Prólogo
Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo,
la presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me
propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza
formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy humildemente, mi
incapacidad y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que
vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan
magistralmente expuesta por uno de los suyos.
El tiempo y la verdad harán todo lo demás.
Hace
ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió
el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al
evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras
deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos
desconocidos que esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le
llorarán conmigo.
¿Podía
él llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del
Destino? Nadie es profeta en su tierra,
este viejo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la
chispa de la revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los
efectos de esta llama divina, el hombre viejo se consume por entero. Nombre,
familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades,
se deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva
renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi
Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la
Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del
desgarro de una separación dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma
manera, si me ocurriese hoy el feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a
los homenajes del mundo.
Fulcanelli
ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento
permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un
santuario.
Gracias
a él la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con
sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera
piedra de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro,
sobre la cual edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda
la Religión descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de
presunción, se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son
los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite
lograrlo!
Pero
esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media
contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las
pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las
basílicas bizantinas.
Tal
es el alcance general del libro de Fulcanelli.
Los
hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre- descubrirán otra
cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz, ellos descubrirán
que aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edificio, despréndase el
Espíritu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a
los hermetistas corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer
es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde uno va.
¿Queréis
que os diga algo más?
Sé,
no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace
más de diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor
ficción, por una de las figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave
consiste sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer
trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de este punto
esencial. Al revelarlo yo, cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el
dictado de mi conciencia.
Y
ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y en el mío
propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien mi maestro confió la
ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento sincero y minucioso
del pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las catedrales envolver
su esoterismo austero en un soberbio manto de láminas originales. E. Canseliet
F. C.
H.
Prólogo
de la segunda edición
Cuando
escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido
El don de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema que juzgó
necesario esperar y conservar el anonimato, el cual por lo demás, había
observado constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por
obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este
hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus
ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los
desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de
suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.
Así
desde la compilación de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su
voluntad absoluta y sin apelación de que su identidad real permaneciese en la
sombra, de que desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el
seudónimo impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este
nombre célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las
generaciones futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea
sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o
famoso que fuese.
Sin
embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la
abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones
adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente meditadas. Éstas, en un
plano muy distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar
admiración, cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se
muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto que, en el
reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a
ningún otro, porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según
la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros predecesores,
aparecidos sucesivamente, como él en su época determinada, jalonando, como
faros de salvación y de misericordia, el camino infinito. Filiación sin tacha, prodigiosamente
perpetuada, a fin de que se reafirme sin cesar, en su doble manifestación
espiritual y científica la Verdad eterna universal e indivisible. A semejanza
de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las ortigas de
la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino más que la
huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la aristocracia
suprema.
Quienes posean algún conocimiento sobre los
libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a
discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo.
Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros
después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos
había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella
semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.
En
nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía, insistimos
deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro, y
lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del
vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de exactitud-, con el adjetivo
numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en
nuestro prólogo a las Moradas filosofales. En aquella época, ignorábamos la
conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que debe su
impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama
a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de la firma, como se borra el
nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de
Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora cruzada por
dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber pertenecido largo
tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla el polvo
impalpable y graso del hornillo en continua actividad.
El
autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante muchos años,
como un talismán la prueba escrita del triunfo de su verdadero iniciador, que
nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea
elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No creemos
que nadie nos reproche 1a longitud de la extraña epístola de la que sin duda
sería lamentable suprimir una sola palabra:
Mi viejo amigo, esta vez, ha recibido usted verdaderamente el
don de Dios, es una Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de
este favor. Considero, en efecto, que,
en su abismo insondable de sencillez, el arcano es imposible de encontrar por
la sola fuerza de la razón, por muy sutil que ésta sea y por mucho que se haya
ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos gracias a la
Divina Luz por haberle hecho partícipe de él.
Por lo demás, lo tiene justamente merecido por su fe inquebrantable en
la Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su perseverancia en el
sacrificio, y también, no lo olvidemos... por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé
aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en mí de felicidad. Tanto, que me decía:
ojalá no paguemos esta hora de embriaguez con un terrible mañana. Pero, por muy breve que sea mi información
sobre la cosa, creí comprender, y esto en mi certeza, que el fuego sólo se apaga cuando la obra se ha
cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso, que, de decantación en
decantación, permanece absolutamente saturado y se vuelve luminoso como el sol.
Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de
asociarnos a este alto y oculto conocimiento que le pertenece de pleno derecho
y de un modo absolutamente personal.
Mejor que nadie, comprendemos todo su precio, y, también mejor que
nadie, somos capaces de guardarle por ello eterno reconocimiento. Sabe usted que las más bellas frases y las
más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez emocionada de estas solas
palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha colocado Dios sobre su
frente la diadema de la verdadera realeza. Él sabe que hará usted un uso digno
de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo. Nosotros le
conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero
el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del
cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar mucho tiempo
de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus amigos, e
incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted posee, a partir
de hoy, la varita mágica que hace todos los milagros.
Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres
sensibles, había tenido un sueño verdaderamente extraño. Había visto a un
hombre envuelto en todos los colores del prisma, elevándose hasta el sol. La
explicación no se hizo esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa
respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y -teóricamente- exacta, pero
muy distante aún de lo Verdadero, de lo Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que
saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la vista y de
la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo...
A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a arrancarle del
borde del precipicio.
Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle
contar sus últimas horas de angustia y de triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir en
palabras la gran alegría que experimentamos y toda la gratitud que sentimos
hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es
decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.
Tal
vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y ya
familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es cuando el
íntimo y sabio correspondiente exclama:
«¡Ay! Casi puede decirse que el que saluda a la
estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la voz y de la razón pues
queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo. »
¿No parece esta frase contradecir lo que
afirmamos, hace más de veinte años en un estudio sobre el Vellocino de Oro (1),
es decir, que la estrella es el gran signo de la Obra, -que sella la materia
filosofal- que le dice al alquimista que no ha encontrado la luz de los locos,
sino la de los sabios, que consagra la sabiduría y que la llamamos estrella de
la mañana? Pero, ¿se ha señalado que concretábamos brevemente que el astro
hermético es ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser
descubierto en el cielo químico, donde alumbra de manera infinitamente más
discreta? Si nos hubiéramos preocupado más del deber de la caridad que de la
observancia del secreto, y aun a costa de pasar por fervientes adeptos de la
paradoja habríamos podido insistir entonces en el maravilloso arcano y, con
este fin, copiar algunas líneas escritas en un viejísimo carnet, después de una
de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli que, acompañadas de café azucarado
y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y estudioso,
ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble.
Aprenda a distinguir su huella real de su imagen, y observará que brilla con
mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.
Declaración que corrobora y completa la de Basilio Valentín
(Doce llaves), no menos categórica y solemne:
(1) Alchimie, pág. 137. J.-J. Pauvert, editor.
«Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le
conduzcan a la gran Sabiduría, obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia
su claridad, porque en ella se encuentra la Sabiduría.»
¿Acaso
no son estas dos estrellas las que os muestran una de las pequeñas pinturas
alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de la inscripción
latina que expresa la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y
estelar. «Cum luce saluten; con la luz la salvación»?
En
todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se
tome en meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la
llave con ayuda de la cual abre Cyliani 1a cerradura del templo. Pero, si
todavía no comprende, que relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte
una enseñanza que ningún otro libro podría darle con tanta precisión
Hay,
pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en
realidad una sola La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre
y el mar hermético- anuncia la concepción y no es más que el reflejo de 1a
otra, que precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen
celestial es todavía llamada stella matutina, estrella de la mañana; si es posible
contemplar en ella el esplendor de una señal divino; si el descubrimiento de
esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del artista, no es, empero, más
que una simple imagen reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su
importancia y del lugar que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero
inalcanzable, da testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño
divino en el momento de nacer. El signo
que condujo a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse,
antes de desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo
luminoso.
Insistimos
en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán: se trata
verdaderamente de un astro noctumo cuya claridad resplandece sin gran fuerza en
el polo del cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por
las apariencias, sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de
Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño
comentario que sigue y por el cual el Cielo químico habrá sido abierto. Pues
este cielo es inmenso y viste los campos de luz purpúrea, donde se han
reconocido sus astros y su sol.»
Es
indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos
cósmico original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan
a serlo en calidad, en cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica,
caótica, inerte y estéril no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues,
imposible al artista, imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra divina,
separar en su pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu
universal las partes cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas,
tenebrosas y groseras? No, por lo tanto, debe realizarse esta separación que
consiste en extraer la luz de las tinieblas y en efectuar el trabajo del
primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos saber lo que es
la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.
Philaléthe,
que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió
sobre la práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la
conclusión de la magia cósmica de su aparición:
«Es
el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores;
por esto el Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios 1a
vieron en Oriente, se llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un
Rey purísimo había nacido en el mundo.
»Tú, cuando hayas visto su estrella,
síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso Niño.»
« Tómese cuatro partes de nuestro dragón
ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero mágico, y nueve partes de nuestro
Imán mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en forma de agua mineral
donde sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la costra, tómese
el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal cosa que se hará
fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »
Por
último, añade Philaléthe.
« Y
que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la adorne con él
particularmente.»
La
estrella a decir verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra.
Podemos encontrarla en multitud de combinaciones arquímicas, de procedimientos
particulares y de operaciones espagíricas de menor importancia; sin embargo,
ofrece siempre el mismo valor indicativo de transformación parcial o total de
los cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos dio un
ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que
traducimos a continuación:
«Cierto
orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en
alquimia, pero hombre muy pobre según la naturaleza de esta ciencia pidió hace
algunos años (2) a mi mejor amigo, es decir, a Juan Gaspar Knbtter, tintorera,
espíritu de sal preparado de manera no vulgar. Al preguntar Knótter si este
espíritu de sal especial sería o no utilizado para los metales, Gril respondió
que para los metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que
había colocado en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o
alimentos. Pues bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy
curiosa y resplandeciente Estrella plateada, que parecía trazada con un compás
por un artista muy hábil Por lo que Gril lleno de inmensa alegría, nos
manifestó que había visto ya la estrella visible de los Filósofos, sobre la
cual probablemente, se había informado en Basilio (Valentín).
Yo y
otros muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta estrella
flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo
de color de ceniza e hinchado a la manera de una esponja.
Sin
embargo, en un intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad
del espíritu de sal absorbida por el grandísimo calor del aire del mes de
julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo esponjoso
y terroso. Fue un resultado digno de
admiración y no para un reducido número de testigos. Por último, Gril copeló en
una vasta la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la estrella
y obtuvo, de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además,
de estas doce onzas, dos onzas de oro excelente.»
Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos
para confirmar la presencia del signo estrellado en todas las modificaciones
internas de cuerpos tratados filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser
causa de trabajos infructuosos o engañadores que sin duda emprenden algunos
lectores entusiastas, fundándose en la reputación de Helvetius, en la probidad
de los testigos oculares y, tal vez también en nuestro constante afán de
sinceridad Por esto queremos observar, a quienes quisieran repetir el ensayo,
que faltan en esta narración dos datos esenciales: la composición química
exacta del ácido clorhídrico y las operaciones efectuadas previamente sobre el
metal. Ningún químico será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo
ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra pómez
sometiéndolo en frío, a la acción del ácido muriático. Varios preparativos son,
pues, necesarios para provocar la dilatación del metal separar de él las
impurezas más groseras y los elementos inestables, y producir en fin, mediante
la fermentación necesaria, la hinchazón que le hace adquirir una estructura
esponjosa, blanda y que manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio
profundo de las propiedades específicas.
Blaise
de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la
conveniencia de una prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo
común está muerto -porque ha sufrido la reducción, y una gran llama, dice
Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-, no es menos verdad que el mismo
metal pacientemente alimentado con sustancia ígnea, se reanimará, reanudará
poco a poco su actividad abolida y, de masa química inerte se convertirá en
cuerpo filosóficamente vivo.
Tal
vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo
punto de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en
consecuencia, nos hace temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente
asignada a los escritos de este género.
Se
advertirá, no obstante, que era lógico
que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos decir,
en el texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su umbral se entretiene
largamente nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía
mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto
enterrado en los edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se
titula precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos -después de la tirada de
1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares- la segunda edición
aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias notas originales de
Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el más pequeño cambio. Estas se refieren a una cuestión muy
angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la que diremos unas
palabra a propósito de las Moradas filosofales.
Por
lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales,
bastaría señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala
fonética cuyos principios y su aplicación habían caído en el más absoluto
olvido. Después de esta enseñanza detallada y precisas tras las breves
consideraciones apocadas por nosotros con ocasión del centauro, del
hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones alquímicas, será ya
imposible confundir la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido
aunque jamás hablado y, siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz
de la Naturaleza, con las transposiciones, los trastocamientos, las
sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios de la kábala
judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a fin de
utilizarlos como se debe: el primero, como derivado de xaj3a>,>,ni o del
Latín caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que significa
tradición. En fin, no se podrá ya, a
pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de corrillo, manejo o
intriga, negar al sustantivo cábala la función que sólo él es capaz de
desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente, al encontrar la llave
perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las
mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y
practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.
Savignies
Prólogo de la tercera
edición
«Vale más vivir con grandes agobios
pobre, que haber sido señor
y pudrirse en una rica tumba.
¡Que haber sido señor! ¿Qué digo?
Señor, ¡ay! ¿acaso ya no lo es?
Según dicen los davídicos,
jamás conoceréis su lugar.»
Francois Villon - El testamento - XXXVI y XXVH.
Era
necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental de salubridad
filosófica, que El misterio de las catedrales reapareciese lo antes posible. Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos
tiene acostumbrados y que, para mayor
bien de los estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de
venta al lector. Dos condiciones,
extrínsecas y capitales, muy convenientes a la evidente Verdad, a la cual por
añadidura, ha querido acercarse todavía
más' Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro con la fotografía perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne. De este
modo, la infabilidad de la placa
sensible, en la confrontación de la plástica original viene a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en 1915,
diez años antes de que gozásemos
nosotros del mismo inestimable privilegio y, sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
¿Qué
es la alquimia para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos de
cierto estado de alma derivado de ,a gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo
la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el espíritu, existe un
progreso absoluto que consiste en una
purificación permanente, hasta la perfección última.
Con
este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo
apotegma tan preciso en su imperativa brevedad: disuelve y coagula. Es una técnica sencilla y lineal que requiere sinceridad, resolución y
paciencia, y que apela a esa
imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación agresiva y esterilizadora, en
la inmensa mayoría de las gentes.
Raros son los que se aplican a la idea viva, a 1a imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración
filosofal o de toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.
Muchos
alquimistas, y la Turba
en particular, han dicho, por boca de Baleus, que «la madre se apiada
de su hijo mientras que éste es muy
duro con ella». El drama familiar se desarrolla,
de manera positiva, en el seno del macrocosmos alquímico-físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre y su Humanidad, que la Naturaleza
acabe perdonando a los hombres y
conformándose, de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.
Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos y
a filósofos alquimistas propiamente dichos.
Escrita en latín, pero traducida del árabe, gozó de gran crédito entre
los alquimistas de la Edad Media. (N. del
T)
Ved
ahora lo más grave: mientras la francmasonería busca continuamente
1a palabra perdida (verbum dimissum), la Iglesia universal (katholiké), que
posee este Verbo, está en camino de
abandonarlo en el ecumenismo del diablo. Nada favorece tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo
ignorante, al falaz impulso, que se
dice progresivo, de fuerzas ocultas que sólo se proponen destruir la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina profundamente trastornado, ha perdido su
valor y, actualmente, marcha de
acuerdo con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el disfraz, en prometedora etapa hacia la abolición del celibato
filosófico...
A
favor de esta política de constante abandono, instálase 1a herejía
funesta, en la razonadora vanidad y en el desprecio profundo de 1as leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de
toda materia, sea cual fuere, a fin
de que prosiga en ella la vida bajo 1a engañosa apariencia de la nada y de la muerte. Ante 1a fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia
operante sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia
consienta, para lo sucesivo, esta
atroz cremación que antaño prohibía absolutamente?
Inmenso
es el horizonte que ahora os descubre 1a parábola del grano que cae al
suelo, relatada por san Juan:
«En
verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trigo que cae a tierra no
muere, permanece solo, pero, si muere, llevará mucho fruto.» (XII, 24.)
También
el discípulo amado nos transmite otra enseñanza preciosa de su Maestro,
a propósito de Lázaro, de que la Putrefacción
del cuerpo no puede significar la abolición total de la vida:
«Dijo
Jesús.- Quitad 1a piedra. María, hermana del muerto, le dijo: Señor,
ya hiede, pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo.- ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)
En su
olvido de la Verdad hermética que aseguró sus cimientos, la Iglesia, ante la
cuestión de la incineración de los cadáveres adopta, sin
ningún esfuerzo, las malas razones de la ciencia del bien y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en cementerios cada vez más
colmados, constituye una amenaza de
infección. Y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los rodea. Especioso argumento que,
al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo que fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el mezquino
positivismo de los Comte y los
Littré.
Enternecedora
solicitud en fin, que no se ejercitó en nuestros benditos
tiempos, cuando las dos hecatombes, grandiosas por su duración y por su
multitud de muertos, en superficies más bien reducidas, donde la inhumación se
hacía esperar a menudo mucho más y se
efectuaba a menor profundidad de lo
que permitían los reglamentos.
En
contraste con esto, cabe recordar aquí los experimentos, macabros y
singulares, a que se dedicaron a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos
por añadidura, Mateo José Orfila y
Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición del cuerpo humano. He aquí el resultado del experimento realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:
«El
olor disminuye gradualmente; por fin llega una época en que todas
las partes blandas extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso, negruzco y de un olor que tiene algo de aromático.»
En
cuanto a la transformación del hedor en perfume, hay que observar su
impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la Gran Obra física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo
Lulio, al precisar que al olor
infecto de la disolución oscura sucede el
perfume más suave, porque es propio
de la vida y del calor (quia et vitae
proprius est et caloris).
Después
de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si pueden
desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio dudoso y la argumentación
especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente muestran la envidia y la
mediocridad, cuyos enfadosos y
persistentes efectos nos imponemos hoy el deber de destruir.
Decimos
esto, a propósito de una muy objetiva rectificación de nuestro maestro
Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, 1a estatua de Marcelo, obispo de París, que se hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de
santa Ana, antes de que los
arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una aceptable copia El Adepto de El
misterio de las catedrales se vio de este
modo impulsado a reparar las faltas
cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que
ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:
«Este
obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y
quieren enterarse de lo que representa. Si
descubrís y adivináis lo que represento
con este jeroglífico, ¡callaos! ¡No
digáis nada!» (Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en diecinueve
lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
Estas
líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel de un torpe diseño que les
dio origen o que fue inspirado por ellas.
Como a Fulcanelli nos cuesta imaginar que dos observadores, a saber, el
escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas separadamente, de 1a misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en evidente
anacronismo, tiene la cabeza cubierta
con una mitra adornada con cuatro pequeñas cruces. Y sostiene, con la mano izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro. Imperturbable,
levanta el índice al nivel del
mentón, con la expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.
«La
comprobación es fácil -concluye Fulcanelli-, puesto que poseemos la
obra original y la superchería queda de manifiesto
al primer golpe de vista. Nuestro santo, de acuerdo con la costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno,-
el báculo, que sostiene con la mano
izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los Personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desatada imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue
representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos
medio e índice. »
Quedaba
según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto
de todo el párrafo VII del capítulo PARIS
de la presente obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El engaño había sido,
pues, descubierto, y perfectamente
establecida la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry, unos tres años más tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame,
escribió en su Museo de los brujos las
líneas que siguen:
«La estatua de san Marcelo, que se encuentra
actualmente en el pórtico de Nótre-Dame, es una reproducción moderna que no
tiene valor arqueológico; forma parte de la restauración de los arquitectos
Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo XIV, se encuentra actualmente
confinada en un rincón de la gran sala de las Termas del Museo de Cluny, donde
la hemos hecho fotografiar.
Se observará que el báculo del obispo se hunde en la
boca del dragón, condición esencial para que sea legible el jeroglífico, e
indicación de que es necesario un rayo celeste para encender el hornillo de
Atanor. Ahora bien, en una época que podemos situar a mediados del siglo XVI,
esta antigua estatua fue quitada del pórtico y sustituida por otra en la que el
báculo del obispo, para contrariar a los alquimistas y destruir su tradición,
había sido deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del
dragón. Puede verse esta diferencia en
nuestra figura 344, donde aparece la antigua estatua, tal como era antes de
1860. Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por una copia bastante
exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su
verdadera significación alquímica.»
¡Menudo
embrollo éste, por no decir algo peor, según el cual se habría
introducido, en suma, en el siglo XVI, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada en Cluny y la copia moderna, visible en la catedral de la Cité
desde hace más de cien años! De esta
estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito
aserto, una fotografía de la cual
Bernard Husson fija deliberadamente fecha
y la hace un daguerrotipo. He aquí la leyenda que, al pie del clisé, renueva su insostenible justificación:
Desgraciadamente
para esta imagen el presunto san Marcelo no empuña en ella el
báculo episcopal que le presta la pluma de
Glillot, decididamente perdido e imposible de identificar.
