Nuestro
cerebro está hecho para ver más orden del que realmente hay. Y aunque esto pudo
ser de mucha ayuda en las circunstancias dentro de las que vivieron nuestros
más remotos antepasados, no nos sirve de mayor cosa a la hora de predecir, por
ejemplo, una drástica caída de los precios accionarios.
Estamos
programados para crear historias simples sobre fenómenos muy complejos y
variados; de modo que siempre terminamos falseando la realidad. El resultado de
esto es que perdemos control de la realidad y nos volvemos incapaces para
predecir cualquier anomalía estadística.
En
este texto, el autor presenta su teoría de los cisnes negros para ilustrar el
modo en que la mayoría de nosotros cae en la trampa de pasar por alto las
anomalías con el fin de uniformar cualquier modelo mental o teoría. Entre los
temas tratados modelo mental o teoría. Entre los temas tratados están: la
falacia narrativa, pronósticos falsos y cómo entablar amistad con los cisnes
negros.
PRÓLOGO
Del
plumaje de las aves
Antes
del descubrimiento de Australia, las personas del Viejo Mundo estaban
convencidas de que todos los cisnes eran blancos, una creencia irrefutable pues
parecía que las pruebas empíricas la confirmaban en su totalidad. La visión del
primer cisne negro pudo ser una sorpresa interesante para unos pocos
ornitólogos (y otras personas con mucho interés por el color de las aves), pero
la importancia de la historia no radica aquí. Este hecho ilustra una grave
limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación o la experiencia,
y la fragilidad de nuestro conocimiento. Una sola observación puede invalidar
una afirmación generalizada derivada de milenios de visiones confirmatorias de
millones de cisnes blancos. Todo lo que se necesita es una sola (y, por lo que
me dicen, fea) ave negra.1
Doy un
paso adelante, dejando atrás esta cuestión lógico filosófica, para entrar en la
realidad empírica, la cual me obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un
Cisne Negro obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en
mayúsculas) es un suceso con los tres atributos que siguen.
Primero,
es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque
nada del pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo,
produce un impacto tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la
naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después
del hecho, con lo que se hace explicable y predecible.
Me
detengo y resumo el terceto: rareza, impacto extremo y predictibilidad
retrospectiva (aunque no prospectiva).2 Una pequeña cantidad de Cisnes Negros
explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas
y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los
elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el
Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido
en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida
que el mundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes,
aquellos que estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la
lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes.
Imaginemos
simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los
sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a
continuación. (No vale engañarse echando mano de las repetidas explicaciones
que el aburrido profesor del instituto nos metió a machamartillo en la aburrido
profesor del instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del ascenso
de Hitler y la posterior guerra? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque
soviético? ¿Y de la aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y la difusión de
Internet? ¿Y de la crisis bursátil de 1987 (y de la más inesperada recuperación)?
Las tendencias, las epidemias, la moda, las ideas, la emergencia de las
escuelas y los géneros artísticos, todos siguen esta dinámica del Cisne Negro.
Prácticamente, casi todo lo importante que nos rodea se puede matizar.
Esta
combinación de poca predictibilidad y gran impacto convierte el Cisne Negro en
un gran rompecabezas; pero no está ahí aún el núcleo de lo que nos interesa en
este libro. Añadamos a este fenómeno el hecho de que tendemos a actuar como si
eso no existiera. Y no me refiero sólo al lector, a su primo Joey o a mí, sino
a casi todos los «científicos sociales» que, durante más de un siglo, han
actuado con la falsa creencia de que sus herramientas podían medir lo incierto.
Y es que la aplicación de la ciencia de la incertidumbre a los problemas del
mundo real ha tenido unos efectos ridículos. Yo he tenido el privilegio de
verlo en las finanzas y la economía. Preguntémosle a nuestro corredor de Bolsa
cómo define «riesgo», y lo más probable es que nos proporcione una medida que excluya
la posibilidad del Cisne Negro y, por tanto, una definición que no tiene mejor
valor predictible que la astrología para valorar los riesgos totales (ya
veremos cómo disfrazan el fraude intelectual con las matemáticas). Este
problema es endémico en las cuestiones sociales.
La
idea central de este libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio, en
particular las grandes desviaciones: ¿por qué nosotros, científicos o no
científicos, personas de alto rango o del montón, tendemos a ver la calderilla
y no los billetes? ¿Por qué seguimos centrándonos en las minucias, y no en los
posibles sucesos grandes e importantes, pese a las evidentes pruebas de lo
muchísimo que influyen? Y, si seguimos con mi argumentación, ¿por qué de hecho
la lectura del periódico disminuye nuestro conocimiento del mundo?
Es
fácil darse cuenta de que la vida es el efecto acumulativo de un puñado de
impactos importantes. No es tan difícil identificar la función de los Cisnes
Negros desde el propio sillón (o el taburete del bar). Hagamos el siguiente
ejercicio. Pensemos en nuestra propia existencia. Contemos los sucesos
importantes, los cambios tecnológicos y los inventos que han tenido lugar en
nuestro entorno desde que nacimos, y comparémoslos con lo que se esperaba antes
de su aparición. ¿Cuántos se produjeron siguiendo un programa? Fijémonos en
nuestra propia vida, en la elección de una profesión, por ejemplo, o en cuando
conocimos a nuestra pareja, en el exilio de nuestro país de origen, en las
traiciones con que nos enfrentamos, en el enriquecimiento o el empobrecimiento
súbitos. ¿Con qué frecuencia ocurrió todo esto según un plan preestablecido?
Lo que
no sabemos
La
lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea
La
lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que
sabemos. Tengamos en cuenta que muchos Cisnes Negros pueden estar causados y
exacerbados por el hecho de ser inesperados.
Pensemos
en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001: si el riesgo hubiera
sido razonablemente concebible el día 10, no se habría producido el atentado.
Si una posibilidad como ésa se hubiera considerado digna de atención, aviones
de combate habrían sobrevolado las Torres Gemelas, las aeronaves hubiesen
dispuesto de puertas antibalas y el atentado no habría tenido lugar, y punto.
Podría haber ocurrido otra cosa. ¿Qué? No lo sé.
¿No es
extraño ver que un suceso se produce precisamente porque no se esperaba que
fuera a ocurrir? ¿Qué tipo de defensa tenemos contra ello? Cualquier cosa que
se nos ocurra (que Nueva York es un blanco fácil para los terroristas, por
ejemplo) puede resultar ineficaz si el enemigo sabe que lo sabemos. Quizá
parezca raro que, en un juego estratégico de este tipo, lo que sabemos pueda
ser por completo intrascendente.
Esto
se aplica a toda clase de sucesos y negocios. Pensemos en la «receta secreta»
para forrarse en el negocio de la restauración. Si fuera conocida y obvia,
entonces algún vecino habría dado con la idea y ésta se habría convertido en
algo corriente. El siguiente gran negocio en la industria de la restauración
debe ser una idea que no se le ocurra fácilmente a la actual población de
restauradores. Debe estar a cierta la actual población de restauradores. Debe
estar a cierta distancia de las expectativas. Cuanto más inesperado sea el
éxito de esa empresa, menor será el número de competidores, y mayor éxito
tendrá el emprendedor que lleve la idea a la práctica. Lo mismo se puede decir
del negocio del calzado, de la edición o de cualquier tipo de empresa. Y lo
mismo cabe decir de las teorías científicas: a nadie le interesa oír
trivialidades. El beneficio de una empresa humana es, en general, inversamente
proporcional a lo que se esperaba que fuera.
Pensemos
en el tsunami que se produjo en el Pacífico en diciembre de 2004. De haber sido
esperado, no hubiera causado los daños que causó: las zonas afectadas hubieran
estado menos pobladas, se habría instalado un sistema de alarma preventiva. Lo
que sabemos realmente no nos puede hacer daño.
Expertos
y «trajes vacíos» (farsantes)
La
incapacidad de predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso
de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los
acontecimientos.
Pero
actuamos como si fuéramos capaces de predecir los hechos o, peor aún, como si
pudiésemos cambiar el curso de la historia. Hacemos proyecciones a treinta años
del déficit de la seguridad social y de los precios del petróleo, sin darnos
cuenta de que ni siquiera podemos prever unos y otros para el verano que viene.
Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y
económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes
empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. Lo
sorprendente no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta
de conciencia que tenemos de ellos. Y esto es aún más preocupante cuando nos
metemos en conflictos mortales: las guerras son fundamentalmente imprevisibles
(y no lo sabemos). Debido a esta falsa comprensión de las cadenas causales
entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros
gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química.
Nuestra
incapacidad para predecir en entornos sometidos al Cisne Negro, unida a una
falta general de conciencia de este estado de las cosas, significa que
determinados profesionales, aunque creen que son expertos, de hecho no lo son.
Si consideramos los antecedentes empíricos, resulta que no saben sobre la
materia de su oficio más que la población en general, pero saben contarlo mejor
o, lo que es peor, saben aturdimos con complicados modelos matemáticos. También
es más probable que lleven corbata.
Dado
que los Cisnes Negros son impredecibles, tenemos que amoldarnos a su existencia
(más que tratar ingenuamente de preverlos). Hay muchas cosas que podemos hacer
si nos centramos en el anticonocimiento, o en lo que no sabemos. Entre otros
muchos beneficios, uno puede dedicarse a buscar Cisnes Negros (del tipo
positivo) con el método de la serendipidad, Negros (del tipo positivo) con el
método de la serendipidad, llevando al máximo nuestra exposición a ellos. En
efecto, en algunos ámbitos -como el del descubrimiento científico y el de las
inversiones de capital en empresas conjuntas- hay una compensación desproporcionada
de lo desconocido, ya que lo típico es que, de un suceso raro, uno tenga poco
que perder y mucho que ganar. Veremos que, contrariamente a lo que se piensa en
el ámbito de la ciencia social, casi ningún descubrimiento, ninguna tecnología
destacable surgieron del diseño y la planificación: no fueron más que Cisnes
Negros. La estrategia de los descubridores y emprendedores es confiar menos en
la planificación de arriba abajo y centrarse al máximo en reconocer las
oportunidades cuando se presentan, y juguetear con ellas. De modo que no estoy
de acuerdo con los seguidores de Marx y los de Adam Smith: si los mercados
libres funcionan es porque dejan que la gente tenga suerte, gracias al agresivo
método del ensayo y error, y no dan a las personas recompensas ni «incentivos»
por su destreza. Así pues, la estrategia es juguetear cuanto sea posible y
tratar de reunir tantas oportunidades de Cisne Negro como se pueda.
Aprender
a aprender
Otro
defecto humano afín procede de la concentración excesiva en lo que sabemos:
tendemos a aprender lo preciso, no lo general.
¿Qué
aprendimos de lo ocurrido el 11-S? ¿Aprendimos que algunos sucesos, debido a su
dinámica, se sitúan en gran parte fuera del ámbito de lo predecible? No.
¿Descubrimos el defecto inherente de la sabiduría convencional? No. ¿Qué es lo
que averiguamos? Aprendimos unas reglas precisas para evitar a los
prototerroristas islámicos y los edificios altos. Muchas personas siguen recordándome
que es importante ser prácticos y dar pasos tangibles, en vez de «teorizar»
sobre el conocimiento. La historia de la línea Maginot demuestra que estamos
condicionados por lo específico. Al concluir la Gran Guerra, los franceses
construyeron un muro siguiendo la ruta de la anterior invasión alemana para
prevenir una nueva invasión; Hitler no hizo sino limitarse, (casi) sin esfuerzo
alguno, a rodearla. Los franceses habían sido unos excelentes estudiantes de
historia; lo que ocurrió es que aprendieron con excesiva precisión. Fueron
demasiado prácticos y se centraron de forma exagerada en su propia seguridad.
No
aprendemos espontáneamente que no aprendemos que no aprendemos. El problema
radica en la estructura de nuestra mente: no aprendemos reglas sino hechos, y
sólo hechos. Parece que no somos muy dados a elaborar metarreglas (como la
regla de que tenemos tendencia a no aprender reglas). Desdeñamos lo abstracto;
lo despreciamos con pasión.
¿Por
qué? En este punto es necesario, como lo es en mis planes para el resto del
libro, poner boca abajo la sabiduría convencional y demostrar que es
inaplicable para nuestro entorno moderno, complejo y cada vez más recursivo.3
Pero
hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha Pero hay una pregunta de
mayor calado: ¿para qué está hecha nuestra mente? Se diría que disponemos del
manual del usuario equivocado. No parece que nuestra mente esté hecha para
pensar ni practicar la introspección; de ser así, las cosas nos serían hoy día
más fáciles, pero entonces no estaríamos aquí hoy, ni yo me hallaría aquí para
hablar de ello: mi ancestro contrafactual, introspectivo y profundamente
reflexivo habría sido devorado por un león, al tiempo que su primo no
reflexivo, pero de mayor velocidad en sus reacciones, habría corrido a
protegerse. Consideremos que pensar requiere tiempo y, normalmente, un gran
desperdicio de energía; que nuestros predecesores pasaron más de cien millones
de años como mamíferos no pensantes, y que en ese instante que ha sido nuestra
historia y durante el que hemos empleado nuestro cerebro, lo hemos utilizado
para ocuparnos de temas demasiado secundarios como para ser importantes. Las
pruebas demuestran que pensamos mucho menos de lo que creemos, a excepción,
quizá, de cuando pensamos en esta misma realidad.
Un
nuevo tipo de ingratitud
Entristece
bastante pensar en las personas a quienes la historia ha maltratado. Los poetes
maudits, como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, fueron despreciados por la
sociedad y posteriormente adorados y de consumo obligado para los
posteriormente adorados y de consumo obligado para los escolares. (Incluso hay
escuelas que llevan el nombre de quienes en su día fueron unos malísimos
estudiantes.) Lamentablemente, ese reconocimiento le llegó al poeta demasiado
tarde para que le aprovechara como podrían haberle aprovechado unos tragos de
serotonina, o para apuntalar su romántica vida en la Tierra. Pero hay héroes
aún peor tratados: la muy triste categoría de aquellos que no saben que fueron
héroes, que nos salvaron la vida, que nos ayudaron a evitar desastres. No
dejaron rastro y ni siquiera supieron que estaban haciendo una aportación.
Recordamos
a los mártires que murieron por una causa conocida, pero nunca a aquellos cuya
contribución fue igual de efectiva, pero de cuya causa nunca fuimos
conscientes, precisamente porque tuvieron éxito. Nuestra ingratitud hacia los
poetes maudits se diluye completamente ante este otro tipo de
desagradecimiento. Es una ingratitud mucho más despiadada: la sensación de
inutilidad por parte de un héroe silencioso. Lo ilustraré con el siguiente
experimento del pensamiento.
Imaginemos
que un legislador con coraje, influencia, inteligencia, visión de futuro y
perseverancia consigue hacer aprobar una ley que va a entrar en vigor el 10 de
septiembre de 2001; la ley obliga a colocar puertas a prueba de bala, y que
estén permanentemente cerradas, en todas las cabinas de los aviones (lo cual
supone unos gastos enormes para las batalladoras compañías aéreas), sólo por si
los terroristas decidieran utilizar aviones para atacar el World Trade Center
de Nueva York. Ya sé que es una locura, pero sólo se trata de un experimento
del pensamiento (soy consciente de que es posible experimento del pensamiento
(soy consciente de que es posible que no exista un legislador con inteligencia,
coraje, visión de futuro y perseverancia; ahí está el quid del experimento).
Tal ley no sería muy popular entre el personal de vuelo, pues les complica la
vida. Pero no hay duda de que hubiera evitado el 11-S.
La
persona que impuso cerraduras en las puertas de las cabinas no tiene estatua en
las plazas públicas, tan sólo una breve mención de su aportación en el
obituario: «Joe Smith, que ayudó a evitar el 11-S, murió a consecuencia de una
enfermedad hepática». Al ver lo superflua que fue su medida, y los gastos que
generó, bien pudiera ser que el público, con gran ayuda de los pilotos de
líneas aéreas, lo alejara del poder. Vox clamantis in deserto. Se jubilará
deprimido, con una gran sensación de fracaso. Morirá con la impresión de no haber
hecho nada útil. Quisiera poder asistir a su entierro, pero, querido lector, no
sé dónde está. Y sin embargo, el reconocimiento puede ser todo un incentivo.
Créame, incluso quienes dicen sinceramente que no creen en el reconocimiento, y
que separan el trabajo de los frutos del mismo, en realidad éste les supone un
trago de serotonina. Pensemos cómo se recompensa al héroe silencioso: hasta su
propio sistema hormonal conspirará para no ofrecerle recompensa alguna.
Ahora
pensemos en lo sucedido el 11-S. Una vez acaecido lo acaecido, ¿quién se llevó
el reconocimiento? Aquellos a quienes vimos en los medios de comunicación, en
la televisión realizando actos heroicos, y aquellos a quienes vimos que
intentaban darnos la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En
esta la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta última
categoría se incluye a alguien como el director de la Bolsa de Nueva York,
Richard Grasso, que «salvó la Bolsa» y recibió una muy considerable prima por
su aportación (el equivalente a varios miles de salarios medios). Todo lo que
tuvo que hacer fue estar ahí para hacer sonar la campanilla de apertura de la
sesión por televisión, y la televisión, como veremos, transporta la injusticia
y es una causa importante de la ceguera del Cisne Negro.
¿A
quién se recompensa, al banquero central que evita una recesión o al que acude
a «corregir» los fallos de su predecesor y resulta que está ahí durante cierta
recuperación económica? ¿Quién tiene mayor valor, el político que evita una
guerra o el que empieza una nueva (y tiene la suerte de ganarla)?
Se
trata del mismo revés lógico que veíamos antes respecto al valor de lo que no
sabemos; todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el
tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos. Glorificamos
a quienes dejaron su nombre en los libros de historia a expensas de aquellos
contribuyentes de quienes la historia nada dice. Los seres humanos no sólo
somos un género superficial (algo que, en cierta medida, se puede curar), somos
un género muy injusto.
La
vida es muy inusual
Este
libro trata de la incertidumbre; para este autor, el suceso raro equivale a la
incertidumbre. Puede parecer una declaración categórica -la de que debemos
estudiar principalmente los sucesos raros y extremos para poder entender los
habituales-, pero me voy a explicar cómo sigue. Hay dos formas posibles de
abordar el fenómeno. La primera es descartar lo extraordinario y centrarse en
lo «normal». El examinador deja de lado las «rarezas» y estudia los casos
corrientes. El segundo enfoque es considerar que, para entender un fenómeno, en
primer lugar es necesario considerar los extremos, sobre todo si, como ocurre
con el Cisne Negro, conllevan un efecto acumulativo extraordinario.
No me
importa particularmente lo habitual. Si queremos hacernos una idea del
carácter, los principios éticos y la elegancia personal de un amigo, debemos
observarle en la prueba que supone pasar por momentos difíciles, no durante el
esplendor rosado de la vida cotidiana. ¿Podemos adivinar el peligro de un
criminal con sólo observar lo que hace en un día corriente? ¿Podemos entender
la salud sin considerar las tremendas enfermedades y epidemias? No hay duda de
que, a menudo, lo normal es irrelevante.
Casi
todo lo concerniente a la vida social es producto de choques y ciertos saltos
raros pero trascendentales; y pese a ello, casi todo lo que se estudia sobre la
vida social se centra en lo «normal», especialmente en los métodos de
inferencia de la campana de Gauss, la «curva de campana», que no nos dicen casi
nada. ¿Por qué? Porque la curva de campana ignora las grandes desviaciones, no
las puede manejar, y sin embargo nos hace confiar en que hemos domesticado la
incertidumbre. A este fraude lo denominaremos GFI, «gran fraude intelectual».
Platón
y el estudioso obsesivo
En los
inicios de la revuelta de los judíos en el siglo I de nuestra era, la causa de
gran parte de la ira de éstos fue la insistencia de los romanos en colocar una
estatua de Calígula en el templo de Jerusalén, a cambio de levantar una estatua
del dios judío Yahvé en los templos romanos. Los romanos no se daban cuenta de
que lo que los judíos (y los posteriores monoteístas de Oriente) querían decir
con dios era algo abstracto, que lo abarcaba todo, y que nada tenía que ver con
la representación antropomórfica y excesivamente humana en que ellos pensaban
cuando decían deus. Lo fundamental era que el dios judío no se prestaba a la
representación simbólica, Asimismo, la que mucha gente convierte en mercancía y
etiqueta como «desconocido», «improbable» o «incierto» no es para mí lo mismo;
no es una categoría de conocimiento concreta y precisa, un campo hecho para el
estudioso obsesivo, sino todo lo contrario: posee la carencia (y las
limitaciones) del conocimiento. Es exactamente lo contrario del conocimiento;
uno debería aprender a evitar el uso de términos aplicados al conocimiento para
describir su de términos aplicados al conocimiento para describir su contrario.
Lo que
llamo platonicidad, siguiendo las ideas (y la personalidad) de Platón, es
nuestra tendencia a confundir el mapa con el territorio, a centramos en
«formas» puras y bien definidas, sean objetos, como los triángulos, o ideas
sociales, como las utopías (sociedades construidas conforme a algún proyecto de
lo que «tiene sentido»), y hasta las nacionalidades. Cuando estas ideas y
nítidos constructos habitan en nuestra mente, les damos prioridad sobre otros
objetos menos elegantes, aquellos que tienen estructuras más confusas y menos
tratables (una idea que iré desarrollando a lo largo de este libro).
La
platonicidad es lo que nos hace pensar que entendemos más de lo que en realidad
entendemos. Pero esto no ocurre en todas partes. No estoy diciendo que las
formas platónicas no existen. Los modelos y las construcciones, estos mapas
intelectuales de la realidad, no siempre son erróneos; lo son únicamente en
algunas aplicaciones específicas. La dificultad reside en que: a) no sabemos de
antemano (sólo después del hecho) dónde estará equivocado el mapa; y que b) los
errores pueden llevarnos a consecuencias graves. Estos modelos son como
medicinas potencialmente útiles que tienen unos efectos secundarios aleatorios
pero muy graves.
El
redil platónico es la explosiva línea divisoria donde la mentalidad platónica
entra en contacto con la confusa realidad, donde la brecha entre lo que sabemos
y lo que pensamos que sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde
sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde aparece el Cisne Negro.
Demasiado
soso para escribir sobre ello
Dicen
que el genial cineasta Luchino Visconti se aseguraba de que, cuando los actores
señalaban una caja cerrada que debía contener joyas, hubiera dentro de ella
joyas de verdad. Podía ser una forma eficaz de hacer que los actores vivieran el
papel que representaban. Creo que el gesto de Visconti puede proceder también
de un simple sentido de la estética y de un deseo de autenticidad; en cierto
modo, pudiera parecer incorrecto engañar al espectador.
Este
libro es un ensayo que expone una idea fundamental; no recicla ni presenta en
un nuevo envoltorio pensamientos de otras personas. Un enervo es una meditación
impulsiva, no un informe científico. Pido disculpas si dejo de lado algunos
temas evidentes, pues estoy convencido de que lo que a mí me resulta aburrido
de escribir podría ser demasiado aburrido de leer para el lector. (Además, para
evitar el aburrimiento puede sernos de gran ayuda filtrar todo lo que no sea
esencial.)
Hablar
es barato. Quien haya recibido demasiadas clases de filosofía en la universidad
(o quizá no las suficientes) podría objetar que la visión de un Cisne Negro no
invalida la teoría de que todos los cisnes son blancos, ya que esa ave negra no
es técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco técnicamente un
cisne, pues el hecho de ser de color blanco sería la propiedad esencial del
cisne. Es verdad que quienes lean a Wittgenstein en exceso (y comentarios
acerca de Wittgenstein) pueden tener la impresión de que los problemas del
lenguaje son importantes. No hay duda de que pueden ser de importancia para
hacerse con un sitio en los departamentos de filosofía, pero son algo que
nosotros, los profesionales y los que tomamos decisiones en el mundo real,
dejamos para el fin de semana. Como explico en el capítulo titulado «La
incertidumbre del farsante», estas sutilezas, con todo su atractivo
intelectual, no tienen implicaciones importantes de lunes a viernes, si se
comparan con cuestiones más sustanciales (pero más olvidadas). Las personas de
aula, que no se han enfrentado a muchas situaciones auténticas de toma de
decisiones en un ambiente de incertidumbre, no se dan cuenta de qué es
importante y qué no lo es; ni siquiera aquellos que son eruditos de la
incertidumbre (o especialmente aquellos que son eruditos de la incertidumbre).
Lo que llamo la práctica de la incertidumbre puede ser piratería, especulación
de bienes, juego profesional, trabajar en alguna rama de la Mafia, o
sencillamente una simple acción empresarial en serie. De ahí que clame contra
el «escepticismo estéril», ese sobre el que nada podemos hacer, y contra los
problemas excesivamente teóricos del lenguaje que han convertido a gran parte
de la filosofía moderna en irrelevante para lo que burlonamente se llama el
«público en general». (Antes, para bien o para mal, esos raros filósofos y
pensadores que no destacaban por sí mismos dependían del apoyo de un patrón.
Hoy día, los por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los
académicos especializados en disciplinas abstractas dependen mutuamente de sus
respectivas opiniones, sin comprobaciones externas, con el grave resultado
patológico de que en ocasiones convierten sus objetivos en limitados concursos
de demostración de habilidad. Cualesquiera que fueran las deficiencias del
antiguo sistema, al menos obligaba a tener cierto nivel de importancia.)
La
filósofa Edna Ullmann-Margalit detectó una incoherencia en este libro, y me
pidió que justificara el uso de la exacta metáfora del Cisne Negro para
describir lo desconocido, lo abstracto y lo incierto impreciso: cuervos
blancos, elefantes de color rosa o vaporosos habitantes de un planeta remoto
que órbita alrededor de Tau Ceti. Admito que me cogió con las manos en la masa.
Efectivamente, hay una contradicción; este libro es una historia, y prefiero usar
historias y viñetas para ilustrar nuestra credibilidad sobre las historias y
nuestra preferencia por la peligrosa compresión de las narraciones.
Para
desplazar una historia se necesita otra historia. Las metáforas y las historias
tienen muchísima más fuerza (lamentablemente) que las ideas; también son más
fáciles de recordar y más divertidas de leer. Si tengo que ir tras lo que yo
denomino las disciplinas narrativas, mi mejor herramienta es la narración.
Las
ideas van y vienen; las historias permanecen
El
complejo asunto de este libro no es simplemente la curva de campana, ni el
estadístico que se engaña a sí mismo, ni tampoco el erudito platonificado que
necesita las teorías para autoengañarse. Es el impulso a «centrarse» en lo que
tiene sentido para nosotros. Vivir en nuestro planeta, hoy día, requiere
muchísima más imaginación de la que nos permite nuestra propia constitución.
Carecemos de imaginación y la reprimimos en los demás.
Observe
el lector que en este libro no me baso en el horroroso método de reunir
«pruebas corroborativas» selectivas. Por razones que explico en el capítulo 5,
a esta sobrecarga de ejemplos la llamo empirismo ingenuo: las sucesiones de
anécdotas seleccionadas para que se ajusten a una historia no instituyen una
prueba. Cualquiera que busque la confirmación enconará la suficiente para
engañarse a sí mismo, y sin duda a sus iguales.4 La idea del Cisne Negro se
basa en la estructura de lo aleatorio en la realidad empírica.
En
resumen: en este ensayo (personal), yergo la cabeza y proclamo, en contra de
muchos de nuestros hábitos de pensamiento, que nuestro mundo está dominado por
lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable (improbable según nuestros
conocimientos actuales), y aun así empleamos el tiempo en dedicarnos a hablar
de menudencias, centrándonos en lo conocido y en lo repetido. Esto implica la
necesidad de usar el suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como
una suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una excepción que
haya que ocultar bajo la alfombra. También proclamo con mayor osadía (y mayor
fastidio) que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será
progresivamente menos predecible, mientras parece que tanto la naturaleza
humana como la «ciencia» social conspiran para ocultarnos tal idea.
Los
capítulos
La
secuencia de este libro sigue una lógica simple: va desde lo que se puede
etiquetar como puramente literario (en el tema y en el trato) a lo que se puede
considerar enteramente científico (en el tema, aunque no en el trato). En la
primera parte y el principio de la segunda aparecerá sobre todo la psicología;
en el resto de la segunda parte y en la tercera nos ocuparemos principalmente
de los negocios y de la ciencia natural. La primera parte, «La antibiblioteca
de Umberto Eco», se ocupa en especial de cómo percibimos los sucesos históricos
y actuales, y de qué distorsiones aparecen en esa percepción. La segunda parte,
«Simplemente no podemos predecir», trata de los errores que cometemos al
ocuparnos del futuro y de las limitaciones inadvertidas de algunas «ciencias»,
y de qué podemos hacer al respecto. La tercera parte, «Aquellos cisnes grises
de Extremistán», profundiza en el tema de los sucesos extremos, explica cómo se
genera la curva de campana (ese gran fraude intelectual) y revisa las ideas de
las ciencias naturales y sociales vagamente agrupadas con la etiqueta de
«complejidad». La cuarta parte, «Fin», será muy breve.
