VÍCTOR GAVIRIA ESPÍRITU LIBERTARIO EN BUSCA DE UNA CULTURA AL
FILO DEL ABISMO
Para Víctor Gaviria
Que me enseñó a ver lo
Que no dejan ver las palabras
Augusto Escobar Mesa
Universidad de Antioquia
De Víctor Gaviria podría decirse muchas cosas: quiso ser
psicólogo, poeta, ensayista, cronista, guionista, cineasta, bohemio, amigo, y a
gusto y con empeño lo ha ido logrando pero no como disciplinas, como entidades
independientes o consecutivas, unas detrás de otras, no. Quería que todo ello
confluyera en una unidad múltiple y en verdad que lo logró. No sabemos cómo,
pero sólo un espíritu abierto al mundo como el de él hizo posible tal unidad y
eso brota como germen vivo en sus películas Buscando tréboles (1979), Los
habitantes de la noche (Premio Focine 1983, 1985), Simón, el mago (1992) y, a
borbotones, en los largos metrajes Rodrigo D. No futuro (1990), La vendedora de
rosas (1998), Sumas y restas (2004) Gaviria estudió psicología en la
Universidad de Antioquia porque quería palpar el alma a las palabras, a los
seres y a las cosas, y con eso y a pesar de eso hizo poemas a la manera nueva
como corresponde a los jóvenes ávidos, curiosos de realidad, y publicó Con los
que viajo sueño (1978).
Apenas había sobrepasado dos décadas de vida y era ganador del
Concurso Nacional de poesía Eduardo Cote Lamus (1978) con Alguien en la ciudad
también perplejo. Pero ya estaba obsesionado con otros textos poéticos que
venía gestándose en la Revista Acuarimántima -que marcó una época en la poesía
antioqueña- y es así como a los 25 años gana el Premio Nacional de Poesía de la
Universidad de Antioquia con La luna y la ducha fría (1979). Cada día era un
reto a vencer y la película y el poema realizado en el presente, eran simples
cosas del pasado. Una puerta abría otra, una ventana la de más allá; un amigo
venía con su combo y detrás de él la sombra de otros cargados de historias,
cuál de todas más dura, como diría Mónica, su primera “Vendedora de rosas”, y
con ella, se inauguraba la verdadera Historia, a contrapelo de la historias
oficiales que nos han tenido por siglos en este limbo mental y moral.
Gracias o a pesar de la psicología, el verso libre no bastaba en
Víctor Gaviria para saciar esa avidez de lo distinto; busca entonces otros
géneros para plantearse los mismos interrogantes sobre la metafísica
cotidianidad, y acude para ello a la crónica, al relato poético y escribe El
campo al fin de cuentas no es tan verde (1983). Y en 1986 reúne parte de su
poesía, ensayos y guiones en el libro antológico El pulso del cartógrafo, en el
que se percibe la intensidad y dimensión de su sensibilidad en busca
desesperada de algo que, teniendo la herramienta de las palabras, apenas
comenzaba a hallar: el espíritu de seres cuya fragilidad pendía precisamente de
palabras, las que nunca tuvieron o con las que les rompieron el alma primera.
Luego vendría El rey de los espantos (1993) y otros libros de poesía combinados
con guiones y películas. Muy temprano, como cuenta el mismo Gaviria, llegó a la
literatura y al deseo de escribir, que lo ha acompañado siempre:
De toda esa etapa de mi vida -infancia-, el momento más
importante fue cuando me regalaron los libros de Andersen, porque en ese
momento decidí escribir. Parece una bobada, pero eso le cambia la vida a uno.
Yo, que nunca había escrito nada, dije: “me voy a poner a escribir»”. Me situé
en una pieza de la casa, que era calorosita, mantenía las persianas cerradas,
prendía una lamparita y ahí estudiaba, leía y escribía. Entonces empecé a hacer
cuadernos, tenía un diccionario de sinónimos y me ponía a hacer descripciones
de las cosas y a darme cuenta, por ejemplo, de que no conocía muchas palabras,
que cómo se llama esto, que cómo se llama aquello, y me las aprendía, pero
después se me olvidaban. Todavía se me olvidan. Las aprendo, las anoto y
después de un tiempo se me olvidan. Yo decidí dizque escribir, practicar y
aprender. Leí muchas cosas en esa época, pero no estaba preparado para
escribir. Me tocó así, de un momento a otro, pero yo qué iba a escribir.