Como
máximo, distinguimos en la mano izquierda del prelado chancero y
terriblemente barbudo, una especie de barra gruesa desprovista en su extremo superior de la voluta adornada que hubiera podido convertirla en báculo
episcopal
Pretendíase,
evidentemente, que el lector infiriese, del texto y de la ilustración que
esta escultura del siglo XVI -oportunamente inventada- era la misma que
Cambriel «al pasar un día ante la
iglesia de Nótre-Dame de París, examinó con gran atención», ya que el autor declara, en la cubierta misma de su
Curso de Filosofía, que terminó este
libro en enero de 1829. Así quedaban
acreditados la descripción y el dibujo, debidos al alquimista de Saint-Paui-de-Fenouillet, los cuales se complementan
en el error, en tanto que el irritante Fulcanelli, demasiado afanoso de exactitud
y de franqueza, quedaba convicto de
ignorancia y de error inconcebible. Ahora bien la conclusión en este sentido, no es tan sencilla,- así
podemos comprobarlo, desde ahora, en
el grabado de François Cambriel donde el obispo es portador de un báculo pastoral sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco y su porción
en espiral.
No
nos detendremos en la explicación dada por Grillot de Givry,
reabnente ingenioso pero un tanto elemental del acortamiento de la verga
pastoral (virga pastoralis); por el contrario,
no podemos dejar de denunciar el hecho
singular de que, con toda evidencia trató de combatir, sin traerla a la memoria
-inocentemente, precisará Jean Reyor,
pretendiendo que todo ocurrió de
manera fortuita-, la pertinente corrección de El misterio de las
catedrales, del cual es imposible que una
inteligencia tan avisada, y curiosa como la suya no tuviera conocimiento. En
efecto, este primer libro de Fulcanelli había sido publicado en junio de 1926, mientras que El museo de los brujos -fechado en París el 20 de noviembre de 1928
apareció en febrero de 1929, una semana después de la muerte repentina de su autor.
En
aquella época, el procedimiento, que no nos pareció demasiado
honrado, nos produjo
tanta
sorpresa como dolor y nos desconcertó profundamente. Ciertamente,
jamás habríamos hablado de ello, si,
después de Marcel Clavelle -alias Jean Reyor-,
no hubiese experimentado recientemente Bernard Husson la inexplicable
necesidad, a treinta y dos años de distancia, de volver a lanzar la piedra y venir en auxilio de Cambriel. Nos limitaremos a dar aquí la jactanciosa
opinión del primero -en el Velo
de Isis, de noviembre de 1932-, puesto
que el segundo la hizo suya
íntegramente, sin reflexionar y sin mostrar el escrúpulo que hubiera debido sentir por tratarse del Adepto admirable y del Maestro común:
«¡Todo el mundo comparte la virtuosa indignación de
Fulcanelli! Pero lo más lamentable es la
ligereza de este autor, dadas las circunstancias. Veremos a continuación que no
había motivos para acusar a Cambriel de "artificio", de
"superchería" y de "descaro".
»Pongamos la cosa en su punto: el pilar que se
encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-Dame es una reproducción moderna
que forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc,
efectuada hacia 1860. El pilar primitivo se encuentra confinado en el Museo de
Cluny. Sin embargo, hemos de decir que el pilar actual reproduce con bastante
fidelidad, en su conjunto, el del siglo xvi, a excepción de algunos motivos del
zócalo. En todo caso, ninguno de estos dos pilares corresponde a la descripción
y a la figura dadas por Cambriel y reproducidas inocentemente por un conocido
ocultista. Y, no obstante, Cambriel no trató en modo alguno de engañar a sus
lectores. Describió e hizo dibujar fielmente el pilar que podían contemplar
todos los Parisienses de 1843. Y es que existe un tercer pilar de san Marcelo,
reproducción infiel del pilar primitivo, y es este pilar el que fue
reemplazado, hacia 1860, por la copia más exacta que vemos en la actualidad.
Aquella reproducción infiel presenta, ciertamente, todas las características
señaladas por el buen Cambriel. Éste, lejos de ser falaz, fue, por el
contrario, engañado por la poca escrupulosa copia, pero su buena fe queda
absolutamente fuera de toda duda, y esto es lo que queríamos dejar bien sentado.»
A fin
de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry -el conocido ocultista citado por Jean Reyor- presentó, en El museo de los brujos, sin ninguna referencia, como hemos podido ver, una prueba fotográfica cuyo
clisé en similor denota su confección
reciente. ¿Cuál es, en el fondo, el valor exacto de este documento que utilizó para reforzar su texto y rebatir, con todas las apariencias de la irrefutabilidad
el juicio imparcial de Fulcanelli
sobre François Cambrie; juicio tal vez severo, pero indudablemente fundado, que Grillot de Givry, según sabemos
también, se guardó muy bien de señalar? Ocultista en el sentido más absoluto, mostrose no menos discreto en cuanto a la procedencia de su sensacional
fotografía...
¿No
será, sencillamente, que esta imagen representativa de la estatua
removida en el pasado siglo, cuando los trabajos de Viollet-le-Duc, fue tomada en lugar distinto de Nótre-Dame de París, o que fuera incluso reproducción de
un personaje muy distinto del obispo
Marcellus de la antigua Lutecia?
En la
iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el
dragón agresivo o sumiso, entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el Mayor, Felipe, Miguel, Jorge Y Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el
único que toca, con el báculo, la
cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre
los últimos hechos del obispo se cuenta el que refiere el padre Gerardo Dubois Aurelianensi en su Historia de la
Iglesia de París, y que resumimos aquí,
traduciéndolo del texto latino
«Cierta
dama, más ilustre por la nobleza de su linaje que por las costumbres y la
fama de una buena reputación, acabó su
destino y, después, en pomposas exequias, fue depositada en la tumba, digna y solemnemente. A fin de
castigarla por la violación de su
lecho, una horrible serpiente avanza hacia la sepultura de la mujer, se alimenta de sus miembros y de su cadáver, cuya alma había corrompido con sus
silbidos funestos. No la deja
descansar en el lugar del descanso. Pero, aserrados por el ruido, los viejos servidores de la dama se espantaron en grado sumo, y la multitud de la ciudad
empezó a acudir al espectáculo y a
alarmarse a la vista del enorme animal.
»Advertido
el bienaventurado prelado, sale con el pueblo y ordena que los
ciudadanos se mantengan como espectadores. En cuanto a él, sin asustarse, se planta ante el dragón... el cual
como si fuera un suplicante, se postra a las rodillas del santo obispo y parece adularle y pedirle
gracia. Entonces Marcelo, golpeándole la cabeza con su báculo, le arrojó
encima su estola; conduciéndole en
círculo durante dos o tres millas,
seguido por el pueblo, tiraba su marcha solemne
ante los ojos de los ciudadanos. Después, apostrofó a la bestia y le ordenó que, desde mañana, o permaneciese perpetuamente
en los desiertos, o fuese a arrojarse al mar…»
Digamos,
de paso, que casi no hace falta destacar, aquí la alegoría hermética en
que se distinguen las dos vías, seca y húmeda.
Corresponde exactamente al 50º emblema de Michel Maier, en su Atalanta Fulgiens, en
el cual el dragón aprisiona a una
mujer vestida, que yace inerte, en el esplendor de su madurez, en el fondo de una fosa igualmente violada.
Pero
volvamos a la presunta estatua de san Marcelo, discípulo y sucesor de
Prudencio, la cual según Grillot de Givry, fue colocada a
mediados del siglo XVI en el entrepaño de lo que se llama generalmente
estola.
Pórtico
sur de Nótre-Dame, es decir, en el lugar de la admirable reliquia
conservada en la orilla izquierda en el museo de Cluny. Precisemos que la efigie hermética se
alberga actualmente en la torre
septentrional de su primera morada.
A fin de rechazar sólidamente la veracidad
de esta afirmación, desprovista de todo fundamento, podemos alegar el
irrecusable testimonio del señor Esprit Gobineau de Montluisant, gentilhombre privilegiado, en su Explicación
muy curiosa de los enigmas y figuras jeroglíficas, físicas, que están en el
Gran Pórtico de la iglesia catedral y metropolitana de Nótre Dame de París. Ved cómo nuestro testigo ocular, «estudiando
atentamente» las esculturas, nos da la
prueba de que el alto relieve
transportado a la calle del Sommerard por Viollet-le Duc, se encontraba en el
pilar de en medio del pórtico de la derecha,
«el miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de
Nuestro Salvador Jesucristo»:
«En
el pilar que está en medio y que separa las dos puertas de este
pórtico, se encuentra todavía la figura de un obispo, que introduce su báculo en la boca de un dragón que yace bajo sus pies y que parece salir de un baño
ondulante, en cuyas ondas aparece la
cabeza de un Rey, con triple corona, que
parece ahogarse en las ondas y salir después de ellas nuevamente. »
El
relato histórico, patente y decisivo, no preocupó en demasía a Marcel Clavelle
(Jean Reyor, de seudónimo), el cual se vio entonces obligado,
para salir de apuros, a trasladar a los tiempos
de Luis XIV el nacimiento de la estatua, absolutamente desconocida hasta que Grillott la inventó bruscamente, de buena o de mala fe. Turbado de manera semejante
por la misma prueba, tampoco Bemard
Husson sale muy airoso del paso, sosteniendo,
por las buenas, que la mención siglo XVI de la Página 407 de El
museo de los brujos es una errata
tipográfica, afortunadamente
rectificada en el epígrafe por siglo XVII, cosa que, como ha podido
verse más arriba, no se descubre de manera
alguna.
Además,
y con mengua de la exactitud, ¿no supone una irreflexión
inconcebible el hecho de admitir que un restaurador del período de los Valois transportase, cediendo a su propia Iniciativa, a un tiempo culpable y singular,
a un museo inexistente en su época, la magnífica estatua que, indudablemente,
sólo se conserva en él desde hace un
siglo y pico, a una sala de las
Termas exhumadas, junto al delicioso palacio reconstruido por Jacques d´Ambroise? ¡Y qué extraño
parecería, en consecuencia, que este arquitecto del siglo XVI hubiese mostrado,
por la efigie gótica e imberbe que se
dice sustituyó, un afán de conservación
que el cuidadoso Viollele-Duc no había de mostrar, trescientos años más tarde,
por el obispo barbudo, obra de su remoto
y anónimo colega!
Ciertamente,
pudo haber ocurrido que Marcel Clavelle y Bernard Husson,
sucesivamente, se dejasen cegar tontamente por el intenso placer de pillar en un error al gran Fulcanelli pero que Grillot de Givry no viera la enorme
falta de lógica de su inconsecuente
refutación es algo totalmente imposible de digetir.
Por
lo demás, creo que todos convendrán conmigo en que importaba
mucho, en ocasión de esta tercera edición de El misterio de las catedrales,
dejar claramente establecido lo bien fundado de la repulsa de Fulcanelli en
lo que atañe a Cambriel y disipar por
ende, de modo radical el lamentable equívoco
creado por Grillot de Givry; es decir, si así se prefiere, poner realmente en su punto y cerrar
definitivamente una controversia que sabíamos tendenciosa y carente de
verdadero objeto. Eugéne Canseliet
EL MISTERIO
DE LAS CATEDRALES
I
La más fuerte impresión de nuestra primera juventud
-teníamos a la sazón siete años-, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo,
fue la emoción que provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una catedral
gótica. Nos sentimos inmediatamente transportados, extasiados, llenos de
admiración, incapaces de sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la
magia de lo espléndido, de lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de
esta obra más divina que humana.
Después, la visión se transformó; pero la impresión
permanece. Y, si el hábito ha modificado el carácter vivo y patético del primer
contacto, jamás hemos podido dejar de sentir una especie de arrobamiento ante
estos bellos libros de imágenes que se levantan en nuestra plaza y que
despliegan hasta el cielo sus hojas esculpidas en piedra.
¿En qué lenguaje, por qué medios, podríamos
expresarles nuestra admiración, testimoniarles nuestro reconocimiento y todos
los sentimientos de gratitud que llena nuestro corazón, por todo lo que nos han
enseñado a gustar, a conocer, a descubrir, esas obras maestras mudas, esos
maestros sin palabras y sin voz?
¿Sin
palabras y sin voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros lapidarios tienen
sus letras esculpidas -frases en bajos relieves y pensamientos en ojivas-,
tampoco dejan de hablar por el espíritu imperecedero que se exhala de sus
páginas. Más claros que sus hermanos menores -manuscritos e impresos-, poseen
sobre éstos la ventaja de traducir un sentido único, absoluto, de expresión
sencilla, de interpretación ingenua y pintoresca, un sentido expurgado de
sutilezas, de alusiones, de equívocos literarios.
«La lengua de piedras que habla este arte nuevo -dice
con gran propiedad J. F. Colfs es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al
alma de los más humildes como a la de los más cultos.
¡Qué lengua tan patética es el gótico de piedras! Una
lengua tan patética, en efecto, que los cantos de un Orlando de Lasso o de un
Palestrina, las obras para órgano de un Haendel o de un Frescobaldi, la
orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es todavía más
grande, el sencillo y severo canto gregoriano, no hacen sino aumentar las emociones
que la catedral nos produce por sí sola. ¡Ay de aquellos que no admiran la
arquitectura gótica, o, al menos, compadezcámosles como a unos desheredados del
corazón!»
Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte,
la catedral gótica no debe ser contemplada como una obra únicamente dedicada a
la gloria del cristianismo, sino más bien como una vasta concreción de ideas,
de tendencias y de fe populares, como un todo perfecto al que podemos acudir
sin temor cuando tratamos de conocer el pensamiento de nuestros antepasados, en
todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social.
Las
atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de proporciones y la
belleza de ejecución, hacen de la catedral una obra original, de incomparable
armonía, pero que el ejercicio del culto parece no tener que ocupar
enteramente.
Si el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma
de las altas vidrieras, y el silencio invitan a la oración y predisponen a la
meditación, en cambio, la pompa, la estructura y la ornamentación producen y
reflejan, con extraordinaria fuerza, sensaciones menos edificantes, un ambiente
más laico
y, digamos la palabra, casi pagano. Allí se pueden
discernir, además de la inspiración ardiente nacida de una fe robusta, las mil
preocupaciones de la grande alma popular, la afirmación de su conciencia y de
su voluntad propia, la imagen de su pensamiento en cuanto tiene éste de
complejo, de abstracto, de esencial, de soberano.
Si venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos,
si penetramos en él siguiendo los entierros o formando parte del alegre cortejo
de las fiestas sonadas, también nos. apretujamos en él en otras muchas y
distintas circunstancias. Allí se celebran asambleas políticas bajo la
presidencia del obispo; allí se discute el precio del grano y del ganado; los
tejedores establecen allí la cotización de sus paños; y allí acudimos a buscar
consuelo, a pedir consejo, implorar perdón. Y apenas si hay corporación que no
haga bendecir allí la obra maestra del nuevo compañero y que no se reúna allí,
una vez al año, bajo la protección de su santo patrón.
Otras ceremonias, muy del gusto de la multitud,
celebrábanse también allí durante el bello período medieval. Una de ellas era la Fiesta de los locos -o de los sabios-, kermesse hermética
procesional, que salía de la iglesia con su papa, sus signatarios, sus devotos
y su pueblo -el pueblo de la Edad Media, ruidoso, travieso, bufón, desbordante
de vitalidad, de entusiasmo y de ardor-, y recorría la ciudad... Sátira hilarante
de un clero ignorante, sometido a la autoridad de la Ciencia disfrazada, aplastado bajo el peso de una indiscutible
superioridad. ¡Ah, la Fiesta de los locos, con su carro del Triunfo de Baco, tirado por un centauro macho y un centauro
hembra, desnudos como el propio dios, acompañado del gran Pan; carnaval obsceno
que tomaba posesión de las naves ojivales! ¡Ninfas y náyades saliendo del baño;
divinidades del Olimpo, sin nubes y sin enaguas: Juno, Diana, Venus y Latona,
dándose cita en la catedral para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta por el iniciado Pierre de Corbeil,
arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y en que las ovejas de 1220 lanzaban
el grito de gozo de las bacanales: ¡Evohé! ¡Evohé!, y los hombres del coro
respondían, delirantes:
¡Este día es célebre entre los días célebres!
¡Este día es de fiesta entre los días de fiesta!
Otra era la Fiesta
del asno, casi tan fastuosa como la anterior, con la entrada triunfal, bajo
los arcos sagrados, de maitre Alibororn, cuya
pezuña hollaba antaño el suelo judío de Jerusalén. Nuestro glorioso Cristóforo
era honrado en un oficio especial en que se exaltaba, después de la epístola, ese poder
asnal que ha valido a la Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba Parodia grotesca que el
sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba en silencio, inclinada la frente
bajo el peso del ridículo que vertían a manos llenas aquellos burladores del país de Saba, o Caba,
¡los cabalistas en persona! Y es el propio cincel de los maestros imaginemos de la época, el que nos
confirma estos curiosos regocijos. En
efecto, en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe Witkowski, «el
bajorrelieve de uno de los capiteles de las grandes columnas reproduce una
procesión satírica en la que vemos un cerdito, portador de un acetre, seguido
de asnos revestidos con hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos
atributos de la religión, así como una zorra encerrada en una urna. Es la Procesión de la zorra o de la Fiesta del asno». Añadamos que una
escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del manuscrito núm. 5.055 de
la Biblioteca Nacional.
Había, en fin, ciertas costumbres chocantes que
traslucen un sentido hermético a menudo muy duro,
que se repetían todos los años y que tenían por
escenario la iglesia gótica, como la Flagelación
del Aleluya, en que los monaguillos arrojaban, a fuertes latigazos, sus sabots zumbadores fuera de las naves de
la catedral de Langres; el Entierro del
Carnaval; la Diablería de Chaumont; las procesiones y banquetes de la Infantería de Dijon, último eco de la
Fiesta de los locos, con su Madre loca, sus
diplomas rabelesianos, su estandarte en el que dos hermanos, con la cabeza
gacha, se divertían mostrando las nalgas;
el singular Juego de pelota, que
se disputaba en la nave de San Esteban de la catedral de Auxerre y desapareció
allá por el año 1538; etcétera.
II
La catedral es el refugio hospitalario de todos los
infortunios. Los enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios
alivio para sus sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa. Se
les destinaba una capilla, situada cerca de la segunda puerta y que estaba
iluminada por seis lámparas. Allí
pasaban las noches. Los médicos evacuaban sus consultas en la misma entrada de
la basílica, alrededor de la pila del agua bendita. Y también allí celebró sus
sesiones la Facultad de Medicina, al abandonar la Universidad, en el siglo
XIII, para vivir independiente, y donde permaneció hasta 1454, fecha de su
última reunión, convocada por Jaeques Desparts.
Es asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de
los difuntos ilustres. Es la ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual
y moral de la colectividad, el corazón de la actividad pública, el apoteosis
del pensamiento, del saber y del arte.
Por la abundante floración de su ornato, por la
variedad de los temas y de las escenas que la adornan, la catedral aparece como
una enciclopedia muy completa y variada -ora ingenua, ora noble, siempre viva-
de todos los conocimientos medievales. Estas esfinges de piedra son, pues,
educadoras, iniciadoras primordiales.
Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de
mamarrachos, de mascarones y de gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y
tarascas-, es el guardián secular del patrimonio ancestral. El arte y la
ciencia, concentrados antaño en los grandes monasterios, escapan del
laboratorio, corren al edificio, se agarran a los campanarios, a los pináculos,
a los arbotantes, se cuelgan de los arcos de las bóvedas, pueblan los nichos,
transforman los vidrios en gemas preciosas, los bronces en vibraciones sonoras,
y se extienden sobre las fachadas en un vuelo gozoso de libertad y de
expresión. ¡Nada más laico que el esoterismo de esta enseñanza!
Nada más humano que esta profusión de imágenes
originales, vivas, libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y
siempre interesantes; nada más emotivo que estos múltiples testimonios de la
existencia cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de
nuestros padres; nada más cautivador, sobre todo, que el simbolismo de los
viejos alquimistas, hábilmente plasmados por los modestos escultores
medievales. A este respecto, Nótre-Dame de París es, incontestablemente, uno de
los ejemplares más perfectos, y, como dijo Víctor Hugo, «el compendio más cabal
de la ciencia hermética, de la cual la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie
era un jeroglífico completo».
Los alquimistas del siglo XIV se reúnen en ella, todas
las semanas, el día de Saturno, ora en el pórtico principal, ora en la puerta
de san Marcelo, ora en la pequeña Puerta Roja, toda ella adornada de
salamandras. Denys Zachaire nos dice que esta costumbre subsistía todavía en el
año 1539, los domingos y días festivos, y Noél du Fail declara que la gran reunión de tales académicos tenía lugar en Nótre-Dame de Pads.
Allí, bajo el brillo
cegador de las ojivas pintadas y doradas. En las catedrales, todo era dorado y
pintado de vivos colores. El texto de
Martyrius, obispo y viajero armenio del siglo XV, así lo atestigua. Dice este
autor que el pórtico de Nótre-Dame de París resplandecía como la entrada del
paraíso.
Campeaban
en él el púrpura, el rosa, el azul, la plata y el oro. Todavía pueden
descubrirse rastros de dorados en la cima del tímpano del pórtico principal. El
de la iglesia de Saint-Germain-I'Auxerrois conserva sus pinturas, su bóveda
azul constelada de oro.