Al
escribir este libro disfruté mucho más de lo que había esperado —en realidad se
escribió solo— y confío en que el lector tenga la misma experiencia al leerlo.
Confieso que me enganché a esta incursión en las ideas puras después de las
limitaciones que me impuso una vida activa y dedicada a los negocios. Cuando se
haya publicado este libro, mi objetivo es alejarme del ajetreo de las
actividades públicas para poder pensar con toda tranquilidad sobre mi idea
científico-filosófica.
Primera
Parte
La antibiblioteca de Umberto
Eco, o de cómo buscamos la validación
El
escritor Umberto Eco pertenece a esa reducida clase de eruditos que son
enciclopédicos, perspicaces y amenos. Posee una extensa biblioteca personal
(con más de treinta mil libros), y divide a los visitantes en dos categorías:
aquellos que reaccionan con un «¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya
biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de éstos ha leído?», y los demás — una
minoría muy reducida—, que saben que una biblioteca privada no es un apéndice
para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros
leídos tienen mucho menos valor que los no leídos. Nuestra biblioteca debería
contener tanto de lo que no sabemos como nuestros medios económicos, la
hipoteca y el actual mercado activo, competitivo y con escasa variación de
precios de la propiedad inmobiliaria nos permitieran colocar. Acumularemos más
conocimientos y nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y más
libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no
leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto
más sabemos, más largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de
libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca.
Tendemos
a tratar nuestros conocimientos como una propiedad personal que se debe
proteger y defender. Es un adorno que nos permite ascender en la jerarquía
social. De modo que esta tendencia a herir la sensibilidad de la biblioteca de
Eco al centrarse en lo conocido es un sesgo humano que se extiende a nuestras
operaciones mentales. Las personas no van por ahí con anticurrículum vítae en
que se nos cuente lo que no han estudiado ni experimentado (una tarea que
corresponde a sus competidores), pero sería bonito que lo hicieran. Del mismo
modo que necesitamos darle la vuelta a la lógica de la biblioteca, nos
ocuparemos de dársela al propio conocimiento. Observemos que el Cisne Negro
procede de nuestra falsa comprensión de la probabilidad de las sorpresas, de
esos libros no leídos, porque nos tomamos un poco demasiado en serio lo que
sabemos.
En los
capítulos de este apartado abordaremos la cuestión de cómo los seres humanos
nos ocupamos del conocimiento, y de nuestra preferencia por lo anecdótico sobre
lo empírico. El capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi
capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi propia obsesión.
Haré una distinción fundamental entre dos variedades de lo aleatorio en el
capítulo 3. A continuación, en el capítulo 4, volveré brevemente al problema
del Cisne Negro en su forma original: cómo tendemos a generalizar a partir de
lo que vemos. Luego expongo tres facetas del mismo problema del Cisne Negro: a)
el error de la confirmación, o de cómo tendemos a desdeñar sin motivo la parte
virgen de la biblioteca (la costumbre de fijarnos en lo que confirma nuestros
conocimientos, no nuestra ignorancia), en el capítulo 5; b) la falacia
narrativa, o de cómo nos engañamos con historias y anécdotas (capítulo 6); c)
de cómo los sentimientos se entrometen en nuestras inferencias (capítulo 7); y
d) el problema de las pruebas silenciosas, o los trucos que la historia emplea
para ocultarnos los Cisnes Negros (capítulo 8). El capítulo 9 se ocupa de la
letal falacia de construir el conocimiento a partir del mundo de los juegos.
1. El aprendizaje
de un escéptico empírico
Este
libro no es una autobiografía, de modo que me voy a saltar las escenas de
guerra. En realidad, aun en el caso de que fuese una autobiografía, me saltaría
igualmente esas escenas. No puedo competir con las películas de acción ni con
las memorias de aventureros más consumados que yo, así que me voy a ceñir a mis
especialidades: la oportunidad y la incertidumbre.
Anatomía
de un Cisne Negro
Durante
más de un milenio, la costa mediterránea oriental llamada Syria Libanensis, o
Monte Líbano, supo albergar al menos una docena de sectas, etnias y creencias
diferentes (fue algo parecido a la magia). Aquel territorio se parecía más a
las principales ciudades del Mediterráneo oriental (llamado Levante) que a
otras partes del interior de Oriente Próximo (era más fácil moverse en barco
que por tierra, atravesando el montañoso terreno). Las ciudades levantinas eran
mercantiles por naturaleza; las personas negociaban entre ellas de acuerdo con
un protocolo claro, preservando así una paz que alentaba el comercio, y la
socialización entre las comunidades era notable. Esos mil años de paz sólo
fueron interrumpidos por alguna pequeña fricción ocasional acaecida dentro de
las comunidades musulmana y cristiana, raramente entre musulmanes y cristianos.
Las ciudades eran mercantiles y ante todo helenistas; en cambio en las montañas
se habían asentado múltiples minorías religiosas que decían haber huido tanto
de la ortodoxia bizantina como de la musulmana. Un territorio montañoso es el
refugio ideal para quienes se salen de lo común, con la salvedad de que el
enemigo es el otro refugiado que compite por el mismo tipo de escarpada
propiedad inmobiliaria. El mosaico de culturas y religiones de la zona se
consideraba un ejemplo de coexistencia: cristianos de todas las variedades
(maronitas, armenios, ortodoxos bizantinos greco-sirios, incluso católicos
bizantinos, además de los pocos católicos romanos que habían dejado las
Cruzadas), musulmanes (chiitas y sunitas), drusos y algunos judíos. Se daba por
supuesto que allí la gente aprendía a ser tolerante; recuerdo que en la escuela
nos enseñaban que nosotros éramos mucho más civilizados y sabios que las
comunidades de los Balcanes, cuyos habitantes no sólo no se bañaban, sino que
eran presa de luchas facciosas. Parecía que estábamos en una situación de equilibrio
estable, debido a una tendencia histórica hacia la mejora y la tolerancia. Los
términos equilibrio y calma eran de uso habitual.
Las
dos ramas de mi familia procedían de la comunidad Las dos ramas de mi familia
procedían de la comunidad greco-siria, el último asentamiento bizantino del
norte de Siria, que incluía lo que hoy se llama Líbano. Tengamos en cuenta que
los bizantinos se referían a sí mismos como «romanos», roumi (plural roum) en
las lenguas locales. Somos originarios de la zona de olivares que se extiende a
los pies del Monte Líbano (perseguíamos a los cristianos maronitas por las
montañas en la famosa batalla de Amioun, el pueblo de mis ancestros). Desde la
invasión árabe del siglo VII, habíamos vivido en paz mercantil con los
musulmanes, aunque sufrimos algún ataque esporádico por parte de los cristianos
maronitas libaneses asentados en las montañas. Gracias a cierto acuerdo
(literalmente) bizantino entre los gobernantes árabes y los emperadores
bizantinos, nos las arreglamos para pagar impuestos a ambas partes y contar con
la protección de una y otra. Así conseguimos vivir en paz durante más de mil
años prácticamente sin sufrir baños de sangre: nuestro último problema grave
fueron los alborotadores cruzados finales, no los árabes musulmanes. Los
árabes, quienes parecían estar interesados sólo en la guerra (y la poesía) y,
después, los turcos otomanos, a quienes parecía que únicamente les interesaba
la guerra (y el placer), nos legaron el poco interesante objetivo del comercio
y el menos peligroso de la erudición (como la traducción de textos arameos y
griegos).
Fuera
como fuese, el país llamado Líbano, al que de repente nos vimos incorporados
tras la caída del Imperio otomano a principios del siglo XX, parecía un paraíso
estable; además, estaba configurado de forma que fuera predominantemente
cristiano. De repente a la gente les lavaron el cerebro para que cristiano. De
repente a la gente les lavaron el cerebro para que creyeran en el Estado-nación
como una entidad.5 Los cristianos se convencieron a sí mismos de que estaban en
el origen y el centro de lo que en sentido amplio se llama cultura occidental,
aunque con una ventana hacia Oriente. En un caso clásico de pensamiento
estático, nadie tuvo en cuenta las diferenciales en la tasa de natalidad entre
las comunidades, y se dio por supuesto que aquella pequeña minoría cristiana
sería permanente. A los levantinos se les había concedido la ciudadanía romana,
lo cual permitió a un sirio como san Pablo viajar libremente por el mundo
antiguo. La gente se sentía unida a todo aquello a lo que merecía la pena estar
unido; el lugar estaba exageradamente abierto al mundo, tenía un modo de vida
muy sofisticado, una economía próspera y un clima semejante al de California,
con unas montañas cubiertas de nieve que se levantaban sobre el Mediterráneo.
Esa tierra atrajo a una serie de espías (tanto soviéticos como occidentales),
prostitutas (rubias), escritores, poetas, traficantes de drogas, aventureros,
jugadores empedernidos, tenistas, esquiadores y comerciantes; profesiones todas
ellas que se complementan mutuamente. Mucha gente se comportaba como si
estuviera en una película de James Bond, o en los tiempos en que los playboys
fumaban, bebían y, en vez de acudir al gimnasio, cultivaban sus relaciones con
los buenos sastres.
Allí
estaba el principal atributo del paraíso: se decía que los taxistas eran
educados (aunque, por lo que yo recuerdo, conmigo no lo fueran). Es verdad que,
visto con la sabiduría que conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la
sabiduría que da la experiencia, aquel territorio parecía, en el recuerdo de
las personas, más elíseo de lo que realmente era.
Yo era
demasiado joven para degustar los placeres de aquel lugar, pues me convertí en
un idealista rebelde y, muy pronto, desarrollé un gusto ascético, contrario a
las ostentaciones que demostraban riqueza, alérgico a la evidente persecución
del lujo de la cultura levantina y a su obsesión por todo lo monetario.
Ya de
adolescente, estaba ansioso por mudarme a una metrópoli donde pulularan menos
tipos al estilo James Bond. Pero recuerdo algo que se tenía por especial en el
ámbito intelectual. Asistí al liceo francés, que tenía una de las tasas de
éxito más elevadas en la obtención del baccalauréat francés (el título de
educación secundaria postobligatoria), incluso en la asignatura de Francés.
Allí se hablaba el francés con bastante corrección; como en la Rusia
prerrevolucionaria, la clase patricia cristiana y judía (desde Estambul a
Alejandría) hablaba y escribía en francés formal como signo de distinción
lingüística. A los más privilegiados se les mandaba a estudiar a Francia, como
ocurrió con mis dos abuelos: mi homónimo paterno en 1912, y el padre de mi
madre en 1929. Doscientos años antes, por el mismo instinto de distinción
lingüística, los esnobs patricios levantinos escribían en griego, y no en el
arameo propio del lugar. (El Nuevo Testamento fue escrito en el mal griego que
hablaban los patricios de nuestra capital, Antioquia, lo que llevó a Nietzsche
a clamar: «Dios hablaba un mal griego».) Y, con el declive del helenismo,
recurrieron al árabe. Así pues, además de considerarlo un «paraíso», del lugar
se decía también que era un considerarlo un «paraíso», del lugar se decía
también que era un
milagroso
cruce de caminos de las que con mucha superficialidad se denominan culturas
«oriental» y «occidental».
De
sabérselas ingeniar
Mis
principios quedaron configurados cuando, a los quince años, fui encarcelado por
(presuntamente) atacar a un policía con un trozo puntiagudo de cemento durante
unos disturbios estudiantiles; un incidente que tuvo extrañas ramificaciones,
ya que en aquel entonces mi abuelo era ministro del Interior y, por tanto, la
persona que firmó la orden de aplastar nuestra revuelta. Uno de los
alborotadores murió abatido por un policía que presa del miedo, al ser herido
con una piedra en la cabeza, empezó a disparar contra nosotros. Recuerdo que
estaba en el centro de los disturbios, y que me sentí muy satisfecho cuando me
detuvieron, mientras que mis amigos temían por igual la prisión y a sus padres.
Atemorizamos al gobierno hasta el punto de que se nos amnistió.
Demostrar
la capacidad de actuar según los propios principios, y no ceder ni un milímetro
para evitar «ofender» o molestar a los demás, tenía algunas ventajas evidentes.
Yo estaba enfurecido y no me importaba lo que mis padres (y mi abuelo) pensaran
de mí. Esto hizo que me tuvieran cierto miedo, de modo que no podía permitirme
echarme atrás, ni siquiera titubear. Si hubiera ocultado mi participación en
los disturbios (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en
(como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en vez de mostrarme
abiertamente desafiante, estoy seguro de que me habrían tratado como a una
oveja negra. Una cosa es desafiar superficialmente a la autoridad vistiéndose
de forma poco convencional —lo que los científicos y economistas llaman «fácil
señalización»— y otra es mostrarse dispuesto a llevar las ideas a la acción.
A mi
tío paterno no le preocupaban demasiado mis ideas políticas (unas ideas que van
y vienen); lo que le desesperaba era que las utilizara como excusa para vestir
de cualquier manera. Para él, la falta de elegancia en un familiar cercano era
una ofensa mortal.
El
conocimiento público de mi detención generó otro beneficio importante: me
permitió evitar los habituales signos externos de la rebelión adolescente. Descubrí
que es más efectivo comportarse como un buen chico y ser «razonable» si
demuestras que quieres ir más allá de la simple verborrea. Te puedes permitir
ser compasivo, poco estricto y educado si, alguna que otra vez, cuando menos se
espera de ti, pero con plena justificación, demandas a alguien o atacas con
fiereza a un enemigo, sólo para demostrar que sabes arreglártelas.
El
«paraíso» esfumado
El
«paraíso» libanés se esfumó de repente, después de unas cuantas balas y obuses.
Pocos meses después de mi episodio carcelario, con cerca de trece siglos de una
destacada coexistencia étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, coexistencia
étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, transformó el cielo en un infierno.
Se inició una terrible guerra civil entre cristianos y musulmanes, incluidos
los refugiados palestinos, que se unieron al bando musulmán. Fue algo brutal,
ya que los combates se libraban en el centro de las ciudades y la mayor parte
de los enfrentamientos tenían lugar en zonas residenciales (mi instituto estaba
a sólo unos cientos de metros de la zona de guerra). El conflicto se prolongó
más de quince años; no voy a entrar en detalles. Puede que la invención de la
artillería pesada y las armas potentes convirtiera lo que en la época de la
espada hubiera sido sólo una situación tensa en una espiral incontrolable de
represalias bélicas.
Aparte
de la destrucción física (que resultó ser de fácil solución gracias a unos
cuantos contratistas motivados, políticos sobornados y accionistas ingenuos),
la guerra se llevó gran parte de la corteza de sofisticación que había hecho de
las ciudades levantinas un centro permanente de gran refinamiento intelectual
durante tres mil años. Los cristianos habían ido abandonando aquella tierra
desde los tiempos de los otomanos; los que se fueron a Occidente se bautizaron
con nombres occidentales y se fusionaron con la nueva sociedad. Su éxodo se
aceleró. La cantidad de personas cultas bajó hasta un nivel crítico.
Súbitamente, aquel territorio se convirtió en un vacío. Es difícil recuperarse
de la fuga de cerebros, y es posible que parte del antiguo refinamiento se haya
perdido para siempre.
La
noche estrellada
La
próxima vez que el lector sufra un apagón, aprovéchelo para gozar del cielo
estrellado. No lo reconocerá. Durante la guerra, los apagones eran frecuentes
en Beirut. Antes de que la gente se comprara sus propios generadores, una parte
del cielo estaba despejada por la noche, gracias a la ausencia de contaminación
lumínica. Era la parte de la ciudad más alejada de la zona de combate. No
existía la televisión, y las personas iban en coche a contemplar la erupción de
luces de las batallas nocturnas. Se diría que preferían arriesgarse a que un
obús las hiciera saltar por los aires al aburrimiento de toda una noche sin
aliciente alguno.
Así
que se podían ver las estrellas con toda claridad. En el instituto me habían
dicho que se encuentran en un estado llamado de equilibrio, de manera que no
teníamos por qué temer que se nos vinieran encima inesperadamente. Para mí,
aquello tenía una inquietante semejanza con las historias que nos contaban
sobre la «singular estabilidad» de Líbano. La propia idea de un supuesto
equilibrio me preocupaba. Miraba las constelaciones del cielo y no sabía qué
pensar.
La
historia y el terceto de la opacidad
La
historia es opaca. Se ve lo que aparece, no el guión que produce los sucesos,
el generador de la historia. Nuestra forma de captar estos sucesos es en buena
medida incompleta, ya que no vemos qué hay dentro de la caja, cómo funcionan
los mecanismos. Lo que denomino generador de sucesos históricos no equivale a
los propios sucesos, del mismo modo que para leer la mente de los dioses no
basta con ser testigos de sus actos. Es muy probable que estemos engañados en
lo que a sus intenciones se refiere.
Esta
desconexión se asemeja a la diferencia que existe entre la comida que vemos
sobre la mesa de un restaurante y el proceso que podamos observar en la cocina.
(La última vez que fui a almorzar a cierto restaurante chino de Canal Street,
en el centro de Manhattan, vi salir una rata de la cocina.)
La
mente humana padece tres trastornos cuando entra en contacto con la historia,
lo que yo llamo el terceto de la opacidad. Son los siguientes:
1. la
ilusión de comprender, o cómo todos pensamos que sabemos lo que pasa en un
mundo que es más complicado (o aleatorio) de lo que creemos;
2. la
distorsión retrospectiva, o cómo podemos evaluar las cosas sólo después del
hecho, como si se reflejaran en un retrovisor (la historia parece más clara y
más organizada en los libros que en la realidad empírica); y
3. la
valoración exagerada de la información factual y la desventaja de las personas eruditas y con autoridad, en particular cuando crean
categorías, cuando particular, cuando crean categorías, cuando «platonifican».
Nadie
sabe qué pasa
El
primer componente del terceto es el vicio de pensar que el mundo en que vivimos
es más comprensible, más explicable y, por consiguiente, más predecible de lo
que en realidad es.
Los
adultos no dejaban de decirme que la guerra, que terminó al cabo de casi
diecisiete años, iba a acabar «en cuestión de días». Parecían muy convencidos
de sus predicciones sobre la duración de la guerra, como lo evidenciaba la
cantidad de personas que se sentaban en las habitaciones de los hoteles y otros
cuarteles temporales de Chipre, Grecia, Francia y otros sitios, a esperar que
la guerra terminara. Uno de mis tíos me repetía una y otra vez que, treinta
años antes, cuando los palestinos ricos huyeron hacia Líbano, pensaban que se
trataba de una solución temporal (muchos de aquellos que siguen vivos están aún
allí, seis décadas después). Pero cuando le preguntaba si iba a pasar lo mismo
con nuestro conflicto, replicaba: «No, claro que no. Este lugar es diferente;
siempre ha sido diferente». Al parecer, lo que detectaba en los demás no era
aplicable a su caso.
Esta
ceguera sobre la duración en los exiliados de mediana edad es una enfermedad
muy extendida. Más tarde, cuando decidí evitar la obsesión del exiliado por sus
raíces (las raíces del exiliado ahondan demasiado en su personalidad), estudié
la literatura del exilio, precisamente para evitar la trampa de una nostalgia
obsesiva y corrosiva. Parecía que estos exiliados se habían convertido en prisioneros
del recuerdo de unos orígenes idílicos: se sentaban junto a otros prisioneros
del pasado y hablaban del viejo país; comían sus platos típicos mientras de
fondo se oía su música tradicional. Su mente no dejaba de concebir situaciones
contrafactuales, de generar escenarios alternativos que podrían haber
acontecido y haber evitado esas rupturas históricas; posibilidades del estilo
«si el sha no hubiese nombrado primer ministro a aquel incompetente., aún
estaríamos allí». Era como si la ruptura histórica tuviera una causa
específica, y que la catástrofe se hubiese podido evitar eliminando esa causa
concreta. Así que yo intentaba sonsacar a toda persona desplazada con quien me
encontrara información sobre su conducta durante el exilio. Casi todos actúan de
la misma forma.
Se
oyen historias interminables de refugiados cubanos con la maleta aún medio
hecha, que llegaron a Miami en la década de 1960 huyendo de una situación cuya
solución era «cuestión de días», después de que se instalara el régimen de
Castro. Y de refugiados iraníes de París y Londres que huyeron de la República
islámica de 1978, pensando que su ausencia no sería más que unas breves
vacaciones. Algunos, más de veinticinco años después, siguen esperando el
regreso. Muchos rusos que abandonaron el país en 1917, como el escritor
Vladimir Nabokov, se asentaron en Berlín, tal vez para estar cerca cuando
pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy cuando pudieran regresar,
lo cual creían que sucedería muy pronto. El propio Nabokov vivió toda su vida
en lugares provisionales, tanto en momentos de indigencia como en otros de
abundancia y lujo, y acabó sus días en el hotel Montreux Palace, junto al lago
de Ginebra.
En
todos estos errores de previsión había, claro está, un poco más de ilusión que
de realidad, la ceguera de la esperanza, pero también un problema de
conocimiento. Era evidente que la dinámica del conflicto libanés había sido
imprevisible; sin embargo, el razonamiento de las personas, cuando analizaban
los acontecimientos, mostraba una constante: casi todos los que se preocupaban
parecían convencidos de que entendían lo que pasaba. Día tras día conocían
sucesos que quedaban completamente fuera de lo previsto, pero aquellas personas
no podían imaginar que no los habían previsto. Gran parte de lo que sucedió se
habría considerado una auténtica locura respecto al pasado. Pero no parecía tan
disparatado después de que ocurriera lo que ocurrió. Esta verosimilitud
retrospectiva produce una disminución de la rareza y el carácter concebible del
suceso. Más tarde, observé esa misma ilusión de comprender en el éxito de los
negocios y mercados financieros.
La
historia no gatea: da saltos
Más
adelante, cuando proyectaba de nuevo en mi memoria aquellos tiempos de guerra,
al tiempo que formulaba mis ideas sobre la percepción de los sucesos
aleatorios, desarrollé la imperiosa percepción de que nuestra mente es una
magnífica máquina de explicación, capaz de dar sentido a casi todo, hábil para
ensartar explicaciones para todo tipo de fenómenos, y generalmente incapaz de
aceptar la idea de la impredecibilidad. Esos sucesos eran inexplicables, pero
las personas inteligentes pensaban que podían aportar explicaciones
convincentes, a posteriori. Además, cuanto más inteligente era la persona, más
sólida parecía la explicación. Lo que resulta más inquietante es que todas
estas creencias y versiones parecían ser lógicamente coherentes, sin visos de
incongruencia alguna.
Abandoné
aquel lugar llamado Líbano siendo aún adolescente, pero puesto que allí
permanecía una gran cantidad de amigos y familiares, regresaba a menudo de
visita, en especial durante los conflictos bélicos. La guerra no era continua:
había períodos de enfrentamientos que soluciones «permanentes» interrumpían. Me
sentía más próximo a mis raíces en épocas de conflicto y experimentaba la
necesidad imperiosa de regresar y mostrar mi apoyo a los que había dejado
atrás, que a menudo se sentían deprimidos por la partida de los demás;
envidiaban a los amigos de los buenos tiempos, que disfrutaban de seguridad
económica y personal, y podían regresar sólo de vacaciones durante aquellos
períodos de calma. Yo me sentía incapaz de leer o escribir cuando estaba fuera
de Líbano, mientras mis compatriotas morían; en cambio, paradójicamente, me
afectaban menos los sucesos y me sentía con más ánimo para perseguir mis
intereses intelectuales sin sentimiento de culpa cuando estaba en Líbano. Lo
interesante era que las personas se divertían mucho Líbano. Lo interesante era
que las personas se divertían mucho durante la guerra y desarrollaron un gusto
mayor aún por el lujo, lo cual hacía que las visitas, pese a la guerra, fueran
muy atractivas.
Había
algunas preguntas difíciles. ¿Cómo podían haber vaticinado que aquellos que parecían
ser modelo de tolerancia se convertirían, de la noche a la mañana, en unos
bárbaros sin escrúpulos? ¿Por qué el cambio era tan drástico? Al principio
pensaba que quizá la guerra libanesa era realmente imposible de predecir, a
diferencia de otros conflictos, y que los levantinos eran una raza demasiado
compleja para poder entenderla. Después, poco a poco, y a medida que
consideraba los grandes acontecimientos de la historia, me di cuenta de que la
regularidad de éstos no es una característica local.
El
Levante ha sido una especie de productor en masa de sucesos trascendentales que
nadie vio cómo se aproximaban. ¿Quién predijo el auge del cristianismo como
religión dominante en la cuenca mediterránea y, más adelante, en el mundo
occidental? Los cronistas romanos de aquella época ni siquiera citaban la nueva
religión; a los historiadores de la cristiandad les asombra la ausencia de
menciones contemporáneas de aquellos tiempos. Al parecer, algunos peces gordos
asumieron las ideas de un judío aparentemente herético con la suficiente
seriedad para pensar que iba a dejar rastro en la posteridad. Sólo disponemos
de una única referencia contemporánea a Jesús de Nazaret —en La guerra de los
judíos, de Flavio Josefo—, que bien pudo haber añadido más tarde algún devoto
copista. ¿Y la religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién
religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién predijo que una
serie de jinetes iban a extender su imperio y la ley islámica desde el
subcontinente indio hasta España en tan sólo unos años? Más que el auge de la
cristiandad, el fenómeno que conllevaba mayor impredecibilidad era la expansión
del islamismo (la tercera edición, por decirlo de algún modo); a muchos
historiadores les ha sorprendido la contundencia del cambio. George Duby, por
ejemplo, manifestó su sorpresa por la rapidez con que casi diez siglos de
helenismo levantino fueron borrados «con un solo golpe de espada». Un posterior
titular de la misma cátedra en el Collège de France, Paul Veyne, comparaba con
toda autoridad la difusión de las religiones a los «éxitos de ventas», una
comparación que indica impredecibilidad.
Estos
tipos de discontinuidades en la cronología de los acontecimientos no hacían de
la historia una profesión fácil: el análisis aplicado y minucioso del pasado no
nos dice gran cosa sobre el espíritu de la historia; sólo nos crea la ilusión
de que la comprendemos.
La
historia y las sociedades no gatean: avanzan a saltos. Van de fisura en fisura,
con pocas vibraciones intermedias. Sin embargo, nos gusta (como a los
historiadores) creer en lo impredecible, en la pequeña progresión incremental.
Para
mí supuso un gran golpe, una creencia que nunca me ha abandonado desde
entonces, que no seamos más que una gran máquina que mira hacia atrás, y que
los seres humanos sepamos engañarnos con tanta facilidad. Con cada año que
pasa, aumenta mi creencia en esta distorsión.
Querido
diario: de la historia en sentido inverso
Los
sucesos se nos presentan de forma distorsionada. Pensemos en la naturaleza de
la información: de los millones, quizá miles de millones, de pequeños hechos
que acaecen antes de que se produzca un suceso, resulta que sólo algunos serán
después relevantes para nuestra comprensión de lo sucedido. Dado que nuestra
memoria es limitada y está filtrada, tenderemos a recordar aquellos datos que
posteriormente coincidan con los hechos, a menos que seamos como Funes el
memorioso, el protagonista del relato de Jorge Luis Borges, que no se olvida de
nada y parece condenado a vivir con la carga que supone la acumulación de
información no procesada. (No consigue vivir mucho tiempo.)
Mi
primer encuentro con la distorsión retrospectiva se produjo como sigue. Durante
mi infancia fui un lector voraz, aunque nada sistemático; me pasé la primera
parte de la guerra en un sótano, sumergiendo cuerpo y alma en todo tipo de
libros. La escuela estaba cerrada y llovían obuses mortales. Vivir en un sótano
es terriblemente aburrido. Al principio lo que más me preocupaba era cómo combatir
el aburrimiento y qué libro leer cuando acabara el que estuviese leyendo,6
aunque estar obligado a leer por carecer de otras actividades no supone el
mismo placer que leer por propia voluntad. Quería ser filósofo (y estoy aún en
ello), así que pensaba que tenía que hacer una inversión y obligarme a estudiar
las ideas de los demás. Las circunstancias me motivaron a estudiar versiones
teóricas y generales de guerras y conflictos, intentando penetrar en las
entrañas de la historia, introducirme en los mecanismos de esa gran máquina que
genera los acontecimientos.
Podrá
parecer extraño, pero el libro que me influyó no fue escrito por alguien
dedicado a la empresa del pensamiento, sino por un periodista: Mi diario en
Berlín: notas secretas de un corresponsal extranjero, 1934-1941, de William
Shirer. Este era corresponsal de radio, famoso por su libro Auge y caída del
Tercer Reich. Me pareció que su Diario ofrecía una perspectiva fuera de lo
habitual. Yo había leído las obras de Hegel, Marx, Toynbee, Aron y Fiebre (o
libros sobre ellos), sobre la filosofía de la historia y sus propiedades, y
pensaba que tenía una vaga idea del concepto de dialéctica, en la medida en que
había algo que entender en esas teorías. No capté gran cosa, excepto que la
historia tenía cierta lógica y que los sucesos evolucionaban a través de la
contradicción (o los opuestos), de tal forma que elevaban la humanidad a formas
superiores de sociedad (o algo así). Esto me parecía muy similar a las teorías
que había oído acerca de la guerra de Líbano. Hoy, cuando alguien me hace la
ridícula pregunta de qué libros «configuraron mí pensamiento», sorprendo al
público al decir que ese libro me enseñó (de forma inadvertida) la mayor parte
de lo que sé y pienso sobre la filosofía y la historia; y, como veremos,
también sobre la ciencia, pues aprendí la diferencia que existe entre los
procesos que van pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que
van hacia delante y los que van hacia atrás.
