lunes, octubre 11, 2021

El Cisne Negro

 


Nuestro cerebro está hecho para ver más orden del que realmente hay. Y aunque esto pudo ser de mucha ayuda en las circunstancias dentro de las que vivieron nuestros más remotos antepasados, no nos sirve de mayor cosa a la hora de predecir, por ejemplo, una drástica caída de los precios accionarios.

Estamos programados para crear historias simples sobre fenómenos muy complejos y variados; de modo que siempre terminamos falseando la realidad. El resultado de esto es que perdemos control de la realidad y nos volvemos incapaces para predecir cualquier anomalía estadística.

En este texto, el autor presenta su teoría de los cisnes negros para ilustrar el modo en que la mayoría de nosotros cae en la trampa de pasar por alto las anomalías con el fin de uniformar cualquier modelo mental o teoría. Entre los temas tratados modelo mental o teoría. Entre los temas tratados están: la falacia narrativa, pronósticos falsos y cómo entablar amistad con los cisnes negros.

PRÓLOGO

Del plumaje de las aves

Antes del descubrimiento de Australia, las personas del Viejo Mundo estaban convencidas de que todos los cisnes eran blancos, una creencia irrefutable pues parecía que las pruebas empíricas la confirmaban en su totalidad. La visión del primer cisne negro pudo ser una sorpresa interesante para unos pocos ornitólogos (y otras personas con mucho interés por el color de las aves), pero la importancia de la historia no radica aquí. Este hecho ilustra una grave limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación o la experiencia, y la fragilidad de nuestro conocimiento. Una sola observación puede invalidar una afirmación generalizada derivada de milenios de visiones confirmatorias de millones de cisnes blancos. Todo lo que se necesita es una sola (y, por lo que me dicen, fea) ave negra.1

Doy un paso adelante, dejando atrás esta cuestión lógico filosófica, para entrar en la realidad empírica, la cual me obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los tres atributos que siguen.

Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada del pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible.

Me detengo y resumo el terceto: rareza, impacto extremo y predictibilidad retrospectiva (aunque no prospectiva).2 Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida que el mundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes.

Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a continuación. (No vale engañarse echando mano de las repetidas explicaciones que el aburrido profesor del instituto nos metió a machamartillo en la aburrido profesor del instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del ascenso de Hitler y la posterior guerra? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque soviético? ¿Y de la aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y la difusión de Internet? ¿Y de la crisis bursátil de 1987 (y de la más inesperada recuperación)? Las tendencias, las epidemias, la moda, las ideas, la emergencia de las escuelas y los géneros artísticos, todos siguen esta dinámica del Cisne Negro. Prácticamente, casi todo lo importante que nos rodea se puede matizar.

Esta combinación de poca predictibilidad y gran impacto convierte el Cisne Negro en un gran rompecabezas; pero no está ahí aún el núcleo de lo que nos interesa en este libro. Añadamos a este fenómeno el hecho de que tendemos a actuar como si eso no existiera. Y no me refiero sólo al lector, a su primo Joey o a mí, sino a casi todos los «científicos sociales» que, durante más de un siglo, han actuado con la falsa creencia de que sus herramientas podían medir lo incierto. Y es que la aplicación de la ciencia de la incertidumbre a los problemas del mundo real ha tenido unos efectos ridículos. Yo he tenido el privilegio de verlo en las finanzas y la economía. Preguntémosle a nuestro corredor de Bolsa cómo define «riesgo», y lo más probable es que nos proporcione una medida que excluya la posibilidad del Cisne Negro y, por tanto, una definición que no tiene mejor valor predictible que la astrología para valorar los riesgos totales (ya veremos cómo disfrazan el fraude intelectual con las matemáticas). Este problema es endémico en las cuestiones sociales.

La idea central de este libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio, en particular las grandes desviaciones: ¿por qué nosotros, científicos o no científicos, personas de alto rango o del montón, tendemos a ver la calderilla y no los billetes? ¿Por qué seguimos centrándonos en las minucias, y no en los posibles sucesos grandes e importantes, pese a las evidentes pruebas de lo muchísimo que influyen? Y, si seguimos con mi argumentación, ¿por qué de hecho la lectura del periódico disminuye nuestro conocimiento del mundo?

Es fácil darse cuenta de que la vida es el efecto acumulativo de un puñado de impactos importantes. No es tan difícil identificar la función de los Cisnes Negros desde el propio sillón (o el taburete del bar). Hagamos el siguiente ejercicio. Pensemos en nuestra propia existencia. Contemos los sucesos importantes, los cambios tecnológicos y los inventos que han tenido lugar en nuestro entorno desde que nacimos, y comparémoslos con lo que se esperaba antes de su aparición. ¿Cuántos se produjeron siguiendo un programa? Fijémonos en nuestra propia vida, en la elección de una profesión, por ejemplo, o en cuando conocimos a nuestra pareja, en el exilio de nuestro país de origen, en las traiciones con que nos enfrentamos, en el enriquecimiento o el empobrecimiento súbitos. ¿Con qué frecuencia ocurrió todo esto según un plan preestablecido?

Lo que no sabemos

La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea

La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que sabemos. Tengamos en cuenta que muchos Cisnes Negros pueden estar causados y exacerbados por el hecho de ser inesperados.

Pensemos en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001: si el riesgo hubiera sido razonablemente concebible el día 10, no se habría producido el atentado. Si una posibilidad como ésa se hubiera considerado digna de atención, aviones de combate habrían sobrevolado las Torres Gemelas, las aeronaves hubiesen dispuesto de puertas antibalas y el atentado no habría tenido lugar, y punto. Podría haber ocurrido otra cosa. ¿Qué? No lo sé.

¿No es extraño ver que un suceso se produce precisamente porque no se esperaba que fuera a ocurrir? ¿Qué tipo de defensa tenemos contra ello? Cualquier cosa que se nos ocurra (que Nueva York es un blanco fácil para los terroristas, por ejemplo) puede resultar ineficaz si el enemigo sabe que lo sabemos. Quizá parezca raro que, en un juego estratégico de este tipo, lo que sabemos pueda ser por completo intrascendente.

Esto se aplica a toda clase de sucesos y negocios. Pensemos en la «receta secreta» para forrarse en el negocio de la restauración. Si fuera conocida y obvia, entonces algún vecino habría dado con la idea y ésta se habría convertido en algo corriente. El siguiente gran negocio en la industria de la restauración debe ser una idea que no se le ocurra fácilmente a la actual población de restauradores. Debe estar a cierta la actual población de restauradores. Debe estar a cierta distancia de las expectativas. Cuanto más inesperado sea el éxito de esa empresa, menor será el número de competidores, y mayor éxito tendrá el emprendedor que lleve la idea a la práctica. Lo mismo se puede decir del negocio del calzado, de la edición o de cualquier tipo de empresa. Y lo mismo cabe decir de las teorías científicas: a nadie le interesa oír trivialidades. El beneficio de una empresa humana es, en general, inversamente proporcional a lo que se esperaba que fuera.

Pensemos en el tsunami que se produjo en el Pacífico en diciembre de 2004. De haber sido esperado, no hubiera causado los daños que causó: las zonas afectadas hubieran estado menos pobladas, se habría instalado un sistema de alarma preventiva. Lo que sabemos realmente no nos puede hacer daño.

Expertos y «trajes vacíos» (farsantes)

La incapacidad de predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos.

Pero actuamos como si fuéramos capaces de predecir los hechos o, peor aún, como si pudiésemos cambiar el curso de la historia. Hacemos proyecciones a treinta años del déficit de la seguridad social y de los precios del petróleo, sin darnos cuenta de que ni siquiera podemos prever unos y otros para el verano que viene. Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. Lo sorprendente no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta de conciencia que tenemos de ellos. Y esto es aún más preocupante cuando nos metemos en conflictos mortales: las guerras son fundamentalmente imprevisibles (y no lo sabemos). Debido a esta falsa comprensión de las cadenas causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química.

Nuestra incapacidad para predecir en entornos sometidos al Cisne Negro, unida a una falta general de conciencia de este estado de las cosas, significa que determinados profesionales, aunque creen que son expertos, de hecho no lo son. Si consideramos los antecedentes empíricos, resulta que no saben sobre la materia de su oficio más que la población en general, pero saben contarlo mejor o, lo que es peor, saben aturdimos con complicados modelos matemáticos. También es más probable que lleven corbata.

Dado que los Cisnes Negros son impredecibles, tenemos que amoldarnos a su existencia (más que tratar ingenuamente de preverlos). Hay muchas cosas que podemos hacer si nos centramos en el anticonocimiento, o en lo que no sabemos. Entre otros muchos beneficios, uno puede dedicarse a buscar Cisnes Negros (del tipo positivo) con el método de la serendipidad, Negros (del tipo positivo) con el método de la serendipidad, llevando al máximo nuestra exposición a ellos. En efecto, en algunos ámbitos -como el del descubrimiento científico y el de las inversiones de capital en empresas conjuntas- hay una compensación desproporcionada de lo desconocido, ya que lo típico es que, de un suceso raro, uno tenga poco que perder y mucho que ganar. Veremos que, contrariamente a lo que se piensa en el ámbito de la ciencia social, casi ningún descubrimiento, ninguna tecnología destacable surgieron del diseño y la planificación: no fueron más que Cisnes Negros. La estrategia de los descubridores y emprendedores es confiar menos en la planificación de arriba abajo y centrarse al máximo en reconocer las oportunidades cuando se presentan, y juguetear con ellas. De modo que no estoy de acuerdo con los seguidores de Marx y los de Adam Smith: si los mercados libres funcionan es porque dejan que la gente tenga suerte, gracias al agresivo método del ensayo y error, y no dan a las personas recompensas ni «incentivos» por su destreza. Así pues, la estrategia es juguetear cuanto sea posible y tratar de reunir tantas oportunidades de Cisne Negro como se pueda.

Aprender a aprender

Otro defecto humano afín procede de la concentración excesiva en lo que sabemos: tendemos a aprender lo preciso, no lo general.

¿Qué aprendimos de lo ocurrido el 11-S? ¿Aprendimos que algunos sucesos, debido a su dinámica, se sitúan en gran parte fuera del ámbito de lo predecible? No. ¿Descubrimos el defecto inherente de la sabiduría convencional? No. ¿Qué es lo que averiguamos? Aprendimos unas reglas precisas para evitar a los prototerroristas islámicos y los edificios altos. Muchas personas siguen recordándome que es importante ser prácticos y dar pasos tangibles, en vez de «teorizar» sobre el conocimiento. La historia de la línea Maginot demuestra que estamos condicionados por lo específico. Al concluir la Gran Guerra, los franceses construyeron un muro siguiendo la ruta de la anterior invasión alemana para prevenir una nueva invasión; Hitler no hizo sino limitarse, (casi) sin esfuerzo alguno, a rodearla. Los franceses habían sido unos excelentes estudiantes de historia; lo que ocurrió es que aprendieron con excesiva precisión. Fueron demasiado prácticos y se centraron de forma exagerada en su propia seguridad.

No aprendemos espontáneamente que no aprendemos que no aprendemos. El problema radica en la estructura de nuestra mente: no aprendemos reglas sino hechos, y sólo hechos. Parece que no somos muy dados a elaborar metarreglas (como la regla de que tenemos tendencia a no aprender reglas). Desdeñamos lo abstracto; lo despreciamos con pasión.

¿Por qué? En este punto es necesario, como lo es en mis planes para el resto del libro, poner boca abajo la sabiduría convencional y demostrar que es inaplicable para nuestro entorno moderno, complejo y cada vez más recursivo.3

Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha nuestra mente? Se diría que disponemos del manual del usuario equivocado. No parece que nuestra mente esté hecha para pensar ni practicar la introspección; de ser así, las cosas nos serían hoy día más fáciles, pero entonces no estaríamos aquí hoy, ni yo me hallaría aquí para hablar de ello: mi ancestro contrafactual, introspectivo y profundamente reflexivo habría sido devorado por un león, al tiempo que su primo no reflexivo, pero de mayor velocidad en sus reacciones, habría corrido a protegerse. Consideremos que pensar requiere tiempo y, normalmente, un gran desperdicio de energía; que nuestros predecesores pasaron más de cien millones de años como mamíferos no pensantes, y que en ese instante que ha sido nuestra historia y durante el que hemos empleado nuestro cerebro, lo hemos utilizado para ocuparnos de temas demasiado secundarios como para ser importantes. Las pruebas demuestran que pensamos mucho menos de lo que creemos, a excepción, quizá, de cuando pensamos en esta misma realidad.

Un nuevo tipo de ingratitud

Entristece bastante pensar en las personas a quienes la historia ha maltratado. Los poetes maudits, como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, fueron despreciados por la sociedad y posteriormente adorados y de consumo obligado para los posteriormente adorados y de consumo obligado para los escolares. (Incluso hay escuelas que llevan el nombre de quienes en su día fueron unos malísimos estudiantes.) Lamentablemente, ese reconocimiento le llegó al poeta demasiado tarde para que le aprovechara como podrían haberle aprovechado unos tragos de serotonina, o para apuntalar su romántica vida en la Tierra. Pero hay héroes aún peor tratados: la muy triste categoría de aquellos que no saben que fueron héroes, que nos salvaron la vida, que nos ayudaron a evitar desastres. No dejaron rastro y ni siquiera supieron que estaban haciendo una aportación.

Recordamos a los mártires que murieron por una causa conocida, pero nunca a aquellos cuya contribución fue igual de efectiva, pero de cuya causa nunca fuimos conscientes, precisamente porque tuvieron éxito. Nuestra ingratitud hacia los poetes maudits se diluye completamente ante este otro tipo de desagradecimiento. Es una ingratitud mucho más despiadada: la sensación de inutilidad por parte de un héroe silencioso. Lo ilustraré con el siguiente experimento del pensamiento.

Imaginemos que un legislador con coraje, influencia, inteligencia, visión de futuro y perseverancia consigue hacer aprobar una ley que va a entrar en vigor el 10 de septiembre de 2001; la ley obliga a colocar puertas a prueba de bala, y que estén permanentemente cerradas, en todas las cabinas de los aviones (lo cual supone unos gastos enormes para las batalladoras compañías aéreas), sólo por si los terroristas decidieran utilizar aviones para atacar el World Trade Center de Nueva York. Ya sé que es una locura, pero sólo se trata de un experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible que no exista un legislador con inteligencia, coraje, visión de futuro y perseverancia; ahí está el quid del experimento). Tal ley no sería muy popular entre el personal de vuelo, pues les complica la vida. Pero no hay duda de que hubiera evitado el 11-S.

La persona que impuso cerraduras en las puertas de las cabinas no tiene estatua en las plazas públicas, tan sólo una breve mención de su aportación en el obituario: «Joe Smith, que ayudó a evitar el 11-S, murió a consecuencia de una enfermedad hepática». Al ver lo superflua que fue su medida, y los gastos que generó, bien pudiera ser que el público, con gran ayuda de los pilotos de líneas aéreas, lo alejara del poder. Vox clamantis in deserto. Se jubilará deprimido, con una gran sensación de fracaso. Morirá con la impresión de no haber hecho nada útil. Quisiera poder asistir a su entierro, pero, querido lector, no sé dónde está. Y sin embargo, el reconocimiento puede ser todo un incentivo. Créame, incluso quienes dicen sinceramente que no creen en el reconocimiento, y que separan el trabajo de los frutos del mismo, en realidad éste les supone un trago de serotonina. Pensemos cómo se recompensa al héroe silencioso: hasta su propio sistema hormonal conspirará para no ofrecerle recompensa alguna.

Ahora pensemos en lo sucedido el 11-S. Una vez acaecido lo acaecido, ¿quién se llevó el reconocimiento? Aquellos a quienes vimos en los medios de comunicación, en la televisión realizando actos heroicos, y aquellos a quienes vimos que intentaban darnos la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta última categoría se incluye a alguien como el director de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, que «salvó la Bolsa» y recibió una muy considerable prima por su aportación (el equivalente a varios miles de salarios medios). Todo lo que tuvo que hacer fue estar ahí para hacer sonar la campanilla de apertura de la sesión por televisión, y la televisión, como veremos, transporta la injusticia y es una causa importante de la ceguera del Cisne Negro.

¿A quién se recompensa, al banquero central que evita una recesión o al que acude a «corregir» los fallos de su predecesor y resulta que está ahí durante cierta recuperación económica? ¿Quién tiene mayor valor, el político que evita una guerra o el que empieza una nueva (y tiene la suerte de ganarla)?

Se trata del mismo revés lógico que veíamos antes respecto al valor de lo que no sabemos; todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos. Glorificamos a quienes dejaron su nombre en los libros de historia a expensas de aquellos contribuyentes de quienes la historia nada dice. Los seres humanos no sólo somos un género superficial (algo que, en cierta medida, se puede curar), somos un género muy injusto.

La vida es muy inusual

Este libro trata de la incertidumbre; para este autor, el suceso raro equivale a la incertidumbre. Puede parecer una declaración categórica -la de que debemos estudiar principalmente los sucesos raros y extremos para poder entender los habituales-, pero me voy a explicar cómo sigue. Hay dos formas posibles de abordar el fenómeno. La primera es descartar lo extraordinario y centrarse en lo «normal». El examinador deja de lado las «rarezas» y estudia los casos corrientes. El segundo enfoque es considerar que, para entender un fenómeno, en primer lugar es necesario considerar los extremos, sobre todo si, como ocurre con el Cisne Negro, conllevan un efecto acumulativo extraordinario.

No me importa particularmente lo habitual. Si queremos hacernos una idea del carácter, los principios éticos y la elegancia personal de un amigo, debemos observarle en la prueba que supone pasar por momentos difíciles, no durante el esplendor rosado de la vida cotidiana. ¿Podemos adivinar el peligro de un criminal con sólo observar lo que hace en un día corriente? ¿Podemos entender la salud sin considerar las tremendas enfermedades y epidemias? No hay duda de que, a menudo, lo normal es irrelevante.

Casi todo lo concerniente a la vida social es producto de choques y ciertos saltos raros pero trascendentales; y pese a ello, casi todo lo que se estudia sobre la vida social se centra en lo «normal», especialmente en los métodos de inferencia de la campana de Gauss, la «curva de campana», que no nos dicen casi nada. ¿Por qué? Porque la curva de campana ignora las grandes desviaciones, no las puede manejar, y sin embargo nos hace confiar en que hemos domesticado la incertidumbre. A este fraude lo denominaremos GFI, «gran fraude intelectual».

Platón y el estudioso obsesivo

En los inicios de la revuelta de los judíos en el siglo I de nuestra era, la causa de gran parte de la ira de éstos fue la insistencia de los romanos en colocar una estatua de Calígula en el templo de Jerusalén, a cambio de levantar una estatua del dios judío Yahvé en los templos romanos. Los romanos no se daban cuenta de que lo que los judíos (y los posteriores monoteístas de Oriente) querían decir con dios era algo abstracto, que lo abarcaba todo, y que nada tenía que ver con la representación antropomórfica y excesivamente humana en que ellos pensaban cuando decían deus. Lo fundamental era que el dios judío no se prestaba a la representación simbólica, Asimismo, la que mucha gente convierte en mercancía y etiqueta como «desconocido», «improbable» o «incierto» no es para mí lo mismo; no es una categoría de conocimiento concreta y precisa, un campo hecho para el estudioso obsesivo, sino todo lo contrario: posee la carencia (y las limitaciones) del conocimiento. Es exactamente lo contrario del conocimiento; uno debería aprender a evitar el uso de términos aplicados al conocimiento para describir su de términos aplicados al conocimiento para describir su contrario.

Lo que llamo platonicidad, siguiendo las ideas (y la personalidad) de Platón, es nuestra tendencia a confundir el mapa con el territorio, a centramos en «formas» puras y bien definidas, sean objetos, como los triángulos, o ideas sociales, como las utopías (sociedades construidas conforme a algún proyecto de lo que «tiene sentido»), y hasta las nacionalidades. Cuando estas ideas y nítidos constructos habitan en nuestra mente, les damos prioridad sobre otros objetos menos elegantes, aquellos que tienen estructuras más confusas y menos tratables (una idea que iré desarrollando a lo largo de este libro).

La platonicidad es lo que nos hace pensar que entendemos más de lo que en realidad entendemos. Pero esto no ocurre en todas partes. No estoy diciendo que las formas platónicas no existen. Los modelos y las construcciones, estos mapas intelectuales de la realidad, no siempre son erróneos; lo son únicamente en algunas aplicaciones específicas. La dificultad reside en que: a) no sabemos de antemano (sólo después del hecho) dónde estará equivocado el mapa; y que b) los errores pueden llevarnos a consecuencias graves. Estos modelos son como medicinas potencialmente útiles que tienen unos efectos secundarios aleatorios pero muy graves.

El redil platónico es la explosiva línea divisoria donde la mentalidad platónica entra en contacto con la confusa realidad, donde la brecha entre lo que sabemos y lo que pensamos que sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde aparece el Cisne Negro.

Demasiado soso para escribir sobre ello

Dicen que el genial cineasta Luchino Visconti se aseguraba de que, cuando los actores señalaban una caja cerrada que debía contener joyas, hubiera dentro de ella joyas de verdad. Podía ser una forma eficaz de hacer que los actores vivieran el papel que representaban. Creo que el gesto de Visconti puede proceder también de un simple sentido de la estética y de un deseo de autenticidad; en cierto modo, pudiera parecer incorrecto engañar al espectador.

Este libro es un ensayo que expone una idea fundamental; no recicla ni presenta en un nuevo envoltorio pensamientos de otras personas. Un enervo es una meditación impulsiva, no un informe científico. Pido disculpas si dejo de lado algunos temas evidentes, pues estoy convencido de que lo que a mí me resulta aburrido de escribir podría ser demasiado aburrido de leer para el lector. (Además, para evitar el aburrimiento puede sernos de gran ayuda filtrar todo lo que no sea esencial.)

Hablar es barato. Quien haya recibido demasiadas clases de filosofía en la universidad (o quizá no las suficientes) podría objetar que la visión de un Cisne Negro no invalida la teoría de que todos los cisnes son blancos, ya que esa ave negra no es técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco sería la propiedad esencial del cisne. Es verdad que quienes lean a Wittgenstein en exceso (y comentarios acerca de Wittgenstein) pueden tener la impresión de que los problemas del lenguaje son importantes. No hay duda de que pueden ser de importancia para hacerse con un sitio en los departamentos de filosofía, pero son algo que nosotros, los profesionales y los que tomamos decisiones en el mundo real, dejamos para el fin de semana. Como explico en el capítulo titulado «La incertidumbre del farsante», estas sutilezas, con todo su atractivo intelectual, no tienen implicaciones importantes de lunes a viernes, si se comparan con cuestiones más sustanciales (pero más olvidadas). Las personas de aula, que no se han enfrentado a muchas situaciones auténticas de toma de decisiones en un ambiente de incertidumbre, no se dan cuenta de qué es importante y qué no lo es; ni siquiera aquellos que son eruditos de la incertidumbre (o especialmente aquellos que son eruditos de la incertidumbre). Lo que llamo la práctica de la incertidumbre puede ser piratería, especulación de bienes, juego profesional, trabajar en alguna rama de la Mafia, o sencillamente una simple acción empresarial en serie. De ahí que clame contra el «escepticismo estéril», ese sobre el que nada podemos hacer, y contra los problemas excesivamente teóricos del lenguaje que han convertido a gran parte de la filosofía moderna en irrelevante para lo que burlonamente se llama el «público en general». (Antes, para bien o para mal, esos raros filósofos y pensadores que no destacaban por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los académicos especializados en disciplinas abstractas dependen mutuamente de sus respectivas opiniones, sin comprobaciones externas, con el grave resultado patológico de que en ocasiones convierten sus objetivos en limitados concursos de demostración de habilidad. Cualesquiera que fueran las deficiencias del antiguo sistema, al menos obligaba a tener cierto nivel de importancia.)

La filósofa Edna Ullmann-Margalit detectó una incoherencia en este libro, y me pidió que justificara el uso de la exacta metáfora del Cisne Negro para describir lo desconocido, lo abstracto y lo incierto impreciso: cuervos blancos, elefantes de color rosa o vaporosos habitantes de un planeta remoto que órbita alrededor de Tau Ceti. Admito que me cogió con las manos en la masa. Efectivamente, hay una contradicción; este libro es una historia, y prefiero usar historias y viñetas para ilustrar nuestra credibilidad sobre las historias y nuestra preferencia por la peligrosa compresión de las narraciones.

Para desplazar una historia se necesita otra historia. Las metáforas y las historias tienen muchísima más fuerza (lamentablemente) que las ideas; también son más fáciles de recordar y más divertidas de leer. Si tengo que ir tras lo que yo denomino las disciplinas narrativas, mi mejor herramienta es la narración.

Las ideas van y vienen; las historias permanecen

El complejo asunto de este libro no es simplemente la curva de campana, ni el estadístico que se engaña a sí mismo, ni tampoco el erudito platonificado que necesita las teorías para autoengañarse. Es el impulso a «centrarse» en lo que tiene sentido para nosotros. Vivir en nuestro planeta, hoy día, requiere muchísima más imaginación de la que nos permite nuestra propia constitución. Carecemos de imaginación y la reprimimos en los demás.

Observe el lector que en este libro no me baso en el horroroso método de reunir «pruebas corroborativas» selectivas. Por razones que explico en el capítulo 5, a esta sobrecarga de ejemplos la llamo empirismo ingenuo: las sucesiones de anécdotas seleccionadas para que se ajusten a una historia no instituyen una prueba. Cualquiera que busque la confirmación enconará la suficiente para engañarse a sí mismo, y sin duda a sus iguales.4 La idea del Cisne Negro se basa en la estructura de lo aleatorio en la realidad empírica.

En resumen: en este ensayo (personal), yergo la cabeza y proclamo, en contra de muchos de nuestros hábitos de pensamiento, que nuestro mundo está dominado por lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable (improbable según nuestros conocimientos actuales), y aun así empleamos el tiempo en dedicarnos a hablar de menudencias, centrándonos en lo conocido y en lo repetido. Esto implica la necesidad de usar el suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una excepción que haya que ocultar bajo la alfombra. También proclamo con mayor osadía (y mayor fastidio) que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será progresivamente menos predecible, mientras parece que tanto la naturaleza humana como la «ciencia» social conspiran para ocultarnos tal idea.

Los capítulos

La secuencia de este libro sigue una lógica simple: va desde lo que se puede etiquetar como puramente literario (en el tema y en el trato) a lo que se puede considerar enteramente científico (en el tema, aunque no en el trato). En la primera parte y el principio de la segunda aparecerá sobre todo la psicología; en el resto de la segunda parte y en la tercera nos ocuparemos principalmente de los negocios y de la ciencia natural. La primera parte, «La antibiblioteca de Umberto Eco», se ocupa en especial de cómo percibimos los sucesos históricos y actuales, y de qué distorsiones aparecen en esa percepción. La segunda parte, «Simplemente no podemos predecir», trata de los errores que cometemos al ocuparnos del futuro y de las limitaciones inadvertidas de algunas «ciencias», y de qué podemos hacer al respecto. La tercera parte, «Aquellos cisnes grises de Extremistán», profundiza en el tema de los sucesos extremos, explica cómo se genera la curva de campana (ese gran fraude intelectual) y revisa las ideas de las ciencias naturales y sociales vagamente agrupadas con la etiqueta de «complejidad». La cuarta parte, «Fin», será muy breve.

Al escribir este libro disfruté mucho más de lo que había esperado —en realidad se escribió solo— y confío en que el lector tenga la misma experiencia al leerlo. Confieso que me enganché a esta incursión en las ideas puras después de las limitaciones que me impuso una vida activa y dedicada a los negocios. Cuando se haya publicado este libro, mi objetivo es alejarme del ajetreo de las actividades públicas para poder pensar con toda tranquilidad sobre mi idea científico-filosófica. 

