Gustavo Álvarez Gardeazábal
Tuluá
jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante
años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la
mañana, cuando el reloj de San Bartolomé de las diez y Agobardo Potes haga
quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición
que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas se palpó en la asistencia
a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en
el cementerio.
Quizás tampoco vaya a tener conciencia exacta de lo que va a vivir, porque lleva tantos días y tantas noches acercándose cada vez más al final que mañana, cuando se produzca oficialmente la muerte de su angustia, volverá a sentir por sus calles, por sus entrañas, el mismo terror que sintió la noche del veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y nueve, al oír los cinco balazos que acabaron con la vida de don Rosendo Zapata y le notificaron que los muertos que habían estado encontrando todas las mañanas en las calles, sin papeles de identificación y sin más seña de tortura que un tiro en la nuca, eran también de Tuluá y no de las montañas y veredas, como inútilmente habían querido mostrarlo. Fue el primer muerto oficial, como el de mañana será el último, y aun cuando muchos han querido mostrarlo como el del comienzo de este transitar incierto de Tuluá, sus gentes saben muy bien que no es así porque la noción de muerte que ha llenado sus casas empezó antes de que el nueve de abril la chusma liberal colgara de las cuerdas del campanario a Martín Mejía, quemara el teatro Ángel, saqueara la ferretería de don Lucio y repartiera en el parque Boyacá las cincuenta y seis cajas de aguardiente que había en el estanco.
Martín
Mejía fue el único muerto de ese día y el único muerto conservador de muchos
meses. Aunque jamás se metió en política y la -única vez que supieron de su
conservatismo fue el día que llegó Ospina Pérez y él prestó su carro negro para
entrarlo desde Los Chancos hasta el parque; Tuluá no pudo olvidar en ese día
que él era quien desde hacía doce años venia vendiéndoles con recargo cereales,
abarrotes y paños. Por eso quizás lo colgaron del campanario y le vaciaron
íntegramente su cadena de almacenes. Pero si ese nueve de abril, Tuluá sintió
terror y vio arder las casas y esquinas que más le significaban en su historia
de ciudad antigua, no lo tomó en serio, y una semana después construyó, por
colecta, un mausoleo especial para Martín Mejía y contrató arquitectos para que
las esquinas tradicionales volvieran a ser lo que habían sido por siglos.
De ese viernes nueve de abril, Tuluá no quiso grabarse ningún acto de depravación ni las caras de quienes encabezaban la turba, pero si elogió y convirtió en una leyenda la descabellada acción de León María Lozano cuando se opuso, con tres hombres armados con carabinas sin munición, un taco de dinamita que llevaba en la mano y una noción de poder que nunca más la volvió a perder, a que la turba incendiara el colegio de los salesianos e hiciera con los curas lo mismo que en las otras ciudades y poblados hicieron ese día: que los colgaran de sus partes nobles, les echaran candela a sus sotanas o los hiciesen salir desnudos por las calles. León María Lozano, vendedor de quesos en la galería, lo impidió. Nadie, ni siquiera él, llegó a saber nunca cómo fue capaz de atajar la turba, y si Tuluá y él se preciaron por mucho tiempo de esa acción, fue más bien por el resultado obtenido en comparación con las otras partes donde alcanzó a hacer efectos la rebelión frustrada, y no por lo que en si ella significó como acción valerosa y dramática.
La turba había llegado hasta la esquina de misiá Mercedes Sarmiento. Allí había hecho la última parada antes de decidirse a atacar el colegio. Cuando llegó a ese punto, ya no era la escuálida fila india de desarrapados que había quemado muy a la una y media de la tarde, apenas si media hora después de que la radio gritó que habían matado a Gaitán, el depósito de telas de don Aníbal Lozano y el almacén de imágenes de don Antonio Candamil.
Cuando misiá Mercedes Sarmiento, amparada acaso en su prestigio de liberal, se asomó por la ventana de su balcón y vio casi toda la cuadra llena de liberales conocidos, desarrapados anónimos, teas encendidas, machetes sin afilar, y olió el fuerte anís del aguardiente, supo que la rebelión había tomado forma y que aunque se interpusiera ante la masa energúmena haciéndola valer sus contribuciones al directorio liberal municipal, a la campaña de Gaitán y a la de Turbay, ella ya no podía atajar el fin del colegio donde no solamente se habían educado sus tres hijos mayores sino donde en los osarios de la capilla guardaban los restos de su marido. Cerró el balcón y como no había teléfono que funcionara porque Chepita cerró la central apenas le olió a candela de butaca de teatro, prendió el ramo bendito, el cirio de San Blas y las espermas de Tierra Santa, regó el agua de Lourdes disimuladamente sobre la calle y entonó un trisagio en todo el centro del patio de su casa.
León María Lozano no hizo lo mismo. Apenas vio desde la puerta la turba arrasadora de todo lo que valía en su pueblo aproximándose al colegio, adivinó la intención. Llamó a su cuñado, al que no le hablaba desde cuando se supo en Tuluá que él era padre de dos hijas con doña María Luisa de La Espada mientras que no tenía ninguna con su hermana Agripina, le tocó la puerta a su vecino el cabo Rojas y le gritó por el solar a don Diomedes Sanclemente. Sacó de su armario la escopeta de fisto que le habían dejado empeñada los Torrente de Barragán por la caja de pastillas de cuajo, le gritó a su cuñado que sacara las dos carabinas de cacería y se valió de don Diomedes para que trajera uno de los tacos de dinamita que le habían sobrado de su última guaquearía. Con ellos tres y sus anticuadas armas y él llevando en la mano el taco de dinamita y un pucho encendido en la boca, se midió a la turba en la esquina de la casa de doña Midita de Acosta, en donde empezaba la construcción del colegio. Doña Midita recuerda tan bien esos momentos que cada que le da el ataque, porque oye otra vez el quejido misterioso que le anunció la muerte de su marido en uno de los tantos días de muerte vividos por Tuluá, empieza a recitar, detalle por detalle, las palabras que se cruzaron entre el sacristán de San Bartolomé y el zapatero de la cárcel por un lado y León María y don Diomedes por el otro.
León María y su cuñado estaban en el andén del colegio, don Diomedes en el centro de la calle y el cabo Rojas en el andén de doña Midita. Hasta aquí llegaron, tronó León María por encima del pucho humeante. Compañero, le contestó el zapatero cuando lo vio en arrastraderas, con la correa sin abrochar y la cabeza mostrando que le hacía falta un sombrero. Godo marica, le gritó borracho el sacristán que después de haber servido durante casi un cuarto de siglo al padre Ocampo apareció liberal. Nada más se dijeron, aunque doña Midita recite cada día más cosas en sus caminos de extravió. El padre González, que estaba asomado en una de las ventanas, también asegura que nadie dijo nada más, el zapatero se perdió en las filas interiores de la turba, pero el sacristán alzó la botella, gritó incoherencias incitando al asalto y terminó tirando la botella a los pies a León María. Don Diomedes cargó la escopeta de fisto y el cabo Rojas hizo sonar el clic de la carabina. León María los vio venirse entonces -con una tranquilidad que Tuluá hoy seguramente está recordando-, se sacó el pucho de la boca y encendió la mecha del taco.
Ahí les va, chusma atea. Y salió corriendo para su casa con sus tres compañeros. A misiá Midita, por taparse los oídos, se le olvidaron sus porcelanas de Baviera y al padre González los anteojos. La chusma frenó en seco, los que pudieron devolverse lo hicieron, los que no, salieron despavoridos por las calles laterales. Cuando el taco estalló ya León María estaba muy lejos y los últimos de la turba habían vuelto a la esquina de misiá Mercedes. Se le rompieron las porcelanas de Baviera a doña Midita, los anteojos al padre González y se abrió tal boquete en todo el medio de la calle que por allí, meses después, muchos creyeron que era por donde brotaban los cadáveres que aparecían tirados en las calles de Tuluá todas las madrugadas, puesto que no hubo poder humano capaz de hacerles ver a los trabajadores del municipio que ese hueco existía aunque por allí pasaba todos los días Pedro Bejarano, el chofer del alcalde.
Fue algo así como una condecoración no otorgada a León María Lozano y que sirvió para alentar la leyenda y entonces empezar a decir que un solo hombre, armado con un tabaco y sentado encima de una caja de dinamita, había ido tirando uno a uno los tacos, devolviendo una chusma de casi cinco cuadras que ya había sembrado el pánico y la destrucción.
Doña Midita fue la encargada de empezar a divulgar su versión y a aumentar a cada visita el diálogo que terminó recitando solamente en sus días de desvarió. León María, sin embargo, no fue consciente en los primeros días de lo que había hecho, y aun cuando siguió madrugando para ir a vender en su puesto de la galería, poco a poco se fue dando cuenta que no solamente le compraban más quesos, en algo así como el premio por su labor católica, sino que los muchachitos de las escuelas pasaban por su puesto del costado sur del patio de los plátanos como quien va a mirar las vistas de tipos de la película del teatro.
Eso cambió totalmente su modo de actuar. Desde cuando don Marcial Gardeazábal lo contrató como mensajero de su librería hasta cuando Gertrúdiz Potes le consiguió su puesto de quesos en la galería, él no había dejado de ser el mismo hijo de misiá Obdulia, la esposa de don Benito Lozano, el contador de los ferrocarriles. No pasó del cuarto de primaria porque los ferrocarriles no sólo no pagaban bien el trabajo de su padre, sino que le apuntaron una infección en el ojo por un sucio del tren que le cayó un día, y que finalmente le pasó al otro hasta dejarlo ciego, obligándolo a retirarse de la contaduría y a vivir de lo que su mujer alcanzaba a coser en la Singer vieja que compró a plazos donde don Godofredo Gómez. Por eso fue que se colocó en la librería de don Marcial como mensajero.
Todavía los liberales colocaban conservadores y los conservadores trabajaban con liberales. Primero empezó haciendo mandados, después cobrando las cuentas de la tipografía que don Marcial tuvo que poner porque en Tuluá nunca, ni siquiera en los días de violencia en que todos tenían que encerrarse en sus casas a las seis de la tarde, se han vendido libros en demasía. Años más tarde, León María, que ya iba llegando a los quince, terminó de dependiente principal de la librería y aunque no sabía leer mucho le correspondía abrirla los domingos mientras don Marcial iba con su mujer y sus nueve hijos a la misa de once en San Bartolomé. Fue por esos días que le correspondió ser testigo de la llegada de Yolanda Arbeláez, la hija de los de La Esmeralda.
No haría diez minutos que Agobardo Potes había repicado por última vez desde San Bartolomé para la misa de once cuando León María alcanzó a oír, en el silencio profundo que los pueblos escogen como decoración todos los domingos, el trote acelerado de una bestia. Primero se imaginó que era un borracho y hasta alcanzó a pensar, cuando se dio cuenta de la soledad del pueblo, que podría ser uno de los jinetes del apocalipsis que desde hacía días dizque andaba perdido por las montañas de Barragán, pero cuando salió a la puerta a ver por qué calle venia y miró para la entrada de La Rivera y vio una tea encendida sobre una bestia que galopaba hacía el parque, se santiguó dos veces, miró el cielo -esperando síntoma de lo que hablaba la escritura- y entró a protegerse entre los libros. Sólo cuando como una exhalación pasó la llama sobre la mula y en vez de la guadaña del jinete del apocalipsis se oyó un quejido de muerte, él salió otra vez a la puerta y vio lo que podía ser una niña entre las formas de las llamas que ya la consumían totalmente mientras la mula trataba de botarla, parada en el andén del atrio de San Bartolomé. Cogió uno de los cartones viejos en que llegaba el papel del Canadá y abandonando su puesto se abalanzó a tratar de apagarle la muerte a la que resultó ser la hija de los Arbeláez de La Esmeralda, los únicos conservadores que quedaban en la montaña de La Rivera.
Cuando cayó sobre ella ya el padre Ocampo había interrumpido la misa y con la botija del agua bendita trataba de hacer lo mismo que León María pretendía con los cartones viejos. Al fin ninguno de los dos pudo hacer algo porque don Carlos Materón, más previsivo, había roto el hidrante que le pusieron en la esquina y todos los de la misa que habían salido atraídos por el quejido lastimero aventaron el agua con las manos al achicharrado cuerpo de Yolanda Arbeláez.
El padre Ocampo le dio las últimas bendiciones y en una de las bancas de la iglesia, envuelta en las sábanas de la casa cural, acabó de gemir la última víctima de la matanza de La Esmeralda, donde murieron no solamente sus padres y sus tres hermanos mayores, sino cinco de los peones, cuarenta y nueve gallinas, dos vacas y un perro.
León María se quedó mirándola morir y cuando vio que ella ya no gemía y que de su carne y de su pelo sólo quedaba una masa informe y que de la mula apenas si se veían pedazos de carne viva, volvió a la librería, se sentó en la silla de don Marcial y esperó el momento en que el ataque de asma le empezara. Así era siempre que tenía una dificultad. Comenzaba a silbar con sus pulmones, a caminar enloquecido por la casa, a abrir desproporcionada-mente la boca y a esperar el momento en que ese desafío de la vida terminara.
La mañana del domingo de la muerte de Yolanda Arbeláez le duró más de lo previsto porque cuando don Marcial volvió y lo encontró con los brazos en cruz caminando por entre pasadizos de libros, él todavía silbaba sin querer, espantando hasta las polillas de sus más recónditos escondrijos entre las pastas de los libros de la colección Bruguera. Fue después de ese ataque que él empezó a usar el fuelle de cuero para cada ocasión que lo necesitaba. Se lo regaló don Marcial, conmovido del espectáculo que su empleado le representaba con los brazos abiertos buscando un aire que no parecía llegarle desde muchas generaciones anteriores. Sin embargo, no lo cargó nunca entre sus cosas, sino que lo mantuvo encima de la repisa de su casa, primero donde misiá Obdulia, donde vivió hasta que conoció a María Luisa de La Espada y después en la que tenía en la entrada de su casa en seguida de los salesianos. Como el ataque no le daba sin antes anunciarse con una depresión en lo profundo del pecho, un vacío de vida y un deseo de muerte, no tuvo necesidad ni de cargarlo ni de tenerlo en su puesto de quesos de las galerías, a donde llegó por los días en que misiá Obdulia se quedó viuda y él tuvo no sólo que ayudar a enterrar a su ciego, sino tomarse la responsabilidad que aun desde su silla de impedido para la visión siempre llevó el contador de los ferrocarriles.
No alcanzó a trabajar siete años con don
Marcial, mucho menos a leerse cuatro libros en todo ese tiempo porque a don
Benito también le llegó la hora.
Una mañana llegó a su casa antes de las doce (hora exacta en que siempre iba llegando con el periódico bajo el brazo a sentarse en la silla al lado de su padre para leerle en voz alta lo que el viejo ya no podía), sintiendo el vacío de muerte que le anunciaba el próximo ataque de asma. Fue la primera y única vez que lo confundió. Cuando llegó dispuesto a pararse en medio del patio a echarse viento con el fuelle, se encontró con que el vacío de muerte que había sentido era el mismo que su padre vivía.
Misiá Obdulia no había llegado todavía de coser en casa de una de sus clientas y aun cuando ya la habían mandado llamar, su marido ciego boqueaba solo en la silla donde, ajeno quizás al transcurrir de la vida, había pasado sus últimos seis años de redención terrena. León María lo pasó como pudo hasta la cama, mandó llamar al padre González y él mismo empezó a recitar en el oído de su padre las oraciones de la buena muerte. Su voz gangosa que retumbó en Tuluá por muchísimos años desde el puesto fijo del Happy Bar que tomó como cuartel general de sus andanzas, se oyó ese mediodía en toda la casa de don Benito Lozano. Cuando mis ojos oscurecidos y aterrados por la cercanía de la muerte dirijan a Vos sus miradas lánguidas y moribundas, Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Misiá Obdulia rezaba los mil Jesuses y Josefina Jaramillo quemaba ramos benditos en el patio. A las dos de la tarde sin emitir un quejido en su agonía y apenas tratando de abrir inútilmente sus ojos cerrados desde mucho atrás, Benito Lozano, ex-contador de los ferrocarriles, hablando en un murmullo, dejó de sufrir.
León María, que estuvo toda la agonía junto a su cabecera después de que terminó el rezo de la buena muerte y entonó la oración final por aquel que de entre nosotros haya de morir primero, rompió en lamentos incoherentes. No podía olvidar los gestos rítmicos de su padre tratando de abrir los ojos en el último momento. Cuando lo vio boquear lentamente agotando el aire que quedaba, trató de ponerle también el fuelle que a él le renovaba la vida, pero se dio cuenta que lo de su padre era mucho peor. Salió de la pieza y al día siguiente del entierro, recordando todavía el gesto rítmico del agonizante -como habría de recordarlo toda la vida en determinados momentos-, entró a la casa de la señorita Gertrúdiz Potes. Don Marcial lo había mandado allá porque le había querido ser muy franco. Estaba imposibilitado de pagarle más de lo que le venía pagando desde cuando lo ascendió a dependiente oficial porque ni los libros se vendían ni las editoriales dejaban de cobrar cumplidamente cada seis meses.
Olía a la cebolla condimentada a que siempre ha olido la casa de la señorita Gertrúdiz cuando entró tapándose las narices por la puerta del taller de la joyería. En el mismo puesto de la mesa tapada con un gobelino verde desteñido, desde donde se hicieron los panfletos más atrevidos contra su devastadora acción, León María oyó a la señorita Gertrúdiz plantearle la posibilidad de falsificar su tarjeta de identidad, conseguirse una cédula electoral e irse a presentar ante el alcalde para que lo inscribiera como candidato al puesto de la venta de quesos en la galería que iban a inaugurar.
Fue el primero y quizás también el único documento que León María falsificó en su vida aun cuando tuvo todo el derecho y toda la opción para haber falsificado desde una fe de bautismo hasta un decreto de estado de sitio. Fue hasta Buga con una partida de bautismo que le arregló el sacristán de San Bartolomé, el mismo que años después lo aria famoso por quebrarle una botella a los pies el nueve de abril, y logró una cédula electoral como conservador.
La señorita Gertrúdiz, cuando se la vio, no solamente se rió con la carcajada que las Becerra siempre consideraron vulgar, sino que le cogió un cariño especial por más conservador que fuera el hijo de misiá Obdulia. Llamó esa noche a comer al alcalde, otro liberal cerrado como ella, y de frente, sin dar ningún rodeo, asentando sus golpes de mando con el bastón de plata que siempre la ha acompañado, casi que le ordenó entregarle el puesto de la venta de quesos al hijo del finado, don Benito Lozano, ex contador de los ferrocarriles.
Así y todo tuvo que esperar casi dos meses porque la galería no la pudieron inaugurar el día que estaba lista y previsto porque el gobernador no pudo venir. Cuando por fin llegó, en su carroza negra, regando sonrisas como en tiempo de campaña electoral y el padre Ocampo vació casi integro todo el contenido de su botija de agua bendita recorriendo los corredores de la galería, antes de que la mugre la bautizara realmente, León María Lozano ya había cambiado su indumentaria de vendedor de libros por un delantal blanco, un cuchillo de mano para partir hojas de plátano y un asiento de madera alto que le servía también de caja fuerte. El primer queso que puso a la venta se lo llevó esa noche a la señorita Gertrúdiz. El siguiente lunes le envió un cuajo completo a don Marcial, empezando así una costumbre de gratitud que no interrumpió ni en los momentos más altos de su vida, cuando estuvo muy alejado de la venta de la galería.
Fue precisamente por esos días que conoció a Agripina Salgado y empezó a tener relaciones con María Luisa de La Espada. A la primera la adoptó como su meta desde el día que ella fue al novenario de don Benito. Se quedó mirándola desde que entró y trató de acomodar su siempre crecida humanidad en uno de los asientos de la sala. Al tercer día supo que era la hija de doña Maríaengracia, la secretaria de los ferrocarriles. Apenas terminó el novenario comenzaron a verlo salir con ella muy de seguido en la casa de María Luisa de La Espada. Por lo primero dijeron tanto e imaginaron tanto que terminaron por casarlos. De lo segundo no se dieron por aludidos aun cuando María Luisa de La Espada tenía su casa a cuatro cuadras del parque, y él no dejaba de entrar a su casa todos los días después de que cerraban la galería a las cuatro de la tarde. Tenía una figura de puta grande, caminado de camello dromedario y unas alhajas de fantasía que hacían más ruido que adorno. Sin embargo, por más que León María entró cada que pudo a su casa, nadie acusó nunca a María Luisa de La Espada de alguna indiscreción.
Herederas de una historia de mito, guardaban, ella y su hermana, baúles que muchos quisieron siempre conocer, pergaminos, charreteras y uniformes viejos que cubrían y recubrían casi a diario con toneladas de naftalina, pero que la tradición de su familia impedía desenrollar. Guardianes fieles, María Luisa y su hermana, prefirieron morirse cuidando sus baúles a tener que abandonar su compromiso ancestral. Por eso quizás María Luisa de La Espada prefirió tener hijos sin casarse, mancillando la pulcritud y honorabilidad de su familia, dueña a más de una historia, de miles de atributos de buena gente, de parentescos con obispos, ministros y presidentes, y sobre todo heredera única de las legendarias tierras del lago Calima.
Cuando León María, respaldado por lo crecido de sus ventas, le sugirió, una tarde de esas en que siempre terminó a su lado, la posibilidad de casarse, eliminando de plano la amistad que ya todo Tuluá le pregonaba con Agripina, ella, acaso sumisa por qué sabe nexo inviolable de familia a esos baúles, le explicó muy claramente que no lo podría hacer si antes su hermana no se casaba. León María se nutrió de ira, de ínfulas extrañas y terminó con ella en la cama grande que siempre le dijeron había pertenecido a la primera María Luisa, la poseedora del tesoro del indio Calima. Desde allí empezó para los dos una amistad de siete años y nueve meses exactos, cuando la segunda de las hijas se atracó en el vientre de su madre y la desangró por completo, dejándolo a él padre de dos niñas sin crecer que tuvo finalmente que llevar una tarde de agosto a casa de Agripina.
Pero aunque Tuluá pudo haber explotado por mucho tiempo esa amistad pecaminosa, porque María Luisa de La Espada no sólo salió con prominente barriga a misa de once los domingos, sino que se pavoneó por toda la calle Sarmiento cada que necesitó comprar algo para el ajuar de sus criaturas, Tuluá estaba más ocupado pensando en la necesidad de hacer casar al hijo de don Benito Lozano con Agripina Salgado, la hija de la secretaria del ferrocarril. Por eso seguramente perdonó todo lo que vio, oyó y sospechó desde cuando ella hizo notorio que estaba esperando su primera hija y él no se afanó por negar sus visitas. Demoró, eso sí, su matrimonio con Agripina porque ella resultó no ser solamente la niña buena que iba al novenario.
Manejó todo el noviazgo como si se tratara de un negocio en el que iría a invertir su único capital, se negó por más de dieciocho meses consecutivos a que León María le cogiera de mano y esperó hasta el día de su tan cacareado matrimonio para dejarse besar.
Sin embargo, León María no estaba muy distante de esa misma posición de puritanismo religioso. Toda la vida Tuluá lo conoció, aun antes de impedir la quema del colegio salesiano, como uno de los más piadosos varones de la parroquia. No había primer viernes que no se le viera arrodillado en el confesionario del padre Leguizamón y comulgando recogidamente en la misa de seis. Cuando había necesidad de una obra para la iglesia o para cualquiera de las comunidades que en Tuluá fueron llegando una por año hasta llenar el cielo azul de iglesitas pequeñas, con torres que apenas si salían por encima de los techos y campanitas tímidas que tocaban todas las mañanas, León María Lozano era el primero en organizar bazares, piñatas, paseos y hasta festivales con venta de empanadas y salpicón.
Defensor ciego de la Iglesia, nunca permitió una chanza ni una ofensa, por más velada que ella fuese, contra el padre Ocampo ni contra ninguno de los siete curas que había en Tuluá. Por eso cuando los salesianos llegaron y empezaron a construir el colegio en cercanías de su casa, él fue el primero en ir a saludarlos y el primero en ofrecerle a misiá Flora Plaza, la diminuta y enigmática señora que los había traído desafiando dichos y opiniones, toda colaboración para que la comunidad pudiera instalarse. Le trajo las guaduas para la caseta que misiá María Cardona utilizó todos los sábados en la venta de las empanadas para allegar fondos de la cofradía y muchas veces llegó hasta a darle manivela al fogón de carbón los sábados por la noche.
Los días que no pudo, porque su asma le
recrudecía casi todas las tardes, enviaba alguno de los ayudantes de su venta
de la galería para que lo hiciera. A lo que si no faltó nunca fue a la misa de
seis donde los salesianos. Aun en los días más difíciles de su vida de Tuluá, y
cuando ya todo el mundo lo reconocía como el que era, misiá María Cardona y
Josefina Jaramillo, clientas eternas de la misa de seis, lo vieron llegar
envuelto en su ruana gris y con el sombrero en la mano.
Como nunca salió de Tuluá, ni siquiera para ir a recibir la condecoración que el gobierno le entregó después de los hechos siniestros del queso envenenado, y como tampoco cambió de casa desde cuando se casó con Agripina, siempre fue fácil verlo llegar muy a las seis a la misa de los salesianos. De tal manera pues que cuando Agripina se negó a casarse y a dejarse tocar de su novio, León María sólo estaba viviendo una repetición aumentada de su vida de católico ejemplar por más que tuviera relaciones maritales con quien no era su mujer. Por eso no le hizo mella el puritanismo de Agripina y quizás tampoco lo que Tuluá dijo después de que pasaron diez años de su matrimonio y él, desesperado de estar cuidando a control remoto las dos hijas que le dejó María Luisa de La Espada, apareció con ellas una tarde que Agripina estaba haciéndose los emplastos de romero caliente para ver si podía ser fértil alguna vez en la vida.
