El lujo eterno. De la era de lo sagrado
al tiempo de las marcas.
El
siglo XX tiene como vector la vida cruza por la aspiración al lujo
En las tiendas por departamentos se banaliza el acceso al lujo y
lo desmitifica. Para ello, qué mejor que los franceses para crear el consuelo
mágico del prêt à porter (expresión
francesa: “listo para llevar”). Los grandes almacenes ofrecen una ilustración a
gran escala de ese semilujo democrático. Al bajar los precios, los grandes
almacenes consiguieron ‘democratizar al
lujo’, más exactamente, transformar
ciertos tipos de bienes
antaño reservados a las
élites acaudaladas en artículos de consumo corriente, promover el acto de compra de objetos suntuarios.
Lipovetsky recuerda que lo superfluo y la apariencia han sido
temas estudiados desde Platón a Polibio, de Epicuro a Epicteto, de San Agustín
a Rousseau, de Lutero a Calvino, de Mandeville a Voltaire, de Veblen a Mauss.
El lujo eterno. De la era de lo sagrado
al tiempo de las marcas, se convierte en un libro indispensable para coser
los tiempos de la posmodernidad con los nihilistas.
En Lujo eterno, lujo emocional, reitera algunos de los
argumentos que le valieron la calificación de intérprete privilegiado de la
posmodernidad. Vivimos una época, visible desde los años ‘70, en la que han
perdido importancia tanto los ideales puritanos como los contestatarios.
El individualismo, el narcisismo
extremo, el hedonismo sin culpa, se han vuelto dominantes en nuestra cultura.
Esa dinámica individualista ayuda a
incrementar nuestra propia autonomía, nos emancipa de las antiguas
obligaciones de pertenencia y erosiona la autoridad de las normas colectivas.
Un proceso de desinstitucionalización
que se extiende a todas las esferas -familia, sexualidad, moda, religión, política-
y a la que tampoco escapa el consumo de artículos suntuarios. Ahora que el lujo
tiende a democratizarse en la competencia con los mercados de masas, Lipovetsky
percibe un vínculo emocional en el consumo de objetos caros y raros. Afirmación
subjetivista de nuestro derecho a la felicidad, basado en nuestra libre
disposición como individuos más que en cualquier imposición social externa; el
lujo ya no puede ser interpretado como mero signo de estatus o de clase.
Resulta paradójico que en el momento mismo en que la
posmodernidad nos concede la libertad y la felicidad tan añoradas por los
modernos, ambas se restrinjan al exclusivo ámbito del consumo.
Y aún peor, al exclusivísimo, mal que le pese al propio autor,
consumo de bienes lujosos. Una tenue democracia del gusto donde el libre
albedrío se convierte en inofensivo porque las elecciones en el mercado llevan
siempre impreso el sello de lo transitorio.
Lipovetsky añade otra vuelta de tuerca. Al rastrear la historia de los consumos suntuarios descubre dos lógicas superpuestas que lo llevan a postular el carácter antropológico, universal, del lujo. Una es la del gasto excesivo y la ostentación, el intercambio simbólico de dádivas que caracterizaba a las civilizaciones “primitivas”, a diferencia de la acumulación de riquezas de las sociedades de clase. Con ello subestima el hecho de que también las sociedades arcaicas necesitaban asegurarse su reproducción material. La otra lógica indica cierta relación religiosa con el tiempo, la búsqueda de inmortalidad del soberano en los monumentos y los ritos fúnebres de las grandes civilizaciones antiguas. Por eso su ensayo concluye con la postulación de un sexto sentido, no materialista, que reinscribe la ritualidad en un mundo desencantado, de consumo a ultranza.
Una vocación de eternidad que se sustrae a la inconsistencia de
lo efímero y sintoniza con el pensamiento mítico. Así, ese cruce entre
tradición y moda que distingue a las marcas de lujo, esa apariencia de
intemporalidad, vendría a ser el signo de la voluntad por trascender nuestro
entorno desacralizado.
Entronización del lujo, extrañas exigencias metafísicas por
parte de los consumidores y el nuevo desafío al que deben enfrentarse los
encargados de la gestión de marcas suntuarias. De eso se ocupa Tiempo de lujo, tiempo de marcas, la
parte del libro que corresponde a Elyette Roux. Sintoniza en todo con los
imperativos de la lógica financiera de la industria de objetos suntuarios y que
sólo interesará a los gerentes de marketing. Pero al menos Roux tiene la
decencia de admitir aquello que Lipovetsky tiende a rechazar: que la
pertenencia de una marca al universo del lujo debe ser definida por el precio
de la mercancía.