De los cordones de los arcos, de los tímpanos de Figuras
multicolores, cada cual exponía el resultado de sus trabajos o explicaba el
orden de sus investigaciones. Se emitían probabilidades; se discutían las
posibilidades; se estudiaban en su mismo lugar la alegoría del bello libro, y
esta exégesis abstrusa de los misteriosos símbolos no era la parte menos
animada de estas reuniones.
Siguiendo a Gobineau de Montluisant, Cambriel y tutti quanti vamos a emprender la piadosa peregrinación, a hablar con las
piedras y a interrogarlas. ¡Lástima que sea tan tarde! El vandalismo de
Soufflot destruyó en gran parte lo que en el siglo xvi podía admirar el
alquimista. Y, si el arte debe mostrarse agradecido a los eminentes arquitectos
Toussaint, Geffroy Dechaume, Boeswillwald, Viollet-le-Duc y Lassus, que
restauraron la basílica odiosamente profanada por la Escuela, en cambio la
Ciencia no recobrará jamás lo que perdió.
Sea como fuere, y a pesar de estas lamentables
mutilaciones, los motivos que aún subsisten son lo bastante numerosos para que
no tengamos que lamentar el tiempo y el trabajo que nos cueste la visita. Nos consideraremos satisfechos y pagados con
creces de nuestro esfuerzo, si logramos despertar la curiosidad del lector,
retener la atención del observador sagaz y demostrar a los amantes de lo oculto
que no es imposible descubrir el sentido del arcano disimulado bajo la corteza
petrificada del prodigioso libro mágico.
III
Ante todo, debemos decir unas palabras sobre el
término gótico, aplicado al arte
francés que impuso sus normas a todas las producciones de la Edad Media, y cuya
irradiación se extiende desde el siglo XV al XV.
Algunos pretendieron, equivocadamente, que provenía de
los Godos, antiguo pueblo de
Germania; otros creyeron que se llamó así a esta forma de arte, cuya
originalidad y cuya extraordinaria singularidad era motivo de escándalo en los
siglos XVII y XVIII, en son de burla, dándole el sentido de bárbaro.- tal es la opinión de la
escuela clásica, imbuida de los principios decadentes del Renacimiento.
Empero, la verdad, que brota de la boca del pueblo, ha
sostenido y conservado la expresión arte
gótico, a pesar de los esfuerzos de la Academia para sustituirla por la de arte ojival
Existe aquí un motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a
nuestros lingüistas, siempre al acecho de etimologías. ¿Por qué, pues, han sido
tan pocos los lexícólogos que han acertado? Por la sencilla razón de que la
explicación debe buscarse en el origen
cabalístico de la palabra más que en su raíz
literal.
Algunos autores perspicaces y menos superficiales,
impresionados por la semejanza que existe entre gótico y goético, pensaron que había de existir una relación
estrecha entre el Arte gótico y el Arte goético o mágico.
Para nosotros, arte
gótico no es más que una deformación ortográfica de la palabra argótico, cuya homofonía es perfecta, de
acuerdo con la ley fonética que rige,
en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala
tradicional. La catedral es una obra de arth
goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen el argot como «una lengua particular de
todos los individuos que tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser
comprendidos por los que les rodean». Es, pues, una cábala hablada. Los argotiers, o sea, los que utilizan este
lenguaje, son descendientes herméticos de los argo-nautas, los cuales mandaban la nave Argos, y hablaban la lengua argótica
mientras bogaban hacia las riberas afortunadas de Cólquida en busca del
famoso Vellocino de Oro. Todavía hoy, decimos del hombre muy
inteligente, pero también muy astuto: lo
sabe todo, entiende el argot. Todos los Iniciados se expresaban en argot, lo mismo que los truhanes de la Corte de los milagros -con el poeta
Villon a la cabeza- y que los Frimasons, o
francmasones de la Edad Media, «posaderos del buen Dios», que edificaron las
obras maestras argóticas que
admiramos en la actualidad. También ellos, estos nautas constructores, conocían el camino que conducía al Jardín de
las Hespérides...
Todavía en nuestros días, los humildes, los
miserables, los despreciados, los rebeldes ávidos de libertad y de
independencia, los proscritos, los vagabundos y los nómadas, hablan el argot, este dialecto maldito, expulsado
de la alta sociedad de los nobles, que lo son tan poco, y de los burgueses bien
cebados y bienintencionados, envueltos en el armiño de su ignorancia y de su
fatuidad. El argot ha quedado en
lenguaje de una minoría de individuos que viven fuera de las leyes dictadas, de
las convenciones, de los usos y del protocolo, y a los que se aplica el epíteto
de voyous, es decir, videntes, y la todavía más expresiva de hijos o criaturas del sol. El arte gótico es, en efecto, el art got o cot (Xo), el arte de la Luz o del Espíritu.
Alguien pensará, tal vez, que éstos son simples juegos de palabras. Lo admitimos de buen grado. Lo esencial es que guían nuestra fe hacia una
certeza, hacia la verdad positiva y científica, clave del misterio religioso, y
no la mantienen errante en el dédalo caprichoso de la imaginación. No hay, aquí
abajo, casualidad, ni coincidencia, ni relación fortuita; todo está previsto,
ordenado, regulado, y no nos corresponde a nosotros modificar a nuestro antojo
la voluntad inescrutable del Destino. Si el sentido corriente de las palabras
no nos permite ningún descubrimiento capaz de elevarnos, de instruirnos, de
acercarnos al Creador, entonces el vocabulario se vuelve inútil. El verbo, que
asegura al hombre la superioridad indiscutible, la soberanía que posee sobre
todo lo viviente, pierde entonces su nobleza, su grandeza, su belleza, y no es
más que una triste vanidad. Sí; la lengua, instrumento del espíritu, vive por
sí misma, aunque no sea más que el reflejo de la Idea universal.
Nosotros no inventamos nada, no creamos nada. Todo está
en todo. Nuestro microcosmos no es más que una partícula ínfima, animada,
pensante, más o menos imperfecta, del macrocosmos. Lo que creemos descubrir por
el solo esfuerzo de nuestra inteligencia existe ya en alguna parte. La fe nos
hace presentir lo que es; la revelación nos da de ello la prueba absoluta. A
menudo flanqueamos el fenómeno -léase milagro-, sin advertirlo, ciegos y
sordos. ¡Cuántas maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si
supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la
divina luz que encierra! Jesús se
expresó sólo en parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan? Y, en la
conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias, los
retruécanos o las asonancias, lo que caracteriza a las gentes de ingenio, felices de escapar a la tiranía de la letra y mostrándose, a su manera,
cabalistas sin saberlo?
Añadamos, por último, que el argot es una de las formas derivadas de la Lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la lengua
de los filósofos y de los diplomáticos.
Es aquella cuyo conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al enviarles su
espíritu, el Espíritu Santo. Es ella
la que enseña el misterio de las cosas y descorre el velo de las verdades más
ocultas. Los antiguos incas la llamaban Lengua
de Corte, porque era muy empleada por
los diplomáticos, a los que daba la
clave de una doble ciencia, la
ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad Media, era calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Iengua de los dioses,
Diosa-Botella (1).
La Tradición afirma que los hombres la hablaban antes
de la construcción de la torre de Babel,
causa de su perversión y, para la mayoría, del olvido total de este idioma
sagrado. Actualmente, fuera del argot, descubrimos
sus características en algunas lenguas locales, tales como el picardo, el
provenzal, etcétera, y en el dialecto de los gitanos.
Según la mitología, el célebre adivino Tiresias (3)
tuvo un conocimiento perfecto de la Lengua
de los pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La compartió, según dicen,
con Tales de Mileto, Melampo y Apolonio
de Tiana (4), personajes
imaginarios cuyos nombres hablan elocuentemente, en la ciencia que nos ocupa, y
lo bastante claramente para que tengamos necesidad de analizarlos en estas
páginas.
(1)
La vida de Gargantúa y de Pantagruel de François Rabelais, es una obra esotérica, una novela de argot. El buen cura de Meudon se reveló
en ella como un gran iniciado con
ribetes de cabalista de primer orden.
(3) Tiresias,
según dicen, había perdido la vista por haber revelado a los mortales los
secretos del Olimpo. Sin embargo, vivió
«siete, ocho o nueve edades de hombre» y fue, sucesivamente, ¡hombre y mujer!
(4) Filósofo cuya vida, llena de leyendas, milagros y hechos
prodigiosos, parece muy hipotética. Nos
parece que el nombre de este personaje casi fabuloso no es más que una imagen
mito-hermética del compuesto, o rebis
filosofal logrado con la unión de hermano y hermana, de Gabritius y Beya,
de Apolo y Diana. De ahí que no nos
sorprendan, por ser de orden químico, las maravillas contadas por Filóstrato.
IV
Con raras excepciones, el plano de las iglesias
góticas -catedrales, abadías o colegiatas- adopta la forma de una cruz latina
tendida en el suelo. Ahora bien, la cruz
es el jeroglífico alquímico del
crisol, al que se llamaba antiguamente (en francés) cruzoz crucible y croiset (según Ducange, en el latín de la
decadencia, crucibulum, crisol, tenía
por raíz, crux, crucis, cruz).
Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima,
como el propio Cristo, sufre su Pasión; es en el crisol donde muere para resucitar
después, purificada, espiritualizada, transformada. Por otra parte, ¿acaso el
pueblo, fiel guardián de las tradiciones orales, no expresa la prueba terrenal
humana mediante parábolas religiosas y símiles herméticos? -Llevar su cruz,
subir al Calvario, pasar por el crisol de
la existencia, son otras tantas alocuciones corrientes donde encontramos
idéntico sentido bajo un mismo simbolismo.
No olvidemos que, alrededor de la cruz luminosa vista en sueños por Constantino, aparecieron estas
palabras proféticas que hizo pintar en su labarum:
In hoc signo vinces; vencerás por este signo. Recordad también, hermanos alquimistas,
que la cruz tiene la huella de los tres
clavos que se emplearon para inmolar al Cristo-materia, imagen de las tres
purificaciones por el hierro y por el fuego.
Meditad igualmente sobre este claro pasaje de san Agustín en su Diálogo con Trifón (Dialogus cum Tryphone, 40): «El misterio del cordero que Dios había ordenado inmolar
en Pascua -dice- era la figura del
Cristo, con la que los creyentes pintan sus moradas; es decir, a ellos mismos,
por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este
cordero que la ley ordenaba que fuera
asado entero era el símbolo de la
cruz que el Cristo debía padecer. Pues el cordero, para ser asado, es
colocado de manera que parece una cruz: una de las ramas lo atraviesa de parte
a parte, desde la extremidad inferior hasta la cabeza; la otra le atraviesa las
espaldillas, y se atan a ella las patas anteriores del cordero (el griego dice., las manos).»
La cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde
siempre, en todas las religiones, en todos los pueblos, y erraría quien la
considerase como un emblema especial del cristianismo, según ha demostrado
cumplidamente el abate Ansault. Diremos incluso que el plano de los grandes
edificios religiosos de la Edad Media, con su adición de un ábside semicircular
o elíptico soldado al coro, adopta la fonna del signo hierático egipcio de la cruz ansada que se lee ank y designa la vida universal oculta en las cosas.
Podemos ver un ejemplo de ello en el museo de Saint-Germain-en-Laye, en
un sarcófago cristiano procedente de las criptas arlesianas de Saint-Honorat.
Por otra parte, el equivalente hermético del signo ank es el emblema de Venus o
Ciprina (en griego, o sea, la impura), el cobre vulgar que algunos, para
velar todavía más su sentido, han traducido por bronce y latón. «Blanquea el latón y quema tus libros», nos repiten
todos los buenos autores, es la misma palabra que, es decir, azufre, el
cual, en este caso, tiene la significación de estiércol, fiemo, excremento,
basura. «El sabio encontrará nuestra piedra hasta en el estiércol -escribe el
Cosmopolita-, mientras que el ignorante no podrá creer que se encuentre en el
oro.»
Y es así como el plano del edificio cristiano nos
revela las cualidades de la materia prima, y su preparación, por el signo de la Cruz, lo cual, para los
alquimistas, tiene por resultado la obtención de la Primera piedra, piedra angular de la Gran Obra filosofal. Sobre
esta piedra edificó Jesús su iglesia;
y los francmasones medievales siguieron simbólicamente el ejemplo divino. Pero,
antes de ser tallada para servir de base a la obra de arte gótica, y también a
la obra de arte filosófica, dábase a menudo a la piedra bruta, impura, material
y grosera, la imagen del diablo.
Nótre-Dame de París poseía un jeroglífico semejante,
que se encontraba bajo la tribuna, en el ángulo del recinto del coro. Era una
figura de diablo, que abría una boca enorme, en la cual apagaban los fieles sus
cirios; de suerte que el bloque esculpido aparecía manchado de cera y de negro
de humo. El pueblo llamaba a esta imagen Maistre
Pierre du Coignet, cosa que no
dejaba de confundir a los arqueólogos.
Ahora bien, esta figura, destinada a representar la materia inicial de
la Obra, humanizada bajo el aspecto de Lucifer
(portador de luz, la estrella de la
mañana), era el símbolo de nuestra piedra
angular, la Piedra del rincón, la piedra
maestra del rinconcito. «La
piedra que los constructores rechazaron -escribe Amyraut- ha sido convertida en
la piedra maestra del ángulo, sobre
la que descansa toda la estructura del edificio; pero es también escollo y
piedra de escándalo, contra la cual tropiezan para su desgracia.» En cuanto a
la talla de esta piedra angular -queremos decir su preparación-, podemos verla
expresada en un bello bajo relieve de la época, esculpido en el exterior del
edificio, en una capilla del ábside, del lado de la calle del
Cloître-Nótre-Dame.
V
Así como se reservaba al tallista de imágenes la decoración de las partes salientes, se
confiaba al ceramista la ornamentación del suelo de las catedrales. Éste era
generalmente enlosado o embaldosado con placas de tierra cocida pintadas y
recubiertas de un esmalte plomífero. Este arte había adquirido en la Edad Media
bastante perfección para asegurar a los temas historiados la variedad
suficiente de dibujo y colorido. Se utilizaban también pequeños cubos
multicolores de mármol, a la manera de los mosaicos bizantinos. Entre los mitos
más frecuentemente empleados, conviene citar los laberintos, que se trazaban en
el suelo, en el punto de intersección de la nave y el crucero. Las iglesias de
Sens, de Reims, de Auxerre, de Saint-Quentin, de Poitiers y de Bayeux han
conservado sus laberintos. En la de Amiens, observábase, en el centro, una gran
losa en la que se había incrustado una barra de oro y un semicírculo del mismo
metal, representando la salida del sol en el horizonte. Más tarde se sustituyó
el sol de oro por un sol de cobre, el cual desapareció a su vez, para no ser ya
reemplazado. En cuanto al laberinto de Chartres, vulgarmente llamado la lieue (por le lieu, el lugar) y
dibujado sobre el pavimento de la nave, se compone de toda una serie de
círculos concéntricos que se repliegan unos en otros con infinita variedad. En
el centro de esta figura, veíase antaño el combate de Teseo contra el
Minotauro. Nueva prueba, pues, de la infiltración de temas paganos en la
iconografía cristiana y, en consecuencia, de un sentido mito-hermético evidente.
Sin embargo, sería imposible establecer relación alguna entre estas imágenes y
las famosas construcciones de la antigüedad, los laberintos de Grecia y de
Egipto.
El laberinto de las catedrales, o laberinto de Salomón, es, nos dice Marcellin Berthelot, «una figura
cabalística que se encuentra al principio de ciertos manuscritos alquímicos y
que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al nombre de Salomón. Es
una serie de círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos puntos, de manera
que forman un trayecto chocante e inextricable».
La imagen del laberinto se nos presenta, pues, como
emblemático del trabajo entero de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la
del camino que hay que seguir para llegar al centro -donde se libra el rudo combate
entre las dos naturalezas-, y la del otro camino que debe enfilar el artista
para salir de aquél. Aquí es donde necesita el hilo de Ariadna si no
quiere extraviarse en los meandros de la obra y verse incapaz de encontrar la
salida.
Lejos de nuestra intención escribir, como hizo
Batsdorff, un tratado especial para explicar lo que es este hilo de Ariadna, que permitió a Teseo
cumplir su misión. Pero sí pretendemos, apoyándonos en la cábala, proporcionar
a los investigadores sagaces algunos datos sobre el valor simbólico del famoso
mito.
Ariane
es una forma de ariagne (araña), por metátesis de la i. En español, la ñ equivale a la gn; apax un (araña) puede, pues, leerse arahné, arahni, arahgne. ¿Acaso nuestra
alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo? Pero esta palabra exige
todavía otras formaciones. El verbo alpw significa tomar, asir, arrastrar, atraer, de donde se deriva alpnv, lo que toma, ase, atrae. Así, pues, alpw
es el imán, la virtud encerrada en el
cuerpo que los sabios llaman su magnesia.
Prosigamos. En provenzal, el hierro se llama aran e iran, según los diferentes
dialectos. Es el Hiram masónico, el
divino Aries el arquitecto del Templo de
Salomón. Los felibres llaman a la araña: aragno e iragno, airagno,, en picardo, se dice arégni. Cotéjese todo esto con el griego Z¿6npog, hierro e imán.
Esta palabra tiene ambos sentidos. Pero aún hay más. El verbo apva> expresa el orlo de un astro que sale del mar: de donde se deriva apvav
(aryan), el astro que sale del mar, que
se levanta; apvc¿v, o ariane, es, pues, el Oriente, por permutación de vocales. Además, apvw tiene también el
sentido de atraer, luego, apvav es
también el imán. Si volvemos ahora a
l¿8i7pog, origen del latino sidus,
sideris, estrella, reconoceremos a nuestro aran, iran, airan provenzal, el c¿pvav griego, el sol que sale.
Ariadna, la araña mística, escapada de Amiens, sólo
dejó sobre el pavimento del coro la huella de su tela...
Recordemos, de paso, que el más célebre de los
laberintos antiguos, el de Cnosos, en Creta, descubierto en 1902 por el doctor
Evans, de Oxford, era llamado Absolum. Y observemos que este término se parece
mucho a absoluto, que es el nombre
con que los alquimistas antiguos designaban la piedra filosofal.
VI
Todas las iglesias tienen el ábside orientado hacia el
sudeste; la fachada, hacia el noroeste, y el crucero, que forma los brazos de
la cruz, de nordeste a sudoeste. Es una orientación invariable, establecida a
fin de que fieles y profanos, al entrar en el templo por Occidente y dirigirse
en derechura al santuario, miren hacia
donde sale el sol, hacia Oriente, hacia Palestina, cuna del cristianismo.
Salen de las tinieblas y se encaminan a la luz.
Como consecuencia de esta disposición, uno de los tres
rosetones que adornan el crucero y la fachada principal no está nunca iluminado
por el sol; es el rosetón septentrional, que luce en la fachada izquierda del
crucero. El segundo resplandece al sol de mediodía; es el rosetón meridional,
que se abre en el extremo derecho del crucero. El último se ilumina bajo los
rayos colorados del sol poniente; es el gran rosetón, el de la fachada
principal, que aventaja a sus hermanos laterales en dimensiones y en esplendor.
De esta manera se suceden, en las fachadas de las catedrales góticas, los
colores de la Obra, según una evolución circular que va desde las tinieblas
-representadas por la ausencia de luz y el color negro- a la perfección de la
luz rubicunda, pasando por el color blanco, considerado como «intermedio entre
el negro y el rojo».
En la Edad Media, el rosetón central se llamaba Rota, la rueda. Ahora bien, la rueda es el jeroglífico alquímico del
tiempo necesario para la cocción de la materia filosofal y, por ende, de la
propia cocción. El fuego mantenido,
constante e igual, que el artista alimenta noche y día en el curso de esta
operación, se llama, por esta razón, fuego
de rueda. Sin embargo, además del calor necesario para la licuefacción de
la piedra de los filósofos, se necesita un segundo agente, llamado fuego secreto o filosófico. Es este
último fuego, excitado por el calor
vulgar, lo que hace girar la rueda y
provoca los diversos fenómenos que el artista observa en su redoma:
Ve por este camino, no por otro, te advierto;
observa solamente las
huellas de mi rueda.
Y para dar a todo una calor igual,
no subas ni desciendas al cielo y a la tierra.
Si demasiado subes, el cielo quemarás;
si bajas demasiado, destruirás la tierra.
En cambio, si mantienes en medio tu carrera,
el avance es
seguido y la ruta más segura.
El rosetón
representa, pues, por sí solo, la acción del fuego y su duración. Por esto los decoradores medievales trataron
de reflejar, en sus rosetones, los movimientos de la materia excitada por el
fuego elemental, como así puede observarse en la fachada norte de la catedral
de Chartres, en los rosetones de Toul (Saint-Gengoult), de Saint-Antoine de
Compiégne, etc. En la arquitectura de los siglos XIV y XV, la preponderancia
del símbolo ígneo, que caracteriza claramente el último período del arte medieval,
hizo que se diera al estilo de esta época el nombre de Gótico flamígero.
Ciertos
rosetones, emblemáticos del compuesto, tienen un sentido particular que subraya
todavía más las propiedades de esta sustancia
que el Creador selló con su propia mano.
Este sello
mágico le dice al artista que ha seguido el buen camino y que la mixtura ha
sido preparada según los cánones.
Es una figura radiada, de seis puntas (digamma), llamada Estrella de los Magos, que resplandece en la superficie del
compuesto, es decir, encima del pesebre en que descansa Jesús, el Niño-Rey.