León María entró a la pieza, le cogió uno de los emplastos que tenía puesto, lo echó en la olla donde tenía los otros y salió con ellos a tirarlos a la mitad del patio. Después abrió la puerta del cuarto y entró con las dos niñitas.
Agripina ni protestó ni dijo una palabra. Sonrió al darse cuenta que la más pequeña tenía la misma nariz redonda de su padre, la que ella besaba con desespero en las noches que decidía correr nuevamente el riesgo de quedar preñada. Ella sabía muy bien de las niñitas desde el día que María Luisa de La Espada murió y él llegó anegado en llanto a la casa. Tampoco ese día le dijo nada y más bien le preparó un agua de toronjil para que se calmara. Sin embargo, nunca se reconocieron el detalle y aun cuando él insistió más de una vez en contárselo, ella, apenas sospechaba por dónde iba la conversación, se levantaba de la cama o resultaba con mucho sueño. Sólo el día que entró con las dos niñitas permaneció en la cama, conservando por última vez el calor de los emplastos de romero que jamás le dieron la posibilidad de tener un hijo, pero si le dejaron unas manchas inmensas que debe hoy estarse viendo ella, recordando a su León María.
Volviéronse tan pendientes el uno del otro, desde los días primeros del noviazgo, que nadie pudo creer que ella no sabía lo de María Luisa de La Espada la mañana de diciembre que entró, toda de blanco, a casarse por fin con el novio de casi nueve años. No fue ella precisamente la que accedió al matrimonio, porque se consideraba incapaz de decidir, sino su confesor espiritual, al que apelaron León María y las señoras bien de Tuluá que no podían concebir cómo el más católico de los hombres de la parroquia, el más trabajador y el más responsable, no tenía una mujer que lo sacara por fin de las manos pecaminosas de la Espada, la que por esos días estaba esperando la hija que la mataría.
El hermano de Agripina se opuso con todo lo que tuvo a su alcance cuando vio al padre Ovidio conversando con su hermana. Dijo que no iría al matrimonio, que no la entraría a la iglesia, que si era el caso demandaba a León María por perjuicios, y hasta, fue a dar a la casa de María Luisa de La Espada...
Ella lo recibió como si fuera un visitante más de los muchos que pudieron pasar por la casa de sus padres, lo hizo sentar en una de las sillas de la sala de los baúles y en medio del pesado olor de naftalina le dijo que ojalá Agripina se casara con León María porque él no merecía estarse toda la vida esperando a que ella se decidiera. Que sentía mucho no poderle dar el poder judicial que él le había pedido para exigir paternidad en el caso de sus hijas, pero que ya él las había reconocido en documento público antes de nacer. Entonces volvió donde Agripina y le dijo muy claro: voy a vivir en todo el frente de tu casa, pero jamás le cruzaré palabra a ese bellaco. Y cumplió la promesa. Ni siquiera el día que atajaron la chusma que iba a quemar el colegio de los salesianos le dirigió la palabra aun cuando le obedeció hasta lo más mínimo.
Hoy debe estar dándose golpes de pecho porque el arrepentimiento ha sido siempre su característica. El día que Agripina se casó, también se los dio y hasta alcanzó a cubrirse de ceniza imitando a los penitentes de la Escritura, libro en el que se había hecho un erudito a costa de mucho tiempo. No fue capaz de hablarle a León María ni de pedirle perdón a su hermana. Vivió en silencio frente a la casa de ellos acomodando el horario para no encontrarse con el vendedor de quesos de la galería que apenas si sabía que la Sagrada Escritura existía.
Agripina casi que lo desconoció porque entró sola a la iglesia causando el descontrol de las señoras que habían ido a curiosear el matrimonio. Eran las cinco de la mañana del ocho de diciembre. León María no había invitado sino a don Marcial y su señora, a la señorita Gertrúdiz Potes y a doña María Cardona, la viuda del doctor González, el jefe político conservador de Tuluá al que León María nunca conoció, pero por el que guardó una de las más hondas admiraciones hasta el punto de presidir su sala un inmenso retrato del senador González, cuando fue elegido presidente del senado. Los tres invitados fueron, por más de que el madrugón era molesto. Don Marcial se sonrojó cuando vio entrar a Agripina sola por todo el medio de la capilla de María Auxiliadora.
No se perdonó el detalle y aunque no lo reconoció públicamente ese día, alguna vez que León María entró a su librería en la época en que ya la política los había distanciado y no sabían de qué hablar, él se lo dijo. Agripina no tenía más hermanos y su mamá había muerto por los mismos años de don Benito. Sus tías vivían muy lejos para llamarlas a un matrimonio que durante nueve años las había tenido esperando. Cuando se dio cuenta esa madrugada que su hermano ni la luz había prendido y que era verdad que no la acompañaría a la iglesia, no tuvo más que arreglarse ante un espejo y llamar a su sirvienta para que le pusiera el manto. Quizás por esa soledad de siempre estuvo ciegamente enamorada de León María hasta perdonarle no solamente las salidas a donde María Luisa de La España, sino recibirle con cariño el par de huerfanitas.
La hermana de María Luisa había decidido no cuidar más de las niñitas porque no le quedaba tiempo para cuidar los baúles. León María le impidió, con miles de disculpas y entretenciones, tomar la decisión en dos meses, pero cuando notó que sus hijas estaban perdiendo peso y aparecían sucias, decidió correr el riesgo y aparecer con ellas donde Agripina.
Doña Midita de Acosta recita muy bien el momento en que las dos niñitas fueron a misa de once con Agripina, vestidas con batas de organza rosada y caperuzas de terciopelo. Todo Tuluá se conmovió ese día porque los que salieron de la misa de once lo comentaron en todas las esquinas de tal manera que cuando la noticia llegó a los almuerzos dominicales ya iba tan románticamente transformada que muchas señoras admitieron tratar por vez primera frente a sus maridos los problemas de las sucursales del hogar.
León María sintió tanto orgullo de sus hijas desde ese día que, cuando empezaron los rumores en Tuluá sobre sus actuaciones, y ellas no habían llegado todavía a los quince, recogió como pudo sus ahorros y economizó hasta el último centavo para enviarlas internas a Manizales con una beca oficial que le consiguieron sus amigos políticos, a ruego de Agripina, porque él jamás quiso recibir un centavo por la fidelidad a los principios del partido conservador. Los mejores vestidos los encargó para sus hijas, y no alcanzó a verlas casadas porque todo se precipitó de tal manera que el internado se les prolongó más de lo previsto y él consiguió siempre que las vacaciones las pasaran en los termales de Santa Rosa, a donde él iba todos los fines de semana para estar con ellas.
Quizás por ellas fue la única vez que estuvo a punto de emplear un arma contra alguien. Había salido de la galería para el banco cuando lo paró uno de los Torrentes, vendedores de queso en Barragán, y en medio de su borrachera le gritó algo que quizás venía guardado desde el día que León María no le quiso volver a comprar más quesos porque le había incumplido un contrato. Que si sus hijas eran tratadas igual que los quesos, como que fue lo que le dijo. No resistió, se buscó entre sus bolsillos el cuchillo de partir las hojas de plátano y si no es porque cuando lo afiló apareció como ángel providencial don Julio Caicedo Palau y se lo arrebató antes de que entrara en las carnes del borracho, seguramente que León María no habría podido hacer lo que hizo porque habría estado en la cárcel pagando su condena.
Desde ese día dejó de cargar cualquier arma y aunque jamás había disparado alguna, nunca se le vio ni cargando ni manejando una. Ni siquiera en los días en que todo Tuluá creyó que él andaría adornado con ellas, fue capaz de usarlas. Ese día le comenzó también un ataque de asma que casi no le para once días después, cuando se postró de rodillas ante la imagen de San Blas con los brazos en cruz y volvió a sentir la misma picada fuerte que le dio el día del cuchillo y que le hizo creer que de verdad le había llegado la hora, pronosticada tiempo atrás por el lego de Palmira el día que su padre lo llevó porque le dieron la primera serie de ataques.
Desde que tenía siete años comenzó su martirio. Primero no supo cuándo le daba porque le empezaba en las madrugadas y él sólo se despertaba al no poder materialmente respirar. Don Benito se lo atribuyó a una gripe mal cuidada, pero cuando lo llevó a donde el médico de los ferrocarriles y le dijo que eso podía ser hereditario o nervioso, se decidió a buscarle la causa. Conversó con todos los viejos de Tuluá que le pudieran decir algo de sus abuelos, pero como ninguno resultó acordándose de ataques de asma en su familia, decidió que podía ser la oscuridad de la pieza y le mandó abrir una ventana para que a León María no le diera miedo. Como los ataques siguieron, don Benito cambió de táctica. León María fue a dormir a la pieza del matrimonio y ellos vinieron a dormir a la del niño. El caso resultó igual. Por esos días se terminaron los exámenes del colegio a donde lo había entrado ese año y decidió mandarlo a pasar unos días en Santa Lucia, por los lados de la tierra fría, donde don Álvaro Cruz, uno de sus amigos, tenía una finca para pasar vacaciones con su familia.
En ninguna de las cartas semanales que le mandó, los dos meses y medio que estuvo allá, León María sufrió un ataque y entonces don Benito consideró que seguramente la falta de cambio de clima era la causa de los ataques de su hijo, y como hasta diciembre de ese año el niño no volvió a sufrir ninguno, la opinión predominó por muchos días. Sólo cuando los ataques de asma se hicieron ya inevitables y traumáticos para toda la familia y no sirvió veraneo para suprimirlos, León María fue llevado a donde el lego de Palmira.
Tenía nueve años, y le causó tal impresión la manera como el lego lo examinó a través de su lupa que esa misma noche le dio un ataque de asma tan impresionante que hubo que sacarlo a la mitad del patio para que no fuera a ahogarse en la pieza oscura a la que su padre lo había vuelto a trastear.
La cita la pidió don Benito con un mes
de anticipación, la clientela del lego de los agustinos era tanta que de otra
forma no se podía lograr su consulta. Madrugó con el niño, al que le hizo poner
el vestido del uniforme del colegio aunque fuera de paño negro y cuando dieron
las doce, y ellos seguían haciendo cola después de haberse bajado sucios del
polvo del bus que los llevó de Tuluá a Palmira, le empezó a picar tanto que se
tuvo que quitar el saco antes de que le volviera a dar el ataque.
A las dos y cuarto los recibió el lego. Se quedó mirándolo con la lupa grande, la puso en el ojo y empezó a decirle todo lo que había sufrido desde cuando salió del vientre de misiá Obdulia.
Que le había dado tos ferina, que cuando
tenía seis meses se había caído y golpeado una oreja, que el sarampión le había
dado a los tres años, que el estómago le dolía después de que comía dulce de
pera, que el pie derecho se le volteaba cuando iba caminando, y don Benito
diciendo que sí y León María oyendo todo lo que había tenido y no había sabido.
Después cambió de ojo la lupa y empezó a hablar con León María. No tenía
ninguna enfermedad en los riñones ni mucho menos en los pulmones. Los ataques
de asma -y ninguno de los dos había hablado a qué venían- le daban por muchas
causas.
Los invitó a sentarse y con el mismo tono que debió haber puesto la virgen de Fátima cuando se les apareció a Lucia y sus hermanas, el lego empezó a decirle todo lo que le iba a pasar en la vida por culpa del asma y a detallarle minuto a minuto el día que sentiría por última vez el dolor que lo mataría. Que iba a sentir un dolor muy fuerte en la sien y se tendría que ir a acostar, que cuando lo hiciera no resistiría la cama porque el ataque de asma le empezaría y entonces saldría a la calle a pasearse para ver si le pasaría. Que en ese momento y no en otro le llegaría la muerte.
Lo dijo con tal tono que el niño quedó tan terriblemente impresionado que muchos años más tarde no sabía si cuando el ataque le comenzaba él corría para la casa para no encontrarse en la calle o porque tenía allá el fuelle con el que se ayudaba a salir de él. Y cuando le daba en la casa, salía solamente al patio aun cuando en muchas veces el aire que allí recibía parecía que no le alcanzara.
Jamás salió a la calle a ventearse el asma. Siempre la vivió en las piezas de su casa. Sin embargo, el día que quiso matar al que lo había insultado por sus hijas y don Julio se lo impidió, sintió que ahí si le había llegado la hora. El dolor no fue exactamente en la sien como le había dicho el lego, pero era tan fuerte que hasta allá lo sintió. Se hizo llevar a la casa y se acostó en su cama a esperar el momento en que le diera el ataque de asma para salir a la calle a morirse, pero el ataque no le dio hasta tres horas después, cuando ya había cerrado con doble llave y tranca la puerta de la casa y tuvo necesariamente que ventearlo en el patio.
Once días seguidos estuvo así, empeorando cada día más mientras Agripina le hacía quemar sahumerios, ramos benditos y hojas de romero para purificar el aire. No durmió ni comió nada sólido, se alimentó a base de agua de azúcar y té con limón. Al tercer día ya estaba viendo las muecas de su padre al morirse y al quinto el jinete del apocalipsis que había cambiado por Yolanda Arbeláez el domingo de la masacre de La Esmeralda. Al sexto pareció recuperarse después de que llegó de misa de seis. Hasta intentó irse al puesto de la galería cuando se sintió tan bien.
No pudo. Al repicar Agobardo Potes para el rezo de la santa hora, León María Lozano estaba otra vez desesperado corriendo por el patio de su casa buscando entre los resquicios el aire que sus pulmones se negaban a darle. Esa noche no sólo vio al jinete del apocalipsis, sino que recordó al lego y le habló inconexamente a su Agripina. Le subió la fiebre y deliró por más de dos horas de tal manera que cuando el padre González le dio la absolución in articulo mortis y le puso los santos óleos en la madrugada, no pudo ni rezar el señor mío Jesucristo.
Agripina alcanzó a despertar las niñas y mandó llamar a Carmelita Lozano, la única prima que tenía León María. El doctor Cardona llegó a las cuatro de la mañana y le puso una inyección de morfina porque parecía tan profundo el dolor que León María sentía en el pecho que estuvieron por creer que ya no era sólo el asma sino un infarto. A las cinco volvió el padre González y como ya León María ni se quejaba y el pulso se le estaba perdiendo, comenzó con las oraciones de los moribundos.
Agripina vio aguarse sus ojos tranquilos desde hacía muchos siglos y Carmelita sentir la comezón de la familia, pero León María no se murió. A las seis y media, como manejado telepáticamente, fue levantándose. Se lavó la cara y ante el asombro de misiá María Cardona y de Josefina Jaramillo, que extrañadas de no verlo llegar a las seis ya habían averiguado de su agonía, fue entrando a la capilla de María Auxiliadora a oír la misa a la que no faltó ni siquiera ese día.
Los días siguientes no fueron peores pero tampoco mejores. La madrugada siempre lo cogía ahogado y tomando agua de azúcar. Al décimo día Carmelita le trajo las velas de San Blas y él no supo qué hacer con ellas de lo alcanzado que estaba. Sólo a la mañana siguiente, cuando se convenció de que las dos largas cosas blancas que estaban toda la noche encima del armario de su pieza no eran las guadañas del jinete del apocalipsis, sacó ánimos y fue a la misa de seis con ellas. Se hincó ante la imagen de San Blas y sintió el dolor tremendo aquél que le recordó el lego. Agripina, que lo había visto tan mal, lo había seguido a la iglesia y pudo recogerlo desmadejado. Lo recostó a una banca y esperó que él mismo pudiera levantarse. Cuando lo hizo, todo ahogo había desaparecido y San Blas se había ganado un devoto más, aunque la devoción no le duró sino tres meses, los que duró sin que le diera el ataque.
Cuando le repitió no fue por su hijas. Ellas siguieron siendo su adoración hasta el último día que Tuluá lo vio desfilar por sus calles con sombrero gris, caminado de armadillo y voz gangosa. Las llegó a querer tanto que no le permitió nunca a Amapola, la mayor, que se le arrimara algún hombre. Y el día que Poncho Rentaría lo hizo y logró hacerle saber a Tuluá por intermedio de la lengua viperina de la María Luisa Sierra del parque Boyacá, ni Poncho lo olvida ni Tuluá paró de reírse.
Como no lo dejaban arrimar a la casa y Luzmila, la negra grande, iba todos los días por ella al colegio de las madres franciscanas aunque ya estuviera cerca de cumplir los quince años, se las ideó para verla en las veladas del colegio, en la venta de las empanadas los sábados y de vez en cuando en la misa de once de los domingos o antes de ella, en la tolda del bazar de misiá Inés Isaza...
Se valía de Carmelita Lozano, de la señora del doctor Peláez y hasta del padre González para hacerle llegar los estruendosos regalos que invariable-mente León María tiraba por la puerta, a la mitad de la calle, el día que los veía colocados en alguna parte de su casa. Se conocía íntegramente todo lo que sus hijas tenían porque nunca les faltó nada aunque él tuviera que endeudarse. Sabía dónde estaban las muñecas, cuál era la nueva, cuál la vieja, cuál la que le había regalado misiá María Cardona el día de la primera comunión, de modo que cuando Poncho Rentaría le regaló la primera muñeca -era una Jacinta de yeso-, trenzas de doble moño vestido de tafetán y que al voltearla chillaba algo parecido a mamá, León María la cogió de una pierna y dando alaridos abrió la puerta de su casa y a la mitad de la calle fue a dar la Jacinta.
Todavía no sabía quién se la había regalado, pero sospechaba que había sido Carmelita la que se la había traído porque Agripina le había dicho que era la única persona que le había ido a hacer visita ese día, y él exigía siempre un informe perfecto, detallado hasta lo mínimo, de con quién se había visto su Agripina. Se dedicó a buscar quién le había mandado a regalar la muñeca y como Amapola se rió hasta no más de la actitud de su padre quizás para negarse a darle importancia al regalo y evitar que su padre la descubriera, él tuvo que apelar a otros medios, no importara que fueran poco comunes.
Cuando llegó el segundo regalo -que se lo recibió Agripina personalmente en la puerta a la hermana de Poncho Rentaría, la que se fue a vivir ahora con el hijo de misiá Eulalia-, ya León María sabía quién era el enamorado de Amapola. María Luisa Sierra, con esa risa tonta que la caracterizaba desde el día en que su tío el padre Ocampo la dejó encargada del despacho parroquial para ver si así podía casarla, se lo contó una mañana que él fue a arreglar lo de la tumba de don Benito.
No dijo nada, sonrió a carcajadas cuando la voz simplona de la sobrina del cura casi que le cantó en fa menor "conque muy enamorada anda la Amapola del Poncho Rentaría, ¿no?", y siguió conversando como si ya supiera de lo que le hablaban y estuviera totalmente oficializado el compromiso. Pero cuando llegó a su casa y encontró el jarrón de porcelana que la hermana de Poncho le había entregado a Agripina, no esperó ni siquiera a que Amapola volviera, sino que cogió el paquete y con todo el sol del mediodía, rezongando solo y sin saludar a ninguno de los que se encontró, bajó por toda la calle de los salesianos hasta que llegó a la esquina de don Chepe Raspado y volteó a buscar la casa de los Rentaría.
Le abrió don Gumersindo, envuelto todavía en un pijama tricolor. León María le hizo una venia de esas que hacía solamente cuando tenía que retirarse de una reunión porque estaban hablando mal de su partido conservador, y le preguntó con su voz gangosa si su hijo Alfonso estaba. Don Gumersindo lo miró de arriba abajo como si estuviera frente a una de las esclavas del harén que le descubrieron en las selvas del Vaupés y por el que tuvo que pagar no sólo toda su propiedad cauchera, sino también tres años de cárcel por trata de blancas, y él dijo que no tenía ningún hijo que se llamara Alfonso. Pero cuando León María se quitó el sombrero y le mostró el paquete, don Gumersindo pareció acordarse, y con otro grito igual al que León María le pegó ahí mismo a Poncho cuando le entregó el jarrón, rebuznó don Gumersindo: ¡ahhh... Poncho!
¡Ah ... !, también dijo Poncho cuando lo vio en la puerta de su casa. Don León, cuánto gusto, dizque alcanzó a decir, dice doña Midita de Acosta en una de sus recitaciones lunares porque a ella se lo contó Magola Jaramillo, que vivía al frente y desde la ventana de su casa lo vio todo. Al final, don Gumersindo había sacado una cauchera prehistórica para defender a su hijo que yacía en el suelo con el jarrón vuelto añicos dentro de la caja que había aporreado su cabeza y León María corría calle de los salesianos arriba, huyéndole a la quebrazón de huevos podridos que le aventaba don Gumersindo con su cauchera de alcance prehistórico.
Amapola no se dio por enterada ni su
padre se lo contó, pero Poncho se lo hizo saber por el único conducto que León María
no fue nunca capaz de descubrir por más que años después él mismo lo empleara:
las cartas que le mandaba por debajo de la puerta todas las madrugadas. Como
Amapola se levantaba antes de las cinco a estudiar y León María no lo hizo
nunca antes de las cinco y media, cuando se arreglaba para ir a la misa
bañándose en el patio con una manguera -no hubo poder humano que lo convenciera
de la necesidad del baño en la ducha-, ella podría recoger descuidadamente la
carta y después de leerla ir al fogón de brazas a quemarla porque Agripina lo
prendía para hacer las arepas desde muy temprano. Fue precisamente por ese
conducto que Amapola supo lo que don Gumersindo planeaba contra León María
aunque Poncho intentaba evitarlo, y ella decidió decírselo a su padre para que
se previniera y tomara las medidas necesarias.
Fue también el único día que ellos dos hablaron de Poncho porque una semana después, cuando ya todo Tuluá estaba hablando de León María, no por el noviazgo de su hija sino por lo que estaba pasando en la política, Amapola y Dalia Lozano de La Espada salieron para el colegio de Manizales.
León María le agradeció mucho a su hija
la advertencia y acaso recuperó en ese momento la tranquilidad que ya estaba
perdiendo porque veía acercarse el día que los doctores de Cali le habían
avisado que vendrían, pero le pareció tan de poca importancia la amenaza de don
Gumersindo comparada con la que él le había hecho a Poncho el día que le llevó
una serenata a Amapola, que perdió todo cuidado y decidió más bien esperar el
momento para reírse.
A Poncho lo había cogido él totalmente desprevenido la noche de la serenata. Apenas alcanzó a oír los primeros sones de las guitarras y la voz destemplada del Glauco Cedeño con por aquí voy llegando, se levantó como sonámbulo de la cama. No quiso despertar a Agripina y salió al patio. Cuando iban por la tercera pieza y en su casa no se veía el más mínimo movimiento y en la pieza de las niñas apenas si se dejaba sentir el silencio, él trepó por una escalera desde el patio llevando en sus manos un platonado de agua revuelta con amoniaco, esencia de trementina, orines y jabón de espuma, ingredientes que había encontrado tanteando en la oscuridad y vaciando bacinillas. Subió por el techo disimuladamente y se asomó, no a donde estaban los músicos, porque suponía muy bien que el Poncho andaría escondido, sino que por el techo de la casa vecina se corrió hasta la esquina donde supuso encontrarlo.
Su cuñado que lo alcanzó a ver desde frente caminando por el techo de su casa en pantalones de pijama y con un platón inmenso entre las manos, se lo contó a doña Midita y ella también lo incluyó en sus recitaciones.
Poncho, completamente desprevenido, conversaba, tal como lo había previsto León María, al doblar de la esquina. Cuando sintió el chaparrón y se dio cuenta que olía a todo, alcanzó a pegar un grito que despertó hasta al más dormido de la cuadra, menos a Agripina, y le hizo quebrar a León María no menos de doscientas tejas que, eso sí, mandó reparar muy a la mañana siguiente no sin antes pedirles excusas a todos sus vecinos afectados.
Los músicos, advertidos como estaban por Poncho de que en el momento que él pegara un grito o ellos oyeran abrir la puerta, salieran corriendo porque ese señor era capaz de pegarles un balazo, apenas oyeron el golpe del agua en el suelo y el grito inmarcesible de Poncho, dejaron a la pobre Amapola tratando de continuar entre letras en la oscuridad de su cuarto la última canción de la serenata. Corrieron tanto como corrió León María por los techos y aunque Poncho insistió en volverlos a llevar la noche que supo que Amapola se iba interna a Manizales, ya los músicos no quisieron, no porque les pasara a ellos lo del chaparrón nauseabundo, sino porque todo Tuluá estaba hablando de León María y Glauco Cedeño era liberal.
Agripina no se dio cuenta de todo eso sino al mediodía, casi igual a como le había pasado la mañana que las dos niñitas hicieron la primera comunión y él no quiso avisar, porque no le gustaban los escándalos ni las fiestas. Las hizo levantar y vestir como si fueran para la misa de seis a la que él iba, les obligó a ponerse el vestidito de organza rosada y las caperuzas de terciopelo por más que ese día no fuera domingo sino un simple viernes. No las dejó desayunar ni tomar tinto aunque Amapola se mareaba los días que no lo hiciera. Le dijo a Agripina que había mandado celebrar una misa por María Luisa de La Espada y que las llevaba, que tuviera listas las maletas para el mediodía porque por ahí mismo que él volviera de la galería se iban de paseo para La Marina, y salió con ellas para que en la misa de seis, de manos del padre González, con quien ya había hablado de la ceremonia, y ante los ojos aterrados de Josefina Jaramillo y misiá María Cardona, las dos niñitas huérfanas de María Luisa de La Espada hicieran la primera comunión.