Primera Parte

La antibiblioteca de Umberto Eco, o de cómo buscamos la validación

El escritor Umberto Eco pertenece a esa reducida clase de eruditos que son enciclopédicos, perspicaces y amenos. Posee una extensa biblioteca personal (con más de treinta mil libros), y divide a los visitantes en dos categorías: aquellos que reaccionan con un «¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de éstos ha leído?», y los demás — una minoría muy reducida—, que saben que una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos. Nuestra biblioteca debería contener tanto de lo que no sabemos como nuestros medios económicos, la hipoteca y el actual mercado activo, competitivo y con escasa variación de precios de la propiedad inmobiliaria nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y más libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto más sabemos, más largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca.

Tendemos a tratar nuestros conocimientos como una propiedad personal que se debe proteger y defender. Es un adorno que nos permite ascender en la jerarquía social. De modo que esta tendencia a herir la sensibilidad de la biblioteca de Eco al centrarse en lo conocido es un sesgo humano que se extiende a nuestras operaciones mentales. Las personas no van por ahí con anticurrículum vítae en que se nos cuente lo que no han estudiado ni experimentado (una tarea que corresponde a sus competidores), pero sería bonito que lo hicieran. Del mismo modo que necesitamos darle la vuelta a la lógica de la biblioteca, nos ocuparemos de dársela al propio conocimiento. Observemos que el Cisne Negro procede de nuestra falsa comprensión de la probabilidad de las sorpresas, de esos libros no leídos, porque nos tomamos un poco demasiado en serio lo que sabemos.

En los capítulos de este apartado abordaremos la cuestión de cómo los seres humanos nos ocupamos del conocimiento, y de nuestra preferencia por lo anecdótico sobre lo empírico. El capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi propia obsesión. Haré una distinción fundamental entre dos variedades de lo aleatorio en el capítulo 3. A continuación, en el capítulo 4, volveré brevemente al problema del Cisne Negro en su forma original: cómo tendemos a generalizar a partir de lo que vemos. Luego expongo tres facetas del mismo problema del Cisne Negro: a) el error de la confirmación, o de cómo tendemos a desdeñar sin motivo la parte virgen de la biblioteca (la costumbre de fijarnos en lo que confirma nuestros conocimientos, no nuestra ignorancia), en el capítulo 5; b) la falacia narrativa, o de cómo nos engañamos con historias y anécdotas (capítulo 6); c) de cómo los sentimientos se entrometen en nuestras inferencias (capítulo 7); y d) el problema de las pruebas silenciosas, o los trucos que la historia emplea para ocultarnos los Cisnes Negros (capítulo 8). El capítulo 9 se ocupa de la letal falacia de construir el conocimiento a partir del mundo de los juegos.

1. El aprendizaje de un escéptico empírico

Este libro no es una autobiografía, de modo que me voy a saltar las escenas de guerra. En realidad, aun en el caso de que fuese una autobiografía, me saltaría igualmente esas escenas. No puedo competir con las películas de acción ni con las memorias de aventureros más consumados que yo, así que me voy a ceñir a mis especialidades: la oportunidad y la incertidumbre.

Anatomía de un Cisne Negro

Durante más de un milenio, la costa mediterránea oriental llamada Syria Libanensis, o Monte Líbano, supo albergar al menos una docena de sectas, etnias y creencias diferentes (fue algo parecido a la magia). Aquel territorio se parecía más a las principales ciudades del Mediterráneo oriental (llamado Levante) que a otras partes del interior de Oriente Próximo (era más fácil moverse en barco que por tierra, atravesando el montañoso terreno). Las ciudades levantinas eran mercantiles por naturaleza; las personas negociaban entre ellas de acuerdo con un protocolo claro, preservando así una paz que alentaba el comercio, y la socialización entre las comunidades era notable. Esos mil años de paz sólo fueron interrumpidos por alguna pequeña fricción ocasional acaecida dentro de las comunidades musulmana y cristiana, raramente entre musulmanes y cristianos. Las ciudades eran mercantiles y ante todo helenistas; en cambio en las montañas se habían asentado múltiples minorías religiosas que decían haber huido tanto de la ortodoxia bizantina como de la musulmana. Un territorio montañoso es el refugio ideal para quienes se salen de lo común, con la salvedad de que el enemigo es el otro refugiado que compite por el mismo tipo de escarpada propiedad inmobiliaria. El mosaico de culturas y religiones de la zona se consideraba un ejemplo de coexistencia: cristianos de todas las variedades (maronitas, armenios, ortodoxos bizantinos greco-sirios, incluso católicos bizantinos, además de los pocos católicos romanos que habían dejado las Cruzadas), musulmanes (chiitas y sunitas), drusos y algunos judíos. Se daba por supuesto que allí la gente aprendía a ser tolerante; recuerdo que en la escuela nos enseñaban que nosotros éramos mucho más civilizados y sabios que las comunidades de los Balcanes, cuyos habitantes no sólo no se bañaban, sino que eran presa de luchas facciosas. Parecía que estábamos en una situación de equilibrio estable, debido a una tendencia histórica hacia la mejora y la tolerancia. Los términos equilibrio y calma eran de uso habitual.

Las dos ramas de mi familia procedían de la comunidad Las dos ramas de mi familia procedían de la comunidad greco-siria, el último asentamiento bizantino del norte de Siria, que incluía lo que hoy se llama Líbano. Tengamos en cuenta que los bizantinos se referían a sí mismos como «romanos», roumi (plural roum) en las lenguas locales. Somos originarios de la zona de olivares que se extiende a los pies del Monte Líbano (perseguíamos a los cristianos maronitas por las montañas en la famosa batalla de Amioun, el pueblo de mis ancestros). Desde la invasión árabe del siglo VII, habíamos vivido en paz mercantil con los musulmanes, aunque sufrimos algún ataque esporádico por parte de los cristianos maronitas libaneses asentados en las montañas. Gracias a cierto acuerdo (literalmente) bizantino entre los gobernantes árabes y los emperadores bizantinos, nos las arreglamos para pagar impuestos a ambas partes y contar con la protección de una y otra. Así conseguimos vivir en paz durante más de mil años prácticamente sin sufrir baños de sangre: nuestro último problema grave fueron los alborotadores cruzados finales, no los árabes musulmanes. Los árabes, quienes parecían estar interesados sólo en la guerra (y la poesía) y, después, los turcos otomanos, a quienes parecía que únicamente les interesaba la guerra (y el placer), nos legaron el poco interesante objetivo del comercio y el menos peligroso de la erudición (como la traducción de textos arameos y griegos).

Fuera como fuese, el país llamado Líbano, al que de repente nos vimos incorporados tras la caída del Imperio otomano a principios del siglo XX, parecía un paraíso estable; además, estaba configurado de forma que fuera predominantemente cristiano. De repente a la gente les lavaron el cerebro para que cristiano. De repente a la gente les lavaron el cerebro para que creyeran en el Estado-nación como una entidad.5 Los cristianos se convencieron a sí mismos de que estaban en el origen y el centro de lo que en sentido amplio se llama cultura occidental, aunque con una ventana hacia Oriente. En un caso clásico de pensamiento estático, nadie tuvo en cuenta las diferenciales en la tasa de natalidad entre las comunidades, y se dio por supuesto que aquella pequeña minoría cristiana sería permanente. A los levantinos se les había concedido la ciudadanía romana, lo cual permitió a un sirio como san Pablo viajar libremente por el mundo antiguo. La gente se sentía unida a todo aquello a lo que merecía la pena estar unido; el lugar estaba exageradamente abierto al mundo, tenía un modo de vida muy sofisticado, una economía próspera y un clima semejante al de California, con unas montañas cubiertas de nieve que se levantaban sobre el Mediterráneo. Esa tierra atrajo a una serie de espías (tanto soviéticos como occidentales), prostitutas (rubias), escritores, poetas, traficantes de drogas, aventureros, jugadores empedernidos, tenistas, esquiadores y comerciantes; profesiones todas ellas que se complementan mutuamente. Mucha gente se comportaba como si estuviera en una película de James Bond, o en los tiempos en que los playboys fumaban, bebían y, en vez de acudir al gimnasio, cultivaban sus relaciones con los buenos sastres.

Allí estaba el principal atributo del paraíso: se decía que los taxistas eran educados (aunque, por lo que yo recuerdo, conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la sabiduría que conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la sabiduría que da la experiencia, aquel territorio parecía, en el recuerdo de las personas, más elíseo de lo que realmente era.

Yo era demasiado joven para degustar los placeres de aquel lugar, pues me convertí en un idealista rebelde y, muy pronto, desarrollé un gusto ascético, contrario a las ostentaciones que demostraban riqueza, alérgico a la evidente persecución del lujo de la cultura levantina y a su obsesión por todo lo monetario.

Ya de adolescente, estaba ansioso por mudarme a una metrópoli donde pulularan menos tipos al estilo James Bond. Pero recuerdo algo que se tenía por especial en el ámbito intelectual. Asistí al liceo francés, que tenía una de las tasas de éxito más elevadas en la obtención del baccalauréat francés (el título de educación secundaria postobligatoria), incluso en la asignatura de Francés. Allí se hablaba el francés con bastante corrección; como en la Rusia prerrevolucionaria, la clase patricia cristiana y judía (desde Estambul a Alejandría) hablaba y escribía en francés formal como signo de distinción lingüística. A los más privilegiados se les mandaba a estudiar a Francia, como ocurrió con mis dos abuelos: mi homónimo paterno en 1912, y el padre de mi madre en 1929. Doscientos años antes, por el mismo instinto de distinción lingüística, los esnobs patricios levantinos escribían en griego, y no en el arameo propio del lugar. (El Nuevo Testamento fue escrito en el mal griego que hablaban los patricios de nuestra capital, Antioquia, lo que llevó a Nietzsche a clamar: «Dios hablaba un mal griego».) Y, con el declive del helenismo, recurrieron al árabe. Así pues, además de considerarlo un «paraíso», del lugar se decía también que era un considerarlo un «paraíso», del lugar se decía también que era un

milagroso cruce de caminos de las que con mucha superficialidad se denominan culturas «oriental» y «occidental».

De sabérselas ingeniar

Mis principios quedaron configurados cuando, a los quince años, fui encarcelado por (presuntamente) atacar a un policía con un trozo puntiagudo de cemento durante unos disturbios estudiantiles; un incidente que tuvo extrañas ramificaciones, ya que en aquel entonces mi abuelo era ministro del Interior y, por tanto, la persona que firmó la orden de aplastar nuestra revuelta. Uno de los alborotadores murió abatido por un policía que presa del miedo, al ser herido con una piedra en la cabeza, empezó a disparar contra nosotros. Recuerdo que estaba en el centro de los disturbios, y que me sentí muy satisfecho cuando me detuvieron, mientras que mis amigos temían por igual la prisión y a sus padres. Atemorizamos al gobierno hasta el punto de que se nos amnistió.

Demostrar la capacidad de actuar según los propios principios, y no ceder ni un milímetro para evitar «ofender» o molestar a los demás, tenía algunas ventajas evidentes. Yo estaba enfurecido y no me importaba lo que mis padres (y mi abuelo) pensaran de mí. Esto hizo que me tuvieran cierto miedo, de modo que no podía permitirme echarme atrás, ni siquiera titubear. Si hubiera ocultado mi participación en los disturbios (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en vez de mostrarme abiertamente desafiante, estoy seguro de que me habrían tratado como a una oveja negra. Una cosa es desafiar superficialmente a la autoridad vistiéndose de forma poco convencional —lo que los científicos y economistas llaman «fácil señalización»— y otra es mostrarse dispuesto a llevar las ideas a la acción.

A mi tío paterno no le preocupaban demasiado mis ideas políticas (unas ideas que van y vienen); lo que le desesperaba era que las utilizara como excusa para vestir de cualquier manera. Para él, la falta de elegancia en un familiar cercano era una ofensa mortal.

El conocimiento público de mi detención generó otro beneficio importante: me permitió evitar los habituales signos externos de la rebelión adolescente. Descubrí que es más efectivo comportarse como un buen chico y ser «razonable» si demuestras que quieres ir más allá de la simple verborrea. Te puedes permitir ser compasivo, poco estricto y educado si, alguna que otra vez, cuando menos se espera de ti, pero con plena justificación, demandas a alguien o atacas con fiereza a un enemigo, sólo para demostrar que sabes arreglártelas.

El «paraíso» esfumado

El «paraíso» libanés se esfumó de repente, después de unas cuantas balas y obuses. Pocos meses después de mi episodio carcelario, con cerca de trece siglos de una destacada coexistencia étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, coexistencia étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, transformó el cielo en un infierno. Se inició una terrible guerra civil entre cristianos y musulmanes, incluidos los refugiados palestinos, que se unieron al bando musulmán. Fue algo brutal, ya que los combates se libraban en el centro de las ciudades y la mayor parte de los enfrentamientos tenían lugar en zonas residenciales (mi instituto estaba a sólo unos cientos de metros de la zona de guerra). El conflicto se prolongó más de quince años; no voy a entrar en detalles. Puede que la invención de la artillería pesada y las armas potentes convirtiera lo que en la época de la espada hubiera sido sólo una situación tensa en una espiral incontrolable de represalias bélicas.

Aparte de la destrucción física (que resultó ser de fácil solución gracias a unos cuantos contratistas motivados, políticos sobornados y accionistas ingenuos), la guerra se llevó gran parte de la corteza de sofisticación que había hecho de las ciudades levantinas un centro permanente de gran refinamiento intelectual durante tres mil años. Los cristianos habían ido abandonando aquella tierra desde los tiempos de los otomanos; los que se fueron a Occidente se bautizaron con nombres occidentales y se fusionaron con la nueva sociedad. Su éxodo se aceleró. La cantidad de personas cultas bajó hasta un nivel crítico. Súbitamente, aquel territorio se convirtió en un vacío. Es difícil recuperarse de la fuga de cerebros, y es posible que parte del antiguo refinamiento se haya perdido para siempre.

La noche estrellada

La próxima vez que el lector sufra un apagón, aprovéchelo para gozar del cielo estrellado. No lo reconocerá. Durante la guerra, los apagones eran frecuentes en Beirut. Antes de que la gente se comprara sus propios generadores, una parte del cielo estaba despejada por la noche, gracias a la ausencia de contaminación lumínica. Era la parte de la ciudad más alejada de la zona de combate. No existía la televisión, y las personas iban en coche a contemplar la erupción de luces de las batallas nocturnas. Se diría que preferían arriesgarse a que un obús las hiciera saltar por los aires al aburrimiento de toda una noche sin aliciente alguno.

Así que se podían ver las estrellas con toda claridad. En el instituto me habían dicho que se encuentran en un estado llamado de equilibrio, de manera que no teníamos por qué temer que se nos vinieran encima inesperadamente. Para mí, aquello tenía una inquietante semejanza con las historias que nos contaban sobre la «singular estabilidad» de Líbano. La propia idea de un supuesto equilibrio me preocupaba. Miraba las constelaciones del cielo y no sabía qué pensar.

La historia y el terceto de la opacidad

La historia es opaca. Se ve lo que aparece, no el guión que produce los sucesos, el generador de la historia. Nuestra forma de captar estos sucesos es en buena medida incompleta, ya que no vemos qué hay dentro de la caja, cómo funcionan los mecanismos. Lo que denomino generador de sucesos históricos no equivale a los propios sucesos, del mismo modo que para leer la mente de los dioses no basta con ser testigos de sus actos. Es muy probable que estemos engañados en lo que a sus intenciones se refiere.

Esta desconexión se asemeja a la diferencia que existe entre la comida que vemos sobre la mesa de un restaurante y el proceso que podamos observar en la cocina. (La última vez que fui a almorzar a cierto restaurante chino de Canal Street, en el centro de Manhattan, vi salir una rata de la cocina.)

La mente humana padece tres trastornos cuando entra en contacto con la historia, lo que yo llamo el terceto de la opacidad. Son los siguientes:

1. la ilusión de comprender, o cómo todos pensamos que sabemos lo que pasa en un mundo que es más complicado (o aleatorio) de lo que creemos;

2. la distorsión retrospectiva, o cómo podemos evaluar las cosas sólo después del hecho, como si se reflejaran en un retrovisor (la historia parece más clara y más organizada en los libros que en la realidad empírica); y

3. la valoración exagerada de la información factual y la desventaja de las personas eruditas y con autoridad, en particular cuando crean categorías, cuando particular, cuando crean categorías, cuando «platonifican».

Nadie sabe qué pasa

El primer componente del terceto es el vicio de pensar que el mundo en que vivimos es más comprensible, más explicable y, por consiguiente, más predecible de lo que en realidad es.

Los adultos no dejaban de decirme que la guerra, que terminó al cabo de casi diecisiete años, iba a acabar «en cuestión de días». Parecían muy convencidos de sus predicciones sobre la duración de la guerra, como lo evidenciaba la cantidad de personas que se sentaban en las habitaciones de los hoteles y otros cuarteles temporales de Chipre, Grecia, Francia y otros sitios, a esperar que la guerra terminara. Uno de mis tíos me repetía una y otra vez que, treinta años antes, cuando los palestinos ricos huyeron hacia Líbano, pensaban que se trataba de una solución temporal (muchos de aquellos que siguen vivos están aún allí, seis décadas después). Pero cuando le preguntaba si iba a pasar lo mismo con nuestro conflicto, replicaba: «No, claro que no. Este lugar es diferente; siempre ha sido diferente». Al parecer, lo que detectaba en los demás no era aplicable a su caso.

Esta ceguera sobre la duración en los exiliados de mediana edad es una enfermedad muy extendida. Más tarde, cuando decidí evitar la obsesión del exiliado por sus raíces (las raíces del exiliado ahondan demasiado en su personalidad), estudié la literatura del exilio, precisamente para evitar la trampa de una nostalgia obsesiva y corrosiva. Parecía que estos exiliados se habían convertido en prisioneros del recuerdo de unos orígenes idílicos: se sentaban junto a otros prisioneros del pasado y hablaban del viejo país; comían sus platos típicos mientras de fondo se oía su música tradicional. Su mente no dejaba de concebir situaciones contrafactuales, de generar escenarios alternativos que podrían haber acontecido y haber evitado esas rupturas históricas; posibilidades del estilo «si el sha no hubiese nombrado primer ministro a aquel incompetente., aún estaríamos allí». Era como si la ruptura histórica tuviera una causa específica, y que la catástrofe se hubiese podido evitar eliminando esa causa concreta. Así que yo intentaba sonsacar a toda persona desplazada con quien me encontrara información sobre su conducta durante el exilio. Casi todos actúan de la misma forma.

Se oyen historias interminables de refugiados cubanos con la maleta aún medio hecha, que llegaron a Miami en la década de 1960 huyendo de una situación cuya solución era «cuestión de días», después de que se instalara el régimen de Castro. Y de refugiados iraníes de París y Londres que huyeron de la República islámica de 1978, pensando que su ausencia no sería más que unas breves vacaciones. Algunos, más de veinticinco años después, siguen esperando el regreso. Muchos rusos que abandonaron el país en 1917, como el escritor Vladimir Nabokov, se asentaron en Berlín, tal vez para estar cerca cuando pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy cuando pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy pronto. El propio Nabokov vivió toda su vida en lugares provisionales, tanto en momentos de indigencia como en otros de abundancia y lujo, y acabó sus días en el hotel Montreux Palace, junto al lago de Ginebra.

En todos estos errores de previsión había, claro está, un poco más de ilusión que de realidad, la ceguera de la esperanza, pero también un problema de conocimiento. Era evidente que la dinámica del conflicto libanés había sido imprevisible; sin embargo, el razonamiento de las personas, cuando analizaban los acontecimientos, mostraba una constante: casi todos los que se preocupaban parecían convencidos de que entendían lo que pasaba. Día tras día conocían sucesos que quedaban completamente fuera de lo previsto, pero aquellas personas no podían imaginar que no los habían previsto. Gran parte de lo que sucedió se habría considerado una auténtica locura respecto al pasado. Pero no parecía tan disparatado después de que ocurriera lo que ocurrió. Esta verosimilitud retrospectiva produce una disminución de la rareza y el carácter concebible del suceso. Más tarde, observé esa misma ilusión de comprender en el éxito de los negocios y mercados financieros.

La historia no gatea: da saltos

Más adelante, cuando proyectaba de nuevo en mi memoria aquellos tiempos de guerra, al tiempo que formulaba mis ideas sobre la percepción de los sucesos aleatorios, desarrollé la imperiosa percepción de que nuestra mente es una magnífica máquina de explicación, capaz de dar sentido a casi todo, hábil para ensartar explicaciones para todo tipo de fenómenos, y generalmente incapaz de aceptar la idea de la impredecibilidad. Esos sucesos eran inexplicables, pero las personas inteligentes pensaban que podían aportar explicaciones convincentes, a posteriori. Además, cuanto más inteligente era la persona, más sólida parecía la explicación. Lo que resulta más inquietante es que todas estas creencias y versiones parecían ser lógicamente coherentes, sin visos de incongruencia alguna.

Abandoné aquel lugar llamado Líbano siendo aún adolescente, pero puesto que allí permanecía una gran cantidad de amigos y familiares, regresaba a menudo de visita, en especial durante los conflictos bélicos. La guerra no era continua: había períodos de enfrentamientos que soluciones «permanentes» interrumpían. Me sentía más próximo a mis raíces en épocas de conflicto y experimentaba la necesidad imperiosa de regresar y mostrar mi apoyo a los que había dejado atrás, que a menudo se sentían deprimidos por la partida de los demás; envidiaban a los amigos de los buenos tiempos, que disfrutaban de seguridad económica y personal, y podían regresar sólo de vacaciones durante aquellos períodos de calma. Yo me sentía incapaz de leer o escribir cuando estaba fuera de Líbano, mientras mis compatriotas morían; en cambio, paradójicamente, me afectaban menos los sucesos y me sentía con más ánimo para perseguir mis intereses intelectuales sin sentimiento de culpa cuando estaba en Líbano. Lo interesante era que las personas se divertían mucho Líbano. Lo interesante era que las personas se divertían mucho durante la guerra y desarrollaron un gusto mayor aún por el lujo, lo cual hacía que las visitas, pese a la guerra, fueran muy atractivas.

Había algunas preguntas difíciles. ¿Cómo podían haber vaticinado que aquellos que parecían ser modelo de tolerancia se convertirían, de la noche a la mañana, en unos bárbaros sin escrúpulos? ¿Por qué el cambio era tan drástico? Al principio pensaba que quizá la guerra libanesa era realmente imposible de predecir, a diferencia de otros conflictos, y que los levantinos eran una raza demasiado compleja para poder entenderla. Después, poco a poco, y a medida que consideraba los grandes acontecimientos de la historia, me di cuenta de que la regularidad de éstos no es una característica local.

El Levante ha sido una especie de productor en masa de sucesos trascendentales que nadie vio cómo se aproximaban. ¿Quién predijo el auge del cristianismo como religión dominante en la cuenca mediterránea y, más adelante, en el mundo occidental? Los cronistas romanos de aquella época ni siquiera citaban la nueva religión; a los historiadores de la cristiandad les asombra la ausencia de menciones contemporáneas de aquellos tiempos. Al parecer, algunos peces gordos asumieron las ideas de un judío aparentemente herético con la suficiente seriedad para pensar que iba a dejar rastro en la posteridad. Sólo disponemos de una única referencia contemporánea a Jesús de Nazaret —en La guerra de los judíos, de Flavio Josefo—, que bien pudo haber añadido más tarde algún devoto copista. ¿Y la religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién predijo que una serie de jinetes iban a extender su imperio y la ley islámica desde el subcontinente indio hasta España en tan sólo unos años? Más que el auge de la cristiandad, el fenómeno que conllevaba mayor impredecibilidad era la expansión del islamismo (la tercera edición, por decirlo de algún modo); a muchos historiadores les ha sorprendido la contundencia del cambio. George Duby, por ejemplo, manifestó su sorpresa por la rapidez con que casi diez siglos de helenismo levantino fueron borrados «con un solo golpe de espada». Un posterior titular de la misma cátedra en el Collège de France, Paul Veyne, comparaba con toda autoridad la difusión de las religiones a los «éxitos de ventas», una comparación que indica impredecibilidad.

Estos tipos de discontinuidades en la cronología de los acontecimientos no hacían de la historia una profesión fácil: el análisis aplicado y minucioso del pasado no nos dice gran cosa sobre el espíritu de la historia; sólo nos crea la ilusión de que la comprendemos.

La historia y las sociedades no gatean: avanzan a saltos. Van de fisura en fisura, con pocas vibraciones intermedias. Sin embargo, nos gusta (como a los historiadores) creer en lo impredecible, en la pequeña progresión incremental.

Para mí supuso un gran golpe, una creencia que nunca me ha abandonado desde entonces, que no seamos más que una gran máquina que mira hacia atrás, y que los seres humanos sepamos engañarnos con tanta facilidad. Con cada año que pasa, aumenta mi creencia en esta distorsión.

Querido diario: de la historia en sentido inverso

Los sucesos se nos presentan de forma distorsionada. Pensemos en la naturaleza de la información: de los millones, quizá miles de millones, de pequeños hechos que acaecen antes de que se produzca un suceso, resulta que sólo algunos serán después relevantes para nuestra comprensión de lo sucedido. Dado que nuestra memoria es limitada y está filtrada, tenderemos a recordar aquellos datos que posteriormente coincidan con los hechos, a menos que seamos como Funes el memorioso, el protagonista del relato de Jorge Luis Borges, que no se olvida de nada y parece condenado a vivir con la carga que supone la acumulación de información no procesada. (No consigue vivir mucho tiempo.)

Mi primer encuentro con la distorsión retrospectiva se produjo como sigue. Durante mi infancia fui un lector voraz, aunque nada sistemático; me pasé la primera parte de la guerra en un sótano, sumergiendo cuerpo y alma en todo tipo de libros. La escuela estaba cerrada y llovían obuses mortales. Vivir en un sótano es terriblemente aburrido. Al principio lo que más me preocupaba era cómo combatir el aburrimiento y qué libro leer cuando acabara el que estuviese leyendo,6 aunque estar obligado a leer por carecer de otras actividades no supone el mismo placer que leer por propia voluntad. Quería ser filósofo (y estoy aún en ello), así que pensaba que tenía que hacer una inversión y obligarme a estudiar las ideas de los demás. Las circunstancias me motivaron a estudiar versiones teóricas y generales de guerras y conflictos, intentando penetrar en las entrañas de la historia, introducirme en los mecanismos de esa gran máquina que genera los acontecimientos.

Podrá parecer extraño, pero el libro que me influyó no fue escrito por alguien dedicado a la empresa del pensamiento, sino por un periodista: Mi diario en Berlín: notas secretas de un corresponsal extranjero, 1934-1941, de William Shirer. Este era corresponsal de radio, famoso por su libro Auge y caída del Tercer Reich. Me pareció que su Diario ofrecía una perspectiva fuera de lo habitual. Yo había leído las obras de Hegel, Marx, Toynbee, Aron y Fiebre (o libros sobre ellos), sobre la filosofía de la historia y sus propiedades, y pensaba que tenía una vaga idea del concepto de dialéctica, en la medida en que había algo que entender en esas teorías. No capté gran cosa, excepto que la historia tenía cierta lógica y que los sucesos evolucionaban a través de la contradicción (o los opuestos), de tal forma que elevaban la humanidad a formas superiores de sociedad (o algo así). Esto me parecía muy similar a las teorías que había oído acerca de la guerra de Líbano. Hoy, cuando alguien me hace la ridícula pregunta de qué libros «configuraron mí pensamiento», sorprendo al público al decir que ese libro me enseñó (de forma inadvertida) la mayor parte de lo que sé y pienso sobre la filosofía y la historia; y, como veremos, también sobre la ciencia, pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que van pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que van hacia delante y los que van hacia atrás.