Dispendio, exceso, gasto o derroche son sus lexemas homónimos característicos del consumo ostentoso (Veblen) que aquella clase ociosa practicaba frenéticamente en su afán por exhibir su rango, su patrimonio y su nula disposición para realizar trabajo alguno, hasta tal punto que determinada indumentaria suya -el zapato con tacón de aguja, el corsé- servían ante todo para impedir cualquier ejercicio físico que lo aproximara al obsceno mundo del trabajo. Tamaño derroche, que se concretaba en las diversiones costosas tales como el potlach -ceremonia de rivalidad para conseguir prestigio, haciendo grandes regalos que obligan al donatario a responder con otros de mayor valor- o el baile, han perdurado hasta nuestros días, es la gran profecía de Veblen, aunque -hay que admitirlo- se han modificado sustancialmente las formas (bodas, bautizos, pedidas de mano, apuestas, despedidas de soltero...).
Dispendio, exceso, gasto o derroche son sus lexemas homónimos característicos del consumo ostentoso (Veblen) que aquella clase ociosa practicaba frenéticamente en su afán por exhibir su rango, su patrimonio y su nula disposición para realizar trabajo alguno, hasta tal punto que determinada indumentaria suya -el zapato con tacón de aguja, el corsé- servían ante todo para impedir cualquier ejercicio físico que lo aproximara al obsceno mundo del trabajo. Tamaño derroche, que se concretaba en las diversiones costosas tales como el potlach -ceremonia de rivalidad para conseguir prestigio, haciendo grandes regalos que obligan al donatario a responder con otros de mayor valor- o el baile, han perdurado hasta nuestros días, es la gran profecía de Veblen, aunque -hay que admitirlo- se han modificado sustancialmente las formas (bodas, bautizos, pedidas de mano, apuestas, despedidas de soltero...).
El consumo ostentoso, parece razonable pensarlo, puede ser
tildado como mínimo de superfluo. Sin embargo, en la sociedad cortesana
(Norbert Elias) era necesario para el prestigio y la representación. A su vez,
en tanto que parte maldita (Bataille), el derroche, el lujo auténtico exigiría
el desprecio cumplido de la riqueza: un esplendor infinitamente arruinado.
Del lujo, Voltaire hará una apología, Rousseau dirá que «nace del ocio y de la vanidad» y Hume destacará «un gran refinamiento en la justificación de los sentidos». Como Jano, el lujo es doble, superfluo y necesario, ostentoso y exquisito, indica la dignidad y el exceso desordenado. Tiene que ver con la exuberancia y con el sacrificio, con el regalo y con la humillación. Y con la muerte: el lujo se relaciona con el luto en las, significativamente denominadas, pompas fúnebres. Además de todo ello, hoy asistimos a lo que el economista americano Robert H. Frank ha llamado fiebre del lujo (Luxury fever) para designar el fenómeno creciente de consumo de bienes de lujo que, según él, ha inundado los Estados Unidos de América en los últimos años. En esta línea de atención al lujo aparece un nuevo ensayo de Lipovetsky (Lujo eterno, lujo emocional), al que acompaña otro de Elyette Roux (Tiempo de lujo, tiempo de marcas): como se aclara en la presentación, un solo libro, dos enfoques distintos.
Se une a una lista inmensa de pensadores que, de Platón a Mauss, se han ocupado de lo superfluo, el aparentar, la disipación de las riquezas. Y lo hace porque considera que se han producido cambios cruciales en las últimas décadas en el escenario [sic] del lujo. Por ejemplo, en el año 2000, según un estudio de Eurostaf, se estimaba en noventa millardos de euros, a escala mundial, el gasto en el mercado de lujo, que suponemos se trata de una cifra muy superior a mediciones anteriores.
Ello le lleva a decir que si el lujo otrora quedaba reservado a los círculos de la alta burguesía, los productos de lujo han «bajado» progresivamente a la calle. Por consiguiente, el lujo «ha estallado», ya no cabe hablar de un lujo sino de lujos, y se ha acrecentado con intensidad su visibilidad social (con el aumento del número de marcas de lujo -412 en los años noventa- se intensifica la inversión publicitaria, se da una mayor mediatización de las marcas de lujo, se multiplican las redes de distribución: nuevas tiendas «exclusivas», los corners reservados a las grandes marcas, los nuevos espacios en los no-lugares dedicados al perfume y a la belleza...).
Reconoce que coexisten dos tendencias: la que banaliza el acceso
al lujo y lo desmitifica, y la que reproduce su poder en ensoñación y de
atracción. Ni apología ni anatema, la posible contradicción la resolveremos en
el eje temporal: en la sociedad hodierna se da «una nueva cultura [sic] del
lujo» que se actualiza en un culto de masas a las marcas. En su interés por
facilitar datos empíricos que avalen esta tesis, que va del estrellato de los
chefs y de los diseñadores de renombre, hasta la proliferación de
publicaciones, no resalta suficientemente, bien que lo considere, lo que
podríamos llamar actitud y atención ante la memoria, lo antiguo, las
antigüedades, lo auténtico, la «exhumación».
Se conforma con afirmar velozmente que se da una consagración
contemporánea del lujo acompañada de una valoración inédita del pasado
histórico, con un deseo posmoderno de reconciliar creación y permanencia, moda
e intemporalidad.