Entre los edificios que presentan rosetones estrellados de seis pétalos
-reproducción del tradicional Sello de
Salomón (2)- citaremos la catedral de Saint-Jean y la iglesia de
Saint-Bonaventure, de Lyon (rosetones de las fachadas); la iglesia de
Saint-Gengoult, de Toul; los dos rosetones de SaintVulfran, de Abbeville; la
fachada de la Calende de la catedral de Rouen; el espléndido rosetón de la
Sainte-Chapelle, etc.
Como este signo tiene
el más alto interés para el alquimista -¿acaso no es el astro que le guía y que
le anuncia el nacimiento del Salvador?-, conviene citar aquí ciertos textos que
relatan, describen y explican su aparición. Dejaremos al lector el cuidado de
establecer las comparaciones útiles, de coordinar las versiones, de aislar la
verdad positiva, mezclada con la alegoría legendaria en estos fragmentos
enigmáticos.
(2) La
convalaria poligonal, vulgarmente llamada Sello
de Salomón debe este apelativo a su tallo, cuya sección es estrellada, como
el signo mágico atribuido al rey de los israelitas, hijo de David.
VII
Varrón, en sus Antiquitates
rerum humanarum, recuerda la leyenda de Eneas, salvando a su padre y a sus
penates de las llamas de Troya, y
llegando, después de largas
peregrinaciones, a los campos Laurentinos
(1), término de su viaje. De ello nos da la razón siguiente:
Es
quo de Troja est egressus AEneas, Veneris eum per diem quotidie
stellam vidisse, donec ad agrum Laurentum veniret, in quo eam non vidit ulterius; qua recognovit terras esse fatales.
(Cuando hubo partido de Troya, vio todos
los días y durante el día, la
estrella de Venus, hasta que llegó a los campos Laurentinos, donde dejó de
verla, lo cual le dio a entender que aquéllas eran las tierras señaladas por el Destino.)
Veamos ahora una leyenda tomada de una obra que tiene
por título Libro de Set, y que un
autor del siglo vi relata en estos términos:
«He oído hablar a algunas personas de una Escritura
que, aunque no muy cierta, no es contraria a la ley y se escucha más bien con
agrado. Leemos en ella que existía un pueblo en el Extremo Oriente, a orillas
del Océano, que compuesto, es decir, encima del pesebre en que descansa Jesús,
el Niño-Rey.
(1) Cabalísticamente, el oro injerido, injertado.
»Todos los años, después de la recolección, estos
hombres subían a un monte que, en su lengua, llamábase monte de la Victoria, en
el cual había una caverna abierta en 1a
roca, agradable por los riachuelos y los árboles que la rodeaban. Una vez
llegados a este monte, se lavaban, oraban y alababan a Dios en silencio durante tres días,- esto lo hacían
durante cada generación, siempre
esperando, por si casualmente aparecía esta estrella
de dicha durante su generación. Pero al fin apareció, sobre este monte de la Victoria, en forma de un niño pequeño
y presentando la figura de una cruz, les
habló, les instruyó y les ordenó que
emprendieran el camino de Judea.
»La estrella les precedió, así, durante dos años, y ni
el pan ni el agua les faltaron jamás en sus viajes.
»Lo que hicieron después, se explica en forma resumida
en el Evangelio.»
Según otra leyenda, de época ignorada, la estrella
tenía una forma diferente «Durante el viaje, que duró trece días, los Magos no
tomaron descanso ni alimento; no sintieron necesidad de ello, y este período
les pareció que no había durado más que un día. Cuanto más se acercaban a
Belén, más intenso era el brillo de la estrella; ésta tenía la forma de un águila, volando a través de los aires y
agitando sus alas; encima veíase una cruz »
La leyenda que sigue, titulada De las cosas que ocurrieron en
Persia, cuando el nacimiento de Cristo, se atribuye a Julio Africano,
cronógrafo del siglo III, aunque se ignora a qué época pertenece realmente:
«La escena se desarrolla en Persia, en un templo de
Juno construido por Ciro. Un sacerdote anuncia que Juno ha concebido. -Todas
las estatuas de los dioses se ponen a bailar y a cantar al oír esta noticia. -Desciende una estrella y anuncia el
nacimiento de un Niño Principio y Fin
-Todas las estatuas caen de bruces en el suelo. -Los Magos anuncian que este
Niño ha nacido en Belén y aconsejan al rey que envíe embajadores.
Entonces aparece Baco,
que predice que este Niño arrojará a todos los falsos dioses. -Partida de los
Magos, guiados por la estrella. Llegados
a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el nacimiento del Mesías. -En Belén,
saludan a María, hacen pintar por un esclavo hábil su retrato con el Niño, y lo
colocan en su templo principal con esta inscripción: A Júpiter Mitra, al dios sol,
al Dios grande, al rey Jesús, lo dedica el Imperio de los persas. »
«La luz de esta estrella, escribe san Ignacio,
superaba la de todas las demás; su resplandor era inefable, y su novedad hacía
que los que la contemplaban se quedaran mudos de estupor. El sol, la luna y los otros astros formaban el coro de esta estrella. »
Huginus de Barma, en la Práctica de su obra, emplea los mismos términos para expresar la
materia de la Gran Obra sobre la cual aparece la estrella: «Tomad tierra de verdad -dice-, bien impregnada de rayos del sol, de la luna y de los otros astros.»
En el siglo IV, el filósofo Calcidio, que, como dice
Mulaquius, el último de sus editores, sostenía que había que adorar a los
dioses de Grecia, los dioses de Roma y los dioses extranjeros, se refiere a la
estrella de los Magos y a la explicación que de ella daban los sabios.
Después de hablar de una estrella llamada Ahc por los
egipcios, y que anuncia desgracias, añade:
«Hay otra historia más santa y más venerable, que
atestigua que, mediante el orto de cierta
estrella, se anunció no enfermedades ni muertes, sino la venida de un Dios
venerable, para la gracia de la conversación con el hombre y para ventaja de
las cosas mortales. Después de ver esta
estrella viajando durante la noche,
los más sabios de los caldeos, como hombres perfectamente adiestrados en la
contemplación de las cosas celestes, indagaron, según cuentan, el nacimiento reciente de un Dios, y, al descubrir la majestad de este Niño, le
rindieron los homenajes debidos a un Dios tan grande. Lo cual conocéis vos mucho mejor que otros.»
Diodoro de Tarso se muestra aún más positivo cuando
afirma que «esta estrella no era una de esas que pueblan el cielo, sino una
cierta virtud o fuerza urano-diurna, que
había tomado la forma de un astro para anunciar el nacimiento del Señor de
todos».
Evangelio
según san Lucas, U, v. 1
a 7:
«Estaban velando en aquellas cercanías unos pastores y
haciendo centinela durante la noche sobre su grey. Cuando he aquí que un Ángel
del Señor apareció junto a ellos y una
luz divina los cercó con su
resplandor, por lo que empezaron a temer grandemente. Mas el Ángel les dijo:
»No temáis, porque vengo a daros una Buena Noticia de grandísimo gozo para
todo el pueblo; y es que os ha nacido hoy el Salvador, que es Cristo Señor
nuestro, en la ciudad de David. Y ésta será la señal para conocerle: hallaréis un Niño envuelto en pañales y
reclinado en un pesebre.
»Entonces mismo se dejó ver con el Ángel una multitud
de la milicia celestial que alababa a Dios y decía: Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.»
Evangelio
según san Mateo, 11, v. 1
a 1 1:
«Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá en tiempo del
rey Herodes, he aquí que unos Magos de Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo:
¿dónde está el que ha nacido Rey de los judíos?
Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle.
»... Entonces Herodes, llamando en secreto a los
Magos, se informó de ellos sobre el
tiempo en que la estrella se les había
aparecido, y encaminándolos a Belén, les dijo: »Id, e informaos
cuidadosamente de ese Niño; y hallándole, avisadme, para que yo vaya también a
adorarle.
»Ellos, luego que oyeron al rey, partieron; y de
pronto, la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que
vino a posarse sobre el lugar donde
estaba el Niño.
»A la vista de la estrella, se regocijaron con inmensa
alegría. Y entrando en la casa, hallaron al Niño con María su madre, y
prosternándose, le adoraron; y abiertos sus tesoros, le ofrecieron presentes de
oro, incienso y mirra.»
A propósito de unos hechos tan extraños, y ante la
imposibilidad de atribuir la causa a algún fenómeno celeste, A. Bonnetty,
impresionado por el misterio que envuelve a estas narraciones, pregunta:
«¿Quiénes son esos Magos, y qué hay que pensar de esa
estrella? Esto se preguntan, en este momento, los críticos racionalistas y
otros. Y es difícil responder a estas preguntas, porque el Racionalismo y el
Ontologismo antiguos y modernos, al extraer todos sus conocimientos de ellos
mismos, han hecho olvidar todos los
medios por los cuales los pueblos antiguos
de Oriente conservaban las tradiciones primitivas. »
Encontramos la primera mención de la estrella en boca
de Balam. Éste, al parecer nacido en la ciudad de Péthor, a orillas del
Éufrates, dícese que vivía, allá por el año 1477 a. de J. C., en pleno Imperio
asirio, que estaba a la sazón en sus comienzos. Profeta o mago en Mesopotamia,
exclama Balam:
«¿Cómo podría maldecir a aquél a quien su Dios no maldice?
¿Cómo execraría, pues, a aquel a quien Jehová no execra? ¡Escuchad! La veo, pero no ahora; la contemplo, pero no
de cerca... Una estrella se eleva de
Jacob y el cetro sale de Israel ... ».
En la iconografía simbólica, la estrella sirve para
designar tanto la concepción como el nacimiento.
La Virgen es representada a menudo nimbada de
estrellas. La de Larmor (Morbihan),
perteneciente a un bellísimo tríptico de la muerte de Cristo y el sufrimiento
de María -Mater dolorosa- , en el
cielo de cuya composición central podemos observar el sol, la luna, las
estrellas y el cendal de Iris, sostiene con la mano derecha una gran estrella -maris stella-, epíteto que se da a la
Virgen en un himno católico.
G. J. Witkowski nos describe un vitral muy curioso,
que se encontraba cerca de la sacristía de la antigua iglesia de Saint-Jean de
Rouen, actualmente destruida. En este vitral se hallaba representada la Concepción de san Román «Su padre,
Benito, consejero de Clotario 11, y su madre, Felicitas, estaban acostados en
una cama, completamente desnudos, según la costumbre que duró hasta mediados
del siglo XVI. La concepción estaba representada por una estrella que brillaba encima
de la colcha, en contacto con el vientre de la mujer... La cenefa de este
vitral, ya singular por su motivo principal, aparecía adornada con medallones
en los que el observador advertía, sorprendido, las figuras de Marte, Júpiter, Venus, etc., y, para que no cupiese la menor duda sobre su
identidad, la imagen de cada deidad iba acompañada de su nombre.»
VIII
Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues
secretos, así la catedral tiene sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de
la iglesia, constituye la cripta.
En este lugar profundo, húmedo y frío, el observador
experimenta una sensación singular y que le impone silencio: la sensación del
poder unido a las tinieblas. Nos hallamos aquí en el refugio de los muertos,
como en la basílica de Saint-Denis, necrópolis de los ilustres, como en las
catacumbas romanas, cementerio de los cristianos. Losas de piedra; mausoleos de
mármol; sepulcros; ruinas históricas, fragmentos del pasado. Un silencio
lúgubre y pesado llena los espacios abovedados. Los mil ruidos del exterior,
vanos ecos del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos a parar a las cavernas
de los cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno dantesco, o bajo las
galerías subterráneas, tan acogedoras, tan hospitalarias, de los primeros
mártires? Todo es misterio, angustia y temor, en este antro oscuro...
A nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes,
macizas, a veces gemelas, irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en
desigual. Capiteles cortos, poco salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas y gastadas, en que la elegancia
y la riqueza ceden el sitio a la solidez. Músculos gruesos, contraídos por el
esfuerzo, que se reparten, sin desfallecer, el peso formidable del edificio
entero. Voluntad nocturna, muda, rígida, tensa en su resistencia perpetua al aplastamiento.
Fuerza material que el constructor supo ordenar y distribuir, dando a todos
estos miembros el aspecto arcaico de un rebaño de paquidermos fósiles, soldados
unos a otros, combando sus dorsos huesudos, contrayendo sus vientres
petrificados bajo el peso de una carga excesiva. Fuerza real, pero oculta, que
se ejercita en secreto, que se desarrolla en la sombra, que actúa sin tregua en
la profundidad de las construcciones subterráneas de la obra. Tal es la
impresión que experimenta el visitante al recorrer las galerías de las criptas
góticas.
Antaño, las cámaras subterráneas de los templos
servían de morada a las estatuas de Isis,
las cuales se transformaron, cuando la introducción del cristianismo en
Galia, en esas Vírgenes negras a las
que, en nuestros días, venera el pueblo de manera muy particular. Su simbolismo
es, por lo demás, idéntico; unas y otras muestran, en su pedestal, la famosa
inscripción: Virgini pariturae; A la
Virgen que debe ser madre. Ch. Bigame nos habla de varias estatuas de Isis
designadas con el mismo vocablo: «Ya el sabio Elías Schadius -dice el erudito
Pierre Dujols, en su Bibliografía general
de lo Oculto había señalado en su libro De
dictis Germanicis, una inscripción análoga: Isidi, seu Virgini ex qua fllius proditurus est (2). Estos iconos
no tendrían, pues, al menos exotéricamente, el sentido cristiano que se les
otorga. Isis antes de la concepción, es,
en la teogonía astronómico -dice Bigarne-, el atributo de la Virgen que varios
documentos, muy anteriores al cristianismo, designan con el nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes de su fecundación, que
pronto será animada por los rayos del sol. Es también la madre de los dioses,
como atestigua una piedra de Die: Matri
Deum Magnae Ideae.» Imposible
definir mejor el sentido esotérico de nuestras Vírgenes negras. Representan, en el simbolismo hermético, la tierra primitiva, la que el artista debe
elegir como sujeto de su gran
obra. Es la materia prima en estado
mineral, tal como sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo
la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una
sustancia negra, pesada,
quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a
la manera de una piedra». Parece, pues,
natural que el jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico
y se le destine, como morada, los lugares subterráneos de los templos.
A Isis, o a la Virgen de quien nacerá el Hijo.
En nuestros días, las Vírgenes negras son poco
numerosas. Citaremos algunas de ellas que gozan de gran celebridad. La catedral
de Chartres es la más rica en este aspecto, puesto que posee dos: una, que
lleva el expresivo nombre de NótreDame-sous-Terre,
se halla en la cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la
inscripción que ya hemos indicado: Vírgini
pariturae,- la otra, exterior, llamada Nótre-Dame-du-Pílier,
ocupa el centro de un nicho lleno de exvotos
en forma de corazones inflamados. Esta última, nos dice Witkowski, es objeto de
veneración por parte de muchísimos peregrinos. «Antiguamente -añade este
autor-, la columna de piedra que le sirve de soporte aparecía gastada por la
lengua y los dientes de sus fogosos adoradores, como el pie de san Pedro, en
Roma, o la rodilla de Hércules, a quien adoraban los paganos en Sicilia; pero,
para protegerla de los besos demasiado ardientes, fue recubierto con madera en
1831.»
Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser
el más antiguo lugar de peregrinación.
Al principio, no era más que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida
antes de Jesucristo», según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la
imagen actual data solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa
Isis fue destruida en una época ignorada y sustituida por una imagen de madera,
con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada en 1793.
En cuanto
a la Virgen extra de Nótre-Dame du Puy -cuyos miembros están ocultos-, presenta
la figura de un triángulo, gracias al manto que se ciñe a su cuello y se
ensancha sin un pliegue hasta los pies. La tela está adornada con cepas y
espigas de trigo -alegóricas del pan y del vino eucarísticos- y deja pasar, al
nivel del ombligo, la cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la
de su madre.
ótre-Dame-de-Confession,
célebre Virgen negra de las criptas de Saint-Victor,de Marsella, constituye un
bello ejemplar de estatuaria antigua, esbelta, magnífica y carnosa. Esta
figura, llena de nobleza, sostiene un cetro con la mano derecha y ciñe su
frente con una corona de triple florón (lám. l).
Nótre-Dame de Rocamadour, lugar famoso de
peregrinación, ya frecuentado en 1166, es una madona milagrosa cuyo origen se
remonta, según la tradición, al judío Zaqueo, jefe de los publicanos de Jericó,
y que domina el altar de la capilla de la Virgen, construida en 1479. Es una
estatuita de madera, ennegrecida por el tiempo y envuelta en un manto de
laminillas de plata que protege la carcomida imagen. «La celebridad de
Rocamadour se remonta al legendario eremita san Amador o Amadour, el cual
esculpió en madera una estatuilla de la Virgen a la que se atribuyeron
numerosos milagros. Se dice que Amador
era el seudónimo del publicano Zaqueo, convertido por Jesucristo; venido a
Galia, propagó el culto de la Virgen.
Este culto es muy antiguo en Rocamadour; sin embargo, las grandes
peregrinaciones no empezaron hasta el siglo XII»
En Vichy, la Virgen negra de la iglesia de
Saint-Blaise es venerada desde «la más remota antigüedad», según decía ya
Antoine Gravier, sacerdote comunalista del siglo XVII. Los arqueólogos
sostienen que esta escultura es del siglo XIV, y, como la iglesia de
Saint-Blaise, donde aquélla está depositada, no fue construida hasta el siglo XV,
en sus partes más antiguas, el abate Allot, que nos habla de esta estatua,
piensa que se encontraba anteriormente en la capilla de Saint-Nicolas, fundada
en 1372 por Guillaume de Hames.
La iglesia de Guéodet, denominada aún
Nótre-Dame-dela-Cité, en Quimper, posee también una Virgen negra.
Camifie Flammarion nos habla de una estatua parecida
que vio en los sótanos del Observatorio, el 24 de septiembre de 1871, dos
siglos después de la primera observación termométrica efectuada en él en 167 1.
«El colosal edificio de Luis XIV -escribe-, que eleva la balaustrada de su
terraza a veintiocho metros del suelo, se hunde en el subsuelo a igual
profundidad: veintiocho metros. En el
ángulo de una de las galerías subterráneas, se observa una estatuilla de la
Virgen, colocada allí en aquel mismo año de 1671, y a la que unos versos
grabados a sus pies invocan con el nombre de
Nótre-Dame de dessoubs terre.» Esta Virgen parisiense poco conocida, que
personifica en la capital el misterioso tema de Hermes, parece ser gemela de la
de Chartres: la benoiste Damme
souterraine.
Otro detalle útil para el hermetista, en el ceremonial
prescrito para las procesiones de Vírgenes negras, sólo se quemaban cirios de color verde.
En cuanto a las estatuillas de Isis -nos referimos a
las que escaparon a la cristianización-, son todavía más raras que las Vírgenes
negras. Tal vez habría que buscar la
causa de esto en la gran antigüedad de estos iconos. Witkowski hace referencia a una que se
encontraba en la catedral de Saint-Etienne, de Metz. «Esta figura de Isis, en
piedra -escribe dicho autor-, que medía 0,43 m. de altura por 0,92 m. de
anchura, procedía del viejo claustro. El
alto relieve sobresalía 0,18 m. del fondo; representaba un busto desnudo de
mujer, pero tan escuálido que, sirviéndonos de una gráfica expresión del abate
Brantóme, "sólo podía mostrar el armazón"; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas pendían de su pecho, como
las de las Dianas de Éfeso. La piel
estaba pintada de rojo, y la tela de
la talla, de negro... Había estatuas
análogas en Saint-Germain-des-Prés y en Saint-Etienne de Lyon.»
En todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto
de Isis, la Ceres egipcia, era muy misterioso.
Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la diosa, todos los
años, en la ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un buey. «Después de los
sacrificios -dice Heródoto-, hombres y mujeres, en número de varias decenas de
millar, se propinan fuertes golpes.
Estimo que sería impío por mi parte decir en nombre de qué dios se
golpean.» Los griegos, igual que los egipcios, guardaban un silencio absoluto
sobre los misterios del culto de Ceres, y los historiadores no nos han enseñado
nada que pueda satisfacer nuestra curiosidad.
La
revelación del secreto de estas prácticas a los
profanos se castigaba con la muerie. Considerábase
incluso como un crimen prestar oídos a su divulgación. La entrada al templo de
Ceres, siguiendo el ejemplo de los santuarios egipcios de Isis, estaba
rigurosamente prohibida a todos los que no hubieran recibido la
iniciación. Sin embargo, las noticias
que nos han sido transmitidas sobre la jerarquía de los grandes sacerdotes nos
permiten suponer que los misterios de Ceres debían ser del mismo orden que los
de la Ciencia hermética. En efecto,
sabemos que los misterios del culto se dividían en cuatro categorías: el hierofante, encargado de instruir a los
neófitos; el porta antorcha, que
representaba al Sol; el heraldo, que
representaba a Mercurio, y el ministro del altar, que representaba a la Luna.
En Roma, las Cereales se
celebraban el 12 de abril. En las
procesiones, llevaban un huevo, símbolo
del mundo, y se sacrificaban cerdos.