Misiá María se aterró tanto cuando las vio a las dos llegar de la mano de su padre al comulgatorio, que a la salida no resistió y se lo preguntó, y como él dijera que las niñas acababan de hacer la primera comunión de esa manera porque a él no le gustaban las fiestas, ella, esa misma mañana, mandó traer del almacén de misiá Claudina Rodríguez la muñeca más grande que tenía y la lámpara más cara que le pudieron vender y, empacadas en papel blanco brillante y con una tarjeta de las mismas que todavía usaba cuando vivía su marido el doctor González, se las envió a las dos niñitas de León María. A doña Midita de Acosta, que se lo comentó, le dijo que le había partido el alma ver el par de niñitas de mano de su papá llegando a hacer la primera comunión sin una velita, sin un rosario y sin ningún anticipo, que si por ella fuese les habría organizado una fiesta enorme con helados y piñata, magi y hasta payasos. Por eso cuando Agripina supo por su hermano de las aventuras de su marido por los techos, apenas se rascó la cabeza como lo hizo el día de la primera comunión al saber, por boca de Aminta, la directora de la casa de misiá María Cardona, la misma que había llevado los regalos, que las dos niñitas no habían ido a ninguna misa, sino a hacer lo que ella había planeado hacerles con bombo y timbales para decirle a Tuluá que por más que las niñas no eran hijas de ella, las quería como si lo fueran porque eran de su marido. Pero León María era incorregible y Agripina invulnerable.
Quizás por eso ha aparecido siempre ante
los ojos de Tuluá como la ignorante de las andanzas de su marido y se ha negado
a oír todo lo que de él empezaron a decir desde esos días.
También había sido así cuando le llegaron las noticias de María Luisa de La Espada y ella se negó no sólo a creerlas, sino a oírlas. La primera que se las llevó fue María Luisa Sierra, que por esa época todavía no trabajaba en el despacho parroquial, pero ya tenía la lengua viperina que la ha hecho famosa en Tuluá y sus alrededores. Agripina las oyó como quien oye cuentos de brujas y le paró tan pocas bolas que al día siguiente recibió a León María con una amabilidad tal que él mismo extrañó y creyó que a partir de ese momento ya podría seguramente ofrecerle matrimonio que ella diría que sí. Después fue Gustavo Delgado, el hijo de misiá Alicia Uribe, que entre cuadro y cuadro que pintaba en su casa recogía todos los chismes de Tuluá.
Llegó a hacerle una de esas visitas señoreras que sólo él sabe hacer, aunque ya anda por los sesenta y un oído no le funciona. Le dio vueltas al tema, le sopló de una cosa y le habló de la otra hasta que por fin se lo contó. Agripina rió sin parar, le dijo que por qué no iba él a probarla y le contaba qué tal era para así poder tener las mismas dotes el día que León María se casara.
Gustavo sonrió, pero se sintió tan ofendido como se sintió Ester Urrea el día que fue a decirle lo mismo y ella le dijo que siquiera María Luisa lo podía hacer sin que nadie dijera nada o ella fuera considerada como sinvergüenza porque ahí donde la veía, ella, la hija de Maríaengracia Salgado, que comulgaba todos los días, era socia activa de la asociación del Sagrado Corazón y pertenecía a la cofradía de María Auxiliadora, se moría de las ganas de hacerlo. Que por qué no la acompañaba con el Julián Gardeazábal, que ella sabía era el novio oficial de Ester Urrea, y se iban para Palmira, donde el lego, y probaban aquello a ver cómo era.
De esa manera, pues, se enfrentó a los decires y terminó por ser sorda a ellos. Y cuando León María se lo confirmó aquel día que llegó bañado en llanto, ella lo tomó como una cosa más de las muchas que le habían pasado en la vida y que no tendrían punto de comparación, por lo que prefirió dejarlo del tamaño que era.
Quizá eso la salvó de morir envenenada la noche que quisieron vengarse de León María y ella no solamente probó el queso saturado de exterminio sino que comió el bocado más grande. Desde que murió su padre aplastado por la locomotora del tren del sur en la entrada del cementerio y la aventó con fuerza a ella para que no le pasara lo mismo, quedó como vacunada. Nunca nadie ni nada le ha hecho efecto y, seguramente mañana, cuando su mito empiece a crecer tanto como el de su marido, tomará la vida con la misma actitud displicente con que la ha tomado por todos estos años.
León María jamás le hizo un reparo, aunque siempre vivió celando de ella. No la dejaba salir a la calle si no fuera con Carmelita Lozano o con misiá María Cardona que nunca se aparecía por la casa, salvo en las Navidades y en la fiesta de María Auxiliadora. Muchas veces pagó espías para que la vigilaran porque creía que ella, cansada de estar siempre encerrada, iba a salir alguna vez sin su permiso, pero ella desvirtuó siempre toda intención de su marido.
La única vez que salió sin su consentimiento lo hizo desesperada. Había oído sonar varias veces la sirena de los bomberos y, curiosa, se asomó a la ventana para preguntarles a los que pasaran si sabían dónde era el incendio.
Los primeros no supieron decirle y como ella no se atrevía ni siquiera a salir a la mitad de la calle a tratar de localizar el humero, tuvo que esperar hasta que subió el primero de los Bejaranos y le dijo con pena que lo que se estaba quemando era la galería. La palabra bastó para suprimir toda prohibición.
Dejó lo que tenía en las manos y salió despavorida, calle de los salesianos abajo. Se metió como pudo rompiendo cordones de policía hasta que llegó a la puerta de la galería por donde quedaba el puesto de León María. Se paró en la puerta de la plazoleta y ayudó a sacar los quesos que pudo antes de que las llamas, que ya se habían comido media manzana, llegaran por los dos lados a acabar con el puesto de su marido. Recibió hasta el queso que la candela se lo permitió y cuando alguien gritó que salieran, que el incendio había crecido, y León María apareció de entre las sombras del callejón de entrada con la cara colorada y el vestido untado de queso, llevando debajo del brazo la caja de madera donde se sentaba y guardaba la plata, y la vio a ella, también untada de queso y colorada por el calor, y en vez de agradecerle o de sentirse acompañado le pegó un grito tan fuerte, y tan ininteligible, que muchos creyeron, cuando lo oyeron, que en verdad ya se había venido abajo el techo de la galería. Pero ni el puesto de los quesos se quemó ni Agripina se dio por enterada, aunque él desde ese día, y por casi tres meses -cuando le pasó la rabieta-, la tuvo encerrada bajo llave para que no volviera a salir sin su permiso, ni siquiera a la tienda de don Fortunato, enfrente de los salesianos.
Los celos eran injustificados, pero crecieron con los años cuando se dio cuenta que su mujer no podía tener hijos y que entonces ese seguro contra la infidelidad no podía seguirlo teniendo en cuenta. Aunque Agripina jamás dio que decir, ni siquiera en su noviazgo, porque ella no tuvo otro novio que León María, él desde esa época formó unos espectáculos que hoy seguramente mucha gente antigua debe estar recordando, tratando de aclararle a este Tuluá lo que realmente le ha sucedido en los últimos años.
Una vez, en misa de once del domingo, reclamó con tanta fuerza al ya prostático doctor Germán Cardona, porque le hizo una venia para saludarla, que un grupo de emboladores de la plaza salieron a defender al pobre dentista que por su galantería anticuada había hecho creer que cortejaba a la hija de Maríaengracia Salgado. El doctor Germán se salvó de la muenda gangosa que León María le estaba adelantando con un vocabulario impredecible, pero odió para siempre a los lustrabotas y aunque uno de los pocos que se salvó de su venganza dice ahora que fue por ese detalle, para los periódicos liberales todo fue culpa de que el sindicato de lustrabotas de Tuluá era manejado por el concejal de ese partido, don Eduardo Echeverri.
Otra vez, recién casados, alcanzó a ver tocar la puerta de su casa a un hombre de maletín que al momento se alejó. Él venía por la esquina de doña Midita y creyó verlo no tocando la puerta sino saliendo de su casa. Corrió como mejor podía hacerlo, aun a riesgo de ahogarse en su ataque, y cuando el desprevenido vendedor de libros de puerta en puerta tocaba la de una vecina, le cogió el maletín, se lo desperdigó en la calle como si fuera uno de los regalos de Poncho Rentaría, lo cogió de una pierna, porque León María era tan bajito y el vendedor tan alto que apenas si se topaban en la cintura, lo tumbó al suelo y cuando estaba a punto de darle patadas apareció providencial-mente el padre González, que venía de donde La Chapeta de almorzar, y León María tuvo que dejar al que creía había estado en la casa de su mujer.
El padre González saludó al vendedor y le habló de comprarle unos libros para el colegio y León María, rojo de la ira, salió a encerrarse en su casa sin decirle una palabra a Agripina, pero hablando por dentro, como dice doña Midita de Acosta, cada vez que reproduce uno de sus recitales de loquera.
Pero si era celoso con Agripina, que no le daba nunca de hacer, no lo era menos con los conservadores disidentes. Amaba al partido conservador de una manera tan apasionada que cuando el maestro Valencia se lanzó en disidencia para la campaña presidencial de Olaya Herrera, él, que apenas si alcanzaba a los veinte años y todavía trabajaba en la librería de don Marcial, dejó no sólo de saludar a los amigos de esa candidatura en Tuluá, Agobardo Potes el campanero, don Luis Carlos Delgado el sastre de Tres Esquinas, que se había hecho rico con los años y las vacas, y Ernesto Gardeazábal, el hermano de don Marcial, sordo de nacimiento y, por consiguiente, neurasténico, sino que cuando alguno de ellos llegaba (y Agobardo compraba muchos libros para el padre Ocampo, que no entraba a la librería de don Marcial porque era de un liberal), no les vendía un solo libro y llamaba a don Marcial para que los atendiera.
Por el partido conservador era por lo único que podía trasnocharse hasta el punto de tener que variar su estricto régimen de encierro diario a las seis de la tarde, cuando se sentaba en el asiento de baqueta, los pies en un platón de agua caliente y la toalla encima de las piernas, si el partido así lo necesitaba. Mensualmente pagaba su contribución al directorio, no faltaba a ninguno de los bazares de la casa conservadora y en los festivales anuales que misiá Graciela de Jaramillo organizaba, él iba, no solamente a gastar plata, sino a llevar a su Agripina para que todos los conservadores la conocieran y aun cuando ella jamás quiso adoptar la posición de mujer de León María Lozano, su marido insistió tanto que fue finalmente por ella que los envenenaron.
Así y todo, Agripina jamás se llamó conservadora ni le preguntó nada a su marido de las cosas del partido. León María, sin embargo, la obligaba todas las tardes, mientras él tenía los pies en agua caliente, a oír los editoriales de El Siglo que él leía en voz alta tratando de no olvidar la costumbre que adquirió cuando su padre quedó ciego. No compraba ni leía otro periódico y no dejaba oír otra emisora distinta a La Voz Católica. Todo lo demás, o no era conservador o no era católico y ni a él ni a su familia le podía interesar.
Por eso quizás tampoco leyó el mismo día la carta que contra él mandaron un grupo de liberales de Tuluá, pues ésta había salido en El Tiempo. Mucho menos pudo leer las crónicas de Lino Gil sobre las huelgas de las trilladoras de Tuluá ni los escritos que Gertrúdiz Potes logró sacar en Relator engañando la censura. No leía sino lo estrictamente indispensable para ser un buen conservador y a causa de ello pasó mucho trabajo cuando su posición lo hizo llegar a las altas oficinas del Estado.
Confundía un término con otro y lo que no lo entendía lo desechaba sin preguntar. Difícil para asimilar lo que leía, Agripina tenía muchas veces que oír dos y tres veces el mismo editorial de El Siglo porque, o él no entendía, o quería aprendérselo de memoria para recitarlo en la vez que los jefes de su partido lo dejaran hablar en una concentración. Pero se aprendió tantos pedazos que terminó por confundirlos, y cuando se ensayaba las vísperas de la concentraciones, esperando que por fin ese día si lo dejarían hablar, combinaba un párrafo del editorial del 10 de Julio con otro del de la posesión de Alberto Lleras o con uno de los de la renuncia de López. Y como los jefes políticos jamás le dieron la posibilidad porque a la hora de los discursos siempre llegaban los de Cali o los amigos del doctor Olano, o los del doctor Navia; o los universitarios de la comitiva y él se quedaba con su discurso ensayado, terminó por olvidarlos todos y por aplicar las frases que oía en la venta de quesos las ocasiones que tenía que dirigirse a los jefes.
Con esas frases le pasó casi lo mismo que con las delegaciones a las convenciones. A la hora de la verdad, o él se arrepentía porque perdía la misa diaria, o dejaba libre el puesto de la galería, o aparecían los ricos que querían acompañar a don Manuel Victoria Rojas, el eterno convencionista, y él se quedaba con las ganas. Sin embargo, a la hora de la verdad se entusiasmaba tanto con la posibilidad de que Tuluá quedara bien representada, que iniciaba casi siempre la colecta para que la delegación no pasara incomodidades, se alojara en hotel de primera y pudiera ofrecerle por su cuenta una copa de champaña al doctor Gómez y otra al doctor Ospina.
De todo eso, muchas veces no recibió nada, pero cuando lo recibió se lo mostró a todos y lo enmarcó en su sala. Era una carta personal del doctor Gómez agradeciéndole la colaboración prestada para la consecución de una sede digna para el partido en la carrera séptima de Bogotá. Los demás fueron papeles de secretarios de segunda mano o de congresistas que no querían perder el hilo de los votos. Agripina tenía que limpiarlos porque así y todo él los archivaba encima de la mesa que tenía en su pieza y de vez en cuando se decidía a mostrárselos a los que le hacían visitas los sábados por la noche. Después los abandonó, como abandonó muchas cosas en la vida - menos Agripina y la misa diaria-, y los cambió por los retratos. Su casa terminó siendo algo así como el museo regional del partido, y hay quienes dicen que llegó a parecerse a la casa de los Espada.
De todas las paredes colgaban fotos enmarcadas en las que él aparecía desde perdido entre los delegados en el momento de tomar el avión en el aeropuerto, hasta las que se tomó cuando la venida del doctor Gómez y el doctor Ramírez Moreno, en las que apareció él solo con los dos y que mandó ampliar en tamaño gigante y colgó en toda la puerta que dividía la sala del comedor.
Pero por más de que hiciera manifestación externa de su conservatismo y contribuyera dentro de sus capacidades económicas a las finanzas del directorio, jamás intentó ser concejal, diputado o representante a la Cámara porque quizás pensaba en la posibilidad que ello implicaba de salir de Tuluá, y como los políticos que se quedan en la mente de los electores son los que figuran permanentemente en las letras de molde de los periódicos o aparecen en las listas de los cuerpos colegiados, y León María no salió en la crónica de Nina González en Relator, Tuluá no tuvo conciencia de su conservatismo y cuando lo vio defender con fiereza sus principios creyó que lo hacía solamente por un sueldo y no por convicción
Por eso nadie le metió política a su hazaña del nueve de abril y su gesto heroico terminó por serlo más aún con los días y los meses. La cofradía de María Auxiliadora mandó celebrar un novenario de misas en acción de gracias, el padre González le hizo llegar una carta de don Rúa, el director mundial de la comunidad en Turín, y las monjitas concepcionistas bordaron, con la misma lana con que hacían las ovejitas para los pesebres de Maruja Gardeazábal, un corazón en el que aparecía María Auxiliadora tendiéndole la mano desde su trono celestial.
Él no quedó muy parecido, porque como
ellas no lo conocían, ya que nunca habían salido de su convento, lo hicieron
por las señas que Zoila Garzón les dio a través del torno del monasterio, pero
apenas se lo llevaron, inmediata-mente se identificó. Aparecía mucho más gordo
y chiquito de lo que era y con un sombrero en la mano que más era el de un
charro mexicano que el gris Barbisio que siempre usó desde el día que por mirar
la creciente del río perdió el último de los Tedesco, que había comprado en el
almacén de Tortilla Caicedo, en seguida de la casa rural.
Doña Midita de Acosta terminó de crecer el mito. Todos los sábados por la tarde organizaba el costurero de mamá Margarita de modo que el tema, obligatoriamente, tenía que ser salesiano. Les hablaba de la capilla, de los adelantos del templo, de las colectas y finalizaba, obligatoriamente, nombrando a las personas que iban a la misa de seis y dejaban ese poco de limosna con el que ya se habían comprado los vitrales en Italia, que traería el padre Viazzo apenas volviera de Turín. En ese momento preciso era que Ester Castaño metía su voz de gigante dormido y preguntaba por León María. Doña Midita no resistía y empezaba a inventar porque el cuento del taco de dinamita lo había echado tanto que ella misma se había dado cuenta de lo repetido que estaba.
Quizás fue por eso que Tuluá supo, dos meses después solamente, que León María llevaba siempre amarrado de la cintura un cilicio que le había hecho su confesor, el padre Leguizamón, y que sus sacrificios eran tales que no demoraría en dejar a Agripina y meterse de cura, cuando lo cierto era que la máxima penitencia que él había hecho en su vida era rezar tres yo pecadores el día que se acusó ante el padre Legui de haber tenido relaciones con la burra de don Diomedes en el solar de su casa, de modo que el día que se lo contaron, no solamente tuvo que quitarse la camisa para que se dieran cuenta de que no llevaba más que la adiposidad circular de su propio cuerpo, sino que tuvo que empezar a comentarlo como chisme a cuanta señora le compraba queso para que así todo quedara desvirtuado.
Pero confundió a Tuluá casi en la misma medida que Tuluá se confundió finalmente con él. La versión tomó más fuerza y cuando llegó a donde el padre Legui ya iba en latigazos a media noche, ayunos de semanas enteras y coronas de espinas para aliviarse el asma. El padre se lo insinuó al primer viernes siguiente, pero él no entendió. Después le mandó al padre González y como éste lo encontró sin camisa y no le vio ninguna muestra de los suplicios, olvidó su misión y terminó hablando de política. León María lo aceptó de muy buena gana y decidió desde ese día consultarle todo lo que en el futuro hiciera para no dejarse desviar por tanta noticia falsa que siempre llegaba, aunque le advirtió, muy serenamente, que él nunca se desviaría ya que el único periódico que leía era El Siglo y la única emisora que escuchaba era La Voz Católica.
Esa promesa no la cumplió porque ni siquiera el día que le llegó el telegrama avisándole la llegada de los doctores de Cali fue capaz de consultárselo al padre.
Él ya sabía a qué venían porque por más que El Siglo y La Voz Católica sólo hablaban de represiones al partido conservador, en la galería ya comentaban que los muertos estaban empezando a bajar de las montañas y que en el río Cauca aparecían hasta cinco cada noche con la barriga hinchada tratando de pasar la bocatoma de La Virginia. Y en verdad que era lo que él temía porque a los doctores de Cali también les había llegado la noticia de las hazañas de León María el nueve de abril y conservaban, con esa memoria de hormigas arrieras, el recuerdo fiel del gran conservador de Tuluá.
El telegrama lo enviaron a la galería. "Viernes próximo estaremos ésa fin consultarle graves problemas aquejan partido conservador PUNTO.
Agradeceríamos pusiese contacto don Julio Caicedo Palau fin utilizar detalles entrevista PUNTO.
Copartidarios y amigos Directorio Departamental Conservador."
Lo leyó una vez y lo volvió a leer otra. Había acudido a todas las reuniones del directorio municipal, pagado todas las contribuciones para el fondo del partido, asistido con pasión las victorias y las derrotas, pero nunca había podido hablar en una manifestación. Para él no podía ser la consulta, los problemas del partido eran tratados entre los señores de los discursos y los grandes propietarios del dinero. Él vendedor de quesos en la galería de Tuluá, no tenía por qué saber de los problemas de su partido al nivel de los directorios departamentales. Pero la vanidad le picó más y como se sintió importante, mucho más importante que en los días siguientes al nueve de abril, dobló el telegrama y cuando esa tarde a las tres la campana de la sindicatura de la galería avisó que las ventas se cerraban, León María fue a la farmacia Blanca a conversar con don Julio Caicedo Palau, el presidente del directorio municipal conservador.
No lo estimaba mucho, pero era conservador de los viejos y se las sabía todas. Le hubiera gustado haberlo ido a consultar con don Manuel Victoria Rojas y no con él, pero el telegrama lo decía muy claramente y los jefes jamás se equivocan. Y era verdad. Don Julio ya sabía no sólo que venían, sino qué los traía.
Francisco Eladio, el liberal de Cali, había mandado armar, amparándose en que era gobernador, una policía de setecientos hombres, íntegramente liberal. Con ellos se estaba preparando, a no dudarlo, la posibilidad del golpe de estado cuando llegaran las elecciones. Amparados en el gobierno de integridad nacional, los liberales estaban procurando el terreno para volver al poder. Si lo habían perdido por dividirse, muerto Gaitán lo ganarían uniéndose. Francisco Eladio lo sabía y como gobernador lo advirtió. Pero no fue el único, Navia y Olano también lo advirtieron desde su sede conservadora y armaron la rebelión. La disculpa fueron los muertos que bajaban todas las noches por el Cauca.
El Siglo dijo que eran conservadores y El Tiempo que eran liberales, pero en La Virginia, donde los atajaban con la barriga a reventar, la cara mordisqueada por los peces y las extremidades casi siempre quebradas a palo, ninguno de los muertos llevaba papeles de identificación y como resultaba tan embarazoso cargar con esas pestilencias, apenas los sacaban los enterraban en la fila de los que como NN crecieron tantos cementerios de Colombia. En esas condiciones la policía fue cambiada a liberal porque había necesidad de proteger la vida, honra y bienes de los ciudadanos y los liberales también lo eran. Los conservadores no se quedaron atrás y como el gobierno de Bogotá, pese a ser conservador, no les creyó por andar regando la muerte en otras formas del llano del oriente a la sabana de la costa, los conservadores del valle del Cauca formaron ellos mismos su policía privada y le dieron funciones específicas con miras a las elecciones presidenciales.
Don Julio lo contó detalle por detalle a León María, pero le advirtió muy claramente que él se opondría desde todo punto de vista a que en Tuluá se formara ese cuerpo armado. Tuluá había sido primero que el partido conservador y la muerte no tenía por qué enterrar a sus calles limpias de sangre desde los días de las batallas de Los Chancos en las guerras del 70.
León María no le entendió porque para él quizás no significaba tanto Tuluá como el partido conservador y quizás por eso, o porque la vanidad seguía picándole y mirando a quien le hablaba, con el mostrador de por medio, veía las posibilidades de convertirse él en el jefe dejando a un lado hasta a don Manuel Victoria Rojas; le dijo que si pero con cara de asustado y cuando se despidió quedó comprometido de estar al otro día almorzando con los doctores de Cali y diciéndoles, en palabras más palabras menos, lo que doña Midita de Acosta recita cuando oye el quejido de ultratumba y ve llegar envuelto en costales el cadáver masacrado de don Alberto, su marido. “El partido tendrá en mi a su más ferviente defensor, y si ustedes me garantizan la subsistencia, cuenten conmigo.”
Es posible que así no fuera como León María lo dijo ese mediodía, pero el silencio que ha llevado don Julio a través de todos estos años sin negar ni explicar su actitud, ha terminado por confirmar las recitaciones de doña Midita.
Llegaron al mediodía. El carro negro cubierto de polvo frenó secamente en la calle del parque. Preguntaron por la casa de don Julio Caicedo Palau, dieron unas gracias que nadie oyó y dejaron con la palabra en la boca a don Carlos Materón, que quiso acercarse a saludarlos cuando los distinguió por entre la costra de polvo. Cuando se bajaron, sólo León María y don Luis Carlos Delgado estaban en la sala de don Julio Caicedo. A los otros cinco que habían citado o no les llegó el telegrama o sabían lo que don Julio le contó a León María y prefirieron desconocer la situación. Los tres doctores tenían polvo hasta en las orejas, el saco negro del doctor Navia había dejado de serlo y entonces él se había quedado con el chaleco. La calva brillante del doctor Olano parecía ya un riel del ferrocarril. Sólo el doctor Ramírez Moreno se conservaba limpio. Tenía esa propiedad, o la tiene todavía, porque aunque los años han pasado y los causantes han sido signados, él ha podido permanecer sin mancha como en ese mediodía permaneció limpio sin el asomo de la costra de polvo que sus compañeros de viaje no sabían cómo eliminar de sus vestidos.
Hablaron media hora, repitieron casi que idénticamente las palabras de don Julio en la farmacia. Agregaron que las fuerzas públicas de don Pacho Eladio ya no eran solamente de setecientos sino de mil trescientos y que los cincuenta y cuatro muertos atajados en La Virginia estaba demostrado eran conservadores en cuarenta y nueve de los casos y que como los jueces eran todos liberales, las denuncias estaban condenadas a perderse en los archivos desordenados de los edificios de justicia.
Don Luis Carlos, con la voz ya cansada que finalmente le daría el aviso de su partida, intentó desbaratar los argumentos oponiéndose con la sencilla frase de nunca en política se puede pagar con la misma moneda. Don Julio se quedó callado, tan callado que León María creyó que en verdad había perdido la posibilidad de reemplazarlo en la jefatura del partido en Tuluá. El doctor Navia no se hizo esperar, abrió la bodega del carro y sacó tres cajas rectangulares. El doctor Ramírez extendió su chequera y después de hacer una apología de lo que significaba para la religión católica la existencia de individuos defensores del orden establecido, de la verdad impuesta y de la tradición, enfiló sus baterías a León María para traerlo en carruajes poéticos desde su puesto de quesos en la galería hasta el andén del colegio de los salesianos el nueve de abril. Cuando llegó allí pidió un dramático minuto de silencio por todos los muertos de ese día. Después reinició la carga y apoyándose en un concordato que quizás exista pero que quién sabe si la Iglesia admite y el gobierno reconoce, enfrentó a León María a la posibilidad del exterminio de todos los conservadores, de todas las comunidades religiosas y sobre todo de la fe cristiana, poniendo como prueba la matazón del nueve de abril que hicieron las turbas liberales.