¿Por qué? Sencillamente, porque en aquel diario se describían los sucesos mientras tenían lugar, no después. Yo estaba en un sótano, con la historia que se estaba desarrollando sobre mi cabeza (el estallido de los obuses me mantenía despierto toda la noche). Era un adolescente que asistía al entierro de sus compañeros de clase. Experimentaba un desarrollo de la historia que nada tenía de teórico, y estaba leyendo sobre alguien que experimentaba la historia a medida que avanzaba. Me esforzaba por producir mentalmente una representación tipo película del futuro, y me percataba de que no era tan fácil. Me daba cuenta de que si escribía sobre los acontecimientos más adelante, parecerían más... históricos. Había una diferencia entre el antes y el después.

Supuestamente, Shirer escribía su diario sin que supiera qué iba a suceder a continuación, cuando la información de que disponía no estaba corrompida por los posteriores resultados. Algunos comentarios resultaban muy ilustradores, en particular los que se referían a la creencia de los franceses de que Hitler era un fenómeno transitorio, lo cual explicaba la falta de preparación de aquéllos y la rápida capitulación posterior. En ningún momento se pensó que fuera posible el grado de devastación que llegó a producirse.

Nuestra memoria es altamente inestable, de ahí que el diario ofrezca unos hechos indelebles registrados de forma más o menos inmediata; así que nos permite fijar una percepción no revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su propio revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su propio contexto. Una vez más, lo importante era el supuesto método de la descripción del suceso, no su ejecución. De hecho, es probable que Shirer y sus editores hicieran algunas trampas, ya que el libro se publicó en 1941 y, según me han dicho, a los editores les interesan textos dirigidos al público en general, más que imágenes fidedignas de lo que el autor pensara, unas imágenes racheadas de distorsiones retrospectivas. (Cuando hablo de «trampas», me refiero a eliminar, en el momento de la publicación, elementos que no fueron relevantes para lo que ocurrió, mejorando así aquellos que puedan interesar al público. En efecto, el proceso de edición puede ser gravemente distorsionador, en especial cuando al escritor se le asigna lo que se llama un «buen corrector».) Pese a todo, el encuentro con el libro de Shirer afinó mi intuición sobre el funcionamiento de la historia. Se diría que las personas que vivieron los inicios de la Segunda Guerra Mundial tuvieron el presentimiento de que se estaba produciendo algo de capital importancia. En absoluto.7

De ese modo el diario de Shirer se convirtió en un programa de formación sobre la dinámica de la incertidumbre. Yo quería ser filósofo, aunque en aquellos momentos no sabía qué hacen los filósofos profesionales para ganarse la vida. Tal idea me llevó a la aventura (o, mejor dicho, a la práctica aventurada) de la incertidumbre, así como al interés matemático y científico.

Educación en un taxi

Voy a introducir el tercer elemento del terceto, la maldición del aprendizaje, como sigue. Yo observaba atentamente a mi abuelo, que fue ministro de Defensa y, más tarde, ministro del Interior y viceprimer ministro al comienzo de la guerra, antes de que se eclipsara su relevancia política. A pesar de su posición, parecía que no sabía lo que iba a suceder más de lo que pudiera saberlo su chófer, Mijail. Pero éste, a diferencia de mi abuelo, solía repetir «¡Dios sabrá!» como máximo comentario de los acontecimientos, elevando así a las alturas la tarea de comprender.

Yo observaba que personas muy inteligentes e informadas no tenían ventaja alguna sobre los taxistas en sus predicciones, pero había una diferencia crucial. Los taxistas no pensaban que comprendieran las cosas mejor que las personas con estudios; ellos no eran los especialistas, y lo sabían. Nadie sabía nada, pero los pensadores de élite estaban convencidos de que sabían más que los demás porque eran pensadores reputados, y cuando se es miembro de la élite, automáticamente se sabe más que los que no son tal.

No sólo el conocimiento puede tener un valor dudoso, sino también la información. Llegó a mis oídos que casi todo el mundo estaba familiarizado hasta el mínimo detalle con los acontecimientos que se producían. El solapamiento entre los periódicos era tal que, cuanto más leía uno, menos se informaba. Pero todo el mundo tenía tantas ganas de conocer lo que ocurría, que leían cualquier documento recién impreso y escuchaban todas las emisoras de radio, como si la gran respuesta les fuera a ser revelada en el boletín de noticias siguiente. La gente se convirtió en enciclopedias de quién se había reunido con quién y qué político había dicho qué a qué otro político (y con qué tono de voz: «¿Se mostró más amable de lo habitual»?). Pero no sirvió de nada.

Los grupos

Durante la guerra libanesa también observé que los periodistas no solían compartir las mismas opiniones, sino el mismo esquema de análisis. Asignaban la misma importancia a los mismos conjuntos de circunstancias y dividían la realidad en las mismas categorías; una vez más, la manifestación de la platonicidad, el deseo de dividir la realidad en piezas nítidas. Lo que Robert Frisk llama «periodismo de hotel» aumentaba aún más el contagio mental. Mientras en el periodismo anterior Líbano formaba parte de Levante, es decir, del Mediterráneo occidental, ahora se convertía de repente en parte de Oriente Próximo, como si alguien hubiera conseguido acercarlo a las arenas de Arabia Saudí. La isla de Chipre, a unos noventa kilómetros de mi pueblo, situado en el norte de Líbano, y casi con el mismo tipo de alimentación, iglesias y costumbres, de súbito pasó a formar parte de Europa (por supuesto, los ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente condicionados). Si antes se había establecido una distinción entre mediterráneo y no mediterráneo (es decir, entre el aceite de oliva y la mantequilla), en la década de 1970 la distinción se estableció súbitamente entre europeo y no europeo. El islamismo era la cuña que separaba a ambos, de ahí que uno no sepa dónde situar en esta historia a los nativos cristianos (o judíos) que hablaban árabe. Los seres humanos necesitamos la categorización, pero ésta se hace patológica cuando se entiende que la categoría es definitiva, impidiendo así que los individuos consideren las borrosas fronteras de la misma, y no digamos que puedan revisar sus categorías. El contagio era el culpable. Si se escogieran cien periodistas independientes capaces de ver los factores aislados entre sí, nos encontraríamos con cien opiniones diferentes. Pero al hacer que esas personas informaran hombro con hombro, en marcha cerrada, la dimensionalidad de la opinión se vio reducida considerablemente: coincidían en las ideas y utilizaban los mismos temas como causas. Por ejemplo, para alejarnos un momento de Líbano, hoy día todos los periodistas se refieren a los «convulsos años ochenta», dando por supuesto que hubo algo particularmente distintivo en esa década. Y cuando apareció la llamada burbuja de Internet a finales de la década de 1990, los periodistas coincidían en que índices disparatados habían determinado la calidad de empresas que no tenían valor alguno y a las que todo el mundo deseaba todos los males.8

Si el lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de

la arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente el lector explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena de muerte. O intente explicarle por qué se supone que quienes aceptan el aborto están a favor de los impuestos elevados pero en contra de un ejército fuerte. ¿Por qué quienes prefieren la libertad sexual tienen que estar en contra de la libertad económica individual?

Me di cuenta de lo absurdo de los grupos cuando era muy joven. Por algún ridículo vaivén de los acontecimientos en aquella guerra civil que sufría mi país, los cristianos se convirtieron en adeptos del mercado libre y el capitalismo —es decir, de lo que un periodista llamaría «la derecha»— y los islamistas se hicieron socialistas, por lo que contaron con el apoyo de los regímenes comunistas (Pravda, el órgano del régimen comunista, los llamaba «luchadores contra la opresión», aunque posteriormente, cuando los rusos invadieron Afganistán, fueron los estadounidenses quienes trataron de asociarse con Bin Laden y sus acólitos musulmanes).

La mejor forma de demostrar el carácter arbitrario de estas categorías, y el efecto de contagio que producen, es recordar con qué frecuencia esos grupos cambian por completo a lo largo de la historia. No hay duda de que la actual alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí sería incomprensible para un intelectual del siglo XIX: los cristianos eran antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos, a quienes preferían sobre los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me resulta interesante como probabilista que soy es que un determinado suceso aleatorio hace que un grupo que inicialmente apoya un determinado tema se alíe con otro grupo que apoya otro tema, causando así que ambos asuntos se fusionen y unifiquen... hasta que se produce la sorpresa de la separación.

El hecho de categorizar siempre produce una reducción de la auténtica complejidad. Es una manifestación del generador del Cisne Negro, esa platonicidad inquebrantable que definía en el prólogo. Cualquier reducción del mundo que nos rodea puede tener unas consecuencias explosivas, ya que descarta algunas fuentes de incertidumbre, y nos empuja a malinterpretar el tejido del mundo. Por ejemplo, podemos pensar que el islamismo radical (y sus valores) son nuestros aliados contra la amenaza del comunismo, y de este modo podemos contribuir a que se desarrollen, hasta que estrellan dos aviones en el centro de Manhattan.

Pocos años después del inicio de la guerra libanesa, mientras estudiaba en la Wharton School, a mis veintidós años, di con la idea de los mercados eficientes, según la cual no hay forma de obtener beneficios de la compraventa de valores, ya que éstos incorporan automáticamente toda la información disponible. Por consiguiente, la información pública puede resultar inútil, en particular para el hombre de negocios, ya que los precios «incluyen» toda esa información, y las noticias compartidas con millones de personas no dan beneficio alguno. Es probable que uno o más de los cientos de millones de lectores de esa información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio suba. Así pues, dejé de leer la prensa y de ver la televisión, lo cual liberaba una cantidad considerable de tiempo (pongamos que una hora o más al día, tiempo suficiente para leer más de cien libros adicionales al año, lo cual, al cabo de veinte años, supone una cantidad muy considerable). Pero esta argumentación no fue la única razón de que proponga en este libro dejar de lado la prensa, pues luego veremos los beneficios que conlleva evitar la toxicidad de la información. Al principio fue una muy buena excusa para evitar tener que mantenerme al día sobre las menudencias del mundo de los negocios, un mundo nada elegante, soso, pedante, codicioso, ajeno a lo intelectual, egoísta y aburrido.

¿Dónde está el espectáculo?

Sigo sin entender por qué alguien que abriga planes de convertirse en «filósofo» o en «filósofo científico de la historia» se matrícula en una escuela de ciencias empresariales, nada menos que en la Wharton School. Allí me di cuenta de que no se trataba solamente de que un político incongruente de un país pequeño y antiguo (y su filosófico chófer, Mijail) no supiera qué estaba pasando. Al fin y al cabo, se supone que las personas oriundas de países pequeños no saben qué pasa. Lo que veía es que en una de las escuelas de ciencias empresariales más prestigiosas del mundo, situada en el país más poderoso de la historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos exponían qué hacían para ganarse la vida, y que era posible que tampoco ellos supieran qué estaba pasando. De hecho, en mi mente eso era mucho más que una posibilidad. Sentía sobre mis espaldas el peso de la arrogancia epistémica del género humano.9

Caí en la obsesión. Por aquel tiempo, empecé a ser consciente de mi tema: el suceso trascendental altamente improbable. Y además esta suerte concentrada no sólo engañaba a ejecutivos empresariales bien vestidos y cargados de testosterona, sino a personas con muchos estudios. Tal percepción hizo que mi Cisne Negro pasara de ser un problema de personas con o sin suerte a un problema de conocimiento y ciencia. Mi idea es que algunos resultados científicos no sólo son inútiles en la vida real, porque infravaloran el impacto de lo altamente improbable (o nos llevan a ignorarlo), sino que es posible que algunos de ellos estén creando en realidad Cisnes Negros. Éstos no son únicamente errores taxonómicos que pueden hacer que reprobemos una clase de la ornitología. Así empecé a ver las consecuencias de mi idea.

Cuatro kilos y medio después

Cuatro años y medio después de mi graduación en Wharton

(y con cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de (y con cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de 1987, me dirigía andando a casa desde las oficinas del banco de inversión Credit Suisse First Boston, situadas en la periferia de Manhattan. Caminaba despacio, y me sentía perplejo.

Aquel día había sido testigo de un suceso económico traumático: la mayor crisis bursátil de la historia (moderna). Fue quizá más traumática porque tuvo lugar en un momento en que pensábamos que, con todos aquellos economistas platonificados y de discurso interesante (con sus ecuaciones basadas en la falsa curva de campana), nos habíamos hecho lo bastante sofisticados como para evitar, o al menos prevenir y controlar, los grandes batacazos. La respuesta ni siquiera fue la reacción a alguna noticia discernible. El hecho de que se produjera tal suceso quedaba al margen de cualquier cosa que uno hubiese podido imaginar el día anterior; de haber señalado yo esa posibilidad, me habrían tachado de lunático. Tenía todos los componentes de un Cisne Negro, pero por entonces desconocía esta expresión.

Me fui corriendo en busca de un colega, Demetrius, que vivía en Park Avenue, y cuando empecé a hablarle, una mujer que parecía muy preocupada, despojándose de toda inhibición, intervino en la conversación: «Escuchad, ¿sabéis vosotros dos qué es lo que está pasando?». La gente que caminaba por la acera parecía aturdida. Antes había visto a algunas personas mayores lloriqueando en silencio en el salón de compraventas del First Boston. Había pasado el día en el epicentro de los acontecimientos, con gente víctima de una especie de colapso corriendo a mi alrededor como conejos ante unos faros. Al llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme que su vecino llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme que su vecino se había suicidado tirándose al vacío desde lo alto de su apartamento. Yo ni siquiera me sentía inquieto. Me sentía como pudiera sentirse Líbano, con una diferencia: habiendo visto lo uno y lo otro, me desconcertaba que la desazón económica pudiera ser más desmoralizante que la guerra (pensemos simplemente que los problemas económicos y las consiguientes humillaciones pueden llevar al suicidio, pero no parece que la guerra lo haga de forma tan directa).

Temía una victoria pírrica: había ganado intelectualmente, pero tenía miedo de tener excesiva razón y de ver cómo el sistema se desmoronaba bajo mis pies. Realmente no quería tener tanta razón. Siempre recordaré al difunto Jimmy P., quien, al ver cómo se iba evaporando su patrimonio, seguía suplicando medio en broma que el precio que aparecía en las pantallas dejara de moverse.

Pero entonces me di cuenta de que el dinero me importaba un rábano. Experimenté el sentimiento más extraño que jamás había tenido en la vida, esa ensordecedora trompeta que me apuntaba porque tenía razón, en tono tan fuerte que hacía que mis huesos se estremecieran. Nunca he vuelto a tener esa sensación desde entonces, y jamás sabré explicarla a quienes nunca la hayan sentido. Era una sensación física, tal vez una mezcla de alegría, orgullo y pánico.

¿Me sentía confirmado? ¿Por qué?

Durante el año o los dos años posteriores a mi llegada a Wharton, había desarrollado una especialidad precisa pero extraña: apostar por los sucesos raros e inesperados, aquellos que se encontraban en el redil platónico, y que los «expertos» platónicos consideraban «inconcebibles». Recordemos que el redil platónico es donde nuestra representación de la realidad deja de aplicarse, aunque no lo sabemos.

Pronto iba a dedicarme, como trabajo para mi sustento, a la profesión de la «economía cuantitativa». Me convertí en quant (experto en datos cuantitativos) y operador de Bolsa al mismo tiempo. El quant es un tipo de científico industrial que aplica los modelos matemáticos de la incertidumbre a los datos económicos (o socioeconómicos) y a los complejos instrumentos financieros, con la salvedad de que yo era un quant a la inversa: estudiaba los fallos y los límites de esos modelos, buscando el redil platónico donde se rompían. También me dediqué a especular en Bolsa, no sólo a «pequeñas rarezas», algo no muy propio de los quants ya que les estaba vetado «asumir riesgos»: su función se reducía al análisis, no a la toma de decisiones. Estaba convencido de que era totalmente incapaz de predecir los precios de la Bolsa; pero también de que los demás eran igualmente incompetentes, aunque no lo sabían, o no sabían que asumían unos riesgos enormes. La mayoría de los operadores de Bolsa se limitaban a «recoger calderilla delante de una apisonadora», exponiéndose al raro suceso de gran impacto, pero sin dejar de dormir como bebés, inconscientes de ello. Mi trabajo era el único que podía realizar si uno se considera una persona que odia el riesgo, que es consciente de él y es, además, muy ignorante.

además, muy ignorante.

Por otra parte, los conocimientos técnicos que maneja un quant (una mezcla de matemáticas aplicadas, ingeniería y estadística), junto a la inmersión en la práctica, resultaron muy útiles para alguien que quería ser filósofo.10 En primer lugar, cuando uno emplea veinte años en realizar un trabajo empírico a escala masiva y basado en datos, y asume riesgos basados en esos estudios, es muy fácil que vea ciertos elementos en la textura del mundo que el «pensador» platonificado, a quien se le ha lavado el cerebro o se le ha amenazado, no es capaz de ver. En segundo lugar, me permitían ser más formal y sistemático en mi modo de pensar, en vez de regodearme en lo anecdótico. Por último, tanto la filosofía de la historia como la epistemología (la filosofía del conocimiento) parecían inseparables del estudio empírico de datos procedentes de series temporales, que es una sucesión de números en el tiempo, una especie de documento histórico que contiene números en vez de palabras. Y con los ordenadores es fácil procesar los números. El estudio de los datos históricos nos hace ser conscientes de que la historia marcha hacia delante, no hacia atrás, y que es más confusa que los hechos que se narran. La epistemología, la filosofía de la historia y la estadística tienen como fin entender las verdades, investigar los mecanismos que las generan y separar la regularidad de lo coincidente en los asuntos históricos. Las tres abordan la pregunta de qué es lo que uno sabe, con la salvedad de que hay que buscar a cada una en un edificio distinto, por decirlo de alguna manera.

La palabra malsonante de la independencia

Aquella noche del 19 de octubre de 1987 dormí doce horas seguidas.

Me resultaba difícil contar a los amigos, todos ellos heridos de un modo u otro por el crac, esa sensación de confirmación. En aquella época las primas salariales eran mucho menores de lo que son hoy, pero si mi empleador, el First Boston, y el sistema financiero sobrevivían hasta fin de año, yo iba a recibir lo equivalente a una beca de investigación. A esto se le llama a veces «jo** tu dinero», lo cual, pese a su ordinariez, significa que podrás actuar como un caballero Victoriano, libre de la esclavitud. Es un parachoques psicológico: ese capital no es tan grande como para hacerte condenadamente rico, pero es el suficiente para darte la libertad de escoger una nueva ocupación sin excesiva consideración de las recompensas económicas. Te evita tener que prostituir tu mente y te libra de la autoridad exterior, de cualquier autoridad exterior. (La independencia es específica de la persona: siempre me ha desconcertado el elevado número de personas a quienes unos ingresos considerables les llevan a una mayor adulación servil, porque se convierten en más dependientes de sus clientes y jefes, y más adictas a acumular aún más dinero.) Aunque según algunos criterios no se trataba de nada sustancial, a mí me curó literalmente de toda ambición económica: hizo que me sintiera literalmente de toda ambición económica: hizo que me sintiera avergonzado cada vez que restaba tiempo al estudio para dedicarlo a la búsqueda de riqueza material. Obsérvese que la expresión a la mier** se corresponde con la hilarante habilidad de pronunciar esta sucinta frase antes de colgar el teléfono.

En aquellos días era muy habitual que los operadores de Bolsa rompieran el teléfono cuando perdían dinero. Algunos recurrían a romper sillas, mesas o cualquier cosa que pudiera hacer ruido. En cierta ocasión me hallaba en la Bolsa de Chicago cuando de pronto un operador trató de estrangularme; hicieron falta cuatro guardias de seguridad para quitármelo de encima. Estaba enfurecido porque yo me encontraba en lo que él consideraba su «territorio». ¿Quién podría desear un entorno así? Comparémoslo con los almuerzos en una anodina cafetería universitaria donde profesores de modales refinados debaten la última intriga departamental. De modo que me quedé como quant en el negocio de los operadores bursátiles (y ahí sigo), pero me organicé para hacer el trabajo mínimo pero intenso (y entretenido); para ello me centré en los aspectos más técnicos, no asistía nunca a «reuniones» de negocios, evitaba la compañía de aquellos que siempre obtienen «excelentes resultados» y de las personas de traje y corbata que no leen libros, y decidí tomarme un año sabático aproximadamente cada tres, para llenar las lagunas de mi cultura científica y filosófica. Para decirlo de forma breve, quería convertirme en «errante», en meditador profesional, sentarme en cafés y salones, despegado de mesas de trabajo y de estructuras organizativas, dormir todo lo que necesitara, leer vorazmente y no deber explicación alguna a nadie. Quería que me dejaran solo para poder construir, pasito a pasito, todo un sistema de pensamiento basado en mi idea del Cisne Negro.

Filósofo de limusina

La guerra de Líbano y el crac de 1987 parecían fenómenos idénticos. Consideraba evidente que casi todo el mundo tenía un punto ciego mental a la hora de reconocer el papel de ese tipo de sucesos: era como si no fueran capaces de ver esos mamuts, o como si se olvidaran rápidamente de ellos. La razón de tal proceder la hallé en mí mismo: era una ceguera psicológica, quizá hasta biológica; el problema no estaba en la naturaleza de los sucesos, sino en la forma en que los percibimos.

Concluyo este preámbulo autobiográfico con la siguiente historia. No tenía yo una especialidad concreta (fuera del trabajo del que me alimentaba) y no deseaba ninguna. Cuando en alguna fiesta me preguntaban cómo me ganaba la vida, sentía la tentación de responder: «Soy empírico escéptico, lector-errante, alguien empeñado en llegar a lo más profundo de una idea», pero para facilitar las cosas decía que era conductor de limusinas.

Una vez, en un vuelo transatlántico, me sentaron en primera clase, junto a una enérgica señora que lucía un vestido caro, en quien tintineaban el oro y las joyas, que comía frutos secos sin parar (tal vez seguía una dieta baja en hidratos de carbono), parar (tal vez seguía una dieta baja en hidratos de carbono), insistía en beber únicamente agua mineral Évian, y no dejaba de leer la edición europea del Wall Street Journal. Se empeñó en iniciar una conversación en su mal francés, pues vio que yo estaba leyendo un libro (en francés) del sociólogo y filósofo Pierre Bourdieu, que, cosas de la ironía, trataba de los signos de distinción social. Le informé (en inglés) de que era conductor de limusinas, y subrayé orgulloso que sólo llevaba automóviles de muy primerísima clase. Un gélido silencio se impuso durante el resto del vuelo y, aunque yo podía sentir la tensión, me permitió leer en paz. 

2 - EL CISNE NEGRO DE YEVGUENIA

Hace cinco años, Yevguenia Nikoláyevna Krasnova era una novelista poco conocida y sin ninguna novela publicada, con una carrera literaria fuera de lo común. Era neurocientífica y sentía interés por la filosofía (sus tres primeros maridos habían sido filósofos), pero se le había metido en su testaruda cabeza francorrusa expresar sus investigaciones e ideas en forma literaria. Presentaba sus teorías como si de historias se tratara, y las mezclaba con todo tipo de comentarios autobiográficos. Evitaba los engaños periodísticos de la narrativa contemporánea de no ficción (»Un claro día de abril, John Smith salió de casa...»). Transcribía siempre los diálogos extranjeros en la lengua original, con la traducción a modo de subtítulos. Se negaba a doblar a un mal inglés conversaciones que se producían en un mal italiano.11

Ningún editor le habría dado siquiera la hora, a no ser porque, en aquella época, había cierto interés por esos raros científicos que conseguían expresarse con frases medio comprensibles. Algunos se dignaron a hablar con ella; confiaban en que maduraría y escribiría un «libro de ciencia popular sobre la maduraría y escribiría un «libro de ciencia popular sobre la conciencia». La atendieron lo suficiente como para que recibiera educadas cartas de rechazo y algún que otro comentario ofensivo, en lugar del silencio, muchísimo más insultante y degradante.

Los editores se sentían confusos ante el borrador de su libro. Ella no podía siquiera contestar la primera pregunta que le planteaban: «¿Es ficción o no ficción?». Tampoco sabía cómo responder a la pregunta de «¿para quién está escrito su libro?», cuestiones que aparecían invariablemente en los formularios de propuesta de contrato editorial. Le decían: «Debe saber usted quién es su público» y «los aficionados escriben para sí mismos, los profesionales lo hacen para los demás». También le dijeron que se ajustara a un género preciso, porque «a las libreros no les gusta que se les confunda, y necesitan saber en qué estante deben colocar cada libro». Un editor añadió con aire protector: «Su libro, querida amiga, no venderá más de diez ejemplares, incluidos los que compren sus ex maridos y su propia familia».

Yevguenia había asistido a un famoso taller de escritura cinco años antes, y salió asqueada. Parecía que «escribir bien» significaba seguir unas reglas arbitrarias que se habían convertido en palabra de Dios, con el refuerzo confirmatorio de lo que llamamos «experiencia». Los escritores que conoció aprendían a recomponer lo que se consideraba de éxito: todos intentaban imitar historias que habían aparecido en números atrasados del New Yorker, sin darse cuenta de que, por definición, la mayor parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los números parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los números atrasados del New Yorker. Incluso la idea de «cuento corto» era para Yevguenia un concepto copiado. El profesor del taller, amable pero rotundo en sus afirmaciones, le aseguró que su caso no tenía remedio.

Yevguenia acabó por colgar en la Red el original completo de su libro principal, Historia de la recurrencia. Ahí encontró un pequeño público, entre el que estaba el sagaz propietario de una minúscula y desconocida editorial, que lucía gafas con montura color de rosa y hablaba un ruso primitivo (convencido de que lo hacía con fluidez). Se ofreció a publicar la obra de Yevguenia, y aceptó la condición que ésta impuso: no tocar ni una coma del original. Le ofreció una parte de los derechos de autor habituales a cambio de sus estrictas condiciones editoriales (el editor tenía poco que perder). Ella aceptó, pues no tenía más alternativa.

A Yevguenia le costó cinco años desprenderse de la categoría de «egomaníaca sin nada que lo justifique, testaruda y de trato difícil», y pasar a la de «perseverante, resuelta, sufrida y tremendamente independiente». Y es que su libro pronto prendió como el fuego, y se convirtió en uno de los más extraños éxitos de la historia literaria: se vendieron millones de ejemplares y recibió el llamado aplauso de la crítica. Aquella editorial que estaba en sus comienzos se convirtió en una gran empresa, con una (educada) recepcionista que saludaba a los visitantes al entrar en el despacho principal. El libro de Yevguenia fue traducido a cuarenta idiomas (incluido el francés). La foto de la autora se puede ver por doquier. Se dice que es la pionera de algo llamado la «escuela consiliente». Hoy en día los editores algo llamado la «escuela consiliente». Hoy en día los editores tienen la teoría de que «los camioneros que leen libros no leen libros escritos para camioneros» y que «los lectores desprecian a los escritores que les consienten sus caprichos». Un artículo científico, según sostienen algunos, puede esconder trivialidades o algo irrelevante mediante ecuaciones y argot; la prosa consiliente, al exponer una idea en su forma primaria, permite que el público la juzgue.

En la actualidad, Yevguenia ha dejado de casarse con filósofos (discuten demasiado), y huye de la prensa. En las aulas, los especialistas en literatura hablan de los muchos indicios que apuntan a la inevitable extensión del nuevo estilo. Se considera que la distinción entre ficción y no ficción es demasiado arcaica para poder aceptar los retos de la sociedad moderna. Era evidente que necesitábamos poner remedio a la fragmentación que existía entre el arte y la ciencia. A posteriori, el talento de Yevguenia era completamente obvio.