Hemos dicho anteriormente que en una piedra de Die,
que representa a Isis, ésta era llamada madre
de los dioses. El mismo epíteto se
aplicaba a Rea o Cibeles. Las dos
divinidades resultan, así, próximas parientes, y nos inclinamos a considerarlas
como expresiones diferentes de un solo y mismo principio. Monsieur Charles Vincens confirma esta
opinión mediante la descripción que nos da de un bajo relieve con la figura de
Cibeles, que pudo verse, durante siglos, en el exterior de la iglesia
parroquias de Pennes (Bouches-du-Rhóne), con su inscripción: Matri Deum. «Este curioso fragmento -nos
dice- desapareció allá por el año 1610, pero está grabado en el Recueil de Grosson (pág. 20).» Singular
analogía hermética: Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia, bajo la forma de
una piedra negra que se decía haber caído del cielo. Fidias representa a la diosa sentada en un
trono entre dos leones, llevando en
la cabeza una corona mural de la que desciende un velo. A veces, se la
representa sosteniendo una llave y en
actitud de separar su velo. Isis, Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo
el mismo velo.
IX
Terminado este trabajo preliminar, debemos emprender
ahora el estudio hermético de la catedral, y, para limitar nuestras
investigaciones, tomaremos como modelo el templo cristiano de la capital:
Nótre-Dame de París.
Ciertamente, nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos de micer Bemard,
conde de Treviso, de Zachaire o de Flamel.
Los siglos han dejado su huella profunda en la fachada del edificio, la
intemperie lo ha surcado de grandes arrugas, pero los destrozos del tiempo son
pocos comparados con los del furor humano.
Las revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la
cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles
mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores
intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los
iconoclastas.
Nótre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa
mole sobre una gradería de once escalones.
Apenas aislada, por un estrecho atrio, de las casas de madera, de las
paredes acabadas en punta y escalonadas, ganaba en atrevimiento y en elegancia
lo que perdía en masa. Hoy en día, y
gracias al retroceso de los edificios próximos, parece tanto más maciza cuanto
que está más separada y que sus paredes, sus columnas Y sus contrafuertes salen
directamente del suelo; la sucesiva acumulación de tierra ha ido cubriendo poco
a poco las gradas hasta absorber la última de ellas.
En medio del espacio limitado, de una parte, por la
imponente basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños edificios
adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas tiendas de viguetas
talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas quebradas por hornacinas con vírgenes
o santos, flanqueadas de torrecillas, de atalayas y de almenas, en medio de
este espacio, decimos, se erguía una estatua de piedra, alta y estrecha, que
sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra. Esta estatua formaba parte de una fuente
monumental en la que se leía este dístico: Tú
que tienes sed, ven aquí. Si por azar faltan las ondas, ha dispuesto la Diosa 1as aguas eternas.
La gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur
Legris, ora Vendedor de gris, Gran
ayunador o Ayunador de Nótre-Dame.
Se han dado muchas interpretaciones a estas
expresiones extrañas aplicadas por el vulgo a una imagen que los arqueólogos no
lograron identificar. La mejor
explicación es la que nos da Amédée de
Ponthieu, la cual nos parece tanto más interesante cuanto que su autor, que
no era hermetista, juzga imparcialmente y sin ideas preconcebidas: «Delante de
este templo -nos dice, refiriéndose a Nótre-Dame-, se elevaba un monolito sagrado, informe a causa del tiempo. Los antiguos lo llamaban Febígeno (2), hijo
de Apolo; el vulgo lo llamó más tarde Maitre
Píerre, queriendo decir Píedra
maestra piedra del poder (3); se llamaba también micer Legris, en una época en que gris
significaba fuego y, en particular feu
grisou, fuego fatuo...
(2) Engendrado del sol o del oro.
(3) Es la piedra angular de la que ya hemos hablado.
»Según unos, sus rasgos informes recordaban los de
Esculapio, o de Mercurio, o del dios Terme (4); según otros, los de
Archambaud, mayordomo mayor de Clodoveo II, que dio el terreno sobre el que fue
construido el hospital; otros creían ver las facciones de Guillermo de París,
que lo había erigido al mismo tiempo que el frontispicio de Nótre-Dame; el
abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo; otros, la de santa Genoveva,
patrona de París.
»Esa piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la
plaza del Parvis-de-Nótre-Dame.»
(4) Los Termes eran bustos de Hermes (Mercurio).
Aproximadamente en la misma época, el capítulo de
Nótre-Dame recibió la orden de eliminar la estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase adosado
a la primera columna de la derecha, entrando en la nave. Había sido erigido en 1413 por Antoine des
Essarts, chambelán del rey Carlos VI. Se
pretendió quitarlo en 1772, pero Christophe de Beaumont, a la sazón arzobispo
de París, se opuso rotundamente a ello.
Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada fuera de la
metrópolis y destruida. Nótre-Dame de
Amiens posee todavía el buen gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo
cierto es que si escapó a la destrucción, fue debido únicamente a que forma
parte del muro: es una escultura en bajo relieve. La catedral de Sevilla conserva también un
san Cristóbal colosal y pintado al fresco.
El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció con el edificio,
y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que databa de 1539, fue
destruida, por orden oficial, en 1768, sólo algunos años antes que la de París.
Es evidente que para motivar tales actos, se requerían
poderosas razones. Aunque nos parezcan
injustificadas, encontramos, empero, su causa en la expresión simbólica sacada
de la leyenda y condensada -sin duda con excesiva claridad- en la imagen. San Cristóbal, cuyo nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de Voragine,
significa, para la masa, el que lleva a
Cristo; pero la cábala fonética descubre otro sentido, adecuado y conforme
a la doctrina hermética. Se dice
Cristóbal en vez de Ctúofo.- que lleva el oro. Partiendo de esto, comprendemos mejor la gran
importancia del símbolo, tan elocuente, de san Cristóbal. Es el jeroglífico del azufre solar (Jesús) o del oro
naciente, levantado sobre las ondas mercuriales y elevado a continuación
por la energía propia del Mercurio, al grado de poder que posee el Elixir. Según Aristóteles, el Mercurio tiene por
color emblemático el gris o el violeta, lo cual basta para explicar el
hecho de que las estatuas de san Cristóbal estuviesen revestidas de una capa de
dicho tono. Cierto número de antiguos
grabados que se conservan en la Sala de las Estampas de la Biblioteca Nacional,
y que representan al coloso, aparecen ejecutados a simple trazo y en un tono de
hollín desleído. El más antiguo data de 1418.
En Rocambadour (Lot), podemos ver todavía una
gigantesca estatua de san Cristóbal erigida sobre la explanada de Saint-
Michel, delante de la iglesia. A su lado observamos un viejo cofre ferrado, y encima de éste, un tosco fragmento de espada
clavado en la roca y sujeto por una cadena.
Según la leyenda, este fragmento perteneció a la famosa Durandarte, la espada que rompió el
paladín Roldán al abrir la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad que se infiere de
estos atributos es muy transparente. La
espada que hiende la roca, la vara de Moisés que hace brotar el agua de la
piedra de Horeb, el cetro de la diosa Rea, que golpeó con él el monte Dyndimus,
la jabalina de Atalanta, son, en realidad, un solo y mismo jeroglífico de esa
materia oculta de los Filósofos, de la que san Cristóbal representa la
naturaleza, y el cofre ferrado, el resultado.
Lamentamos no poder extendemos más sobre el magnífico
emblema que tenía reservado el primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna descripción precisa y
detallada de estas grandes figuras, grupos admirables por la enseñanza que
contenían, pero a los que una época superficial y decadente hizo desaparecer,
sin tener la excusa de una indiscutible necesidad.
El siglo XVIII, reino de la aristocracia y del
ingenio, de los abates cortesanos, de las marquesas empolvadas, de los gentiles
hombres con peluca, benditos tiempos de los maestros de danza, de los
madrigales y de las pastoras de Watteau, siglo brillante y perverso, frívolo y
amanerado, que había de ahogarse en sangre, fue particularmente nefasto para
las obras góticas.
Arrastrados por la fuerte corriente de decadencia que
tomó, reinando Francisco 1, el nombre paradójico de Renacimiento, incapaces de
un esfuerzo equivalente al de sus antepasados, ignorando completamente el
simbolismo medieval, los artistas se dedicaron a reproducir obras bastardas,
sin gusto, sin carácter, sin intención esotérica, más que a continuar y
perfeccionar la admirable y sana creación francesa.
Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su
propia gloria a la del arte, acudieron a los modelos antiguos desfigurados en
Italia.
Los constructores de la Edad Media habían heredado la
fe y la modestia. Artífices anónimos de
verdaderas obras maestras, edificaron para la Verdad, para la afirmación de su
ideal, para la propagación y el ennoblecimiento de su ciencia.
Los del Renacimiento, preocupados sobre todo de su
personalidad, celosos de su valor, edificaron para perpetuar sus nombres. La Edad Media debió su esplendor a la originalidad
de sus creaciones; el Renacimiento debió su fama a la fidelidad servil de sus
copias.
Aquí, una idea; allá, una moda. De un lado, el genio; del otro, el
talento. En la obra gótica, la hechura
permanece sometida a la Idea; en la obra renacentista, la domina y la borra. Una habla al corazón, al cerebro, al alma: es
el triunfo del espíritu; la otra se dirige a los sentidos: es la glorificación
de la materia. Del siglo XII al XV,
pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a partir del XVI, belleza
plástica, mediocridad de invención.
Los maestros medievales supieron animar la piedra
calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el mármol inerte y frío. El
antagonismo de estos dos períodos, nacidos de conceptos opuestos, explica el
desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por todo lo gótico.
Semejante estado de espíritu tenía que ser fatal para
la obra de la Edad Media; y a él debemos atribuir, en efecto, las innumerables
mutilaciones que hoy en día deploramos.
PARÍS
I
La catedral de París, como la mayoría de las basílicas
metropolitanas, está colocada bajo la advocación de la bendita Virgen María o
Virgen-Madre. En Francia, el vulgo llama
a estas iglesias las Nótre-Dame. En Sicilia, llevan un nombre todavía más
expresivo: Matrices. Son, pues, templos dedicados a la Madre (en latín, mater, matris), a la Matrona en
el sentido primitivo, palabra que, por corrupción, se ha convertido en Madona, mi Señora y, por extensión,
Nuestra Señora.
Franqueemos la verja y empecemos el estudio de la
fachada por el gran pórtico, llamado pórtico central o del Juicio.
El pilar central, que separa en dos el vano de la
entrada, ofrece una serie de representaciones alegóricas de las ciencias
medievales. De cara a la plaza -y en
lugar de honor- aparece la alquimia representada por una mujer cuya frente toca
las nubes. Sentada en un trono, lleva un
cetro -símbolo de soberanía- en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros
con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho,
yérguese la escala de nueve peldaños -scala
philosophorum-, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en
el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor hermética (lámina H).
«La paciencia es la escala de los Filósofos -nos dice Valois- y la humildad es
la puerta de su jardín; pues a todos aquellos que perseveren sin orgullo y sin
envidia, Dios les tendrá misericordia.»
Tal es el título del capítulo filosofar de este mutus Liber que es el templo gótico; el
frontispicio de esta Biblia oculta y de macizas hojas de piedra; la huella, el
sello de la Gran Obra cristiana. No
podía hallarse mejor situado que en el umbral mismo de la entrada principal.
Así, la catedral se nos presenta fundada en la ciencia
alquímica, investigadora de las transformaciones de la sustancia original, de
la Materia elemental (lat. materea,- raíz mater, madre). Pues la Virgen-Madre, despojada de su velo
simbólico, no es más que la personificación de la sustancia primitiva que
empleó, para realizar sus designios, el Principio creador de todo lo que
existe. Tal es el sentido, por lo demás luminosísimo, de la singular epístola
que se lee en la misa de Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo texto
transcribimos:
«El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras,
desde el comienzo, antes que criase cosa
alguna. Desde la eternidad fui predestinada, y antes que fuese hecha la tierra.
Aún no existían los abismos, y yo había sido ya concebida. Aún no
habían brotado las fuentes de las aguas; aún no estaba asentada la pesada mole
de los montes; antes de que hubiese collados yo había ya nacido.
Aún no había hecho la tierra, ni los ríos, ni los ejes
del globo de la tierra. Cuando Él
extendía los cielos, estaba yo con El; cuando con ley fija y valla encerraba
los abismos; cuando arriba consolidaba el firmamento, y ponía en equilibrio los
manantiales de las aguas; cuando circunscribía al mar en sus términos, y ponía
ley a sus olas para que no traspasasen sus linderos; cuando asentaba los
cimientos de la tierra, con Él estaba yo concertándolo
todo.»
Trátase aquí, visiblemente, de la esencia misma de las cosas.
Y, en efecto, nos enseña la Letanía que la Virgen es el Vaso que contiene el
Espítitu de las cosas.
«Sobre una mesa, a la altura del pecho de los Magos
–nos dice Etteilla-, estaban, a un lado, un libro o una serie de hojas o de
láminas de oro (el libro de Thot), y, al otro, un vaso lleno de un licor celeste-astral, compuesto de un tercio de
miel silvestre, una parte de agua de la tierra y una parte de agua del cielo...
El secreto, el misterio, estaba, pues, en el vaso.»
Esta Virgen
singular, como la llama expresamente
la Iglesia- es, además, glorificada mediante epítetos que denotan con bastante
claridad su origen positivo. ¿Acaso no se la llama también palmera de Paciencia, Lirio entre espinas, Mie1 simbólica de Sansón, Vellón de Gedeón, Rosa Mística, puerta del Cielo, Casa de Oro, etc.? Los mismos
textos llaman también a María Sede de 1a
Sabidutía, lo cual equivale a Tema
de la Ciencia hermética, del saber universal. En el simbolismo de los metales planetarios,
es la Luna, que recibe los rayos del
sol y los conserva secretamente en su seno.
Es la dispensadora de la sustancia pasiva, a la cual anima el espíritu
solar. María, Virgen y Madre, representa,
pues, la forma; Elías, el sol, Dios Padre, es emblema del espíritu vital. De la unión de estos dos principios resulta
la materia viva, sometida a las vicisitudes de las leyes de mutación y de
continuidad.
Y surge entonces Jesús,
el espíritu encamado, el fuego que toma cuerpo en las cosas, tal como las
conocemos aquí abajo:
Y EL VERBO SE HIZO CARNE, Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
Por otra parte, la Biblia nos dice que María, madre de
Jesús, era de la rama de Jesé. Ahora bien, la palabra hebrea Jes significa el fuego, el sol, la divinidad.
Ser de la rama de Jesé equivale,
pues, a ser de la raza del sol, del fuego.
Como la materia tiene su origen en el fuego solar, tal como acabamos de ver, el mismo nombre de Jesús se nos presenta en su esplendor
original y divino: fuego, sol, Dios.
Por último, en el Ave
Regina, la Virgen es adecuadamente llamada Raíz (Salve, radix), para señalar que es principio y comienzo del
Todo. «Salve, raíz por la cual la Luz ha brillado sobre el mundo.»
Tales son las reflexiones que sugiere el expresivo
bajo relieve que acoge al visitante bajo el pórtico de la basílica. La Filosofía hermética, la antigua
Espagírica, le dan la bienvenida en la iglesia gótica, en el templo alquímico
por excelencia. Pues la catedral entera
no es más que una glorificación muda, pero gráfica, de la antigua ciencia de
Hermes, de la que, por otra parte, ha sabido conservar a uno de los antiguos
artífices. Nótre-Dame de París guarda, en efecto, su alquimista.
Si, impulsados por la curiosidad, o para distraer el
ocio de un día de verano, ascendéis por la escalera de caracol que conduce a
las partes altas del edificio, recorred despacio el camino, trazado como una
atarjea, que se abre en lo alto de la segunda galería. Al llegar cerca del eje medial del majestuoso
edificio, percibiréis, en el ángulo entrante de la torre septentrional, en
medio de un cortejo de quimeras, el impresionante relieve de un gran anciano de
piedra. Es él, es el alquimista de
Nótre-Dame (lám. III).
El gorro frigio, que llevaban los sans-culottes y constituía una especie de talismán protector en
medio de las hecatombes revolucionarias, era señal distintiva de los
Iniciados. El sabio Pierre Dujols, en un
análisis de la obra de Lombard (de Langres) titulada Histoire des Jacobins, depuis 1789
jusqu'á cejour, ou Etat de 1'Europe en novembre 1820 (París, 1820),
escribe que, al admitir al Epopte (en los Misterios
de Eleusis) se preguntaba al recipiendario si se sentía con la fuerza, voluntad
y la abnegación necesarias para intervenir en la GRAN OBRA.
Después, le ponían un gorro rojo sobre la cabeza y
pronunciaban esta fórmula: «Cúbrete con este gorro, que vale más que una corona
real,» Se estaba lejos de sospechar que esta especie de sombrero, llamado
liberia en las Mitríacas, y que
antaño era propio de los esclavos libertados, sería un símbolo masónico y la
señal suprema de la Iniciación.
No hay que admirarse, pues, de verlo figurar en
nuestras monedas y en nuestros monumentos públicos.
Tocado con el gorro frigio, atributo del Adepto,
negligentemente colocado sobre los largos cabellos de espesos bucles, el sabio,
envuelto en la capa ligera del laboratorio, se apoya con una mano en la
balaustrada, mientras se acaricia con la
otra la barba poblada y sedosa. No
medita; observa. Tiene los ojos fijos,
y, en la mirada, una agudeza extraña.
Todo, en la actitud del Filósofo, revela una intensa emoción. La curvatura de los hombros, la proyección de
la cabeza y del busto hacia delante, expresan, efectivamente, la mayor
sorpresa. La mano petrificada se anima.
¿Será una ilusión? Uno aseguraría que la
ve temblar...
¡Espléndida figura la del viejo maestro que escruta,
interroga, ansioso y atento, la evolución de la vida mineral, y contempla al
fin, deslumbrado, el prodigio que solamente su fe le había dejado entrever!
¡Y cuán pobres son las modernas estatuas de maestros
sabios -ya estén fundidas en bronce o talladas en mármol-,
comparadas con esta imagen venerable, de tan
formidable realismo en su sencillez!
II
El estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se
extiende bajo los tres arcos, está enteramente consagrado a nuestra ciencia; y
este conjunto de imágenes, tan curiosas como instructivas, constituye un
verdadero regalo para el descifrador de los enigmas herméticos.
Allí encontraremos el nombre lapidario del tema de los Sabios,- allí asistiremos a la elaboración del disolvente secreto;
allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo del Elixir, desde su
calcinación primera hasta su última cocción. Pero, a fin de observar cierto
método en este estudio, observaremos siempre el orden de sucesión de las
figuras, yendo desde el exterior hacia las hojas de la puerta, tal como lo
haría un fiel al penetrar en el santuario.
Sobre las caras laterales de los contrafuertes que
limitan el gran pórtico, encontraremos, a la altura del ojo, dos pequeños bajo
relieves embutidos cada uno en una ojiva.
El del pilar de la izquierda os presenta al alquimista descubriendo la Fuente misteriosa que Trevisano
describe en la Parábola final de su
libro sobre la Filosofía natural de los
metales.
El artista ha caminado largo tiempo; ha errado por
vías falsas y caminos dudosos; ¡pero al fin se ve colmado de gozo! El riachuelo de agua viva discurre a sus pies; brota, a borbotones, del roble hueco. Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y así, desdeñando el arco y las flechas con
las cuales, a la manera de Cadmo, traspasó el dragón, mira ondear el límpido
caudal cuya virtud disolvente y cuya esencia volátil le son atestiguadas por un
pájaro posado en el árbol.
Pero, ¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es la naturaleza de este poderoso disolvente
capaz de penetrar todos los metales -el oro, en particular- y de cumplir, con
la ayuda del cuerpo disuelto, la gran obra en su totalidad? Estos son enigmas tan profundos que han
desanimado a un número considerable de investigadores; todos, o casi todos, han
dado de cabeza contra este muro impenetrable, levantado por los Filósofos para
servir de recinto a su ciudadela.
La mitología la llama Libethra, y nos cuenta que era una fuente de Magnesia, cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca.
Ambas brotaban de una gran roca que tenía la forma de un seno de
mujer; de suerte que el agua parecía brotar
como leche de dos senos. Ahora bien,
sabemos que los autores antiguos llaman a la materia de la Obra nuestra Magnesia y que el licor extraído
de esta magnesia recibe el nombre de Leche
de la Virgen. Esto es ya un
indicio. En cuanto a la alegoría de la
mezcla o de la combinación de esta agua primitiva brotada del Caos de los Sabios con una segunda agua
de naturaleza diferente (aunque del mismo género), resulta bastante clara y
suficientemente expresiva. De esta
combinación resulta una tercera agua que
no moja las manos y que los Filósofos
han llamado, ora Mercurio, ora Azufre, según
atendiesen a su cualidad o su aspecto
físico.
En el tratado del Azoth,
atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentin, pero que más bien
parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada en madera que
representa una ninfa o sirena coronada, nadando en el mar y haciendo brotar de
sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las aguas.
Los autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmal y nos enseñan, además, que sus
aguas dieron la inmortalidad al profeta Elías.
Sitúan la famosa fuente en el Modhallam, término cuya raíz significa Mar oscuro y tenebroso, señalando muy
bien la confusión elemental que los Sabios atribuyen a su Caos o materia prima.
Una pintura de la fábula que acabamos de citar se
encontraba en la pequeña iglesia de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y
citado por Witkowski, parece ser la versión religiosa del mismo tema químico.
«Jesús vierte en una gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por
la lanza de Longinos; la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de
ellos cae en el mismo recipiente. El
sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo de un abismo de
llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los bustos
desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y las
refresca.»
Al pie de esta antigua pintura, léese una inscripción
en latín de sacristía: «Mientras la sangre brota de la herida bendita de Cristo
y la santa Fuente misteriosa y con
sus componentes.