Don Julio seguía callado y don Luis Carlos apenado. León María casi llora de la ira y cuando el doctor Ramírez Moreno terminó; tenía en sus manos el primer cheque, las tres cajas rectangulares y la convicción profunda de que estaba cumpliendo con su deber de católico y de conservador. En sólo media hora Tuluá había sido incorporada a la cadena del terror y León María Lozano, el más católico y correcto de sus ciudadanos, como lo recita doña Midita al llegar a este momento, había quedado encargado de la dirección.
Don Julio les sirvió un refresco, ayudó a montar nuevamente las tres cajas en la bodega y vio salir en el carro negro a León María. Don Luis Carlos se quejó de un dolor en la espalda y corrió a su casa para que la vida no se le fuera en las calles. Los tres doctores terminaron seguramente de darle los grandes designios a León María y lo dejaron en su casa con las tres cajas de carabinas al tiempo que le prometían unas ametralladoras recortadas para la semana siguiente.
Agripina se quedó mirándolos, ayudó a su marido a meter las cajas debajo de la cama y aunque muy claro vio que en ellas no podía haber nada bueno, empezó su silencio, su desconocimiento de lo sucedido, su mutismo integral. Las dos niñas habían salido ya para el colegio y evitado de esa forma todo compromiso con la historia. Don Luis Carlos también estaba seguro de poderlo evitar y por eso quizás corrió tanto hasta su casa. Casi no llega porque el dolor ya le pasaba al pecho, pero haciendo un esfuerzo más grande que el que hizo la noche que decidió abandonar a su Alicia y quedarse sólo en la vida trabajando para poderle enviar una pensión mensual superior siempre a sus necesidades, abrió la puerta de su casa, se sentó en la silla de lona y mandó traer al doctor Cardona. Leyó el periódico de Bogotá, se tomó un agua de toronjil y esperó tranquilo el momento de evitar la historia.
Cuando el doctor Cardona llegó, don Luis Carlos Delgado había podido salvarse de la condenación. El padre Ocampo no lo había confesado ni él lo había mandado llamar porque seguramente le diría que no lo absolvía mientras no repudiara a la otra mujer que había conseguido para reemplazar adúlteramente a su Alicia. Prefirió quizás la condenación del otro lado, que al fin de cuentas desconocía no sólo él sino todo humano, y no la condenación que Tuluá le daría por no haberse opuesto a su baño de sangre.
Alicia Uribe, su mujer; don Manuel Victoria Rojas, en representación del directorio nacional; don Julio Caicedo Palau, en representación del directorio departamental; monseñor Caycedo, como obispo de la diócesis, y el padre Nemesio, como oficiante, lo enterraron al día siguiente. León María también asistió al entierro y pudo hacer allí los contactos que necesitaba para emprender la lucha. Esa misma noche, después del entierro, los reunió en su casa, pero como no le había avisado a Agripina, ella sólo les pudo dar aguapanela y arepas trasnochadas.
Don Julio quiso evitarlo y alcanzó a ir hasta donde los salesianos, pero doña Midita lo detuvo y don Alberto le hizo tomar un trago de aguardiente. Cuando salió ya había olvidado a qué había ido y aun cuando vio todavía carros en la puerta de la casa de León María, prefirió negarse a la realidad y volvió por donde había subido. Una hora más tarde, sentado en su vieja Remington, redactó la carta al directorio, hizo el inventario de caja y de muebles y muy a las seis de la mañana fue a la casa conservadora a verificarlo. Firmó un cheque por los mil setecientos pesos que había en la cuenta del Banco de Colombia y puso la carta en el correo de Avianca. Le envió una copia a don Manuel Victoria Rojas y otra a León María. Se puso el delantal blanco con que atendía en la farmacia y entró en un silencio tan dramático y rígido como el que don Luis Carlos ha estado guardando desde su tumba.
Esa noche aparecieron los primeros muertos en las calles. Misiá María Cardona y Josefina Jaramillo encontraron dos de ellos antecito de la casa de don Pacho Montalvo. Primero creyeron que eran dos borrachos porque no vieron ninguna muestra de sangre en el piso, pasaron al otro andén y hasta se taparon los ojos con los mantos. Siguieron derecho a la iglesia, saludaron a León María pero no pudieron olvidar en toda la misa la manera tan extraña como estaban tirados el par de borrachos en la calle. Cuando salieron se lo comentaron al padre Legui que venía de la calle y él apenas se dignó contestarles con una sonrisa. Don Pacho Montalvo lo había mandado llamar para que diera la absolución al par de desconocidos que con un tiro en la nuca le habían tirado en el andén de su casa.
Misiá María miró a Josefina, alzó los hombros y bajó por la calle de los salesianos hasta que llegó a la esquina de doña Mercedes Sarmiento. Desde allí vieron gran cantidad de gente aglomerada alrededor de los dos desconocidos que ellas creyeron al pasar eran un par de borrachos. Don Pacho Montalvo se encargó de explicarles cuando ellas, curiosas pero asustadas, se arrimaron al tumulto. Se santiguaron tres veces seguidas y fueron aceleradas hasta sus casas. Prendieron la radio para oír lo que pudieran estar diciendo, pero apenas escucharon la voz destemplada de Pedro Alvarado en noticiero matinal informando de los daños ocasionados por la creciente del río Tuluá en las cementeras de la orilla del pabellón antituberculoso.
Los periódicos de Cali no decían nada, pero Luisita Lozano, que llegó cuando ellas apenas si acababan de despedirse, les contó que no sólo eran los dos muertos de la casa de don Pacho Montalvo sino cinco, porque en todo el frente de la casa de don Alfredo Garrido, en la orilla del río, habían encontrado otro y Ercilia Rendón, que venía de la galería, había visto recoger a dos más en la puerta del pabellón de carnes.
Don Julio no quiso comentar nada a todo el que le puso el tema ese día en la farmacia. León María ayudó a recoger a los dos de la puerta de la galería y enloquecido como estaba por saber la filiación política esculcó él mismo los bolsillos de los dos, pero se encontró con la realidad inmensa de todos los muertos de los últimos meses: no tenían papeles de identificación.
En el noticiero del mediodía Pedro
Alvarado dio la noticia escueta; sin ningún comentario leyó el comunicado del
comandante de la policía que hablaba de cinco muertes por causas desconocidas,
a quienes se les practicaba en estos momentos la autopsia para dar a conocer en
verdad el motivo de su fallecimiento, ya que no dizque se les encontró huella
alguna de herida.
Quienes oyeron la noticia y habían visto los cadáveres se imaginaron inmediatamente lo ocurrido. La policía del gobernador era la causante. Como no se conocían los nombres de los difuntos ni nadie los reconoció en el anfiteatro a donde los llevaron, y tuvieron toda la mañana, terminaron por creer que eran de los que mataban en otra parte y venían a tirar en Tuluá, donde no había por qué esperar la violencia. Pedro Alvarado no lo quiso comentar en su noticiero, pero pasó en las tres emisiones restantes la misma noticia y leyó el mismo comunicado de la policía. Misiá María Cardona alcanzó a creer que en realidad eran unos envenenados en alguna fiesta de otro municipio y que para evitar responsabilidades los habían tirado en las calles de Tuluá. Luisita Lozano y Josefina Jaramillo creyeron lo mismo y en el costurero de mamá Margarita, doña Midita de Acosta dio la versión que le había contado el chofer del alcalde, que a todas ésas permanecía callado.
Al día siguiente, si bien ni misiá María Cardona ni Josefina Jaramillo encontraron alguno, en el anfiteatro dejaron cuatro más con la misma herida a la altura de la nuca, sin ningún papel de identificación y ninguna posibilidad de ser reconocidos por los que pasaron por las mesas de azulejo donde los colocaron antes de enterrarlos en las filas de NN.
León María fue a verlos y a esculcarles los bolsillos. La policía también, pero ese día economizó el comunicado y Pedro Alvarado no dijo nada más que la noticia otra vez escueta: en la mañana de hoy cuatro nuevos cadáveres de desconocidos aparecieron en las calles de la ciudad. La policía investiga las causas del deceso. El alcalde no se había dado por enterado, pero le había prohibido a la emisora propalar noticias alarmantes, inseguras o ligeramente equivocadas.
Al tercer día fue sólo una pero la noticia se perdió, no por la costumbre que el hecho estaba empezando a dejar entre los habitantes de Tuluá, sino porque comenzaron los chismes sobre León María que lo obligaron a mandar sus hijas al internado en Manizales luego de un viaje relámpago a Cali para conseguirles desde allá la beca en el colegio. Todo había empezado porque lo vieron comprando unos repuestos en donde Buchafá, el turco del puente Blanco. Después porque lo vieron entregando una plata grande a uno de los Espinoza de Trujillo en el Banco de Colombia. Por la noche porque los carros de quienes vinieron al entierro de don Luis Carlos estuvieron hasta tarde cuadrados frente a su casa. Al otro día porque su exigua cuenta del Banco resultó con una consignación imposible de hacer con la venta de quesos en un mes.
Don Rosendo Zapata, que era el jefe de cuentas corrientes, lo contó en el bar Central. Las lenguas empezaron a producir. María Luisa Sierra debió haber sido la primera en comentarlo. María Helena Jaramillo y Poncho Rentaría los primeros en entregar datos concretos. Los hijos de don Luis Carlos, que veían esfumarse la herencia en manos de la moza que su papá tenía en La Caballera, terminaron por forjarlo. La plata que León María estaba gastando y las ínfulas que se estaba dando tenían que venir del capital del recién fallecido don Luis Carlos. León María había sido el último en verse con él.
Don Julio Caicedo inconscientemente terminó de confirmar la noticia y por más que siempre creyó que con lo hecho la noche del entierro y el día siguiente con los bienes del directorio, el cheque al portador y la carta de renuncia, demostraría su pureza de obrar en lo que estaba sucediendo, Tuluá ha pensado muy al contrario; no entendió su gesto y lo condenó hasta el punto de que hoy ni farmacia tiene y vive de lo que su hijo el juez le manda desde Bogotá o de lo que él gana vendiendo clubes de lotería. Todos creyeron en Tuluá que don Julio había hecho eso para darle salida legal al robo que León María hábilmente había logrado en el momento final de don Luis Carlos hasta cuando se dieron cuenta que don Julio apenas si tenía farmacia y eso que hipotecada. Jamás han pensado en lo que verdaderamente hizo ese día.
Quizás haya sido por el nivel que
adquirieron los chismes del articulo mortis que logró León María de don Luis
Carlos. Tuluá no lo sabe porque su memoria se acerca mucho a la de la gallina.
Por eso tampoco hoy pueden saber exactamente cuándo empezó su martirio. Don
Julio, que podía haberlo dicho con pelos y señales, ha preferido callar, protegido
primero por sus drogas de la farmacia y después por el silencio extraño de su
retiro de pobre vergonzante. Don Luis Carlos se llevó la explicación a la tumba
y León María se ganó la fama de la herencia que no recibieron los herederos del
muerto.
A causa de ello tuvo que llevar sus hijas al internado. Los chismes ya no pasaban solamente por la boca de María Luisa Sierra ni terminaban donde doña Midita, que impresionada todavía por lo que vio el nueve de abril, no podía permitir que se dijera eso de un varón tan egregio como León María.
Pero los chismes llegaban y León María, que adoraba a sus hijas, no permitiría que ellas se dieran cuenta y perdieran la confianza ciega en su padre. Él lo supo la mañana que entró al bar Central (desde que recibió la orden de los doctores de Cali sólo iba dos horas a la galería los primeros días, aumentando así el rumor de la herencia lograda), y un borracho gritó desde una de las mesas: abran paso, que llegó el heredero de don Luis Carlos. Y cuando él lo miró, con los ojos de mula cansada con que empezó a mirar a todo el que no le gustaba, el borrachito se levantó y palmoteándolo volvió a decirle: no cierto, don León, que usted ya tiene plata porque heredó...
Entonces León María no tuvo necesidad de averiguarlo, mucho menos de arrimarse hasta donde María Luisa Sierra para oírselo. Le pagó al borracho una cerveza, gastó tinto para dos tipos con que andaba y alquiló un carro expreso para Cali. Fue la única vez en su vida que pidió un favor o logró fruto de su actividad política.
Se demoró el tiempo que demoraron en conseguir la llamada al doctor Navia. Cuando éste colgó, ya sus hijas tenían una beca en el internado de Manizales y León María una orden firmada por el secretario de educación del departamento, aunque no había tenido necesidad de ir hasta allá. El doctor Navia tenía ya las órdenes firmadas y sólo bastaba llenarlas. Era el comienzo de la podredumbre en el gobierno. Todavía existía el gobierno de integración nacional, pero ya sus miembros habían tomado posiciones para la batalla electoral que veían venir, y los unos usaban los métodos y ventajas de los otros para mostrar la podredumbre en el futuro. León María no sabía nada de eso aun cuando estuviera realizando una de esas labores. Él sólo cumplía con su deber, y como lo hacía tan bien, había solicitado un favor. El único, porque salió tan impresionado de la manera como desde el bufete de un abogado se maneja la administración pública -y eso lo repitió en sus extraños momentos de charla-, había quedado tan impresionado que prefirió desde ese momento ser estado a tener que hacer uso de tales artimañas.
Y lo logró. Empezó al día siguiente cuando llegó por las niñas y las empacó para Manizales sin que Agripina tomara parte en la decisión. Las llevaron en el mismo carro expreso que había pagado para ir a Cali, los dos compañeros del nuevo trabajo, José del Carmen Celín y Emiro Atehortúa. Los había conseguido en el entierro de don Luis Carlos. Se los recomendó uno de los Espinoza de Trujillo. Él no le dijo para qué era y Espinoza creyó que sería para instaurar directorios en tierras de prohibición, pero cuando ellos llegaron hasta donde León María esa noche y presentaron a Pascual Zapata, Calixto Aguilera, Olimpo Morales y los hermanos Rojas, Manuel y Alfredo, aunque Espinoza no les hubiese comunicado, ellos ya sabían qué venían a hacer. Por eso no tuvieron mucho que discutir sino recibir las carabinas que todavía estaban abajo de la cama, tomarse la aguapanela que Agripina les dio y trazar los primeros planes de acuerdo a las normas implantadas por los señores doctores de Cali.
De esa manera fue formando a su alrededor un verdadero gabinete de estado. Consiguió quien le manejara el puesto de la galería, se hizo el sordo de allí en adelante para lo que Tuluá dijera respecto a la herencia de don Luis Carlos, aunque siempre se encargó de aumentar el rumor, y dio comienzo a lo que Tuluá nunca ha podido explicar cómo fue, aunque don Julio Caicedo todavía viva.
El día que León María y Agripina
empacaron sus hijas, el padre González fue a darles la bendición, iniciando así
el día más largo de su existencia como confesor. A las tres de la tarde, cuando
apenas si había vuelto de donde León María, llegó una mujer envuelta en
pañolones, mirando nerviosamente a los lados, a advertirle que esa noche, si no
se hacía algo, en Tuluá iban a aparecer muchos muertos regados en sus calles.
El padre le prometió que llamaría al alcalde para prevenirlo, pero no pudo hacerlo porque cuando apenas despachaba a la señora, que todavía seguía mirando a los lados con la nerviosidad típica de los perseguidos, el padre Legui lo llamaba para que fuera a oír la radio.
El gobierno de integración había terminado, había nuevo gabinete y, por consiguiente, nuevo gobernador y nuevo alcalde. El partido conservador se institucionalizaba en el poder que había ganado en las elecciones. Quizás fue por eso, por esa noticia, que al otro día Tuluá pensó en todo, menos en los que podían estar causando su martirio.
El padre González lo comenzó a saber a las nueve de la noche cuando oyó los primeros disparos en la lejanía nocturna. Recordó las palabras de la mujer de los pañolones, rezó un yo pecador y cerró la ventana. A la medianoche no había podido dormirse y el día se le prolongaba eternamente. Seguía oyendo, unas veces cerca, otras veces lejos, los disparos perdidos. Quiso contarlos para poder comenzar el sueño, pero lo despertaron los primeros carros. De lejos sintió que eran camiones, pasaban de largo acelerados. Frenaban en algún sitio y volvían a arrancar. Por más que asomó a la ventana no pudo detallar a ninguno, pero si constató que eran camiones.
A las cuatro de la mañana dejaron de pasar, terminaron los disparos y comenzó la tocadera en la ventana del colegio. Se vistió como pudo y dio principio a la serie más larga de bendiciones de la buena muerte que en todos estos años, -aun cuando bajaron los muertos de la masacre de frazadas-, ha hecho el padre González. En todas las cuadras de Tuluá, menos en la del colegio y en la de León María Lozano, tuvo que entregar la bendición a un cadáver.
Todos tenían la herida de bala en la nuca y estaban bien muertos. No cargaban papeles de identificación y a la hora del traslado al anfiteatro nadie los reconocía. Sólo una mujer, la misma de los pañolones del día anterior, llegó al anfiteatro y reconoció un cadáver. Los habían puesto unos encima de los otros, desnudos, boca arriba los de la derecha, boca abajo los de la izquierda. Para el que terminaba el montón había una sábana, para los otros el abrigo de las moscas. Ninguno tenía muestras de otra herida y aun cuando al irlos colocando no faltaba alguno que derramara sangre, sólo el runruneo de las moscas y el olor a formol demostraba que era una masacre. Por las ventanas de anjeo las caras curiosas vieron descargar cadáveres, pero nadie entraba porque en Tuluá nadie había perdido nada.
Cuando la mujer de los pañolones entró a eso de la una y dijo ante el policía del anfiteatro que venía a reclamar un cadáver y no la dejaron entrar porque esos muertos estaba ya comprobado que no eran de Tuluá, los que oyeron al policía terminaron por convencerse que algo había planeado en todo eso. Tuluá decidió achacarle la masacre de desconocidos al cambio de gobierno y si bien los muertos no tenían un solo documento de identidad, todos en Tuluá supieron que eran liberales.
Pedro Alvarado lo dijo esa noche por la emisora en la última emisión del noticiero. El alcalde, un militar que había llegado esa tarde a reemplazar al antiguo, le impuso multa de quinientos pesos y la suspensión del noticiero por tres días. La mujer de los pañolones le había ido a decir todo después de que no la dejaron entrar al anfiteatro. Había vuelto donde el padre González y él la había acompañado. Primero fueron donde Pedro Alvarado, y él tomó los datos. Después se fueron al anfiteatro. El policía, apenas vio al padre, lo dejó entrar, creyó que iría a darles bendiciones a los túmulos de manos y pies que ya hedían, pero cuando oyó gritar a la mujer que había entrado con el padre, recordó que era la misma que había atajado al mediodía.
Entre los muertos del lado izquierdo había reconocido una mano. Se abalanzó sobre ella y como el equilibrio de los cadáveres era tan precario, cuando haló duro para buscarle una cicatriz, todo el resto se le vino encima y sus pañolones quedaron abrazados por las manos de la muerte. El padre González trató de prevenirla, pero ella, agarrada fuertemente de la mano de quien resultó ser su marido, trabajador de una de las lecherías de la montaña, donde ella vivía, había resistido imperturbable la avalancha.
El policía entró, y olvidando quizás al padre, miró el reguero y gritó: Puta, la vieja... El padre fue en su búsqueda. La mujer limpiaba el cadáver. Con un pañolón le quitaba las costas de sangre que tenía bajo la oreja. Con el otro intentó cubrirle la desnudez. Allí estuvo hasta que el padre volvió con una caja y Tarsicio Vidales, cubierto escasamente con el pañolón de su mujer, salió para el entierro.
En la misma capilla del cementerio lo
cantó el padre González. Cuando terminó, los obreros del municipio, que ya
habían trasladado en carretas los otros muertos a una fosa común que habían
hecho en el lado de los NN, ayudaron a la mujer a cargar el cadáver de su
esposo. Fue el único de los treinta y tres que pudo identificarse, pero bastó
para hacerle saber a Tuluá que los muertos eran ya de las goteras. Sin embargo,
Tuluá siguió creyendo sus versiones fantásticas de muertos sacados de las
tumbas de los cementerios vecinos, de envenenados en una fiesta, de
atropellados por un alud, y María Luisa Sierra, que le había oído alguna vez a
León María hablar del jinete del apocalipsis, aseguró que al padre Ocampo le
habían ido a jurar que lo vieron montado otra vez en la mula que trajo el fuego
de Yolanda Arbeláez. A León María se lo fueron a preguntar, pero como él dijo
que en su cuadra no había aparecido ningún cadáver, él no podía dar ese
testimonio, pero que si lo veía, y quién mejor que él, que ya lo conocía, avisaría
inmediatamente.
Sin embargo, Pedro Alvarado lo dijo en el noticiero de la noche como una manera de disculpar la realidad. A los liberales los estaba matando el jinete del apocalipsis.
Esa noche como que volvió porque aparecieron tres cadáveres más. Nadie los conocía, pero tenían documentos de identificación salvo la cédula electoral. Pedro Alvarado lo volvió a decir tres días después cuando terminó su suspensión, los muertos eran políticos, estaban quitando cédulas electorales.
No dijo más, y como no había hablado de partido ni de filiación de los muertos, no pudieron suspenderlo. Había aprendido a burlar la censura y en Tuluá se dieron cuenta pero no le pararon bolas. Siguieron en sus historias fantásticas, comenzaron a ver el jinete del apocalipsis y olvidaron la noche de los muertos. El padre Ocampo hizo procesión del señor de la custodia por la plaza y el padre González desperdigó agua bendita desde la avioneta de Mario Gardeazábal, otro de los hijos de don Marcial. Pero o el cielo había olvidado o Tuluá ya estaba condenado y no cabían riegos de ninguna especie.
Una semana después fue cuando mataron a don Rosendo Zapata. Había llegado al Banco cumpliendo su horario de siempre. Desde las dos lo vieron todos los clientes pegado de su máquina grande, pasando uno y otro cheque, negando los saldos rojos y limpiándose sus gafas oscuras. Cuando cerraron el Banco lo siguieron viendo sus compañeros de trabajo. Hasta que no dieron las seis no se levantó de su escritorio mecanizado. Cogió el saco, lo colocó sobre la camisa sudada, limpió los lentes (que usaba desde cuando su Fabiola le confundió unas gotas ópticas con las para los callos y se estuvo dos meses esperando el momento en que iba a dejar de ver) y salió con Ruca Gil, la cajera de ahorros. Llegaron hasta la esquina del Club Colonial, ella volteó para subir por la veintisiete y él siguió por el parque Bolívar. Cuando llegó a la esquina del puente Blanco, Ester Castaño lo paró a asustarle su soledad con la voz ronca que quebraba vasos de la casa de doña Teresita de Peláez. Ella dizque le preguntó por Fabiola, por sus ojos, por el Banco y trató de conseguirle la información de los fondos de León María, y aunque ella asegura que no se las dio, es muy posible que Rosendo Zapata si las haya dicho con pelos y señales porque desde la noche que había visto elegir presidente a Ospina Pérez, él juró que por todos los medios les haría conocer a los colombianos el error que cometieron.
Se despidieron y atravesó la avenida del
río. Subió con cuidado los escalones del puente Blanco, miró el río, lo debió
haber oído melancólicamente porque jamás pudo olvidar el momento en que tuvo
que salir de la finca de su padre a la orilla de la quebrada de La Rivera,
siguió su camino por el puente y cuando intentó bajar los escalones para
atravesar hasta la esquina de don Ignacio Kafure, vio venir a José Celín, el
guardaespaldas de León María.
También lo vio Elvita Gil, que venía atravesando la calle para tomar el puente, pero por el otro andén. Fue instantáneo el saludo y también instantáneos los disparos. Celín siguió como si nada y Elvita Gil se llevó los dedos a la cara.
Tendido sobre el andén del puente Blanco, Rosendo Zapata, jefe de cuentas corrientes de la sucursal del Banco de Colombia, veía pasar por sus ojos el mismo ardor de la noche en que irritado por el viento de agosto le pidió a su Fabiola que le echara el colirio del frasco verde y ella le echó el callicida del doctor Botero. Dos chóferes de la flota Gálviz lo recogieron. Don Ignacio Kafure le tiró el escapulario de la Virgen del Carmen y Elvita Gil se devolvió a llevarle la noticia a don Elcias. Tuluá tenía el primer muerto oficial en sus calles. Era el 22 de octubre de 1949. Seis y treinta y dos minutos.
Nadie dijo nada y como Elvita Gil demoró casi un mes para poder volver a soltar palabra, todos creyeron que a Rosendo Zapata lo habían matado por los líos que todavía tenía con su primera mujer y no por lo que finalmente aceptaron cuando Elvita Gil, en un chocolate de damas de la caridad, dejó salir por su boca. Ya para esa fecha los muertos habían sido veintitrés. La noche del entierro del jefe de cuentas corrientes mataron a un peón del doctor Adán Uribe, que borracho gritó vivas al partido liberal. En la puerta de la casa, Jesús Gordillo, trabajador del municipio, se topó con la muerte. Cayó encima de la silla donde un minuto antes había estado sentada su madre. La única explicación que pudieron dar sus amigos fue que ese día había firmado una carta pidiendo la destitución del jefe del almacén del municipio por el mal trato que les daba a los que no eran conservadores o no gozaban de su simpatía.