Muchos de los editores a los que conoció después le recriminaron que no hubiera acudido a ellos, convencidos de que se habrían percatado enseguida de los méritos de su obra. Dentro de pocos años, algún estudioso escribirá un artículo titulado «De Kundera a Krasnova», en el que demostrará que la semilla de la obra de esta última se encontraba en Kundera, un precursor que mezclaba el ensayo con el metacomentario (Yevguenia nunca leyó a Kundera, pero sí que vio la versión cinematográfica de uno de sus libros; en la película no había comentario alguno). Un destacado erudito mostrará que en todas las páginas de Yevguenia se puede apreciar perfectamente la influencia de Gregory Bateson, quien insertaba escenas autobiográficas en sus artículos de investigación académica (Yevguenia nunca ha leído a Bateson).

El libro de Yevguenia es un Cisne Negro. 

3 - EL ESPECULADOR Y LA PROSTITUTA

El ascenso de Yevguenia desde un segundo sótano al estrellato sólo es posible en un entorno determinado, al que llamaré Extremistán.12 A continuación expondré la diferencia fundamental entre la provincia generadora de Cisnes Negros de Extremistán y la provincia insulsa, tranquila y en la que nunca pasa nada de Mediocristán.

El mejor (peor) consejo

Cuando paso de nuevo por mi mente la película de todos los «consejos» que he recibido, observo que sólo hay un par de ideas que se hayan quedado conmigo durante toda la vida. El resto no son más que palabras, y me alegro de no haber considerado muchas de ellas. La mayor parte consistía en recomendaciones del tipo «sé comedido y razonable en lo que digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la realidad empírica no es «comedida», y su propia versión de la «racionabilidad» no se corresponde con la definición convencional que sostienen personas intelectualmente poco cultivadas. Ser un genuino empírico significa reflejar la realidad con la máxima fidelidad posible; ser honrado implica no tener miedo a parecer extravagante ni a las consecuencias de ello. La próxima vez que alguien le dé la laca con unos consejos innecesarios, recuérdele el destino del monje a quien Iván el Terrible condenó a muerte por dar consejos que nadie le había pedido (y además moralizantes). Como cura a corto plazo, funciona.

Visto desde la distancia, el consejo más importante resultó ser malo, pero también fue el más trascendente, porque me incitó a profundizar en la dinámica del Cisne Negro. Me llegó cuando tenía veintidós años, una tarde de febrero, en el pasillo de un edificio del número 3400 de Walnut Street, en Filadelfia, donde por entonces vivía. Un alumno de segundo curso de Wharton me dijo que debía escoger una profesión que fuera «escalable», es decir, una profesión en que no te pagan por horas y, por consiguiente, no estás sometido a las limitaciones de la cantidad de tu trabajo. Era una forma muy sencilla de discriminar entre las profesiones y, a partir de ello, generalizar una separación entre tipos de incertidumbre; algo que me llevó a un importante problema filosófico, el de la inducción, que es el nombre técnico del Cisne Negro. Con ello podía sacar al Cisne Negro de un punto muerto y llevarlo a una solución fácil de implementar y, como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura de la realidad empírica.

¿Que cómo me llevó tal consejo profesional a esas ideas sobre la naturaleza de la incertidumbre? Bien, algunas profesiones, como la de dentista, consultor o masajista, no se pueden escalar: hay un tope en el número de pacientes o clientes que se pueden atender en un determinado tiempo. La prostituta trabaja por horas y (normalmente) se le paga también por horas. Además, la presencia de uno es (supongo) necesaria para el servicio que presta. Si abrimos un restaurante de moda, a lo máximo que podemos aspirar es a llenar el comedor todos los días (a menos que creemos una franquicia). En estas profesiones, por muy bien pagadas que estén, los ingresos están sometidos a la gravedad: dependen de los esfuerzos continuos de uno, más que de la calidad de sus decisiones. Además, este tipo de trabajo es predecible en gran medida: variará, pero no hasta el punto de hacer que los ingresos de un día sean más importantes que los del resto de nuestra vida. En otras palabras, no estarán impulsados por un Cisne Negro. Yevguenia Nikoláyevna no hubiera podido salvar de la noche a la mañana el abismo que media entre el personaje desvalido y el héroe supremo si hubiese sido consultora financiera o especialista en hernias (pero tampoco habría sido una desvalida).

Otras profesiones permiten añadir ceros a tus resultados (y a tus ingresos), si trabajas bien, con poco o ningún esfuerzo. Como soy una persona perezosa, que considera la pereza como un activo, y que además está ansiosa por liberar el máximo de tiempo posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero tiempo posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero erróneamente) saqué una conclusión. Separé la persona «idea», que vende un producto intelectual en forma de una transacción o un determinado trabajo, de la persona «trabajo», que te vende su trabajo.

Si se es persona «idea», no hay que trabajar duro, sólo pensar con intensidad. Se hace el mismo trabajo tanto si se producen cien unidades como si se producen mil. En el caso del operador quant, se requiere la misma cantidad de trabajo para comprar cien acciones que para comprar mil, o incluso un millón. Es la misma llamada telefónica, el mismo proceso de computación, el mismo documento legal, el mismo gasto de células cerebrales, el mismo esfuerzo por verificar que la transacción es correcta. Además, se puede trabajar desde la bañera o desde un bar de Roma. El trabajo sería como la inversión a crédito. Bien, es cierto que estaba un tanto equivocado en lo que al operador de Bolsa se refiere: no se puede trabajar desde la bañera pero, si se hace bien, el trabajo deja una considerable cantidad de tiempo libre.

La misma propiedad se aplica a los cantantes y los actores: se deja que los ingenieros de sonido y los operadores hagan el trabajo; no es necesario estar presente en cada actuación. Asimismo, el escritor, para atraer a un solo lector, realiza el mismo esfuerzo que realizaría si quisiera cautivar a varios cientos de millones. J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, no tiene que escribir de nuevo sus novelas cada vez que alguien quiere leerlas. Pero no le ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que leerlas. Pero no le ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que hacer todas y cada una de las barras de pan para atender a todos y cada uno de los clientes.

Así pues, la distinción entre el escritor y el panadero, el especulador y el médico, el estafador y la prostituta, es una buena forma de observar el mundo del trabajo. Permite diferenciar las profesiones en que uno puede añadir ceros a sus ingresos sin gran esfuerzo frente a aquellas en que se necesita añadir trabajo y tiempo (cosas, ambas, de reservas limitadas); en otras palabras, están sometidas a la gravedad.

Cuidado con lo escalable

Pero ¿por qué fue malo el consejo que me dio mi compañero de estudios?

Si bien el consejo era útil para crear una clasificación de los grados de incertidumbre del conocimiento, en cambio resultó equivocado en lo que a la elección de trabajo se refiere. Pudiera haber sido beneficioso en mi caso, pero sólo porque yo era afortunado y resultaba que estaba «en el lugar correcto en el momento preciso», como se suele decir. Si fuese yo quien tuviera que aconsejar, recomendaría escoger una profesión que no sea escalable. Una profesión escalable es buena sólo para quien tiene éxito; son profesiones más competitivas, producen desigualdades monstruosas y son mucho más aleatorias, con disparidades inmensas entre los esfuerzos y las recompensas: unos pocos se pueden llevar una gran parte del pastel, dejando a los demás marginados, aunque no tengan ninguna culpa.

Una categoría de profesión está impulsada por lo mediocre, el promedio y la moderación. En ella, lo mediocre es colectivamente trascendental. La otra tiene gigantes o enanos; más exactamente, un pequeño número de gigantes y un grandísimo número de enanos.

Veamos qué hay detrás de la formación de gigantes inesperados: la formación del Cisne Negro.

La llegada de la escalabilidad

Consideremos el caso de Giaccomo, un cantante de ópera de finales del siglo XIX, cuando no se había inventado aún la grabación del sonido. Supongamos que actúa en una ciudad pequeña y remota del centro de Italia. Está a salvo de los grandes cantantes que trabajan en La Scala de Milán y en otros importantes centros operísticos. Se siente seguro, ya que siempre habrá demanda de sus cuerdas vocales en algún sitio de la zona. No hay forma de exportar su canto, como no la hay de que los peces gordos exporten el suyo y amenacen su franquicia local. No se puede aún almacenar su trabajo, de ahí que su presencia sea necesaria en cada actuación, del mismo modo que el barbero es (aún) necesario en cada corte de pelo. De modo que la totalidad del pastel queda repartida de forma injusta, pero sólo ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo sólo ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo de calorías.

El pastel está cortado en varios trozos y todos reciben su parte; los peces gordos tienen públicos mayores que ese tipo insignificante, pero esto no tiene por qué preocupar demasiado. Las desigualdades existen; pero vamos a llamarlas ligeras. No existe aún la escalabilidad, la forma de duplicar el número de personas que componen un público sin tener que cantar dos veces.

Ahora pensemos en el efecto de la primera grabación musical, un invento que introdujo un elevado grado de injusticia. Nuestra capacidad de reproducir y repetir actuaciones me permite escuchar en mi portátil horas de música de fondo del pianista Vladimir Horowitz (muerto hace ya tiempo) interpretando los Preludios de Rachmaninov, en vez de al músico ruso emigrado local (vivo aún), que hoy se limita a dar clases de piano a niños generalmente poco dotados por un salario cercano al mínimo, Horowitz, pese a estar muerto, deja a ese pobre hombre fuera del negocio. Prefiero escuchar a Horowitz o a Arthur Rubinstein en un CD de 10,99 dólares a pagar 9,99 por otro de algún desconocido (aunque de mucho talento) graduado en la Juilliard School o el Conservatorio de Praga. Si el lector me pregunta por qué escojo a Horowitz, le responderé que es debido al orden, el ritmo o la pasión, aunque probablemente existe toda una legión de personas de las que nunca he oído ni oiré hablar -aquellas que no llegaron a los escenarios- pero que sabían tocar igual de bien.

Algunas personas creen ingenuamente que el proceso de la injusticia empezó con el gramófono, según la lógica que acabo de exponer. No estoy de acuerdo. Estoy convencido de que el proceso se inició mucho, pero que mucho antes, con nuestro ADN, que almacena información sobre nuestro yo y nos permite repetir nuestra actuación sin necesidad de estar presentes, con la simple difusión de nuestros genes de generación en generación. La evolución es escalable, el ADN que gana (sea por suerte o por el beneficio de la supervivencia) se reproducirá a sí mismo, como un libro o un disco de éxito, y lo invadirá todo. Otros ADN se esfumarán. Basta con que pensemos en la diferencia entre nosotros los humanos (excluidos los economistas financieros y los hombres de negocios) y otros seres vivos de nuestro planeta.

Además, creo que la gran transición en la vida social no llegó con el gramófono, sino cuando alguien tuvo la brillante aunque injusta idea de inventar el alfabeto, que nos permitió almacenar información y reproducirla. El proceso se aceleró cuando otro inventor tuvo la idea aún más peligrosa e injusta de empezar a usar la imprenta, con lo que los textos cruzaban las fronteras y surgía lo que en última instancia se convirtió en una ecología del estilo «el ganador se lo lleva todo». Pero ¿qué tenía de injusta la difusión de los libros? El alfabeto hacía posible que las historias y las ideas se duplicaran con alta fidelidad y sin límite, sin ningún gasto adicional de energía por parte del autor en las actuaciones posteriores. El autor ni siquiera tenía que estar vivo en esas actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional para el escritor). Esto implica que aquellos que, por alguna razón, empiezan a recibir cierta atención pueden alcanzar enseguida más mentes que otros y desplazar de los estantes de las bibliotecas a los competidores. En los días de bardos y trovadores, todos tenían su público. El cuentacuentos, como el panadero y el herrero, tenía su mercado, y la seguridad de que nadie que llegara de lejos iba a desalojarle de su territorio. Hoy día, unos pocos lo ocupan casi todo; el resto, casi nada.

En virtud del mismo mecanismo, la llegada del cine desplazó a los actores de barrio, que se quedaron sin trabajo. Pero hay una diferencia. En los objetivos que tienen un componente técnico, como el de ser pianista o cirujano cerebral, el talento es fácil de distinguir, y la opinión subjetiva desempeña un papel relativamente pequeño. La desigualdad se produce cuando alguien a quien se considera mejor sólo marginalmente se lleva todo el pastel.

En las artes -por ejemplo, el cine- las cosas son mucho más despiadadas. Lo que generalmente llamamos «talento» es fruto del éxito, y no al contrario. Se han elaborado muchos estudios empíricos sobre el tema, en especial por parte de Art De Vany, pensador original y perspicaz que con gran determinación estudió la inmisericorde inseguridad de las películas. Demostró que, lamentablemente, gran parte de lo que asignamos a las destrezas es una atribución posterior a los hechos. La película hace al actor, dice; y una gran dosis de suerte no lineal hace la película.

El éxito de las películas depende mucho del contagio. Tal contagio no sólo se aplica al cine: parece que afecta a una amplia variedad de productos culturales. Nos es difícil aceptar que las personas no se enamoran de las obras de arte por ellas mismas, sino también para sentir que pertenecen a la comunidad. Mediante la imitación, nos aproximamos a los demás, es decir, a otros imitadores. Así se combate la soledad.

Este debate nos muestra lo difícil que resulta predecir resultados en un entorno de éxito concentrado. Así que, de momento, señalaremos que la división entre las profesiones se puede utilizar para entender la división entre los tipos de variables aleatorias. Avancemos ahora un poco más en el tema del conocimiento, de la inferencia sobre lo desconocido y de las propiedades de lo conocido.

La escalabilidad y la globalización

Cada vez que un europeo altanero (y frustrado) medianamente cultivado expone sus estereotipos sobre los estadounidenses, suele describir a éstos como «faltos de cultura», «carentes de inteligencia» y «malos matemáticos» porque, a diferencia de sus iguales, los estadounidenses no saben mucho de ecuaciones ni de las construcciones que las personas de nivel intelectual medio denominan «alta cultura», como el conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de como el conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de Goethe a Italia, o la familiaridad con la escuela pictórica de Delft. Sin embargo, es previsible que quien hace estas afirmaciones sea un adicto a su iPod, vista téjanos y utilice Microsoft Word para dar forma a sus declaraciones «culturales» en su ordenador, con algunas búsquedas ocasionales en Google que le interrumpen en su redacción. Pues bien, ocurre que Estados Unidos actualmente es mucho, muchísimo más creativo que esos países de personas obsesionadas por los museos y la resolución de ecuaciones. También es mucho más tolerante y buscador de soluciones de abajo arriba y del método no dirigido del ensayo y el error. Y la globalización ha hecho posible que Estados Unidos se especialice en el lado creativo de las cosas, la producción de conceptos e ideas, es decir, la parte escalable de los productos, y cada vez más, con la exportación de empleo, en separar los componentes menos escalables y asignarlos a quienes se sienten satisfechos con que se les pague por horas. Se invierte más dinero en el diseño de un zapato que en su fabricación: a Nike, Dell y Boeing se les puede pagar por el mero hecho de pensar, organizar e implementar sus conocimientos, experiencia e ideas. Mientras que fábricas subcontratadas de países en vías de desarrollo hacen el trabajo sucio y pesado, los ingenieros de los países industrializados hacen las matemáticas y el aburrido y nada creativo trabajo técnico. La economía estadounidense ha invertido muchísimo en la generación de ideas, lo cual explica por qué la pérdida de puestos de trabajo en manufacturación se compagina con un nivel de vida progresivamente superior. Es evidente que el resultado en la economía mundial, donde los beneficios van a las ideas, es la mayor desigualdad entre los generadores de ideas, además de otorgar un papel más importante tanto a la oportunidad como a la suerte; pero voy a dejar el debate socioeconómico para la tercera parte, centrándome aquí en el conocimiento.

Viajes al interior de Mediocristán

Esta distinción entre escalable y no escalable nos permite diferenciar claramente entre dos variedades de incertidumbre, dos tipos de azar.

Hagamos el siguiente experimento del pensamiento. Supongamos que reunimos a mil personas seleccionadas al azar de entre la población general, y las ponemos de pie, una al lado de otra, en un estadio. Podríamos incluir franceses (pero, por favor, no demasiados, por consideración al resto del grupo), miembros de la Mafia, personas ajenas a la Mafia y vegetarianos.

Pensemos en la persona más obesa que se nos ocurra y añadámosla a esa muestra. Suponiendo que pese tres veces más que el peso medio, entre doscientos y doscientos cincuenta kilos, no representará más que una fracción muy pequeña del peso de toda la población (en este caso, un 0,5%).

Podemos ser aún más contundentes. Si escogiéramos al ser humano biológicamente más pesado posible del planeta (y que, pese a ello, se pudiera seguir llamando humano), no representaría más del, supongamos, 0,6% del total, un incremento insignificante. Y si tuviéramos diez mil personas, su contribución sería pequeñísima.

En la provincia utópica de Mediocristán, los sucesos particulares no aportan mucho individualmente, sólo de forma colectiva. Puedo formular la regla suprema de Mediocristán en estos términos: Cuando la muestra es grande, ningún elemento singular cambiará de forma significativa el total. La observación mayor seguirá siendo impresionante pero, en última instancia, será insignificante respecto a la suma.

Presentaré ahora otro ejemplo que tomo de mi amigo Bruce Goldberg: nuestro consumo de calorías. Pensemos en las muchas calorías que consumimos al año: si pertenecemos a la clase de los humanos, cerca de ochocientas mil. Ningún día concreto, ni siquiera el de Acción de Gracias en casa de la tía abuela, supondrá una gran parte de esa cantidad. Aun en el caso de que decidiéramos suicidarnos de tanto comer, las calorías de ese infausto día no afectarían gravemente a nuestro consumo anual.

Pero si le dijera al lector que existe una persona que pesa varias toneladas, o que mide varios cientos de kilómetros de alto, estaría plenamente justificado que aquél me obligara a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me dedique a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me dedique a escribir relatos de ciencia ficción. Sin embargo, no se pueden descartar tan fácilmente las variables extremas con diferentes tipos de cantidades, de lo cual nos ocuparemos a continuación.

El extraño país de Extremistán

Consideremos por comparación el valor neto de las mil personas que alineamos en el estadio. Añadámosles a la persona más rica que se pueda encontrar en el planeta, Bill Gates, por ejemplo, fundador de Microsoft. Supongamos que su patrimonio se acerca a los 80.000 millones de dólares, siendo el capital de todos los demás unos cuantos millones. ¿Cuánto representaría respecto a la riqueza total?, ¿el 99,9%? En efecto, todos los demás no serían más que un error de redondeo del patrimonio de Gates, la variación de su cartera de valores durante el último segundo. Para que el peso de alguien represente tal porcentaje, esa persona tendría que pesar unos 50 millones de kilos.

Probemos de nuevo, pero ahora con libros. Alineemos a mil autores (o personas que ruegan que se les publique, pero que se llaman a sí mismas autores en vez de escritores), y comprobemos sus ventas. Luego añadamos al escritor vivo que (actualmente) tiene más lectores. J. K. Rowling, autora de la serie de Harry Potter, con varios cientos de millones de libros vendidos, dejaría como enanos a los mil autores restantes, que tendrían, por decir algo, unos cientos de miles de lectores en el mejor de los casos.

Probemos también con citas académicas (la mención de un Probemos también con citas académicas (la mención de un académico por otro en una publicación científica), las referencias en los medios de comunicación, los ingresos, el tamaño de una empresa, etc. Llamaremos a todo esto cuestiones sociales, pues son obra del hombre, en oposición a las físicas, por ejemplo, la medida de la cintura.

En Extremistán, las desigualdades son tales que una única observación puede influir de forma desproporcionada en el total.

Así pues, el peso, la altura y el consumo de calorías pertenecen a Mediocristán; pero la riqueza no. Casi todos los asuntos sociales son de Extremistán. Dicho de otro modo, las cantidades sociales son informativas, no físicas: no se pueden tocar. El dinero de una cuenta bancaria es importante, pero desde luego no es algo físico. Como tal puede asumir cualquier valor sin que sea necesario emplear energía alguna. No es más que un número.

Señalemos que antes de la llegada de la tecnología moderna, las guerras solían pertenecer a Mediocristán. Es difícil masacrar a muchas personas si hay que matarlas una a una. Hoy, con las armas de destrucción masiva, todo lo que se necesita es un botón, o un pequeño error, para hacer que nuestro planeta desaparezca.

Fijémonos en la implicación que ello tiene para el Cisne Negro. Extremistán puede producir Cisnes Negros, y de hecho lo hace, ya que unas cuantas ocurrencias han influido colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro. colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro.

Extremistán y el conocimiento

Esta distinción (entre Mediocristán y Extremistán) tiene unas ramificaciones fundamentales tanto para la justicia social como para la dinámica de los acontecimientos, pero veamos antes su aplicación al conocimiento, que es donde reside la mayor parte de su valor. Si un marciano llegara a la Tierra y se dedicara al negocio de medir la altura de los moradores de este feliz planeta, le bastaría con observar a cien humanos para hacerse una idea de la altura media. Si uno vive en Mediocristán, puede sentirse cómodo con lo que haya medido, suponiendo que esté completamente seguro de que procede de Mediocristán. También puede sentirse tranquilo con lo que haya averiguado a partir de los datos. La consecuencia epistemológica es que con el azar al estilo de Mediocristán no es posible encontrarse con la sorpresa de un Cisne Negro, la sorpresa de que un único suceso pueda dominar un fenómeno. Primo, los cien primeros días desvelarían todo lo que necesitamos saber sobre los datos. Secondo, aun en el caso de que tuviéramos una sorpresa, como veíamos en el ejemplo del humano de mayor peso, no sería trascendente.

Si manejamos cantidades de Extremistán, tendremos problemas para averiguar la media de una muestra, ya que puede depender muchísimo de una única observación. La idea no tiene mayor dificultad que ésta. En Extremistán, una unidad puede afectar fácilmente al total de forma desproporcionada. En este mundo, hay que sospechar siempre del conocimiento derivado de los datos. Es un test muy fácil de la incertidumbre, que nos permite distinguir entre los dos tipos de aleatoriedad. Capish?

Lo que en Mediocristán se puede saber a partir de los datos aumenta con mucha rapidez a medida que se acumula información. Sin embargo, en Extremistán el conocimiento crece muy despacio y de forma errática con la acumulación de datos -algunos de ellos extremos-, posiblemente a un ritmo desconocido.

Salvaje y suave

Si seguimos con mi distinción entre lo escalable y lo no escalable, podemos ver claramente las diferencias que existen entre Mediocristán y Extremistán, Veamos algunos ejemplos.

Cosas que parecen pertenecer a Mediocristán (sometidas a lo que denominamos aleatoriedad de tipo 1): la altura, el peso, el consumo de calorías; los ingresos del panadero, del propietario de un pequeño restaurante, de la prostituta o del odontólogo; los beneficios del juego (en el caso muy especial de la persona que va al casino y se ciñe a una apuesta constante); los accidentes de tráfico, los índices de mortalidad, el coeficiente intelectual (tal como se mide actualmente).

Cosas que parecen pertenecer a Extremistán (sometidas a lo que llamamos aleatoriedad de tipo 2): la riqueza, los ingresos, lo que llamamos aleatoriedad de tipo 2): la riqueza, los ingresos, las ventas de libros por autor, las citas bibliográficas por autor, el reconocimiento de nombres como «famosos», el número de referencias en Google, la población de las ciudades, el uso de las palabras de un idioma, el número de hablantes de una lengua, los daños producidos por un terremoto, las muertes en las guerras, los fallecimientos en atentados terroristas, el tamaño de los planetas, el tamaño de las empresas, la propiedad de acciones, la altura entre las especies (pensemos en el elefante y el ratón), los mercados financieros (pero nuestro gestor de inversiones no lo sabe), el precio de los productos, el índice de inflación, los datos económicos. La lista de Extremistán es mucho más larga que la anterior.

La tiranía del accidente

Otro modo de formular la distinción general es el siguiente: Mediocristán es donde tenemos que soportar la tiranía de lo colectivo, la rutina, lo obvio y lo predicho; Extremistán es donde estamos sometidos a la tiranía de lo singular, lo accidental, lo imprevisto y lo no predicho. Por mucho que lo intentemos, nunca perderemos mucho peso en un solo día; necesitamos el efecto colectivo de muchos días, semanas, incluso meses. Asimismo, si uno trabaja de dentista, nunca se hará rico en un solo día; pero las cosas le pueden ir muy bien en treinta años de asistencia motivada, diligente, disciplinada y regular a sesiones de tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a la especulación de base extremistana, podemos ganar o perder nuestra fortuna en un solo minuto.

La tabla 1 resume las diferencias entre las dos dinámicas, a las que me referiré en lo que resta del libro; confundir la columna izquierda con la derecha puede llevar a unas consecuencias funestas (o extremadamente afortunadas).

Este esquema, en el que se muestra que la mayor parte de la acción del Cisne Negro se sitúa en Extremistán, no es más que una mera aproximación; les ruego que no la platonifiquen, no la simplifiquemos más de lo que sea necesario.

Extremistán no siempre implica Cisnes Negros. Algunos sucesos pueden ser raros y trascendentales, aunque de algún modo predecibles, sobre todo para aquellos que están preparados para ellos y disponen de las herramientas para comprenderlos (en vez de escuchar a los estadísticos, los economistas, los charlatanes de la variedad de la curva de campana). Son casi Cisnes Negros. En cierto modo pueden ser tratados científicamente: conocer su incidencia debería mitigar la sorpresa, ya que estos sucesos son raros pero esperados. A este caso especial de cisnes «grises» lo llamo aleatoriedad mandelbrotiana. Esta categoría comprende el azar que produce fenómenos comúnmente conocidos por los términos de escalable, escala invariable, leyes potenciales (power laws), leyes de Pareto-Zipf, ley de Yule, procesos paretianos estables, estable de Levy y leyes fractales; de momento vamos a dejarlos de lado, ya que nos ocuparemos de ellos con cierta extensión en la tercera parte. Según la lógica de este capítulo, son escalables, la tercera parte. Según la lógica de este capítulo, son escalables, pero podemos saber un poco más sobre cómo escalan, ya que tienen mucho en común con las leyes de la naturaleza.

 


Mayores

probabilidades de que se encuentre en nuestro entorno ancestral.     Mayores probabilidades de que se encuentre en nuestro entorno actual.

ancestral.

Impermeable al Cisne Negro.

Sometido a la gravedad.

Corresponde

(generalmente) a cantidades físicas, por ejemplo, la altura.

Tan cercano a la igualdad utópica como la realidad pueda permitir de forma espontánea.

El total no está determinado por un solo caso u observación.

Si se observa durante un rato, se puede llegar a saber qué pasa.

Tiranía de lo colectivo.

  Fácil de predecir a 

partir de lo que se ve Difícil de predecir a partir de

partir de lo que se ve y de extenderlo a lo que no se ve.    Difícil de predecir a partir de información pasada.

La historia gatea.      La historia da saltos.

Los sucesos se distribuyen según la curva de campana (el GFI) o sus variables.13      La distribución de la probabilidad es como cisnes «grises» mandelbrotianos

(científicamente tratables) o como Cisnes Negros completamente intratables.

 

No obstante, se pueden experimentar graves Cisnes Negros en Mediocristán, aunque no es fácil. ¿Cómo? Podemos olvidar que algo es aleatorio, pensar que es determinante, con lo que generamos una sorpresa. O podemos abrirle un túnel a una fuente de información y permitir que se escape, sea una fuente moderada o disparatada, todo lo cual sucede debido a la falta de imaginación. La mayor parte de los Cisnes Negros son el resultado de este trastorno de los «túneles», del que me ocuparé en el capítulo 9.

 

 

 

Hemos trazado una visión general de carácter «literario» sobre la distinción fundamental que expone este libro, y hemos ofrecido un truco para distinguir entre lo que pertenece a Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía antes que Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía antes que en la tercera parte me extenderé sobre estos temas, de modo que, por el momento, nos vamos a centrar en la epistemología y en ver cómo tal distinción afecta a nuestro conocimiento. 

4 - LOS MIL Y UN DÍAS, O DE CÓMO NO SER IMBÉCIL

La cuestión tratada anteriormente nos lleva al problema del Cisne Negro en su forma original.