Entre las descripciones que acompañan a las Figuras simbólicas de Abraham el Judío, libro
que, según dicen, perteneció a Nicolas Flamel y tuvo este Adepto expuesto en su
gabinete de escritor, citaremos dos que tienen relación con Virgen oprime su
seno virginal, la leche y la sangre manan y se mezclan, y se convierten en
Fuente de Vida y en Manantial del bien.»
«Tercera figura. -En ella está pintado y representado
un jardín cercado con setos, donde hay varios cuadros. En el centro, hay un roble hueco, al pie del cual, a un lado, hay un rosal de hojas de
oro y de rosas blancas y rojas, que
rodea el dicho roble hasta lo alto, cerca de sus ramas. Y al
pie de dicho roble hueco hierve una
fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre varios que
la andan buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y otros cuatro
que la buscan sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no
pueden encontrarla, excepto uno que la pesa en su mano.»
Este último personaje es el que constituye el tema del
motivo esculpido de Nótre-Dame de París.
La preparación del disolvente en cuestión aparece relatada en la
explicación que acompaña a la imagen siguiente:
«Cuarta figura. -Representa un campo, en el cual hay
un rey coronado, vestido de rojo al
estilo judío, y que sostiene una espada desenvainada; dos soldados que matan a
los hijos de dos madres, que están
sentadas en el suelo, llorando a sus hijos; y otros dos soldados que arrojan la
sangre en una gran cuba llena de la dicha sangre, donde el sol y la luna bajando del cielo o de las nubes, vienen a bañarse. Y son seis soldados armados de armadura
blanca, y el rey hace el séptimo, y siete
inocentes muertos, y dos madres, una
vestida de azul que llora,
enjugándose la cara con un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida de rojo.»
Citemos también una figura del libro de Trismosin, que
es muy parecida a la tercera de Abraham.
Vemos en ella un roble al pie del cual, ceñido con una corona de oro,
brota un riachuelo oculto que se vierte en el campo. Entre las hojas del árbol, revolotean unos
pájaros blancos, mientras un cuervo, que parece dormido, está a punto de ser
apresado por un hombre pobremente vestido y encaramado en una escalera. En primer término de este cuadro rústico, dos
sofistas, vistiendo suntuosos trajes, discuten y razonan sobre este punto
científico, sin advertir el roble que tienen a su espalda, ni ven la Fuente que
discurre a sus pies...
Digamos, por último, que la tradición esotérica de la Fuente de Vida o Fuente de Juventud se
encuentra materializada en los Pozos
sagrados que poseían en la Edad Media, la mayoría de las iglesias
góticas. El agua que se extraía de
aquéllos pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era
empleada en el tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el sitio de París
por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las propiedades
maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-desPrés, el cual se abría al
fondo del santuario de la célebre abadía.
De igual manera, el agua del pozo de Saint-Marcel, de París, excavado en
la iglesia, cerca de la losa sepulcral del venerable obispo, era, según
Grégoire de Tours, un eficaz específico contra varias dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la
basílica ojival de Nótre-Dame de Lépine (Marne) un pozo milagroso, llamado Pozo
de la Santa Virgen, y, en la mitad del coro de Nótre-Dame de Limoux (Ande), un
pozo análogo cuya agua cura, según dicen, todas las enfermedades, y en el que
puede verse esta inscripción:
Omnis
qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit.
Cuantos
beban de esta agua, si además tienen fe, gozarán de buena salud.
Pronto tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta
agua póntica, a la que dieron los filósofos
multitud de epítetos más o menos sugestivos.
Frente al motivo esculpido que expresa la naturaleza
del agente secreto, vamos a presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción
del compuesto filosofal. Aquí, el artista vela por el producto de su
labor. Cubierto con su armadura,
protegidas las piernas con espinilleras, y embrazado el escudo, nuestro
caballero se encuentra plantado en la terraza de una fortaleza, a juzgar por
las almenas que le rodean. En un
movimiento defensivo, apunta su lanza a una forma imprecisa (¿un rayo de luz?
¿un haz de llamas?), desgraciadamente imposible de identificar, tan mutilado
está el relieve. Detrás del combatiente,
un pequeño y extraño edificio formado por un basamento almenado y apoyado en
cuatro pilares, aparece rematado por una cúpula segmentada de llave
esférica. Bajo el arco inferior, una
masa aculeiforme e inflamada nos da la explicación de su destino. Este curioso pabellón o fortaleza en
miniatura es el instrumento de la Gran Obra, el Atanor, el hornillo oculto de dos llamas -potencial y virtual- que
todos los discípulos conocen y que ha sido vulgarizado por numerosas
descripciones y grabados.
Inmediatamente encima de estas figuras están
representados dos temas que parecen constituir su complemento. Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo
apariencias sagradas y escenas bíblicas, nos abstendremos de hablar de ellos,
para que no se nos reproche una interpretación arbitraria. Hubo grandes sabios, entre los maestros
antiguos, que no temieron explicar alquímicamente las parábolas de la Sagrada
Escritura, tan susceptible en su sentido de interpretaciones diversas.
La filosofía hermética apela a menudo al testimonio
del Génesis para servir de analogía al primer trabajo de la Obra; muchas
alegorías del Viejo y del Nuevo Testamento adquieren un relieve imprevisto en
contacto con la alquimia. Tales
precedentes deberían animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa;
preferimos, sin embargo, limitarnos a los motivos cuyo carácter profano es
indiscutible, dejando a los investigadores benévolos la facultad de ejercitar
su sagacidad con los restantes.
III
Los temas herméticos del estilóbato se desarrollan en
dos hileras superpuestas, a derecha e izquierda del pórtico. La hilera inferior comprende doce medallones,
y la superior, doce figuras. Estas
últimas representan personajes sentados en zócalos adornados con estrías, de
perfil ora cóncavo, ora angular, y colocados en los intercolumnios de arcadas
trilobuladas. Todos presentan discos con
emblemas variados, pero siempre referentes a la labor alquímica.
Si empezamos por la izquierda de la hilera superior,
el primer bajo relieve nos muestra la imagen del cuervo, símbolo del color
negro. La mujer que lo tiene sobre
las rodillas simboliza la Putrefacción (lám. VI).
Séanos permitido detenernos un instante en el
jeroglífico del Cuervo, puesto que
oculta un punto importante de nuestra ciencia.
Expresa, en efecto, en la cocción del Rebis filosofar, el color
negro, primera apariencia de la descomposición consecutiva a la mixtión
perfecta de las materias del Huevo.
Es, según los Filósofos, la señal segura del éxito futuro,
el signo evidente de la preparación exacta del compuesto. El cuervo
es, en cierto modo, el sello canónico de la Obra, como la estrella es la firma
del tema inicial.
Pero esta negrura que aguarda el artista, que éste
espera con ansiedad y cuya aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de
gozo, no se manifiesta únicamente en el curso de la cocción. El pájaro negro aparece en diversas
ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el orden
de las operaciones.
Según Le Breton, «hay
cuatro putrefacciones en la Obra filosófica. La primera, en la primera separación; la
segunda, en la primera conjunción; la tercera, en la segunda conjunción, que se
produce entre el agua pesada y su sal; por último, la cuarta, en la fijación
del azufre. En cada una de estas
putrefacciones se produce negrura».
Resultó, pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir
el arcano con tupido velo, mezclando las cualidades específicas de las diversas
sustancias, en el curso de las cuatro operaciones que producen el color
negro. De esta manera, es muy laborioso
separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de ellas.
He aquí algunas citas que pueden ilustrar al
investigador y permitirle encontrar su camino en este tenebroso laberinto «En la
segunda operación -escribe el Caballero Desconocido-, el prudente artista fija
el alma general del mundo en el oro común y purifica el alma terrestre e
inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a la que llaman Cabeza de cuervo, es muy larga. Esta va seguida de una tercera multiplicación
al añadir la materia filosófica o el alma general del mundo.»
Con esto se indican claramente dos operaciones
sucesivas, la primera de las cuales termina, empezando la segunda después de
aparecer la coloración negra, cosa diferente de la cocción.
Un valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII nos
habla también de esta primera putrefacción, que no hay que confundir con las
otras:
«Si la materia no es corrompida y mortificada -dice
esta obra-, no podréis extraer nuestros elementos y nuestros principios; y,
para ayudaros en esta dificultad, os daré señales para conocerla.
Algunos filósofos lo han observado también. Morien dice: es preciso que se advierta cierta acidez y que aquélla tenga cierto olor de sepulcro. Philaléthe dice que tiene que parecer
como ojos de pescado, es decir,
pequeñas burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma;
pues esto es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy larga, y hay que
tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego secreto, que es el
único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»
Pero, entre todas estas descripciones, las más
numerosas y más consultadas son las que se refieren al cuervo (o color negro), puesto que engloban todos los caracteres de
las otras operaciones.
Bernardo Trevisano se expresa en estos términos: «Notad,
pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a estar embebido de nuestra agua
permanente, entonces todo el compuesto se convierte en una especie de pez
fundida, y queda ennegrecido como carbón.
Y al llegar a este punto, nuestro compuesto se llama: la pez negra, la sal quemada, el Plomo fundido, el latón no puro, la Magnesia
y el Mirlo de Juan.
Pues entonces se ve una nube
negra, flotando en la región media de la redoma-- y en el fondo de ésta
queda la materia fundida a manera de pez, y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del burgo S.
Saturnin, al decir: ¡Oh, bendita nube que vuelas en nuestra redoma! Allí está el eclipse de sol, de que habla
Raimundo. Y cuando esta masa está así
ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de su forma... Entonces, se
manifiesta la humedad en color de azogue negro y hediondo, el cual era
anteriormente seco, blanco, oloroso, ardiente, depurado de azufre por la
primera operación, y ahora a depurar por esta segunda operación. Y por esto, queda privado este cuerpo de su
alma, que ha perdido, y de su resplandor y de la maravillosa luminosidad que
tenía anteriormente, y es ahora negro y afeado... Esta masa negra o así
ennegrecida es la llave (6),
principio y señal de la perfecta invención de la manera de obrar del segundo
régimen de nuestra piedra preciosa. Por
lo cual, dice Hermes, si veis la negrura, pensad que habéis ido por buena senda
y seguido el buen camino.»
(6) Se da el nombre de llave a toda disolución alquímica radical (es decir, irreductible), y a veces se extiende a este término a los monstruos o disolventes capaces de
efectuarla.
Batsdorff, presunto autor de una obra clásica que otros atribuyen a Gaston de Claves,
enseña que la putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que ahí está
la señal de un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los Filósofos le han dado diversos
nombres y la han llamado Occidente,
Tinieblas, Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, Mortificación del Mercurio... Resulta, pues, que por esta
putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro.
Ahora bien, los signos de una buena y verdadera
putrefacción son una negrura muy
negra o muy profunda, un olor hediondo,
malo e infecto, llamado por los Filósofos toxicum
et venenum, olor que no es sensible para
el olfato, sino sólo para el entendimiento.»
Terminemos aquí las citas, que podríamos multiplicar
sin mayor provecho para el estudioso, y volvamos a las figuras herméticas de
Nótre-Dame.
El segundo bajo relieve nos muestra la efigie del
Mercurio filosofal: una serpiente enroscada en una vara de oro. Abraham el
Judío, conocido también por el nombre de Eleazar, la empleó en el libro que
vino a manos de Flamel, cosa que nada tiene de sorprendente, pues volvemos a
encontrar este símbolo durante todo el período medieval.
La serpiente
indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio, que absorbe ávidamente
el azufre metálico y lo retiene con tanta fuerza que la cohesión no puede ser
ya vencida ulteriormente.
Es el «gusano emponzoñado que lo infecta todo con su
veneno», de que nos habla la Antigua
Guerra de los Caballeros (Con la adición de un comentario de Limojon de
Saint-Didier, en el Triunfo hermético o
la Piedra filosofal victoriosa. Amsterdam,
Weitsten, 1699, y Desbordes, 1710. Esta obra ha sido reeditada por Atlantis, comprendidos el frontispicio simbólico
y su explicación, que a menudo faltan en los ejemplares antiguos).
Este reptil es el tipo del Mercurio en su estado primero,
y la vara de oro, el azufre corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros
términos, su absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy
diversos; pero el cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado,
conserva el nombre de Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia o el compuesto del primer orden, el huevo
sulfatado que sólo exige ya una cocción graduada para transformarse primero
en azufre rojo, después en elixir y,
por último, en el tercer período, en Medicina
universal. «En nuestra Obra -afirman los filósofos-, basta con el
Mercurio.»
Sigue a continuación una mujer, de largos
cabellos]antes como llamas. Personifica
la Calcinación y aprieta sobre su
pecho el disco de la salamandra, «que
vive en el fuego y se alimenta de fuego».
Este lagarto fabuloso no designa otra cosa que la sal central, incombustible y fija, que conserva su naturaleza hasta
en las cenizas de los metales calcinados, y que los antiguos llamaron simiente metálica. En la violencia de la
acción ígnea, las porciones combustibles de los cuerpos se destruyen; sólo
resisten las partes puras, inalterables, y, aunque muy fijas, pueden extraerse
por lixiviacion.
Tal es, al menos, la expresión espagírca de la calcinación, similitud de la que se sirven los
Autores para servir de ejemplo a la idea general que hay que tener del trabajo
hermético.
Sin embargo,
nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la atención del lector
sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación vulgar, tal como
se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado en el
gabinete de los filósofos. Ésta no se realiza por medio de un fuego vulgar, no
necesita en absoluto el auxilio del reverbero, pero requiere la ayuda de un agente oculto, de un fuego secreto, el cual, para dar una
idea de su forma, se parece más a un agua que a una llama. Este fuego,
o esta agua ardiente, es la chispa
vital comunicada por el Creador a la materia inerte; es el espíritu encerrado en las cosas, el rayo ígneo, imperecedero, encerrado en el fondo de la sustancia
oscura, informe y frígida.
Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra; y nos
complacería cortar este nudo gordiano en favor de los aspirantes a nuestra
Ciencia -recordando, ¡ay!, que nos vimos detenidos por esta misma dificultad
durante más de veinte años-, si nos estuviera permitido profanar un misterio
cuya revelación depende del Padre de las Luces. Por más que nos pese, sólo podemos
señalar el escollo y aconsejar, con los más eminentes filósofos, la atenta
lectura de Artephius, de Pontano y de la obrita titulada Epístola de Igne Philosophorum
En ellos se encontrarán valiosas indicaciones sobre la naturaleza y las
características de este fuego acuoso o
de esta agua ígnea, enseñanzas que
podrán completarse con los dos textos siguientes.
El autor anónimo de los preceptos del Padre Abraham, dice: «Hay que extraer esta agua primitiva y celeste del cuerpo en
que se halla, y que se expresa con siete letras según nosotros, significando la
simiente primera de todos los seres, y no especificada ni determinada en la
casa de Aries para engendrar a su hijo.
Es el agua a la que tantos nombres han dado los Filósofos, y es el
disolvente universal, la vida y la salud de todas las cosas. Dicen los Filósofos que el sol y la luna se
bañan en esta agua, y que se resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A causa de esta resolución, dícese que
mueren, pero sus espíritus son llevados sobre las aguas de este mar donde
estaban enterrados... Por mucho que digan, hijo mío, que hay otras maneras de
resolver estos cuerpos en su materia primera, aténte a la que yo te declaro,
porque la he conocido por experiencia y según lo que nos transmitieron nuestros
antepasados.»
Limojon de Saint-Didier escriben también: «... El fuego secreto de los Sabios es un fuego que el artista prepara según el
Arte, o, al menos, que puede hacer preparar por aquellos que tienen perfecto
conocimiento de la química. Este fuego
no es realidad caliente, sino que es un espíritu
ígneo introducido en un sujeto de la misma naturaleza de la Piedra; y, al
ser medianamente excitado por el fuego exterior, la calcina, la disuelve, la sublima Y la resuelve en agua seca, tal como dice el Cosmopolita.»
Por lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras
relacionadas, ya con la fabricación, ya con las cualidades de este fuego secreto encerrado en un agua, que
constituye el disolvente universal.
Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo es precisamente objeto
del cuarto motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente
imposible de determinar en la actualidad.
¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio
o incluso un pedazo de tela? No lo
sabemos. El tiempo y el vandalismo
pasaron por allí. Sin embargo, subsiste
el Cordero, y el hombre, jeroglífico
del principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de
Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero
del vientre de Aries,- y llaman
también a este acero su imán.»
Sigue la Evolución que nos muestra la oriflama
tripartita -triplicidad correspondiente a los Colores de la Obra- que se
describe en todas las obras clásicas.
Estos colores, en número de tres, siguen un orden
invariable que va del negro al rojo pasando
por el blanco. Pero, como la Naturaleza, según el viejo
adagio -Natura non facit saltus-, no actúa nunca
brutalmente, existen muchos Otros colores intermedios que aparecen entre los
tres principales. El artista les presta
poca atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un testimonio de continuidad y
de progresión de las mutaciones internas.
En cuanto a los colores esenciales, duran más tiempo que estos matices
transitorios y afectan profundamente a la materia misma, señalando un cambio de
estado en su composición química. No son
tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan en la superficie del baño,
sino colocaciones en la masa que se
manifiestan exteriormente y reabsorben todas las demás. Creemos que convenía concretar este punto
importante.
Estas fases coloreadas, específicas de la cocción en
la práctica de la Gran Obra, han servido siempre de prototipo simbólico;
atribúyese a cada una de ellas una significación precisa, y a menudo bastante
extendida, a fin de expresar veladamente ciertas verdades
concretas. Por esto existe, desde
siempre, un lenguaje de los colores, íntimamente
unido a la religión, según dice Portal, y que reaparece, durante la Edad Media,
en los vitrales de las catedrales góticas.
El
color negro fue atribuido a
Saturno, el cual se convirtió, en espagiria, en jeroglífico, del plomo,- en astrología, en planeta
maléfico; en hermético, en el dragón
negro o Plomo de los Filósofos,-
en magia, en la Gallina negra; etcétera. En los templos de Egipto, cuando el
recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas de la iniciación, un
sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta frase misteriosa:
«¡Acuérdate de que Osiris es un dios
negro!» Es el color simbólico de las Tinieblas y de las Sombras cimerias, el de Satán, a quien
se ofrecían rosas negras, y también
el del Caos primitivo, donde las
semillas de todas las cosas se mezclan y confunden; es el sable de la ciencia heráldica y el emblema de la tierra, de la noche y de la muerte.
Lo mismo que, en el Génesis, el día sucede a la noche, así la luz sucede a la
oscuridad. La luz tiene por signo el
color blanco. Al llegar a este grado, aseguran los
Sabios que su materia se ha desprendido de toda impureza y ha quedado
perfectamente lavada y exactamente purificada. Preséntase, entonces bajo el
aspecto de granulaciones sólidas de corpúsculos brillantes, con reflejos
diamantinos y de una blancura resplandeciente.
El blanco ha sido también aplicado a 1a pureza, a la sencillez. a la
inocencia. El color blanco es el de los
Iniciados. porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa
del estado profano al de Iniciado, al de
puro. Queda. espiritualmente
renovado.
«El término Blanco -dice Pierre Dujols- fue elegido
por razones filosóficas muy profundas.
El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha
designado siempre la nobleza, el candor,
la pureza. En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de
Gesenius, significa ser blanco,-
designa a los nobles, a los blancos, a los puros. Esta transcripción
del hebreo más o menos variable nos
lleva a la palabra heureux (feliz).
Los bienaventurados, los que han sido regenerados y
lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre representados con
vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o
sinónimo de Iniciado, de noble, de puro. Ahora bien, los Iniciados vestían de blanco.
De igual manera se vestían los nobles. En Egipto, los
Manes vestían también de blanco.
Path, el Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de
los Puros o de los Blancos.
Los Cátaros, secta a la que pertenecían los Blancos de Florencia, eran los Puros
(del griego Ka0apog). En latín, en
alemán, en inglés, las palabras Weiss,
White, quieren decir blanco, feliz,
espiritual sabio. Por el contrario,
en hebreo, schher caracteriza un
color negro de transición; es decir, el profano
buscando la iniciación. El Osiris
negro, que aparece al comienzo del ritual funerario, representa, dice Portal,
ese estado del alma que pasa de la noche
al día, de la muerte a la vida.»
En cuanto al rojo,
símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del espíritu sobre
la materia, la soberanía, el poder y el apostolado. Obtenida en forma de cristal o de polvo rojo,
volátil y fusible, la piedra
filosofal se vuelve penetrante e idónea para curar a los leprosos, es decir, para transmutar en oro los metales
vulgares, a los cuales su oxidabilidad hace inferiores, imperfectos «enfermos o achacosos».
Paracelso, en el Libro
de las imágenes, habla en estos términos de las colocaciones sucesivas de
la Obra: «Aunque haya -dice- algunos colores elementales -pues el color azulado
corresponde particularmente a la tierra, el verde al agua, el amarillo al aire,
el rojo al fuego-. con todo, los colores blanco y negro se refieren
directamente al arte espagírico, en el cual encontramos así los cuatro colores
primitivos, a saber, el negro, el blanco,
el amarillo y el rojo. Ahora bien, el negro es la raíz y el origen de los otros colores, pues toda
materia negra puede ser reverberada durante el tiempo que le sea necesario, de
manera que los otros colores aparecerán sucesivamente y cada cual cuando le
corresponda. El color blanco sucede al
negro, el amarillo al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora bien, toda materia llegada al cuarto
color por medio de la reverberación es la tintura
de las cosas de su género, es decir, de su naturaleza.»