Obviamente hice muchos intentos. Escribí muchos poemas y prosas, pero todos
superpalos, porque ese es un aprendizaje muy largo y muy difícil. Pero yo
estaba muy animado, claro, de haber encontrado algo que me gustaba. Vivía más
contento que el putas (Entrevista de Fernando Cortés a Gaviria, publicada en la
revista Número Nº 17).
Con el mismo rigor, con la misma pasión, con la misma curiosidad
con que enfrenta el poema o se inicia en la pesquisa de un tema o personaje, se
enfrenta al ensayo para reflexionar sobre la razón de ser del oficio poético y
literario de los escritores antioqueños José Manuel Arango, William Agudelo,
Helí Ramírez. También se mete en el mundo de los niños y jóvenes sicarios, en
los barrios donde no hay futuro para las nuevas generaciones y escribe El
pelaíto que no duró nada (1992). Más bien diría, nos descubre aquellos inmensos
y sesudos poetizadores de nuestra equívoca y bella realidad. Pero también
rescata la voz de los que nunca han tenido voz. Precisamente en una lúcida
reflexión sobre el libro Nuestro lecho es de flores de William Agudelo, Víctor
Gaviria precisa la vocación del aquel poeta y soñador, pero a su vez, se define
a sí mismo en su quehacer del momento, es decir, de poeta, de iniciado
cineasta, de pensador de lo cotidiano. Esto afirma:
Poeta y escritor no es la misma cosa. Un poeta es dueño de
textos fragmentados, y en los intersticios no ejerce oficio alguno. Su sueño es
quizá ser la Escritura, en caso de que el acontecer del mundo fuera al mismo
tiempo escritura. Por ello está más cerca del silencio, o por decirlo en
términos menos solemnes, de la ausencia de obra, lo que comparte con la gran
mayoría de hombres. El poeta pareciera ejercitarse en el vacío de la obra de
todos (largos períodos escribiendo breves trozos), como si quisiera hacer de esa
ausencia una conquista y un logro, no un dato primero. Como si quisiera
conquistar el puesto y la visión en una Obra que no está hecha por un solo
hombre.
"Un poeta es dueño de textos fragmentados" sostiene, y
en los intersticios: vacío, silencio, ausencia de obra habrá que construir
colectivamente. Este se convierte en el principio regulador de su oficio de
cineasta, es decir, de anudador de esos múltiples fragmentos (tomas,
fotogramas, imágenes, sonidos, música, casas, calles, barrios, historias, ideas,
personajes) para darle el tono poético a ese vacío, para alentar el espíritu
que se fuga o se hace presente en la madeja infinita de los actos cotidianos.
Así pues se inicia en el arte de la palabra hecha imagen.
En 1979, con el corto metraje Buscando tréboles gana el concurso
de cine super 8 del Subterráneo y el Premio Búho de Colcultura. Al siguiente
año vuelve y gana el premio de cine de Colcutura con La lupa del fin del mundo.
En adelante y cada año, desde 1979 hasta 1985, dará a conocer al público un corto,
medio o largo metraje. Es así como veremos La lupa del fin del mundo (1980),
Sueño sobre un mantel vacío (1981), El vagón rojo (1982), Los habitantes de la
noche (1983), Premio India Catalina de XXV Festival de Cine de Cartagena; La
vieja guardia (1984), Que pase el aserrador (1985), Los músicos (1986). 1986 es
el año del primer gran reconocimiento con Rodrigo D ó No futuro (1990), que fue
premio Guión de Focine y con el cual fue invitado a la Sesión Oficial del
Festival de Cine de Cannes; pero antes había ganado otros premios de guiones de
Focine con Primavera sobre José Asunción Silva (1983) y El tren de las niñas
(1985). Después de la película Rodrigo D, Gaviria escribe un documental,
Historias de Aranjuez, de una fuerza visual y temática que impresiona al
espectador, pero por lo contrario de lo que impresiona Rodrigo D. Es la
historia de niños y niñas ciegas que viven en un internado en Aranjuez (barrio
de Medellín). Aquí logra Gaviria inmiscuirse (de manera imperceptible) con su
cámara -que además maneja él mismo-captura algunas situaciones que son
completamente naturales. Es como si tuviera la necesidad de exorcizar, de
desintoxicarse de tanto desgarro y violencia y tomar un respiro con estas
historias tan poéticas de los niños ciegos (Entrevista con la guionista y
escritora Diana Ospina, 2004). Luego vendrían otras versiones cinematográficas,
entre ellas, Simón el mago (1992) y la de la consagración, La vendedora de
rosas (1996-1998), una de las películas más premiadas del cine colombiano y con
la que participó de nuevo en la Sesión Oficial del Festival de Cine de Cannes.