Imaginemos a alguien con autoridad y rango, que actúa en un lugar donde el rango importa, por ejemplo, una agencia estatal o una gran empresa. Podría ser un ampuloso comentarista político de Fox News que está ante nosotros en el gimnasio (es imposible no mirar la pantalla), el presidente de una empresa que habla del «brillante futuro que tenemos por delante», un médico platónico que ha descartado categóricamente la leche materna (porque no veía nada especial en ella) o un profesor de la Facultad de Empresariales de Harvard que no se ríe de nuestros chistes. Se trata de alguien que se toma lo que sabe demasiado en serio.

Imaginemos que un bromista lo sorprende cierto día y le desliza subrepticiamente una fina pluma por la nariz, en un momento de relax. ¿En qué estado quedaría su circunspecta pomposidad después de la sorpresa? Comparemos su conducta autoritaria con el impacto de verse sorprendido por algo totalmente inesperado y que no entiende. Durante un breve totalmente inesperado y que no entiende. Durante un breve momento, antes de recuperar la compostura, veríamos la confusión en su cara.

Confieso que desarrollé un gusto incorregible por este tipo de travesuras durante mi primer campamento de verano. Una pluma introducida en el orificio nasal de un campista producía un pánico repentino. Me pasé parte de mi infancia practicando variaciones de esta travesura: en vez de una pluma fina se puede enrollar el extremo de un pañuelo de papel hasta convertirlo en un bastoncillo. Alcancé cierta práctica con mi hermano pequeño. Una travesura igualmente eficaz sería soltar un cubito de hielo por la espalda de alguien cuando menos se lo espere, por ejemplo, durante una cena oficial. Tuve que dejar esas diabluras a medida que iba entrando en la madurez, claro está, pero a veces me llegan involuntarios recuerdos de esas imágenes, sobre todo cuando estoy profundamente hastiado, asistiendo a reuniones con hombres de negocios de aire circunspecto (traje oscuro y mentes estandarizadas) que teorizan, explican cosas o hablan de sucesos aleatorios con muchos «porque» en su conversación. Me concentro en uno de ellos y me imagino que el cubito le va bajando por la espalda; sería menos moderno, aunque sin duda más espectacular, si le colocáramos un ratón vivo, sobre todo si la persona en cuestión tiene cosquillas y lleva corbata, la cual bloquearía la ruta de huida del roedor.14

Las travesuras también pueden ser compasivas. Recuerdo los primeros días de mi trabajo como operador de Bolsa, a mis veinticinco años, más o menos, cuando el dinero empezaba a veinticinco años, más o menos, cuando el dinero empezaba a entrar fácilmente. Solía coger taxis y, si el chófer hablaba un inglés raquítico y parecía muy deprimido, le daba cien dólares de propina, simplemente para impresionarlo un poco y deleitarme con su sorpresa. Observaba cómo desplegaba el billete y lo miraba con cierto grado de consternación (no hay duda de que un millón de dólares hubiera sido mejor, pero no estaba a mi alcance). Era también una sencilla experiencia hedonista: alegrarle a alguien el día con sólo cien dólares resultaba edificante. Al final dejé de hacerlo; todos nos hacemos tacaños y calculadores cuando nuestra riqueza va en aumento y empezamos a tomarnos el dinero en serio.

No necesito gran ayuda de los hados para entretenerme a mayor escala: la realidad ofrece esas revisiones obligadas de las creencias con una frecuencia bastante elevada. Muchas son espectaculares. De hecho, todo el empeño de búsqueda del conocimiento se basa en tomar la sabiduría convencional y las creencias científicas aceptadas y hacerlas añicos con nuevas pruebas contraintuitivas, sea a pequeña escala (todo descubrimiento científico es un intento de producir un diminuto Cisne Negro) o a gran escala (como en el caso de la relatividad de Poincaré y de Einstein). Los científicos pueden mofarse de sus predecesores pero, debido a una serie de disposiciones mentales humanas, pocos se dan cuenta de que alguien se reirá de sus creencias en el (descorazonadamente cercano) futuro. En este caso, mis lectores y yo nos reímos del estado actual del conocimiento social. Estos peces gordos no ven la inevitable revisión que algún día sufrirá su trabajo, lo cual significa que revisión que algún día sufrirá su trabajo, lo cual significa que podemos dar por supuesto que se llevarán una sorpresa.

Cómo aprender del pavo

El superfilósofo Bertrand Russell expone una variante especialmente tóxica de aquel juego mío con los taxistas cuando ilustra lo que las personas que están en su onda llaman el Problema de la Inducción o Problema del Conocimiento Inductivo (en mayúsculas, dada su seriedad), sin duda la madre de todos los problemas de la vida. ¿Cómo podemos pasar lógicamente de los casos específicos a las conclusiones generales? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? ¿Cómo sabemos que lo que hemos observado en unos objetos y sucesos dados basta para permitirnos entender sus restantes propiedades? Todo conocimiento al que se ha llegado mediante la observación lleva incorporadas ciertas trampas.

Pensemos en el pavo al que se le da de comer todos los días. Cada vez que le demos de comer el pavo confirmará su creencia de que la regla general de la vida es que a uno lo alimenten todos los días unos miembros amables del género humano que «miran por sus intereses», como diría un político. La tarde del miércoles anterior al día de Acción Gracias, al pavo le ocurrirá algo inesperado. Algo que conllevará una revisión de su creencia.15

En el resto de este capítulo esbozaré el problema del Cisne En el resto de este capítulo esbozaré el problema del Cisne Negro en su forma original: ¿cómo podemos conocer el futuro teniendo en cuenta nuestro conocimiento del pasado; o de forma más general, cómo podemos entender las propiedades de lo desconocido (infinito) basándonos en lo conocido (finito)? Pensemos de nuevo en la alimentación del pavo. ¿Qué puede aprender éste sobre lo que le aguarda mañana a partir de los sucesos acaecidos ayer: Tal vez mucho, pero sin duda un poco menos de lo que piensa, y es precisamente este «un poco menos» lo que puede marcar toda la diferencia.

El problema del pavo se puede generalizar a cualquier situación donde la misma mano que te da de comer puede ser la que te retuerza el cuello. Consideremos el caso de los judíos alemanes progresivamente integrados en la década de 1930, o la exposición que hacía en el capítulo 1 sobre cómo la población libanesa quedó adormecida por una falsa sensación de seguridad, fruto de las aparentes amistad y tolerancia mutuas.

Demos un paso más y pensemos en el aspecto más inquietante de la inducción: el «retroaprendizaje». Pensemos que la experiencia del pavo, más que no tener ningún valor, puede tener un valor negativo. El animal aprendió de la observación, como a todos se nos dice que hagamos (al fin y al cabo, se cree que éste es precisamente el método científico). Su confianza aumentaba a medida que se repetían las acciones alimentarias, y cada vez se sentía más seguro, pese a que el sacrificio era cada vez más inminente. Consideremos que el sentimiento de seguridad alcanzó el punto máximo cuando el riesgo era mayor. Pero el problema es incluso más general que riesgo era mayor. Pero el problema es incluso más general que todo esto, sacude la naturaleza del propio conocimiento empírico. Algo ha funcionado en el pasado, hasta que... pues, inesperadamente, deja de funcionar, y lo que hemos aprendido del pasado resulta ser, en el mejor de los casos, irrelevante o falso y, en el peor, brutalmente engañoso.

La figura 1 representa el caso prototípico del problema de la inducción tal como se encuentra en la vida real.

 

 

Figura 1. Mil y un días de historia. El pavo antes y después del día de Acción de Gracias. La historia de un proceso a lo largo de mil días no nos dice nada sobre lo que ocurrirá a continuación. Esta ingenua proyección del futuro a partir del presente se puede aplicar a cualquier cosa.

cosa.

Observamos una variable hipotética durante mil días. Puede tratarse de cualquier cosa (con leves modificaciones): las ventas de un libro, la presión sanguínea, los delitos, nuestros ingresos personales, unas determinadas acciones, los intereses de un préstamo o la asistencia dominical a un determinado templo de la Iglesia ortodoxa griega. Posteriormente, y sólo a partir de los datos pasados, sacamos algunas consecuencias referentes a las propiedades del modelo, con proyecciones para los próximos mil, y hasta cinco mil, días. El día mil uno ¡boom!, se produce un gran cambio que el pasado no había previsto en modo alguno.

Pensemos en la sorpresa de la Gran Guerra. Después de los conflictos napoleónicos, el mundo había experimentado un período de paz que llevó a cualquier observador a pensar en la desaparición de los conflictos gravemente destructivos. Pero, ¡sorpresa!, la Gran Guerra resultó ser el conflicto más mortífero hasta entonces de la historia de la humanidad.

Observemos que, una vez sucedido lo sucedido, se empiezan a predecir posibilidades de que se vayan a producir otras rarezas en el ámbito local, es decir, en el proceso que nos acaba de sorprender, pero no en otras partes. Después de la crisis bursátil de 1987, la mitad de los operadores estadounidenses se preparaban para sufrir un nuevo cataclismo todos los meses de octubre, sin tener en cuenta que el primero no tuvo ningún antecedente. Nos preocupamos demasiado tarde, es decir, expost. Confundir una observación ingenua del pasado con algo definitivo o representativo del futuro es la sola y única causa de definitivo o representativo del futuro es la sola y única causa de nuestra incapacidad para comprender el Cisne Negro.

Al aficionado a las citas —es decir, uno de esos escritores y estudiosos que llenan sus textos de frases pronunciadas por alguna autoridad ya difunta— podría parecerle que, como decía Hobbes, «de los mismos antecedentes se siguen las mismas consecuencias». Quienes creen en los beneficios incondicionales de la experiencia pasada deberían considerar esta perla de la sabiduría, que pronunció, según se dice, el capitán de un famoso barco:

Pero con toda mi experiencia, nunca me he encontrado en un accidente [...] de ningún tipo que sea digno de mención. En todos mis años en el mar, sólo he visto un barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he naufragado ni jamás me he encontrado en una situación que amenazara con acabar en algún tipo de desastre.

E. J. Smith, 1907, capitán del RMS Titanic

El barco del capitán Smith se hundió en 1912: su naufragio se convirtió en el más famoso de la historia.16

Formados para ser sosos

Asimismo, pensemos en el director de un banco que lleve mucho tiempo acumulando beneficios, y que, por un único revés de la fortuna, lo pierde todo. Por regla general, los banqueros de de la fortuna, lo pierde todo. Por regla general, los banqueros de crédito tienen forma de pera, van perfectamente afeitados y visten de la forma más cómoda y aburrida posible, con traje oscuro, camisa blanca y corbata roja. En efecto, para su negocio del préstamo, los bancos contratan a personas aburridas y las forman para que sean aún más sosas. Pero lo hacen para despistar. Si tienen el aspecto de personas conservadoras es porque sus préstamos sólo caen en la bancarrota en muy rarísimas ocasiones. No hay forma de calcular la eficacia de su actividad prestamista con la simple observación de la misma durante un día, una semana, un mes o... incluso un siglo. En verano de 1982, los grandes bancos estadounidenses perdieron casi todas sus ganancias anteriores (acumuladas), casi todo lo que habían reunido en la historia de la banca estadounidense. Habían estado concediendo préstamos a países de América

Central y del Sur, que dejaron de pagar todos al mismo tiempo, «un suceso de carácter excepcional». Así que bastó con un verano para comprender que ése era un negocio de aprovechados y que todas sus ganancias provenían de un juego muy arriesgado. Durante ese tiempo, los banqueros hicieron creer a todo el mundo, ellos los primeros, que eran «conservadores». No son conservadores, sólo fenomenalmente diestros para el autoengaño y para ocultar bajo la alfombra la posibilidad de una pérdida grande y devastadora. De hecho, la parodia se repitió diez años después con los grandes bancos «conscientes del riesgo», que nuevamente se hallaban bajo presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la caída del precio de las propiedades inmobiliarias a principios de la década de 1990, cuando la hoy desaparecida industria del ahorro y el préstamo necesitó un rescate a cargo del contribuyente de más de medio billón de dólares. El banco de la Reserva Federal los protegió a nuestras expensas: cuando los banqueros «conservadores» obtienen beneficios, ellos son quienes se llevan las ganancias; cuando caen enfermos, nosotros nos hacemos cargo de los costes.

Después de graduarme en Wharton, empecé a trabajar para Bankers Trust (hoy desaparecido). Allí, la oficina del director, olvidando rápidamente lo sucedido en 1982, publicaba los resultados de cada trimestre junto con un anuncio donde se explicaba lo valientes, provechosos, conservadores (y guapos) que eran. Era evidente que sus beneficios no eran más que activo tomado prestado al destino con alguna fecha de devolución aleatoria. A mí no me importa asumir riesgos, pero por favor, no nos llamemos conservadores y no actuemos con prepotencia frente a otros negocios que son más vulnerables a los Cisnes Negros.

Otro suceso reciente es la bancarrota casi instantánea, en 1998, de una compañía de inversiones financieras (fondo de protección) llamada Long-Term Capital Management (LTCM, Gestión de Capital a Largo Plazo), que empleaba los métodos y la experiencia en riesgo de dos «premios Nobel de Economía», a los que llamaban «genios» pero que en realidad empleaban las falsas matemáticas al estilo de la curva de campana, mientras conseguían convencerse de que era ciencia de la buena y conseguían convencerse de que era ciencia de la buena y convertían a todos los empleados en unos redomados imbéciles. Una de las mayores pérdidas bursátiles de la historia tuvo lugar en un abrir y cerrar de ojos, sin ningún signo premonitorio (más, mucho más, en el capítulo 17).17

El Cisne Negro guarda relación con el conocimiento

Desde el punto de vista del pavo, el hecho de que el día mil uno no le den de comer es un Cisne Negro. Para el carnicero, no, ya que no es algo inesperado. De modo que aquí podemos ver que el Cisne Negro es el problema del imbécil. En otras palabras, ocurre en relación con nuestras expectativas. Uno se da cuenta de que puede eliminar un Cisne Negro mediante la ciencia (si sabe hacerlo), o manteniendo la mente abierta. Naturalmente, al igual que el personal de LTCM, también podemos crear Cisnes Negros con la ciencia, dando esperanzas a los demás de que no se producirá el Cisne Negro; y así es como la ciencia convierte a los ciudadanos normales en imbéciles.

Observemos que estos sucesos no tienen por qué ser sorpresas instantáneas. Algunas de las fracturas históricas a las que aludía en el capítulo 1 se han prolongado durante décadas, como, por ejemplo, el ordenador, que produjo efectos

trascendentales en la sociedad sin que la invasión que suponía en nuestras vidas se observara día tras día. Algunos Cisnes Negros nuestras vidas se observara día tras día. Algunos Cisnes Negros proceden de la lenta configuración de cambios incrementales en el mismo sentido, como en el caso de los libros que se venden en grandes cantidades a lo largo de los años, y que nunca aparecen en las listas de éxitos de ventas, o de las tecnologías que se nos acercan de forma lenta pero inexorable. Asimismo, la subida de las acciones en el índice Nasdaq a finales de la década de 1990 requirió varios años; pero dicho incremento hubiera parecido más claro si hubiéramos tenido que trazarlo sobre una larga línea histórica. Las cosas deben verse en una escala de tiempo relativa, no absoluta: los terremotos duran minutos, el 11S duró horas, pero las cambios históricos y las aplicaciones tecnológicas son Cisnes Negros que pueden requerir décadas. En general, los Cisnes Negros positivos exigen tiempo para mostrar su efecto, mientras que los negativos ocurren muy deprisa: es mucho más fácil y rápido destruir que construir. (Durante la guerra libanesa, la casa de mis padres en Amioun y la de mi abuelo en un pueblo de los alrededores quedaron destruidas en sólo unas horas, dinamitadas por los enemigos de mi abuelo, que controlaban la zona. Se tardó siete mil veces más —dos años— en reconstruirlas. Esta asimetría en las escalas de tiempo explica la dificultad de invertir el tiempo.)

Breve historia del problema del Cisne Negro

Negro

El problema del pavo (alias, problema de la inducción) es muy antiguo pero, por alguna razón, es probable que nuestro particular profesor de filosofía lo denomine «problema de Hume».

La gente cree que los escépticos y los empíricos somos taciturnos, paranoicos y angustiados en nuestra vida privada, que puede ser exactamente todo lo contrario de lo que la historia (y mi experiencia personal) señala. Al igual que muchos escépticos, gozo de la compañía de los demás; Hume era jovial y un bon vivant, deseoso de la fama literaria, la compañía de salón y la conversación agradable. Su vida no estuvo exenta de anécdotas. En cierta ocasión se cayó en una ciénaga cerca de la casa que se estaba construyendo en Edimburgo. Dada la fama de ateo que tenía entre sus vecinos, una mujer se negó a sacarlo de allí mientras no recitara el Padrenuestro y el Credo, lo cual, como persona sensata que era, hizo enseguida. Pero no antes de que discutiera con la mujer si los cristianos estaban obligados a ayudar a sus enemigos. Hume era de aspecto poco atractivo. «Mostraba esa mirada preocupada del estudioso meditabundo que tan a menudo hace pensar a quien no la conoce que se encuentra ante un imbécil», dice un biógrafo.

Lo curioso es que a Hume no se le conocía en su época por las obras que dieron lugar a su reputación actual: se hizo rico y famoso con una historia de Inglaterra que fue todo un éxito. Paradójicamente, mientras vivió, sus obras filosóficas, hoy tan famosas, «nacían muertas de la imprenta», mientras que las que famosas, «nacían muertas de la imprenta», mientras que las que le hicieron famoso en su época son hoy día difíciles de encontrar. Escribía con tal claridad que pone en evidencia a los pensadores actuales, y desde luego a todo el programa de licenciatura alemán. A diferencia de Kant, Fichte, Schopenhauer y Hegel, Hume es el tipo de pensador a quien a veces lee la persona que habla de su obra.

Oigo hablar con cierta frecuencia del «problema de Hume» en relación con el problema de la inducción, pero se trata de un problema antiguo, más antiguo que el interesante escocés, tal vez más que la propia filosofía, y quizá tan antiguo como las conversaciones por los campos de olivos. Retrocedamos al pasado, pues los antiguos lo formularon con no menor precisión.

Sexto el (lamentablemente) Empírico

El escritor violentamente antiacadémico y activista antidogma Sexto Empírico vivió cerca de mil quinientos años antes de Hume, y formuló el problema del pavo con gran precisión. Poco sabemos del personaje; desconocemos si fue un auténtico filósofo o un simple copista de textos filosóficos de autores que hoy nos resultan oscuros. Suponemos que vivió en Alejandría en el siglo II. Pertenecía a una escuela de medicina llamada «empírica», pues sus practicantes dudaban de las teorías y de la causalidad; preferían basarse en la experiencia pasada como guía de sus tratamientos, aunque no ponían en ella excesiva confianza. Además, no creían que la anatomía revelara de forma confianza. Además, no creían que la anatomía revelara de forma clara la función. Del defensor más famoso de la escuela empírica, Menodoto de Nicomedia, que mezclaba el empirismo con el escepticismo filosófico, se decía que consideraba la medicina un arte, no una «ciencia», y que aislaba su práctica de los problemas de la ciencia dogmática. La práctica de la medicina explica la adición de Empírico al nombre de Sexto.

Sexto representaba y compiló las ideas de la escuela de los escépticos pirronianos, que iban en pos de alguna forma de terapia intelectual resultante de la suspensión de la creencia. ¿Te enfrentas a la posibilidad de un suceso adverso? No te preocupes. Quién sabe, quizá sea bueno para ti. Dudar de las consecuencias de un suceso nos permitirá seguir imperturbables. Los escépticos pirronianos eran dóciles ciudadanos que seguían las costumbres y las tradiciones siempre que era posible, pero se enseñaron a sí mismos a dudar sistemáticamente de todo, por lo que se mostraban virulentos en su lucha contra el dogma.

Entre las obras conservadas de Sexto figura una diatriba que lleva el hermoso título de Adversas mathematicos, traducida a veces como Contra los profesores. La mayor parte de la obra se podría haber escrito hace un par de días.

Lo más interesante de Sexto en lo que concierne a mis ideas es la rara mezcla de filosofía y toma de decisiones en su práctica. Era una persona emprendedora y activa, de ahí que los eruditos clásicos no hablen muy bien de él. Los métodos de la medicina empírica, que se basan en el sistema aparentemente gratuito del ensayo y el error, serán fundamentales en mis ideas sobre la planificación y la predicción, sobre cómo sacar provecho del planificación y la predicción, sobre cómo sacar provecho del Cisne Negro.

En 1998, cuando empecé a trabajar por mi cuenta, puse el nombre de Empírica a mi laboratorio de investigación y a mi sociedad comercial, no por las mismas razones antidogmáticas que Sexto, sino por el recuerdo mucho más deprimente de que fueron necesarios al menos catorce siglos después de la aparición de la escuela de medicina empírica para que la medicina cambiara y, por fin, se hiciera adogmática, sospechosa de teorizante, profundamente escéptica y basada en pruebas. ¿Lección? Que la conciencia de un problema no significa mucho, sobre todo cuando están en juego intereses personales o instituciones interesadas.

Algazel

El tercer pensador importante que abordó el problema fue AlGhazali, escéptico de lengua árabe del siglo XI, conocido en latín como Algazel. Llamaba a los eruditos dogmáticos ghabi, literalmente «imbéciles», una forma árabe más divertida que «tarado» y más expresiva que «oscurantista». Algazel escribió su propio Contra los profesores, una diatriba llamada Tahafut alfalasifa, que yo traduzco como «La incompetencia de la filosofía».

Iba dirigida contra la escuela llamada falasifah; la clase intelectual árabe era la heredera directa de la filosofía clásica de la Academia, pero consiguieron reconciliarla con el islamismo la Academia, pero consiguieron reconciliarla con el islamismo mediante la argumentación racional.

El ataque de Algazel al conocimiento «científico» dio lugar a un debate con Averroes, el filósofo medieval que acabó por ejercer más influencia en todos los pensadores medievales (influyó a judíos y cristianos, pero no a los musulmanes). Por desgracia, el debate entre Algazel y Averroes lo ganaron finalmente los dos. En sus ramificaciones, muchos pensadores religiosos árabes integraron y exageraron el escepticismo de Algazel respecto al método científico, dejando las consideraciones causales a Dios (en realidad se trataba de una prolongación de la idea de Algazel). Occidente abrazó el racionalismo de Averroes, construido sobre el de Aristóteles, que sobrevivió a través de Tomás de Aquino y de los filósofos judíos, quienes se llamaron a sí mismos averroístas durante mucho tiempo. Muchos pensadores atribuyen el abandono posterior del método científico por parte de los árabes a la grandísima influencia de Algazel. Éste acabó por alimentar el misticismo sufí, en el que el orante intenta entrar en comunión con Dios eliminando toda conexión con los asuntos mundanos. Todo ello tuvo su origen en el problema del Cisne Negro.

El escéptico, amigo de la religión

Los antiguos escépticos abogaban por la ignorancia erudita como primer paso hacia las preguntas honestas sobre la verdad; en cambio, los posteriores escépticos de la Edad Media, tanto en cambio, los posteriores escépticos de la Edad Media, tanto musulmanes como cristianos, utilizaron el escepticismo como medio para evitar la aceptación de lo que hoy llamamos ciencia. La creencia en el problema del Cisne Negro, las preocupaciones sobre la inducción y la defensa del escepticismo pueden hacer que algunas discusiones religiosas sean más atractivas, aunque sea en forma deística, anticlerical y minimalista. Esta idea de confiar en la fe, y no en la razón, era conocida como fideísmo. Así pues, existe una tradición de escépticos del Cisne Negro que encontraron solaz en la religión, y cuyo mejor representante es Pierre Bayle, erudito, filósofo y teólogo protestante de habla francesa, que se exilió a Holanda y construyó un extenso entramado filosófico relacionado con los escépticos pirronianos. Bayle ejerció una influencia considerable en Hume, a quien introdujo en el escepticismo antiguo, hasta el punto de que Hume tomó multitud de ideas de sus obras. El Dictionnaire historique et critique de Bayle fue el texto erudito más leído del siglo XVIII pero, como muchos de mis héroes franceses (por ejemplo, Frederic Bastiat), no parece que Bayle forme parte del sistema de estudios francés, y de hecho resulta casi imposible encontrar sus obras en el idioma original. Algo similar ocurre con el algazelista Nicolás de Autrecourt.

No es un hecho muy conocido que, hasta hace poco, la exposición más completa acerca del escepticismo era obra de un poderoso obispo católico que fue miembro de la Academia Francesa. Pierre-Daniel Huet escribió su Tratado filosófico sobre la debilidad de la mente humana en 1690, un libro notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción humana. Huet expone argumentos de poderosa fuerza contra la causalidad: afirma, por ejemplo, que cualquier suceso puede tener una infinidad de causas posibles.

Tanto Huet como Bayle eran eruditos y dedicaron su vida a la lectura. Huet, que llegó a cumplir noventa años, tenía un criado que le seguía con un libro y le leía durante las comidas y los recesos, con lo que evitaba la pérdida de tiempo. Se decía que era la persona más leída de su tiempo. Permítame el lector que insista en que para mí la erudición es muy importante. Es signo de una genuina curiosidad intelectual. Es compañera de la actitud abierta y del deseo de valorar las ideas de los demás. Ante todo, el erudito sabe sentirse insatisfecho de sus propios conocimientos, una insatisfacción que a la postre constituye un magnífico escudo contra la platonicidad, las simplificaciones del gestor de cinco minutos, o contra el filisteísmo del estudioso exageradamente especializado. No hay duda de que estudio que no va acompañado de erudición puede llevar al desastre.

No quiero ser pavo

Pero alentar el escepticismo filosófico no es exactamente lo que este libro se propone. Dado que la conciencia del Cisne Negro nos puede conducir al retraimiento y al escepticismo extremo, voy a tomar aquí el sentido opuesto. Mi interés reside en las acciones y el empirismo auténtico. Este libro no es obra de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o medieval, ni siquiera (como veremos) en un sentido filosófico, sino de un profesional cuyo objetivo principal es no ser imbécil en cosas que importan, y punto.

Hume era radicalmente escéptico de puertas adentro, pero abandonaba tales ideas cuando salía al exterior, ya que no las podía mantener. Yo hago aquí exactamente lo contrario: soy escéptico en asuntos que tienen implicaciones para la vida diaria. En cierto sentido, todo lo que me preocupa es tomar decisiones sin ser un pavo.

En los últimos veinte años, muchas personas medianamente cultivadas me han preguntado: «¿Cómo es posible que usted, señor Taleb, cruce la calle dada su extrema conciencia del riesgo?»; o han manifestado algo más insensato: «Nos pide que no corramos riesgos». Naturalmente, no abogo por la fobia total al riesgo (luego veremos que estoy a favor de una forma agresiva de asumir riesgos): lo que voy a mostrar en este libro es cómo evitar cruzar la calle con los ojos vendados.

Quieren vivir en Mediocristán

Acabo de exponer el problema del Cisne Negro en su forma histórica: la dificultad fundamental de generalizar a partir de la información disponible, o de aprender del pasado, de lo desconocido y de lo visto. También he expuesto la lista de aquellos que, en mi opinión, constituyen las figuras históricas más relevantes.

Observará el lector que nos es extremadamente conveniente asumir que vivimos en Mediocristán. ¿Por qué? Porque nos permite descartar las sorpresas del Cisne Negro. Si se vive en Mediocristán, el Cisne Negro o no existe o tiene escasas consecuencias.

Este supuesto aleja mágicamente el problema de la inducción, que desde Sexto Empírico ha asolado la historia del pensamiento. El estadístico puede eliminar la epistemología.

¡No nos hagamos ilusiones! No vivimos en Mediocristán, de modo que el Cisne Negro necesita una mentalidad distinta. Como no podemos ocultar el problema debajo de la alfombra, tendremos que profundizar en él. No es ésta una dificultad irresoluble, y hasta nos podemos beneficiar de ella.

