber
renunciado a un trono por temor al insomnio, y su última voluntad fue que
desenterraran de debajo de su cama el sueldo ahorrado en más de veinte años, y
se lo mandaran al coronel Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero
Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese dinero, porque en aquellos días se
rumoraba que el coronel Aureliano Buendía había sido muerto en un desembarco
cerca de la capital provincial. El anuncio oficial -el cuarto en menos de dos
años- fue tenido por cierto durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse
de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto
a los anteriores, llegó una noticia insólita. El coronel Aureliano Buendía
estaba vivo, pero aparentemente había desistido de hostigar al gobierno de su
país, y se había sumado al federalismo triunfante en otras repúblicas del
Caribe. Aparecía con nombres distintos cada vez más lejos de su tierra. Después
había de saberse que la idea que entonces lo animaba era la unificación de las
fuerzas federalistas de la América Central, para barrer con los regímenes
conservadores desde Alaska hasta la Patagonia. La primera noticia directa que
Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una carta
arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de Cuba.
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