Para dar una idea del alcance que toma el simbolismo
de los colores -y en particular de los tres colores mayores de la Obra-,
observemos que siempre se representa a la Virgen
vestida de azul (equivalente al negro,
como veremos a continuación); a Dios, de
blanco, y a Cristo, de rojo. Aquí
encontramos los colores nacionales de la bandera francesa, la cual, dicho sea
de paso, fue compuesta por el masón Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan
la burguesía; el blanco está reservado al pueblo, a los pierrots o campesinos, y el rojo, a la bailía o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres de
tres pisos, a cuya categoría perteneció la famosa Torre de Babel estaban pintados de tres colores: negro, blanco y rojo púrpura.
Hasta aquí hemos hablado de los colores a la manera de
los teóricos, como lo hicieron los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar
la doctrina filosófica y la expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora
escribir, en bien de los Hijos de la Ciencia, en un tono que fuese más práctico
que especulativo, y descubrir así lo que diferencia el símil de la realidad.
Pocos filósofos han osado aventurarse por este terreno
resbaladizo. Etteilla, al hablarnos de un cuadro hermético que debió de tener
en su poder, nos transmitió algunas inscripciones que figuraban al pie de
aquél; entre éstas, leemos, no sin sorpresa, este consejo digno de ser seguido: No os fiéis demasiado del color. ¿Qué
quiere decir esto" ¿Acaso los viejos autores engañaron deliberadamente a
sus lectores? ¿Y con qué indicaciones deberían los discípulos de Hermes
sustituir los colores rebeldes para reconocer y seguir el camino recto?
Buscad, hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer
aquí, como en otros puntos oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda, habréis leído, en diversos pasajes
de vuestras obras, que los filósofos sólo hablan claramente cuando quieren
alejar a los profanos de su Tabla
redonda. Las descripciones que dan
de sus regímenes, a los que atribuyen coloraciones emblemáticas, son de una
nitidez perfecta. Debéis, pues, sacar la
conclusión de que estas observaciones tan bien descritas son falsas y quiméricas. Vuestros libros están cerrados, como el
Apocalipsis, con sellos cabalísticos.
Tendréis que romper éstos, uno a uno.
Reconocemos que la tarea es dura; pero, quien vence sin peligro, triunfa
sin gloria.
Aprended, pues, no ya lo que distingue un color de
otro, sino más bien en qué se diferencia un régimen del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué es un régimen? Sencillamente, la manera de hacer vegetar, de mantener y aumentar la
vida que vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi que no se traduce forzosamente en una sucesión de
colores diversos. «El que llegue a conocer el Régimen -escribe Philaléthe-, será honrado por los príncipes y por
los grandes de la tierra.» Y añade el mismo autor: «No os ocultamos nada, salvo
el Régimen. Así, pues, para no atraer sobre nuestra
cabeza la maldición de los filósofos, revelando lo que ellos creyeron que
habían de dejar en la sombra, nos limitaremos a advertir que el Régimen de la Piedra, es decir, su cocción, contiene
otros varios, o, dicho de otro modo, varias repeticiones de una misma
manera de operar. Reflexionad, apelad a
la analogía y, sobre todo, no os apartéis jamás de la sencillez natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a
fin de conservar vuestra vitalidad.
que el descanso os es indispensable porque favorece, de una parte, la digestión
y la asimilación del alimento, y, de otra, la renovación de las células
gastadas por el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con
gran frecuencia, ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no
asimilables?
De la misma
manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza, y este
alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante todo dadle leche; el régimen a base de
carne, más sustancioso, vendrá después. Y no olvidéis separar los excrementos
cada digestión, pues vuestra piedra podría infectarse... Seguid pues, el orden
de la Naturaleza y obedecedla con la mayor fidelidad que os sea posible. Y
comprenderéis de qué manera conviene efectuar la cocción cuando hayáis
adquirido un conocimiento perfecto del Régimen.
Así
captaréis mejor el apóstrofe que Tollius dirige a los alquimistas esclavos de
la letra:
«Id, marchaos, vosotros que buscáis con extremada
aplicación vuestros diversos colores en las redomas de vidrio.
Vosotros, que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo negro, estáis tan locos como
aquel hombre de la antigüedad que tenía la costumbre de aplaudir en el teatro,
aunque estuviera solo en él, porque siempre se imaginaba tener ante los ojos
algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis
vosotros, cuando vertiendo lágrimas de gozo, os imagináis que veis en vuestras
redomas la blanca paloma, el águila amarilla
y el faisán rojo. Id, os digo, y
alejaos de mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija; pues ésta no
penetrará los cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el cuerpo humano
las más sólidas murallas...
»Esto es lo que tenía que deciros acerca de los
colores, a fin de que en el porvenir dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo
cual añadiré unas palabras con referencia al olor.
»La Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se
vuelve más amarillento cuando más se acerca al Sol; el éter es completamente
rojo. También la muerte, según se dice,
es negra; la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se aproxima
a la naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego.
Ahora bien, ¿acaso el olor de muerto o de un cadáver
no es fastidioso y desagradable al olfato?
De la misma manera, el olor hediondo denota, a los filósofos, la
fijación; por el contrario, el olor agradable indica volatilidad, porque se
acerca a la vida y al calor.»
Volviendo al basamento de Nótre-Dame, encontraremos,
en sexto lugar, la Filosofía, cuyo
disco tiene grabada una cruz. Aquí
tenemos la expresión de la cuaternidad de los elementos y la manifestación de
los dos principios metálicos, sol y luna -ésta
machacada-, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes.
IV
Los motivos que adornan el lado derecho son de lectura
más ingrata; ennegrecidos y corroídos, deben sobre todo su deterioro a la
orientación de esta parte del pórtico.
Azotados por los vientos de Poniente, siete siglos de ráfagas lo han
desgastado hasta el punto de reducir algunos de ellos al estado de siluetas
romas y vagas.
En el séptimo bajo relieve de esta serie -primero a la
derecha-, observamos el corte longitudinal del atanor y el aparato interno
destinado a sostener el huevo filosófico; el personaje tiene una piedra en la
mano derecha.
En el círculo siguiente vemos la imagen de un grifo.
El monstruo mitológico, que tiene la cabeza y el pecho de águila y toma del león el
resto del cuerpo, inicia al investigador en las cualidades contrarias que hay
que agrupar necesariamente en la materia filosofal. Encontramos en esta imagen
el jeroglífico de la primera conjunción,
la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se desarrolla la
penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas. La serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima
del azufre y del mercurio lleva también el nombre de sublimación.
Gracias a la reiteración de las águilas o sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio
exaltado de sus partes groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera
de una porción del cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila significa, según
la expresión hermética, hacer salir la luz
de la tumba y llevarla a la
superficie, que es lo propio de toda sublimación
verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y Ariadna.
En este caso, Teseo, la luz organizada, manifiesta, que
se separa de Ariana, la araña que
está en el centro de su tela, el guijarro,
la cáscara vacía, el capullo del
gusano de seda, el despojo de la mariposa
(Psique). «Sabed, hermano mío -escribe Philaléthe (I)-, que la preparación
exacta de las águilas voladoras es el
primer grado de la perfección, y, para conocerlo, se precisa un genio
industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo, hemos sudado y trabajado
mucho. Por consiguiente, vos, que no
hacéis más que empezar, estad persuadido de que no triunfaréis en la primera
operación sin un gran esfuerzo.
«Comprended, pues, hermano mío, lo que dicen los
Sabios. al observar que conducen sus águilas para devorar al león; y, cuanto
menos águilas se emplean, más duro es el combate y más dificultades se
encuentran para lograr la victoria. Mas,
para perfeccionar nuestra Obra, se necesitan al menos siete águilas, e incluso
deberían emplearse hasta nueve. Y nuestro Mercurio filosófico es el pájaro de Hermes, al cual se da también
el nombre de Oca o de Cisne, y a veces el de Faisán.» Son estas sublimaciones las que describe Calímaco en el Himno a Delos, cuando dice, hablando de los cisnes.-
«(Los cisnes) giraron siete veces alrededor de Delos... y no habían cantado todavía por
octava vez, cuando Apolo nació.»
Es una variante de la procesión que Josué hizo
desfilar siete veces alrededor de
Jericó, cuyas murallas se derrumbaron antes de la octava vuelta (Josué, c. VI,
16).
A fin de señalar la violencia del combate que precede
a nuestra conjunción, los sabios simbolizaron las dos naturalezas
con el águila y
el león iguales en fuerza, pero de complexión contraria. El león representa la fuerza terrestre y
fija, mientras que el águila expresa la fuerza aérea y volátil. Puestos frente a frente, los dos campeones se
atacan, se repelen, se desgarran mutuamente con energía, hasta que, al fin,
después de perder el águila sus alas y el león su melena, ambos antagonistas no
forman más que un solo cuerpo, de calidad intermedia y de sustancia homogénea,
el Mercurio
animado.
En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime
Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas,
recordamos haber visto construir un bello inmueble cuya decoración nos
sorprendió, porque reflejaba nuestras preocupaciones herméticas. Encima de la puerta de entrada, dos niños
enlazados, varón y hembra, separan y levantan un velo que los cubría. Sus bustos emergen de un montón de flores, de
hojas y de frutos. Un bajo relieve
domina el coronamiento angular; representa el combate simbólico del águila y el
león de que acabamos de hablar, y se adivina fácilmente que el arquitecto debió
de tener bastante trabajo para situar el enojoso emblema, impuesto por una
voluntad intransigente y superior...
Este inmueble, construido con piedra tallada y de una
altura de seis Pisos, está situado en el distrito XVII, en la esquina del
bulevar Péreire y de la calle de Monbel. En Tousson, cerca de Malesherbes, una
antigua mansión del siglo XVIII, de aspecto bastante señorial, muestra en su
fachada, grabada en caracteres de la época, la inscripción siguiente, cuya
disposición y ortografía respetamos:
Por un Labrador
fui construida
sin interés y con un don celoso,
me llamó PIEDRA BELLA,
1762.
(La alquimia nevaba todavía el nombre de Agricultura celeste, y sus Adeptos el de Labradores).
El noveno tema nos permite penetrar - más aún en el
secreto de fabricación del Disolvente
universal. Una mujer señala en él -alegóricamente- los materiales necesarios
para la construcción del vaso hermético;
levanta una pequeña plancha de madera, parecida en cierto modo a una duela de
tonel, cuya esencia nos es revelada por la rama de roble que ostenta el escudo.
Volvemos a encontrar aquí la fuente
misteriosa esculpida en el contrafuerte del pórtico, pero el ademán de
nuestro personaje delata la espiritualidad de esta sustancia, de este fuego de la Naturaleza sin el cual nada
puede crecer ni vegetar aquí abajo.
Es este espíritu, extendido en la superficie del globo,
lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a medida que se
materializa. Añadiremos, una vez más,
que hace falta un cuerpo particular que sirva de receptáculo, una tierra
atractiva donde pueda encontrar un principio susceptible de recibirle y de darle
«corporeidad». «La raíz de nuestros cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-,
y su cabeza, en tierra.» Ahí está ese imán encerrado en el vientre de Aries, el
cual hay que tomar en el instante de su nacimiento, con tanta destreza como
habilidad.
«El agua que empleamos -escribe el autor anónimo de la Llave del gabinete hermético -es un
agua que encierra todas las virtudes del cielo y de la tierra; por eso es el Disolvente general de toda la Naturaleza,- ella
abre las puertas de nuestro gabinete hermético y real; en ella están encerrados
nuestro Rey y nuestra Reina, y ella es también su baño... Es la Fuente del
Trevisano, donde el Rey se despoja de su manto de púrpura para vestir hábito
negro... Cierto que esta agua es difícil de obtener; lo cual hizo decir al
Cosmopolita, en su Enigma, que era rara en la isla... Este autor nos la señala
más particularmente con estas palabras: no se parece al agua de la nube, pero
tiene de ella toda la apariencia. En
otro lugar, la designa con el nombre de acero
y de imán, pues es realmente un imán que atrae hacia sí todas las
influencias del cielo, del sol, de la luna y de los astros, para comunicarlas a
la tierra. Dice que este acero se encuentra en Aries, y que señala el comienzo de la
primavera, cuando el sol recorre el signo del Carnero.
Flamel nos da una descripción bastante exacta en las Figuras de Abraham el Judío; nos
describe un roble hueco, de donde
brota una fuente, y con la misma agua, un jardinero riega las plantas y las
flores de una parte. El roble, que está hueco, representa el tonel que se construye con madera de
roble, en el que hay que corromper el agua que reserva para regar las plantas y
que es mucho mejor que el agua cruda... Ahora bien, aquí llega el momento de
descubrir uno de los grandes secretos de este Arte, ocultado por los Filósofos,
y sin cuyo vaso no podréis hacer esta
putrefacción y purificación de nuestros elementos, de la misma manera que no
podríamos hacer vino sin que antes hirviese en el tonel.
Ahora bien, así como el tonel está hecho de madera de
roble, así el vaso debe ser de madera de viejo roble, redondeado por dentro,
como un hemisferio, con los bordes muy gruesos y escuadrados; a falta de esto,
un barrilillo y otro parecido para cubrirlo.
Casi todos los Filósofos han hablado de ese vaso absolutamente necesario para esta
operación. Philatéthe lo describe
valiéndose de la fábula de la serpiente pitón, que Cadmo atravesó de parte a
parte contra un roble. Hay una figura en
el libro de las Doce llaves que
representa esta misma operación y el vaso
en que ésta se hace, del cual sale una gran humareda, que denota la
fermentación y la ebullición de esta agua; y esta humareda termina en una
ventana, por la que se ve el cielo, en el que aparecen el sol y la luna, que
señala el origen de esta agua y las
virtudes que contiene. Es nuestro vinagre mercurial que baja del cielo a la tierra y sube de la
tierra al cielo.»
Hemos dado este texto porque puede ser de utilidad, a
condición, empero, de que sepamos leerlo con prudencia y comprenderlo con
lucidez. Debemos aquí repetir una vez
más la máxima tan cara a los Adeptos: el espíritu vivifica, pero la letra mata.
Y henos ahora frente a un símbolo muy complejo: el del
León.
Complejo porque no podemos, ante la actual desnudez de la piedra,
contentamos con una sola explicación.
Los Sabios han añadido al león diversos calificativos, ya para expresar
el aspecto de las sustancias sobre las que actúan, ya para designar una
cualidad especial y preponderante. En el
emblema del Grifo (motivo octavo), hemos visto que el León, rey de los animales
terrestres, representaba la parte fija, básica, de un compuesto, fijeza que, en
contacto con la volatilidad adversa, perdía la mejor parte de sí misma, la que
caracterizaba su forma, es decir, en lenguaje jeroglífico, la cabeza.
Esta vez debemos estudiar el animal sólo, e ignoramos
de qué color estaba originariamente revestido.
En general, el León es el signo del oro, tanto alquímico como
natural; expresa, pues, las propiedades fisicoquímicas de estos cuerpos Pero
los textos dan el mismo nombre a la materia receptiva del Espíritu universal, del fuego secreto en la elaboración del
disolvente.
En ambos casos, trátase siempre de una interpretación
de poder, de incorruptibilidad, de perfección, como, indica por lo demás, con
bastante elocuencia, el caballero de enhiesta espada y cubierto con cota de
malla que nos presenta al rey de la fauna alquímica.
El primer agente magnético empleado para preparar el
disolvente -que algunos han llamado Alkaest-
recibe el nombre de León verde, debido no tanto a su coloración verde como
al hecho de que no ha adquirido todavía las características minerales que
distinguen químicamente el estado adulto del estado naciente. Es un fruto verde y acerbo, comparado con el fruto rojo y maduro. Es la juventud
metálica, sobre la que todavía no ha actuado la Evolución, pero, que contiene
el germen latente de una energía real, llamada a desarrollarse más
adelante. Es el arsénico y el plomo con
respecto a la plata y el oro. Es la
imperfección actual de 1a que saldrá la mayor perfección futura; el rudimento
de nuestro embrión, el embrión de nuestra piedra, la piedra de nuestro
elixir. Algunos adeptos, entre ellos
Basilio Valentin, lo llamaron Vitríolo
verde, para expresar su naturaleza cálida, ardiente y salina; otros, Esmeralda de los Filósofos, Rocío del mayo, Hierba saturnina, Píedra vegetal, etcétera.
«Nuestra agua toma los nombres de las hojas de todos los árboles, de los
árboles mismos y de todo lo que presenta un color verde, a fin de engañar a los
insensatos», dice el Maestro Arnau de Vilanova.
En cuanto al León
rojo, no es otra cosa, según los filósofos, que la misma materia, o León verde, llevada por determinados
procedimientos a esta calidad especial que caracteriza al oro hermético o león rojo. Esto movió a Basilio Valentin a darnos el
siguiente consejo: «Disuelve y alimenta al verdadero León con la sangre del
León verde, pues la sangre fija del León rojo está hecha de sangre volátil del
verde, porque ambos son de la misma naturaleza.»
De estas interpretaciones, ¿cuál es la verdadera? He aquí una cuestión que nos confesamos
incapaces de resolver. El león simbólico
había sido, sin duda alguna, pintado o dorado.
Cualquier vestigio de cinabrio, de malaquita o de metal nos sacaría de
apuros. Pero no queda nada, salvo la
piedra calcárea corroída, grisácea y gastada por el tiempo. ¡El león de piedra
guarda su secreto!
La extracción del Azufre rojo e incombustible aparece
manifestada por la figura de un monstruo mezcla de gallo y de zorra. Es el mismo símbolo de que se sirvió Basilio
Valentin en la tercera de sus Doce
llaves. «Es este soberbio manto con la Sal de los Astros, dijo el Adepto,
que sigue a este azufre celeste, guardado cuidadosamente por miedo de que se
gaste, y los hace volar como un pájaro, mientras sea necesario, y el gallo se
comerá la zorra, y se ahogará y asfixiará en el agua; después, volviendo a la
vida por el fuego, será (a fin de que a cada uno le llegue su vez) devorado por
la zorra» (lám. XVI).
Después de la zorra-gallo, viene el Toro.
Considerado como signo zodiacal, es el segundo mes de
las operaciones preparatorias en la primera obra, y el primer régimen del fuego
elemental en la segunda. Como figura de
carácter práctico, y puesto que el toro y el buey están consagrados al sol,
como la vaca lo está a la luna, representa el Azufre, principio masculino, dado
que el sol es llamado metafóricamente por Hermes, Padre de la piedra. El toro y la vaca, e1 sol y 1a luna, el azufre
y el mercurio, son, Pues, jeroglíficos de idéntico sentido y designan las
naturalezas primitivas contrarias, antes
de su conjunción, naturaleza que el Arte extrae de cuerpos mixtos
imperfectos.
V
De los doce medallones que adornan la hilera inferior
del basamento, diez recabarán nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han
sufrido mutilaciones demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su
sentido. Prescindiremos, pues, mal que
nos pese, de los restos informes del quinto medallón (lado izquierdo) y del
undécimo (lado derecho).
Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central
de la fachada norte, el primer motivo nos presenta un caballero
desarzonado agarrándose a la crin de un fogoso caballo
(lámina XVIII). Esta alegoría se refiere
a la extracción de las partes fijas, centrales y puras, por los volátiles o
etéreos en la Disolución filosófica. Es, propiamente, la rectificación del espíritu
obtenido y la cohobación de este
espíritu sobre la materia pesada. El
corcel, símbolo de rapidez y de ligereza, representa la sustancia espiritosa;
el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico grosero. A cada cohobación, el caballo derriba a su
jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente
por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y
sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de
ella. La absorción de lo fijo por lo
volátil se efectúa lenta y trabajosamente.
Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha perseverancia y
repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu sobre el
cuerpo.
Y sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en
verdad- se llega a extraer la sal oculta
del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Nótre-Dame es igual al Pegaso alado de la fábula (raíz
7r7l'Y71,fuente). Como él, arroja al suelo a sus jinetes, llámense Perseo o
Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo por los aires hasta la morada de
las Hespérides, y hace brotar, de una
coz, la fuente Hipocrene en el monte
Helicón, fuente que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.
En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano, mientras sostiene
con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de Vída. El espejo
simboliza el comienzo de la obra; el Árbol de Vida indica su final, y el cuerno
de la abundancia, el resultado.
Alquímicamente, la materia prima, la que el artista
debe elegir para empezar la Obra, se denomina Espejo del Arte «Ordinariamente, es llamada Espejo del Arte por los Filósofos -dice Moras de Respour (I)-
porque ha sido principalmente gracias a ella que hemos aprendido la composición
de los metales en las vetas de la tierra... También se dice que la sola
indicación de naturaleza puede instruirnos.» Es lo mismo que enseña el
Cosmopolita cuando, hablando del Azufre,
nos dice: «En su reino, hay un espejo en
el cual se ve todo el mundo.
Quienquiera que mire en este espejo puede ver y aprender las tres partes de la Sapiencia de todo
el mundo, y, de esta manera, será sapientísimo en estos tres reinos, como lo
fueron Aristóteles, Avicena y otros varios, los cuales, al igual que sus
predecesores, vieron en este espejo cómo
fue creado el mundo.» Basilio Valentin dice también en su Testamentum «El cuerpo entero de Vitriolo debe reconocerse únicamente mediante un Espejo de la Ciencia filosófica... Es un
Espejo en el que se ve brillar y aparecer nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna,
y mediante el cual podemos mostrar en un instante y probar al incrédulo Tomás
la ceguera de su crasa ignorancia.» Pernety, en su Diccionario mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no
lo conociese, o porque lo omitiese deliberadamente.