Nominada igualmente al Premio Óscar como mejor película extranjera en 1999.
Obtuvo también reconocimientos como mejor película en los
festivales de cine de San Juan de Puerto Rico, Denver, Santa Cruz, Eslovaquia y
Bogotá. Con el documental Polizones en Nueva Colonia (1991) obtuvo el Premio
Simón Bolívar de Periodismo, en la categoría de televisión. Ese gusto por el
cine tiene un origen bien fundado y también data de tiempos primeros. Así lo
cuenta Gaviria:
Lo que sí no sé es de dónde me vino la goma por el cine. De
pronto por mi papá, que en ese entonces filmaba con un grupo de amigos. Mi papá
no era muy creativo: solamente filmaba la casa, por dentro y por fuera, las
primeras comuniones, los aniversarios y a nosotros; cuando niños siempre
veíamos eso: mi papá apagaba las luces de la sala de la casa y veíamos esas
películas; imagínate, para uno eso era divino, era una cosa muy fuerte. Son
cosas que uno no está esperando, que aparecen sin uno darse cuenta, muy
inconscientes, que uno no prevé para nada. ¿Por qué el cine? Seguramente por
eso de mi papá. Yo la verdad llegué al cine por casualidad. El destino de las
cosas es tan raro, que se impone y llega como por coincidencia. Yo entré a
estudiar psicología a la Universidad de Antioquia, pero quería ser escritor, y
de un momento a otro se me apareció el cine sin quererlo ni nada.
Empecé a hacer unas historiecitas con actores de un grupito de
teatro infantil, pero no me gustaron; entonces me fui a un colegio y
casualmente encontré a unos niños, con quienes hice unas peliculitas: El vagón
rojo y La lupa del fin del mundo. Me encantaron la naturalidad, la
espontaneidad, la frescura de estos muchachitos. Se supone que en ese entonces
yo escribía poesía en Acuarimántima, con José Manuel Arango, una revista a la
que me habían invitado a escribir, pero entonces por esas casualidades de la
vida seguí haciendo cine. Afortunadamente, porque escribir es muy difícil. No
sé. Esta era otra forma de comunicación donde yo podía preguntar, hablar de las
experiencias de los mismos actores. Me gustaba que hablaran de una manera
coloquial, que no fueran diálogos teatrales ni de cine, sino frescos, que
dijeran las güevonadas así, normal. Entonces hice ese par de peliculitas en
superocho. La lupa del fin del mundo era un recuerdo de colegio, de cuando
ocurrió la vaina de Cuba, la vaina entre Kennedy y Kruzhchev que suscitó un
amago de guerra mundial.
Era lo que vivían los niños ese día, con todos los rumores de que
iba a llegar el fin del mundo. Son unas peliculitas que yo tengo todavía, unas
cosas muy rudimentarias, en las que nos acompañaba Luis Alberto Álvarez durante
el rodaje y en las que se ven los pelaos y los recreos. Hacer cine en esa época
era muy barato. Sinceramente, hacer una película valía como 25 mil pesos. Era
como quien dice gastarse ahora unos 300 mil pesos o más; era plata en esa
época. Las hacíamos los fines de semana. Durante la semana yo estaba en la
Universidad, pero todas las tardes ensayaba con los pelaos, me reunía con el
camarógrafo y hacíamos el guión y rodábamos los fines de semana; además nos
tocaba conseguir la plata para darles el almuerzo a los pelaos, para los
sánduches y el fiambre, para comprar los rollos, para el revelado y para las
ediciones, que se hacían en unas moviolitas manuales que estaban de moda. Todos
mis amigos estaban muy interesados en lo que hacíamos, porque a todos les
gustaba el cine, aunque éramos más bien curiosos que cineastas de verdad
(Entrevista de Fernando Cortés a Gaviria, publicada en la revista Número Nº
17).
Ahora, después de tanto trasegar por la poesía, el cine y sobre
todo la vida, Víctor Gaviria -y sus amigos- asume un nuevo reto sobre los
tiempos del ruido y de la muerte del narcotráfico llamada Sumas y restas
(2001-2004). Un nuevo héroe se entroniza con el beneplácito de una sociedad
pacata, de doble moral y profundamente desigual y discriminativa, el
narcotraficante. Bajo un estado de bonanza todo se suma y se multiplica, los
sentidos se embotan, nada se escucha, nada se ve, sólo la satisfacción del
dinero fácil, y ahí se rompe la moral, flaquean las instituciones, se desmorona
el estado de derecho y se inicia el camino de las restas, de la división, y
nuevos actores protagonistas entran a escena: el narcoterrorista, el sicario.