¿Por
qué? Sencillamente, porque en aquel diario se describían los sucesos mientras
tenían lugar, no después. Yo estaba en un sótano, con la historia que se estaba
desarrollando sobre mi cabeza (el estallido de los obuses me mantenía despierto
toda la noche). Era un adolescente que asistía al entierro de sus compañeros de
clase. Experimentaba un desarrollo de la historia que nada tenía de teórico, y
estaba leyendo sobre alguien que experimentaba la historia a medida que
avanzaba. Me esforzaba por producir mentalmente una representación tipo
película del futuro, y me percataba de que no era tan fácil. Me daba cuenta de
que si escribía sobre los acontecimientos más adelante, parecerían más...
históricos. Había una diferencia entre el antes y el después.
Supuestamente,
Shirer escribía su diario sin que supiera qué iba a suceder a continuación,
cuando la información de que disponía no estaba corrompida por los posteriores
resultados. Algunos comentarios resultaban muy ilustradores, en particular los
que se referían a la creencia de los franceses de que Hitler era un fenómeno
transitorio, lo cual explicaba la falta de preparación de aquéllos y la rápida
capitulación posterior. En ningún momento se pensó que fuera posible el grado
de devastación que llegó a producirse.
Nuestra
memoria es altamente inestable, de ahí que el diario ofrezca unos hechos
indelebles registrados de forma más o menos inmediata; así que nos permite
fijar una percepción no revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su
propio revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su propio contexto.
Una vez más, lo importante era el supuesto método de la descripción del suceso,
no su ejecución. De hecho, es probable que Shirer y sus editores hicieran
algunas trampas, ya que el libro se publicó en 1941 y, según me han dicho, a
los editores les interesan textos dirigidos al público en general, más que
imágenes fidedignas de lo que el autor pensara, unas imágenes racheadas de
distorsiones retrospectivas. (Cuando hablo de «trampas», me refiero a eliminar,
en el momento de la publicación, elementos que no fueron relevantes para lo que
ocurrió, mejorando así aquellos que puedan interesar al público. En efecto, el
proceso de edición puede ser gravemente distorsionador, en especial cuando al
escritor se le asigna lo que se llama un «buen corrector».) Pese a todo, el
encuentro con el libro de Shirer afinó mi intuición sobre el funcionamiento de
la historia. Se diría que las personas que vivieron los inicios de la Segunda
Guerra Mundial tuvieron el presentimiento de que se estaba produciendo algo de
capital importancia. En absoluto.7
De ese
modo el diario de Shirer se convirtió en un programa de formación sobre la
dinámica de la incertidumbre. Yo quería ser filósofo, aunque en aquellos
momentos no sabía qué hacen los filósofos profesionales para ganarse la vida.
Tal idea me llevó a la aventura (o, mejor dicho, a la práctica aventurada) de
la incertidumbre, así como al interés matemático y científico.
Educación
en un taxi
Voy a
introducir el tercer elemento del terceto, la maldición del aprendizaje, como
sigue. Yo observaba atentamente a mi abuelo, que fue ministro de Defensa y, más
tarde, ministro del Interior y viceprimer ministro al comienzo de la guerra,
antes de que se eclipsara su relevancia política. A pesar de su posición,
parecía que no sabía lo que iba a suceder más de lo que pudiera saberlo su
chófer, Mijail. Pero éste, a diferencia de mi abuelo, solía repetir «¡Dios
sabrá!» como máximo comentario de los acontecimientos, elevando así a las
alturas la tarea de comprender.
Yo
observaba que personas muy inteligentes e informadas no tenían ventaja alguna
sobre los taxistas en sus predicciones, pero había una diferencia crucial. Los
taxistas no pensaban que comprendieran las cosas mejor que las personas con
estudios; ellos no eran los especialistas, y lo sabían. Nadie sabía nada, pero
los pensadores de élite estaban convencidos de que sabían más que los demás
porque eran pensadores reputados, y cuando se es miembro de la élite,
automáticamente se sabe más que los que no son tal.
No
sólo el conocimiento puede tener un valor dudoso, sino también la información.
Llegó a mis oídos que casi todo el mundo estaba familiarizado hasta el mínimo
detalle con los acontecimientos que se producían. El solapamiento entre los
periódicos era tal que, cuanto más leía uno, menos se informaba. Pero todo el
mundo tenía tantas ganas de conocer lo que ocurría, que leían cualquier
documento recién impreso y escuchaban todas las emisoras de radio, como si la
gran respuesta les fuera a ser revelada en el boletín de noticias siguiente. La
gente se convirtió en enciclopedias de quién se había reunido con quién y qué
político había dicho qué a qué otro político (y con qué tono de voz: «¿Se
mostró más amable de lo habitual»?). Pero no sirvió de nada.
Los
grupos
Durante
la guerra libanesa también observé que los periodistas no solían compartir las
mismas opiniones, sino el mismo esquema de análisis. Asignaban la misma
importancia a los mismos conjuntos de circunstancias y dividían la realidad en
las mismas categorías; una vez más, la manifestación de la platonicidad, el
deseo de dividir la realidad en piezas nítidas. Lo que Robert Frisk llama
«periodismo de hotel» aumentaba aún más el contagio mental. Mientras en el
periodismo anterior Líbano formaba parte de Levante, es decir, del Mediterráneo
occidental, ahora se convertía de repente en parte de Oriente Próximo, como si
alguien hubiera conseguido acercarlo a las arenas de Arabia Saudí. La isla de
Chipre, a unos noventa kilómetros de mi pueblo, situado en el norte de Líbano,
y casi con el mismo tipo de alimentación, iglesias y costumbres, de súbito pasó
a formar parte de Europa (por supuesto, los ciudadanos de ambas partes quedaron
posteriormente ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente
condicionados). Si antes se había establecido una distinción entre mediterráneo
y no mediterráneo (es decir, entre el aceite de oliva y la mantequilla), en la
década de 1970 la distinción se estableció súbitamente entre europeo y no
europeo. El islamismo era la cuña que separaba a ambos, de ahí que uno no sepa
dónde situar en esta historia a los nativos cristianos (o judíos) que hablaban
árabe. Los seres humanos necesitamos la categorización, pero ésta se hace
patológica cuando se entiende que la categoría es definitiva, impidiendo así
que los individuos consideren las borrosas fronteras de la misma, y no digamos
que puedan revisar sus categorías. El contagio era el culpable. Si se
escogieran cien periodistas independientes capaces de ver los factores aislados
entre sí, nos encontraríamos con cien opiniones diferentes. Pero al hacer que
esas personas informaran hombro con hombro, en marcha cerrada, la
dimensionalidad de la opinión se vio reducida considerablemente: coincidían en
las ideas y utilizaban los mismos temas como causas. Por ejemplo, para alejarnos
un momento de Líbano, hoy día todos los periodistas se refieren a los
«convulsos años ochenta», dando por supuesto que hubo algo particularmente
distintivo en esa década. Y cuando apareció la llamada burbuja de Internet a
finales de la década de 1990, los periodistas coincidían en que índices
disparatados habían determinado la calidad de empresas que no tenían valor
alguno y a las que todo el mundo deseaba todos los males.8
Si el
lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de
la
arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política
polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente el lector
explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena
de muerte. O intente explicarle por qué se supone que quienes aceptan el aborto
están a favor de los impuestos elevados pero en contra de un ejército fuerte.
¿Por qué quienes prefieren la libertad sexual tienen que estar en contra de la
libertad económica individual?
Me di
cuenta de lo absurdo de los grupos cuando era muy joven. Por algún ridículo
vaivén de los acontecimientos en aquella guerra civil que sufría mi país, los
cristianos se convirtieron en adeptos del mercado libre y el capitalismo —es
decir, de lo que un periodista llamaría «la derecha»— y los islamistas se
hicieron socialistas, por lo que contaron con el apoyo de los regímenes
comunistas (Pravda, el órgano del régimen comunista, los llamaba «luchadores
contra la opresión», aunque posteriormente, cuando los rusos invadieron Afganistán,
fueron los estadounidenses quienes trataron de asociarse con Bin Laden y sus
acólitos musulmanes).
La
mejor forma de demostrar el carácter arbitrario de estas categorías, y el
efecto de contagio que producen, es recordar con qué frecuencia esos grupos
cambian por completo a lo largo de la historia. No hay duda de que la actual
alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí sería
incomprensible para un intelectual del siglo XIX: los cristianos eran
antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos, a quienes preferían sobre
los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me los cristianos;
los libertarios eran de izquierdas. Lo que me resulta interesante como
probabilista que soy es que un determinado suceso aleatorio hace que un grupo
que inicialmente apoya un determinado tema se alíe con otro grupo que apoya
otro tema, causando así que ambos asuntos se fusionen y unifiquen... hasta que
se produce la sorpresa de la separación.
El
hecho de categorizar siempre produce una reducción de la auténtica complejidad.
Es una manifestación del generador del Cisne Negro, esa platonicidad
inquebrantable que definía en el prólogo. Cualquier reducción del mundo que nos
rodea puede tener unas consecuencias explosivas, ya que descarta algunas
fuentes de incertidumbre, y nos empuja a malinterpretar el tejido del mundo.
Por ejemplo, podemos pensar que el islamismo radical (y sus valores) son
nuestros aliados contra la amenaza del comunismo, y de este modo podemos
contribuir a que se desarrollen, hasta que estrellan dos aviones en el centro
de Manhattan.
Pocos
años después del inicio de la guerra libanesa, mientras estudiaba en la Wharton
School, a mis veintidós años, di con la idea de los mercados eficientes, según
la cual no hay forma de obtener beneficios de la compraventa de valores, ya que
éstos incorporan automáticamente toda la información disponible. Por
consiguiente, la información pública puede resultar inútil, en particular para
el hombre de negocios, ya que los precios «incluyen» toda esa información, y
las noticias compartidas con millones de personas no dan beneficio alguno. Es
probable que uno o más de los cientos de millones de lectores de esa
información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio información
hayan comprado el valor, haciendo así que el precio suba. Así pues, dejé de
leer la prensa y de ver la televisión, lo cual liberaba una cantidad
considerable de tiempo (pongamos que una hora o más al día, tiempo suficiente
para leer más de cien libros adicionales al año, lo cual, al cabo de veinte
años, supone una cantidad muy considerable). Pero esta argumentación no fue la
única razón de que proponga en este libro dejar de lado la prensa, pues luego
veremos los beneficios que conlleva evitar la toxicidad de la información. Al
principio fue una muy buena excusa para evitar tener que mantenerme al día
sobre las menudencias del mundo de los negocios, un mundo nada elegante, soso,
pedante, codicioso, ajeno a lo intelectual, egoísta y aburrido.
¿Dónde
está el espectáculo?
Sigo
sin entender por qué alguien que abriga planes de convertirse en «filósofo» o
en «filósofo científico de la historia» se matrícula en una escuela de ciencias
empresariales, nada menos que en la Wharton School. Allí me di cuenta de que no
se trataba solamente de que un político incongruente de un país pequeño y
antiguo (y su filosófico chófer, Mijail) no supiera qué estaba pasando. Al fin
y al cabo, se supone que las personas oriundas de países pequeños no saben qué
pasa. Lo que veía es que en una de las escuelas de ciencias empresariales más
prestigiosas del mundo, situada en el país más poderoso de la historia, los
ejecutivos de las empresas con mayor poder nos historia, los ejecutivos de las
empresas con mayor poder nos exponían qué hacían para ganarse la vida, y que
era posible que tampoco ellos supieran qué estaba pasando. De hecho, en mi
mente eso era mucho más que una posibilidad. Sentía sobre mis espaldas el peso
de la arrogancia epistémica del género humano.9
Caí en
la obsesión. Por aquel tiempo, empecé a ser consciente de mi tema: el suceso
trascendental altamente improbable. Y además esta suerte concentrada no sólo
engañaba a ejecutivos empresariales bien vestidos y cargados de testosterona,
sino a personas con muchos estudios. Tal percepción hizo que mi Cisne Negro
pasara de ser un problema de personas con o sin suerte a un problema de
conocimiento y ciencia. Mi idea es que algunos resultados científicos no sólo
son inútiles en la vida real, porque infravaloran el impacto de lo altamente
improbable (o nos llevan a ignorarlo), sino que es posible que algunos de ellos
estén creando en realidad Cisnes Negros. Éstos no son únicamente errores
taxonómicos que pueden hacer que reprobemos una clase de la ornitología. Así
empecé a ver las consecuencias de mi idea.
Cuatro
kilos y medio después
Cuatro
años y medio después de mi graduación en Wharton
(y con
cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de (y con cuatro kilos y
medio adicionales), el 19 de octubre de 1987, me dirigía andando a casa desde
las oficinas del banco de inversión Credit Suisse First Boston, situadas en la
periferia de Manhattan. Caminaba despacio, y me sentía perplejo.
Aquel
día había sido testigo de un suceso económico traumático: la mayor crisis
bursátil de la historia (moderna). Fue quizá más traumática porque tuvo lugar
en un momento en que pensábamos que, con todos aquellos economistas
platonificados y de discurso interesante (con sus ecuaciones basadas en la
falsa curva de campana), nos habíamos hecho lo bastante sofisticados como para
evitar, o al menos prevenir y controlar, los grandes batacazos. La respuesta ni
siquiera fue la reacción a alguna noticia discernible. El hecho de que se
produjera tal suceso quedaba al margen de cualquier cosa que uno hubiese podido
imaginar el día anterior; de haber señalado yo esa posibilidad, me habrían
tachado de lunático. Tenía todos los componentes de un Cisne Negro, pero por
entonces desconocía esta expresión.
Me fui
corriendo en busca de un colega, Demetrius, que vivía en Park Avenue, y cuando
empecé a hablarle, una mujer que parecía muy preocupada, despojándose de toda
inhibición, intervino en la conversación: «Escuchad, ¿sabéis vosotros dos qué
es lo que está pasando?». La gente que caminaba por la acera parecía aturdida.
Antes había visto a algunas personas mayores lloriqueando en silencio en el
salón de compraventas del First Boston. Había pasado el día en el epicentro de
los acontecimientos, con gente víctima de una especie de colapso corriendo a mi
alrededor como conejos ante unos faros. Al llegar a casa, mi primo Alexis llamó
para decirme que su vecino llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme
que su vecino se había suicidado tirándose al vacío desde lo alto de su
apartamento. Yo ni siquiera me sentía inquieto. Me sentía como pudiera sentirse
Líbano, con una diferencia: habiendo visto lo uno y lo otro, me desconcertaba
que la desazón económica pudiera ser más desmoralizante que la guerra (pensemos
simplemente que los problemas económicos y las consiguientes humillaciones
pueden llevar al suicidio, pero no parece que la guerra lo haga de forma tan
directa).
Temía
una victoria pírrica: había ganado intelectualmente, pero tenía miedo de tener
excesiva razón y de ver cómo el sistema se desmoronaba bajo mis pies. Realmente
no quería tener tanta razón. Siempre recordaré al difunto Jimmy P., quien, al
ver cómo se iba evaporando su patrimonio, seguía suplicando medio en broma que
el precio que aparecía en las pantallas dejara de moverse.
Pero
entonces me di cuenta de que el dinero me importaba un rábano. Experimenté el
sentimiento más extraño que jamás había tenido en la vida, esa ensordecedora
trompeta que me apuntaba porque tenía razón, en tono tan fuerte que hacía que
mis huesos se estremecieran. Nunca he vuelto a tener esa sensación desde
entonces, y jamás sabré explicarla a quienes nunca la hayan sentido. Era una
sensación física, tal vez una mezcla de alegría, orgullo y pánico.
¿Me
sentía confirmado? ¿Por qué?
Durante
el año o los dos años posteriores a mi llegada a Wharton, había desarrollado
una especialidad precisa pero extraña: apostar por los sucesos raros e
inesperados, aquellos que se encontraban en el redil platónico, y que los
«expertos» platónicos consideraban «inconcebibles». Recordemos que el redil
platónico es donde nuestra representación de la realidad deja de aplicarse,
aunque no lo sabemos.
Pronto
iba a dedicarme, como trabajo para mi sustento, a la profesión de la «economía
cuantitativa». Me convertí en quant (experto en datos cuantitativos) y operador
de Bolsa al mismo tiempo. El quant es un tipo de científico industrial que
aplica los modelos matemáticos de la incertidumbre a los datos económicos (o
socioeconómicos) y a los complejos instrumentos financieros, con la salvedad de
que yo era un quant a la inversa: estudiaba los fallos y los límites de esos
modelos, buscando el redil platónico donde se rompían. También me dediqué a
especular en Bolsa, no sólo a «pequeñas rarezas», algo no muy propio de los
quants ya que les estaba vetado «asumir riesgos»: su función se reducía al
análisis, no a la toma de decisiones. Estaba convencido de que era totalmente
incapaz de predecir los precios de la Bolsa; pero también de que los demás eran
igualmente incompetentes, aunque no lo sabían, o no sabían que asumían unos
riesgos enormes. La mayoría de los operadores de Bolsa se limitaban a «recoger
calderilla delante de una apisonadora», exponiéndose al raro suceso de gran
impacto, pero sin dejar de dormir como bebés, inconscientes de ello. Mi trabajo
era el único que podía realizar si uno se considera una persona que odia el
riesgo, que es consciente de él y es, además, muy ignorante.
además,
muy ignorante.
Por
otra parte, los conocimientos técnicos que maneja un quant (una mezcla de
matemáticas aplicadas, ingeniería y estadística), junto a la inmersión en la
práctica, resultaron muy útiles para alguien que quería ser filósofo.10 En
primer lugar, cuando uno emplea veinte años en realizar un trabajo empírico a
escala masiva y basado en datos, y asume riesgos basados en esos estudios, es
muy fácil que vea ciertos elementos en la textura del mundo que el «pensador»
platonificado, a quien se le ha lavado el cerebro o se le ha amenazado, no es
capaz de ver. En segundo lugar, me permitían ser más formal y sistemático en mi
modo de pensar, en vez de regodearme en lo anecdótico. Por último, tanto la
filosofía de la historia como la epistemología (la filosofía del conocimiento)
parecían inseparables del estudio empírico de datos procedentes de series
temporales, que es una sucesión de números en el tiempo, una especie de
documento histórico que contiene números en vez de palabras. Y con los
ordenadores es fácil procesar los números. El estudio de los datos históricos
nos hace ser conscientes de que la historia marcha hacia delante, no hacia
atrás, y que es más confusa que los hechos que se narran. La epistemología, la
filosofía de la historia y la estadística tienen como fin entender las
verdades, investigar los mecanismos que las generan y separar la regularidad de
lo coincidente en los asuntos históricos. Las tres abordan la pregunta de qué
es lo que uno sabe, con la salvedad de que hay que buscar a cada una en un
edificio distinto, por decirlo de alguna manera.
La palabra malsonante
de la
independencia
Aquella
noche del 19 de octubre de 1987 dormí doce horas seguidas.
Me
resultaba difícil contar a los amigos, todos ellos heridos de un modo u otro
por el crac, esa sensación de confirmación. En aquella época las primas
salariales eran mucho menores de lo que son hoy, pero si mi empleador, el First
Boston, y el sistema financiero sobrevivían hasta fin de año, yo iba a recibir
lo equivalente a una beca de investigación. A esto se le llama a veces «jo** tu
dinero», lo cual, pese a su ordinariez, significa que podrás actuar como un
caballero Victoriano, libre de la esclavitud. Es un parachoques psicológico:
ese capital no es tan grande como para hacerte condenadamente rico, pero es el
suficiente para darte la libertad de escoger una nueva ocupación sin excesiva consideración
de las recompensas económicas. Te evita tener que prostituir tu mente y te
libra de la autoridad exterior, de cualquier autoridad exterior. (La
independencia es específica de la persona: siempre me ha desconcertado el
elevado número de personas a quienes unos ingresos considerables les llevan a
una mayor adulación servil, porque se convierten en más dependientes de sus
clientes y jefes, y más adictas a acumular aún más dinero.) Aunque según
algunos criterios no se trataba de nada sustancial, a mí me curó literalmente
de toda ambición económica: hizo que me sintiera literalmente de toda ambición
económica: hizo que me sintiera avergonzado cada vez que restaba tiempo al
estudio para dedicarlo a la búsqueda de riqueza material. Obsérvese que la expresión
a la mier** se corresponde con la hilarante habilidad de pronunciar esta
sucinta frase antes de colgar el teléfono.
En
aquellos días era muy habitual que los operadores de Bolsa rompieran el
teléfono cuando perdían dinero. Algunos recurrían a romper sillas, mesas o
cualquier cosa que pudiera hacer ruido. En cierta ocasión me hallaba en la
Bolsa de Chicago cuando de pronto un operador trató de estrangularme; hicieron
falta cuatro guardias de seguridad para quitármelo de encima. Estaba enfurecido
porque yo me encontraba en lo que él consideraba su «territorio». ¿Quién podría
desear un entorno así? Comparémoslo con los almuerzos en una anodina cafetería
universitaria donde profesores de modales refinados debaten la última intriga
departamental. De modo que me quedé como quant en el negocio de los operadores
bursátiles (y ahí sigo), pero me organicé para hacer el trabajo mínimo pero
intenso (y entretenido); para ello me centré en los aspectos más técnicos, no
asistía nunca a «reuniones» de negocios, evitaba la compañía de aquellos que
siempre obtienen «excelentes resultados» y de las personas de traje y corbata
que no leen libros, y decidí tomarme un año sabático aproximadamente cada tres,
para llenar las lagunas de mi cultura científica y filosófica. Para decirlo de
forma breve, quería convertirme en «errante», en meditador profesional,
sentarme en cafés y salones, despegado de mesas de trabajo y de estructuras
organizativas, dormir todo lo que necesitara, leer vorazmente y no deber
explicación alguna a nadie. Quería que me dejaran solo para poder construir,
pasito a pasito, todo un sistema de pensamiento basado en mi idea del Cisne
Negro.
Filósofo
de limusina
La
guerra de Líbano y el crac de 1987 parecían fenómenos idénticos. Consideraba
evidente que casi todo el mundo tenía un punto ciego mental a la hora de
reconocer el papel de ese tipo de sucesos: era como si no fueran capaces de ver
esos mamuts, o como si se olvidaran rápidamente de ellos. La razón de tal
proceder la hallé en mí mismo: era una ceguera psicológica, quizá hasta
biológica; el problema no estaba en la naturaleza de los sucesos, sino en la
forma en que los percibimos.
Concluyo
este preámbulo autobiográfico con la siguiente historia. No tenía yo una
especialidad concreta (fuera del trabajo del que me alimentaba) y no deseaba
ninguna. Cuando en alguna fiesta me preguntaban cómo me ganaba la vida, sentía
la tentación de responder: «Soy empírico escéptico, lector-errante, alguien
empeñado en llegar a lo más profundo de una idea», pero para facilitar las
cosas decía que era conductor de limusinas.
Una
vez, en un vuelo transatlántico, me sentaron en primera clase, junto a una
enérgica señora que lucía un vestido caro, en quien tintineaban el oro y las
joyas, que comía frutos secos sin parar (tal vez seguía una dieta baja en
hidratos de carbono), parar (tal vez seguía una dieta baja en hidratos de
carbono), insistía en beber únicamente agua mineral Évian, y no dejaba de leer
la edición europea del Wall Street Journal. Se empeñó en iniciar una conversación
en su mal francés, pues vio que yo estaba leyendo un libro (en francés) del
sociólogo y filósofo Pierre Bourdieu, que, cosas de la ironía, trataba de los
signos de distinción social. Le informé (en inglés) de que era conductor de
limusinas, y subrayé orgulloso que sólo llevaba automóviles de muy primerísima
clase. Un gélido silencio se impuso durante el resto del vuelo y, aunque yo
podía sentir la tensión, me permitió leer en paz.
2 - EL
CISNE NEGRO DE YEVGUENIA
Hace
cinco años, Yevguenia Nikoláyevna Krasnova era una novelista poco conocida y
sin ninguna novela publicada, con una carrera literaria fuera de lo común. Era
neurocientífica y sentía interés por la filosofía (sus tres primeros maridos
habían sido filósofos), pero se le había metido en su testaruda cabeza
francorrusa expresar sus investigaciones e ideas en forma literaria. Presentaba
sus teorías como si de historias se tratara, y las mezclaba con todo tipo de
comentarios autobiográficos. Evitaba los engaños periodísticos de la narrativa
contemporánea de no ficción (»Un claro día de abril, John Smith salió de
casa...»). Transcribía siempre los diálogos extranjeros en la lengua original,
con la traducción a modo de subtítulos. Se negaba a doblar a un mal inglés
conversaciones que se producían en un mal italiano.11
Ningún
editor le habría dado siquiera la hora, a no ser porque, en aquella época,
había cierto interés por esos raros científicos que conseguían expresarse con
frases medio comprensibles. Algunos se dignaron a hablar con ella; confiaban en
que maduraría y escribiría un «libro de ciencia popular sobre la maduraría y
escribiría un «libro de ciencia popular sobre la conciencia». La atendieron lo
suficiente como para que recibiera educadas cartas de rechazo y algún que otro
comentario ofensivo, en lugar del silencio, muchísimo más insultante y
degradante.
Los
editores se sentían confusos ante el borrador de su libro. Ella no podía
siquiera contestar la primera pregunta que le planteaban: «¿Es ficción o no
ficción?». Tampoco sabía cómo responder a la pregunta de «¿para quién está
escrito su libro?», cuestiones que aparecían invariablemente en los formularios
de propuesta de contrato editorial. Le decían: «Debe saber usted quién es su
público» y «los aficionados escriben para sí mismos, los profesionales lo hacen
para los demás». También le dijeron que se ajustara a un género preciso, porque
«a las libreros no les gusta que se les confunda, y necesitan saber en qué
estante deben colocar cada libro». Un editor añadió con aire protector: «Su
libro, querida amiga, no venderá más de diez ejemplares, incluidos los que
compren sus ex maridos y su propia familia».
Yevguenia
había asistido a un famoso taller de escritura cinco años antes, y salió
asqueada. Parecía que «escribir bien» significaba seguir unas reglas
arbitrarias que se habían convertido en palabra de Dios, con el refuerzo
confirmatorio de lo que llamamos «experiencia». Los escritores que conoció
aprendían a recomponer lo que se consideraba de éxito: todos intentaban imitar
historias que habían aparecido en números atrasados del New Yorker, sin darse
cuenta de que, por definición, la mayor parte de lo nuevo no se puede ajustar
al modelo de los números parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los
números atrasados del New Yorker. Incluso la idea de «cuento corto» era para
Yevguenia un concepto copiado. El profesor del taller, amable pero rotundo en
sus afirmaciones, le aseguró que su caso no tenía remedio.
Yevguenia
acabó por colgar en la Red el original completo de su libro principal, Historia
de la recurrencia. Ahí encontró un pequeño público, entre el que estaba el
sagaz propietario de una minúscula y desconocida editorial, que lucía gafas con
montura color de rosa y hablaba un ruso primitivo (convencido de que lo hacía
con fluidez). Se ofreció a publicar la obra de Yevguenia, y aceptó la condición
que ésta impuso: no tocar ni una coma del original. Le ofreció una parte de los
derechos de autor habituales a cambio de sus estrictas condiciones editoriales
(el editor tenía poco que perder). Ella aceptó, pues no tenía más alternativa.
A
Yevguenia le costó cinco años desprenderse de la categoría de «egomaníaca sin
nada que lo justifique, testaruda y de trato difícil», y pasar a la de
«perseverante, resuelta, sufrida y tremendamente independiente». Y es que su
libro pronto prendió como el fuego, y se convirtió en uno de los más extraños
éxitos de la historia literaria: se vendieron millones de ejemplares y recibió
el llamado aplauso de la crítica. Aquella editorial que estaba en sus comienzos
se convirtió en una gran empresa, con una (educada) recepcionista que saludaba
a los visitantes al entrar en el despacho principal. El libro de Yevguenia fue
traducido a cuarenta idiomas (incluido el francés). La foto de la autora se
puede ver por doquier. Se dice que es la pionera de algo llamado la «escuela
consiliente». Hoy en día los editores algo llamado la «escuela consiliente».
Hoy en día los editores tienen la teoría de que «los camioneros que leen libros
no leen libros escritos para camioneros» y que «los lectores desprecian a los
escritores que les consienten sus caprichos». Un artículo científico, según
sostienen algunos, puede esconder trivialidades o algo irrelevante mediante
ecuaciones y argot; la prosa consiliente, al exponer una idea en su forma
primaria, permite que el público la juzgue.
En la
actualidad, Yevguenia ha dejado de casarse con filósofos (discuten demasiado),
y huye de la prensa. En las aulas, los especialistas en literatura hablan de
los muchos indicios que apuntan a la inevitable extensión del nuevo estilo. Se
considera que la distinción entre ficción y no ficción es demasiado arcaica
para poder aceptar los retos de la sociedad moderna. Era evidente que
necesitábamos poner remedio a la fragmentación que existía entre el arte y la ciencia.