Tres días después bajaron los cadáveres del chofer, el ayudante y el cargador de la línea que hacía los viajes a La Marina. Una semana más tarde mataron en una misma noche a cinco de los seis miembros del club ciclista Santander, los mismos que habían negado su contribución para arrastrar la carroza de María Auxiliadora en la procesión que organizó el padre González aduciendo que era muy pesada. Les dispararon de los carros que todo Tuluá estaba ya empezando a ver circular alegremente por sus calles después de las seis y que, aunque no tenían placas, sospechaban siempre de quién eran.
El primero fue Gilberto Giraldo Gálvez, que vivía a la vuelta de donde León María. Cerró su botica de la calle Sarmiento y montado en su cicla como si estuviera montado en la carroza que no quiso dejar empujar, repartiendo sonrisas y venias, llegó hasta la sede del club, en un costado del parque Bolívar. La secretaria le pasó a firmar tres o cuatro papeles, él revisó el cuadro de competencias para el siguiente domingo y alcanzó a llevar las manos a los ojos. Una sombra apareció detrás de la puerta, después un chasquido y Gilberto Giraldo Gálvez, fundador y presidente del club ciclista Santander, primer campeón nacional de ciclismo, carguero del anda de la dolorosa el sábado santo y alguna vez en su remota adolescencia miembro del directorio liberal de Santuario, Caldas, de donde era oriundo, cayó muerto sobre la mesa de trabajo de la sede del club. Su sangre manchó unos papeles arrumados en el escritorio y llenó de pánico a la secretaria, que gritando en un solo tono y como rajada de por vida, cayó también de bruces, desmayada, en todo el medio de la calle Sarmiento, después de recorrer cuadra y media sin parar ni un instante. No pudo ver más porque de lo contrario no habría resistido.
Con el disparo llegaron otros tres
miembros del club y precipitadamente levantaron a su presidente tratando de
revivirlo de una muerte que ya le había llegado. Lo extendieron sobre el
escritorio, y antes de que alguno de ellos pudiera salir a pedir auxilio, los
vecinos oyeron otra vez los chasquidos y los tres socios del club le hicieron
vela eterna al cadáver de Gilberto Giraldo Gálvez. Al quinto lo mataron casi a
la misma hora cuando salía de la fábrica de tubos de don Braulio Gardeazábal,
otro de los hijos de don Marcial.
Braulio, que lo recogió, pudo oírle muchos detalles de su muerte mientras lo llevó al hospital para que muriera media hora después. Sin embargo, no dijo una palabra ni presentó una denuncia y fue uno de los pocos liberales que pudo quedarse a vivir en Tuluá sin temor de que lo amenazaran. El sexto miembro del club, Arcadio González, el marido de Nina, la redactora social de Relator, apenas le contaron de la balacera en la sede del parque Bolívar, trancó puertas y ventanas y fue a dormir, por el solar, a la casa de su suegra, doña María de la C. Pérez y Botija, uno de los pocos habitantes de Tuluá que todavía guardaba pergaminos y rendía culto a la heráldica.
Al otro día, montado a medias en su bicicleta pero con el uniforme blanco, los zapatos croydon de rayitas negras y la boina roja en la mano, acompañó a León María Lozano en el entierro de su vecino. Cuando enterraron a don Rosendo Zapata, León María también iba a la vanguardia del cortejo y casi llora cuando abrazó a Fabiolita para darle el pésame. Arcadio González no lloró como Fabiolita, pero temeroso de que algo pudiera sucederle y conociendo bien el prestigio de héroe que tenía León María, lo buscó en el entierro y llevando la bicicleta de la mano se hizo a su lado durante todo el trayecto de San Bartolomé al cementerio. Seguramente hoy estará arrepentido de haberlo hecho porque esa posición en el entierro obligó a Tuluá a desviar todos los comentarios de las muertes a otros lados menos al político y permitió a León María sobreponerse a los rumores que algunos liberales decididos dejaban caer por gotas todos los domingos en el restaurante de La Chapeta, a dos cuadras de su casa, después de que empezaron a cosechar chismes de las largas visitas que le hacían antes de la comida los señores de un carro gris con placas de Cali. Pero como él se mostraba más compungido que muchos de los dolientes, y jamás podría acusársele de alguna falla, Tuluá tuvo que traumatizarse para poder convencerse de que quien dirigía toda esta matazón era León María Lozano, el antiguo vendedor de quesos de la galería, el mismo que iba a misa todos los días donde los salesianos y a las seis de la tarde se encerraba en su casa a cuidar de los pavorosos ataques de asma que le daban casi a diario con silbido de sepulcro, ahogo de moribundo y carrera al patio en busca de aire puro.
Para poderse convencer, Tuluá tuvo que
esperar tres meses más, enterrar casi un centenar en su cementerio y oír a los
refugiados de las montañas bajar a contar sus pesares. Sin embargo, sólo el
once de agosto, cuando la chusma conservadora atacó a Riofrío, en donde estaba
de párroco el padre Nemesio, León María Lozano se identificó como el jefe de la
banda asesina.
El padre Nemesio estaba cerrando las puertas de la iglesia, don Martín Sanclemente paseaba por el andén de la notaría y don Maríano Holguín conversaba sentado en un taburete, recostado a la pared de su casa de la plaza. Las cuatro bombillas débiles del parque ayudaron a presentar el prólogo.
Llegaron primero los camiones de Trujillo. Cuadraron frente a la telegrafía y bajaron tres docenas de individuos, todos armados con machetes y protegidos con ruanas grises. Diez minutos después llegaron cuatro carros sin placas y parqueándose frente a la alcaldía entraron a la telegrafía. Cuando salieron, Riofrío estaba aislado y aunque Chepita desde la telefónica de Tuluá hacía esfuerzos desesperados por restablecer la comunicación, sólo al día siguiente, cuando una patrulla del batallón Cabal vino desde Buga a averiguar por la suerte de Riofrío y encontraron a Beatriz, la telegrafista, maniatada en una silla, pudieron saber que Riofrío había sido azotado por la mano triste que el padre Nemesio, don Maríano Holguín y la Tortilla Caycedo, que tenía un bar en la esquina del parque, atestiguaron mandaba León María Lozano, el vendedor de quesos de la galería de Tuluá.
Habían llegado más de doscientos hombres al parque cuando apareció el carro azul y todo el jolgorio vivarachero y aguardientoso de la turba con ganas de asesinato se volvió silencio. Cuadró en todo el frente de la cárcel y antes de que el hombrecito bajito, de sombrero, que iba atrás se bajara, los tres individuos que lo acompañaban lo hicieron ametralladora en mano. Después si lo hizo él, medio cubierto con un saco, camisa blanca, sin corbata, pero con el sombrero bien puesto. Beatriz desde su inmovilidad obligada oyó la voz gangosa dar órdenes secas para hacerse servir un aguardiente y mandar violentar las puertas de la cárcel. Hubo disparos al aire, gritos de alborozo y sonoros hijueputas cuando León María tomó el aguardiente y veinte hombres dispararon al tiempo contra la cerradura de la puerta de la cárcel. Dos más, Celín y Atehortúa, le dieron un empellón y la puerta cedió. En ese momento todos los habitantes de Riofrío, que guardados bajo las cobijas vivían mentalmente y a oídas todo el proceso, oyeron tres disparos distintos antes de que se precipitara la balacera que puso fin a la vida del guardián de la cárcel que disparaba con su carabina tratando de atajar la turba. Fue el único muerto de esa noche, pero sirvió para que la leyenda de León María Lozano tomara forma, y su poder llegase a todos los límites del Valle del Cauca.
Al día siguiente se pavoneó por la calle Sarmiento con Celín y Atehortúa, sus guardaespaldas. Sentó en el Happy Bar, y no en el Bar Central porque ahí dizque iban los ricos y él no lo era, y desde la mesa del rincón del lado de los billares, León María Lozano manejó con el dedo meñique a todo el Valle y se tornó en el jefe de un ejército de enruanados mal encarados sin disciplina distinta a la del aguardiente, motorizados y con el único ideal de acabar con cuanta cédula liberal encontraran en su camino. De todos sus pescuezos colgaban escapularios de la Virgen del Carmen. La mayoría iba a misa todos los domingos y comulgaba los primeros viernes. Todos, menos el jefe, que nunca cargó otra arma distinta que su mirada de mula cansada, iban armados con dos o tres revólveres y una carabina. Viajaban en carros azules, sin placas, o en las volquetas de la secretaria de obras públicas. Para ellos no regia el toque de queda que el gobierno impuso todos los días a las siete de la noche. Las carreteras estaban libres para su tránsito y en los retenes nunca eran detenidos.
Jamás pudo
presentarse una demanda contra ellos porque a los abogados liberales se les fue
imposibilitando la opción a litigar y no había ningún conservador que se
atreviera, por honesto que fuese, a presentar una demanda contra miembros de su
mismo partido. Los curas, o se quedaron callados como el padre Ocampo de Tuluá,
o tuvieron que irse lejos, a buscar huacas, como el padre Nemesio, que esa
noche de Riofrío fue quizás quien impidió la matazón que los ánimos y el aguardiente
habían dispuesto para su pueblo.
Apenas vio llegar a León María trancó bien la iglesia y salió al parque por la puerta de la sacristía. Cuando atravesó el parque, dejando llevar a la brisa su sotana, oyó las descargas contra la puerta de la cárcel. Como pudo paró y en la mitad del parque esperó los disparos tímidos del guardián y la arremetida inhumana de la chusma que ahogó a balazos los gemidos finales del pobre iluso que quiso detener el ejército de bandidos con la centésima parte de la locura que ellos pregonaban en los cañones de sus revólveres. Inmóvil, casi que petrificado ante la tronamenta, vio salir los presos que liberaron, oír vivas a León María, mueras al partido liberal y aguardiente al partido conservador.
Tanteando entre el olor a pólvora se le acercó y él, que no olvidaba que había sido el único que quiso enterrar a don Luis Carlos, le dio un abrazo tan sonoro que los tiros volvieron a partir el aire. Tres aguardientes con el jefe de la chusma y entre uno y otro la solución de que en menos de una semana habría hecho salir a todos los liberales de Riofrío, siempre y cuando en esa noche los respetaran junto con los demás.
Afortunadamente, León María se doblaba ante la Iglesia y Riofrío pudo salvar la vida de treinta y siete familias liberales que vivían en sus calles. Una semana después, el padre Nemesio salió al lado de Pedro Nel Navarrete, su mujer y sus tres hijos y dos docenas de gallinas, llevando él solamente los avíos de guaquería y los deseos locos de la huida. Nunca volvió a un curato, ni siquiera ahora que las cosas han cambiado bastante. Adoptó la posición que muy pocos de sus compañeros adoptaron: huir antes que verse imbuidos en una matazón que no tuvo límites ni de tiempo ni de espacio y que llenó de sangre calles ríos y sembrados de Colombia.
Pedro Nel Navarrete era el último de los liberales que quedaban en Riofrío. De la premura tuvo que vender, por la mitad de lo que le costó, su tienda de la calle caliente y dejar alquilada a menos precio su finca de Trujillo. El plazo no era prorrogable y él y el padre Nemesio lo sabían tan bien como lo supieron los muchos miles de campesinos que tuvieron que salir corriendo a las ciudades para salvar sus vidas sin importarles perder el capital de años, dejándoselos a los más ricos del pueblo que siempre tenían la plata en caja fuerte y eran conservadores. León María, aunque pudo haberse vuelto más rico que todos ellos juntos, jamás compró una plaza de tierra ni obligó a nadie a vendérsela. A él no le importaba el dinero, con lo que recibía mensualmente del directorio le alcanzaba para llevarle al mercado a su Agripina y pagar los viajes al colegio de las niñas en Manizales. Además, y eso lo pregonaba cada que tenía cuatro aguardientes en su cabeza, la política la hacía con dinero, pero no para conseguir dinero.
Eso como que lo dijo esa noche de Riofrío porque el padre Nemesio lo acababa de recordar por la radio en una entrevista que le hicieron hace un rato y que seguramente deben haber oído en este Tuluá todos los que ya están empezando a cerrar puertas y ventanas esperando lo peor. El único bar que permanece abierto en esta tarde es el Happy Bar.
Allí llegó León María al día siguiente
de que apareció en Riofrío como jefe de lo que Relator llamó en primera página,
"los pájaros". La mesa del rincón fue la escogida accidentalmente
porque la de la orilla de la carrera veinticinco estaba ocupada por tres
dentistas de la calle del dolor. Celín a un lado, Atehortúa al otro. Más tarde
llegaron los Osorio de Trujillo y los Londoño de La Marina. Juntó dos mesas
para recibirlos y le pareció tan especial el rincón que desde allí presidió,
con su voz gangosa y su ignorancia atrevida, todo lo que él consideró desde ese
momento que debía pasar por sus manos. Nadie le interrumpió jamás en ese sitio
y aunque los muchachos volvían a pasar por la puerta del bar como en los días
siguientes al nueve de abril pasaron por su puesto de la galería, para verle la
cara de héroe que estaba tomando, sólo una vez tuvo que obligar a disparar a
sus hombres en ese sitio. Fue el día que los perros de don Alfonso Pineda
salieron y armaron una camorra con la perra de Paco Escobar, con aullidos,
gruñidos y orinadas en todas las patas de las mesas hasta que León María no
resistió y mandó matar los tres perros.
Fue una descarga sorda que retumbó en toda la cuadra y cerró inmediatamente las ventanas y puertas de todas las casas vecinas en menos de medio minuto, salvo en la de don Alfonso Pineda, que arrastrando sus piernas, apoyado en una muleta de palo (que con las pocas ventas de su tienda había mandado hacer a Chepe el carpintero), llegó hasta la puerta del bar y en la media lengua que le quedaba después de su ataque cerebral, maldijo a León María por haberle matado sus perros de raza. Casi se le salen las lágrimas al tullido tratando de enhebrar una palabra con la otra para elevar su maldición. León María lo miró con sus ojos de mula cansada y cuando vio que ya no podía decir más siguió, imperturbable, en la charla con sus pájaros.
Sin embargo, al día siguiente, Alfonso Pineda oyó tocar antes de las seis de la tarde la puerta de su casa. Su Ester creyó que les había tocado el turno a ellos como decían que les tocaba a todos los que León María no quería. Llegaban antes del anochecer, tocaban la puerta, preguntaban por el dueño de la casa, lo hacían salir como se encontrara y sin permitirle siquiera un beso para su mujer o sus hijos, lo montaban en uno de los carros azules que hacían las noches del Valle del Cauca. Al día siguiente, la mujer y sus hijos tenían que ir al anfiteatro a reclamar el cadáver que casi siempre encontraban unos pescadores del río Cauca o los barrenderos del municipio en la avenida del río Tuluá. No llevaban otra marca distinta que la de los balazos en la nuca o la de las cabuyas con que los amarraban de pies y manos para tirarlos al río.
Los primeros días no avisaban porque casi siempre escogieron a gente pobre que les daba lo mismo que saliera o que muriera, al fin de cuentas era una boca menos en casa. Con los meses el sistema fue perfeccionándose y en la angustia de los tulueños tomó caracteres apocalípticos la llegada de la noche. Debajo de las puertas de las casas de los que los pájaros querían sacar de Tuluá, aparecían las famosas boletas hechas en caligrafía gótica. El plazo era de un mes, una semana, cuarenta y ocho horas. Si no se iban en ese tiempo, al amanecer llegaban a tocar la puerta. Si se iban, también hacían lo mismo. Recorrían la casa como si fueran los policías del gobierno, que a todas esas permanecía sordo y ciego a la matazón. La revisaban de extremo a extremo y cuando se convencían de que en verdad allí ya no vivía nadie, o le quemaban un taco de dinamita para agrietarle las paredes o ponían un letrero en azul sobre la puerta, letrero que no decía nada, acaso si cuatro iniciales o una cruz y una lanza, pero que era seña indeleble para que nadie ocupara la casa y la ruina le entrara para siempre desde fuera.
Eso era lo que Estercita de Pineda estaba temiendo la tarde que oyó tocar la puerta de su casa. Recordó el momento del día anterior, cuando su marido llegó pálido de la ira a contarle en su medio idioma que León María le había mandado matar sus perros porque estaban haciendo mucha bulla y él no había podido ir hasta su mesa a decirle todo lo que se merecía porque la maldita lengua no le había dejado hablar. Tampoco lo dejó hablar esa tarde, cuando él mismo abrió la puerta, apoyado difícilmente en su muleta y encontró el carro azul que todos decían conocer y en el andén a Atehortúa teniendo de la mano dos cachorros de pastor alemán, de los mismos que tenía la policía, que León María le enviaba sin ningún comentario.
Mas eso lo puede contar hoy don Alfonso Pineda a su mujer -porque él también debe haber cerrado nuevamente su tienda-, pero no los miles de huérfanos que se quedaron esperando que de pronto, a la misma hora en que vieron salir a su papá en el carro azul, volviera rejuvenecido y no en el ataúd en que lo trajeron al día siguiente. León María y sus pájaros podían reemplazar perros, pero no podían recrear papás.
El camino era irreversible y todos los liberales lo fueron conociendo aun por encima de la censura que el gobierno fue implantando poco a poco en los periódicos y que dejó casi que sin noticias a media nación. Relator fue el último en callar la boca porque se las ingenió para publicar las noticias de los crímenes con otros títulos. Sin embargo, alcanzó a circular el 23 de octubre de 1952. Dos años exactos después de la muerte de Rosendo Zapata en las calles de Tuluá, para narrar en detalles entrecortados, inconexos y hasta ininteligibles para quien no supiera las claves, que a Ceylán le habían echado candela por los cuatro costados los pájaros que acaudillaba León María Lozano. Al 24 ya no habló de nada más. Su primera página se convirtió en página social y la de la crónica roja en un resumen de los mágicos informes del comando departamental de policía que disculpaban de manera fabulosa los muertos que a diario entraban por la puerta del anfiteatro. El imperio del miedo y de la sangre estaba ya en su furor. El gobierno también era de ellos.
Fue por esos días cuando León María ya no solamente entraba al Happy Bar sino que paseaba por los salones del cuartel de la policía o por las dependencias del alcalde. Él hacía los nombramientos de maestros, los de inspectores de policía y revisaba toda la correspondencia oficial que a esos despachos llegaba. El comandante de la policía no tomaba una determinación sin antes no consultársela, ya fuera en la mesa del Happy Bar o en su casa, o en el puesto de quesos de la galería, al que no dejaba de ir todos los días cuando sonaban las doce. Sabía primero que cualquier otro funcionario del municipio las órdenes que el gobernador mandaba desde Cali o que el ministro de gobierno despachaba por telégrafo desde Bogotá. Y cuando esas órdenes no le parecían, él mismo se encargaba de llamar desde la telefónica de Chepita a quien la hubiera dado para informarle en términos muy claros que no la cumplirían en Tuluá. De tal modo daba él esas órdenes que en las capitales fueron volviéndose temerosos y cuando algún nuevo funcionario mandó una orden que lo sacaba de quicio y él aparecía en los pasillos del palacio de San Francisco en Cali, se originaba una conmoción tal que todo el mundo creía que el tan cacareado golpe de Estado por fin se había producido en Bogotá. No pidió cita ni se identificó ante la guardia. Atehortúa y Celín, con sus ametralladoras al aire lo decían todo. Subió al despacho del secretario de educación, quien era el que había mandado la orden que lo había hecho salir de su retiro de Tuluá. No tocó la puerta ni pidió permiso y cuando el maestro Romero Lozano lo vio por encima de sus lentes gastados y lo situó con su diente único, tragó entero y se levantó a darle un abrazo. Ni él sabía que su pariente lejano de Tuluá era el famoso León María ni éste sabía que el loco de los Romero de Buga era el imbécil que le había mandado la orden de destitución para la maestra de la escuelita de Madrigal por no cumplir con el escalafón.
León María extendió el papel ajado que la maestra de Madrigal le había llevado al Happy Bar y en el mismo tono gangoso con que mandaba regalar los perros a don Alfonso o matar a los siete liberales que todavía quedaban en Roldanillo, le exigió explicaciones sobre el individuo ese llamado escalafón que obligaba a la destitución de la maestra de Madrigal. El maestro Romero le explicó entre labios, apuntando con su diente único, pero como ni León María, ni Atehortúa, ni Celín entendieron, y el maestro se declaró incapaz de explicarles otra vez, León María salió para el despacho del gobernador y en la misma absurda manera logró no sólo interrumpir la cita que tenía con un gringo de la revista Life (que quedó mudo viendo llegar a ese individuo que no usaba corbata aunque se ponía saco y camisa de cuello duro y que venía rodeado de dos guardaespaldas de ametralladora), sino que en un minuto tenía en sus manos la contraorden para que Luzbely Valencia Ch, maestra de Madrigal, corregimiento del municipio de Riofrío fuera ascendida en el escalafón de primera categoría y restituida en el puesto de maestra titular de la escuela mixta de ese corregimiento.
El gringo quedó mirándolo durante el minuto largo que estuvo en el despacho, pero no se atrevió a preguntarle nada. Sólo cuando ya salía, sin despedirse ni haberse intentado quitar el sombrero, se acercó a Atehortúa, que ya iba a cerrar la puerta, y le preguntó, monosilábicamente: "¿Usted decirme quién ser señor grande?". Pero como Atehortúa no entendió nada, Celín, que le alcanzó a oír, le gritó desde el pasadizo: "El jefe de los pájaros, gringo güevón". Y al mes siguiente, con fotografías que consiguió de muchas de las viudas que acostumbraban tomárselas a sus maridos cuando los bajaban envueltos en costales para que no hicieran la de los muñecos de mantequilla con el sol (porque después de la matanza de Ceilán ya no bastó con el disparo en la nuca sino que los empezaron a machetear), la revista Life sacó en cuarenta páginas todo un recuento mágico de la guerra civil no declarada que se vivía en Colombia encabezándola con el título de "La tierra de El Cóndor, el jefe de los pájaros".
Hernandito Rodríguez, que recibía la revista en inglés, fue una mañana al Happy Bar y la mostró ante León María. Tradujo lo que pudo y como en verdad no decía mucha cosa buena de él, mandó llamar a su abogado, otro pájaro tan grande y sanguinario como él, pero de gente distinguida, para que ultimara los detalles contra ese gringo que lo calumniaba. Sin embargo, como Hernandito siguió leyendo y él fue dándose cuenta de que eso era más propaganda que la que podía haber ganado con la atajada de la chusma el nueve de abril y la bajada en Riofrío, redactó a los gritos un telegrama al gobernador informándole de lo leído y firmado no ya como León María Lozano solamente, sino como El Cóndor, el jefe de los pájaros.
Era febrero de 1953. Por esos días fue que trajeron el cadáver de don Alberto Acosta. Doña Midita vivió para siempre esos minutos. Quizás por ello cuando los recuerda empieza a desvariar y a recitar sus versiones de lo sucedido en estos años en Tuluá. Eran las dos de la tarde. Acababan de darlas en el reloj de la sala y las estaban repitiendo en el campanario de San Bartolomé. Oyó llegar el yip de su marido. Casi siempre llegaba a esa hora de su finca de San Pablo. Salía desde temprano en la mañana y regresaba con la leche y los plátanos al día siguiente. Conservador hasta los tuétanos, nunca dejó de pagar un centavo al directorio, pero tampoco metió sus narices en nada de la política. Con doña Midita había formado un hogar ejemplar (como diría la crónica social de Nina en Relator al día siguiente), del que apenas le quedaron dos hijos varones que no pasaban de los siete años. Nadie oyó decir jamás que don Alberto Acosta ofendiera a alguien o debiera algo. Por eso cuando el chofer del yip tocó la puerta de la casa y doña Midita quedó mirándole a sus ojos brotados, ella supo muy bien qué le había pasado a su marido y pegó carrera a llorar ante la imagen del Sagrado Corazón en la sala de atrás. La voz hueca del chofer retumbó en el zaguán de su casa y quedó confundida con las incoherencias del mayordomo que le decía a doña Midita que ahí, en ese bulto que cargaban entre los dos, estaba lo que la chusma de Manuel Rojas había dejado de su marido.
El padre González tuvo que venir a arreglar el cadáver y hacer las diligencias de la funeraria. Doña Midita ya no era de este mundo, aun cuando todavía corre de un lado para el otro y organiza los sábados el costurero de mamá Margarita para las obras sociales de don Bosco. León María fue informado en su mesa del Happy Bar. Doña María Cardona lo supo en el encierro voluntario que se había impuesto desde que empezó la matazón. Ambos salieron despavoridos de sus sitios y llegaron casi al tiempo a la casa de doña Midita. Es el colmo, León María, le dijo energúmena misiá María. Esto no se queda así, señora, se lo prometo por la memoria de su marido. Y verdad que no quedó así.
Alfredo y Manuel Rojas eran dos hermanos que desde la noche del entierro de don Luis Carlos Delgado vinieron a engrosar las filas de León María. Con los meses, y ante la imposibilidad de León María de estar manejando personalmente todo el territorio del Valle, había ido cediendo el poder a las bandas que encabezaban los que primero habían estado a su lado, salvo Celín y Atehortúa, que seguían siendo sus guardaespaldas. El uno, Alfredo, había tomado poder en toda la banda occidental del río Cauca y manejaba desde Ansermanuevo hasta Yotoco. Vivía de las cuotas voluntariamente obligadas que recogía de los dueños de las tierras. Tenía tres carros, dos ametralladoras y once hombres. Torpe hasta para dar las órdenes, jamás distinguía entre un conservador y un liberal y por ello había tenido muchos problemas con León María. Sin embargo, su fidelidad al jefe era asombrosa.
El día siguiente a la matanza de Ceilán, cuando un grupo de liberales energúmenos fueron reuniéndose alrededor de la casa de León María antes del almuerzo, él apareció como traído en carros invisibles y con sólo siete de sus hombres puso en retirada a los doscientos o más energúmenos liberales que por primera y única vez en la historia de Tuluá quisieron protestar.