Es la debacle.
Un nuevo orden social comienza a hacer carrera en el que el hilo
más frágil es el de la vida. Se inaugura el imperio del miedo y de la muerte.
Todo acecha. Nada detiene la bala enajenadora, así interpongamos mil rejas.
Hasta estas se volvieron decoración, pura retórica ante el pujante terror.
Gaviria, como una nueva Ariadna, recoge los hijos para llevarnos ante el espejo
de ese minotauro que construimos cómplicemente y hoy nos obliga a rasgarnos las
vestiduras, pero cuya alma sigue como rémora. Con la nueva puesta en escena de
ese Minotauro que somos, de nuevo Gaviria nos hará sentir la espada de Damocles
sobre nuestras cabezas. ¿Despertaremos por fin del letargo de siglos?
El Víctor Gaviria de hoy es parte de un ovillo que comenzó a
hacerse tejido, texto, escritura, imagen, silencio cuando aún no llegaba a los
veinte años. Poco después, en 1979, con la previsión necesaria del que avizora
tempranamente futuro y forjará la historia de una de nuestras artes, sostenía:
El joven que por azar solitariamente empieza a escribir, nunca
se imagina que desde su limitado barrio contribuye a la formación de un mapa
sobre el cual muchos hombres podrían vivir a plenitud. Ese joven es en verdad
un joven cartógrafo.
Cierto. Joven cartógrafo con su:
Primer libro de poemas: Con los que viajo sueño,
Primer libro de crónicas: El campo al fin de cuentas no es tan
verde Primer libro de ensayos: El pulso del cartógrafo
Primer cortometraje: Buscando tréboles
Primer guión cinematográfico: Primavera
Primera película: Rodrigo D
Víctor Gaviria ha contribuido a la formación de un mapa, el de
nuestra identidad, hoy cercenada, acechada por sombras enajenantes; mapa, como
nos decía a los 24 años: "sobre el cual muchos hombres podrán vivir a
plenitud".
Él es el guía, el diseñador, el cartógrafo, que con otro grupo
de iluminados o desterrados, está forjando un sentido profundo de identidad
cultural. No la hace solo, no construye solo la Gran Obra, porque ella, bien lo
dice, no está hecha por un solo hombre; es labor mancomunada como están hechas
sus películas. Él es el faro que ilumina a tanto náufrago en busca de asilo,
porque también es un autoexiliado que no se halla en su propia piel y la de los
otros apenas si da cobijo. Su medida desborda hasta la propia. De ahí el vacío
y el afán de la próxima aventura que no termina porque ya se anuncia para la
otra.
Cuando muchos se fueron o se están yendo a pensar nuestro o su
futuro allende el mar, Víctor Gaviria se ha quedado para unir los despojos y
hacer de ellos el paraíso de realidades que nos merecemos y así lo sentenció a
los 25 años en el primer poema del libro La luna y la ducha fría (1980):
Muchos de mis amigos han viajado ya
Preferentemente a París
Y van de incipientes directores
De Cine [así se quedaron]
Y sé que hacen bien
Pero en cambio permanezco
Y me demoro más de los días necesarios
Para aprender Una mínima cosa
Que aquellos aprenden en segundos en el Metro
En virtud a la lejanía
Y yo hago una cosa u otra rutinaria
Consigo fácilmente enemigos
Y escasos son los instantes en que veo
Claramente
las cosas (con una nitidez que da envidia impensadamente cercanas y bellas
Entonces no quiero pasar un día
Lejos de aquí
Ni mucho menos perderme cerca a mi casa
El muro que miro oblicuamente
Una negra hoja de palma…
Ahora sólo quiero pasearme de un barrio a otro …
visitar las 7 casa en las que he vivido
mirar mapas de regiones cercanas
escuchar los sueños de mis amigas un poco locas
con esa bella extravagancia de quien
ha conocido drogas durante meses
voy a visitar mis 7 casas
de mis 24 años
y a cada una le diré
aún permanezco
aún continúo aquí
Pero pronto me iré.
Víctor Gaviria es un niño grande que sueña con restablecer la
unidad de un mundo que perdió sus padres y paraíso hace ya mucho tiempo. Víctor
Gaviria es nuestro Ulises desterrado de su Ítaca.
http://www.colombiaaprende.edu.co/recursos/superior/handle/literaturacolombiana/pdf_files/perfil10.pdf
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