A posteriori, el talento de Yevguenia era completamente obvio.
Muchos
de los editores a los que conoció después le recriminaron que no hubiera
acudido a ellos, convencidos de que se habrían percatado enseguida de los
méritos de su obra. Dentro de pocos años, algún estudioso escribirá un artículo
titulado «De Kundera a Krasnova», en el que demostrará que la semilla de la
obra de esta última se encontraba en Kundera, un precursor que mezclaba el
ensayo con el metacomentario (Yevguenia nunca leyó a Kundera, pero sí que vio
la versión cinematográfica de uno de sus libros; en la película no había
comentario alguno). Un destacado erudito mostrará que en todas las páginas de
Yevguenia se puede apreciar perfectamente la influencia de Gregory Bateson,
quien insertaba escenas autobiográficas en sus artículos de investigación académica
(Yevguenia nunca ha leído a Bateson).
El
libro de Yevguenia es un Cisne Negro.
3 - EL
ESPECULADOR Y LA PROSTITUTA
El
ascenso de Yevguenia desde un segundo sótano al estrellato sólo es posible en
un entorno determinado, al que llamaré Extremistán.12 A continuación expondré
la diferencia fundamental entre la provincia generadora de Cisnes Negros de
Extremistán y la provincia insulsa, tranquila y en la que nunca pasa nada de
Mediocristán.
El
mejor (peor) consejo
Cuando
paso de nuevo por mi mente la película de todos los «consejos» que he recibido,
observo que sólo hay un par de ideas que se hayan quedado conmigo durante toda
la vida. El resto no son más que palabras, y me alegro de no haber considerado
muchas de ellas. La mayor parte consistía en recomendaciones del tipo «sé
comedido y razonable en lo que digas», algo que contradice la idea de Cisne
Negro, ya que la digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la
realidad empírica no es «comedida», y su propia versión de la «racionabilidad» no
se corresponde con la definición convencional que sostienen personas
intelectualmente poco cultivadas. Ser un genuino empírico significa reflejar la
realidad con la máxima fidelidad posible; ser honrado implica no tener miedo a
parecer extravagante ni a las consecuencias de ello. La próxima vez que alguien
le dé la laca con unos consejos innecesarios, recuérdele el destino del monje a
quien Iván el Terrible condenó a muerte por dar consejos que nadie le había
pedido (y además moralizantes). Como cura a corto plazo, funciona.
Visto
desde la distancia, el consejo más importante resultó ser malo, pero también
fue el más trascendente, porque me incitó a profundizar en la dinámica del
Cisne Negro. Me llegó cuando tenía veintidós años, una tarde de febrero, en el
pasillo de un edificio del número 3400 de Walnut Street, en Filadelfia, donde
por entonces vivía. Un alumno de segundo curso de Wharton me dijo que debía
escoger una profesión que fuera «escalable», es decir, una profesión en que no
te pagan por horas y, por consiguiente, no estás sometido a las limitaciones de
la cantidad de tu trabajo. Era una forma muy sencilla de discriminar entre las
profesiones y, a partir de ello, generalizar una separación entre tipos de
incertidumbre; algo que me llevó a un importante problema filosófico, el de la
inducción, que es el nombre técnico del Cisne Negro. Con ello podía sacar al
Cisne Negro de un punto muerto y llevarlo a una solución fácil de implementar
y, como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura como
veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura de la realidad
empírica.
¿Que
cómo me llevó tal consejo profesional a esas ideas sobre la naturaleza de la
incertidumbre? Bien, algunas profesiones, como la de dentista, consultor o masajista,
no se pueden escalar: hay un tope en el número de pacientes o clientes que se
pueden atender en un determinado tiempo. La prostituta trabaja por horas y
(normalmente) se le paga también por horas. Además, la presencia de uno es
(supongo) necesaria para el servicio que presta. Si abrimos un restaurante de
moda, a lo máximo que podemos aspirar es a llenar el comedor todos los días (a
menos que creemos una franquicia). En estas profesiones, por muy bien pagadas
que estén, los ingresos están sometidos a la gravedad: dependen de los
esfuerzos continuos de uno, más que de la calidad de sus decisiones. Además,
este tipo de trabajo es predecible en gran medida: variará, pero no hasta el
punto de hacer que los ingresos de un día sean más importantes que los del
resto de nuestra vida. En otras palabras, no estarán impulsados por un Cisne
Negro. Yevguenia Nikoláyevna no hubiera podido salvar de la noche a la mañana
el abismo que media entre el personaje desvalido y el héroe supremo si hubiese
sido consultora financiera o especialista en hernias (pero tampoco habría sido
una desvalida).
Otras
profesiones permiten añadir ceros a tus resultados (y a tus ingresos), si
trabajas bien, con poco o ningún esfuerzo. Como soy una persona perezosa, que
considera la pereza como un activo, y que además está ansiosa por liberar el
máximo de tiempo posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero tiempo
posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero erróneamente) saqué una
conclusión. Separé la persona «idea», que vende un producto intelectual en
forma de una transacción o un determinado trabajo, de la persona «trabajo», que
te vende su trabajo.
Si se
es persona «idea», no hay que trabajar duro, sólo pensar con intensidad. Se
hace el mismo trabajo tanto si se producen cien unidades como si se producen
mil. En el caso del operador quant, se requiere la misma cantidad de trabajo
para comprar cien acciones que para comprar mil, o incluso un millón. Es la
misma llamada telefónica, el mismo proceso de computación, el mismo documento
legal, el mismo gasto de células cerebrales, el mismo esfuerzo por verificar
que la transacción es correcta. Además, se puede trabajar desde la bañera o
desde un bar de Roma. El trabajo sería como la inversión a crédito. Bien, es
cierto que estaba un tanto equivocado en lo que al operador de Bolsa se
refiere: no se puede trabajar desde la bañera pero, si se hace bien, el trabajo
deja una considerable cantidad de tiempo libre.
La
misma propiedad se aplica a los cantantes y los actores: se deja que los
ingenieros de sonido y los operadores hagan el trabajo; no es necesario estar
presente en cada actuación. Asimismo, el escritor, para atraer a un solo
lector, realiza el mismo esfuerzo que realizaría si quisiera cautivar a varios
cientos de millones. J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, no tiene que
escribir de nuevo sus novelas cada vez que alguien quiere leerlas. Pero no le
ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que leerlas. Pero no le ocurre lo mismo
al panadero: éste tiene que hacer todas y cada una de las barras de pan para
atender a todos y cada uno de los clientes.
Así
pues, la distinción entre el escritor y el panadero, el especulador y el
médico, el estafador y la prostituta, es una buena forma de observar el mundo
del trabajo. Permite diferenciar las profesiones en que uno puede añadir ceros
a sus ingresos sin gran esfuerzo frente a aquellas en que se necesita añadir
trabajo y tiempo (cosas, ambas, de reservas limitadas); en otras palabras,
están sometidas a la gravedad.
Cuidado
con lo escalable
Pero
¿por qué fue malo el consejo que me dio mi compañero de estudios?
Si
bien el consejo era útil para crear una clasificación de los grados de
incertidumbre del conocimiento, en cambio resultó equivocado en lo que a la
elección de trabajo se refiere. Pudiera haber sido beneficioso en mi caso, pero
sólo porque yo era afortunado y resultaba que estaba «en el lugar correcto en
el momento preciso», como se suele decir. Si fuese yo quien tuviera que
aconsejar, recomendaría escoger una profesión que no sea escalable. Una
profesión escalable es buena sólo para quien tiene éxito; son profesiones más
competitivas, producen desigualdades monstruosas y son mucho más aleatorias,
con disparidades inmensas entre los esfuerzos y las recompensas: unos pocos se
pueden llevar una gran parte del pastel, dejando a los demás marginados, aunque
no tengan ninguna culpa.
Una
categoría de profesión está impulsada por lo mediocre, el promedio y la
moderación. En ella, lo mediocre es colectivamente trascendental. La otra tiene
gigantes o enanos; más exactamente, un pequeño número de gigantes y un
grandísimo número de enanos.
Veamos
qué hay detrás de la formación de gigantes inesperados: la formación del Cisne
Negro.
La
llegada de la escalabilidad
Consideremos
el caso de Giaccomo, un cantante de ópera de finales del siglo XIX, cuando no
se había inventado aún la grabación del sonido. Supongamos que actúa en una
ciudad pequeña y remota del centro de Italia. Está a salvo de los grandes
cantantes que trabajan en La Scala de Milán y en otros importantes centros
operísticos. Se siente seguro, ya que siempre habrá demanda de sus cuerdas
vocales en algún sitio de la zona. No hay forma de exportar su canto, como no
la hay de que los peces gordos exporten el suyo y amenacen su franquicia local.
No se puede aún almacenar su trabajo, de ahí que su presencia sea necesaria en
cada actuación, del mismo modo que el barbero es (aún) necesario en cada corte
de pelo. De modo que la totalidad del pastel queda repartida de forma injusta,
pero sólo ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo sólo
ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo de calorías.
El
pastel está cortado en varios trozos y todos reciben su parte; los peces gordos
tienen públicos mayores que ese tipo insignificante, pero esto no tiene por qué
preocupar demasiado. Las desigualdades existen; pero vamos a llamarlas ligeras.
No existe aún la escalabilidad, la forma de duplicar el número de personas que
componen un público sin tener que cantar dos veces.
Ahora pensemos en el efecto de la primera grabación musical, un invento que introdujo un elevado grado de injusticia. Nuestra capacidad de reproducir y repetir actuaciones me permite escuchar en mi portátil horas de música de fondo del pianista Vladimir Horowitz (muerto hace ya tiempo) interpretando los Preludios de Rachmaninov, en vez de al músico ruso emigrado local (vivo aún), que hoy se limita a dar clases de piano a niños generalmente poco dotados por un salario cercano al mínimo, Horowitz, pese a estar muerto, deja a ese pobre hombre fuera del negocio. Prefiero escuchar a Horowitz o a Arthur Rubinstein en un CD de 10,99 dólares a pagar 9,99 por otro de algún desconocido (aunque de mucho talento) graduado en la Juilliard School o el Conservatorio de Praga. Si el lector me pregunta por qué escojo a Horowitz, le responderé que es debido al orden, el ritmo o la pasión, aunque probablemente existe toda una legión de personas de las que nunca he oído ni oiré hablar -aquellas que no llegaron a los escenarios- pero que sabían tocar igual de bien.
Algunas
personas creen ingenuamente que el proceso de la injusticia empezó con el
gramófono, según la lógica que acabo de exponer. No estoy de acuerdo. Estoy
convencido de que el proceso se inició mucho, pero que mucho antes, con nuestro
ADN, que almacena información sobre nuestro yo y nos permite repetir nuestra
actuación sin necesidad de estar presentes, con la simple difusión de nuestros
genes de generación en generación. La evolución es escalable, el ADN que gana
(sea por suerte o por el beneficio de la supervivencia) se reproducirá a sí
mismo, como un libro o un disco de éxito, y lo invadirá todo. Otros ADN se
esfumarán. Basta con que pensemos en la diferencia entre nosotros los humanos
(excluidos los economistas financieros y los hombres de negocios) y otros seres
vivos de nuestro planeta.
Además,
creo que la gran transición en la vida social no llegó con el gramófono, sino
cuando alguien tuvo la brillante aunque injusta idea de inventar el alfabeto, que
nos permitió almacenar información y reproducirla. El proceso se aceleró cuando
otro inventor tuvo la idea aún más peligrosa e injusta de empezar a usar la
imprenta, con lo que los textos cruzaban las fronteras y surgía lo que en
última instancia se convirtió en una ecología del estilo «el ganador se lo
lleva todo». Pero ¿qué tenía de injusta la difusión de los libros? El alfabeto
hacía posible que las historias y las ideas se duplicaran con alta fidelidad y
sin límite, sin ningún gasto adicional de energía por parte del autor en las
actuaciones posteriores. El autor ni siquiera tenía que estar vivo en esas
actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional actuaciones (la
muerte a menudo es un buen paso profesional para el escritor). Esto implica que
aquellos que, por alguna razón, empiezan a recibir cierta atención pueden
alcanzar enseguida más mentes que otros y desplazar de los estantes de las
bibliotecas a los competidores. En los días de bardos y trovadores, todos
tenían su público. El cuentacuentos, como el panadero y el herrero, tenía su
mercado, y la seguridad de que nadie que llegara de lejos iba a desalojarle de
su territorio. Hoy día, unos pocos lo ocupan casi todo; el resto, casi nada.
En
virtud del mismo mecanismo, la llegada del cine desplazó a los actores de
barrio, que se quedaron sin trabajo. Pero hay una diferencia. En los objetivos
que tienen un componente técnico, como el de ser pianista o cirujano cerebral,
el talento es fácil de distinguir, y la opinión subjetiva desempeña un papel
relativamente pequeño. La desigualdad se produce cuando alguien a quien se
considera mejor sólo marginalmente se lleva todo el pastel.
En las
artes -por ejemplo, el cine- las cosas son mucho más despiadadas. Lo que
generalmente llamamos «talento» es fruto del éxito, y no al contrario. Se han
elaborado muchos estudios empíricos sobre el tema, en especial por parte de Art
De Vany, pensador original y perspicaz que con gran determinación estudió la
inmisericorde inseguridad de las películas. Demostró que, lamentablemente, gran
parte de lo que asignamos a las destrezas es una atribución posterior a los
hechos. La película hace al actor, dice; y una gran dosis de suerte no lineal
hace la película.
El
éxito de las películas depende mucho del contagio. Tal contagio no sólo se
aplica al cine: parece que afecta a una amplia variedad de productos
culturales. Nos es difícil aceptar que las personas no se enamoran de las obras
de arte por ellas mismas, sino también para sentir que pertenecen a la
comunidad. Mediante la imitación, nos aproximamos a los demás, es decir, a
otros imitadores. Así se combate la soledad.
Este
debate nos muestra lo difícil que resulta predecir resultados en un entorno de
éxito concentrado. Así que, de momento, señalaremos que la división entre las
profesiones se puede utilizar para entender la división entre los tipos de
variables aleatorias. Avancemos ahora un poco más en el tema del conocimiento,
de la inferencia sobre lo desconocido y de las propiedades de lo conocido.
La
escalabilidad y la globalización
Cada
vez que un europeo altanero (y frustrado) medianamente cultivado expone sus
estereotipos sobre los estadounidenses, suele describir a éstos como «faltos de
cultura», «carentes de inteligencia» y «malos matemáticos» porque, a diferencia
de sus iguales, los estadounidenses no saben mucho de ecuaciones ni de las
construcciones que las personas de nivel intelectual medio denominan «alta
cultura», como el conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de como el
conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de Goethe a Italia, o la
familiaridad con la escuela pictórica de Delft. Sin embargo, es previsible que
quien hace estas afirmaciones sea un adicto a su iPod, vista téjanos y utilice
Microsoft Word para dar forma a sus declaraciones «culturales» en su ordenador,
con algunas búsquedas ocasionales en Google que le interrumpen en su redacción.
Pues bien, ocurre que Estados Unidos actualmente es mucho, muchísimo más
creativo que esos países de personas obsesionadas por los museos y la
resolución de ecuaciones. También es mucho más tolerante y buscador de
soluciones de abajo arriba y del método no dirigido del ensayo y el error. Y la
globalización ha hecho posible que Estados Unidos se especialice en el lado
creativo de las cosas, la producción de conceptos e ideas, es decir, la parte
escalable de los productos, y cada vez más, con la exportación de empleo, en
separar los componentes menos escalables y asignarlos a quienes se sienten
satisfechos con que se les pague por horas. Se invierte más dinero en el diseño
de un zapato que en su fabricación: a Nike, Dell y Boeing se les puede pagar
por el mero hecho de pensar, organizar e implementar sus conocimientos,
experiencia e ideas. Mientras que fábricas subcontratadas de países en vías de
desarrollo hacen el trabajo sucio y pesado, los ingenieros de los países
industrializados hacen las matemáticas y el aburrido y nada creativo trabajo
técnico. La economía estadounidense ha invertido muchísimo en la generación de
ideas, lo cual explica por qué la pérdida de puestos de trabajo en
manufacturación se compagina con un nivel de vida progresivamente superior. Es
evidente que el resultado en la economía mundial, donde los beneficios van a
las ideas, es la mayor desigualdad entre los generadores de ideas, además de otorgar
un papel más importante tanto a la oportunidad como a la suerte; pero voy a
dejar el debate socioeconómico para la tercera parte, centrándome aquí en el
conocimiento.
Viajes
al interior de Mediocristán
Esta
distinción entre escalable y no escalable nos permite diferenciar claramente
entre dos variedades de incertidumbre, dos tipos de azar.
Hagamos
el siguiente experimento del pensamiento. Supongamos que reunimos a mil
personas seleccionadas al azar de entre la población general, y las ponemos de
pie, una al lado de otra, en un estadio. Podríamos incluir franceses (pero, por
favor, no demasiados, por consideración al resto del grupo), miembros de la
Mafia, personas ajenas a la Mafia y vegetarianos.
Pensemos en la persona más obesa que se nos ocurra y añadámosla a esa muestra. Suponiendo que pese tres veces más que el peso medio, entre doscientos y doscientos cincuenta kilos, no representará más que una fracción muy pequeña del peso de toda la población (en este caso, un 0,5%).
Podemos
ser aún más contundentes. Si escogiéramos al ser humano biológicamente más
pesado posible del planeta (y que, pese a ello, se pudiera seguir llamando
humano), no representaría más del, supongamos, 0,6% del total, un incremento
insignificante. Y si tuviéramos diez mil personas, su contribución sería
pequeñísima.
En la
provincia utópica de Mediocristán, los sucesos particulares no aportan mucho
individualmente, sólo de forma colectiva. Puedo formular la regla suprema de
Mediocristán en estos términos: Cuando la muestra es grande, ningún elemento
singular cambiará de forma significativa el total. La observación mayor seguirá
siendo impresionante pero, en última instancia, será insignificante respecto a
la suma.
Presentaré
ahora otro ejemplo que tomo de mi amigo Bruce Goldberg: nuestro consumo de
calorías. Pensemos en las muchas calorías que consumimos al año: si
pertenecemos a la clase de los humanos, cerca de ochocientas mil. Ningún día
concreto, ni siquiera el de Acción de Gracias en casa de la tía abuela,
supondrá una gran parte de esa cantidad. Aun en el caso de que decidiéramos
suicidarnos de tanto comer, las calorías de ese infausto día no afectarían
gravemente a nuestro consumo anual.
Pero
si le dijera al lector que existe una persona que pesa varias toneladas, o que
mide varios cientos de kilómetros de alto, estaría plenamente justificado que
aquél me obligara a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me
dedique a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me dedique a
escribir relatos de ciencia ficción. Sin embargo, no se pueden descartar tan
fácilmente las variables extremas con diferentes tipos de cantidades, de lo
cual nos ocuparemos a continuación.
El
extraño país de Extremistán
Consideremos
por comparación el valor neto de las mil personas que alineamos en el estadio.
Añadámosles a la persona más rica que se pueda encontrar en el planeta, Bill
Gates, por ejemplo, fundador de Microsoft. Supongamos que su patrimonio se
acerca a los 80.000 millones de dólares, siendo el capital de todos los demás
unos cuantos millones. ¿Cuánto representaría respecto a la riqueza total?, ¿el
99,9%? En efecto, todos los demás no serían más que un error de redondeo del
patrimonio de Gates, la variación de su cartera de valores durante el último
segundo. Para que el peso de alguien represente tal porcentaje, esa persona
tendría que pesar unos 50 millones de kilos.
Probemos
de nuevo, pero ahora con libros. Alineemos a mil autores (o personas que ruegan
que se les publique, pero que se llaman a sí mismas autores en vez de
escritores), y comprobemos sus ventas. Luego añadamos al escritor vivo que
(actualmente) tiene más lectores. J. K. Rowling, autora de la serie de Harry
Potter, con varios cientos de millones de libros vendidos, dejaría como enanos
a los mil autores restantes, que tendrían, por decir algo, unos cientos de
miles de lectores en el mejor de los casos.
Probemos
también con citas académicas (la mención de un Probemos también con citas
académicas (la mención de un académico por otro en una publicación científica),
las referencias en los medios de comunicación, los ingresos, el tamaño de una
empresa, etc. Llamaremos a todo esto cuestiones sociales, pues son obra del
hombre, en oposición a las físicas, por ejemplo, la medida de la cintura.
En
Extremistán, las desigualdades son tales que una única observación puede
influir de forma desproporcionada en el total.
Así
pues, el peso, la altura y el consumo de calorías pertenecen a Mediocristán;
pero la riqueza no. Casi todos los asuntos sociales son de Extremistán. Dicho
de otro modo, las cantidades sociales son informativas, no físicas: no se
pueden tocar. El dinero de una cuenta bancaria es importante, pero desde luego
no es algo físico. Como tal puede asumir cualquier valor sin que sea necesario
emplear energía alguna. No es más que un número.
Señalemos
que antes de la llegada de la tecnología moderna, las guerras solían pertenecer
a Mediocristán. Es difícil masacrar a muchas personas si hay que matarlas una a
una. Hoy, con las armas de destrucción masiva, todo lo que se necesita es un
botón, o un pequeño error, para hacer que nuestro planeta desaparezca.
Fijémonos
en la implicación que ello tiene para el Cisne Negro. Extremistán puede
producir Cisnes Negros, y de hecho lo hace, ya que unas cuantas ocurrencias han
influido colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro.
colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro.
Extremistán
y el conocimiento
Esta
distinción (entre Mediocristán y Extremistán) tiene unas ramificaciones
fundamentales tanto para la justicia social como para la dinámica de los
acontecimientos, pero veamos antes su aplicación al conocimiento, que es donde
reside la mayor parte de su valor. Si un marciano llegara a la Tierra y se
dedicara al negocio de medir la altura de los moradores de este feliz planeta,
le bastaría con observar a cien humanos para hacerse una idea de la altura
media. Si uno vive en Mediocristán, puede sentirse cómodo con lo que haya
medido, suponiendo que esté completamente seguro de que procede de
Mediocristán. También puede sentirse tranquilo con lo que haya averiguado a
partir de los datos. La consecuencia epistemológica es que con el azar al
estilo de Mediocristán no es posible encontrarse con la sorpresa de un Cisne
Negro, la sorpresa de que un único suceso pueda dominar un fenómeno. Primo, los
cien primeros días desvelarían todo lo que necesitamos saber sobre los datos.
Secondo, aun en el caso de que tuviéramos una sorpresa, como veíamos en el
ejemplo del humano de mayor peso, no sería trascendente.
Si
manejamos cantidades de Extremistán, tendremos problemas para averiguar la
media de una muestra, ya que puede depender muchísimo de una única observación.
La idea no tiene mayor dificultad que ésta. En Extremistán, una unidad puede
afectar fácilmente al total de forma desproporcionada. En este mundo, hay que
sospechar siempre del conocimiento derivado de los datos. Es un test muy fácil
de la incertidumbre, que nos permite distinguir entre los dos tipos de aleatoriedad.
Capish?
Lo que
en Mediocristán se puede saber a partir de los datos aumenta con mucha rapidez
a medida que se acumula información. Sin embargo, en Extremistán el
conocimiento crece muy despacio y de forma errática con la acumulación de datos
-algunos de ellos extremos-, posiblemente a un ritmo desconocido.
Salvaje
y suave
Si
seguimos con mi distinción entre lo escalable y lo no escalable, podemos ver
claramente las diferencias que existen entre Mediocristán y Extremistán, Veamos
algunos ejemplos.
Cosas
que parecen pertenecer a Mediocristán (sometidas a lo que denominamos
aleatoriedad de tipo 1): la altura, el peso, el consumo de calorías; los
ingresos del panadero, del propietario de un pequeño restaurante, de la
prostituta o del odontólogo; los beneficios del juego (en el caso muy especial
de la persona que va al casino y se ciñe a una apuesta constante); los
accidentes de tráfico, los índices de mortalidad, el coeficiente intelectual
(tal como se mide actualmente).
Cosas
que parecen pertenecer a Extremistán (sometidas a lo que llamamos aleatoriedad
de tipo 2): la riqueza, los ingresos, lo que llamamos aleatoriedad de tipo 2):
la riqueza, los ingresos, las ventas de libros por autor, las citas
bibliográficas por autor, el reconocimiento de nombres como «famosos», el
número de referencias en Google, la población de las ciudades, el uso de las
palabras de un idioma, el número de hablantes de una lengua, los daños
producidos por un terremoto, las muertes en las guerras, los fallecimientos en
atentados terroristas, el tamaño de los planetas, el tamaño de las empresas, la
propiedad de acciones, la altura entre las especies (pensemos en el elefante y
el ratón), los mercados financieros (pero nuestro gestor de inversiones no lo
sabe), el precio de los productos, el índice de inflación, los datos
económicos. La lista de Extremistán es mucho más larga que la anterior.
La
tiranía del accidente
Otro
modo de formular la distinción general es el siguiente: Mediocristán es donde
tenemos que soportar la tiranía de lo colectivo, la rutina, lo obvio y lo
predicho; Extremistán es donde estamos sometidos a la tiranía de lo singular,
lo accidental, lo imprevisto y lo no predicho. Por mucho que lo intentemos,
nunca perderemos mucho peso en un solo día; necesitamos el efecto colectivo de
muchos días, semanas, incluso meses. Asimismo, si uno trabaja de dentista,
nunca se hará rico en un solo día; pero las cosas le pueden ir muy bien en
treinta años de asistencia motivada, diligente, disciplinada y regular a
sesiones de tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a
tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a la especulación
de base extremistana, podemos ganar o perder nuestra fortuna en un solo minuto.
La
tabla 1 resume las diferencias entre las dos dinámicas, a las que me referiré
en lo que resta del libro; confundir la columna izquierda con la derecha puede
llevar a unas consecuencias funestas (o extremadamente afortunadas).
Este
esquema, en el que se muestra que la mayor parte de la acción del Cisne Negro
se sitúa en Extremistán, no es más que una mera aproximación; les ruego que no
la platonifiquen, no la simplifiquemos más de lo que sea necesario.
Extremistán
no siempre implica Cisnes Negros. Algunos sucesos pueden ser raros y
trascendentales, aunque de algún modo predecibles, sobre todo para aquellos que
están preparados para ellos y disponen de las herramientas para comprenderlos
(en vez de escuchar a los estadísticos, los economistas, los charlatanes de la
variedad de la curva de campana). Son casi Cisnes Negros. En cierto modo pueden
ser tratados científicamente: conocer su incidencia debería mitigar la
sorpresa, ya que estos sucesos son raros pero esperados. A este caso especial
de cisnes «grises» lo llamo aleatoriedad mandelbrotiana. Esta categoría
comprende el azar que produce fenómenos comúnmente conocidos por los términos
de escalable, escala invariable, leyes potenciales (power laws), leyes de
Pareto-Zipf, ley de Yule, procesos paretianos estables, estable de Levy y leyes
fractales; de momento vamos a dejarlos de lado, ya que nos ocuparemos de ellos
con cierta extensión en la tercera parte. Según la lógica de este capítulo, son
escalables, la tercera parte. Según la lógica de este capítulo, son escalables,
pero podemos saber un poco más sobre cómo escalan, ya que tienen mucho en común
con las leyes de la naturaleza.
Mayores
probabilidades
de que se encuentre en nuestro entorno ancestral. Mayores probabilidades de que se encuentre en nuestro entorno
actual.
ancestral.
Impermeable
al Cisne Negro.
Sometido
a la gravedad.
Corresponde
(generalmente)
a cantidades físicas, por ejemplo, la altura.
Tan
cercano a la igualdad utópica como la realidad pueda permitir de forma
espontánea.
El
total no está determinado por un solo caso u observación.
Si se
observa durante un rato, se puede llegar a saber qué pasa.
Tiranía
de lo colectivo.
Fácil de predecir a
partir
de lo que se ve Difícil de predecir a
partir de
partir
de lo que se ve y de extenderlo a lo que no se ve. Difícil de predecir a partir de información pasada.
La
historia gatea. La historia da
saltos.
Los
sucesos se distribuyen según la curva de campana (el GFI) o sus variables.13 La distribución de la probabilidad es como
cisnes «grises» mandelbrotianos
(científicamente
tratables) o como Cisnes Negros completamente intratables.
No
obstante, se pueden experimentar graves Cisnes Negros en Mediocristán, aunque
no es fácil. ¿Cómo? Podemos olvidar que algo es aleatorio, pensar que es
determinante, con lo que generamos una sorpresa. O podemos abrirle un túnel a
una fuente de información y permitir que se escape, sea una fuente moderada o
disparatada, todo lo cual sucede debido a la falta de imaginación. La mayor
parte de los Cisnes Negros son el resultado de este trastorno de los «túneles»,
del que me ocuparé en el capítulo 9.