Fueron tres descargas cerradas de ametralladora desde cada una de las tres esquinas. No hubo ningún muerto, pero tampoco quedó ninguno en diez cuadras a la redonda. Le habían avisado a Riofrío, centro de sus operaciones, y como pudo apareció en Tuluá dispuesto a salvar a su jefe. Por ese detalle, o quizás más bien porque su hermano Manuel se había independizado demasiado en la otra banda del río, manejando desde Sevilla hasta Bugalagrande, León María decidió esa noche del velorio de don Alberto Acosta que Manuel Rojas pagaría el atrevimiento.
Apenas pasó el entierro llamó a Alfredo y, sin pensar en la reacción de hermandad, quizás porque siempre sobrepuso a todo criterio el de la honestidad de su partido, León María Lozano le dio la orden de matar a su hermano Manuel. Demoró un poco, pero Tuluá recuerda muy bien el momento. Fue en la calle Sarmiento, llegando a La Viña. Alfredo convenció a Manuel de que le trajera desde Sevilla a Carlos Julio Mesa, el del bar Pijao, otro refugio igual al Happy Bar de Tuluá. Lo odiaba desde la noche en que, agotado de una gira de muerte por caminos veredales, llegó hasta él y le pidió tres aguardientes para pagárselos después y él, paisa al fin y al cabo, prefirió negárselos.
Manuel lo sabía muy bien porque el mismo Mesa se lo había contado, de manera que cuando Alfredo le pidió el favor, no fue sino convencerlo con la posibilidad de una cafetera a menos precio y traerlo a Tuluá para pasearlo por la calle Sarmiento.
Alfredo lo esperaba parado en la puerta del almacén de misiá Claudina Rodríguez. Julio César Velasco, que ya vendía los panes que después le hicieron regalar la noche de la envenenada de León María, atestiguó siempre que quien había disparado era Alfredo y no el cabo de la policía, que el juez 25 de instrucción criminal dijo después de haber detenido como culpable de la muerte de Manuel Rojas y a instancias de la escandalera que León María Lozano armó en todos los periódicos y oficinas del gobierno porque en las calles de Tuluá le habían matado, y a pleno día, a uno de sus más serviciales subalternos.
El toque de queda se adelantó ese día para las seis de la tarde, las tropas del batallón Palacé custodiaron a la ciudad, la policía fue acuartelada y de allí sacaron al cabo Torres, un liberal que extrañamente había quedado todavía en el cuerpo armado, y después de encadenarlo a uno de los samanes de la permanencia y bañarlo en agua caliente hasta que olió a chamuscado, llevarlo desnudo por las calles hasta la orilla del río donde lo metieron a una radiopatrulla y nunca más lo volvieron a ver en persona, pero si en todas las primeras páginas de los periódicos porque el gobierno se encargó de demostrarle a la opinión nacional que precisamente un liberal incluido en la policía desde la época de la gobernación del doctor Pachoeladio había sido el autor de tan execrable delito.
Doña Midita no entendió bien lo que le dijeron esa mañana que mataron a Manuel Rojas porque todavía seguía oyendo el cuento del mayordomo de cómo había arrinconado a su marido contra el yip y después de haberlo desnudado lo volvieron picadillos entre cinco con sus machetes, y ella no había preguntado quiénes eran los asesinos o lo había olvidado, pero misiá María Cardona sí que lo sintió y bien duro. Desde ese día se ha considerado la culpable de la muerte de Manuel Rojas y aunque en cada comunión lo encomienda al Señor todos los sábados, en la capilla de María Auxiliadora celebran una misa por el alma del asesino de don Alberto Acosta y ella deja de fumar todo el mes de mayo como sacrificio por el pecado que la atormenta. Sale muy poquito a la calle y aun cuando nunca más volvió a verse con León María, él, todos los 24 de mayo, le hizo llegar la cuota para un día de la novena de la virgen Auxiliadora. No había necesidad de que nadie se lo recordara. No olvidaba ese detalle como tampoco olvidó hacer llegar todos los sábados un queso a don Marcial Gardeazábal hasta el día que un infarto lo tumbó en medio de sus libros y vinieron a enterrarlo todos los hijos del doctor Uribe Uribe para darle quizás un significado netamente liberal al cortejo.
Los ataques de asma no lo habían abandonado. Si tomaba más de cinco aguardientes diarios, por la noche, Agripina tenía que mantenerse a su lado ventilándolo con el fuelle de cuero hasta que él, desesperado, salía al patio a conseguir el aire que no lograba en su alcoba. Pero nunca salía a la calle. No podía olvidar las palabras del lego y antes de acostarse mandaba trancar con doble llave la puerta del portón y le entregaba la llave a Agripina. Quizás por eso el día que lo envenenaron creyó que no moriría ya que ni le había dado el ataque de asma ni intentó salir a la mitad de la calle.
En Tuluá no olvidan ese momento, ni mucho menos las treinta y seis horas que siguieron al grito que pegó Chepita por el teléfono de la central para llamar al doctor Cardona a decirle que a León María y Agripina los habían envenenado con un queso que le había llevado uno de los Torrentes de Barragán.
Eran las siete de la noche. La habían llamado desde la tienda de don Fortunato Palacios que tenía teléfono y como ella sabía muy bien quién era León María, porque había oído muchas conversaciones de él con las autoridades de Cali y Bogotá, sin recordar que ganaba el doble de lo que le pagaban a las otras telefonistas porque a él le había parecido muy simpática, pegó el grito que casi le rompe el tímpano a la Empera del doctor Alberto Cardona y puso a Tuluá en estado de alerta.
Desde el día que los doscientos liberales fueron rodeando la casa de León María, al día siguiente de la matanza de Ceilán, toda posibilidad de reacción contra la situación imperante había quedado muerta antes de nacer.
El encierro obligado apenas daban las seis de la tarde, el dormirse arrullados por los disparos esporádicos de la chusma y el recorrer nocturno trepidante de los automóviles de los pájaros fueron sumiendo a Tuluá en un mutismo tan exagerado que cuando enterraban siete en un día, nadie se inmutaba porque la semana anterior lo menos que habían tenido que hacer era regalar tablas viejas para hacer los ataúdes de los muertos de Frazadas o Monteloro, que obligatoriamente iban a dar a Tuluá porque de allí salían sus asesinos, ya fuera en los carros de la secretaria de obras públicas o en los azules de los pájaros o en los verdes de la policía. No les importó que el muerto fuera su vecino o el marido de la popular doña Midita o el cabo Torres, que había organizado el parque infantil en la salida para Buga, o Teodoro Sanclemente, el inspector de policía que desterró a las putas de los alrededores del parque Boyacá y las mandó a vivir por los lados del matadero.
No, a Tuluá escasamente le importaba sobrevivir. Pero esa noche que Chepita gritó por el teléfono algo debió haber pasado porque nadie cerró ventanas, hubo caso omiso del toque de queda y a la medianoche Tuluá parecía estar viviendo el carnaval de 1937, el primero y único carnaval que pudo realizar, porque el padre Ocampo dictó condena de excomunión para todos los que habían apoyado el desfile de carrozas en el que salieron las candidatas al reinado con trajes ceñidos al cuerpo que reñían con la moral y las buenas costumbres que él tan celosamente defendía desde el año de 1924, cuando fue nombrado párroco de San Bartolomé.
León María había llegado a su casa a eso de las cuatro de la tarde, después de la última charla con sus inmediatos en el Happy Bar. Vino conversando con su abogado y seguido imperturbablemente por Celín y Atehortúa a unos cinco pasos atrás. Pocas veces usaba los carros de plaza y en Tuluá nunca lo vieron montado en los carros azules en que dijeron había llegado a Riofrío la noche del ataque a la cárcel. Desde la galería o desde el Happy Bar siempre caminaba hasta la casa. En la esquina de los salesianos el abogado cruzó por la Bomba del Sur, donde tenía lavando su carro, y él fue a sentarse en su vaqueta, a meter los pies en aguasal caliente y a leer en voz alta las informaciones de El Siglo. A las seis llegaron los quesos de Barragán y él escogió para su casa uno de los de Simeón Torrente. En la comida lo hizo servir para pasar el chocolate. Agripina lo había probado antes y en mayor cantidad. Fue la primera en sentir los síntomas del envenenamiento, aunque inicialmente los atribuyeron a la sopa de espinacas, que creían hacía daño por la noche. Le dio una comezón en el brazo izquierdo y luego un colerín que ni con agua de paico le calmó. Andaba en ésas León María cuando sintió también la comezón y le empezó el colerín. La muchacha del servicio llamó desde donde don Fortunato y el doctor Alberto llegó en menos del cuarto de hora con maletín negro, aparato de lavados, coramina y auscultador. Agripina ya casi que boqueaba. León María la miraba desesperado teniéndose en sus manos gordas el estómago adolorido. Cuando el doctor Alberto intentó voltearla y León María quiso ayudarle, un vacío inmenso le entró desde el más allá y quedó desplomado sobre la silla donde descansaba la comida.
Mélida Cruz llegó al momento y aun cuando nunca ha oído nada, porque nació medio sorda y con los años se tapó del todo, hizo gala de sus conocimientos de enfermería y ayudó a poner al menos un poco lejos de la muerte a Agripina y su marido. El doctor Alberto y ella les pusieron inyecciones de una clase y de la otra. Los hicieron vomitar aun parándose encima de la voluminosa barriga de León María y por último los bañaron en alcohol para revivirlos.
Cuando terminaron esta primera función, Agobardo daba la media de las ocho en San Bartolomé y en la puerta de la casa de León María Lozano la gente había ido reuniéndose hasta sobrepasar los doscientos que llegaron el día siguiente a la matanza de Ceilán. A las nueve y media José González había traído el acordeón y los hijos del maestro Cedeño, todos con una bandola y una maraca, menos el mayor que tocaba el violín, formaron un conjunto musical que a las diez había puesto ya baile a los mil y más individuos que brincaban cada vez que veían entrar con una droga más al mandadero de la farmacia de Nelson Marmolejo (porque don Julio Caicedo se negó a enviar droga alguna para León María aduciendo que su farmacia ya casi no tenía nada para vender), o gritaban cuando Mélida Cruz, con su sordera a cuestas, salía de la casa para ir a la tienda de don Fortunato a llamar al hospital para que enviaran algún instrumento que el doctor Alberto estaba pidiendo. León María moría lentamente, en medio de atroces dolores, y Tuluá gritaba de la felicidad. Los pájaros andaban en correría por las montañas y caminos trayendo el cargamento de muerte que regaban a la madrugada en las calles de Tuluá y nadie podía defenderles su jefe. La policía era impotente ante tanta gente y del batallón de Buga nadie venía a dominar la situación. A la medianoche las botellas vacías caían contra las paredes de la casa de León María y los borrachos inventaban tonadas para despertar en el último minuto al pájaro grande que moría. El doctor Alberto seguía al lado de los intoxicados y Mélida Cruz insistía en frotarlos en alcohol.
Agripina fue la primera en dar muestras de restablecimiento. A las dos de la mañana, cuando el carnaval de festejos por la segura muerte del jefe de los pájaros estaba ya volviéndose un coro lastimoso de borrachos que iban de un lado a otro de la calle sin poderse sostener, Agripina abrió los ojos en el preciso momento en que una botella de aguardiente reventaba contra las paredes de su casa.
Mélida fue la primera en darse cuenta. El doctor Alberto le tomó la presión. Había pasado la crisis. Faltaba salvar a León María que desde medianoche botaba una babaza blanca y respiraba con un ronquido que Agripina, apenas lo oyó cuando despertó, reconoció como idéntico al que le había acompañado a su suegro, don Benito, en sus dos horas de agonía. No habían servido a esa hora ni las frotaciones con alcohol ni las inyecciones y le estaba comenzando el ataque de asma que sólo Agripina sabía lidiarle. Quizás fue por esto y no por las promesas al señor de los milagros de Buga que hizo Carmelita Lozano, que León María sobrevivió y veinticuatro horas después de su envenenamiento había ya visto desde la puerta los desperdicios del carnaval que por su muerte declararon los tulueños. Tardó doce horas más en darse cuenta de la magnitud de lo ocurrido. En ellas, sus pájaros -que apenas supieron de su gravedad cuando llegaron de sus correrías vinieron a hacer guardia frente a la puerta- le contaron detalle por detalle lo que había pasado hasta lograr crear en él un sentimiento tal de odio por los dirigentes de lo sucedido que a las cinco de la mañana del día siguiente, Tuluá ya sabía muy bien que León María Lozano todavía vivía y estaba dispuesto a vengarse de la afrenta dolorosa infringida en su agonía.
Los primeros que cayeron fueron los hijos del maestro Cedeño Al que tocaba el violín lo agarraron saliendo de la iglesia de los franciscanos después de tocar en una misa diaconada. Al atardecer lo encontraron castrado, con las piernas amarradas en la nuca, terminando de desangrarse, en la puerta de la fábrica de cartón de don Marcos Fernández. A sus otros dos hermanos los hallaron tres días después, Cauca abajo con sus bandolines amarrados de la nuca y sin otra compañía que un gallinazo solitario en sus estómagos. El maestro Cedeño los enterró al día siguiente con la misma pompa y protocolo con que enterró al primero: pasándolos por la puerta de la casa de León María, lentamente, durante siete veces seguidas, dándole vuelta a la cuadra mientras sus compañeros de banda entonaban una marcha ecuatoriana, llena de una melancolía que hizo llorar a Agripina y poner cabizbajo a León María por primera y única vez en su vida de violencia.
Pero la venganza no fue únicamente contra los hijos del maestro Cedeño, aunque si fueron los primeros. José González salvó su vida viajando esa misma noche del carnaval. De los otros, que pretendieron ser masa informe, no fueron sino quedando cruces en los cementerios. Los vecinos del cuartel de la policía los oyeron casi a todos, durante dos semanas largas que duró la venganza, quejándose de los latigazos que iniciaban su agonía. Empezaron por los que todo el mundo recordaba haber visto finalizar el baile, ya porque los encontraron borrachos, tendidos en la mitad de la calle o en los quicios de los andenes, ya porque María Luisa Sierra se encargó de descubrirlos con su lengua viperina contando todos los detalles del carnaval en la esquina del parque, delante de los chóferes de la plaza.
Fueron doce días de sangre, doce días de muerte, doce días que terminaron por guardar en lo más recóndito de Tuluá la posibilidad de protesta y dejaron sumida en el más impresionante silencio las calles que hoy también están adoptando la misma situación, aun cuando han pasado muchos años desde esa semana.
Pedro Alvarado, el dueño de la emisora, intentó denunciar el atropello que se cometía con la complacencia de las autoridades municipales, pero tuvo que verse obligado a leer el decreto número 1.453 del gobierno nacional por el cual la condecoración de la Orden de San Carlos era entregada al ilustre colombiano don León María Lozano, gestor de muchas lides cívicas, patrocinador indiscutible del bien público, a quien oscuros asesinos habían intentado ponerle fin creyendo así privar a Tuluá del más egregio de sus hijos. Sin embargo, Pedro Alvarado no calló y esa misma tarde hizo leer una nota firmada por él como comentario a la condecoración en la que daba gracias al cielo por tal gesto ya que de lo contrario las doce noches de terror que Tuluá había vivido, desde cuando León María Lozano volvió a la calle, hubieran seguido hasta dejar a Tuluá convertido en lo que seguramente él y sus pájaros querían: el pueblo de los abuelos.
Vino el gobernador a ponérsela, hubo un
multitudinario sancocho de gallina y docenas de cajas de aguardiente vinieron regaladas
por las rentas departamentales. La banda de San Pedro amenizó el festejo, pero
sólo las doscientas cuarenta y nueve cruces del cementerio respaldaron la condecoración.
Esos habían sido los muertos de los doce días. De a once por noche, salvo los
diecinueve que mataron en la finca de Rosalbina Ortiz, la viuda avara de Palobonito.
Los demás fueron buscados expresamente en sus casas o esperados en el puente
Blanco, por donde tenían que pasar, convirtiendo ese sitio en el paredón del
terror hasta el punto que muchos tulueños, temerosos de terminar pronto,
finalizaron viviendo en el otro lado del río sin tener ningún contacto con sus
familias, que vivían en el barrio Alvernia.
Allí fue donde intentaron matar a Aurelio Arango, el causante indirecto de la muerte de Pedro Alvarado.
Había bajado ese día de La Llanada a pagar una de las tantas cuentas que siempre ha tenido y que muy pocas veces ha pagado. Alfredo Rojas lo había acusado ante León María porque pese a decirse conservador no pagaba las cuotas de sostenimiento que Alfredo seguía recogiendo cada mes en toda la montaña occidental. León María no se había inmutado, pero si había hecho timbrar en tenebrosa letra gótica, una de las tantas boletas que repartieron en las madrugadas debajo de las puertas para amedrentar o hacer salir la gente de los sitios donde a los pájaros les estorbaba. A Aurelio Arango le mandaron timbrar una especial. Le prohibían salir de La Llanada a Tuluá porque, de lo contrario, sufriría las mismas consecuencias de cualquier otro liberal. Pero como el orgullo mete más allá de donde espera, Aurelio Arango, que a Tuluá no había vuelto por no tenerle que pagar una deuda a un marica cantinero de una casa de putas que había terminado por acostarse el día que las putas le hicieron el fo por no pagarles nunca, al día siguiente de recibir la tarjeta gótica bajó a Tuluá en la línea de Augusto Vélez para que no le reconocieran el yip.
León María había estado toda la noche con un voluminoso ataque de asma y apenas si alcanzó a ir a la misa de seis donde los salesianos, cuando tuvo que meterse otra vez en la casa de miedo a que se cumpliera la advertencia del lego y la muerte lo encontrara en la mitad de la calle. Hasta allá llegaron Celín y Atehortúa a contarle que el Arango de La Llanada había bajado. Mandó a llamar por la telefónica a Alfredo Rojas en Riofrío y dejó comisionado al abogado para que lo citara a las dos de la tarde en el Happy Bar. Celín y Atehortúa también citaron a Lamparilla.
Aurelio Arango, y eso lo sabía muy bien León María, no volvería a La Llanada hasta las cuatro y media, cuando saliera la línea porque no había más en que irse. Tenían tiempo. Y lo hubo. Lo hicieron todo tan despacio y delante de tanta gente (ya no tomaban ni precauciones en vista del poder absoluto que ejercían), que Pedro Alvarado lo supo y terminó parado a las cuatro de la tarde en la esquina del puente Blanco, esperando la victima del día. Al asesino ya lo habían identificado entre Paco Escobar, que vivía todavía enfrente del Happy Bar y sabía quiénes eran los clientes fijos y quiénes los contratados, y el mesero del Happy Bar, un hijo de Simeón Torrente, que para evitar problemas con su apellido y poder vivir sin lo que su padre después de que mandó los quesos envenenados dejó de pasarles, se colocó allá como Rodríguez. Por eso cuando Pedro Alvarado vio llegar la figura larga, pálida y destornillada del pesador de carne, supo que el muerto no estaba lejos y pensó rápidamente que la víctima seria don Ernesto Gardeazábal, que con su sordera adoptó un método maniático en su vida. Pasaba a horas fijas por el puente Blanco. Pero también allí, en la esquina del frente, cuadraba la línea de Toto Vélez y Aurelio Arango tenía que tomarla. Lamparilla se recostó, envuelto en su ruana, en el lado derecho del puente. Pedro Alvarado paró a conversar con Fabiolita Zapata en el otro andén. Aurelio Arango llegó con su caminado de pata ponedora. Venia conversando con Fulvio Santa, el dueño de la venta de café. Él y Fabiolita Zapata contaron cómo sucedió todo aun cuando solamente él lo atestiguó ante el famoso juez 25 de instrucción criminal que terminó por delatarlo ante los pájaros de León María aunque fuera conservador.
Lamparilla volteó apenas lo vio. Pedro Alvarado no le perdió detalle. Fabiolita, con la media de aguardiente encima que tomaba todos los días desde que le mataron a su Rosendo, allí mismo en esa esquina, acabó de sentirse fuerte y le gritó a Aurelio Arango. Lamparilla miró con la cara más pálida de lo que su sífilis se lo permitía y los tres tiros que iban contra Aurelio Arango, que abrió las manos como pidiendo misericordia, fueron a dar contra la cara de Pedro Alvarado, el periodista de la emisora. Lamparilla quedó mirándolos y como si no hubiera hecho nada siguió puente Blanco arriba hasta que tomó uno de los carros de la flota Gálviz.
Fabiolita Zapata quedó muda por un minuto largo, pero después le dio rienda suelta a la lengua mientras Santa y Aurelio Arango recogían al acribillado y lo iban a dejar morir en el hospital. Fue directamente a la emisora, escogió una marcha militar y, haciendo los típicos tres toques con que Pedro Alvarado leía su comentario diario: "Aló, Tuluá... aló... aló..." descargó sin miedo la acusación ante los asustados oyentes que ni le identificaron la voz ni le pararon bolas porque era peor protestar por la muerte de quien no había hecho más que servirles.
La emisora fue suspendida y nadie se atrevió por muchos años a abrirla nuevamente porque ni la mamá de Pedro Alvarado quiso protestar ni el gobierno volvió a dar permiso. El padre Ocampo lo cantó como a cualquier otro y a su entierro apenas si fueron diez o quince liberales de conducta. A los demás les dio el miedo que había hecho salir de los campos a millares de ellos y estaba haciendo salir de Tuluá a tantos otros.
Sólo Gertrúdiz Potes, caminando a medias, apoyada en su bastón de plata, significó algo dentro de la muda colectividad liberal que ni directorio municipal tenía desde que la matanza de Ceilán obligó a salir de Tuluá a tres de sus cinco miembros. Encabezó el desfile y cuando pasó por donde quedaba la botica del doctor Tomás, recibió una bandera roja que orgullosamente cargó hasta el cementerio.
León María, cuando lo supo, soltó la carcajada y, aunque quería mucho a la vieja por lo que había hecho por él en sus lejanos años de infancia, mandó timbrar otra de las tarjeticas de letra gótica para amedrentarla un rato.
Ya los años estaban pasando sobre León María y la rutina de la muerte lo estaba haciendo olvidar la manera de reaccionar de las personas de su pueblo, capacidad que indudablemente lo había llevado al poder macabro que ejercía. La Potes recogió la tarjeta cuando iba a la misa de seis en San Bartolomé y con ella en la mano llegó hasta el atrio. La mostró al que pudo y como alguien reconoció las letras góticas de la imprenta de don Agobardo Martínez, muy a las siete de la mañana, apenas salida de la misa, fue a tocar la puerta de la casa del tipógrafo. La aporreó con el mango de su bastón de plata y como don Agobardo ya había salido para la imprenta no alcanzó a asomarse por la ventana y no abrió; Gertrúdiz Potes fue a la tipografía de los sucesores de don Marcial y mandó timbrar carteles de contestación a las amenazas anónimas que en letras góticas le habían puesto al amanecer. Las suyas fueron simples letras de imprenta, pero le crearon la primera conciencia a Tuluá de que sería una mujer la única capaz de enfrentárseles a los pájaros de León María, aunque ellos se hicieran los sordos y ciegos ante la denuncia.
No volvieron a mandarle ningún anónimo pero ni ella olvidó ni León María dejó de recordar que había sido precisamente una mujer la única capaz de acusarlo ante Tuluá, y cuando vio, algunos meses después, la carta que mandaron a El tiempo, a pesar de no ver la firma de la señorita, imaginó -por quién sabe qué motivos extraños que siempre le ayudaron para salir adelante- que la redactora del manuscrito había sido ella y no los nueve doctorcitos que atrevidamente la habían firmado.
Mas para que eso pasara, Tuluá tenía todavía mucho que soportar y entre los muertos debía estar Fulvio Santa, el testigo de la muerte de Pedro Alvarado.
Lo persiguieron como a rata para poderlo matar. Le dispararon tres veces distintas cuando llegaba a su venta de café, pero o algún caballo de carretilla estaba atravesado o él había vuelto a saludar a alguien, o un carro pitaba muy duro y el que disparaba se asustaba, porque nunca dieron en el blanco.
Se fue entonces a vivir a Bugalagrande y allá lo persiguieron. Subiéndose a un Transocampo le dispararon trabajosamente desde lejos y él ni se inmutó.
Sin embargo, cuando bajaba del mismo, un mes después que tuvo que ir a Tuluá a consignar en los bancos, Atehortúa lo cogió a quemarropa llegando al Banco de Colombia.
No murió, herido en un brazo y en el pecho logró montarse en un carro de plaza y fue al San Antonio a que lo curaran. Lo metieron en la sala de urgencias. Una hermana le untó mercurocromo en la herida del brazo y le puso un dren en la del pecho a la espera del médico de turno. Media hora más tarde le pusieron un frasco de sangre y le amarraron las piernas a la camilla para que no moviera sus futuras vendas. Le quitaron la ropa sucia y le pusieron una túnica blanca. Con ella tuvieron que enterrarlo al atardecer de ese mismo día porque, como las enfermeras dejaron de entrar y él estaba con las piernas amarradas y un frasco de sangre en su brazo herido, cuando entró Atehortúa a la sala ni pudo moverse ni pudo defenderse y aun cuando gimió hasta que quedó quieto definitivamente, la enfermera de turno declaró después que había creído que estaba adolorido y que como su pariente había pedido permiso para verlo, no se preocupó.
Once puñaladas le pegó Atehortúa a Fulvio Santa. Los pájaros ya no respetaban recinto. Los escondites no eran válidos ni para liberales ni para conservadores.