Mostradas sus premisas, hipótesis, tesis, todas mezcladas y agitadas, propone un «esbozo de la historia del lujo desde [...] el paleolítico hasta nuestros días».
Más no se trata de una historia empírica, sino de una «historia
de las lógicas del lujo». Para el paleolítico recurre al libro de Marshall
Sahlins Edad de piedra y edad de abundancia, que ya aclaraba que incluso en una
situación alimentaria deficitaria se encuentran signos de prodigalidad, de
generosidad, sin hacer los cálculos que la racionalidad económica exigiría. Y
de la mano de Malinowski, muestra casos como el don, la dádiva o, más
concretamente, el kula, de Melanesia, regalos de objetos de valor a habitantes
de islas lejanas. Para épocas más
reciente da noticias con la autoridad de viene, Elias, Veblen, Sombart, Simmel,
Bourdieu, etc.
Aprovecha sus trabajos anteriores sobre la moda, que con firmeza
discutible la hace nacer en el siglo XIV, para encararla como derroche
ostentoso, que se abre paso bajo el signo de la antitradición, de la
inconstancia, de la frivolidad. Para la modernidad elige como ejemplo en la segunda
mitad del siglo XIX la alta costura que impuso Charles Frederick Worth, creando
una industria de lujo consagrada a la creación de modelos frecuentemente
renovados y fabricados a medida de cada cliente. En la actualidad, ya no es
pertinente la oposición entre modelo y serie (series de prêt-à-porter de lujo,
millares de unidades de perfume de lujo, o de coches BMW). Una nueva era del
lujo supone que los grandes grupos manejan un colosal volumen de negocios, que
cotizan en bolsa. Después de un largo ciclo, «ha llegado la hora del lujo de
marketing centrado en la demanda y en la lógica del mercado». Cabe
perfectamente la posibilidad de que coexistan gastos ruinosos, despilfarros con
compras «económicas», lo que le autoriza a diagnosticar que el consumo de lujo
se encuentra en vías de desinstitucionalización, y eso sucede, según parece,
con la aparición de un individualismo desregulado, opcional, denominado
«neoindivi-dualismo», donde es el propio individuo y su cuerpo la medida del
lujo. El lujo entraría en una fase de democratización, seguido más por
criterios individuales que por obligación social, lo que implica a su vez una
relación más afectiva, más sensible, justamente un lujo más emocional. Y para
no dejar nada suelto, en esa semiorragia del lujo aparecen nuevos signos
transgresores en las pasarelas o en los deportes de altísimo riesgo. Para
concluir con un ejemplo extraterrestre, se nos cuenta que Denis Tito, primer
turista espacial de la historia, gastó más de veintidós millones de euros por
una semana a bordo de la estación espacial internacional.
Elyette Roux: Tiempo de
lujo, tiempo de marcas, atiende
con las mismas hipótesis al marketing y a las marcas 2. Se podría decir que el lujo es un
componente importante en lo que actualmente en semiótica se denomina estilos de
vida. Ya no cabe reducir el lujo al objeto; se da un encuentro entre el objeto
y la subjetividad íntima y profunda de aquel que lo reconoce.
En ese sentido, el lujo remite al placer, al refinamiento, a la
perfección, así como a la rareza y a la apreciación costosa de aquello que
existe sin necesidad, lo que procura una articulación ética y estética (en su
perspectiva semiótica se trata de un no-poder sobre el mundo, donde se pasa de
la ostentación a la emoción y donde se produce una exaltación del universo de
lo sensible, donde actúan todos los sentidos, como p.e.: «Kenzo huele a bello»).
Si en los años ochenta el consumo de lujo se hacía «cueste lo
que cueste» y en la década de los noventa no se quería comprar a cualquier
precio, en la década actual se supeditan las afinidades e identificaciones
afectivas a las marcas con que se encuentra afinidad.
Tamaña transformación supone un tránsito del producto (a veces
sólo nacional) a la marca que posee o debe poseer un estilo inimitable
mundialmente reconocido. Si Walter Benjamin consideraba la moda como el eterno
retorno de lo nuevo, podemos sostener, también con este libro, que se da un
eterno retorno del lujo. Y que podría seguir vigente aquel anhelo de Baudelaire
cuando se refería a la Modernidad: «Luxe, calme et volupté»: (Lujo,
calma y voluptuosidad).
Profesor Adolfo Vásquez Rocca
Análisis y Comprensión
Lectora
1. ¿Qué piensa de lo planteado por Lipovetsky?
2.
¿Por qué el mundo contemporáneo es considerado como
hedonista?
3. ¿Qué sentido tiene ser marquillero?
4. ¿Se considera usted comprador compulsivo?
5. ¿Qué caracteriza la sociedad contemporánea?
6. ¿Por
qué el lujo ya no puede ser interpretado cómo único signo de estatus o
de clase?
7. ¿De qué manera se relacionan lujo y derroche?
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