Hemos
trazado una visión general de carácter «literario» sobre la distinción
fundamental que expone este libro, y hemos ofrecido un truco para distinguir
entre lo que pertenece a Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía
antes que Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía antes que en la
tercera parte me extenderé sobre estos temas, de modo que, por el momento, nos
vamos a centrar en la epistemología y en ver cómo tal distinción afecta a
nuestro conocimiento.
4 -
LOS MIL Y UN DÍAS, O DE CÓMO NO SER IMBÉCIL
La
cuestión tratada anteriormente nos lleva al problema del Cisne Negro en su
forma original.
Imaginemos
a alguien con autoridad y rango, que actúa en un lugar donde el rango importa,
por ejemplo, una agencia estatal o una gran empresa. Podría ser un ampuloso
comentarista político de Fox News que está ante nosotros en el gimnasio (es
imposible no mirar la pantalla), el presidente de una empresa que habla del
«brillante futuro que tenemos por delante», un médico platónico que ha descartado
categóricamente la leche materna (porque no veía nada especial en ella) o un
profesor de la Facultad de Empresariales de Harvard que no se ríe de nuestros
chistes. Se trata de alguien que se toma lo que sabe demasiado en serio.
Imaginemos
que un bromista lo sorprende cierto día y le desliza subrepticiamente una fina
pluma por la nariz, en un momento de relax. ¿En qué estado quedaría su
circunspecta pomposidad después de la sorpresa? Comparemos su conducta
autoritaria con el impacto de verse sorprendido por algo totalmente inesperado
y que no entiende. Durante un breve totalmente inesperado y que no entiende.
Durante un breve momento, antes de recuperar la compostura, veríamos la
confusión en su cara.
Confieso
que desarrollé un gusto incorregible por este tipo de travesuras durante mi
primer campamento de verano. Una pluma introducida en el orificio nasal de un
campista producía un pánico repentino. Me pasé parte de mi infancia practicando
variaciones de esta travesura: en vez de una pluma fina se puede enrollar el
extremo de un pañuelo de papel hasta convertirlo en un bastoncillo. Alcancé
cierta práctica con mi hermano pequeño. Una travesura igualmente eficaz sería
soltar un cubito de hielo por la espalda de alguien cuando menos se lo espere,
por ejemplo, durante una cena oficial. Tuve que dejar esas diabluras a medida
que iba entrando en la madurez, claro está, pero a veces me llegan
involuntarios recuerdos de esas imágenes, sobre todo cuando estoy profundamente
hastiado, asistiendo a reuniones con hombres de negocios de aire circunspecto
(traje oscuro y mentes estandarizadas) que teorizan, explican cosas o hablan de
sucesos aleatorios con muchos «porque» en su conversación. Me concentro en uno
de ellos y me imagino que el cubito le va bajando por la espalda; sería menos
moderno, aunque sin duda más espectacular, si le colocáramos un ratón vivo,
sobre todo si la persona en cuestión tiene cosquillas y lleva corbata, la cual
bloquearía la ruta de huida del roedor.14
Las
travesuras también pueden ser compasivas. Recuerdo los primeros días de mi
trabajo como operador de Bolsa, a mis veinticinco años, más o menos, cuando el
dinero empezaba a veinticinco años, más o menos, cuando el dinero empezaba a
entrar fácilmente. Solía coger taxis y, si el chófer hablaba un inglés
raquítico y parecía muy deprimido, le daba cien dólares de propina, simplemente
para impresionarlo un poco y deleitarme con su sorpresa. Observaba cómo
desplegaba el billete y lo miraba con cierto grado de consternación (no hay
duda de que un millón de dólares hubiera sido mejor, pero no estaba a mi
alcance). Era también una sencilla experiencia hedonista: alegrarle a alguien
el día con sólo cien dólares resultaba edificante. Al final dejé de hacerlo;
todos nos hacemos tacaños y calculadores cuando nuestra riqueza va en aumento y
empezamos a tomarnos el dinero en serio.
No
necesito gran ayuda de los hados para entretenerme a mayor escala: la realidad
ofrece esas revisiones obligadas de las creencias con una frecuencia bastante
elevada. Muchas son espectaculares. De hecho, todo el empeño de búsqueda del
conocimiento se basa en tomar la sabiduría convencional y las creencias
científicas aceptadas y hacerlas añicos con nuevas pruebas contraintuitivas,
sea a pequeña escala (todo descubrimiento científico es un intento de producir
un diminuto Cisne Negro) o a gran escala (como en el caso de la relatividad de
Poincaré y de Einstein). Los científicos pueden mofarse de sus predecesores
pero, debido a una serie de disposiciones mentales humanas, pocos se dan cuenta
de que alguien se reirá de sus creencias en el (descorazonadamente cercano)
futuro. En este caso, mis lectores y yo nos reímos del estado actual del
conocimiento social. Estos peces gordos no ven la inevitable revisión que algún
día sufrirá su trabajo, lo cual significa que revisión que algún día sufrirá su
trabajo, lo cual significa que podemos dar por supuesto que se llevarán una
sorpresa.
Cómo
aprender del pavo
El
superfilósofo Bertrand Russell expone una variante especialmente tóxica de
aquel juego mío con los taxistas cuando ilustra lo que las personas que están
en su onda llaman el Problema de la Inducción o Problema del Conocimiento
Inductivo (en mayúsculas, dada su seriedad), sin duda la madre de todos los
problemas de la vida. ¿Cómo podemos pasar lógicamente de los casos específicos
a las conclusiones generales? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? ¿Cómo sabemos que
lo que hemos observado en unos objetos y sucesos dados basta para permitirnos
entender sus restantes propiedades? Todo conocimiento al que se ha llegado
mediante la observación lleva incorporadas ciertas trampas.
Pensemos
en el pavo al que se le da de comer todos los días. Cada vez que le demos de
comer el pavo confirmará su creencia de que la regla general de la vida es que
a uno lo alimenten todos los días unos miembros amables del género humano que
«miran por sus intereses», como diría un político. La tarde del miércoles
anterior al día de Acción Gracias, al pavo le ocurrirá algo inesperado. Algo
que conllevará una revisión de su creencia.15
En el
resto de este capítulo esbozaré el problema del Cisne En el resto de este
capítulo esbozaré el problema del Cisne Negro en su forma original: ¿cómo
podemos conocer el futuro teniendo en cuenta nuestro conocimiento del pasado; o
de forma más general, cómo podemos entender las propiedades de lo desconocido
(infinito) basándonos en lo conocido (finito)? Pensemos de nuevo en la
alimentación del pavo. ¿Qué puede aprender éste sobre lo que le aguarda mañana
a partir de los sucesos acaecidos ayer: Tal vez mucho, pero sin duda un poco
menos de lo que piensa, y es precisamente este «un poco menos» lo que puede
marcar toda la diferencia.
El
problema del pavo se puede generalizar a cualquier situación donde la misma
mano que te da de comer puede ser la que te retuerza el cuello. Consideremos el
caso de los judíos alemanes progresivamente integrados en la década de 1930, o
la exposición que hacía en el capítulo 1 sobre cómo la población libanesa quedó
adormecida por una falsa sensación de seguridad, fruto de las aparentes amistad
y tolerancia mutuas.
Demos
un paso más y pensemos en el aspecto más inquietante de la inducción: el
«retroaprendizaje». Pensemos que la experiencia del pavo, más que no tener
ningún valor, puede tener un valor negativo. El animal aprendió de la
observación, como a todos se nos dice que hagamos (al fin y al cabo, se cree
que éste es precisamente el método científico). Su confianza aumentaba a medida
que se repetían las acciones alimentarias, y cada vez se sentía más seguro,
pese a que el sacrificio era cada vez más inminente. Consideremos que el
sentimiento de seguridad alcanzó el punto máximo cuando el riesgo era mayor.
Pero el problema es incluso más general que riesgo era mayor. Pero el problema
es incluso más general que todo esto, sacude la naturaleza del propio
conocimiento empírico. Algo ha funcionado en el pasado, hasta que... pues,
inesperadamente, deja de funcionar, y lo que hemos aprendido del pasado resulta
ser, en el mejor de los casos, irrelevante o falso y, en el peor, brutalmente
engañoso.
La
figura 1 representa el caso prototípico del problema de la inducción tal como
se encuentra en la vida real.
Figura
1. Mil y un días de historia. El pavo antes y después del día de Acción de
Gracias. La historia de un proceso a lo largo de mil días no nos dice nada
sobre lo que ocurrirá a continuación. Esta ingenua proyección del futuro a
partir del presente se puede aplicar a cualquier cosa.
cosa.
Observamos
una variable hipotética durante mil días. Puede tratarse de cualquier cosa (con
leves modificaciones): las ventas de un libro, la presión sanguínea, los
delitos, nuestros ingresos personales, unas determinadas acciones, los
intereses de un préstamo o la asistencia dominical a un determinado templo de
la Iglesia ortodoxa griega. Posteriormente, y sólo a partir de los datos
pasados, sacamos algunas consecuencias referentes a las propiedades del modelo,
con proyecciones para los próximos mil, y hasta cinco mil, días. El día mil uno
¡boom!, se produce un gran cambio que el pasado no había previsto en modo
alguno.
Pensemos
en la sorpresa de la Gran Guerra. Después de los conflictos napoleónicos, el
mundo había experimentado un período de paz que llevó a cualquier observador a
pensar en la desaparición de los conflictos gravemente destructivos. Pero,
¡sorpresa!, la Gran Guerra resultó ser el conflicto más mortífero hasta
entonces de la historia de la humanidad.
Observemos
que, una vez sucedido lo sucedido, se empiezan a predecir posibilidades de que
se vayan a producir otras rarezas en el ámbito local, es decir, en el proceso
que nos acaba de sorprender, pero no en otras partes. Después de la crisis
bursátil de 1987, la mitad de los operadores estadounidenses se preparaban para
sufrir un nuevo cataclismo todos los meses de octubre, sin tener en cuenta que
el primero no tuvo ningún antecedente. Nos preocupamos demasiado tarde, es
decir, expost. Confundir una observación ingenua del pasado con algo definitivo
o representativo del futuro es la sola y única causa de definitivo o
representativo del futuro es la sola y única causa de nuestra incapacidad para
comprender el Cisne Negro.
Al
aficionado a las citas —es decir, uno de esos escritores y estudiosos que
llenan sus textos de frases pronunciadas por alguna autoridad ya difunta—
podría parecerle que, como decía Hobbes, «de los mismos antecedentes se siguen
las mismas consecuencias». Quienes creen en los beneficios incondicionales de
la experiencia pasada deberían considerar esta perla de la sabiduría, que
pronunció, según se dice, el capitán de un famoso barco:
Pero
con toda mi experiencia, nunca me he encontrado en un accidente [...] de ningún
tipo que sea digno de mención. En todos mis años en el mar, sólo he visto un
barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he naufragado ni
jamás me he encontrado en una situación que amenazara con acabar en algún tipo
de desastre.
E. J.
Smith, 1907, capitán del RMS Titanic
El
barco del capitán Smith se hundió en 1912: su naufragio se convirtió en el más
famoso de la historia.16
Formados
para ser sosos
Asimismo,
pensemos en el director de un banco que lleve mucho tiempo acumulando
beneficios, y que, por un único revés de la fortuna, lo pierde todo. Por regla
general, los banqueros de de la fortuna, lo pierde todo. Por regla general, los
banqueros de crédito tienen forma de pera, van perfectamente afeitados y visten
de la forma más cómoda y aburrida posible, con traje oscuro, camisa blanca y
corbata roja. En efecto, para su negocio del préstamo, los bancos contratan a
personas aburridas y las forman para que sean aún más sosas. Pero lo hacen para
despistar. Si tienen el aspecto de personas conservadoras es porque sus
préstamos sólo caen en la bancarrota en muy rarísimas ocasiones. No hay forma
de calcular la eficacia de su actividad prestamista con la simple observación
de la misma durante un día, una semana, un mes o... incluso un siglo. En verano
de 1982, los grandes bancos estadounidenses perdieron casi todas sus ganancias
anteriores (acumuladas), casi todo lo que habían reunido en la historia de la
banca estadounidense. Habían estado concediendo préstamos a países de América
Central
y del Sur, que dejaron de pagar todos al mismo tiempo, «un suceso de carácter
excepcional». Así que bastó con un verano para comprender que ése era un negocio
de aprovechados y que todas sus ganancias provenían de un juego muy arriesgado.
Durante ese tiempo, los banqueros hicieron creer a todo el mundo, ellos los
primeros, que eran «conservadores». No son conservadores, sólo fenomenalmente
diestros para el autoengaño y para ocultar bajo la alfombra la posibilidad de
una pérdida grande y devastadora. De hecho, la parodia se repitió diez años
después con los grandes bancos «conscientes del riesgo», que nuevamente se
hallaban bajo presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la
presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la caída del precio
de las propiedades inmobiliarias a principios de la década de 1990, cuando la
hoy desaparecida industria del ahorro y el préstamo necesitó un rescate a cargo
del contribuyente de más de medio billón de dólares. El banco de la Reserva
Federal los protegió a nuestras expensas: cuando los banqueros «conservadores»
obtienen beneficios, ellos son quienes se llevan las ganancias; cuando caen
enfermos, nosotros nos hacemos cargo de los costes.
Después
de graduarme en Wharton, empecé a trabajar para Bankers Trust (hoy
desaparecido). Allí, la oficina del director, olvidando rápidamente lo sucedido
en 1982, publicaba los resultados de cada trimestre junto con un anuncio donde
se explicaba lo valientes, provechosos, conservadores (y guapos) que eran. Era
evidente que sus beneficios no eran más que activo tomado prestado al destino
con alguna fecha de devolución aleatoria. A mí no me importa asumir riesgos,
pero por favor, no nos llamemos conservadores y no actuemos con prepotencia
frente a otros negocios que son más vulnerables a los Cisnes Negros.
Otro
suceso reciente es la bancarrota casi instantánea, en 1998, de una compañía de
inversiones financieras (fondo de protección) llamada Long-Term Capital
Management (LTCM, Gestión de Capital a Largo Plazo), que empleaba los métodos y
la experiencia en riesgo de dos «premios Nobel de Economía», a los que llamaban
«genios» pero que en realidad empleaban las falsas matemáticas al estilo de la
curva de campana, mientras conseguían convencerse de que era ciencia de la
buena y conseguían convencerse de que era ciencia de la buena y convertían a
todos los empleados en unos redomados imbéciles. Una de las mayores pérdidas
bursátiles de la historia tuvo lugar en un abrir y cerrar de ojos, sin ningún
signo premonitorio (más, mucho más, en el capítulo 17).17
El
Cisne Negro guarda relación con el conocimiento
Desde
el punto de vista del pavo, el hecho de que el día mil uno no le den de comer
es un Cisne Negro. Para el carnicero, no, ya que no es algo inesperado. De modo
que aquí podemos ver que el Cisne Negro es el problema del imbécil. En otras
palabras, ocurre en relación con nuestras expectativas. Uno se da cuenta de que
puede eliminar un Cisne Negro mediante la ciencia (si sabe hacerlo), o
manteniendo la mente abierta. Naturalmente, al igual que el personal de LTCM,
también podemos crear Cisnes Negros con la ciencia, dando esperanzas a los
demás de que no se producirá el Cisne Negro; y así es como la ciencia convierte
a los ciudadanos normales en imbéciles.
Observemos
que estos sucesos no tienen por qué ser sorpresas instantáneas. Algunas de las
fracturas históricas a las que aludía en el capítulo 1 se han prolongado
durante décadas, como, por ejemplo, el ordenador, que produjo efectos
trascendentales
en la sociedad sin que la invasión que suponía en nuestras vidas se observara
día tras día. Algunos Cisnes Negros nuestras vidas se observara día tras día.
Algunos Cisnes Negros proceden de la lenta configuración de cambios
incrementales en el mismo sentido, como en el caso de los libros que se venden
en grandes cantidades a lo largo de los años, y que nunca aparecen en las
listas de éxitos de ventas, o de las tecnologías que se nos acercan de forma
lenta pero inexorable. Asimismo, la subida de las acciones en el índice Nasdaq
a finales de la década de 1990 requirió varios años; pero dicho incremento
hubiera parecido más claro si hubiéramos tenido que trazarlo sobre una larga línea
histórica. Las cosas deben verse en una escala de tiempo relativa, no absoluta:
los terremotos duran minutos, el 11S duró horas, pero las cambios históricos y
las aplicaciones tecnológicas son Cisnes Negros que pueden requerir décadas. En
general, los Cisnes Negros positivos exigen tiempo para mostrar su efecto,
mientras que los negativos ocurren muy deprisa: es mucho más fácil y rápido
destruir que construir. (Durante la guerra libanesa, la casa de mis padres en
Amioun y la de mi abuelo en un pueblo de los alrededores quedaron destruidas en
sólo unas horas, dinamitadas por los enemigos de mi abuelo, que controlaban la
zona. Se tardó siete mil veces más —dos años— en reconstruirlas. Esta asimetría
en las escalas de tiempo explica la dificultad de invertir el tiempo.)
Breve
historia del problema del Cisne Negro
Negro
El
problema del pavo (alias, problema de la inducción) es muy antiguo pero, por
alguna razón, es probable que nuestro particular profesor de filosofía lo
denomine «problema de Hume».
La
gente cree que los escépticos y los empíricos somos taciturnos, paranoicos y
angustiados en nuestra vida privada, que puede ser exactamente todo lo
contrario de lo que la historia (y mi experiencia personal) señala. Al igual
que muchos escépticos, gozo de la compañía de los demás; Hume era jovial y un
bon vivant, deseoso de la fama literaria, la compañía de salón y la
conversación agradable. Su vida no estuvo exenta de anécdotas. En cierta
ocasión se cayó en una ciénaga cerca de la casa que se estaba construyendo en
Edimburgo. Dada la fama de ateo que tenía entre sus vecinos, una mujer se negó
a sacarlo de allí mientras no recitara el Padrenuestro y el Credo, lo cual,
como persona sensata que era, hizo enseguida. Pero no antes de que discutiera
con la mujer si los cristianos estaban obligados a ayudar a sus enemigos. Hume
era de aspecto poco atractivo. «Mostraba esa mirada preocupada del estudioso
meditabundo que tan a menudo hace pensar a quien no la conoce que se encuentra
ante un imbécil», dice un biógrafo.
Lo curioso
es que a Hume no se le conocía en su época por las obras que dieron lugar a su
reputación actual: se hizo rico y famoso con una historia de Inglaterra que fue
todo un éxito. Paradójicamente, mientras vivió, sus obras filosóficas, hoy tan
famosas, «nacían muertas de la imprenta», mientras que las que famosas, «nacían
muertas de la imprenta», mientras que las que le hicieron famoso en su época
son hoy día difíciles de encontrar. Escribía con tal claridad que pone en
evidencia a los pensadores actuales, y desde luego a todo el programa de
licenciatura alemán. A diferencia de Kant, Fichte, Schopenhauer y Hegel, Hume
es el tipo de pensador a quien a veces lee la persona que habla de su obra.
Oigo
hablar con cierta frecuencia del «problema de Hume» en relación con el problema
de la inducción, pero se trata de un problema antiguo, más antiguo que el
interesante escocés, tal vez más que la propia filosofía, y quizá tan antiguo
como las conversaciones por los campos de olivos. Retrocedamos al pasado, pues
los antiguos lo formularon con no menor precisión.
Sexto
el (lamentablemente) Empírico
El
escritor violentamente antiacadémico y activista antidogma Sexto Empírico vivió
cerca de mil quinientos años antes de Hume, y formuló el problema del pavo con
gran precisión. Poco sabemos del personaje; desconocemos si fue un auténtico
filósofo o un simple copista de textos filosóficos de autores que hoy nos
resultan oscuros. Suponemos que vivió en Alejandría en el siglo II. Pertenecía
a una escuela de medicina llamada «empírica», pues sus practicantes dudaban de
las teorías y de la causalidad; preferían basarse en la experiencia pasada como
guía de sus tratamientos, aunque no ponían en ella excesiva confianza. Además,
no creían que la anatomía revelara de forma confianza. Además, no creían que la
anatomía revelara de forma clara la función. Del defensor más famoso de la
escuela empírica, Menodoto de Nicomedia, que mezclaba el empirismo con el
escepticismo filosófico, se decía que consideraba la medicina un arte, no una
«ciencia», y que aislaba su práctica de los problemas de la ciencia dogmática.
La práctica de la medicina explica la adición de Empírico al nombre de Sexto.
Sexto
representaba y compiló las ideas de la escuela de los escépticos pirronianos,
que iban en pos de alguna forma de terapia intelectual resultante de la
suspensión de la creencia. ¿Te enfrentas a la posibilidad de un suceso adverso?
No te preocupes. Quién sabe, quizá sea bueno para ti. Dudar de las
consecuencias de un suceso nos permitirá seguir imperturbables. Los escépticos
pirronianos eran dóciles ciudadanos que seguían las costumbres y las
tradiciones siempre que era posible, pero se enseñaron a sí mismos a dudar
sistemáticamente de todo, por lo que se mostraban virulentos en su lucha contra
el dogma.
Entre
las obras conservadas de Sexto figura una diatriba que lleva el hermoso título
de Adversas mathematicos, traducida a veces como Contra los profesores. La
mayor parte de la obra se podría haber escrito hace un par de días.
Lo más
interesante de Sexto en lo que concierne a mis ideas es la rara mezcla de
filosofía y toma de decisiones en su práctica. Era una persona emprendedora y
activa, de ahí que los eruditos clásicos no hablen muy bien de él. Los métodos
de la medicina empírica, que se basan en el sistema aparentemente gratuito del
ensayo y el error, serán fundamentales en mis ideas sobre la planificación y la
predicción, sobre cómo sacar provecho del planificación y la predicción, sobre
cómo sacar provecho del Cisne Negro.
En
1998, cuando empecé a trabajar por mi cuenta, puse el nombre de Empírica a mi
laboratorio de investigación y a mi sociedad comercial, no por las mismas
razones antidogmáticas que Sexto, sino por el recuerdo mucho más deprimente de
que fueron necesarios al menos catorce siglos después de la aparición de la
escuela de medicina empírica para que la medicina cambiara y, por fin, se
hiciera adogmática, sospechosa de teorizante, profundamente escéptica y basada
en pruebas. ¿Lección? Que la conciencia de un problema no significa mucho, sobre
todo cuando están en juego intereses personales o instituciones interesadas.
Algazel
El
tercer pensador importante que abordó el problema fue AlGhazali, escéptico de
lengua árabe del siglo XI, conocido en latín como Algazel. Llamaba a los
eruditos dogmáticos ghabi, literalmente «imbéciles», una forma árabe más
divertida que «tarado» y más expresiva que «oscurantista». Algazel escribió su
propio Contra los profesores, una diatriba llamada Tahafut alfalasifa, que yo
traduzco como «La incompetencia de la filosofía».
Iba
dirigida contra la escuela llamada falasifah; la clase intelectual árabe era la
heredera directa de la filosofía clásica de la Academia, pero consiguieron
reconciliarla con el islamismo la Academia, pero consiguieron reconciliarla con
el islamismo mediante la argumentación racional.
El
ataque de Algazel al conocimiento «científico» dio lugar a un debate con
Averroes, el filósofo medieval que acabó por ejercer más influencia en todos
los pensadores medievales (influyó a judíos y cristianos, pero no a los
musulmanes). Por desgracia, el debate entre Algazel y Averroes lo ganaron
finalmente los dos. En sus ramificaciones, muchos pensadores religiosos árabes
integraron y exageraron el escepticismo de Algazel respecto al método
científico, dejando las consideraciones causales a Dios (en realidad se trataba
de una prolongación de la idea de Algazel). Occidente abrazó el racionalismo de
Averroes, construido sobre el de Aristóteles, que sobrevivió a través de Tomás
de Aquino y de los filósofos judíos, quienes se llamaron a sí mismos
averroístas durante mucho tiempo. Muchos pensadores atribuyen el abandono
posterior del método científico por parte de los árabes a la grandísima
influencia de Algazel. Éste acabó por alimentar el misticismo sufí, en el que el
orante intenta entrar en comunión con Dios eliminando toda conexión con los
asuntos mundanos. Todo ello tuvo su origen en el problema del Cisne Negro.
El
escéptico, amigo de la religión
Los
antiguos escépticos abogaban por la ignorancia erudita como primer paso hacia
las preguntas honestas sobre la verdad; en cambio, los posteriores escépticos
de la Edad Media, tanto en cambio, los posteriores escépticos de la Edad Media,
tanto musulmanes como cristianos, utilizaron el escepticismo como medio para
evitar la aceptación de lo que hoy llamamos ciencia. La creencia en el problema
del Cisne Negro, las preocupaciones sobre la inducción y la defensa del
escepticismo pueden hacer que algunas discusiones religiosas sean más
atractivas, aunque sea en forma deística, anticlerical y minimalista. Esta idea
de confiar en la fe, y no en la razón, era conocida como fideísmo. Así pues,
existe una tradición de escépticos del Cisne Negro que encontraron solaz en la
religión, y cuyo mejor representante es Pierre Bayle, erudito, filósofo y
teólogo protestante de habla francesa, que se exilió a Holanda y construyó un
extenso entramado filosófico relacionado con los escépticos pirronianos. Bayle
ejerció una influencia considerable en Hume, a quien introdujo en el
escepticismo antiguo, hasta el punto de que Hume tomó multitud de ideas de sus
obras. El Dictionnaire historique et critique de Bayle fue el texto erudito más
leído del siglo XVIII pero, como muchos de mis héroes franceses (por ejemplo,
Frederic Bastiat), no parece que Bayle forme parte del sistema de estudios
francés, y de hecho resulta casi imposible encontrar sus obras en el idioma
original. Algo similar ocurre con el algazelista Nicolás de Autrecourt.
No es
un hecho muy conocido que, hasta hace poco, la exposición más completa acerca
del escepticismo era obra de un poderoso obispo católico que fue miembro de la
Academia Francesa. Pierre-Daniel Huet escribió su Tratado filosófico sobre la
debilidad de la mente humana en 1690, un libro notable que rompe los dogmas y
cuestiona la percepción notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción
humana. Huet expone argumentos de poderosa fuerza contra la causalidad: afirma,
por ejemplo, que cualquier suceso puede tener una infinidad de causas posibles.
Tanto
Huet como Bayle eran eruditos y dedicaron su vida a la lectura. Huet, que llegó
a cumplir noventa años, tenía un criado que le seguía con un libro y le leía
durante las comidas y los recesos, con lo que evitaba la pérdida de tiempo. Se
decía que era la persona más leída de su tiempo. Permítame el lector que
insista en que para mí la erudición es muy importante. Es signo de una genuina
curiosidad intelectual. Es compañera de la actitud abierta y del deseo de
valorar las ideas de los demás. Ante todo, el erudito sabe sentirse insatisfecho
de sus propios conocimientos, una insatisfacción que a la postre constituye un
magnífico escudo contra la platonicidad, las simplificaciones del gestor de
cinco minutos, o contra el filisteísmo del estudioso exageradamente
especializado. No hay duda de que estudio que no va acompañado de erudición
puede llevar al desastre.
No
quiero ser pavo
Pero
alentar el escepticismo filosófico no es exactamente lo que este libro se
propone. Dado que la conciencia del Cisne Negro nos puede conducir al
retraimiento y al escepticismo extremo, voy a tomar aquí el sentido opuesto. Mi
interés reside en las acciones y el empirismo auténtico. Este libro no es obra
de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o de un sufí
místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o medieval, ni siquiera (como
veremos) en un sentido filosófico, sino de un profesional cuyo objetivo
principal es no ser imbécil en cosas que importan, y punto.
Hume
era radicalmente escéptico de puertas adentro, pero abandonaba tales ideas
cuando salía al exterior, ya que no las podía mantener. Yo hago aquí
exactamente lo contrario: soy escéptico en asuntos que tienen implicaciones
para la vida diaria. En cierto sentido, todo lo que me preocupa es tomar
decisiones sin ser un pavo.
En los
últimos veinte años, muchas personas medianamente cultivadas me han preguntado:
«¿Cómo es posible que usted, señor Taleb, cruce la calle dada su extrema
conciencia del riesgo?»; o han manifestado algo más insensato: «Nos pide que no
corramos riesgos». Naturalmente, no abogo por la fobia total al riesgo (luego
veremos que estoy a favor de una forma agresiva de asumir riesgos): lo que voy
a mostrar en este libro es cómo evitar cruzar la calle con los ojos vendados.
Quieren
vivir en Mediocristán
Acabo
de exponer el problema del Cisne Negro en su forma histórica: la dificultad
fundamental de generalizar a partir de la información disponible, o de aprender
del pasado, de lo desconocido y de lo visto. También he expuesto la lista de
aquellos que, en mi opinión, constituyen las figuras históricas más relevantes.
Observará
el lector que nos es extremadamente conveniente asumir que vivimos en
Mediocristán. ¿Por qué? Porque nos permite descartar las sorpresas del Cisne
Negro. Si se vive en Mediocristán, el Cisne Negro o no existe o tiene escasas
consecuencias.
Este
supuesto aleja mágicamente el problema de la inducción, que desde Sexto
Empírico ha asolado la historia del pensamiento. El estadístico puede eliminar
la epistemología.