Si no les caía bien, pues lo mataban. Si no pagaban una cuota, primero una boleta, después un balazo. Si los denunciaban ante la policía, ellos sabían primero que el cable llegara a la oficina de orden público o a la comandancia de la brigada. Al alcalde lo habían nombrado por León María y a los policías los sostenían con los robos de los bolsillos de los muertos que ellos religiosamente entregaban sin un centavo, y apenas con la cédula para que los identificaran como liberales en el momento de ponerles la cruz encima, en la puerta del anfiteatro, diciendo que lo habían recogido por ahí, en una de las calles. Ya les daba pena dejarlos tirados en el pavimento como en los primeros días. Fueron volviéndose pájaros de sociedad y su jefe también tomó cara de cóndor viejo. Los ataques de asma empezaron a ser más esporádicos, pero las varices le obligaron a permanecer más tiempo con los pies en aguasal todas las tardes. Tomó más aguardientes que en el comienzo y dejó de dar órdenes orales porque una vez, quizás porque la voz le había quedado tan gangosa que las aes se le confundían con la ces, cuando mandó que hicieran el trabajito con don Angelópolis, el de Trujillo, los pájaros mataron a Angelina Trujillo, la puta grande de Buga, y él se sintió tan arrepentido que durante tres meses seguidos -hasta que le consiguió un puesto en la contraloría-, le mandó semanalmente con qué comprar el mercado en un sobre sin firma a su hijo huérfano total. No podía perdonar que sus hombres mataran a una mujer y si alguna vez alguien lo hizo, él mismo se encargó de entregarlo al batallón Palacé con las pruebas del asesinato. Esta vez no pudo hacerlo porque estaba convencido ya de que no hablaba claro y que del gordo apretado, vendedor de quesos en la galería, había ido convirtiéndose en un gordo fofo, con menos pelo que antes y un tufo permanente a naranja agria. Entonces escogió las órdenes escritas. No eran en letra gótica, pero hoy Daniel Potes debe estarlas mirando tratando de revivir en esos garabatos mal trazados todo un pasado que parece recorrer por minutos esta tarde.
En una de esas boletas debió haber mandado a hacer el trabajito -porque con los años dejó de emplear la palabra matar- para que los hijos de Roberto Hoyos quedaran estirados encima del camión en que todos los días bajaban la leche de la mateguadua. No tenían otro pecado que el de nunca haber dicho a qué partido pertenecían y aunque no tenían cara de liberales, como ya esto se había acabado en los campos, había que empezar por acabar los conservadores tibios. Las patrias no estaban para aguas calientes y el campo debía ser conservador.
Nadie se inmutó con su muerte, aunque misiá Rudesinda, su madre, y don Roberto comenzaron a quemar las gallinas vivas en el patio de atrás, a echarle sal al río todas las mañanas a las nueve y creyeron en los hechizos de Nina, esperando que de la nada aparecería por fin el asesino de sus hijos y ellos lo recibirían con el mismo cariño con que ellos llegaban sudorosos, oliendo a boñiga, a subir los pies en la mesa de la sala y a tirar las botas al patio para que Angélica las limpiara.
Tuluá estaba convencido de que ya no había más que hacer y el que todavía se confesaba liberal, como Nacho Pulgarin, o terminaba haciendo negocios con los pájaros o no volvía a abrir la boca, aunque la sangre de sus copartidarios le corriese por los ojos. Sin embargo, quedaba Gertrúdiz Potes, y cuando la sangre que le corrió por los ojos a Nacho Pulgarin no fue la del vecino de Daniel Porras a quien lo mataron en sus narices sin que él dijera nada ni denunciase nada, ella, la señorita Gertrúdiz Potes, la dueña de la joyería Potes, la protegida del médico Uribe, la del bastón de plata y las batas de cintas moradas, reunió lo que quedaba liberal de ese Tuluá maltrecho, desvencijado y oloroso a muerte, y en la mesa cubierta con el mismo gobelino verde en el que muchos años atrás León María había puesto sus codos esperando que ella le ayudase a conseguir el puesto en la galería, los obligó a firmar la carta aquella que volvió a llevar a Tuluá a las páginas de la revista gringa, no porque el reportero hubiera vuelto a hacer la necrología de El Cóndor, sino porque fueron tan especiales los crímenes cometidos después de ella que los hijos de Carlos Potes, que estudiaba en los Estados Unidos, terminaron por presentarse a la redacción de la revista a denunciar lo que sucedía en el Tuluá del Cóndor León María Lozano.
Gertrúdiz los había hecho llamar después del velorio de Nacho. Lo que redactaron quedó mal redactado; la carta en si no tiene ningún valor literario, pero ha ido logrando un valor moral con los años que hoy, cuando los que allí eran denunciados se reparten el poder con quienes eran conocidos en esa época como sus enemigos, en las casas de Tuluá debe estarse leyendo párrafo por párrafo lo que en ella había escrito y que en menos de treinta días originó la única sangría final de que Tuluá y Colombia recuerdan algo porque, por lo general, los muertos de la violencia han sido todos los de ruana, pobres campesinos que no encontraron otro ideal en la vida que vivar a su partido liberal o a su partido conservador. así y todo, la carta llegó hasta El Tiempo y fue publicada para darle a León María Lozano, El Cóndor, una importancia que no había tenido ni en los días en que la revista Life lo sacó en primera plana, ni mucho menos parecida a la que había tenido en los días posteriores al nueve de abril.
La valentía o el atrevimiento de quienes la firmaron aumentaron el prodigioso impulso publicitario y Tuluá pasó de ser un pueblo más, en donde la violencia se había cebado, a la ciudad del Valle del Cauca donde regían un poder y una gloria tan extraños que para medirlo se contaban las hileras de cruces en el cementerio. León María pasó así a ser el tema preferido de los liberales de la capital, que aprovechaban para el aumento de sus bienes económicos el avance demacrado de sus huestes campesinas asesinadas sin protesta, pero sobre todo llegó a ser el ídolo de cada uno de los conservadores que por más que habían gastado su vida y su fortuna por ocupar un puesto dentro de la jerarquía no habían llegado más lejos que uno de los serviciales de León María Lozano que denunciaban en la carta.
León María no la leyó ese miércoles que salió en la página cuarta del periódico porque él nunca compró El Tiempo, y como ninguno de sus amigos lo hacía, salvo el abogado que fue quien finalmente se la llevó para que la leyera, ese miércoles pasó como uno más de los de su vida, sentado en el Happy Bar, arreglando planes y sumando votos para una elección que al fin de cuentas nunca iba a llegar. Sólo notó que ese día pasó más gentes por la puerta del Happy Bar y que cuando subía para su casa, acompañado como siempre por Celín y Atehortúa, todos los que venían por el andén pasaban al otro o bajaban a la calle para saludarlo desde lejos y con unas venias que no hacía ni el prostático doctor Cardona.
Agripina tampoco lo supo por más que doña Midita de Acosta ya había convocado a plenum general de señoras de la cuadra y aumentado milímetro a milimetro los detalles de la carta, llegando hasta prever lo que León María podría hacer. Pero como Agripina no salía nunca, aunque ya su marido le había levantado el veto de los celos que le impuso alguna vez, ella tampoco supo que su marido ese miércoles era comidilla de todos los círculos a lo ancho y largo de la nación. Le preparó el aguamanil con agua caliente, media libra de sal y unas pinticas de orégano para cicatrizar. Se sentó a su lado a oírle leer El Siglo y después a oír La Voz Católica de las seis de la tarde. A las siete, Carmelita Lozano tocó la puerta. Agripina pensó en lo peor porque para que ella viniera a esa hora, algo debía haber sucedido. Sin embargo, como ninguno de los dos dijo nada y ella, apenas tomó un tinto y conversó con León María, notó que León María no sabía, salió disculpándose diciendo que venia del novenario de la señorita Aurea Girón, el único habitante de Tuluá que había muerto de muerte natural en muchos meses, y volvió a salir con su peinado de bailarina del charlestón y su caminado de muñeca de pesebre italiano.
Agripina no durmió esa noche. Oyó pasar los carros de la muerte y contó siete disparos en todo su insomnio. A medianoche hizo agua de toronjil y miró el cielo estrellado en el momento que un aerolito pasaba de una estrella a otra y ella recordaba que algo tenía que estar sucediendo porque no en vano todo estaba unido para demostrarlo. A las dos, oyó cantar unos gallos y creyó que ya amanecía. Volvió a levantarse y cuando vio que el reloj de la sala apenas si iba a dar las dos, preparó agua de lechuga y volvió a la cama. Recordó entonces a sus hijas en Manizales, a María Luisa de la Espada y a don Benito Lozano boqueando en su agonía.
La cogió despierta el toque seguido de la puerta. Celín, que dormía en la pieza del zaguán, se levantó asustado. Ella quedó quieta. Conocía muy bien que algo había sucedido y estaba completamente segura de obviarlo
Despertó a León María y fue a abrir la puerta. Era el abogado con el periódico en la mano. "Señora, su marido" y "carajo, qué pasa", fueron las únicas palabras.
Prendieron la luz y en la misma vaqueta donde pasaba sus vespertinas en aguasal, León María leyó la carta. Agripina lo miró desprevenida. "Mentiras", dijo en su interior y fue a hacerle desayuno al doctor. Misiá María Cardona habría dicho lo mismo si lo hubiera visto entrar a la misa de seis y media, pero como hasta eso había suprimido en su encierro voluntario de arrepentimiento, sólo Josefina Jaramillo pudo verlo, pero ella si no pensó igual. No podía hacerlo, puesto que sabía muy bien que a su sobrino Fredy lo habían masacrado esos mismos pájaros la noche del siete de diciembre por haber gritado borracho vivas al partido liberal en el bar de Camila Giraldo, y León María, aunque fuera a misa y comulgara junto con ella, no podía quedar libre de la sangre de su sobrino.
Tuluá entonces comenzó a hacer cábalas sobre la reacción de León María por la carta. Los nueve firmantes, que Relator llamó batallón suicida en un editorial al día siguiente, permanecieron en Tuluá y pasearon más a menudo por la calle Sarmiento.
El Happy Bar fue un hervidero ese día porque todos los pájaros vinieron a dar satisfacciones al rey y las cábalas aumentaron. Unos los vieron caer muertos, todos una misma noche. Otros los vieron morir agujereados uno por uno en un mismo día, pero todos coincidieron en que antes de un mes no quedaría ninguno. León María también debió haberlo creído así porque en los treinta días siguientes los muertos de Tuluá no sólo disminuyeron sino que las campañas por las montañas fueron diluyéndose en requisas sin sospecha y en pagos de cuotas mensuales. Pero al mes exacto de haber leído en la vaqueta de su casa la carta que ellos enviaron, Tuluá supo que estaba confundido respecto a León María.
Era el 16 de Julio. Todavía sonaban los voladores que Agobardo Potes quemaba en el atrio de San Bartolomé después de la procesión de la Virgen del Carmen. El parque Boyacá, que desde la muerte de Rosendo Zapata había ido perdiendo clientela con los días, estaba otra vez lleno como en sus mejores épocas. Alba Marina Vázquez se paseaba de la mano de Delmar Lozano, el doctor Dávila y doña Alba ronroneaban en una banca, Chuchú contaba, agotada, mojándose los pies en el agua de la fuente de los sapitos, los escapularios que le quedaban después de la venta en la procesión. Nadie recordaba los muertos del día anterior ni las hileras de cruces de los tres últimos años. Pero en un minuto, como hoy que más, bastó que la noticia llegara para que todo terminara; el parque Boyacá quedó sin una alma y la gente, que aparentemente perseguía al enruanado que había disparado, pero que en verdad corría despavorida para la casa, tornó histérica cuando tres policías con las bayonetas de sus fusiles al aire los hicieron devolver porque tenían órdenes precisas de evitar el apresamiento del asesino de Aristides Arrieta Gómez, el abogado presidente del directorio liberal, que encabezaba el grupo de los nueve que había firmado la carta.
Lo mataron llegando a la esquina de don Carlos Materón. Muchos vieron al asesino y aunque algunos reconocieron a uno de los que se sentaba en el Happy Bar, cuando Gertrúdiz Potes, apoyada en su bastón de plata y sin más compañía que su ira de liberal y sus setenta y cinco años, estuvo junto al cadáver tratando de conseguir un testigo, nadie le sirvió y ella misma tuvo que quitarse el pañolón que le envolvía su cuello de tortuga de las Galápagos para taparle los ojos destrozados al negro Arrieta mientras, parada junto al cadáver, sin decir una palabra y evitando no pisar el charco de sangre, impedía que la policía viniera a recogerlo para que al otro día en Relator apareciese el comunicado de la Brigada diciendo que en la zona suburbana de Tuluá, de golpes proporcionados al caerse de la cabalgadura en que viajaba, había quedado muerto Aristides Arrieta, 34 años, natural de Tuluá, de raza negra, abogado de profesión.
Sin embargo, ni Relator ni El Tiempo pudieron publicar la noticia porque las llamadas a Bogotá y Cali quedaron suspendidas inmediatamente y cuando intentaron hacerlo porque la noticia les llegó por el radioteléfono de Hernandito Rodríguez, los censores de turno lo impidieron y sólo los de mejor memoria pudieron asociar el aviso grande, que en primera página pagó El Tiempo invitando a las exequias, con el nombre que encabezaba la lista aquella, que a todo el mundo había parecido tan atrevida, y que si se juzgaba por el muerto, a León María Lozano le había producido bastante malestar.
Aristides Arrieta había muerto en su ley. Era el primer liberal de los grandes que caía. Tampoco fue el último, aunque también por esos días arreciaron las muertes en las montañas y las bandas que centralizaba León María empezaron a matar no solamente en sus rondas nocturnas sino también a pleno día. El gobierno era algo igual a los pájaros y los pájaros eran algo igual al gobierno.
Sesenta y dos fueron los muertos de Monteloro, cuarenta y siete los que enterraron en Bolívar, porque los mataron en la montaña de Primavera, cerca de La Llanada de Aurelio Arango, treinta y dos los que cayeron en La Habana, por la carretera al Tolima. Todos liberales y todos campesinos. Sus defunciones sólo aparecían en el boletín de la brigada porque la censura había obligado a no titular de muertos. Sin embargo, fueron muchos en muy pocos días y todos tan cerca de Tuluá que un grupo de señoras bien, el padre Nemesio, la presidenta de las Damas de la Caridad, la de la Asociación de los Sagrados Corazones y misiá María Cardona, directora de la cofradía, se reunieron a instancias de esta última con la intención de firmar una comunicación a León María solicitándole que interviniera ante sus hombres para que la paz renaciera nuevamente en Tuluá y su comarca.
El primero que se opuso a que le enviaran algo a León María fue el padre Nemesio. Alegó que no existía ninguna prueba de que él tuviese poder sobre esas bandas. Misiá María Cardona le increpó que si no era cierto que él lo había visto en Riofrío llegar a tumbar la cárcel, pero el padre Nemesio alegó que si bien eso era cierto, lo otro no lo era y que por una falta no podía juzgar todo lo demás. Las mujeres callaron y finalmente sólo pudo redactarse una carta abierta a todos los hombres de buena voluntad de Tuluá que tuvieran poder o injerencia sobre los violentos que habían sembrado de terror y sangre los campos y calles para que cesaran los odios y se consolidara la paz, tratando de parodiar las frases del mensaje final de libertador en San Pedro Alejandrino.
Fue un papel más que se pegó en las esquinas de Tuluá. Los muertos siguieron creciendo y el sadismo empezó a aparecer en las matanzas. Cuando mataron a los del Recreo, todos creyeron que eran liberales los asesinos porque entre los muertos había tres mujeres mayores y once niños, pero como Tobías Arango era liberal, aunque le pagaban cuotas a los Rojas desde los primeros días, y en los días siguientes los muertos ya no fueron solamente hombres, Tuluá se inició en el convencimiento de que la violencia había tomado unos cauces imprevistos.
León María gangoseó todo el día siguiente a la matanza del Recreo. Exigió informes sobre quiénes la habían hecho, pero por primera vez en su vida de jefe y señor de los pájaros del Valle del Cauca, no le supieron dar informes y cuando personalmente los fue a solicitar a Riofrío y a Sevilla y a la montaña de Naranjal, donde estaba el cuartel de la chusma y no se los dieron, León María Lozano fue dándose cuenta que su poder había menguado y que lo que inicialmente manejaba desde la mesa del Happy Bar ya no estaba sino nominalmente bajo su dominio. Entonces centró en Tuluá y le echó la culpa a los de la carta que lo habían denunciado ante Colombia entera y decidió vengarse de una vez por todas.
Por esos días el arzobispo de Bogotá y primado de Colombia organizó una serie de comités pro-paz en toda la nación tratando de parar la sangría, que ya había tomado caracteres apocalípticos y que no parecía tener ni fin ni remedio.
A Tuluá llegó la carta donde el padre Ocampo, donde el alcalde en su oficina y donde el famoso juez 25 en su bufete de corruptela. Los tres reunidos convinieron convocar un comité pro-paz en el que aparecieran todos los comprometidos en la lucha política y el más distinguido conjunto de damas tulueñas para que todo fuera del nivel y características que el señor arzobispo solicitaba en su carta. Llamaron otra vez a misiá María Cardona, a la presidenta de la Asociación de los Sagrados Corazones, a la de las Damas de la Caridad, a la secretaria ejecutiva de la Acción Católica, a la señora del doctor Peláez, el director del hospital, a la del doctor Ramírez, el vicepresidente del directorio conservador y terminaron por meter a todas las superioras de las comunidades que habitaban en Tuluá. Al final el comité pro-paz parecía más bien el colegio de la madre Alberta reunido otra vez para las bodas de plata y no lo que Colombia estaba esperando de esos comités.
Hicieron una reunión en el teatro Sarmiento, se hicieron tomar una foto inmensa a lo ancho de todo el escenario, repartieron boletines en la función y durante la primera semana convinieron en citar a una reunión de los directorios políticos, pero cuando todo eso estaba planeado vino la venganza de León María y el comité pro-paz quedó del tamaño de quienes lo habían ideado y que, pese a su autoridad, sabían muy bien quiénes y cómo hacían la violencia.
La misma noche de la función de gala en el teatro Sarmiento, un desconocido disparó a la camioneta de Alfonso Santacoloma cuando llegaba a cuadrar enfrente del club Colonial. Sus amigos, que lo esperaban en el bar del club para jugar a la inevitable partida de parqués que jugaron desde cuando Gertrúdiz Potes fundó el club Colonial en compañía de don Julio Caycedo Palau, apenas oyeron el chasquido sordo de la carabina recortada. Jaime Valencia y Daniel Sarmiento lo recogieron del sillón de la camioneta. La bala lo había traspasado desde la oreja derecha hasta el cuello, pero Alfonso Santacoloma, el segundo de los firmantes de la carta, todavía vivía. El doctor Ramírez lo operó esa noche. A la mañana siguiente lo volvieron a operar el doctor Peláez y el doctor Echeverri.
Era el viernes, 22 de febrero y durante tres días, Tuluá estuvo pendiente de la salud de Alfonso Santacoloma como no lo había querido estar nunca de su suerte de horror. El hospital se vio obligado a cerrar sus puertas para impedir la avalancha de visitas. Raquel Martínez, su mujer, teniendo entre sus brazos un crucifijo, sentada en una poltrona de las que Elvira Henao regaló para el hospital de Tuluá en la época en que todavía tenía dinero, veló día y noche a espera de la suerte de su marido. El gobierno impuso el toque de queda todas las noches, pero a la madrugada del sábado tuvo que hacerse el de la vista gorda porque era tanta la gente arremolinada en la puerta del hospital que el policía de guardia creyó morir sofocado y tuvo que meterse detrás de la puerta.
El sábado pareció recuperarse La hemorragia quedó suspendida y a eso del medio día recuperó un rato el conocimiento. Su mujer y sus hijos estuvieron allí, los acompañaba Clara Zadwasky -que había venido de Cali enviada por su marido, el dueño de Relator-, el doctor Otto Morales Benítez, antiguo secretario general del partido liberal, doña Eulalia, la dueña de La Carmela, y el obispo Caycedo Téllez, que guardaba gran estimación por el hijo de su amigo don Andrés Santacoloma, otro de los firmantes de la carta. "Me la cobraron, ¿no?", dijo Alfonso cuando abrió los ojos. "¿Te viniste a verme morir?", le dijo a Clara Zadwasky. «Y usted, monseñor, ¿por qué no los ataja para que no maten a los otros?".
No volvió a decir nada, aunque tampoco cerró los ojos. Los mantuvo abiertos, iluminando un estado de conciencia que ya no poseían ni él ni Tuluá, que en ese mediodía del sábado 23 de febrero fue arremolinándose en su muerte dejando vacía la puerta del hospital donde había permanecido impaciente. La razón era muy sencilla.
El gobierno, previniendo los desórdenes que la importancia del muerto podía acarrearle, había enviado mil soldados armados para que custodiaran las calles de Tuluá y puesto tres policías militares en la puerta de la casa de León María Lozano para evitar represalias. Pero no faltó quien pasara los informes dentro y fuera del hospital por más que el comandante del batallón obligó a requisar e identificar a todo el que entrara al hospital.
A las cuatro de la tarde llegó el doctor Balcázar; venía acompañado del doctor Aragón Quintero y del señor Zadwasky, el dueño de Relator. A las cinco, cuando salieron luego de una minuciosa requisa en la puerta del hospital, llevaban el convencimiento de que Alfonso Santacoloma moriría en pocas horas. Sus ojos fijos, la respiración jadeante y el color de muerte que había ido cogiendo eran el mejor aviso. Al llegar al parque Boyacá pararon en la casa de Gertrúdiz Potes y desde allí informaron a Tuluá, por los solares y por los aires, que de pronto parecieron telégrafo, que Alfonso Santacoloma estaba muriendo.
Resistió otro poco más y aun cuando León María no pudo sino salir ese día a la misa de seis donde los salesianos porque los policía militares le pidieron el favor de no hacerlo, Josefina Jaramillo, que lo vio, aseguró que la cara de felicidad que tenía no la había tenido en ninguno de los otros días de su vida, y eso que ella lo había estado viendo desde hacía casi diez años.
Sólo en la madrugada del 24 de febrero,
domingo, Alfonso Santacoloma decidió morirse. Su Raquel lo abrazó llorando y
Clara Inés Zadwasky, que había trasnochado, lo ayudó a bien morir. Media hora
después, en un cajón simple, sin arandelas de cobre y extraordinariamente
liviano, los médicos del hospital de Tuluá salieron con el cadáver en hombros.
No les importó el toque de queda ni la patrulla de vigilancia que había en la
puerta. Tenían sus gorros blancos puestos y, como entonces no usaban todavía el
uniforme verde que el gobierno les obligó a ponerse hace unos días, los seis
vestidos blancos fueron desfilando por las calles de Tuluá. Detrás del féretro
las monjas del orfanato entonando cantos gangosos para despertar a Tuluá en la
madrugada y anunciarle que el segundo firmante de la carta también había
muerto.
Ningún soldado intentó detenerlos aun cuando en cada cuadra había más de diez. Al llegar al puente Blanco cogieron la calle para pasar por el parque. En ese momento el río reflejó sus figuras y tres soldados no advertidos dispararon al aire para atajar el espanto.
En el momento que lo entraron a la casa dé Gertrúdiz Potes, Agobardo hizo tocar las campanas fúnebremente, aunque el padre Ocampo después lo despidiera por atrevimiento. Pedro Eduardo Lozano y los Gardeazábal pusieron a funcionar sus máquinas y a las doce del día todas las paredes de Tuluá vomitaban carteles invitando al entierro que celebraron los franciscanos.
Eran las cuatro de la tarde y allí estaban los grandes y los pequeños del partido liberal del Valle del Cauca, los conservadores energúmenos, con la identificación de muerte que había logrado su partido y, sobre todo, tres ovejos que seguían tímidamente el cadáver y que prendían una elegancia inusitada a los siete sobrevivientes de la carta.
Los soldados salieron al tercer día porque lo único que hizo Tuluá fue asistir abigarradamente al entierro. Los policías que quedaron fueron los de León María. En las casas de los siete firmantes no había ninguno, aunque ellos fueran los amenazados. Tampoco hubo poder humano capaz de convencerlos de que debían salir de Tuluá antes de que les llegara el turno. A todos los había ido cogiendo el virus de la rebeldía, que también había tomado a los campesinos de las montañas y veredas que, aun sabiendo de su segura muerte, preferían quedarse a morir en lo suyo que ir a aguantar hambre en las selvas de las ciudades, donde ellos serían unos más en la interminable lista de refugiados.
Por eso, un mes y doce días después de la muerte de Alfonso Santacoloma, mataron a Fabriciano Pulgarín, el cuarto firmante de la carta. Saltaron al tercero porque era don Andrés Santacoloma y acaso una doble muerte en la misma familia podía producir resultados contrarios. Los pájaros ya empezaban a tener miedo. La sangre de tantos muertos, aunque les había hecho costra, ya les estaba pesando.
A Fabriciano Pulgarín también le pesó mucho en los ojos esa tarde que lo acribillaron en la puerta de su casa. Pedro Peláez, que lo acompañó hasta un minuto antes, aseguró después que no había tenido ningún presentimiento ni recibido ningún aviso, como si lo recibió Gertrúdiz Potes en ese mismo momento, amarrado en una piedra que le tiraron desde la calle al patio.