Este sujeto, tan vulgar y tan despreciado, se
convierte seguidamente en el Árbol de
Vida, Elixir o Piedra filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por
el trabajo humano, pura y rica joya de la alquimia.
Síntesis metálica absoluta, asegura al feliz poseedor
de este tesoro el triple gaje del saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente
inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre. Recordemos, por último, que el espejo es el atributo de 1a Verdad, de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos griegos.
Veamos ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el velo que cubría la balanza.
La mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en
lo tocante al secreto de los pesos.
Basilio Valentin se limitó a decir que había que «entregar un cisne
blanco al hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus de Barma,
en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina en
una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en su Tratado de la Sal es todavía menos preciso: «El peso del agua
-dice- debe ser plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser singular.»
El autor de los Aforismos
basilianos, o Cánones herméticos del
Espíritu y del Alma, escribe en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra
hermética con la conjunción de los tres principios preparados según determinada
proporción, la cual consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a
la mitad del espíritu y el alma.» Si Raimundo Lulio y Philaléthe hablaron de
ello, la mayoría prefirió guardar silencio; algunos pretendieron que la
Naturaleza, por sí sola, distribuía las cantidades según una armonía misteriosa
e ignorada por el Arte. Estas contradicciones
apenas si resisten al examen.
En efecto, sabemos que el mercurio filosófico resulta
de la absorción de cierta parte de azufre por una cantidad determinada de
mercurio; es, pues, indispensable conocer exactamente las proporciones
recíprocas de los componentes, si operamos a la manera antigua. Huelga añadir que estas proporciones aparecen
envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en los autores más
sinceros. Pero debemos recalcar, por
otra parte, que es posible sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este
caso, como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre por destilación, el
peso queda reducido a una sencilla apreciación de consistencia. La balanza constituye, como vemos, un indicio
valioso para la determinación del procedimiento antiguo, del cual parece que
debemos excluir el oro. Nos referimos al
oro vulgar que no ha sufrido la exaltación
ni la transfusión, operaciones
que, al modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo hacen propio
para el trabajo.
Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una
disolución especial y poco empleada. Es
la del azogue vulgar con el fin de obtener el mercurio común de los filósofos, al cual llaman éstos «nuestro»
mercurio, para diferenciarlo del. metal fluido de que procede. Aunque
encontramos con frecuencia descripciones bastante extensas sobre este tema, no ocultaremos que
semejante operación nos parece aventuradas si no sofisticado. Según los autores que han hablado de ello, el
mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y perfectamente exaltado, adquiriría
una calidad ígnea que no posee y podría convertirse a su vez en
disolvente. Una reina, sentada en un
trono, derriba de un puntapié al paje que, con una copa en la mano, ha venido a
ofrecerle sus servicios.
No debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo que
pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una modificación del sistema
antiguo, y no una práctica especial, puesto que el agente sigue siendo el
mismo. Ahora bien, no comprendemos qué
ventaja nos reportaría una solución de mercurio con ayuda del disolvente
filosófico, habida cuenta de es el agente principal y secreto por
excelencia. Sin embargo así lo pretende
Sabine Stuart de Chevalier. «Para obtener
el mercurio filosófico -escribe este autor- hay que disolver el mercurio
vulgar sin que éste pierda nada de su peso, pues toda su sustancia debe ser
convertida en agua filosófica.
Los filósofos conocen un fuego natural que penetra
hasta el corazón del mercurio y que lo apaga interiormente; conocen también un
disolvente que lo convierte en agua argentina pura y natural; ésta no contiene
ni debe contener ningún corrosivo. En
cuanto el mercurio se ha librado de sus ligaduras y es vencido por el calor...
toma la forma del agua, y esta misma agua es la cosa más valiosa que puede
haber en el mundo. Se necesita muy poco
tiempo para hacer tomar esta forma al mercurio vulgar.» Se nos perdonará que no
seamos de la misma opinión, pues tenemos buenas razones, apoyadas en la
experiencia, para no creer que el mercurio vulgar, desprovisto de agente
propio, pueda convertirse en agua útil
para la Obra.
El servus
fugitivus que nos hace falta es un agua
mineral y metálica, sólida, cortante, con el aspecto de una piedra, y de fácil licuefacción. Esta agua
coagulada, en forma de masa pétrea, es el Alkaest y el Disolvente universal. Si conviene leer los filósofos
-según el consejo de Philaléthe- con un grano de sal, tendríamos que utilizar
la salina entera para el estudio de Stuart de Chevalier.
Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco
del medallón siguiente, se apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de
piedra; una especie de manguito envuelve su mano izquierda.
Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda
Obra, cuando el Rebis hermético,
encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus partes y tiende
a mortificarse. Es el principio, activo
y suave, del fuego de rueda simbolizado
por el frío y por el invierno, período embrionario en que las semillas,
encerradas en el seno de la tierra filosofal, experimentan la influencia
fermentadora de la humedad. Va a
aparecer el reino de Saturno, emblema
de la disolución radical, de la descomposición y del color negro. «Soy viejo,
estoy débil y enfermo -le hace decir Basilio Valentin-; por esta causa me veo
encerrado en una fosa... El fuego me atormenta en gran manera, y la muerte
quebranta mi carne y mis huesos.»
Un tal Demetrius, viajero citado por Plutarco -los
griegos fueron maestros en todo, incluso en la exageración-, refiere con toda
seriedad que, en una de las islas que visitó en la costa de Inglaterra, se
encuentra Saturno encarcelado y sumido en profundo sueño. El gigante Briareo (Egeón) hace el papel de
guardián de su prisión. ¡Y he aquí cómo, con la ayuda de fábulas herméticas,
escribieron la Historia célebres autores!
El sexto medallón no es más que una reproducción
fragmentaria del segundo. Volvemos a
encontrar en él al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud orante, parece
dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por los rasgos de un
busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos
aquí el jeroglífico del tema de los
Sabios, el espejo en el que «vemos toda la Naturaleza al descubierto».
A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos
muestra a un anciano disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el velo que ocultaba la entrada a las
miradas de los profanos. Es el primer
paso dado en la práctica, el descubrimiento del agente capaz de producir la
reducción del cuerpo fijo, de recrudecerlo,
según la expresión empleada, hasta darle una forma análoga a la de su
sustancia prima.
Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos
hablan de reanimar las materializaciones,
es decir, de dar vida a los metales muertos. Es la Entrada
al Palacio cerrado del Rey, de
Philaléthe, la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentin, puerta que es
preciso saber abrir. El anciano no es
otro que nuestro Mercurio, agente
secreto del cual muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el modo
de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado
por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea
preciosísimo para el que conoce su valor.
Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo, del disolvente y
del cuerpo a disolver. En efecto, el
anciano, que los textos identifican con Saturno -el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde, mientras que el interior
visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea.
Más adelante citaremos las fuentes a que podemos
acudir para averiguar, gracias al colorido original, el sentido de Saturno,
considerado como disolvente, es muy antiguo.
En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote
hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado
izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el
alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla tumbado el dios Seb
(Saturno), cuya carne es de color verde.
El círculo siguiente nos permite presenciar el
encuentro del anciano y el rey coronado, del disolvente y el cuerpo, del
principio volátil y la sal metálica fija, incombustible y pura. La alegoría tiene un gran parecido con el
texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote anciano y viejo en
años» se muestra tan buen conocedor de las propiedades de la fuente oculta, de
su acción sobre el «rey del país», al que imanta, atrae y absorbe.
En esta operación, y cuando se produce la animación
del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin violencia; no ocurre
lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la amalgama ordinaria, el
mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor característico y que se
parece bastante a las efervescencias químicas.
Los sabios dijeron a este respecto que, en la
Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes tempestades, y que las
olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero combate».
Algunos representaron esta reacción por una lucha a
muerte entre animales diferentes: águila
y león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentin), etc. Pero, a nuestro entender, la
mejor descripción -y, sobre todo, la más iniciadora- es la que nos dejó el gran
filósofo Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la Salamandra. Otros -y son los más numerosos- buscaron los elementos
de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación;
describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del
caos terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del
agua, del aire y de la tierra.
Aunque más humano y más familiar, no por ello el
estilo de Nótre-Dame es menos noble ni menos expresivo.
Las dos naturalezas están representadas en él por
niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los
puñetazos. En lo más fuerte del
pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro, una piedra. Imposible describir con mayor claridad y
sencillez la acción del agua póntica
sobre la materia grave: este medallón honra al maestro que lo concibió.
De esta serie de temas con que terminaremos la
descripción de las figuras del pórtico central, se infiere claramente que la
idea rectora tuvo como objetivo la agrupación de los puntos variables en la
práctica de la solución. Efectivamente, ella nos basta para identificar el
procedimiento seguido. La disolución del oro alquímico por el Disolvente
Alkaest caracteriza el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro mercurio indica el segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.
Por último, una segunda solución, la del Azufre -rojo o
blanco- por el agua filosófica, constituye el objeto del duodécimo y último
bajo relieve. Un guerrero deja caer su espada y se detiene, sobrecogido, ante
un árbol al pie del cual aparece un
cordero, el árbol muestra tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas,
aparece la silueta de un pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que describe el Cosmopolita
en la parábola del Tratado de la
Naturaleza, el árbol del cual hay que extraer el agua. En cuanto al
guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél supo elegir
la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la naturaleza
volátil del compuesto «más celeste que terrestre».
Después, sólo tendrá que imitar a Saturno, el cual, dice el
Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua, y seguidamente cogió el fruto del
árbol solar y lo puso en esta agua... Porque esta agua es el Agua de vida, que tiene poder de mejorar
los frutos de este árbol, de manera que, en lo sucesivo, no habrá ya necesidad
de plantarlo ni de injertarlo, porque ella podrá, con su solo olor, dar a los
otros seis árboles su misma naturaleza». Además, esta imagen es una
representación de la famosa expedición de los Argonautas, ya que vemos en ella
a Jasón junto al Vellocino de Oro y e1 árbol de preciosos frutos del Jardín de
las Hespérides.
En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de
lamentar no sólo las deterioraciones producidas por estúpidos iconoclastas,
sino también la completa desaparición del polícromo revestimiento que antaño
poseía nuestra admirable catedral. No
nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar al investigador y de
remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no tenemos necesidad de
compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en vano antiguas estampas: Nótre-Dame
conserva dentro de ella misma el prístino colorido de su pórtico central.
Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos
de alabar, supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de
infligir a su obra. Como maestro
precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones
en los vitrales del rosetón central. El
cristal viene así a completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia
frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva.
Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de
la estatuaria. Por ejemplo, en la
alegoría de la Cohobación (primer
medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un príncipe
coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de los dos niños que
riñen, uno es de color verde, y el otro, de un gris violeta; la reina que
derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de púrpura. Incluso nos sorprende encontrar aquí ciertas
imágenes desaparecidas de la fachada, como la del artesano, sentado a una mesa
roja, que extrae grandes monedas de oro de un saco; o la de la mujer de verde
corpiño y brial escarlata, que se alisa la cabellera ante un espejo; o la de
los Gemelos, del zodíaco inferior, uno de los cuales tiene el color del rubí, y
el otro, el de la esmeralda; etcétera.
¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la
ancestral Idea hermética, en su armonía y en su unidad! Petrificada en la fachada, cristalizada en el
círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a la revelación, de la gravedad al
entusiasmo, de la inercia a la expresión viva.
Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior, surge del
cristal en haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida, diáfana y
Pura como la Verdad misma.
Y el alma no puede librarse de cierta turbación en
presencia de esta otra antítesis, todavía más paradójica: «¡la antorcha del
pensamiento alquímico iluminando el templo del pensamiento cristiano!»
VI
Dejemos el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de
la Virgen. En el centro del tímpano, y en la cornisa de en medio, observad el
sarcófago, accesorio de un episodio de la vida de Cristo. Veréis en él siete círculos: son los símbolos
de los siete metales planetarios.
El sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
Venus es al bronce, lo que Saturno al plomo;
la Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
y Marte, del hierro.
El círculo central aparece decorado
de una manera particular, mientras que los otros seis se repiten a pares, cosa
que jamás se produce en los motivos puramente ornamentales del arte
ojival.
Más aún: esta simetría se extiende
desde el centro hacia las
extremidades, tal como enseña el
Cosmopolita. «Contempla el cielo y las esferas de los planetas -dice ese autor-
y verás que Saturno es el más alto de todos, al cual sucede Júpiter, y después
Marte, el Sol, Venus, Mercurio y, por último, la Luna. Considera ahora que las
virtudes de los planetas no suben, sino que descienden; incluso la experiencia
nos enseña que Marte se convierte fácilmente en Venus, y no Venus en Marte,
pues ella es la esfera más baja.
De la misma manera, Júpiter se
transmuta fácilmente en Mercurio, porque Júpiter está más alto que Mercurio;
aquél es el segundo a partir del firmamento, éste es el segundo encima de la
Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se mezcla con
todos, pero nunca es mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una gran
correspondencia entre Saturno y la Luna, en medio de los cuales está el Sol,
como también entre Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus, todos los cuales tienen
el Sol en el medio.»
La concordancia de mutación de los planetas metálicos
entre sí aparece, pues, señalada, en el pórtico de Nótre-Dame, de la manera más
formal. El motivo central simboliza el
Sol; los florones de los extremos representan Saturno y la Luna; después
vienen, respectivamente, Júpiter y Mercurio; y, por último, a los lados del
Sol, Marte y Venus.
Pero hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera que parece
unir las circunferencias de los rosetones, veremos que está formada por una
sucesión de cuatro cruces y tres báculos, uno de los cuales es de espiral sencilla,
y los otros, de doble voluta. Obsérvese,
de pasada, que si se tratase de un propósito ornamental, los atributos hubieran
debido ser, necesariamente, en número. de seis o de ocho, a fin de obtener una
simetría perfecta; sin embargo, no es así, y la circunstancia de que uno de los
espacios, el de la izquierda, permanezca vacío, acaba de demostrar que se quiso
dar al conjunto un sentido simbólico.
Las cuatro cruces representan, al igual que en la
notación, espagírica, los metales imperfectos; los báculos de doble es-piral,
los dos metales perfectos, y el báculo sencillo, el mercurio, semimetal o
semiperfecto.
Pero, si apartamos los ojos del tímpano y bajamos
mirada hacia la parte izquierda del basamento, dividido cinco nichos,
observaremos unas curiosas figuritas en el espacio existente entre las pequeñas
arcadas.
He aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos palomas, que hallamos descritos en la animación del mercurio
exaltado; el perro de Corasceno, del
que hablan Artephius y Philaléthe, al cual hay que saber separar del compuesto
en estado de polvo negro, y las Palomas
de Diana, otro enigma desesperante bajo el cual se ocultan la
espiritualización y la sublimación del mercurio filosofal. El cordero,
emblema de la edulcoración del principio arsenical de la Materia; el hombre doblado, magnífica representación
del apotegma alquímico solve et coagula, el
cual enseña a realizar la conversión elemental volatilizando lo fijo y fijando
lo volátil:
Si lo fijo sabes disolver,
Y lo disuelto volatilizar,
Y lo volátil fijar luego en polvo,
tienes motivo de consolación.
En esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el
jeroglífico principal de nuestra práctica: se trataba del Cuervo.
Figura principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame
había ejercido, desde siempre, una atracción muy viva sobre los alquimistas; y
es que una antigua leyenda lo designaba como única señal de un depósito
sagrado. Decíase, en efecto, que
Guillerino de París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido sin duda condenado por
haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema que canta eternamente
el resto del edificio», había escondido la piedra filosofal en uno de los
Pilares de la inmensa nave. Y el lugar
exacto de este escondrijo misterioso venía precisamente determinado por el
ángulo visual del cuervo...
De esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro
simbólico señalaba antaño, desde fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en
que se hallaba encerrado el tesoro.
En la cara externa de los pilares sin imposta que
sostienen el dintel y el arranque de las dovelas, se hallan representados los
signos del zodíaco. En primer lugar,
empezando por abajo, encontramos Aries, después,
Tauro, y, en lo alto, Géminís. Son los meses primaverales que señalan el
comienzo del trabajo y el tiempo adecuado para las operaciones.
Sin duda, objetarán algunos que e1 zodíaco puede no
tener una significación oculta y representar únicamente la zona de las
constelaciones.
Es posible.
Pero, en este caso, tendríamos que encontrar el orden astronómico, la
sucesión cósmica de las figuras zodiacales, en modo alguno ignorada por
nuestros antepasados. Sin embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer,
que ha sido desterrado al pilar opuesto.
El imaginero, quiso, pues,
indicar, valiéndose de esta hábil
transposición, la conjunción del fermento filosófico –o León- con el compuesto mercurial, unión que debe producirse hacia
el final del cuarto mes de la primera Obra. Observamos también, bajo este
pórtico, un pequeño relieve cuadrangular sumamente curioso. Sintetiza y expresa la condensación del Espíritu universal, el cual forma, en cuanto se
materializa, el famoso Baño de los
astros, en el cual el sol y la luna químicos deben bañarse, cambiar la
naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en él
a un niño que cae de un crisol grande como una cuba y sostenido por un arcángel
en pie, nimbado, con un ala extendida, y que parece pegar al inocente. Todo el fondo de la composición lo ocupa un
cielo nocturno y constelado. Reconocemos
en este tema una simplificación de la alegoría de la Degollación de los Santos
Inocentes, tan cara a Nicolas Flamel y que pronto veremos en un vitral de
la Sainte-Chapelle.
Sin entrar detalladamente en la técnica de la
operación -cosa que ningún autor se ha atrevido a hacer-, diremos no obstante,
que el Espíritu universal materializado
en los minerales bajo el nombre alquímico de Azufre, constituye el principio y el agente eficaz de todas las
tinturas metálicas. Pero este Espíritu,
esta sangre roja de los niños, sólo puede obtenerse descomponiendo lo que
la Naturaleza había antes reunido en ellos.
Es, pues, necesario que el cuerpo perezca, que sea crucificado y que
muera, si se quiere extraer el alma, vida
metálica y Rocío celeste, que aquél tenía encerrada.
Y de esta quintaesencia, trasvasada a un cuerpo puro,
fijo, perfectamente cocido, nacerá una nueva criatura, más resplandeciente que cualquiera de aquéllas de quienes
procede. Los cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el
espíritu es activo y eficaz.
Por esto los Sabios, conocedores de que la sangre
mineral que necesitaban para animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más
que una condensación del Espíritu universal, alma de toda cosa; sabedores de
que esta condensación en forma húmeda, capaz de penetrar y hacer vegetativos
los cuerpos mixtos sublunares, sólo podía producirse de noche, a favor de las
tinieblas, del cielo Puro y del aire tranquilo; sabedores, en fin, de que la
estación durante la cual se manifestaba aquélla con mayor actividad y
abundancia correspondía a la primavera terrestre; por todas estas razones
combinadas, los Sabios le dieron el nombre de Rocío de Mayo. Así, Thomas Corneille no nos sorprende cuando
asegura que los grandes maestros de la Rosa Cruz eran llamados Hermanos del Rocío Cocido*, significación
que ellos Mismos daban a las iniciales de su orden: F. R. C. Quisiéramos poder
decir algo más sobre este tema de extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era madre de Hermes)
-humedad vivificadora del mes de María,
la Virgen madre- se extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto,
despreciado y cuyas características hemos ya descrito; pero existen límites
infranqueables... Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra y deseamos
cumplir nuestro juramento. Ahí está el Verbum dimissum de Trevisano, la Palabra perdida de los francmasones
medievales, la que todas las Hermandades herméticas esperaban descubrir de
nuevo y cuya búsqueda constituía el fin de sus trabajos y la razón de su
existencia (4).
* El sentido simbólico-burlesco de esta denominación
se comprende mejor en el juego de palabras francés.
(4) Entre los más célebres centros de iniciación de
esta clase, citaremos las órdenes de los Iluminados,
de los Caballeros del Águila negra, de
las Dos Águilas, del Apocalipsis; los Hermanos iniciados de Asia, de Palestina,
del Zodíaco; las
Sociedades de los Hermanos negros, de
los Elegidos Coëns, de los Mopses, de las Siete-Espadas, de los Invisibles, de los Príncipes de la Muerte., los
Caballeros del Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros del perro y del
Gallo, los Caballeros de la Tabla redonda, de la Jineta, del Cardo, del Baño, de
la Bestia muerta, del Amaranto, etc..
Post tenebras lux. No lo olvidemos. La luz
sale de las tinieblas; está difusa en la oscuridad, en la negrura, como el día
lo está en la noche. De la oscuridad del
Caos fue extraídas la luz y sus
radiaciones reunidas, y si, el día de la Creación, el Espíritu divino se movía
sobre las aguas del Abismo -Spiritus
Dominiferebatur super aquas-, este espíritu invisible no podía ser al principio
distinguido de la masa acuosa y se confundía con ella.
En fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran Obra; que
la luz fue separada el primer día, y que los días siguientes se determinaron,
como los nuestros, por intervalos regulares y alternativos de oscuridad y de
luz.
A medianoche, una
Virgen madre,
produce este astro luminoso,
en este momento
milagroso
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