¡No
nos hagamos ilusiones! No vivimos en Mediocristán, de modo que el Cisne Negro
necesita una mentalidad distinta. Como no podemos ocultar el problema debajo de
la alfombra, tendremos que profundizar en él. No es ésta una dificultad
irresoluble, y hasta nos podemos beneficiar de ella.
Pero
hay otros problemas que surgen de nuestra ceguera ante el Cisne Negro:
1. Nos centramos en segmentos preseleccionados
de lo visto, y a partir de ahí generalizamos en lo no visto: el error de la
confirmación.
2. Nos engañamos con historias que sacian
nuestra sed platónica de modelos distintos: la falacia narrativa.
3. Nos comportamos como si el Cisne Negro no
existiera: la naturaleza humana no está programada para los Cisnes Negros.
4. Lo que vemos no es necesariamente todo lo
que existe. La historia nos oculta los Cisnes Negros y nos da una idea falsa
sobre las probabilidades de esos sucesos: es la distorsión de las pruebas
silenciosas.
5. «Tunelamos»: es decir, nos centramos en
unas cuantas fuentes bien definidas de la incertidumbre, en una lista demasiado
específica de Cisnes Negros (a expensas de aquellos que no nos vienen a la
mente con facilidad).
En los
siguientes cinco capítulos me ocuparé de cada uno de estos puntos. Luego, en la
conclusión de la primera parte, mostraré que, en realidad, son el mismo tema.
5 - LA
CONFIRMACIÓN, LA DICHOSA CONFIRMACIÓN
La
confirmación, por muy arraigada que esté en nuestros hábitos y nuestra
sabiduría convencional, puede ser un error peligroso.
Supongamos
que dijera al lector que tengo pruebas de que el jugador de fútbol americano O.
J. Simpson (que fue acusado de asesinar a su esposa en la década de 1990) no
era un criminal. Fíjese, el otro día desayuné con él y no mató a nadie. Lo digo
en serio, no vi que matara a nadie. ¿No confirmaría esto su inocencia? Si
dijera tal cosa, no hay duda de que el lector llamaría al manicomio, a una
ambulancia o hasta a la policía, ya que podría pensar que paso demasiado tiempo
en despachos de operadores bursátiles o en cafeterías pensando en el tema del
Cisne Negro, y que mi lógica puede representar para la sociedad un peligro tan
inmediato que es preciso que me encierren enseguida.
La
misma reacción tendría el lector si le dijera que el otro día me eché una
siestecita sobre las vías del tren en New Rochelle, Nueva York, y no resulté
muerto. Oiga, míreme, estoy vivo, diría, y esto es demuestra que acostarse
sobre las vías del tren diría, y esto es demuestra que acostarse sobre las vías
del tren no supone ningún riesgo. Pero consideremos lo siguiente. Fijémonos de
nuevo en la figura 1 del capítulo 4; alguien que hubiera observado los primeros
mil días del pavo (pero no el impacto del día mil uno) diría, con toda razón,
que no hay ninguna prueba sobre la posibilidad de los grandes sucesos, es
decir, de los Cisnes Negros. Sin embargo, es probable que el lector confunda
esta afirmación, sobre todo si no presta mucha atención, con la afirmación de
que existen pruebas de no posibles Cisnes Negros. La distancia entre las dos
aserciones, aunque de hecho es muy grande, parecerá muy corta a la mente del
lector, hasta el punto de que una puede sustituir fácilmente a la otra. Dentro
de diez días, si el lector consigue acordarse de la primera afirmación, es
probable que retenga la segunda versión, mucho más imprecisa: la de que hay
pruebas de no Cisnes Negros. A esta confusión la llamo falacia del viaje de ida
y vuelta, ya que esas afirmaciones no son intercambiables.
Tal
confusión entre ambas afirmaciones forma parte de un error lógico trivial, muy
trivial (pero fundamental): no somos inmunes a los errores lógicos triviales,
ya que no somos profesores ni pensadores particularmente inmunes a ellos (las ecuaciones
complicadas no tienden a cohabitar felizmente con la claridad de mente). A
menos que nos concentremos mucho, es probable que, sin ser conscientes de ello,
simplifiquemos el problema, porque así lo suele hacer nuestra mente, sólo que
no nos damos cuenta.
Merece la pena profundizar un poco en este punto.
Muchas
personas confunden la afirmación «casi todos los terroristas son musulmanes»
con la de «casi todos los musulmanes son terroristas». Supongamos que la
primera afirmación sea cierta, es decir, que el 99% de los terroristas sean
musulmanes. Esto significaría que alrededor del 0,001% de los musulmanes son
terroristas, ya que hay más de mil millones de musulmanes y sólo, digamos, diez
mil terroristas, uno por cada cien mil. Así que el error lógico nos hace
sobreestimar (inconscientemente) en cerca de cincuenta mil veces la
probabilidad de que un musulmán escogido al azar (supongamos que de entre
quince y cincuenta años) sea un terrorista.
El
lector podrá observar en esta falacia del viaje de ida y vuelta la injusticia
de los estereotipos; las minorías de las zonas urbanas de Estados Unidos han
sufrido la misma confusión: aun en el caso de que la mayor parte de los
delincuentes procedieran de su subgrupo étnico, la mayoría de las personas
pertenecientes a su subgrupo étnico no serían delincuentes, pero, pese a ello,
son discriminados por parte de personas que deberían informarse mejor.
«Nunca
quise decir que los conservadores en general sean estúpidos. Me refería a que
la gente estúpida normalmente es conservadora», se quejaba en cierta ocasión
John Stuart Mili. Este problema es crónico: si decimos a las personas que la
clave del éxito no siempre está en las destrezas, pensarán que les estamos
diciendo que nunca está en las destrezas, que siempre está en la suerte.
Nuestra
maquinaria deductiva, esa que empleamos en la vida Nuestra maquinaria
deductiva, esa que empleamos en la vida cotidiana, no está hecha para un
entorno complicado en el que una afirmación cambie de forma notable cuando su
formulación en palabras se modifica ligeramente. Pensemos que en un entorno
primitivo no existe ninguna diferencia trascendental entre las afirmaciones «la
mayoría de los asesinos son animales salvajes» y «la mayoría de los animales
salvajes son asesinos». Aquí hay un error, pero apenas tiene consecuencias.
Nuestras intuiciones estadísticas no han evolucionado en el seno de un hábitat
en que las sutilezas de este tipo puedan marcar una gran diferencia.
No
todos los zoogles son boogles
«Todos
los zoogles son boogles. Has visto un boogle. ¿Es un zoogle?» No
necesariamente, «ya que no todos los boogles son zoogles». Los jóvenes que
responden mal este tipo de preguntas en su SAT (Scholastic Aptitude Test,
«prueba de aptitud académica») es posible que no puedan acceder a la
universidad. Sin embargo, otra persona puede obtener una nota muy alta en los
SAT y no obstante sentir miedo cuando alguien de aspecto sospechoso entra con
ella en el ascensor. Esta incapacidad para transferir de forma automática el
conocimiento o la complejidad de una situación a otra, o de la teoría a la
práctica, es un atributo muy inquietante de la naturaleza humana.
Vamos
a llamarlo la especificidad del dominio de nuestras reacciones. Cuando digo que
es «específico del dominio» me reacciones. Cuando digo que es «específico del
dominio» me refiero a que nuestras reacciones, nuestro modo de pensar, nuestras
intuiciones dependen del contexto en que se presenta el asunto, lo que los
psicólogos evolucionistas denominan el «dominio» del objeto o del suceso. La
clase es un dominio; la vida real, otro. Reaccionamos ante una información no
por su lógica impecable, sino basándonos en la estructura que la rodea, y en
cómo se inscribe dentro de nuestro sistema social y emocional. Los problemas
lógicos que en el aula se pueden abordar de una determinada forma, pueden ser
tratados de modo diferente en la vida cotidiana. Y de hecho se tratan de modo
diferente en la vida cotidiana.
El
conocimiento, incluso cuando es exacto, no suele conducir a las acciones
adecuadas, porque tendemos a olvidar lo que sabemos, o a olvidar cómo
procesarlo adecuadamente si no prestamos atención, aun en el caso de que seamos
expertos. Se ha demostrado que los estadísticos suelen dejarse el cerebro en el
aula y caen en los errores de inferencia más triviales cuando salen a la calle.
En 1971, los psicólogos Danny Kahneman y Amos Tversky plantearon a profesores de
estadística preguntas formuladas como cuestiones no estadísticas. Una era
similar a la siguiente (he cambiado un tanto el ejemplo para mayor claridad):
supongamos que vivimos en una ciudad que dispone de dos hospitales, uno grande
y otro pequeño. Cierto día, el 60% de los bebés nacidos en uno de los dos
hospitales son niños. ¿En qué hospital es más probable que haya ocurrido?
Muchos estadísticos cometieron el error (como en una conversación informal) de
escoger el hospital más grande, cuando de hecho la informal) de escoger el
hospital más grande, cuando de hecho la estadística se basa en que las muestras
grandes son más estables y deberían fluctuar menos respecto al promedio a largo
plazo — aquí, el 50% para cada sexo— que las muestras más pequeñas. Esos
estadísticos hubieran suspendido sus propios exámenes. Durante mis tiempos de
quant me encontré con centenares de errores deductivos graves cometidos por
estadísticos que olvidaban que lo eran.
Para
ver otro ejemplo de cómo podemos ser ridículamente específicos en el dominio de
la vida cotidiana, vayamos al lujoso Reebok Sports Club de Nueva York, y
fijémonos en el número de personas que, después de subir varios pisos en el
ascensor, se dirigen enseguida al aparato que simula las escaleras.
Esta
especificidad del dominio de nuestras inferencias y reacciones funciona en
ambos sentidos: algunos problemas podemos entenderlos en sus aplicaciones pero
no en los libros de texto; otros los captamos mejor en los libros de texto que
en su aplicación práctica. Las personas pueden conseguir solucionar sin
esfuerzo un problema en una situación social, pero devanarse los sesos cuando
se presenta como un problema lógico abstracto. Tendemos a emplear una
maquinaria mental diferente —los llamados módulos— en situaciones diferentes:
nuestro cerebro carece de un ordenador central multiusos que arranque con unas
regías lógicas y las aplique por igual a todas las situaciones posibles.
Y,
como he dicho, podemos cometer un error lógico en la realidad pero no en el
aula. Esta asimetría se ve mejor en la realidad pero no en el aula. Esta
asimetría se ve mejor en la detección del cáncer. Pensemos en los médicos que
examinan a un paciente en busca de indicios de la existencia de cáncer; lo
típico es que los análisis se realicen a pacientes que quieren saber si están
curados o si hay una «reaparición». (En realidad, reaparición es un nombre poco
adecuado; significa simplemente que el tratamiento no mató todas las células
cancerígenas y que estas células malignas no detectadas han empezado a
multiplicarse sin control.) En el estado actual de la tecnología, no es posible
analizar todas las células del paciente para ver si alguna de ellas es maligna,
de ahí que el médico tome una muestra escaneando el cuerpo con la máxima
precisión posible. Luego establece un supuesto sobre lo que no observó. En
cierta ocasión, me quedé desconcertado cuando un médico me dijo, después de un
chequeo rutinario para detectar la posible existencia de un cáncer: «Deje de
preocuparse, tenemos pruebas de que está curado». «¿Por qué?», pregunté. «Hay
pruebas de que no tiene ningún cáncer», fue su respuesta. «¿Cómo lo sabe?»,
pregunté. El médico contestó: «El escanograma es negativo». ¡Y aún sigue
haciéndose llamar médico!
En la
literatura médica se emplea el acrónimo NED, que significa «No Evidence of
Disease» (sin pruebas de enfermedad). No existe nada del estilo END, «Evidence
of No Disease» (pruebas de ausencia de enfermedad). Sin embargo, en mis charlas
con médicos acerca de este tema, incluso con quienes publican artículos sobre
sus resultados, muchos caen, durante la conversación, en la falacia del viaje
de ida y vuelta.
Los
médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia Los médicos que trabajaban
en el ambiente de arrogancia científica característico de la década de 1960
menospreciaban la lactancia materna como algo primitivo, como si se pudiera
fabricar algo exactamente igual en sus laboratorios; pero no se percataban de
que la leche materna puede incluir componentes útiles que podrían haber pasado
desapercibidos a su
conocimiento
científico; confundían la ausencia de pruebas de los beneficios que supone la
leche materna con las pruebas de ausencia de beneficios (otro caso de
platonicidad, ya que «no tenía sentido» dar el pecho cuando se podían usar
biberones). Mucha gente pagó el precio de esa ingenua inferencia: resultó que
quienes no fueron amamantados por su madre corrían mayores riesgos de contraer
enfermedades, incluida una elevada probabilidad de desarrollar determinados
tipos de cáncer: al parecer, la leche materna contiene algunos nutrientes que
aún desconocemos. Además, se olvidaban también los beneficios para las madres
que dan el pecho, como la reducción del riesgo de padecer cáncer de mama.
Lo
mismo ocurría con las amígdalas: su extirpación puede provocar una mayor
incidencia del cáncer de garganta, pero durante décadas los médicos nunca
sospecharon que ese tejido «inútil» pudiera tener alguna utilidad que se les
escapaba. Y lo mismo pasó con la fibra dietética que se encuentra en la fruta y
la verdura: a los médicos de la década de 1960 les parecía inútil porque no
observaban pruebas inmediatas de su necesidad, por lo que crearon una
generación mal alimentada. Resulta que la fibra permite reducir la absorción de
azúcares en la sangre y arrastra las posibles células precancerosas del tracto
intestinal. arrastra las posibles células precancerosas del tracto intestinal.
No hay duda de que la medicina ha provocado mucho daño a lo largo de la
historia, y todo por esa confusión deductiva tan simplista.
Con esto
no quiero decir que los médicos no deban tener creencias, únicamente que hay
que evitar algunos tipos de creencias definitivas y absolutas; parece que
Menodoto y su escuela, con su estilo de medicina escéptico-empírica que evitaba
teorizar, defendían precisamente esta idea. La medicina ha ido a mejor; pero
muchos tipos de conocimiento no.
Las
pruebas
Debido
a un mecanismo mental que yo llamo empirismo ingenuo, tenemos la tendencia
natural a fijarnos en los casos que confirman nuestra historia y nuestra visión
del mundo: estos casos son siempre fáciles de encontrar. Tomamos ejemplos
pasados que corroboran nuestras teorías y los tratamos como pruebas. Por
ejemplo, el diplomático nos hablará de sus «logros», no de aquello en que ha
fracasado. Los matemáticos, en su intento de convencernos de que su ciencia es
útil para la sociedad, nos señalarán los casos en que demostró ser útil, no
aquellos en los que fue una pérdida de tiempo o, peor aún, las numerosas
aplicaciones matemáticas que supusieron un elevado coste para la sociedad,
debido a la naturaleza no empírica de las elegantes teorías matemáticas.
Incluso
cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a Incluso cuando comprobamos una
hipótesis, tendemos a buscar ejemplos en los que esa hipótesis demuestre ser
cierta. Es evidente que podemos encontrar dicha confirmación con mucha
facilidad; todo lo que tenemos que hacer es mirar, o disponer de un
investigador que lo haga por nosotros. Podemos encontrar la confirmación de
prácticamente todo, del mismo modo que el avispado taxista londinense sabe
buscar los atascos para aumentar el precio del trayecto, incluso en días
festivos.
Algunas
personas van más allá y me hablan de ejemplos de sucesos que hemos sabido
prever con cierto éxito; hay unos cuantos reales, como el de llevar a un hombre
a la Luna o el del crecimiento económico del siglo XXI. Se pueden encontrar
multitud de «contrapruebas» para cada uno de los postulados de este libro, la
mejor de las cuales es que los periódicos saben predecir a la perfección los programas
de cine y teatro. Fíjese el lector: ayer predije que hoy saldría el sol, y así
ha sido.
El
empirismo negativo
La
buena noticia es que a este empirismo ingenuo se le puede dar la vuelta. Es
decir, que una serie de hechos corroborativos no constituye necesariamente una
prueba. Ver cisnes blancos no confirma la no existencia de cisnes negros. Pero
hay una excepción: sé qué afirmación es falsa, pero no necesariamente qué
afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo qué afirmación es correcta.
Si veo un cisne negro puedo certificar que todos los cisnes no son blancos. Si
veo a alguien matar, puedo estar seguro de que es un criminal. Si no lo veo
matar, no puedo estar seguro de que sea inocente. Lo mismo se aplica a la
detección del cáncer: el descubrimiento de un tumor maligno prueba que uno
padece cáncer, pero la ausencia de tal descubrimiento no nos permite decir con
certeza que estemos libres de tal enfermedad.
Podemos acercarnos más a la verdad mediante ejemplos negativos, no mediante la verificación. Elaborar una regla general a partir de los hechos observados lleva a la confusión. Contrariamente a lo que se suele pensar, nuestro bagaje de conocimientos no aumenta a partir de una serie de observaciones confirmatorias, como la del pavo. Pero hay algunas cosas sobre las que puedo seguir siendo escéptico, y otras que con toda seguridad puedo considerar ciertas. Esto hace que las consecuencias de las observaciones sean tendenciosas. Así de sencillo.
Esta
asimetría resulta muy práctica. Nos dice que no tenemos por qué ser
completamente escépticos, sólo semiescépticos. La sutileza de la vida real
frente a los libros es que, en la toma de decisiones, sólo se necesita estar
interesado en una parte de la historia: si se busca la certeza de que un paciente
padece cáncer, no la certeza de si está sano, entonces uno se puede sentir
satisfecho con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la satisfecho
con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la certeza que busca. Así
pues, podemos aprender mucho de los datos, pero no tanto como esperamos. En
ocasiones, muchos datos son irrelevantes; otras veces, una determinada
información puede ser muy significativa. Es verdad que mil días no pueden
demostrar que uno esté en lo cierto. Pero basta un día para demostrar que se
está equivocado.
La
persona que alentó esta idea del semiescepticismo tendencioso es sir Doktor
Professor Karl Raimund Popper, quien posiblemente es el único filósofo de la
ciencia a quien leen y de quien hablan los actores del mundo real (aunque es
posible que los filósofos profesionales no lo hagan con tanto entusiasmo).
Mientras escribo estas líneas, en la pared de mi estudio cuelga un retrato suyo
en blanco y negro. Fue un regalo que me hizo en Munich el ensayista Jochen
Wegner, quien, como yo, considera que Popper es lo único que «tenemos» entre
los pensadores modernos; bueno, casi. Cuando escribe se dirige a nosotros, no a
los demás filósofos. «Nosotros» somos las personas empíricas que tomamos
decisiones y que sostenemos que la incertidumbre es nuestra disciplina, y que
el mayor y más acuciante objetivo humano es comprender cómo actuar en
condiciones de información incompleta.
Popper
elaboró una teoría a gran escala en torno a esa asimetría, basada en una
técnica llamada «falsación» (falsar es demostrar que se está equivocado) que
está destinada a distinguir entre la ciencia y la no ciencia; pero algunos
enseguida empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es
empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es cierto que no
es la idea de Popper la más interesante, ni la más original. Esta idea de la
asimetría del conocimiento gusta tanto a los profesionales porque les resulta
obvia; así es como dirigen sus negocios. El filósofo malaudit Charles Sanders
Pierce, quien, como el artista, sólo gozó del respeto póstumo, también dio con
una versión de esta solución del Cisne Negro cuando Popper iba aún en pañales;
algunos llegaron a llamarlo el enfoque de PiercePopper. La idea de Popper,
mucho más original y de muchísima más fuerza, es la sociedad «abierta», aquella
que se asienta en el escepticismo como modus operandi, rechazando las verdades
definitivas y oponiéndose a ellas. Popper acusaba a Platón de cerrarnos la
mente, siguiendo los argumentos que he expuesto en el prólogo. Pero la idea
principal de Popper fue su perspicacia respecto a la fundamental, grave e
incurable impredecibilidad del mundo, lo cual voy a dejar para el capítulo
sobre la predicción.18
Es
evidente que no es fácil «falsar», es decir, afirmar con plena certeza que algo
es un error. Las imperfecciones de nuestro método de comprobación pueden
llevarnos a un «no» equivocado. Es posible que el médico que descubre células
cancerosas usara unos aparatos deficientes que provocaban ilusiones ópticas; o
podría ser uno de esos economistas que utilizan la curva de campana disfrazado
de médico. Es posible que el testigo de un delito estuviera bebido. Pero sigue
siendo válido que sabemos dónde está el error con mucha mayor confianza de la
que tenemos sobre dónde está lo acertado. No todas las informaciones tienen la
misma importancia.
Popper
expuso el mecanismo de las conjeturas y las Popper expuso el mecanismo de las
conjeturas y las refutaciones, que funciona como sigue: se formula una
conjetura (osada) y se empieza a buscar la observación que demostraría que
estamos en un error. Ésta es la alternativa a nuestra búsqueda de casos
confirmatorios. Si pensamos que la tarea es fácil, quedaremos decepcionados:
pocos seres humanos tienen la habilidad natural de hacerlo. Confieso que yo no
soy uno de ellos; no es algo que me resulte natural.
Contar
hasta tres
Los
científicos cognitivos han estudiado nuestra tendencia natural a buscar
únicamente la corroboración; a esta vulnerabilidad al error de la corroboración
la llaman parcialidad de la confirmación. Hay algunos experimentos que
demuestran que las personas se centran sólo en los libros leídos de la
biblioteca de Umberto Eco. Una regla se puede comprobar directamente, fijándose
en casos en que funcione, o bien indirectamente, fijándose en donde no
funcione. Como veíamos antes, los casos de desconfirmación tienen mucha más
fuerza para establecer la verdad. Sin embargo, tendemos a no ser conscientes de
esta propiedad.
El
primer experimento del que tengo noticia sobre este fenómeno lo realizó el
psicólogo P. C. Wason. Presentaba a los sujetos del experimento la secuencia de
números 2, 4, 6, y les pedía que intentaran adivinar la regla que la generaba.
El método de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de de
los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de tres números, a
las que quien dirigía el experimento respondía «sí» o «no», en función de si
las nuevas secuencias se ajustaban a la regla. En cuanto los sujetos se sentían
seguros de sus respuestas, formulaban la regla. (Obsérvese la similitud de este
experimento con lo que veíamos en el capítulo 1 sobre cómo se nos presenta la
historia: si damos por supuesto que la historia se genera siguiendo cierta
lógica, sólo vemos los sucesos, nunca las reglas, pero necesitamos saber cómo
funciona.) La regla correcta era «números en orden ascendente», nada más. Pocos
sujetos la descubrieron, porque para hacerlo tuvieron que proponer una serie en
orden descendente (a la que el director del experimento decía «no»). Wason
observó que los sujetos tenían una regla en la mente, pero daban ejemplos
destinados a confirmarla, en vez de intentar proporcionar series que se
ajustaran a sus hipótesis. Los sujetos intentaban una y otra vez confirmar las
reglas que ellos habían elaborado.
Este
experimento inspiró toda una serie de pruebas similares, una de las cuales es
la siguiente: se pedía a los participantes que formularan la pregunta correcta
para averiguar si una persona era extrovertida o no, supuestamente para otro
tipo de experimento. Se comprobó que los sujetos proponían sobre todo preguntas
en las que una respuesta afirmativa apoyaría la hipótesis.
Pero
hay excepciones. Entre ellas están los grandes maestros del ajedrez, de quienes
se ha demostrado que realmente se centran en dónde puede flaquear un movimiento
especulativo; los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en
los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en vez de
falsificadores. Pero no se juega al ajedrez para practicar el escepticismo. Los
científicos creen que lo que los hace buenos ajedrecistas es la búsqueda de sus
propias debilidades: la práctica del ajedrez no los convierte en escépticos.
Asimismo, el especulador George Soros, cuando hace una apuesta financiera, no
deja de buscar ejemplos que demuestren que su teoría inicial es falsa. Tal vez
sea esto la auténtica confianza en uno mismo: la capacidad de observar el mundo
sin necesidad de encontrar signos que halaguen el propio ego.19
Lamentablemente,
la idea de la corroboración hunde sus raíces en nuestros hábitos y discursos
intelectuales. Consideremos el siguiente comentario del escritor y crítico John
Updike: «Cuando Julián Jaynes [...] especula que hasta muy adelantado el
segundo milenio a.C. los hombres no tenían conciencia, sino que obedecían
automáticamente la voz de los dioses, nos sentimos aturdidos, pero también
empujados a seguir esta notable tesis a través de todas las pruebas que la
corroboran». Es posible que la tesis de Jaynes sea correcta, pero, señor
Updike, el problema fundamental del conocimiento (y el tema de este capítulo)
es que no existe ese animal de la prueba corroborativa.
¡Vi otro
Mini rojo!
Lo que
sigue ilustra más aún lo absurdo de la confirmación. Si creemos que el hecho de
ver otro cisne blanco es la creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la
confirmación de que los cisnes negros no existen, entonces, por puras razones
lógicas, debemos aceptar también la afirmación de que el hecho de ver un Mini
Cooper rojo debería confirmar que no existen cisnes negros.
¿Por
qué? Limitémonos a considerar que la afirmación «todos los cisnes son blancos»
implica que todos los objetos no blancos no son cisnes. Lo que confirma la
última afirmación debería confirmar la primera. Por consiguiente, la visión de
un objeto no blanco que no sea un cisne debería aportar tal confirmación. Esta
argumentación, conocida como la paradoja del cuervo de Hempel, la redescubrió
mi amigo el matemático (reflexivo) Bruno Dupire durante uno de nuestros
intensos paseos meditativos por Londres; uno de esos debates peripatéticos, y
tan intenso que no nos percatamos de la lluvia. Él señaló un Mini rojo y gritó:
«¡Mira, Nassim, mira! ¡No Cisne Negro!».
No
todo
No somos tan ingenuos como para pensar que alguien es inmortal porque nunca le hemos visto morir, o que alguien es inocente porque nunca le hemos visto matar. El problema de la generalización ingenua no nos acosa por doquier. Pero esas pertinaces bolsas de escepticismo inductivo tienden a implicar los sucesos con que nos hemos encontrado en nuestro entorno natural, asuntos de los que hemos aprendido a evitar la insensata generalización.
Por
ejemplo, cuando a los niños se les muestra el dibujo de un solo miembro de un
grupo y se les pide que adivinen las propiedades de los miembros que no se ven,
son capaces de seleccionar qué atributos deben generalizar. Mostremos a un niño
la fotografía de una persona obesa, digámosle que pertenece a una tribu, y
pidámosle que describa al resto de la población: lo más probable es que no
salte sin más a la conclusión de que todos los miembros de esa tribu son
obesos. Pero reaccionará de diferente forma en las generalizaciones que afecten
al color de la piel. Si le mostramos a personas de color oscuro y le pedimos
que describa al resto de la tribu, dará por supuesto que también los demás
tienen la piel oscura.
Así
pues, parece que estamos dotados de unos instintos inductivos específicos y
refinados que nos orientan. En contra de la opinión del gran David Hume, y de
la que ha sido la tradición empirista inglesa, según los cuales la creencia
surge de la costumbre, pues suponían que aprendemos las generalizaciones únicamente
a partir de la experiencia y las observaciones empíricas, diversos estudios
sobre la conducta infantil han demostrado que llegamos al mundo equipados con
una maquinaria mental que hace que generalicemos selectivamente a partir de la
experiencia (es decir, que adquiramos el aprendizaje inductivo en algunos
ámbitos, pero sigamos siendo escépticos en otros). Ahora bien, no aprendemos de
digamos unos mil días, sino que, gracias a la evolución, nos beneficiamos del
aprendizaje de nuestros ancestros, que dieron con los secretos de nuestra
biología.
Regreso a Mediocristán
Y es
posible que de nuestros ancestros hayamos aprendido cosas equivocadas. Pienso
en la probabilidad de que heredáramos los instintos adecuados para sobrevivir
en la región de los Grandes Lagos de África oriental, de donde supuestamente
procedemos; pero es indiscutible que estos instintos no están bien adaptados al
entorno actual, posterior al alfabeto, intensamente informativo y
estadísticamente complejo.
No hay
duda de que nuestro entorno es un poco más complejo de lo que nosotros (y
nuestras instituciones) percibimos. En el mundo moderno, siendo como es
Extremistán, dominan los sucesos raros, muy raros. Se puede producir un Cisne
Negro después de miles y miles de blancos, de modo que tenemos que retener tal
juicio mucho más tiempo de lo que solemos hacer. Como decía en el capítulo 3,
es imposible — biológicamente imposible— encontrarse con un ser humano que mida
varios cientos de kilómetros de alto, así que nuestras intuiciones descartan
estos sucesos. Pero las ventas de un libro o la magnitud de los sucesos
sociales no siguen este tipo de restricciones. Cuesta mucho más de mil días
aceptar que un escritor carece de talento, que no se producirá un crac en la
Bolsa, que no estallará una guerra, que un proyecto no tiene futuro, que un
país es «nuestro aliado», que una empresa no entrará en bancarrota, que el
analista de seguridad de una entrará en bancarrota, que el analista de
seguridad de una agencia de Bolsa no es un charlatán, o que un vecino no nos
atacará. En el lejano pasado, los seres humanos podían hacer inferencias con
mucha mayor precisión y rapidez.