Su mujer, que lo vio llegar desde la sala a través de las cortinas, no dizque había visto los dos tipos que lo esperaban hacía más de media hora, según dijo después a las amistades, no al juez. Lady Zuluaga, que vivía al frente, tampoco oyó los disparos que acabaron con los ojos de su marido antes de desplomarse boqueando en la puerta de su casa. Oyó sólo el batacazo que dio contra el andén y creyó que se había tropezado con la paleta de cemento que los del acueducto habían dejado desde meses atrás. Estaba tan desprevenida de la muerte, aunque su marido estuviese casi que condenado, que cuando lo vio con las manos sobre los ojos, quitándose acaso la última sangre que le pesó mucho, impidiéndole ver el momento final de su vida, pegó un grito tan espantoso que en la iglesia de San Bartolomé todavía se oye el eco. Cayó desmayada junto al casi cadáver de su marido y no volvió nunca más a pronunciar palabra hasta el punto de que todos están creyendo que le pasó lo de Carlotica Pérez, la tía de Nina y hermana de la señora de las heráldicas, que tuvo paperas internas en los oídos hasta el día que los oyó reventar y se sumió en un silencio total, hasta el punto que olvidó hablar.
Gertrúdiz Potes, que apareció como pudo, apoyándose en su bastón de plata, fue la primera en darse cuenta del mutismo de la mujer de Pulgarín. También fue la primera en el entierro, al otro día, en San Bartolomé. Nadie invitó por carteles; no dejó, pero El Tiempo si pudo sacar en primera página la fotografía, aunque con una leyenda mínima: "Fabriciano Pulgarín ha muerto en Tuluá. El Tiempo se une al dolor del pueblo liberal de la martirizada ciudad". La censura no les dejó escribir más; hacerlo sería darle otra vez a Tuluá la importancia de centro nacional de la masacre que los comités pro paz estaban tratando de eliminar con rezos al anochecer y ángelus cantados por las emisoras. Tampoco fue mucha gente al entierro. Los tipos del SIC informaron, por medio de sus Marías Luisas Sierras, que ellos abalearían el cadáver cuando pasara por frente a sus instalaciones, a una cuadra del cementerio, y la gente creyó.
Sólo Gertrúdiz Potes y los seis restantes firmantes se negaron a creerlo, o quizás lo creyeron a pies juntillas y como estaban enceguecidos de su atrevimiento, cargaron el féretro y pasaron por frente a las instalaciones del Servicio de Inteligencia. Nadie disparó, pero el padre Correa, que desafiando la autoridad del padre Ocampo había derramado maldiciones desde el púlpito contra León María y sus pájaros desde cuando empezó la violencia, fue asaltado cuando venia del entierro. Lo llamaron de una de las ventanas de la casa de Miguel Oviedo y de la pared de la escuela de la Inmaculada le dispararon. El viento, o el miedo, y no la Virgen del Carmen, lo salvaron. Su sotana quedó vuelta jirones porque seis disparos la atravesaron. Él se tiró al suelo y el roquete y el misal barrieron la calle.
Al otro día volvió al púlpito y maldijo nuevamente a sus asesinos. No duró veinticuatro horas en el puesto de capellán de la parroquia; el señor obispo lo llamó a más altos menesteres.
Tuluá, acostumbrado a ello, no sintió la salida de su levita denunciante porque ya había ido quedando tan poquita gente de conducta que la mayoría resultaba ser igual al que hoy ha vuelto a cerrar puertas y ventanas y entona trisagios en los patios de sus casas. Gertrúdiz Potes fue hasta el atrio a despedirlo y Agobardo hizo sonar las campanitas del monasterio de las conchitas, adonde había tenido que colocarse después de que el padre Ocampo decidió prescindir de sus servicios y compró un reloj automático que daba las horas y que en vez de campanas prendía un disco de las campanas de San Pedro en Roma.
Esa medianoche, en medio de los disparos de la pajaramenta de León María, Josefina Jaramillo vio quemar la casa de Pedro Vicente Cruz y tuvo que recoger entre sus trastos viejos, olorosos a benjui, a la mujer y las dos hijas del antiguo concejal liberal, que había salido por el solar a refugiarse en el convento de las conchitas. Ya la bala no bastaba para los pájaros, la candela también se usaba.
No fue eso lo que usaron contra don Andrés Santacoloma la tarde que le correspondió el turno y que por consideración habían saltado. Sentado en su silla de lona, leyendo la prensa de Bogotá, le llegó el pago por honrado, liberal y caballero. No dispararon un solo tiro, pero lo cosieron a puñaladas por encima del periódico. Su mujer apenas le escuchó un sordo protestar y creyó que seguramente había leído una noticia burdamente corregida por la censura, pero cuando volvió a la sala para sentársele a su lado, como lo había hecho desde el día en que treinta y siete años atrás se casaron en la basílica del Señor de los Milagros de Buga, Rosalbina Rodríguez tuvo que pegarse de la nada porque en la silla donde estaba su marido sólo quedaba un periódico agujereado y un charco de sangre que salía hasta la puerta de la calle. Los pájaros habían cogido el cadáver del patricio y amarrándolo de un lazo que, afortunadamente reventó en el parque Boyacá, arrastraron su humanidad de servicio por las calles de Tuluá del famoso carro azul de la violencia.
Todavía está llorando misiá Rosalbina y, seguramente, hoy mirará con terror la urna de cristal en que encerró desde el día siguiente la mecedora en que mataron a su marido. No ha podido dejar de llorar porque si a Raquel Martínez ella le ayudó a llorar la muerte de su Alfonso, a ella nadie le ha ayudado a quitarse de la cabeza la idea de masacre que tuvo que resistir cuando salió a la calle y como loca corrió hasta el parque Boyacá detrás del carro que arrastraba los restos sanguinolentos de su marido por cuarenta años.
Delmar Lozano y misiá Inés Isaza lo recogieron y envolvieron en sábanas grandes, de las que usaban para los altares del Corpus en la esquina de la notaria. Alba Marina Vázquez y Blanquita de Tejada le dieron agua de tilo a misiá Rosalbina. Gertrúdiz Potes quebró, de la ira, los faroles del parque Boyacá a golpe de cabeza de su bastón de plata. quería quizás que, aunque fuera por eso, la tuvieran presa esa noche de muerte y de vergüenza para Tuluá y su gente, pero el señor alcalde, un militar más de esos que tuvieron como tales para tolerar la sangría, apenas si mandó cortar la luz a las empresas municipales para que no fuera a producirse un cortocircuito.
Tuluá entonces tuvo que vivir la noche más tétrica de su historia de muerte completamente a oscuras. El alcalde no tuvo necesidad del toque de queda ni en la casa de los Santacoloma hubo que prender cirios para velar el cadáver de don Andrés. Surgidos de la nada aparecieron por docenas los cirios para velación perpetua. Unos los mandaban con los hijos de Lamparilla, otros los traían personalmente desafiando la oscuridad. Fueron tantos, que Ernesto Gardeazábal hubo de ponerse con sus dos hermanas solteronas a pegarlos en el andén como si fuera noche del siete de diciembre.
Cuando el padre Nemesio llegó a las tres y media de la mañana a velar el cadáver, no tuvo necesidad de seguir alumbrándose con la linterna de viaje. Los cirios encendidos habían llegado casi hasta el parque Boyacá, en donde misiá Inés Isaza había organizado algo similar en el sitio preciso donde el carro de la muerte rompió la cuerda y quedó tendido el cadáver del patricio.
La idea no fue despreciada y al día siguiente, cuando ya habían regresado todos del cementerio de dejar, tumba con tumba, los cadáveres de don Andrés y el de su hijo Alfonso, muertos con sólo dos meses de intervalo por haber dicho la verdad, Tuluá rindió un homenaje extraño a la memoria del anciano asesinado y quizás a la memoria de las miles de cruces blancas que aumentaron su cementerio en los últimos años. Apenas dieron las siete, en todos los andenes de Tuluá, en todos los quicios de las puertas, en todas las bancas del parque Boyacá y en los muros del parque Bolívar, aparecieron encendidas filas inacabables de velas como si siguiera el siete de diciembre de la noche anterior. No quedó una casa, ni siquiera la de León María, porque la Agripina fue la primera en hacerlo, convencida de que su marido no era sino un pobre hombre calumniado, ni mucho menos las de los cinco firmantes restantes que desde esa noche comenzaron a desfilar por las calles de Tuluá luciendo una seda negra en el bolsillo de la camisa y mostrando a quien encontraban en el camino una boleta en donde estaba subrayado el puesto exacto que le correspondería según el turno de los pájaros. Todos tuvieron velas en sus andenes, en sus puertas y en sus ventanas.
El alcalde creyó que era el fin de Tuluá y que el incendio no demoraba en producirse como protesta general por la matazón sin límites y por la muerte vergonzosa de don Andrés y llamó, asustado nuevamente, a los mandos del batallón de Buga para que volvieran los soldados a recorrer las calles.
Esa vez no vinieron sino cincuenta, pero con ellos, Tuluá tuvo para sentirse, ahí sí, herido de muerte, y al otro día el que no cerró su almacén puso un aviso de venta o dejó todo a la buena de Dios y se fue en el primer tren que pasó o en el último Transocampo que pudo volver a arrimar a sus calles.
Gertrúdiz Potes dio alaridos. Paseó por la calle Sarmiento y contó treinta y seis almacenes cerrados y once locales desocupados. La galería no vendió ni siquiera la quinta parte de sus ventas de día lunes, y los hijos de don Marcial tuvieron que apagar las máquinas de la imprenta porque nadie mandó a hacer trabajo. Días después levantaron las máquinas y se radicaron en Cali.
No eran liberales sólo los que partían; los conservadores de bien, como recita doña Midita en sus desvaríos, también salieron. Dos meses después, Tuluá parecía el pueblo muerto que León María había querido desde la mañana en que tuvo que ir a Cali para conseguirles puesto a sus hijas en el colegio de Manizales. No podía perdonarles que hubieran sido ellos mismos quienes les habían impedido, a él y a Agripina, contar con la compañía de sus hijas, las que nunca más volvieron a Tuluá porque ni León María las quiso traer ni Agripina fue capaz de decírselo. Hoy seguramente que ellas vendrán detrás, y Tuluá podrá verlas con la prepotencia de su terror. Se asustarán de verlo tan sólo porque ellas ni vivieron ni supieron de la soledad que terminó por apoderarse del pueblo después de la muerte de don Andrés Santacoloma y creerán que de verdad su papá tuvo que irse porque aquí ya no había de qué vivir, como fue que Agripina les escribió contándoselo el día que llegó la orden fulminante y tres carros, de los mismos que antes patrullaron la cuadra de su casa cuando hubo muerto importante, los esperaron en la puerta para llevarlos lejos de Tuluá.
Todo empezó con el éxodo. Tuluá no fue la única que aportó la ruina. En las montañas no fue quedando con quien trabajar y en las poblaciones pequeñas la vida terminó lánguidamente. Las ciudades grandes se llenaron de un momento a otro de rostros entristecidos, marcados para siempre con el signo del terror, que terminaron apretujándose en castillos de mentiras o en tugurios de cartón en las cañerías de las afueras. Tantos, y todos tan acongojados, que los dueños del poder por fin despertaron, y antes de que todo fuera hecatombe, los que acompañaban a los señores de Bogotá en sus banquetes de paz y en sus fotografías de lujo, decidieron invertir los papeles y decirle a los asesinos elegantes que su sangría había terminado porque ya no podían sus industrias ni sus mujeres sostener a tanto refugiado y el porvenir económico del país estaba primero que la satisfacción política.
En Tuluá no habían quedado muchos de los que iban a los entierros de los firmantes de la carta. Sobrevivían al tedio Gertrúdiz Potes y los hijos de don Marcial mirándoles las caras a los cinco firmantes a quienes la muerte no les había llegado todavía. El padre Ocampo seguía en San Bartolomé, Josefina Jaramillo yendo a misa de seis, junto con León María, adonde los salesianos, misiá María Cardona encerrada en su arrepentimiento y misiá Inés Isaza contemplando diariamente a la viuda del llanto eterno, siempre al lado de la urna de vidrio mirando los coagulones de sangre que con el tiempo quedaron del color del ladrillo en el que la hacían orinar todas las noches para que no se mojara en la cama como en sus días de infancia.
Fue delante de su casa, precisamente, que sucedió el último acto dantesco de la orgía de muerte que azotó a Tuluá. El gobierno de los asesinos había caído en la mañana y los amigos de último momento buscaban cómo acomodarse en el gabinete de la junta que los poderes implantaron para reemplazarlos en su afán de salvaguardar los intereses económicos.
La noticia había llegado a Tuluá en la madrugada, perdida en las ondas de la emisora de Efraín Hoyos, el diminuto caldense que compró los equipos a la mamá de Pedro Alvarado. Los que quedaban en Tuluá salieron como impulsados por un resorte. Los archivos de los juzgados fueron tirados a la quema pública. Los carros desfilaban con las vallas metálicas que el gobierno de los asesinos había implantado en las entradas de Cali y Bugalagrande avisando de la instalación de los comités pro-paz. Uno, más osado, había ido hasta el cuartel de la policía y sacado, sin que nadie intentara detenerlo (porque hasta la policía parecía agotada en esa mañana), un retrato inmenso del presidente y poniéndolo boca abajo, encima de un camión, recorría calle Sarmiento arriba, avenida del río abajo, desatando la hilaridad. Las puertas que permanecieron cerradas por años, y el parque Boyacá, que había olvidado los pasos de la gente, se vieron repletos en esa mañana. Todas las calles congestionadas y los tulueños, dándose cuenta que no eran los únicos y de que no eran tantos los que habían partido como si eran millares los que se habían escondido
Los cinco sobrevivientes firmantes fueron sacados a pasear como trofeos en el carro de bomberos. Sólo Nacho Cruz no quiso subir en ese espectáculo de carnaval porque no confiaba ni en el fracaso del régimen anterior ni en el éxito del que le sucedía. Quedó parado en el parque Boyacá, frente a la casa de misiá Inés Isaza, viendo el desfile enloquecedor. León María permaneció encerrado con Celín y Atehortúa, y el ejército, que dizque había ayudado a derrocar el régimen, mandó veinte hombres bien armados para que hicieran con la casa del jefe de los pájaros lo que él había hecho la tarde del nueve de abril, cuando atajó la chusma que intentaba quemar el colegio de los salesianos. Nadie pasó por esa cuadra y mucho menos cuando a Nacho Cruz le cobraron en medio del jolgorio el atrevimiento que a sus otros cuatro compañeros mártires les habían cobrado ya.
Miraba el paso de los vehículos camestoléndicos, de la caseta del retén de Riofrío que venía encima de un camión vuelta boca abajo significando la derrota final del periodo del terror. Delmar Lozano le conversaba por el lado derecho y misiá Inés Isaza lo seguía paso a paso desde la puerta porque creía en sus cábalas, y esa mañana, cuando se levantó, lo hizo por el lado derecho a pesar de que toda su vida la giba prominente que tenía la había hecho levantar por el izquierdo. Estuvo allí hasta el mediodía. Apenas dieron las doce en el reloj de San Bartolomé, se despidió de Delmar y le hizo una venía a misiá Inés. En ese momento dispararon sobre él, pero como se había inclinado tanto para decir adiós, los tres disparos que le hicieron le atravesaron la boca y uno hasta le voló tres muelas, pero nada más. Nacho Cruz, el quinto firmante, fue llevado al hospital y quince días después pudo decir, ya con sus huecos laterales rellenos nuevamente, que había sido el último de los firmantes en probar la muerte. El día que salió del hospital también hicieron salir a León María de Tuluá.
El nuevo gobierno, obedeciendo al clamor público, pero al mismo tiempo conservando su línea política que le impedía procesarlo, obligó, por medio de decreto supremo, la extradición del territorio de Tuluá para León María Lozano, en la misma forma como había determinado la misma medida para otra docena de jefes políticos de reconocida fama en el resto del territorio nacional. No lo desterraron porque la Constitución no lo permitía y no lo metieron a la cárcel, como seguramente lo estarían pidiendo desde sus tumbas los tres mil quinientos sesenta y nueve muertos de la Violencia que fueron enterrados en el cementerio de Tuluá, porque el que habían nombrado ministro de gobierno, don Carlos Materón, no olvidaba que venía en el carro aquel que preguntó por la casa de don Julio Caycedo Palau unos días antes de iniciarse la matazón que hoy Tuluá no puede precisar cuándo comenzó realmente.
El coronel del batallón de Buga vino a comunicarle oficialmente la medida a León María. Cuando Agripina lo hizo seguir, León María ya sabía a qué venia. Su abogado se lo había dicho una semana antes: Van a echarlo lejos, le darán una pensión por seis meses, siempre y cuando no vuelva a Tuluá. Y casi que fue cierto porque cuando el coronel del ejército le entregó una copia del decreto oficial y una carta personal del ministro de gobierno, decían que debía salir de Tuluá en el plazo de cuarenta y ocho horas, pero que el gobierno nacional, por intermedio de la brigada, no solamente le pagaría una pensión durante los tres años mínimos que podía durar la condena, sino que pondrían a su disposición los elementos necesarios para el transporte de los muebles y enseres de su casa.
Y en la mañana del miércoles, 28 de mayo, León María Lozano, jefe y señor de las bandas de pájaros del Valle del Cauca, conocedor integro de lo que pasó en Tuluá durante casi cinco años, salió con su Agripina montado en un yip del ejército. La tarde anterior había estado por última vez en su rincón del Happy Bar firmando papeles a su abogado. Sólo Celín lo acompañaba porque Atehortúa ya había sido nombrado jefe de aduanas en Maicao y los otros jefes de sus bandas azules o vivían de la renta que él despreciativamente abandonó a su suerte o también habían sido nombrados para similares cargos burocráticos al de Atehortúa.
Cuando fue a pagar los aguardientes no tenía un centavo. La venta de quesos ya no era suya y la cuota que el directorio le pasaba mensualmente había sido suprimida. Su abogado tuvo que pagar esa tanda, como también todos los gastos que originaron sus negocios hasta que pudo alquilarle la casa y recogerle unas deudas.
Josefina Jaramillo fue la primera en darse cuenta de la salida. Ese día, por primera vez en casi todo el historial de la capilla de María Auxiliadora, León María no fue a la misa de seis. Tampoco se despidió del padre González, aunque si le había mandado un queso inmenso el día que vendió el puesto de la galería. Salió antes de las seis de la mañana, cuando acabó de subir Agripina al camión del ejército el último cuadro de la sala, precisamente el del doctor José Antonio González, presidente del Senado. No miró atrás León María porque Agripina lloraba tanto que mientras terminaron de recorrer las calles de Tuluá, él sólo trató de consolarla.
Nadie hizo festival ni repitió el carnaval del día que lo envenenaron. Después de que Josefina Jaramillo dio la noticia, el peso levantado fue tanto que Tuluá quizás no lo sintió. Sin embargo, hoy, un año y medio exacto después de su salida, lo está sintiendo como nunca. La emisora de Efraín Gómez dio la noticia hace unos veinte minutos. Primero hizo sonar el pedazo de la marcha triunfal de Aída con que comienza el noticiero de mediodía y después, él mismo, con su voz de lora mojada, repitió por tres veces: "Extra, extra, extra; atención, atención, atención; ésta es una información especial de su noticiero, Nuevo Avance Nacional". Después dio la noticia y la repitió. Inmediatamente empezaron las ventanas de Tuluá a cerrarse una a una, las calles quedaron vacías y el comercio, que en el año y medio de paz recuperó otra vez el prestigio que tenía desde los días anteriores al nueve de abril, también fue bajando sus persianas metálicas y desocupando todo territorio.
El parque Boyacá, que era nuevamente el sitio de reunión después de las seis de la tarde, seguramente que esta noche no va a tener a nadie en sus bancas. Las calles están ya vacías y apenas pasan a la carrera los retrasados en conocer la noticia. Los radios siguen prendidos esperando más informes y aunque el alcalde ha dicho hace un momento que se brindarán todas las garantías necesarias durante la noche de hoy, la mañana de mañana, cuando se produzca, ahora sí, el término oficial de la violencia, los tulueños quizás están recordando que en los días de muerte, nadie, absolutamente nadie creyó en el gobierno y mucho menos en la policía y por eso han cerrado íntegramente el pueblo. No hay toque de queda, pero es peor que si lo hubiese. El que quiera salir a la calle sabe que lo hará bajo su responsabilidad. Esta noche deberán llegar de todos los rincones del valle los carros azules. Seguramente traerán placas oficiales porqué casi todos los jefes de las bandas y los miembros de ellas han sido colocados en altos cargos dentro del nuevo régimen de entendimiento entre conservadores y liberales. Celín, que finalmente terminó alquilando la casa de León María porque le dieron el cargo de recaudador de rentas departamentales, ha dicho que la casa está lista para el velorio. A León María lo mataron hoy al mediodía en su casa de Pereira, y mañana lo traen a enterrar.
Desde cuando salió de Tuluá había llevado a vivir sus hijas nuevamente a la casa y gastaba el día entre salir al café Soratama a conversar con sus antiguos servidores de bandas y la tarde en dormir la siesta, para luego recibir al hijo de don Apolinar Cruz y la turca Kronfly que decidió escribir sus memorias o algo parecido. No había vuelto a tener ataques de asma y aun cuando una de las piernas se le había ya reventado por las varices, su salud seguía siendo tan perfecta como en los mejores días del Happy Bar. Empezó a leer El Tiempo y hasta compraba El Espectador porque El Siglo no volvió a salir y El país, que lo reemplazó, no alcanzaba a llegar a Pereira.
Seguramente mañana aparecerá la noticia escueta en la primera página de los periódicos conservadores y la escandalosa en la página roja de los liberales. Muchos escribirán artículos recordando su figura legendaria, pero nadie dirá la verdad porque llevamos año y medio de olvido obligado y el pasado, por más que esté lleno de cruces, no puede ser removido. Sólo don Julio Caycedo Palau, con la carterita que hoy tiene bajo el brazo, porque para poder sostener los últimos años de su vida tuvo que ponerse a vender clubes de lotería, será capaz de mandar un aviso a El país. Para él, que no ha sido tenido en cuenta, ahora que el nuevo gobierno aclama a los antiguos enemigos de la seguridad nacional, el tiempo no ha pasado o se quedó en la tarde aquella en que enterró a don Luis Carlos y entregó inventariados los bienes del directorio. Daniel Potes debe haber ido ahora a exigirle la explicación que no ha querido dar en todos estos años. Pero seguramente tampoco la dará hoy, como tampoco misiá María Cardona saldrá de su encierro, ahora que todos están encerrados. Fernando Cruz Kronfly, que hizo el esfuerzo de tomarle los datos a León María, es el único que podrá decir, en unos años, la verdad que don Julio no quiere divulgar todavía.
Mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y el padre Zúñiga, que además de reemplazar al padre Ocampo mandó quitar el parlante de la torre y suprimir el disco rayado de las campanas de San Pedro en Roma, reciba en la puerta del atrio el cadáver de León María Lozano, Agripina, que vendrá detrás, acompañada en el negro por sus hijas, recordará los momentos finales de su marido cuando, enloquecido extrañamente por el asma, llegó a su casa a buscar el fuelle de cuero que de instrumento necesario había quedado convertido en adorno de sala. Le empezó el ataque en el Soratama, cuando conversaba con Alfredo Rojas, que ahora era un acomodado comerciante de El Cairo. No le empezó como todos los que había tenido durante los años que vivió en Tuluá sino que fue algo así como la maluquera del infarto que el médico le había pronosticado si no bajaba los treinta y dos kilos que le sobraban. Alfredo Rojas lo ayudó a subir a un taxi, pero como él se negó a que lo acompañara, cuando llegó a la casa casi no puede bajar y si no es porque su Amapola llegaba en ese momento y le ayudó a entrar, León María seguramente que habría muerto allí, en el sillón del taxi, y no en la mitad de la calle donde finalmente cayó.
Lo hicieron sentar en uno de los sillones de la sala y le dieron agua de toronjil. Después empezó el ahogo y él corrió desesperado a la repisa del fuelle. Amapola le ayudó a soplarse, pero el asma fue creciendo y el silbido llenó la casa. Hizo abrir puertas y ventanas y hasta prendieron un ventilador que prestaron en la casa vecina desde donde llamaron un médico, azoradas, pero ni el ataque mermó ni el ahogo se disipó. Fue en ese momento cuando León María se levantó, desesperado, y teniéndose el pecho con las manos haciendo creer como si por allí fuera a reventar, salió a la calle. Agripina corrió detrás de él, pero la figura de Simeón Torrente, parado en todo el frente de la puerta, la hizo frenar en seco. No lo veía desde el día que fue a llevarle los quesos envenenados y creyó que lo que había ante ella era un espanto porque ni color tenía el Simeón después de tantos años. León María quizás no lo distinguió porque cuando iba camino de él, Agripina oyó los disparos y vio retroceder trastabillando a su marido hasta que cayó finalmente en la mitad de la calle, cumpliéndose así lo que el lego de Palmira le había dicho el día que don Benito lo llevó por primera vez para tratar de curarle los ataques de asma. Amapola lo recogió, pero ya ni León María tenía vida, ni Simeón Torrente estaba por allí, aumentándole a Agripina la creencia de que había sido un espanto y no el hijo del Torrente que mataron en Barragán en los primeros días de la violencia, el que había disparado sobre su marido.
Todo eso lo recordará seguramente
Agripina mañana, cuando llegue a San Bartolomé rodeada de los amigos de su marido
y seguida por sus hijas, vestidas como ella, del negro que tantas viudas y
huérfanos guardaron y siguen guardando cada año. Tuluá entonces podrá vivir el
último minuto de su pánico porque estará seguro que los bandidos no quedarán
con ésa y el entierro de León María se convertirá en el carnaval de muerte que
no pudieron celebrar porque el cambio de gobierno los cogió de sorpresa. Por
eso las puertas están cerradas hoy, y mañana estarán casi que selladas mientras
Agobardo Potes toque a muerto en San Bartolomé. Cóndores no entierran todos los
días.
fin
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