Pero hay otros problemas que surgen de nuestra ceguera ante el Cisne Negro:

1.     Nos centramos en segmentos preseleccionados de lo visto, y a partir de ahí generalizamos en lo no visto: el error de la confirmación.

2.     Nos engañamos con historias que sacian nuestra sed platónica de modelos distintos: la falacia narrativa.

3.     Nos comportamos como si el Cisne Negro no existiera: la naturaleza humana no está programada para los Cisnes Negros.

4.     Lo que vemos no es necesariamente todo lo que existe. La historia nos oculta los Cisnes Negros y nos da una idea falsa sobre las probabilidades de esos sucesos: es la distorsión de las pruebas silenciosas.

5.     «Tunelamos»: es decir, nos centramos en unas cuantas fuentes bien definidas de la incertidumbre, en una lista demasiado específica de Cisnes Negros (a expensas de aquellos que no nos vienen a la mente con facilidad).

En los siguientes cinco capítulos me ocuparé de cada uno de estos puntos. Luego, en la conclusión de la primera parte, mostraré que, en realidad, son el mismo tema. 

5 - LA CONFIRMACIÓN, LA DICHOSA CONFIRMACIÓN

La confirmación, por muy arraigada que esté en nuestros hábitos y nuestra sabiduría convencional, puede ser un error peligroso.

Supongamos que dijera al lector que tengo pruebas de que el jugador de fútbol americano O. J. Simpson (que fue acusado de asesinar a su esposa en la década de 1990) no era un criminal. Fíjese, el otro día desayuné con él y no mató a nadie. Lo digo en serio, no vi que matara a nadie. ¿No confirmaría esto su inocencia? Si dijera tal cosa, no hay duda de que el lector llamaría al manicomio, a una ambulancia o hasta a la policía, ya que podría pensar que paso demasiado tiempo en despachos de operadores bursátiles o en cafeterías pensando en el tema del Cisne Negro, y que mi lógica puede representar para la sociedad un peligro tan inmediato que es preciso que me encierren enseguida.

La misma reacción tendría el lector si le dijera que el otro día me eché una siestecita sobre las vías del tren en New Rochelle, Nueva York, y no resulté muerto. Oiga, míreme, estoy vivo, diría, y esto es demuestra que acostarse sobre las vías del tren diría, y esto es demuestra que acostarse sobre las vías del tren no supone ningún riesgo. Pero consideremos lo siguiente. Fijémonos de nuevo en la figura 1 del capítulo 4; alguien que hubiera observado los primeros mil días del pavo (pero no el impacto del día mil uno) diría, con toda razón, que no hay ninguna prueba sobre la posibilidad de los grandes sucesos, es decir, de los Cisnes Negros. Sin embargo, es probable que el lector confunda esta afirmación, sobre todo si no presta mucha atención, con la afirmación de que existen pruebas de no posibles Cisnes Negros. La distancia entre las dos aserciones, aunque de hecho es muy grande, parecerá muy corta a la mente del lector, hasta el punto de que una puede sustituir fácilmente a la otra. Dentro de diez días, si el lector consigue acordarse de la primera afirmación, es probable que retenga la segunda versión, mucho más imprecisa: la de que hay pruebas de no Cisnes Negros. A esta confusión la llamo falacia del viaje de ida y vuelta, ya que esas afirmaciones no son intercambiables.

Tal confusión entre ambas afirmaciones forma parte de un error lógico trivial, muy trivial (pero fundamental): no somos inmunes a los errores lógicos triviales, ya que no somos profesores ni pensadores particularmente inmunes a ellos (las ecuaciones complicadas no tienden a cohabitar felizmente con la claridad de mente). A menos que nos concentremos mucho, es probable que, sin ser conscientes de ello, simplifiquemos el problema, porque así lo suele hacer nuestra mente, sólo que no nos damos cuenta.

Merece la pena profundizar un poco en este punto.

Muchas personas confunden la afirmación «casi todos los terroristas son musulmanes» con la de «casi todos los musulmanes son terroristas». Supongamos que la primera afirmación sea cierta, es decir, que el 99% de los terroristas sean musulmanes. Esto significaría que alrededor del 0,001% de los musulmanes son terroristas, ya que hay más de mil millones de musulmanes y sólo, digamos, diez mil terroristas, uno por cada cien mil. Así que el error lógico nos hace sobreestimar (inconscientemente) en cerca de cincuenta mil veces la probabilidad de que un musulmán escogido al azar (supongamos que de entre quince y cincuenta años) sea un terrorista.

El lector podrá observar en esta falacia del viaje de ida y vuelta la injusticia de los estereotipos; las minorías de las zonas urbanas de Estados Unidos han sufrido la misma confusión: aun en el caso de que la mayor parte de los delincuentes procedieran de su subgrupo étnico, la mayoría de las personas pertenecientes a su subgrupo étnico no serían delincuentes, pero, pese a ello, son discriminados por parte de personas que deberían informarse mejor.

«Nunca quise decir que los conservadores en general sean estúpidos. Me refería a que la gente estúpida normalmente es conservadora», se quejaba en cierta ocasión John Stuart Mili. Este problema es crónico: si decimos a las personas que la clave del éxito no siempre está en las destrezas, pensarán que les estamos diciendo que nunca está en las destrezas, que siempre está en la suerte.

Nuestra maquinaria deductiva, esa que empleamos en la vida Nuestra maquinaria deductiva, esa que empleamos en la vida cotidiana, no está hecha para un entorno complicado en el que una afirmación cambie de forma notable cuando su formulación en palabras se modifica ligeramente. Pensemos que en un entorno primitivo no existe ninguna diferencia trascendental entre las afirmaciones «la mayoría de los asesinos son animales salvajes» y «la mayoría de los animales salvajes son asesinos». Aquí hay un error, pero apenas tiene consecuencias. Nuestras intuiciones estadísticas no han evolucionado en el seno de un hábitat en que las sutilezas de este tipo puedan marcar una gran diferencia.

No todos los zoogles son boogles

«Todos los zoogles son boogles. Has visto un boogle. ¿Es un zoogle?» No necesariamente, «ya que no todos los boogles son zoogles». Los jóvenes que responden mal este tipo de preguntas en su SAT (Scholastic Aptitude Test, «prueba de aptitud académica») es posible que no puedan acceder a la universidad. Sin embargo, otra persona puede obtener una nota muy alta en los SAT y no obstante sentir miedo cuando alguien de aspecto sospechoso entra con ella en el ascensor. Esta incapacidad para transferir de forma automática el conocimiento o la complejidad de una situación a otra, o de la teoría a la práctica, es un atributo muy inquietante de la naturaleza humana.

Vamos a llamarlo la especificidad del dominio de nuestras reacciones. Cuando digo que es «específico del dominio» me reacciones. Cuando digo que es «específico del dominio» me refiero a que nuestras reacciones, nuestro modo de pensar, nuestras intuiciones dependen del contexto en que se presenta el asunto, lo que los psicólogos evolucionistas denominan el «dominio» del objeto o del suceso. La clase es un dominio; la vida real, otro. Reaccionamos ante una información no por su lógica impecable, sino basándonos en la estructura que la rodea, y en cómo se inscribe dentro de nuestro sistema social y emocional. Los problemas lógicos que en el aula se pueden abordar de una determinada forma, pueden ser tratados de modo diferente en la vida cotidiana. Y de hecho se tratan de modo diferente en la vida cotidiana.

El conocimiento, incluso cuando es exacto, no suele conducir a las acciones adecuadas, porque tendemos a olvidar lo que sabemos, o a olvidar cómo procesarlo adecuadamente si no prestamos atención, aun en el caso de que seamos expertos. Se ha demostrado que los estadísticos suelen dejarse el cerebro en el aula y caen en los errores de inferencia más triviales cuando salen a la calle. En 1971, los psicólogos Danny Kahneman y Amos Tversky plantearon a profesores de estadística preguntas formuladas como cuestiones no estadísticas. Una era similar a la siguiente (he cambiado un tanto el ejemplo para mayor claridad): supongamos que vivimos en una ciudad que dispone de dos hospitales, uno grande y otro pequeño. Cierto día, el 60% de los bebés nacidos en uno de los dos hospitales son niños. ¿En qué hospital es más probable que haya ocurrido? Muchos estadísticos cometieron el error (como en una conversación informal) de escoger el hospital más grande, cuando de hecho la informal) de escoger el hospital más grande, cuando de hecho la estadística se basa en que las muestras grandes son más estables y deberían fluctuar menos respecto al promedio a largo plazo — aquí, el 50% para cada sexo— que las muestras más pequeñas. Esos estadísticos hubieran suspendido sus propios exámenes. Durante mis tiempos de quant me encontré con centenares de errores deductivos graves cometidos por estadísticos que olvidaban que lo eran.

Para ver otro ejemplo de cómo podemos ser ridículamente específicos en el dominio de la vida cotidiana, vayamos al lujoso Reebok Sports Club de Nueva York, y fijémonos en el número de personas que, después de subir varios pisos en el ascensor, se dirigen enseguida al aparato que simula las escaleras.

Esta especificidad del dominio de nuestras inferencias y reacciones funciona en ambos sentidos: algunos problemas podemos entenderlos en sus aplicaciones pero no en los libros de texto; otros los captamos mejor en los libros de texto que en su aplicación práctica. Las personas pueden conseguir solucionar sin esfuerzo un problema en una situación social, pero devanarse los sesos cuando se presenta como un problema lógico abstracto. Tendemos a emplear una maquinaria mental diferente —los llamados módulos— en situaciones diferentes: nuestro cerebro carece de un ordenador central multiusos que arranque con unas regías lógicas y las aplique por igual a todas las situaciones posibles.

Y, como he dicho, podemos cometer un error lógico en la realidad pero no en el aula. Esta asimetría se ve mejor en la realidad pero no en el aula. Esta asimetría se ve mejor en la detección del cáncer. Pensemos en los médicos que examinan a un paciente en busca de indicios de la existencia de cáncer; lo típico es que los análisis se realicen a pacientes que quieren saber si están curados o si hay una «reaparición». (En realidad, reaparición es un nombre poco adecuado; significa simplemente que el tratamiento no mató todas las células cancerígenas y que estas células malignas no detectadas han empezado a multiplicarse sin control.) En el estado actual de la tecnología, no es posible analizar todas las células del paciente para ver si alguna de ellas es maligna, de ahí que el médico tome una muestra escaneando el cuerpo con la máxima precisión posible. Luego establece un supuesto sobre lo que no observó. En cierta ocasión, me quedé desconcertado cuando un médico me dijo, después de un chequeo rutinario para detectar la posible existencia de un cáncer: «Deje de preocuparse, tenemos pruebas de que está curado». «¿Por qué?», pregunté. «Hay pruebas de que no tiene ningún cáncer», fue su respuesta. «¿Cómo lo sabe?», pregunté. El médico contestó: «El escanograma es negativo». ¡Y aún sigue haciéndose llamar médico!

En la literatura médica se emplea el acrónimo NED, que significa «No Evidence of Disease» (sin pruebas de enfermedad). No existe nada del estilo END, «Evidence of No Disease» (pruebas de ausencia de enfermedad). Sin embargo, en mis charlas con médicos acerca de este tema, incluso con quienes publican artículos sobre sus resultados, muchos caen, durante la conversación, en la falacia del viaje de ida y vuelta.

Los médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia Los médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia científica característico de la década de 1960 menospreciaban la lactancia materna como algo primitivo, como si se pudiera fabricar algo exactamente igual en sus laboratorios; pero no se percataban de que la leche materna puede incluir componentes útiles que podrían haber pasado desapercibidos a su

conocimiento científico; confundían la ausencia de pruebas de los beneficios que supone la leche materna con las pruebas de ausencia de beneficios (otro caso de platonicidad, ya que «no tenía sentido» dar el pecho cuando se podían usar biberones). Mucha gente pagó el precio de esa ingenua inferencia: resultó que quienes no fueron amamantados por su madre corrían mayores riesgos de contraer enfermedades, incluida una elevada probabilidad de desarrollar determinados tipos de cáncer: al parecer, la leche materna contiene algunos nutrientes que aún desconocemos. Además, se olvidaban también los beneficios para las madres que dan el pecho, como la reducción del riesgo de padecer cáncer de mama.

Lo mismo ocurría con las amígdalas: su extirpación puede provocar una mayor incidencia del cáncer de garganta, pero durante décadas los médicos nunca sospecharon que ese tejido «inútil» pudiera tener alguna utilidad que se les escapaba. Y lo mismo pasó con la fibra dietética que se encuentra en la fruta y la verdura: a los médicos de la década de 1960 les parecía inútil porque no observaban pruebas inmediatas de su necesidad, por lo que crearon una generación mal alimentada. Resulta que la fibra permite reducir la absorción de azúcares en la sangre y arrastra las posibles células precancerosas del tracto intestinal. arrastra las posibles células precancerosas del tracto intestinal. No hay duda de que la medicina ha provocado mucho daño a lo largo de la historia, y todo por esa confusión deductiva tan simplista.

Con esto no quiero decir que los médicos no deban tener creencias, únicamente que hay que evitar algunos tipos de creencias definitivas y absolutas; parece que Menodoto y su escuela, con su estilo de medicina escéptico-empírica que evitaba teorizar, defendían precisamente esta idea. La medicina ha ido a mejor; pero muchos tipos de conocimiento no.

Las pruebas

Debido a un mecanismo mental que yo llamo empirismo ingenuo, tenemos la tendencia natural a fijarnos en los casos que confirman nuestra historia y nuestra visión del mundo: estos casos son siempre fáciles de encontrar. Tomamos ejemplos pasados que corroboran nuestras teorías y los tratamos como pruebas. Por ejemplo, el diplomático nos hablará de sus «logros», no de aquello en que ha fracasado. Los matemáticos, en su intento de convencernos de que su ciencia es útil para la sociedad, nos señalarán los casos en que demostró ser útil, no aquellos en los que fue una pérdida de tiempo o, peor aún, las numerosas aplicaciones matemáticas que supusieron un elevado coste para la sociedad, debido a la naturaleza no empírica de las elegantes teorías matemáticas.

Incluso cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a Incluso cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a buscar ejemplos en los que esa hipótesis demuestre ser cierta. Es evidente que podemos encontrar dicha confirmación con mucha facilidad; todo lo que tenemos que hacer es mirar, o disponer de un investigador que lo haga por nosotros. Podemos encontrar la confirmación de prácticamente todo, del mismo modo que el avispado taxista londinense sabe buscar los atascos para aumentar el precio del trayecto, incluso en días festivos.

Algunas personas van más allá y me hablan de ejemplos de sucesos que hemos sabido prever con cierto éxito; hay unos cuantos reales, como el de llevar a un hombre a la Luna o el del crecimiento económico del siglo XXI. Se pueden encontrar multitud de «contrapruebas» para cada uno de los postulados de este libro, la mejor de las cuales es que los periódicos saben predecir a la perfección los programas de cine y teatro. Fíjese el lector: ayer predije que hoy saldría el sol, y así ha sido.

El empirismo negativo

La buena noticia es que a este empirismo ingenuo se le puede dar la vuelta. Es decir, que una serie de hechos corroborativos no constituye necesariamente una prueba. Ver cisnes blancos no confirma la no existencia de cisnes negros. Pero hay una excepción: sé qué afirmación es falsa, pero no necesariamente qué afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo qué afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo certificar que todos los cisnes no son blancos. Si veo a alguien matar, puedo estar seguro de que es un criminal. Si no lo veo matar, no puedo estar seguro de que sea inocente. Lo mismo se aplica a la detección del cáncer: el descubrimiento de un tumor maligno prueba que uno padece cáncer, pero la ausencia de tal descubrimiento no nos permite decir con certeza que estemos libres de tal enfermedad.

Podemos acercarnos más a la verdad mediante ejemplos negativos, no mediante la verificación. Elaborar una regla general a partir de los hechos observados lleva a la confusión. Contrariamente a lo que se suele pensar, nuestro bagaje de conocimientos no aumenta a partir de una serie de observaciones confirmatorias, como la del pavo. Pero hay algunas cosas sobre las que puedo seguir siendo escéptico, y otras que con toda seguridad puedo considerar ciertas. Esto hace que las consecuencias de las observaciones sean tendenciosas. Así de sencillo. 

Esta asimetría resulta muy práctica. Nos dice que no tenemos por qué ser completamente escépticos, sólo semiescépticos. La sutileza de la vida real frente a los libros es que, en la toma de decisiones, sólo se necesita estar interesado en una parte de la historia: si se busca la certeza de que un paciente padece cáncer, no la certeza de si está sano, entonces uno se puede sentir satisfecho con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la satisfecho con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la certeza que busca. Así pues, podemos aprender mucho de los datos, pero no tanto como esperamos. En ocasiones, muchos datos son irrelevantes; otras veces, una determinada información puede ser muy significativa. Es verdad que mil días no pueden demostrar que uno esté en lo cierto. Pero basta un día para demostrar que se está equivocado.

La persona que alentó esta idea del semiescepticismo tendencioso es sir Doktor Professor Karl Raimund Popper, quien posiblemente es el único filósofo de la ciencia a quien leen y de quien hablan los actores del mundo real (aunque es posible que los filósofos profesionales no lo hagan con tanto entusiasmo). Mientras escribo estas líneas, en la pared de mi estudio cuelga un retrato suyo en blanco y negro. Fue un regalo que me hizo en Munich el ensayista Jochen Wegner, quien, como yo, considera que Popper es lo único que «tenemos» entre los pensadores modernos; bueno, casi. Cuando escribe se dirige a nosotros, no a los demás filósofos. «Nosotros» somos las personas empíricas que tomamos decisiones y que sostenemos que la incertidumbre es nuestra disciplina, y que el mayor y más acuciante objetivo humano es comprender cómo actuar en condiciones de información incompleta.

Popper elaboró una teoría a gran escala en torno a esa asimetría, basada en una técnica llamada «falsación» (falsar es demostrar que se está equivocado) que está destinada a distinguir entre la ciencia y la no ciencia; pero algunos enseguida empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es cierto que no es la idea de Popper la más interesante, ni la más original. Esta idea de la asimetría del conocimiento gusta tanto a los profesionales porque les resulta obvia; así es como dirigen sus negocios. El filósofo malaudit Charles Sanders Pierce, quien, como el artista, sólo gozó del respeto póstumo, también dio con una versión de esta solución del Cisne Negro cuando Popper iba aún en pañales; algunos llegaron a llamarlo el enfoque de PiercePopper. La idea de Popper, mucho más original y de muchísima más fuerza, es la sociedad «abierta», aquella que se asienta en el escepticismo como modus operandi, rechazando las verdades definitivas y oponiéndose a ellas. Popper acusaba a Platón de cerrarnos la mente, siguiendo los argumentos que he expuesto en el prólogo. Pero la idea principal de Popper fue su perspicacia respecto a la fundamental, grave e incurable impredecibilidad del mundo, lo cual voy a dejar para el capítulo sobre la predicción.18

Es evidente que no es fácil «falsar», es decir, afirmar con plena certeza que algo es un error. Las imperfecciones de nuestro método de comprobación pueden llevarnos a un «no» equivocado. Es posible que el médico que descubre células cancerosas usara unos aparatos deficientes que provocaban ilusiones ópticas; o podría ser uno de esos economistas que utilizan la curva de campana disfrazado de médico. Es posible que el testigo de un delito estuviera bebido. Pero sigue siendo válido que sabemos dónde está el error con mucha mayor confianza de la que tenemos sobre dónde está lo acertado. No todas las informaciones tienen la misma importancia.

Popper expuso el mecanismo de las conjeturas y las Popper expuso el mecanismo de las conjeturas y las refutaciones, que funciona como sigue: se formula una conjetura (osada) y se empieza a buscar la observación que demostraría que estamos en un error. Ésta es la alternativa a nuestra búsqueda de casos confirmatorios. Si pensamos que la tarea es fácil, quedaremos decepcionados: pocos seres humanos tienen la habilidad natural de hacerlo. Confieso que yo no soy uno de ellos; no es algo que me resulte natural.

Contar hasta tres

Los científicos cognitivos han estudiado nuestra tendencia natural a buscar únicamente la corroboración; a esta vulnerabilidad al error de la corroboración la llaman parcialidad de la confirmación. Hay algunos experimentos que demuestran que las personas se centran sólo en los libros leídos de la biblioteca de Umberto Eco. Una regla se puede comprobar directamente, fijándose en casos en que funcione, o bien indirectamente, fijándose en donde no funcione. Como veíamos antes, los casos de desconfirmación tienen mucha más fuerza para establecer la verdad. Sin embargo, tendemos a no ser conscientes de esta propiedad.

El primer experimento del que tengo noticia sobre este fenómeno lo realizó el psicólogo P. C. Wason. Presentaba a los sujetos del experimento la secuencia de números 2, 4, 6, y les pedía que intentaran adivinar la regla que la generaba. El método de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de tres números, a las que quien dirigía el experimento respondía «sí» o «no», en función de si las nuevas secuencias se ajustaban a la regla. En cuanto los sujetos se sentían seguros de sus respuestas, formulaban la regla. (Obsérvese la similitud de este experimento con lo que veíamos en el capítulo 1 sobre cómo se nos presenta la historia: si damos por supuesto que la historia se genera siguiendo cierta lógica, sólo vemos los sucesos, nunca las reglas, pero necesitamos saber cómo funciona.) La regla correcta era «números en orden ascendente», nada más. Pocos sujetos la descubrieron, porque para hacerlo tuvieron que proponer una serie en orden descendente (a la que el director del experimento decía «no»). Wason observó que los sujetos tenían una regla en la mente, pero daban ejemplos destinados a confirmarla, en vez de intentar proporcionar series que se ajustaran a sus hipótesis. Los sujetos intentaban una y otra vez confirmar las reglas que ellos habían elaborado.

Este experimento inspiró toda una serie de pruebas similares, una de las cuales es la siguiente: se pedía a los participantes que formularan la pregunta correcta para averiguar si una persona era extrovertida o no, supuestamente para otro tipo de experimento. Se comprobó que los sujetos proponían sobre todo preguntas en las que una respuesta afirmativa apoyaría la hipótesis.

Pero hay excepciones. Entre ellas están los grandes maestros del ajedrez, de quienes se ha demostrado que realmente se centran en dónde puede flaquear un movimiento especulativo; los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en vez de falsificadores. Pero no se juega al ajedrez para practicar el escepticismo. Los científicos creen que lo que los hace buenos ajedrecistas es la búsqueda de sus propias debilidades: la práctica del ajedrez no los convierte en escépticos. Asimismo, el especulador George Soros, cuando hace una apuesta financiera, no deja de buscar ejemplos que demuestren que su teoría inicial es falsa. Tal vez sea esto la auténtica confianza en uno mismo: la capacidad de observar el mundo sin necesidad de encontrar signos que halaguen el propio ego.19

Lamentablemente, la idea de la corroboración hunde sus raíces en nuestros hábitos y discursos intelectuales. Consideremos el siguiente comentario del escritor y crítico John Updike: «Cuando Julián Jaynes [...] especula que hasta muy adelantado el segundo milenio a.C. los hombres no tenían conciencia, sino que obedecían automáticamente la voz de los dioses, nos sentimos aturdidos, pero también empujados a seguir esta notable tesis a través de todas las pruebas que la corroboran». Es posible que la tesis de Jaynes sea correcta, pero, señor Updike, el problema fundamental del conocimiento (y el tema de este capítulo) es que no existe ese animal de la prueba corroborativa.

¡Vi otro Mini rojo!

Lo que sigue ilustra más aún lo absurdo de la confirmación. Si creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la confirmación de que los cisnes negros no existen, entonces, por puras razones lógicas, debemos aceptar también la afirmación de que el hecho de ver un Mini Cooper rojo debería confirmar que no existen cisnes negros.

¿Por qué? Limitémonos a considerar que la afirmación «todos los cisnes son blancos» implica que todos los objetos no blancos no son cisnes. Lo que confirma la última afirmación debería confirmar la primera. Por consiguiente, la visión de un objeto no blanco que no sea un cisne debería aportar tal confirmación. Esta argumentación, conocida como la paradoja del cuervo de Hempel, la redescubrió mi amigo el matemático (reflexivo) Bruno Dupire durante uno de nuestros intensos paseos meditativos por Londres; uno de esos debates peripatéticos, y tan intenso que no nos percatamos de la lluvia. Él señaló un Mini rojo y gritó: «¡Mira, Nassim, mira! ¡No Cisne Negro!».

No todo

No somos tan ingenuos como para pensar que alguien es inmortal porque nunca le hemos visto morir, o que alguien es inocente porque nunca le hemos visto matar. El problema de la generalización ingenua no nos acosa por doquier. Pero esas pertinaces bolsas de escepticismo inductivo tienden a implicar los sucesos con que nos hemos encontrado en nuestro entorno natural, asuntos de los que hemos aprendido a evitar la insensata generalización.

Por ejemplo, cuando a los niños se les muestra el dibujo de un solo miembro de un grupo y se les pide que adivinen las propiedades de los miembros que no se ven, son capaces de seleccionar qué atributos deben generalizar. Mostremos a un niño la fotografía de una persona obesa, digámosle que pertenece a una tribu, y pidámosle que describa al resto de la población: lo más probable es que no salte sin más a la conclusión de que todos los miembros de esa tribu son obesos. Pero reaccionará de diferente forma en las generalizaciones que afecten al color de la piel. Si le mostramos a personas de color oscuro y le pedimos que describa al resto de la tribu, dará por supuesto que también los demás tienen la piel oscura.

Así pues, parece que estamos dotados de unos instintos inductivos específicos y refinados que nos orientan. En contra de la opinión del gran David Hume, y de la que ha sido la tradición empirista inglesa, según los cuales la creencia surge de la costumbre, pues suponían que aprendemos las generalizaciones únicamente a partir de la experiencia y las observaciones empíricas, diversos estudios sobre la conducta infantil han demostrado que llegamos al mundo equipados con una maquinaria mental que hace que generalicemos selectivamente a partir de la experiencia (es decir, que adquiramos el aprendizaje inductivo en algunos ámbitos, pero sigamos siendo escépticos en otros). Ahora bien, no aprendemos de digamos unos mil días, sino que, gracias a la evolución, nos beneficiamos del aprendizaje de nuestros ancestros, que dieron con los secretos de nuestra biología.

Regreso a Mediocristán

Y es posible que de nuestros ancestros hayamos aprendido cosas equivocadas. Pienso en la probabilidad de que heredáramos los instintos adecuados para sobrevivir en la región de los Grandes Lagos de África oriental, de donde supuestamente procedemos; pero es indiscutible que estos instintos no están bien adaptados al entorno actual, posterior al alfabeto, intensamente informativo y estadísticamente complejo.

No hay duda de que nuestro entorno es un poco más complejo de lo que nosotros (y nuestras instituciones) percibimos. En el mundo moderno, siendo como es Extremistán, dominan los sucesos raros, muy raros. Se puede producir un Cisne Negro después de miles y miles de blancos, de modo que tenemos que retener tal juicio mucho más tiempo de lo que solemos hacer. Como decía en el capítulo 3, es imposible — biológicamente imposible— encontrarse con un ser humano que mida varios cientos de kilómetros de alto, así que nuestras intuiciones descartan estos sucesos. Pero las ventas de un libro o la magnitud de los sucesos sociales no siguen este tipo de restricciones. Cuesta mucho más de mil días aceptar que un escritor carece de talento, que no se producirá un crac en la Bolsa, que no estallará una guerra, que un proyecto no tiene futuro, que un país es «nuestro aliado», que una empresa no entrará en bancarrota, que el analista de seguridad de una entrará en bancarrota, que el analista de seguridad de una agencia de Bolsa no es un charlatán, o que un vecino no nos atacará. En el lejano pasado, los seres humanos podían hacer inferencias con mucha mayor precisión y rapidez.