Además,
hoy día las fuentes de los Cisnes Negros se han multiplicado más de lo que se
puede medir.20 En el entorno primitivo estaban limitadas al descubrimiento de
nuevos animales salvajes, nuevos enemigos y cambios climáticos bruscos. Tales
sucesos se repetían con la suficiente frecuencia como para que hayamos
desarrollado un miedo innato a ellos. Este instinto de hacer inferencias de
forma rápida, y de «tunelar» (es decir, de centrarse en un reducido número de
fuentes de incertidumbre o de causas de Cisnes Negros conocidos) lo seguimos
llevando como algo que nos es consustancial. Dicho de otro modo, este instinto
es lo que nos pone en aprietos.
6 - LA
FALACIA NARRATIVA
De las
causas de mi rechazo a las causas
En el otoño de 2004 asistí a una conferencia sobre estética y ciencia que se celebraba en Roma, quizás el mejor lugar para una reunión de ese tipo, ya que la estética se halla por doquier, hasta en la conducta y en el tono de voz que uno adopta. Durante el almuerzo, un notable profesor de una universidad del sur de Italia me saludó con mucho entusiasmo. Aquella misma mañana había estado yo escuchando su apasionada ponencia; era tan carismático, tan convincente y estaba tan convencido que, aunque no conseguí entender gran cosa de lo que dijo, me daba cuenta de que coincidía con él en todo. Sólo podía entender alguna que otra frase, pues mi conocimiento del italiano funcionaba mejor en los cócteles que en los eventos intelectuales y académicos. En un determinado momento de su exposición, se puso rojo de ira, lo cual me convenció (y convenció al público) de que sin duda tenía razón.
Me
acosó durante todo el almuerzo para felicitarme por demostrar los efectos de
esos vínculos causales que son más frecuentes en la mente humana que en la
realidad. La conversación se animó tanto que no nos separábamos de la mesa del
bufé, obstaculizando a los otros delegados que querían acercarse a la comida.
Él hablaba un francés con mucho acento (gesticulando), y yo contestaba en
italiano primitivo (gesticulando), y estábamos tan enfrascados que los otros
invitados temían interrumpir una conversación de tanta importancia y tan
animada. Él insistía en valorar mi anterior libro sobre lo aleatorio, una
especie de enfurecida reacción del operador de Bolsa contra la ceguera en la
vida y en las Bolsas, que en Italia se había publicado con el musical título de
Giocati dal caso. Tuve la suerte de tener un traductor que sabía del tema casi
más que yo, y el libro encontró cierta acogida entre los intelectuales
italianos. «Soy un gran entusiasta de sus ideas, pero me siento desairado. En
realidad también son mías, y usted ha escrito el libro que yo (casi) tenía
planeado escribir», me dijo el profesor. «Es usted afortunado; ha expuesto de
forma muy exhaustiva el efecto del azar en la sociedad y la excesiva valoración
de la causa y el efecto. Demuestra usted cuan estúpidos somos al tratar de
explicar sistemáticamente las destrezas.»
Se detuvo y, luego, en un tono más tranquilo, añadió: «Pero, mon cher ami, permítame que le diga algo [hablaba muy despacio, con el dedo gordo golpeando los dedos índice y medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, donde se predica que el esfuerzo va unido a la recompensa, y se subraya la responsabilidad individual, nunca habría visto el mundo de ese modo. Usted supo ver la suerte y separar las causas y el efecto gracias a su herencia ortodoxa del Mediterráneo oriental». Empleaba el francés a cause. Y era tan convincente que, durante un minuto, acepté su interpretación.
Nos
gustan las historias, nos gusta resumir y nos gusta simplificar, es decir,
reducir la dimensión de las cosas. El primero de los problemas de la naturaleza
humana que analizamos en este apartado, el que acabo de ilustrar más arriba, es
lo que denomino la falacia narrativa. (En realidad, es un fraude pero, para ser
más educado, lo llamaré falacia.) Tal falacia se asocia con nuestra
vulnerabilidad a la interpretación exagerada y nuestra predilección por las
historias compactas sobre las verdades desnudas, lo cual distorsiona gravemente
nuestra representación mental del mundo; y es particularmente grave cuando se
trata del suceso raro.
Observemos
que mi atento colega italiano compartía mi militancia contra la interpretación
exagerada y contra la sobreestimación de la causa, pero era incapaz de ver mi
obra y a mí mismo sin una razón, una causa, unidos a ambas, como algo distinto
de una parte de una historia. Tenía que inventar una causa. Además, no era
consciente de haber caído en la trampa causa. Además, no era consciente de
haber caído en la trampa de la causalidad, y yo tampoco lo fui de forma
inmediata.
La falacia narrativa se dirige a nuestra escasa capacidad de fijarnos en secuencias de hechos sin tejer una explicación o, lo que es igual, sin forzar un vínculo lógico, uní flecha de relación sobre ellos. Las explicaciones atan los hechos. Hacen que se puedan recordar mucho mejor; ayudan a que tengan más sentido. Donde esta propensión puede errar es cuando aumenta nuestra impresión de comprender.
Este
capítulo, como el anterior, se ocupará de un único problema, pero que al
parecer se plantea en diferentes disciplinas. El problema de la narratividad,
aunque ha sido estudiado exhaustivamente por los psicólogos en una de sus
versiones, no es tan «psicológico»: algo referente a la forma en que están
diseñadas las disciplinas oculta la cuestión de que es más bien un problema de
información. La narratividad nace de una necesidad biológica innata conforme a
la cual tendemos a reducir la dimensionalidad; pero los robots también
tenderían a adoptar ese proceso de reducción. La información quiere ser
reducida.
Para
ayudar al lector a situarse, observe que al estudiar el problema de la
inducción en el capítulo anterior, examinábamos qué se podía inferir a partir
de lo no visto, lo que queda fuera de nuestro conjunto de informaciones. Aquí
nos fijamos en lo visto, en aquello que se encuentra dentro del conjunto de
información, y examinamos las distorsiones que se producen en el acto de
procesarla. Hay mucho que decir sobre el tema, pero el ángulo desde el que lo
abordo se refiere a la simplificación que la narratividad hace del mundo que
nos rodea y de sus efectos sobre nuestra percepción del Cisne Negro y la
incertidumbre disparatada.
Partir
el cerebro en dos
Husmear
entre la antilógica es una actividad excitante. Durante unos meses, uno
experimenta la estimulante sensación de que acaba de entrar en un mundo nuevo.
Después, la novedad se desvanece, y el pensamiento regresa a sus asuntos
habituales. El mundo vuelve a ser aburrido, hasta que se encuentra otro tema
con el que apasionarse (o se consigue colocar a otro personaje en un estado de
ira total).
Una de
estas antilógicas me llegó con el descubrimiento — gracias a la literatura
sobre la cognición— de que, contrariamente a lo que todo el mundo cree, no
teorizar es un acto, y que teorizar puede corresponder a la ausencia de
actividad deseada, la opción «por defecto». Se necesita un esfuerzo
considerable para ver los hechos (y recordarlos) al tiempo que se suspende el
juicio y se huye de las explicaciones.
Y este
trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control:
Y este
trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control: es en gran medida
anatómico, parte de nuestra biología, de manera que luchar contra él supone
luchar contra uno mismo. Por eso los preceptos de los antiguos escépticos
acerca de la suspensión del juicio van contra nuestra naturaleza. Hablar es
barato, un problema de la filosofía del consejo que veremos en el capítulo 13.
Si
intentamos ser auténticos escépticos respecto a nuestras interpretaciones nos
sentiremos agotados enseguida. Nos sentiremos también humillados por oponernos
a teorizar. (Existen trucos para alcanzar el auténtico escepticismo; pero hay
que entrar por la puerta trasera, en vez de emprender a solas un ataque
frontal.) Incluso desde una perspectiva anatómica, a nuestro cerebro le resulta
imposible ver nada en estado puro sin alguna forma de interpretación. Hasta es
posible que no siempre seamos conscientes de ello.
La
racionalización post hoc. En un experimento, varios psicólogos pedían a un
grupo de mujeres que escogieran, de entre doce pares de calcetines de nailon,
los que más les gustaran. Después les preguntaban las razones de su elección.
La textura, el tacto y el color destacaban entre las razones aducidas. De
hecho, todos los pares de calcetines eran idénticos. Las mujeres daban
explicaciones actualizadas post hoc. ¿Indica esto que sabemos explicar mejor
que comprender? Veamos.
Se ha
realizado una serie de famosos experimentos en pacientes de cerebro escindido,
los cuales nos muestran pruebas pacientes de cerebro escindido, los cuales nos
muestran pruebas físicas —es decir, biológicas— convincentes del aspecto
automático del acto de la interpretación. Parece que hay en nosotros un órgano
que se encarga de dar sentido, aunque tal vez no sea fácil centrarse en él con
precisión. Veamos cómo se detecta.
Los
pacientes de cerebro escindido no tienen conexión entre los lados izquierdo y
derecho de su cerebro, lo cual impide que los dos hemisferios cerebrales
compartan la información. Estos pacientes son para los investigadores unas
joyas raras y de valor incalculable. Son literalmente dos personas distintas, y
podemos comunicarnos con cada una de ellas por separado: las diferencias entre
los dos individuos nos dan alguna indicación sobre la especialización de los
hemisferios cerebrales. Esta partición suele ser resultado de una intervención
quirúrgica para remediar trastornos mayores, como la epilepsia grave; no, a los
científicos de los países occidentales (y de la mayor parte de los orientales)
ya no se les permite cortar el cerebro por la mitad, aunque pretendan aumentar
los conocimientos y la sabiduría.
Supongamos
ahora que inducimos a una de estas personas a realizar un acto —levantar el
dedo, reír o coger una pala— con el fin de asegurarnos de cómo adscribe una
razón a su acto (cuando de hecho sabemos que no existe más razón que el hecho
de que lo hayamos inducido). Si pedimos al hemisferio derecho, aquí aislado del
lado izquierdo, que realice una acción, y luego pedimos una explicación al otro
hemisferio, el paciente ofrecerá invariablemente alguna interpretación:
«Señalaba al techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se techo
para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se pregunta a este autor,
ofreceré mi habitual «porque procedo del pueblo ortodoxo griego de Amioun, al
norte de Líbano», etc.
Ahora
bien, si hacemos lo contrario, es decir, si ordenamos al hemisferio izquierdo
aislado de una persona diestra que realice un acto y pedimos al hemisferio
derecho que nos dé las razones, se nos responderá sencillamente: «No lo sé».
Señalemos que el hemisferio izquierdo es donde generalmente residen el lenguaje
y la deducción. Advierto al lector ávido de «ciencia» contra los intentos de
construir un mapa neural: todo lo que intento demostrar es la base biológica de
esta tendencia hacia la causalidad, no su ubicación exacta. Tenemos razones
para sospechar de las distinciones entre «cerebro derecho/cerebro izquierdo» y
las consiguientes generalizaciones de la ciencia popular sobre la personalidad.
En efecto, es posible que la idea de que el cerebro izquierdo controla el
lenguaje no sea tan precisa: parece más exacto suponer que el cerebro izquierdo
es donde reside el reconocimiento de patrones, y que sólo puede controlar el
lenguaje en la medida en que éste tenga un atributo de reconocimiento de
patrones. Otra de las diferencias entre ambos hemisferios es que el derecho se
ocupa de la novedad. Tiende a ver las series de hechos (lo particular, o los
árboles), mientras que el izquierdo percibe los patrones, la figura (lo
general, o el bosque).
Para
ver un ejemplo de nuestra dependencia biológica de una historia, consideremos
este experimento. En primer lugar, lea el lector la frase siguiente:
VALE
MÁS
PÁJARO
EN MANO QUE
QUE
CIENTO VOLANDO
¿Observa
algo raro? Inténtelo de nuevo.21
El
científico residente en Sidney Alan Snyder (que tiene acento de Filadelfia)
hizo el siguiente descubrimiento. Si se inhibe el hemisferio izquierdo de una
persona diestra (técnicamente, se efectúa dirigiendo impulsos magnéticos de
baja frecuencia a los lóbulos temporales frontales del lado izquierdo),
disminuye el índice de error del sujeto al leer el refrán anterior. Nuestra
propensión a imponer significado y conceptos nos bloquea la conciencia de los
detalles que componen el concepto. Sin embargo, si anulamos el hemisferio
izquierdo de una persona, ésta se convierte en más realista: sabe dibujar mejor
y con mayor verosimilitud. Su mente ve mejor los objetos en sí mismos, sin
teorías, narrativas ni prejuicio alguno.
¿Por
qué resulta difícil evitar la interpretación? Fundamentalmente, porque, como
veíamos en la historia del erudito italiano, las funciones del cerebro a menudo
operan fuera de nuestra conciencia. Interpretamos de modo muy parecido a como
realizamos otras actividades consideradas automáticas y ajenas a nuestro
control, como la de respirar.
¿Qué
es lo que hace que el no teorizar nos cueste muchísima más energía que el
teorizar? En primer lugar, está la impenetrabilidad de la actividad. He dicho
que gran parte de ella tiene lugar fuera de nuestra conciencia: si no sabemos
que estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo estamos
haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo que estemos en un estado
de alerta permanente. Pero si tenemos que estar continuamente al acecho, ¿no
nos causa esto fatiga? Pruébelo el lector durante una tarde, y ya me dirá.
Un
poco más de dopamina
Además
de la historia del intérprete del cerebro izquierdo, contamos con más pruebas
fisiológicas de nuestra búsqueda innata de patrones, gracias a nuestro
creciente conocimiento del papel de los neurotransmisores, las sustancias
químicas que, según se cree, transportan las señales entre las diferentes
partes del cerebro. Parece que la percepción de patrones aumenta a medida que
lo hace la concentración de dopamina química en el cerebro. La dopamina también
regula los humores e introduce un sistema de recompensa interno en el cerebro
(no es de extrañar que se encuentre en concentraciones ligeramente superiores
en el lado izquierdo del cerebro de las personas diestras que en el lado
derecho). Al parecer, una mayor concentración de dopamina disminuye el
escepticismo y se traduce en una mayor vulnerabilidad a la detección de
patrones; una inyección de Ldopa, sustancia que se emplea en el tratamiento de
las personas que padecen Parkinson, puede aumentar esa actividad y disminuir la
suspensión del juicio en el paciente. La persona se hace vulnerable a todo tipo
de manías, como la astrología, las supersticiones, la economía y la lectura del
tarot.
De
hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una De hecho, mientras
escribo estas líneas, hay noticias de una demanda pendiente de resolución
presentada por un paciente que reclama a su médico más de 200.000 dólares, la
cantidad que presuntamente perdió en el juego. El paciente alega que el
tratamiento de su Parkinson lo llevó a frecuentar los casinos, donde hacía
apuestas descontroladas. Resulta que uno de los efectos secundarios de la
L-dopa es que una cantidad reducida pero importante de pacientes se convierten
en jugadores compulsivos. Esta actitud ante el juego se asocia con el hecho de
que los pacientes ven lo que ellos creen que son patrones claros en los números
aleatorios, lo cual ilustra la relación entre el conocimiento y la
aleatoriedad. También demuestra que algunos aspectos de lo que llamamos
«conocimiento» (y que yo denomino narrativa) son una enfermedad.
Una
vez más, advierto al lector de que no me estoy centrando en la dopamina como la
razón de nuestra interpretación exagerada; lo que digo, por el contrario, es
que existe una correlación física y neural con ese funcionamiento, y que
nuestra mente es en gran medida víctima de nuestra encarnación física. Nuestra
mente es como un preso, está cautiva de nuestra biología, a menos que
consigamos dar con una ingeniosa escapatoria.
Lo que
subrayo es que no tenemos control sobre ese tipo de inferencias. Es posible que
el día de mañana alguien descubra otra base química u orgánica de nuestra
percepción de los patrones, o contradiga lo que he dicho sobre el intérprete
del cerebro izquierdo, demostrando el papel que desempeña una estructura más
compleja; pero ello no negaría la idea de que la estructura más compleja; pero
ello no negaría la idea de que la percepción de la causalidad tiene una base
biológica.
La
regla de Andrei Nikoláyevich
Hay
otra razón, aún más profunda, que explica nuestra inclinación a narrar, y no es
psicológica. Tiene que ver con el efecto que el orden produce en la reserva de
información y en cualquier sistema de recuperación de la misma, y merece la
pena que la explique aquí debido a su relación con lo que yo considero los
problemas fundamentales de la teoría de la probabilidad y la información.
El
primer problema es que cuesta obtener la información.
El
segundo problema es que también cuesta almacenar la información, como la
propiedad inmobiliaria en Nueva York. Cuanto más ordenada, menos aleatoria, más
conforme a patrones y narrada sea una serie de palabras o símbolos, más fácil
es almacenarla en la propia mente o volcarla en un libro para que algún día la
puedan leer nuestros nietos.
Por
último, cuesta manipular y recuperar la información.
Con tantas células cerebrales —cien mil millones (y se siguen contando)—, el almacén debe ser muy grande, de modo que posiblemente los problemas no se planteen por falta de espacio de almacenamiento, sino que simplemente se trata de problemas de indexación. Nuestra memoria consciente, o de trabajo, la que usamos para leer estas líneas y extraer su significado, es considerablemente más pequeña que el almacén.
Consideremos que nuestra memoria de trabajo tiene problemas para
retener un simple número de teléfono de más de siete dígitos. Cambiemos un poco
las imágenes y pensemos que nuestra conciencia es una mesa de lectura de la
Biblioteca del Congreso: no importa cuántos libros contenga la biblioteca y que
sea capaz de recuperar, pues el tamaño de nuestra mesa impone ciertas
limitaciones de procesado. La compresión es esencial para la actuación del
trabajo consciente.
Pensemos
en una serie de palabras unidas para formar un libro de quinientas páginas. Si
las palabras están escogidas al azar, tornadas del diccionario de forma
totalmente impredecible, no podremos resumir, transferir ni reducir las
dimensiones de ese libro sin perder algo importante de él. En nuestro próximo
viaje a Siberia, necesitaremos llevarnos cien mil palabras para transmitir el
mensaje exacto de unas cien mil palabras aleatorias. Ahora pensemos en lo
contrario: un libro lleno de la siguiente frase repetida una y otra vez: «El
presidente de (póngase aquí el nombre de la empresa en la que trabajemos) es un
tipo con suerte que resultó que estaba en el sitio adecuado en el momento
preciso, y que se atribuye el éxito de su empresa, sin hacer concesión alguna a
la suerte»; una frase que se repite diez veces por página, a lo largo de 500
páginas. Todo el libro se puede sintetizar con exactitud, como acabo de hacerlo
yo, en 37 palabras (de entre 100.000); de este grano podría germinar una
reproducción del libro con total fidelidad. Si encontramos el patrón, la lógica
de la serie, ya no tendremos que memorizarlo. Simplemente almacenamos el
patrón. Y, como podemos ver Simplemente almacenamos el patrón. Y, como podemos
ver aquí, un patrón es obviamente más compacto que la información pura y
desnuda. Miramos dentro del libro y encontramos una regla. Siguiendo estos
principios fue como el probabilista Andrei Nikoláyevich definió el grado de
aleatoriedad, lo cual se denomina «complejidad de Kolmogórov».
Nosotros,
los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas
porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber
en la cabeza. O, mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a
empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es
la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se
resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición
que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de
lo que realmente es.
Y el
Cisne Negro es lo que excluimos de la simplificación.
Tanto
las iniciativas artísticas como científicas son producto de nuestra necesidad
de reducir las dimensiones e imponer cierto orden en las cosas. Pensemos en el
mundo que nos rodea, lleno de billones de detalles. Si intentemos describirlo
nos veremos tentados a entrelazar lo que digamos, una novela, una historia, un
mito, un cuento, todos cumplen la misma función; nos ahorran la complejidad del
mundo y nos protegen de su aleatoriedad. Los mitos ponen orden en el desorden
de la percepción humana y en lo que se percibe como «caos de la experiencia
humana».22
De
hecho, muchos trastornos psicológicos graves van De hecho, muchos trastornos
psicológicos graves van acompañados del sentimiento de pérdida de control del
propio entorno, de la capacidad de «entenderlo».
Aquí
nos afecta una vez más la platonicidad, Resulta interesante que el propio deseo
de orden se aplique a los objetivos científicos: lo que sucede es que, a
diferencia del arte, el objetivo (declarado) de la ciencia es llegar a la
verdad, y no el de proporcionarnos una sensación de organización ni el de hacer
que nos sintamos mejor. Tendemos a usar el conocimiento como terapia.
Una
mejor forma de morir
Para
comprender el poder de la narración, fijémonos en la afirmación siguiente: «El
rey murió y la reina murió». Comparémosla con: «El rey murió y, luego, la reina
murió de pena». Este ejercicio, que expuso el novelista E. M. Forster,
demuestra la distinción entre la mera sucesión de información y una trama. Pero
observemos el problema que aquí se plantea: aunque en la segunda afirmación
añadimos información, redujimos efectivamente la dimensión del total. La
segunda frase es, en cierto sentido, mucho más ligera de llevar y mucho más
fácil de recordar; ahora tenemos una sola secuencia de información en lugar de
dos. Como la podemos recordar con menos esfuerzo, también la podemos vender a
los demás, es decir, comerciar mejor con ella como una idea empaquetada. Ésta
es, en pocas palabras, la definición y función de una narración.
Para
ver cómo la narración puede conducir a un error en la valoración de las
probabilidades, hagamos el siguiente experimento. Demos a alguien una historia
policíaca bien escrita, por ejemplo, una novela de Agatha Christie con unos
cuantos personajes que nos hacen sospechar, con razón, que son culpables. Ahora
preguntemos al sujeto de nuestro experimento por las probabilidades que hay de
que cada uno de los personajes sea el culpable. A menos que anote los
porcentajes para llevar un recuento exacto, deberían sumar bastante más del
100% (hasta un 200% en una buena novela). Cuanto mejor sea el autor de la
novela, mayor será la cantidad de probabilidades.
Recuerdo
de las cosas no tan pasadas
Nuestra
tendencia a percibir -a imponer- la narratividad y la causalidad es síntoma de
la misma enfermedad: la reducción de la dimensión. Además, al igual que la
causalidad, la narratividad tiene una dimensión cronológica y conduce a la
percepción del flujo del tiempo. La causalidad hace que el tiempo avance en un
único sentido, y lo mismo hace la narratividad.
Pero
la memoria y la flecha del tiempo se pueden mezclar. La narratividad puede afectar
muchísimo al recuerdo de los sucesos pasados, y lo hace del modo siguiente:
tenderemos a recordar pasados, y lo hace del modo siguiente: tenderemos a
recordar con mayor facilidad aquellos hechos de nuestro pasado que encajen en
una narración, mientras que tendemos a olvidar otros que no parece que
desempeñen un papel causal en esa narración. Imaginemos que recordamos los
sucesos en nuestra memoria sabedores de la respuesta de qué ocurrió a
continuación. Cuando se resuelve un problema, es literalmente imposible ignorar
la información posterior. Esta simple incapacidad de recordar no ya la
auténtica secuencia de los sucesos, sino una secuencia reconstruida, hará que,
a posteriori, parezca que la historia sea mucho más explicable de lo que en
realidad era o es.
El
saber popular sostiene que la memoria es como un dispositivo de grabación en
serie, como el disquete del ordenador. En realidad, la memoria es dinámica —no
estática —, como un periódico en el que, gracias al poder de la información
posterior, se registren continuamente nuevos textos (o versiones nuevas del
mismo texto). (Con una perspicacia digna de mención, el poeta parisino del
siglo XIX Charles Baudelaire comparaba nuestra memoria con un palimpsesto, un
tipo de pergamino en el que se pueden borrar textos antiguos y escribir sobre
ellos documentos nuevos.)
La
memoria se parece más a una máquina de revisión dinámica interesada: recordamos
la última vez que recordamos el suceso y, sin darnos cuenta, en cada recuerdo
posterior cambiamos la historia.
Así
pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías Así pues, empujamos los
recuerdos a lo largo de vías causales, revisándolos involuntaria e
inconscientemente. No dejamos de renarrar sucesos pasados a la luz de lo que
nuestro pensamiento ilumina, haciendo que tenga sentido después de acaecidos
esos sucesos.
Mediante
un proceso llamado reverberación, un recuerdo se corresponde con el
fortalecimiento de las conexiones mentales, lo cual sucede gracias al
incremento de la actividad cerebral en un determinado sector del cerebro:
cuanta mayor sea la actividad, más nítido será el recuerdo. Puede que pensemos
que la memoria es algo fijo, constante y conectado; nada más lejos de la
verdad. Lo que se asimile según la información obtenida posteriormente se recordará
de forma más vivida. Por otra parte, inventamos algunos de nuestros recuerdos,
un tema delicado en los tribunales de justicia, pues se ha demostrado que mucha
gente inventa historias de malos tratos en la infancia a fuerza de escuchar
teorías.
La
narración del loco
Contamos
con demasiadas formas posibles de interpretar en nuestro favor los sucesos
pasados.
Consideremos
la conducta de los paranoicos. He tenido el privilegio de trabajar con colegas
que padecen trastornos paranoicos ocultos y que de vez en cuando asoman. Cuando
la persona es muy inteligente, nos puede dejar atónitos con las
interpretaciones más rocambolescas, aunque completamente verosímiles, de la
observación más inocua. Si les digo: «Me temo verosímiles, de la observación
más inocua. Si les digo: «Me temo que...», refiriéndome a un estado indeseable
del mundo, es posible que me interpreten literalmente y piensen que tengo miedo
de verdad, lo cual origina un episodio de terror en la persona paranoica.
Alguien que padezca este trastorno puede
obtener
el más insignificante de los detalles y elaborar una teoría precisa y coherente
sobre por qué existe una conspiración contra él. Y si reunimos, pongamos por
caso, a diez paranoicos, todos en el mismo estado de delirio episódico, los
diez darán interpretaciones distintas, aunque coherentes, de los sucesos.
Cuando
tenía unos siete años, la maestra nos mostró un cuadro que representaba a un
grupo de franceses pobretones de la Edad Media reunidos en un banquete
organizado por uno de sus benefactores, algún rey benevolente, según recuerdo.
Sostenían los cuencos de sopa sobre sus labios. La maestra me preguntó por qué
tenían la nariz metida en el cuenco, y yo respondí: «Porque no les enseñaron
buenos modales». Y ella respondió: «Mal. La razón es que tienen hambre». Me
sentí un estúpido por no haber pensado en ello, pero no podía comprender qué
era lo que hacía que una explicación fuera más probable que la otra, ni por qué
no estábamos los dos equivocados (en aquella época no había, o había muy poca,
vajilla de plata, lo cual parece la explicación más probable).
Más
allá de las distorsiones que nos provoca la percepción, hay un problema que
tiene su propia lógica. ¿Cómo es posible que alguien, sin contar con pista
alguna, sea capaz de tener una serie de puntos de vista perfectamente sensatos
y coherentes, serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, que
se ajustan a las observaciones y respetan cualquier posible regla de la lógica?
Pensemos que dos personas pueden mantener creencias incompatibles basándose
exactamente en los mismos datos. ¿Significa esto que existen posibles familias
de explicaciones y que cada una de ellas puede ser igualmente perfecta y
sensata? Desde luego que no. Puede haber un millón de maneras de explicar las
cosas, pero la explicación auténtica es única, esté o no a nuestro alcance.
En una
famosa argumentación, el lógico W. V. Quine demostró que existen familias de
interpretaciones y teorías lógicamente coherentes que se pueden ajustar a una
determinada serie de hechos. Tal idea nos debería advertir de que es posible
que la mera ausencia del sinsentido no basta para que algo sea verdad.
El
problema de Quine guarda relación con los problemas con que se encontraba al
traducir afirmaciones de unas lenguas a otras, ya que puede interpretarse
cualquier frase en una infinidad de formas. (Observemos que alguien que hile
demasiado fino podría encontrar un aspecto autoeliminatorio en la propia obra
de Quine. Me pregunto cómo espera que comprendamos este preciso punto de formas
no infinitas.)
Esto
no quiere decir que no podamos hablar de las causas: hay formas de escapar de
la falacia narrativa. ¿Cómo? Mediante conjeturas y experimentos o, como veremos
en la segunda parte, haciendo predicciones que se puedan comprobar.23 Los
experimentos de psicología de que hablo aquí así lo hacen: escogen una
población y pasan un test. Sus resultados deberían escogen una población y
pasan un test. Sus resultados deberían ser válidos en Tennessee, en China y
hasta en Francia.
Narrativa
y terapia
Si la
narratividad hace que veamos los sucesos pasados como más predecibles, más
esperados y menos aleatorios de lo que en realidad eran, entonces deberíamos
ser capaces de hacer que nos funcionaran también como terapia contra alguna de
las espinas de lo aleatorio.