Además, hoy día las fuentes de los Cisnes Negros se han multiplicado más de lo que se puede medir.20 En el entorno primitivo estaban limitadas al descubrimiento de nuevos animales salvajes, nuevos enemigos y cambios climáticos bruscos. Tales sucesos se repetían con la suficiente frecuencia como para que hayamos desarrollado un miedo innato a ellos. Este instinto de hacer inferencias de forma rápida, y de «tunelar» (es decir, de centrarse en un reducido número de fuentes de incertidumbre o de causas de Cisnes Negros conocidos) lo seguimos llevando como algo que nos es consustancial. Dicho de otro modo, este instinto es lo que nos pone en aprietos.

6 - LA FALACIA NARRATIVA

De las causas de mi rechazo a las causas

En el otoño de 2004 asistí a una conferencia sobre estética y ciencia que se celebraba en Roma, quizás el mejor lugar para una reunión de ese tipo, ya que la estética se halla por doquier, hasta en la conducta y en el tono de voz que uno adopta. Durante el almuerzo, un notable profesor de una universidad del sur de Italia me saludó con mucho entusiasmo. Aquella misma mañana había estado yo escuchando su apasionada ponencia; era tan carismático, tan convincente y estaba tan convencido que, aunque no conseguí entender gran cosa de lo que dijo, me daba cuenta de que coincidía con él en todo. Sólo podía entender alguna que otra frase, pues mi conocimiento del italiano funcionaba mejor en los cócteles que en los eventos intelectuales y académicos. En un determinado momento de su exposición, se puso rojo de ira, lo cual me convenció (y convenció al público) de que sin duda tenía razón.

Me acosó durante todo el almuerzo para felicitarme por demostrar los efectos de esos vínculos causales que son más frecuentes en la mente humana que en la realidad. La conversación se animó tanto que no nos separábamos de la mesa del bufé, obstaculizando a los otros delegados que querían acercarse a la comida. Él hablaba un francés con mucho acento (gesticulando), y yo contestaba en italiano primitivo (gesticulando), y estábamos tan enfrascados que los otros invitados temían interrumpir una conversación de tanta importancia y tan animada. Él insistía en valorar mi anterior libro sobre lo aleatorio, una especie de enfurecida reacción del operador de Bolsa contra la ceguera en la vida y en las Bolsas, que en Italia se había publicado con el musical título de Giocati dal caso. Tuve la suerte de tener un traductor que sabía del tema casi más que yo, y el libro encontró cierta acogida entre los intelectuales italianos. «Soy un gran entusiasta de sus ideas, pero me siento desairado. En realidad también son mías, y usted ha escrito el libro que yo (casi) tenía planeado escribir», me dijo el profesor. «Es usted afortunado; ha expuesto de forma muy exhaustiva el efecto del azar en la sociedad y la excesiva valoración de la causa y el efecto. Demuestra usted cuan estúpidos somos al tratar de explicar sistemáticamente las destrezas.»

Se detuvo y, luego, en un tono más tranquilo, añadió: «Pero, mon cher ami, permítame que le diga algo [hablaba muy despacio, con el dedo gordo golpeando los dedos índice y medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, donde se predica que el esfuerzo va unido a la recompensa, y se subraya la responsabilidad individual, nunca habría visto el mundo de ese modo. Usted supo ver la suerte y separar las causas y el efecto gracias a su herencia ortodoxa del Mediterráneo oriental». Empleaba el francés a cause. Y era tan convincente que, durante un minuto, acepté su interpretación. 

Nos gustan las historias, nos gusta resumir y nos gusta simplificar, es decir, reducir la dimensión de las cosas. El primero de los problemas de la naturaleza humana que analizamos en este apartado, el que acabo de ilustrar más arriba, es lo que denomino la falacia narrativa. (En realidad, es un fraude pero, para ser más educado, lo llamaré falacia.) Tal falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la interpretación exagerada y nuestra predilección por las historias compactas sobre las verdades desnudas, lo cual distorsiona gravemente nuestra representación mental del mundo; y es particularmente grave cuando se trata del suceso raro.

Observemos que mi atento colega italiano compartía mi militancia contra la interpretación exagerada y contra la sobreestimación de la causa, pero era incapaz de ver mi obra y a mí mismo sin una razón, una causa, unidos a ambas, como algo distinto de una parte de una historia. Tenía que inventar una causa. Además, no era consciente de haber caído en la trampa causa. Además, no era consciente de haber caído en la trampa de la causalidad, y yo tampoco lo fui de forma inmediata.

La falacia narrativa se dirige a nuestra escasa capacidad de fijarnos en secuencias de hechos sin tejer una explicación o, lo que es igual, sin forzar un vínculo lógico, uní flecha de relación sobre ellos. Las explicaciones atan los hechos. Hacen que se puedan recordar mucho mejor; ayudan a que tengan más sentido. Donde esta propensión puede errar es cuando aumenta nuestra impresión de comprender. 

Este capítulo, como el anterior, se ocupará de un único problema, pero que al parecer se plantea en diferentes disciplinas. El problema de la narratividad, aunque ha sido estudiado exhaustivamente por los psicólogos en una de sus versiones, no es tan «psicológico»: algo referente a la forma en que están diseñadas las disciplinas oculta la cuestión de que es más bien un problema de información. La narratividad nace de una necesidad biológica innata conforme a la cual tendemos a reducir la dimensionalidad; pero los robots también tenderían a adoptar ese proceso de reducción. La información quiere ser reducida.

Para ayudar al lector a situarse, observe que al estudiar el problema de la inducción en el capítulo anterior, examinábamos qué se podía inferir a partir de lo no visto, lo que queda fuera de nuestro conjunto de informaciones. Aquí nos fijamos en lo visto, en aquello que se encuentra dentro del conjunto de información, y examinamos las distorsiones que se producen en el acto de procesarla. Hay mucho que decir sobre el tema, pero el ángulo desde el que lo abordo se refiere a la simplificación que la narratividad hace del mundo que nos rodea y de sus efectos sobre nuestra percepción del Cisne Negro y la incertidumbre disparatada.

Partir el cerebro en dos

Husmear entre la antilógica es una actividad excitante. Durante unos meses, uno experimenta la estimulante sensación de que acaba de entrar en un mundo nuevo. Después, la novedad se desvanece, y el pensamiento regresa a sus asuntos habituales. El mundo vuelve a ser aburrido, hasta que se encuentra otro tema con el que apasionarse (o se consigue colocar a otro personaje en un estado de ira total).

Una de estas antilógicas me llegó con el descubrimiento — gracias a la literatura sobre la cognición— de que, contrariamente a lo que todo el mundo cree, no teorizar es un acto, y que teorizar puede corresponder a la ausencia de actividad deseada, la opción «por defecto». Se necesita un esfuerzo considerable para ver los hechos (y recordarlos) al tiempo que se suspende el juicio y se huye de las explicaciones.

Y este trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control:

Y este trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control: es en gran medida anatómico, parte de nuestra biología, de manera que luchar contra él supone luchar contra uno mismo. Por eso los preceptos de los antiguos escépticos acerca de la suspensión del juicio van contra nuestra naturaleza. Hablar es barato, un problema de la filosofía del consejo que veremos en el capítulo 13.

Si intentamos ser auténticos escépticos respecto a nuestras interpretaciones nos sentiremos agotados enseguida. Nos sentiremos también humillados por oponernos a teorizar. (Existen trucos para alcanzar el auténtico escepticismo; pero hay que entrar por la puerta trasera, en vez de emprender a solas un ataque frontal.) Incluso desde una perspectiva anatómica, a nuestro cerebro le resulta imposible ver nada en estado puro sin alguna forma de interpretación. Hasta es posible que no siempre seamos conscientes de ello.

La racionalización post hoc. En un experimento, varios psicólogos pedían a un grupo de mujeres que escogieran, de entre doce pares de calcetines de nailon, los que más les gustaran. Después les preguntaban las razones de su elección. La textura, el tacto y el color destacaban entre las razones aducidas. De hecho, todos los pares de calcetines eran idénticos. Las mujeres daban explicaciones actualizadas post hoc. ¿Indica esto que sabemos explicar mejor que comprender? Veamos.

Se ha realizado una serie de famosos experimentos en pacientes de cerebro escindido, los cuales nos muestran pruebas pacientes de cerebro escindido, los cuales nos muestran pruebas físicas —es decir, biológicas— convincentes del aspecto automático del acto de la interpretación. Parece que hay en nosotros un órgano que se encarga de dar sentido, aunque tal vez no sea fácil centrarse en él con precisión. Veamos cómo se detecta.

Los pacientes de cerebro escindido no tienen conexión entre los lados izquierdo y derecho de su cerebro, lo cual impide que los dos hemisferios cerebrales compartan la información. Estos pacientes son para los investigadores unas joyas raras y de valor incalculable. Son literalmente dos personas distintas, y podemos comunicarnos con cada una de ellas por separado: las diferencias entre los dos individuos nos dan alguna indicación sobre la especialización de los hemisferios cerebrales. Esta partición suele ser resultado de una intervención quirúrgica para remediar trastornos mayores, como la epilepsia grave; no, a los científicos de los países occidentales (y de la mayor parte de los orientales) ya no se les permite cortar el cerebro por la mitad, aunque pretendan aumentar los conocimientos y la sabiduría.

Supongamos ahora que inducimos a una de estas personas a realizar un acto —levantar el dedo, reír o coger una pala— con el fin de asegurarnos de cómo adscribe una razón a su acto (cuando de hecho sabemos que no existe más razón que el hecho de que lo hayamos inducido). Si pedimos al hemisferio derecho, aquí aislado del lado izquierdo, que realice una acción, y luego pedimos una explicación al otro hemisferio, el paciente ofrecerá invariablemente alguna interpretación: «Señalaba al techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se pregunta a este autor, ofreceré mi habitual «porque procedo del pueblo ortodoxo griego de Amioun, al norte de Líbano», etc.

Ahora bien, si hacemos lo contrario, es decir, si ordenamos al hemisferio izquierdo aislado de una persona diestra que realice un acto y pedimos al hemisferio derecho que nos dé las razones, se nos responderá sencillamente: «No lo sé». Señalemos que el hemisferio izquierdo es donde generalmente residen el lenguaje y la deducción. Advierto al lector ávido de «ciencia» contra los intentos de construir un mapa neural: todo lo que intento demostrar es la base biológica de esta tendencia hacia la causalidad, no su ubicación exacta. Tenemos razones para sospechar de las distinciones entre «cerebro derecho/cerebro izquierdo» y las consiguientes generalizaciones de la ciencia popular sobre la personalidad. En efecto, es posible que la idea de que el cerebro izquierdo controla el lenguaje no sea tan precisa: parece más exacto suponer que el cerebro izquierdo es donde reside el reconocimiento de patrones, y que sólo puede controlar el lenguaje en la medida en que éste tenga un atributo de reconocimiento de patrones. Otra de las diferencias entre ambos hemisferios es que el derecho se ocupa de la novedad. Tiende a ver las series de hechos (lo particular, o los árboles), mientras que el izquierdo percibe los patrones, la figura (lo general, o el bosque).

Para ver un ejemplo de nuestra dependencia biológica de una historia, consideremos este experimento. En primer lugar, lea el lector la frase siguiente:

VALE MÁS

PÁJARO EN MANO QUE

QUE CIENTO VOLANDO

¿Observa algo raro? Inténtelo de nuevo.21

El científico residente en Sidney Alan Snyder (que tiene acento de Filadelfia) hizo el siguiente descubrimiento. Si se inhibe el hemisferio izquierdo de una persona diestra (técnicamente, se efectúa dirigiendo impulsos magnéticos de baja frecuencia a los lóbulos temporales frontales del lado izquierdo), disminuye el índice de error del sujeto al leer el refrán anterior. Nuestra propensión a imponer significado y conceptos nos bloquea la conciencia de los detalles que componen el concepto. Sin embargo, si anulamos el hemisferio izquierdo de una persona, ésta se convierte en más realista: sabe dibujar mejor y con mayor verosimilitud. Su mente ve mejor los objetos en sí mismos, sin teorías, narrativas ni prejuicio alguno.

¿Por qué resulta difícil evitar la interpretación? Fundamentalmente, porque, como veíamos en la historia del erudito italiano, las funciones del cerebro a menudo operan fuera de nuestra conciencia. Interpretamos de modo muy parecido a como realizamos otras actividades consideradas automáticas y ajenas a nuestro control, como la de respirar.

¿Qué es lo que hace que el no teorizar nos cueste muchísima más energía que el teorizar? En primer lugar, está la impenetrabilidad de la actividad. He dicho que gran parte de ella tiene lugar fuera de nuestra conciencia: si no sabemos que estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo que estemos en un estado de alerta permanente. Pero si tenemos que estar continuamente al acecho, ¿no nos causa esto fatiga? Pruébelo el lector durante una tarde, y ya me dirá.

Un poco más de dopamina

Además de la historia del intérprete del cerebro izquierdo, contamos con más pruebas fisiológicas de nuestra búsqueda innata de patrones, gracias a nuestro creciente conocimiento del papel de los neurotransmisores, las sustancias químicas que, según se cree, transportan las señales entre las diferentes partes del cerebro. Parece que la percepción de patrones aumenta a medida que lo hace la concentración de dopamina química en el cerebro. La dopamina también regula los humores e introduce un sistema de recompensa interno en el cerebro (no es de extrañar que se encuentre en concentraciones ligeramente superiores en el lado izquierdo del cerebro de las personas diestras que en el lado derecho). Al parecer, una mayor concentración de dopamina disminuye el escepticismo y se traduce en una mayor vulnerabilidad a la detección de patrones; una inyección de Ldopa, sustancia que se emplea en el tratamiento de las personas que padecen Parkinson, puede aumentar esa actividad y disminuir la suspensión del juicio en el paciente. La persona se hace vulnerable a todo tipo de manías, como la astrología, las supersticiones, la economía y la lectura del tarot.

De hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una De hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una demanda pendiente de resolución presentada por un paciente que reclama a su médico más de 200.000 dólares, la cantidad que presuntamente perdió en el juego. El paciente alega que el tratamiento de su Parkinson lo llevó a frecuentar los casinos, donde hacía apuestas descontroladas. Resulta que uno de los efectos secundarios de la L-dopa es que una cantidad reducida pero importante de pacientes se convierten en jugadores compulsivos. Esta actitud ante el juego se asocia con el hecho de que los pacientes ven lo que ellos creen que son patrones claros en los números aleatorios, lo cual ilustra la relación entre el conocimiento y la aleatoriedad. También demuestra que algunos aspectos de lo que llamamos «conocimiento» (y que yo denomino narrativa) son una enfermedad.

Una vez más, advierto al lector de que no me estoy centrando en la dopamina como la razón de nuestra interpretación exagerada; lo que digo, por el contrario, es que existe una correlación física y neural con ese funcionamiento, y que nuestra mente es en gran medida víctima de nuestra encarnación física. Nuestra mente es como un preso, está cautiva de nuestra biología, a menos que consigamos dar con una ingeniosa escapatoria.

Lo que subrayo es que no tenemos control sobre ese tipo de inferencias. Es posible que el día de mañana alguien descubra otra base química u orgánica de nuestra percepción de los patrones, o contradiga lo que he dicho sobre el intérprete del cerebro izquierdo, demostrando el papel que desempeña una estructura más compleja; pero ello no negaría la idea de que la estructura más compleja; pero ello no negaría la idea de que la percepción de la causalidad tiene una base biológica.

La regla de Andrei Nikoláyevich

Hay otra razón, aún más profunda, que explica nuestra inclinación a narrar, y no es psicológica. Tiene que ver con el efecto que el orden produce en la reserva de información y en cualquier sistema de recuperación de la misma, y merece la pena que la explique aquí debido a su relación con lo que yo considero los problemas fundamentales de la teoría de la probabilidad y la información.

El primer problema es que cuesta obtener la información.

El segundo problema es que también cuesta almacenar la información, como la propiedad inmobiliaria en Nueva York. Cuanto más ordenada, menos aleatoria, más conforme a patrones y narrada sea una serie de palabras o símbolos, más fácil es almacenarla en la propia mente o volcarla en un libro para que algún día la puedan leer nuestros nietos.

Por último, cuesta manipular y recuperar la información.

Con tantas células cerebrales —cien mil millones (y se siguen contando)—, el almacén debe ser muy grande, de modo que posiblemente los problemas no se planteen por falta de espacio de almacenamiento, sino que simplemente se trata de problemas de indexación. Nuestra memoria consciente, o de trabajo, la que usamos para leer estas líneas y extraer su significado, es considerablemente más pequeña que el almacén. 

Consideremos que nuestra memoria de trabajo tiene problemas para retener un simple número de teléfono de más de siete dígitos. Cambiemos un poco las imágenes y pensemos que nuestra conciencia es una mesa de lectura de la Biblioteca del Congreso: no importa cuántos libros contenga la biblioteca y que sea capaz de recuperar, pues el tamaño de nuestra mesa impone ciertas limitaciones de procesado. La compresión es esencial para la actuación del trabajo consciente.

Pensemos en una serie de palabras unidas para formar un libro de quinientas páginas. Si las palabras están escogidas al azar, tornadas del diccionario de forma totalmente impredecible, no podremos resumir, transferir ni reducir las dimensiones de ese libro sin perder algo importante de él. En nuestro próximo viaje a Siberia, necesitaremos llevarnos cien mil palabras para transmitir el mensaje exacto de unas cien mil palabras aleatorias. Ahora pensemos en lo contrario: un libro lleno de la siguiente frase repetida una y otra vez: «El presidente de (póngase aquí el nombre de la empresa en la que trabajemos) es un tipo con suerte que resultó que estaba en el sitio adecuado en el momento preciso, y que se atribuye el éxito de su empresa, sin hacer concesión alguna a la suerte»; una frase que se repite diez veces por página, a lo largo de 500 páginas. Todo el libro se puede sintetizar con exactitud, como acabo de hacerlo yo, en 37 palabras (de entre 100.000); de este grano podría germinar una reproducción del libro con total fidelidad. Si encontramos el patrón, la lógica de la serie, ya no tendremos que memorizarlo. Simplemente almacenamos el patrón. Y, como podemos ver Simplemente almacenamos el patrón. Y, como podemos ver aquí, un patrón es obviamente más compacto que la información pura y desnuda. Miramos dentro del libro y encontramos una regla. Siguiendo estos principios fue como el probabilista Andrei Nikoláyevich definió el grado de aleatoriedad, lo cual se denomina «complejidad de Kolmogórov».

Nosotros, los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber en la cabeza. O, mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de lo que realmente es.

Y el Cisne Negro es lo que excluimos de la simplificación.

Tanto las iniciativas artísticas como científicas son producto de nuestra necesidad de reducir las dimensiones e imponer cierto orden en las cosas. Pensemos en el mundo que nos rodea, lleno de billones de detalles. Si intentemos describirlo nos veremos tentados a entrelazar lo que digamos, una novela, una historia, un mito, un cuento, todos cumplen la misma función; nos ahorran la complejidad del mundo y nos protegen de su aleatoriedad. Los mitos ponen orden en el desorden de la percepción humana y en lo que se percibe como «caos de la experiencia humana».22

De hecho, muchos trastornos psicológicos graves van De hecho, muchos trastornos psicológicos graves van acompañados del sentimiento de pérdida de control del propio entorno, de la capacidad de «entenderlo».

Aquí nos afecta una vez más la platonicidad, Resulta interesante que el propio deseo de orden se aplique a los objetivos científicos: lo que sucede es que, a diferencia del arte, el objetivo (declarado) de la ciencia es llegar a la verdad, y no el de proporcionarnos una sensación de organización ni el de hacer que nos sintamos mejor. Tendemos a usar el conocimiento como terapia.

Una mejor forma de morir

Para comprender el poder de la narración, fijémonos en la afirmación siguiente: «El rey murió y la reina murió». Comparémosla con: «El rey murió y, luego, la reina murió de pena». Este ejercicio, que expuso el novelista E. M. Forster, demuestra la distinción entre la mera sucesión de información y una trama. Pero observemos el problema que aquí se plantea: aunque en la segunda afirmación añadimos información, redujimos efectivamente la dimensión del total. La segunda frase es, en cierto sentido, mucho más ligera de llevar y mucho más fácil de recordar; ahora tenemos una sola secuencia de información en lugar de dos. Como la podemos recordar con menos esfuerzo, también la podemos vender a los demás, es decir, comerciar mejor con ella como una idea empaquetada. Ésta es, en pocas palabras, la definición y función de una narración.

Para ver cómo la narración puede conducir a un error en la valoración de las probabilidades, hagamos el siguiente experimento. Demos a alguien una historia policíaca bien escrita, por ejemplo, una novela de Agatha Christie con unos cuantos personajes que nos hacen sospechar, con razón, que son culpables. Ahora preguntemos al sujeto de nuestro experimento por las probabilidades que hay de que cada uno de los personajes sea el culpable. A menos que anote los porcentajes para llevar un recuento exacto, deberían sumar bastante más del 100% (hasta un 200% en una buena novela). Cuanto mejor sea el autor de la novela, mayor será la cantidad de probabilidades.

Recuerdo de las cosas no tan pasadas

Nuestra tendencia a percibir -a imponer- la narratividad y la causalidad es síntoma de la misma enfermedad: la reducción de la dimensión. Además, al igual que la causalidad, la narratividad tiene una dimensión cronológica y conduce a la percepción del flujo del tiempo. La causalidad hace que el tiempo avance en un único sentido, y lo mismo hace la narratividad.

Pero la memoria y la flecha del tiempo se pueden mezclar. La narratividad puede afectar muchísimo al recuerdo de los sucesos pasados, y lo hace del modo siguiente: tenderemos a recordar pasados, y lo hace del modo siguiente: tenderemos a recordar con mayor facilidad aquellos hechos de nuestro pasado que encajen en una narración, mientras que tendemos a olvidar otros que no parece que desempeñen un papel causal en esa narración. Imaginemos que recordamos los sucesos en nuestra memoria sabedores de la respuesta de qué ocurrió a continuación. Cuando se resuelve un problema, es literalmente imposible ignorar la información posterior. Esta simple incapacidad de recordar no ya la auténtica secuencia de los sucesos, sino una secuencia reconstruida, hará que, a posteriori, parezca que la historia sea mucho más explicable de lo que en realidad era o es.

El saber popular sostiene que la memoria es como un dispositivo de grabación en serie, como el disquete del ordenador. En realidad, la memoria es dinámica —no estática —, como un periódico en el que, gracias al poder de la información posterior, se registren continuamente nuevos textos (o versiones nuevas del mismo texto). (Con una perspicacia digna de mención, el poeta parisino del siglo XIX Charles Baudelaire comparaba nuestra memoria con un palimpsesto, un tipo de pergamino en el que se pueden borrar textos antiguos y escribir sobre ellos documentos nuevos.)

La memoria se parece más a una máquina de revisión dinámica interesada: recordamos la última vez que recordamos el suceso y, sin darnos cuenta, en cada recuerdo posterior cambiamos la historia.

Así pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías Así pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías causales, revisándolos involuntaria e inconscientemente. No dejamos de renarrar sucesos pasados a la luz de lo que nuestro pensamiento ilumina, haciendo que tenga sentido después de acaecidos esos sucesos.

Mediante un proceso llamado reverberación, un recuerdo se corresponde con el fortalecimiento de las conexiones mentales, lo cual sucede gracias al incremento de la actividad cerebral en un determinado sector del cerebro: cuanta mayor sea la actividad, más nítido será el recuerdo. Puede que pensemos que la memoria es algo fijo, constante y conectado; nada más lejos de la verdad. Lo que se asimile según la información obtenida posteriormente se recordará de forma más vivida. Por otra parte, inventamos algunos de nuestros recuerdos, un tema delicado en los tribunales de justicia, pues se ha demostrado que mucha gente inventa historias de malos tratos en la infancia a fuerza de escuchar teorías.

La narración del loco

Contamos con demasiadas formas posibles de interpretar en nuestro favor los sucesos pasados.

Consideremos la conducta de los paranoicos. He tenido el privilegio de trabajar con colegas que padecen trastornos paranoicos ocultos y que de vez en cuando asoman. Cuando la persona es muy inteligente, nos puede dejar atónitos con las interpretaciones más rocambolescas, aunque completamente verosímiles, de la observación más inocua. Si les digo: «Me temo verosímiles, de la observación más inocua. Si les digo: «Me temo que...», refiriéndome a un estado indeseable del mundo, es posible que me interpreten literalmente y piensen que tengo miedo de verdad, lo cual origina un episodio de terror en la persona paranoica. Alguien que padezca este trastorno puede

obtener el más insignificante de los detalles y elaborar una teoría precisa y coherente sobre por qué existe una conspiración contra él. Y si reunimos, pongamos por caso, a diez paranoicos, todos en el mismo estado de delirio episódico, los diez darán interpretaciones distintas, aunque coherentes, de los sucesos.

Cuando tenía unos siete años, la maestra nos mostró un cuadro que representaba a un grupo de franceses pobretones de la Edad Media reunidos en un banquete organizado por uno de sus benefactores, algún rey benevolente, según recuerdo. Sostenían los cuencos de sopa sobre sus labios. La maestra me preguntó por qué tenían la nariz metida en el cuenco, y yo respondí: «Porque no les enseñaron buenos modales». Y ella respondió: «Mal. La razón es que tienen hambre». Me sentí un estúpido por no haber pensado en ello, pero no podía comprender qué era lo que hacía que una explicación fuera más probable que la otra, ni por qué no estábamos los dos equivocados (en aquella época no había, o había muy poca, vajilla de plata, lo cual parece la explicación más probable).

Más allá de las distorsiones que nos provoca la percepción, hay un problema que tiene su propia lógica. ¿Cómo es posible que alguien, sin contar con pista alguna, sea capaz de tener una serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, que se ajustan a las observaciones y respetan cualquier posible regla de la lógica? Pensemos que dos personas pueden mantener creencias incompatibles basándose exactamente en los mismos datos. ¿Significa esto que existen posibles familias de explicaciones y que cada una de ellas puede ser igualmente perfecta y sensata? Desde luego que no. Puede haber un millón de maneras de explicar las cosas, pero la explicación auténtica es única, esté o no a nuestro alcance.

En una famosa argumentación, el lógico W. V. Quine demostró que existen familias de interpretaciones y teorías lógicamente coherentes que se pueden ajustar a una determinada serie de hechos. Tal idea nos debería advertir de que es posible que la mera ausencia del sinsentido no basta para que algo sea verdad.

El problema de Quine guarda relación con los problemas con que se encontraba al traducir afirmaciones de unas lenguas a otras, ya que puede interpretarse cualquier frase en una infinidad de formas. (Observemos que alguien que hile demasiado fino podría encontrar un aspecto autoeliminatorio en la propia obra de Quine. Me pregunto cómo espera que comprendamos este preciso punto de formas no infinitas.)

Esto no quiere decir que no podamos hablar de las causas: hay formas de escapar de la falacia narrativa. ¿Cómo? Mediante conjeturas y experimentos o, como veremos en la segunda parte, haciendo predicciones que se puedan comprobar.23 Los experimentos de psicología de que hablo aquí así lo hacen: escogen una población y pasan un test. Sus resultados deberían escogen una población y pasan un test. Sus resultados deberían ser válidos en Tennessee, en China y hasta en Francia.

Narrativa y terapia

Si la narratividad hace que veamos los sucesos pasados como más predecibles, más esperados y menos aleatorios de lo que en realidad eran, entonces deberíamos ser capaces de hacer que nos funcionaran también como terapia contra alguna de las espinas de lo aleatorio.

Supongamos que un suceso desagradable, como un accidente de tráfico del que nos sintamos indirectamente responsables, nos deja con un persistente mal regusto. Nos tortura la idea de que hemos provocado heridas a nuestros pasajeros; somos continuamente conscientes de que podíamos haber evitado el accidente. La mente no deja de simular escenarios alternativos, como ramas de un mismo árbol: si no nos hubiéramos despertado tres minutos después de lo habitual, habríamos evitado el accidente. No era nuestra intención hacer daño a nuestros pasajeros, sin embargo nuestra mente no se libra del remordimiento y la culpa. Las personas que ejercen una profesión de elevado grado de aleatoriedad (como en la Bolsa) pueden sufrir más de lo debido el efecto tóxico que produce el pensar en el mal pasado: debería haber vendido antes mi cartera de valores; podría haber comprado esas acciones por poco dinero hace años, y ahora tendría mi descapotable color de rosa; etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió un etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió un error» o, peor, que «se cometieron errores», cuando no conseguimos hacer para nuestros inversores lo equivalente a comprar el billete de lotería premiado, y sentimos la necesidad de disculparnos por nuestra imprudente estrategia inversora (es decir, lo que, visto con mirada retrospectiva, parece imprudente).

¿Cómo nos podemos librar de ese dolor punzante y persistente? No intentemos evitar pensar en él: lo más probable es que eso resulte contraproducente. Una solución más adecuada es hacer que el suceso parezca inevitable. Mira, tenía que pasar, y es inútil atormentarse por ello. ¿Cómo lo podemos hacer? Pues con una narración. Los enfermos que dedican quince minutos todos los días a escribir una explicación de sus problemas cotidianos se sienten sin duda mejor frente a lo que les haya ocurrido. Uno se siente menos culpable por no haber evitado determinados sucesos, menos responsable de ellos. Parece como si las cosas estuvieran destinadas a ocurrir.

Como vemos, quien trabaja en una profesión que conlleve grandes dosis de azar es proclive a padecer el agotamiento que produce ese constante pensar en lo que hubiera podido pasar desde la perspectiva de lo que ocurrió después. En estas circunstancias, lo menos que se puede hacer es llevar un diario.

Equivocarse con una precisión infinita Equivocarse con una precisión infinita

Albergamos un agobiante disgusto por lo abstracto.

Cierto día de diciembre de 2003, cuando fue capturado Sadam Husein, Bloomberg News lanzó el siguiente titular a las 13.01: «Suben los bonos del Tesoro de Estados Unidos; es posible que la captura de Husein no frene el terrorismo».

Cada vez que se produce un movimiento en la Bolsa, los medios de información se sienten obligados a dar la «razón». Media hora más tarde, tuvieron que emitir otro titular. Cayó el precio de los bonos del Tesoro (estuvieron fluctuando todo el día, de modo que no era nada extraño), pero Bloomberg News tenía una nueva razón para explicar tal hecho: la captura de Sadam (el mismo Sadam). A las 13.31 lanzaron el siguiente boletín: «Caen los bonos del Tesoro de Estados Unidos; la captura de Husein aumenta el atractivo de los activos de riesgo».

De modo que la misma captura (la causa) explicaba un suceso y su diametralmente opuesto. Es evidente que no puede ser; no se pueden vincular ambos hechos.

¿Es que los periodistas recalan cada mañana en la consulta de la enfermera para que se les administre su inyección diaria de dopamina y así poder narrar mejor? (Obsérvese que la palabra dope [droga], empleada para referirse a las drogas ilegales que los deportistas toman para mejorar su rendimiento, tiene la misma raíz que dopamina.)

Siempre ocurre lo mismo: se propone una causa para que nos traguemos la noticia y hacer las cosas más concretas. Después de la derrota de un candidato en las urnas, se nos dirá la «causa» de la derrota de un candidato en las urnas, se nos dirá la «causa» del descontento de los votantes. Sirve cualquier causa concebible. Sin embargo, los medios de comunicación hacen todo lo posible para que el suceso sea «sólido», con sus ejércitos de comprobadores de noticias. Es como si quisieran estar equivocados con una precisión infinita (en vez de aceptar que están aproximadamente en lo cierto, como el escritor de fábulas).

Observemos que, en ausencia de cualquier otra información sobre una persona a la que acabamos de conocer, tendemos a recurrir a su nacionalidad y sus orígenes como atributos destacados (como hizo conmigo aquel estudioso italiano). ¿Cómo sé que este recurso a los orígenes es falso? Hice mi propia prueba empírica y comprobé cuántos operadores de Bolsa de origen similar al mío y que tuvieron la experiencia de la misma guerra se convirtieron en empiristas escépticos, y de veintiséis no encontré a ninguno. Este punto de la nacionalidad ayuda a construir una gran historia y satisface además nuestra ansia de atribuir causas. Parece que se trata del vertedero al que van a parar todas las explicaciones, hasta que descubrimos una más lógica (por ejemplo, algún argumento evolutivo que «tenga sentido»). En efecto, las personas tienden a engañarse con su autonarración de la «identidad nacional», que en un decisivo artículo escrito por sesenta y cinco autores que apareció en la revista Science se demostró que era una completa ficción. (Los «rasgos nacionales» pueden tener importancia en las películas, pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas que no tienen validez intelectual; sin embargo, tanto los ingleses como los no ingleses, por ejemplo, creen erróneamente en un «temperamento nacional» inglés.) Desde un punto de vista empírico, parece que el sexo, la clase social y la profesión predicen la conducta de alguien mejor que la nacionalidad (un varón sueco se parece a uno de Togo más que a una mujer sueca; un filósofo peruano se parece a un filósofo escocés más que a un empleado peruano; etc.).

El problema de la causalidad exagerada no está en el periodista, sino en el público. Nadie pagaría un dólar por una serie de estadísticas empíricas que recordaran una aburrida conferencia impartida en la universidad. Queremos que nos cuenten historias, y no hay nada de malo en ello, salvo que deberíamos analizar con mayor detalle si tal historia ofrece distorsiones importantes de la realidad. ¿Acaso la ficción desvela la verdad, mientras que la no ficción es el puerto en que se resguarda el mentiroso? ¿Es posible que las fábulas y las historias se acerquen más a la verdad que ABC News, con sus hechos contrastados sin reservas? Limitémonos a pensar que los periódicos tratan de recoger unos hechos impecables, pero los entretejen en una narración de forma que transmitan esa impresión de causalidad (y conocimiento). Existen los comprobadores de los hechos, pero no los del intelecto. Es una pena.

Pero no hay razón para limitarse a los periodistas. Los académicos de las disciplinas narrativas hacen lo mismo, aunque lo disfrazan con un lenguaje formal (volveremos a ellos en el lo disfrazan con un lenguaje formal (volveremos a ellos en el capítulo 10, cuando hablemos de la predicción). Además de la narrativa y la causalidad, los periodistas y los intelectuales públicos de discurso breve no hacen que el mundo resulte más sencillo. Al contrario, parece que, casi invariablemente, hacen que parezca más complicado de lo que en realidad es. La próxima vez que al lector le pidan que hable sobre los acontecimientos del mundo, le recomiendo que alegue ignorancia y emplee los argumentos que he expuesto en este capítulo y que plantean dudas sobre la visibilidad de la causa inmediata. Le dirán que «analiza de forma exagerada» o que «es demasiado complicado». Todo lo que debe repetir el lector es que no sabe.

La ciencia desapasionada

Ahora bien, si el lector piensa que la ciencia es una materia abstracta y libre de sensacionalismo y de distorsiones, tengo para él noticias aleccionadoras. Los investigadores empíricos han hallado pruebas de que los científicos también son vulnerables a las narraciones, y de que, en vez de dedicarse a asuntos más sustanciales, utilizan títulos y desenlaces «sexy» que llaman la atención. Ellos también son humanos y, para atraer la atención, recurren a temas sensacionalistas. La forma de remediar todo esto es mediante los metaanálisis de los estudios científicos, en los que un superinvestigador examina toda la bibliografía, que incluye los artículos menos publicitados, y elabora una síntesis.

Lo sensacional y el Cisne Negro

Veamos cómo afecta la narrativa a nuestra comprensión del Cisne Negro. La narrativa, así como su mecanismo asociado de la importancia del hecho sensacional, puede confundir nuestra proyección de las probabilidades. Tomemos el siguiente experimento que llevaron a cabo Kahneman y Tversky, a quienes presentamos en el capítulo anterior: los sujetos del experimento eran profesionales de la previsión del tiempo, y se les pidió que imaginaran los siguientes escenarios y que estimaran sus probabilidades:

1.     unas inundaciones en algún lugar de América en las que mueren más de mil personas;

2.     un terremoto en California, que provoca grandes inundaciones y en el que mueren más de mil personas.

Los encuestados calculaban que el primer suceso era menos probable que el segundo. Un terremoto en California, sin embargo, es una causa perfectamente imaginable, que aumenta mucho la disponibilidad mental -y de ahí la probabilidad estimada- del escenario de la inundación.

Asimismo, si le preguntara al lector cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se den en el país, me respondería con un número, pongamos por caso medio millón. Ahora bien, si le preguntara cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se produzcan a causa del tabaco, lo más probable es que me diera un número muy superior (quizá más del doble). El hecho de añadir a causa de hace que el hecho parezca más verosímil, y mucho más probable. El cáncer producido por el tabaco parece más probable que el cáncer sin una causa determinada; una causa indeterminada significa la inexistencia de una causa.

Volvamos al ejemplo de la trama de E. M. Forster que exponíamos al principio de este capítulo, pero observado desde el punto de vista de la probabilidad. ¿Cuál de estas dos afirmaciones parece más probable?

Joey parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa para quedarse con su herencia.

Es evidente que, a primera vista, la segunda afirmación parece más probable, lo cual es un puro error de lógica, ya que la primera, al ser más amplia, puede albergar más causas, por ejemplo que asesinó a su esposa porque se volvió loco, porque ella lo engañaba con el cartero y con el instructor de esquí, o porque entró en un estado de confusión y tomó a su mujer por un asesor económico.

Y esto nos puede llevar a patologías en nuestra toma de decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como han decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como han demostrado Paul Slovic y sus colaboradores, las personas son más proclives a pagar un seguro contra el terrorismo que un seguro normal (que cubre, entre otras cosas, el terrorismo).

Los Cisnes Negros que imaginamos, de los que hablamos y nos preocupamos no se parecen a los que previsiblemente son

Cisnes Negros. Como veremos a continuación, nos preocupamos de los sucesos «improbables» equivocados.

La ceguera del Cisne Negro

La primera pregunta sobre la paradoja de la percepción de los Cisnes Negros es la siguiente: ¿cómo es que algunos Cisnes Negros nos resultan rimbombantes en la mente, cuando el tema de este libro es que en general ignoramos a los Cisnes Negros?

La respuesta es que existen dos tipos de sucesos raros: a) los Cisnes Negros narrados, aquellos que están presentes en el discurso actual y de los que es muy probable que oigamos hablar en televisión; y b) aquellos de los que nadie habla porque escapan de los modelos, aquellos de los que nos daría vergüenza hablar en público porque no parecen verosímiles. Puedo decir con toda seguridad que es totalmente compatible con la naturaleza humana que se sobreestimen las incidencias de los Cisnes Negros en el primer caso, pero que se infravaloren gravemente en el segundo.

En efecto, quienes juegan a la lotería sobreestiman las probabilidades que tienen de ganar porque visualizan las grandes probabilidades que tienen de ganar porque visualizan las grandes cantidades de dinero que pueden obtener; en realidad, son tan ciegos a las probabilidades que tratan casi del mismo modo la de una entre mil que la de una entre un millón.

Gran parte de los estudios empíricos coinciden en este patrón de la sobreestima y la infravaloración de los Cisnes Negros. Kahneman y Tversky inicialmente demostraron que las personas reaccionan de forma exagerada ante los resultados de baja probabilidad cuando se habla del suceso con ellas, cuando hacemos que sean conscientes del mismo. Si preguntamos: «¿Cuál es la probabilidad de morir en un accidente aéreo?», por ejemplo, las personas aumentan el grado de probabilidad. Sin embargo, Slovic y sus colegas descubrieron, en patrones del mundo de los seguros, que en las pólizas la gente se olvidaba de esos sucesos altamente improbables. Dichos investigadores llaman a este fenómeno «la preferencia por asegurarse contra pequeñas pérdidas probables», a expensas de las menos probables pero de mayor impacto.

Finalmente, después de haber buscado durante años tests empíricos que estudiaran nuestro desdén por lo abstracto, encontré en Israel a los investigadores que llevaban a cabo los experimentos que había estado esperando. Greg Barron e Ido Erev aportan pruebas experimentales de que los individuos tienen en menor consideración las probabilidades pequeñas cuando intervienen en experimentos secuenciales en los que ellos mismos deducen las probabilidades, es decir, cuando no se les dan de antemano. Si se saca una bola de una caja en la que hay una cantidad muy pequeña de bolas rojas y muchas bolas una cantidad muy pequeña de bolas rojas y muchas bolas negras, y no se dispone de ninguna pista sobre tal proporción, lo más probable es que se calcule por lo bajo el número de bolas rojas. Sólo cuando se informa de esa proporción -por ejemplo, diciendo que el 3% de las bolas son rojas- se sobreestima ésta a la hora de apostar.

He estado mucho tiempo preguntándome cómo podemos ser tan miopes y de miras tan cortas y, pese a ello, sobrevivir en un entorno que no pertenece enteramente a Mediocristán. Cierto día, al mirarme la barba gris que hace que aparente diez años más de los que tengo, y pensando en el placer que obtengo de lucirla, me di cuenta de lo que sigue. El respeto que por los mayores se tiene en muchas sociedades pudiera ser un tipo de compensación por nuestra memoria de tan corto plazo. La palabra «senado» viene del latín senatus, «persona de edad»; en árabe sheikh significa tanto miembro de la élite dirigente como «persona mayor». Los mayores son depositarios de un complicado aprendizaje inductivo que incluye información sobre los sucesos raros. Los mayores nos pueden amedrentar con historias, y ahí reside la razón de que nos angustiemos cuando pensamos en un determinado Cisne Negro. Me apasionó descubrir que lo mismo ocurre en el reino animal: en un artículo de la revista Science se demostraba que las matriarcas elefantes desempeñan el papel de superconsejeras sobre los sucesos raros.

Aprendemos de la repetición, a expensas de los sucesos que no han ocurrido con anterioridad. Los sucesos que son no no han ocurrido con anterioridad. Los sucesos que son no repetibles se ignoran antes de que se produzcan, y se sobreestiman después (durante un breve tiempo). Después de un Cisne Negro, como el del 11 de septiembre de 2001, la gente espera que vuelva a ocurrir, cuando, de hecho, las probabilidades de que así sea posiblemente han disminuido. Nos gusta pensar en Cisnes Negros específicos y conocidos cuando, en realidad, la propia naturaleza de la aleatoriedad está en la abstracción. Como digo en el prólogo, es la definición equivocada de un dios.

El economista Hyman Minsky considera que los ciclos de riesgo que se producen en la economía siguen un patrón: la estabilidad y la ausencia de crisis estimulan la asunción de riesgos, la complacencia y el adormecimiento de la conciencia respecto a la posibilidad de que surjan problemas. Luego llega una crisis, cuyo resultado es que la gente queda traumatizada y teme invertir sus recursos. Por sorprendente que parezca, tanto Minsky y su escuela, llamada poskeynesiana, como sus oponentes, los economistas libertarios «austríacos», hacen el mismo análisis, con la excepción de que el primer grupo recomienda la intervención del Estado para resolver el ciclo, mientras que el segundo cree que no deberíamos confiar en que los funcionarios se ocupen de estas cuestiones. Parece que estas dos escuelas de pensamiento defienden objetivos opuestos; sin embargo, ambas subrayan la incertidumbre fundamental y permanecen al margen de los departamentos económicos habituales (aunque tienen muchos seguidores en el mundo no académico y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis académico y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis en la incertidumbre fundamental molesta a los platonificadores.

Todos los tests de probabilidad de que he hablado en este apartado son importantes; demuestran que nos engaña la rareza de los Cisnes Negros, pero no el papel que desempeñan en el total, su impacto. En un estudio preliminar, el psicólogo Dan Goldstein y yo mismo proponíamos a alumnos de la London

Business School ejemplos sacados de dos dominios,

Mediocristán y Extremistán. Seleccionamos la altura, el peso y los éxitos de Internet por cada sitio web. Los sujetos del experimento eran capaces de adivinar el papel de los sucesos raros en los entornos estilo Mediocristán. Pero les fallaba la intuición cuando se trataba de variables ajenas a Mediocristán, lo cual demuestra que en realidad no disponemos de la destreza de juzgar intuitivamente el impacto de lo improbable, por ejemplo la contribución de un superventas en las ventas totales de un libro. En uno de los experimentos, infravaloraron en treinta y tres veces el efecto de un suceso raro.

Veamos a continuación cómo nos afecta esta falta de comprensión de los asuntos abstractos.

La fuerza de lo sensacional

No hay duda de que la información estadística abstracta no nos influye tanto como la anécdota, por sofisticada que sea la persona. Pondré algunos ejemplos.

El pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un

El pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un niño se cayó a un pozo en Italia. El equipo de rescate no conseguía sacarlo del agujero, y el niño permanecía en el fondo del pozo, llorando desconsolado. A toda Italia le preocupaba su suerte, lo cual era muy comprensible; el país entero estaba pendiente de las noticias que iban llegando. El llanto del niño producía un dolor agudo y un sentimiento de culpa en los impotentes rescatadores y periodistas. La imagen del niño ocupaba la primera página de periódicos y revistas, y apenas se podía caminar por el centro de Milán sin que a uno le recordaran la difícil situación del pequeño.

Entretanto, la guerra civil de Líbano se recrudecía, con algún breve paréntesis en el conflicto. En medio de tanta confusión, a los libaneses les preocupaba también la suerte de aquel niño. El niño italiano. A diez kilómetros de distancia, la gente moría a causa de la guerra, los ciudadanos sufrían la amenaza de los coches bomba, pero el destino del pequeño italiano ocupaba los primeros puestos en las preocupaciones de la población del barrio cristiano de Beirut: «Mira qué mono es», me decían. Y toda la ciudad respiró cuando al fin rescataron al niño.

Como se supone que dijo Stalin (que algo sabía sobre la mortalidad): «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística». La estadística permanece callada en nuestro interior.

El terrorismo mata, pero el mayor asesino sigue siendo el entorno, responsable de cerca de 13 millones de muertes cada año. Ahora bien, el terrorismo provoca ira, la cual hace que sobreestimemos la probabilidad de un posible ataque terrorista, sobreestimemos la probabilidad de un posible ataque terrorista, y que reaccionemos con mayor violencia cuando se produce. Sentimos el aguijón del daño producido por el hombre más que el que causa la naturaleza.

Central Park. Estamos en un avión y nos dirigimos a Nueva York, donde vamos a pasar un fin de semana largo (y dándole a la bebida). Al lado tenemos a un corredor de seguros que, como buen vendedor, no puede dejar de hablar. Para él, no hablar es la actividad que le supone un esfuerzo. Nos dice que su primo (con quien va a celebrar las vacaciones) trabajaba en un bufete de abogados con alguien (el hermano gemelo del socio de su cuñado) a quien asaltaron y asesinaron en Central Park. Sí, el Central Park de la gloriosa ciudad de Nueva York. Ocurrió en 1989, si no recuerda mal (ahora estamos en 2007). La pobre víctima sólo tenía treinta y ocho años, esposa y tres hijos, uno de los cuales sufría una enfermedad de nacimiento y requería de cuidados especiales en el Cornell Medical Center. Tres hijos, uno de los cuales necesitaba atención especial, perdieron a su padre por aquella insensata visita a Central Park.

Bien, lo más probable es que evitemos Central Park durante nuestra estancia en la ciudad. Sabemos que podemos informarnos sobre las estadísticas de delitos en la Red o en cualquier folleto, y no en las anécdotas de un vendedor que sufre incontinencia verbal. Pero no lo podemos evitar. Por un momento, el nombre de Central Park nos llevará a la mente la imagen de aquel pobre hombre tirado sobre la hierba contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa duda, necesitaremos mucha información estadística.

Montar en moto. Asimismo, es probable que la muerte de un familiar en accidente de moto influya en nuestra actitud hacia las motos, mucho más que volúmenes enteros de análisis estadísticos. Podemos buscar estadísticas en la Red sin esfuerzo alguno, pero no nos vienen a la mente de forma fácil. Imaginemos que voy con mi Vespa por la ciudad, ya que nadie de mi entorno más próximo ha sufrido recientemente ningún accidente (aunque, por lógica, soy consciente de este problema, soy incapaz de obrar en consecuencia).

Ahora bien, no estoy en desacuerdo con quienes recomiendan el uso de una narración para atraer la atención. Puede que nuestra conciencia esté vinculada a nuestra capacidad de inventarnos alguna forma de historia sobre nosotros mismos. Sin embargo, la narración puede ser letal cuando se emplea en lugares equivocados.

Los atajos

Voy a ir ahora más allá de la narrativa para hablar de los atributos más generales del pensamiento y el razonamiento que se esconden detrás de nuestra agobiante superficialidad. Una reputada tradición investigadora ha catalogado y estudiado estos defectos, tradición que representa la escuela llamada Society of

Judgement and Decisión Making (la única sociedad académica y Judgement and Decisión Making (la única sociedad académica y profesional de la que soy miembro, y con mucho orgullo; sus reuniones son las únicas en las que no se me sobrecargan los hombros ni sufro ataques de cólera). Está asociada a la escuela de investigación que iniciaron Daniel Kahneman, Amos Tversky y sus amigos, como Robyn Dawes y Paul Slovic. Sus miembros son sobre todo psicólogos empíricos y científicos cognitivos, cuya metodología se ciñe estrictamente a dos objetivos: realizar experimentos controlados y precisos (al estilo de la física) sobre los seres humanos, y elaborar catálogos de cómo reaccionan las personas, con una teorización mínima. Estos investigadores buscan las regularidades. Observemos que los psicólogos empíricos emplean la curva de campana para calcular los errores de sus métodos de comprobación pero, como veremos más técnicamente en el capítulo 15, ésta es una de las raras aplicaciones adecuadas de la curva de campana a la ciencia social, debido a la naturaleza de los experimentos. Hemos visto este tipo de experimentos en este mismo capítulo, cuando hablamos de las inundaciones en California, y en el capítulo 5, con la identificación del sesgo de la confirmación. Esos investigadores han trazado el mapa de nuestras actividades en (básicamente) un modo dual de pensamiento, que dividen en «sistema 1» y «sistema 2», o sistemas experiencial y cogitativo. La distinción es sencilla.

El sistema 1, el experiencial, no requiere esfuerzo, es automático, rápido, opaco (no sabemos que lo estamos utilizando), procesado en paralelo, y puede prestarse a errores. utilizando), procesado en paralelo, y puede prestarse a errores. Es lo que llamamos «intuición», y en él se realizan esos rápidos actos de destreza conocidos con el nombre de blink (parpadeo), por el título del famoso libro de Malcolm Gladwell. El sistema 1 es altamente emocional, precisamente porque es rápido. Produce atajos, llamados «heurística», que nos permiten funcionar con rapidez y eficacia. Dan Goldstein llama «rápida y frugal» a esta heurística. Otros prefieren llamarla «rápida y sucia». La verdad es que estos atajos son sin duda útiles, pues son rápidos, pero a veces nos pueden llevar a algunos errores graves. Esta idea capital generó toda una escuela de estudios llamada el enfoque heurístico y sesgado (la heurística se refiere al estudio de los atajos; los sesgos, a los errores).

El sistema 2, el cognitivo, es lo que normalmente llamamos pensamiento. Es el que usamos en el aula, ya que requiere esfuerzo (incluso a los franceses); es razonado, lento, lógico, en serie, progresivo y autoconsciente (podemos seguir los pasos de nuestro razonamiento). Comete menos errores que el sistema experiencial y, dado que sabemos cómo llegamos a nuestro resultado, podemos retroceder en nuestros pasos y corregirlos para ajustados a las circunstancias.

La mayor parte de los errores que cometemos en el razonamiento proceden del uso del sistema 1, porque pensamos que estamos empleando el sistema 2. ¿Cómo? Puesto que reaccionamos sin pensar y sin emplear la introspección, la principal propiedad del sistema 1 es nuestra falta de conciencia de que lo estamos usando.

Recordemos nuestro error de ida y vuelta, nuestra tendencia a Recordemos nuestro error de ida y vuelta, nuestra tendencia a confundir la «no prueba de Cisnes Negros» con la «prueba de no Cisnes Negros»; esto demuestra cómo funciona el sistema 1. Tenemos que realizar un esfuerzo (sistema 2) para invalidar nuestra primera reacción. Es evidente que la madre naturaleza hace que usemos el rápido sistema 1 para salir del atolladero; por eso no nos paramos a pensar si un tigre de verdad nos va a atacar o si se trata de un ilusión óptica. Echamos a correr de inmediato, antes de ser «conscientes» de la presencia del tigre.

Se supone que las emociones son el arma del sistema 1 para dirigirnos y obligarnos a actuar rápidamente. Logra evitar el riesgo de forma mucho más efectiva que nuestro sistema cognitivo. De hecho, los neurobiólogos que han estudiado el sistema emocional demuestran que éste a menudo reacciona ante la presencia del peligro mucho antes de que seamos plenamente conscientes de él: sentimos miedo y reaccionamos unas milésimas de segundo antes de darnos cuenta de que estamos ante una serpiente.

Muchos de los problemas de la naturaleza humana residen en nuestra incapacidad para usar gran parte del sistema 2, o para usarlo de forma prolongada sin tener que tomarnos unas largas vacaciones en la playa. Además, ocurre que con frecuencia nos olvidamos de usarlo.

Cuidado con el cerebro

Los neurobiólogos, por su parte, hacen una distinción similar a Los neurobiólogos, por su parte, hacen una distinción similar a la del sistema 1 y el sistema 2, con la salvedad de que ellos trabajan con líneas anatómicas. Su distinción diferencia entre las partes del cerebro: la parte cortical, que se supone que empleamos para pensar y que nos distingue de otros animales, y el cerebro límbico de reacción rápida, que es el centro de los sentimientos y que compartimos con otros mamíferos.

Como empirista escéptico que soy, no deseo ser el pavo, así que no quiero centrarme únicamente en los órganos específicos del cerebro, ya que no observamos muy bien las funciones del cerebro. Algunas personas tratan de identificar los llamados correlatos neurales de, por ejemplo, la toma de decisiones o, más técnicamente, los «sustratos» neurales de, por ejemplo, la memoria. Puede que el cerebro sea una maquinaria más complicada de lo que pensamos; su anatomía nos ha engañado repetidamente en el pasado. Sin embargo, podemos evaluar las regularidades mediante experimentos precisos y exhaustivos sobre cómo reaccionan las personas en determinadas circunstancias, y llevar la cuenta de lo que veamos.

Como ejemplo que justifica el escepticismo sobre la dependencia incondicional de la neurobiología, y que reivindica las ideas de la escuela empírica de medicina a la que pertenecía Sexto, pensemos en la inteligencia de las aves. He leído repetidamente en diversos textos que los animales elaboran su «pensamiento» en el córtex, y que las criaturas que tienen mayor córtex son también más inteligentes: los seres humanos tenemos el mayor córtex, seguidos de los ejecutivos de la banca, los delfines y nuestros primos los monos. Pues bien, resulta que delfines y nuestros primos los monos. Pues bien, resulta que algunos pájaros, como por ejemplo los loros, tienen un elevado grado de inteligencia, equivalente al de los delfines; pero la inteligencia de las aves está relacionada con el tamaño de otra parte del cerebro llamada hiperestriato. De modo que la neurobiología, con su atributo de «ciencia dura», a veces (aunque no siempre) nos puede confundir y llevarnos a una afirmación platonificada y reduccionista. Me asombra que los «empiristas», escépticos como son sobre los vínculos entre la anatomía y la función, tengan tal perspicacia; no es de extrañar que su escuela desempeñara un papel muy pequeño en la historia intelectual. Como empirista escéptico, prefiero los experimentos de la psicología empírica a las resonancias magnéticas de los neurobiólogos, aun en el caso de que los primeros le parezcan al público menos «científicos».

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