Supongamos
que un suceso desagradable, como un accidente de tráfico del que nos sintamos
indirectamente responsables, nos deja con un persistente mal regusto. Nos
tortura la idea de que hemos provocado heridas a nuestros pasajeros; somos
continuamente conscientes de que podíamos haber evitado el accidente. La mente
no deja de simular escenarios alternativos, como ramas de un mismo árbol: si no
nos hubiéramos despertado tres minutos después de lo habitual, habríamos
evitado el accidente. No era nuestra intención hacer daño a nuestros pasajeros,
sin embargo nuestra mente no se libra del remordimiento y la culpa. Las
personas que ejercen una profesión de elevado grado de aleatoriedad (como en la
Bolsa) pueden sufrir más de lo debido el efecto tóxico que produce el pensar en
el mal pasado: debería haber vendido antes mi cartera de valores; podría haber
comprado esas acciones por poco dinero hace años, y ahora tendría mi
descapotable color de rosa; etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir
que «cometió un etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió
un error» o, peor, que «se cometieron errores», cuando no conseguimos hacer
para nuestros inversores lo equivalente a comprar el billete de lotería
premiado, y sentimos la necesidad de disculparnos por nuestra imprudente
estrategia inversora (es decir, lo que, visto con mirada retrospectiva, parece
imprudente).
¿Cómo
nos podemos librar de ese dolor punzante y persistente? No intentemos evitar
pensar en él: lo más probable es que eso resulte contraproducente. Una solución
más adecuada es hacer que el suceso parezca inevitable. Mira, tenía que pasar,
y es inútil atormentarse por ello. ¿Cómo lo podemos hacer? Pues con una
narración. Los enfermos que dedican quince minutos todos los días a escribir
una explicación de sus problemas cotidianos se sienten sin duda mejor frente a
lo que les haya ocurrido. Uno se siente menos culpable por no haber evitado
determinados sucesos, menos responsable de ellos. Parece como si las cosas
estuvieran destinadas a ocurrir.
Como
vemos, quien trabaja en una profesión que conlleve grandes dosis de azar es
proclive a padecer el agotamiento que produce ese constante pensar en lo que
hubiera podido pasar desde la perspectiva de lo que ocurrió después. En estas
circunstancias, lo menos que se puede hacer es llevar un diario.
Equivocarse
con una precisión infinita Equivocarse con una precisión infinita
Albergamos
un agobiante disgusto por lo abstracto.
Cierto
día de diciembre de 2003, cuando fue capturado Sadam Husein, Bloomberg News
lanzó el siguiente titular a las 13.01: «Suben los bonos del Tesoro de Estados
Unidos; es posible que la captura de Husein no frene el terrorismo».
Cada
vez que se produce un movimiento en la Bolsa, los medios de información se
sienten obligados a dar la «razón». Media hora más tarde, tuvieron que emitir
otro titular. Cayó el precio de los bonos del Tesoro (estuvieron fluctuando
todo el día, de modo que no era nada extraño), pero Bloomberg News tenía una
nueva razón para explicar tal hecho: la captura de Sadam (el mismo Sadam). A
las 13.31 lanzaron el siguiente boletín: «Caen los bonos del Tesoro de Estados
Unidos; la captura de Husein aumenta el atractivo de los activos de riesgo».
De
modo que la misma captura (la causa) explicaba un suceso y su diametralmente
opuesto. Es evidente que no puede ser; no se pueden vincular ambos hechos.
¿Es
que los periodistas recalan cada mañana en la consulta de la enfermera para que
se les administre su inyección diaria de dopamina y así poder narrar mejor?
(Obsérvese que la palabra dope [droga], empleada para referirse a las drogas
ilegales que los deportistas toman para mejorar su rendimiento, tiene la misma
raíz que dopamina.)
Siempre
ocurre lo mismo: se propone una causa para que nos traguemos la noticia y hacer
las cosas más concretas. Después de la derrota de un candidato en las urnas, se
nos dirá la «causa» de la derrota de un candidato en las urnas, se nos dirá la
«causa» del descontento de los votantes. Sirve cualquier causa concebible. Sin
embargo, los medios de comunicación hacen todo lo posible para que el suceso
sea «sólido», con sus ejércitos de comprobadores de noticias. Es como si
quisieran estar equivocados con una precisión infinita (en vez de aceptar que
están aproximadamente en lo cierto, como el escritor de fábulas).
Observemos
que, en ausencia de cualquier otra información sobre una persona a la que
acabamos de conocer, tendemos a recurrir a su nacionalidad y sus orígenes como
atributos destacados (como hizo conmigo aquel estudioso italiano). ¿Cómo sé que
este recurso a los orígenes es falso? Hice mi propia prueba empírica y comprobé
cuántos operadores de Bolsa de origen similar al mío y que tuvieron la
experiencia de la misma guerra se convirtieron en empiristas escépticos, y de
veintiséis no encontré a ninguno. Este punto de la nacionalidad ayuda a
construir una gran historia y satisface además nuestra ansia de atribuir
causas. Parece que se trata del vertedero al que van a parar todas las
explicaciones, hasta que descubrimos una más lógica (por ejemplo, algún
argumento evolutivo que «tenga sentido»). En efecto, las personas tienden a
engañarse con su autonarración de la «identidad nacional», que en un decisivo
artículo escrito por sesenta y cinco autores que apareció en la revista Science
se demostró que era una completa ficción. (Los «rasgos nacionales» pueden tener
importancia en las películas, pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas
platónicas pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas que no tienen
validez intelectual; sin embargo, tanto los ingleses como los no ingleses, por
ejemplo, creen erróneamente en un «temperamento nacional» inglés.) Desde un
punto de vista empírico, parece que el sexo, la clase social y la profesión
predicen la conducta de alguien mejor que la nacionalidad (un varón sueco se
parece a uno de Togo más que a una mujer sueca; un filósofo peruano se parece a
un filósofo escocés más que a un empleado peruano; etc.).
El
problema de la causalidad exagerada no está en el periodista, sino en el
público. Nadie pagaría un dólar por una serie de estadísticas empíricas que
recordaran una aburrida conferencia impartida en la universidad. Queremos que
nos cuenten historias, y no hay nada de malo en ello, salvo que deberíamos
analizar con mayor detalle si tal historia ofrece distorsiones importantes de
la realidad. ¿Acaso la ficción desvela la verdad, mientras que la no ficción es
el puerto en que se resguarda el mentiroso? ¿Es posible que las fábulas y las
historias se acerquen más a la verdad que ABC News, con sus hechos contrastados
sin reservas? Limitémonos a pensar que los periódicos tratan de recoger unos
hechos impecables, pero los entretejen en una narración de forma que transmitan
esa impresión de causalidad (y conocimiento). Existen los comprobadores de los
hechos, pero no los del intelecto. Es una pena.
Pero
no hay razón para limitarse a los periodistas. Los académicos de las
disciplinas narrativas hacen lo mismo, aunque lo disfrazan con un lenguaje
formal (volveremos a ellos en el lo disfrazan con un lenguaje formal
(volveremos a ellos en el capítulo 10, cuando hablemos de la predicción).
Además de la narrativa y la causalidad, los periodistas y los intelectuales
públicos de discurso breve no hacen que el mundo resulte más sencillo. Al
contrario, parece que, casi invariablemente, hacen que parezca más complicado
de lo que en realidad es. La próxima vez que al lector le pidan que hable sobre
los acontecimientos del mundo, le recomiendo que alegue ignorancia y emplee los
argumentos que he expuesto en este capítulo y que plantean dudas sobre la
visibilidad de la causa inmediata. Le dirán que «analiza de forma exagerada» o
que «es demasiado complicado». Todo lo que debe repetir el lector es que no
sabe.
La
ciencia desapasionada
Ahora bien, si el lector piensa que la ciencia es una materia abstracta y libre de sensacionalismo y de distorsiones, tengo para él noticias aleccionadoras. Los investigadores empíricos han hallado pruebas de que los científicos también son vulnerables a las narraciones, y de que, en vez de dedicarse a asuntos más sustanciales, utilizan títulos y desenlaces «sexy» que llaman la atención. Ellos también son humanos y, para atraer la atención, recurren a temas sensacionalistas. La forma de remediar todo esto es mediante los metaanálisis de los estudios científicos, en los que un superinvestigador examina toda la bibliografía, que incluye los artículos menos publicitados, y elabora una síntesis.
Lo
sensacional y el Cisne Negro
Veamos
cómo afecta la narrativa a nuestra comprensión del Cisne Negro. La narrativa,
así como su mecanismo asociado de la importancia del hecho sensacional, puede
confundir nuestra proyección de las probabilidades. Tomemos el siguiente
experimento que llevaron a cabo Kahneman y Tversky, a quienes presentamos en el
capítulo anterior: los sujetos del experimento eran profesionales de la
previsión del tiempo, y se les pidió que imaginaran los siguientes escenarios y
que estimaran sus probabilidades:
1. unas inundaciones en algún lugar de América
en las que mueren más de mil personas;
2. un terremoto en California, que provoca
grandes inundaciones y en el que mueren más de mil personas.
Los
encuestados calculaban que el primer suceso era menos probable que el segundo.
Un terremoto en California, sin embargo, es una causa perfectamente imaginable,
que aumenta mucho la disponibilidad mental -y de ahí la probabilidad estimada-
del escenario de la inundación.
Asimismo,
si le preguntara al lector cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que
se den en el país, me respondería con un número, pongamos por caso medio
millón. Ahora bien, si le preguntara cuántos casos de cáncer de pulmón es
previsible que se produzcan a causa del tabaco, lo más probable es que me diera
un número muy superior (quizá más del doble). El hecho de añadir a causa de
hace que el hecho parezca más verosímil, y mucho más probable. El cáncer
producido por el tabaco parece más probable que el cáncer sin una causa
determinada; una causa indeterminada significa la inexistencia de una causa.
Volvamos al ejemplo de la trama de E. M. Forster que exponíamos al principio de este capítulo, pero observado desde el punto de vista de la probabilidad. ¿Cuál de estas dos afirmaciones parece más probable?
Joey
parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa para quedarse con su herencia.
Es
evidente que, a primera vista, la segunda afirmación parece más probable, lo
cual es un puro error de lógica, ya que la primera, al ser más amplia, puede
albergar más causas, por ejemplo que asesinó a su esposa porque se volvió loco,
porque ella lo engañaba con el cartero y con el instructor de esquí, o porque
entró en un estado de confusión y tomó a su mujer por un asesor económico.
Y esto
nos puede llevar a patologías en nuestra toma de decisiones. ¿Cómo? Imaginemos
simplemente que, como han decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como
han demostrado Paul Slovic y sus colaboradores, las personas son más proclives
a pagar un seguro contra el terrorismo que un seguro normal (que cubre, entre
otras cosas, el terrorismo).
Los
Cisnes Negros que imaginamos, de los que hablamos y nos preocupamos no se
parecen a los que previsiblemente son
Cisnes
Negros. Como veremos a continuación, nos preocupamos de los sucesos
«improbables» equivocados.
La
ceguera del Cisne Negro
La
primera pregunta sobre la paradoja de la percepción de los Cisnes Negros es la
siguiente: ¿cómo es que algunos Cisnes Negros nos resultan rimbombantes en la
mente, cuando el tema de este libro es que en general ignoramos a los Cisnes
Negros?
La
respuesta es que existen dos tipos de sucesos raros: a) los Cisnes Negros
narrados, aquellos que están presentes en el discurso actual y de los que es
muy probable que oigamos hablar en televisión; y b) aquellos de los que nadie
habla porque escapan de los modelos, aquellos de los que nos daría vergüenza
hablar en público porque no parecen verosímiles. Puedo decir con toda seguridad
que es totalmente compatible con la naturaleza humana que se sobreestimen las
incidencias de los Cisnes Negros en el primer caso, pero que se infravaloren
gravemente en el segundo.
En
efecto, quienes juegan a la lotería sobreestiman las probabilidades que tienen
de ganar porque visualizan las grandes probabilidades que tienen de ganar
porque visualizan las grandes cantidades de dinero que pueden obtener; en
realidad, son tan ciegos a las probabilidades que tratan casi del mismo modo la
de una entre mil que la de una entre un millón.
Gran
parte de los estudios empíricos coinciden en este patrón de la sobreestima y la
infravaloración de los Cisnes Negros. Kahneman y Tversky inicialmente
demostraron que las personas reaccionan de forma exagerada ante los resultados
de baja probabilidad cuando se habla del suceso con ellas, cuando hacemos que
sean conscientes del mismo. Si preguntamos: «¿Cuál es la probabilidad de morir
en un accidente aéreo?», por ejemplo, las personas aumentan el grado de
probabilidad. Sin embargo, Slovic y sus colegas descubrieron, en patrones del
mundo de los seguros, que en las pólizas la gente se olvidaba de esos sucesos
altamente improbables. Dichos investigadores llaman a este fenómeno «la
preferencia por asegurarse contra pequeñas pérdidas probables», a expensas de
las menos probables pero de mayor impacto.
Finalmente,
después de haber buscado durante años tests empíricos que estudiaran nuestro
desdén por lo abstracto, encontré en Israel a los investigadores que llevaban a
cabo los experimentos que había estado esperando. Greg Barron e Ido Erev
aportan pruebas experimentales de que los individuos tienen en menor
consideración las probabilidades pequeñas cuando intervienen en experimentos
secuenciales en los que ellos mismos deducen las probabilidades, es decir,
cuando no se les dan de antemano. Si se saca una bola de una caja en la que hay
una cantidad muy pequeña de bolas rojas y muchas bolas una cantidad muy pequeña
de bolas rojas y muchas bolas negras, y no se dispone de ninguna pista sobre
tal proporción, lo más probable es que se calcule por lo bajo el número de
bolas rojas. Sólo cuando se informa de esa proporción -por ejemplo, diciendo
que el 3% de las bolas son rojas- se sobreestima ésta a la hora de apostar.
He
estado mucho tiempo preguntándome cómo podemos ser tan miopes y de miras tan
cortas y, pese a ello, sobrevivir en un entorno que no pertenece enteramente a
Mediocristán. Cierto día, al mirarme la barba gris que hace que aparente diez
años más de los que tengo, y pensando en el placer que obtengo de lucirla, me
di cuenta de lo que sigue. El respeto que por los mayores se tiene en muchas
sociedades pudiera ser un tipo de compensación por nuestra memoria de tan corto
plazo. La palabra «senado» viene del latín senatus, «persona de edad»; en árabe
sheikh significa tanto miembro de la élite dirigente como «persona mayor». Los
mayores son depositarios de un complicado aprendizaje inductivo que incluye
información sobre los sucesos raros. Los mayores nos pueden amedrentar con
historias, y ahí reside la razón de que nos angustiemos cuando pensamos en un
determinado Cisne Negro. Me apasionó descubrir que lo mismo ocurre en el reino
animal: en un artículo de la revista Science se demostraba que las matriarcas
elefantes desempeñan el papel de superconsejeras sobre los sucesos raros.
Aprendemos
de la repetición, a expensas de los sucesos que no han ocurrido con
anterioridad. Los sucesos que son no no han ocurrido con anterioridad. Los
sucesos que son no repetibles se ignoran antes de que se produzcan, y se
sobreestiman después (durante un breve tiempo). Después de un Cisne Negro, como
el del 11 de septiembre de 2001, la gente espera que vuelva a ocurrir, cuando,
de hecho, las probabilidades de que así sea posiblemente han disminuido. Nos
gusta pensar en Cisnes Negros específicos y conocidos cuando, en realidad, la
propia naturaleza de la aleatoriedad está en la abstracción. Como digo en el
prólogo, es la definición equivocada de un dios.
El
economista Hyman Minsky considera que los ciclos de riesgo que se producen en
la economía siguen un patrón: la estabilidad y la ausencia de crisis estimulan
la asunción de riesgos, la complacencia y el adormecimiento de la conciencia
respecto a la posibilidad de que surjan problemas. Luego llega una crisis, cuyo
resultado es que la gente queda traumatizada y teme invertir sus recursos. Por
sorprendente que parezca, tanto Minsky y su escuela, llamada poskeynesiana,
como sus oponentes, los economistas libertarios «austríacos», hacen el mismo
análisis, con la excepción de que el primer grupo recomienda la intervención
del Estado para resolver el ciclo, mientras que el segundo cree que no
deberíamos confiar en que los funcionarios se ocupen de estas cuestiones.
Parece que estas dos escuelas de pensamiento defienden objetivos opuestos; sin
embargo, ambas subrayan la incertidumbre fundamental y permanecen al margen de
los departamentos económicos habituales (aunque tienen muchos seguidores en el
mundo no académico y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis académico
y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis en la incertidumbre
fundamental molesta a los platonificadores.
Todos
los tests de probabilidad de que he hablado en este apartado son importantes;
demuestran que nos engaña la rareza de los Cisnes Negros, pero no el papel que
desempeñan en el total, su impacto. En un estudio preliminar, el psicólogo Dan
Goldstein y yo mismo proponíamos a alumnos de la London
Business
School ejemplos sacados de dos dominios,
Mediocristán
y Extremistán. Seleccionamos la altura, el peso y los éxitos de Internet por
cada sitio web. Los sujetos del experimento eran capaces de adivinar el papel
de los sucesos raros en los entornos estilo Mediocristán. Pero les fallaba la
intuición cuando se trataba de variables ajenas a Mediocristán, lo cual
demuestra que en realidad no disponemos de la destreza de juzgar intuitivamente
el impacto de lo improbable, por ejemplo la contribución de un superventas en
las ventas totales de un libro. En uno de los experimentos, infravaloraron en
treinta y tres veces el efecto de un suceso raro.
Veamos
a continuación cómo nos afecta esta falta de comprensión de los asuntos
abstractos.
La fuerza
de lo sensacional
No hay
duda de que la información estadística abstracta no nos influye tanto como la
anécdota, por sofisticada que sea la persona. Pondré algunos ejemplos.
El
pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un
El
pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un niño se cayó a un pozo en
Italia. El equipo de rescate no conseguía sacarlo del agujero, y el niño
permanecía en el fondo del pozo, llorando desconsolado. A toda Italia le
preocupaba su suerte, lo cual era muy comprensible; el país entero estaba
pendiente de las noticias que iban llegando. El llanto del niño producía un
dolor agudo y un sentimiento de culpa en los impotentes rescatadores y
periodistas. La imagen del niño ocupaba la primera página de periódicos y
revistas, y apenas se podía caminar por el centro de Milán sin que a uno le
recordaran la difícil situación del pequeño.
Entretanto,
la guerra civil de Líbano se recrudecía, con algún breve paréntesis en el
conflicto. En medio de tanta confusión, a los libaneses les preocupaba también
la suerte de aquel niño. El niño italiano. A diez kilómetros de distancia, la
gente moría a causa de la guerra, los ciudadanos sufrían la amenaza de los
coches bomba, pero el destino del pequeño italiano ocupaba los primeros puestos
en las preocupaciones de la población del barrio cristiano de Beirut: «Mira qué
mono es», me decían. Y toda la ciudad respiró cuando al fin rescataron al niño.
Como
se supone que dijo Stalin (que algo sabía sobre la mortalidad): «Una muerte es
una tragedia; un millón de muertes, una estadística». La estadística permanece
callada en nuestro interior.
El
terrorismo mata, pero el mayor asesino sigue siendo el entorno, responsable de
cerca de 13 millones de muertes cada año. Ahora bien, el terrorismo provoca
ira, la cual hace que sobreestimemos la probabilidad de un posible ataque
terrorista, sobreestimemos la probabilidad de un posible ataque terrorista, y
que reaccionemos con mayor violencia cuando se produce. Sentimos el aguijón del
daño producido por el hombre más que el que causa la naturaleza.
Central
Park. Estamos en un avión y nos dirigimos a Nueva York, donde vamos a pasar un
fin de semana largo (y dándole a la bebida). Al lado tenemos a un corredor de
seguros que, como buen vendedor, no puede dejar de hablar. Para él, no hablar
es la actividad que le supone un esfuerzo. Nos dice que su primo (con quien va
a celebrar las vacaciones) trabajaba en un bufete de abogados con alguien (el
hermano gemelo del socio de su cuñado) a quien asaltaron y asesinaron en Central
Park. Sí, el Central Park de la gloriosa ciudad de Nueva York. Ocurrió en 1989,
si no recuerda mal (ahora estamos en 2007). La pobre víctima sólo tenía treinta
y ocho años, esposa y tres hijos, uno de los cuales sufría una enfermedad de
nacimiento y requería de cuidados especiales en el Cornell Medical Center. Tres
hijos, uno de los cuales necesitaba atención especial, perdieron a su padre por
aquella insensata visita a Central Park.
Bien,
lo más probable es que evitemos Central Park durante nuestra estancia en la
ciudad. Sabemos que podemos informarnos sobre las estadísticas de delitos en la
Red o en cualquier folleto, y no en las anécdotas de un vendedor que sufre
incontinencia verbal. Pero no lo podemos evitar. Por un momento, el nombre de
Central Park nos llevará a la mente la imagen de aquel pobre hombre tirado
sobre la hierba contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa
contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa duda, necesitaremos
mucha información estadística.
Montar
en moto. Asimismo, es probable que la muerte de un familiar en accidente de
moto influya en nuestra actitud hacia las motos, mucho más que volúmenes
enteros de análisis estadísticos. Podemos buscar estadísticas en la Red sin
esfuerzo alguno, pero no nos vienen a la mente de forma fácil. Imaginemos que
voy con mi Vespa por la ciudad, ya que nadie de mi entorno más próximo ha
sufrido recientemente ningún accidente (aunque, por lógica, soy consciente de
este problema, soy incapaz de obrar en consecuencia).
Ahora
bien, no estoy en desacuerdo con quienes recomiendan el uso de una narración
para atraer la atención. Puede que nuestra conciencia esté vinculada a nuestra
capacidad de inventarnos alguna forma de historia sobre nosotros mismos. Sin
embargo, la narración puede ser letal cuando se emplea en lugares equivocados.
Los
atajos
Voy a
ir ahora más allá de la narrativa para hablar de los atributos más generales
del pensamiento y el razonamiento que se esconden detrás de nuestra agobiante
superficialidad. Una reputada tradición investigadora ha catalogado y estudiado
estos defectos, tradición que representa la escuela llamada Society of
Judgement
and Decisión Making (la única sociedad académica y Judgement and Decisión
Making (la única sociedad académica y profesional de la que soy miembro, y con
mucho orgullo; sus reuniones son las únicas en las que no se me sobrecargan los
hombros ni sufro ataques de cólera). Está asociada a la escuela de
investigación que iniciaron Daniel Kahneman, Amos Tversky y sus amigos, como
Robyn Dawes y Paul Slovic. Sus miembros son sobre todo psicólogos empíricos y
científicos cognitivos, cuya metodología se ciñe estrictamente a dos objetivos:
realizar experimentos controlados y precisos (al estilo de la física) sobre los
seres humanos, y elaborar catálogos de cómo reaccionan las personas, con una
teorización mínima. Estos investigadores buscan las regularidades. Observemos
que los psicólogos empíricos emplean la curva de campana para calcular los
errores de sus métodos de comprobación pero, como veremos más técnicamente en
el capítulo 15, ésta es una de las raras aplicaciones adecuadas de la curva de
campana a la ciencia social, debido a la naturaleza de los experimentos. Hemos
visto este tipo de experimentos en este mismo capítulo, cuando hablamos de las
inundaciones en California, y en el capítulo 5, con la identificación del sesgo
de la confirmación. Esos investigadores han trazado el mapa de nuestras
actividades en (básicamente) un modo dual de pensamiento, que dividen en
«sistema 1» y «sistema 2», o sistemas experiencial y cogitativo. La distinción
es sencilla.
El
sistema 1, el experiencial, no requiere esfuerzo, es automático, rápido, opaco
(no sabemos que lo estamos utilizando), procesado en paralelo, y puede
prestarse a errores. utilizando), procesado en paralelo, y puede prestarse a
errores. Es lo que llamamos «intuición», y en él se realizan esos rápidos actos
de destreza conocidos con el nombre de blink (parpadeo), por el título del
famoso libro de Malcolm Gladwell. El sistema 1 es altamente emocional,
precisamente porque es rápido. Produce atajos, llamados «heurística», que nos
permiten funcionar con rapidez y eficacia. Dan Goldstein llama «rápida y
frugal» a esta heurística. Otros prefieren llamarla «rápida y sucia». La verdad
es que estos atajos son sin duda útiles, pues son rápidos, pero a veces nos pueden
llevar a algunos errores graves. Esta idea capital generó toda una escuela de
estudios llamada el enfoque heurístico y sesgado (la heurística se refiere al
estudio de los atajos; los sesgos, a los errores).
El
sistema 2, el cognitivo, es lo que normalmente llamamos pensamiento. Es el que
usamos en el aula, ya que requiere esfuerzo (incluso a los franceses); es
razonado, lento, lógico, en serie, progresivo y autoconsciente (podemos seguir
los pasos de nuestro razonamiento). Comete menos errores que el sistema
experiencial y, dado que sabemos cómo llegamos a nuestro resultado, podemos
retroceder en nuestros pasos y corregirlos para ajustados a las circunstancias.
La
mayor parte de los errores que cometemos en el razonamiento proceden del uso
del sistema 1, porque pensamos que estamos empleando el sistema 2. ¿Cómo?
Puesto que reaccionamos sin pensar y sin emplear la introspección, la principal
propiedad del sistema 1 es nuestra falta de conciencia de que lo estamos
usando.
Recordemos
nuestro error de ida y vuelta, nuestra tendencia a Recordemos nuestro error de
ida y vuelta, nuestra tendencia a confundir la «no prueba de Cisnes Negros» con
la «prueba de no Cisnes Negros»; esto demuestra cómo funciona el sistema 1.
Tenemos que realizar un esfuerzo (sistema 2) para invalidar nuestra primera
reacción. Es evidente que la madre naturaleza hace que usemos el rápido sistema
1 para salir del atolladero; por eso no nos paramos a pensar si un tigre de
verdad nos va a atacar o si se trata de un ilusión óptica. Echamos a correr de
inmediato, antes de ser «conscientes» de la presencia del tigre.
Se
supone que las emociones son el arma del sistema 1 para dirigirnos y obligarnos
a actuar rápidamente. Logra evitar el riesgo de forma mucho más efectiva que
nuestro sistema cognitivo. De hecho, los neurobiólogos que han estudiado el
sistema emocional demuestran que éste a menudo reacciona ante la presencia del
peligro mucho antes de que seamos plenamente conscientes de él: sentimos miedo
y reaccionamos unas milésimas de segundo antes de darnos cuenta de que estamos
ante una serpiente.
Muchos
de los problemas de la naturaleza humana residen en nuestra incapacidad para
usar gran parte del sistema 2, o para usarlo de forma prolongada sin tener que
tomarnos unas largas vacaciones en la playa. Además, ocurre que con frecuencia
nos olvidamos de usarlo.
Cuidado
con el cerebro
Los
neurobiólogos, por su parte, hacen una distinción similar a Los neurobiólogos,
por su parte, hacen una distinción similar a la del sistema 1 y el sistema 2,
con la salvedad de que ellos trabajan con líneas anatómicas. Su distinción
diferencia entre las partes del cerebro: la parte cortical, que se supone que
empleamos para pensar y que nos distingue de otros animales, y el cerebro
límbico de reacción rápida, que es el centro de los sentimientos y que
compartimos con otros mamíferos.
Como
empirista escéptico que soy, no deseo ser el pavo, así que no quiero centrarme
únicamente en los órganos específicos del cerebro, ya que no observamos muy
bien las funciones del cerebro. Algunas personas tratan de identificar los
llamados correlatos neurales de, por ejemplo, la toma de decisiones o, más
técnicamente, los «sustratos» neurales de, por ejemplo, la memoria. Puede que
el cerebro sea una maquinaria más complicada de lo que pensamos; su anatomía
nos ha engañado repetidamente en el pasado. Sin embargo, podemos evaluar las
regularidades mediante experimentos precisos y exhaustivos sobre cómo
reaccionan las personas en determinadas circunstancias, y llevar la cuenta de
lo que veamos.
Como
ejemplo que justifica el escepticismo sobre la dependencia incondicional de la
neurobiología, y que reivindica las ideas de la escuela empírica de medicina a
la que pertenecía Sexto, pensemos en la inteligencia de las aves. He leído
repetidamente en diversos textos que los animales elaboran su «pensamiento» en
el córtex, y que las criaturas que tienen mayor córtex son también más
inteligentes: los seres humanos tenemos el mayor córtex, seguidos de los
ejecutivos de la banca, los delfines y nuestros primos los monos. Pues bien,
resulta que delfines y nuestros primos los monos. Pues bien, resulta que
algunos pájaros, como por ejemplo los loros, tienen un elevado grado de
inteligencia, equivalente al de los delfines; pero la inteligencia de las aves
está relacionada con el tamaño de otra parte del cerebro llamada hiperestriato.
De modo que la neurobiología, con su atributo de «ciencia dura», a veces
(aunque no siempre) nos puede confundir y llevarnos a una afirmación
platonificada y reduccionista. Me asombra que los «empiristas», escépticos como
son sobre los vínculos entre la anatomía y la función, tengan tal perspicacia;
no es de extrañar que su escuela desempeñara un papel muy pequeño en la
historia intelectual. Como empirista escéptico, prefiero los experimentos de la
psicología empírica a las resonancias magnéticas de los neurobiólogos, aun en
el caso de que los primeros le parezcan al público menos «científicos».
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